40 AÑOS DEL CONCILIO
de Pascual Chávez Villanueva
REJUVENECER
EL ROSTRO
MANDAR
SIGNIFICA SERVIR
“Uds. tienen enormes responsabilidades que les exigen mucha lucidez, tenacidad, abertura y respeto de las exigencias fundamentales del hombre” (Gordon Hinkley). Un perfil del jefe de estado cristiano.
Hubo jefes de gobierno que se hicieron santos con el buen ejercicio de su misión. San Pablo dice que quien gobierna debe hacerlo sabiendo que ejerce una autoridad que le fue delegada. En concreto, el jefe de gobierno cristiano actuará hallando inspiración para su propia vida personal y para la actividad política en la fe que profesa. Para San Francisco de Sales, cada uno debe buscar su propia perfección en el estado de vida y en la profesión que ha escogido. En resumen, las cualidades que más se le piden a un jefe de estado cristiano son una fe profunda, el temor de Dios y el amor al prójimo, además, naturalmente, de cualidades humanas como la sinceridad, la discreción, la tenacidad, el espíritu de sacrificio y la capacidad de autocrítica. No es por tanto un escándalo que muchos Papas hayan sido elevados al honor de los altares. Puede sorprender, por el contrario, hallar entre reyes, príncipes y grandes de la tierra a hombres y mujeres que han hecho del Evangelio su norma de gobierno y de la secuela de Cristo el ideal de vida. Los ha habido, y en abundancia.
Constantino fue el primero que reconoció el cristianismo como religión de su imperio, tratando de asentar su gobierno en la doctrina evangélica. Teodosio el Grande fue denodado defensor de la ortodoxia cristiana y animó -hasta en forma demasiado violenta- a abandonar la práctica de la vieja religión pagana. Carlos Magno, por su lado, fue un tenaz defensor de la fe y organizó varias campañas para la evangelización de los Sajones, aunque su vida privada no fuera muy coherente con la fe que profesaba. San Esteban de Hungría se distinguió por su gran amor a la Virgen y la generosidad hacia los pobres: “Ellos representan mejor que ninguna otra persona a Jesucristo, a quien deseo servir en forma particular”. Para conocer la situación de los más necesitados se disfrazaba de albañil, de noche salía a pedir limosna. El pueblo decía: “Más gente convierte el Rey Esteban con el ejemplo que con las leyes”. Igual cosa se puede decir de San Enrique emperador que libertó y volvió a colocar en la sede de Roma al papa Benedicto VIII. Solía repetir: “Dios no me ha otorgado la autoridad para que yo haga sufrir a la gente, sino para que trate de hacer el mayor bien posible”. Grande influjo tuvo San Ludovico (Luis IX) de Francia. Su madre, Blanca de Castilla, le repetía que habría querido verlo más bien muerto que en desgracia de Dios, y él declaraba que había tenido presente esa advertencia toda su vida.
Más grande aún es tal vez el número de las reinas que se han distinguido por la piedad cristiana, la educación de los hijos, la caridad y generosidad hacia los pobres. Citamos solo a Santa Matilde madre del emperador Otón, Santa Isabel de Hungría y su prima Isabel de Portugal. No menor relieve tuvieron personajes políticos que llegaron a dar la vida por sus convicciones cristianas: Santo Tomás More, ministro de hacienda, hombre de grande prestigio en la corte de Enrique VIII, prefirió morir antes que reconocer al monarca como Jefe de la Iglesia, título que se había autoasignado él mismo, después que Roma no había legitimado el repudio de su primera esposa. Pocos instantes antes de su ejecución repetía: “Muero como buen servidor del rey, pero todavía antes de Dios”. Lo mismo se puede decir de su amigo, el obispo San Juan Fisher, ajusticiado algunos días antes por la misma razón. Una fe robusta es garantía de honradez y de generosidad en el servicio de los demás. El cristiano, consciente de la caducidad de los bienes y de los honores temporales, sabe que todo está orientado al Reino de Dios que se comienza a construir en la tierra con la coherencia de la vida y el amor hacia el prójimo. Como enseña Calderón de la Barca, lo que importa no es tanto el papel que nos toca representar, sino la calidad de la representación.
Hoy se habla de la construcción de la Unión Europea, de nuevos espacios políticos y sociales, de nueva cultura. Al mismo tiempo se invoca la laicidad de los estados como regla suprema de libertad. En línea de principio esto puede ser positivo: “en una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación”, decía Juan Pablo II. Pero con siempre mayor frecuencia hace su aparición un laicismo agresivo y anticlerical que hunde sus raíces en el iluminismo y moldea las mismas instituciones civiles. Conviene recordar que los padres de esta nueva Europa –K. Adenauer, A. De Gasperi, R. Schuman– fueron hombres de profundas convicciones cristianas, que hallaron en el Evangelio el estímulo de sus mejores inspiraciones políticas para dar a sus pueblos, que acababan de salir de la segunda guerra mundial, un futuro de paz, democracia y bienestar. El secularismo radical que estamos viviendo quiere prescindir de toda referencia a Dios en la vida pública, con el pretexto del respeto para todos; en realidad lo hace porque Dios ha desaparecido de la vida privada de los gobernantes y de sus ideólogos. El hombre se considera capaz de leer la historia con la sola luz de la razón; pero Dios, desde el momento en que se hizo hombre, ha querido hacer propia la misma historia humana.