2013|es|07: Don Bosco educador: Dios nos quiere en un mundo mejor



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DON BOSCO EDUCADOR

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA


DON BOSCO NARRA


DIOS NOS QUIERE

EN UN MUNDO MEJOR


Sé que un autor italiano, llevado a los cielos porque escribe cosas que gustan a la mayoría de la gente, ha dicho que “los santos no cuentan en la historia”. A lo mejor habría acertado afirmando que ”los santos no meten cuentos en la historia”. Pero dejémoslo…

Nunca he asumido la postura de “salvador de la patria”.

Cuando, desde el púlpito de la iglesia de María Auxiliadora, saludé a los diez primeros misioneros que salían para Argentina, dije estas palabras: “Damos comienzo a una grande obra, no porque pensemos convertir al universo entero en pocos días, no. Pero ¿no será talvez esta salida y esta pequeñez como una semilla desde la cual surja un enorme árbol?... En nuestra pequeñez también nosotros colocamos en este momento nuestra piedrita en la grande construcción de la Iglesia”.

He vivido en tiempos muy difíciles. Hacía falta una dosis abundante de prudencia, de “cordura” para no empeorar las cosas. Mucho tino, delicado juego de diplomacia. En esto me ayudaba mi carácter. Me movía en modo sumiso, sin querer impresionar. En vez de chocar con los obstáculos, les daba la vuelta, venciéndolos cabalmente cuando parecía estar por ceder. Tenía siempre por delante la finalidad que me había fijado, sabía ganar la amistad del adversario, sin ceder, pero sin obstinarme tampoco más de lo indispensable.

Estaba al tanto del programa de los anticlericales, que no hilaban fino. En 1849 había leído, punto por punto, el plan de ellos. Con una arrogancia increíble afirmaban como sus finalidades exactas: aplastar la religión - combatir a la Iglesia - herir al sacerdocio - colocar bajo los pies a cualquier autoridad, así divina como humana - hacer añicos los más sólidos vínculos de la sociedad y de la naturaleza - llevar en triunfo los vicios más vergonzosos - crearse un paraíso bestial. Era un plan organizado diabólicamente, programado a largo plazo. Pero yo no era un cura de desfile, de coros de protesta, de los que gritaban slogan de moda. No aprobaba a los curas que iban a los desfiles con la escarapela tricolor pegada a la sotana, o que la lucían en la iglesia durante el pontifical del arzobispo y en las plazas. Presenté claramente mis ideas y, como resultado, varios de ellos se alejaron de mí. No siendo un “metelíos” por oficio, tenía mis principios: preferí actuar con la inteligencia y la calma del campesino, sin exigir milagros baratos. Por otro lado, no era tampoco un simple ni un ingenuo, me daba cuenta de los errores, de las fallas, sabía esperar, dar tiempo al tiempo, convencido que “lo mejor es enemigo del bien”.

Estábamos entrando a la era industrial. Debía adaptarme a los nuevos tiempos, a las nuevas tendencias, sin refugiarme en peligrosas nostalgias de épocas que ya habían pasado definitivamente. Muchas cosas no marchaban como debían. Pero en vez de perderme en quejas inútiles, prefería arremangarme y trabajar en otro estilo: dentro de lo pequeño mío, sin querer exagerar, yo deseaba construir un mundo mejor, ofreciendo a muchos jóvenes un pan ganado honradamente gracias a un trabajo digno, como personas libres y no esclavos explotados. Sabía que “el demonio cuenta con criados dondequiera”; también estaba seguro ”que quien lo tiene a Dios lo tiene todo”. Y entonces me agarraba a la sabia norma del “¡Nada te turbe!”. Consejo y amonestación que sugería a mis salesianos.

Por formación y carácter no me dejaba fácilmente desalentar. Sin contar que la vida nunca me había ahorrado dificultades y desafíos. Por tanto decía: “¿De qué sirve quejarse de los males que nos afligen? Mucho mejor hacer lo posible para superarlos. A esta gente que nos gobierna buena falta le hace nuestra compasión: ¡son demasiado serias las cuentas que abren con Dios!”. Sugería reaccionar con una táctica nueva, valiente: “Al mundo maligno no podéis oponerle solo unos ‘Padres nuestros’. ¡Hacen falta obras!”. Trataba así de contener todo ese mal con un poco de bien.

Estaba convencido que “nuestras tierras actualmente se han vuelto zonas de misión”. Por eso insistía ante mis salesianos: “Si no trabajáis vosotros, trabaja el demonio”.

Sostenido por ideales animosos me dejaba guiar por el programa siguiente: “En las cosas que ayudan a la juventud en peligro o que sirven para ganar almas a Dios, yo me lanzo hacia delante hasta la temeridad”. Es la razón por la cual había tratado siempre de dar respuestas concretas, según pedían las situaciones. Escribía a don Cagliero, que desde un año se hacía pedazos en tierras argentinas: “Tenemos en acto una serie de proyectos que parecen cuentos o cosas de locos frente al mundo, pero, en cuanto comienzan, Dios los bendice en modo tal que todo marcha felizmente. Razón para rezar, agradecer, esperar y vigilar”.

