2005|es|12:Rejuvenecer el rostro: Jóvenes ... y santos


Shape4 Shape2 Shape3 Shape1 40 AÑOS DEL CONCILIO

de Pascual Chávez Villanueva



REJUVENECER

EL ROSTRO


JÓVENES… Y SANTOS


Ahora yo os digo, afirma Dios, que en el mundo no hay nada más bello de este niño que se queda dormido mientras reza su oración” (Charles Péguy).



C


ierro este año, en el cual he presentado la Iglesia a través de quienes la han vivido como madre de la fe, hablando de los santos jóvenes. El año pasado, en ocasión de los 50 años de la canonización de Domingo Savio y del centenario de la muerte de Laura Vicuña, ofrecí una galería de frutos preciosos de la acción del Espíritu Santo y del sistema preventivo. Ahora propongo una visión más eclesial, constituida por muchachos y muchachas que han logrado hacer resplandecer el rostro de Cristo en su vida, rejuveneciendo así a la Iglesia. Rode, la chica que reconoce la voz de Pedro que golpea a la puerta después de haber sido liberado de la cárcel (Hch 12,13); Eutico, el chico que cae del borde de la ventana durante una homilía de Pablo (Hch 20,9); y el mismo sobrino del Apóstol que salva a su tío corriendo a revelar al Procurador el complot armado para matar a Pablo (Hch 23,16-22), son los únicos adolescentes nombrados por los Hechos. Son presentados como jóvenes seguidos con afecto por sus familias. Lamentablemente no era ésta entonces la condición normal. Entre los marginados de la sociedad romana, los niños eran los más infelices: muchos eran abandonados al nacer, otros vendidos como esclavos o encaminados a la prostitución. En una sociedad tan contraria a los niños cae el mensaje revolucionario de Pedro y Pablo, que es el del Maestro: ”Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis... Y abrazaba a los niños, y los bendecía” (Mc 10,13-16). Aún más, para Jesús la infancia espiritual es condición para entrar en el Reino (Mt 18,3).


En éste, como en otros campos de la vida familiar y social, el cristianismo ha subvertido la cultura, dando valor a la dignidad de los jóvenes, para el servicio de los cuales la Iglesia ha instituido siempre numerosas obras. Escribe el prof. Romeo Vuoli: “Una de las obras más benéficas, nacidas del sentido de caridad y de amor hacia los más débiles, son los hospicios para huérfanos. Existidos desde el inicio del cristianismo, se sostenían gracias a los aportes de los cristianos y eran dirigidos normalmente por sacerdotes”. Las inscripciones de las tumbas de adolescentes, halladas en las catacumbas de San Calixto, demuestran la bondad y ternura con que los primeros cristianos trataban y educaban a sus hijos. Ellos son hijos de Dios y como tales deben vivir y comportarse, porque están en condición de responder con generosidad a las inspiraciones divinas. En su primera carta Juan los exhorta: “Jóvenes, yo os digo que sois fuertes… que habéis vencido al Maligno” (1 Jn 2,14). Es natural que los jóvenes se sientan atraídos por Jesús y que en sus corazones logre asentarse con fuerza el mensaje de él. Desde San Tarcisio, matado por haber defendido la Eucaristía que llevaba a los encarcelados, hasta Alberto Marvelli, exalumno salesiano elevado al honor de los altares el 5/9/2004, la hagiografía cristiana está abarrotada de nombres de jóvenes: San Pancracio, Santa Inés, Santa Cecilia, San Estanislao, San Luis Gonzaga, Santa Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati


Asistimos hoy a fenómenos complejos y paradójicos. Mientras parece crecer la disparidad entre la juventud y la Iglesia oficial, el Papa sigue ejerciendo una indiscutida leadership sobre los jóvenes. La cultura materialista y secularizada parece privarlos de sus mejores cualidades, reduciéndolos a simples consumidores de bienes, de sensaciones y experiencias, pero surgen iniciativas al servicio de los más necesitados que hallan cabalmente en los jóvenes los principales promotores y protagonistas. Espléndidas páginas de solidaridad se están escribiendo por parte de las ONG y del voluntariado. No corresponde, por tanto, a la realidad la imagen de una Iglesia conservadora. La Iglesia quiere ser instrumento de salvación en toda época: escucha el corazón de todo hombre y de toda mujer, demostrando una sensibilidad concreta. Los jóvenes y la Iglesia hablan el mismo lenguaje, el de los grandes ideales, el de las metas más nobles aunque sean exigentes, el que invita a ir “más allá”. El horizonte materialista es demasiado restringido y asfixiante para los jóvenes, que frecuentemente, perdidos, declaran no hallarle sentido a la vida y no aciertan en sus elecciones. La Iglesia está junto a ellos con solicitud maternal. Con el Papa y con Don Bosco os propongo, queridos jóvenes, el ideal de la santidad. Es posible. Para todos. No os hablo de ascetismos heroicos, sino del descubrimiento de Dios como Padre y de Jesús como amigo personal; de una santidad activa y simpática como la de Domingo Savio o de Alberto Marvelli, vivida en el cumplimiento de los deberes cotidianos y de la solidaridad hacia los demás. Jesús es la respuesta adecuada a las ansias de felicidad y de amor enraizadas en vuestro corazón. Este año he querido empeñar a todos en “rejuvenecer el rostro” de la Iglesia. Ella es joven en la medida en que sigue siendo enamorada de Cristo, fiel a su propia identidad y misión, luz del mundo, sierva de la humanidad, casa para los jóvenes. Los jóvenes santos son quienes mayormente la embellecen y rejuvenecen.

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