1 50 - MAMÁ MARGHERITA - 150
de Pascual Chávez Villanueva
FAMILIA CUNA DE LA VIDA
LOS ANTIGUOS VALORES
«Hace falta constituir la imagen de la familia como comunidad de personas donde, a la luz del mensaje evangélico, los componentes de todas las edades conviven juntos, en el respeto de los derechos de todos: de la mujer, del niño, del anciano» (Juan Pablo II, V/1, 1982).
l
abuelo era muy viejo. Caminaba a duras penas, la vista se le había
debilitado, estaba algo sordo, le costaba comer, manchaba el mantel.
Hijo y nuera se molestaron tanto que le prepararon un sillón
separado, detrás de la estufa. Un día, mientras le pasaban la sopa,
el viejo no sujetó a tiempo el plato y éste cayó, haciéndose
pedazos. La nuera prorrumpió en desmanes y dijo que desde ese
momento le habrían servido la comida en un tazón de madera, como a
los animales. El viejo suspiró y agachó la cabeza. Al día
siguiente Miguel, el nietecito, sentado en el suelo junto al abuelo,
trataba de juntar unos pedacitos de madera arqueados. “¿Qué estás
haciendo, Miguel?”, le preguntó el papá. “Estoy fabricando un
tazón. Cuando tú y mamá seréis viejos, me servirá para daros de
comer”. El hombre y su mujer se miraron y rompieron a llorar.
` Esta narración, presente desde tiempo inmemorial en los libros de lectura de la escuela primaria, cuenta una “fastidiosa” verdad siempre actual: esta sociedad, que privilegia a los individuos capaces de aportar una contribución valiosa al bienestar común, margina a lo ancianos y les niega un espacio adecuado, ya sea en la familia, ya sea en la sociedad. Y, como siempre sucede, los pequeño aprenden solo lo que viven. También en lo que se refiere al trato de los ancianos. Hay que enseñar a los hijos una cultura de la ancianidad. Es indispensable y urgente. Porque debemos reconocer que el “trabajo de envejecer” no es fácil como parece, es un recorrido tortuoso y caótico, sembrado de ambigüedades: angustia y serenidad, amargura y gozo, seguridad y temor, actividad y pasividad, encerrarse en sí mismo y apertura lo caracterizan.
` Los ancianos necesitan de todos y, por el contrario, con frecuencia se desata inexorable contra ellos la exclusión: “son inútiles y cuestan mucho”. A menos que se los use como babysitter gratuitos.
Si es difícil envejecer, es igualmente difícil convivir con los ancianos: son frágiles, necesitan de paciencia y tolerancia, virtudes casi desconocidas.
En una cultura supereficiente la ancianidad parece una herida, una ofensa, una culpa. Para demasiados tiene apariencia de sala de espera de la muerte. Los ancianos tienen necesidad de la ternura de las personas queridas. Consideran ofensa cruel ser eliminados de la vida de familia: una exclusión que los mortifica (en el sentido etimológico del término).
Ellos son cofres de experiencia: cada vez que muere un anciano, muere una biblioteca. El primer grande don que hacen los ancianos a una familia es cabalmente el de la transmisión, no solo de bienes materiales, cuanto de lo que mejora la vida. Después de todo, para ello han pagado un precio subido.
Así nació el ser abuelos. La vida los ha enriquecido de experiencia, han aprendido a ser mejores, han acumulado lentamente un tesoro de sabiduría: un conjunto de memorias, de ilusiones, de secretos, de costumbres, de aspiraciones, de esperanzas. Los abuelos pueden transmitir a los nietos ese conjunto de cuentos y de recuerdos, llamado “novela familiar”, que para los niños tiene una atracción extraordinaria.
El abuelo puede llegar a representar para el nietecito la estabilidad de los afectos familiares. Puede hablar, como testigo, de los tiempos en que mamá era una niña y papá un alumno, de cuando en vez del supermercado del frente había prados, de cuando en vez del autosilo había un estanque en donde mamá y papá iban a bañarse y donde se han conocido. Así el niño tiene la idea que su familia existe desde siempre y tendrá que seguir existiendo. Obtiene la percepción de la continuidad de los afectos. El niño teme, más que cualquier otra cosa, la disolución de su mundo afectivo; la presencia de los abuelos es ciertamente fuente de seguridad y aliento.
` Desde el tiempo de su infancia hasta hoy han cambiado la sociedad, los valores, la misma fe. Muchos de los abuelos actuales han atravesado con malestar esta evolución. Su modo de colocarse en el nuevo contexto determina un influjo en el sitio que desean ocupar para comunicar la fe a los nietecitos. Algunos a veces experimentan una cierta frustración y sienten nacer dentro de sí un sentido de culpa frente a los hijos que ya no son practicantes y no comunican la fe a sus hijos. “¿Es culpa nuestra?”, se preguntan. Me pregunto si esta ruptura de los anillos transmisores de la fe no tiene que ver con la total exclusión de los ancianos, por la cual la experiencia de fe que a ellos los ayudó a enfrentar la vida, sobre todo cuando el dolor golpeaba a la puerta de casa, es ignorada y echada al olvido. Tal vez, como ha escrito un teólogo, “estamos frente a uno de los aspectos más señaladamente anticristianos de nuestra sociedad y cultura”. `
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Los abuelos son cofres de experiencia... El primer grande don que hacen los ancianos a una familia es cabalmente el de la transmisión.
El «trabajo de envejecer» no es fácil como parece …
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