El optimismo que siempre me sostenía parecía querer desaparecer a veces en la nada. Eran las paredes de nuevos edificios construidos en Valdocco, con sudor y sangre, que se derrumbaban en el corazón de la noche; eran los sacerdotes que habían estudiado donde mí y que, de un día para otro, me dejaban sin ni siquiera decirme gracias; era un golpe repentino de viento que abría misteriosamente la ventana y vertía el tintero sobre las hojas donde habían sido diligentemente escritos los artículos de las Constituciones que la mañana siguiente debían ser enviados con urgencia al Vaticano. Y había ese clima de incomprensión, de falsos díceres, de anónimos contra el arzobispo de Turín que envenenaban los ánimos. Sin contar las puertas de bronce de la Santa Sede misteriosamente selladas, que me impedían encontrar una vez más a Pío IX moribundo… ¡Cuántas peñas! Pero se trataba del tambaleo de un momento. Como llegó a escribir un salesiano a quien le tengo mucho cariño: “Sobre Juan Bosco las angustias de la vida no dejaron jamás las telarañas de la duda”. Me recobraba: “Nosotros estamos en continua prueba, pero la ayuda divina nunca nos faltó. Confiamos no ser indignos de ella en el porvenir”.

En 1854 había escrito al conde Clemente Solaro della Margherita, político serio y valiente, católico de una sola pieza: “Aquí no se trata de ayudar a una persona particular, sino de pasarles un pedazo de pan a jóvenes que por el hambre corren el peligro de perder la vida moral y la religión”. Sobre el mismo tema, pero con tonos mucho más urgentes y dramáticos, había insistido en 1886 hablando a los nobles de Barcelona: “El joven que está creciendo en vuestras calles os pedirá al comienzo una limosna, luego la exigirá y finalmente se la hará dar pistola en mano”.

Pedir y agradecer, he aquí el eterno movimiento de diástole y sístole de toda mi vida. Envolvía en ello a mis bienhechores con un afecto humano, cálido, delicado y siempre personalizado. Un amor que juntaba a bienhechores y favorecidos en una relación filial sincera. Con algunas bienhechoras me reservaba la alegría de llamarlas (¡Dios sabe con cuánta gratitud!) queridísima y buena Mamá”.

Mi corazón de sacerdote-educador no había dejado nunca de amar, hasta el final. Mi pedagogía se identificaba con la palabra corazón. Después de una expedición más de misioneros (1883) escribía al jefe de la expedición, don Costamagna: “Ustedes se han ido, pero me han realmente destrozado el corazón. Me hice ánimo, pero he sufrido y no he podido conciliar el sueño durante toda la noche”.

Le doy a esta tecla: mi sistema educativo no fue escrito copiando páginas de libros; fue vida vivida, transparencia personal. No se trataba de una “teoría” sacada de tomos brillantes y famosos. He copiado, sí, pero he sacado del corazón, un día tras otro, de los patios polvorientos de Valdocco, de las callejuelas de la periferia de Turín. Ha sido una fuente que jamás ha dejado de manar.

He luchado toda mi vida para entregarles nuevamente a tantos jóvenes la alegría de vivir, revistiéndolos una vez más de una dignidad demasiadas veces pisoteada. He vivido con ellos para comprender mejor sus necesidades, esperanzas y sueños, para construir con ellos una vida digna de hijos de Dios. He adoptado con ellos y para ellos un sistema educativo en el que está presente un Dios bueno y providente, misericordioso y paciente. He colocado a Dios en el corazón de los miles de mis jóvenes porque los conocía sedientos de verdad y justicia. He hecho descubrir a miles de muchachos desorientados, violentos y rebeldes la nostalgia de Dios. Me he vuelto el cura de la alegría y de la esperanza, del perdón transmitido en el nombre de Jesús traspasado y resucitado. He tomado de la mano a muchachos difíciles y los he llevado a saborear la felicidad de un corazón nuevo. Les he propuesto un nuevo camino de santidad a su alcance, una santidad simpática porque fascinadora y exigente al mismo tiempo. He hecho de la alegría mi bandera.

No he cambiado el mundo, ¡faltaría más! Pero, aun con las inevitables fallas que acompañan toda obra humana, tengo la seguridad de haber hecho mi parte. He abierto nuevos caminos para educar, amar y servir a la juventud. Mis sueños han dejado huellas.

¿Sabes quién ha dado de mí y de mi trabajo la definición más acertada? Ha sido un médico francés, el Dr. Combal, auténtica celebridad de fama internacional de la Universidad de Montpellier. Me hallaba en Marsella en 1884 “buscando plata”. Este médico había viajado en tren toda la noche de 25 de marzo para visitarme. Me examinó cuidadosamente durante más de una hora y luego concluyó: “Ud. ha gastado la vida con un trabajo excesivo. Es un vestido gastado, porque llevado constantemente, los días de fiesta y los días de trabajo. No me parece que los daños se puedan arreglar. Con todo, para .conservar este vestido todavía durante algún tiempo, el único sistema sería meterlo al ropero: quiero decir que el remedio principal para usted sería el descanso absoluto”. Recuerdo que respondí: “Lamentablemente es el único remedio al que no puedo sujetarme. ¿Cómo es posible descansar, cuando hay tanto trabajo?”.

Un “hábito desgastado”: he aquí la mejor alabanza que me han hecho. Había realmente donado todo mi mismo para la causa de los jóvenes, Y a quien me auguraba una larga vida, respondía: “Bien, pienso que, si el Señor me concediera llegar a los 80 o a los 85 años, ¡se verían cosas! Trabajo lo más que puedo, de prisa, porque veo que el tiempo aprieta y, por cuantos años uno viva, nunca se logra hacer la mitad de lo que se debería. Cuando la campana con su dan dan me dará la señal de partida, partiremos. Quien quede en este mundo completará lo que yo habré dejado por completar. Pero, hasta que no escuche mi dan dan, yo no me rindo”.