AGUINALDO-2005
COMENTARIO
Comentario del Rector Mayor
“Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,... para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25. 27).
Con ocasión del 40º aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II,
a la luz de la Lumen Gentium y de la Gaudium et Spes, que nos han hecho ver la Iglesia como Misterio, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Madre de los creyentes, Sierva del mundo,
conscientes de que “es cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también el rostro de Cristo ante las generaciones del nuevo milenio” (NMI 16),
como Familia Salesiana nos comprometemos a
Rejuvenecer el rostro de la Iglesia,
que es la Madre de nuestra fe.
Hubo un hombre mandado por Dios, cuyo nombre era Ángel; o mejor, cuyo nombre era Juan. Sí, Juan XXIII, el Papa bueno que, movido por el Espíritu, un día se elevó y quiso una nueva primavera para la Iglesia. Con un gesto inesperado, no sólo abrió sus ventanas, sino también sus puertas de par en par, para que entrase en ella el Espíritu. El Concilio Vaticano II, por él convocado, fue como un ciclón que entró de improviso en un ambiente cerrado y bloqueado, un “viento recio” (Hch 2,2), como el día de Pentecostés en el Cenáculo.
Con ocasión del 40º aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, a la luz de la Lumen Gentium y de la Gaudium et Spes, que nos han hecho ver la Iglesia como Misterio, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Madre de los creyentes, Sierva del mundo, como Familia Salesiana somos conscientes de que “es cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también el rostro de Cristo ante las generaciones del nuevo milenio” (NMI 16). Por esto, reviviendo el espíritu de aquel acontecimiento extraordinario, nos comprometemos a:
“Rejuvenecer el rostro de la Iglesia
que es la Madre de nuestra fe”
Rejuvenecer la Iglesia: don y compromiso
No podíamos no hacer memoria, con agradecimiento, de este aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, que ha sido un gran evento del Espíritu, un verdadero Pentecostés para la Iglesia universal. Ya Don Egidio Viganò, mi predecesor, había recordado que tal evento habría sido nuestra carta de navegación para el tercer milenio. Hoy es nuestro deber asumir y hacer fructificar el dinamismo proveniente del Concilio, una auténtica ráfaga de aire fresco que ha llenado de Espíritu Santo los pulmones de la Iglesia, en cuya continua renovación nos comprometemos a colaborar. Las Constituciones conciliares Lumen Gentium y Gaudium et Spes, enriquecidas por la reciente reflexión de la Novo millennio ineunte, serán nuestro punto de referencia.
A diferencia de lo que sucedió con el aguinaldo anterior, este año no irá seguido de una propuesta pastoral. Entonces yo decía que tal propuesta nos habría de acompañar durante varios años; de hecho no era realista pensar en concretar en breve tiempo los compromisos que se proyectaban. Por eso, también este año sigue siendo el horizonte y el punto de referencia de las iniciativas pastorales, que se deben llevar a cabo en los diversos lugares donde la Congregación y la Familia Salesiana desarrollan su servicio a la Iglesia y a los jóvenes. Esto vale también con mayor fuerza para el compromiso acerca de la santidad juvenil, que encuentra en la propuesta pastoral su centro y en el aguinaldo actual un gran estímulo.
Rejuvenecer la Iglesia es un don apasionante y un compromiso exigente; pero ¿qué significa rejuvenecer? Comienzo por la consideración negativa de lo que no significa. No se trata de hacer una operación de “lifting” o de cosmética; esto se adecuaría bien con la cultura consumista actual de lo efímero y de la imagen, pero no con la fuerza renovadora del Espíritu. No se trata tampoco de limitarse a hacer algunos cambios externos de conveniencia, o algunos retoques superficiales de adaptación, necesarios para hacer aparecer a la Iglesia actualizada según las modas del tiempo y semejante a las demás instituciones sociales. Para hacerla hermosa y atrayente, se trata de comprometerse a inyectar en ella energías nuevas, tal como hace el Espíritu Santo; es preciso hacer lo que hace el Señor Jesús: amar a la Iglesia y consumirse por ella.
El tema del aguinaldo de este año encuentra su mejor exégesis en la afirmación de la carta a los Efesios, que dice: “Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,... para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5,25-27). Este texto es hermoso, implicante y rico en propuestas; todo él debe ser estudiado, contemplado y vivido. Su sentido fundamental es evidente: Cristo ama a la Iglesia, la purifica, la santifica, la alimenta. Su amor es un amor de benevolencia, no de complacencia. La Iglesia de que se habla no es una realidad ideal y abstracta, sino la Iglesia histórica y concreta. Cristo la transforma para hacerla hermosa, esplendente, verdadera, santa. Él se consume por ella, toma la iniciativa, no se reserva, con el fin de quitarle toda mancha y toda arruga.
Éste es nuestro compromiso: amar a la Iglesia hasta darnos a nosotros mismos por ella, como Cristo la ha amado. La belleza del rostro de la Iglesia debe reflejar la belleza de su Señor, Cristo Crucificado y Resucitado. Es la belleza del amor, que en la pasión nos revela el Señor Jesús, “el más bello de los hombres” (Sal 44, 3), “despreciado y desechado por los hombres, hombres de dolores” (Is 53,3), con cuyas “llagas nosotros hemos sido curados” (Is 53,5c). Es la belleza del amor, que en la resurrección es capaz de hacer rodar la piedra que cierra su tumba y sentarse sobre ella, con las vendas que envolvían al crucificado por el suelo y el sudario doblado en un lugar aparte, inaugurando así la nueva creación (Mc 16,2; Jn 20,6-7). Ésta es la belleza que salvará al mundo y que nosotros estamos llamados a hacer resplandecer en la Iglesia. No es vanidad; es la belleza del amor.
