DON
BOSCO EDUCADOR
PASCUAL
CHÁVEZ VILLANUEVA
DON
BOSCO RECUENTA
11.
"PONTE
INMEDIATAMENTE A ENSEÑARLES SOBRE LA FEALDAD DEL PEDACO Y LA BELLEZA
DE LA VIRTUD"
Hoy
en día, hablar de Jesucristo, hacerlo "ver" es difícil,
pero no es imposible. Los jóvenes parecen distraídos por mil cosas,
nos parecen casi inabordables en temas religiosos. Pero es solo una
impresión superficial. En mi época, como hoy, el problema no era
tanto hablar de Jesús, cuanto la forma, el tono, el enganche. Te
podrá parecer extraño, pero algunos de mis contactos con los chicos
no se produjeron en la sacristía o a la sombra del campanario. ¡Ni
mucho menos! Muchos
encuentros comenzaron en las plazas de Turín, o alguna de los muchos
callejones del centro histórico.
Al
principio de mi apostolado sacerdotal don Cafasso, un sacerdote amigo
que había elegido como director espiritual, me había dado un
consejo de oro: "Id por la ciudad, mirad el entorno". Los
jóvenes debía encontrarlos en su ambiente, encontrarlos donde se
reunían. Si les hubiese esperado en la iglesia, habría perdido
tiempo valioso y miles de ocasiones. Debía reunirlos en su
"territorio", al aire libre. Valia la pena intentar...
Una
túnica negra
Eran
fuertes, a primera vista, alegres, a veces violentos, fácilmente
llevados a peleas y al uso del cuchillo. "Mirando el entorno"
conocí a muchos jóvenes. Me parecía que iban en busca de cualquier
tipo de diversión, porque al final no sabían alegrarse. Mofaban,
pero no reían. Después de una mala palabra o un juramento, después
de una maniobra que desencadenaba momentáneas exclamaciones de burla
y de risas, arremetía de repente un silencio irreal, el vacío.
Luego, después de un comienzo cuando tuve que pasar por alto las
actitudes y palabras, era mi turno para entrar en la conversación.
Se sentían curiosos, pero no parecían incómodos por la presencia
de una sotana negra; a menudo, se terminaba en una taberna frente a
una o varias botellas de vino. Lo que a los ojos de las personas
bienpensantes era una falta de decoro eclesiástico, fue para mí una
maravillosa oportunidad que no podía perder por nada del mundo. Yo
estaba interesado en sus vidas, preguntaba noticias de sus familias,
llegué a saber si trabajaban y en donde; luego tiraba una pregunta
acerca de la vida cristiana y concluía invitándolos a venir al
oratorio, aunque solo fuera para dar una mirada. La mayoría de las
veces la cosa funcionaba. El domingo siguiente me los encontré a
todos o a la mayoría de ellos, en la fila para recibir el pan con el
corte obligatorio de salami, algunos me saludaban y me dicían una
palabra; incluso algunos para confesarse. Yo sabía que iba en contra
corriente y de estar creando un cierto malestar entre algunos de mis
compañeros sacerdotes. Pero yo necesitaba a los jóvenes, no porque
- y algunos lo decían ya en mi época - eran el futuro de la
sociedad, y mucho menos a causa de un paternalismo diluido porque me
daban pena y merecían algo mejor. Tenía necesidad de amarlos,
escucharlos, darles atención y respeto.
Viviendo en medio de
ellos, me convencí de que los jóvenes estaban buscando respuestas,
querían una confrontación real y seria con el mundo adulto; no solo
buscaban personas con el dedo ya señalándolos, como signo de
desaprobación o, peor, de condena. Buscaban adultos capaces de
"provocarles", de sacudirlos. Pero, sobre todo, capaces de
comprenderlos y amarlos. Para ello, querían los adultos en su vida
cotidiana, no por un momento; exigían tiempo, mucho tiempo. Sin
prisa. Sin etiquetas. Con los jóvenes aprendía a ser su amigo, al
igual que en los días del Convito eclesiástico había aprendido a
"convertirme en sacerdote". Trabajar con y por los jóvenes
significa para mi realizar un ideal apasionante que acariciaba para
la vida. Entendí que la única nostalgia posible era la nostalgia
del futuro, es la de la esperanza. Para lograr este ideal, dije: "Es
necesario tratar de conocer nuestros tiempos y adaptarnos". No
por fatalismo, no por falta de objetivos, sino porque presentaba su
vida como un camino de libertad que debe ser conquistado día a día;
y por lo tanto, debían saber aceptar y afrontar la lucha, el
desafío. Lo recordaba a menudo a mis muchachos: "La sabiduría
es el arte de bien gobernar la propia voluntad."
