LA INVITACIÓN A LA CONVERSIÓN
Y LA PREDICACIÓN DEL REINO
El evangelio de Marcos, el más antiguo, presenta el inicio de la predicación de Jesús con una síntesis breve y sencilla, pero de una extraordinaria densidad: “El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). En cierta manera, todo el mensaje de Jesús se encuentra presente en estas cuatro pequeñísimas expresiones, inseparables entre sí. Veámoslas en detalle.
“El tiempo se ha cumplido”: toda la historia de Israel puede contemplarse desde la perspectiva de la relación de Dios con su pueblo, en la que ocupa un lugar central la promesa mesiánica y la espera de su cumplimiento. Israel pasó a lo largo de siglos por diferentes vicisitudes, la mayoría de las cuales negativas: guerras con los pueblos vecinos, desmembramiento del Reino, deportaciones, destrucción de la ciudad y del Templo, persecución religiosa... y sin embargo la esperanza nunca murió, porque Israel siempre esperó en el Dios fiel y cumplidor de sus promesas. Ahora, finalmente, ha llegado el momento de dicho cumplimiento.
“El Reino de Dios está cerca”: constituye el contenido principal de dicho “cumplimiento del tiempo”. No se trata de instaurar un nuevo sistema sociopolítico, opuesto a los reinos y gobiernos humanos, a la manera de una teocracia yahvista; sino más bien del reinado de Dios, de su señorío sobre el pueblo elegido y, a través de él, sobre toda la humanidad; como reza la liturgia cristiana, un “Reino de justicia, de amor y de paz”. Pero, sobre todo, está ligado a la persona de Jesús; Orígenes, en una genial expresión, afirma que Jesús es el Reino en sí mismo (“Autobasileia”): aceptar el Reino es aceptar plenamente a Jesús en la propia vida.
Lo anterior se ve aún más claro en la tercera frase, que es apenas una palabra: “Convertíos”. La conversión, el cambio de vida al que Jesús invita, tiene una configuración propia y original. El término griego que utiliza el evangelio, metanoia, alude, más que a un mejoramiento moral, o simplemente a una observancia más fiel de la Ley, a un cambio de forma de pensar y de juzgar, a una transformación del corazón.
La última parte concretiza dicha conversión: “Creed en la Buena Nueva”: Jesús invita a sus oyentes a abrirse plenamente al Amor de Dios, que irrumpe en él de una manera nueva, definitiva y, sin duda, desconcertante. Los Evangelios no ocultan que la predicación de Jesús fue, desde el principio, “signo de contradicción” (cfr. Lc 2, 34). Es triste tener que reconocer que su mensaje, su acción, su persona misma, no fue para todos los israelitas “buena noticia”: para muchos de ellos, por desgracia, fue una noticia nefasta e inaceptable, que le condujo, finalmente, a la cruz.
Entre muchísimo textos del Evangelio que así lo atestiguan, podemos recordar la escena de la sinagoga de Nazaret, en Lc 4, 18ss. El “año de gracia del Señor”, la amnistía general que Jesús anuncia, no es bien recibida por quien, desde la fortaleza de su autosuficiencia, no se siente necesitado de la misericordia y del perdón de Dios: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17; cfr. Mt 9, 13; Lc 5, 32).
Por ello, “todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle”, pues nadie tenía más necesidad de la misericordia del Padre, anunciada y realizada por Jesús, como los que se sentían y sabían más alejados de Dios; y por desgracia, los que se sentían seguros ante Dios a través del cumplimiento de la Ley no percibían con la misma fuerza que el Amor de Dios es siempre Gracia, esto es: un don gratuito. No eran suficientemente “pobres” para alegrarse con lo que no habían “merecido”, ni podían merecer.
Estos rasgos fundamentales de la predicación del Reino de Dios por parte de Jesús aparecerán con toda claridad cuando reflexionemos sobre los textos evangélicos que describen simbólicamente este Reino: o sea, las parábolas.
La reacción del pueblo de Israel frente a la predicación programática de Jesús ha continuado, a lo largo de los siglos, en la vida de los cristianos. Como en el caso de sus oyentes, también a nosotros nos entusiasma pensar que vivimos en la plenitud de los tiempos, que el Reino de Dios está entre nosotros: pero cuando aceptar este Reino implica un cambio total de mentalidad y de vida, es cuando comienzan las dificultades. Quisiéramos que todo nos llegara “llovido del cielo”, resultándonos difícil aceptar que Dios quiere nuestra libre respuesta y colaboración en la construcción de su Reino.
Pero, por otra parte, tampoco se trata de vivir la conversión como una “penitencia” entendida como simple sufrimiento, privación, o peor aún, “castigo”.
Para Don Bosco, la auténtica conversión es inseparable de la alegría; y no puede ser distinto, pues en el fondo consiste en aceptar a Jesús en nuestra vida, y la Buena Noticia que viene a traernos: que Dios es nuestro Padre y que nos ama, pero que no podemos vivir como hijos e hijas suyos si no vivimos entre nosotros como hermanos. En cambio, quien no quiere convertirse, vive irremediablemente en la tiniebla, la soledad y la tristeza. Basta recordar la alegría del buen pastor al poner sobre sus hombros la oveja perdida, de la mujer que encuentra la moneda extraviada, del padre cuyo hijo “estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y lo hemos encontrado” (cfr. Lc 15).
En los escritos de Don Bosco, quizá en ningún otro texto encontramos esta relación entre conversión y alegría como en la Vida de Miguel Magone (capítulos 3-5), que les invito a releer. Su cambio de vida, concretizado en la celebración del Sacramento de la Penitencia, la permite gustar la misma alegría y paz que tanto envidiaba en sus compañeros, y le permite saborear las prácticas de piedad que antes le resultaban difíciles: es el inicio de un camino de auténtica santidad, que, en el Oratorio de Don Bosco, “consistía en estar siempre alegres”.