Biografias SDB Madrid. Tomo III 1901a 1994


Biografias SDB Madrid. Tomo III 1901a 1994

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EMILIO HERNÁNDEZ GARCÍA
EMILIO ALONSO BURGOS
CON TU AUXILIO
APUNTES BIOGRÁFICOS SOBRE
SALESIANOS FALLECIDOS
EN LA INSPECTORÍA DE SAN JUAN BOSCO
MADRID
Tomo III de dichos apuntes biografíeos
1901-1994
El Tomo I:
Tres años de Historia Salesiana (1936-1939),
por José Luis Bastarrica y José Mallo
El Tomo II:
La fe que profesaron (1896-1987),
por Emilio Hernández García
y Emilio Alonso Burgos

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Impreso en España - Printed in Spain
Gráficas Don Hosco - Arganda (Madrid)
Depósito legal: M. 15.915-1994
Edición extra comercial

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ÍNDICE GENERAL
Página
índice general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
índice alfabético de los salesianos difuntos, consignados en es-
te Tomo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
índice cronológico de los salesianos difuntos, consignados en
este Tomo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Fallecidos en enero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Fallecidos en febrero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Fallecidos en marzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Fallecidos en abril . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
Fallecidos en mayo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
Fallecidos en junio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Fallecidos en julio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
Fallecidos en agosto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
Fallecidos en septiembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291
Fallecidos en octubre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325
Fallecidos en noviembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 349
Fallecidos en diciembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 381
índice alfabético de todos los salesianos difuntos de la Inspec-
toría de Madrid (1896-1994), consignados en 3 tomos . . . . 423
índice cronológico de todos los salesianos difuntos de la Inspec-
toría de Madrid (1896-1994), según los años en que fallecieron,
consignados en 3 tomos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 429
índice topográfico de todos los salesianos difuntos de la Inspec-
toría de Madrid (1896-1994), según las casas en que fallecieron,
consignados en 3 tomos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 439

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1.5 Page 5

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PRESENTACIÓN
La proyección de la existencia hacia el futuro necesita cono-
cer las raíces del pasado, si no queremos que nos ocurra lo que
al musgo que al carecer de raíces nunca podrá romper el cielo
con sus ramas.
Esta es la finalidad del nuevo libro que me llega a las manos
y del que se me pide haga una presentación. Es continuación de
aquel primer trabajo que publicó nuestra Inspectoría: «LA FE
QUE PROFESARON», en memoria de nuestros hermanos
difuntos.
Aquella obra nos ofrecía rasgos bibliográficos de Salesia-
nos que habían vivido y muerto entre nosotros. En el centena-
rio de la muerte de D. Bosco sus autores nos presentaban seten-
ta y dos semblanzas de hermanos que «al dar su vida la
merecieron dándola», en expresión de Tagore. Mas dicha obra
era como una sinfonía inacabada. En ella no aparecían nom-
bres más cercanos a nosotros, con los que compartimos no
pocas vivencias salesianas.
Los autores de la biografía de estos hermanos son, de nuevo,
D. Emilio Hernández y D. Emilio Alonso, tan bien avenidos en
su pluma y en su pensar. No son cartas mortuorias ni tampoco
estudios acabados donde la historia se hace biografía por la
investigación. Son pinceladas sobre Salesianos que nos descu-
bren las luces y las sombras de su vida ordinaria.
Es un homenaje de reconocimiento a todos ellos. En la vida
nunca se escribe la última página. Otros vienen que continúan la

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escritura en el rasgo que el anterior comenzó. Nuestra Inspectoría
posee una gran riqueza de personas y de obras y ello, sin duda, se
debe en gran parte a la labor de Salesianos que nos precedieron y
que podrían caer en el olvido en nuestro trabajo cotidiano.
Me gustaría que este libro fuera agradecimiento a ellos y estí-
mulo para nosotros. En la sementera que nos dejaron trabaje-
mos para recoger, en su momento, la cosecha de una Inspectoría
madurada por la consagración y la misión salesianas.
En esta tarea, a través del tiempo, no estamos solos. Esta fue
la experiencia de D. Bosco al atardecer de su vida: «Todo lo ha
hecho Ella». El auxilio de la Virgen es para cada Salesiano
fuerza impetuosa que ayuda a salvar las dificultades y afrontar
las grandes obras. La Virgen Auxiliadora nos sirve de escudo y
de defensa. De aquí, el título elegido para esta segunda obra:
«CON TU AUXILIO».
No puedo por menos de encomiar la obra de D. Emilio Her-
nández y D. Emilio Alonso porque ellos han reparado la injusti-
cia del olvido y la ignorancia que entraña todo tiempo pasado.
Escriben con la pluma y el corazón al mismo tiempo. Casi diría
al unísono los dos, como quien juega con las palabras y el
recuerdo. Su cariño a la Inspectoría y a los Salesianos les hace
conjugar doctrina y estilo literario con la facilidad y fluidez del
buen escritor y del no menos pensador.
Espero que este libro tenga una buena acogida por todos
los lectores y por las Comunidades. Estoy seguro que su lectu-
ra ayudará a mantener viva la antorcha salesiana en el estadio
actual donde compiten tantos atletas de la ilusión y del trabajo
por y con los jóvenes.
En este volumen se añaden tres índices generales que ayuda-
rán a su lectura y aun uso más fácil. El primero presenta la lista
completa de los Salesianos que aparecen en el tomo anterior. Un

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segundo con el índice cronológico según los años en que fallecie-
ron los Salesianos y, finalmente, un tercero de las Casas en las
que murieron. Este último es una buena referencia para que, a
través de los años, esa Comunidad recuerde a los que en ella
entregaron su alma a Dios.
Saint-Exupéry afirmaba que «la valía del hombre se mide
por la calidad y número de los compromisos que toma». A
veces, buscamos fuera de nuestra propia Casa lo que tenemos
dentro. Estos Salesianos, cuya vida se subraya en estas pági-
nas, representan otros tantos modelos en nuestro hacer cami-
no. El andar de la vida consagrada y apostólica en la que otros
antes caminaron con entrega y generosidad.
«Si el grano de trigo no muere, no produce fruto». Aprenda-
mos a fructificar para que con la muerte de estos Salesianos y «la
fe que profesaron» seamos signos de amor y esperanza.
PEDRO LÓPEZ GARCÍA
Inspector
Madrid, 31 de enero de 1994

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ÍNDICE ALFABÉTICO
Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Coadjutor AIZPURU ARANGUREN, José (13-11-1914) ....... 91
Coadjutor ALVAREZ BLANCO, José (27-VIII-1912) .............. 279
Sacerdote AMO (del) PRIETO, José Luis (29-IV-1990) .......... 145
Coadjutor ANZOLA AZPIARU, Domingo (20-XI-1908) ....... 354
Coadjutor ARAUZ ESCOLANO, Mariano (13-XII-1990) ....... 389
Sacerdote ARRIETA CABRERO, Enrique (2-VIII-1989) ...... 251
Clérigo ARTACHO ARTACHO, José (2-XI-1906) .............. 351
Sacerdote AZPELETA PRIETO, Félix (16-1-1987) ................... 53
Sacerdote BALLESTEROS ARRANZ, Rafael (2-1-1987) ....... 19
Sacerdote BATTAINI MACCHI, Alejandro (10-111-1953) ....... 106
Sacerdote BELLIDO IÑIGO, Modesto (26-XI-1993) ................ 363
Clérigo BOUZAS PÉREZ, Alfonso (14-1-1934) .................... 44
Coadjutor CAELLAS CANTO, Fernando (28-XI-1958) ........... 372
Sacerdote CARTOSIO BIANCHI, León (22-IX-1978) ............. 303
Sacerdote CASTAÑO ALBA, Felipe (28-XI-1913) .................... 370
Coadjutor CID LOSADA, Francisco (15-VII-1988) ................... 220
Sacerdote CORDERO DOMÍNGUEZ, Feo. Javier (25-V-1990) 186
Sacerdote CRESCENZI MALPICCI, Anastasio (14-V-1964)... 167
Sacerdote CUESTA IBAÑEZ, José Santos (21-X-1955) ........... 327
Novicio CURTO FERNANDEZ, Jesús (12-V-1921) .............. 164
Sacerdote DÍAZ RIVAS, Faustino (9-III-1992)........................... 99
Clérigo DIEGUEZ SÁNCHEZ, Agustín (5-1-1928) ............. 30
Sacerdote DIEZ GALLO, Eduardo (23-IX-1991) ...................... 310
Coadjutor ECHEVARRÍA DEVA, Ignacio (29-VIII-1961)...... 284
Novicio ENCINAS MONEDERO, Santos (22-VI-1962) ....... 203
11

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Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Sacerdote ESCUR BOSCH, Daniel (l-V-1906) .......................... 161
Sacerdote FALQUEZ COSTAS, Francisco (23-VII-1925) ........ 236
Coadjutor FERNANDEZ BOLAÑOS, José Ant.° (10-VI-1986) 195
Coadjutor FERNANDEZ POZUELOS, Marcelo (29-VII-1991) 239
Sacerdote GANCEDO IBARRONDO, Eduardo (13-1-1994)... 36
Coadjutor GARCÍA ARRANZ, Segundo (22-111-1959) ........... 113
Sacerdote GARCÍA GARCÍA, Valentín (29-XI-1993) ............. 375
Clérigo GARCÍA TALAMILLO, José (3-1-1948) .................. 25
Novicio GONZÁLEZ ALVAREZ, José (15-VI-1917) ........... 199
Sacerdote GONZÁLEZ BELLVER, Francisco (23-IV-1987).... 139
Coadjutor GONZÁLEZ HERMOSA, Gregorio (28-VIII-1948) 281
Novicio GRANA GONZÁLEZ, Ramiro (27-VIII-1908) ...... 276
Coadjutor GRATACOS VENTOS, Narciso (6-III-1947) ........... 97
Coadjutor HERNÁNDEZ MARTIN, Eusebio (5-XII-1984) .... 383
Coadjutor HERNÁNDEZ MARTIN, Lorenzo (29-X-1986) ..... 343
Sacerdote IBAÑEZ GARCÍA, Santiago (26-VIII-1992) ........... 268
Sacerdote IZQUIERDO GONZALO, Ángel (10-VII-1992) .... 213
Sacerdote LASAGA CARAZO, José (29-XII-1965) ................. 413
Sacerdote LÓPEZ PACHECO, Eladio (19-IX-1945) ................. 300
Coadjutor MARTIN CRESPO, Isaías (17-XII-1924) .................. 403
Clérigo MARTIN CRIADO, Alfredo (7-1-1925) .................... 33
Coadjutor MARTÍNEZ MALDONADO, Alfonso (15-XII-1979) 397
Sacerdote MOLINA GONZÁLEZ, José (18-IV-1959) .............. 133
Sacerdote MORALES MORALES, Hiscio (15-IX-1987) ......... 293
Sacerdote MORAN GONZÁLEZ, Celso (9-IV-1992) .............. 125
Sacerdote NOVARINO GRAMAGLIA, Luis (28-111-1924) .... 117
Arzobispo OLAECHEA LOIZAGA, Marcelino (21-X-1972) .. 334
Sacerdote PATALAVICIUS SIUPIENIUTE, Casimiro
(17-1-1983) .................................................................. 61
12

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Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Sacerdote PÉREZ HERNÁNDEZ, Joaquín (29-XII-1962) ...... 407
Sacerdote RAMOS LORES, Vicente (25-IX-1989) .................... 317
Sacerdote RIESGO PEDRAZ, José (20-VIII-1988) .................. 258
Coadjutor RIVERO VICENTE, Zacarías (30-VIII-1989) ......... 286
Sacerdote ROCA SERRA, Buenaventura (25-V-1960) ............. 177
Novicio SÁNCHEZ HERRERO, José Manuel (18-1-1948) .. 73
Coadjutor SEGUÍ BAUSA, Pedro (28-VI-1920) ........................ 206
Sacerdote SERRA MÍAS, Tomás (18-1-1901).............................. 68
Coadjutor SOLER PÉREZ, Ramón (15-1-1968) ......................... 47
Coadjutor SZENNIK JÜTTOREN, Luis (26-1-1972) ................. 75
Sacerdote TOME NEBREDA, Antonio (26-XI-1987) .............. 357
Sacerdote UBEDA GARCÍA, Antonio (26-1-1992) .................. 81
Coadjutor URTASUN IROZ, Ignacio (30-IV-1968) ................... 151
Sacerdote VICENTE (de) GARROTE, Alejandro
(17-VII-1988) ............................................................. 224
Sacerdote ZOCCOLA CACCIA, Honorato (24-VIII-1917) ..... 265
13

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ÍNDICE CRONOLÓGICO
1901
Sacerdote Tomás SERRA (18-1).
1906
Sacerdote Daniel ESCUR (I-V).
Clérigo José ARTACHO (2-XI).
1908
Novicio Ramiro GRANA (27-VIII).
Coadjutor Domingo ANZOLA
(20-XI).
1912
Coadjutor José ALVAREZ (27-VIII).
1913
Sacerdote Felipe CASTAÑO
(28-XI).
1914
Coadjutor José AIZPURU (13-11).
1917
Novicio José GONZÁLEZ (15-VI).
Sacerdote Honorato ZOCCOLA
(24-VIII).
1920
Coadjutor Pedro SEGUÍ (28-VI).
1921
Novicio Jesús CURTO (12-V).
1924
Sacerdote Luis NOVARINO
(28-111).
Coadjutor Isaías MARTIN (17-XII).
1925
Clérigo Alfredo MARTIN (7-1).
Sacerdote Francisco FALQUEZ
(23-VII).
1928
Clérigo Agustín DIEGUEZ
(5-1).
1934
Clérigo Alfonso BOUZAS (14-1).
1945
Sacerdote Eladio LÓPEZ (19-IX).
1947
Coadjutor Narciso GRATACOS
(6-III).
1948
Clérigo José GARCÍA (3-1).
Novicio José Manuel SÁNCHEZ
(18-1).
Coadjutor Gregorio GONZÁLEZ
(28-VIII).
1953
Sacerdote Alejandro BATTAINI
(10-111).
1955
Sacerdote José Santos CUESTA
(21-X).
1958
Coadjutor Fernando CAELLAS
(28-XI).
1959
Coadjutor Segundo GARCÍA
(22-111).
Sacerdote José MOLINA (18-IV).
1960
Sacerdote Buenaventura ROCA
(25-V).
15

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1961
Coadjutor Ignacio ECHEVARRÍA
(29-VIII).
1962
Novicio Santos ENCINAS (22-VI).
Sacerdote Joaquín PÉREZ
(29-XII).
1964
Sacerdote Anastasio CRESCENZI
(14-V).
1965
Sacerdote José LASAGA (29-XII).
1968
Coadjutor Ramón SOLER (15-1).
Coadjutor Ignacio URTASUN
(30-IV).
1972
Coadjutor Luis SZENNIK (26-1).
Arzobispo Marcelino OLAECHEA
(21-X).
1978
Sacerdote León CARTOSIO
(22-IX).
1979
Coadjutor Alfonso MARTÍNEZ
(15-XII).
1983
Sacerdote Casimiro
PATALAVICIUS (17-1).
1984
Coadjutor Eusebio HERNÁNDEZ
(5-XII).
1986
Coadjutor José Antonio
FERNANDEZ (10-VI).
Coadjutor Lorenzo HERNÁNDEZ
(29-X).
1987
Sacerdote Rafael BALLESTEROS
(2-1).
Sacerdote Félix AZPELETA (16-1).
16
Sacerdote Francisco GONZÁLEZ
(23-IV).
Sacerdote Hiscio MORALES
(15-IX).
Sacerdote Antonio TOME (26-XI).
1988
Coadjutor Francisco CID (15-VII).
Sacerdote Alejandro VICENTE
(de) (17-VII).
Sacerdote José RIESGO (20-VIII).
1989
Sacerdote Enrique ARRIETA
(2-VIII).
Coadjutor Zacarías RIVERO
(30-VIII).
Sacerdote Vicente RAMOS (25-IX).
1990
Sacerdote José Luis AMO (del)
(29-IV).
Sacerdote Feo. Javier CORDERO
(25-V).
Coadjutor Mariano ARAUZ (13-XII).
1991
Coadjutor Marcelo FERNANDEZ
(29-VII).
Sacerdote Eduardo DIEZ (23-IX).
1992
Sacerdote Antonio UBEDA (26-1).
Sacerdote Faustino DÍAZ (9-III).
Sacerdote Celso MORAN (9-IV).
Sacerdote Ángel IZQUIERDO
(10-VII).
Sacerdote Santiago IBAÑEZ
(26-VIII).
1993
Sacerdote Modesto BELLIDO
(26-XI).
Sacerdote Valentín GARCÍA
(29-XI).
1994
Sacerdote Eduardo GANCEDO
(13-1).

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ENERO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
2 1987 Sacerdote Rafael BALLESTEROS ARRANZ 32 19
3 1948 Teólogo José GARCÍA TALAMILLO
25 25
5 1928 Coadjutor Agustín DIEGUEZ SÁNCHEZ
27 30
7 1925 Clérigo
Alfredo MARTIN CRIADO
22 33
13 1994 Sacerdote Eduardo GANCEDO IBARRONDO 83 36
14 1934 Clérigo
Alfonso BOUZAS PÉREZ
23 44
15 1968 Coadjutor Ramón SOLER PÉREZ
76 47
16 1987 Sacerdote Félix AZPELETA PRIETO
80 53
17 1983 Sacerdote Casimiro PATALAVICIUS
71 61
18 1901 Sacerdote Tomás SERRA MÍAS
58 68
18 1948 Novicio José Manuel SÁNCHEZ HERRERO 22 73
26 1972 Coadjutor Luis SZENNIK JÜTTOREN
89 75
26 1992 Sacerdote Antonio UBEDA GARCÍA
83 81
17

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2.7 Page 17

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RAFAEL BALLESTEROS ARRANZ
Nació en Iscar (Valladolid) el 8-XI-1955.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1973.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 28-IV-1984.
Falleció en Bata (Guinea Ecuatorial) el 2-1-1987.
En los años 1967 y 1968 había en Mohernando dos cursos de
aspirantes de la primera edad. Convivían con los novicios en los
últimos años del antiguo edificio, antes de la reconstrucción. Eran
aspirantes, no preaspirantes como ahora se les llama, difuminan-
do esta etapa de la formación y con una vocación determinada,
aunque todavía no definida. Eran muchachos simpáticos, sin com-
plicaciones ni ambigüedades, dóciles y muy andariegos. A su corta
edad hacían excursiones hasta Tórtola, Trijueque y demás pue-
blos vecinos. Venían por grupos de Almoguera, de Huerta del
Rey, de Cardeñosa de Avila. Eran fruto de los cuidados vocacio-
19

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nales de párrocos celosos y prosalesianos. Rafael Ballesteros era
de Iscar, pueblo grande de Valladolid hacia Segovia. No tiene
mucha historia ni mucho arte ni riqueza. Cereales, vino, ganado
son todo su patrimonio económico. Para las ambiciones de
Rafael era bastante. Con eso, las ruinas de un castillo viejo, el
Cerro de los Ahorcados y el equipo «Puchela», ya tenía bastan-
te para hablar con entusiasmo siempre de su lugar nativo. Tam-
bién de Mohernando guardó buen recuerdo.
Como el entorno familiar cuenta mucho, diremos que era el
más pequeño y el único hermano de tres hermanas de una familia
de discreto pasar.
Hizo aquí los dos primeros años de su aspirantado; en Arévalo
los restantes, y el noviciado en Astudillo. Fue saltando de pueblo
en pueblo. Guadalajara no era mucho más que eso en aquellos
años en que él hizo su primera Filosofía y el COU, para pasar des-
pués a Medina, donde terminó la Filosofía. Después la habría de
estudiar más a fondo en la Universidad. Una preparación muy
larga para una ejercitación bien breve. La Teología la estudió
entre Salamanca -en aquella residencia provisional «la Bombone-
ra»- y la nueva Escuela de Teología del Paseo de Delicias, de
Madrid. Esa fue su carrera y así fue su vida, casi toda ella de estu-
dios.
Tenía razón cuando decía: «... hasta ahora no he hecho más
que estudiar». La única etapa que no había sido de estudio, era el
trienio, en Carabanchel, con los aspirantes coadjutores. Lo hizo
en los años del Aspirantado nuevo, floreciente y lleno de aspiran-
tes. Como «el que ama a los animales, ama también al hombre»,
él dedicaba su afición y su tiempo a los faisanes, los patos, los
pavos reales y las gallinas de Guinea, que completaban el zoo.
Allí pasó muy buenos ratos, celebrando las evoluciones de los ani-
males y gustando en síntesis y muestra lo que había de encontrar
en fauna desperdigada y varia en Guinea Ecuatorial.
Terminó la Teología y se tomó un año más de reflexión y
maduración para el sacerdocio. La Filosofía, que terminó de estu-
diar en la Universidad, le ayudó en esta reflexión y le ayudó a
decidirse por la mejor parte: el sacerdocio y el seguimiento de
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2.9 Page 19

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Cristo sin titubeos. Esa pausa de reflexión y de «rumia orante y
pensante» él la resolvió de manera positiva. Otros la resolvieron
de manera negativa. Hicieron bueno aquellos de que «las cosas
buenas hay que pensarlas, pero no hay que pensarlas demasiado,
porque se corre el peligro de terminar no haciéndolas».
Le ordenó de sacerdote un día de finales de abril, en la Iglesia
de Atocha, Mons. Capmany. Poco más de dos años después, el
mismo Obispo y en el mismo sitio, presidía el funeral.
Contra lo que Rafael hubiera deseado, ir a América, le man-
daron a Guinea. Lo aceptó religiosa y humildemente, pensando
que aquello podía ser también una experiencia saludable.
Como todo comenzante joven, entusiasta e idealista, llevaba
un montón de ilusiones. Luego se irían desmoronando en la reali-
dad. A los apóstoles les pasa un poco como a Don Quijote en la
primera salida. Salió de la venta tan contento, tan ufano, vagó
todo el día por el campo raso, con un calor abrasador, «sin que
nada de particular le sucediera...» Ninguna aventura ni cosa que
se le pareciera.
Iba con la mejor voluntad, decidido a desplegar su sacerdocio
y su magisterio, pero ni el ambiente, ni la distinta cultura o sincul-
tura ni la misma vida de comunidad inmediata, le estimulaban.
«Sufrió -dice Grupeli en la carta mortuoria- el choque, el «cam-
biazo» que significaba venir de Madrid a Malabo».
No obstante, se sobreponía, «hizo un gran esfuerzo para dar
con profesionalidad las clases y, sin desánimo, realizar su labor
sacerdotal».
Tuvo que poner la Filosofía a la altura de aquellas cabezas
poco especulativas y la Fe al nivel de aquellas mentalidades poco
dogmáticas...
En su cordura de sacerdote intelectual, caería también en la
cuenta de que a las misiones no se puede ir con diletantismos de
experiencias, sino con conciencia de entrega; no a lo que me puede
convenir para mi integración, sino a lo que sea... ¡a la buena de Dios!
Con la enseñanza en el Instituto y en la Normal de Malabo,
combinaba la acción pastoral en los poblados vecinos y la aten-
ción espiritual a las Salesianas.
21

2.10 Page 20

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El curso siguiente, 1986-87, ya se le presentaba más despejado
y menos cuesta arriba. Seguro que en los momentos de desánimo,
se haría a sí mismo esta observación: ¡Tantos años estudiando y
de preparación, para esta actuación tan pobre!
Cuando se acercaban las Navidades del año 1986, tenía ade-
más el caramelo de la visita de su hermana Rufina, Rufi, como la
llamaba en apelación breve y familiar, lo mismo que a él le llama-
ban Rafi, dos homónimos abreviados y confundibles.
Rufi, la hermana mayor, casada y con dos hijos, tuvo el valor
de ir en plenas Navidades a pasar unos días con Rafi. No le falta-
rían titubeos ni consideraciones en contra, pero el tirón del her-
mano -ya se sabe que las hermanas son un poco madres de los
hermanos únicos y varones-, y también el afán de experiencias
nuevas y exóticas, la decidieron a dar el salto fatal.
Sus padres, muy enteros y muy valerosamente resignados, no
habrán dejado de lamentarse alguna vez: «¡En qué hora se le ocu-
rrió a esta criatura ir a Malabo...!
Efectivamente, llegó a Malabo el 26 de diciembre y al día
siguiente, partieron para el continente, junto con otras tres Hijas
de María Auxiliadora, convalecientes y deseosas de ver y recorrer
las casas salesianas, las de las comunidades y las curiosidades de
Bata e inmediaciones. Aprovecharon bien los tres días siguientes
y el último día del año celebraron religiosamente el retiro espiri-
tual «el Ejercicio de la Buena Muerte», dicho en salesiano anti-
guo. Hicieron sus prácticas de piedad y, como conferencia, cele-
braron una mesa redonda, en la que cada cual fue desgranando
sus consideraciones. Seguramente responderían más a la vida dia-
ria y concreta que a la muerte inminente. El día de Año Nuevo lo
celebraron con gran regocijo en compañía de las comunidades
vecinas. El festejo fue muy animado: se cantaron los villancicos
obligados, hubo aderezos navideños y se repitió una y otra vez
una letrilla aplicable a personas y casos...
El día 2, a media mañana, estaba fijada la vuelta a Malabo.
Se presentaron a la hora concertada, pero se encontraron con
que el viaje se retrasaba hasta la tarde. Una fiesta a mediodía en
honor de una dama pareció ser el motivo. Nuestros viajeros
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3 Pages 21-30

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regresaron a la casa salesiana y se dispusieron a emplear las horas
de espera. Antes de la comida jugaron una partida a las cartas y
después, como sobremesa, otra. No sabemos quién ganó aquella
última partida. Al llegar la media tarde, tomaron sus bolsas y
macutos y se despidieron con las expresiones del caso: «¡Hasta la
próxima visita! ¿Hasta la Pascua de Abril, tal vez? ¡Hasta las
vacaciones! ¡Hasta vernos en Madrid!». Y Rafael dijo, por decir:
«¡O hasta el Paraíso!»... y acertó.
El aviocar despegó a las 4,30. Ni siquiera eran las cinco fatídi-
cas.
La marea estaba baja y el mar, en calma. Nada hacía pensar
en presagios de desgracia. Ni en aquella romántica evocación:
«Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde...»
El artefacto hinchado y ruidoso dio una vuelta en torno a las
viviendas de los españoles, «Las Caracolas», lo cual no extrañó a
nadie, porque era una pirueta que solían hacer como cumplido.
Dio una segunda vuelta extraña y cuando intentó regresar en rec-
to y aterrizar en la playa, se hundió en las aguas y se estrelló con-
tra las rocas. Cayó de lado. El avión y la carga humana que lo lle-
naba, quedaron hechos añicos y desperdigados. El pánico de los
que lo presenciaron a 250 ms y de los que se fueron enterando,
fue indescriptible. Algo para sentir e imaginar, no para pintar con
palabras.
Se movilizaron todos y fueron rescatando los cuerpos. Estaban
horriblemente destrozados. Lo más desfigurado era la cabeza. El
golpe, la explosión o la onda las había dejado como una sandía
contra una piedra estrellada con saña.
El último cadáver en aparecer, pasados dos días, fue el de
Rafi. Un africano lo divisó. Increíblemente, era el menos maltra-
tado. Casi estaba entero y limpio. Fueron unos días de trajín y
pesadilla para la comunidad de Bata, los cooperantes y los veci-
nos todos... y de comentarios confusos.
¿Cuál fue la causa? Se dijo que el exceso de carga, la impru-
dencia de los pilotos haciendo evoluciones de capricho, la avería
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3.2 Page 22

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de un motor o la alarma: «¡Situación... situación... peligrosísi-
ma...!» Llamadas que, increíblemente, no tuvieron respuesta.
Son hechos y motivos barajados por los periódicos, las investi-
gaciones de los técnicos o la historia enredosa e indescifrable,
aunque sea tan inmediata.
Después se sucedieron los momentos de los funerales, una vez
reunidos y ordenados los restos, en Bata, en las Palmas, en Geta-
fe... Llegaron la tarde de Reyes. En un hangar fueron recibidos y
depositados ante un millar de personas compungidas, silenciosas,
atónitas. Tarde de sol triste, de frío glaciar y de pena hondísima...
¡Qué presente de Reyes el de aquellos ataúdes en batería
sobre el suelo...! «Oro, incienso y mirra»... sí: el oro de los galones
y de los apliques fúnebres, el incienso de las oraciones mudas y
del incensario del ritual y la mirra de un dolor y de un luto sin
fronteras... Un funeral en vivo y para no olvidar nunca.
Los cuerpos de Rafi y de Rufi fueron trasladados a Iscar. Todo
el pueblo asistió a los funerales de la entrañable pareja de herma-
nos homónimos... Hermanos en la vida y hermanos en la muerte...
«No hay muertes para dos...», se escribió pensando en lo per-
sonalísimo de la muerte. Aquella sí lo fue... para los dos herma-
nos, que irían juntos en las lunetas del aviocar, comentando las
incidencias de un viaje placentero...
Los feligreses de Iscar, recordarían la primera Misa de Rafael
y las palabras de su homilía: «... El Señor me ha mimado y me ha
hecho objeto de unos favores inagradecibles...»
¿Fue también favor el de aquella muerte imprevisible y trági-
ca...?
Así tenemos que creerlo, aunque no lo comprendamos ni
acertemos a rastrear nunca los caminos retorcidos, secretos, tene-
brosos de Dios.
Por algo es la Fe la clave de las cosas que no entendemos y la
garantía de las cosas que esperamos.
De todas esas cosas que Rafael, Rufina, Nieves, Juana, Arace-
li y Úrsula, sus compañeras de viaje final, estarán comprendiendo
y disfrutando ya...
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3.3 Page 23

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JOSÉ GARCÍA TALAMILLO
Teólogo.
Nació en Osorno (Falencia) el 15-VI-1922.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 4-X-1940.
Falleció en Madrid el 3-1-1948.
José García Talamillo era un muchacho palentino alto, delga-
do, pálido, inteligente, serio y bueno, serio con una seriedad ama-
ble, no hosca.
Había nacido en Osorno, el 15 de junio de 1922. Osorno está
en el límite norte del Camino de Santiago y de la Tierra de Cam-
pos. Su iglesia destaca a lo lejos como un navio en la llanura quie-
ta. Detrás de él se extiende el páramo. Este fue su paisaje nativo.
Como nos pasa a todos, José García lo llevaría en el alma. «No se
tenga por señor -quien en la Tierra de Campos no tenga su
terrón...» Algo más que un terrón tendría él en su tierra.
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3.4 Page 24

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A los trece años entró como aspirante en Astudillo. Allí pasó
cuatro años, los años apurados de Don Esteban Ruiz en que la
casa estuvo a punto de cerrarse por falta de recursos. Estaba des-
colgada de la Inspectoría Central y no estaba claramente adheri-
da a la de Madrid. Fue una situación ambigua que se superó por
el aguante de Don Esteban y por la solidaridad del pueblo, que
no se resignaba a ver salir de él a los Salesianos.
De Astudillo, terminada la guerra, el año 1939 Pepe fue a
Mohernando.
Tampoco esta casa estaba en condiciones muy boyantes. De
una casa en situación precaria, a otra en situación nada mejor. La
guerra y su posición, a orillas del mismo frente, la habían dejado
desmantelada.
Solamente con estar en Mohernando en aquel entonces, ya
era hacer noviciado y un año de buena prueba.
La Filosofía la hizo entre Mohernando y Gerona; el trienio, en
Salamanca, entre el 1942 y 1945.
Las pocas casas por las que tuvo ocasión de pasar, todas eran
de formación y de prueba. Salamanca también exigía su rigor en
aquellos años de disciplina a ultranza. José García era uno de los
bastantes clérigos que se empleaban en ella y no de los de peor
cartel.
«Estos clérigos -decía a veces un Consejero destemplado-
sacándolos de las clases y de la asistencia, ya no saben hacer
más». Como si eso fuera poco. Quería que fueran además artistas,
creativos y animadores, como si les quedara tiempo y humor para
esas «artes decorativas».
José García no era nada llamativo, pero los chicos reconocían
en él la puntualidad, el sentido de responsabilidad con que se pre-
paraba y daba las clases y su ecuanimidad. «Era un hombre jus-
to», dijo de él como elogio un alumno que ahora es notario.
Salamanca imprimía carácter en los alumnos y en los profe-
sores.
Con el carácter que ya tenía de nacimiento y el adquirido en el
colegio de María Auxiliadora, José García fue a Carabanchel para
comenzar la Teología el día 30 de septiembre de 1945. La impre-
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3.5 Page 25

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sión que recibió, sería la misma de los que dimos el mismo paso.
El encuentro con teólogos venidos de toda España, castellanos,
catalanes, andaluces, acentos distintos que terminaban por fundir-
se; los Superiores, respetables y acogedores; la casa vieja y con
pátina; la sesión inaugural del curso, académica e introductoria...
Era un mundo completamente distinto del de los colegios, un
poco extraño al principio, pero a propósito para el que quisiera
entrar en él de lleno y entregarse a la Teología y a la formación.
«Vengo con hambre de estudio...» dijo uno que entraba en
Carabanchel sin prejuicios. José García no dijo tanto, porque no
era hombre de hacerse notar, pero lo pensaría y lo sentiría así.
Pasó los tres primeros años sin que le sucediera nada «que de
contar sea».
Una vida muy igual, laboriosa y toda de puertas para adentro
para quien tenía bien presente su meta y bien esclarecida.
Además de las tareas de escuela, alta escuela, Pepe hacía aco-
pio de material pastoralista: fichas con pensamientos jugosos,
anécdotas, croquis de predicación o de catcquesis. Muchos hacían
eso mismo en aquella economía de ahorro y previsión pastora-
lista. A veces, hasta con cierta ingenuidad y acumulando un
material que seguramente después les habrá servido para poco.
La gran solidez de doctrina y la gran abundancia de recursos la
tenían en la misma Teología asimilada.
Los Profesores y los compañeros veían en Pepe al hombre
nada espectacular, estudioso y observante. Don Juan Castaño, en
las cuentas de conciencia, advertía algo más. Veía en él un decidi-
do empeño de formarse espiritualmente. Su salud no era fuerte;
sentía a menudo dolores de estómago y de cabeza. Los médicos le
decían que tenía caído el estómago. De aquí tomaban pie los
compañeros para chanzas que él soportaba con hilaridad. En la
sobremesa de despedida, al salir del trienio, uno le dedicó esta
letrilla: «D. Alonso a D. García comprará una hermosa cesta. De
seguro que con ésta su estomago (sic) curará». «Mi cruz es sopor-
tar estos dolores y contentarme con lo que puedo hacer: reaccio-
nar contra el mal humor, la tristeza y el desánimo que con fre-
cuencia me dominan...».
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3.6 Page 26

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Es un testimonio valioso. Un conferenciante de los que iban
los jueves, para alterar la monotonía de los seis días laborables, les
habló de la ascética personal, de que el camino de Dios era para
cada uno distinto y había que andarlo por sí mismo. «Había que
florecer en la parcela concreta en que Dios nos planta». Este pen-
samiento, que no era nuevo, a él le llamó la atención y lo incorpo-
ró a su programa ascético.
Se esforzaba en ser amable y servicial, un poco por virtud nati-
va y otro poco por virtud adquirida y ejercitada.
A principios del año 1947, cuando estaba ya bien entrado en
su tercer año de Teología y comenzaba a preparar los exámenes
semestrales, seguramente cogió la pulmonía en el escenario del
teatro el día de Navidad de 1947. Estuvo en la «enfermería» hasta
el día 31 por la tarde, en que D. Modesto Bellido mandó trasla-
darle a la habitación que él debía ocupar. En ella murió en la tar-
de del día 3 de enero de 1948. Un compañero advirtió en el enfer-
mo síntomas alarmantes. Llamó al Director y al Catequista, le
vieron «in extremis» y entendieron que no había lugar más que
para pensar en «los preparativos finales»: los sacramentos y la
bendición papal. Le acompañaron todavía un tiempo, ellos y algu-
nos compañeros, y entre jaculatorias, sugerencias piadosas y
expresiones entrecortadas de él mismo alusivas a la Congrega-
ción, a los Superiores, compañeros, a su madre ausente y a la
meta suspirada y tan próxima de su sacerdocio, en ese ambiente
de sigilo, de calor y de dolor, hacia las seis de la tarde del tercer
día de aquel año, murió plácidamente.
Los funerales se celebraron al día siguiente por la mañana y el
entierro, a media tarde. Asistió el Inspector, Directores de
Madrid, Salesianos y amigos.
Se formó un largo cortejo. Lo más saliente eran el centenar
de teólogos con sotana y roquete dando escolta al féretro, rezan-
do y cantando con voz doliente. Ya en el cementerio, ante el
panteón de los salesianos, se rezaron las últimas preces y un
compañero leyó una cuartilla de adiós. La leyó con voz conmo-
vida, puso un poquito de literatura y una unción que emocionó
a todos los presentes. Las lágrimas asomaron a los ojos de
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muchos y no por el frío de la tarde, alguno lloraba inconsolable-
mente. Tanto lo sentían.
Don Juan Castaño escribió la carta mortuoria, extensa y sin
nada de retórica. El, que no era hombre ponderativo ni fantasio-
so, dice del difunto:
«Os aseguro que con la muerte de este joven salesiano la Con-
gregación sufre una grave pérdida».
Trece años preparándose concienzudamente para el sacerdo-
cio y vino a morir a unos meses vista, como quien dice, en las mis-
mas gradas del presbiterio.
«Subiré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud». La
alegría acompasada y muy hacia dentro de una juventud de vein-
ticinco años en que se quedó la vida de José García Talamillo.
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AGUSTÍN DIEGUEZ SÁNCHEZ
Clérigo.
Nació en Salamanca el 22-VIII-1901.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1920.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 5-1-1928.
La casa de San Benito se abrió en el años 1898. Es una de las
casas pioneras de la Inspectoría.
Nuestro reseñado, Agustín Diéguez, nació en Salamanca, el
año 1901. Con sólo siete años de edad, entró en las Escuelas Sale-
sianas de la calle de La Compañía, tan poblada de edificios artísti-
cos. Era Director del Colegio don Juan Tagliabúe. Agustín perte-
necía a la generación fundacional de alumnos y fue una de las
primeras vocaciones que apuntaron. Después le habrían de seguir
muchas y muy notables.
De San Benito se trasladó a Campello, el primer aspirantado.
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3.9 Page 29

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Allí hizo los cuatro años de Latín y de Noviciado, con la pri-
mera profesión religiosa.
La Filosofía la hizo en Carabanchel y el Trienio, en Atocha.
Hasta aquí, todo normal.
Agustín tenía buen carácter, inteligencia pasable y sobre todo,
era trabajador y constante, con lo cual suplía otras cualidades.
Durante el trienio llegó la hora de incorporarse a filas. Le tocó
a África. La guerra en el llamado «Protectorado» estaba en plena
ebullición. El desastre de Anual estaba todavía sangrante; el
nombre de Abd-el-Krim sonaba a lobo feroz y el destino a África
tenía algo de fatalidad y de pavor.
Agustín Diéguez, que no encontró ninguna flaqueza que ale-
gar -ni siquiera era objetor de conciencia-, se vio obligado a
embarcar y a pasar en Marruecos largos y penosos meses de ser-
vicio y suplicio militar.
Fue una verdadera prueba de fuego. Parece que no hizo
mucha mella en su ánimo, pero en su cuerpo sí. Una enfermedad
de corazón y otros achaques minaron su salud y le aceleraron la
muerte. Tan sólo vivió veintisiete años.
Pudo comenzar la Teología en Campello y empezar a preparar-
se al sacerdocio, que era su ilusión. Entre el personal salesiano del
Teologado, estaba Don Juan Castaño -Prefecto- y Don Antonio
Mateo -Consejero-; y como compañeros de Teología, tuvo a Don
Tomás Baraut y a don Antonio García de Vinuesa. De la buena
compañía de todos ellos, sacaría el contento y el ejemplo, que
aprovecharía muy bien para su trabajo formativo. Ya se sabe que
no vivimos ni crecemos solos, también en lo espiritual. Agustín,
que había tenido una formación tan ardua y pasada por tan duras
experiencias, tendría mucho que ofrecer a sus convivientes.
Aparte de sus virtudes, tenía algunas habilidades que estaba
siempre dispuesto a poner a contribución de Superiores y compa-
ñeros.
«Era hombre siempre dispuesto a contentar a todos». Si es
una afirmación veraz, como hemos de creer, y no un recurso de
carta mortuoria, es un elogio definitivo y de connotación no
común.
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3.10 Page 30

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Como también este otro testimonio: «Nunca se sustrajo al tra-
bajo, ni siquiera cuando el médico le recomendó reposo absolu-
to».
Esto fue en los últimos meses, cuando tuvo que suspender los
estudios, dejar Campello y trasladarse a Carabanchel, que a la
sazón era todavía colegio de Bachillerato y noviciado. Fue recibi-
do y atendido fraternalmente por Don Alejandro Battaini, Don
Germán Martín y Don José Aguilar, entre otros.
Poco trabajo les dio. Vino a Carabanchel ya comenzado el cur-
so y muy a comienzos de Enero dejaba de vivir. La enfermedad
de corazón y las otras secuelas de la guerra, pudieron más que su
fortaleza, su ilusión y su deseo de vivir, al menos, hasta llegar al
altar como sacerdote.
«Era un alma elegida», se dice en la breve carta mortuoria. Si
no como sacerdote, subió al altar como santo de santidad usual,
ya que no canónica.
«Expiró plácidamente asistido por los Hermanos; ofreció a
Dios el sacrificio de su vida y alentó el deseo de llegar pronto a
reunirse con don Bosco en el Paraíso. Murió el cinco de Enero,
víspera de los Reyes Magos.
Cambió la «cabalgata»por el espectáculo, más deslumbrante,
del cortejo celestial.
Cuando los Reyes salieron de Belén y vieron reaparecer la
estrella que los había guiado, «se alegraron con una alegría sobre-
manera grande», dice el texto.
Esta alegría le estará embargando desde aquella víspera a
Agustín Diéguez.
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4 Pages 31-40

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4.1 Page 31

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ALFREDO MARTIN CRIADO
Clérigo.
Nació en Vecinos (Salamanca) el 6-IV-1902.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1920.
Falleció en Vecinos (Salamanca) el 7-1-1925.
Alfredo Martín Criado, como salesiano no hizo más que
comenzar a serlo. Le mencionamos, sólo porque hemos tenido
noticia de su nombre.
Nació en Vecinos, municipio del partido de Ledesma (Sala-
manca). Está en una región de encinas, cereales y ganaderías.
No sabemos por obra de qué reclutador de vocaciones, fue a
Carabanchel cuando tenía diez años. Fue en condición de fámulo,
empleado de mano barata y posible aspirante. Hacían la limpieza,
servían a la mesa y recibían a cambio clase de lo elemental. Los
que eran a propósito, trabajadores y dóciles, se quedaban de aspi-
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4.2 Page 32

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rantes. Eso le pasó a Alfredo. Se sumó a un pequeño grupo que se
agregó en Carabanchel a todo lo que ya era: Bachillerato, interna-
do, Noviciado y Estudiantado de Filosofía. Por si era poco, pasó a
ser también Aspirantado en tiempo de don Binelli.
Se puede decir que era un centro enciclopédico. Todo lo tenía
que ser, cuando no había más casas de formación en la Inspecto-
ría. Después vendrían Astudillo, El Paseo de Extremadura, Aré-
valo, por hablar sólo de aspirantados.
Cuando había vocaciones, no había casas; cuando hay casas,
no hay vocaciones.
Nuestro biografiado no conoció más casas que la de Caraban-
chel. Allí hizo el pre-aspirantado, el aspirantado, el noviciado y la
Filosofía.
«Dichoso el que no conoce más río que el de su pueblo...»
Le puso la sotana don Binelli, profesó un día de Santiago
Apóstol, en la Inspectoría de Santiago el Mayor y cursó la Filoso-
fía en los años siguientes, los de Don Battaini, Don León Corto-
sio, Don Eduardo Gutiérrez y los filósofos colaboradores del
colegio. Ellos tenían que desempeñar los trabajos de asistencia,
clases de serios compromisos y acompañamiento salesiano.
La casa no le gustaba a don Binelli de la manera como mar-
chaba. Se lo decía a los Superiores en un informe extenso, prolijo,
demasiado minucioso y cominero. Se ve que entonces se estilaban
así. Pero de todas las secciones de la casa, la que menos le gustaba
era el Filosofado. Su funcionamiento, como estudiantado, era el
más deficiente. No había disciplina ni regularidad de estudios.
En ese plan hizo la Filosofía Alfredo.
Para colmo de todo, la salud le falló. Contrajo una tuberculo-
sis que acabó con su vida, apenas llegada a la juventud. Suspendió
los estudios y fue a su pueblo con el fin de reponerse. No hubo
solución. La enfermedad fue progresando inexorablemente.
Murió en su mismo pueblo, el 7 de enero de 1925. Aún no había
cumplido veintitrés años de edad.
Su pueblo está cerca de Cabrera, la ermita del Cristo del que
tantos milagros habría oído contar. El milagro de su curación no
llegó.
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4.3 Page 33

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Pudo hacer suyos los versos del cantor de la ermita y sus con-
tornos:
«¡Ay, quién me diera
en tu calma serena
descansar...!»
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4.4 Page 34

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EDUARDO GANCEDO IBARRONDO
Sacerdote.
Nació en Bilbao el 21-V-1909.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 16-VII-1926.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 16-VI-1935.
Falleció en Béjar (Salamanca) el 13-1-1994.
«Hagamos un elogio de los hombres
de bien, de la serie de nuestros antepasa-
dos...» (Eclesiástico, 44-1).
Ni Don Eduardo ni nosotros sospechábamos que tendríamos
que incluirle en este tercer tomo de los «Salesianos difuntos», ya
apunto de salir. Él viene a cerrarlo.
Le visitamos en Béjar hace tan sólo unas semanas. Se encontra-
ba bien, dentro de su estado decadente. Inmovilizado, pero lúcido.
Le costaba incorporarse, un poco por dificultad física, y otro poco
por miedo, pero recordaba, razonaba y hablaba sin pausa.
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4.5 Page 35

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Estaba sentado sobre un sillón de brazos, con un calentador
al lado y mirando de frente al Castañar. Se ofrecía todo él por
delante; detrás la sierra con huellas de nieve reciente y encima
un toldo espeso de nubes, que descargaban copiosa lluvia sobre
el paisaje ensombrecido. Era un día con todos los accidentes
adversos. El lo lamentaba y lo repetía en un tono cantarino y
monótono: «No es un día propio de Béjar éste. Lo normal es que
luzca el sol despejado, que se cuela hasta el pasillo... No has teni-
do suerte en escogerlo para tu visita...» Y lo repetía una y otra
vez, por más que yo le dijera que yo no había ido a ver Béjar ni
su paisaje sino a él.
Fue la despedida. Hoy al cabo de unas semanas sólo, a estas
mismas horas, muchos le estarán acompañando y haciéndole elo-
gios, pero ya sin que pueda oírlos él.
Yo, en la imposibilidad de hacerme presente en el cortejo, le
acompaño, desde este lado opuesto de la Sierra que nos separa,
le velo y repaso las vivencias que hemos compartido en nuestra
vida y en nuestra amistad de excepción. Lo podemos decir sin
jactancia y sin miedo. Cartas, postales, libros, conversaciones,
paseos, peripecias se acumulan y dan materia suficiente para
pasar, como en la novela del laureado autor, no ya cinco horas
con don Eduardo, sino muchas más, en un coloquio sentimental y
privadísimo.
La última vez que le vi, estaba ya herido de muerte, por más
que él aparentase normalidad y se creyera con tiempo de vida por
delante.
-Tengo apetito, duermo bien y no tengo dolores, de manera
que puedo decir que estoy bien, relativamente.
Y tan relativamente... Era un bienestar engañoso. Estaba tan
bien que pronto se iba a morir.
Dicen los Arquitectos que los edificios tienen pavor a la caí-
da y al derrumbamiento. Es una manera de expresar su resis-
tencia.
Los hombres también nos resistimos al acabamiento y nos asi-
mos a los hechos, a la comparación con otros casos y a las ilusio-
nes. Apuntalamos nuestra confianza.
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4.6 Page 36

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Más todo es vano artificio,
pues pronto, dicen mis males,
han de acabar los puntales
y allanarse el edificio.
En la visita final a que me refiero, rezamos juntos el oficio del
día y celebramos la Misa en la capilla improvisada. Estábamos
sólo nosotros y la señora Feliciana, su fiel camarera.
Los dos, el Oficio y la Misa hablaban de la Resurrección,
garantizada en la Resurrección de Cristo. Es un hecho de expe-
riencia, no de razón simplemente. Es una constatación, no un
argumento sólo.
Un gran consuelo para un gran dolor, como es la pérdida de
un compañero, un amigo y un hermano. Así encabezaba él las
cartas: «Hermano y amigo...»
Se pasaba las horas «muertas» -nunca mejor dicho-, mirando
y contemplando el Castañar; siguiendo el tráfico, el ir y venir de la
carretera de Andalucía. La quietud y el movimiento; el éxtasis y
el dinamismo... Y haría sus reflexiones de pequeño filósofo, como
su maestro y modelo Azorín...
Tuvo pocos, contados, modelos literarios, pero los tenía bien
asimilados. Más que leer mucho, leía y profundizaba lo leído.
Conocía y practicaba el proverbio latino: «Time hóminem
uníus libri. Teme al hombre de un sólo libro». Era de los que
piensan que mejor que leer dos libros, es leer un libro dos veces.
Tuvimos a Don Eduardo como Profesor y Consejero, como
subordinado y colaborador y siempre como amigo.
Dejando a un lado los años de su niñez y los inicios de su
vocación, que ya los tendrá en cuenta la carta mortuoria, cuando
llegó a Mohernando, el año 1935, acababa de cantar Misa. Venía
henchido de idealismos e ilusiones. Tenía cara de san Luis, un san
Luis hablador y dialogante, muy adecuado para empalmar con
aquellos jóvenes con algunas inquietudes y algunas exigencias.
Nos daba Psicología, una Psicología a su manera. No nos enseñó
mucha, a decir verdad, pero nos entusiasmó con Raimes, Menén-
dez y Pelayo, Marquina y Pemán, que eran su fuerte. Los aducía a
diestro y siniestro y nos despertó la curiosidad por ellos. Hermosa
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4.7 Page 37

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curiosidad. Todos ellos eran seguros, ortodoxos y muy a propósito
para despertar la mente y educar el gusto.
En Mohernando, al final de primer año, nos sorprendió la gue-
rra, que fue otra clase de escuela. En la cárcel y el Madrid triste
del asedio, de la persecución, del hambre y del miedo, nos expri-
mió a todos por igual.
Estuvo en tres cárceles: Ventas, Duque de Sesto y Alcalá. Fue
soldado y escapó de la Zona Roja. Después comenzó su vida aca-
démica, docente e igual siempre. Pasó por los Colegios de La
Coruña, Salamanca, Paseo de Extremadura, Santo Domingo Sa-
vio, Arévalo, Mohernando y Béjar, su última estación, una esta-
ción de invierno, alta y lejana.
En todas partes su vida fue la misma: la Enseñanza y sus labo-
res de lectura, traducción, redacción de libros, artículos y colabo-
raciones varias, además del Ministerio sacerdotal, al que siempre
estaba disponible. Lo haría con más o menos celo, gusto y arreba-
to, pero siempre se podía contar con él para predicar, confesar o
suplir en una capellanía.
Yo ayudo en todo lo que sea, pero que me dejen disponer de
la tarde del Domingo en su última hora para mis lecturas. No lo
pedía para divertirse ni para unas lecturas novelescas y frivolas,
sino densas, constructivas, de interés cultural.
Siempre tuvo algo que hacer y siempre tuvo algo que leer y
comentar. Era el pabilo de su lámpara cultural, que estuvo siem-
pre encendida.
Pasó por bastantes colegios de Enseñanza Media. En todos
hizo la misma vida, en todos dejó el mismo buen recuerdo y de
todos se mantuvo desprendiendo por igual.
-Llevo nueve años en Salamanca y no se me ha pegado ni la a,
y eso que Salamanca tiene cuatro.
Lo mismo podría decir de los demás sitios.
Así se explica que pasara con tanta facilidad de un sitio a otro.
Era muy sensible al frío, casi morbosamente sensible... El frío
de un picaporte metálico, una corriente de puerta mal cerrada de
las que tantas de ellas hay en nuestros colegios, le producía males-
tar y desentono.
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4.8 Page 38

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¡Cuánto tuvo que pasar a cuenta de los chicos zafios, zanguan-
dos y de hermanos desconsiderados, que se cerraban en sus limi-
taciones y faltas de desenvoltura!
A cada hora de hacer el recuento de su paso por cada colegio,
se le podría aplicar la letrilla:
Como el olivar,
mucho fruto lleva,
poca sombra da».
Era lanzado y valiente para lo mucho y cobarde e indeciso
para lo pequeño:
Hizo su carrera universitaria casi de tapadillo y sin hacerse
notar y fue uno de los primeros Licenciados en Historia Anti-
gua. Cuando se presentó ante el tribunal popular que le juzgó
en la cárcel, le achacaban que era desafecto a la República. El
tuvo el desparpajo de decir que más bien era todo lo contrario,
era la República la que era desafecta a él y contraria en todos
los aspectos.
El presidente del tribunal se sonrió y le absolvieron.
«Respuesta mansa, la ira quebranta».
Estando en la cárcel de Ventas, un día 12 de octubre, no tuvo
reparo en abordar a Ramiro de Maeztu y hacerle preguntas sobre
la Hispanidad y su defensa. Años después se entrevistó con
Menéndez Pidal y trataron cuestiones de Filología e Historia. Lo
mismo otro día con Dámaso Alonso y Rodríguez Adrados. En los
tribunales de exámenes, defendía con decisión a sus candidatos,
contra la inquina de examinadores mal dispuestos. Estando en la
cárcel de Alcalá con otros salesianos, tuvo el atrevimiento de diri-
girse al Ministro de Justicia, Irujo. Le expuso el caso, le pidió cle-
mencia y quedaron en libertad... Estando en el frente de Orgaz,
se pasó intrépidamente a los nacionales, aventura que pocos ensa-
yaron.
En cambio, no fue capaz de aprender a escribir a máquina, no
montó en bicicleta, no acertaba con los simples mandos de un
amplificador, ni se apañaba para preparar un paquete decente.
40

4.9 Page 39

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Por lo demás, su enseñanza era segura y documentada; sus
escritos, todos a mano, bien trabajados y pulidos, eran piezas cor-
tadas, de verdadero estilo clásico, terso y azoriniano. Se leen y se
paladean.
Tenía su sentido del humor y aguda ironía inofensiva.
-Esto es acertado, moderno y cómodo -decía comparando
épocas- y no como antes...
Enjuiciando el horario escolar de los Sábados, más humano y
condescendiente, decía con sorna:
-No cabe duda, que este Ministro ha hecho cosas buenas...
Hasta se reía de sus propias cosas: En la portada de su Gramá-
tica Latina aplicaba un chiste de Mingóte: Dibujaba una familia
burguesa y un hijo a punto de emprender carrera:
-Si no hay más remedio -dice el padre-, estudia, hazte un
hombre y sea lo que Dios quiera...
Y en el libro de las Glosas Emilianenses, que logró de la Caja
de Ahorros de Logroño tan vistosa publicación, anteponía un
comentario chusco y parecido:
«No se puede negar que la cultura abre muchos horizontes.
Gracias a que aprendí a leer en la Escuela, yo podría ahora, si
quisiera, leer «La Rioja, Cuna del Castellano», de un tal Eduardo
Gancedo...»
De su humor le decíamos que tenía algo de la ingenuidad del
padre Rodríguez y de la malicia e intención de Erasmo.
En su oratoria y predicación era frío, expositivo, razonador y
claro. La predicación desaforada, palabrera y hueca le resbalaba y
le causaba extrañeza y cansancio.
Le acusábamos de estar demasiado atento al estilo frío, objeti-
vo y aséptico de Azorín.
En la teoría parecía avanzado y novedoso; pero en la práctica
era escrupulosamente observante. «Este don Eduardo -decía de
él don Manuel Caamaño-, como ha encontrado la manera de
pecar sin ofender a Dios...» Sin ofender a Dios ni a los hombres,
porque era extremadamente delicado y terminaba por dar la
razón al adversario.
Estaba siempre del lado de la Autoridad, no por acomoda-
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4.10 Page 40

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ción calculada y ahorrarse problemas, sino por convicción y cos-
tumbre.
En cambio, no estaba contra los del lado opuesto. Estaba bien
con tirios y troyanos; por eso le aceptaron todos y le guardaron
simpatía.
Tenía su manera de decir, de escribir y de ser y fue fiel a ella
hasta el final.
El final le sorprendió en Béjar. No sabemos por qué secretos
motivos fue destinado allí. El, friolero por naturaleza y acostum-
brado a frecuentar las bibliotecas de la gran ciudad, fue manda-
do a una ciudad de invierno perpetuo, industrial y sin tradición
de cultura.
«Por aquella vereda vinieron los males».
Mirado, de tejas abajo, no le fue bien Béjar. Se acentuaron
sus flaquezas crónicas, se fracturó una pierna, se le reblandecie-
ron las vértebras cervicales, tuvo una trombosis y murió de otra.
Fue a Béjar a buscar la muerte, si no es que preferimos inter-
pretarlo en cristiano y aplicarle el dicho popular:
«De Béjar, al Castañar;
y del Castañar, al cielo»...
Que en él haya tenido realidad.
Murió a la mitad de la cuesta de enero. El frío le pudo, des-
pués de haberle atormentado toda la vida.
Murió en la soledad de la alta noche.
Apenas difundirse la noticia, se movilizaron salesianos, parien-
tes, ciudadanos de Béjar, gentes del mundo salesiano y amigos.
Todos hacían el mismo comentario:
¡Qué hombre tan valioso y tan sencillo, tan cultivado y tan lla-
no! «¡Dios, qué buen vasallo...!»
Estaba amortajado con los ornamentos sacerdotales.
Recogido en el ataúd, quieto y callado, parecía agua de re-
manso:
«que parece quieta y que no lo está
porque tiene prisa por ir a la mar...»
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5 Pages 41-50

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5.1 Page 41

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Tenía la cara afilada, la mandíbula hundida y los labios apreta-
dos. ¡Cuántas veces se habrían abierto para la agudeza, la noticia,
el dato ocurrente y oportuno!
Tenía las manos cruzadas, unas manos blancas, finas, señoriles,
blandas, no manchadas con ninguna violencia, disertas para la
buena pluma, sujetas con la suave atadura de las Reglas y el
Rosario, que le gustaba rezar en compañía y en latín.
Sujetas hasta que se suelten un día en el aplauso jubiloso del
homenaje común y final de la Resurrección.
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5.2 Page 42

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ALFONSO BOUZAS PÉREZ
Clérigo.
Nació en Allariz (Orense) el 15-XII-1911.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 12-X-1931.
Falleció en Allariz (Orense) el 14-1-1934.
Alfonso fue un trabajador de la última media hora. Su vida
fue demasiado breve para considerarle de la última hora... A
pesar de todo, recibiría el denario del galardón divino, que es
generoso con todos y, con algunos, además liberal. Vino de
Allariz, la entrada a Galicia y de raigambre tan salesiana. Por el
colegio, que mantiene su historial y por los muchos salesianos
que han salido de sus muros, recuerda bastante a Astudillo, otra
villa respetablemente salesiana, como Allariz, aunque sin el
entorno verde y el río Arnoya con sus puentes romanos.
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5.3 Page 43

