2005|es|02:Rejuvenecer el rostro: Una madre para la Iglesia

Shape2 Shape1 40 AÑOS DEL CONCILIO

de Pascual Chávez Villanueva





REJUVENECER EL ROSTRO


UNA MADRE PARA LA IGLESIA


La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, fundado por Cristo que se nos presenta como su cabeza y esposo, amándola hasta “entregarse a sí mismo” por ella. Con ella ha querido “fundirse”, formando un solo cuerpo, el Cuerpo Místico, en el cual María ocupa un puesto singular.



I


El puesto que ocupa María en este cuerpo absolutamente particular, que se llama Cuerpo Místico, es especialísimo. Siendo madre de Cristo, no puede no ser también madre de la Iglesia. Y hay una razón más: confesar que María fue asumida al cielo en cuerpo y alma, no significa otra cosa sino reconocer que esta identificación con Cristo se ha realizado en modo perfecto. Ella, por tanto, puede y debe ser considerada madre y modelo de la Iglesia. Ciertamente, entre todos sus títulos, el más grande que se le pueda atribuir y que mejor refleja el misterio de su persona es el de “Madre de Dios”. Dios la prepara, creándola inmaculada desde su concepción. En la Anunciación la pone al tanto de su designio de salvación; ella acepta, sin condiciones, de colaborar en este proyecto, inconcebible para la mente humana. Entonces la misteriosa fuerza generadora del Espíritu hace brotar en ella la Semilla divina, y María concibe al Hijo de Dios. Inicia así una maternidad que explota en Navidad. Poco antes, el gozo de Juan en el vientre de Isabel le había hecho comprender que esa maternidad no habría sido una cuestión privada. Más tarde, la circuncisión y la presentación en el Templo le revelarán que el dolor será un elemento constante de su maternidad.


A los 12 años, entre los doctores del templo, Jesús habla a la mamá de la misión que le ha confiado el Padre Celestial, y ante la cual sea ella como José están subordinados (Lc 2,48-49). Unos veinte años más tarde, durante un almuerzo nupcial en Caná, María parece poner a prueba la identidad de este Hijo suyo: cuando descubre que el vino está por terminarse, provoca a Jesús a revelarse, a adelantar su “hora”. El hecho hace ver a los discípulos del joven rabí que en él se cumplen las escrituras, y se juntan en torno de él. Nace así, en presencia de María, una nueva familia. Después, el Calvario. Junto a la cruz, su vocación de madre, en el momento en que le es confiado el discípulo amado, se extiende a todos los creyentes, antes bien, a toda la humanidad. Finalmente, en Pentecostés, la hallamos en medio de los apóstoles, como fuera madre de ellos, en oración de espera. Llegará el Espíritu de Dios, en una hierofanía luminosa y atronadora, señalando el nacimiento definitivo de la Iglesia y el inicio de una historia nueva que durará hasta el final de los tiempos. El evento de María se confunde con el de la irrupción de Dios en el mundo. El Espíritu jamás la abandonó, y ella fue siempre esposa fiel. El nacimiento de la Iglesia Cuerpo Místico de Cristo es, por tanto, fruto del Espíritu Santo, pero también de María. Casi una nueva Encarnación.


De ahora en adelante todo carisma, toda novedad que mira a la salvación, todo nuevo nacimiento en la Iglesia es fruto del Espíritu, pero cuenta también con la presencia de ella, de María. Podemos por tanto afirmar con certeza absoluta que ella es Madre de la Iglesia. La aceptación de la voluntad del Padre que la escoge, la fidelidad al Espíritu Santo que la elige como sitio para su morada, y su maternidad divina la consagran Madre de los redimidos de todos los tiempos y lugares. Su maternidad tiene el punto culminante en la Asunción, porque ante la Trinidad divina ella se vuelve intercesora, auxiliadora, madre que protege, impetra, consuela, y ayuda a madurar la conciencia de ser hijos de Dios, a tratar de cumplir siempre la voluntad del Padre, a caminar hacia los necesitados.

No fue fácil para ella comprender lo que se le pedía. Ser madre natural de Jesús es sublime, pero le toca oír a ese mismo hijo suyo que dice: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Se le pide, en efecto, ser hija del Hijo y discípula de su mensaje. Y María recorre un camino de fe, repitiendo constantemente su Fiat: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). Así la mamá de Jesús llega a ser la primera criatura nueva, nacida de la fe y de la fidelidad, y es, por tanto, figura e icona de la Iglesia. También como creyente es modelo y engendradora de creyentes, protótipo del discípulo y madre de todos los creyentes.

En su intento de fidelidad al fundador y esposo Cristo Jesús, la Iglesia debe fijar la mirada en María, modelo perfecto que seguir e imitar. Solamente así podrá continuar en el mundo la obra de Jesús con la energía del Espíritu. Es bello y muy consolador saber que podemos contar siempre con la presencia maternal de María. Ella es nuestra herencia; la llevamos a casa con nosotros, como hizo el discípulo predilecto. Se sentirá amado por Jesús quien tiene a su Madre en casa. 