LA LLAMADA DE LOS DISCÍPULOS
“Subió al monte, y llamó a los que él quiso, y vinieron junto a él. Instituyó doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios” (Mc 1, 13-15). Lo que nos dice el primer evangelista, san Marcos, aparece en los cuatro evangelios, con narraciones muy diversa, como una de las primeras acciones de Jesús, al iniciar su vida pública. Esto nos indica que la “buena noticia” del Reino de Dios es inseparable de una comunidad, en la que, como en un doble movimiento de diástole-sístole, los discípulos conviven con Jesús y condividen su misión.
A la base del discipulado y del seguimiento de Jesús, encontramos siempre un encuentro personal con Él, que transforma totalmente la vida de las personas. En algunos casos Jesús les llama mientras desempeñan su trabajo ordinario: “Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: ‘Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres’. Al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mc 1, 16-18; lo mismo sucede con Santiago y Juan, vv. 19-20). A Mateo, en cambio, le llama mientras está cobrando los impuestos (cfr. Mt 9, 9).
En esta selección de sus discípulos, encontramos un “criterio”, por decir así, de la acción de Dios: sus pensamientos no son nuestros pensamientos humanos (cfr. Is 55, 8). Es una constante ya desde el AT, que encontramos, entre otros muchos personajes, en la elección de David para rey de Israel: “El hombre ve las apariencias, pero Yahvé ve el corazón” (1 Sam 16, 7). Es la misma experiencia de Abraham anciano y sin hijos, de Moisés anciano y tartamudo, de Jeremías joven e inexperto... de María.
Los textos evangélicos subrayan la diversidad de procedencias de los discípulos de Jesús, sobre todo de los “doce” que le acompañan desde el primer momento. Entre ellos encontramos algunos pescadores, comenzando por Cefas, a quien Jesús cambia el nombre por Pedro, y su hermano Andrés, así como los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan. Pero también aparece al menos un publicano, Mateo-Leví, junto con alguno que pertenecía al grupo de sus acérrimos enemigos: Simón, “llamado Zelota” (Lc 6, 15). Juan nos habla de Natanael, quien, como auténtico judío, despreciaba a los galileos (Jn. 1, 45ss). Difícilmente podría encontrarse un grupo más heterogéneo que el de los doce amigos de Jesús, a quienes, además, podría aplicarse la frase de Pablo cuando escribe a los corintios: “¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza” (1 Cor 1, 26). Incluso, en el caso de Simón Pedro, Lucas subraya la “pobreza” de quien será la cabeza del grupo apostólico, indicando cómo fracasa incluso en lo que constituía su tarea ordinaria como pescador (cfr. Lc 5, 4-10).
Recordando la frase de Marcos, el discipulado incluye, esencialmente, dos aspectos: la convivencia con Jesús, la creciente familiaridad y amistad con él, y la participación en su misión: el anuncio del Reino de Dios, acompañado de los “signos” que lo autentifican.
Posteriormente, hablaré de la formación progresiva y amorosa que Jesús lleva adelante con sus discípulos. Por ahora quiero subrayar lo que implica este discipulado, en relación a la pregunta que, en diversas ocasiones, se plantean ante Jesús: “¿Quién es este hombre?”
Se trata de un tema relativamente nuevo, pues tradicionalmente se veía el seguimiento de Jesús en perspectiva moral y espiritual, mientras que ahora se ha recuperado toda la relevancia bíblica y teológica que implica, al grado de que se considera uno de los elementos fundamentales que permiten ahondar en el Misterio de Jesús, el Hijo de Dios, durante su vida mortal.
A primera vista, parecería que Jesús se comporta como un rabbi, un maestro como los demás. Sin embargo, hay diferencias muy grandes. Nadie le puede pedir a Jesús, por ejemplo, que lo reciba entre sus discípulos: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido” (Jn 15, 16). Además, seguir a Jesús implica dejarlo todo: los propios bienes, la propia profesión, incluso a la familia: la exigencia de Jesús es superior a la de Elías cuando llama a la misión profética a su sucesor, Eliseo (Lc 9, 59-62 –y Mt. 8, 21-22 en relación a 1 Re 19, 19-21). No abarca sólo momentos de enseñanza, sino que abarca la vida entera, compartiendo con Jesús la precariedad de su vida itinerante, las dificultades y peligros, e incluso la amenaza de la persecución y muerte.
Todo esto sólo lo puede exigir Alguien que es más que un simple hombre; sólo Dios puede exigir el ir más allá de los lazos humanos más sagrados: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí” (Mt 10, 37-38).
Creo que podemos establecer una relación de semejanza con un acontecimiento que como Familia Salesiana acabamos de celebrar: el 150 aniversario de la fundación de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales. Don Bosco convocó a un puñado de jóvenes colaboradores suyos, para que “estuvieran con él” y para que condividieran la Misión que Dios le había encomendado, para la salvación de la juventud más pobre y abandonada. A ese pequeño grupo reunido en el cuarto de Don Bosco el 18 de diciembre de 1859 se le podían aplicar las mismas palabras de San Pablo a los Corintios: humanamente hablando, y ante las dificultades internas y externas de la sociedad de su tiempo, no había ninguna perspectiva de futuro. ¡Basta pensar que el Director Espiritual de la Pía Sociedad era un joven subdiácono de 22 años, Miguel Rúa!
Como escribí en una Carta reciente, “erano tutti giovanissimi, e si trattava di giocarsi l’intera vita in un colpo solo: sulla fiducia in Don Bosco; fino a questo momento erano legati solo da promessa o voto di stare con Don Bosco per aiutarlo nell’opera degli oratori. Alcuni erano sconcertati. Scrive don Lemoyne: ‘Più di uno disse sottovoce: ‘Don Bosco ci vuol fare tutti frati!” (ACG 404, p. 10). La famosa expresión del joven Juan Cagliero, de 21 años, “fraile o no fraile, ¡siempre con Don Bosco!”, evoca, indudablemente, la respuesta de Pedro a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Evidentemente, es a Jesucristo a quien Cagliero entiende donar su vida entera, al igual que todos los demás; pero Don Bosco constituye para ellos una mediación concreta e insustituíble de la Voluntad de Dios y de la Misión que quiere confiarles.