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Alfonso vino en una de esas levas de D. José Peiteado, que
traía a los aspirantes por decenas.
Bouzas era uno de los mayores de su curso, fue progresando
en los estudios, hasta llegar a situarse en el «cuadro de honor».
Usaba un guardapolvo azul a rayas, a diferencia de los otros aspi-
rantes; tenía el pelo rizado, se le veía siempre sonriente y con las
mejillas sonrosadas. Su color no era rojo de salud, sino de enfer-
medad del corazón, como después se comprobó. Eran rosetas,
debido a una lesión que venía padeciendo desde niño. Tenía la
vida tasada a corto plazo.
Hizo todo el Aspirantado en el Paseo de Extremadura y el
Noviciado y los dos años de Filosofía en Mohernando, bajo la
dirección de D. Ramón Goicoechea y la férula de D. León Carto-
sio. D. Ramón tenía fama de tener grandes ideas pero muy torpe
palabra. D. León profesaba la norma de que la letra «con sangre
entra», pero sobre todo, con la sangre del profesor. El no la aho-
rraba, si bien, hacía contribuir también al alumno.
De Mohernando salió Alfonso con sus compañeros de curso
un día de agosto. Iban de paisano, según lo exigía ya la usanza de
la República laica. Se examinaban en el Instituto de los estudios
oficiales en que cada uno se sentía preparado y después eran des-
tinados a las casas como trienales. Alfonso fue destinado al Paseo
de Extremadura, en el primer curso en que funcionaba como
bachillerato.
Fue construido de planta exprofeso para ser aspirantado. Lle-
vaba funcionando seis años, creemos que a satisfacción de todos,
y de pronto, cambió de rumbo, siendo Inspector D. Marcelino
Olaechea.
¿Qué profundas razones debieron mediar para tal cambio?
Decían que si el teologado y el bachillerato no consociaban bien y
que, en cambio, las dos casas de formación concordarían mejor y
se ayudarían moralmente; pero malas lenguas rumoreaban que
era más bien por desavenencia entre los dos Directores, cada uno
de los cuales buscaba su dominio.
Dice el refrán que «dos gallos en un corral se llevan mal».
Pues dos directores, igual.
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5.4 Page 44

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El caso es que el bachillerato quedó enclavado en el Paseo de
Extremadura y el aspirantado, en Carabanchel, bajo la autoridad
de un encargado y el mando único de un Director para las dos
entidades. Peores lenguas dijeron que había sido un éxito perso-
nal de Don Battaini sobre el Inspector, demasiado condescen-
diente en ese caso. Después se lo pagaría bien con creces.
Sea de ello lo que quiera, Alfonso Bouzas fue como clérigo a
la casa del Paseo de Extremadura en aquel primer año de bachi-
llerato.
Apenas llegar, se presentó al director muy sumiso, se puso a su
entera disposición y le dijo que no ahorrase ocasiones de ejerci-
tarle en todas las virtudes, particularmente en la obediencia. Le
rogó también que le hicieran notar cualquier fallo que tuviera, de
los muchos que un principiante normal puede tener. Así de
humildes y desconfiados de sí mismos salían aquellos clérigos.
Don Alejandro le aseguró que le complacería. Bien podemos
creer que lo haría, porque era hombre que no tenía ni pelos en la
lengua ni recovecos en el corazón.
El comportamiento de Alfonso era perfecto; se portaba como
un clérigo cumplidor. Sólo daba a entender alguna deficiencia: la
salud. Fue acusándose tan deprisa, que después de los tres meses
primeros, llegó a preocupar a él y a los Superiores.
Siguió el horario normalmente, superó los exámenes trimes-
trales y se pensó en cambiarle de casa, con clima, altura y condi-
ciones más benignas. Antes iría unos días con su familia, a ver si
con un reposo completo, mejoraba.
No sucedió así. Apenas llegar a Allariz, se fue agravando la
dolencia cardíaca, hasta el punto de dar con él en trance de muer-
te. No valieron nada los cuidados de sus familiares y de los sale-
sianos del pueblo, que se esforzaron por rescatarle. Recibió los
Sacramentos con encendida devoción y murió en el Señor el 14
de enero de 1934. Era el primero que fallecía en el Paseo de
Extremadura en su segunda etapa. El Año Santo estaba para
clausurarse en la próxima Pascua. Don Bosco iba a ser canoniza-
do dos meses y medio más tarde en tal ocasión. Antes se llevaba
como acólito a Alfonso Bouzas.
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5.5 Page 45

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RAMÓN SOLER PÉREZ
Coadjutor.
Nació en Valencia el 7-III-1892.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1924.
Falleció en Madrid el 15-1-1968.
De Don Ramón tenemos pocos antecedentes y ningún docu-
mento posterior a su muerte. No se escribió de él ni una triste car-
ta mortuoria.
«El que la tierra ha labrado,
no duerme bajo la tierra».
El acercamiento a su vida y su reconstrucción lo hemos tenido
que hacer a base de los informes que nos han proporcionado
algunos hermanos salesianos, que vivieron con él durante bastan-
tes años y le tienen bien presente. Sus datos son objetivos, ecuáni-
47

5.6 Page 46

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mes y, en gran parte también, unánimes y coincidentes, lo cual
acredita su veracidad. Gracias, Joaquín, Fidel y Don Higinio, que
habéis facilitado este trabajo. Nosotros os lo agradecemos y pen-
samos que Don Ramón os lo tendrá en cuenta. La comunión de
los Santos llega a eso.
Don Ramón era valenciano. «Zaragoza la harta, Valencia la
bella, Barcelona la rica», decía el proverbio calificativo de las ciu-
dades.
Nació el año 1892, cuando todavía los Salesianos no habían
llegado a ciudad de las flores. Sus padres se llamaban Francisco y
Concepción.
Fue bautizado dos días después de nacer, el día 9 de marzo,
aniversario de Domingo Savio, en la parroquia de San Nicolás.
Se nos pierde durante su infancia, adolescencia y primera
juventud y aparece ya en Madrid a los 31 años.
Es un bache interesante de la vida ése que no conocemos de
Don Ramón. Somos nosotros y nuestra circunstancia: el tiempo, la
ciudad, la familia, la educación. Todo eso que se adhiere a nuestra
vida como una vivencia irrenunciable. Sabemos que tenía un her-
mano franciscano capuchino, que estaba en el correccional de San-
ta Rita. Tal vez a ese parentesco se debe su venida a Madrid.
En la capital le encontramos ya un hombre hecho y con el ofi-
cio de impresor-cajista aprendido.
El primer contacto que tuvo con los salesianos, fue en la igle-
sia de Atocha. Observó las ceremonias, oyó el canto y vio mo-
verse al pequeño y pintoresco clero infantil. «Vio y creyó». Le
entraron ganas de hacerse salesiano. Se tuvieron los primeros
contactos y exploraciones. Esas vocaciones encontradizas y tar-
días no dejan de ofrecer alguna reserva. Pueden tener grandes
virtudes y pueden traer también algunas taras insuperables. Se
ve que en Don Ramón se encontraba todo correcto y fue admiti-
do en el noviciado de Carabanchel, en los últimos años del P.
Castilla como Padre Maestro y de Don Binelli como Inspector.
Se estaba planteando la conveniencia de sacar el noviciado de
Carabanchel, en simbiosis con otros estamentos, y trasladarlo a
Tarancón. Luego se presentó la oportunidad de Mohernando.
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5.7 Page 47

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Aquí se implantó y aquí está hasta que Dios y los nuevos tiempos
determinen. «Nutu Dei resurgunt aedes...» Por voluntad de Dios
surgen las casas.
Mientras tanto, éste ha sido el noviciado durante sesenta y dos
años largos y por él han pasado gran parte de los Salesianos de
tres Inspectorías: Madrid, León y Bilbao. Sólo, que no aislado,
sano y en alto y el más céntrico de los varios noviciados de Espa-
ña, reúne condiciones para seguir siéndolo durante otros tantos
años. Felipe Segundo adoptó Madrid como capital del reino por
estar:
«de todo a distancia igual,
solo, por más imparcial
y alto, por estar más cerca
de Dios, que lo ha de juzgar».
No sabemos si se podrían aducir esas mismas razones en favor
de Mohernando.
Volviendo a nuestro Don Ramón, terminó el noviciado, en
julio de 1924.
Profesaría el día de Santiago, como era costumbre.
En su expediente no está claro si hizo profesión temporal o
directamente los votos perpetuos, en atención que ya era mayor y
se le consideraba bien probado. El caso es que años después, se
encontró un defecto de forma en la profesión perpetua, que hubo
que subsanar. La Sagrada Congregación de Religiosos dio por
válida la profesión. Envió el rescripto al Rector Mayor y éste al
Inspector, Don Emilio Corrales. Consta su firma y el testimonio
del interesado: «... me ha sido entregado el rescripto conteniendo
la sanación por la Santa Sede de cuanto necesitaba ser subsanado
en mi profesión perpetua. Manifiesto que es mi voluntad usar de
dicho indulto...» Fecha y año, 12 de septiembre de 1951.
Cuando llegó la tal dispensa le quedaban 17 años de vida,
menos de lo que llevaba como salesiano.
Fue hombre de una sola casa: Atocha. De allí salió, allí volvió
y de allí salió «conducido entre cuatro».
El paréntesis oscuro de la guerra lo pasó en Tarancón, el pue-
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5.8 Page 48

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blo de Don Agapito. Uno logró ser designado Secretario del pue-
blo y Don Ramón sería su ayudante u ordenanza. Todo se queda-
ba en casa.
Al terminar la guerra, Don Agapito era destinado a Salaman-
ca, al colegio de María Auxiliadora, con categoría rebajada de
Encargado de Ingreso, él que había sido Director de la Mutua
Escolar Cervantes -como si le hubieran aplicado también la
depuración política- y Don Ramón volvió a sus cajas y a sus
máquinas de imprenta escolar. El era el Maestro del taller. Cons-
ta que era responsable y muy cumplidor con los clientes.
A veces venían con trabajos de urgencia, casi con exigencias
impertinentes, que él se tenía que esforzar por complacer. Lo mis-
mo le pasaba con los alumnos. A gusto o a disgusto, siempre estu-
vo a merced de los demás. Le pasó un poco como al acaudalado
industrial:
-«¿Cómo te hiciste tan rico...?»
-Sirviendo.
La imprenta se fue perfeccionando, haciéndose más complica-
da y poderosa. Se implantaron unas máquinas gigantescas y Don
Ramón se quedó para las cajas, ya casi inservibles y para corregir
las pruebas de Imprenta, el trabajo más enojoso y menos vistoso
en la confección del libro.
¡Cuántas horas enmendando los descuidos de los alumnos
cajistas, en su mesa de trabajo, con ruidos y olor a tinta fresca,
esforzando la vista, que no tenía vigorosa o valiéndose de una
lupa! A veces se ayudaba de un alumno, que hacía la lectura y a
su compás él hacía las correcciones. Un libro es como el pan. Has-
ta que aparece en el mostrador, cuánta manipulación necesita.
En la comunidad Don Ramón era el distribuidor de las cosas
de aseo y pequeños útiles de los Hermanos. Era generoso, no pró-
digo; se fijaba y se adelantaba a las necesidades: un cepillo, unos
gemelos, una prenda menor. Pasados los años, su vida transcurría
más tiempo en la portería.
Las visitas eran incesantes, las demandas continuas. Todos
venían a preguntar o a pedir. Las mujeres, sobre todo, le encon-
traban un poco hosco, desabrido, seco. Las despachaba de manera
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expedita. Insistían, querían hablar a toda costa con un Padre y
terminaban por sacarle de quicio.
La casa de Atocha, como era la más conocida y a mano, era el
hospedaje obligado de muchos salesianos de fuera. Se presenta-
ban a veces a altas horas, sin avisar previamente. Se necesitaba
mucha amabilidad para recibirlos con buena cara, procurarles
acomodo que a lo mejor, no había.
San Benito recomendaba que todo huésped sea recibido
«Tamquam Christus», como si se tratase de Cristo; pero eso
requería una paciencia benedictina.
Don Ramón ya hacía bastante con ocupar como habitación el
hueco de la escalera, sin luz, agua ni ventilación ni holgura para
entrar y moverse. San Alejo ocupó durante diecisiete años un
aposento parecido.
El de Don Ramón no tenía mucho que envidiar ni al de San
Alejo ni a la celda de San Pedro de Alcántara en el Palancar, de
siete pies sólo, que le obligaba a encorvarse para entrar y a enco-
gerse para estar en ella. Luego iba al comedor y se desahogaba de
todas las incidencias de la portería.
-Son más pesadas que un martillo pilón, decía de las visitantes.
En el comedor también informaba a los salesianos de las noti-
cias del día. El periódico estaba vedado. Era un pierdetiempo y
una ventana al mundo.
«En el pan cortar
y vino echar
bien veo
quién me quiere bien
y quién me quiere mal».
Era un buen compañero de mesa y de sobremesa. Siempre
tenía algún chiste que contar. Si era en las Navidades, algún
villancico y acompañaba con una botella, rascando el estriado con
un cuchillo.
En las colonias veraniegas hacía de amenizador, de sastre y de
enfermero. Sacrificaba paseos, siestas y horas de noche para coser
el equipo simple que llevaban los salesianos y los muchachos.
51

5.10 Page 50

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Refunfuñaba, pero los atendía siempre. Bien lo sabían ellos. Tenía
modales de Don Camilo, pero hechos de hermana de la caridad.
A pesar de ser tan sacrificado y tan servicial, no todos los cole-
gas de comunidad lo reconocían. Alguno le tenía por raro, desa-
tento, inadecuado para el cargo tan delicado de la portería.
Delante de otro salesiano le llegó a tachar de ignorante y a decir-
le con destemplanza «que no entendía nada de nada». A otro her-
mano casi le indignó verle tratado de manera tan injusta. Le
impresionó tanto, que hizo el propósito de aplicarse al estudio en
serio, de manera que no mereciera nunca el calificativo de igno-
rante. Siempre se ha oído decir: «A buen servicio, mal pago». Aun
dentro del claustro. ¿Qué virtud, por evidente y acrisolada que
sea, logra convencer a todos?
Don Ramón tenía ya 76 años. Nunca fue un tipo arrogante,
pero ahora andaba un poco más encorvado. Era alto, desgarbado,
andaba a pasos largos y miraba de través. Tenía fallos de memoria
y se mostraba cansado, ausente y decaído.
Un día, en el comedor, le dio un ataque de apoplegía y a los
pocos días murió.
Consciente o inconsciente, se le aplicaron los últimos auxilios
espirituales y se le hizo un gran duelo.
Como sucede siempre, la muerte sirve para valorar lo que uno
era, lo que hacía y lo que valía.
Don Ramón Soler hizo verdadera la sentencia de Don Albera:
«Las vocaciones de salesianos coadjutores son una de las necesi-
dades más urgentes de nuestra Congregación. Sin ellas no se
podrán conseguir los objetivos que le asignan los tiempos».
Entre las costumbres de nuestro biografiado estaba la de pro-
mover la celebración de la «semana Josefina» en el colegio. Tra-
tándose del Patrono de los artesanos y de un valenciano, la cele-
bración era obligada. El hacía de pregonero de las fiestas. Lo
tenía muy a gala, por salesiano, por artesano y por valenciano.
El Santo patriarca, que entre su letanía de títulos tiene el de
ser abogado de la buena muerte, le haya asistido en la suya, ocu-
rrida el 15-1-1968 y le haya hecho glorioso participante de sus
ejemplaridades.
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6 Pages 51-60

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6.1 Page 51

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FÉLIX AZPELETA PRIETO
Sacerdote.
Nació en Melgar de Yuso (Falencia) el 4-XI-1907.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 23-VII-1925.
Ordenación sacerdotal en Carabanchel Alto (Madrid)
el 15-VI-1935.
Falleció en Madrid el 16-1-1987.
Don Félix era un palentino con apellido vasco. Su padre sería
uno de los emigrantes que venían de Vasconia a Castilla, como
ahora los castellanos emigran a Vasconia... «A la guerra me lleva
mi necesidad...» Casó en segundas nupcias con una viuda de Mel-
gar, Daniela, y de ambos, Antonio y Daniela, nació Félix. Su
madre volvió a enviudar y se quedó con la descendencia de los
dos matrimonios: una hija y un hijo.
Cuando Don Félix leyera la vida de Don Bosco -los últimos
años leía asiduamente las Memorias, traducidas por su gran ami-
go y paisano Don Basilio-, encontraría cierto parecido entre las
53

6.2 Page 52

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dos orfandades, con la diferencia de que al estridente Antonio,
aquí le había sustituido una delicada hermana con la que Don
Félix mantuvo siempre cordiales relaciones. Todavía los últimos
años de su vida pasaba los veranos en Guernica y por los aleda-
ños de la ría en que se habían establecido los sucesores de la bue-
na hermanastra. Es un detalle de la sociabilidad de Don Félix,
que mantuvo siempre estrecha comunicación con parientes, anti-
guos alumnos, salesianos, extraños. No tenía muchos amigos, pero
los tenía bien cultivados.
Su padre murió pronto y planteó a la familia el drama consi-
guiente. «Si se muere padre, todo el año hambre...» La madre
tenía que sacar adelante a su pareja de hijos niños.
Melgar es un pueblo de Tierra de Campos, zona interprovin-
cial que se extiende entre el Cardón, el Cea y los montes Torazos;
tierra monótona y árida, pueblos grises de casas de adobes, cam-
pos dilatados entre Falencia, Valladolid y Burgos, con cereales y
ovejas como fauna y flora, y hombres con rostro tostado, serios y
temple duro.
«... que llaman Tierra de Campos
lo que son campos de tierra...»
Una Mancha de Castilla la Vieja, pero con menos fama, sin
molinos de viento y sin Quijotes. Así era la cuna de Don Félix y
de tantos salesianos con gran personalidad que han salido de ella.
A los once años Félix tuvo la feliz idea de hacerse sacerdote.
El deseo era una vocación y una solución para la madre. Fue a
Campello y cambió el Centro por el litoral. ¡Qué distinto encon-
traría el paisaje! ¡Qué contraste de sensaciones para un niño de
esa edad!...
Hizo los cuatro años de aspirantado en Campello, noviciado
en Carabanchel y profesó el 23 de julio de 1925.
Estudió la Filosofía y todo lo que la acompaña bajo la férula
de Don León Cartosio y fue destinado a Salamanca para hacer
allí el trienio. Era una continuación de la formación, una piedra
de toque y, sobre todo en Salamanca, una prueba de fuego y
cincel. Allí se forjaban los futuros directores. La Salamanca de
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6.3 Page 53

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Don Jesús Corcuera, Don Enrique Sáiz, Don Emilio Corrales
era un colegio puntero en rivalidad con el de Calatrava, de los
Agustinos, una palestra y una academia. Los estudios y la disci-
plina se vivían con una intensidad feroz. Los resultados eran
lisonjeros, pero a qué precio... Al cabo de los años, el Colegio
de María Auxiliadora para unos es un paradigma; para otros es
un estigma.
Don Félix asistía a quinto curso de bachillerato, daba clases de
Matemáticas, cuando los exámenes se hacían en el Instituto y los
resultados se publicaban en la Gaceta Regional y el colegio se
ponía en clima de alta tensión; llevaba los deportes y preparaba el
escenario para las veladas y funciones de teatro que cabían en el
tiempo libre. Un trienio apretadísimo.
Un poco por méritos propios y otro poco en recompensa, le
mandaron a estudiar la teología a Turín. De los años de la Cro-
cetta recuerda impresionado la muerte de Don Rinaldi, falleci-
do en soledad, de un ataque cardíaco, circunstancia que se le
grabó como una premonición; y la primera conferencia de Don
Ricaldone.
Terminó la Teología en Carabanchel y se ordenó de sacerdote
en junio de 1935.
Le ordenó Mons. González, antiguo Obispo de Falencia y
autor del libro «Los Sagrarios Abandonados». Si lo hubiera escri-
to un poco más tarde, podría haberlo titulado: «Abandonados,
profanados y exterminados...» en gran parte de España.
Don Félix, ya sacerdote, volvió a Salamanca a hacer, durante
la guerra y algún año después, de cura-clérigo. Como no había
más que tres clérigos en toda la Inspectoría: uno en Béjar y dos en
Salamanca, los sacerdotes jóvenes tenían que hacer de tales. Don
Félix asistía en el comedor a trescientos internos, iba de paseo con
su curso y montaba los escenarios, desplegando sus cualidades de
dibujante y diseñador de buen gusto. Cuando había alguna mani-
festación de júbilo, a él le tocaba perfilar el símbolo que exhibía el
colegio. En la celebración de la victoria, montó una carroza con la
nave del descubrimiento de América que llamó la atención del
público. «Este Félix es un manitas», decía Don Agustín Rodrí-
55

6.4 Page 54

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guez, el Consejero. Era además el operador de cine, bajo la censu-
ra estricta del Director. Los dos se encargaban de que las pelícu-
las resultasen limpias, asépticas y aptas para los públicos más deli-
cados. Eso a costa de cuántas operaciones de tijera y acetona, de
corte y reempalme.
Era el arquitecto, el aparejador y el maestro de obras de la
casa.
Después sería el encargado de obras de la Inspectoría, al ali-
món con Don Isidoro Moro, con el cual tenía bastantes cosas en
común.
En 1942 hubo un relevo de Inspectores al final del verano.
Don Felipe Alcántara y Don Modesto cambiaron de sitio y de
cargo. Uno dejó de ser Inspector de Madrid y pasó a ser direc-
tor de Sarria y el otro cambió a la inversa. Ni para el uno ni
para el otro hubo la pausa de un año. El último nombramiento
que hizo Don Felipe fue el de Don Félix como Director de
Astudillo. Fue una novedad para los que le conocíamos, y le
imaginábamos más subido a una escalera que sentado en el
sillón directorial recibiendo cuentas de conciencia y haciendo
esquemas de conferencias. En los tres años de trienio no recor-
dábamos haberle visto en el pulpito, así como a todos los demás
sacerdotes de la abundante plantilla los teníamos bien cataloga-
dos. El fue siempre hombre más de acción que de dicción;
mejor tramoyista que actor.
En aquella coyuntura urgía atender a la casa de Astudillo en
lo más material y por eso Don Felipe pensó en el habilidoso Don
Félix.
Llevaba la consigna de Jeremías: «Arranca, destruye, tira,
construye y adecenta...» Bien había en qué emplearse. El estado
de la casa era lastimoso en lo constructivo, en la alimentación y
hasta en la higiene. El Inspector tuvo que experimentarlo en su
propia piel para poner remedio radical. Designó a Don Félix, le
dieron dinero y éste entró allí como un brazo de mar.
-»Ha venido un Director nuevo -comentaban en el pueblo-
forrado de dinero y emprendedor como él solo. Está dejando el
convento como unos oros».
56

6.5 Page 55

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Ni llevaba tanto dinero, ni la casa estaba como para dejarla
así; pero la transformación se hizo notar en pocos meses.
Cuando le despedimos en la sobremesa de su día final en Sala-
manca, se le cantó una coplilla improvisada y ramplona:
«Si para Astudillo vas,
lleva tenaza y martillo,
que los tendrá que emplear.
Si te vas para Astudillo,
alicates y martillo
te tendrán que acompañar...»
Un hombre, por muy activo que sea o muy capaz, es siempre
limitado. Don Félix no podía atender con la misma eficacia a
todo, a lo material y a lo espiritual. Lo reconocía llanamente él
mismo.
-Cuando viene un aspirante con sus problemas y diciéndome
que está desanimado, no sé qué decirle.
Y a su Prefecto, hombre más dispuesto para la prédica y el
diálogo, le decía:
-Tenemos cambiados los papeles. Tú debías ser Director...
No sabemos si porque ya había hecho lo que tenía que hacer o
porque no llegaba a lo que se pretendía, estuvo en Astudillo sólo
un año. El cargo de Director de Aspirantes es muy delicado. Don
Modesto le dio mucha importancia a esta etapa de la formación,
como hará cualquier Inspector circunspecto. Le dio una salida
airosa mandándole a Santander, colegio grande, con solera, bachi-
llerato, con obras que realizar y con más posibilidades que Astu-
dillo para realizarlas.
Un colegio parejo con el de Salamanca. Los dos quedarían
grabados en su memoria con una intensidad particular. No cree-
mos quitarle nada a su mérito, si decimos que también en Santan-
der se comportó más como maestro de obras que como maestro
de espíritu, que era como se llamaba entonces al Director:
«Magister spiritus...» Tampoco allí terminó el sexenio. Don
Modesto mismo lo destinó a Arévalo, en sus comienzos de gran
aspirantado.
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-«Comprendo el sacrificio de dejar Santander, donde tanto
has trabajado y con tanto acierto, lo mismo en lo material que en
lo espiritual -decía dorándole la pildora con estilo sedoso-. Preci-
samente por el éxito y teniendo en cuenta lo segundo, pensé en
Arévalo, para que esta casa resulte modelo en todo... Animo.
Creo que puedes hacer mucho bien en Arévalo». El texto es tan
literal como modelo de literatura de circunstancia. No sabemos si
Don Félix, que tenía la cabeza cuadrada, quedaría convencido y
contento. Lo que sí podemos decir es, que trabajó como si lo
hubiera quedado.
De Arévalo pasó al Paseo de Extremadura y del Paseo de
Extremadura a Saldármela. Esta fue la singladura más incómoda
de su navegación. «Aquí fue Troya», podía decir él también con
ánimo consternado, como Don Quijote en la playa de Barcelona.
«Aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse...» No
fue una derrota tan trágica; pero sí fue un tramo penoso de su
vida. Los alumnos y la comunidad eran un encanto; pero los
empleados y los dirigentes de la Caja eran más duros de pelar en
aquella casa-palacio-granja...
Uno y otros eran castellanos altivos' y difíciles de dominar.
-«i Aquel hombre -decía años más tarde uno de los más signifi-
cados- valía mucho!; pero ¿quién podía con él...?» Echaron mano
hasta de la intervención del Arzobispo. Total, que Don Félix tuvo
que salir de Sarracín de una manera bien poco airosa. Para colmo,
allí mismo contrajo la bronquitis asmática que le llevó a la muerte.
¡Sarracín...! Por algo tenía para él una fonética abominable.
Como si su suerte hubiese entrado en un declive fatal y en una
vía oscuramente dolorosa, en el Colegio de Huérfanos de Ferro-
viarios, le esperaba la trombosis que le motivó la amputación de
la pierna.
Fue un día de Viernes Santo, bien doloroso y de pasión. Cuan-
do estábamos en la función litúrgica de la tarde, en una de las
casas de Madrid, el celebrante, entre las preces, puso esta sor-
prendente cuña: «Por Don Félix Azpeleta, a quien en estos preci-
sos momentos, en el Sanatorio Rúber, le están sometiendo a una
operación lastimosa». Buen día para una amputación así... Segu-
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ramente Don Félix conocería la obrita de Ramón Cué «Mi Cristo
roto...» Aquella tarde y después él era otra viviente versión de
Cristo roto...
No parece que aquel tremendo episodio le desmoronase
demasiado. Como dijo alguien: «... se puede vivir sin muchas
cosas, hasta sin una pierna; pero no se puede vivir sin Esperanza».
En alguna reunión de amigos comunes, se le recibía con una
consideración especial, se le celebraban sus dichos y se le daba la
presidencia de la mesa.
Le hacíamos notar los agasajos de que se le hacían objeto con
fingida envidia y él replicaba: «Es la autoridad que da una pierna
cortada...»
-Desde luego, le replicábamos; una mutilación es siempre algo
glorioso, un trofeo de guerra...
Tenemos que terminar este apunte. La carta mortuoria de
Don Félix es reciente y es muy completa. Tardó bastante en salir,
pero salió cumplida. A ella remitimos para los últimos años en el
colegio de San Miguel Arcángel y las incidencias de su muerte.
Nos quedamos con el Don Félix vivo, activo, emprendedor y rea-
lizador de arreglos y obras en tantas casas de la Inspectoría: Sala-
manca, Astudillo, Arévalo, Mohernando... «Los hombres pasan y
las obras quedan»; también éstas...
Aquí, en Mohernando tenemos una buena muestra. Constru-
yó la granja y el lagar, una pieza completa y bien presentada, un
pabellón que no desdecía de la casa nueva. Desde el apeadero,
recién encalado, aparecía como un complejo armónico y comple-
to. Fue una construcción de envergadura. El trabajo, el tiempo y
tensiones que le costó, le mantuvo afecto a Mohernando.
En el verano del 86, el último de su vida, vino a pasar aquí el
día. Venía acompañado, se le recibió con cariño, él obsequió a la
comunidad con una comida de fiesta, se le dedicó una sobremesa
y quedó contento. Ya se sabe que al final de su vida era muy sen-
sible a las muestras de afecto.
Les pasará a todos. La edad y la enfermedad les hace emotivos
y tan fáciles al llanto, como lo era él, después de la trombosis o de
las trombosis que padeció y que le dejaron hecho una sombra y
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un resto de lo que había sido. Aquel Don Félix alto, corpudo, con
cara de púgil y cuerpo de atleta, andando de prisa, erguido y con
los hombros levantados, no tenía nada que ver con el Don Félix
postrado, enteco, sin fuerzas y sin ánimos, la mirada apagada y la
sonrisa tímida, que se echaba a llorar por cualquier cosa.
Seis meses después de su visita, «tan grata y tan placentera»,
nos llegó la noticia de su muerte, un tanto repentina e inesperada.
La muerte siempre llega un poco así, aunque se esté anunciando
años enteros. Había tenido otras crisis más alarmantes, pero como
la muerte no tiene lógica, a esta crisis no sobrevivió. San Miguel
Arcángel, el patrón del Paseo de Extremadura y el portador de
las almas, le llevaría al Cielo aquella mañana fría de mediados de
enero. La niebla, la humedad y el frío de Saldañuela se le habían
agarrado a los bronquios y terminaron abotargándoselos y asfi-
xiándole.
-¡Me ahogo...!, había gritado poco antes todo alarmado...
Había nacido en Melgar de Yuso, un día de noviembre de
1907. Estaba aproximándose a los ochenta años, el umbral de la
vida, y había sido salesiano sesenta años. La muerte de Don
Rinaldi, que tanto le había impresionado, tuvo algo de parecido
con la suya.
Melgar es un nombre de pueblo bastante repetido en Casti-
lla-León. Hay Melgares en Zamora, Valladolid, Burgos y Falen-
cia, cada uno con añadido específico.
No sabemos si Melgar vendrá de mielga o de melga. Mielga es
una planta forrajera; melga es una parcela de terreno de sembra-
dura y es también una parte de trabajo no concluido. Nos queda-
mos con esta acepción para enmendarla.
La parcela de vida que le correspondió a Don Félix, quedó
bien labrada, y su trabajo, bien doloroso, ejemplar y edificante-
mente concluido.
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CASIMIRO PATALAVICIUS SIUPIENIUTE
Sacerdote.
Nació en Sarginé (Lituania) el 14-XII-1912.
Profesó en Villa Moglia (Turín) el 12-IX-1935.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 24-VI-1945.
Falleció en Madrid el 17-1-1983.
Una de las ventajas que tenía el Teologado de los años cuaren-
ta, en Carabanchel, era que los teólogos eran muchos y procedían
de diversos países. Los había de todas las regiones de España y de
varías naciones de Europa: italianos, portugueses, yugoslavos,
polacos, checoslovacos y un lituano. Este era Casimiro, un nom-
bre muy lituano. Era el nombre del Patrón y de uno de los caudi-
llos de la nación. Casimiro lo llevaba con orgullo, como un espa-
ñol llevaría el nombre de Fernando.
Su pueblo natal era Sarginé -provincia de Marizampolé-, dos
nombres consonantes y sonantes. Sus padres eran labradores de
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6.10 Page 60

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posición media, en un pueblo agrícola de cuatro mil habitantes.
Casimiro era el mayor de los tres hermanos y tres hermanas que
completaban la familia.
Como tantos pueblos de aquellas latitudes lejanas y hela-
das, vivía de la modestia de su suelo, de la abundancia de su
madera y del misterio de sus bosques. El ambiente era sano,
cristiano y nada ostentoso. Sarginé es un pueblo en una nación
que ha pasado por muchos avatares. Ha rodado al remolque de
Polonia, Prusia, Alemania y ha logrado, por fin, desenganchar-
se del tanque de Rusia. Hay pueblos para la sumisión y el
sufrimiento. Casimiro se pasó veinticinco años clamando desde
su puesto de la radio por la Lituania exenta, tranquila y feliz y
no logró verlo. Nació en el Báltico y vivió y murió en el Medi-
terráneo.
«Romero, sólo romero.
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo.
Pasar por todo una vez...» (León Felipe).
Parece que ése hubiera sido también su sino.
El año 1930, cuando ya tenía 18, un sacerdote reclutador de
vocaciones tardías y lejanas, le llevó con otros muchachos de su
región al aspirantado de Perosa (Italia). Allí empieza las Humani-
dades; las termina en Bagnolo y hace el noviciado en La Moglia,
con bastantes otros candidatos a misiones, entre ellos los que pro-
cedían de Astudillo.
El Inspector era a la sazón Don Ziggiotti. El le admitió a la
primera profesión, no sin algún reparo. «Bondad común, capaci-
dad mediana, carácter bueno, un tanto puntilloso, «pórtate alia
sensibilitá», semblante defectuoso. Lo diría por la huella de virue-
las que presentaba. No salía muy favorecido en el retrato. La
votación tampoco fue unánime, lo mismo que no lo fue en Cara-
banchel, cuando se trató de admitirle al Diaconado.
Dicho sea esto en gracia a la objetividad y para no hacer ver
que todo eran virtudes, como es achaque de los elogios a los
muertos. Venido de tierras tan grises y tan húmedas, no es de
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7 Pages 61-70

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extrañar que su temperamento tuviera algún hilván de sentimen-
tal y de blando.
De Italia pasó a Portugal para hacer la Filosofía y el Trienio, el
cuatrienio mejor dicho, en la Casa Inspectorial de Lisboa.
Para que no le quedara ninguna nación latina que conocer,
vino a España a hacer la Teología. Aquí encontró su segunda
patria y el asiento definitivo. Bien lo celebró años más tarde,
cuando después de muchas gestiones, logró la nacionalidad espa-
ñola. En ningún otro país había encontrado tanta acogida y el
arrimo de bastantes colegas, que le hicieron llevadero el ostracis-
mo. Algunos le acompañaron hasta en los últimos momentos y le
hicieron casi de albaceas.
Hemos dicho que el Carabanchel de los años cuarenta era una
cita de muchas patrias.
Un escritor afirma que cada nación despide su olor caracterís-
tico, Van Gog asegura que cada una tiene su color y un filósofo,
Kierquegard, dice que lo que cambia en cada nación es el alma.
Allí se podían percibir esas tonalidades, sin que el conjunto dejara
de ser homogéneo y hasta gratamente armónico.
Entre aquellos teólogos maduros, bien barbados y pasados por
experiencias de prueba, Casimiro no era el menos interesante y
original.
Tenía tipo, modales y semblante inconfundibles. Era de movi-
mientos lentos y reacciones prontas.
En un oficio de tinieblas le tocó hacer de acólito. Tenía que
apagar a su tiempo las velas del tenebrario y las del altar, para ter-
minar exactamente con el último versículo del miserere. Casimiro
calculó mal.
Se dio tanta prisa en apagar, que le faltaron velas. Un compa-
ñero desde el coro inmediato le hacía señas para que se detuviera.
Casimiro, todo intrigado y confuso, terminó por encararse con él
y decirle en voz alta:
-¡Ma qué porra; ven tú aquí y hazlo mejor...!
El susurro ritual del final de las tinieblas, terminó en broma a
cuenta de la salida de Patalavicius.
Se ordenó de sacerdote el 24 de junio de 1945. Por cierto, el
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7.2 Page 62

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mismo día de la ordenación por la mañana se encontraron con
que no había Obispo que los ordenara. Tuvo que salir a toda prisa
Don Ambrosio en busca de un ordenante. Se encontraba de paso
por Madrid el Obispo de Ciudad Real y él resolvió la papeleta y
sacó del apuro a ordenandos y a Superiores.
En la carta de petición para el Sacerdocio, Casimiro alegaba el
lema salesiano. «Da mihi animas et coetera tolle». Argumentaba
él: «A estas alturas, el Señor me ha quitado todo y me ha hecho
salir de mi tierra, de mis parientes y pertenencias. No me quedan
más que las almas, a las que quiero dedicar por entero mi sacer-
docio». No era mal razonamiento para un caso así. Se ordenó y
cantó misa en la capilla del Asilo, que tantas funciones parecidas
ha albergado. La iglesia llena de fieles, las Hermanas, «Hermani-
tas» mejor, tras de las celosías siguiendo la ceremonia y, en emo-
cionante besamanos, los parabienes y las lágrimas de los festeja-
dos y de los festejantes. ¡Inolvidable y tan repetida ceremonia...!
Casimiro ya no regresó a Portugal ni a ningún otro país de su
peregrinaje. Se quedó en España a perpetuidad.
Pasó un año de Catequista en Estrecho, dos en Béjar y dos en
San Benito, antes de cerrarse esta casa y quedar suplantada por
Los Pizarrales.
Fue el último Catequista de aquella casa que cuenta entre sus
ex-alumnos muchos buenos cristianos, bastantes sacerdotes, Ins-
pectores y algún Obispo. ¡Qué buena almáciga de vocaciones...!
En Atocha dio clase de Matemáticas, fue Encargado del Ora-
torio, cuando el Oratorio era la escala obligada para ser admitido
como alumno en Las Escuelas, y profesor de Religión y Capellán
del colegio de las Salesianas de Delicias. Les cayó bien a las mon-
jas y a las alumnas, a juzgar por los años que conservó la preben-
da y de las buenas amistades que hizo, incluso entre las familias.
Trabajó, sembró y cosechó en aquella parcela de «sus delicias».
Una nueva encomienda le vino a marcar nuevo rumbo.
Un Obispo de Lituania y el Ministro de Educación en el exilio,
pidieron a los Superiores de Turín y a los Inspectores de Madrid
un salesiano que dedicase su atención a los dispersos y fuera de su
patria.
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Don Ziggiotti, que ya le conocía desde La Moglia, recomendó
a Casimiro para tan elogiable misión.
El aceptó gustoso un apostolado que le permitía estar más
en contacto con sus conterráneos. Desde 1953 estuvo dirigiendo
desde Radio Nacional un espacio religioso, cultural y patriótico
destinado a los católicos lituanos. Procuró atenerse rigurosa-
mente a las indicaciones taxativas de los Superiores: «Como
sacerdote salesiano, evitando toda incursión en la política y
cualquier cuestión polémica propia del mundo laico, diga la
verdad, sobre todo cuando se trate de defender los principios
religiosos y sociales».
Llegan a incorporarle a la plantilla de la Radio con la catego-
ría de «traductor de tercera», Redactor Jefe y Locutor en la emi-
sión lituana.
Los honorarios no fueron nunca muy pingües, diez mil pesetas
cuando más, pero le permitían hacer frente a sus gastos persona-
les y mandar alguna ayuda a su madre, evadida de Lituania y resi-
dente en Alemania.
La mayor ventaja era la de poder realizar un apostolado
fácil y muy positivo. Le permitía dirigirse a un público anóni-
mo, asiduo y muy catequizable. «Pro aris et focis». Tuvo el
honor y la satisfacción de mantener vivo el fuego de la Religión
y de la Patria. De aquellas emisiones se hacía el primer destina-
tario y se arraigaba cada vez más en las creencias tradicionales
y en un odio cordial al comunismo, por rastreramente materia-
lista, destructor de las fibras más entrañables y sembrador del
miedo y de la miseria por dondequiera que pasa. ¡Cuánto
hubiera disfrutado en estos días que están poniendo en eviden-
cia la atrocidad funesta de un sistema contra el que Casimiro
clamó durante veinticinco años como voz en desierto, sin empa-
que oratorio, voz sin vibraciones sonoras, bastillada, opaca,
pero vehemente y muy convencida...!
La Radio le otorgó una medalla a sus veinticinco años de ser-
vicio; estuvo presente en el mortuorio y le ofreció una gran coro-
na. Así cumplió la empresa con su trabajador, que no llegó a dis-
frutar de jubilación.
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7.4 Page 64

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Cuando murió, tenía poco más de setenta años, la edad razo-
nable para morir. «Lo demás es exceso, achaques y dolor». Sería
por eso por lo que a él se le veía cada día más grueso, pesado y
dificultoso. Adquirió una corpulencia morbosa, disforme y alar-
mante. Acentuaba la ley de su gravedad.
En enero de 1984 una gripe le produjo una trombosis y ésta, la
muerte. Todo fue rapidísimo, fulminante casi. Cuando iba en la
ambulancia, camino de La Paz, él se daba cuenta de que el cami-
no no tendría retorno. Murió el 17 de enero, a media tarde. En el
momento de la muerte estaban a su lado el Director de Atocha y
un matrimonio amigo, un representante de la familia salesiana y
otro, representante de su gente de Sarginé. Murió tranquilamen-
te. Había nacido un 16 de diciembre y murió un 17 de enero.
El más grande poeta lituano escribió un poema sobre «Las
Cuatro Estaciones». La estación de Casimiro fue el invierno.
La empresa de la Radio, decíamos, le despidió como a un
honesto empleado; la Congregación le despidió como a un
hijo: un funeral solemne, sentido y muy concurrido, presidido
por el Sr. Inspector y concelebrado por cincuenta sacerdotes.
Le dio sepultura en el panteón salesiano de Carabanchel. El
cementerio está en lo alto del pueblo. No es el lugar recoleto,
pulcro, ajardinado y risueño de un cementerio del Norte; es
más bien un hacinamiento de sepulturas, como tantos otros de
por aquí, lugares para ser visitados sólo una vez al año, el día
de Los Santos. Tiene en su ventaja que le baña la luz y está
orientado hacia el Cerro de los Angeles. Por lo demás, cual-
quier cementerio es bueno para descansar en paz y esperar la
resurrección.
Cuando el Ministro de Cultura Lituano le pidió a Don Emilio
Corrales una dedicación más completa de Casimiro a los trabajos
de la radio para los lituanos fuera de su patria, reconocía lo que
estaba haciendo ya. Y añadía unas palabras que sonaban a pro-
mesa de recompensa: «Cuando Lituania recobre por completo su
libertad, tendremos en cuenta lo que este Padre viene haciendo
en beneficio de sus compatriotas...». ¿Le habrían encumbrado a
alguna dignidad eclesiástica?
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Por desgracia, Casimiro no tuvo tiempo de ver el resultado de
sus afanes. Fue un profeta en el exilio, destinado a mantener la
fidelidad y la esperanza de sus compatriotas. Dios no le pidió más.
«Decid al justo que bien...». Ya es bastante lo que hizo... y lo
que intentó hacer...
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TOMAS SERRA MÍAS
Sacerdote.
Nació en Rupil (Girona) el 21/25-V-1843.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 16-VIII-1873.
Ordenación sacerdotal en Vich el 15-VI-1868.
Entró ya de sacerdote
Falleció en Béjar (Salamanca) el 18-1-1901.
La casa de Béjar se abrió en 1896. El primer Director fue Don
Vicente Schiralli, Ecónomo de la Inspectoría de Madrid en los
años treinta. Le siguieron en el cargo Don Epifanio Fumagalli,
Don Antonio Josefhidis, que fue Director poco más de un año, y
Don Buenaventura Roca, que desempeñó tres mandatos como
Director y estuvo en la casa más de cuarenta años.
La casa era donación de una Señora piadosa y pudiente, Doña
Felisa Esteban Rodríguez. El Colegio se fue haciendo sobre un
telar primitivo, al cual se unió después una casa contigua, que costó
veinte mil pesetas, y otros terrenos hasta completar el recinto que
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ahora tiene el colegio, cuyas dimensiones han aumentado a lo largo
y a lo alto, como una gran embarcación sobre el serrijón en que se
levanta la ciudad de Béjar, blanca y graciosa frente al Castañar
frondoso y verde. La numerosa población obrera hizo pensar a la
Fundadora en la conveniencia de instalar allí una congregación de
preocupación y carisma social, que atendiera a los hijos del pueblo.
Ahora que el colegio se debate entre el dilema de ser o no ser,
no está de más recordar los motivos de la presencia salesiana en
la laboriosa ciudad, la satisfacción, más bien emoción, con que
fueron recibidos los salesianos y la limpieza de la ejecutoria que
han mantenido va ya para un siglo y el infatigable celo con que
han trabajado tantos salesianos, desde Don Schiralli, hasta Don
Aniceto, Don Ciríaco, Don Francisco, Don Demetrio...
Si por un azar que no queremos imaginar, los Salesianos se
vieran obligados a abandonar Béjar, su vacío sería lamentable
sobremanera.
Sería como arrancar de una maceta la planta que le ha dado
vistosidad y decoro. «Toda Béjar de ti se dolería», «quod absit»
-lo cual no se piense-, siquiera. Creemos que las cinco abejas que
campean en el escudo de la ciudad, tienen todavía mucha miel y
mucha cera que labrar en la colmena del Colegio Salesiano.
Cuando se repasa la historia del centro y se lee la crónica de la
inauguración, escrita con tan vibrantes acentos y con una literatu-
ra tan abundosa y hasta culteranista, no se puede pensar sino que
fue un acto definitivo y como para trazar el comienzo de una his-
toria siempre en auge.
Habían ido preparando el acontecimiento los periódicos de la
localidad, La Victoria y La Crónica.
Se inauguró la casa el día de San Francisco de Sales, 29 de ene-
ro de 1896.
El acto revistió una solemnidad inusual. El cronista, Don
Vicente M.a Serra, Pbro., se detiene en describir el cortejo que se
formó hacia la iglesia del Salvador: todos los estamentos de Béjar,
la representación del Obispado, los representantes de la Funda-
dora y hasta un detalle emotivo: cuatro huerfanitos, los primeros
alumnos del colegio; el predicador de la ocasión, el Cooperador
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7.8 Page 68

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Don Evaristo Carabias, el pueblo que llenaba la iglesia, la banda
de música, las campanas... Al final de la relación, se arranca con
un párrafo enfervorizado: «¡Oh, cuan alegre y satisfecho miraría
nuestro inolvidable Padre Don Bosco tan emocionante espectá-
culo! ¡Con cuánto amor bendeciría desde el Cielo el pequeño gra-
no de mostaza que en este día iba a echarse sobre el fértilísimo
suelo de Béjar!»
Ese grano de mostaza ha crecido y ha albergado innumerables
aves a lo largo de noventa y seis años. Su vida está rozando el
siglo, la edad de los árboles venerables, indesarraigables.
A lo largo de tantos años, la pequeña historia de la casa ha vis-
to realizarse muchos y muy variados sucesos. Uno de ellos fue la
muerte del primer Consejero, seis años después de la inaugura-
ción de la casa.
Bien pronto comenzaba a visitarla:
«Y era la muerte, al hombro la cuchilla,
el paso largo, torba y esquelética,
tal como cuando yo era niño imaginaba...»
La casa estaba también dando los primeros pasos de su his-
toria.
Formaban parte de la escasa plantilla, Don Fumagalli, el
Director; Don Tomás Serra, Consejero, y además de otros cléri-
gos y coadjutor desconocidos, Don José Pujol y Don José Saburi-
do, bien familiares con los años, aunque tuvieron un paradero
muy diferente.
La carta mortuoria la escribe Don Fumagalli. Se ve que tenía
poca costumbre de escribir cartas de esa clase. Es brevísima y no
habla más que de la enfermedad. Sin embargo hemos podido ave-
riguar algunos datos más, que consignamos sucintamente.
Nació en Rupil (Girona), el 25 de mayo de 1843, el año en que
comenzó a reinar Isabel II, de acuerdo con las Cortes, dando así
comienzo a su remado parlamentario y liberal.
Cuando entró en la Congregación era ya sacerdote, tenía cin-
cuenta años y veinticinco de sacerdocio. Era una vocación, como
se ve, bien madura y de fiar.
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7.9 Page 69

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Había estudiado en el Seminario de Vich y allí se ordenó de
Sacerdote el 15 de junio del 1868.
Llevaba veinticinco años de sacerdote en la Diócesis de Vich
cuando pidió ser admitido en la Congregación.
Era Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona
desde el año 1887.
Traía bastantes credenciales. La admisión fue pronta y con
gozo por parte del Inspector, al encontrarse con un candidato así.
Hizo un año de Aspirantado en Barcelona y fue admitido al
Noviciado en Sarria, el año 1892, bajo la dirección de Don Anto-
nio Balzario. Eran 65 Novicios: 2 sacerdotes, 48 clérigos y 17
coadjutores.
Al finalizar el Noviciado, hizo la profesión perpetua, y apenas
profesar, le enviaron a la casa de Rialp (Lleida), recién abierta.
Allí estuvo dos años.
Después de este tiempo le destinaron a Béjar, de Consejero,
durante otros dos años. Estuvo un año en Utrera y otro en Roca-
fort. Después de este breve espacio de tiempo, desanduvo el
camino y volvió a Béjar, también de Consejero. Había tomado
gusto al cargo; pero por poco tiempo.
No terminó el curso 1900-1901. Apenas vio comenzar el año y
el siglo.
Llevaba en Béjar poco tiempo, pero ya se había dado a cono-
cer por sus virtudes y, sobre todo, como buen Consejero, por la
puntualidad.
El Consejero ha sido siempre el celador de la disciplina de la
casa. Ahora lleva otro nombre y el carácter se ha diluido entre
otros cargos, para bien o para mal.
El 15 de enero por la tarde se sintió indispuesto, pensando que
sólo con el descanso se restablecería su salud.
Todo fue rapidísimo y se desarrolló como por un proceso
sumario: un día para enfermar, otro para agravarse y otro para
quedar desahuciado y morir, sin dar más trabajo y cuidados a los
Hermanos.
«Ahorremos a quien nos quiere pesares»
El médico diagnosticó que se trataba de una pulmonía doble,
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7.10 Page 70

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una enfermedad del clima de Béjar y de sus aires serranos y
«heridores».
Cuando conoció la enfermedad, no quiso que se le hablara
más de medicinas ni de médicos. No pensó más que en prepararse
para el gran paso.
Pidió que se le administraran los Sacramentos. Los recibió con
tal fervor y piedad -dice el comunicante- que hizo derramar lágri-
mas de ternura a algunos de los presentes.
«Los dolores que sufría eran atroces, pero los soportaba con la
más completa resignación». Sus quejas eran rezar el Te Deum, el
«Ave, maris stella» y la Salve.
Cuando se le hablaba de ponerse bien, respondía con resolu-
ción:
«María sabe lo que me conviene».
El día 18 por la mañana, inesperadamente, se le calmaron los
dolores.
Era la mejoría de la muerte, que él aprovechaba para repetir
sus oraciones finales. «En Ti, Señor, he esperado... no me vea con-
fundido para siempre»... «Félix coeli parta -dichosa puerta del
Cielo-... -ut videntes Jesum semper colletemur- para que viendo
a Jesús, seamos felices por siempre», del himno del «Ave, maris
stella», para pedir una muerte feliz.
Cuando se le preguntaba que por qué tanto repetir el Te
Deum, respondió.
¿Cómo no voy a dar gracias a Dios, que me concede el benefi-
cio de morir en medio de tan buenos Hermanos...?
Así fue de edificante y ejemplar la segunda muerte que suce-
día en la casa de Béjar. Después se seguirían otras... hasta seis,
coincidiendo las tres primeras de Béjar con las tres primeras de la
Inspectoría.
Las muertes son hitos para la pequeña y aciaga historia. Y por
lo que respecta a ésta, acaecida en pleno y crudo invierno bej ara-
ño, «no acaba más dulcemente un bello día de primavera...»
72

8 Pages 71-80

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8.1 Page 71

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JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ HERRERO
Novicio.
Nació en Cipérez (Salamanca) el 8-XII-1926.
Comenzó el Noviciado en Mohernando (Guadalajara)
el 12-VIII-1946.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 18-1-1948.
José Manuel era sobrino de don José Luis Herrero. A él tuvi-
mos poco tiempo de conocerle; pero a su tío le conocimos bien y
le recuerdan todos los que pasaron por Salamanca al principio de
los años 40.
Había sido Director de Teólogos en Tailandia. Era mayor y
tenía sus méritos bien ganados. A pesar de eso, en Salamanca
tuvo que hacer de clérigo-cura, asistir y llevar a los alumnos de
paseo, entre otras ocupaciones de clérigo joven. Era una necesi-
dad, pero al mismo tiempo, una incongruencia no exenta de des-
consideración.
73

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Al año siguiente, le hicieron Catequista del Colegio. Lo estaba
haciendo con mucho celo y acierto, al menos, a nuestro parecer y
el del común. A mitad de curso, le trasladaron a Deusto, para
remediar algún entuerto de personal. De allí pasó a La Paloma,
donde realizó una labor tan exitosa como en todos los sitios por
donde iba pasando.
Su vocación era de misionero legítimo. Se trasladó a La
Argentina y desde entonces, no supimos más de él.
Su sobrino tuvo un «curriculum» mucho más breve.
Desde Astudillo vino a Mohernando a hacer el Noviciado el
año 1945.
Lo tuvo que interrumpir, por falta de salud. Presentaba una
afección de pecho. Después de varios meses, cuando parecía
repuesto, volvió. La enfermedad no estaba extinguida; estaba sólo
amortiguada. Rebrotó el virus maligno y el buen novicio, pese a
su resistencia, comenzó a desfallecer a la mitad del segundo novi-
ciado que hacía.
Su enfermedad coincidió con la racha de casos parecidos que
se desató en Mohernando, por causas complejas.
En el mes de enero, a primeros, el fin se veía inminente. Pasó las
Navidades de aquel año, 1947-1948 con una alegría bien mermada.
El día de la Sagrada Familia, que era entonces el broche de las
Navidades, en la enfermería, se montó una ceremonia de profe-
sión religiosa. Se preparó un altar, se subió un armonium y se
siguió el rito completo, como si de una profesión se tratase.
José Manuel pronunció la fórmula como mejor pudo y profesó
«in articulo mortis». Quedó consolado y contento de morir salesiano.
-A los pocos días, falleció. Voló de la celda al Cielo.
Era el segundo que fallecía en parecidas circunstancias en el
transcurso de un mes. El invierno se dejaba sentir con toda su cru-
deza en ambos entierros, camino del pueblo.
A pesar de todo, ni éste, ni los episodios que después se sucedie-
ron doblegaron la moral de aquellos muchachos y de los salesianos.
La serenidad de unos era imperturbable y la vocación de otros
estaba por encima de todos los avatares. Muchos de ellos todavía
viven, lo recuerdan y pueden hacer gala de su perseverante fidelidad.
74

8.3 Page 73

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LUIS SZENNIK JÜTTOREN
Coadjutor.
Nació en Budapest (Hungría) el 14-1-1883.
Profesó en Puebla (Méjico) el 29-VI-1918.
Falleció en Madrid el 26-1-1972.
En nuestra Inspectoría hemos tenido a dos húngaros: don
Juan Antal y don Luis Szennik. Los dos vivieron en España largos
años y los dos dejaron largo y grato recuerdo.
Siempre que se mienta a Hungría, se piensa en el Danubio, río
por excelencia europeo, con un gran caudal de agua, de leyendas
y de historia.
Parte a Hungría en dos grandes llanuras y parte a la capital,
Budapest en dos ciudades, Buda y Pest.
La nación entera viene a ser un gran telón de los Cárpatos, por
donde entraron los magiares. Por lo que hace a Budapest, es una
75

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ciudad mítica y de muchas luces. Es como el París de la Europa
oriental. Partida «por gala en dos», tiene ocho puentes sobre el
Danubio que la cruza y ella misma viene a ser una ciudad puente
entre el Oriente y el Occidente, síntesis de cualidades y taras de
uno y otro extremo. El idioma magiar es difícil, imposible, de
fonética y gramática extraña, como el euskera, el turco o el filan-
dés; pero el ciudadano magiar es transparente, entusiasmable, ale-
gre y hasta vividor a su manera. Se dice de él que, «se divierte en
medio de lágrimas».
Los violines zíngaros acompañan las danzas saltonas con
melodías tristes. Recordemos las danzas húngaras de Brahms.
En esa nación y en esa ciudad nació don Luis Szennik, el día
14 de enero de 1883. Sus padres se llamaban Ladislao y Emilia,
un nombre germánico y un nombre latino.
Un reclutador de vocaciones le ganó como vocación tardía y le
llevó a hacer el aspirantado a Gavagliá-Italia. No sabemos por
qué fue a hacer el Noviciado a México. Lo hizo en Puebla, entre
los años 1910 y 1911.
Terminó el Noviciado, pero no profesó. La razón es un poco
extraña, la da él mismo: «Me dejé llevar por el enemigo del Géne-
ro Humano, pero me mantuve siempre en comunicación con mis
Superiores, especialmente con el Inspector y el Director, padre
Montalbo».
Se ve que el «enemigo del género humano» no le llevó dema-
siado lejos.
Volvió a la Congregación, profesó, hizo su profesión perpetua
en México y allí continuó por varios años, hasta 1928.
En Hungría habían pasado muchas cosas hasta esa fecha,
como las habían de pasar después, en su asendereada historia.
Desde formar parte, en collera con Austria del Imperio Austro-
Húngaro, quedar descuartizada después de la primera guerra
mundial, adherirse al Este con el Pacto Anticomintern y engan-
charse después al carro ruso con el Tratado de Varsobia. Forcejeó
valientemente contra Estalin en la revolución del 1956 y quedó
sojuzgada -amordazada mejor-, en sus creencias y en su indepen-
dencia con el nombre de República de Campesinos. El comunis-
76

8.5 Page 75

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mo la condenó tan a cadena perpetua como al cardenal Mins-
senty, cuyo símbolo puede ser. Las componendas políticas la sepa-
raron de Checoslovaquia, con la cual formaba una nación -la úni-
ca de Europa que no se asomaba a ningún mar-, el núcleo y el
cogollo del Continente, que ahora está en trance de desmembra-
ción y separatismo de checos y eslovacos.
Todas esas vicisitudes políticas y territoriales ha pasado Hun-
gría desde que Don Luis Szennik salió de ella y se hizo salesia-
no. Cuando Don Juan Antal oía cantar la romanza de «Alma de
Dios», se emocionaba visiblemente... «porque nunca tu tierra
volverás a ver...» No sabemos si a don Luis Szennik le pasaba lo
mismo.
Fue un hombre humilde y errante, que encontró en España su
patria adoptiva y su segundo hogar.
Vagó por Hungría, Italia, México y España, hasta asentar aquí
sus reales. El año 1928 se fundaba Astudillo como Aspirantado
misionero y dependiente de la Inspectoría Central. El Aspiranta-
do de la Inspectoría de Madrid se fijaba en el Paseo de Extrema-
dura.
En Astudillo se formó una Comunidad políglota e internacio-
nal. Había polacos, italianos, centroeuropeos y españoles. El
Director era don Pedro Olivazzo. Don Luis Szennik vino desde
México a trabajar como enfermero ayudante de la Prefectura y
encargado de recados y gestiones. Un hombre flotante y un poco
«factótum».
La vida transcurría en la pobre casa y en la oscura villa de una
manera monótona e igual.
«Dice la monotonía
del agua clara al caer:
un día es como otro día,
hoy es lo mismo que ayer...»
En Astudillo, por aquellos años, no había ni fuente que dijera
eso.
Se proclamó la República el año 1931. Las autoridades de
Astudillo quisieron hacer méritos ante sus jerifaltes, se metieron
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8.6 Page 76