Nuestro compromiso es también que la Iglesia se asemeje cada vez más a la “nueva Jerusalén” (cf. Ap 21, 10-23), que desciende del cielo, adornada como esposa para su esposo. Hacer que la Iglesia sea una comunidad renovada por el soplo del Espíritu, que la anima y hace nuevas todas las cosas; una comunidad enriquecida de múltiples carismas y ministerios, que la mantienen viva y dinámica; una comunidad abierta y acogedora, sobre todo en relación con los pobres, a los que es enviada y entre los cuales se hace creíble y luminosa; una comunidad que vive la pasión por la vida, la libertad, la justicia, la paz, la solidaridad, valores a los que hoy es particularmente sensible la humanidad; una comunidad que es fermento de esperanza para una sociedad digna del hombre y para una cultura rica de referencias éticas y espirituales. Hacer que sea cada vez más una Iglesia joven, en la que los jóvenes se encuentran en casa, como en familia.
La nueva Jerusalén “es una imagen que habla de una realidad escatológica, es decir, que se refiere a las cosas últimas que van más allá de lo que el hombre puede lograr con sus fuerzas. Esta Jerusalén celestial es un don de Dios reservado para el final de los tiempos. Pero no es una utopía. Es una realidad que puede comenzar a estar presente desde ahora... En todo lugar en el que se trata de decir palabras y de hacer gestos de paz y de reconciliación, aun provisionales, en toda forma de convivencia humana que corresponda a los valores presentes en el Evangelio, hay una novedad, desde hoy, que da razones de esperanza” [1] .
Rejuvenecer la Iglesia quiere decir hacerla volver a sus orígenes y a su juventud; como las Iglesias de los Hechos de los Apóstoles, de las Cartas de Pablo y del Apocalipsis, ella vive de la fuerza de la Pascua y de la potencia de Pentecostés, realiza la verdad de Cristo y la libertad del Espíritu, se acuerda “del amor de antes”. Una Iglesia que vuelve a sus raíces apostólicas es valiente en los martyria, es decir, en el testimonio del Señor Jesús y de su Evangelio, llegando hasta la entrega de la vida. Está caracterizada por la euangelia, o sea, por la comunicación del Evangelio a todos; existe para evangelizar, como afirma explícitamente la Evangelii Nuntiandi, el documento más importante sobre la evangelización, que Pablo VI promulgó diez años después de la conclusión del Concilio. Es convocada por la leitourgia, puesto que la salvación no es una conquista que alcanzar, sino una realidad que celebrar con reconocimiento y que se debe hacer presente y eficaz en todo tiempo y en todo lugar. Está empeñada en la diakonia, de la que la Gaudium et Spes ha trazado de manera clara el significado: la Iglesia no es señora, sino sierva del mundo.
Rejuvenecer la Iglesia es hacer que sea casa para los jóvenes. La Iglesia será joven si estarán en ella los jóvenes, sobre todo ahora que crece la desafección, al menos en algunas partes del mundo, precisamente por el rostro visible de la Iglesia. Por consiguiente, es necesario individuar un camino mistagógico y pedagógico para guiar a los jóvenes a la Iglesia y hacerlos ser Iglesia. En este punto vuelve a ser iluminante, una vez más, el icono de los discípulos de Emaús, que nos ayuda a entender la Iglesia como madre y maestra, que se hace compañera de camino de todos los hombres y mujeres que buscan el sentido de la vida, les abre a la revelación de Dios en la Escritura, ilumina su mente y calienta su corazón, ofrece la comunión del Cuerpo de Cristo, hasta hacerlos ser comunidad. Se trata de hacer de la Iglesia la casa de cuantos creen en Cristo resucitado y quieren testimoniar la fe en Él. El aguinaldo es, pues, una invitación a hacer joven a la Iglesia y a hacer que los jóvenes sean Iglesia.
Juan Pablo II, en su mensaje para la V Jornada Mundial de la Juventud de 1990, entre otras cosas escribía a los jóvenes de todo el mundo: “Tomad vuestro puesto en la Iglesia, que no es sólo el de destinatarios de los cuidados pastorales, sino sobre todo de protagonistas activos de su misión. La Iglesia es vuestra; más aún, vosotros mismos sois la Iglesia”. Es una invitación para los jóvenes de toda latitud y de todo tiempo.
Un testimonio, un modelo, un icono
Tratando de comprender qué quiere decir el aguinaldo, querría proponeros un testimonio, un modelo y un icono.
Ante todo, os presento un testimonio, que se me ha quedado grabado y vivo en la mente y en el corazón. Me impresionó fuertemente el testimonio de Don Vecchi durante su enfermedad, no principalmente porque se tratara del Rector Mayor, sino porque era signo de la identificación de un hombre con la voluntad de Dios, en el momento en que ésta tal vez coincidía menos con la suya. Cuando la cruz se le presentó delante de improviso, sin agenda ni calendario, él acogió la enfermedad como algo que merecía su amor. Su testimonio expresaba la actitud de un verdadero creyente, de uno que muchas veces había consolado a otros probados por el sufrimiento y que, llegado el momento de dar prueba de la propia fe, supo ser un verdadero hijo de Abrahán, el padre de los creyentes.
Después de la intervención quirúrgica, Don Vecchi había alimentado la esperanza de una total recuperación, sostenida por la oración de la entera Familia Salesiana que lo confiaba a la intercesión de su tío, el Beato Artémides Zatti. Como buen hombre de gobierno, tenía muchos proyectos en la cabeza; pero debió aprender el significado de la palabra de Jesús a Pedro: “Cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te pondrá el cinturón y te llevará adonde no quieres” (Jn 21, 18b). Así acogió la enfermedad, como una nueva anunciación de Dios; y ésta lo encontró dispuesto: con la evolución del tumor, él se daba cuenta de que el Señor lo estaba preparando para el encuentro definitivo.
