Pero está implícita también la otra cara de la metáfora: la de la separación y del movimiento
centrífugo hacia el recíproco alejamiento o rechazo. Cuanto más se alejan de Dios las personas,
tanto más se alejan también las unas de las otras; y cuanto más se alejan entre sí, tanto más se alejan
de Dios.
Es un dinamismo en el que podemos ver bien descrita la lógica interna de la
comunión/disgregación. Caminando hacia el centro, los rostros convergen, se encuentran, se
concentran y se comunican. Retrocediendo y alejándose, rechazando la comunión con Dios, se
pierde también la comunión entre las personas, se profundiza la distancia recíproca, cada uno
permanece cerrado en el propio egoísmo, bloqueado en la propia soledad, no iluminado ni por el
amor que viene de Dios, ni por el reflejo de luz que viene del amor del prójimo.
Cuando más lejos estemos de una referencia a Dios, tanto más nos distanciamos también de nuestro
prójimo (cf. 1 Jn 4,19-21). Pero es igualmente verdad que cuanto más nos acercamos a nuestro
prójimo, tanto más nos acercamos a Dios, que se hace presente en el hombre hasta identificarse con
el más pequeño de ellos, como afirma Jesús mismo: 'Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis' (Mt 25,40).
Los dos símbolos propuestos parecen adecuados para inspirar hoy el camino de la espiritualidad de
las comunidades religiosas, sobre todo por lo que se refiere a la profundización del proceso de
realización de la comunión dentro de ellas. Pero tales símbolos se pueden referir también a la vida
de comunión de las familias.
Y para dar relieve a su metáfora, Doroteo presenta un dicho del abad Zósimo que se pregunta:
''Quién, si tiene una herida en la mano o en el pie o en otro miembro, siente repugnancia de sí
mismo o corta sus propios miembros, aunque la herida se encuentre en estado de putrefacción? 'O
acaso no la limpia, la lava, se pone un emplasto, la venda, la unge con óleo santo, reza, invoca a los
santos para que intercedan por él? En una palabra, no abandona, no rechaza el propio miembro, ni
su hedor, sino que hace todo lo posible por curarlo y sanarlo!'.
'No encontramos nosotros, tal vez, en estas palabras, un eco de la doctrina sobre la caridad de San
Pablo? 'Así 'continúa Doroteo- debemos también nosotros compadecernos los unos de los otros,
tener cuidado de nosotros mismos o directamente a través de otros más capaces, y excogitar y hacer
todo lo posible para ayudarnos a nosotros mismos y ayudarnos los unos a los otros. Efectivamente
somos miembros los unos de los otros, como dice el Apóstol (Rm 12,5). Si, pues, todos somos un
solo cuerpo, y singularmente también miembros los unos de los otros, cuando un miembro sufre,
sufren también junto con él los otros miembros (1 Cor 12,26)'.
Estas reflexiones, que interpretan bien los textos paulinos, proponiendo de forma plástica una
doctrina tan estimada por los primeros cristianos, pueden muy adecuadamente aplicarse a la vida de
la comunidad religiosa y a la vida de familia. Ellas expresan en forma propia y diversa el misterio
de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que se funda en la caridad recíproca y de ella vive cada día: una
caridad que se hace compasión mutua, ayuda recíproca, incluso cuando es sometida a la prueba en
los momentos difíciles de la convivencia, como cuando uno de sus miembros manifiesta una
enfermedad física o una debilidad moral.
Cuando este cuerpo doliente, que es cada comunidad religiosa, vive plenamente la caridad, entonces
no reacciona con tonos airados o condenas, sino que hace prevalecer el sentido de la solidaridad
misericordiosa que considera a los otros, aunque pecadores, como miembros suyos más delicados, y
no rechaza el compartir su sufrimiento y su enfermedad. La vida de comunidad y la vida de familia,