2013|es|01: Don Bosco educador: Tomamos lección de todo lo que nos pasa

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DON BOSCO EDUCADOR

PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA



DON BOSCO narra

TOMAMOS LECCIÓN

DE TODO LO QUE NOS PASA


«Hablando de mi persona y de mi historia, debo comenzar por los primeros años de mi vida. Años hermosos y difíciles, años en que he aprendido a ser muchacho y a volverme hombre maduro.

Puedo decirte con sencillez: ese Don Bosco a quien tú a lo mejor ya algo conoces, el Don Bosco que un día llegará a sacerdote y será educador y amigo de los jóvenes, ha tomado lección de muchas cosas que le han pasado cabalmente en esos primeros años.

Te presento los valores que he respirado, que he aprendido a vivir y, después, he transmitido como herencia a mis salesianos. Con el pasar de los años llegarán a ser el fundamento de mi pedagogía.

La presencia de una madre. Mamá Margarita tenía solo 29 años cuando murió mi padre, derribado en pocos días por una terrible pulmonía. Mujer enérgica y valiente, no perdió tiempo en lágrimas: se arremangó, asumiendo su doble cometido de padre y madre, dulce y decidida. Muchos años después, llegado a ser sacerdote para los jóvenes, podré afirmar, como fruto de experiencia en el campo: “La primera felicidad de un muchacho es saber que es amado”. Por esto, con mis muchachos he sido siempre un auténtico papá, con gestos concretos de amor sereno, alegre y contagioso. Yo amaba a mis jóvenes, les daba pruebas concretas de este afecto, entregándome completamente a su causa. Este amor, fuerte y varonil, no lo he aprendido en los libros; lo he heredado de mi madre y de ello le quedo reconocido.

El trabajo. Mi madre era la primera en darnos el ejemplo. Yo siempre insistía: “Quien no se acostumbra al trabajo cuando es joven, generalmente será un holgazán hasta llegar a viejo”. En la conversación familiar que tenía con ellos después de la cena y de las oraciones de la noche (las famosas “buenas noches”) insistía que “el paraíso no está hecho para los perezosos”.

El sentido de Dios. Mi mamá había concentrado todo el catecismo en una frase que nos repetía a cada instante: “¡Dios te ve!”. Yo no: en la escuela de una catequista total como mi madre, he crecido bajo la mirada de Dios. No un Dios-policía, frío e implacable que me “pescaba” en flagrante, sino un Dios bueno y providente a quien notaba en el sucederse de las estaciones, al cual aprendía a conocer y agradecer en el momento de la cosecha del grano o después de la vendimia, un Dios grande a quien admiraba contemplando por la noche las estrellas.

¡Razonemos!” El verbo lo pronunciaban en piamontés nuestros viejos, ¡y cuánta sabiduría descubría yo en esta palabra! Era usada para dialogar, para explicarse, para llegar a una decisión comunitaria tomada sin que uno quisiera imponer su punto de vista personal. Más tarde haré del término “razón” una de las columnas que rigen mi sistema educativo. La palabra “razón” será para mí sinónimo de diálogo, acogida, confianza, comprensión; se transformará en actitud de búsqueda, porque entre educador y joven no puede existir rivalidad, sino únicamente amistad y aprecio mutuo. Para mí el joven no será nunca un sujeto pasivo, un simple ejecutor de órdenes. En mis contactos con los muchachos nunca “aparentaré” escuchar: los escucharé de veras, discutiré sus puntos de vista, sus razones.

El gusto de trabajar juntos. Durante muchos años he sido protagonista absoluto entre mis compañeros: pienso en mis primeras experiencias como saltimbanqui en los Becchi, durante esas maravillosas tardes domingueras; pienso en la popularidad conseguida entre mis compañeros de escuela en Chieri, hasta el punto de que, en una página autobiográfica, podía afirmar que “era venerado por mis colegas como capitán de un pequeño ejército”. Pero más tarde comprendí que el protagonismo era de todos. Nació entonces la Sociedad de la Alegría, un grupo simpático de estudiantes en que todos estaban comprometidos en igual forma. El reglamento estaba compuesto por tres brevísimos artículos: estar siempre alegres, cumplir bien con los deberes de cada uno, evitar todo lo que no era digno de un buen cristiano. Más tarde nacen las Compañías, grupos juveniles, verdaderos laboratorios de apostolado y santidad al alcance de todos. Decía que ellas eran “cosas de jóvenes” para favorecer sus iniciativas y ofrecer espacio a su natural creatividad.

El gusto de pasarlo juntos. Quería que los educadores, fueran ellos jóvenes o ancianos, estuvieran siempre entre los muchachos, como “padres que aman”. No por desconfianza hacia ellos, sino cabalmente para caminar juntos, para construir y participar juntos. Llegaré a decir, con íntimo gozo: “Con vosotros me encuentro bien. Es realmente mi vida estar con vosotros”».