con toda humildad y modestia, con paciencia, soportándoos unos a otros con amor,
esforzándoos por mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Uno es el cuerpo,
uno el Espíritu, como es una la esperanza a que habéis sido llamados, uno el Señor, una la
fe, uno el bautismo, uno Dios, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos, en todos.
Cada uno de nosotros recibió la gracia a la medida del don de Jesucristo.
El nombró a unos apóstoles, a otros profetas, evangelistas, pastores y maestros, para la
formación de los consagrados en la tarea encomendada, para construir el cuerpo de
Jesucristo; hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de
Dios, y seamos hombres cabales y alcancemos la edad de una madurez cristiana. Así no
seremos niños, juguete de las olas, zarandeados por cualquier ventolera de doctrina, por el
engaño de la astucia humana, por los trucos del error. Al revés, con la sinceridad del amor,
crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, a Jesucristo.
Gracias a él, el cuerpo entero, trabado y unido por la prestación de las junturas y por el
ejercicio propio de la función de cada miembro, va creciendo y construyéndose con el amor.
Así pues, en nombre del Señor os digo y recomiendo que no procedáis como los paganos:
con sus vanas ideas, con la razón oscurecida, alejados de la vida de Dios, por su ignorancia
y dureza de corazón. Vosotros, en cambio, no es eso lo que habéis aprendido de Jesucristo;
si es que habéis oído hablar de él y habéis aprendido la verdad de Jesús. Vosotros
despojaos de la conducta pasada, de la vieja humanidad que se corrompe con deseos
falaces; renovaos en espíritu y en mentalidad; revestíos de la nueva humanidad, creada a
imagen de Dios con justicia y santidad auténticas.
RESPONSORIO
Col 3,12.15.14
R. En vista de eso, como elegidos de Dios, consagrados y predilectos, vestíos de ternura
entrañable, de agrado, humildad, sencillez. * La paz de Jesucristo tenga la última palabra; a
esta paz os han llamado como miembros de un mismo cuerpo.
V. Y, por encima, ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto. * La paz.
SEGUNDA LECTURA
Del Tratado del Arnor de Dios, de san Francisco de Sales, obispo
(Libro 5, cap. 1, pássim)
El amor de Dios
El amor no es otra cosa que un moverse y fluir del corazón hacia el bien por impulso de la
complacencia que en él se goza; la complacencia es, por tanto, el principal
motivo del amor, así como el amor es el principal movimiento de la complacencia.
Cuando logramos que el entendimiento considere la grandeza de los bienes que existen en el
divino objeto, es imposible que nuestra voluntad no se sienta complacida en él; entonces
usamos de nuestra libertad y del dominio que tenemos sobre nosotros mismos, e inducimos
al corazón a robustecer y afianzar su complacencia inicial con actos de aprobación y alegría.
Es Dios de nuestro corazón mediante la complacencia, en cuanto que por su medio el
corazón lo abraza y hace suyo; es nuestra herencia, en cuanto que por ese acto gozamos de
los bienes que existen en Dios y, como de hijuela propia, sacamos de él todo placer y
contento. Por tal complacencia comemos y bebemos espiritualmente las perfecciones de la
Divinidad, porque nos adueñamos de ellas y las introducimos en nosotros.
¡Qué alegría sentiremos en el cielo, Teótimo, cuando veamos al Amado de nuestro corazón
como un mar infinito cuyas aguas únicamente se componen de perfección y bondad!
Entonces, cual ciervos que, sañudamente perseguidos, llegan sedientos a la clara corriente
de un manantial y experimentan el frescor de sus aguas (cf. Sal 42,2), nuestros corazones,
llegados a la fuente viva de la Divinidad (cf. Sal 42,3), después de tantos suspiros y afanes
adquirirán, por la complacencia, todas las perfecciones de su Amado, y probarán goce pleno
en el placer de la visión saturándose de venturas inmortales. De esta suerte el Esposo
entrará en nosotros para comunicar su alegría sin fin a nuestra alma, pues, como dice él
mismo (cf. Jn 14,23), si guardamos la santa ley de su amor, hará en nosotros su morada.
El amor que el apóstol san Pablo sentía por la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor era
tan grande, que atrajo la vida, pasión y muerte del divino Salvador al pecho de su amante
siervo, cuya voluntad se llenó de afectos, cuya memoria se explayó en meditaciones y cuyo
entendimiento se nutrió de contemplaciones.