Mientras nos encontrábamos juntos, durante los ejercicios espirituales, pidió celebrar el sacramento de la unción de los enfermos, precedido de una confesión con Don Brocardo. En aquella ocasión él hizo su profesión de fe ante el Consejo General, el Director de la Casa Generalicia y algunos hermanos: “Doy gracias a Dios que me ha dado en la Iglesia una madre. Ella me ha hecho nacer como hijo de Dios. Ella me ha ayudado a crecer y madurar por medio de la Palabra y los Sacramentos. Ella me ha hecho descubrir mi vocación, mi misión en la Iglesia y en la sociedad. Ella me acompaña en este momento de mi vida. Ella me espera como verdadera madre en el cielo”. Luego añadió: “Ahora confío a vosotros la Congregación. Tomadla por la mano y llevadla adelante”.
Es el testimonio de un creyente, que ha experimentado a la Iglesia como Madre, ha sabido dar prueba de la fe y, llegado el momento de confiarse a Dios, ha dicho como Pablo “Yo estoy convencido de que ni muerte ni vida... ni criatura alguna podrá apartarme del amor de Dios, en Cristo Jesús” (Rm 8, 38-39).
Os propongo ahora un modelo. Este verano he estado en Annecy, una ciudad para nosotros rica de significado, porque nos habla de San Francisco de Sales, el modelo de quien Don Bosco copió algunos rasgos espirituales y pastorales. De él recordamos el amor a la Iglesia, que lo hizo prudente y determinado con los calvinistas, que no le dejaron siquiera tomar posesión de su sede episcopal; el celo del buen pastor, que ofrece a sus fieles alimento en los pastos del evangelio y busca las ovejas perdidas; la famosa bondad, que él asumió como método pastoral y por la que fue conocido por todos, incluso por sus adversarios; el humanismo optimista, que estaba convencido de la bondad de la creación y de las energías de bien de toda persona, aunque era consciente de las heridas del pecado; la convicción de que la santidad está al alcance de todos y hay que vivirla según la propia vocación.
Estudiando a San Francisco de Sales, descubrimos su sentido de Iglesia, que brota de su ministerio pastoral y de su espiritualidad. Él es para nosotros un ejemplo que imitar en ser Iglesia y en construir la Iglesia: decidido en sus opciones y al mismo tiempo en su estilo. Él es el santo patrono que Don Bosco quiso darnos como intercesor y como modelo en quien inspirarnos. Por esto, en los diversos lugares visitados, he rezado intensamente, pidiéndole la gracia de alcanzarnos su mismo amor por la Iglesia y su capacidad de vencer a sus enemigos con la fe y la bondad.
Os ofrezco finalmente un icono. Se trata de la capilla Redemptoris Mater, esa obra de arte que se encuentra en el Palacio apostólico en Roma y que es el homenaje hecho por los Cardenales a Juan Pablo II, con ocasión del jubileo del nacimiento de Jesús de Nazaret, Salvador del mundo. Dicha capilla, de forma elocuente, nos presenta a la Iglesia como Madre en el estilo del arte bizantino, desbordante de colores, de luz y de movimiento. ¡Cómo me gustaría que todos tuvieran la posibilidad de visitar y de admirar esta bellísima representación iconográfica de la Iglesia Madre!
En ella todo es dinamismo y esplendor. El mundo es rico de sentido y de vida, gracias a la realización del designio salvífico de Dios, desde la creación del mundo hasta su consumación, cuando todos seremos todo en Cristo. En ella se nos presenta la historia de la salvación, tal como queda narrada en el cántico de la carta a los Efesios (1, 3-14). La originalidad de esta capilla está en el hecho de que ha sido concebida como un icono, que nos habla el designio de salvación de Dios y de su realización en la Iglesia como su sacramento. Maria, Madre del Redentor, es nuestra Madre desde el comienzo del mundo en Eva, a los pies de la Cruz, en el nacimiento de la Iglesia en el Cenáculo, hasta el fin del mundo como mujer gloriosa. Ella es icono de la Iglesia que es nuestra Madre.
Iglesia, luz de los pueblos, misterio y sacramento de salvación
La Iglesia está llamada a reflejar el esplendor de Cristo, que es la “luz de los pueblos”, para iluminar a la humanidad, que, por una parte, está cegada por el resplandor de las propias conquistas científicas y tecnológicas y del propio poder económico, hasta el punto de pensar que puede y debe prescindir de Dios; y que, por otra parte, está envuelta en las tinieblas de la pobreza, de los conflictos sociales, raciales, interétnicos, y del relativismo y el confusionismo moral. La Iglesia tiene una función imprescindible que ejercer hoy, aunque en condiciones cambiadas; ya no se encuentra, como algunos todavía pretenden, en aquella fase de la historia en que la ciencia y la conciencia humana no eran capaces de responder a muchas cuestiones y, por tanto, la Iglesia debía desempeñar un papel de suplencia; ella tiene la función de iluminar la humanidad con el Evangelio.
Las primeras palabras de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium son significativas y expresan su función actual: “Cristo es la luz de los pueblos. Por ello, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura”. El Papa Juan XXIII había hablado de la Iglesia como “luz de los pueblos”; utilizando esta expresión, el Concilio la aplica a Cristo, que es la “luz de los pueblos”, que brilla en el rostro de la Iglesia. Así, el Concilio toma las palabras del oráculo de Simeón, atribuidas al Salvador (Lc 2,32) [2]
Según la doctrina conciliar, el origen de la Iglesia precede a la historia, puesto que existe ya en el designio primordial del Padre, que la ha querido como sacramento de salvación. El Hijo, que vive desde siempre en Dios, mediante la encarnación se ha inserto en la historia; así también Él da comienzo a la Iglesia en el tiempo. Sin embargo, al volver a la eternidad es cuando Él se convierte en el principio de vida y de desarrollo de la Iglesia; la resurrección le permite, de hecho, infundir el Espíritu Santo, que es el alma de ella [3] . La Iglesia procede, pues, de la Trinidad: “Ecclesia de Trinitate”.
