LA ESPIRITUALIDAD SALESIANA
PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA
SANTIDAD AL ALCANCE DE TODOS
Un
requisito necesario
Entre
los muchos y variados escritos que he producido, buscaría en vano un
diario del alma,
una historia de mi itinerario íntimo, una autobiografía espiritual.
No era mi estilo. Tal vez por ese innato pudor que es típico de los
campesinos, probablemente porque por formación no me sentía llevado
a abrirme de esta manera, sin duda porque prefería conservar en mi
corazón el recuerdo de tantas experiencias espirituales y
apostólicos en lugar de expresarlas en público.
Para esto, no
encontrarán en mis libros o en mis palabras ni descripciones ni
testimonios de mi relación personal con Dios y con su misterio.
Mi
experiencia con el Señor
No
nací santo, te lo digo con toda sencillez y franqueza. He luchado
mucho para ser fiel al Señor y coherente con mis compromisos
cristianos. Te puedo garantizar que no siempre ha sido fácil. A ser
Santos se llega poco a poco. Aún no se ha inventado un instrumento
que mida el grado de santidad alcanzado. Todo es gracia, con la
colaboración de la criatura. Y la gracia escapa al control humano,
porque es un don de Dios.
Siempre he sido una persona optimista
por natural formación y personal convicción. No era facilista y
mucho menos ingenuo. La vida me había sido - y sigue siendo –
maestra exigente y sabia. Yo sabía que ella implica retos y nunca
excluye ninguna dificultad ni prueba.
Para que puedas comprender
el ideal que tenía en mi corazón, te transcribo algunas reflexiones
hechas cuando estaba a punto de entrar en el seminario de Chieri.
Tenía ya 20 años. Ya no era un niño ingenuo o un adolescente
soñador... "La vida
hasta entonces tenida debía ser radicalmente reformada. En los años
anteriores no había sido un malvado, pero disperso, vanaglorioso,
ocupado en partidas, juegos, saltos, diversiones y otras cosas
similares, que alegraban momentáneamente, pero que no apagaban el
corazón". Por su
parte, mi madre - a pesar de la intensa emoción que sentí al verme
vestido con sotana - fue categórica: "Tu
has vestido el hábito sacerdotal. Recuerda que no es el vestido el
que da honor a tu estado, es la práctica de la virtud. Prefiero
tener un pobre granjero, que un hijo sacerdote descuidado en sus
deberes".
Con
humilde sinceridad siempre he tratado de servir a Dios y a su gloria.
No es un cliché, créeme; en el tiempo en el que yo vivía era un
verdadero programa de vida. Significaba el secreto de mi relación
con Dios, sintetizado en una frase que explicaba también mi servicio
a los jóvenes. Lo creía, ¿sabes? Estaba convencido, y la
experiencia me lo confirmaba día tras día, que los jóvenes que
conocí en las tabernas, en las plazas de Turín, en las cárceles, o
en los maestros inhumanos tenían, realmente necesidad de una mano
amiga, de alguien que cuidara de ellos, les cultivase, y les llevase
a la virtud y los apartase del vicio. El sueño tenido en Becchi
cuando tenía 9-10 años continuaba martillando en la mente y el
corazón. Me convencí de que solo un sacerdote todo de Dios, un
sacerdote santo sería capaz de ofrecer seguridad y confianza,
sentido pleno de la vida, alegría en el corazón y mucha esperanza.
Esa es la conclusión a la que llegué: la santidad sería el mejor
regalo que habría podido hacerles.
