CUARTO TEMA
EL BAUTISMO DE JESÚS
Con frecuencia me han preguntado algunas personas, en diferentes partes del mundo: ¿por qué la Iglesia bautiza a los niños pequeños, apenas recién nacidos, cuando Jesús se bautizó hasta los treinta años, ya adulto?
Es una pregunta interesante, que nos lleva a reflexionar en el sentido más profundo del Bautismo de Jesús, y de nuestro propio bautismo cristiano. Hay que decir, en primer lugar, que se trata de dos cosas totalmente distintas. El Sacramento cristiano del Bautismo no tiene como fundamento a la persona de Juan Bautista, ni siquiera tiene, ante todo, un sentido de penitencia y purificación como lo tenía aquél, en preparación de la venida del Mesías. San Pablo nos recuerda que el Bautismo es participación de la muerte y resurrección del Señor Jesús (Rom 6, 3-11, entre otros textos). Nos relaciona íntimamente con el centro de nuestra salvación: Jesucristo muerto y resucitado.
Esto permite comprender el por qué Jesús, durante su vida terrena, no se dedicó a bautizar (cfr. Jn 4, 2, que es el único texto evangélico que hace referencia a este tema): pues todavía no sucedía lo que el Bautismo significa en la vida de todo cristiano. En cambio, desde los orígenes de la Iglesia, todo aquel que reconocía a Jesucristo como Salvador y quería “ser de Cristo”, se hacía bautizar (cfr. Hech 8, 34-40). Es evidente que lo hacían, en primer lugar, los adultos; pero incluyendo también a los hijos e hijas pequeños: a la familia entera.
Con lo anterior, no quisiera que nos quedáramos con la idea de que el bautismo de Jesús fue algo marginal, sin relevancia en su vida. Al contrario: los cuatro evangelios, unánimemente, reconocen su importancia, pues desde esa experiencia de Jesús hacen arrancar su vida pública y su predicación; es, por decir así, el “parteaguas” en la vida del Señor. Uno de los textos más antiguos aparece en un discurso de Pedro, en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Vosotros sabéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el Bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder...” (Hech 10, 37-38).
Para el mismo Jesús fue tan importante este momento, que lo relaciona estrechamente con su misión. En efecto, cuando los jefes religiosos del pueblo le preguntan con qué autoridad predica y realiza signos de parte de Dios, el Señor claramente se refiere a la experiencia, vivida en ocasión del bautismo de Juan (cfr. Mc 11, 27-33).
La importancia del Bautismo de Jesús, por lo tanto, es innegable. Sin embargo, leyendo atentamente los relatos de los cuatro evangelios, distinguen claramente entre la recepción del Bautismo de Juan, y el acontecimiento de la proclamación pública de Jesús en cuanto Hijo de parte de Dios, y la efusión del Espíritu Santo sobre él (cfr. Mc 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Lc 3, 21-22; Jn 1, 31-34). Es la primera vez que aparece, en el Nuevo Testamento, la revelación trinitaria de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
A lo largo de la historia de la Iglesia, han existido interpretaciones de este hecho que han malinterpretado su sentido. Ya en los primeros siglos, algunos pensadores cristianos consideraron que Jesús era un simple hombre, a quien el Padre habría “adoptado” en el Bautismo (de ahí que esta herejía se le llamó “adopcionismo”). Otros, menos radicales, consideraban que el bautismo habría sido la ocasión en que Jesús tomó conciencia de que era el Hijo de Dios. En realidad, ya el evangelio de Lucas va contra esta interpretación, al presentar a Jesús adolescente, a los doce años en el Templo, manifestando dicha conciencia, como motivo, además, de su actitud: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49).
Benedicto XVI, o, como él mismo dice, Joseph Ratzinger, en su libro “Jesús de Nazaret”, al comentar estas interpretaciones, y otras más modernas, que se centrarían en el significado psicológico de esta experiencia central en la vida de Jesús, considera que “corresponden más al género de novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos” (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 46-47). No por ello minimiza su importancia; de hecho, le dedica un capítulo de su libro, subrayando lo que significa para nosotros el que Jesús reciba el bautismo de Juan: la solidaridad de Jesús con toda la humanidad, y su carácter de Cordero/Siervo de Dios, que carga con el pecado del mundo. “Pues no tenemos un sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Hebr 4, 15).
Quizá después de todo esto, alguien se pregunte: ¿por qué, entonces, se conserva la celebración del bautismo de Jesús, si no tiene relación con el nuestro? Aun recordando lo anteriormente dicho, sobre la relación íntima con el Misterio Pascual, hay que decir que sí existe una relación con el bautismo cristiano: al despedirse de los discípulos antes de su Ascensión, Jesús les manda: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Dicho con otras palabras: Jesús resucitado quiere que todos los que le pertenezcan, puedan vivir la misma experiencia que Él vivió en el Jordán, con ocasión del Bautismo: que cada uno de nosotros escuche, personalmente, que el Padre nos dice: “Tú eres mi hijo/a amado, en tí me complazco” (Mc 1, 11), y que cada uno de nosotros reciba el Espíritu Santo, prenda y garantía de que somos hijos de Dios (cfr. Rom 8, 15; Gal 4, 6). Por ello, es muy significativo que Su Santidad Juan Pablo II, al integrar la vida pública de Jesús dentro del Santo Rosario, ha colocado como primer “misterio de la Luz” precisamente el Bautismo de Jesús.
Don Bosco tiene, en su maravillosa Carta de Roma, expresiones que, al presentarnos a Jesucristo como fuente y modelo del sistema preventivo, aluden con otras palabras a lo que el mismo Benedicto XVI escribe, a propósito del bautismo de Jesús: “El que quiere ser amado, debe demostrar que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. ¡He aquí el maestro de la familiaridad!” (Apéndice a las Constituciones SDB, p. 250).