2014|es|04: Maria, la madre de todos los dias

LA ESPIRITUALIDAD SALESIANA

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA



MARIA, LA MADRE DE TODOS LOS DIAS


Me tomó de la mano con bondad


Hay un bello y delicado recuerdo en mi infancia. Tenía apenas 9-10 años cuando soñé.

Fue un sueño que dejó una marca indeleble en mi vida. Había visto a un grupo de muchachos entregados al juego; a un cierto punto el pasatiempo degeneró en una lucha furibunda: volaban golpes, patadas, palabrotas y también blasfemias. Me lancé al ataque. Después un Señor majestuoso mi interrumpió, indicándome un modo distinto para hacerlos mejores. Inmediatamente después apareció una elegante Señora, cariñosa y bella: me hizo señas de que me acercara. Dado que yo estaba confundido con este rápido cambio de escenas, me tomó de la mano. Este gesto de exquisita bondad maternal me conquistó para siempre. Con mucha sencillez te puedo asegurar que nunca me he desprendido de esa mano; más aún, la he mantenido bien estrecha, hasta el final…


Cuando viniste al mundo…


Desde niño he absorbido el clima religioso de devoción mariana de mi tiempo. María era parte de la familia. Sé bien lo que escribió acerca de mí un buen salesiano: “María siempre estuvo cerca de él”. Me ha gustado leer esa afirmación porque era exactamente así. Rezábamos el rosario todos los días por la tarde en familia. La oración del Ángelus marcaba puntualmente nuestros días: a las seis de la mañana, a mediodía y a las seis de la tarde. Aprendí de mi mamá a venerar y celebrar a la Virgen con las devociones populares de los lugares donde viví: la Virgen del Rosario, la Virgen del Castillo, nuestra Señora de la Escalera, nuestra Señora de las Gracias, la Dolorosa, la Consoladora. Eran las muchas formas de tenerla de la mano…

Todavía recuerdo la última noche que precedió a mi ingreso en el seminario de Chieri. En la humilde casita de los Becchi mamá estaba preparando mi valija. Escogió ese momento para una importante revelación, un secreto entre madre e hijo: “Juanito mío, cuando viniste al mundo te consagré a la Virgen; cuando comenzaste tus estudios te recomendé la devoción a nuestra Madre; ahora te recomiendo de ser todo suyo”. Mi santa madre sabía cómo en aquellos tiempos era terriblemente alta la mortalidad infantil, tanto en las casuchas de los pobres como en el palacio del rey. “Te consagré” quería decir: te confié a María, te ofrecí a ella, eres suyo. Un acto de confiada entrega a la Madre que todo lo puede. “Esperemos mucho de quien puede mucho”: repetía yo a los demás lo que tantas veces había oído de mi madre. Así, cuando estaré en medio de los muchachos, les transmitiré el mismo estilo de devoción: no como un traje de fiesta que se usa solo los domingos, sino el encuentro diario, familiar con María, la madre de todos los días.


Inmaculada y Auxiliadora: ella lo ha hecho todo


Era una devoción muy concreta, firme, casi descarnada, nunca clamorosa, sin llegar a empalagosa.

Les recordaba constantemente a los muchachos: “María quiere la realidad, no las apariencias”. Por eso insistía: Para conseguir el cariño de la Virgen es preciso honrar al Hijo”. Presentaba a María como la que nos lleva a Jesús. Resumía todo en “huir del mal y hacer el bien por amor a María”. Más práctico y concreto no se podía más…

Me sostenían dos certezzas.

Ante todo insistía en presentar a María como la Inmaculada. Había motivos históricos, como la definición de este dogma (1854) y después, casi como para confirmarlo, las apariciones en Lourdes (1858). Eran fechas importantes. En mi poca experiencia no podía olvidar el 8 de diciembre de 1841 cuando tuve el encuentro providencial con Bartolomé Garelli. Cuarenta y cinco años después, mientras regresaba en tren de España a Turín, recordaba ese encuentro con emoción y gratitud: “Todas las bendiciones que nos han llovido del cielo son fruto de aquela primera Ave María dicha con fervor y con recta intención”.

Había también motivos pastorales: en contacto con la fragilidad juvenil, me daba cuenta de la necesidad inmensa que mi muchachos tenía de fijar su mirada en María, la llena de gracia y recibir de ella un mensaje atractivo de pureza y santidad para poder vivir la alegría de sentirse hijos de Dios.

En Valdocco, en el 1854, podía contar con Domingo Savio, aquel formidable muchacho que se había propuesto el ideal de llegar a ser “un bello traje para el Señor”. Con él, otros jóvenes (casi todos serían salesianos) formaban parte de la Compañía de la Inmaculada transformándose en levadura preciosa de bien en la masa. En su Reglamento se proponian ser “superiores a todo obstáculo, tenaces en las resoluciones, exigentes hacia sí mismos, amables con el prójimo, y exactos en todo”. Gracias a ellos, estaba naciendo un nuevo camino de santidad juvenil.

Después, con el pasar de los años, me di cuenta que la fe estaba decayendo también entre la gente sencilla. Intuía que era urgente difundir la devoción a la Virgen bajo el título de Auxiliadora, la que nos da una mano, que nos ayuda, que nunca nos pierde de vista, que nos mantiene unidos a la Iglesia. No fui yo quien inventó la devoción a María Auxiliadora; eso sí, fui su divulgador incansable y convencido. Les explicaba a mis primeros salesianos: “No son los tibios quienes deben ser inflamados, los pecadores que se deben convertir, los inocentes quienes deben se preservados, sino la misma Iglesia católica que está siendo atacada”.

Recuerdo, aun cuando un escalofrío de temor me aflige todavía hoy, la mañana en que comencé las excavaciones para construir el hermoso santuario dedicado a ella. Con toda solemnidad vacié en las manos del maestro de obras mi pobre monedero: cuatro tristes monedas de cobre fue mi primer aporte. Pero en mí había una certeza: “En ella he puesto toda mi confianza”. Aquella misma mañana las varias cartas que había escrito la noche anterior todavía permanecían sobre mi escritorio; en casa no teníamos ni siquiera el dinero para comprar las estampillas. La Virgen sería mi “limosnera”. Te puedo asegurar que se reveló como una limosnera capaz.

Cuando logré terminar la construcción, podía decirle a los fieles que acudían: “¿Ven esta iglesia? María la ha levantado, diría, a punta de milagros”.


Ahora y en la hora de nuestra muerte


Los estudiosos salesianos que con mucho amor y afinada exactitud han escrito tantas cosas sobre mí se han dado cuenta de que en las últimas oraciones dichas en el lecho de mi agonía, no ha sido la acostumbrada invocación María Auxiliadora la que brotó de mis labios, sino la súplica: Madre, María Santísima, María, María. ¿Fue un olvido de mi parte? No. Ciertamente hay una explicación.

Al final de la vida, en los estertores de la agonía, por fin logré comprender todo. Quería morir como el niño del sueño de 62 años atrás. Con la Virgen que me tomaba con bondad de la mano, mientras yo le susurraba: “Oh Madre… Madre… ábreme la puerta del paraíso”.