EL DESARROLLO DE JESÚS:
LA EDUCACIÓN DEL HIJO DE DIOS
En los meses precedentes, reflexionábamos sobre la Encarnación como la “plenitud de los tiempos” en la historia de la salvación, como la manifestación suprema del Amor de Dios, como la mejor noticia para toda la humanidad. Sin embargo, muchas veces no reflexionamos en las consecuencias que tiene, para nuestra fe y nuestra vida cristiana, el tomar en serio la verdad de la Encarnación.
Uno de los elementos que mejor permite comprendernos a nosotros mismos en cuanto seres humanos, y que el pensamiento moderno ha subrayado, en particular en el siglo XX, es el carácter histórico de la existencia humana. No quiere decir simplemente que vivimos en la historia, sino que nos vamos construyendo en la historia y a través de ella, en un proceso que nunca termina: o, mejor dicho, que termina sólo con la muerte. No se trata, en realidad, de algo nuevo; lo que sucede es que parecía tan evidente que con frecuencia se pasaba por alto. Una consecuencia de ello, entre otras, es la manera de entender la vida como formación, y por lo tanto, como un proceso permanente; nunca podemos darnos ya por “hechos”, ni permanecer estáticos, como una piedra.
Tomar en serio que el Hijo de Dios quiso compartir nuestra vida implica, por lo tanto, creer que también él vivió este proceso de historicidad a lo largo de toda su existencia humana. En el fondo, es lo que nos dice la Palabra de Dios, cuando afirma: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2, 40). Cuando esto se olvida, caemos en el peligro de considerar sólo una apariencia su auténtica realidad humana. Nos cuesta trabajo creer que Dios nos quiso tanto que, de verdad, se quiso hacer uno de nosotros. Uno de los criterios por los cuales la Iglesia, desde los primeros siglos, rechazó los así llamados “evangelios apócrifos”, esto es, no inspirados por Dios, era porque en el fondo no sostenían la verdad de la Encarnación.
Esto nos permite hablar de la “educación del Hijo de Dios” en forma semejante a la de cualquier ser humano, que necesita un entorno adecuado para poder realizar todas sus potencialidades. Dicho entorno fue, para Jesús, ante todo María y José, su esposo. Paulo VI dice bellamente que “el extraordinario equilibrio humano de Jesús manifiesta la presencia de sus padres”.
San José, lo sabemos bien, no es “padre” de Jesús en sentido físico: pero su colaboración en el plan de Dios y en el desarrollo humano del Hijo de Dios es mucho más relevante que la paternidad biológica, pues desempeña el rol paterno en el hogar de Nazaret.
Utilizando el mismo principio teológico que permite hablar de la Santísima Virgen María como “Madre de Dios”, podemos también hablar de Ella y san José como “educadores de Dios”, un título muy hermoso y que, para nosotros miembros de la Familia Salesiana, debe sernos muy querido y muy significativo. También nosotros, en efecto, estamos llamados en nuestra labor educativa y pastoral a propiciar en nuestros muchachos y muchachas la configuración progresiva con Cristo, “a reproducir la imagen de su Hijo, para que sea él el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29).
Con frecuencia escuchamos decir, de algún niño o niña: “Tiene los mismos ojos de su madre”, “es el mismo rostro de su padre”, provocando con ello un legítimo orgullo en sus progenitores. ¿Podemos atrevernos a decir lo mismo de Jesús? Creo que sí.
Concreticemos esta afirmación. José, en un momento decisivo de su vida, ante una situación que le resulta incomprensible, “siendo justo”, decidió actuar, no según la justicia de la Ley, sino en base a una justicia superior, esto es: la del amor, y opta por apartarse en secreto de María, a la que tanto ama, en vez de ponerla en evidencia (cfr. Mt 1, 19); ¿no aprendió perfectamente Jesús esto, poniéndolo en práctica durante toda su vida? “Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20).
En María descubrimos el modelo del servicio entregado, generoso y que incluso se olvida de sí: cuando va a ayudar a su pariente Isabel durante su embarazo y parto, sin preocuparse de su propia situación; o cuando, en las bodas de Caná, está atenta a las necesidades ajenas, aun sin tener en ellas ninguna responsabilidad. Es la Madre de quien dirá, años después: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28).
Pero sobre todo: en María y en José encontramos, en el momento central de su existencia, cuando por distintos caminos son invitados a colaborar con Dios en su Plan de salvación, ambos, con sus palabras y sobre todo con su actitud, responden plena e incondicionalmente al Señor: su fe se traduce en obediencia total. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38); “Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado” (Mt 1, 24; cfr. 2, 14). El Hijo aprendió perfectamente esta lección, hasta convertirla en la actitud central de su vida: “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8b).