“La estructura de la Iglesia se apoya en dos fundamentos igualmente esenciales: Cristo y el Espíritu Santo. Cristo es su origen, fin y límite; el Espíritu es la luz que hace resplandecer a Cristo a sus ojos y la fuerza que la conduce por medio de Él al Padre. Sin Cristo la Iglesia no sería lo que es; sin el Espíritu, no sabría lo que es” [4] . Cristo es el fundamento de la Iglesia; el Espíritu es memoria de Cristo y conciencia de la Iglesia. El Espíritu realiza una triple función eclesial: Él es el consolador durante el tiempo de la ausencia física de Jesús, alimentando la espera de la Iglesia que, como esposa, espera la vuelta de su esposo; Él es el abogado en nuestra lucha contra el pecado personal y social; Él es el maestro que nos recuerda las palabras de Cristo y nos revela Su persona.
La vitalidad de la Iglesia es proporcional a la fidelidad con que ella misma escucha y sigue la voz del Espíritu. Éste, habitando en ella, la conduce incesantemente a Cristo, para que, encontrándose a sí misma en Él, se renueve mediante la contemplación amorosa de Su persona, la meditación atenta de Sus palabras, la actuación audaz de Su mensaje. El Espíritu sigue plasmando la Iglesia, conformándola a Cristo; y la Iglesia se realiza tomando conciencia de estar cimentada sobre Cristo.
“La primera característica de la conciencia de la Iglesia es, por lo tanto, la de ser misterio, en cuanto tiene a Dios mismo como contenido constitutivo y órgano vivificante. A lo largo de los siglos, la Iglesia tratará de sumergirse cada vez más profundamente en esta su realidad constitutiva, sabiendo que no podrá nunca agotarla, aunque se sienta cada vez más atraída a ella” [5] .
Esta conciencia estaba presente en Pablo VI en la inauguración de la segunda sesión conciliar: “¿De dónde parte nuestro camino, qué ruta quiere recorrer y qué meta querrá proponerse nuestro itinerario? Estas tres preguntas tienen una sola respuesta, que aquí en esta misma hora debemos proclamarnos a nosotros mismos y anunciar al mundo: ¡Cristo! Cristo nuestro principio, Cristo nuestro camino y nuestro guía, Cristo nuestra esperanza y nuestro término... Misterio es la Iglesia, es decir, realidad empapada de divina presencia y, por eso, siempre capaz de nuevas y más profundas exploraciones... Es la conciencia de la Iglesia que se esclarece en la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, en el recuerdo reverente de la enseñanza venerable de la tradición eclesiástica y en la docilidad a la iluminación interior del Espíritu Santo” [6] .
La Iglesia no se detiene a contemplarse a sí misma; se refiere siempre a Cristo, del que le llega la vida y del que sabe que debe ser espejo viviente; y al Espíritu Santo, que le da este conocimiento y la conduce por medio de Cristo al Padre. Su contemplación es un consciente “acto de acción de gracias”, es Eucaristía, a Aquel que vive en ella en la espera de una aceptación y de una respuesta vital [7] . Es lo que escribe el autor de la carta a los Hebreos para animar a la comunidad de creyentes, asustados por las dificultades y tentados a rendirse, invitándola a fijar “bien la mente en Jesús, el Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que nosotros profesamos” (Hb 3, 1), y a “tener fijos los ojos en Jesús, que inició y completa nuestra fe” (Hb 12, 2ª).
Lo afirmaba el mismo Cardenal Juan Bautista Montini, cuando era Arzobispo de Milán: “La Iglesia no existe para ser bellísima y mirarse en el espejo diciendo: ¡qué hermosa soy yo, esposa del Señor! La Iglesia existe propter nos et propter nostram salutem... Por esto, tratará de actualizarse, despojándose si hace falta de algún manto regio viejo que le hubiere quedado sobre sus hombros, para revestirse de formas más sencillas exigidas por el gusto moderno” [8] . De aquí se deduce la función que en cada época la Iglesia tiene de precisar la conciencia que tiene de sí misma, para descubrir los aspectos que debe reformar para la salvación de todos.
Cuando en el Credo decimos “Creo en la Iglesia”, no queremos decir que tenemos confianza en la realidad humana de la Iglesia, que como tal es limitada e imperfecta, sino que creemos que Dios se revela en esta realidad humana, que está santificada por el Espíritu y constituida por Él “Cuerpo de Cristo” e instrumento de salvación. Creer en la Iglesia es, por lo tanto, descubrir su verdadero misterio, es creer en Dios que nos revela lo que la Iglesia es, significa acogerla como espacio de salvación y amarla como tal [9] .
Iglesia, solidaria con las alegrías y las esperanzas de la humanidad
La Iglesia vive su misterio en toda época histórica y se esfuerza por dar una repuesta a los imperativos del momento, a la luz del pasado y con la mirada dirigida al futuro. Ella sabe que está al servicio del mundo, porque ha nacido de Cristo, “que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). El Papa Pío XII decía: “No es el mundo para la Iglesia, sino la Iglesia para el mundo”. En efecto, la Iglesia debe referirse al Señor que la llama, al mundo al que es enviada, al Reino que promueve en el corazón del mundo.