Dios
lo quería
A los mejores, a
los más generosos añadí: "No perdáis tiempo, haced el bien,
hacedlo a muchos y nunca os arrepentiréis de haberlo hecho".
Retándolos un poco
decía: "Si un pobre sacerdote, sin nada y menos que nada,
bombardeado por todos y desde todas partes, podía llevar las cosas
hasta el punto en donde ahora se encontraban, ¿cuánto bien el Señor
no espera de 330 individuos sanos, fuertes, de buena voluntad,
dotados de ciencia y con las herramientas potentes que ahora tenemos
en la mano?".
Esta última frase
merece una explicación. Recuerdo muy bien cuando la pronuncié: fue
a principios de 1876, durante la reunión anual con todos los
directores de las casas. Había escuchado a estos mis colaboradores,
los Salesianos que años antes había acogido siendo muchachos, en
Valdocco. Y me había encantado tantas cosas bellas que estaban
haciendo en varias ciudades de Italia, Francia y Argentina.
Todo
comenzó 30 años antes en ese pequeño cobertizo Pinardi. Con el
corazón lleno de emoción y gratitud revivía esa experiencia
iniciada al lado de mi madre, "¿Qué cosa había aquí, donde
estamos ahora reunidos? ¡Nada, absolutamente nada! En este lugar y
en los alrededores había campos sembrados de maíz, repollo, algunas
verduras, y nada más. Una pequeña casa, o más bien una choza con
una taberna de pie en el centro, miserable al verla desde el
exterior, más miserable al interior. Y por encima de todo era casa
de inmoralidad. Yo corría aquí y allá tras los jóvenes más
traviesos, más disipados; pero ellos no querían saber de orden y
disciplina, se reían de las cosas de la religión, de las cuales
eran ignorantes, blasfemando el nombre santo de Dios, y yo no podía
hacer nada... Un pobre sacerdote, solo, abandonado por todos, incluso
peor que solo, despreciado y perseguido: tenía una vaga idea de
hacer el bien, aquí, en este lugar y hacer el bien a los pobres
chicos. Este pensamiento era lo que dirigía cada uno de mis pasos,
cada una de mis acciones. Yo quería hacer el bien, hacer mucho bien,
pero hacerlo aquí. Parecía entonces un sueño el pensamiento del
pobre sacerdote, y sin embargo Dios lo realizó, llevando a cabo los
deseos del pobre hombre... Cómo se han realizado las cosas, no sé
como explicarlo. Lo que sé, es que Dios lo quería". Y era esta
esperanza, hecha de confianza y prudencia, que me estabilizó en esos
inicios delicados y difíciles.
Los
jóvenes que conocí, los jóvenes que encontré e hicieron parte de
mi vida pedían, soñaban un ideal. Quién llegaba primero los
conquistaba. Me convencía cada vez más que si no hiciese algo por
ellos en ese preciso momento, otros los habrían hecho mañana y se
habrían robado la juventud. Después de gastar la vida por ellos
puedo afirmar que no se puede generalizar, acusándolos de falta de
impulso, como si fueran todos sin corazón. Nosotros educadores no
podemos hacer estas afirmaciones porque sabemos que no son ciertas.
El joven de ayer como el de hoy, tiene pereza y se estanca cuando
faltan los ideales. No tienen amor por el sacrificio porque se les
presenta el sacrificio sin amor. Ahora, ¿quién mejor que un
sacerdote, quién mejor que un educador creyente puede ofrecer un
ideal digno y suficiente a los jóvenes? Todo lo que hay de bueno, de
justo, de noble y de hermoso en las otras ideologías siempre está
presente en el cristianismo. Por eso, apoyado en San Francisco de
Sales, tuve la alegría de dar a los jóvenes una forma de humanismo
elevada al infinito. La "fealdad del pecado" podían
entenderla por sí mismos cuando se les presentaba la "belleza
de la virtud".