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DON BOSCO EDUCADOR
PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA
DON BOSCO NARRA
SIEMPRE TUVE NECESIDAD
DE TODOS
He nacido pobre y, con todo, por mis manos han pasado sumas increíbles de dinero a las que nunca he pegado el corazón. Para mí ser pobre significaba ser libre, de esa auténtica libertad que el Señor nos había enseñado con el ejemplo y las palabras. ¡Libres, no trabados! Pobre como yo era, he conocido y frecuentado a mucha gente de dinero. Tenía una idea fija que no siempre fue comprendida, antes bien levantó contra mío un avispero de críticas aburridoras y asfixiantes. Yo decía y repetía con frecuencia: “La caridad no son lo ricos que la hacen a nosotros, sino nosotros que la hacemos a ellos ofreciéndoles así la oportunidad de realizar una obra buena”. Más claro que así…. Estaba convencido de que “a los ricos no hay nadie que se atreva a decirles la verdad”. Recuerdo haber escrito una cartita que, aun siendo breve, logró quitarle con frecuencia el sueño a un rico banquero: “Ud. debe absolutamente salvar su alma, pero Ud. debe dar a los pobres todo lo que le sobra: pido a Dios que le conceda esta gracia extraordinaria”.
He escrito miles de cartas, la mayor parte pidiendo ayuda a las instituciones públicas y a los bienhechores. En todas, empero, hay siempre un “gracias”, una palabra de sincera gratitud. ¡Lo había aprendido de mi mamá! Afirmaba: “No es posible que quien tiene gratitud no cuente también con las demás virtudes”.
He vivido pidiendo y agradeciendo.
También si no he conocido y, por tanto, nunca he usado la palabra “marketing”, con todo de esta técnica – a mi manera – me he valido, ¡sin duda alguna! He aquí cómo me expresaba: “Vivimos en una época en que hace falta actuar. El mundo se ha vuelto material, por lo tanto debemos trabajar y hacer conocer el bien que se realiza”. Las ofertas que recibía, modestas o generosas que fueran, no enmohecían en la caja de caudales; los bienhechores estaban felices al ver a qué servían las ayudar ofrecidas. ¡Y eso, además….. los animaba a seguir!
Agradecer lo consideré siempre un estricto deber de justicia.
Así vivía y así enseñaba en mí pedagogía menuda de cada día A los muchachos acostumbraba repetirles: “A los ingratos nosotros los compadecemos, porque son infelices” . La ingratitud era para mí una de las peores formas de ceguera, porque no permitía notar los beneficios, los gestos de amor, los signos de la bondad paterna de Dios. Y aquí salía a flote la catequesis de Mamá Margarita cuando nos ayudaba a comprender como Dios se manifiesta en los acontecimientos, felices o menos, de la vida; y ella daba siempre con una razón suficiente para abrirnos al agradecimiento. La gratitud es la memoria del corazón, porque solo el corazón tiene la capacidad de recordar. Quien agradece lleva en el corazón el amor de Dios y de ello se alegra. ¡Nosotros somos lo que recordamos! Mis muchachos respiraban este clima.
Fue ciertamente un momento de íntima conmoción el que experimenté esa tarde, víspera de mi onomástico, cuando golpearon a la puerta de mi pobre oficina. Al abrir me encontré con Félix Reviglio y Carlos Gastini que venían a desearme un feliz día. Luego me ofrecieron dos pequeños corazones de plata como signo de gratitud. Quedé sin palabras por el regalo tan elocuente recibido: ese gesto me hacía comprender que había tomado el camino justo, porque esos muchachos habían comprendido el bendito y estupendo espíritu de familia que me interesaba tanto. ¡Y quedé, no sé por cuánto tiempo, mirando esos dos pequeños corazones, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas!
Los años que pasé en Chieri, antes como estudiante y luego como seminarista (10 años maravillosos), habían sido también años de muchas renuncias y, a veces, incluso de hambre. El plato de sopa que el señor Pianta me pasaba por el trabajo que yo hacía en su bar no era suficiente para el estómago de un robusto muchacho de 18 años. José Blanchard me ayudaba como podía. Su mamá vendía fruta en el mercado; con frecuencia me traía algunas manzanas, castañas u otra fruta. Ciertos favores, hechos a un estómago vacío, no se olvidan fácilmente. Y así, muchos años después, me encontraba en Chieri, hacia el mediodía. Estaba charlando con algunos sacerdotes que habían sido mis compañeros de seminario cuando vi pasar, pegado a la pared, alguien a quien de verdad no podía olvidar, el amigo Blanchard. Lo presenté a mis colegas sacerdotes como insigne bienhechor mío. Y narré la historia de la fruta de tantos años antes. Después lo invité para que viniera a visitarme en Valdocco. Este hecho sucedió en 1876. Diez años más tarde mi amigo logró finalmente cumplir la promesa. Yo no me sentía bien. Hubo mil dificultades en la portería, otras tantas en la sala de espera. “Dígale, siquiera, que Blanchard ha venido a verlo”. Reconocí la voz y lo hice entrar. Charlamos largo. Cuando llegó la hora del almuerzo me disculpé por no poder bajar, pero le dije al secretario: “Coloca a este amigo mío en el comedor de los superiores, en mi sitio”. Y así un anciano señor, muy azorado, tomó asiento ese día entre quienes guiaban la joven congregación salesiana. Era lo mínimo que podía hacer para decirle, después de 50 años, mi gracias…