Es interesante poner en evidencia algunos factores externos e internos, que han contribuido a determinar la eclesiología del Vaticano II. Me parece que están bien resumidos en esta reflexión teológica: “En los últimos 25 años se han verificado, en la sociedad y en las Iglesias del Occidente cristiano, transformaciones tales que constituyen problemas muy serios para la cristiandad occidental en la difusión del mensaje cristiano. La expansión económica y científica ha seguido un ritmo vertiginoso. El modelo clásico de sociedad ha entrado en crisis. Con la rebelión del Tercer Mundo contra toda forma de neocolonialismo ha sido puesta en discusión la superioridad del Occidente. A la emancipación de la mujer, a la gran difusión de un nuevo modelo de cultura entre los jóvenes, y a los enormes problemas de orden económico, demográfico y ecológico, no pueden ser sordas las Iglesias. En su interior están más vivas que nunca las esperanzas hacia una mayor participación de todos los miembros en los dos momentos en que se elaboran y se toman las decisiones y hacia un diálogo real con las otras Iglesias y religiones. El compromiso de la Iglesia a favor del hombre la obliga a defender sus derechos donde quiera que fueran violados. En el continente sudamericano el episcopado, los teólogos y los hombres de Iglesia han hecho la opción preferencial por los “pobres”, entendidos en un sentido más amplio de la sola pobreza económica. Los “pobres” han comenzado en estos últimos años a participar realmente en la vida política y eclesial de los países latino-americanos. De objeto de evangelización se han transformado en evangelizadores” [10] .
Ciertamente la situación política, social, económica, cultural y hasta religiosa ha cambiado todavía más en estos últimos 15 años, es decir, desde cuando en 1989 cayó el muro de Berlín, acabó la guerra fría, surgió una nueva hegemonía y se impuso la economía neoliberal. La situación ha tomado un nuevo rostro a partir del 11 de septiembre de 2001, cuando el terrorismo de matriz islámica hizo su ingreso en el escenario internacional de manera dramática; esto ha llevado a algunos a hablar de “choque de civilizaciones”, pero nadie se arriesga por ahora a decir cómo evolucionará el conflicto actual. Sin embargo, sigue siendo válido el acercamiento de la Iglesia a la realidad de la humanidad, considerada como horizonte y como interlocutora de su acción; aún más válida es la perspectiva, inaugurada por la Constitución pastoral Gaudium et Spes, de hablar de la fe no en abstracto, sino a partir de la vivencia humana y de las vicisitudes históricas.
Hay dos nuevas actitudes de la Iglesia de hoy, presentadas por la Gaudium et Spes, que evidencian su conciencia de no ser ya señora, sino sierva del mundo: la actitud de diálogo y el mensaje de optimismo.
La actitud de diálogo nace del reconocimiento de la unión fundamental entre el orden de la creación y el de la redención. La Iglesia reconoce plenamente la dignidad de la naturaleza humana y los derechos del hombre, defiende los valores auténticamente humanos y coopera con todos los hombres y mujeres de buena voluntad en la construcción de un mundo más humano. Con esta actitud de diálogo, la Iglesia participa en la búsqueda común de soluciones a los graves problemas, que hoy angustian a la humanidad. En esta colaboración la Iglesia no se propone como objetivo sacralizar, ni mucho menos eclesializar la sociedad civil, puesto que reconoce la autonomía que, por voluntad del Creador, tiene la realidad temporal. Con su acción la Iglesia aporta el don inestimable de la luz del Evangelio, con que es capaz de pronunciar palabras de valor eterno, allí donde acaba la sabiduría humana.
Hoy la Iglesia sabe que el diálogo le es absolutamente necesario, como expresión de su misterio de comunión y de unidad en la diversidad, como signo legible de su compromiso de crear sinergia con las demás religiones, con las otras Iglesias cristianas, con todos los hombres y las mujeres de buena voluntad, para colaborar en la construcción de la “civilización de la justicia, de la paz y del amor”.
Esto lleva consigo el deber de repensar el contenido y el estilo del servicio pastoral. Su contenido es anunciar a Jesucristo, ser signo de la nueva humanidad, colaborar en la transformación social con todos los promotores del bien, denunciar cuanto atenta a la dignidad de la persona humana. Su estilo es el del respeto de la diversidad sin pretensión de querer imponer nada a nadie, del diálogo abierto y honesto con todos, de la voluntad de servicio sin ceder a componendas.
El mensaje de optimismo, a su vez, parece encarnar el evangelio, tal como lo sintetiza magníficamente Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). Amar al mundo. Amar a la humanidad. Éste es, en efecto, el mensaje de optimismo que la Gaudium et Spes ha difundido en la Iglesia postconciliar y al que no ha permanecido indiferente la eclesiología postconciliar. La Iglesia ha optado por la solidaridad total con la humanidad y con sus conquistas, ofreciendo el sentido último que éstas tienen en el plan divino del Creador.
La difusión de este mensaje ha constituido el compromiso principal de la Iglesia postconciliar a nivel universal y, sobre todo, a nivel de Iglesias del Tercer Mundo. En tal compromiso han participado concordemente pastores, teólogos y simples fieles; las tensiones existentes no han puesto nunca en discusión esta colaboración fundamental; al contrario, han sido fuente de nuevas energías.
Fruto de estos procesos de diálogo y de optimismo es la formación de una nueva conciencia eclesial en las grandes masas de los cristianos, que ahora se sienten partícipes y, bajo algunos aspectos, protagonistas de la vida eclesial en sus comunidades. Además, el cristiano comienza a aprender a hacerse hombre con los hombres, sin renunciar por esto a su vocación divina. Esto le exige armonizar el compromiso terreno con su destino ultraterreno. Su fe cristiana le empuja a ponerse al servicio de los hombres y a ver en el más desheredado a un hermano que ayudar a liberarse de toda opresión y a vivir como hijo de Dios [11] .
Hoy resulta todavía más hermoso y entusiasmante el Proemio de la Gaudium et Spes, porque conserva todo su frescor y su riqueza de propuestas; no resisto a la tentación de transcribirlo, también porque las nuevas generaciones tal vez no lo conocen y están menos familiarizados con él. No os oculto la alegría y el entusiasmo por esta visión de la Iglesia, que deseo compartir con todos los miembros de la Familia Salesiana, de modo que se comunique a los jóvenes para que la amen y se entreguen por ella.
Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” [12] .
Destinatarios de la palabra conciliar
“Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual.
Tiene, pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación” [13] ..
Al servicio del hombre
“En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir.
Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” [14] .
He aquí, queridos míos, por qué es tan preciosa la presencia de la Iglesia en el mundo. Es luz que ayuda a encontrar el designio de Dios sobre la humanidad y guía la inteligencia hacia soluciones plenamente humanas. Es fermento que colabora en la transformación profunda de la humanidad, inyectando en ella energías de bien. Es fuerza solidaria en el compromiso de edificación de la sociedad actual. Si es verdad que la Iglesia tiene necesidad de la humanidad, de la que forma parte y con la que comparte gozos y esperanzas, angustias y sufrimientos, es igualmente cierto que la humanidad tiene necesidad de la Iglesia, llamada a ser en ella “sal de la tierra”, “luz del mundo”, “ciudad sobre el monte”.
La Iglesia existe para ser signo del Reino de Dios. Para hacer visible y creíble este signo, la Iglesia debe renovarse y convertirse, rejuvenecerse y purificarse. Para ello debe profundizar sus opciones fundamentales: la pasión por Dios, que la libere de cualquier conformación con el mundo en sus criterios, valores, actitudes, comportamientos; la fraternidad y comunión eclesial, de modo que pueda ser punto de referencia para el mundo y ser atrayente y convincente; el impulso misionero, que la ayude a vencer el miedo o la timidez de los discípulos reunidos con las puertas cerradas en el Cenáculo, y la lleve a anunciar el Evangelio a todos; el compromiso de servir, desarrollando simpatía y solidaridad hacia todos; la opción por los pobres, que son su marchamo de identidad, calidad y fecundidad.
Hacia una imagen joven de Iglesia
Especialmente en los Hechos de los Apóstoles, que nos presentan el origen de la Iglesia, podemos lograr inspiración, voluntad y dinamismo, para comprometernos en la tarea inaplazable de rejuvenecer la Iglesia. Como decía al comienzo de esta reflexión, en los Hechos están presentes los rasgos específicos y constantes de una Iglesia, que quiere mantenerse fiel a su Señor y ser fecunda en su labor en el mundo.
Una Iglesia martirial
Ante todo, la Iglesia manifiesta una naturaleza “martirial”, es decir, sabe dar razón de su fe, porque está llamada a ser testigo del Señor Crucificado y Resucitado. Por esto, con frecuencia la Iglesia es una realidad contracultural, en el sentido de ser portadora de un Evangelio que no coincide con la mentalidad del mundo. En este su carácter paradójico, que aparece muy claro en el sermón de la montaña del evangelio de Mateo y en el sermón de la llanura del evangelio de Lucas, reside precisamente su fuerza profética y su significatividad.
Ciertamente, el valor de oponerse a la mentalidad común, de denunciar modos de obrar declarados, pero no por eso menos injustos, comporta la soledad, el rechazo, en ciertos casos la persecución e incluso la muerte, como de hecho experimentan tantos hermanos y hermanas en diversas partes del mundo. Estando a lo que dice Jesús en el sermón de la montaña, particularmente en las Bienaventuranzas, se podría decir que cuando los creyentes no son perseguidos de alguna manera, despreciados, marginados, deben preguntarse si no habrán decaído en su misión profética. Quien es cómplice de los pecados del mundo de hoy, quien no causa fastidio, quien no pone en crisis, quien no denuncia los problemas dramáticos que nos afligen y de los que nadie quiere hablar, corre el peligro de traicionar el Evangelio.
Una fe auténtica, en cambio, va siempre acompañada del martirio, del testimonio vivido en la cotidianidad, en el cumplimiento de los propios deberes, en el compromiso eclesial y social. No hay que olvidar que los mártires, de ayer y de hoy, los canonizados y los no reconocidos oficialmente, no son sólo gloria de la Iglesia, sino también son un punto de referencia para todos los creyentes, llamados a dar testimonio de la propia fe en cualquier circunstancia de la vida.
Una Iglesia litúrgica
En segundo lugar, la Iglesia es una comunidad “litúrgica”, que celebra su fe, hace crecer nuevos hijos por medio de la iniciación cristiana, lleva al creyente a la plena configuración con Cristo. La liturgia es una verdadera escuela de santidad, porque transforma la existencia personal y comunitaria en oración. Aunque la desafección para con la Iglesia parece provenir muchas veces de la falta de atracción de tantas liturgias, no se puede negar ni el valor ni la necesidad de una auténtica vida celebrativa. Esto, además de la necesidad de una catequesis litúrgica que nos introduzca en los misterios y nos ayude a madurar en la fe, implica el cuidar la calidad de las celebraciones, de modo que sean sencillas y hermosas, dignas y fecundas.
Al celebrar, debemos recuperar el sentido de la gratuidad y del misterio, las razones para la fiesta, la dimensión comunitaria. Estamos invitados a dar a la liturgia el lugar que le corresponde como “fuente y culmen de la vida cristiana” (SC 10). Querría referirme aquí en particular a la Eucaristía, sacramento supremo del amor de Cristo y de la unión con Él. En la Eucaristía cada uno recibe a Cristo y Cristo recibe a cada uno. No podemos olvidar que, como decía De Lubac, “la Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia”.
Esto da a la Eucaristía dominical una importancia capital: es un encuentro, que robustece nuestra conciencia de sabernos miembros de un pueblo que camina por el mundo con la mirada fija en el cielo. Participar en la celebración dominical significa asumir la vida de toda la semana para hacerla ofrenda a Dios y para testimoniar en la sociedad que para nosotros Dios es Dios y que Jesucristo está vivo, operante en nuestra comunidad. La fidelidad al mandato “Haced esto en memoria de mí” (Lc 22, 19) se refiere al acto litúrgico, pero también al deber de actualizarlo y prolongarlo en la entrega de la propia vida por la salvación del mundo.