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nueve años, no tuvo agonía ni casi tuvo enfermedad. Cuando los
Salesianos se quisieron enterar, ya había fallecido. Por eso se les
hizo más extraña y lamentable. No tuvieron ocasión de borrar la
imagen del hombre jovial, de trato amigable y acento inconfundi-
ble y simpático, que todos tenían de él.
«Tras el pavor de morir,
está el placer de llegar»,
cuando se muere cristianamente y nimbado por la luz de la Fe.
Este buen Salesiano Coadjutor, de quien todos los que le
conocieron hablan elogiosamente y con cariño, gustó el placer de
«llegar», sin haber experimentado el pavor de la muerte.
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ANTONIO UBEDA GARCÍA
ejor
;osy
npa-
sen-
tosi-
ucta
;una
den-
uían
más
par-
ado
toda
salió
3lar,
Sacerdote.
Nació en Madrid el 22-X-1909.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 2-VIII-1929.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 15-IX-1940.
pues
inal,
Falleció en Barcelona el 26-1-1992.
do e
mal
ncia
La primera vez que vimos a Don Antonio Ubeda, era por el
anis-
año 1930.
Estaba de paso por el colegio del Paseo de Extremadura.
nido
Había ido a una consulta médica. Paseaba por el pórtico, todavía
sin cerrar, e iba leyendo un libro del APOSTOLADO DE LA
o de
PRENSA. Tenía la portada muy pintarrajeada, con plantas y
paj arillos. Era una edición de Las Floréenlas de San Francisco de
dose
Asís. Desde entonces, siempre hemos asociado la figura de Don
más
Antonio a aquella escena y a aquel libro. Enfermizo, sigiloso y
i los
con un libro en la mano de plantas y pájaros. Enfermizo, silencio-
81
85

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oo
CD
VO O
o

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FEBRERO
Día Año Condición Nombre y apellidos
13 1914 Coadjutor José AIZPURU ARANGUREN
Edad Página
27 91
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JOSÉ AIZPURU ARANGUREN
Coadjutor.
Nació en Azpeitia (Guipúzcoa) el 2-VII-1887.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 13-IX-1910.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 13-11-1914.
Otro salesiano de los que vivieron poco y murieron santamente.
Vivió sólo veintisiete años y había nacido en Azpeitia, la vieja,
industriosa y muy característica villa del Urola. A la sombra del
santuario de Loyola, ¡cuántas vocaciones han brotado! En bas-
tantes casos se presentaron a pares, como los apóstoles. Tal fue el
caso de los hermanos Aizpuru, José e Ildefonso, de tan edificante
recuerdo éste último. Seguramente su hermano no le hubiera ido
a la zaga, de no haberse malogrado en tan temprana edad.
Fue a buscar el aspirantado en Villaverde de Pontones y el
noviciado en Carabanchel, el año 1906. Era el tercer noviciado
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9.2 Page 82

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que pasaba por la casa, que se hizo para eso fundamentalmente.
Comenzaba a cumplir bien su destino. Este año se reunían ya 18
novicios. Compañeros de noviciado de José eran, entre otros
menos conocidos, su hermano Ildefonso, Ricardo Beobide, tam-
bién azcoitiarra y seguidor del famoso Anchieta, músico de los
Reyes Católicos; Ángel de Dios ya sacerdote, Don Félix Gonzá-
lez y Don Sabino Hernández, muertos los dos en los primeros
días de la guerra civil, ahora hace cincuenta y cuatro años.
Según el autor de su carta mortuoria, José Aizpuru mostró
gran empeño en hacer bien el noviciado. Se notó en él desde el
principio un carácter firme y tenaz. Se ve que le venía de fami-
lia, como a su hermano Ildefonso. Se propondrían emular a su
paisano San Ignacio: «¿San Agustín hizo esto? Pues yo lo ten-
go de hacer... ¿Santo Domingo hizo esto? Pues yo lo tengo de
hacer...»
Emitió los votos temporales en septiembre de 1907. El año
siguiente lo pasó destinado en Béjar. Allí da rienda suelta a su
celo, desplegado en la asistencia, la clase, el oratorio, las parcelas
obligadas del trabajo salesiano. Por lo que fuera, allí contrajo una
enfermedad que le había de llevar a la tumba. Vino a Caraban-
chel con la idea de restablecerse pronto y volver a su puesto.
No resultó tan fácil la curación. Pasaron tres años de trata-
miento laborioso, sin que el final se viera despejado. Tres años de
espera y de sufrimiento para su impaciencia. Al mismo tiempo
que de enfermo, hacía de enfermero y daba ejemplo de espíritu
de sacrificio. Bien merecida tenía la profesión perpetua, que hizo
el 13 de septiembre de 1910, un día más tarde y hubiera coincidi-
do con el día de la Cruz, que él venía soportando.
Le mandaron a Sarria, para ver si el cambio de clima le devol-
vía la salud.
Al principio pareció sentarle bien, pero luego el mal rebrotó
con violencia y le redujo al final de su corta vida. Pidió volver a su
casa de origen.
Quería morir en la casa en que había nacido a la Congrega-
ción: Carabanchel.
«Casa y mortaja del Cielo baja...»
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9.3 Page 83

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Recibió los últimos auxilios y bien rodeado de Superiores,
Hermanos y Don Anastasio, el Director, en la madrugada del 13
de febrero, entregó su delicada alma a Dios.
Por aquellos mismos días las casas salesianas vibraban de
entusiasmo con la primera visita oficial de Don Albera como Rec-
tor Mayor.
La vida, también la vida salesiana, seguía su ritmo ascendente
y triunfal.
A ello contribuirán de manera positiva la pasión y la muerte
de este joven salesiano.
93

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MARZO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
6 1947 Coadjutor Narciso GRATACOS VENTOS
61 97
9 1992 Sacerdote Faustino DÍAZ RIVAS
86 99
10 1953 Sacerdote Alejandro BATTAINI MACCHI 71 106
22 1959 Coadjutor Segundo GARCÍA ARRANZ
20 113
28 1924 Sacerdote Luis NOVARINO GRAMAGLIA 59 117
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9.7 Page 87

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NARCISO GRATACOS VENTOS
Coadjutor.
Nació en Espolia (Girona) el 21-IX-1886.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 13-111-1904.
Falleció en Madrid el 6-III-1947.
Es éste un salesiano del que apenas podemos consignar más
que los datos esenciales.
Según los informes que hemos podido hallar, nació en Catalu-
ña vivió bastantes años en Galicia y murió en Madrid.
Tenía una manera un tanto original de hablar y de ser.
Pasó los dos últimos años de su vida en Estrecho.
Vivió de una manera tan a su aire, que alguno de los salesia-
nos más jóvenes, el único superviviente de aquella comunidad al
cabo de cuarenta y siete años, no llegó a tenerle definido.
97

9.8 Page 88

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Por el trabajo que desempeñaba y el género de vida que se-
guía no se sabía si era salesiano, fámulo o empleado.
Murió en el sanatorio de Fuencarral, de enfermedad extraña y
lamentable, si hay alguna enfermedad que no lo sea.
Ha costado saber de su vida; pero basta que hayamos tenido
noticia de su existencia, para que le recordemos y dejemos cons-
tancia de él.
La omisión o el silencio hubiera sido más desconsiderado que
una pobre mención. Fue un cristiano, un salesiano y como tal, dig-
no de ser tenido en cuenta.
Por sus dos apellidos, lo creeríamos catalán. Hablaba poco y
frecuentemente de nuestra casa de Sarria.
En dos Ejercicios Espirituales, Don Alejandro Vicente nos lla-
mó a dos clérigos para que diéramos conversación, después de
comer, a Don Narciso y a otros dos salesianos un tanto retraídos.
En aquellos años fue cuando se había realizado una importante
reunión de coadjutores en la Inspectoría..., se hablaba bastante de
la perseverancia de los coadjutores y del número crecido que iba
al noviciado.
Recuerdo una queja que, de modo suave, exponía Don Narci-
so; y era que creía ver en los Superiores mayor simpatía por los
clérigos que por los coadjutores. Don Narciso alababa mucho a
los coadjutores que pedían ir de misioneros a la América Hispa-
na, preferiblemente a Cuba. Ese viaje a Cuba suplía al tiempo del
servicio militar.
Otro punto que don Narciso alababa mucho era el de los An-
tiguos Alumnos, que pedían ir al noviciado como coadjutores. Y
también, la propaganda que hacía del Boletín Salesiano. Nos
hablaba de que él conocía casos de haberse hecho salesianos a
algunos, atraídos por la lectura del Boletín. En dos tardes, Don
Alejandro Vicente y algunos más le ayudamos a hacer paquetes
del Boletín, revista que él enviaba por correo a amistades y co-
nocidos.
Dios le tenga entre sus elegidos.
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9.9 Page 89

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FAUSTINO DÍAZ RIVAS
Sacerdote.
Nació en Maliaño (Cantabria) el 10-V-1906.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 28-VIII-1923.
Ordenación sacerdotal en Gerona el 28-V-1932.
Falleció en Madrid el 9-HI-1992.
La muerte de Don Faustino es reciente, no hace todavía
medio año. Su vida está correctamente expuesta en la carta mor-
tuoria, fue bien considerada en la homilía del funeral y su labor
en Valencia, los años más brillantes de su vida salesiana, quedó
ampliamente tratada en la monografía de Don Ambrosio sobre el
colegio de esa ciudad. Poco podemos añadir.
Marañón dijo que, cuando un notable muere, todo queda, de
momento, enterrado con él: su vida, su obra y sus obras, si las
escribió. Al cabo de algún tiempo, se le revisa y se le pone en su
puesto justo, humana, moral o literariamente.
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9.10 Page 90

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Todavía no ha transcurrido el tiempo suficiente para hacer de
Don Faustino una revisión completa y objetiva. De muchos sale-
sianos se ha quedado por hacer. Dios los pasará revista, y los
esclarecerá en el día de la cuenta final y de la «residenciación»
definitiva.
Don Faustino vivió, aproximadamente a medias, entre las Ins-
pectorías de Valencia y Madrid.
Los primeros años que pasó en esta Inspectoría, fue durante la
guerra. Esta mala coyuntura juntó en Salamanca, en el colegio de
María Auxiliadora, a salesianos de todas las Inspectorías. De la
Inspectoría Tarraconense, coincidieron, que recordemos, Don
Gabriel Martín, Don José M.a Vaquero y don Faustino Díaz. Era
sacerdote joven, estudiante de Ciencias Exactas y procedía de
Inglaterra, a donde había ido meses antes a perfeccionar su inglés.
Estaba bien preparado, tenía buena presencia, competente en
las clases y un tanto reservado. Esta reserva no sabíamos si inter-
pretarla como retraimiento natural, porte distante o aire de supe-
rioridad. Eso, a nuestro parecer, que era corto y poco circunspec-
to. Decíamos que se le habían pegado los modales y la frialdad
inglesa. Verdad es que luego, tratándole más de cerca, resultaba
menos complicado y más asequible.
Había nacido en Santander, en Maliaño, en el cinturón indus-
trial del Sur, que componen los poblados de Arriendas, Astilleros,
Nueva Montaña y Maliaño. Son pueblos trabajadores, que com-
pletan el esfuerzo industrial de la Santander pesquera, agrícola y
turística. Una provincia afortunada, que parece tenerlo todo.
De la familia Díaz Rivas salieron Don Faustino, Don Ambro-
sio y el malogrado Esteban Rivas. Una familia acomodada y cris-
tiana, con valores bien cotizables.
Completó su formación entre Campello y Sarria, por no
incluir también a Mataró, donde hizo el Trienio, la Teología y los
primeros años de sacerdocio. Era un colegio puntero, que impri-
mía carácter en los alumnos y en los salesianos. Con Salamanca y
Utrera, formaba el triángulo de los colegios académicos más pres-
tigiosos. De ellos han procedido muchos «mandos» salesianos y
muchos colegios filiales en las Inspectorías.
100

10 Pages 91-100

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10.1 Page 91

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Don Faustino completó sus estudios en las universidades de
Barcelona y Madrid. Tuvo la fortuna de adquirir una formación
esmerada y a fondo, a diferencia de muchos otros, que tuvieron
que contentarse con adquirir e impartir una cultura autodidacta y
de secano.
«...Algunos estudian para saber y es justicia; otros estudian
para lucir su ciencia y es vanidad; otros estudian para enseñar y es
caridad...» Lo dijo san Bernardo, pero sigue siendo así al cabo de
ocho siglos.
De las Matemáticas dice un autor español, que cultivó con
igual fortuna las Ciencias y las Letras, «Forman una salsa que vie-
ne bien a todos los guisos del espíritu. Armonizan con las Artes y
con la Música, como que todas son armonía, variedades en una
forma u otra y reducción a la alta y bella unidad...»
Echegaray no sabía nada ni quería saberlo del bárbaro y dis-
paratado proverbio medieval: «purus matemáticus, purus insi-
piens...» El matemático puro, es un puro insipiente.
No sabemos la aplicación que prestará a la pedagogía la men-
talidad matemática. A Don Faustino parece que le sirvió para
bandearse entre los bachilleres de Mataré, Salamanca y Valencia.
«Referid los hechos naturales a leyes matemáticas», decía
Newton.
¿Los hechos humanos y libres se podrán reducir también a
leyes matemáticas? Es lo cierto que entre las razones que aduce
Mons. Javierre, actualmente Cardenal de la Iglesia, para explicar
la atracción que ejercieron sobre él los salesianos, y concretamen-
te Don Faustino, cuando era clérigo en Mataré, estaba su «debili-
dad por las Matemáticas y la Música...»
Don Galenga, salesiano que estuvo muchos años en Rusia,
decía de su sistema que «hasta de las Matemáticas se servía para
hacer propaganda de sus doctrinas». Don Faustino se ve que tam-
bién se servía, aunque no de manera tan avasalladora y cerril.
Para completar su labor docente y educativa, usaría de otras artes
más decisivas y trascendentales que las Matemáticas; son exactas
pero limitadas a ciertas aplicaciones. Dos y dos son cuatro y lo
serán siempre, pero sólo en Matemáticas.
101

10.2 Page 92

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Su labor apostólica a través de la docencia, de las condiciones
humanas y del trato directo, son incuestionables y reconocidas
por sus alumnos, antiguos alumnos y compañeros de comunidad.
Tenía que confirmarlas en la esfera del gobierno y en cargos de
más responsabilidad.
Fue nombrado Director de Horta, en los primeros tiempos de
esta casa, vecina al Tibidabo y con noble trayectoria. Fue su pri-
mer Director por tres años de acertada gestión. De allí pasó a
Valencia, a la casa Inspectorial de la calle Sagunto. Era un campo
vasto, complejo y laborable para cualquier Director con energías,
inquietud, visión amplia y capacidad de gobierno. Se empleó todo
lo a fondo que podía hacerlo un hombre joven, preparado e intré-
pido. Fue su etapa más brillante. Tuvo el estrambote de tres años
de añadidura sobre el sexenio normal. El hecho no era excepcio-
nal entonces, pero sí significativo, sobre todo, si se tiene encuentra
la unanimidad de todos los sectores de la Casa. Desde los clérigos
hasta el Arzobispo de la ciudad, don Marcelino Olaechea, dan
testimonio irrecusable de ese reconocimiento.
«La gran personalidad del Director es, creo, el aglutinante de
esta complicada Obra. El ambiente es de cordialidad y fraterni-
dad entre los sacerdotes y los clérigos». Es la manifestación de
uno de éstos, cuya voz es más de escuchar, por ser más de la base.
Don Juan Antal hizo la Visita Extraordinaria en 1953. Dejó
escrito en el acta: «...se trabaja salesianamente, es de encomiar la
colaboración de los A.A., reina la unidad, la caridad y la adhesión
al Sr. Director...».
Verdad es que esa impresión la solía consignar en otras actas,
en unas casas porque esa unión y esa adhesión las había realmen-
te y en otras, para que las hubiera.
Estudio, orden, disciplina, moralidad y piedad eran las constan-
tes de la andadura del colegio de Valencia, las que teníamos bien
oídas y aprendidas en los colegios que se preciaban de profesiona-
lidad, de prestigio bien ganado y de saber distinguir los abalorios,
de las joyas auténticas; la bisutería, de los cristales; las apariencias,
de la realidad; la personalidad, de la mera fachada. Esos trucos
que se pueden largar en el comercio de la formación de hombres.
102

10.3 Page 93

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Sus Bodas de Plata sacerdotales, en el año 1957, fueron un ple-
biscito de adhesiones y una apoteosis fallera de elogios. Hasta se
redactó un manifiesto para pedir la reelección, cuyo lenguaje, a
vueltas de ser sinceramente entusiasta, resulta un tanto discutible.
«Vamos a pedir al Señor que no se nos marche... Protestaríamos
todos...», expresiones con las que el mismo Don Faustino sería el
primero en no estar de acuerdo.
«Est modus in rebus...» En el estilo religioso, hay una mesura en
los entusiasmos. Todavía no se hablaba del culto a la personalidad.
De Valencia pasó a Madrid, designado por la Conferencia Ibé-
rica para dirigir la SEI, en trance de ampliación e institucionaliza-
ción, como ahora se diría, en término sexquipedal y difícil.
De un humilde establecimiento de dos pisos modestos, se iba a
convertir en un edificio de ocho pisos. Había tenido unos comien-
zos y un desarrollo netamente salesianos.
«Dame donde me siente, que yo haré donde me acueste». A
fuerza de adquisiciones sucesivas, se había levantado la Casa Don
Bosco, con librería, almacenes, editorial y vivienda para salesia-
nos de paso por Madrid.
Venía a ser el cuartel general y cuartel de transeúntes de la
Conferencia Ibérica. Se inauguró solemnemente en 1963, a finales
de Mayo, en presencia de Don Fedrigotti y de todos los Inspecto-
res. Por cierto, en el vino de honor que siguió a la ceremonia, se
recibió la noticia de que el Papa Juan XXIII estaba muy grave.
Una semana después, fallecía. Algún supersticioso lo podía haber
tomado a mal augurio.
Don Faustino, en una labor menos floreal que la del colegio de
Valencia, alternaba la labor profesional con la pastoral. Dirigía un
grupo de matrimonios, ayudaba a la parroquia y los salesianos de
la comunidad atendían a las salesianas de Madrid. La unidad, que
tanto había recomendado en el colegio de Valencia para lograr la
compenetración entre los diversos sectores de la casa y la eficacia
del conjunto, era más difícil de conseguir en esta comunidad de
compartimientos estancos. Más que una comunidad, se la podría
considerar una mancomunidad.
En el año 1969, se presentó un nuevo proyecto: el colegio
103

10.4 Page 94

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Mayor «San Juan Evangelista». La Conferencia Ibérica lo asumió,
bien podemos decir, que en mal hora. Fue un ensayo desafortuna-
do. Los salesianos se comprometían a mantener la disciplina, la
moralidad y la labor formativa posible.
«Non erat iis locus». No había lugar para tales logros. No era
aquel ambiente para la aplicación del Sistema Preventivo.
«En el río que no hay peces, por demás es echar redes», dice el
refrán llano y rallado.
Naufragaron unas vocaciones, peligraron otras y toda la buena
voluntad, la experiencia y la inteligencia se estrellaron contra un
muro irreductible. A los cuatro años, los salesianos tuvieron que
desistir de su empeño.
¿Cuál fue el papel de Don Faustino en esta representación?
Gozaba de cierto miramiento, por su seriedad, su discreción y
su buena presencia; pero en incidencia más honda y labor forma-
tiva , no pudo lograr más. No se podía lograr más.
Se tomó un tren muy lanzado en una marcha que no era posi-
ble enderezar. Lo más aconsejable fue la retirada.
«Cuando el valiente huye, la superchería está manifiesta», dijo
Don Quijote en aquella aventura que era mejor no acometer.
Para don Faustino la retirada y la comprobación de la realidad
que se cocía en el colegio llamado «colegio mayor», supuso una
gran decepción y una espina que llevó silenciosamente clavada en
lo sucesivo.
En sus buenos años de Valencia, los estamentos todos del
colegio habían instado fervorosamente por su continuidad; en
estos breves y oscuros años del Colegio Mayor, la prudencia optó
por una retirada sin brillo.
Don Faustino, en lugar de volver a su Valencia de origen, optó
por quedarse en Madrid. Sus motivos tendría. Vivió en Estrecho
diecinueve años.
Mientras tuvo facultades, dio clase de Matemáticas a los cur-
sos superiores, colaboraba en la iglesia y desempeñaba alguna
capellanía de salesianas. Llenaba su tiempo y ganaba su pan deco-
rosamente.
En la comunidad supo conducirse muy dignamente. Nunca se
104

10.5 Page 95

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le oyó hacer alarde de sus glorias y éxitos pasados, trataba y cola-
boraba con todos, siempre del lado de la Autoridad, en las empre-
sas colectivas del colegio. Tuvo una vejez larga, una enfermedad
final breve y una muerte plácida. «Un bell finir», un final digno y
hermoso, para una vida que se honra y se encomia por sí misma.
Vivió a la manera del sabio ilustrado y desengañado de Fray Luis:
«Con solo Dios se compasa
y a solas su vida pasa.
Ni envidioso ni envidiado».
105

10.6 Page 96

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ALEJANDRO BATTAINIMACCHI
Sacerdote.
Nació en Rovate (Como-Italia) el 5-IX-1882.
Profesó en Foglizzo (Italia) el 3-X-1898.
Ordenación sacerdotal en Lleida el 18-111-1905.
Falleció en Valencia el 10-111-1953.
Don Alejandro falleció el tres de Marzo de mil novecientos
cincuenta y tres, hace exactamente cuarenta años. Al cabo de
ellos, muchos le guardan un recuerdo admirado, siquiera sea ya
lejano y borroso; otros le reservan todavía cierta reticencia. Es
posible que la causa sea, más que la misma persona, la actitud de
sus admiradores. Tendemos a adoptar la actitud opuesta.
Tenemos delante una fotografía de Campello. Pertenece al
año 1919. Están en la presidencia Don Alejandro Battaini, toda-
vía joven sacerdote, Don Recaredo de los Ríos, más joven todavía
que él y, Don Andrés Casanovas. Detrás de ellos están una vein-
106

10.7 Page 97

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tena de jóvenes con atuendo y traza de aspirantes de cuarto curso.
Están uniformados con traje negro y unos y otros con la medalla
de congregantes. Son los alumnos de cuarto curso de latín y los
componentes de la compañía del Santísimo.
Entre ellos, se puede identificar a un futuro miembro del Con-
sejo Superior de la Congregación, un Inspector y varios Directo-
res. Se trata de un buen plantel de figuras. Don Alejandro y los
otros profesores bien podían estar satisfechos de una corona tan
distinguida de alumnos.
Don Alejandro vino de Italia en la segunda decena del siglo.
Procedía de la Lombardía, la región fuerte y brumosa donde
rompieron sus lanzas los tercios españoles. Fue un italiano de los
de la hora de tercia. No conocieron directamente a Don Bosco,
pero captaron su espíritu y asimilaron su sistema. Hizo el Novi-
ciado en Foglizzo y estudió la Filosofía y la Teología en la Uni-
versidad Gregoriana. Allí aprendió la Ciencia eclesiástica y el
método de estudio, que pondría en práctica en Campello y Cara-
banchel.
Se ordenó de sacerdote en Lleida y tras un entrenamiento de
dos años de Consejero y Catequista, comenzó su carrera de direc-
tor. Ya no se apeó de tal cargo. Lo inició a los 23 años. ¿Qué
extraño es llegar a ser en él, como en otros, una segunda naturale-
za? Comenzaban tan pronto a ser Directores, que se incapacita-
ban para cualquier otro cargo. Terminaban por no servir más que
para directores a su aire.
Estuvo trece años en Campello, once de ellos, como Director.
Cuando fue nombrado por primera vez, las Inspectorías de Ma-
drid y Barcelona estaban unidas y la casa de Campello pasaba por
un mal momento. El Consejo Inspectorial había optado por ce-
rrarla. Don Manfredini, en su primera visita como Inspector, iba
con ese propósito. Llegó acompañado de Don Rodolfo Fierro,
observó el funcionamiento de la casa y el entorno. Oyó cantar a
los aspirantes las vísperas y se encontró con un paisaje de playa
verde y mar en calma. Se quedó encandilado de lo bien que can-
taban los aspirantes y de lo hermoso que era el paisaje.
Una casa donde se cantaba tan bien y tenía un paisaje tan
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10.8 Page 98

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extraordinario, no se podía cerrar. Cambió de propósito por moti-
vos tan líricos. Había que salvar la casa de Campello.
Los mismos motivos valieron, en otro tiempo y en otro esce-
nario, para respetar y rehabilitar la casa de Zuazo, también aspi-
rantado con pocas perspectivas. Don Alejandro fue la mano y el
brazo y el hombre que llevó a cabo la empresa que aseguró Cam-
pello. Don Ambrosio Díaz, en su monografía sobre Campello,
sostiene que el verdadero fundador de esta casa fue Don Alejan-
dro Battaini.
Comenzó el cargo de Director con ganas. Tenía energías,
empuje, preparación e iniciativa. Restauró el edificio, alumbró
pozos, roturó tierras y dotó a la casa de medios de subsistencia.
En otro orden, organizó los estudios, les dio seriedad y sistema
y creó un ambiente de aplicación, piedad y alegría de familia.
Venía de la tierra de San Ambrosio y dotó a la piedad del
aspirantado de un marcado tinte litúrgico. Se celebraban las cere-
monias a perfección. En una ocasión dijo la misa de comunión. El
monaguillo que le había ayudado lo hizo torpemente. Al llegar a
la comunión, en el momento de írsela a dar, soltó esta expresión:
«No te la mereses...» (No era capaz de pronunciar la «C»). Es
una anécdota que revela su rigor litúrgico, su genio pronto y su
acento seseante: «No te la me-reses.»
El segundo Directorado de Don Alejandro -del 1921 al 1928-
transcurrió en una casa más compleja: Carabanchel. Era a la vez
casa de formación y de estudios. Abarcaba el Noviciado, el Filoso-
fado, el Bachillerato, internos y externos y el pan de todas las
mesas salesianas, que es el Oratorio.
Muchas secciones para atender a todas por igual. Cada sector
tenía su personal y cada personal tiraba para su sector. El Novi-
ciado no se sentía a gusto y el filosofado no se veía atendido. Poco
personal y dividido entre la Filosofía y el Bachillerato, amenaza-
ban y protestaban ante los Superiores Mayores. El Director y el
Inspector tenían que dar la cara y tranquilizarlos. Eran las conse-
cuencias de todas las situaciones confusas y de todas las simbiosis,
por muy bien que se deslinden en teoría.
Siempre será verdad que dos y dos son cuatro, pero sólo en
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10.9 Page 99

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Matemáticas. El Noviciado y el Filosofado terminaron por salir de
Carabanchel y establecerse en Mohernando, el año 1929. El cole-
gio había terminado por desplazar a la casa de formación. Suele
suceder así. La enredadera termina por sofocar al tronco. En
Carabanchel quedaba el Bachillerato exento y triunfante y dueño
de la situación. Cuando lo fundó Don Ernesto Oberti sus inten-
ciones eran bien distintas. No sería la única vez que sucediera ese
trueque de destinos.
Don Alejandro estuvo en Mohernando dos años, los que duró
la acomodación de la casa a las nuevas necesidades. Acomodó la
casa, daba clases de materias de su especialidad y en su estilo, más
adaptado a talentos sobresalientes que a medianías y desplegaba
su innegable don de gentes entre párrocos y personajes notables
del contorno. El Maestro de Novicios era un freno a su autoridad
más bien de autócrata y los filósofos no eran el elemento dócil
que se plegase incondicionalmente a sus iniciativas.
En Carabanchel, al mando de unos bachilleres selectos y en
cuyo Directorado había sucedido a Don Marcelino Olaechea,
cosechó don Alejandro sus mayores éxitos pedagógicos y logró
el ambiente más envidiablemente familiar y salesiano. Don Ale-
jandro era toda una institución entre aquel coro de estudiantes,
internos sobre todo, para quienes sigue siendo el paradigma del
Director y del educador a la usanza salesiana. Son antiguos
alumnos Salesianos, pero lo son también al mismo nivel, alumnos
de Don Alejandro.
Aquella era de independencia y de bachillerato neto duró
bien poco.
El mismo año 1931, después de la experiencia de los años
anteriores, con Estudiantados Teológicos parciales, dispersos y
funcionando malamente, tras la implantación de la República y la
peripecia de la quema de conventos un mes después, se vio la
necesidad de reagruparlos y darles una formación más sólida. En
el Otoño de aquel año, se reunieron los tres Inspectores de Espa-
ña con El Prefecto General, Don Ricaldone, y trazaron las líneas
del Teologado único y común. Se deliberó si era mejor establecer-
lo en Mohernando o en Carabanchel y se optó por este enclave,
109

10.10 Page 100

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por estar más en el centro, más en contacto con la capital y mejor
comunicado. Tenía el inconveniente de estar ya con un colegio
establecido y en funcionamiento muy cuestionable. Se dio una
tregua de dos años para solucionar esta dificultad, de manera que
al cabo de ellos, el Teologado quedara completamente libre de
toda otra obra adlátere y pudiera funcionar «a se».
Es conveniente tener esto en cuenta, porque ha sido bastante
general la idea de que, la salida de los bachilleres de Carabanchel
en el año 1933 y su implantación en el Paseo de Extremadura,
había sido un éxito de Don Alejandro Battaini y una cesión del
Inspector a favor de las apetencias de comodidad y de indepen-
dencia de Don Alejandro. Su valimiento ante el Inspector habría
logrado esa baza, con perjuicio de los aspirantes, que vivían en el
Paseo de Extremadura como en su casa propia.
El inconveniente se dio y los perjudicados fueron los aspiran-
tes; pero no hubo ninguna mala pasada. La cuerda siempre se
rompe por el lado más flojo. Se sacrificó la independencia del
Aspirantado y pasó a formar una sola obra con el Teologado, con
un Director único y un encargado y personal propio para su ges-
tión. El Encargado fue el bueno de Don Joaquín González y el
personal, dos sacerdotes y tres clérigos flexibles e improblemáti-
cos. Así se obviaban las cuestiones de precedencia y los piques de
autoridad que habían existido durante el bienio precedente. El
Director fue don Enrique Sáinz, de santa memoria y hábil gobier-
no como para lograr tener contentas a las dos secciones.
Cuando todo se había encauzado y marchaba satisfactoria-
mente, estalló la guerra. Unos desaparecieron trágicamente, entre
ellos el Director Don Enrique; otros vagabundearon lastimosa-
mente durante tres años. Don Alejandro pasó la frontera y se
acomodó transitoriamente en San Tarsicio, al frente del Teologa-
do allí existente. Los estudios de Teología y el Directorado le
seguían hipotecando. Antes de terminar la guerra, se deshizo de
aquel destino y regresó a Salamanca, hasta que llegó el momento
de pensar en reorganizar las casas de Madrid, entre ellas Cara-
banchel y el Paseo de Extremadura.
Eran las que más le afectaban a Don Alejandro. La labor era
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11 Pages 101-110

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11.1 Page 101

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ardua, las dificultades para restaurar el Teologado y su codiciado
Bachillerato se multiplicaron. Don Alejandro no encontró las
facilidades de diez años antes, cuando su autoridad era más indis-
cutida. El Teologado hizo valer sus fueros de manera más termi-
nante que lo había hecho el endeble Filosofado de antaño. Don
Alejandro cansado, contrariado y amargado se retiró. Tras un año
de pausa y reflexión en Santander, al lado de su amigo y admira-
dor Don Jesús Marcellán, entregado a poner en marcha el cole-
gio, maltrecho por la guerra, Don Alejandro optó por refugiarse
en el Palacio Episcopal de Pamplona, a la sombra amparadora y
generosa de su amigo y bienhechor, Don Marcelino Olaechea.
Comenzó la tercera etapa de su vida. Una había transcurrido en
casas de formación, otra se empleó entre los bachilleres y ésta terce-
ra se deslizaría en la Curia de Pamplona y de Valencia. Los amigos
se hicieron inseparables. Se prestaban mutuos favores y servicios.
Don Alejandro desplegó sus excepcionales cualidades en la
Casa Episcopal, en la Curia, en el Seminario, en la Enseñanza e,
incluso, en el Colegio de la calle Sagunto, donde pidió alguna
ocupación, para no desentenderse de la actividad colegial.
¿Dónde irá el buey que no are? Era activo por naturaleza, in-
quieto, activo y celoso. Trabajaba y hacía trabajar a los que gira-
ban a su lado. Se avenía mejor con los sobresalientes y dotados
que con los remisos. No todos se prestaban a seguirle con la mis-
ma andadura. Pensaba con rapidez, actuaba al mismo ritmo y
reaccionaba con vehemencia. Tenía una brillante inteligencia,
nervios sueltos y un gran corazón.
Fue una pena que su mejor edad, desde los cincuenta y ocho
años hasta su muerte, a los setenta y uno, hoy hace -repetimos-,
cuarenta, se empleara en un ambiente extra-salesiano. Otro
gran salesiano, Don Marcelino Olaechea, utilizó la capacidad
que perdió la Inspectoría, cuando tan necesitada estaba de valo-
res. Hoy no nos cabe más que recordarle y desear que su activi-
dad en la viña del Señor, donde caben todos los operarios a
todas las horas, haya sido fructífera y constructiva.
En la contraportada de Carabanchel, su casa predilecta, su
garba más cuidada, se ven todavía una lápida y un busto de bron-
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11.2 Page 102

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ce sobre un pedestal de piedra de granito. La lápida está dedicada
a los caídos de la casa; el busto recuerda a Don Alejandro Battai-
ni. Los dos, a decir verdad, son bien modestos y hasta de una apa-
riencia mezquina. Uno y otros merecían un exvoto más aparente.
«Exegi monumentum aere perennius». Levanté un monumen-
to más duradero que el bronce, podía decir Don Alejandro. Más
duradero y más suntuoso.
El monumento será modesto; pero la voluntad y la gratitud de
los que lo han erigido, son inmensas. Dios y Don Alejandro se lo
paguen.
112

11.3 Page 103

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SEGUNDO GARCÍA ARRANZ
Coadjutor.
Nació en San Llórente del Valle (Valladolid)
el 25-111-1931.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1951.
Falleció en Sevilla el 22-111-1959.
El Capítulo General XIX, en el año 1965, fue el primero que se
preocupó a fondo de los coadjutores, de su identidad y de su forma-
ción. A partir de él, los coadjutores comenzaron a desempeñar car-
gos de gobierno en las casas. Fue una novedad y un acierto. ¡Lásti-
ma, que esta medida llegara cuando ya en muchas Inspectorías se
los comenzaba a echar de menos en sus catálogos de personal!
La Inspectoría de Madrid, ante la lista de los coadjutores en
formación y en acción, era mirada por muchos Inspectores con
extrañeza y envidia. Podía dar testimonio de ello, si viviera, el Ins-
pector de entonces, Don Maxi.
113

11.4 Page 104

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Exigía, pero exigía con bondad y no con premiosidad ni antipatía.
Preparaba las fiestas salesianas, organizando rifas y buscando
premios. Llegó a estar contento, al ver la correspondencia a su
trabajo. No obstante esto y la fascinación de Sevilla, no le hacían
perder la querencia de San Fernando. Se acercaba al final de cur-
so y ya estaba contando las semanas para volver a Madrid. Así lo
escribía a un amigo, pensando regresar a fines de mayo. Se lo
decía a un compañero de noviciado, coadjutor también y uno de
los cuatro que habían sobrevivido. De los coadjutores que había
en un noviciado de 78 novicios, sólo quedarían Segundo, Mariano,
Primitivo y Matías. Ahora sólo quedan tres. Dos de ellos están en
Misiones y otro trabaja y vive para las Misiones. Dos misioneros y
otro pro-misionero. Segundo no llegó a regresar de Sevilla.
El 21 de abril de 1958, se acostó normalmente, después de un
día de actividad cotidiana.
Durante la noche, a la madrugada, un paro cardíaco ponía fin
a su vida.
Le echaron de menos en la comunidad, fueron a comprobar y
le encontraron tendido, quieto y con las manos sobre el pecho. De
la misma manera que recomendaban las oraciones de la noche.
Según el informe forense, había fallecido, de un paro cardíaco
hacia las cinco de la madrugada. Una madrugada primaveral sevi-
llana, cuajada de estrellas altas y denso olor de azahar. Una hora
a propósito para el tránsito y la apoteosis de un alma de Dios.
En el bolsillo le encontraron el libro de Las Reglas, tal como había
hecho el propósito de llevarlo siempre. Hizo de él su «vademécum».
Los cuatro colegios de la Universidad Laboral, pasaron por delan-
te de su féretro y depositaron sendas frondosas coronas. «Te recorda-
mos... Te agradecemos... Te encomendamos...» Y sería verdad.
«Sevilla para herir; Córdoba para morir», había escrito el poe-
ta andaluz. En el caso de Segundo, Sevilla le hirió de muerte.
Sus restos descansan en el cementerio más luminoso y elegan-
te que se puede visitar. Las coronas de los alumnos obsequiosos
se marchitaron pronto. La que no se marchitará será la que le
tejieron sus buenas obras y la que él se ganó para la Gloria.
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11.5 Page 105

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LUIS NOVARINO GRAMAGLIA
Sacerdote.
Nació en Cavallermaggiore (Cuneo-Italia) el 9-IV-1865.
Profesó en Valsalice (Torino) el 15-VIII-1892.
Ordenación sacerdotal en Santander el 29-XI-1896.
Falleció en Madrid el 28-111-1924.
Nació Don Novarino en plena vida de Don Bosco. Todavía le
quedaban al santo veinte años largos de vida, la etapa más intensa
y la más decisiva para su Obra.
El día 9 de abril de 1866 andaba el pretendido Fundador
embarcado en la organización de una de sus famosas tómbolas.
Eran éstas una fuente de ingresos y una ocasión de propaganda.
Lo hacían los ávidos clientes y numerosos visitantes y sobre todo,
los contribuyentes con regalos más o menos valiosos, procedentes
de personajes influyentes y de encumbrada nombradía. Con sus
regalos y más aún, con sus firmas autorizaban la exhibición.
117

11.6 Page 106

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Aquel mismo día recibía el intrépido organizador de ferias de
caridad tres objetos de excepcional valor: un camafeo labrado en
oro, una estatuilla tallada en piedra y una cruz de oro y esmaltes,
valorados respectivamente en 500, 800 y 220 liras. Una circunstan-
cia especial acrecentaba el valor material de los objetos, eran un
regalo del Papa Pío IX para aquella expresa ocasión. La Provi-
dencia le hizo un regalo más valioso todavía en aquella fecha en
la persona de Luis Novarino.
Nació en Cavallermaggiore, un pueblecito enclavado en una
comarca destinada a poblarse con el tiempo de muchos santos y
beatos. Un salesiano que ha hecho el recuento de todos ellos, lle-
ga a enumerar cerca del medio centenar. La comarca es la del
Piamonte y la capital inmediata, Cúneo.
Los padres eran todo lo sanos y cristianos que denotaba la
índole del hijo, que aprendió en su hogar «en qué se funda la
dicha más perfecta».
Hizo los estudios del gimnasio en el colegio de Lanzo, uno de
los primeros retoños del árbol salesiano.
Entre los años 1878 y 1882 tuvo ocasión de conocer y hablar
con Don Bosco. El resultado de aquellos encuentros fue el propó-
sito de hacerse salesiano. La dialéctica sencilla y convincente del
Santo le atrapó entre sus mallas.
De momento, las circunstancias familiares impidieron que se
llevase a efecto tal propósito. Entró en el seminario de Alba Pom-
pea e hizo allí los estudios de Filosofía. Todavía pasaron tres años
más en el cumplimiento del servicio militar. A pesar del tiempo
transcurrido, como el propósito era firme, pasado por el semina-
rio y el cuartel, la vocación salesiana se confirmó y Luis vino a dar
al noviciado salesiano. Se encontraba éste en Valsálice, en el
recinto del famoso colegio para ricos, que Don Bosco se negó
rotundamente a aceptar, cuando le hicieron la primera proposi-
ción. «Mientras dependa de mí, no se aceptará nunca», dijo
resuelto a no variar la línea de su Obra, destinada exclusivamente
a los pobres. Lo mismo pensaron los salesianos del primer Conse-
jo, cuando se puso a votación. Después intervino el Arzobispo
Gastaldi, al ver la situación que atravesaba el Centro y otros con-
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11.7 Page 107

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siderandos de mucho peso. El colegio se aceptó bien a su pesar.
Se ve que para compensar la renuncia, fijaron allí el noviciado.
Así se paliaba la condición social del centro.
«Córtale el rabo al perro y cátale perdiguero». Don Bosco
seguía esta filosofía campesina, positivista y práctica para resolver
las situaciones difíciles y seguir adelante.
En 1887 Novarino entró en el noviciado de Valsálice. Una
razón de salud le obligó a interrumpirlo, después de la muerte de
Don Bosco hasta el 1991 en que regresó ya definitivamente. No
dejaba de ser una vocación bien probada.
Tenía a la sazón veinticinco años. Al profesar, tenía edad y
seguridad para ser enviado a España. Fue uno más de aquellos
salesianos «de exportación» que tan buen juego dieron. Sirvieron
de refuerzo y de ejemplo.
En 1895 hizo los votos perpetuos y al año siguiente fue orde-
nado sacerdote. Su carrera fue expedita, en atención a su edad y a
su madurez.
Pasó en España toda su vida salesiana, treinta y dos años. Pasó
por las casas de Santander, Sevilla, Barcelona, Baracaldo, Vigo,
Salamanca y Madrid, es decir, por las tres Inspectorías, que enton-
ces todavía no lo eran. Ya sabemos la concentración y la separa-
ción que tuvo lugar en la primera decena del siglo.
En todas las casas hizo brillar sus buenas cualidades, especial-
mente como Catequista. Ponía sumo esmero en las cosas que se
referían al culto, la ejecución de las ceremonias, la propagación de
la devoción a María Auxiliadora y la organización de la Archico-
fradía. En Salamanca y en Madrid fue el encargado de los Bien-
hechores. Su bondad y su delicadeza le ganaron muchos adeptos y
le hicieron dejar buen recuerdo entre un elemento que se paga
mucho de esas cualidades y que era, tanto entonces como ahora,
tan salesianamente cultivable. El no hacía demasiada diferencia
de términos entre Cooperadores y Bienhechores y le daba resul-
tado la homologación.
Como una ocupación más y más netamente espiritual, fue por
muchos años confesor extraordinario y ordinario de comunidades
salesianas y no salesianas.
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11.8 Page 108

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La casa de Atocha, en los años en que estuvo allí Don Luis
como confesor, que fueron los últimos de su vida, contaba ya
con una comunidad numerosa, de hombres bien barbados y
espiritualmente atendibles. Eran el total 34 Hermanos, algunos
sacerdotes, pocos clérigos y muchos coadjutores. A estas altu-
ras, no queda ya ninguno de aquella plantilla tan respetable.
Muchos de sus nombres nos resultan cariñosamente pronun-
ciables: Don Julián Massana, Don Félix González, Don Anto-
nio García Vinuesa, Don Agapito, Sr. Recasens, Sr. Cajaravi-
lle... Cada uno arrastra una historia, cada uno merece una
escultura...
Los imaginamos acercándose semanalmente al Santo Tribunal
y pasando por el humilladero de la Confesión... A todos los reci-
bía y despachaba llanamente Don Luis Novarino.
Tenía muy buenas cualidades, pero no disfrutaba de buena
salud. Esta limitación le acompañó desde joven y le impidió
emplearse en trabajos de envergadura. Fue un hombre de cargos
blandos y de ocupaciones piadosas. Varias veces en años anterio-
res había estado gravemente enfermo.
Sin embargo, nada hacía prever un final tan rápido y doloroso.
Estamos en el año 1924. La casa de Atocha vivía todavía la
euforia de las últimas inauguraciones: varias clases nuevas, el
taller de Cerrajería y Mecánica y el gran teatro, que tanta fama
había de hacer cobrar al Colegio y en el que se habían de celebrar
tantos acontecimientos memorables. ¡Cuánto arte derrochado en
aquel escenario, que hizo las delicias de un público multitudina-
rio, entusiasmado hasta el delirio...!
Don Novarino disfrutó muy poco de las nuevas instalaciones.
El día de San José ya no pudo celebrar misa. A partir de esa
fecha, se levantaba a ratos y recibía la comunión. El día 24,
haciendo un esfuerzo, quiso tomar parte en los cultos de la con-
memoración de María Auxiliadora. Fue su despedida de la Vir-
gen, de la iglesia y de la Archicofradía, a las que había dedicado
tanto tiempo y todo su amor.
Al día siguiente el médico diagnosticó un fuerte ataque de
uremia.
120

11.9 Page 109

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Se fue agravando aceleradamente. Hizo su última confesión y
recibió la Extrema Unción. El Viático ya no lo pudo recibir.
El 28 por la tarde expiraba rodeado de varios Hermanos que
encomendaban su delicada alma a Dios.
Últimamente, dicen, se le veía más retraído, más espiritual y
más asiduo al ministerio de las confesiones. En él prodigó por
muchos años tesoros de consejos, de consuelo y de aliento a peni-
tentes salesianos, alumnos y fieles. Cada día acudían en mayor
número y con más confianza a su confesonario.
Muy pocos días después de su muerte, el día 3 de abril, la Con-
gregación celebraba con todo el júbilo imaginable el cincuentena-
rio de la aprobación de las Constituciones.
«Un cincuentenario fecundo en maravillas -escribía el Boletín
de aquel mes en caracteres de excepción- confirmación la más
elocuente de la virtualidad de la Obra Salesiana y de su providen-
cial misión en el mundo».
Don Luis Novarino nos recuerda, no sabemos por qué, a Don
Francisco González, «Don Paquito». Será por su salud endeble,
sus gustos píos y su adscripción a Atocha. Una diferencia ofrecen:
Don Paquito, a pesar de su mala salud, vivió muchos años; Don
Novarino murió relativamente joven, poco más que a la mitad del
camino de la vida.
Se adelantó a morir, para celebrar desde el Cielo ese jubileo
salesiano. A su manera y en su medida, él también había sido
exponente y artífice de la virtualidad de la Congregación y de su
misión en el mundo.
121

11.10 Page 110

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12 Pages 111-120

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12.1 Page 111

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ABRIL
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
9 1992 Sacerdote Celso MORAN GONZÁLEZ
75 125
18 1959 Sacerdote José MOLINA GONZÁLEZ
57 133
23 1987 Sacerdote Francisco GONZÁLEZ BELLVER 87 139
29 1990 Sacerdote José Luis del AMO PRIETO
54 145
30 1968 Coadjutor Ignacio URTASUNIROZ
92 151
123

12.2 Page 112

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12.3 Page 113

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CELSO MORAN GONZÁLEZ
Sacerdote.
Nació en Layoso (Orense) el 8-1-1917.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 6-IX-1942.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 24-VI-1951
Falleció en Salamanca el 9-IV-1992.
Hoy hace dos meses que murió Don Celso Moran. Sería el
aniversario de Sexagésima. Los reglamentos determinaban que se
comunicase cuanto antes a los Salesianos el fallecimiento de un
hermano. Urgía aplicarle los sufragios pertinentes.
Ahora se han perfeccionado prodigiosamente los medios de
comunicación.
La noticia puede hacerse saber inmediatamente a los Salesia-
nos. Se ha hecho habitual la costumbre de que éstos asistan en
masa a los funerales. Por eso, las cartas mortuorias se pueden
demorar. Más que para comunicar la muerte del fallecido, sirven
125

12.4 Page 114

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para recordarle al cabo de cierto tiempo y evitar que su recuerdo
se esfume demasiado pronto. Somos tan olvidadizos...
Don Celso murió en la semana llamada de Pasión y muy en
las proximidades del mes de Mayo, que él había preparado y diri-
gido tantos años como Maestro de ceremonias de sus cultos. Bien
se le ha echado de menos.
El nombre de Don Celso ha sonado mañana y tarde en las
preces de todos los días. Sus «parroquianos» han sentido por él
una pena de saudade.
Así son de agradecidas y memoriosas las gente de Los Pizarra-
les. Así se había ganado Don Celso su aprecio y respetuosa adhe-
sión, a pesar de que su manera de ver no era nada llamativa. Más
bien era serio, inexpresivo, caviloso y amigo del rigor y de la exacti-
tud, cualidades que no suelen suscitar admiradores. Tenía un aire
sorprendido y usaba unas gafas grandes gruesas y oscuras, circuns-
tancia que le distanciaba y no suele invitar a la comunicación fácil y
alegre.
Eso, sin pensar en el tópico de que, de su tierra, clima y paisa-
je nativos había heredado el temperamento, los sentimientos y
hasta los valores y todo lo que acompaña al ser como una heren-
cia irrenunciable.
Había nacido en la provincia de Orense, en Layoso, nombre
de suave fonética, el día 8 de Enero de 1917.
Sus padres se llamaban Francisco y Encarnación. Eran labra-
dores, con hacienda corta y familia numerosa. Tuvieron cinco
hijos y una hija. De ellos tres se hicieron salesianos; la hija, clarisa.
Layoso es un pueblecito entre Allariz y Ginzo de Limia, entre
los ríos Arnoya y el Limia. Se asienta humilde, medroso casi, en
un paisaje de serena belleza, recuerdos de un piadoso y lejano
pasado y algunas leyendas. Al Río Limia, por ejemplo, los natura-
les le identificaban con el Leteo, cuyas aguas, cuando se bebían,
hacían caer en el olvido.
Se decía que en la conquista de Décimo Junio las tropas
romanas se mostraban remisas a cruzarlo, por miedo a perder la
memoria. Sólo se decidieron a atravesarlo, cuando el caudillo,
después de haberlo cruzado primero él, los llamó por su nombre
126

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uno por uno, para hacerles ver que las tales aguas no eran tan
perniciosas.
Don Celso era ya mayor cuando fue al Aspirantado de Cara-
banchel, seguramente atraído por su hermano Antonio, que había
profesado en Mohernando.
En mal año comenzó su andadura salesiana. Fue un año aza-
roso aquel de 1935-1936. Desasosiego general, funestas elecciones
en el mes de Febrero y en el mes de Julio estalló la guerra civil.
«Inde mala». Comenzó una sucesión incontable de males. Los
Superiores salesianos fueron detenidos, para terminar algunos
asesinados, otros apresados o dispersos y los alumnos anduvieron
rodando de centro en centro de menores y pasando un sinfín de
calamidades. Lo extraño, por no decir lo milagroso, es que se
mantuvieran unidos y perseverantes.
Los coordinaban de manera esporádica y muy cautelosa, Don
Alejandro Vicente, Don Lucas Pelaz o algún otro salesiano que se
movía por aquel Madrid erizado de peligros y en régimen de
auténticas catacumbas. Se citaban sigilosamente y se reunían en
los sitios más extraños: la portería de una familia conocida, una
plaza pública o un bulevar. Allí se confesaban como si estuvieran
conversando amistosamente, se pasaban la comunión y recibían y
traspasaban consignas.
Se animaban mutuamente y se ayudaban como podían.
Un día de Octubre del año 1938 los Nacionales tuvieron la
ocurrencia de bombardear Madrid con bollos de pan. De momen-
to, se creyó que era una estratagema y que encerraban su trampa;
luego resultó que eran de verdad y que se trataba de pan reciente,
blanco y sabroso. Celso se industrió para hacerse con unas dece-
nas de panecillos, que repartió generosamente con sus colegas.
Celebraron el acontecimiento con cierto desimulo, pero con
verdadera avidez. Nunca han olvidado aquel banquete original,
frugal y de excepción. Por desgracia, el final de la guerra le reserva-
ba a Celso un nuevo revés. Ya en Marzo del 39, cuando faltaban
sólo días para terminar la contienda, en una de las últimas opera-
ciones un hermano que tenía movilizado en la otra zona, moría en
el puerto de Cartagena, en un contragolpe de los rojos contra el
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barco «Castillo de Olite». Moría a las puertas de la victoria. Esa cir-
cunstancia ensombreció el encuentro de la familia después de la
tragedia.
Celso, fiel a su vocación, tan probada, continuó su trayectoria
y volvió a Carabanchel para continuar y terminar su Aspirantado
antes de ir a Mohernando.
Después de todo lo pasado durante los tres años de guerra, el
trabajo y las pruebas del Noviciado eran un camino de rosas. Don
José Arce se encargó de hacérselo más llevadero. No en vano
había pasado también él por las mismas horcas.
Hizo el Noviciado y la Filosofía sin dificultades. Los estudios
se le daban pasablemente.
En la Coruña completó el Trienio práctico. Estaba en la tierra
y conocía el percal de los alumnos que se le confiaron. Era cum-
plidor, constante en el trabajo y responsable ya entonces, por
tesón natural, por la edad y por la experiencia bien probada.
Estudió la Teología entre los años 1947-1951, bajo la dirección
de Don Tomás Baráut y Don Luis Chiandotto, en aquel Caraban-
chel pletórico de estudiantes y con solera creciente de gran Cen-
tro Eclesiástico.
Se ordenó de sacerdote el día de San Juan Bautista y comenzó
su carrera de «post-cursor» del Señor con el ritmo que le marcaba
su buena formación, su virtud bien ejercida y el deseo sincero de
hacer el bien a todos.
Su primera palestra de apostolado sacerdotal fue la casa de
San Benito. Por su modestia y por su estrechez, esta casa no pasa-
ba de ser «un palomarcico salesiano». La mole del Seminario
vecino y el empuje de la Universidad Pontificia, entonces en su
apogeo, terminaron por aplastar y absorber una Obra que tan
impagables servicios había prestado a la Congregación desde fina-
les de siglo. Después de haber pasado algún año en San Benito, a
Don Celso le tocó cerrarla y asistir a su trasplante a Los Pizarra-
les, un barrio popular entonces, relegado a una esquina de Sala-
manca y con mucho apostolado que hacer en él. A Don Celso y a
los otros fundadores les tocó presenciar y pasar la penuria de
todos los comienzos.
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12.7 Page 117

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«De un huevo nace la garza» y todas las Obras salesianas, si han
de seguir una trayectoria normal, a lo «Casa Pinardi», han de pasar
por vicisitudes y penalidades que garantizan su porvenir. La casa de
Los Pizarrales comenzó siendo un solar y una construcción rudimen-
taria.
Al cabo de los años, el barrio se ha promocionado y la casa ha
llegado a ser un conjunto respetable y decoroso. Don Celso y tan-
tos otros heroicos salesianos conocieron sus comienzos y por eso
se encariñaron más con la Obra.
Cinco salesianos han dejado allí su vida, tres de ellos en plena
juventud: Restituto, Antonio, Zacarías. Los otros dos, Don Emi-
liano y Don Celso, eran ya maduros, pero en plena actividad y
con una 'voluntad indomable de entrega a sus alumnos y catequi-
zandos. ¡Paz a todos ellos!
Don Celso, antes de volver definitivamente a los Pizarrales,
el año 1977, pasó de nuevo por Béjar y por las casas de Burce-
ña, Carabanchel-Automovilismo- y Puertollano. Tenía bien
conocida y recorrida la Inspectoría. Había pasado por muchos
ambientes.
Sus encomiendas fueron de segunda línea, si se pueden llamar
así las de Maestro Asistente, Capellán, Encargado, Confesor y
Consiliario. Son básicas todas ellas y de apostolado neto.
Al artista se le valora no por lo que pinta o esculpe, sino por la
manera y el arte con que lo hace.
«Nada más que maneras expresan lo distinto», lo distinto, lo
meritorio y lo definitorio.
En ese aspecto, y ya entramos en su semblanza interior y
moral, Don Celso era cumplidor y detallista. Daba sensación de
estar siempre a punto y en su sitio.
Era hombre de pocas palabras y de objetivos certeros. Iba
siempre a lo suyo. Siempre estaba disponible en el confesonario,
en su rincón acostumbrado al fondo de la capilla, esperando
pacientemente, recibiendo con amabilidad a penitentes de cual-
quier clase: salesianos, niños, gente del pueblo.
Decía San José Cafasso, confesor por antonomasia, formador
de tantos sacerdotes y tan afín a Don Bosco: «Dadme un sacerdo-
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12.8 Page 118

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te virtuoso y yo os aseguro que será grande y venerado, aunque
no tenga títulos ni desempeñe cargos importantes...»
A Don Celso le cuadraba perfectamente este texto autorizado.
¿Y su apostolado como Consiliario de La Archicofradía de
María Auxiliadora?
A todo el que le ha visto, le ha llamado la atención su labor
silenciosa, constante, con la firmeza del que ama hondamente a
la Virgen y sabe lo fundamental que es su amor para la vida cris-
tiana. Eso viene a decir un salesiano que le conoció y trató de
cerca.
Su devoción tan acendrada y tan contagiosa, la percibieron
también sus asociadas y celadoras. Una de ellas dice ingenua y
vivamente:
«Se nos hace un nudo en la garganta, al imaginar un mes de
Mayo sin su presencia física» La misma que se extiende en evocar
las excursiones organizadas por él y de las que se despedían casi
con nostalgia.
«El amor a la Virgen fue el motor de su existencia y el alma de
su agonía»
«Siempre llevaremos en el alma la huella indeleble de su paso
por la tierra».
No hay retórica en esa afirmación. Hay mucha delicadeza y
profundidad de observación y de admiración emocionada, que
edificaría a cualquier salesiano.
«¿Qué quiere para las Archicofrades?», le preguntaban al
final:
- Que vivan en concordia de hermanas, que no sean cizañosas
ni pendencieras. Era la versión que daba Don Celso al manda-
miento de la caridad.
Ante un público numeroso y diverso que llenaba la parroquia
de San José, en Los Pizarrales, el Sr. Inspector enunciaba las cla-
ves de su vida:
Vivió su sacerdocio sencilla y profundamente, sin alharacas de
cara a la galería.
Dedicó y consagró horas al sacramente de la reconciliación y
fue prudente y apreciado Director de espíritus.
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12.9 Page 119

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Hombre sencillo, muy austero, nunca quería nada. Decía que
no lo necesitaba.
Apóstol propagandista de la devoción a María Auxiliadora,
especialmente en el barrio de Los Pizarrales, donde era tan cono-
cido. Mientras el cáncer generalizado le consumía, él buscaba
hacia arriba a alguien que le estaba esperando.
El hombre, el sacerdote, el Consiliario, el moribundo están
retratados en esta homilía, oración fúnebre, panegírico. Segura-
mente es el elogio más público y más cumplido que se le dedicó
en sus setenta y cinco años de vida.
La enfermedad se le presentó de repente a él, que siempre
había estado tan sano y entero. Nunca le conocimos enfermo,
como nunca le vimos desbordante de alegría o entusiasmo. Tan
sano y tan comedido era.
Parece que la única enfermedad que le podía doblegar era el
cáncer, que entra de una manera larvada y progresa con rapidez
incontenible.
«Se muere como se ha vivido», decía su Director en la despe-
dida.
Sencillo, silencioso, sufrido, deseoso de ahorrar molestias y de
hacer el bien a todos.
Estaba a punto de celebrar los cincuenta años de profesión
perpetua.
Que su muerte suscite vocaciones para la Congregación y
haga que otros celebren las Bodas de Oro que él no llegó a cele-
brar.
«El cuerpo tiende al reposo,
el alma tiende a lo eterno».
Así escribió su paisana poetisa, inhibida y con más vida inte-
rior que manifestación externa, como le pasaba a él.
Sólo unas frases expresivas, anhelantes jalonaron su larga y
plácida agonía:
-«¡María Auxiliadora, ayúdame!...»
-«¿Cuándo pondrá Dios las cosas en su sitio...?», una excla-
mación que profirió en el sopor de la agonía y que no llegó a
explicar.
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12.10 Page 120

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En Allariz, su patria chica, se venera una Virgen antigua y
devota. La llaman la «Virxen abrideira», porque en su interior
tiene grabadas escenas y figuras de la vida mariana y de la infan-
cia de Jesús.
¿Pensaría en Ella Don Celso cuando mandaba un beso muy
grande para la Virgen?
María Auxiliadora, sería su Virgen abrideira, le reservaría
muchos secretos y deleites, recibiría su beso y correspondería con
el suyo a los servicios de su tan incansable celador y capellán.
132

