2013|es|02: Don Bosco educador: El demonio le tiene miedo a la gente alegre

2.

DON BOSCO EDUCADOR

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA

Don bosco NARRA


EL DEMONIO LE TIENE MIEDO

A LA GENTE ALEGRE


«Soy conocido en el mundo entero como el santo que ha derramado a manos llenas caudales inmensos de alegría. Antes bien, como ha escrito alguien que me conocía personalmente, la alegría cristiana ha sido para mí “el mandamiento nº once”. La experiencia me ha demostrado que no es posible un trabajo educativo sin este maravilloso empuje, sin esta marcha estupenda supletoria de la alegría. Y para que mis muchachos estuvieran íntimamente persuadidos de ello, les decía: “Si queréis que vuestra vida sea alegre y tranquila, debéis tratar de manteneros en gracia de Dios, porque el corazón del joven que se encuentra en pecado es como el mar continuamente agitado”. He aquí por qué recordaba siempre que ”la alegría nace de la paz del corazón”. Les insistía: “Yo, de los jóvenes, no quiero otra cosa sino que se vuelvan buenos y que estén siempre alegres”.

Alguien, a veces, me presenta como el eterno saltimbanqui de los Becchi y piensa hacerme un grande favor. Pero es una imagen muy reductora de mi ideal. Los juegos, los paseos, la banda de música, las representaciones de teatro, las fiestas eran un medio, no una finalidad. Yo pensaba en lo que claramente escribía a mis jóvenes: “Uno solo es mi deseo: el de veros felices en el tiempo y en la eternidad”.

Ya desde muchacho el juego y la alegría habían sido para mi una forma de apostolado serio, del que estaba íntimamente convencido. Para mí la alegría era un elemento inseparable del estudio, del trabajo y de la piedad. Un muchacho de esos primeros años, recordando el período “heroico”, lo describía así: “Pensando en como se comía y se dormía, ahora nos maravillamos de haber podido pasarlo bien entonces, sin a veces sufrir por ello y sin quejarnos. Pero éramos felices, vivíamos de afecto”.

Vivir y transmitir la alegría era una forma de vida, una elección consciente de pedagogía en acto. Para mí, el joven era siempre un joven, su exigencia profunda era la alegría, la libertad, el juego. Encontraba normal que yo, sacerdote para los jóvenes, les transmitiera la buena y alegre noticia contenida en el Evangelio. Y no lo habría podido hacer con rostro ceñudo, con modales secos y rudos. Los jóvenes tenían necesidad de comprender que para mí la alegría era algo tremendamente serio. Que el patio era mi biblioteca, mi cátedra donde yo era, al mismo tiempo, profesor y alumno. Que la alegría es ley fundamental de la juventud.

Valorizaba el teatro, la música, el canto. Organizaba en los mínimos detalles los célebres paseos de otoño.

En 1847 he impreso un libro de formación, El Joven cristiano. Lo había escrito robándole una infinidad de horas al sueño. Las palabras de presentación que mis muchachos leían eran las siguientes: “El primer y principal engaño con que el demonio suele alejar a los jóvenes de la virtud es hacerles pensar que servir al Señor consista en una vida triste y alejada de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Yo quiero enseñaros un método de vida cristiana que os pueda al mismo tiempo hacer alegres y contentos, indicándoos cuáles son las auténticas diversiones y los placeres verdaderos… He aquí, en efecto, la finalidad de este pequeño libro: servir al Señor y estar alegres”.

Como ves, para mí la alegría adquiría un profundo significado religioso. En mi estilo educacional había un equilibrado enlace de sagrado y de profano, de naturaleza y de gracia. Los resultados no tardaban en aparecer, hasta el punto de que, en algunas notas autobiográficas que estuve casi obligado a escribir, yo podía afirmar: “Aficionados a esta mezcla de devoción, de juegos, de paseos, cada uno se encariñaba conmigo en tal forma, que no solamente eran sumamente obedientes a mis órdenes, sino que deseaban que yo les confiara algún encargo que llevar a cabo”.

No me bastaba que los jóvenes estuvieran alegres; quería que ellos difundieran en torno suyo ese clima de fiesta, de entusiasmo, de amor a la vida. Los quería constructores de esperanza y de alegría. Misioneros de otros jóvenes gracias al apostolado de la alegría. Un apostolado contagioso».