Cuando
me encontré con San Francisco de Sales
Evidentemente,
no fue un encuentro entre personas: yo nací 250 años después de
él. Leyendo uno de sus libros que circulaban también en Piamonte,
encontré una frase que me llamó la atención y que se convirtió en
el programa de mi vida sacerdotal. Recuerdo haber leído: "Es un
error, o incluso, una herejía, querer excluir el ejercicio de
devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la
corte de los príncipes, del hogar de los casados... Donde quiera que
estemos podemos y debemos aspirar a la vida perfecta". ¡Se
convirtió en mi ideal! Traté de vivirlo y ofrecerlo a mis
muchachos. ¡Se necesitaba ser valiente! Hablar de santidad (sí, ¡yo
usaba justo esa palabra!) a los chicos parecía una meta imposible.
En cambio, yo lo creía. Y decía con convicción que ser santos es
un ideal maravilloso, incluso fácil; nuestra amistad y lealtad con
el Señor un día será recompensada. Presentaba la santidad como una
vocación "divertida" y atractiva, pero también explicaba
que era exigente, que requería sacrificios y renuncias. Era una
santidad concreta, hecha del deber cumplido con exactitud, de amistad
con el buen Dios que nos hizo amigos de todos. Una santidad que nos
hacía apóstoles de los compañeros con gracia y simplicidad, una
santidad del cotidiano. Luego añadía una característica que
siempre he considerado fundamental: tenía que ser una santidad
alegre, que arrastra al bien, que fascina y nos hace "salvadores
de otros jóvenes".
Casi
casi estuve rechazado en el Vaticano...
En
ese momento, yo ya estaba en el paraíso. Sabía que en la tierra se
estaba discutiendo sobre un problema que, en mi opinión, nunca había
existido. Dada la inmensa cantidad de trabajo y las preocupaciones
que me asediaban, alguien estaba convencido de que me faltaba el
tiempo para orar. La pregunta: "¿Cuando rezaba Don Bosco?"
no podía ser eludida; de hecho, se merecía una respuesta. Entonces
descubrieron un secreto que no me parecía necesario esparcir a los
cuatro vientos: toda mi vida era una oración, porque ¡yo oraba la
vida! Señalaba este programa a mis Salesianos, y lo recomendada
también a los jóvenes. Oración era quedarme horas en el
confesionario, escribir docenas de cartas a la luz vacilante de la
vela en la noche, subir y bajar las escaleras interminables de mármol
de muchos palacios, conversar familiarmente con los chicos en el
patio, celebrar la misa, mirar estático el rostro de la Auxiliadora.
Oración era vivir en la presencia de Dios, como había aprendido
cuando era un niño de mi buena Mamá; para mí, orar era abandonarme
con confianza a la Providencia, era enseñar una profesión, un
trabajo a muchos jóvenes para que pudieran ser siempre "buenos
cristianos y honrados ciudadanos". Oraba cuando daba el abrazo
de despedida a los primeros misioneros que salían para Argentina,
cuando visitaba al Papa, acogía obispos expulsados de sus
diócesis, escribía uno de los muchos libros de las Lecturas
Católicas; cuando
multiplicaba los panes en la canasta o las hostias al momento la
comunión. Estaba en oración cuando viajaba de Turín a Barcelona, a
París para encontrar el dinero necesario para construir el templo
del Sagrado Corazón de Roma, o urgente a difundir el Evangelio en
las pampas
argentinas... Siempre en plena actividad, pero siempre con el corazón
en intimidad con Señor.
Santo
joven para los jóvenes
Lo
he afirmado ya muchas veces: me sentía llamado por los jóvenes,
especialmente los que tenían más necesidad de amor y esperanza.
Ellos siempre han sido la razón de mi ser y mi actuar. Pero no los
quería para mí. Como afirma un sacerdote, mi querido amigo: "Como
la madre se alimenta así misma para luego alimentar a su hijo, así
Don Bosco se alimentó a sí mismo de Dios, para nutrirnos de Dios
también a nosotros".
Con toda humildad te aseguro que me encuentro en estas palabras así
simples y verdaderas. Los jóvenes yo los quería amigos míos porque
los quería apasionadamente amigos de Dios. ¡Cuando uno es un amigo
de Dios, es sobre el camino de la santidad!