13 Pages 121-130

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13.1 Page 121

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JOSÉ MOLINA GONZÁLEZ
Nació en Yecla (Murcia) el 18-VIII-1902.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-VII-1925.
Ordenación sacerdotal en Santander el 18-111-1934.
Falleció en Madrid el 18-IV-1959.
Dicen que los hombres grises son los que no tienen sobresaltos.
Ni los causan ni los sufren. Por lo que conocimos y sabemos de
Don José Molina, podríamos afirmar que fue hombre tranquilo
como para carecer de sobresaltos, lo cual no quiere decir que fuera
hombre gris, al menos, en el sentido peyorativo de la palabra.
Le vimos por primera vez en el Paseo de Extremadura, a fina-
les de octubre de 1931. Vino de Salamanca, del colegio de San
Benito. Traía un grupito de alumnos de aquel colegio, que venían
a comenzar el aspirantado. El obligado lote de vocaciones de
aquel benemérito colegio que todos los años mandaba a la casa
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13.2 Page 122

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de formación, aquel año fue más reducido, pero no falló tampoco
esta vez, a pesar de ser mal año para vocaciones de seminaristas.
En el mes de mayo había ocurrido la quema de conventos, los
seminarios se habían cerrado precipitadamente y tardaron varios
meses en volver a la normalidad. El curso comenzaba con incerti-
dumbre y con malos presagios.
Los muchachitos venían con aire un poco cortado, con pelo
provinciano y de pueblo. Don José vestía de paisano, según acon-
sejaban las circunstancias. Se movía con torpeza y se encontraba
nuevo y extraño a sí mismo en tal indumentaria. Al encontrarse
con uno de los superiores, compañero suyo, le hizo esta pregunta
en tono festivo y señalando su tipo:
-¿Me conoces, Joaquín?, por Don Joaquín González, Prefecto
recién nombrado de la casa. Me conoces... como si se tratara de
un disfrazado...
No hacía mucho que había cambiado de traje, no obstante,
porque se trataba de una vocación tardía. A pesar de tener ya sus
años, andaba aún con los estudios de la Teología a vueltas.
Había nacido en Yecla -provincia de Murcia, al NO- un pueblo
más cercano a la Mancha de Albacete que al litoral. El tempera-
mento de don José Molina participaba también de esa connotación.
En el mismo pueblo estudió el bachillerato y al terminarlo, se
presentó a unas oposiciones para funcionario de telégrafos. Las
ganó con el número uno, pero extrañamente cambió de carrera.
Durante el tiempo que estuvo en Madrid preparando la oposición,
se alojó en un colegio salesiano, el de Estrecho, y allí tomó la deter-
minación que le hizo cambiar de vida. Cambió el alfabeto morse por
el abecedario espiritual. En lugar de ir a desempeñar la colocación
tan bien ganada, se encaminó al noviciado de Carabanchel Alto.
Profesa el día 25 de julio del año 1925 y hace el Trienio en
Baracaldo y los votos perpetuos en Salamanca. La Filosofía se le
daba por hecha con los estudios anteriores. Estudia la Teología
entre Carabanchel y Santander y se ordena de sacerdote en
Comillas, el día de San José de 1934. Precisamente en aquellas
fechas se tramitaba la expulsión de la compañía de Jesús. La
famosa sanción contra los religiosos del cuarto voto.
El año 1935 es destinado como Consejero a Baracaldo. En esa
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13.3 Page 123

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casa y en ese cargo le sorprendió la guerra al año siguiente, la
mañana del 21 de julio, al ser asaltado el Colegio por las turbas que
retuvieron a los salesianos mientras hacían un registro minucioso
por todo el Colegio. Al terminarlo fueron llevados todos los Sale-
sianos al Ayuntamiento entre amenazas e insultos del populacho.
Allí se les declaró inocentes y se les dio libertad, pero sin poder
volver al Colegio. Al verse en la calle tuvieron que dispersarse y bus-
car cobijo cada uno entre familias adictas. En situación tan precaria
estuvieron, hasta que aconsejados por el mismo presidente Aguirre
meses más tarde, salieron unos rumbo a Italia y otros a Francia.
Por la edad, Don José Molina no pudo salir al extranjero y quedó
en Baracaldo entre familias que le protegieron incondicionalmente.
Distintas organizaciones militares se incautaron del Colegio
durante el domingo rojo, dejando totalmente destrozadas todas
sus instalaciones.
Por fin, al año casi exacto del comienzo de la contienda, la ciu-
dad de Baracaldo fue liberada el 22 de julio de 1937.
Inmediatamente volvieron los salesianos a hacerse cargo del
Colegio. Don José Molina fue el primero en poner los pies en él.
A los pocos días regresó de Italia el Director, Don Joaquín Urge-
llés, y toda la Comunidad no se dio al descanso hasta que el Cole-
gio estuvo a punto para recomenzar el curso en el mes de octubre.
Don José Molina fue nombrado de nuevo Consejero, cargo qe
desempeñó los cursos siguientes hasta 1941.
Este año aparece en Deusto como confesor. La casa llevaba
dos años abierta y aunque todavía no estaba terminada, llevaba
camino de convertirse en la gran escuela profesional, el Centro
ambicioso y capaz que veríamos levantarse después en la ribera
de la Ría, como un fuerte más, bien trazado, espacioso y macizo
entre los otros fuertes históricos del Pagasarri y el Banderas.
Trece años pasó don José entre aquellos jóvenes fornidos arte-
sanos, dando clase, asistiendo y repartiendo absoluciones. Eran
muchachos serios, fuertes, dóciles y piadosos. El trabajo con ellos
se hacía grato y gratificante. No se daban al primer encuentro,
pero acababan entregándose y haciéndose querer.
Buen testimonio podrían dar de ello un don José Puertas, Don
Marcelino Talavera, Don Rufino Encinas y tantos otros artífices
135

13.4 Page 124

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de aquel baluarte de la Formación Profesional y de la Educación
Salesiana.
Después de trece años de estancia en Deusto, pasó a ejercer el
mismo cargo y la misma misión al colegio de San Fernando.
Hacía seis años que se habían hecho cargo de él los salesianos,
habían remontado ya las dificultades del principio y la Obra esta-
ba en plena marcha triunfal, dicho sin triunfalismos. Para Don
Alejandro, que se encontraba ya al final de su sexenio de direc-
tor, seguía siendo la confesión el motor secreto y seguro de la
buena andadura del colegio. Tener atendidas las confesiones era
su obsesión. La educación salesiana y la suya lo era al máximo, se
cimenta sobre los sacramentos. No sabemos si Don José Molina
fue destinado sencillamente por la Obediencia o seleccionado
hábilmente por Don Alejandro. El caso es que encajó muy bien
en la plantilla de aquel año y de los sucesivos, porque ya no vol-
vió a salir de San Fernando.
Los chicos eran distintos, y no más fáciles que los de Deusto.
Procedían bastantes de ellos de un ambiente menos limpio y
arrastraban la tara de su origen. Don José, con el oficio de confe-
sor ya bien aprendido y con la misma táctica que había usado en
Deusto, se ganó la voluntad de todos los alumnos, incluso de los
más reacios. Daba también sus clases, porque tenía edad y prepa-
ración para ello; pero su actividad privilegiada eran las confesio-
nes. No hablamos por cuenta propia si decimos que «parecía
tener un imán para atraerse a los muchachos». «Su confesionario
estaba siempre concurridísimo», dice Don José Arce en la carta
mortuoria. Algunos salesianos humoristas le preguntaban si les
daba los clásicos «libricos» de Yecla, que son una de las especiali-
dades de aquel pueblo murciano. En realidad, no daba ninguna
clase de confituras. Era su manera de ser y de hacer el ministerio
de la penitencia. Manejaba el secreto de las tres funciones del
confesor: juez, médico y amigo del penitente. Alguna vez acudió a
los superiores con alguna propuesta para hacer más fácil, familiar
y cómoda la postura de los penitentes. La iniciativa no le fue
admitida, porque parecía una innovación arbitraria y peregrina;
pero la pastoral penitencial, al cabo de los años, ha venido a darle
la razón, tratando de facilitar también la otra faceta del confesor:
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13.5 Page 125

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la de maestro, cuando se quiere que sea tal. Ningún magisterio se
ejerce en la rigurosa penumbra, en una postura incómoda y en
tono expeditivo.
Don Bosco usaba confesando el estilo y el lenguaje de Don
Cafasso. Encontraba las palabras y razones que hacían mella en la
sensibilidad de los jóvenes. «¿Os parece bien que reservemos
para nosotros los años floridos y dejemos para Dios los años de la
vejez, cuando la flor ha perdido ya el color, el perfume y los péta-
los están a punto de desprenderse...?».
«La juventud es una edad peligrosa. Las pasiones están en
todo su vigor y no existe el temor de la muerte, que se ve todavía
muy lejana...»
¿Quién era el que razonaba así: Don Cafasso, Don Bosco o
cualquier confesor con mediana experiencia? Don José Molina la
tenía bien aprendida al cabo de veintiocho años de estar día a día
confesando a jóvenes.
A principios del año 1959 Don José no era todavía viejo; pero
estaba muy trabajado por ciertos achaques. El día de la fiesta de
San Juan Bosco, celebra su última misa. Al día siguiente se sentía
tan agotado, que no tenía fuerzas para celebrar. Una hernia cróni-
ca, muy desarrollada, le produjo una fuerte hemorragia. El médi-
co aconsejó que le internaran. Los cirujanos no se atrevieron a
operarle con la urgencia que el caso requería. Convinieron en que
tenía que haber sufrido mucho. Por descuido, por indecisión o por
aguante paciente, había llegado a un estado lamentable.
Los sufrimientos y la inmovilidad le resultaban penosos. «Lo
ofrecía todo por los muchachos de San Fernando», dice la carta.
Hasta ahí llegaba su celo de confesor y su solidaridad con los
penitentes.
El día 19 de Marzo celebró las Bodas de Plata Sacerdotales,
postrado en la Clínica de la Milagrosa. Un grupo de alumnos le
visitó y le dedicó una velada-homenaje bien doliente. Le agrade-
cían sus trabajos y pedían por su pronto restablecimiento y
regreso a San Fernando para reanudar sus absoluciones. Los
antiguos alumnos le visitaban en sus ratos libres. «Echamos de
menos sus clases, con ese tipo alegre y gracioso», le decían por
todo elogio de añoranza. No sabemos lo que querían decir con
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13.6 Page 126

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lo de «tipo alegre y gracioso». La verdad es que ni el tipo era
gracioso ni el humor era alegre, pero a ellos les parecía así... Lle-
vaba ya dos meses y medio largos internado.
Por fin, los médicos se decidieron a operarle el día 18 de abril.
Le están acompañando Don José Arce y Don Luis Szennik, el
director y el enfermero. Por la tarde, después de haberse confesa-
do, entra en el quirófano, con la confianza de todos de que saldrá
restablecido. No fue así. La operación resulta más complicada de
lo previsto. El corazón comienza a fallarle. Los médicos durante
tres horas hacen esfuerzos desesperados para salvarle del colapso.
Sobre la misma mesa de operaciones recibe la Extrema Unción.
A las ocho y media del día siguiente, tras recobrar por un breve
espacio el conocimiento, muere serenamente en el Señor. Una
vez más, se acordó de sus penitentes y sus últimas palabras fueron
para ofrecer el sacrificio de su vida por los alumnos de San Fer-
nando. «Su cuerpo entregó a Dios, a los hombres el alma», rezaba
el epitafio del maestro laico. En el epitafio de Don José habría
que trocar los términos. Era lo obligado. El alma sólo es de Dios y
a El la entregaba en aquel amanecer de abril; el cuerpo, con todas
sus fuerzas y sentidos, lo había entregado a los hombres, a los
hombres en potencia que él se había esforzado en preparar para
llegar a hacerlos hombres de bien.
Fue enterrado al día siguiente, en el cementerio de Fuenca-
rral, pequeño, recogido y en alto. Estaban presentes sus herma-
nos, en representación de su madre, doña Leonor, anciana e
imposibilitada; don Jesús Marcellán, en representación del Ins-
pector; los diputados provinciales de representación de la Diputa-
ción. Todos estaban en representación de alguien. Los únicos que
estaban en representación propia y bien personal, era los salesia-
nos y los alumnos del colegio de San Fernando. Con todo su fer-
vor y con todo su dolor estaban lamentando la ausencia irreme-
diable del que había sido a lo largo de quince años su confesor
siempre dispuesto, su juez benigno, su maestro llano y su amigo
entrañable. Les había entregado el cuerpo y ellos, en correspon-
dencia, le habían entregado el alma.
En una pedagogía que se precia de sacramental, ése es el cam-
bio que se efectúa en el obrador reducido, activísimo y misterioso
del confesionario.
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13.7 Page 127

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FRANCISCO GONZÁLEZ BELLVER
Sacerdote.
Nació en Onteniente (Valencia) el 8-XI-1899.
Profesó en Carabanchel Alto el 25-VII-1918.
Ordenación Sacerdotal en Málaga el 2-VI-1928.
Falleció en Madrid el 23-IV-1987.
Si Don Paquito, tan propenso a divagar, hubiera tenido que
hacerse este apunte, lo enfocaría en tono sentimental y de fanta-
sía, no digo de altos vuelos, sino de vuelo medio. Deslizaría tam-
bién consideraciones de interioridad y sabor místico.
«Ante todo, a mí se me ha conocido siempre como «Paquito»,
un diminutivo que me ha acompañado hasta los 87 años. Algunos
me distinguían con tal apelativo cariñoso, otros dejaban traslucir
en tal denominación, condición de hombre para poco y en perpe-
tua infancia.
Nací en las postrimerías del siglo pasado, el 8 de noviembre de
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13.8 Page 128

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1899. Esa circunstancia me pudo marcar y hacerme inclinado a la
melancolía. Tengo algo de poeta, al menos la facilidad para lo
impresionable y la indecisión. De los poetas se dice que son más
aficionados a los ocasos que a los amaneceres, entre otras razones,
porque son poco madrugadores y no suelen ver nacer el sol.
Mis padres se llamaban Francisco y Dolores, un modesto
empleado y una mujer de sus quehaceres. De uno heredé el nom-
bre y de otra los dolores que me han aquejado siempre, aunque la
gente no se lo haya creído y me hayan tenido muchas veces por
vividor a mi manera.
Tuve la suerte de nacer en Onteniente, nombre sonoro y pro-
nunciable, que he repetido muchas veces, si no con orgullo, por-
que ésa es una pasión ajena a mí, con satisfacción. Es un pueblo
muy al sur de Valencia, lindante con Albacete y Alicante, que casi
lo atenazan y lo quieren devorar como a una fruta de la tierra. Es
grande, explayado y luminoso; es rico de manufacturas e indus-
trias de la tela, del papel y del vidrio, materias todas maleables y
hechas para el colorido. Tiene al lado el río Clariano y enfrente
las sierras de Manola y Grossa. Un escritor, precisamente valen-
ciano, dijo: «Feliz el pueblo que tiene una montaña al lado; desde
ella puede contemplarse a sí mismo».
Me crié frágil, debilucho y ahilado. Para colmo, perdí demasia-
do pronto a mis padres y se hicieron cargo de mí dos tías, que me
trataron con compasión y con mimo. Me llevaron al aspirantado
de Campello y me confiaron al director, don Alejandro Battaini.
Le encarecieron mucho mi condición delicada y le encargaron
que no ahorrara cuidados, incluso, algún extraordinario, si era del
caso, en el trato. Parece que todos tomaron en cuenta la recomen-
dación y me hicieron objeto de un favor que me distinguía y me
abrumaba.
Terminado el aspirantado, pasé a Carabanchel, para hacer el
noviciado y la filosofía. Eran superiores Don Marcelino Olae-
chea, Don Juan Vila, Don José Saburido y el buenísimo y terrible
Don León Cartosio. Mi maestro de novicios fue el Padre Balza-
rio. Tuve por compañeros a Felipe Diez, Francisco González,
coadjutor, Germán Martín, Luis Montserrat y otros, hasta 31 que
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13.9 Page 129

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formábamos el noviciado. A pesar de que yo era el menos robus-
to, a todos esos compañeros los he sobrevivido en varios años. En
mí se ha hecho verdadero el proverbio: «Hombre enfermo, hom-
bre eterno».
Profesé el día de Santiago de 1918, el año, por cierto, de la
peste. Continué en Carabanchel haciendo los estudios de Filoso-
fía. No obtuve grandes éxitos, porque mi capacidad no llegaba a
tanto. Eso no fue obstáculo para que me sintiera animado y toma-
se muy en cuenta la afirmación que me hizo el santo Don Binelli
al profesar: «¡Animo, Paquito, me dijo apretándome la mano, tú y
yo juntos haremos grandes cosas...» Dios le haya oído.
Hice el trienio completo en Atocha y a Atocha había de vol-
ver, después de estudiar la Teología en Italia y Carabanchel y can-
tar la Primera Misa en junio de 1928. Atocha fue la casa de mi
primer destino, de mis años de Consejero y Catequista y de mis
mejores tiempos. Por eso se puede decir que nunca he salido de
Atocha, aunque haya pasado por otras casas en destinos sucesi-
vos: Guadalajara, Arévalo, el Paseo de Extremadura. Mi corazón
se quedó en Atocha.
Allí fundé el «Pequeño Clero», mi obra más imperecedera, di
realce a las fiestas de María Auxiliadora, tan espectaculares, domi-
né a aquella tropa de muchachos encantadores, al reclamo de mi
campanilla de Consejero; montamos obras de teatro que cautiva-
ban la atención, en las que yo interpretaba los primeros papeles...».
Y tantas cosas más, que evocaría don Paquito repasando sus
memorias y sus andanzas...
Es cierto, Atocha se le quedó como el mejor recuerdo. Cuan-
do pronunciaba el nombre, lo saboreaba, lo pronunciaba con un
énfasis de emoción y de comicidad: ¡Atocha, Atocha!...
En los últimos años los antiguos Alumnos le regalaron una
campanilla, copia de la de sus años de consejero. Don Paquito la
guardaba, la exhibía y la empleaba para llamar a los que le aten-
dían en la enfermedad.
Recordaba la famosa «ronquilla» de Santa Teresa. Sólo que
ésta era más sonora y más vistosa que la de la Santa.
Lo que don Paquito hizo, se resume fácilmente, a decir ver-
141

13.10 Page 130

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dad. Lo que fue y lo que pasó, ya es otro cantar, por cierto, no tan
festivo como puede sonarles a bastantes la figura de nuestro hom-
bre. Su nombre casi los mueve a sonrisa. ¡Don Paquito, dicen y
piensan sólo en sus discursos de sobremesa y en el ceremonial del
clero de juguete-
Arropado con la capa gruesa, ampulosa y rozagante, tocado
con el bonete español de cuatro puntas, parecía el pontífice de
aquel conjunto infantil y vistoso. Por cierto, todo el ropaje se
adquirió con la venta de un stradivarius que regalaron a la casa.
Fue una inversión afortunada.
En cuanto a sus discursos de sobremesa, eran el número obli-
gado de los banquetes de fiesta. Los comensales lo esperaban, lo
jaleaban y lo aplaudían con regocijo. Era como la traca del festín.
Don Paquito se lo había preparado por escrito, se hacía de rogar
para dar visos de espontaneidad y al fin se arrancaba con su pie-
za oratoria típica, inconfundible. Nunca faltaban los términos de
levantino, fallero, barroco; acompañaba la palabra con el gesto,
la voz y la mímica y él mismo terminaba cerrando el párrafo con
una sonrisa estudiada, mostrando las piezas de oro de su denta-
dura y agradeciendo los parabienes de los oyentes... Lo que no
sabían éstos era el esfuerzo que le había costado la arenga, lo
nervioso que había estado durante la comida hasta despachar la
intervención.
Entre los nervios, la flaquedad de corazón y la bronquitis,
cualquier trabajo le suponía esfuerzo y trasudores.
Decir una misa ordinaria a los filósofos era para él una prueba
irremontable.
-No se dan cuenta, no me comprenden -decía todo apurado-.
Tendré que pedir cambio...
En un panegírico de la Inmaculada, estuvo a punto de bajarse
de la tarima del presbiterio, alegando que el corazón no le res-
pondía.
Pausas, silencios, recursos teatrales que empleaba, le servían
un poco para llamar la atención y otro poco para mantener la ins-
piración.
Su calendario litúrgico era muy simple: las jornaditas y los
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14 Pages 131-140

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14.1 Page 131

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nacimientos por Navidad, los monumentos y las procesiones de la
Semana Santa y la visita a los cementerios por los Santos. Era su
itinerario litúrgico.
Coleccionaba los christmas y postales de Navidad, los pedía a
sus amistades y los exhibía con satisfacción.
Don Jesús Marcellán, que era uno de sus íntimos, le decía ante
aquella afición piadosa e infantil:
-Paquito, no sé si admirarte o reírme de ti...
Los últimos años de su vida fueron bien pasados por el sufri-
miento.
Necesitaron la virtud y el temple de que dio pruebas.
Una operación desafortunada le dejó una secuela de verdade-
ra tortura.
Tuvo que aguantar el dolor y la necesidad de la ayuda ajena
para los menesteres más humildes. Otra operación de próstata le
supuso las molestias y los dolores consiguientes.
Fue un alivio para él y para la casa poderle trasladar a una clí-
nica, después de años de enfermedad y ponerle bajo los cuidados
y la solicitud de unas «monjitas», como él anhelaba.
La juventud y la madurez de don Paco fueron mermadas; su
ancianidad fue dolorosa.
La llevó con edificante resignación, «sin un poso de rebeldía,
de amargura, de queja o de maledicencia». Nunca habían tenido
acogida en él esas malicias, pero el crisol de la enfermedad le dejó
más bondadoso y espiritualmente dispuesto.
-«Señor, ten piedad de mí -escribe en el diario de su intimi-
dad-. He hecho de mi vida un continuo Viernes Santo. Aquí llego
rendido con mi cruz...».
Acostumbrados a tomarle a broma las cosas que decía y que
hacía, a lo mejor esto también nos parece artificioso. Lo mismo
que aquel otro excorde:
-»Tengo el consuelo de ir envejeciendo paulatinamente acosa-
do por los años, al mismo tiempo que canto el magníficat de la
caridad...»
Para la crítica y el humor escéptico, tales testimonios podrían
tener tono de literatura religiosa y sentimental; lo que está fuera
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14.2 Page 132

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de duda en Don Paco, es que fue humilde, nada pagado de sí mis-
mo, que calló y sufrió más de lo que parecía y no hizo daño a
nadie; aguantaba las bromas que todos se sentían con derecho a
gastarle, respetuoso y agradecido a los que le tuvieron como sub-
dito y de una delicadeza exquisita en materia de moralidad.
Respecto a esto último, tenía su reparo en que anuncios, tex-
tos o fotografías de la prensa de entonces, de los años cincuenta,
pudieran ofrecer algún peligro para los alumnos ya mayores.
No se quedaba del todo tranquilo cuando se le replicaba:
-«Don Paquito, la prensa que entra aquí es aséptica. La dosis
de inconveniencia que pueda tener, no es mayor que la dosis de
veneno que pueden tener las acelgas y las hortalizas que come-
mos». No sé si le convencía la comparación. ¿Qué habría dicho de
la descocada «explosión gráfica» de ahora?
La carta mortuoria de Don Paquito, que es un canto y una
sutura de aplicaciones elogiosas, aduce una cita que parece opor-
tuna para cerrar este apunte. No sé si el pudor de Don Paquito la
reconocería. Es de Dostoieski:
«Sé que las personas pueden ser hermosas y felices conservan-
do la bondad mientras viven». Eso es lo que hizo Don Paco, que
esté en gloria.
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14.3 Page 133

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JOSÉ LUIS DEL AMO PRIETO
Nació en Bilbao el 28-VI-1936.
Profesó en Mohernando (Guacíala] ara) el 16-VIII-1954.
Ordenación Sacerdotal en Salamanca el 14-1V-1963.
Falleció en Blanes (Gerona) el 29-IV-1990.
José Luis tuvo un nacimiento y una muerte ectópicos, fuera de
su sitio natural. Nació donde no iba a vivir y murió donde no
había vivido. Era castellano, pero nació en Bilbao y murió en Bla-
nes (Girona). Nadie, ni él mismo, le consideraba vasco por el
hecho de haber nacido en la capital vizcaína. «No donde naces,
sino donde creces y te haces».
Ni siquiera deportiva y futbolísticamente tenía filiación vas-
congada. A pesar de sus reservas, eran conocidas sus aficiones
barcelonistas.
Nació en Bilbao, el 28 de junio de 1936, veinte días antes de
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14.4 Page 134

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estallar la guerra civil. Mal comienzo para una vida que estaba lla-
mada a malograrse.
Apenas terminada la guerra en el Norte, la familia de José
Luis desanduvo el camino, cambió los montes verdes por la llanu-
ra amarilla y se aposentó en Santoyo, un pueblo palentino entre
Astudillo y Frómista, pueblo pequeño, con una iglesia grande,
renacentista y situado en una llanura inmensa.
Allí había nacido años antes Don Francisco Maté y no lejos de
allí Don Félix Azpeleta, pariente de José Luis. Una vocación lla-
ma a otra, sobre todo si es tierra fértil en ellas, como lo fue esta
porción de la Tierra de Campos.
Cuando estaba en la edad de estudiar, José Luis fue a Astudi-
llo, primero como estudiante, luego como aspirante. Fue una
vocación que se definió pronto y claramente. Terminó el Aspiran-
tado en Arévalo y de allí fue a hacer el Noviciado a Mohernando,
el año 1954. Después de hacer su primera profesión, sin retrasos
ni vacilaciones, fue a hacer la Filosofía a Guadalajara. La hizo con
toda regularidad y aprovechamiento. Fue un trienio de madura-
ción humana y religiosa. Era inteligente, serio y responsable, en
cuanto se puede serlo a esa edad. Ayudaba en los trabajos de Pre-
fectura, como una predestinación a los cargos que le iban a ocu-
par por más tiempo: la prefectura y la gerencia de las librerías.
Hizo el Trienio en el Paseo de Extremadura, casa de estudios
y para estudiosos, con la misma trayectoria de normalidad y sin
problemas.
Estudió la Teología entre Carabanchel y Salamanca, en el
cabo final e inicial de estas casas como teologados, y se ordenó de
sacerdote el 14 de abril de 1963. Todavía prolongó los estudios de
Teología y se licenció en esta materia en Turín -La Crocetta-, si
bien esta licenciatura le iba a servir para bien poco. A lo mejor el
Inspector pensó en él como reserva de personal cualificado para
años posteriores, que no llegaron. Limitaciones y complicaciones
de salud, cambiaron su carácter y trazaron su destino por otros
derroteros que los de la sagrada disciplina.
Vinieron sus primeras encomiendas como Prefecto: de Ato-
cha, del Teologado y del colegio de María Auxiliadora. Todas fue-
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14.5 Page 135

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ron eventuales y de recambio. No era ya el José Luis de los años
juveniles de Guadalajara y el Paseo de Extremadura: afable, des-
pierto, comunicativo y sencillo. Parecía que había desaparecido el
muchacho llano de Castilla por el hombre retraído y poco expre-
sivo del Norte. Es curioso cómo cambia el temple el «factor
salud». «Cuando el cuerpo está enfermo, todo el hombre lo está»,
por más que la fuerza de la voluntad alcance a salvar las formas
externas.
Como Prefecto, José Luis era más «tenedor de libros» que
imaginador de proyectos o prodigador de larguezas. Aquello de
«aunque seas pobre, sé generoso como un rey» no iba con él,
como con algunos otros prefectos o administradores de estricta
profesionalidad y observancia. El administrador tiene que ser
hacendoso, no generoso, dicen. Conjugar las dos cualidades se
queda para administradores mágicos y para administrados santos.
Cuando José Luis, ya Gerente nombrado de las tres librerías
de la Inspectoría, atravesaba los patios de Carabanchel camino
del almacén de los libros, con la cartera de alto administrativo
bajo el brazo, con aire adusto pero aplomado, y gesto preocupa-
do, sin saludar a nadie de los que encontraba, iba dando muestras
de que hondos cuidados le acuciaban. Algunos zumbones le seña-
laban sin más comentario: «Allá va el Sr. Gerente...». No es que
se diera empaque de hombre de negocios; el cargo le absorbía, le
impedía usar de buen humor y ser todo lo afable que se quisiera
ver en un cargo público.
Cuando después de ocho años de regentar librerías los libros
se habían convertido en un artículo de negocio pesado y no en un
vehículo de cultura, un negocio con riesgo y sin demasiada com-
prensión y facilidades de la clientela, se le relevó del cargo, lo
recibió con naturalidad y nobleza religiosas bien ejemplares, por
más que el cambio le supusiera volver a los inconvenientes de la
vida normal: clases, asistencia, disciplina ordinaria y regularidad.
Él no dijo como el encopetado profesor cuando le redujeron
de categoría: «Aquila non capit muscas», el águila no caza mos-
cas. Se avino y obedeció no sólo con humildad, sino con alegría,
como si le hubieran aliviado de un peso que le agobiaba. Don
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14.6 Page 136

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Aureliano Laguna dice que comprobó en él un fondo de espiri-
tualidad que no aparentaba. Y José María Méndez, en la carta
mortuoria, insinúa una comparación muy acertada. Le compara a
las construcciones de Santoyo y de tantos otros pueblos de la lla-
nura: grandes casas de adobe, de poco lucimiento por fuera, pero
de gran aptitud para guardar la temperatura y la intimidad por
dentro.
El nuevo cargo de Director de la Básica de Atocha, según sus
parientes, le hacía mostrarse, más que contento, orgulloso. Bien se
puede creer. Le permitía trabajar, tratar con los jóvenes en una
edad en que son maleables y receptivos a la acción del tutor com-
prensivo y sapiente, y hacer el bien a la manera salesiana.
Una prueba de que se encontraba a gusto fue que aceptase
acompañar y dirigir a los alumnos de 8.° en su viaje de final de
estudios.
No era un acontecimiento excesivamente celebrable, final de
los estudios de Básica, pero lo entendieron así y lo organizaron
con todo detalle.
Salieron de Madrid el 25 de abril, un buen día, 47 alumnos,
dos profesores y Don José Luis. Cincuenta viajeros felices se
pusieron en marcha hacia el NO de la Península. La primavera
bullía en el clima, en el paisaje y en la sangre y la euforia de los
expedicionarios despreocupados. Pasaron Zaragoza, saludaron a
la Virgen del Pilar y llegaron hasta los Pirineos. Conocieron
Andorra, la meta de los turistas de corto circuito, y disfrutaron de
su turismo e hicieron acopio de «baratijas» a su alcance. De regre-
so, hicieron escala en el Bajo Ampurdán y acamparon en Blanes,
la población pintoresca, industrial y fronteriza entre las provincias
de Girona y Barcelona.
Domingo tercero de Pascua, con el aliento cercano de Mayo y
unos días de puente por delante, todavía largo y disfrutable. El
blanco de las fachadas de Blanes y el azul cobalto del mar brilla-
ban como bruñidos y se filtraban en las almas de los adolescentes
viajeros.
Se levantaron y se trasladaron bulliciosos a la parroquia del
pueblo, Santa María, que está en lo alto, como una atalaya, entre
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14.7 Page 137

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el poblado y el mar. Era el día de la beatificación de Don Rinaldi,
el salesiano bondadoso y de paternidad desbordante. En sus idas
y venidas de Inspector había recorrido aquellos esteros entre Bar-
celona y Girona. Aquel día se desmentía a sí mismo y a la reco-
mendación que hacía a sus salesianos: «Sed santos, pero no de
altar, porque resultan muy caros...»
Todos los expedicionarios escalaban la cuesta alegres y depri-
sa. Don José Luis también iba contento, pero no tan deprisa. Su
corazón no le permitía demasiadas alegrías. Hacía tiempo que lo
tenía roto. Hubiera tenido que someterse a una operación delica-
da, pero otra dolencia, la diabetes, se lo impedía. Nos explicamos
aquel andar jadeante, el sudor copioso que le bañaba la frente
ancha, las mandíbulas entreabiertas y el respirar fatigoso que
tenía a veces. No era sólo la obesidad que le pesaba; era la enfer-
medad que le aquejaba y que aquella mañana le hacía ir a la zaga
de la expedición. Remontó la cuesta y llegó hasta la puerta de la
iglesia, que estaba abierta y dejando ver al fondo el retablo y el
sagrario brillante. Fue lo último que percibieron sus ojos. Su cora-
zón maltrecho se paró y él cayó desplomado, «como cuerpo
muerto cae».
Le rodearon asustados los muchachos que se le habían adelan-
tado, los dos profesores, Ramón y Andrés, y el párroco, que acu-
dió a darle la absolución.
En el bolsillo tenía el guión de la homilía que pensaba pronun-
ciar.
Comentaba los motivos del día: la Resurrección del Señor, el
paseo de atardecer de los discípulos de Emaús y la glorificación
de Don Rinaldi, que murió también del corazón y de repente.
«Cuando os queráis dar cuenta -había dicho- me encontraréis sin
vida».
Las vidas son distintas, irrepetibles, pero las muertes pueden
ser parecidas.
José Luis también había anunciado su muerte. «Moriré
joven», había dicho más de una vez; pero no había previsto las cir-
cunstancias, después de todo, lisonjeras, hasta envidiables: en ple-
no acto de servicio a sus educandos, un domingo con fulgores de
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Pascua, a la puerta de una iglesia y en el momento de empezar la
Eucaristía y comentar la palabra.
«Subiré al altar de Dios», había dicho muchas veces en el
acto penitencial de antes. «Para quedarme en él», podía haber
añadido...
Hace poco más de un año que recibimos la carta mortuoria de
José Luis; todavía no nos hemos recobrado de la impresión que
nos causó a todos. Interpretándola eucarísticamente y de una
manera fácilmente mística, diríamos que Don Rinaldi le llevó
para asociarle a su gloria, si no como santo, como sacerdote y
como salesiano que trató de seguir sus huellas.
Fue una muerte prematura, impensada y muy triste, pero
aureolada de circunstancias esperanzadoras y estimulantes.
«Un bell morir tutta la vita onora», dijo el poeta. Y dicho que-
dó para siempre y para los que mueren como José Luis...
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IGNACIO URTASUNIROZ
Coadjutor.
Nació en Lecumberri (Navarra) el 4-VII-1875.
Profesó en Sant Vicens deis Horts (Barcelona)
el 23-VIII-1897.
Falleció en Madrid el 30-FV-1968.
Si el Sr. Ignacio hiciera su retrato al modo de Machado,
comenzaría diciendo: Mi infancia y mi adolescencia son recuerdos
de un pueblo de Navarra, abierto al valle de Larraun y a la Sierra
de Aralar, tan poblada de robles y de hayas como de recuerdos de
vieja historia y de leyendas. Mis padres fueron Francisco y Lean-
dra. Me legaron nombre y apellidos netamente vascos, una salud
a toda prueba y un alma valiente y sana. Nací, para confirmación
de mi navarrería, en vísperas de San Fermín, y fui bautizado dos
días después, el día 6 de julio, a los acordes del bullicioso «riau,
riau».
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14.10 Page 140

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A los 18 años entré como aspirante en Sarria. Empecé como
aprendiz de carpintero e hice el noviciado y profesé en 1897. La
profesión perpetua la hice en Sant Vicens deis Horts, sólo dos
años después.
Me libré del servicio militar, por bajo de estatura -lo único
que no responde a mi origen norteño- y con ese simple bagaje
comencé mi andadura salesiana, que ha durado setenta y un años.
El primer destino de su vida práctica fue Valencia, como ini-
ciador del taller de carpintería. El arte de la madera, además de
ser de los más primitivos, es propio de los hombres de bien.
Con intervalos poco duraderos, fue pasando por las casas de
Girona, Mataré -aquí dio de mano a la garlopa y al escoplo- y se
hizo de varios oficios: portero, recadero, sacristán. Volvió de nue-
vo a Valencia como encargado del taller de carpintería y después
de un año pasó a Sarria, la academia general de los profesionales
salesianos. Allí encontró al maestro de carpintería y de vida reli-
giosa, Don José Recaséns, con el que había de compartir pan,
techo y banco durante muchos años, tantos como duró la admira-
ción y la adhesión hacia él. No fueron rivales a pesar de ser del
mismo oficio y «astillas del mismo palo».
Los dos vinieron a Madrid el año 1918. Don José Recaséns no
salió más de esa casa hasta su muerte; el Sr. Urtasun, menos ads-
crito al oficio, todavía saltó a distintas casas y con otras encomien-
das. Estaba menos profesionalizado y era más flexible y disponi-
ble.
La guerra, que es siempre una etapa clave en la vida de
muchos salesianos, le sorprendió en Atocha, bien ajeno a toda
política y embargado en su taller y su Oratorio Festivo. Ya se
había significado en esta actividad como animador y especialista.
El día 19 de julio, domingo, el horario de la casa seguía su
funcionamiento acostumbrado. El curso había terminado ya y los
internos se habían marchado, pero seguían las otras actividades
estables: la iglesia, el Centro de AA.AA., el Oratorio, si bien
aquel día notablemente alterados en cuanto a la concurrencia.
No fue un oratorio muy festivo el de aquel domingo aciago. Los
milicianos, armados el día anterior por orden de la autoridad, se
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15 Pages 141-150

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15.1 Page 141

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hacían dueños de la calle y de todos los centros concurridos. Iban
en pelotones, enfurecidos y respirando amenazas y destrucción.
Irrumpieron en el colegio de Atocha al atardecer. Los salesianos
se dispersaron o se escondieron cada uno por su lado. Algunos
salieron por el portón del patio. Unas vecindonas de la calle
Antonio Armona observaban el desconcierto y gritaban a los
milicianos alertándolos. ¡Que se os escapan los frailes...!, y los
milicianos, intrigados, buscaban con más ahínco y nerviosismo.
Fueron unos momentos de pánico: disparos, voces, carreras, gol-
pes, portazos... Entre los que no lograron escapar estaba el Sr.
Urtasun. Los milicianos los reunieron y los pusieron contra la
pared, manos en alto. Unos los guardaban con los fusiles encaño-
nados y otros continuaban el recorrido por la casa, todo empeña-
dos en encontrar las armas que no había. La espera se prolongaba
y los brazos se cansaban de tenerlos tensos y en alto. Los milicia-
nos increpaban bruscamente:
«¡Hemos dicho que los brazos en alto...!» Y los amenazaban,
apuntándolos... Tarde de pesadilla aquella para los salesianos de
Atocha, como para los de Estrecho, los del Paseo de Extremadu-
ra y tantos otros centros y personas bajo el primer fragor de una
revolución literalmente a sangre y fuego...
Como decía Don Felipe en Mohernando, tras uno de los pri-
meros sustos:
-No hemos hecho más que empezar...
Así era. Los salesianos de Atocha se dispersaron, se buscó
cada cual el cobijo que pudo y se aprestaron a correr cada uno su
suerte.
El Sr. Urtasun no fue el que la tuvo peor. Amparado en su
aspecto de pequeño hombre indefenso, con un grupo de mucha-
chos que no eran de Madrid, logró huir a Barcelona y después a
Francia. Lo curioso y lo cómico era desenvolverse allí, sin medios
y con ningún conocimiento de la lengua; pero ya eso es otra histo-
ria o relato de otro cariz. Él se encargaba de amenizarlo con sus
comentarios y su sal de comicidad.
Cuando las aguas se serenaron y el colegio de Atocha, de che-
ca fatídica, volvió a ser las risueñas «Escuelas Salesianas», el Sr.
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15.2 Page 142

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actos fue completo: Misa solemne, sesión académica y luego ban-
quete con sobremesa y peregrinación al Cerro de los Ángeles. En
la fotografía aparecen sonrientes Don Tomás Baraut, Don Ale-
jandro y Don Maxi. Escuchan y sonríen.
-¿Qué les estará diciendo el Sr. Urtasun? ¿Alguna de sus
ingeniosidades? ¿Alguna de sus innumerables anécdotas o alguna
picardía?
En la fotografía de la sobremesa se ve al Sr. Quilez de pie, con
su cabeza ya casi calva y su pelo en persiana bien terciada. Parece
estar cantando la inevitable y repetidísima jota: «Allá va la despe-
dida».
Preside el comedor un retrato del festejado con su bigotillo y
su chapela ladeada. Los comensales, de todas las edades, se sien-
ten festejados en el homenajeado, un salesiano del común, sin
ninguna especialidad técnica... Por la tarde, en corporación, se
trasladaron al Cerro de los Ángeles, el centro geográfico de Espa-
ña, el corazón de toda la Península.
Allí, a los pies del monumento reconstruido, se dio lectura al
texto de la consagración del Coadjutor Salesiano. El texto es
encendido, vibrante, caldeado por la tarde calurosa de julio y por
un fervor general.
Se trasluce la voz y el ardimiento de Don Santiago Ibáñez, que
era el Director de Atocha. Fue una jornada memorable. Hacía un
mes que había terminado el Capítulo General XIX, el de la exal-
tación del Coadjutor.
El homenaje, además de merecido, era oportunísimo y de
alcance institucional, que se diría ahora.
El Sr. Urtasun no podía soñar un reconocimiento más cumpli-
do a sus años, a sus trabajos y a sus méritos.
Después de aquello, no le quedaba más que entonar su «mmc
dimittis». Ya puedes dejar a tu siervo morir en paz...
Todavía vivió dos años más. Ya antes había tenido algún ama-
go serio.
Don Alejandro Vicente, muy solícito, se había alarmado y
había mandado darle el viático. Él se resistió. Se incorporó y le
dijo al celebrante:
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15.3 Page 143

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-La comunión, sí; pero el viático, no. Todavía no estoy tan
grave.
Cuando se presentó en comunidad, ya repuesto y entre la bue-
na acogida de todos, les dijo con gracia:
-Todavía no había llegado mi hora...
No tardó mucho en llegar, por desgracia. Esta vez era de ver-
dad. La muerte nunca falta a la cita, hasta cuando parece que no
va a llegar.
Recibió el viático, esta vez de verdad, y todavía tuvo arrestos
para dirigir la palabra a los presentes, pedirles perdón y animarles
a la perseverancia. La suya había sido una perseverancia cumpli-
da, sahumada y bien ejemplar.
Era un viejo simpático, amigable, cumplidor. Se le podían per-
donar los brotes de genio que, como hombre pequeño y «navarri-
co de cepa», no le faltaban.
No tuvo nunca complejo ni de pequeño, ni de viejo ni de car-
pintero «desbancado». Llevó su pequenez con valentía, su profe-
sión con gallardía y su vejez con alegría y buen humor.
Vivió muchos años, pasó por muchas casas y ensayó muchos
empleos. A pesar de ello, no tuvo la recompensa de una breve
carta mortuoria. Sirva de tal este pobre y deslavazado apunte.
Murió el día 30 de abril de 1968, en los umbrales del mes de
mayo, a los 92 años de edad y 71 de profesión. Descanse en paz,
en la paz que tenía bien ganada.
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15.4 Page 144

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15.5 Page 145

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MAYO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
1 1906 Sacerdote Daniel ESCUR BOSCH
27 161
12 1921 Novicio Jesús CURTO FERNANDEZ
17 164
14 1964 Sacerdote Anastasio CRESCENZI MALPICCI 88 167
25 1960 Sacerdote Buenaventura ROCA SERRA
87 177
25 1990 Sacerdote Fco.-Javier CORDERO DGUEZ. 37 186
159

15.6 Page 146

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DANIEL ESCUR BOSCH
Nació en Olp (Lleida) el 12-XI-1879.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 23-VIII-1897.
Ordenación sacerdotal en Santander el 19-IX-1903.
Falleció en Salamanca el l-V-1906.
Nos encontramos hoy con otro salesiano de los primeros años,
lejano, desconocido y muerto prematuramente. ¿Quién recordará
a Don Daniel Escur? Le mencionamos, porque es nuestro propó-
sito hacer memoria de todos los que, de alguna manera, lleguen a
nuestra noticia. Hacer memoria sólo, porque historia y comenta-
rios sobre ellos caben muy pocos. Su recuerdo es borroso y muy
tenue, aunque sea siempre respetable. Fueron Hermanos que
vivieron, trabajaron y merecieron. Su acción se sigue ejerciendo
en la comunión de los santos.
Daniel Escur nació en Olp, de la provincia de Lleida, el año
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15.8 Page 148

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1879. Fue paisano y contemporáneo de otros salesianos de la pri-
merísima hora.
La primera noticia que tuvo de la Congregación le llevó a
Sarria, para hacer allí el aspirantado, el noviciado y la primera
profesión.
El trienio lo hizo en Vigo y la Teología, como buenamente
pudo, en varios sitios. Al ser ordenado sacerdote, fue destinado a
Santander, al colegio de Viñas, como Prefecto.
Don Bosco decía de sus salesianos que los lanzaba al agua y
ellos aprendían a nadar. Esa era la táctica para muchos aprendi-
zajes. Ahora las cosas se hacen más despacio, considerada y técni-
camente.
La prefectura de Viñas no debía ser muy complicada, pero la
poca fortaleza o el mucho trabajo, que no sería sólo el de la pre-
fectura, acabaron por minar la salud del joven Prefecto.
Por si el clima de Santander tenía parte de culpa en ello, le
mandaron a Salamanca, al reciente colegio de San Benito, que no
era de San Benito, sino de San José y tenía el sobrenombre de
«Patronato de Jóvenes Industriales», demasiado pomposo para
tan poca casa.
La comunidad era incipiente y muy reducida. No llegaba a
regular.
Un año antes de llegar allí Daniel Escur como Consejero, eran
cinco salesianos: dos sacerdotes, dos clérigos y un novicio. Don
Juan Tagliabúe, Don Mayorino Olivazzo, Don Julián Massana,
Don Rafael Tormo y Don José Saburido.
Los nombres de todos ellos habían de ser muy repetidos. Las
incumbencias se las repartían amigablemente. Don Mayorino
hacía de Catequista y Consejero, hasta que llegó Don Daniel.
Poco tiempo tuvo de ser Consejero. La enfermedad que se había
incubado en la Montaña, se desarrolló y se consumó en el alto lla-
no de Salamanca. El cambio de clima no solucionó nada, por muy
seco y muy sano que se lo pintaran.
«Estaba maduro para el Cielo», resume el parquísimo bió-
grafo.
«Su muerte fue la del verdadero religioso».
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15.9 Page 149

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«Su deseo era ir al Paraíso». En todo el tiempo que duró su
enfermedad, que no acabamos de enterarnos cuál fue, no se le
oyó ni una queja.
Poco antes de fallecer, llamó a los Hermanos, se despidió de
ellos uno por uno y les agradeció cuanto habían hecho por él.
Fue una muerte consciente, dulce y cumplida. Diríamos de las
que ya no se dan.
«Expiró dulcemente, con el nombre de María Auxiliadora en
los labios».
El primer Consejero del colegio de San Benito, moría así, al
poco tiempo de comenzar su cargo. Eso sucedía el mes de abril de
1906, muy a los finales.
En el número inmediato del Boletín Salesiano, se publicaba
una amplia y elogiosa reseña del insigne novelista y cooperador
José M.a Pereda. La escribía Don Jesús Carballo. De Don Daniel
Escur no se hace ninguna mención, sin duda porque el apartado
del Boletín estaba reservado a los Cooperadores.
Don Daniel, con sus sólo veintiséis años de edad, su historia
corta y sencilla y su vida transparente, era más que cooperador.
Era un salesiano neto y completo.
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JESÚS CURTO FERNANDEZ
Novicio.
Nació en Pedrosillo el Ralo (Salamanca) el 7-XII-1904
Ingresó en el Noviciado de Carabanchel Alto (Madrid)
el 25-VII-1920
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 12-V-1921.
Es el tercer novicio que muere en Carabanchel en los años
que allí estuvo el Noviciado.
Jesús Curto era Salmantino, de la bien acreditada comarca de
La Armuña. Es una zona característica de la Provincia de Sala-
manca, benemérita de la Congregación en España. Sin duda, es
de las que más Salesianos de calidad ha dado de las Inspectorías
de España.
Es Jesús vocación salesiana de la primera hora, cuando apenas
la Congregación comenzaba a sonar en nuestra Patria.
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Nació el 4 de diciembre de 1904, en Pedrosillo el Ralo, pueble-
cito a pocos Kilómetros de la capital del Tormes.
Fueron sus padres José y Luisa, santamente orgullosos de
tener un hijo sacerdote, timbre de gloria de tantas familias sal-
mantinas.
Llegó a Carabanchel el 15 de Octubre de 1915 para comen-
zar el Aspirantado. Salía de la casa de sus padres a los 11 años,
curtido en el trabajo e ilusionado con venir a Madrid a hacerse
salesiano.
Le encantó la alegría bulliciosa que reinaba en Carabanchel
entre los casi 100 jóvenes de las tres secciones: Filósofos, Novicios
y Aspirantes o Hijos de María, como entonces se los llamaba.
En la sección de Aspirantes se cursaban cuatro años de
Humanidades. Una vez superados, se hacía allí mismo el Novi-
ciado. El Director era D. Honorato Zóccola, italiano, lleno de
vida, emprendedor y de gran espíritu salesiano. Le extrañó, al
comenzar su directorado, la masificación y la complejidad de las
secciones, por la gran dificultad que suponía atenderlas debida-
mente.
Los Superiores estudiaron la solución y decidieron que los
latinistas fueran a Campello y los de oficio, a Sarria.
No pudo empezar con peores augurios la división y el traslado.
Don Zóccola mismo fue a despedirlos a la estación y a desear-
les un viaje muy feliz. Pues bien, la primera noticia que recibieron
a su llegada, fue la de que Don Zóccola acababa de fallecer. Un
infarto segaba su vida joven.
En Campello cursó el 3.° y 4.a de Humanidades y volvió a
Carabanchel para empezar el Noviciado.
Este año tuvo de director a Don Marcelino Olaechea, después
Inspector de la Tarraconense y más tarde de la Céltica.
Comenzó su Noviciado el 25 de Julio bajo la dirección de Don
Antonio Castilla, en su segundo año.
Empezó con mucho fervor, pero no le acompañó la salud.
El médico le atendió desde los primeros días y puso en alerta
al P. Maestro, recetando, aparte de pildoras e inyecciones, mucho
reposo y sobrealimentación. El día del Pilar tuvo la alegría
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inmensa de recibir la sotana de manos del P. Inspector, Don José
Binelli.
Poco pudo disfrutar de las emociones de tal acontecimiento.
Fue agravándose su edema pulmonar, hubo que aislarle e impe-
dirle, incluso, las visitas de sus compañeros.
No había demasiados mimos por entonces en Carabanchel
para atender a un enfermo así. Se vivía muy precariamente, con
verdadera pobreza, faltaba, incluso, lo necesario. El mismo Direc-
tor, Don Marcelino siempre ponderado y prudente, deja constan-
cia de tal penuria en una carta al Inspector. Ya la hemos transcri-
to, en otro lugar. Es clara y desenvuelta.
Así estaban las cosas el año en que comenzó su Noviciado
Jesús Curto. En un clima así de austeridad y penuria, no es extra-
ño que la salud de los jóvenes formandos se resistiese.
El invierno agravó la enfermedad y la primavera no resolvió la
crisis. A primeros de Mayo se puso tan grave, que él mismo pidió
la Santa Unción. La recibió con mucha Fe y tuvo la dicha de
hacer acto seguido, la profesión. Se adelantaba dos meses a sus
compañeros, allí presentes.
Con tan buena preparación, entregaba su alma al Señor el 12
de Mayo de 1921. No era el primero que moría en la Casa y en
circunstancias parecidas. «Bien vengas mal, si vienes solo».
A los 16 años y medio de vida y con 10 meses de Noviciado,
entregaba Jesús Curto su alma al Señor. «Brevi tempore explevit
témpora multa», en poco tiempo, compensó muchos años.
Los griegos, al filosofar sobre la muerte de ciertos jóvenes pro-
metedores, pensaban que los dioses enviaban estas muertes pre-
maturas, por celos y envidia para que no hubiese en la tierra
quien les aventajase en ciencia y hermosura.
Para la Ascética cristiana, Dios los lleva prematuramente al
Cielo para que la malicia de este mundo no los mancille y entur-
bie la hermosura de sus almas generosas.
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ANASTASIO CRESCENZIMALPICCI
Sacerdote.
Nació en Filacciano (Roma) el 21-1-1876.
Profesó en Valsalice el 2-X-1892.
Ordenación sacerdotal en Roma el 18-111-1899.
Falleció en Salamanca el 14-V-1964.
«Los cuerpos se quebrantan con el trabajo;
en cambio los ánimos adquieren nuevo vigor
cultivándolos».
(CICERÓN, De senectute)
Don Anastasio fue un moralista con buen humor. Físicamente
parecía un asceta; moralmente era un hombre optimista, jovial y
que inspiraba confianza.
Cuando se adelantaba para dar las «Buenas Noches» en su
turno de Superiores, pronunciar la homilía o dar su opinión en la
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resolución de los casos de conciencia, los teólogos siempre espe-
raban la ingeniosidad, el donaire, la nota de humor que los hacía
estar atentos.
-Salió el sembrador a esparcir la semilla, y añadía: de trigo, de
centeno o de cebada...
-El padre de familia fue a contratar obreros para su viña. Hizo
una salida a la primera hora, a las seis de la mañana -a las siete
oficiales-...
En una plática de triduo, por la tarde, subió al pulpito, dirigió
una mirada sobre el auditorio y, muy pausadamente, comenzó
diciendo: «Yo venía preparado para hablar a los teólogos; pero he
aquí que me encuentro también con una teóloga...». Lo decía por
una feligresa muy asidua, penitenta de Don Juan Castaño. Des-
pués se supo que le había echado una reprimenda al descarado
predicador.
Las primeras «Buenas Noches» que le oímos dar, al comienzo
de curso, fueron brevísimas y dejó sentada la afinidad entre dos
virtudes que debían brillar en el teólogo siempre, y en las que no
cabía exageración: la caridad y la limpieza. Las dos recomenda-
ciones venían muy bien en un estudiantado numeroso y en una
casa bien necesitada de aseo.
La vida de Don Anastasio fue larga y toda ella ejercitada alre-
dedor de las vocaciones. Pasó por todos los estadios de la forma-
ción: aspirantes, novicios, filósofos, teólogos. Todavía la formación
de los coadjutores no estaba institucionalizada.
Nació en Filacciano, municipio cercano a Roma. Era un pue-
blo de la campiña, con unos centenares de habitantes, gente cam-
pesina y productos elementales: trigo, vino y aceite. Cerca queda-
ba la Urbe, los Montes Albanos y la zona residencial de los
castillos Romanos. En uno de ellos, en Gallero, terminó sus días
en un noviciado de los Jesuitas el Cardenal Billot, maestro de
Don Anastasio en la Gregoriana. Siempre habló muy encomiosa-
mente de él y le recordaba como brillante teólogo, dialéctico
inconfundible, incapaz de dudar de la verdad que profesaba. Fue
uno de sus grandes maestros, como en lo salesiano lo serían Don
Francesia, Don César Cagliero y Don Rúa.
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Cuando nació Don Anastasio, a Don Bosco le quedaban toda-
vía doce años de vida.
Pasada la primera niñez, sus padres le quisieron colocar de
interno en el colegio del Sacro Cuore, recién abierto; pero no
tenían dinero para pagar la pensión. Una bienhechora expuso el
caso a Don Bosco y éste, muy sensible a los deseos de los bienhe-
chores y a los candidatos pobres, le escribió inmediatamente al
Director del Sacro Cuore, diciéndole que le admitieran, sin más.
Así, por recomendación y mandato de Don Bosco, entró Don
Anastasio en el mundo salesiano. Por eso él sostenía que había
sido admitido directamente por Don Bosco, al que no llegó a
conocer.
No llegó a conocer al Fundador, pero tuvo mucho que ver con
sus inmediatos sucesores: Don Rúa, Don Albera, Don Rinaldi. Se
le puede considerar, por tanto, como uno de los «Padres Apostó-
licos» salesianos.
Hizo el aspirantado en Roma y el noviciado en Foglizzo. Su
Maestro de novicios fue Don Julio Barberis, el P Rodríguez de la
Congregación. Al terminar el noviciado, hizo sus votos perpetuos
en Valsálice, en manos de Don Rúa, que le había impuesto tam-
bién la sotana. No pasó ni por los votos temporales ni por el trie-
nio, que todavía no estaba instituido en el «curriculum» de la for-
mación. Ya profeso, le mandaron a Roma, a estudiar Filosofía y
Teología en la Gregoriana. Allí pasó siete años haciendo sin inte-
rrupción los estudios eclesiásticos completos. Tuvo como condiscí-
pulo a Eugenio Pacelli, después Pío XII, y como maestro, al que
había de ser Cardenal diácono y figura preclara, Billot.
De su magisterio aprendería Don Anastasio lo más posible; de
su conducta y del final de su vida, sacó la determinación de no
adherirse con demasiado entusiasmo a ningún movimiento ideo-
lógico y no caer en la ingenuidad de creer que, lo que uno dice y
escribe, lo van a tomar todos tan a derechas como él piensa. Los
genios pueden caer a veces en la candidez y dar lugar a interpre-
taciones torcidas, por torpeza o mala voluntad. ¿No es ésta ya una
norma del moralista asentado y discretamente «furbo» que fue
Don Anastasio?
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Con su carrera flamante y sus 25 años cabales, es ordenado
sacerdote un día de San José de 1899. Celebra su Primera Misa en
el Sacro Cuore, donde había comenzado su carrera, y en el mismo
altar en que celebró Don Bosco su misa memorable, donde la
emoción le embargó una y otra vez, hasta quince, cuando pensaba
en el sueño de la misión anunciada y en la voz tranquilizadora:
«A su tiempo lo comprenderás todo...». La Misa de Don Bosco
era la misa de una misión cumplida, consumada; la de Don Anas-
tasio era la misma de una misión iniciada. También él experimen-
taría emoción.
Aquel curso es enviado a Foglizzo, de profesor de Filosofía
y maestro de música. En Filosofía se desenvolvió bien; en la
música, pasó los apuros del maestro improvisado. «¡Qué pron-
to se hace un maestro de música...!», dirá con sorna, recordan-
do sus comienzos. Al menos aprendió a salir del paso y a
cobrar afición a tal arte. Cuando era casi octogenario, todavía
la practicaba con los archicofrades de Carabanchel, poco más
jóvenes que él.
El año 1903 Don Albera pasó por España, de paso para Amé-
rica. Se dio cuenta de que en la naciente Inspectoría hacía falta un
profesor de filosofía y Teología. Se lo pide a Don Rúa y éste man-
da a Don Anastasio a Sant Vicens deis Horts con tal cometido.
Entre las clases, la música, el ministerio joven y todas las enco-
miendas que caen sobre el salesiano dispuesto y voluntarioso, uni-
das al trato poco regalado, el curso terminó con lo que se preveía:
una abundante hemoptisis.
Fuera por su juventud, los cuidados al caso o la aplicación de
una reliquia de Don Bosco, el hecho es que se repuso y recobró la
salud, hasta tal punto que es nombrado por Don Rinaldi Director
de la Casa. Como el que adquiere una especialidad, queda en
cierta manera hipotecado por ella, tiene que ir a Girona, precisa-
mente a dar Filosofía.
Poco tiempo estuvo en la ciudad del Oñar. En 1903 se abre la
casa de Carabanchel, destinada a novicios y filósofos de la nueva
Inspectoría, llamada Céltica. Don Anastasio es nombrado Direc-
tor. Será el primero de una casa, con la que tanto tendrá que ver.
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Será la casa en la que pasará más años de su vida. Muchos años y
algunos trabajos.
Pero tampoco aquí su directorado será muy largo. La docencia
prima sobre el gobierno. Directores no había muchos, pero profe-
sores, de momento, no había más que Don Anastasio. Esa era la
razón de su traslado a Atocha a los dos años. Su estancia allí será
de siete años. Es el Catequista de la casa inspectorial, da clase a
un grupo de estudiantes, núcleo del futuro teologado; es maestro
de música y atiende a su primer alumnado de 500 muchachos.
Como tantos de los que han pasado por el «paralelo de Lava-
pies», recordará con cariño esa casa-piloto de la Inspectoría.
Se le quedó bien grabada la primera procesión de María Auxi-
liadora por el barrio, con la banda de música flamante y sonante;
la visita del Rey para inaugurar el taller de mecánica, un atisbo
del actual Instituto Politécnico, las veladas, la Iglesia de María
Auxiliadora; pero sobre todo, recordará la visita de Don Rúa en
1906 y lo que sucedió a su paso. El Director Don Antonio Castilla
estaba postrado en cama. Sufría vómitos de sangre. Imposible que
pudiera bajar a la velada de despedida de Don Rúa. Este subió a
la habitación del que había sido su secretario, se entretuvo con él
un momento, le dio la bendición de María Auxiliadora y, desde
entonces, el paciente no vuelve a tener más hemorragias. Son los
carismas que se daban en la primera Congregación, como en la
primera Iglesia.
En 1912 se establece en Carabanchel el teologado de la Ins-
pectoría, el que venía teniendo su núcleo inicial y «schola minor»
en Atocha. Allí vuelve Don Anastasio, siempre al servicio de la
ciencia sagrada y de sus estudiantes.
Los dos últimos años de esta segunda etapa, le tocó pechar
también con el cargo de Director, que no era su plato favorito. A
pesar de eso, como según repetía él, con humor y modestia «cuan-
do no hay caballos, tienen que trotar los asnos», el año 1917 le
mandan de Director a la casa de Talavera, abierta tres años antes
y todavía no consolidada.
Era fundación de una señora pudiente, piadosa, generosa a su
manera y un poco voltaria. Los salesianos destacados allí por Don
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Manfredini venían trabajando bien, a gusto del Inspector y del
pueblo, pero no de la tal matrona. Hubo que renovar casi toda la
plantilla inicial. Para afianzar la obra y tratar de ganarse la volun-
tad de la fundadora, el nuevo Inspector Don Binelli destacó allí
salesianos de toda solvencia. Don Anastasio, prudente, paciente y
sapiente fue al frente del nuevo equipo, pese a que la Teología y
su enseñanza quedaban desguarnecidas. El Inspector tiene que
hacer muchas veces esos cambalaches.
El Oratorio, el externado y el seminario de Talavera marcha-
ban viento en popa. La gente los quería y se les entregó por com-
pleto. Florecían las vocaciones, que es el síntoma de la buena
marcha. A pesar de eso, la fundadora, de cuyo nombre preferi-
mos no acordarnos, seguía con sus reticencias, sus intromisiones
indiscretas -entraba en la cocina y fisgaba las ollas- y sus displi-
cencias. Parece ser que en tal actitud tenían parte algunos ecle-
siásticos que, interesados o celosos, no veían del todo bien la
labor de los Salesianos.
Don Anastasio, que era el testaferro de la situación aguanta-
ba, se bandeaba como mejor podía, pensando en que estas coyun-
turas no eran nuevas en la historia salesiana, y que algún día las
aguas del Tajo discurrirían sosegadas.
Su desahogo consistía en sincerarse con el Inspector, que tenía
como fórmula acostumbrada de aliento: «¡Ver de animarse, hijo
mío!» y escribir a los superiores de Turín, con los que tenía con-
fianza y privanza, haciéndoles ver las dificultades y preparándolos
para cualquier evento.
«Cuando por gracia de la divina Providencia se haya de abrir
una nueva casa...» -decían los Reglamentos antiguos-. En cam-
bio, no daban normas para cuando se hubiese de cerrar. No pre-
veían este caso. En Talavera se dio.
Un buen día la fundadora se presentó con un pliego notarial,
cambiando de plano las condiciones de la fundación y poniendo
otras del todo inaceptables. Era una coartada para que los Sale-
sianos se cansaran y tiraran la toalla. «Lo que hay que empeñar,
mejor es venderlo», dice el refrán. Rehicieron su equipaje y, un
buen día, muy sigilosamente para no despertar la reacción del
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pueblo, abandonaron Talayera de la Reina. La manera de salir no
fue muy airosa, pero obligada.
A pesar de todo, la semilla quedaba lanzada, los Salesianos
dejaban muy alto su buen nombre y la aureola de cariño y admi-
ración los siguió por tanto tiempo, que ha habido más de un
intento de hacerlos volver. Todavía por los años cincuenta, un
buen grupo de fieles Antiguos Alumnos celebraba la fiesta de
María auxiliadora de una manera enteramente ritual; con triduo
predicado, procesión y comida de hermandad. Y en contraste con
una añoranza tan prolongada, se podían constatar también algu-
nas reticencias clericales.
La reserva de alumnos que iban para salesianos -otros se
encaminaban al seminario diocesano o a otras congregaciones-
fueron acogidos en la casa de Béjar. Don Anastasio fue nombra-
do Director. Este fue su único sexenio completo como Director;
los demás habían sido parciales o de circunstancias.
De la ciudad de las cerámicas, a la ciudad de los telares. En
una y otra dejó bien estampada su imagen de hombre circunspec-
to, adaptable al ambiente y, a pesar de su semblante de peniten-
cia, nada triste.
Dejó el campo despejado a Don Roca, el catalán que había de
encontrar en Béjar su segunda patria, y después de pasar un año
en Salamanca, Don Anastasio volvió a Carabanchel y a su Teolo-
gía, que era su verdadera vocación. Sus encomiendas definitivas
fueron la enseñanza, la alta enseñanza: el confesionario, el Orato-
rio festivo y la Archicofradía de María Auxiliadora: las constantes
de todo salesiano legítimo y entrado en años.
En materia de Teología explicaba la Moral y dentro de esta
disciplina, daba la Moral Fundamental y la Moral Especial, la más
básica y la más delicada.
Es sabida la decantación doctrinal de Don Bosco: en dogma
seguía a Santo Tomás; en Moral, a San Alfonso y en Ascética a
San Francisco de Sales: todos ellos pasados por el tamiz de San
José Cafasso, su maestro inmediato. Esa era también la configu-
ración doctrinal de Don Anastasio, si se puede decir que la
tenía.
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En él aparecía más el hombre llano y cercano que el encopeta-
do doctor. Una moral la suya más vivida que teorizada, más de
vida que de cátedra. No sabríamos decir qué posición de escuela
tenía; sólo diríamos que ni era rigorista ni era permisivo, tratán-
dose de los demás. Eso no significa que fuera neutro, sino muy
equilibrado y humano, en la clase, en la vida y en el confesionario,
que es la cátedra personal y secreta. Tanto él como sus otros cole-
gas de profesorado, distinguían muy bien la enseñanza de la doc-
trina, de la observancia de la disciplina. No había miedo de que se
formara un magisterio o un directorio paralelo, como ahora se
lamenta. Cada uno estaba en su sitio.
Cuanto más se domina la Moral, «tanto mayor bien se puede
hacer a los penitentes y con tanta mayor rapidez y seguridad se
les puede contestar». Eso decía San José Cafasso y lo sabía y
practicaba Don Anastasio, por competente en la Moral y por
experimentado en las confesiones: «el arte de las artes».
Ayudó a muchos a soportar sus cruces y ahorró a todos el peso
de la suya. «¡Qué sabia y hermosa conjugación de moralista y
confesor...!»
Todo eso se traslucía en el ejercicio de una vida bien llevada.
Con naturalidad y con su manera de ser y conducirse, alegraba el
ambiente y aliviaba las tensiones que se presentaban en un teolo-
gado tan numeroso y heterogéneo como fue en tiempos en el de
Carabanchel y Salamanca.
«Senatus mala bestia, senatores boni viril». Dicho en latín,
que todos entendían, la cita tenía menos mordacidad y la distin-
ción entre teologado y teólogos se hacía más tolerable.
Ingenioso y con chispa para la ironía, no tuvo nunca expresión
indelicada u ofensiva para nadie.
Sus compañeros de claustro, bien avenidos, apuntando a su
intención y agudeza, le decían que parecía que había nacido en
«Moncuco».
-¿Qué régimen de alimentación tiene Vd., Don Anastasio?, le
preguntan. -¿Yo?, contestaba: un buen régimen... nada más.
La avidez intelectual de siempre se le tornó curiosidad en sus
últimos años. De todo quería enterarse, de lo que sucedía y de lo
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que se decía cerca. Y como no oía, se hacía preguntón y repetiti-
vo. A veces, sus interlocutores se cansaban y le daban respuestas
expeditas. No quedaba satisfecho y lamentaba: «Me dicen las
cosas a medias»...
-¿Y cómo sabe Vd. que son a medias?, le preguntaban.
-Porque hasta ahí, ya llego, decía resignado.
En Carabanchel le sorprendió la peripecia de la guerra civil,
en julio de 1936.
Pasada la dispersión, las detenciones y el pavor de los prime-
ros días, Don Anastasio, acogiéndose a su condición de italiano,
pudo huir a Italia. Estuvo dos años en el estudiantado de Chieri y,
terminada la guerra, regresó a España, a Astudillo, donde pasó
un año, otra vez de Director interino. Se incorporó de nuevo a
Carabanchel y allí estuvo hasta que se abrió el Teologado de Sala-
manca. Su vida fue la del Carabanchel de la primera etapa. Lo vio
nacer, crecer y desaparecer en el transcurso de casi medio siglo,
como si se tratase de uno de los añosos y copudos árboles que
jalonaban la finca. No se sabe que hiciera ningún comentario apa-
ratoso a ese paralelismo entre una vida y una Obra.
Bien es verdad que, al pasar a Salamanca, pasaba a mejor
Obra, para desde allí pasar a mejor vida, si cabe el fácil juego de
palabras.
Si aquel Carabanchel tuvo la duración de medio siglo, el Teo-
logado de Salamanca, por su nacimiento, su emplazamiento y
estructuración perfectas, parecía llamado a durar una eternidad y
tener un florecimiento espléndido. Por gran desgracia, no fue así.
Apenas duró quince años: los de un adolescente enfermizo y
malogrado. Era una obra demasiado faraónica y fuera de la usan-
za salesiana: nacimiento humilde y crecimiento laborioso y lento.
Don Anastasio no la disfrutó más que tres años, a lo largo de
los cuales se fue acabando dignamente. Su vida, como los días lar-
gos, tuvo un ocaso lento.
Desde octubre de 1963 se le veía decaer sensiblemente, a
pesar de que se esforzaba por acudir a todos los momentos de la
vida de comunidad. Caminaba con sus botas deformadas y gran-
des para aliviar las durezas de los pies, pasos cortos y apresurados
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y andar trabajoso. Se iba recluyendo cada vez más en su habita-
ción. Dejó de sumarse a los actos más incómodos del horario.
Su aparición cada vez más esporádica era celebrada por todos,
que le encontraban cada vez más escuálido y amojamado. Nunca
fue muy agraciado, pero llegó un día en que le podían aplicar las
palabras de Don Bosco a Don Rúa: «Cuando la gente diga o
piense: ¡qué estropeado, qué viejo y qué feo está Don Rúa, es que
pronto te vas a morir...!»
Los superiores y los teólogos le visitaban a menudo para
entretenerle y para entretenerse con sus agudezas. Una vez Don
Juan y Don Salvador, que tenían distintas figuraciones de la
muerte, le preguntaron:
-¿Tranquiliza o impone la realidad de la muerte? Y Don
Anastasio contestó con énfasis en favor de lo segundo: -¡Por
todos los conceptos... impone!
De hecho, la suya no fue ni espantable ni aparatosa. Dándose
cuenta de que su vida no era ya más que tiempo y que éste era
escaso, él mismo pidió los Sacramentos, que recibió con lucidez y
devoción.
Murió el 14 de mayo, fiesta entonces de Madre Mazzarello y a
punto de comenzar la novena de María Auxiliadora, cuya Archi-
cofradía había comenzado ya a organizar en la barriada de El
Royo. Murió en una fecha salesiana.
Los funerales fueron solemnes, como correspondía a los méri-
tos y al cariño del difunto. Estuvieron presentes Inspectores,
Directores, muchos salesianos y representantes de Madrid, Béjar
y un «resto fiel» de Talavera. Contaba a la sazón ochenta y ocho
años de edad, sesenta y cinco de sacerdocio y setenta y dos de
profesión.
Era el primer salesiano que moría en el Teologado. Después le
seguirían Don Leandro, Don Juan Gil, Don Jesús Marcellán, Don
Esteban Ruiz y el teólogo Francisco Franco. Demasiadas muertes,
demasiadas vidas egregias acabadas en aquel Teologado de Sala-
manca...
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17.3 Page 163