Debemos aprender a vivir el domingo como día de la Iglesia, día del hombre, día del Señor. Es particularmente sugestivo el prefacio X de los domingos del tiempo ordinario, que presenta este día como preludio del “domingo sin fin”, cuando el hombre se verá definitivamente libre de todo trabajo, fatiga, lágrima, de la muerte misma y tendrá paz, amor, vida sin fin.
De octubre de 2004 a octubre de 2005, Juan Pablo II ha promulgado el Año de la Eucaristía, en el cuadro de un proyecto pastoral indicado en la Novo millennio ineunte, en el que invitaba a todo cristiano a “caminar desde Cristo”, a comprometerse en un “alto grado de la vida cristiana” y a ejercitarse en el “arte de la oración”. Para nosotros resulta importante vivir este año en sintonía con toda la Iglesia. La Eucaristía “es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” (NMI 36).
Una Iglesia evangelizadora
El tercer elemento característico de la Iglesia se refiere a su fuerza evangelizadora y a la capacidad de anunciar a Cristo y su Evangelio. Tertuliano decía que “Cristiano no se nace, se llega a serlo” [15] . Ésta “es una afirmación particularmente actual, porque hoy estamos en medio de persuasivos procesos de descristianización, que generan indiferencia y agnosticismo. Los caminos acostumbrados de transmisión de la fe resultan en no pocos casos impracticables. No se puede dar por descontado que se sepa quién es Jesucristo, que se conozca el Evangelio, que se tenga una cierta experiencia de Iglesia. Vale para niños, muchachos, jóvenes y adultos; vale para nuestra gente y, obviamente, para tantos inmigrados, provenientes de otras culturas y religiones. Hay, pues, necesidad de un renovado primer anuncio de la fe” [16] .
No hay que olvidar que aumenta, al menos en Europa, el número de familias que ya no piden el Bautismo para sus niños, el número de muchachos bautizados que no reciben los otros Sacramentos, el número de los que después de haber recibido el sacramento de la Confirmación dejan de frecuentar la Iglesia.
Se hace así más apremiante la llamada a evangelizar seriamente. Esto se realiza hoy por medio de una acogida cordial y gratuita que dispone positivamente a las personas a la evangelización, con el anuncio explícito de Cristo como Salvador del mundo, la escucha de la palabra de Dios y el acompañamiento personal que facilita la maduración de las personas “hasta que Cristo se forme en ellas” (Gal 4, 19).
El objetivo es formar discípulos enamorados de Cristo e imitadores fieles del Señor Jesús, que saben que su vocación consiste en ser “sal de la tierra”, “luz del mundo”, “ciudad sobre el monte”, en una palabra, hombres y mujeres que hacen del Evangelio su programa de vida y que son conscientes de la responsabilidad que tienen “delante de los hombres”. Para Jesús el discípulo es tan necesario para el mundo como lo es la sal para conservar los alimentos o la luz para ver. Existe el peligro de que el discípulo reniegue de su fe. En este caso, el dicho de Jesús sobre la sal manifiesta toda su fuerza, que podríamos expresar así: “Vosotros sois mis discípulos; pero si el discípulo pierde su característica de discípulo, ¿quién podrá dársela de nuevo? No sirve ya de nada para el mundo. Es como un objeto que se puede tirar, para que sea pisoteado y despreciado por los hombres”.
Una Iglesia diaconal
Finalmente, la Iglesia tiene una característica “diaconal”; sabe que su misión es servir al pueblo de Dios y al mundo. Esta misión no es exclusiva del Papa, de los obispos, sacerdotes, religiosos o seglares comprometidos, sino de todos los bautizados que, en razón de su Bautismo, comparten la misión de su Señor y Maestro. Esto requiere aprender a servir, estar atentos a las necesidades de los demás, dar siempre el primer paso para ir a su encuentro, asumir compromisos generosos, ser apóstoles.
Los cristianos están llamados a ayudar a los hombres a superar la desilusión y la apatía, a gozar de las realidades hermosas de la vida, a activar la capacidad de soñar un futuro a medida de hombre, a inventar nuevas relaciones entre personas y entre Estados, a respetar la naturaleza, a poner fin para siempre a la guerra. Tal vez también entre los creyentes se viva el escepticismo de quien no cree que un mundo alternativo al actual sea posible. La Iglesia no puede deludir las esperanzas y las aspiraciones legítimas, especialmente las más profundas, de las poblaciones acomodadas o empobrecidas, famélicas o saciadas, del Occidente o del Oriente, del Norte o del Sur.
Una Iglesia diaconal es solidaria con los más pobres, con los que no tienen ningún otro defensor que se preocupe de su causa, sino Dios. Cuando la esperanza anima la vida de quien es pobre, Dios y el hombre ya se han encontrado, porque sólo con la ayuda de Dios el pobre puede esperar donde no hay futuro. La esperanza de los pobres es ya fe que está presente y viva. De esto también los profetas de hoy son conscientes. Su misión es reconocer la fe de los pobres y testimoniar el evangelio de la absoluta solidaridad de Dios con ellos.
Sentido eclesial en Don Bosco y en la tradición salesiana
Don Bosco supo vivir la fidelidad al Señor Jesús, mientras experimentaba cotidianamente la dolorosa realidad eclesial de su tiempo. Su sentido vivo de Iglesia fue principalmente una actitud y una experiencia de colaboración con todas las energías y recursos para su bien. Don Bosco expresaba su amor a la Iglesia a través de un trinomio sencillo, pero profundo: amor hacia Jesucristo, presente principalmente en la Eucaristía, que es la acción principal de la Iglesia; devoción a María, Madre y Modelo de la Iglesia; fidelidad al Papa, Sucesor de Pedro y centro de unidad de la Iglesia.