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BUENAVENTURA ROCA SERRA
Sacerdote.
Nació en Orcáu (Lleida) el 22-1-1873.
Profesó en Sant Vicens deis Horts (Barcelona)
el 22-X-1986.
Ordenación sacerdotal en Vich el 1-VI-1901.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 25-V-1960.
Don Buenaventura no gozaba de mucha simpatía entre los
aspirantes del Paseo de Extremadura. Cuando venía todos los
años por el mes de septiembre, acompañando al grupo de alum-
nos que preparaba para el aspirantado, les propinaba unas «Bue-
nas Noches» que les sonaban más bien a filípicas. Se apoyaba en
el borde del proscenio que separaba el comedor de los aspirantes
del de los Superiores, metía las manos en las bocamangas de su
sotana y, muy grave y entonado, con voz gangosa y acento cerra-
damente catalán, les hablaba del trabajo, del deber, del tiempo
bien aprovechado y de la necesidad de ganarse honradamente el
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17.4 Page 164

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pan. Como si se tratase de empleados morosos, necesitados de
alguna reprimenda.
Don Roca era, aparentemente, un hombre duro, exigente con-
sigo mismo y con los demás. Parecía hacer honor a su apellido,
aunque en el fondo tenía un gran corazón y era sensible a las
necesidades de los demás. Decir Don Roca en Béjar, era mentar
al paño de lágrimas de los alumnos y de sus familias.
Había nacido en Orcáu, Lleida, un pueblecito que se fusionó
no hace demasiados años con Benavent, Figuerola, Ivona y Sant
Roma de Abella. Tiene paisaje, agricultura y minas, lo suficiente
para entretener y mantener dignamente a sus habitantes.
Los padres de Don Roca se llamaban José y Clara. Formaron
un hogar bien poblado, con doce hijos. Ninguno de ellos mostraba
síntomas de vocación sacerdotal o religiosa. Una vez la madre se
lamentaba muy pesarosa de que con tantos hijos, ninguno se incli-
nase hacia la Iglesia. Buenaventura se ofreció resuelto:
-Yo te daré gusto: seré sacerdote. «Que tanto puede una
mujer que llora», dijo Lope de Vega. Y una madre que anhela y
pide a Dios una gracia tan legítima.
Don Roca fue sacerdote un poco por gracia de Dios y otro
poco por secundar los deseos de su madre.
Se le murió cuando ya llevaba en Béjar bastantes años. No
dijo nada a nadie, dado su natural reservado y cauteloso. Hasta
que un día, al cabo de una semana, en un sermón salió a relucir la
madre y no pudo contener la pena. Rompió a llorar y tuvo que
bajarse del pulpito, sin más comentario. Y eso que parecía tan
insensible...
Ingresó como alumno en Sarria, el uno de septiembre de 1894,
como alumno aspirante. Al año siguiente comenzaba el noviciado
en Sant Vicens deis Horts. Tuvo como compañero, entre otros, al
Sr. Urtasun. Don Rinaldi le impuso la sotana y le tomó la profesión
un 22 de octubre de 1896. Fue la primera profesión y la perpetua.
En Sarria hizo al mismo tiempo la Filosofía y el Trienio, estu-
diando y asistiendo a los artesanos y a los estudiantes. No sabe-
mos si los estudios saldrían muy bien parados con ese régimen de
vida, pero lo que es el estudiante, estaba bien atareado.
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17.5 Page 165

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Las Ordenes Menores las recibió en Barcelona, el Subdiaco-
nado y el Diaconado y el Sacerdocio en Vich. Fue su Obispo
ordenante Mons. Torras y Bajes, prelado eminente, catalanista y
polémico.
De él es el lema que figura en el frontispicio de Montserrat:
«Catalunya será cristiana o no será».
Sarria fue la primera casa que conoció, la casa de su trienio y
la de sus primeros años de sacerdote. Por algo se le quedaría bien
grabada.
Cuando era ya viejo y estaba «aparcado» en el colegio de San
Fernando, con su esclerosis senil, en los momentos de desvarío, se
escapaba al Mesón del Segoviano, atravesaba la carretera de Col-
menar, con evidente peligro, diciendo que iba a Sarria...
De Catequista de Sarria pasó a ser Director de Valencia, el
segundo Director de aquella fundación y de allí, a encargado del
Tibidabo. Comenzaba su tarea de «gran recaudador».
¡Ay del Cottolengo si pide -decía San José Cafasso-, ay de
Don Bosco si no pide! Don Roca es uno de los Salesianos que
han estado sujetos a esa condición.
En 1908 fue nombrado Director de Béjar por primera vez.
Venía de Barcelona a la Badalona salmantina. No tenía nada de
salmantino, pero en Béjar encontró paisaje, industria y trabajo a
placer. Ciudad hermosa, industriosa y piadosa, al menos por lo
que mira al Castañar y a la Virgen.
«Tiene historia de Señora
y honrada vida de obrera.,.»
Don Roca se situó en la ciudad de una manera inamovible.
Pocos casos de una identificación semejante. Don Roca se dio por
completo a Béjar y Béjar le dio a Don Roca todo lo que podía
darle. ¡Cuarenta años de vida llegan a hacer una simbiosis eterna!
«Per quindecim annos grande mortalis aevi spatium», dijo el
prosista latino. Quince años son un trecho notable de la vida
humana. Don Roca estuvo en Béjar más de cuarenta, con una
actividad afanosa, dinámica, de transformación del colegio y en
parte también, de la ciudad.
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Llegó en un momento que había harto que hacer en todos
los aspectos. Era el cuarto Director que se hacía cargo del cole-
gio. Este arrastraba un período de decadencia. Don Roca se
impuso la tarea de levantar el nivel escolar y el nivel espiritual
del Colegio y, de rechazo, el nivel social de la ciudad. Béjar era
de antiguo una ciudad industrial surgida en una provincia agrí-
cola y ganadera.
De clima frío, la necesidad creó el órgano. El frío hizo surgir
las fábricas de paños que le han dado fama. Era una ciudad indus-
trial, con sus problemas endémicos de división de clases: patronos
y obreros. Ese ambiente ya lo conocía Don Roca desde su Catalu-
ña natal. Tenía que hacer equilibrios para ganarse a unos y no
malquitarse con otros. La caridad cristiana y la política de Don
Bosco guardan el secreto de esa técnica.
Comenzó por organizar los estudios del Colegio. La esco-
laridad era gratuita y el régimen espartano. A las siete de la
mañana iban los muchachos al colegio para hacer allí mismo
el estudio que en sus casas no tenían ambiente ni comodidad
para hacer y preparar las lecciones del día. Trazó un horario,
buscó libros de texto recomendables, añadió francés y conta-
bilidad a los programas de los últimos cursos, se tenían pun-
tualmente las notas de semana y de mes y en dos años el
auge, los resultados se hicieron notar. Los chicos estaban
empeñados y los padres contentos. El colegio, que se había
montado sobre un antiguo telar, resultaba otro telar de labo-
riosidad y logros humanos. La buena fama cundía y a los
alumnos se les abrían las puertas de empleo en los talleres,
los establecimientos comerciales y las oficinas de los bancos.
El colegio salesiano era una sucursal de mano de obra solven-
te. «Buenos cristianos, honestos ciudadanos y profesionales
responsables»: las tres cualidades que Don Bosco buscaba
para los hijos del pueblo.
El colegio iba acreditándose, creciendo y haciéndose apreciar,
gracias a la intuición y al tesón de Don Roca y su equipo.
Al auge escolar acompañaba la labor religiosa. La pedagogía
salesiana provee a todo.
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«Ni el rezo estorba al trabajo
ni el trabajo estorba al rezo».
Se acompañan y se estimulan.
Adecentó la capilla que, por no tener, no tenía ni bancos. Dio
esplendor a las funciones religiosas, solemnizó las fiestas, impulsó
el teatro, las excursiones, la música y puso en juego todos esos
recursos tradicionales, sencillos y salesianamente infalibles, que
hacen a los alumnos sentirse contentos y considerar el colegio
corno prolongación de su casa.
Estaba en la ciudad del Castañar y tuvo buen cuidado de
empalmar la devoción a María Auxiliadora con la Virgen del
«bejaraño edén ameno».
Cada año, al día siguiente de la fiesta de María Auxiliadora,
los comulgantes, las familias y alumnos iban en peregrinación al
Castañar, a celebrar la tornafiesta de la Virgen salesiana, que tan
buena pareja ha hecho siempre con las Vírgenes autóctonas,
reforzando la piedad de los pueblos adonde han llegado los hijos
de Don Bosco.
Cuando llegó Don Albera, en 1912, Béjar era ya «una ciudad
salesiana por los cuatro costados», según nos dicen los entusiastas
cronistas. No se pudo hospedar en el colegio, porque no había
acomodo para tan ilustre huésped, pero todas las casas y todos los
carruajes se le ofrecieron para que los ocupase y recorriera la lon-
gitud de sus calles en olor de multitudes.
A continuación fue a Salamanca, al colegio de San Benito,
también de Director. Ya no se apeó de este cargo, hasta que estu-
vo inútil para todos. Así se comportaba la congregación de enton-
ces. «Esa es Castilla, que face los ornes e los gasta». Ahora se usan
las pausas de descanso y repostación después de un sexenio.
Entonces se exprimía a los hombres hasta la última gota de su
suco humano.
En San Benito renovó las clases, acicaló las paredes, consolidó
el internado de los «gonzaleros» y marchó de nuevo a Béjar, su
feudo. «Mantua me genuit, Cálabri rapuere»: «Mantua me engen-
dró, Calabria me arrebató», rezaba el epitafio de Virgilio. Don
Roca no era poeta ni cantó a los campos ni a los ganados, pero
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hizo cosas más positivas y podía decir: «Nací en Cataluña, pero
los bejaraños me secuestraron y me retuvieron para siempre».
Volvió a Béjar el año 1929 para ser Director hasta 1943, en su
segunda época. Seis años de confesor, para poder decir que cono-
cía a los bej araños por fuera y por dentro, en el fuero de la exis-
tencia y de la conciencia, y volvió a ser Director una tercera vez:
desde 1949 hasta 1952. ¡Caso insólito!, como si fuera una afección
endémica o no hubiera otro que le pudiera sustituir. Ser Director
de Béjar pasó en él a ser una segunda naturaleza y otra profesión
perpetua. No es extraño que al cabo de los años, lo viniera a ser
todo en la casa: el Director, el administrador, el ordenador de
toda la marcha y el depositario de todas las llaves. Ejercía un tota-
litarismo paternalista. Los de fuera lo veían natural y los de den-
tro lo llevaban con comprensivo consenso. No se puede ejercer
por tanto tiempo un cargo como quien lleva una prenda postiza.
Cuando Don Roca volvió a Béjar, volvió con las mismas con-
vicciones, ideales y costumbres; pero fuera, las cosas habían cam-
biado. España un día se había levantado republicana, inquieta y
pendenciera. El ambiente se hizo espeso y la convivencia difícil y
crispada, también en Béjar.
Ya no era «la blanca paloma sobre el alcor», ni los bej araños
eran abejas laboriosas que «liban perfumes cristianos-disueltos en
brisas sanas». Las brisas del Castañar trabajan más contaminadas
e inquietantes.
Pero Don Roca siguió su trayectoria de hacer del colegio una
colmena bien guardada, al socaire de los vientos turbulentos.
Con ocasión de la «quema de conventos», el colegio estuvo
cerrado durante una semana. Al cabo de esos días, las mismas
familias se presentaron al Alcalde reclamando la apertura, para
evitar que los niños anduvieran vagabundos por las calles. Fue la
mayor perturbación que experimentó la vida del colegio.
Hasta pensó formar con los Antiguos Alumnos un sindicato
obrero -esa fuerza había cobrado la Asociación-, pero ni las
autoridades ni los sindicatos laicos se lo consintieron.
El colegio siguió prosperando, agrandándose incluso, y con-
tando con la simpatía cada vez más decidida de unos y la toleran-
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cia, más o menos velada, de otros. Nadie ponía en duda la labor
social que se llevaba a cabo dentro de aquella colmena organiza-
da, que era el colegio.
La labor de Don Roca transcendía fuera. Buscaba colocación
a los alumnos, componía los conflictos de familia, visitaba a los
enfermos conocidos y hasta ayudaba a bien morir a los alejados.
Llegó a ser una institución y una providencia para todos los
necesitados. Con los salesianos podía ser un tanto desabrido y
riguroso; pero con los de fuera, era llano, sencillo y sumamente
amable. «En la ciudad todos le querían y le recuerdan», dice Don
Aniceto Sanz, uno de sus sucesores en el cargo, que cosechó los
frutos de la labor que había realizado Don Roca y que tuvo que
cargar con el amargo cometido de verle salir del colegio, cuando
su estancia en él era aconsejable. Había dado de sí todo lo que
podía dar: tiempo, energías, capacidad, desvelos y salud. «Impen-
dar et superimpendar»; «Me emplearé y me sobreemplearé»,
podía decir con San Pablo.
La ciudad también le correspondió agradecida.
El año 1951, con motivo de sus «Bodas de Oro Sacerdotales»,
se le rindió un homenaje clamoroso, se le hizo «Hijo Adoptivo de
Béjar», y se le concedió la medalla de plata. No llegó a más la lar-
gueza municipal y humana. Pero como suele suceder en estos
homenajes, son un poco la liquidación de cuentas, el agradeci-
miento a lo hecho y el reconocimiento tácito de lo que ya no se
puede seguir haciendo. Un agradecimiento obligado, pero tardío
y triste.
Cuando salió para el colegio de San Fernando, con el pretexto
de que allí estaría más atendido, el pueblo de Béjar lo sintió como
un desplazamiento descorazonador. Sólo se avino a dejarle salir,
bajo la condición de que un día regresaría, para tener el gozo de
guardar los huesos del que durante más de cuarenta años les
había dedicado la vida entera.
Estuvo todavía en San Fernando unos años y en Mohernando
uno. Aquejado de esclerosis senil progresiva, su vida ya sólo era
tiempo y su persona, una sucesión de momentos lúcidos y de des-
varios.
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17.10 Page 170

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Como sucede con los trabajadores natos, la incapacidad de tra-
bajar les supone un calvario. El trabajo cansa, pero el ocio obliga-
do destruye. Repetía, a cada paso los nombres bien aprendidos: el
P. Hermida, Don Rinaldi, Don Ricaldone, Sarria, el Tibidabo,
todos nombres lejanos, borrosos. Todo lo salesiano había sido para
él santo y bueno; ahora era lo único recordable. Reía y lloraba por
todo, como un niño, que no tiene más maneras de expresarse.
En algunos momentos tenía chispazos de lucidez, de filosofía
campesina, de experiencia acumulada.
A Mohernando vino a terminar sus días. De vez en cuando
aparecía de pronto en la comunidad con las ocurrencias más
extrañas. Había que tener la serenidad y la caridad de disimu-
lárselas.
Se dio cuenta a los Antiguos Alumnos de Béjar, según lo con-
venido, de cómo se encontraba. Se presentaron inmediatamente.
Se iban turnando cerca de él, como en una guardia de defunción.
Hasta que expiró.
A toda prisa llevaron su cadáver hasta Béjar. Allí tuvo lugar el
duelo más sentido y más general.
Era el 25 de mayo fiesta de la Ascensión. Había venido a
morir entre dos fiestas. Su entierro suplió por una vez la procesión
de María Auxiliadora, proyectada para la tarde de la Ascensión.
En el cortejo figuraban tres presidencias: La de la Comunidad
Salesiana, la del Ayuntamiento y la Eclesiástica de Béjar y la Dió-
cesis. Y un pueblo inmenso desfilando silencioso hacia el cemen-
terio lejano.
Al llegar, a la entrada del lugar santo, depositaron sus restos
mortales en un panteón nuevo, regalo del Ayuntamiento y los
Antiguos Alumnos.
Así pagaba la Ciudad los incontables servicios del hombre de
Dios.
Años después, en 1965, como homenaje postumo, le dedicaría
una calle cercana al Colegio y le concederían la Medalla de Oro
de la Ciudad. Más honores merece y un galardón más efectivo el
que hizo de Béjar su segunda patria y de los bejaranos sus hijos
adoptivos.
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18 Pages 171-180

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A los alumnos, a los Antiguos Alumnos, a sus amigos, que fue-
ron todos los bej araños, les recomendaba mucho la Fe, la virtud
que él necesitó y de la que hizo el eje de su vida.
Si se hubiera dictado un epitafio para su sepulcro de regalo,
podía haber sido el que figuraba en las cartelas del sarcófago de
un bienhechor:
«El que aquí está sepultado, no murió.
Su muerte fue el principio de otra vida».
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FRANCISCO JAVIER CORDERO DOMÍNGUEZ
Sacerdote.
Nació en Carmena (Toledo) el 27-11-1937.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1954.
Ordenación sacerdotal en Salamanca el 2-III-1964.
Falleció en Guadalajara el 25-V-1990.
Javier Cordero era el cuarto salesiano que moría en Guadala-
jara en los casi cuarenta años que lleva abierta la casa. De los cua-
tro salesianos fallecidos, sólo el Sr. Pachi murió de manera natural
y en edad avanzada. Amor, Higinio y Cordero murieron jóvenes
y de muerte brusca. De edad y manera parecida murieron tam-
bién Antonio Tomé y José Luis del Amo. Los tres sacerdotes, los
tres jóvenes y compañeros. ¡Cuántas coincidencias y muertes
parecidas, lamentablemente parecidas...!
Había nacido Javier en Carmena, provincia de Toledo, pueblo
grande entre Torrijos y Talavera. Nació el 22 de febrero de 1937,
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en plena guerra civil y cuando se libraba una de las batallas más
enconadas: la del Jarama. No sabemos si los hijos de la guerra
nacen con algún signo trágico. En Javier se diría que sí, a pesar de
que él era pacífico, pequeño, frágil y amable. Era el menor y her-
mano único varón de dos hermanas más. Se crió, por tanto, bajo
muchos cuidados femeninos.
Muy niño, su familia se trasladó a Madrid, obedeciendo a los
traslados coyunturales de su padre, que era ferroviario. Aprove-
chando esa circunstancia, le hacían frecuentes visitas cuando esta-
ba en Arévalo, Mohernando y Guadalajara.
Vivían en la calle Delicias, cerca de la estación y del colegio de
Atocha. Comenzó por frecuentar el Oratorio festivo. Le gustaba
verse entre tantos chicos contentos y entretenimientos; era pun-
tual e hizo en él la Primera Comunión. En el colegio nació a la Fe
y a la vocación, que alumbraron los bondadosos Directores Don
Rufino y Don Fernando Bello. Con el grupo de vocaciones que
salían todos los años, como de un vivero natural, fue a Astudillo y
luego a Arévalo, a hacer el aspirantado. Las dos casas pasaban
por años de escasez económica, pero como era un achaque gene-
ral, abundaba el buen espíritu y los aspirantes eran de fácil con-
tentar, llegaban al noviciado de Mohernando en número tan cre-
cido, que podían saturar las casas de formación. Fueron los años
prósperos de vocaciones. Alcanzaban para abastecer las casas de
la Inspectoría y para exportar a Venezuela, Argentina, México.
Al terminar el noviciado, siempre había un número de elegidos
para las misiones. La táctica que había era: no mandar ni a los
mejores ni a los inseguros, dando por descontado que todos eran
buenos, dispuestos y cincelados en el buen taller del noviciado.
Pocos eran los que dejaban de hacer su petición para misiones.
La de misionero era una vocación complementaria.
Javier Cordero, «Corderillo», como le llamábamos en su desa-
rrollo menudo y vivaracho, fue a Guadalajara a hacer la Filosofía
entre el medio centenar de sus compañeros. Los había de todas
las índoles y estaturas.
Había ejemplares de toda la gama de la Psicología: primarios,
secundarios, activos, emotivos y no tales... Formaban una baraja
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copiosa y hermosa de temperamentos. Las funciones de teatro y
las sobremesas iban seguidas y daban lugar a que cada uno luciera
sus cualidades.
Javier declamaba con gracia la poesía extremeña de Gabriel y
Galán, «Cara al Cielo», que comenzaba exclamando: «¡Qué nochi
tan rica! ¡Qué nochi tan guapa!» Marcaba con intención de auto-
defensa aquello de
«que la genti también comprendamos
lo que ca uno jaga,
lo que ca uno inventi
lo que ca uno valga»,
para terminar con un reproche apologético del gañán al veterina-
rio descreído:
«El de Arriba mos da los ganados
y Vd. mos los mata».
Cuando era mayor y con licenciatura en Letras adquirida en
Salamanca, aprendería y repetiría versos y textos de otros autores
menos ingenuos.
Salió de Guadalajara con la Filosofía y demás asignaturas
decorosamente estudiadas y fue a hacer el trienio a Salamanca, el
colegio de categoría académica principal de la Inspectoría de
entonces. Enseñó lo que sabía y aprendió mucho, como todos los
que pasaron por aquella palestra de la pedagogía salesiana.
Daba clases, jugaba al balón en aquel dédalo de pelotas que se
cruzaban vertiginosamente y cuidaba las flores de la galería, aque-
lla galería estrecha, larguísima y con el Cristo de Velázquez al
fondo. Pasó un trienio intenso, alegre entre la docena de compa-
ñeros clérigos y muy contento, aunque no sin la guerra de los
escolares que se ensañaban con «los peones» del profesorado, los
trienales.
Era un trienio del que se iba a la Teología con ganas de estu-
diar y dedicarse a sí mismo. La Teología no se consideraba perío-
do de prueba, que se suponía bien superado; sólo de formación o
de remate de la formación.
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Hizo la Teología entre Carabanchel y Salamanca. De un estu-
diantado desvencijado y viejo, pasaron a un estudiantado flaman-
te. «De la corte al cortijo», dice el proverbio. Aquí fue al revés:
del cortijo a la corte, si bien fue una corte de duración efímera.
La ambición de Don Alejandro, de construir un teologado
para 300 teólogos y para la historia, se quedó en un ensayo de tal.
Pero nadie le puede escatimar el mérito de haberlo intentado. Las
primeras promociones salían numerosas y entusiastas y hacían
prever un florecimiento perdurable para tan respetable construc-
ción.
Cordero se ordenó de sacerdote a primeros de marzo de 1964.
Tomó por lema de su sacerdocio: «Sancti estote quia ego sanctus
sum», sed santos, porque yo lo soy. Ese lema le ayudaría a desem-
peñar el primer cargo que le encomendaron: profesor y catequista
del Paseo de Extremadura.
De un bachillerato hecho y en marcha, el de Salamanca, fue a
otro que estaba consolidándose. Se había terminado el edificio,
pero en la cúpula de personal se abrió aquel año una brecha
lamentable. A Javier, como Catequista, tuvo que afectarle bastan-
te. Don Jesús Marcellán fue en remediador de aquel entuerto. Al
cabo de los años, volvía al Paseo de Extremadura, que había deja-
do treinta años antes, a componer el cuadro y a devolver la con-
fianza a los salesianos y en los salesianos, tan quebrantados por la
espantada del Director anterior. ¡La historia oculta, subterránea y
críptica de nuestras casas, si se escribiera...!
No estuvo muchos años en su primer destino de sacerdote. De
allí pasó como Consejero a San Fernando, en la sección de los
pequeños, que eran cerca del millar y en colaboración con Don
Agapito, ya decadente y cansado, después de tantos años de bre-
gar casi en solitario con aquella sección. Vuelve al colegio de
María Auxiliadora de Salamanca, esta vez como estudiante de
Letras ya maduro y cuarentón, pero con facultades y voluntad de
cualificarse, como se decía entonces, en los años del post-capítulo
de la renovación. La licenciatura de Letras le sirvió para ilustrar
su magisterio y su cargo de Consejero en Salamanca, Arévalo y
de nuevo Salamanca, la casa en que más aprendió y en la que
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18.6 Page 176

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tuvo ocasión de enseñar por más tiempo. No sabemos si, como a
Cervantes, «le enhechizaría la voluntad», pero a ella volvió una y
otra vez y de ella salió bien contento, como lo quedaron de él
grandes y chicos, a juzgar por los testimonios tan numerosos y
sentidos, que se hicieron patentes a su muerte. Era pequeño, pero
eficiente en todos los aspectos y dejó un gran vacío.
Todo cambio, supone un comenzar de nuevo. Se trasladan los
enseres personales, los libros y el título académico, pero el presti-
gio, el aprecio y el ambiente afectivo hay que rehacerlo de nuevo.
Eso tenía que hacer Javier al venir a Guadalajara de Jefe de
Estudios el primer año y de Administrador al año siguiente. Todo
lo encontraba distinto, incluso la nomenclatura de los cargos que
había desempeñado hasta entonces. Los estudiantes, sobre todo,
no eran los chicos serios y dóciles de Salamanca. Eran más indo-
lentes y más inquietos, complicados y tramposillos que los del
antiguo Helmántico, con tan larga tradición de disciplina y de fun-
cionamiento cuasi-militar.
-Me miran por encima del hombro -decía Javier-, como dán-
dome a entender que soy pequeño y que no tengo demasiados
arrestos. Yo sé cómo soy y lo tengo bien asumido. El último año,
en la velada de Navidad, les dio por cantar el villancico «Ay del
chiquirritín que ha nacido entre pajas...». Lo cantaba el curso del
que era tutor y lo cantaban por él. Tanto lo repitieron y con tan
evidente rumiada intención, que terminaron por enfadarle.
La corpulencia es sólo cualidad de apariencia. El Arcipreste
de Hita, que tejió el elogio de las mujeres chicas, podía haber
hecho también de los hombres chicos, pero voluntariosos y de
buen hacer.
El segundo año se planteó un reajuste en el personal de la comu-
nidad. El Director cumplía su sexenio, el Administrador pasaba a
ser Director y al Administrador había que suplirle con un salesiano
de la misma comunidad. La suerte cayó sobre Javier, bien a su dis-
gusto. Siempre entre Letras y problemas escolares, ahora tenía que
pechar con números, facturas, nóminas y asuntos administrativos.
De lo intelectual y humano a lo material y rastrero. Pero todo es
necesario, «que no hubiera capitán, si no hubiera labrador».
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Los motivos que inclinaron la obediencia del lado de Javier,
aparte de su virtud para encajar las encomiendas, eran los de su
conocida metodicidad y su costumbre de orden y puntualidad de
detalles.
No había hecho los cursillos que ahora se recomiendan para
todos los aprendizajes. Hay cosas que no se aprenden y hay cosas
que se llevan innatas.
A Javier, para ser un Administrador de oficio, le bastó con
repasar las normas de los Reglamentos, dejarse asesorar y tener
en cuenta los principios del buen sentido para la economía:
«No hay renta más segura y cierta que dejar de gastar lo que
se puede excusar».
«No hay mucho que no se acabe ni poco que no alcance...»
Con este corto bagaje de preparación, con disposición de
sacrificio y humildad para pedir y aceptar consejo, remontó Javier
los primeros meses de su cargo de Administrador. No se puede
decir que ya se hubiera hecho al cargo y que no le resultara eno-
joso el ir y venir a los bancos, el regateo de los contratos y la
marrullería de algunos asalariados. Nada de eso le hacía feliz ni le
alegraba el ceño angustiado que presentaba. Confiaba en que «no
hay mal que cien años dure ni plazo que no se acabe».
El suyo se acabó con una prontitud imprevisible. No llegó al
año.
Terminó el día de María Auxiliadora. Se había celebrado la
novena y la fiesta como no se podía desear más, tratándose de la
cumbre de las solemnidades salesianas. «Todo lo hizo Ella» y por
Ella se hace todo lo factible humanamente. Como tesorero de la
casa, había abierto las arcas de la economía y de la generosidad
personal. Gastos, gestiones, atenciones a los invitados. A todo
había llegado su diligencia y su dedicación. María Auxiliadora,
que es una Virgen como para desfilar por una avenida; tan arro-
gante y tan majestuosa es su imagen, estaba para terminar el reco-
rrido de la procesión y traspasar el umbral del patio del colegio.
Los cohetes anunciaban la entrada y subían raudos a lo alto. Se
confundían las luces de las explosiones con las primeras estrellas
del anochecer.
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Un fallo precipitó las explosiones y provocó un incendio de
pólvora y una explosión extraña y alarmante. Enseguida se acercó
uno en demanda de la llave de la terraza, porque había un herido.
La deflagración había sido tan rápida, que a Javier no le había
dado tiempo a protegerse. Refugiado contra la pared, la llamara-
da le alcanzó y le produjo una brecha profunda y sangrante. Le
llevaron a toda prisa a la clínica y le hicieron la primera cura.
Como se trataba de una quemadura, le trasladaron al Sanato-
rio de Quemados de Madrid. Allí creyeron que la hemorragia
estaba contenida y que el estado del paciente no parecía alarman-
te. Le dejaron estar, para hacerle una cura más a fondo a la maña-
na siguiente.
La herida, contra lo que todos imaginaron, contra lo que pen-
só el mismo paciente, resultó mortal.
Nadie se dio cuenta de que se moría, ni él mismo dio la menor
señal de alerta. Al amanecer del día 25, todos hacían cabalas para
recomponer el drama y explicarlo.
«...Que se me ha ido...» fue la exclamación atónita del faculta-
tivo... Que se nos ha ido, podía ser la exclamación de todos, a
medida que la noticia iba esparciéndose, como la pólvora fatal...
El día amanecía con el olor y la resaca de la fiesta y teñido de
un luto sin paliativos...
Cuando los alumnos, reunidos en la iglesia para la oración de
la mañana, recibieron la noticia, quedaron sumidos en un silencio
profundo y tristísimo...
Con aquel silencio querían expresar todo el aprecio que le
debían, reparar toda la guerra que le habían dado y expiar lo
poco o lo mucho que le habían hecho sufrir... Sólo divierte ser
malos cuando una persona buena nos soporta, como los había
soportado Javier Cordero, con regañinas sin hiél, callada y mansa-
mente, como cumplía a su apellido y a su condición...
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18.9 Page 179

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JUNIO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
10 1986 Coadjutor José Antonio FDEZ. BOLANOS
15 1917 Novicio José GONZÁLEZ ALVAREZ
22 1962 Novicio Santos ENCINAS MONEDERO
28 1920 Coadjutor Pedro SEGUÍ BAUSA
34 195
23 199
22 203
33 206
193

18.10 Page 180

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19 Pages 181-190

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19.1 Page 181

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JOSÉ ANTONIO FERNANDEZ BOLAÑOS
Coadjutor.
Nació en Agudo (Ciudad Real) el 19-11-1952.
Profesó en Astudillo (Falencia) el 13-VIII-1970.
Falleció en Bata (Guinea Ecuatorial) el 10-VI-1986.
La historia de José Antonio «Bolaños», como normalmente se
le llamaba, es breve, varia y no sin alguna reflexión que ofrecer.
Nació en Agudo, un pueblo de Ciudad Real -«en el tartesio
llano»-, el 19 de febrero de 1952. Hizo el Aspirantado en Cara-
banchel en los años de Don Maxi como Director; el noviciado en
Astudillo, en los años intermedios de la reconstrucción de Moher-
nando, en que Astudillo era noviciado común de León y Madrid,
como ahora lo vuelve a ser de León, Bilbao y Madrid aunque por
razones distintas. Entonces era por necesidad de ampliación; aho-
ra es por motivo de reducción.
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El perfeccionamiento lo hizo en Urnieta, en la rama de mecánica.
Pasó, por tanto, por las tres Inspectorías afines: Madrid, León
y Bilbao.
El trienio práctico lo pasó por entero en Ciudad Real, en la
Escuela Hogar de Santo Tomás de Villanueva. Tuvimos ocasión
de seguir su trayectoria desde que comenzó el trienio hasta que
salió de Carabanchel para Guinea.
Es curioso comprobar lo que evoluciona un salesiano con el
correr del tiempo y el influjo del ambiente y de las circunstancias.
Cuando llegó a Ciudad Real, era un jovencillo frágil, rubio y
lampiño, un tanto tímido y mucho menos desgarrado y bronco de
lo que pedían aquellos educandos. Fue su primer contraste y pri-
mera prueba de resistencia.
Los informes del trienio, a lo largo de los sucesivos trimestres,
descubren dos cosas: la gama psicológica por la que fue pasando y
el distinto criterio de los Directores que le enjuiciaban. Los térmi-
nos de uno son elogiosos, positivos, casi triunfales; los del otro son
más estrictos, más matizados y con sus reservas de realismo.
«Sano, atento, ponderado, tenaz, responsable, entregado, colabo-
rador, competente en el taller. Da sensación de ser un buen reli-
gioso». El último informe del tercer año deja entrever ciertos
«síntomas de aislamiento, rareza, responsabilidad a su manera,
dificultades para mantener la disciplina...». Una cosa deja bien
clara: su deseo de cultivarse y su afán de cualificación pedagógica.
La trayectoria, como puede verse, es la misma que la de tantos
otros. Con la diferencia de que unos superan las dificultades y lle-
gan a buen puerto y otros naufragan.
Secundando sus aspiraciones y deseos legítimos, el Inspector
le mandó a Béjar, en cuya Escuela obtuvo el título de Ingeniero
Técnico. Muchas idas y venidas del Colegio a la Escuela en las
mañanas ateridas de frío, sus buenas sesiones de estudio y vigilias
sobre los libros, pero remontó dignamente las pruebas y salió de
Béjar laureado y con la confianza de verse «humanamente reali-
zado».
Fue destinado al Colegio de San Fernando, tan pretenciosa-
mente potenciado entonces por la Diputación. Coincidió su desti-
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no con los años de la transición, el cambio que, en aquel caso, no
fue para mejor.
A Roíanos le tocó, en aquellos años de liquidación, ir a poner
también su pica en aquel Flandes salesiano. Como el otro, el de la
Historia amarga de España, también éste dio gloria a la Congre-
gación, costó sangre y terminó perdiéndose. A José Antonio y
compañeros de comunidad les tocó abandonarlo, con bastante
gloria, pero con mucha pena.
Cuando fue a Carabanchel, al Aspirantado del que había sali-
do de niño, alguien, en confianza y franqueza un tanto dura, le
decía a Bolaños que venía herido de San Fernando o por lo menos
con cicatrices, como los combatientes de los famosos tercios.
En Carabanchel estuvo y cumplió, pero ya no era el José
Antonio, candoroso, entregado y seguro de hacía años.
¿Por causa de qué y por culpa de quién...? Son dos interrogan-
tes difíciles de contestar.
Cuando salió de Carabanchel para Guinea, lo hizo como de
puntillas.
No lo hizo con la alegría participada y franca de quien va a un
destino lisonjero. Hizo sus preparativos sigilosamente, como solía
hacer las cosas los últimos años y se marchó a Bata.
Su ritmo de vida en aquel extremo fue parecido al que venía
observando. Cumplía y no creaba problemas de disciplina o de
convivencia. Era servicial y se podía contar con él para un favor.
-¿Puedes hacerme tal cosa, José Antonio?
Y contestaba al punto:
-Eso está hecho.
Sus relaciones personales eran correctísimas y de buen compañero.
Sus relaciones sociales eran abiertas y amplias: parientes,
alumnos, antiguos alumnos, amigos y amigos de amigos.
El día 10 de junio de 1986, José Antonio estaba al borde de las
vacaciones. Ya tenía sacado el billete para la vuelta a Madrid, no
sabemos con qué planes de futuro. El curso había sido atareado y
provechoso para el Instituto politécnico. Cuando él llegó, no se
encontraba en condiciones muy ejemplares, profesionalmente
hablando. No era tan politécnico.
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El organizó lo que tocaba a su especialidad, la electrónica;
montó las máquinas todas y lo puso en marcha. Había hecho una
labor meritoria...
Ese diez de junio, al mediodía hacía un calor abrasador, de
auténtico trópico. José Antonio salió a tomar la brisa refrescante
del mar, tan cercano de la casa. Por la misma playa estaban sola-
zándose o des-solazándose unas religiosas angelinas y un grupo
de catequistas alumnas de ellas.
En un momento dado, Bolaños, que estaba traspuesto sobre la
arena, oyó unos gritos de alarma. Dos de aquellas bañistas,
medianamente expertas en natación, se encontraban en peligro.
José Antonio, sin pensarlo, se lanzó a sacarlas a salvo. Una salió
fácilmente; la otra, Pilar, estaba más envuelta en las olas y le costó
más esfuerzo, tanto que al tratar de acercarla a la playa, José
Antonio se desvaneció. Un pescador que advirtió el peligro, acu-
dió, puso a salvo a la hermana y volvió para rescatar a José Anto-
nio. Cuando llegó al sitio donde lo había dejado, ya había desapa-
recido bajo las olas.
No apareció hasta la mañana siguiente. Se hicieron las diligen-
cias debidas para preparar el cadáver y trasladarlo a Madrid. Tras
un viaje accidentado, llegó a la capital el día 15.
En Carabanchel se celebraron los funerales y allí fue enterra-
do, en el panteón de los Salesianos.
Entró en Carabanchel para hacerse salesiano un día, salió de
Carabanchel para Guinea y volvió a Carabanchel para quedarse
allí para siempre.
Contra lo que tal vez proyectaba y tenía, parece, mal decidido,
su suerte estaba irrenunciablemente vinculada a Carabanchel y a
la Congregación.
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JOSÉ GONZÁLEZ ALVAREZ
Novicio.
Nació en Teixeira (Orense) el 20-11-1894.
Inició el Noviciado en Carabanchel Alto (Madrid)
el 24-VII-1916.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 15-VI-1917.
Llegó a Carabanchel el 28 de Diciembre de 1915. ¡Qué
extraña inocentada, salir de las tierras de Orense, de las brumas
densas y de las nieblas espesas por las riberas del Miño y en-
contrarse de pronto en Madrid, con un sol radiante y, al traspo-
ner la Estación del Norte, contemplar la estampa del Palacio
Real, el Seminario, La Almudena en obras, San Francisco el
Grande...!
Sí, el mismo día de los Santos Inocentes llegó a Madrid Pepi-
no, como se le llamaba, para ingresar en los Salesianos. Tenía de
ellos una vaga noticia por el Boletín Salesiano, que había llegado
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a sus manos en alguna ocasión. Lo había encontrado al azar, tenía
ya 21 años y estaba para librarse del servicio militar.
Nació en Teixeira, sus padres se llamaban José y Concha y él,
dejando, atrás «orvallos, piñeiros y castiñeiros», vino a Caraban-
chel, a formar parte de «los hijos de María», como entonces se lla-
maba a los Aspirantes. Le encantó la finca, el palacete que hacía
once años había donado Don Guillermo Gil. Le parecía encon-
trarse en uno de tantos «pazos de su Galicia».
Le recibió muy afablemente el nuevo Director, Don Honorato
Zóccola, italiano, abierto y acogedor, que conocía bien Galicia.
Tenía 40 años, llevaba tres meses de Director en Carabanchel y se
había percatado ya de la pobreza y la complejidad de una comu-
nidad compuesta por Aspirantes, Novicios, Filósofos y una dece-
na de Salesianos profesos.
José traía buena preparación del colegio de Orense; pasadas
las vacaciones de Navidad le acoplaron con los que se preparaban
para ir al Noviciado. Se dio de lleno al estudio y a la piedad, de
modo que al final de curso, con sólo siete meses de Aspirantado,
se le consideró preparado para empezar la segunda etapa de la
formación: el Noviciado.
Su salud endeble, el esfuerzo que hizo por aprobar el curso o
la vida austera que se vivía, hicieron que su salud comenzase a
resentirse.
La vida austera y la situación precaria en que se vivía, ha que-
dado reflejada en una descripción muy gráfica que un compañero
suyo, Don Aniceto Sanz Yagüe, hace en la Historia de Caraban-
chel. Dice así: ¡«Qué impresión, Dios santo! ¡Carabanchel, la casa
solariega de tantas promociones salesianas... Viejísima... Vimos
aquella casona de corte aristocrático. Una vasta huerta en desuso
y en pleno abandono... Era entonces Aspirando, Noviciado y Filo-
sofado... Los inquilinos de la Casa estaban todos desnutridos,
demacrados, macilentos... Nuestra vida en Carabanchel transcu-
rrió todo el año en un ambiente de verdadera penuria económica
y pobretería...»
Y en estas condiciones vivían, según informes del Inspector
Don Binelli, 35 Aspirantes, 27 Novicios y 22 Filósofos.
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Pepino, en un clima de fervor espiritual y penuria material
comenzó animoso el Noviciado. Eran 27 compañeros de Novicia-
do y tenía 22 años. Tuvo como Padre Maestro a D. Antonio Bal-
zario, italiano y gran forjador de las primeras promociones de
Salesianos de España. Le había enviado Don Rúa, estuvo siete
años en la Inspectoría Tarraconense y con ese entrenamiento vino
a la Inspectoría Céltica. Aquí estuvo nueve años de Formador de
Novicios en Carabanchel.
A los dos meses de Noviciado, les impuso la sotana don Bine-
lli, Inspector de Madrid, después de la segregación de la Inspecto-
ría, por diez años en unión con la Tarraconense.
Pepe estaba feliz con su sotana y con la mejor ilusión de apro-
vechar el Noviciado. Sin embargo, al aparecer los primeros fríos
del Otoño, volvió a resentirse gravemente su salud. Una tosecilla
molesta y progresiva empezó a alarmar a todos... Médicos, consul-
tas, sobrealimentación, en lo que era posible, reposo absoluto y
aislamiento... El diagnóstico era el más acostumbrado entonces y
el más temible: una tuberculosis declarada y fatal. Se fue agravan-
do de día en día. Ni los aires sanos de la finca ni los cuidados de la
comunidad lograron atajar la dolencia. Un mes le faltaba para
acabar el Noviciado y no le dio tiempo a profesar con sus compa-
ñeros. Tuvo que hacer la profesión por su cuenta y por vía de
urgencia. La víspera de su muerte, en cama, rodeado de sus com-
pañeros, recibía la Santa Unción y a continuación emitía con gran
fervor la fórmula de la profesión. Hicieron de testigos el Director
y su Padre Maestro.
Falleció el 15 de Junio de 1917, a los 23 años y en brazos de su
Director, Don Zoccola.
¡Quién le habría de decir que a los dos meses de ser Testigo de
esta profesión, él también habría de ir a la casa del Padre.
Este año fue un año aciago para Carabanchel. Tres fueron los
fallecidos en breve espacio: el buen novicio Pepino, de quien nos
ocupamos; otro coadjuntor joven, también gallego, de tierras de
Lugo, Ángel Vila, y el mismo Director Don Zoccola, que fallecía
el 24 de Agosto, después de despedir a los Aspirantes que se tras-
ladaban, unos a Sarria y otros a Campello.
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Sin duda, los años anteriores y posteriores a esta fecha, hayan
sido los más sufridos y dramáticos para esta salesianísima casa de
Carabanchel: su «edad de hierro», podríamos decir. La que ha
asegurado su continuación con la semilla de aquellas vidas lim-
pias, selectas, que aseguraron las cosechas sucesivas.
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SANTOS ENCINAS MONEDERO
Novicio.
Nació en Villaescusa de Roa (Burgos) el l-XI-1944.
Inició el Noviciado en Mohernando (Guadalajara)
el 15-VIII-1961.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 22-VI-1962.
Santos Encinas ni siquiera llegó a ser salesiano. Le nombra-
mos, para hacerle partícipe de un triste privilegio que tienen los
novicios: figurar en el necrologio entre los Salesianos, como uno
más entre tantos otros de largos años y cuantiosos méritos. El
novicio participa de los beneficios de los Salesianos y no participa
de sus gravámenes.
«Favores sunt ampliandi»; «odiosa restringenda». Los
beneficios hay que ampliarlos; los perjuicios, hay que restrin-
girlos.
Nació el día de Todos los Santos del año 1944, en la larga, fría
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y dura tierra de Burgos, en Villaescusa de Roa. De las seis zonas
naturales que tiene esta extensa provincia, este pueblo estaría en
la zona de la Ribera del Duero.
Los padres de Santos eran León y Matilde; tenía cuatro her-
manos, él era el mediano.
Hizo dos años de Aspirantado en Zuazo de Cuartango, en el
Directorado de Don Luis Terreno y tres en Arévalo, con Don
Juan Antonio Romo como Director.
Vino a hacer el Noviciado el año 1961, el año en que se divi-
dieron las Inspectorías de Madrid y Bilbao.
De haber vivido, ahora estaría formando parte de la Inspec-
toría de Bilbao. Hizo el Noviciado bajo la dirección de Don
Eduardo Diez. Lo hizo con los mejores deseos y con los buenos
resultados que eran lo normal en un ambiente en que todo se
conjugaba: el Maestro, el novicio y el régimen. Iría contando
los días que faltaban para la profesión, menos de dos meses, un
Pentecostés.
El día 21 de Junio tuvo un ataque fulminante de apendicitis.
Experimentó alguna alternativa de mejoría y empeoramiento y el
día 22, a mediodía, con tiempo y lucidez suficiente para recibir los
sacramentos, murió santamente.
Los compañeros no tuvieron tiempo para impetrar la cura-
ción, sólo para encomendar su alma.
Cuando volvieron de paseo, se encontraron con la triste
nueva.
Era la fiesta del Sagrado Corazón.
A sus padres no hubo tiempo más que de participarles ya la
muerte. Vinieron apesadumbrados, velaron sus restos, asistieron a
los funerales y se lo llevaron, para enterrarle en el cementerio de
Villaescusa de Roa.
La Tierra llana, fértil y triguera, recibía una semilla más para
la cosecha de la eternidad.
«Un día vendrá la juventud
y llamará a tu puerta...»
A él no le dio tiempo a oír esa llamada. Tenía 17 años no cum-
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plidos. Entre las jaculatorias que le sugerirían, estaría aquella del
Sagrado Corazón, en las letanías:
«Esperanza de los que en Ti mueren
Ruega por nosotros...»
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PEDRO SEGUÍ BAUSA
Coadjutor.
Nació en Cindadela (Menorca-Baleares) el 27-XI-1887.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 30-VIII-1905.
Falleció en Madrid el 28-VM920.
Pedro nació en Ciudadela-Menorca, el 27 de Abril de 1887.
Sus padres se llamaban Pedro y Juana, nombres de los Apóstoles
predilectos.
Menorca es el extremo oriental de España. Forma con Gibral-
tar, la bisagra geográfica del Mediterráneo. Una lo abre y otra lo
cierra. Las dos lo dominan. Por algo se apoderarían de las dos los
ingleses en el Tratado de Utrech. A Menorca, que tuvieron
secuestrada un siglo, la regalaron y trataron halagadoramente, en
compensación de ese secuestro. La hicieron prosperar con huellas
que todavía perduran. ¡El sistema colonizador inglés! Ese fue el
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escenario en que se movieron los primeros trece años de Pedro
Seguí. Estaba todavía reciente la llegada de los Salesianos en la
isla y de Don Pedro Olivazzo, el intrépido descubridor y conquis-
tador salesiano.
A esa edad fue a Sarria, a aprender Arte y Decoración. A los
cinco años terminó el oficio, con el grado de lo que después llama-
ríamos Maestría. Ante el ejemplo de tantos salesianos prestantes
como conoció, le entraron deseos de hacerse también él salesiano.
Fue al Noviciado el año 1904. El Padre Maestro era Don Bal-
zario, formador de tantos Salesianos. Eran 52 novicios, trece de
ellos coadjutores. Era el noviciado común de dos Inspectorías, la
Tarraconense y la Céltica.
Ahora el noviciado es de tres Inspectorías y los novicios, una
docena corta. El contraste es significativo.
Se ofrece la observación del famoso Maestro del toreo. Tuvo
un banderillero que llegó a ser Gobernador de Huelva.
Le preguntaban una vez:
-¿Cómo es posible llegar de banderillero a Gobernador,
Maestro?
Y él contestó con sorna:
-Degenerando...
Ahora tendríamos que contestar con dolorosa resignación.
Pedro hizo el noviciado, la primera profesión y la profesión
perpetua en Sarria.
Apenas profesar le pusieron al frente del Taller de Escultura y
Arte. Estuvo en el mismo sitio y en el mismo cargo 14 años,
cimentando el imperio profesional que llegó a ser Sarria en esa
especialidad.
El año 1911 se unieron las dos Inspectorías mencionadas,
en una medida de rectificación de gobierno, desde que Don
Rinaldi fundara las tres Inspectorías de la Península, atento al
principio de «Divide y vencerás». Fue una unificación «sui
generis». Seguían manteniendo mucha separación. El Inspec-
tor era único y común, pero las Inspectorías eran administrati-
vamente independientes. No fue una fusión completa. El Per-
sonal estaba un tanto flotante y a merced de las necesidades de
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las casas. Por eso Pedro Seguí fue mandado por Don Binelli a
Madrid, con la misión de fundar en Atocha una especie de
sucursal de Sarria. A lo largo de catorce años, la segunda Casa
de la Congregación en España, bajo la acción del Sr. Mestre,
Don José Recaséns, del Sr. Seguí y otros salesianos ejemplares
y Maestros excelentes, se había levantado con el cetro de un
dominio indiscutible. Habían creado una verdadera universi-
dad del trabajo, sin nombre ni pretensiones de tal, pero con la
efectividad de los resultados.
Llovían los pedidos de parroquias, casas conventuales, recto-
rías. Retablos, imágenes, medallones, sagrarios, fueron poblando
las iglesias de Cataluña y Aragón. Al lado del primitivo tallercito,
se habían ido montando las especialidades de Ebanistería, Talla,
Vaciado, Orfebrería, Dorado, Pintura: Las ramificaciones de
aquella factoría y de aquel imperio del arte sacro que llegó a ser
Sarria.
Todavía hablan por sí mismos los retablos de Ntra. Sra. de la
Gleva, del Castañar, de Almendralejo y del mismo Palacio Pedral-
bes. De alguno de ellos decía el Marqués de Lozoya que «era uno
de los más grandiosos que se habían hecho después de la guerra».
Pedro Seguí vino a Madrid, con el pesar natural de dejar en
Barcelona su ambiente y su escuela, pero con la misma ilusión y
la misma voluntad que había desplegado en Barcelona; pero
Madrid no le fue propicio.
Los tiempos tampoco eran alentadores. Llegaba en 1919, año
de transición de cambio a peor y del comienzo de la marejada
arrasadora.
No pudo llegar a poner por obra sus proyectos. La salud le
falló y apenas pudo terminar el primer curso. Murió en sus últi-
mos días, el 28 de Junio de 1920. Tenía sólo 33 años de edad, los
de la juventud ejemplar.
Nació en Menorca, se formó y vivió en Barcelona y murió en
Madrid. Ese fue el triángulo de su recorrido.
En Madrid era poco conocido; en Barcelona su muerte hubie-
ra sido más sentida y espectacular; pero estando ausente ya, tanto
en un sitio como en otro, quedó poco menos que ignorado.
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Muchas imágenes de santos salieron de sus manos. Todos ellos
habrán sido largamente venerados. ¿Quién se acuerda del artista
que les dio forma y figura? Sirva este apunte de ligero y lejano
recuerdo.
Contribuyó con otros venerables Salesianos a configurar
humana y cristianamente a muchos jóvenes.
Ellos, a su manera, hicieron
«la España del cincel y de la maza
en esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza...»
Dios le tenga en su paz y en su gloria.
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JULIO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
10 1992 Sacerdote Ángel IZQUIERDO GONZALO 56 213
15 1988 Coadjutor Francisco CID LOSADA
55 220
17 1988 Sacerdote Alejandro VICENTE GARROTE 83 224
23 1925 Sacerdote Francisco FALQUEZ COSTAS
27 236
29 1991 Coadjutor Marcelo FERNANDEZ POZUELOS 89 239
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ÁNGEL IZQUIERDO GONZALO
Sacerdote.
Nació en Gete (Burgos) el 12-11-1936.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 9-III-1954.
Ordenación sacerdotal en Melchet Court (Inglaterra)
el 17-111-1961.
Falleció en Madrid el 10-VII-1992.
En el funeral de Ángel el Sr. Inspector hacía el recuento de los
fallecidos durante el último año: tantos como los que han ingresa-
do. La Inspectoría queda en tablas. El penúltimo de los recorda-
dos era Ángel. Murió demasiado joven, para lo que se esperaba
de él. Uno más a la mitad del camino de la vida, cuando estaba en
plena madurez y rendimiento.
La homilía del funeral fue en parte una autosemblanza del
mismo Ángel. Entre sus facilidades tenía la de escribir con soltura
y saber verter por escrito sus vivencias, las de su vida y las de su
enfermedad. La de su muerte la tenemos que consignar nosotros,
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como el único tributo que le podemos prestar, además de la ora-
ción y los sufragios, que en el caso de Ángel fueron bien numero-
sos. «Suffragatur copiosius»: es sufragado en mayor abundancia,
enumera San Bernardo entre los privilegios de la vida religiosa.
Un plus de beneficios espirituales. Hace dos meses que nos aban-
donó, en pleno mes de Julio. En ese mes de días largos, calurosos
y llenos de vida, se lo llevó la muerte, el incansable segador, «que
no duerme las siestas», como la llamó Cervantes. Ahora ya no
hay segadores; pero la muerte sigue haciendo su jera.
Había nacido en Gete, un pueblecito minúsculo y de labrantío,
en el partido de Salas de los Infantes, cercano a Silos y al pie de la
sierra, del rerrijón, mejor llamado, de Carazo. Es un burgo de
Burgos y está en la cuna misma de Castilla. «Carazo era de moros
en aquella sazón», dice el Poema de Fernán González. El fue el
forjador de Castilla, que pasó progresivamente, como el pueblo
elegido, por el mando de jueces, de condes, y de reyes. Nació en
una comarca, «que tuvo sed de guerras y que añora la espada» y
nació en una fecha bien cercana a otra guerra menos gloriosa, la
civil. Nació el 12 de Febrero de 1936, en víspera de las elecciones
que dieron el triunfo al frente popular. «Si el Frente Popular
gana, el Ministro de Gobernación tiene que ser sordo y ciego
durante cuarenta y ocho horas», había dicho en tono conminato-
rio y devastador un gerifalte de antaño. En ese ambiente de efer-
vescencia y de pasión airada nació Ángel.
Estalló la guerra y, al año, su familia tuvo que emigrar al
Norte, en busca de mejores condiciones de vida, cuando el Nor-
te ya estaba pacificado y comenzaba a admitir mano de obra. La
familia Izquierdo compuesta por el padre, la madre, dos hijos y
una hija, como tantas otras familias del Centro, en el Norte
hicieron fortuna y se mantuvieron adictas a su solar nativo.
Hicieron un patrimonio y conservaron otro. Con el tiempo vol-
vería a su tierra burgalesa y se establecieron en Hortigüela. Allí
iría Ángel con sus posnovicios y salesianos de Carabanchel en
excursiones de verano, a recordar y respirar a pleno pulmón
aires de romancero. Ángel se sintió siempre burgalés legítimo, si
bien la infancia la pasó al lado de la ría del Nervión. De ella le
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vino la inquietud viajera y de aventura. La infancia la pasó en
Vasconia, la adolescencia en Castilla, la juventud en Inglaterra y
la mayoría de edad en el ancho mundo. Conoció América, Oce-
anía y África. Era hombre de don de gentes y horizontes abier-
tos. Respiraba campechanía y jovialidad. En todas partes daba
la impresión de sentirse en su ambiente. Comunicaba juventud,
confianza y optimismo. Cuando se le veía en Carabanchel ir y
venir de la Residencia al Colegio, hablando con naturalidad con
los alumnos, los posnovicios y los salesianos que encontraba al
paso, daba la impresión de ser el amigo de todos. Le recordamos
en las tardes de verano, organizando las meriendas-cena en el
patio interior, haciendo de anfitrión y cocinero de aquellas reu-
niones familiares y festivas. El encendía la barbacoa, asaba las
sardinas, las chuletas y los pinchos morunos, animaba el festín y
prolongaba las sobremesas hasta altas horas. Parecía feliz
haciendo felices a los jóvenes formandos. Se ha comprobado un
alto índice de perseverancia entre los participantes de aquellas
veladas. Parecía un Director de juventudes nato. Cuesta creer
que, aún entonces, tenía alguna añoranza y se tragaba alguna
amargura.
La amargura era de la incomprensión y la falta de correspon-
dencia de sus encomendados. Real o supuesta le hacía sufrir y
alguna vez se le vio lamentarlo hasta llorar.
¿Qué formador y qué maestro pundonoroso no habrá tenido
sus horas bajas y de amargura?
La añoranza era la de sus misiones, sus andanzas por Masaki y
Baclor. Tenía mentalidad misionera, posconciliar y, digámoslo de
alguna manera, carreñista, de don José Luis Carreño. Le conoció
y trató en Filipinas y quedó marcado por él. Era una personalidad
demasiado arrolladura para no influir en sus adláteres. Hemos
visto a muchos prendados de su simpatía, de su celo y de sus con-
diciones humanas: de su carisma, en una palabra muy de ahora.
Como pasa con los grandes modelos, no todos los admiradores le
han interpretado a derechas y con fidelidad íntegra, «Bienaventu-
rados nuestros admiradores, porque de ellos serán nuestros defec-
tos», dijo aquel autor de teatro.
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En la ascética y en la pastoral, pasa un poco como en la litera-
tura. Se asimilan más los defectos que las cualidades.
«Ante todo, no imitar a nadie, dijo el poeta del modernismo.
Y menos, a mí». Muchos maestros podían decir lo mismo sobre lo
peculiar de su estilo y lo irreductible.
Dejando a salvo el principio de San Pablo sobre la imitabilidad
«ser imitadores míos, como yo soy de Cristo», siempre se podrá
hacer la restricción: «imitadores de mí pero no de todo lo mío...».
Siempre hay que dejar una reserva a lo personal y a lo más
propio.
«Nadie fue ayer
ni va hoy
ni irá mañana
por el mismo camino
que yo voy...»
El bache que hay en la vida de Ángel, después de su primera
salida a las misiones, se presta a alguna observación. Estuvo en
Madrid algunos años, trabajó en la parroquia de San Germán y se
movió como misionero de la retaguardia.
Se mantuvo en relación con salesianos y salesianas, completó
sus estudios teológicos, catequísticos y pastorales, leyó, se docu-
mentó, dio clase y dio pábulo suelto a cuanto su curiosidad,
mejor, su ambición le pedía.
No fue un paréntesis de alejamiento, sino de capacitación para
su integración completa en la Inspectoría. Se le aceptó sin reser-
vas y se le puso al frente de responsabilidades... La mejor manera
de ganarse la confianza, es mostrarla y la Congregación se la mos-
tró plenamente.
Fue Director de casas de Formación, daba clases en la Normal
de Magisterio de la Escuela don Bosco, pertenecía al Consejo Ins-
pectorial como Delegado de Cooperadores, de vocaciones, de las
ADMA, organizaba cursos de verano en Guinea Ecuatorial, pre-
dicaba, escribía y desarrollaba una actividad desbordante. Entre
lo solicitado que estaba y lo que se prestaba él, no le quedaba nin-
guna actividad por ensayar.
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«Veo, que te estás prodigando en tus muchas responsabilida-
des dentro de la Inspectoría y aún abarcas más de lo que se te
encomienda, en un acto de servicio constante...». Venía a ser una
advertencia del Inspector a su profusa dedicación.
A todo llegaba su dinamismo y su celo.
«Impendar et superimpendar...», decía San Pablo, el archimi-
sionero. «Me emplearé y me superemplearé...». La medida de la
caridad es la sinmedida.
Todavía no estaba satisfecho. Su ilusión era «quemarse» en las
misiones, en las de primera línea. Respiró cuando le destinaron a
Lesotho.
Como si aquí no estuviera desplegando una labor bastante
apostólica, moviéndose a sus anchas en la cumbre del apostolado,
se avino a trabajar en una misión oscura, lejana, casi residual.
Estaba poco menos que sólo, en un país de ínfimo nivel, cerrado
como en un enclave, dentro de la República Sudafricana. Su terri-
torio, el de una provincia, le venía estrecho y sus habitantes católi-
cos, poco más de un cuarto de millón, resultaban escasos para sus
vuelos de gran misionero. Por mucha falta que hiciera un misione-
ro de habla inglesa, cuesta creer que le confinaran allí para algo
más que para una prueba, un ensayo o un escarmiento.
Fuera cualquiera el motivo de su destino, a la antigua Basuto-
landia, Ángel lo aceptó sin reservas, con su alegría vital y habi-
tual. Se entregó con el mismo ritmo sencillo, total que era su esti-
lo. Vivía para sus poblados, sus dos novicios, sus colaboraciones y
cartas a Madrid y su aprendizaje del dialecto bantú, en el que
comenzaba ya a soltarse en su predicación y catcquesis.
Su voluntad no tenía freno, pero la salud comenzó a fallarle.
El cáncer, que según las conclusiones del último congreso de
oncología, se propicia en ambientes pobres, se apoderó de su for-
taleza de «burgalés de pro».
Por obediencia de su Inspector y con el billete de ida y vuelta
en la mano, se resignó a desandar el camino de Madrid, para
someterse a un reconocimiento médico. Se sometió, como si se
tratase de una dolencia de rutina. Recibió el diagnóstico, perso-
nalmente y lo descifró él mismo: «Endocarcinoma gástrico», tra-
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21.4 Page 204

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ducido al «román paladino», cáncer maligno de estómago. Como
si al condenado a muerte, le hicieran leer su propia sentencia.
Parece que fue a Lesotho a buscar la enfermedad. ¿Para eso
tantas prisas, para ir a la misión, aunque se tratase de la misión
más recóndita y auténtica?
En «El Divino Impaciente», que leía en las últimas semanas
de su enfermedad, anotaría estos versos del santo misionero:
«Vuela presto, mensajero,
que mi afán más alto llevas
y la flor de mis deseos...»
Decididamente, se sentía a sí mismo un misionero frustrado.
Sólo que en lugar de acabar, como San Francisco, en las playas de
Sanchón, frente a la inmensidad de la China, se tenía que resignar
a morir en la habitación de una clínica de Madrid.
¡Dura prueba, menguado final, para un misionero fogoso!
Ángel se resignó a la realidad y acepta el diagnóstico desde el
primer momento con un silencio hondo, dolorido.
«En nuestra vida todo
por misteriosa mano se gobierna...»
Tan misteriosa, que no se puede explicar con la razón humana.
Dios le quería misionero, pero no misionero en acción, sino de
pasión, de sufrimiento y de deseo.
Aceptó el trance con una entereza ejemplar, sin un lamento,
sin una velada protesta.
«Sólo el sabio es rico, y valiente el sufrido», dice el proverbio
de saber estoico.
El valor se necesita y se demuestra, más que acometiendo las
cosas grandes, aceptando y aguantando las cosas adversas.
Ángel aguantó y sobrellevóla dura realidad, no con filosofía
estoica, sino con teología viviente y Mística de Cruz.
En su delicadeza, le preocupaban, más que los dolores de la
enfermedad, las noches insomnes e interminables, la soledad, el
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21.5 Page 205

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pensar que podría ser gravoso para los demás y la lejanía de sus
cristianitos de Lesotho. No se le quedaban tan lejos; los llevaba en
su corazón.
Mientras sentía que su cuerpo se desmoronaba, estaba siendo
la oblación viviente y sufrida de un sacrificio eficaz y propiciador.
Ahora caía en la cuenta de cuáles eran las «razones para el
amor», que es el secreto y la clave para la Esperanza indefrauda-
ble y para la alegría plena.
Se le vendría a la memoria las estrofas que su admirable ami-
go y compañero de misión compuso como epitafio propio, para
hacerlas resonar en las fragosidades de Alzuza.
Don Pedro López las recordaba al principio de la homilía del
funeral.
Valga también el eco de estas estrofas para poner fin a este
incompleto y desvaído apunte.
Se titula «Resurrección» y se dirige a las campanas.
«Lleve el aura al valle hundido
su solemne vibración
anunciando en su tañido:
¡¡¡Resurrección!!!
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FRANCISCO CID LOSADA
Coadjutor.
Nació en Gánade (Orense) el 5-V-1932.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1953.
Falleció en Salamanca el 15-VII-1988.
Paco Cid, «Pacorro», como le llamábamos familiar y afectuo-
samente, falleció hace poco más de dos años. Su recuerdo está
muy reciente y su imagen, muy presente: cuerpo macizo, pelo
negro apretado, cuello corto, voz abroncada y hablar apresurado,
que se le atropellaba cuando se ponía nervioso y amenazador a su
manera.
-«¡Mira, vasco...!», decía, reprimiéndose, a uno que se metía
mucho con él y llegaba a cargarle..., no teniendo demasiado en
cuenta la advertencia:
«Guárdate de la ira del hombre paciente...»
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Paco era paciente, bueno y sano: un hombre de paz y de buen
convivir. Se reía a carcajadas, usaba bromas y las sabía aguantar.
Su índole, su acento cerrado y su estilo campechano se prestaban
a ellas.
¿Quién dijo aquello de que el castellano es arrogante y desde-
ñoso, el portugués, lo mismo que el gallego es receloso y suscepti-
ble? Bien es verdad que también le atribuye virtudes grandes; a
vuelta de defectos de avaros, desconfiados y pleiteadores, son
sufridores del trabajo, excelentes para la guerra y la infantería por
su subordinación, dureza de cuerpo y hábito de sufrir incomodi-
dades de hambre, sed y cansancio». Eso decía Cadalso, que era
coronel, además de escritor y conocedor de los hombres.
A Paco le encajaban algunas de esas cualidades, no precisa-
mente por ser gallego, sino por ser él. Cadalso escribe de hombres
y personas en general.
Fuera de eso, el hombre es persona y cada persona es un mun-
do aparte.
Puestos a recordar a Paco, no vamos a hacer una carta mor-
tuoria, ya que se escribió a su tiempo, extensa y a fondo, en térmi-
nos bien elogiosos y razonados.
Esto es sólo un breve apunte recordatorio, de un Coadjutor
«todoterreno» de los que vendrían a maravilla uno en cada casa
salesiana.
Labrador, despensero, gobernante del servicio, hombre de
recados y ayudante de Administrador, todo llevado con fidelidad,
con limpia y buena conciencia.
Estos Coadjutores son en las casas como los suboficiales en el
ejército.
Había nacido en Gánade, un lugar pequeño «en el mar de
ondulante verdura», que es Galicia. Era hijo de campo y estuvo
adscrito a él.
Siete años de formación en Mohernando, en compañía y a las
órdenes del Mariscal de Campo, Sr. Aizpuru; nueve años en Sala-
manca, no la académica, sino la campera y labradora, trabajando
y haciendo trabajar la finca de Santa Marta, que era la huerta y la
despensa del Colegio de María Auxiliadora; otros ocho años en
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Mohernando, ya sin la sombra del Sr. Aizpuru y de nuevo en San-
ta Marta, como aperador y trabajador y responsable de una
hacienda que necesita la vigilancia del amo, si no quiere resultar
ruinosa; seis años en la Inspectoría y en Carabanchel, como mozo
de la Librería, despensero del Aspirantado y de nuevo a Sala-
manca, para ser ayudante de Ecónomo del Filosofado. Esta fue la
obediencia última y la que le resultó más gustosa. Mohernando,
Salamanca y Madrid se repartieron los días y los trabajos de su
vida, bien poco complicada.
De los tres destinos, el sitio que más le caló fue Salamanca.
Era gallego por nacimiento y salmantino por afición. Sería porque
iba a ser el último.
«¿A dónde irá el buey que no are...?». Paco fue un trabajador
entregado en todos los sitios donde estuvo y en todas las misiones
que se le confiaron.
Pero un trabajador que se sentía al mismo tiempo salesiano.
«Ni el rezo estorba al trabajo, ni el trabajo estorba el rezo...»
«Trenzando juncos y mimbres
se pueden labrar a un tiempo
para la tierra un cestillo,
y un rosario para el cielo».
Paco, por todos los sitios por donde fue pasando, labró cesti-
llos y rezó rosarios. Cuando en Salamanca le tomaban el pelo,
haciéndole ver que a costa de tantas idas y venidas a Santa Marta,
pasando por delante de sitios mundanos, su espiritualidad peligra-
ba, él replicaba mostrando su rosario:
-Veríamos a ver quien reza más rosarios al cabo del día. Y al
Director, en clima de confianza, le advertía:
-Diga V. a los salesianos que recen el rosario, que no sé si lo
rezan...
Bien es verdad que se dormía en los sermones y conferencias,
pero era por lo cansado, no por desinteresado ni tibio.
Era trabajador, cumplidor y rezador, que ya es bastante. Sin
refinamientos ni maneras sofisticadas, pero de fiar. Hasta tenía su
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interioridad y atisbos muy agudos y certeros que mostraba en la
intimidad confiada.
Fue primero coadjutor de campo, después coadjutor de plaza.
Por esto y encontrarse en un ambiente cultivado, se fue refinando
y adquiriendo aficiones de ilustración. Por eso, cuando recibió la
última obediencia, que le volvía de nuevo a Santa Marta, la llevó
más a regañadientes. Otra vez a la granja y a bregar con renteros
y empleados.
Le costó hacerse; pero como le pasaba otras veces, terminó
aceptando. Parece como si Dios no le pidiese más que eso: la
aceptación, no la ejecución.
Cuando ya estaba ultimando los preparativos del trabajo, a
caballo entre el colegio de María Auxiliadora y el Filosofado, le
sobrevino la muerte ya sabemos cómo. La circunstancia de lo trá-
gico la hizo más lamentable y a él le dejó más confirmado en el
aprecio y en el buen recuerdo de todos los que le trataron.
Rosalía de Castro, a la que no sabemos si Paco habría leído
mucho, tiene unos versos en defensa de sus sacrificados conterrá-
neos:
«Castellanos de Castilla,
tratade ben os galegos.
Cuando van, van como rosas;
cando ven, ven como negros...»
Bien podemos asegurar que Paco se sintió bien tratado. Su
estancia en Castilla y sobre todo, su muerte, le dejó más «de rosa»
que cuando llegó.
Le imaginamos en sus primeros años de Salamanca, cuando
salía por las mañanas crudas de invierno, forrado de su bufanda,
su pelliza y sus guantes, porque todos los pertrechos eran pocos.
Volvía con su carro cargado de cántaras de leche y de hortalizas
varias. Se le veía contento, casi ufano, de poder presentar tan
logrados frutos de su trabajo.
¡Que en aquella víspera de la Virgen del Carmen, como el
portón del patio de María Auxiliadora, se le hayan abierto las
puertas del Cielo con el alma tan cargada de méritos!
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21.10 Page 210

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ALEJANDRO VICENTE GARROTE
Sacerdote.
Nació en Cubo del Vino (Zamora) el 3-VIII-1904.
Profesó en carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1922.
Ordenación Sacerdotal en Madrid el 6-XII-1931.
Falleció en Barcelona el 17-VII-1988.
Después de la muerte de Don Alejandro, Don Emilio Alonso
escribió un libro sobre él, Don Aureliano Laguna hizo un extracto
del mismo y redactó la carta mortuoria. Este apunte es el logarit-
mo de ambos escritos. El único motivo que lo inspira es el de que
no falte la figura de Don Alejandro entre los casi doscientos sale-
sianos difuntos de nuestra Inspectoría. Sería una ausencia imper-
donable.
Tanto la monografía de Don Emilio como la carta de Don
Aureliano, le han enmarcado en su tiempo, en el casi siglo entero
en que vivió: del año 1904 al 1988.
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Hacen notar el contraste entre la figura prestante de Don Ale-
jandro y el tiempo azaroso y sombrío en que le tocó vivir. Es un
cuadro de Rembrandt o de uno de los pintores de la iluminación:
las figuras centrales, muy destacadas; el fondo, mucha oscuridad.
De gran parte del siglo XX en España, cabe decir lo que San
Agustín dice de este mundo: «térra difficilis et sudoris nimis» -tie-
rra difícil y de demasiado sudor-. Los magnicidios, las huelgas y
trastornos sociales, las guerras, revoluciones y contrarrevolucio-
nes que lo agitan, le dan ese sombrío matiz al siglo en cuya última
decena estamos.
Fijándonos en los lugares que marcaron los pasos de Don Ale-
jandro, nació en Carrales del Vino (Zamora), pueblo grande cer-
cano a la capital de la tierra celtibérica. Cereales, legumbres,
zumaque y vino son las fuentes de su riqueza. Don Alejandro se
preciaba de buen catador y recomendaba el vino tinto, por tener
más tanino y ser un vino más para hombres. No es un detalle que
diga mucho de su idiosincrasia, pero lo adelantamos.
Sus padres se llamaban Alejandro y Concepción. De uno
heredó el nombre y de la otra, despierta, emprendedora y de fir-
meza, heredó el temple dominante. Sentía por ella gran admira-
ción y no la ocultaba, cuando era del caso.
Nació en Zamora, pero se crió y naturalizó en Salamanca. Sus
padres cambiaron muy pronto la ciudad del Duero por la del Tor-
mes, se establecieron cerca de la calle de La Compañía, que es
una de las rúas más monumentales de Salamanca, y montaron
una tienda de chacinería.
La vecindad del colegio de San Benito le llevó a los Salesianos.
Ingresó en él en tiempo de P. Tagliabúe, de Don Maggiorino
Olivazzo y de un coadjutor joven, pequeño y sonriente, que se
perdió en las misiones, Don Ramón Fernández. Aquel colegio
pequeño, pobre y ensombrecido por la mole gigantesca del semi-
nario, fue la cuna salesiana de Don Alejandro, como lo fue de
bastantes otros salesianos beneméritos.
Entró en Carabanchel, como aspirante, el año 1917, el año de
la revolución rusa y de las apariciones de la Virgen de Fátima, -la
cara y la cruz de aquel año-. Estaban en Carabanchel como diri-
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22.2 Page 212

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gentes Don Zoccola, que tuvo un directorado brevísimo, Don
Anastasio, antes de ser Director por segunda vez, Don José Sabo-
rido, el pintor, arquitecto y más cosas, además de Catequista, y el
perpetuo Consejero y Jefe de Estudios., Don León Cartosio. Un
teólogo, un científico y un artista: buen cuadro de profesores para
empezar una carrera brillante.
Al año siguiente fue a Campello. Su Director fue Don Battai-
ni, como lo sería después en Carabanchel en el año del Noviciado
y en los años de la Filosofía. De Carabanchel a Campello y de
Campello a Carabanchel fue el itinerario de muchos aspirantes a
salesianos en aquellos años.
Don Alejandro, como estudiante de Humanidades, novicio y
estudiante de Filosofía, ya se distinguía por su carácter serio, con-
cienzudo y responsable, entre sus compañeros más jóvenes y «cas-
cabeleros», pero también valiosos: Don José Luis Carreño, Don
Arturo González y José Antonio Torrente.
El Trienio lo hizo entre Carabanchel y Atocha, como Asisten-
te de novicios y clérigo de primera, si es que los había de segunda.
Cumplió el servicio militar en Campamento, como ferroviario,
hizo la profesión perpetua y empezó por su cuenta la Teología.
Estudiaba y rendía examen ante un tribunal que formaban Don
Battaini, Don Anastasio y Don Ramón Goicoechea. Así estuvo
los cuatro años, en Carabanchel y en el Paseo de Extremadura,
haciendo al mismo tiempo de Estudiante de Teología y de asisten-
te y profesor de lo que se ofrecía. Le veíamos en el estudio, en el
comedor y en el paseo. Manejaba libros muy grandes y un lapice-
ro muy pequeño, con el que escribía notas al margen.
-Yo estudio la Teología «terriblemente», decía, y se le llena-
ban los labios gruesos que tenía, al decir «terriblemente».
Las notas que sacaba eran óptimas, no sólo por benignidad de
los examinadores, sino por profesionalidad del examinado. Buen
trabajo le costaban y buen empleo del tiempo le suponían. Tenía
razón cuando decía que estudiaba «terriblemente». El esfuerzo le
costó una enfermedad del pecho en el verano de 1931. Fue el año
de la proclamación de la República y la quema de conventos. Los
aspirantes vieron precipitarse la terminación del curso y se encon-
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22.3 Page 213

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traron con unas vacaciones inesperadas y largas, desde mayo has-
ta octubre. Fue la primera criba para aquellas vocaciones, que
habían de sufrir tantas pruebas. Mientras tanto, Don Alejandro
reponía su salud al lado de su familia. Se recuperó, fue destinado
a Atocha, terminó la Teología por libre y fue ordenado sacerdote
en la fiesta de la Inmaculada. En la lectura de notas de aquel mes,
les decía Don Jesús Marcellán, como noticia y estímulo, a los aspi-
rantes.
-Si no estudiáis con seriedad, no llegaréis a lo que alcanzó
nuestro querido Don Alejandro hace bien pocas fechas: el sacer-
docio.
Lo presentaba como remate y premio del estudio, que Don
Alejandro tenía bien ganado.
En aquel azaroso curso, que comenzaba con tan inquietantes
presagios, los artesanos de Atocha ganaron un Catequista y los
aspirantes del Paseo de Extremadura perdimos un amigo. Así le
considerábamos ya a Don Alejandro. Su carácter era abierto,
comunicativo y francamente cordial, entonces. Estuvo de Cate-
quista de Atocha tres años, con internos y externos de los talleres
y con Don Enrique Sáiz de Director, buen mentor para cualquier
cargo que se dejara asesorar por él.
De Atocha pasó a Estrecho, ya como Director, con el breve
entrenamiento de tres años. Atocha y Estrecho habían de ser las
casas más frecuentadas por él y en las que más afanes y sudores
vertiera.
Allí le sorprendió la guerra, así como la preguerra y la pos-
guerra inmediata. El vaticinio que había hecho Don Manuel
Grana en la inauguración de la iglesia y que mencionamos en el
apunte de Don Antonio Torm, se cumplió al pie de a letra, por
desgracia.
-«Si no civilizamos, si no educamos a estas legiones de posi-
bles bárbaros, decía en lenguaje destemplado, España está perdi-
da. Hoy rodean con inocente bondad a la Iglesia y a la Monar-
quía; más tarde la rodearán también, y de nosotros depende la
actitud que adoptarán un día no lejano ante la Monarquía y ante
la Iglesia...».
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22.4 Page 214

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La actitud que adoptaron fue de la más fiera iconoclastia y de
la más sañuda barbarie.
Bien se comprobó en la famosa patraña de los caramelos
envenenados y en la suerte que corrieron el colegio y los salesia-
nos, al estallar la guerra.
Cuando se encontraban detenidos en la Dirección General de
Seguridad, un guardia de asalto los miraba entre compasivo y
amenazador y les decía por todo aliento:
-A Vds. no los salva ni la misericordia.
Sólo por la misericordia de Dios se salvaron los que no pere-
cieron en el cataclismo, como les sucedió a Don Salvador Fernán-
dez y Don Pío Conde, por ejemplo.
La odisea de Don Alejandro no hay por qué relatarla. Está en
las páginas que han descrito aquellas jornadas a las que es ingrato
volver, aunque sólo sea con el recuerdo.
Sólo diremos que, una vez libre de cárceles y encierros, aun-
que siempre con libertad vigilada, y estando Don Felipe Alcánta-
ra, el Inspector, en la cárcel primero y en el extranjero después
que logró emigrar, Don Alejandro quedó de Inspector suplente y
al cargo de todo el personal disperso en Madrid y sus aledaños.
Proveía de alojamiento a los que iban saliendo de la cárcel, hacía
llegar socorros a los que estaban escondidos, se cuidaba de los
enfermos, se ponía en contacto con los que regresaban del frente
con permiso, asistía espiritualmente a los salesianos jóvenes y lle-
vaba cuenta de los que estaban más en peligro físico o moral, de
seguridad o de perseverancia. Fue una encomienda arriesgada y
espinosa la que le confiaron.
Vivía cauteloso siempre y con miedo de que le detuviesen en
cualquier momento. Vestía un traje azul y una boina negra. Iba
bien vestido, pero desgarbado y sin clase. Cuando uno le acompa-
ñaba, le hacía ir a veinte pasos de distancia y sin dar a entender
que le seguía. Parecía un funcionario ruso, un agente del SIM o
un jefe sindical, que eran los únicos que se presentaban bien traje-
ados. No tenía paradero fijo ni se sabía dónde localizarle. Gracias
a tan minuciosas precauciones, sorteó la situación y pudo desem-
peñar su cargo de «Inspector in partibus infidelium».
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22.5 Page 215

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Terminó la guerra y volvió a Estrecho, que era un acinamiento
de inmundicia y un montón de chatarra. Había sido la sede del
Quinto Regimiento, algo así como decir el sancta sanctorum del
comunismo.
La guerra se había ganado, pero a qué precio. Razón tenía el
que dijo que «lo más parecido a una guerra perdida, es una guerra
ganada». La misma desolación y destrozo general. En Estrecho se
imponía la labor de rehacerlo todo y de cambiar el cuartel general
comunista por el antiguo colegio de San Juan Bautista.
A esa labor se dedicó en los meses inmediatos. Se trabajaba,
pero con gusto, se sufrían privaciones, pero con esperanza, se
vivía con pobreza, pero con seguridad. Había llegado la paz.
«Todo más que lo fue nunca
era bello de mirar.
Nunca fue el sol más de oro
ni más de turquesa el mar».
Los beneficios de la paz se disfrutaban, aunque fuera una paz
difícil y sembrada de espinas.
En septiembre de 1939 estallaba la guerra mundial y Don Ale-
jandro era destinado a Atocha. Las dos cosas sucedían el día pri-
mero del mes, aunque no haya entre ellas ninguna ilación.
Volvía a Atocha como Director el antiguo Catequista de los
profesionales. Iba a estar nueve años e iba a dar a la Casa un
impulso definitivo, una transformación más bien. De las humildes
Escuelas, en una gestación de nueve años, iba a salir un gigantes-
co complejo de escuelas, talleres, parroquia con iglesia capaz y un
cortejo de obras post-escolares y para-escolares. Hacía falta tener
anchas espaldas, mucha ilusión y una Fe de apóstol para llevar
adelante el proyecto.
«No tenemos dinero, pero la Virgen quiere mucho a los jóve-
nes y nos ayudará». Los salesianos de la reconstrucción después
de la guerra, son como los hebreos del tiempo de Neemías, des-
pués del exilio. «En una mano tenían la espada; con la otra cons-
truían la muralla».
Cuando ahora vemos Atocha y nos encontramos con una
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22.6 Page 216

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manzana tan cuadrada y exenta, no podemos perder de vista el
antiguo conjunto, raquítico, irregular y construido a piezas.
Para lograr ese resultado se emplearon nueve años, se contó
con la ayuda generosa, providencial, de Don Luis Ibáñez, Don
Fernando Bauer, los Ministerios de Gobernación y Trabajo y
muchas aportaciones minúsculas, anónimas. No menos decisivas
fueron las oraciones de los «niños», como los llamaba Don Ale-
jandro suavizando el término, la estrategia de las medallas espar-
cidas y el tesón de aquel hombre de pocas palabras, pasos aplo-
mados y hechos eficaces.
Para que la empresa resultase más humana y normal, a veces
le faltaban las fuerzas y su organismo se quebraba, como en el
verano de 1942, en que cayó nueva y gravemente enfermo. Se
retiró de nuevo a Salamanca, en busca de los cuidados de su
madre, que eran su mejor medicina.
Ya convaleciente, salía con ella de paseo por el camino de
Cabrerizos. Se sentaban en un ribazo y contemplaban el panora-
ma por delante.
Era deslumbrador, inmejorable para levantar allí una obra
salesiana.
Le parecía oír la voz de la leyenda:
-¿Ves todos estos territorios? Pues todos ellos serán un día
tuyos.
Y allí se levantó al cabo de los años el Teologado Salesiano, su
obra cumbre, aunque fuese pasajera.
Volvió a Atocha a emprender la construcción del pabellón de
la calle Armona y parte de la Avda. del General Primo de Rivera.
Vimos poner la primera piedra y asistimos a la inauguración.
Coincidieron ambos acontecimientos con los primeros meses y
con el final de nuestra Teología. En el primero, Don Ángel García
de Vinuesa, que era el intermediario entre los salesianos y los
estamentos oficiales, decía enumerando las personalidades allí
presentes. «Con gusto se encontraría también aquí el Jefe del
Estado. Pero como es hombre de obras acabadas, más que de pro-
pósitos de primeras piedras, ha prometido que, cuando se trate del
final de la obra empezada, aquí estará». La obra se terminó un día
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22.7 Page 217

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de primeros de junio del 1945, se impuso la medalla del trabajo a
Don José Recaséns, el Jefe de Estado no estuvo presente, pero sí
una nutrida representación oficial en nombre suyo. Fue aquel un
día de satisfacción y recompensa moral para Don Alejandro.
«Los hombres pasan, pero las Obras quedan» y algunas con
cuánta contundencia.
La vida de Don Alejandro tiene tres etapas señeras: su direc-
torado de Atocha, de nueve años fecundos; su estancia en San
Fernando y su actuación como Inspector. Las tres son decisivas,
trascendentales para él y para la Inspectoría de Madrid.
Cuando ponderaban el desarrollo de la Inspectoría después de
la guerra, razonaba Don Alejandro, tratando de explicarlo.
-No tienen en cuenta que por aquí ha pasado un hombre
extraordinario, de mucha sencillez y muchísimo dinamismo: Don
Modesto.
Era verdad; pero también lo era que muy cerca de Don
Modesto había estado otro hombre de menos sencillez y parecido
empuje. Era él. Al cabo de los años, es justo reconocerlo así, por
más que Don Modesto se ruborice y trate de negarlo.
Si uno fue Elias, el otro fue Eliseo. Los dos fueron «carro y
corceles de Israel». Uno, por fortuna, todavía vive, «tan entero,
fuerte y sano que no pasa día por él», como dijo el clásico.
Los Salesianos entraron en San Fernando el año 1948. Entra-
ron con incertidumbre y con decisión, como quien se enfrenta a
una conquista. «Nosotros no venimos a favorecer la economía ni
el prestigio de la diputación. Venimos a redimir a los niños y a
mejorar su condición». Eso dijo Don Alejandro en una reunión
de la Junta, saliendo al paso de algunas objeciones que formula-
ban los que enfocaban la empresa bajo el aspecto crematístico.
Una tarde de noviembre del mismo año 48, cuando ya las
cosas se iban encauzando, se llevó procesionalmente la imagen de
María Auxiliadora, para entronizarla en la capilla. Había una
estatua de San Fernando, muy marcial y con una espada muy con-
quistadora, pero faltaba todavía Ella. La procesión pasaba por el
camino de circunvalación del recinto. La tarde era nublada y tris-
te. Al lado del camino había montones de hojas secas y barredu-
231

22.8 Page 218

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ras. Los chicos iban cantando con voces todavía indecisas. Al lle-
gar a la capilla, Don Alejandro se adelantó y les dijo: «Mis queri-
dos amiguitos -era su expresión de entrada- os hemos traído hoy
a María Auxiliadora, para que tengáis una Madre...», ellos que no
tenían otra.
Entre la acción de María Auxiliadora, la voz de Don Alejan-
dro, que se levantaba sin grito ni estridencia, y el trabajo de los
salesianos, unas veces acertado y otras veces no tanto, pero bien
intencionado, aquel desierto se convirtió en vergel, los lobeznos
se convirtieron en corderos y se repitió el sueño de Don Bosco.
«Nunca disteis tanta sombra,
pinos de Puerto Real..».
Puerto Real y Fuencarral son consonantes. Y los pinos tam-
bién.
Cuando los Salesianos fueron a San Fernando, los niños esta-
ban abandonados y los talleres presentaban telarañas. A los pocos
años de estar allí, era un colegio ejemplar. A fin de curso se orga-
nizaron unas exposiciones modelo y la Diputación lo exhibía con
orgullo. ¡Cuánto camino recorrido desde aquella procesión de
finales de noviembre del cuarenta y ocho, cuando María Auxilia-
dora, tan hacendosa y maternal, llegó para sanearlo y ordenarlo
todo...!
Qué concentrada amargura sentiría Don Alejandro el día que,
por obra y desgracia de la política, tuvo que abandonarse aquel
Flandes salesiano.
«Tanto heroico valor
tanta sangre vertida,
¿para qué...?»
Pero el bien hecho, hecho quedaba. No sabemos su repercu-
sión. Sólo sabemos que Dios está por encima de las entidades y
de los avatares de la política. «Echa tu pan a las aguas corrientes.
Después de muchos años, lo volverás a encontrar...».
Don Alejandro comenzó a ser Inspector de Madrid el año
1954, después de la «cruzada» en San Fernando. Se dividían al
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22.9 Page 219

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mismo tiempo las Inspectorías de Madrid y León, que entonces
era Zamora. No hubo ceremonial de protocolo ni presentación
oficial solemne. En seguida comenzó a trabajar y a moverse. Los
días eran cortos para tantos proyectos. No podemos más que enu-
merarlos: Las casas de formación, la iglesia de María Auxiliadora,
la exhumación y traslado a Carabanchel de los salesianos sacrifi-
cados en la guerra, el proceso de Beatificación y Canonización de
42 Salesianos supuestamente mártires, la casa de Pizarrales, la de
El Royo, el aspirantado de Zuazo, la Escuela Agrícola de Saldá-
rmela, la Escuela Profesional de Baracaldo, la finca de El Bonal y
el Teologado, florón de cualquier etapa inspectorial y cifra de tan-
tas esperanzas... Algunas de estas Obras fueron esbozos que
pronto se convirtieron en realidad.
Parecía un sueño tanta floración y tanta abundancia de obras
y de Personal. El cuerno de la abundancia se había volcado
sobre la Inspectoría. El mismo Inspector, admirado, les decía a
los estudiantes de Filosofía: «No sé, no sé adonde vamos a lle-
gar...».
Tenía razón Don Ziggiotti en la inauguración del Teologado
de Salamanca: «Desde que llegué a España, voy pasando de sor-
presa en sorpresa...». Dichosa edad y días dichosos aquellos en
que tuvo lugar tanta prosperidad. Ahora los miramos con melan-
colía y con una envidia incontenible. Tanta abundancia y tanta
prosperidad no podía ser duradera. «No suelen venir dos siglos de
Oro sobre una misma nación...» dice Menéndez Pelayo de la
prosperidad de España y de su decadencia.
Don Alejandro pasó todavía por el colegio de Ferroviarios y
por Estrecho, de Director, cómo no. Con facultades mermadas,
con un ojo perdido y el otro disminuido, todavía tenía arrestos
para mandar, a su manera.
Parecía incombustible y hecho para Director.
Sin embargo, el mando le buscó a él; no fue él en busca del
mando.
Cumplió en estas dos últimas etapas de su actuación y pasó, ya
casi ciego, al reducto del confesionario. Rezaba rosario tras rosa-
rio, porque ni siquiera podía recitar el Oficio, repartía absolucio-
233

22.10 Page 220

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nes y devanaba sus memorias. Modesto o discreto, «nunca se con-
sideró ni héroe ni víctima».
Era demasiado virtuoso para no sentirse tal y era demasiado
cauto para no presentarse como ninguna de las dos cosas.
Seguro que algunos de los pasos hacia atrás que se dieron, le
llegaron al alma. Algunas de las posiciones no las habría cedido
nunca y otras las habría defendido con uñas y dientes.
No era sincero cuando decía con aparente resignación: «...Hijo
mío, los tiempos han cambiado y las personas tenemos que ple-
garnos a ellos».
Dice un refrán que él practicaba, aunque no conociera la letra
textual:
«Discreción es disimular lo que no se puede remediar...». En
sus años finales tuvo que pasar muchas veces por ese disimulo.
Era realista y tenía un gran sentido práctico. Algunos le supo-
nían un tanto maquiavélico y dado a salir adelante con las cosas,
como fuera.
«Te he nombrado del Consejo Inspectorial, le decía a un sale-
siano no identificado con él, porque piensas bien y no piensas
como yo».
Se murmuraba de él que, como era fuerte, se rodeaba de ayu-
dantes débiles. Al revés de los que le pasa al dirigente débil, que
se rodea de fuertes.
«Ya conozco yo a los hombres», se le oía decir, confirmando
su natural desconfiado y cauteloso...
«Todos somos buenos, hasta que dejamos de serlo...», replica-
ba a uno que defendía como bueno a otro.
Y cuando era Inspector, al terminar la Visita a una casa, susu-
rraba una frase que ya no es denigración ni violación de secreto,
sino muestra de su humor y de su realismo:
-«En esta casa, como en todas: el que no cojea, renquea». Y
esbozaba una sonrisa de indulgencia y de comprensión.
Tenía mala vista, pero una visión larga y certera.
En reuniones de capítulo y de Consejos Inspectoriales, no fue
partidario nunca de hacer una casa para salesianos ancianos o
retirados.
234

23 Pages 221-230

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23.1 Page 221

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-«Al salesiano le gusta ver siempre niños y morir donde ha
trabajado».
En esto se equivocó.
Contra su voluntad, tuvo que resignarse a ser instalado en una
casa de salud, salesiana, pero distante de Madrid y sin niños bulli-
ciosos.
Fue a morir a Martí Codolar, donde pasó sus tres últimos
años, dando ejemplo de virtud, de prudencia y de pacífica convi-
vencia.
Sus restos mortales fueron trasladados a Madrid, donde se le
dedicó un funeral tan sentido y como él merecía. «A tal Señor, tal
honor...».
Descansa en Carabanchel. Allí empezó su aspirantado, hizo el
noviciado y la Filosofía y allí disfruta del «descanso definitivo y
eterno», tan ejemplar e incuestionablemente merecido...
235

23.2 Page 222

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FRANCISCO FALQUEZ COSTAS
Sacerdote.
Nació en San Martín de Coya (Pontevedra) el ll-XI-1897.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 20-VII-1916.
Ordenación sacerdotal en Lugo el ll-IV-1925.
Falleció en Cercedilla (Madrid) el 23-VH-1925.
Francisco Fálquez vivió poco tiempo, no llegó a los veintiocho
años, pero es menos lo que se sabe de él. Apenas los datos indis-
pensables y esenciales.
Nació en una aldea perdida de Pontevedra, San Martín de
Coya, uno de tantos Sanmartines como hay en la geografía de
España.
Ingresó como aspirante o como pre-aspirante en el colegio de
Vigo a los diez años. Allí apuntó su vocación salesiana.
Hizo el Aspirantado, el Noviciado y la Filosofía en la casa
madre y solariega de Carabanchel. Allí hizo la primera profesión
236

23.3 Page 223

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en las manos del Representante del Rector Mayor, que era a la
sazón Don Manfredini.
Corría el año 1917, importante y encontrada fecha. En ese año
tuvieron lugar sucesos de signo muy distinto: la huelga revolucio-
naria en España, la revolución rusa, las apariciones de la Virgen
de Fátima.
¿Qué onda de todos estos sucesos llegaría a sus oídos, a su
sensibilidad de joven hecho ya? Tenía entonces veinte años.
En 1918, con solo un año de Filosofía hecho, fue destinado a
Santander, Colegio del Alta. Entonces se tenía un adiestramiento
corto para un ejercicio largo. ¿Mediaron en su caso motivos de
urgencias del Inspector o fallo de la salud de Francisco?
Estuvo un año en Santander y dos en Baracaldo, en el segun-
do Directorado de Don Ramón Zabalo.
No sabemos cómo se desempeñó en esos años de la prueba de
fuego, que era el Trienio, un poco más de fuego en aquella casa de
medianas posibilidades y cercana a los Altos Hornos.
Demos por supuesto que fue un Trienio normal. El caso es
que en 1921 pasó a estudiar la Teología en Carabanchel, en aquel
teologado que era todavía provisional.
Monseñor Versiglia le administró la Tonsura, en su episcopa-
do todavía reciente.
En 1924 se le declaró una dolencia de pecho, bastante frecuen-
te entonces y de curación dudosa, dados los medios de que se dis-
ponía. Fue trasladado a Vigo, San Matías, como estudiante y
enfermo.
Como la enfermedad se prolongaba, la curación se presenta-
ba incierta y el tiempo urgía, se acortaron los plazos y fue orde-
nado de Subdiácono en Vigo. Mal sitio para sanatorio un puerto
de mar. En Vigo comenzó su vida salesiana y en Vigo comenzó
también el principio de su fin. Fue trasladado a Orense, por tra-
tarse de un clima continental más propicio para su curación ya
imposible.
En un proceso canónico sumario, se ordenó de Diácono en
Lugo y a los ocho días, de sacerdota en la misma ciudad.
Apenas sacerdote, con la unción todavía fresca, fue ingresado
237

23.4 Page 224

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en el sanatorio antituberculoso de Cercedilla. Era la última tenta-
tiva. Los aires tonificantes y perfumados del «ancho Guadarra-
ma» pasaron en vano sobre sus pulmones desahuciados. Murió a
los cuatro meses, el día 23 de julio de 1925.
Allí sus manos recién impregnadas en el óleo santo, se cruza-
ron y se quedaron cerradas para siempre.
Descanse en paz este trabajador de la primera hora, que habrá
recibido su denario, porque Dios no mira tanto el trabajo que se
hace como la voluntad y el espíritu con que se hace.
238

23.5 Page 225

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MARCELO FERNANDEZ POZUELOS
Coadjutor.
Nació en Renedo de Valderaduey (León) el 30-XII-1901.
Profesó en Cumiana (Italia) el 23-IX-1929.
Falleció en Arévalo (Avila) el 29-VII-1991.
«No quiso el padre Júpiter que fuera fácil la
labranza. El fue el primero que, con arte, remo-
vió los campos y aguzó con la necesidad los
mortales pechos, no consintiendo que su mo-
narquía se entorpeciese en la pereza gris...».
VIRGILIO, Geórgicas, libro 18.
León es una de las provincias que pueden alardear de Hidal-
guía. Es milenaria y cuna de la Patria. Los leoneses hacen gala de
nobleza y bravura, desde Guzmán el Bueno a Durruti, dos ejem-
plares de distinto signo.
239

23.6 Page 226

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Cuando Castilla no tenía aún Reyes, León ya había tenido
leyes.
Es prolífica en héroes, bravucones y santos. También lo es de
vocaciones insignes.
De allí era Don Marcelo, de Renedo de Valderaduey.
Está este pueblecito en la zona de la Tierra de Campos, zona
interprovincial, que abarca porciones de varias provincias: Falen-
cia, Valladolid, León, Zamora y Burgos. Renedo parece lugar
común como Melgar, se encuentran varios. Se repiten en cada
provincia y en algunas, hasta dos: Renedo de la Vega y Renedo
de la Valdavia. Son tan insignificantes, que no tiene nombre pro-
pio. En este Renedo nació Don Marcelo, el año 1901 de una fami-
lia numerosa y modesta. Como no es raro, entre las familias de
esa tierra sana y cristiana, Marcelo quería ser sacerdote. Era bien
inclinado, piadoso y con aptitud para los estudios. «Mas para
hacer tal pasta, que diría Berceo, «faltábalis fariña». No tenía
medios para costearse los estudios. Su padre descartó desde el
primer momento esta pretensión. El y algunos de los hermanos
eran reacios. La madre y algún otro hermano, más complacientes
o más piadosos, no se oponían tan de plano. Esta división de pare-
ceres, le recordaría un poco a Don Bosco. ¿Qué vocación merito-
ria no habrá encontrado oposición dentro de la misma familia?
El muchacho insistía en su buen deseo, pero el padre insistía
cerradamente en su negativa.
Por fin, accedió a que fuera a los Maristas de Carrión de los
Condes, a estudiar, que no a hacerse cura.
Tenía ya 17 años, sentía un poco de reparo, viéndose el mayor
de la clase de pre-aspirantes. Los estudios se le daban bien y en
poco tiempo, al cabo del segundo año, se puso a la cabeza de la
clase. Hasta aquí, como el muchacho de los Becchi también.
Fue a Barcelona, para hacer el Aspirantado. Los estudios eran
más fuertes, se estudiaba mucho Francés, más que el Castellano
incluso. Se iba creciendo e iba superando el retraso y el pelo de su
pueblo, Renedo de Valderaduey, nombre que se prestaba a algu-
na chanza de sus compañeros.
«Poco dura la fortuna en casa del pobre». Cayó enfermo y
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23.7 Page 227

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tuvo que regresar a su casa al cabo del primer año de aspirantado.
Pasó tiempo «y un año pasado había» y dos más... El se había
repuesto de su dolencia y perseveraba en su propósito, pero el
padre se oponía más en redondo.
Hacía de ayudante de un sacerdote del pueblo vecino, sacris-
tán y maestro de coro de voces femeninas. Les enseñaba el poco
canto gregoriano que había aprendido en el seminario y algunas
otras artes menores. El cura le apreciaba y le entretenía «cultural-
mente», a cambio de los buenos servicios que le prestaba. Un día,
al azar, le enseñó una hoja de la «Hormiga de Oro». En ella venía
el anuncio de que los Salesianos se habían establecido en Astudi-
llo y aceptaban vocaciones: chicos de doce años en adelante.
Vio el cielo abierto. Estaba ya muy adelante de los doce años,
porque tenía 27. Sin pensarlo más, dijo a su padre que estaba ya
cansado de trabajar en el campo. Se iba a Falencia a encontrar
trabajo. El padre, tratándose de encontrar trabajo, lo dio por
bueno.
Muy precavido Marcelo, lo primero que hizo fue acudir a un
médico para hacerse reconocer y estar seguro sobre la salud, no le
fuera a pasar otra mala jugada. Expuso al médico su deseo y éste,
al enterarse de que se trataba de Salesianos, le reconoció, le dio
por sano y no le cobró nada. De aquí dedujo Marcelo que debía
tratarse de algún pro-salesiano, que Dios le ponía en su camino.
Fue a Astudillo y se presentó a Don Pedro Olivazzo, que le reci-
bió como a agua de mayo. Mientras tanto, en su casa le creían
buscando trabajo. ¡Feliz mentira...!
Al exponer a Don Pedro su deseo de hacerse sacerdote, éste
con sus buenas razones, le hizo ver que era ya muy mayor para
meterse en estudios de Latín y otras complicaciones, que con
«chaqueta» también podría ser un gran salesiano y hacer un bien
«inmenso».
No resistió a la dialéctica de Don Pedro, se avino a ser coadju-
tor y se quedó de ayudante del Sr. Gil en la huerta y factor de
muchas cosas más, porque para todas tenía maña.
Salió de su pueblo con el pretexto de buscar trabajo que no
fuera el campo y se encontró adscrito al campo para toda su vida.
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23.8 Page 228

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«El alguacil, alguiacilado...». Salió de la Tierra de Campos, y le
esperaban los campos de Astudillo, de Santa Marta, de Saldárme-
la, del Teologado... Los campos de muchas tierras...
Terminado el año de Aspirantado, fue a hacer el noviciado a
La Moglia y después a Cumiana. Iban con él Don Modesto Con-
de y otro. Los tres llevaban barba larga, como futuros misioneros.
No era demasiado larga ni muy bien cuidada. Hicieron trasbordo
en Ventimiglia y notaron que desde allí tres sujetos comenzaron a
fijarse en ellos y a no perderlos de vista. Los seguían a relativa dis-
tancia en el tren, en la fonda y en todo el trayecto, hasta que lle-
garon al Oratorio. Allí los perdieron de vista. Llegaron a intrigar-
los y dedujeron al fin, que se trataba de tres policías.
Tres misioneros mal fachados, despertaron sospechas de anar-
quistas.
Hizo el noviciado a plena satisfacción de compañeros y Supe-
riores. Don Ziggiotti, que era el Inspector, le decía de ellos a Don
Marcelino Olaechea que eran trabajadores, piadosos y sin preten-
siones. Bien se puede creer.
Durante el noviciado tuvo la fortuna de asistir a las fiestas
de la Beatificación de Don Bosco y al traslado de los restos des-
de Valsalice a Turín. ¡Buena oportunidad para un novicio fervo-
roso...!
Al final del noviciado, Don Pedro fue a acompañar a una nue-
va expedición de aspirantes y se trajo a Don Marcelo, ya profeso.
Los otros dos compañeros de Astudillo salieron hacia el Perú y
Argentina respectivamente.
Ya está Don Marcelo de nuevo en Astudillo con la investidura
del salesiano hecho y derecho que siempre fue, hasta el final de su
vida.
Sin más perfeccionamiento ni adiestramiento técnico, comien-
za su vida salesiana práctica. Iba a ser larga, atareada, fructífera y
muy igual.
En todas partes se empleó a conciencia y fue el salesiano sin
par que todavía lloramos. Solamente el Sr. Aizpuru se le podría
comparar, si las comparaciones no fueran siempre odiosas e ine-
xactas. Era un Sr. Aizpuru más alto de tipo, más cultivado y más
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23.9 Page 229

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diverso en habilidades. Por algo le conocimos siempre como
«Don Marcelo».
Se empleó y se sobreempleó a fondo en todos los sitios donde
estuvo y en todos los oficios que ensayó. Pero si en algún destino
dejó más huella y la recibió, fue en Astudillo.
El primer destino es como el primer amor: «muy duro de olvi-
dar».
Astudillo, la villa romana fundada, según parece, por Estatilio,
amurallada y con un castillo señero, vestíbulo de la Tierra de
Campos, que tiene en su escudo una estrella, bien pudo ser la que
le marcó el rumbo de toda su vida a Don Marcelo. Fueron años
difíciles, de intenso trabajo y extremada penuria. Don Marcelo
labraba la huerta, que era toda la renta de la casa, iba con un
carro de muías a hacer los aprovisionamientos. De noche, por
malos caminos, sorteando vigilancia de guardias, buscando los
mercados más baratos y fiables, se desplazaba a Saldaña, Carrión
de los Condes, Guardo, Muslares de la Vega... La noche le sor-
prende y tiene que hospedarse en casa de algún salesiano de la
tierra, ir a oír misa a la iglesia de los Jesuitas y reemprende el via-
je. Así una y otra vez en busca de harina, de garbanzos, de carbón,
de las más elementales vituallas...
La casa dependía de la Inspectoría Central, pero prácticamen-
te se encontraba en tierra de nadie. La distancia y la guerra hací-
an imposible todo socorro. Hubo ocasión en que el Director tuvo
que salir en demanda urgente de socorro entre las familias del
pueblo. Sacó por toda colecta seiscientas pesetas para salir del
paso. Don Marcelo, que era el Jefe de la huerta, el proveedor, el
intendente y el amo de llaves de aquella hacienda ruinosa, se las
tenía que ver y desear para la cobertura de cada día.
Era joven todavía, animoso y sacrificado. Todas las condicio-
nes las tuvo que poner a prueba en aquellos años de prueba
heroica. En las memorias sencillas que dejó escritas en sus horas
de portería en Arévalo, expresa como una de sus últimas volunta-
des «que le digan una misa en la casa de Astudillo, cuando haya
fallecido». Es conmovedor. ¿Una misa de qué? ¿De acción de
gracias? Bien podía ser una misa de gloria.
243

23.10 Page 230

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Las penalidades, el trabajo, el clima, minaron su salud al cabo
de doce años. Su salud y acaso también su ánimo. Del año 43 es
este testimonio que recoge la Dupanloup, fruto de sus conoci-
mientos de Francés: «Observo una actividad terrible que está
minando mi salud, perturbando mi piedad y que no es de prove-
cho para mi cultura...».
Es una observación de un hombre inteligente y atareado.
De Astudillo fue a Salamanca, al colegio de María Auxiliado-
ra, a encargarse de la finca de Santa Marta. ¡Buen relevo...! Al
menos la huerta de Astudillo era fértil, espaciosa, la partía un ria-
chuelo cargado de peces y cangrejos. La finca de Santa Marta era
un chinarral. Cuando la compraron los salesianos, como subsidio
del Colegio y para poder tener un poco de granja y de huerta para
las necesidades del internado, comentaban con sorna los vecinos
labriegos:
-Los frailes son muy listos, pero esta vez los han engañado de
frente.
Era un solar ingrato y malo. Tierra de arcilla y gravilla, que no
valía ni para ortigas. Todo había que hacerlo: cribar el pedregal,
cambiar la tierra y echar mantillo nuevo, aportar agua y fertilizan-
tes. Peor parcela no se podía haber buscado. Sólo la paciencia y el
esfuerzo lograron ponerla a punto de producción. Horas y sudo-
res empleados, caminatas desde Salamanca en mañanas de niebla,
de escarcha y de viento cierzo, estancia de horas y horas trabajan-
do hasta el atardecer, sin más alto que para consumir una merien-
da recalentada a medias, lidiar con empleados de la granja y jor-
naleros, desplazamientos en carro, en caballería, en moto
modesta. Todo eso le tocó pasar a Don Marcelo, patrón, operador
o encargado de trabajosa hacienda.
«Labor omnia vincit improbus». El trabajo esforzado lo supe-
ra todo, también las pruebas y la resistencia del trabajador. Se
quedó extenuado, llegó a pesar sólo 55 Kgs. ¡Qué musculatura de
gañán matriculado...!
La finca llegó a hacerse presentable y productiva, hasta asegu-
rar el abastecimiento del colegio. El que no prosperó tanto fue el
agricultor.
244

24 Pages 231-240

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24.1 Page 231

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Don Alejandro le mandó a Saldármela, como asesor y respon-
sable de otra granja-escuela que la Caja de Ahorros de Burgos
había encomendado a los Salesianos. La finca era un plantel y la
casa era un palacio. Don Marcelo podía haber desplegado bien su
pericia agro-pecuaria y haber rehecho su fortaleza física, si alguna
vez la tuvo. Sin embargo, él estaba acostumbrado a trabajar sin
medida, pero como propietario. Allí se sentía asalariado, a mer-
ced de la veleidad de otros, aparte de que el clima fomentaba su
reuma crónico. En conclusión, trabajaba porque esa era su condi-
ción, pero no estaba contento. Estuvo en Mohernando algún
tiempo y de nuevo pasó a Salamanca, no al colegio, sino al Teolo-
gado. Don Maxi le mandó como enfermero y organizador de la
huerta y granja. Otra vez la misma cantinela: preparar la tierra,
abrir pozos, plantar árboles y vides y echar los cimientos para un
gallinero industrial. Parece que todas las granjas tuvieran que
pasar por sus manos... y por sus ríñones. La enfermería no le daba
demasiado trabajo, porque era gente joven y vigorosa. Bien es
verdad que también había alguno de edad y necesitado de mucho
cuidado: Don Anastasio, Don Leandro, Don Jesús, Don Esteban.
Un enfermo es una bendición para una casa, pero también es una
cruz, cuando está inválido y hay que socorrerle en los más humil-
des menesteres, como lo hacía con alguno de ellos Don Marcelo...
¿Quién lo vio y no lo recuerda hasta con confusión?
Después de otra docena de años, materialmente agotado, los
Superiores asintieron en que fuera a Santander, como enfermero,
aunque más bien iba como necesitado de cuidados de enfermería.
Fuera por el cambio de ambiente o porque había elegido él mis-
mo la casa -cosa que no suele dar buen resultado-, al principio
de su estancia en Santander, pasó una de sus etapas más amargas
y desoladas. Se veía sólo, extraño y enfermo. Fue una verdadera
crisis.
El tiempo y su buena adaptabilidad, la fue superando y llegó a
encontrarse feliz. Salió de Santander con pena y dejando más
apenados aún a los que habían disfrutado de su convivencia bene-
ficiosa y edificante.
Don Rómulo Laita, cecuciente, pero que había palpado todas
245

24.2 Page 232

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sus habilidades, le despide con un romance casero, que le retrata-
ba fielmente:
Enfermero, horticultor, hasta sastre,
encuadernador de libros,
fabricante de pilares
para tiestos y macetas
y otras humildes habilidades...
Si en la vida religiosa
fuiste modelo constante,
en el trabajo, no menos.
De tu ingenio con la llave
la puerta abriste del arca
do guardabas los diamantes
de tus aptitudes grandes...
El verso no es precisamente parnasiano, pero el contenido es
exacto.
Volvió de nuevo al Teologado, como enfermero también y su
última etapa del viaje, fue Arévalo. Como otros beneméritos sale-
sianos, bravos todos ellos y de un juego inmejorable, han ido a
acabar sus días, arrimados a las tablas de aquella acogedora plaza.
Atendía a la portería, rezaba rosarios, repasaba sus andanzas
y reunía los apuntes de sus memorias. Una libreta sobada y tres
cuadernos: Mi jornada, Mi vida, Mis memorias, son el relato de
sus noventa años y sus peripecias. Sus días y sus trabajos. En la
libreta, que bien podía ser la de su noviciado, escribe resúmenes
de lecturas, pensamientos sueltos, buenas noches, pláticas de
Ejercicios desde los primeros años, y propósitos año por año, has-
ta el 1987, los últimos que hizo en comunidad, en la casa de
Mohernando y con algún susto de salud ya decaída. En plena tan-
da, le dio un amago de infarto, que puso en cuidado a él y a los
demás. Desde entonces, le dispensaron de hacer más Ejercicios
en comunidad. No estaba para desplazarse fuera de casa. Ade-
más, su vida entera era ya Ejercicios Espirituales y preparación
para la muerte.
Le conocimos de cerca y le tratamos dos veranos en Astudillo,
246

24.3 Page 233

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un año en María Auxiliadora y dos en el Teologado. Fue bastante
tiempo para percibir lo extraordinario de su contextura espiritual.
Era uno de los que entran pocos en comunidad. Siempre sereno,
recogido, esbozando una sonrisa, entregado a algún trabajo, sufri-
do y servicial. Nunca se le vio ocioso ni airado ni frivolo. Uno de
esos hombres que dejan estela de paz.
Su libreta espiritual, en octavo y encuadernada en azul por él
mismo, recoge muchos excordes, desde sus años jóvenes hasta
cerca de los años noventa. Es un diagrama de espiritualidad. Has-
ta tiene un índice con 39 apartados. Como si fuera un diario per-
sonal de por vida, un «vademécum», un recetario espiritual para
todos los casos por los que puede pasar un alma delicada. La
acompañan infinidad de recortes, estampas, fotografías, tarjetas, a
las que él añadía su comentario... Es un archivo mínimo, persona-
lísimo y muy valioso, que él repasaría muchas veces en sus horas
de habitación y portería, a juzgar por lo sobadas y amarillentas
que están.
En la mencionada despedida de Santander, se le decía:
Marcha, Marcelo, gozoso,
pues has cumplido con arte
y acertada diligencia...
Bien podía ser ésa la despedida de Arévalo y de este mundo.
Nació un treinta de enero, una víspera de Don Bosco de 1901
y murió un veintinueve de julio de 1991. Le sobraron cinco meses
y un día para redondear los noventa años, edad cumplida. Nació
en pleno invierno y murió en pleno verano. «El verano es la esta-
ción de la dicha».
Para él fue la estación de la dicha cumplida y merecida. Le
enterraron en un mediodía de fuego, en el corazón de la Morana,
ante un acompañamiento numeroso de salesianos y gente de
pueblo.
«El calor, de vibrante, parecía sonoro».
Lo era, realmente, mientras el sacerdote cantaba la despedida
ritual: «In Paradisum suscipiant te angelí...». Que en el Paraíso te
reciban los ángeles... y todo el celestial cortejo. Y uno pensaba:
247

24.4 Page 234

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Saldrá a recibirle también Don Pedro Olivazzo, su introductor
en la Congregación, su padrino y amigo del alma siempre, y que
murió también en Arévalo.
Compartieron los dos en los duros años de Astudillo la ofren-
da de Don Bosco: Pan -poco más que pan-, trabajo sobrado; aho-
ra les toca compartir también el Paraíso...
248

24.5 Page 235

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AGOSTO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
2 1989 Sacerdote Enrique ARRIETA CABRERO
61 251
20 1988 Sacerdote José RIESGO PEDRAZ
75 258
24 1917 Sacerdote Honorato ZOCCOLA CACCIA
40 265
26 1992 Sacerdote Santiago IBAÑEZ GARCÍA
69 268
27 1908 Novicio Ramiro GRANA GONZÁLEZ
18 276
27 1912 Coadjutor José ALVAREZ BLANCO
46 279
28 1948 Coadjutor Gregorio GONZÁLEZ HERMOSA 27 281
29 1961 Coadjutor Ignacio ECHEVARRÍA DE VA
71 284
30 1989 Coadjutor Zacarías RIVERO VICENTE
54 286
249

24.6 Page 236

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24.7 Page 237

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ENRIQUE ARRIETA CABRERO
Sacerdote.
Nació en Madrid el 15-VII-1928.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1950.
Ordenación Sacerdotal en Madrid el 24-VI-1959.
Falleció en Madrid el 2-VIIM989.
Enrique nació en el Madrid castizo de la calle Tres Peces, el
día 15 de junio del año 1928. Cuando tenía ocho años, la guerra
civil le sorprendió en un pueblo de Segovia. Durante todo el
tiempo que duró, estuvo separado de sus padres y tuvo que apli-
carse a las labores del campo: hacer de rapaz en el verano, rastri-
llar el heno y trasladar la leche recién ordeñada a la ciudad, a bien
tempranas horas. Allí aprendió, a bien caro precio, lo que era tra-
bajar, madrugar y obedecer. A decir verdad, en todo este tiempo,
del campo se le pegó poco y de la guerra nada. Fue siempre hom-
bre de bien, pacífico y razonador.
251

24.8 Page 238

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Cuando terminó la contienda y el paréntesis azaroso que
supuso para su niñez, entró como alumno en Las Escuelas de la
Ronda de Atocha, sin pasar por el trámite obligado de haber fre-
cuentado el Oratorio Festivo.
El Director del colegio era Don Alejandro Vicente y el Cate-
quista, Don Francisco González, Don Paquito, el fundador del
famoso Pequeño Clero.
Enrique tiene los ojos azules, el pelo castaño y los modales
suaves. Es un maestro de ceremonias muy a propósito para aquel
conjunto de obispos en miniatura. Don Alejandro, con una vista
de más alcance, le ficha como aspirante y candidato a salesiano.
Una vez más, no se equivocó.
Terminada la Primera Enseñanza, Enrique se coloca en una
empresa de publicidad y más tarde, como botones en el Banco
Hispano Americano. Trabaja en el Banco y ayuda cuanto puede a
Don Higinio en el Círculo «Domingo Savio».
En el mismo Banco, conoce y traba amistad con otros dos
colegas de oficio y tendencias. Los tres frecuentan el Hogar del
Empleado y encaminados por el fundador, el P. Morales, los tres
se orientan hacia el noviciado salesiano de Mohernando. El Ban-
co se convirtió en una sucursal salesiana, por esta vez.
Los tres, vocaciones un poquito tardías pero maduras, Enri-
que, Pepe y Jesús, son tres elementos prestantes de los 84 novicios
que componen el noviciado del 1951-1952. Bautizaron el curso
con el nombre colectivo de SAVIO, una sigla que desenredada,
venía a trazar el lema seráfico del grupo: Sanctificamini amore
Virginis, inmolationis et oboedientiae, es decir: santifícaos por el
amor a la Virgen, a la inmolación y a la obediencia. Aparte del
lema, no poco pretencioso, era aquel un curso numeroso, inquieto
en el buen sentido y un tanto acaparador. Los otros cursos se veí-
an ensombrecidos y superados.
Así ocurría en los años de la Filosofía de San Fernando, años
en los que el gran colegio de Fuencarral ofrecía la extraña simbio-
sis de seminario y hospicio. Enrique, por su edad y su manera de
ser, era de los más asentados y responsables. Cuando salía a
Madrid y fueron bastantes los viajes que tuvo que hacer a cuenta
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24.9 Page 239

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de una operación de oído, se mostraba contrariado, pedía algún
consejo y la bendición de María Auxiliadora, hasta que hubo que
advertirle que la bendición era para cosas de mayor momento.
Hizo el Trienio completo en Arévalo, con Don Maxi como
Director de aspirantes y de clérigos seleccionados. Daba clase,
asistía y era maestro de escena. Nos cuesta imaginar a Enrique,
tan serio e introvertido, preparando sainetes de la Galería Salesia-
na o montando zarzuelas; pero como el que vale, vale para todo,
también él cumplió bien en el arte de las tablas. Hasta iban a
representar las funciones a otros colegios salesianos vecinos. Hace
la Teología y se ordena de sacerdote en junio de 1959.
De estudiante en Carabanchel, pasa a ser confesor de Zuazo,
caso extraño.
No será el único nombramiento atípico que reciba. Sus peni-
tentes son aspirantes de los primeros años. Sobre ellos y los cléri-
gos tiene un ascendiente enorme. Lo que dice Erna -así le llama-
ban en sigla de nombre y apellido: Enrique María Arrieta- tenía
para ellos un valor indiscutible.
Los confiesa, los dirige espiritualmente y los acompaña en
todas partes.
El defiende la teoría de que asistir es estar con los chicos, no
sobre los chicos, y la cumple a perfección. Sus compañeros de
comunidad sienten un poco de «pelusilla» ante tal ascendiente.
«Para el hierro el orín, la envidia para el ruin», dice el refrán,
por más que entre aquellos salesianos no hubiera ninguno tan
ruin que no reconociera lo que Enrique realizaba en el aspiran-
tado.
Y es que el confesionario es como la estructura espiritual y
pastoral de una casa, la infraestructura, mejor dicho. Por algo
diría Don Bosco, que tenía la experiencia de todos los planos, de
todos los niveles de la casa: «Un confesor, según sea, puede hacer
el mayor bien o el mayor mal».
«Este joven -decía por entonces de Enrique un Superior
Mayor- tiene algunas ideas originales, pero es bueno». Siempre lo
fue y siempre las tuvo.
Un día de finales de septiembre, el Inspector invitó a Enrique
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24.10 Page 240

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a acompañarle a Burgos. Se sintió un poco sorprendido y halaga-
do por tal invitación.
Por el camino y de paso por los pueblos del trayecto, iban
haciendo comentarios generales, sobre el tiempo, que ya comen-
zaba a refrescar, sobre la gente, que comenzaba a echar mano de
las prendas de abrigo y sobre otros detalles que observaban.
Al llegar a Saldármela, el Inspector sin muchos rodeos, le
comunicó el nombramiento para Director del aspirantado de
coadjutores, que se iba a abrir en breve en Urnieta.
-¿Para eso me ha traído Vd. a Saldármela? -preguntó.
-No creas que es un atraco en despoblado -le replicó el Ins-
pector-. Es algo muy pensado, que tienes que aceptar con la con-
fianza de que acertarás a desempeñar el cargo.
-Si yo no creo en la figura del coadjutor -repuso.
-Porque hasta ahora no has tenido ocasión de familiarizarte
con ella. Esa fe que ahora no tienes, la puedes llegar a tener.
El caso es que aceptó el cargo sin demasiada resistencia, un
poco por disciplina religiosa y otro poco porque se le ofrecía
ocasión de desplegar sus cualidades y sus iniciativas y ganar
experiencia.
Urnieta se abrió y comenzó a funcionar de una manera muy
llana y familiar.
La escasa plantilla de salesianos, bien avenidos, las diligencias
del P. Beobide, procurador incansable y profeta en su tierra, y la
sombra protectora del fundador de la Obra, hicieron que ésta fue-
ra surgiendo y agrandándose en el caserío de Elketa con los mejo-
res vientos, hasta llegar a ser un complejo envidiable. A Enrique
le cupo la misión y la satisfacción de dar el primer impulso a
aquella embarcación de gran calado que ahora es, a pesar de que
no ha seguido el rumbo que se le imprimió al principio. Su destino
inicial era formar muchos y buenos maestros de taller salesianos,
«una fábrica» de excelentes coadjutores.
Antes de terminar el mandato de Urnieta, Enrique fue
enviado de nuevo a Zuazo, renovado, ampliado y en condicio-
nes para ser ya el aspirantado completo de los sacerdotes. De
allí pasó a Burceña, también como Director, para que tuviera
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25 Pages 241-250

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25.1 Page 241

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ocasión de experimentar y ampliar todas las formas de aposto-
lado.
Los escenarios cambiaban, pero su actuación era siempre la
misma. En todos los sitios se le reconoce como hombre entregado
a su labor y a sus encomendados. Chicos o grandes, salesianos o
alumnos, los defiende con codicia y con la mejor voluntad.
Se decía de él que era dificultoso en teoría, pero ejecutivo en
la práctica. Veía las dificultades y las hacía ver, pero cuando se
trataba de resolverlas, era el primero en colaborar.
Cuando se le hacía ver que las estrecheces y dificultades que
él exponía, ya eran viejas y que los antepasados las habían pasa-
do mayores, alegaba que esa razón no era de recibo. La obliga-
ción de los padres es ahorrar a los hijos las penalidades que ellos
han pasado. Así argumentaba en su dialéctica paternalista y bon-
dadosa.
«El demócrata cristiano» le llamaba algún salesiano zumbón,
por lo dialogador y lo interesado por «la base».
Como asistente, decíamos, su preocupación era estar con los
alumnos; como Director y gobernante, aunque fuera en pequeña
escala, su costumbre era ponerse al nivel y cercano a sus enco-
mendados.
Servir un día a la mesa a los pobres, a los obreros o a los ancia-
nos, es fácil. Lo hacen alguna vez los dignatarios y las damas
encopetadas.
Sentarse a la mesa con ellos y ponerse a su altura, ya es más
difícil y más raro. Enrique lo entendía así y lo intentaba vivir.
En 1979 cambió de Inspectoría. Fue otro cambio apresurado,
para que todos sus destinos tuvieran algo de atípico. En Bilbao
tenía prestigio y un ambiente inmejorable. Sin embargo, motivos
de familia y particularmente la situación en que había quedado
una hermana, le obligaron a pasar a la Inspectoría de Madrid, al
menos temporalmente.
Se le encomendó la parroquia de Alcalá de Henares, de nueva
fundación y de nueva presencia. La experiencia de pastoralista
que ya tenía, lo aconsejó así.
Fue un trasplante desafortunado. Contra lo que se preveía, las
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dificultades se le acumularon, la responsabilidad de una parro-
quia, algo más compleja que una comunidad o un colegio, le abru-
mó y le pudo. Sufrió una trombosis que puso en peligro su vida. A
costa de muchos cuidados, se recupera en buena parte, pero ya
queda quebrantado y herido.
Se le mandó a Carabanchel y allí con los aspirantes coadjuto-
res -otra vez volvía a ellos- y con los aprendices del colegio, tra-
bajaba confesando, dando clase de Religión y animando las cele-
braciones. Hacía todo, lo que podía y bastante más.
Caminaba con lentitud, con el libro entre las manos y sobre el
pecho, desde la Residencia a la clase, a la capilla, al patio. Se topa-
ba con uno y al menor intercambio de palabras, forzando el tono
y con un esguince de humor, soltaba una de sus muletillas:
-Vd. no sufra, que de eso me encargo yo...
-A mí, como a humilde no me gana nadie...
-¿Y qué me dice Vd. de N.? (algún personaje famoso de
actualidad).
Cuando decía la misa a los alumnos, tenía expresiones y ritos
un tanto suyos, litúrgicamente dudosos, pero lograba interesar la
atención de los oyentes, seguían la función y se confesaban en
retahila con él. La disciplina no era perfecta, en las clases y en las
funciones de iglesia, abusaban de su paciencia y de su sordera
pero le apreciaban y respondían aceptablemente.
De todos modos, a medida que pasaban los días, se le veía
cada vez más lento, más apagado y ausente.
Cuando estaba en plenas facultades, hablaba poco, se reía con
mesura y pensaba bien. En los últimos años esas costumbres y
maneras de ser y aparecer, se le acentuaron. Recordaba un poco
la descripción que de San Pedro de Alcántara hace Santa Teresa:
«Era de pocas palabras, pero tenía una conversación sabrosa y
muy lindo entendimiento».
En verano del año pasado, 1989, el día dos de agosto sufrió
una nueva trombosis. Fue el último golpe. Murió a media tarde en
la clínica de La Milagrosa. El, tan sesudo, no recobró el conoci-
miento para vivir a conciencia el último momento de su vida. Ya
lo tendría bien considerado.
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En un capítulo Inspectorial, en Bilbao, en el párrafo de
enmiendas a las antiguas prácticas de piedad, propuso que se
suprimieran las letanías del Ejército de la buena muerte, tan paté-
ticas y espeluznantes. «Porque ya nadie se muere así», dijo. La
Explicación causó cierta hilaridad.
Efectivamente, él no murió de la manera que retrataban las
decimonónicas letanías. Su muerte fue más sencilla, más callada e
inadvertida. Le llegó como andaba él: con paso quedo y silencio-
so, sin alborotar.
«Ven, muerte tan escondida -que no te sienta venir-».
Dios quiera que a estas alturas esté recitando y disfrutando
por entero la anhelante letrilla de Santa Teresa.
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JOSÉ RIESGO PEDRAZ
Sacerdote.
Nació en Guadalajara el 9-V-1913.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 10-X-1930.
Ordenación sacerdotal en Pamplona el 30-VI-1940.
Falleció en Alicante el 20-VIII-1988.
Entre los Salesianos, hay individuos que pasan tanto tiempo
en algún colegio que terminan identificándose con él. No se sabe
si es el salesiano el que se identifica con la casa o la casa la que se
identifica con él. Eso pasó con Don José Riesco y el Paseo de
Extremadura. Aquel fue su primer destino, al salir al Trienio,
varios de los siguientes en su vida salesiana y allí murió. Parece
que se hubiera formado una simbiosis entre la persona y el lugar.
Nació en Guadalajara, el nueve de mayo de 1913, si bien, de
alcarreño no tuvo más que el nacimiento. Aquella fue su cuna
ocasional; la que consideraba verdaderamente su patria era Sala-
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manca y una zona muy marcada: la Armuña y el pueblo de Calza-
da de Valdunciel, copado por el apellido de los Riesco. Sus padres
se llamaban Cristóbal y Piedad. Don José les profesó siempre
veneración y amor y los consideraba autores de los grandes bie-
nes de su vida. Don Cristóbal era catedrático de Latín. Tenía bar-
ba, tipo y pose de senador o de caballero conservador. Doña Pie-
dad fue su digna consorte. Entre los dos formaron un hogar lleno
de hijos, hasta doce llegaron a convivir muchos años. Una familia
numerosa y dichosa. «Mi infancia fue feliz por los cuatro costa-
dos», decía Don José cuando la recordaba. Lo mismo podían
repetir los hermanos y hermanas.
«Yo aprendí en el hogar
en qué se funda la dicha más perfecta...»
Es la mejor escuela para aprender ese secreto. De esos doce
hermanos cinco se inclinaron hacia la Congregación: Pepe, Ricar-
do, Piedad, Pilar y Paz, cinco nombres para un quinteto bien
rimado.
La vocación salesiana de Don José brotó en Salamanca,
maduró en Carabanchel y se afianzó en Mohernando. Los años
de pre-salesiano coincidieron un poco con la edad de hierro del
colegio de María Auxiliadora y otro poco con la edad de oro de
Carabanchel, los tiempos de Don Enrique y de Don Battaini res-
pectivamente. Guardó siempre un vivo recuerdo de los que fue-
ron sus Superiores y de los compañeros. Las fiestas de los Anti-
guos Alumnos de Carabanchel son una tradición bien guardada,
Don José era uno de los organizadores y una presencia obligada.
Terminado en Carabanchel el bachillerato y el aspirantado,
vino a Mohernando a hacer el Noviciado y la Filosofía. Era la
segunda promoción de las que habían de pasar por este «sacro
monte».
Como el Paseo de Extremadura comenzaba a reclamarle, allí
fue a hacer el Trienio. La casa era todavía aspirantado joven y en
la planta baja funcionaban unas escuelas elementales. Don José
Arce y sus dos clérigos las hicieron populares y simpáticas entre
la gente del barrio. Uno de esos dos clérigos era Don José Riesco.
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Daba clase a los externos y asistía a los aspirantes. Era serio, pero
tratable y jovial.
Entre los clérigos, Don José Arce y el Sr. Codera formaban
una cuadrilla divertida y montaban unas sobremesas espectacu-
lares.
No duró muchos años aquel bienestar. La casa cambió de
suerte, aquella comunidad se disolvió y la guerra vino a poner en
la vida de Don José Riesco un paréntesis dramático. Le sorpren-
dió el estallido en Santander, con una colonia de muchachos que
habían ido a pasar allí la temporada de verano. Alumnos y profe-
sores se vieron envueltos en la tramontana y tuvieron que pasar
muchas peripecias para sortear la situación tan inesperada y tan
comprometida que se les había venido encima. Después de los
primeros bandazos, ya más encarriladas las cosas, Don José y sus
otros colegas salesianos jóvenes, en pleno invierno, en una aven-
tura novelesca, lograron pasarse a la llamada zona nacional por
San Miguel de Luena. Bien grabado se les quedó el nombre del
«puebluco» que fue su trampolín.
Después de la aventura, Don José se encontró en Salamanca y
fue estudiando la Teología por su cuenta o con el asesoramiento
de algún salesiano más experto. Alternaba la Teología con las
prácticas del Trienio prolongado. «En la guerra como en la gue-
rra», tenían que arreglárselas unos y otros y poner cara a las situa-
ciones más extrañas.
Terminada la contienda estudió el último año de Teología en
Carabanchel y se ordenó de sacerdote. Su Obispo ordenante fue
Don Marcelino Olaechea, antiguo amigo de su padre y constante
amigo suyo. «Pídele a Dios que te conserve siempre esa alegría»,
le dijo. Le conocía bien.
Los primeros años de sacerdocio los pasa en Salamanca. Hace
la carrera de Ciencias Físico-Químicas, ayuda al colegio en lo que
puede y atiende a la música. Sacerdote joven, da clase de Cien-
cias, frecuenta la música y practica el deporte. Tiene todas las de
ganar entre los alumnos, ya que además es simpático y sabe escu-
charlos. Estos años y los de La Coruña son sus años de mayor
lucimiento y tranquilidad.
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25.7 Page 247

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Vuelve al Paseo de Extremadura, donde se va formando un
bachillerato numeroso y necesitado de organización. Las respon-
sabilidades se le van acumulando. Pasa por casi todos los cargos
de la gama capitular: Consejero, Catequista y Director. Si «empe-
zar a ser sacerdote es empezar a sufrir», según la sentencia de
Mamá Margarita, empezar a mandar es empezar a sufrir un poco
más, cuando el mando se toma con honestidad y como obligación.
Don José, que tenía además conciencia estricta y un criterio no
siempre muy flexible, tenía que apurar más a fondo las amarguras
de la Dirección. La Obra era ya considerablemente grande, la
comunidad diversa en sus componentes y la casa en obras. Las
situaciones espinosas se presentaban a menudo, el dinero se aca-
baba y los problemas se agudizaban. Al transferir el cargo a su
sucesor, le advertía: «Las obras están en un tramo irreversible, las
letras llueven y ciertas posturas se hacen cada vez más tensas».
Mientras en el Paseo de Extremadura las cosas estaban así,
sobrevino la división de Inspectorías y la fundación de «la Ciudad
Laboral Don Bosco», de Pasajes. Urgía completar la comunidad
que la había de regir, porque la inauguración era inminente. Se
pretendía que la presidiese el mismo Jefe de Estado, Franco,
aprovechando su estancia en San Sebastián.
La empresa era de mucho compromiso, la Caja de Ahorros se
había volcado y pedía al Inspector salesiano un equipo proporcio-
nado y digno. Don Alejandro, nada corto en promesas, les había
asegurado: «Les mandaré aquí lo mejor de lo mejor». Bien le
tomaron la palabra y la restregaron después. Cabeza de aquel
equipo, supuestamente inmejorable, fue Don José Riesco.
Asumió el cargo contento no tanto de verse promovido cuan-
to de verse liberado del que se hacía cada día más pesado. «Pro-
moveatur ut amoveatur». Sea ascendido para verse relevado, era
el eslogan administrativo.
Las cosas en Pasajes fueron viento en popa al principio. Todos
se encontraban como en casa nueva y muy confortable. Pero era
una Obra demasiado grande y pretenciosa para no crear compli-
caciones. «Habéis comenzado demasiado prósperamente -les
pronosticó el mismo Don Marcelino-, pero ya vendrán los pro-
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25.8 Page 248

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blemas». Don José, con toda su preparación y buena voluntad,
encontraba dificultades para mantener la andadura que aquello
requería. Le apremiaban desde la Caja de Ahorros; más aún des-
de dentro de la comunidad, donde había elementos capaces, exi-
gentes, impacientes y ambiciosos. Don José sufría y se encontraba
acobardado. Al cabo de su primer trienio, aceptó el relevo con
una disposición admirable. Lo aceptó con humildad, más aún, con
gusto y como una liberación.
En Santander se sintió aliviado, enseñaba las materias de su
competencia, desempeñaba más labor espiritual y alegraba con su
buen temple la vida de la comunidad. Buen gustador de los
deportes y de la Naturaleza, frecuentaba el mar, con sus delicias y
sus peligros. En la playa le sobrevino el primer infarto. «Seis infar-
tos he aguantado ya», diría años más tarde con despreocupada
jactancia.
El año 1978 cambió de Inspectoría y regresó al Paseo de
Extremadura. «Ya vuelve el español donde solía...». Salió rebo-
sante de salud y de ánimos y volvía quebrantado. No obstante,
durante ocho años se gana dignamente el pan: da clases, confiesa
y cumple, como buen religioso que fue siempre, escrupulosamen-
te. No abandona la música que, si antes fue su obligación, ahora
es su sedante, y mantiene su relación amistosa con sus antiguos
condiscípulos y siempre buenos amigos. Cada día un poquito más
achacoso y debilitado, se siente contento y con el humor inmar-
chitable de siempre. No abandona la querencia de sus raíces y
cada año pasa unos días de vacaciones con sus hermanos y her-
manas, siempre tan avenidos. Cada año tiene que lamentar alguna
ausencia más. Hasta que el triste e ineludible turno le tocó a él.
Concertaron unas vacaciones en Campello él, su hermano
Ricardo y su hermana Carmen. No era el primer año que pasaba
allí unos días en el mes de agosto. Trataron de hacerle ver que su
estado era delicado para una excursión así. Todos los consideran-
dos fueron inútiles. Como era hombre de decisiones firmes, al mar
se fue, sin pensar que del mar vienen los males, a veces irremedia-
bles. Llevaba pocos días en Campello. Hacían vida de veranean-
tes despreocupados y felices. La tarde del 18 de agosto se acerca-
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25.9 Page 249

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ron al mar. Don José era hombre de tierra adentro, pero admira-
ba el mar y las cien voces que lleva dentro. Le había dedicado
largas horas de contemplación en Pasajes, en Santander, en
Cádiz y ahora en Campello. Sus ojos se ensancharon mirando su
lejanía, sus pulmones, necesitados de oxígeno, se esponjaron con
las brisas suaves y yodosas. Parecía vivir y disfrutar el verso de
Calderón:
El mejor amigo, el mar;
la mejor lisonja, el viento.
Con ese amigo y con esa lisonja se quedó. Aquella noche, en
pleno sueño, le dio un infarto del que no se recobró. Ni su herma-
no, que compartía la habitación con él, se dio cuenta. «¡Seis infar-
tos he aguantado ya...!». Pero el séptimo pudo con él, porque el
corazón no es una piedra que no se gaste ni se quebrante.
Trasladaron sus restos a Madrid y allí los despedimos un
domingo de agosto. Estaban presentes hermanos, amigos salesia-
nos y no salesianos, de los muchos que tenía, salesianas, correli-
gionarias de Pilar, de Paz y Piedad, y gentes del Paseo de Extre-
madura, su casa de por vida y de por muerte.
Allí despedíamos al hombre bueno, cordial, religioso sin
tacha, alegre y alegrador de sobremesas, que tantas veces había
animado con sus chistes, anécdotas, imitaciones y decires...
A veces, en conversaciones amistosas, había afirmado que no
temía la muerte, que es un encuentro con Dios; pero temía el
túnel que la precede: la enfermedad, la agonía, el dolor físico,
ante el cual se sentía cobarde. No sabía que el túnel que le espera-
ba iba a ser bien fácil de atravesar.
Murió el día de San Bernardo, el enumerador de la vida reli-
giosa y sus ventajas. «Moritur confidentius». Muere con mayor
confianza, con toda la confianza del que ha dejado un mundo
deleznable para asegurarse una vida mejor y más duradera.
Todavía le echamos de menos en reuniones, tandas de Ejerci-
cios y ocasiones de comunidad. Siempre llegaba alborotando y
entre exclamaciones de regocijo. «Ya está aquí Don José Riesco»,
decíamos.
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Y así le imaginamos entrando en la Casa del Padre, más
ancha, más llena y más familiarmente alegre que la de su padre de
la tierra, la de Calzada de Valdunciel...
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26 Pages 251-260

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26.1 Page 251

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HONORATO ZOCCOLA CACCIA
Sacerdote.
Nació en Acqui (Alessándria-Italia) el 6-II-1876.
Profesó en Valsálice (Torino) el 3-X-1983.
Ordenación sacerdotal en Barcelona el 17-XII-1898.
Falleció en Madrid el 24-VIII-1917.
Pocos son los salesianos que pueden dar alguna noticia de
Don Zoccola. Era italiano, vivió poco tiempo en Madrid y murió
joven.
Los que le conocieron convienen en que era de carácter apa-
cible, activo, abierto y bondadoso. Perteneció al grupo de sale-
sianos que, al final del siglo pasado fueron destinados a España
a ayudar, hacer ambiente y Congregación. A fe, que cumplieron
su misión. Hicieron carrera y dejaron estela en la España sale-
siana de entonces. Don Manfredini, Don Anastasio, Don León
Cartosio... Vinieron jóvenes, se hicieron hombres en España e
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26.2 Page 252

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hicieron hombres a otros. Son los sembradores de la primera
hora.
Don Zóccola fue el sexto Director de Carabanchel. Ejerció su
breve directorado entre Don Anastasio, en su segunda etapa, y
Don Marcelino Olaechea. Estamos en los años 1915-1917.
Había nacido en Ricaldone, fue alumno del colegio de Penan-
go y de Valsálice. Hizo el Noviciado en 1892-93 y al terminarlo,
sin pasar por los votos temporales, hizo la profesión perpetua.
Con esa preparación vino a España. Era joven como para poder
asimilar la cultura del nuevo ambiente y adaptarse a él. La misma
táctica que se seguía con los misioneros. Hizo el Trienio en Sarria
y en Sant Vicent deis Horts.
Se hizo apreciar y querer, por su preparación y su disposición.
Se ordenó de sacerdote en el histórico 1898 y trabajó todavía
como Catequista en Sarria. De allí pasó a Vigo con el cargo ya de
Director. Desempeñó el cargo durante 13 años. Joven, como era,
activo, bondadoso y simpático, se hizo popular y querido de
todos. Propagó profusamente la devoción a María Auxiliadora,
como hacían todos los de su generación y la dejaron bien planta-
da, según se ha visto a lo largo del tiempo. Vigo fue la sede del
cuarto Congreso Nacional de María Auxiliadora.
Del Oeste pasó al Centro, a ser Director del Carabanchel
Alto. Era casa de formación de aspirantes, novicios y filósofos.
Además, el Oratorio festivo que siempre ha sido e iglesia con cul-
to semipúblico.
De su paso por la casa conservamos dos cartas: una dirigida al
Rector Mayor, Don Albera y otra dirigida al Catequista General,
Don Barberis.
En la primera habla del estado de la Casa. Entre unos y otros,
se reúnen ya un centenar de personas. «Tenemos vocaciones; lo
que no tenemos en tanta abundancia, son medios para sostener-
las». El achaque endémico. En la carta a Don Barberis hace algu-
na puntualización sobre las prácticas de piedad y algunas pro-
puestas: que se añadan algunas oraciones. Pueden ser socorridas y
tenerse a mano. Le hicieron caso.
Formaban parte del Consejo de la Casa Don Anastasio, Don
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26.3 Page 253

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José Soborido y Don León Cartosio. Buenos ayudantes y elemen-
tos valiosos.
Como en Vigo, aquí también cultivó y propagó la devoción a
María Auxiliadora, igual que lo harían con la misma constancia y
eficacia Don Pedro Olivazzo y Don Anastasio.
De aquel bienio data la preocupación de ampliar el perímetro
del solar y agregar a lo ya existente las famosas «casas viejas». La
casa ya se hacía pequeña, a pesar de no albergar más que un cen-
tenar de inquilinos. La eterna lucha contra las estrecheces de
terreno.
A la casa le faltaba espacio y al Director le faltó tiempo. Su
vida tenía un límite muy tasado.
En julio de 1917 fue a hacer Ejercicios a Sarria. Cuando vol-
vió, cayó enfermo de nefritis, que padecía crónicamente, y alguna
otra complicación del corazón. Murió dos semanas después. No
llegó a ver adquiridas ni inauguradas las «casas viejas», que ahora
ya serían viejísimas. Fueron inauguradas el último día del año
1928. Por eso, los que las ocuparon y sus descendientes tomaron a
perpetuidad el nombre de «silvestrinos».
El entorno nacional y doméstico que rodeó el final de la vida
de Don Zóccola, era bastante sombrío. Fuera, en España, en
aquel año se armó la primera huelga revolucionaria, la de Bestei-
ro, Durruti y compaña. Dentro de casa, en Carabanchel, se dejaba
sentir una penuria muy grande, con sus repercusiones. A él ya no
le tocó resolverlas.
Murió joven: cuarenta y un años. Menos que trabajos y días y
méritos. La piadosa comunidad de Carabanchel multiplicaría los
sufragios en favor de su Director, el primero que moría en el ejer-
cicio de su cargo.
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26.4 Page 254

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SANTIAGO IBANEZ GARCÍA
Sacerdote.
Nació en Valoría del Alcor (Falencia) el 25-VII-1923.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1941.
Ordenación Sacerdotal en Madrid el 3-VII-1949.
Falleció en Madrid el 26-VIII-1992.
Cuando se redactó el apunte de Don Eduardo Diez, fallecido
ahora hace un año, Don Santiago nos hizo algunas observaciones,
reparos más bien. Eran fruto de su punto de vista sobre estos tra-
bajos. Se le hacía ver que no eran ni una homilía piadosa sobre el
difunto, ni una carta parenética resaltando las virtudes del intere-
sado ni un ensayo crítico sobre su vida y figura. Eran algo más
sencillo y sin pretensiones. Dentro de su marco, cabía la divaga-
ción, la anécdota o las apreciaciones subjetivas o peregrinas.
Razonable como era Don Santiago, terminó por darnos la razón.
Ni él ni nosotros pensábamos que íbamos a tener que escribir
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26.5 Page 255

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pronto su apunte. Todavía no se han esfumado los ecos del fune-
ral, el más concurrido que hayamos visto en Atocha; todavía no
se ha escrito la carta mortuoria, que es el certificado oficial sale-
siano de defunción y suele ser la oración fúnebre escrita sobre el
finado. Tendrá que ser muy larga, muy estudiada y elogiosa, si
quiere ser ajustada a la talla de Don Santiago.
De él no se pueden decir más que cosas bonitas y edificantes.
Es una figura sin sombras.
Recordamos de él y tardaremos mucho en olvidarlos, el pri-
mer encuentro y el último.
El primero fue en Astudillo, en el verano de 1943, siendo
todavía clérigo de primer año de trienio. Rompía sus primeras
lanzas de vida salesiana práctica, él que había de romper tantas a
lo largo de su vida.
Llevaba a los aspirantes a la iglesia, en fila rigurosa, al mes del
Sagrado Corazón. Era un tipo mediano, flaco y lampiño, usaba
bonete romano, que acentuaba más sus facciones. Hablaba con
voz esforzada, profunda y rasposa, clavaba los ojos con fijeza y
penetración en los asistidos. Uno de ellos caminaba con cierta
despreocupación y ligereza y Don Santiago, que le tenía fichado
por otros deslices, le espetó este anatema:
-Tú ya estás fuera de la Congregación. Le faltaban todavía
muchos años para entrar en ella, pero efectivamente, se marchó
del aspirantado al poco tiempo. Aparecía ya el educador vehe-
mente, celoso y certero que resultó con los años.
El último encuentro ocurrió en la mañana del 22 de Agosto
último.
Don Santiago estaba ya inconsciente, después de la congestión
cerebral que le inundó el cerebro. Su respiración era honda, tra-
bajosa y de estertor. Le metieron en la ambulancia y le llevaron a
Guadalajara y de allí a Madrid. Todavía viviría cuatro días, si se
puede llamar vida la agonía y una lucha imponente por no aho-
garse o no estallar de tensión. Tal como había quedado, era prefe-
rible saberle tranquilamente muerto a verle angustiosamente
vivo.
Todo lo demás se desarrolló conforme al ritual de la muerte y
269

26.6 Page 256

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a la liturgia que nosotros añadimos, una liturgia tétrica, lamentosa
y deprimente.
Si despojáramos a la muerte de ese ropaje oficialesco, lúgubre
y postizo, resultaría más apacible, sonriente y aceptable.
La vida social nos complica y nos estropea muchas veces la
vida, que quisiéramos más personal y sencilla. Y la sociedad, con
su parafernalia de ritos y usos, nos convierte la muerte en un tran-
ce penoso y aborrecible. Esta idea la ha apuntado alguna vez Don
Santiago en algún funeral. Suya o ajena, la hacemos propia y nos
abonamos a una muerte, en lo que dependa de nosotros, sin tanto
aparato fúnebre al uso.
Después de tantas vidas y muertes reseñadas, bien podemos
permitirnos esta derivación.
Entre sus cualidades, tenía la de ser un hombre aguantador de
bromas.
Más que gastarlas él, que no tenía malicia para ello, las tole-
raba.
Nunca formamos parte de la misma comunidad. Convivimos
sólo un año en la Teología, en tiempo de Don Juan Castaño.
Entre el primer encuentro y el último que hemos apuntado,
hemos tenido infinitos otros. Siempre le hemos encontrado idénti-
co: un hombre abierto, acogedor, confiable; un salesiano íntegro y
un sacerdote celoso y entregado a su ministerio.
Usando una expresión un tanto pedestre, Don Santiago era un
salesiano «todoterreno». Valía y se prestaba para todo.
Fue Consejero y Jefe de Disciplina, cuando era espartana y
estricta; fue Director de casa grande y complicada; Inspector,
que es como tener que entender de lo material, de lo social y de
lo espiritual; fue Vicario, Párroco, Encargado, Asistente Espiri-
tual de las Voluntarias, Consiliario de las ADMA. Tuvo que tra-
tar con niños, con hombres y con mujeres de todas las clases y
jaeces.
A pesar de todo, él no buscó los cargos; los cargos le cayeron y
fueron a buscarle.
«El no buscó la fortuna,
la fortuna fue a buscarle».
270

26.7 Page 257

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Los Superiores contaron con él para las diversas encomiendas,
más que por su capacidad, que no le faltaba, por su disponibilidad
y su aguante.
Fue como esos militares que escalan los puestos del escalafón
como militares de reemplazo, por méritos propios y no por títulos
de academia.
Sin preparación adecuada, sin edad suficiente y sin títulos
recomendatorios, se puede decir que fue un autodidacta y un
autoformador. Tuvo que improvisar su actuación sobre la marcha.
Fue como esos guerrilleros, que hacen carrera brillante a base de
intuición, de valor y de genialidad.
Ahora que tanto se estila la cualificación y se necesita la pre-
paración específica, la Inspectoría tiene que tener en cuenta el
papel que han desempeñado estos «empecinados» beneméritos,
que le han servido y defendido sin reservas y le han servido hasta
el agotamiento de sí mismos.
Habrán cometido errores y habrán tenido desaciertos, pero
también aquí
«errar lo menos no importa
si acertó lo principal...»
Nació Don Santiago el año 1923, en Valona del Alcor -Falen-
cia- en una familia numerosa y cristiana. Siempre se mantuvo asi-
duo a ella, la frecuentó y ayudó cuanto le fue posible y no disimu-
ló nunca su admiración y su dilección por sus hermanos y
parientes. Era un signo de su nobleza. San Juan de la Cruz pre-
sentaba a su hermano «como el mayor bien que tenía». Algo
parecido le pasaba a él. De su hermano salesiano en Santo
Domingo, hablaba siempre con encomio y ponderaba sus trabajos
y publicaciones.
Hizo el Aspirantado en Astudillo, en los años apretados de
Don Esteban, cuando estuvo a punto de cerrarse por falta de
medios de subsistencia.
Fue una buena iniciación en la austeridad, que no iba a ser
menor en Mohernando, en los años inmediatos a la guerra. Las
privaciones eran el pan de aquellos años de pan racionado y octa-
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26.8 Page 258

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vo de litro de aceite por persona. Lo suplían con una alta dosis de
espíritu y de optimismo.
Hizo el Trienio entre Astudillo y Santander y la Teología en
Carabanchel, entre los años 1945-1949. España pasaba su ostra-
cismo político y pagaba la simpatía que había mostrado a los ale-
manes. Era el tributo y la sanción a «sus amistades y juntas no
buenas», reales o supuestas.
Se ordenó de sacerdote y fue destinado como Consejero a
Atocha. Comenzaba su agregación a esta casa, en al que tantos
años habría de pasar.
Terminó identificándose con ella. Sin restar mérito a otros
salesianos, Don Santiago, Don Fila, el Sr. Pichirichi, Don Paquito
y Don Antonio Tomé forman el quinteto de la mayor populari-
dad. Las obras son como los animales: se entregan al que los
rodea de cariño.
De Atocha pasó a Puertollano. Un Director nuevo para un
colegio nuevo y por hacer. Recordamos alguna fotografía de
Don Santiago, con casco y atuendo de minero visitando los
pozos de los trabajadores. Hasta ahí llegó su entrega. Director
de Arévalo después, cuando el Aspirantado que se levantó
sobre un arenal estaba haciéndose y Director de nuevo a Ato-
cha, un conjunto descomunal y cuadrado. Tiene sólo treinta y
siete años.
Demasiado joven para una mole tan ingente. Gracias a que
tiene anchas espaldas y mucho dinamismo. «Caro Direttorino», le
llamaba por entonces Don Ricceri. Inspector de León en los años
cruciales del Pos-Concilio y del Capítulo General Especial. Fue-
ron dos horcas caudinas. Les siguió una hemorragia de vocaciones
y otra hemorragia de desconcierto. Se dio la orden de variación y
muchos interpretaron «rompan filas». Los Obispos y los Superio-
res Mayores estaban consternados. Fueron seis años largos y
penosos, de muchos días y muchos trabajos.
Vicario de la Inspectoría de Madrid, cuando el cargo de Vica-
rio estaba todavía flotante, ambiguo y por definir, y para remate,
Director de Teologado.
«Tú eres el hombre», le dijo Don José Antonio Rico, el hom-
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26.9 Page 259

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bre indicado para recomponer aquel rompecabezas. Era una
tarea demasiado ardua, sin compostura posible. Don Santiago
pasó su año más amargo y el Teologado terminó cerrándose y
vendiéndose casi a precio de saldo. Ni siquiera la venta fue venta-
josa. Don Santiago, que había sido iniciador de otras Obras, ahora
tenía que pasar por enterrador de ésta.
Las misiones que le esperaban, eran más llevaderas y más a su
medida.
Fuenlabrada y Atocha por tercera vez y para siempre. Volvía
a encontrarse con el pueblo llano y sin complicaciones. Para salir
adelante, le bastaba armarse de paciencia, capacidad de sacrificio
y humildad. Esas provisiones las tenía en abundancia, como tenía
la alegría, el desprendimiento y el afán de servir y entregarse a los
demás. Con esas disposiciones se termina acertando y triunfando
siempre. Eso fue siempre Don Santiago: un triunfador y un tipo
que parecía incombustible.
Murió a los sesenta y nueve años apenas cumplidos. No llegó a
los setenta. Para que la juventud no le faltase, no llegó a pisar el
umbral de la vejez. Retirado ya de los cargos delicados y espino-
sos, su cometido se resolvía ya a hablar y moverse, cosa que se le
daba a perfección. Los fieles de Fuenlabrada, las Voluntarias y las
Archicofrades no le suponían conflictos.
No fatigan los cargos, sino las cargas que llevan consigo y la
comezón de las responsabilidades.
Hablaba mucho, sentía lo que decía y por eso hablaba fuerte y
alto.
Se le presentaba como el «hijo del trueno» y en el fondo, le
halagaba el sobrenombre. Entre el Santiago peleador y a caba-
llo y el Santiago peregrino, pacífico, de esportilla y bordón, las
apariencias podían ser del primero, pero la realidad era del se-
gundo.
«La virtud está en las yerbas, en las palabras y en las piedras»,
en las yerbas medicinales, en las piedras amuléticas y preciosas y
en las palabras que tienden a enseñar y consolar. Son buenas y
beneficiosas cuando salen de un corazón fogoso y apostólico.
El Don Santiago de los últimos años, predicador entonado,
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26.10 Page 260

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organizador de encuentros y peregrinaciones mañanas, es el defi-
nitivo y el que podía haber seguido viviendo mil años. El no veía
la muerte tan cercana ni siquiera después de la trombosis de hace
dos años, que fue una advertencia. «Me gusta este cargo, que me
permite moverme y trabajar sacerdotalmente», había dicho de la
última encomienda de coadjutor, capellán y Consiliario Inspecto-
rial de las ADMA. Seguía confirmando la fama que ya tenía de
hombre entusiasmado con su vocación salesiana, de hombre pro-
bo y sin malicia de doblez, alegre y alegrador de la comunidad,
entregado a su trabajo pastoral, vibrante y candente de devoción
a la Virgen.
Con su muerte, nuestra Señora ha perdido un capellán y un
celador de excepción. La muerte le llegó en condiciones muy pia-
dosas, pero le llegó, tal vez antes de lo que él esperaba, como lle-
ga siempre, súbita y de repente. En unos Ejercicios Espirituales, a
los que vino «a llenarse de Dios» -una expresión ingenua y muy
suya-, en una fiesta de la Virgen, a la que predicó tantas veces y
con un libro abierto sobre la mesilla de noche: «La Muerte, un
amanecer». Era todo un augurio.
Ya no volverá a alegrar las sobremesas con su indefectible
«naveira», ahora que su barca ha emprendido ya la navegación
sin retorno.
Después de un funeral multitudinario, en el que se dieron cita
gentes de Galicia, de Puertollano, Fuenlabrada, Arévalo y
Madrid, sus fieles feligresías, el incansable Don Santiago, descan-
sa en Carabanchel Alto, el puerto al que han ido a rendir su viaje
final él y tantos otros salesianos inolvidables.
Le enterraron en un mediodía de Agosto caluroso. El acom-
pañamiento se apiñaba en torno a la sepultura, silencioso, impre-
sionado, siguiendo los detalles del rito con una atención angustia-
da, hasta ver depositar en la maleza brava el grano fructificador y
místico: el cadáver.
luego, sobre esta siembra,
¿barbecho largo!...
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27 Pages 261-270

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Con voces entrecortadas, cantaron la última canción, la que él
había entonado tantas veces como colofón de ocasiones, cultos y
peregrinaciones.
Guíame al puerto santo y feliz.
¡Virgen Santísima, ruega por mí!
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27.2 Page 262

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RAMIRO GRANA GONZÁLEZ
Novicio.
Nació en Cangas de Vigo (Pontevedra) el 12-111-1890.
Comenzó el Noviciado en Carabanchel Alto (Madrid)
el 13-IX-1907.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 27-VIII-1908.
El año 1908 el mundo católico celebraba el jubileo sacerdotal
del Papa Pío X. En la Congregación Salesiana se seguía con inte-
rés la visita que Don Rúa estaba haciendo al Oriente y a los San-
tos Lugares.
Con júbilo se recibió la comunicación hecha por la Sagrada
Congregación de Ritos de que Don Bosco había sido declarado
Venerable e iba ya derecho camino de los altares. Todavía habían
de pasar más de cuarenta años hasta que llegase la Pascua memo-
rable de la Canonización.
Carabanchel Alto no había cumplido aún el primer lustro de
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vida como noviciado y casa de formación para otros grupos del
«curriculum» de los que han pasado por esa casa y que han sido
todos: aspirantes, novicios, filósofos, teólogos y ahora aspirantes
coadjutores. Cuando más capacidad tiene y cuando más acondi-
cionada estaba para acoger «formandos», es cuando está teniendo
un papel más exiguo. Ironías de la vida...
Ese año 1908 tuvo como acontecimiento destacado, si así pue-
de llamarse, la visita del Nuncio y poco tiempo después, la del
Obispo de Madrid. Eran las primeras visitas que se recibían de
tan altas Jerarquías.
Destacado también, pero con otro signo, fue el triste suceso de
una epidemia que se declaró en la comunidad y que afectó a
varios de sus habitantes. El funcionamiento de la casa se alteró y
el ánimo de los jóvenes moradores sufrió una pesadilla.
Era Director y Padre Maestro Don Pedro Olivazzo, que ya
había pasado por un trance parecido en Villaverde de Pontones.
Catequista y Consejero de la comunidad era Don José Pujol y el
noviciado lo componían once jóvenes, entre ellos Don Ramón
Goicoechea, Don Sabio Fernández y el suprascrito Ramiro
Grana.
Había nacido en Cangas de Vigo, había cursado los estudios
de Latín en Villaverde de Pontones y en octubre de 1907 llegaba a
Carabanchel para hacer el noviciado y agregarse a la Congrega-
ción, cosa que él deseaba vehementemente.
A la sazón, estaba la casa bajo el azote de una epidemia de
tifus.
Varios eran los aquejados por la enfermedad. El ambiente era
de consternación. Ramiro, en su generosa disposición y buena
voluntad, pidió al Señor que le quisiera aceptar como víctima.
Como si el Cielo hubiera aceptado su ofrecimiento, al cabo de
unas semanas, los enfermos se fueron recuperando; en cambio
Ramiro cayó enfermo de la misma dolencia, pero de una manera
irremediable. Por más cuidados que se le aplicaron, no se logró
rescatarle de la muerte. Parecía el precio de una transacción fatal
o el premio a su generosidad heroica.
Don Ramón Zabalo era el Inspector. Aunque no le corres-
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pendería a él y a pesar de tratarse de un novicio, no tuvo inconve-
niente en escribir la carta mortuoria. No tiene reparo en dejar
constancia del «trueque» tan voluntarioso y agregar en la breve
comunicación esta sugerencia:
«En su muerte concurrieron tales circunstancias, que casi no
se explican sin una intervención de lo Alto, especialmente de
María Auxiliadora, de la cual fue siempre ferviente devoto».
Así se expresa Don Ramón Zabalo, cuya objetividad y ánimo
entero están fuera de todo milagrismo. Por algo escribiría él mis-
mo la carta.
Ramiro Grana murió en la octava de la fiesta de la Asunción.
Pocas horas antes de morir y recibidos ya todos los auxilios
espirituales, con una lucidez impresionante, expresaba sus anhelos
de volar al Paraíso y musitaba las palabras de la conocida copla:
«Al Cielo, al Cielo quiero ir...».
Esto lo dice expresamente también la citada y brevísima carta.
«Si, lector, dijeres ser comento... como me lo contaron, te lo
cuento».
Por otra parte, bien merecía ir a «recibir la palma» el que tan
inequívocas pruebas había dado de amar y servir a Dios en el pró-
jimo.
No había terminado aún el noviciado, le faltan dos meses. A
pesar de todo, se le permitió entregarse ritual y canónicamente a
Dios y hacer sus votos «in articulo mortis». Bastante entregado
estaba ya.
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27.5 Page 265

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JOSÉ ALVAREZ BLANCO
Coadjutor.
Nació en Goyán (Lugo) el 15-VII-1866.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 22-X-1905.
Falleció en Madrid el 27-VIIM912.
Fue uno de aquellos Coadjutores de catecismo y reglas, traje
negro y una piedad sencilla y muy honda.
Poco podemos decir de él.
Nació en San Miguel de Goyán (Lugo), un pueblo que enton-
ces contaba alrededor de 300 habitantes. Cuando ya tenía 36 años,
entró en el colegio salesiano de Vigo.
Entró como empleado, fámulo o precoadjutor de vocación
tardía. Allí superó la primera sencilla prueba y en 1902 fue a
Carabanchel para hacer el noviciado y la primera profesión. Pro-
fesó por primera vez en 1905. La segunda profesión la hizo tres
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años después y los votos perpetuos en 1911. Al año siguiente
murió.
Tuvo, pues, una entrada tardía y una permanencia breve. Por
eso no es de extrañar que no tenga historia.
La que tiene es bien sucinta y muy edificante. Está toda ella
condensada en la carta mortuoria que redactó el Padre Castilla,
Director de la casa. De los salesianos conocidos y que formaban
con él a la sazón la escasa plantilla del personal, figuraba Don
Anastasio como Catequista. Don José Saburido como Consejero
y Don Filemón López, clérigo. La carta es brevísima y está escrita
en un estilo muy llano y con un criterio, más que piadoso, pío. A
juzgar por ella, nuestro personaje debía ser un presantificado. El
único oficio que desempeñó fue el de portero, nueve años.
El trato que se le atribuye era suave, exquisito más bien. Lo
adquirió y ejercitó en la palestra de la portería, recibiendo a visi-
tas y pasando avisos.
Observantísimo y delicado de conciencia, no pasaba por nin-
guna transgresión, por insignificante que fuera.
Aquejado de reúma, lo soportaba con sufrida paciencia; no
omitía ninguna práctica de piedad y sólo por verdadero mandato,
se avenía a estar sentado durante la meditación o la lectura espiri-
tual.
Murió santamente el día de San Agustín. Por descontado se
da, que él no necesitó ninguna conversión formal y que estuvo
siempre en una tranquila, beatífica posesión de la Verdad.
Las Constituciones, en su última redacción, dicen del coadju-
tor: «...lleva a todos los campos educativos y pastorales el valor
propio de su laicidad...». Aunque sea desde el oscuro recinto de
una portería y con el único cometido de recibir gentes, atender
visitas y pasar recados.
También en una portería está Dios y sólo con esos quehaceres,
se puede labrar y hacer gala de la más exquisita caridad...
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27.7 Page 267

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GREGORIO GONZÁLEZ HERMOSA
Coadjutor.
Nació en Muriedas (Cantabria) el 2-XI-1921.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1945.
Falleció en Madrid el 28-VIIM948.
Gregorio fue un coadjutor que murió joven y quedó ignorado
en el abandono de un sanatorio antituberculoso.
Había nacido en las inmediaciones de Santander, en Muriedas.
Ya entrado en la adolescencia, su paisano Don Ambrosio, le ganó
para la Congregación. Hizo el Noviciado en Mohernando, entre
los años 1944-1945.
El perfeccionamiento lo hizo en el mismo Mohernando en los
años inmediatamente siguientes.
Fueron años de dificultades externas y de alguna prueba dolo-
rosa dentro de la casa de Mohernando. Gregorio pagó sus conse-
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cuencias y rindió el duro tributo que otros jóvenes compañeros
suyos. Su noviciado fue uno de los más castigados.
Era un muchacho sano, fuerte, voluntarioso, y muy trabajador.
Para más señas de identidad, era rubio y gastaba bigote.
Hacía todos los trabajos de aquella hacienda en que, las nece-
sidades de la casa y la operosidad del Sr. Aizpuru procuraban
ocupación a todos los jóvenes trabajadores. Por lo que hace a
nuestro reseñado, «lo mismo ensillaba el caballo que empuñaba la
podadera», como el mozo del Quijote.
Trabajaba en la panadería, iba a hacer las compras a Guadala-
jara, en una tartana, que era el medio de locomoción, ayudaba al
Administrador en los recados y en los ratos libres, si le quedaban,
acompañaba a sus compañeros en el campo.
En el Hospital de Guadalajara, estaban internados dos o tres
enfermos del mal que no perdonaba entonces. Gregorio se acer-
caba a ellos y los trataba con excesiva familiaridad y despreocupa-
ción, para darles a entender que no abrigaba ningún escrúpulo,
comía con ellos y bebía de sus mismos vasos.
Aquellos detalles tan imprudentes pudieron ser el principio de
su mal sin remedio.
Fue destinado a Cambados, casa que se encontraba en sus
comienzos.
Su ritmo de trabajo, infatigable, como lo había llevado en
Mohernando, las frecuentes marchas en bicicleta en días húmedos
y fríos y su poco cuidado, a pesar de las advertencias de su padre,
que estaba también empleado en la casa, y de Don Vicente Ríos,
buen capataz de trabajadores a destajo, hicieron que se desarro-
llase la enfermedad que ya llevaba incubada.
Fue trasladado a Madrid e internado en el Sanatorio de Valde-
latas.
Cerca estaba el Colegio de San Fernando y el Estudiantado de
Filosofía adjunto. De vez en cuando le hacían alguna visita y le
hacían llegar algún socorro. Demasiado poco para una enferme-
dad tan avanzada y en fase irremediable. El, tan activo y trabaja-
dor, pasó por la cruz de la inacción y de la soledad. Esa doble cir-
cunstancia hacía más dolorosa y triste la enfermedad.
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Un día de finales de Agosto, de vuelta de una excursión a El
Pardo, comunicaron del Sanatorio que había fallecido.
Murió en el abandono y no tuvo el consuelo postumo de una
breve carta mortuoria.
Fue enterrado en el cementerio de Fuencarral, anexo al sana-
torio.
En el entierro se suscitó la cuestión de a quién competía presi-
dir el funeral y el sepelio, si a los Salesianos o a la Parroquia.
Cuestión ociosa. El sacerdote oficiante adelantó que a él le
habían encomendado efectuar el entierro y no quería saber nada
de precedencias. Dadas las circunstancias en que había muerto,
tampoco al difunto le importarían mucho las meticulosidades del
Derecho Canónico.
Descansaría tan en paz enterrado por uno como por otros y
recibiría de Dios el «Denario» de su esfuerzo en el trabajo y el
premio a su voluntad de buen trabajador.
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27.10 Page 270

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IGNACIO ECHAYARRIA DEVA
Coadjutor.
Nació en Eckioga (Guipúzcoa) el 13-VII-1890.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 31-VII-1912.
Falleció en Madrid el 29-VIII-1961.
El Sr. Ignacio era hermano del Sr. Pachi. Era más joven que él
en edad y en vida salesiana. La popularidad y la simpatía de su
hermano, así como el hecho de no haber estado tanto tiempo en
casas de formación, pudo hacerle sombra y restarle notoriedad.
Era de la misma extracción que su hermano, sino que menos
brillante, más serio y poco hablador.
Fue un religioso observante, trabajador, piadoso y humilde.
Del Sr. Pachi hemos dicho que valía lo que pesaba, con pesar tan-
to. Del Sr. Ignacio podemos decir que valía más de lo que pesaba.
Hombre inofensivo, nadie recibió agravio de él, y todos le debe-
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28 Pages 271-280

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28.1 Page 271

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mos el regalo del buen ejemplo. Pasó, que sepamos, por las casas
de Vigo, Astudillo y San Fernando, en los tiempos heroicos de los
primeros años.
Estaba al frente de la panadería, un servicio preciado en tiem-
pos de racionamiento estricto. Acompañaba todos los días a un
grupo de alumnos que hacía el reparto a los establecimientos de
la Diputación. Tenía que ejercitar bastante la paciencia con ellos y
con el chofer, que era de mal genio y de ideas levantiscas. El pan
era un artículo de lujo, que se prestaba a operaciones de trampa.
Por eso la necesidad de que acompañase y vigilase la operación
un salesiano.
Por las mañanas, a la primera hora se veía a ambos hermanos
Echevarría esperando que se abriera la puerta de la residencia de
los filósofos para asistir a la meditación. Eran un ejemplo de pun-
tualidad y asiduidad a las prácticas de la mañana. Lo mismo que,
cuando estaba en Astudillo, se le recordaba al atardecer, en la
penumbra de la iglesia de Santa María, recorrer las estaciones del
viacrucis. Nunca se hizo notar por nada, como no fuera por su
seriedad, su puntualidad y su aplicación a su trabajo. Rezó, traba-
jó y cumplió como bueno. Ya hizo bastante. Su enfermedad final
fue breve y de poco trastorno para los hermanos salesianos.
Nació después que su hermano, en sangre y religión, y murió
antes.
Un día de agosto de 1961, cuando estaban para separarse las
Inspectorías de Madrid y Bilbao, como el siervo fiel de la Biblia,
juntó los pies, cerró los ojos y entregó su alma a Dios. Fue a pre-
parar el camino a su hermano, con quien compartió en la vida
infancia de caserío vascongado, trabajo salesiano y estarán ahora
compartiendo hermandad de Paraíso y beatitud de Paraíso bien
ganado.
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28.2 Page 272

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ZACARÍAS RIVERO VICENTE
Coadjutor.
Nació en Herguijuela de la Sierra (Salamanca) el 22-V-1935.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1956.
Falleció en Salamanca el 30-VIII-1989.
La carta mortuoria de Zacarías se encabezaba con un detalle
original: una encina pintada por él. La encina es el árbol más
abundante en la provincia de Salamanca. Por todas partes aparece.
«Siempre firme, siempre igual.
Impasible, casta y buena.
¡Oh tú robusta y serena,
eterna encina rural!»
¿Veía en ella Zacarías, que tenía alma de artista, un símbolo
de la provincia y del alma salmantinas?
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28.3 Page 273

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Aún no hace dos años que murió. De haber vivido más, se
habría dado a conocer, por su virtud, sus cualidades de educador
y su temperamento artístico, como uno de los coadjutores ejem-
plares, mencionable al lado de un Fermín Corso, Gaspar Mestre,
Pedro Martínez o Joaquín Dalmau.
Dios se lo llevó a la edad de los 54 años, poco más que a la
mitad del camino de la vida. Su recuerdo, pese a nuestra facilidad
de olvido, persiste vivo y aureolado de cariño en las pocas casas
por las que tuvo ocasión de pasar: San Fernando, Atocha, Pizarra-
les. En todas dejó muestras de su inspiración y buen gusto: cua-
dros, retratos, pirograbados, esmaltes. En Salamanca y con oca-
sión de las Navidades, montó alguna exposición que fue visitada
por el público y elogiada por la crítica.
Había nacido en Herguijuela de la Sierra, el 22 de mayo de
1935, un pueblo serrano y oscuro, en las fragosidades de la Sierra
de las Mesías, en el partido de Sequeros, lindando ya con la pro-
vincia de Cáceres y su tierra más olvidada: Las Hurdes.
Las primeras letras las aprendió en la escuela del pueblo, dota-
da por todo mobiliario de un abaco o bolero para aprender a con-
tar, bancos rústicos, carteles pendientes de las paredes denostan-
do el alcohol o el robo, algunos mapas deslucidos y el crucifijo,
que por aquellas fechas la legislación sectaria de la República
mandaría retirar.
Entonces, ni en ésta ni en otras escuelas más tecnificadas,
nadie hablaba del fracaso escolar, acaso porque tampoco se podía
hablar del éxito. Todo era rudimentario y elemental.
Eso sí, la escuela se veía complementada por la familia, que en
el caso de Zacarías era numerosa y modesta, y por la parroquia,
mantenedora del ambiente sano y cristiano del pueblo.
Por influencia del párroco, allegado suyo, Don Rufino Encinas
fue el padrino salesiano de Zacarías y el que rescató para la Con-
gregación y la cultura a un alumno que sin el valimiento del
párroco y del influyente salesiano, se hubiera quedado en la
mediocridad y hubiera sido uno más de los ochenta muchachos
que completaban la matrícula de la escuela.
Hizo el aspirantado salesiano en San Fernando, entre los años
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28.4 Page 274

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1953 y 1955. Este Aspirantado sucedía al Filosofado cuando, debi-
do al número y proporciones que había adquirido, la residencia se
hizo pequeña y fue preciso trasplantarlo a Guadalajara. Los aspi-
rantes encontraron la sede que habían de ocupar tan desmantela-
da y tan pobre como la habían encontrado los filósofos cuatro
años antes. En eso, los comienzos fueron bien parecidos y bien
auténticamente salesianos.
El Noviciado lo hizo en Mohernando, el año 1956, uno de los
últimos años de Don José Arce como maestro de Novicios. Aquel
año eran 96 novicios, 35 de ellos coadjutores. Muchos se marcha-
ron a donde era su destino, pero muchos perseveraron y dieron
excelentes elementos para todos los cargos y casas de las Inspec-
torías de Madrid, Bilbao y las misiones. «Cuando Dios da, da para
todos y para todo». De aquellos noviciados casi centenarios se
están beneficiando ahora muchos colegios.
Zacarías terminó felizmente el noviciado, profesó y fue a San
Fernando de nuevo para hacer allí el Perfeccionamiento técnico y,
en parte también, el perfeccionamiento espiritual y formativo.
Este lo hizo de una manera muy sumaria y expeditiva, sin ningún
proyecto previamente trazado.
Estaba muy lejos aún el Capítulo XIX y el plan de formación
para los Coadjutores, paralelo al de los clérigos, en la teoría al
menos.
¡Qué simples y oscurantistas nos parecen aquellos Reglamen-
tos que se conformaban con que los coadjutores supieran leer y
escribir y tuvieran bien aprendido el catecismo y el oficio! Sin
embargo, de aquellos moldes tan sencillos, ¡qué buenas piezas
salieron!
Que se lo digan a Zacarías Rivero, coadjutor de la primera
época.
Por todas las casas en las que estuvo pasó dos veces, menos
por Guadalajara e Inglaterra, a donde fue a perfeccionar su
Inglés, privilegio que no tuvieron otros y del que él hizo un uso
bien funcional y poco vanidoso.
No había ido a aprender inglés para pavonearse, sino para
enseñarlo.
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28.5 Page 275

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La vanidad no entraba en sus saberes y habilidades; sólo la
utilidad y el servicio a los demás.
Estuvo en Atocha por segunda vez entre los años 70 y 77 y en
el año 1980 volvió a Los Pizarrales. En él no se cumplió aquello
de que «Nunca segundas partes fueron buenas». Su temperamen-
to de educador, su experiencia y su profesionalidad se fueron acri-
solando con los años.
Siempre tuvo muy en cuenta la advertencia que hacía Don
Alejandro y que repetía como un recurso bien administrado:
-Tenga Vd. en cuenta que Vd. ha venido aquí no para crear
problemas, sino para resolverlos.
Zacarías, desde su primera juventud, fue hombre de solucio-
nes más que de problemas. No los creó en la vida religiosa ni en la
vida profesional ni en la convivencia.
Era sencillo, servicial y humilde. Con esas condiciones, cuando
además sirven de cobertura a cualidades valiosas y de eficiencia,
cualquiera se hace apreciar, respetar y querer.
«El encanto de las rosas
es que, siendo tan hermosas
no conocen que lo son».
Así le pasaba a Zacarías. Tenía cualidades de las que usaba
como si no las supiera.
«No daba importancia a lo que hacía», dice Don Isidro en la
carta mortuoria. «Era un trabajador incansable».
La carta mortuoria que, como Director de la casa de Pizarra-
les, tuvo que escribir, fue una carta de esas cartas que resultan
dolorosas, fáciles y gustosas de redactar. Había materia para escri-
bir en puridad y con verdad, sin miedo a piadosas y gratuitas exa-
geraciones.
Le conoció en el último año y le trató durante la enfermedad.
Pudo darse cuenta de que Zacarías era una de esas personas
que «se cotizan en oro».
«Ser artista y ser feliz no lo permite Dios».
No sabemos por qué Manuel Machado diría eso de Verlaine;
pero en Zacarías, que era artista, se hizo verdad, al menos huma-
namente hablando.
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28.6 Page 276

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En su conducta, daba la sensación de ser feliz y de hacer feli-
ces a los demás.
Seguía siendo el hombre que no tenía problemas ni los plan-
teaba.
La enfermedad se encargó de enturbiar aquella aparente feli-
cidad, una enfermedad larga, dolorosa y que se entretiene con el
paciente, haciéndole pasar por estadios de mejoría y de empeora-
miento sucesivos, hasta verse consumido.
Es una muerte lenta y de tortura la del cáncer.
Zacarías tenía a la cabecera de su cama un Jesús flagelado, en
pirograbado hecho por él mismo y sobre la mesilla de noche, una
estatuilla de María Auxiliadora. Fueron los abogados de su buena
muerte. Porque buena y edificante lo fue y bien lúcida.
«Es difícil entender la muerte», dicen que decía; «pero, Señor,
ven a buscarme... Decid que quise ser bueno durante mi vida...».
Tener voluntad de ser bueno, ya es una manera de serlo.
Murió el 30 de agosto, rodeado de salesianos y de varios de
sus siete hermanos. Hermanos en Religión y hermanos en sangre.
Le llevaron a enterrar a Herguijuela de la Sierra. Allí descansa
junto a sus padres, a la sombra de los castaños, de los robles y de
las encinas rurales. Su tierra natal le reclamaba.
Zacarías, que había expresado el deseo de tener un entierro
sencillo, estaría contento de regresar a la tierra que le vio nacer.
«De los cuerpos y las almas de mis hijos
soy la cuna, soy la tumba, soy la patria...».
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SEPTIEMBRE
Día Año Condición Nombre y apellidos
15 1987 Sacerdote Hiscio MORALES MORALES
19 1945 Sacerdote Eladio LÓPEZ PACHECO
22 1978 Sacerdote León CARTOSIO BIANCHI
23 1991 Sacerdote Eduardo DIEZ GALLO
25 1989 Sacerdote Vicente RAMOS LORES
Edad Página
81 293
65 300
90 303
74 310
48 317
291

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28.9 Page 279

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HISCIO MORALES MORALES
Sacerdote.
Nació en Cubo de Don Sancho (Salamanca) el 14-IV-1906.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1930.
Ordenación sacerdotal en Falencia el 23-VI-1942.
Falleció en Barcelona el 15-EX-1987.
A mitad de distancia entre Fuente de San Esteban y Vitigudi-
no, en la provincia de Salamanca, cercado por dos riachuelos que
van a dar al Huebra, está El Cubo de Don Sancho, un pueblecito
pequeño, no exento de paisaje y de belleza, que se levanta en tor-
no a un edificio de forma cubical perfecta. De ella le vino el nom-
bre de Cubo, y el de Don Sancho, por el personaje que estuvo allí
cautivo, que era Infante. Tiene todos los elementos que harían in-
teresante a cualquier lugar, aún para el que no hubiera nacido en
él: Río, monte de encinas y de robles, los árboles que pueblan
gran parte del suelo salmantino, iglesia y palacio o casa señorial.
293

28.10 Page 280

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Don Hiscio Morales estaba contento de haber nacido en tan rural
y salmantina cuna. Su padre era un charro de la más pintada es-
tampa. Cuando Hiscio hacía el cuarto curso de Latín, en el Paseo
de Extremadura, fue a verle, vestido con todos los aderezos del
traje charro, incluida la amplia capa. Los aspirantes le miraban
con curiosidad y extrañeza, como si se tratara de un personaje de
otra época. El Cubo de Don Sancho tiene una iglesia -dicen- del
siglo XIV, el altar mayor es de un dorado limpio y brillante y en el
centro campea una hermosa imagen de la Virgen de la O. Fuera
de la campana grande la catedral de Salamanca, en pocos sitios
más se encuentra por allí esta advocación de la Virgen. La talla es
notable, pero el título lo es más: recoge los dos privilegios más ma-
rianos, la virginidad y la maternidad. María es la única mujer que
puede hacer gala de los dos. Bien lo decía un predicador de inspi-
ración poética y con gran dosis de Teología: María es como un na-
ranjo. Es el único árbol que exhibe al mismo tiempo la flor y el
fruto, el perfume del azahar y el sabor sustancioso y agridulce de
la naranja suculenta. Era un buen pie para un panegírico de la Pa-
trona de El Cubo, que tiene alguna otra singularidad.
Una señora pudiente y piadosa, tenía un oratorio «de los más
ricos de España», muy digno de ser visitado, con reliquias auténti-
cas, entre ellas un «lignum crucis». Esta Señora, Doña Francisca
Leiva, se acordó de las familias pobres del pueblo y donó una
pensión de tres reales a cada una de ellas, como subsidio de po-
breza. Traducidos a la moneda actual, aquellos reales, que eran
diarios, sumaban más que el salario mínimo interprofesional de
ahora.
Don Hiscio nació el año 1906, el día 14 de abril, cuando esta
fecha no tenía aún ninguna connotación histórica.
Se crió entre sus cuatro hermanos como un chico más de aquel
pueblo ordenado, risueño, piadoso y sin pobres.
El clima del pueblo y del hogar era como para despertar la
vocación de cualquier muchacho de buenos principios. El era un
poco más avispado que sus compañeros. Jugaban a los toros,
como en tantos otros pueblos de Salamanca, y a los curas. El
teatro de operaciones era el corral de su casa y el pulpito, un ca-
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29 Pages 281-290

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29.1 Page 281

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rro. Desde él dirigía sus arengas y los sermones de un misionero
precoz.
Un reclutador de vocaciones, sacerdote de Andalucía y ya po-
pular por aquellos pagos, le dio los últimos toques y le encaminó
al aspirantado más próximo. Fue el de Hiscio un aspirantado bas-
tante trashumante: Baracaldo, Béjar, Astudillo y el Paseo de Ex-
tremadura. Esa condición de provisionalidad y de estancias bre-
ves le acompañó buena parte de su vida.
El noviciado lo hizo parte en Carabanchel y parte en Moher-
nando, coincidiendo con la fundación de esta casa.
Hizo sólo un año de Filosofía. El y Don Vicente Ríos eran los
veteranos del curso, esa mayoría de edad y sobre todo, la falta de
clérigos en las casas obligaba a veces al Inspector a abreviar el
tiempo de formación. El trienio lo hizo por años en tres casas: sa-
lamanca, Santander y Baracaldo. También el estudio de la Teolo-
gía fue un poco atípico. Como premio o como compensación, le
mandaron a Turín, a estudiar la ciencia sagrada en La Crocetta.
Estudiaba en el teologado y vivía en Valdocco, en la Casa Madre,
alternando los estudios con la colaboración en La Juventud Mi-
sionera. Esa duplicidad de actividades no era el primer español
que la tuvo que desempeñar.
Don Antonio Castilla, Don Luis Conde y Don Lorenzo del
Pozo le habían precedido. Ninguno de ellos resultó un teólogo
eminente, pero todos cumplieron con el pluriempleo salesiano de
una manera gallarda.
Estando en «esas», estalló la guerra en España. Don Hiscio,
con ánimo de cruzado, tuvo más en cuenta la voz de la patria que
la letra del canon y se presentó como voluntario en «los tercios
salvadores».
«... no se presente nadie voluntario, entre los clérigos, al servi-
cio militar...». Haber contravenido tan flagrantemente la norma,
le valió una denuncia y una sanción. El tiempo y la mediación de
Don Ricaldone hicieron que no fuera más larga y más terminante.
Su fogosidad y el canon 289, fueron la causa de que no se or-
denase de sacerdote hasta el año 1942, con treinta y seis años de
edad.
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Pasa dos años en Santander como Prefecto y otros dos en el
Paseo de Extremadura como Consejero y Catequista. En ninguno
de los dos cargos tuvo tiempo de llevar a cabo una labor durade-
ra. Como Prefecto, decían que era un tanto personalista y más
Prefecto de despacho y teléfono que de vagabundeo y de pesqui-
sa. La casa de Extremadura estaba todavía en su edad media, los
alumnos eran dóciles, no eran muchos los internos y la marcha del
colegio seguía un aire llevadero y muy familiar. Fue un destino
transitorio más en el curriculum de Don Hiscio, que aspiraba a
otras encomiendas y a otras tierras.
Desaparecidos sus padres, poco le vinculaba ya al terruño na-
tivo.
«...Ya está solo el hogar, mis patriarcas
uno tras otro del hogar salieron...
Cierro las puertas del hogar paterno,
que es cerrar a mi vida un horizonte
y a Dios, cerrarle un templo... (Gabriel y Galán).
Bastantes misioneros se han largado a las misiones, cuando
han visto cerrarse las puertas de su casa paterna. Al cerrárseles un
horizonte, se les abrió otro. Don Hiscio ya arrastraba la afición
misionera desde los años de Turín, cuando colabora en la revista
al lado de Don Ricaldone, que tanto aprecio le cobró. Pero más
que nada, le ganó para tal causa la fascinación de Don José Luis
Carreño, hombre de tan acendrado carisma humano y apostólico.
En cualquier ambiente se entregaba de lleno, pero la India ejerció
sobre él un embrujo especial. El se lo comunicaba a sus allegados,
a sus amigos y a sus admiradores, que no eran pocos.
¿Quién no habla con fervor de Don José Luis Carreño? A su
lado pasó Don Hiscio diez años, como subordinado, colaborador
de propaganda y compañero de andanzas misioneras.
Trabajó en casas de formación más bien, como confesor de fi-
lósofos, de novicios, en la propaganda misionera y vocacional,
hizo algunas incursiones en el campo netamente misionero de la
catcquesis y los bautizos, pero pronto se dio cuenta de que la In-
dia, es difícil de evangelizar. Sus habitantes, que son muchos y se
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29.3 Page 283

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multiplican profusamente, son maleables a ciertas propagandas y
viven enraizados en su induísmo heredado desde siglos. Son dóci-
les, casi medrosos, proclives a la bondad y a la piedad, se han visto
siempre oprimidos y sufren una indigencia no menos heredada
que su religión. El porcentaje de cristianos es mínimo, descorazo-
nador.
«Me da lástima de esta multitud...» dijo el Señor antes de mul-
tiplicar los panes y los peces. Gran parte de la India es una mu-
chedumbre hambrienta, sin la perspectiva de una multiplicación
milagrosa y condenada a desfallecer. Los cuervos revolotean en
bandada sobre las ciudades. ¿Será para orlar las alturas de los
templos y las pagodas o será que van en busca de la carroña que
se les brinda sobre las calles?
Los turistas van a la India con su máquina fotográfica en ban-
dolera y con los ojos bien abiertos para captar experiencias exóti-
cas. El misionero auténtico entra en ella con el ánimo suspenso y
sale con el cuerpo maltrecho. En la India, como en el trópico, o se
nace o se muere.
Lo mejor que trajo Don Hiscio al cabo de diez años de pasar
por Yescaud, Madras, Tirupatur y Goa, fueron sus ganas de se-
guir viviendo y de trabajar por las misiones aquí, muy en la reta-
guardia.
El último número de la Juventud Misionera trae un romanci-
llo de otro misionero, ahora en cuarentena de enfermedad tam-
bién, Julián Martín. A cuántos se les podría preguntar:
«¿Por qué te fuiste de España
y, después de poco tiempo,
volviste con pelo blanco
muy contento, pero enfermo...?»
Don Hiscio no volvió con el pelo blanco, pero sí enfermo.
A pesar de eso, los años que siguieron a su regreso a España,
fueron más fecundos en apostolado misionero que los pasados en
la India.
Se instala en la SEI y desde allí maneja los hilos de su activi-
dad misionera, que es muy intensa. Restaura la publicación de Ju-
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29.4 Page 284

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ventud Misionera, un apéndice del Boletín Salesiano al principio;
busca ayudas y cooperadores para las misiones; se industria para
que le nombren Director del Secretariado de Misiones de la
CONFER y colaborador de la revista del Ministerio de Asuntos
Exteriores, «España Misionera»; confiesa a varias comunidades
de Salesianos e Hijas de María Auxiliadora y sobre todo, va
echando los cimientos de la Procura Salesiana de Misiones. Su ac-
tividad es ingente. Tenía razón José Riesco, su compañero, amigo
y paisano, cuando decía de él: «Este Hiscio es un prodigio de acti-
vidad, a su lado yo me siento una tortuga...».
La revista se descolgó del Boletín, constituyéndose en publica-
ción aparte, al principio muy reducida. Las Misiones se desglosa-
ron de la SEI y se establecieron en unos chalets familiares de la
calle Eduardo Aunós. Fue el sencillo primer «consulado» de las
Misiones Salesianas en Madrid. Su adquisición fue posible por
una donación sustanciosa del Fundador de Urnieta, Don Pedro, y
otras ayudas que iban llegando al reclamo de una propaganda si-
lenciosa, delicada y tenaz. Principio quieren las cosas. Aquel mo-
destísimo «consulado», ha adquirido con el tiempo el rango de
«embajada» con la actual Procura, bien situada y montada en
gran estilo, funcionando a base de máquinas y ordenadores y ha-
ciendo llegar sus «fondos» a multitud de misiones.
La revista, que comenzó siendo poco más que un folleto de
lectura misionera, cuenta por decenas de miles su tirada, dispone
de un equipo de Dirección y colaboradores, llega a sesenta y cua-
tro países y se codea con otras publicaciones de su género.
Don Hiscio no llegó a ver tal florecimiento. Con su andar de
pasos largos, cada vez un tanto más cargado de espaldas, su man-
díbula saliente y su voz gangosa, «voz de letra bastardilla», diría el
mismo Don José Riesco, bien puede ser considerado el pionero
de toda esta «empresa misionera», con permiso de Don Modesto
Bellido, que es el primero en reconocerle esos méritos y virtudes.
De sus últimos años y de la parálisis que le fue agarrotando, no
hay por qué hablar. La carta mortuoria, aunque tardía, es reciente
y muy abundante en detalles sobre su ocaso largo, lento y muy
penoso. Repetirlos sería una redundancia ingrata de afrontar.
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Nació para misionero. Cuando predicaba a los muchachos
de El Cubo reunidos en el corral de su casa y encaramado en
un carro, como pulpito, ya ensayaba las catcquesis del futuro
misionero.
«Sólo se llega a ser un hombre de verdad, jugando desde niño
a serlo...».
Y en cuanto a su muerte, delicadamente atendido y con toda
la exquisitez imaginable, pero en la lejanía, hundido en la más
completa incapacidad física y mental, como el enfermo más me-
nesteroso del Cottolengo, hace pensar en la inmolación total del
misionero.
En la recientísima encíclica sobre las misiones, dice textual-
mente Juan Pablo II: «Recomiendo a quienes ejercen su ministe-
rio entre los enfermos, que los instruyan sobre el valor del sufri-
miento, animándolos a ofrecerse a Dios por las misiones. Con tal
ofrecimiento, los enfermos se hacen también misioneros...».
Don Hiscio se adelantó a esta exhortación.
Se hizo a sí mismo misionero de acción y de «pasión», incluso
cuando su vida estaba tan mermada ya, que no era capaz ni si-
quiera de padecer.
Había llegado a un estado lastimoso de vida vegetativa, de di-
que seco, de uno de esos ríos laboriosos -el Tormes, por ejemplo,
que le era el más familiar- después de un curso a lo largo del cual
han movido molinos, han regado huertas y llenado embalses, lle-
gan al final con un cauce tan agotado que ya no son ni siquiera
ríos.
Es consolador pensar que la vida de éste y de tantos otros mi-
sioneros auténticos, no dejan de ser «productivas» hasta que lle-
gan a la mar, «que es el morir».
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ELADIO LÓPEZ PACHECO
Sacerdote.
Nació en Las Uces (Salamanca) el 2-VII-1880.
Profesó en Sant Vicens deis Horts (Barcelona) el 4-IV-1903.
Ordenación sacerdotal en Ivrea (Italia) el 30-XI-1912.
Falleció en Madrid el 19-IX-1945.
De Don Eladio tenemos bastante leyenda y muy poca historia.
Se cuentan de él muchas cosas, pero se han escrito pocas.
Era una persona popular, por su temperamento extrovertido,
su movilidad y hasta por su tipo: rechoncho, colorado y locuaz.
Había nacido en Las Uces (Salamanca). Cuando vino a la
Congregación, era ya mayor. Se presentó a Don Rinaldi, Inspec-
tor. Le habló con la franqueza que el Beato inspiraba. Le hizo sa-
ber, entre muchas otras cosas, que tenía muy arraigado el hábito
de fumar. Don Rinaldi le escuchó con serenidad y le dijo que eso
no era un impedimento insuperable.
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29.7 Page 287

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El le ayudaría a desarraigarlo. En adelante, cuando quisiera
fumar, se lo pediría a él mismo. En eso quedaron. Cada día, Don
Eladio acudía a solicitar la ración de consumo, su tabaco del día.
Don Rinaldi se lo fue acortando poco a poco y se hizo cada vez
más difícil de abordar.
Llegó un día en que la ración era tan escasa y el donante, tan
difícil de encontrar, que Don Eladio se cansó y dejó de pedírselo.
No sabemos si acabaría con el vicio o le quedaría algún resabio.
Era hombre alegre, desenvuelto y de mucho trato social.
Estuvo en Italia bastantes años alternando los estudios con al-
guna otra encomienda, como estuvieron Don Luis Conde, Don
Lorenzo del Pozo y, más tarde, Don Hiscio. Intervino en la cons-
trucción de la casa de Astudillo, y en la del Paseo de Extremadu-
ra más que como entendido en la construcción, como procurador
de medios económicos.
Estando una vez en Mohernando de visita con unos Antiguos
Alumnos y amigos, en al sobremesa, con el gracejo que contaba
las cosas dijo:
-Antes decían que bastaba que escarbase con el pie y sacaba
dinero; ahora me basta hacer así (y frotaba el dedo índice y el pul-
gar) y viene con la misma facilidad.
Estaba presente el Ecónomo Inspectorial. Ponía cara de extra-
ñeza y de abrigar sus reservas.
Durante la guerra, estaba en la casa de San Benito. Un Jueves
Santo, se enteró de que el Caudillo iba a pasar por la calle de la
Compañía en el recorrido de las estaciones al monumento. Ni
corto ni perezoso, se detuvo en la acera esperando y cuando Fran-
co pasó enfrente, se adelantó, se quitó el manteo y lo puso a sus
pies. El Caudillo se detuvo extrañado, sonrió y pasó por encima
del manteo.
Tan espontáneo y tan lanzado era Don Eladio.
Estuvo una vez de paso por Carabanchel. Hablaba con los
teólogos y les decía:
-Tenemos que estar unidos, querernos y hacernos felices den-
tro de la casa; si no, el cariño se va a buscar fuera de ella.
No sabemos si lo decía por intuición o por experiencia. Termi-
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nada la guerra, con autorización y por algún tiempo, estuvo au-
sente de la comunidad. La ausencia se prolongaba más de lo
convenido. El Inspector, que sabía dónde estaba, le hizo algún
reclamo.
Se encontraba haciendo de Capellán con una Señora linajuda
y bienhechora. Le estimaba tanto, que pretendía hacerle Obispo.
Don Eladio, a decir verdad, no se encontraba a disgusto. Se hacía
un poco el remolón.
Hasta que el Inspector destacó a Don Luis Conde para tratar
de retraerle al hogar.
Estando hablando Don Luis con la tal señora, que se resistía,
acertó a pasar por allí Don Eladio, que se quedó sorprendido.
Don Luis, cortó bruscamente la conversación y le espetó:
-¡Eh, trucha, por ti venía! Y se lo llevó consigo.
Fue destinado a La Paloma, recién fundada la Institución.
Aquel mundo amplio y complejo le venía a la medida. Allí
moraba, ejercía su ministerio, confesaba todo lo que le ofrecía y
se movía en régimen abierto.
Un día, al volver de la calle, en la entrada ya de la Institución,
se sintió mal. Se sentó en un banco de piedra del patio, recibió los
auxilios de urgencia y así, vestido y calzado, dejó de vivir.
Se le hizo un duelo sentido y muy numeroso, como cumplía a
su simpatía, su campechanía y su hombría de bien.
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LEÓN CARTOSIO BIANCHI
Sacerdote.
Nació en Cassinelle (Piamonte-Italia) el 23-IX-1888.
Profesó en Foglizzo (Italia) el 29-X-1904
Ordenación Sacerdotal en Campello (Alicante) el 23-V-1913.
Falleció en Vigo (Pontevedra) el 22-IX-1978.
Incluimos a Don León entre estas reseñas, porque aunque no
murió en esta Inspectoría, aquí dejó honda huella; es una figura
impreterible de muchos años y porque así nos lo han sugerido
ruegos muy insistentes y atendibles de Salesianos beneméritos.
En las circunstancias en que se encuentran, un ruego suyo es un
mandato categórico. Sépanlo Don Eduardo Gancedo, Don Julián
Ocaña, Don José Antonio García, todos en situación doliente. Si
esto fuera un brindis, habría que decir que va por ellos.
No son muchos los Salesianos que pasaron por las manos de
Don León. Son una minoría, pero una minoría preclara y muy
respetable.
Don León fue un hombre de cátedra y de confesionario exclu-
sivamente.
Fue un virtuoso de la Enseñanza y de la Ascética.
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Su semblanza quedó trazada minuciosamente con ocasión de
sus Bodas de Oro Sacerdotales, de sus Bodas de Diamante y de
su muerte, hace diez años. Todos los momentos y los pasos de su
vida quedaron reseñados.
No es cosa de volver sobre ellos. A nosotros nos corresponde
sólo reevocar su figura y desplegar algunos recuerdos e impresio-
nes.
Tenía una contextura pequeña y una apariencia física exigua y
no muy afortunada. Era pequeño, flaco y feo; pero tenía una per-
sonalidad gigantesca. En ciencia y virtud era una persona de una
pieza.
Si además de sabio hubiera sido un hombre prestante y arro-
gante, se nos habría hecho insoportable.
Los jóvenes necesitan encontrar en sus maestros algún flaco,
para tener a dónde asirse y en qué vengarse puerilmente.
Don León siempre nos pareció viejo, aun cuando era estu-
diante universitario y no tenía todavía treinta años. «Ninguno es
más viejo de cuanto lo parece», dice el proverbio. El lo pareció
siempre.
En una ocasión, siendo nosotros estudiantes de Filosofía,
cayó en nuestras manos, al azar, una carta de su hermana, desde
su pueblo, Cassinelle. La encabezaba así: «Caro Leonicello...».
Nos causó hilaridad verle tratado con un diminutivo tan mimoso,
«Leonicello...».
Todavía le recordamos, en el Paseo de Extremadura, cuando
éramos aspirantes. Estábamos en el recreo del mediodía, jugando
desfogadamente a la partida, al marro, al brazo y cabeza, aquellos
juegos primitivos y movidítos. Aparecía Don León por el pórtico,
con libros muy gordos y aire cansado. Venía de clase de Ciencias.
Entraba en el comedor y comía completamente solo. Terminaba
de comer las viandas nada sicilianas que se le habían reservado y,
acto seguido, se marchaba a la clase con los cursos mayores. No
tenía ni recreo ni descanso. Así un día y otro. En los recreos dispo-
nibles, paseaba rodeado de un pequeño grupo de aspirantes que
se le habían acercado. Su conversación no solía ser muy apasio-
nante, lo era incomparablemente más la de Don Jesús Marcenan
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30 Pages 291-300

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30.1 Page 291

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o Don José Arce. Unos asistían con deleite; otro asistía por deber.
Desde que llegó a España, a Barcelona, le encomendaron la
clase y asistencia de Novicios y Filósofos.
Comenzaban así sus tareas cotidianas y perennes.
En Barcelona conoció la revuelta de la Semana Trágica. Se
ensañaron cruelmente con él. Salvó la vida, pero se quedó trau-
matizado para siempre. Fue una más de sus cruces: la tartamu-
dez. En las clases, en la predicación, en las ocasiones de mayor
compromiso, los nervios le traicionaban y le impedían expresar-
se con soltura.
«No siento en el mundo más
que tener tan mal sonido
siendo de tan buen metal..».
Se podía decir eso mismo de su expresión, tan en disonancia
con su ciencia y su sentido crítico y certero.
En Mohernando, en los años de Noviciado y Filosofía era
nuestro maestro casi incesante. Las asignaturas de algún peso las
soportaba él. Hasta ocho de ellas nos llegó a dar. Estábamos,
prácticamente, todo el día con él.
Entraba puntualísimo en la clase con una pila de libros, rezaba
el «Actiones nostras», que nunca le salía entero, porque se trabu-
caba con las palabrejas en latín y se ponía a explicar, ya en sus do-
minios, con plena lucidez, las Matemáticas, la Física, la Química,
el Latín, el Griego, la asignatura de turno. Cuando llegaba el me-
diodía, los alumnos estábamos extenuados. El lo estaría también,
porque el desayuno había sido igualmente leve para todos, pero
lo disimulaba mejor que nosotros y se mostraba tan entero.
Lo que Don León nos enseñó, quedó bien aprendido; lo que
no estudiamos con Don León, se nos quedó en la ignorancia. Era
un virtuoso de la Enseñanza. Acotaba texto por texto la materia
que no había que dar, pintaba en la pizarra los esquemas y las fi-
guras de objetos a estudiar, recogía y buscaba las flores que había
que clasificar, ensayaba los experimentos, que luego exhibía con
satisfacción, cuando le salían bien; hacía acopio de nieve, a falta
de otra agua destilada para los ensayos... Estaba pendiente de la
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clase a todas horas. Corregía meticulosamente los trabajos, po-
niendo la corrección sobre el disparate... Se tomaba un trabajo
ímprobo, imponderable para nuestra avilantez de muchachos.
«Ahora comprendo por qué están tan limpios los barcos»,
-decía aquel marinero-, después de un zafarrancho agotador... A
fuerza de puño y de esfuerzo se logra tener tan resplandecientes
los metales...
Ahora se usan métodos más entretenidos y moliciosos para la
Enseñanza de todo. Don León era un practicante del lema: «la le-
tra con sangre entra», pero sobre todo, con la sangre del profesor.
Le sublevaban la poltronería y el descuido, él que tomaba las co-
sas con tanto ahínco.
A los alumnos indolentes los soportaba; de los aplicados y con
interés, hacía su mérito. Bien se lo han demostrado después.
A pesar de todo lo que los baqueteaba, era su confesor. Es ad-
mirable la equidad y el discernimiento con que separaban los dos
cometidos el maestro y los alumnos.
Se confiaban a él, porque veían que a su ciencia acompañaba
la integridad y la virtud.
Ocupaba una habitación desmantelada y fría, que daba al
Norte.
Nunca se vio en ella un calentador. En los días crudos de in-
vierno, cuando azotaba despiadado el viento del Ocejón, él se li-
braba del frío, saliendo a dar paseos por el bosque, recorriendo
los caminos a grandes zancadas, con las manos a la espalda meti-
das en las bocamangas de la sotana.
Llegaron los días de la revolución, que nos marcaron a todos.
Entre las peripecias que se fueron sucediendo, no fue la menor la
de la tarde del 27 de Julio. Conducidos por los milicianos ante el
Gobierno Civil para que dispusiera de su suerte, estuvieron ex-
puestos durante un largo rato a la expectación y a las iras del pue-
blo. Los insultaron, los amenazaron y les lanzaron toda clase de
dicterios. En Don León, por su traza inconfundible de clérigo se
ensañaron un poco más.
-¡A este reverendo me lo cargo yo!, decían con gesto y ánimo
intimidatorios.
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Cuando volvieron, por fin a casa en calidad de prisioneros, por
falta de sitio en la cárcel de Guadalajara, no por consideración,
Don León pasó por el trago de ver su cuarto asaltado, desvencija-
do lastimosamente, los libros de sus estudios pisoteados por el
suelo y destrozados los mapas y los instrumentos de sus clases,
que él había ido reuniendo en modesto laboratorio. Miraba con
desolación el atropello y nos decía con infinita pena:
-Esta es la barbarie bolchevique; estos son los desmanes de la
revolución. Aquello era un signo; otros se cometieron en mayor
escala.
La última imagen de entonces que recordamos de él, se refería
a la Dirección general de Seguridad, las horas que estuvimos haci-
nados allí. Estábamos aburridos, se hacía el encontradizo con no-
sotros y nos animaba. Pusieron en medio una caldera de habi-
chuelas, nos repartieron un bollo pequeño y él nos instaba:
-Comed, comed, que hace muchas horas que no lo hacéis...
En sucesivas expediciones fuimos saliendo para la cárcel, él
también.
Después supimos que, alegando su condición de italiano, logró
salir hacia la Embajada y después a Italia.
Al cabo de tres años, volvió a España. No sabemos cómo le
quedaron ganas de volver, con los malos recuerdos que se llevó.
Otra vez a empezar: San José del Valle, Carabanchel, Santan-
der, Salamanca, La Coruña..., como cuando había empezado de
joven en Campello, Carabanchel, Mohernando. La noria seguía
dando vueltas y vueltas con los cangilones cada vez más rechinan-
tes, cada vez más vacíos también.
Cuando ya no estaba apto para la Enseñanza, se dedicaba a la
enseñanza desde el confesionario y a traducir las Memorias Bio-
gráficas. Siempre fue un usurero del tiempo. Cuando éramos estu-
diantes nos decía:
-El estudio hay que hacerlo despacio; pero ponerse a estudiar
hay que hacerlo, sin dilación.
Tuvo momentos de enajenación. Le fuimos a ver al Sanatorio
Psiquiátrico de Patencia. Daba una impresión penosa. Estaba
apaciguado, como sedado o ausente. Nada de aquel brío con que
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se enardecía en momentos de clase. Pero recordaba, razonaba lú-
cidamente, se querellaba de alguna desconsideración, más su-
puesta que real.
Zamora, Cambados, Vigo fueron las últimas singladuras de su
navegación.
Aquí celebró el aniversario de Bodas de Diamante. Fue un
reconocimiento comunitario a su trayectoria ejemplar de hom-
bre laborioso, modesto y humilde. Se hicieron presentes la Ins-
pectoría, las Inspectorías por las que había pasado y la Sociedad
Civil.
Le impusieron ante el aplauso de todos la Encomienda de Al-
fonso Décimo el Sabio. A tal Señor, tal honor. Nunca se llevó con
más humildad ni con más gallardía, después de sesenta años de
merecimientos.
La recompensa del mundo siempre llega tarde y es escasa. Sólo
pudo disfrutar de la condecoración un año. La ostentaba, por otra
parte, bien sin jactancia. Su vida la había cifrado en valores más al-
tos y duraderos. Aunque exiguo de cuerpo, era demasiado grande
para darse por pagado con honores caducos. Sus ojos de visión lar-
ga, a pesar de su miopía que se esforzaba tras las gruesas gafas, en-
treveía dos grandes unidades en perspectiva próxima: la unidad de
Europa y la unidad de la Iglesia, fruto del Ecumenismo.
El Fruto más positivo de las Bodas de Diamante, no fue la
cruz de Alfonso X el Sabio, que tenía bien ganada, sino el recono-
cimiento a su labor pedagógica larga y profunda y el acatamiento
de sus antiguos alumnos a cuanto había sido la trayectoria de su
larga vida de enseñante: sesenta años machacando sobre el mis-
mo duro hierro: el cumplimiento del deber, el amor al estudio y la
adquisición del hábito de la responsabilidad. Después de haber
pasado por los mismos malos ratos que él pasó a cuenta nuestra, a
través de la niebla de la distancia y de las cosas, ahora venían a
darle la razón y a reconocer que son saludables, las que entonces,
en nuestro corto juicio, nos parecían manías, arbitrariedades y
chinchorrerías.
Le pertenece nuestra mayoría de edad más que le perteneció
nuestra juventud inmadura.
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Muchas de las convicciones que viven en nosotros, se deben a
su ejemplo, a su insistencia y a su blanda y saludable tiranía.
Tenía la buena costumbre de exigir mucho durante el curso,
muchísimo, más bien; pero al final y en las notas de exámenes era
generoso.
Muchos de los que le tuvimos como alumnos, que fuimos cica-
teros y díscolos, acaso, ahora le confesamos sin regateos que le
debemos buena parte de lo que somos y que fue en vida un inta-
chable religioso y un paladín de la Enseñanza y de la formación
de hombres.
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EDUARDO DIEZ GALLO
Sacerdote.
Nació en Villaverde de Peñahorada (Burgos) el 5-1-1917.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VII-1935.
Ordenación sacerdotal en Madrid el 15-VI-1946.
Falleció en Madrid el 23-IX-1991.
«Uno de los grandes consuelos de
la vida es la amistad, y uno de los
consuelos de la amistad es tener a
quien confiar un secreto» (Manzoni).
La carta mortuoria de Don Eduardo ha llegado hace unos
días. Es extensa y cumplida. Se nota en ella la obra de varias
manos y una sola mente. La contribución de toda la comuni-
dad y la atención afectuosa y concentrada en el biografiado.
Al cabo de los meses, todavía se le siente vagando por los pa-
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sillos de la casa, presente en la capilla, en el comedor o en la
biblioteca, derramando su mirada de benevolencia, esbozan-
do una sonrisa o dejando oír su voz templada, nunca airada ni
estridente.
Todos estaremos destinados al olvido. El contaba con este des-
tino común y sabía que no iba a ser una excepción. Daba por cier-
to el versículo de Eclesiástico: «No hay memoria de los antiguos,
como tampoco de los venideros la habrá en los que seguirán des-
pués...». Pero dado por descontado el olvido, es cierto que el re-
cuerdo de unos será más duradero.
Con la carta y la fotografía de Don Eduardo delante, nos dis-
ponemos a hilvanar este apunte que podría darse por excusado,
después de una carta tan abundosa y pulida. Esperamos no caer
en la redundancia.
Al fin y al cabo, los tres cuartos de siglo que a estas oras habría
cumplido ya, se dejan contemplar desde muchos ángulos. Hoy le
contemplamos desde el plano de Mohernando. Pasó aquí trece
años de vida en tres etapas y al final, unas semanas de venturosa
añadidura. Parece que vino a preparar aquí su muerte.
Cuando ya estaba muy acabado y veía encima la muerte, le
decíamos para darle ánimos:
-No te preocupes. Mientras estés aquí, no te morirás.
El sonreía, como lo hacía siempre a tantas cosas, y se quedaba
con la presunción de que la muerte era ya un hecho insoslayable.
-Cuando Dios quiera, decía resignado, convencido de que no
tardaría en quererlo.
Se le mira en la foto, con su sonrisa de abuelo tranquilo, su
frente espaciosa, su indumentaria modesta y clerical y su espalda
inclinada.
La tuvo así desde hacía muchos años, desde que estuvo mane-
jando la pala y el pico en el batallón de fortificaciones. ¡Cuántas
veces recordaba aquellos años de trabajos forzados!
Su fotografía evoca muchas cosas. Azorín decía que vivir es re-
cordar y recordar es ver volver...
Tardes como ésta, de marzo mediado y primaveral, las tendría
él bien recordadas. Como la primavera de Soria, de Machado,
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también la de Mohernando tarda, «pero es tan bella y dulce cuan-
do llega...».
Se ofrecerían las mismas preguntas:
«¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de la sierra.
Por esos campanarios
Habrán ido llegando las cigüeñas.
Ya las abejas
libarán del tomillo y del romero».
Los accidentes de la primavera se repiten y las preguntas se
podrían repetir también, si la muerte no lo hubiera hecho imposi-
ble, por lo menos «ad tempus», un tiempo que la Esperanza y el
recuerdo se encargarán de llenar.
Volviendo a la fotografía, la imagen de Don Eduardo, que era
castellano de la más vieja cepa, desmiente la fama de hinchados y
orgullosos que de antiguo tenían los burgaleses. De los castellanos
decía un Rey del siglo XI. «Nada hay en el mundo que vosotros
no hagáis salir de quicio. Hacéis todas las cosas con orgullo y os
empeñáis en que todo lo que queréis, tengan que hacerlo to-
dos...». Para que veamos si es viejo el perjuicio regionalista.
El refranero de Núñez, consigna este refrán:
«Ea, ea, que Burgos no es aldea, sino ciudad buena...».
Castilla -y Burgos es su cabeza y su cuna- alardea de haber
estado sometida en un principio a Navarra, luego a León y desde
entonces, a nadie.
A Burgos la poblaron tres razas: la cristiana, la judía y la
mora.
La riegan los dos ríos peninsulares: el Duero y el Ebro, si bien
al Ebro le llaman río traidor, «porque nace en Castilla y riega
Aragón».
En la catedral de Burgos está enterrado el Cid, el genio de la
raza. «A todos alcanza hondra del que en buen ora nasco». A to-
dos, pero principalmente a los burgaleses. Don Eduardo, no dire-
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mos que estaba orgulloso de serlo, porque en él no cabía ningún
orgullo, pero sí estaba contento. Burgos no será una aldea, pero lo
son los pueblos que rodean la ciudad: Ubierna, Sotopalacios, Vi-
var, Villaverde de Peñahorada... Todos son pequeños, pobres y
con mucho más pasado que presente y futuro. Son los verdaderos
burgos de Burgos. Allí llegaron los foramontanos repobladores.
Don Eduardo era el más pequeño de una familia de ocho hi-
jos. Tuvo una madre y muchas hermanas. Se crió con mucho cari-
ño y cierto regalo.
Era el idolillo del pueblo. «Eduardito», le llamaban los pai-
sanos.
A pesar de eso, no creció nada caprichoso ni consentido.
La pubertad la pasó en Madrid, con un hermano mayor; la
adolescencia la pasó en Mohernando; la juventud en la guerra y la
madurez en varios sitios: Astudillo, Arévalo, Mohernando, Ciudad
Real, Madrid. «El agua se hace como la tierra por donde pasa».
Lo mismo podía decirse lo contrario. Los sitios por donde pasó
Don Eduardo, se fueron haciendo un poco como él era. En todos
fue dejando huella de serenidad y de su hombría de bien. Los car-
gos que ejerció fueron dejando impronta y carácter en él: Asisten-
te, Profesor, Consejero por poco tiempo, Director, Vicario, Maes-
tro de novicios. Este cargo es uno de los que exigen e imprimen
mayor carácter. A él le consumía, como la llama a la zarza bíblica.
Todos los cargos los tomó en serios y los ejerció a conciencia, pero
el de Maestro de novicios, le supuso una verdadera comezón espi-
ritual. Lo fue durante diez años, pasaron por sus manos 667 novi-
cios, más que por sus manos, por sus entretelas. Le afectaban todas
las variaciones de sus novicios. «¿Quién está enfermo que yo no
me desviva? ¿Quién está en peligro que yo no me queme...?». Los
seguía con un afán, más que paternal, maternal. San Agustín no
podía perderse, porque era hijo de demasiadas lágrimas de su ma-
dre. Los novicios de aquellos años prolíficos en vocaciones, eran
fruto, en gran parte, de los desvelos de su Maestro.
Cada desviación o cada dimisión le suponía un trauma.
Era demasiado solícito, demasiado afectable y entregado para
cargos de responsabilidad. Si alguna tacha se le puede poner es la
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de que sufrió demasiado, tomó las cosas demasiado a pecho y fue
ingenuamente bueno y cumplidor, si en ello cabe exceso. Santa
Teresa decía de San Pedro de Alcántara y de sus penitencias fero-
ces: «No está ya el mundo para tanta virtud». Tenía escaso sentido
del humor y no mucho sentido crítico.
No disfrutó nunca de vacaciones. Eso le hizo encontrarse, a
veces, en situación angustiosa, por ejemplo, en la enfermedad de
Don Juan Castaño.
Lo reconocía, lamentaba ser así, pero no lo podía remediar.
Ser bueno es pasar, a veces por indefenso, y salir siempre per-
diendo. A Don Eduardo le tocó mucho de eso. Dios se lo haya te-
nido en cuenta.
«En las tiendas de los justos -a veces tan desprovistas y huma-
namente tan desoladas- hay cantos de victoria».
Se le recuerda tal como era, y se viene a la memoria aquel
pensamiento: «Hay viejos que sonríen, esperan, estimulan, sere-
nan y entusiasman...».
Ya está a resguardo de todos sus agobios, de todas sus angus-
tias y obsesiones: la de tener que responder a tal obligación, dar
tal clase, abrir la iglesia a tal hora. Todos los quehaceres eran sa-
grados, inaplazables.
En confianza, le decíamos que era como el hermano del hijo
pródigo, el hijo fiel que no se tomó nunca un asueto, por más que
el padre no le exigiera tanto. «Yo que siempre te he servido con
fidelidad servil y no me has dado nunca ni un cabrito para meren-
dármelo con mis amigos», le viene a decir al padre en tono de re-
proche.
-Habértelo tomado tú, puesto que todo era tuyo, podía haber-
le replicado el padre.
A Don Eduardo no se le ocurrió ni siquiera ese desahogo, ese
reproche de reclamación.
Fue un gran salesiano y un gran amante de lo salesiano.
Leyó asiduamente a Don Bosco, lo estudió y redujo sus Me-
morias a fichas, las fichas que iba desgranando en los meses de
enero y de mayo y que hacían el deleite de las archicofrades y de
los devotos.
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Con una anécdota y una rifa cada día, las traía encandiladas.
Uno de los trances más amargos fue para él la salida de Cara-
banchel Alto. Allí había hecho su aspirantado bajo la dirección de
su padrino de Congregación: Don Enrique Sáiz, allí hizo la Teolo-
gía y cantó misa y allí había pasado trece años, viendo nacer, cre-
cer y florecer el Aspirantado de Coadjutores. Lo tenía muy entra-
ñado en su alma. Verlo decrecer y desmoronarse, le hubiera
supuesto un disgusto insoportable.
Por éso se avino a ir a Atocha. Le pasó como a San Ignacio de
Loyola.
El médico le recomendó que no se tomase melancolías, a su
edad y dado el quebranto en que se encontraba su salud. San Ig-
nacio dijo que el mayor disgusto que le podría acaecer, era que un
día el Papa disolviese la Compañía de Jesús. A pesar de eso, le
bastaría un cuarto de hora de oración para reponerse del disgusto.
Salvadas las distancias, a Don Eduardo le pasó algo semejante.
En Atocha se llegó a encontrar a gusto.
La convivencia, su asiduidad a la lectura y el confesionario ha-
cían que no se sintiera nunca ni aburrido ni triste. Su gran tarea
fueron las confesiones. Su confesionario fue el obrador de muchas
horas. Más que metido, se diría que parecía fundido en él, troque-
lado con él.
Cuando los penitentes le dejaban algún respiro, leía un libro o
repasaba las cuentas del rosario. ¿Cuántos rosarios rezaría a lo
largo de su vida?
Se murió sin saber que en el siglo IX hubo un obispo en Burgos.
Procedía de una familia judía conversa y se decía emparenta-
do con la Virgen. Regaló una indulgencia a los burgaleses que, al
rezar el avemaria, metieran en el texto esta cuña: «Santa María,
Madre de Dios y pariente de nuestro Obispo...». Sin esta interpo-
lación, él la rezó infinitas veces.
Como confesor, fue un confesor diestro en el arte de serenar
conciencias, un confesor -valga la humorada- impenitente.
San Agustín dice que los hombres son como los barcos des-
vencijados y viejos. Continuamente necesitan que se les achique
el agua que los va hundiendo. ¡Qué comparación tan realista!
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Don Eduardo se pasó horas y horas achicando el agua, cuando
era del caso; otras veces, repasando, pintando, decorando el casco
de los barcos que atracaban al astillero de su confesionario. Como
experimentado, sabía muy bien que la confesión no es sólo para
desbastar, sino para decorar también. Es un detergente, sí; pero es
también un embellecedor.
No llegó a celebrar las Bodas de Oro de su sacerdocio, él que
puso tanto empeño en preparar la celebración de los cuarenta
años con los compañeros de curso, los famosos Viginti. Presentía
que le iba a faltar tiempo. La muerte, que siempre llega a deshora.
Menos mal que él la tenía bien prevista y amansada...
«Morir cada día un poco es el modo de vivir».
El fue muriendo un poco durante muchos días. El día 23 de
septiembre acabó de morir y descansó en santa paz.
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DOMINGO ANZOLA AZPIARU
Coadjutor.
Nació en Mendaro (Guipúzcoa) el 5-V-1882.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-X-1906.
Falleció en Santander el 20-XI-1908.
Salesiano de los primeros años, joven, vasco, bueno y muerto
prematuramente. Aquellos reclutamientos parecían una leva para
el Cielo.
Nuestro reseñado había nacido en Mendaro (Guipúzcoa). Su
vocación le vino en una peregrinación a Loyola. Repasando la
andanzas de San Ignacio, él también se sintió llamado a la vida
religiosa. Escogió la vida salesiana, tal vez movido por el ejemplo
de otros guipuzcoanos de su edad y por la persuasiva de algún
reclutador hábil. Fue a hacer el aspirantado a Villaverde de Pon-
tones. Desde entonces se mostró de carácter franco, sencillo y
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Allí, en al calle de la Compañía, le esperaba la soledad de la
muerte.
Falleció en el mes de Noviembre, el día de los Difuntos preci-
samente, de 1906. Tenía 23 años: la edad florida en que no se sabe
ser rico, no se quiere ser cobarde y no se puede ser malo.
Seis meses antes había fallecido el Consejero de la casa, Don
Daniel Escur. La casa, tan reciente, ya había abierto dos sepulturas.
No deja de ser lamentable la suerte de este cleriguito, que
salió de su Andalucía para venir a dejar su vida, prematuramente,
en una ciudad de invierno y desabrida, hermosa pero con un deje
de tristeza.
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segundo año decidió irse con los Salesianos. Don Oberti le había
ganado ya para la Congregación.
Antes de llegar él a Madrid, su alumno fue a hacer el Novicia-
do a Sant Vicens deis Horts. tuvo que cruzar la Península de
extremo a extremo. Eso era ya una prueba. Lo hizo en 1900, junto
con otros 30 compañeros.
Sólo uno de ellos era coadjutor. Les impuso la sotana Don
Rinaldi.
A final del Noviciado, sin más pruebas intermedias, hizo los
votos perpetuos. A continuación, fue destinado a la primera casa
salesiana de Madrid. Era una casa todavía provisional, un chalet
en la calle Zurbano, 50. La primera sede salesiana de Madrid, que
ahora al cabo de un siglo, cuenta ya con una docena de ellas.
Formaron la primera comunidad el Director, Don Ernesto
Oberti, un clérigo, José Artacho y otro clérigo que no perseveró.
Artacho fue el clérigo fundador de nuestra Inspectoría. Bien
merece una mención.
A los dos años de estar en Zurbano, 50, se trasladaron ya a La
Ronda de Atocha, 17, una finca que había pertenecido al herma-
no de O'Donnell.
La comunidad se completó con algún elemento más. Su com-
posición era:
Don Ernesto Oberti: Inspector y Director.
Don Leandro Urra: Prefecto.
Don Jesús Carballo: Consejero.
Clérigos: José Artacho y Juan Esteve.
Coadjutor: Federico Sabater.
Bien merecen que se consignen sus nombres, que estarían
bien grabados en letras de oro.
Artacho pasó un año en Atocha, como estudiante de Filosofía
y clérigo.
¿Cómo estudiaría la Filosofía? Para lo que iba a vivir, le sobra-
ba toda. Estuvo dos años en Baracaldo y el tercer año de trienio
fue destinado a Salamanca, San Benito, que era la única casa que
existía todavía.
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JOSÉ ARTACHO ARTACHO
Clérigo.
Nació en Cuevas Bajas (Málaga) el 6-XII-1883.
Profesó en Sant Vicens deis Horts (Barcelona)
el 2-ÍX-1900.
Falleció en Salamanca el 2-XI-1906.
José Artacho nació en Cuevas Rojas, un pueblo de Málaga, la
ciudad luminosa, festiva y devota, de balcones floridos y fachadas
blancas y de brisas suaves. Un pueblo de tantos como en Andalu-
cía llevan el nombre de Cuevas. De su familia sabemos que sus
padres se llamaban Juan y Ana, nombre también muy usado en la
región. «Seña Santana...».
Nació el 6 de Diciembre de 1883, dos años después de estable-
cerse los Salesianos en Utrera.
Habían adquirido ya fama de buenos enseñantes. Artacho fue
a estudiar allí la Primera Enseñanza y el Bachillerato. Al final del
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