Se trata de tres elementos inseparables entre sí, que se iluminan mutuamente y encuentran su convergencia en la persona de Cristo. El sueño de Don Bosco, llamado “de las dos columnas”, es una ejemplificación inmediata y sugestiva de estas fuerzas dinámicas, de los tres “amores” de Don Bosco, que edifican la Iglesia: Eucaristía, María, Pedro. La Iglesia de Don Bosco tiene una forma eucarística, una figura mariana, un fundamento petrino.
Este “sensus Ecclesiae” se presenta de modo admirable en la fusión que Don Bosco hizo de los títulos de “Auxiliadora” y de “Madre de la Iglesia” [17] . Es interesante constatar cómo Don Bosco comprendió muy bien que la renovación de la Iglesia debía pasar a través de una madura piedad mariana, convencido de que se pierde el sentido de la Iglesia Madre donde se pierde el sentido de la vocación materna de María. Esto nos hace entrever la estrecha relación que existe entre la Iglesia Madre y la evangelización, entre María, la Iglesia y la acción apostólica. Esto significa que el “sentido de la Iglesia” debe traducirse cotidianamente en un profundo sentido de pertenencia y en un compromiso responsable como creyente.
En la Lettera Edificante, escrita a su regreso de Roma el 14 de junio de 1905, hablando de Don Bosco modelo de adhesión a la Iglesia, Don Rua escribió: “Cuantos conocieron a Don Bosco durante su carrera mortal o leyeron su vida maravillosa, mientras pudieron admirar sus virtudes extraordinarias, habrán debido convencerse, sin duda, de que él no vivía sino para Dios; de que en todo tiempo, en todo lugar, en toda acción por mínima que fuese, estaba guiado por el espíritu del Señor. Para nosotros, sus hijos, parece casi imposible representarnos a Don Bosco sin el rostro encendido de santo celo y con los labios abiertos en acto de repetir su lema predilecto: Da mihi animas, caetera tolle.
Creo no estar equivocado pensando que tampoco vosotros podéis imaginároslo de otro modo que como modelo perfecto de sacerdote, olvidado de sí mismo, atento únicamente a procurar la gloria de Dios y a guiar un gran número de almas al cielo. Y si nosotros tuviéramos interés por preguntarle cómo hizo para superar tantas dificultades, para salir victorioso entre tantos escollos, para continuar imperturbable el camino que le trazó la Providencia y fundar su Pía Sociedad, parece que él con su fisonomía bondadosa y siempre radiante de caridad y dulzura nos respondería con las palabras de San Pablo: nos autem sensum Christi habemus, como si quisiese decirnos que nunca pensó ni obró según los dictámenes del mundo, y siempre y en todas partes se esforzó por reproducir en sí mismo el divino modelo Jesucristo, y así pudo cumplir su misión.
Ni había peligro de que él se equivocase en la práctica de este espíritu del Señor, puesto que en todo quería ser guiado por aquella Iglesia que es columna y fundamento de la verdad. Examinemos su vida entera y encontraremos a Don Bosco atento, ante todo, a ser siempre hijo obedientísimo de la Santa iglesia, dispuesto a cualquier sacrificio para propagar sus doctrinas y sostener sus derechos. No sólo observaba las leyes, sino también prevenía sus deseos. De aquí proviene que nosotros, sus hijos, tengamos ahora el inefable consuelo de ver sancionadas por la Autoridad infalible del Sumo Pontífice muchas cosas que hace tantos años Don Bosco, profundo conocedor de los tiempos y seguro intérprete del espíritu de la Iglesia, con celo infatigable nos inculcaba. Los hechos lo prueban” [18] .
En la misma línea, hablando del sentido eclesial de Don Bosco, Don Luis Ricceri escribía: “Su concepto práctico de religión, su criterio pastoral de acción, es una visión superpolítica y supercultural del cristianismo, concretado en la Iglesia que goza viéndola fundamentada sobre Pedro y los Apóstoles y sobre sus sucesores, el Papa y los Obispos: “Toda fatiga es poca, decía, cuando se trata del Papa y el Papado” (MB V, 577; MBe V, 411). La suya era una visión arraigada en la certeza de la presencia viva del Espíritu Santo en la Iglesia, en la convicción de que el Papa es el Vicario de Cristo en la tierra, y en la conciencia (y devoción) de que la Virgen es la Auxiliadora de los Cristianos. En coherencia con tal sentido creó iniciativas, iluminó decisiones, aceptó misiones difíciles, y también sufrió incomprensiones e injusticias” [19] .
Y más adelante, en la misma carta, Don Ricceri estigmatizaba “una práctica desavenencia eclesial (como) actitud de algunos que prescinden de las orientaciones del Magisterio, acaso con manifestaciones esporádicas y variadas de contestación pública. Su conducta prácticamente prescinde del “don de iluminación del ministerio” del Papa y de los Obispos. En la raíz de semejante actitud –de la que Don Bosco estaba completamente ajeno- suele encontrarse un sociologismo en la interpretación del misterio de la Iglesia, que no salva ni su institución divina, ni su distinción del mundo. El “pueblo de Dios” en semejante perspectiva no es más que el pueblo, y la asamblea de base sustituye a la iniciativa del Espíritu Santo, vaciando las mediaciones institucionales. También esta actitud está en abierta contradicción con la praxis de Don Bosco, y es del todo extraña a la más clara tradición salesiana” [20] .
A continuación, entre los criterios para orientar la actividad salesiana, al lado del criterio de cuidar el realismo de nuestra misión, Don Ricceri indica el de ser solidarios con la opción de la Iglesia. “Ante todo, la Iglesia ha optado siempre y en forma definitiva por Cristo, su Señor, como la esposa por el esposo. He aquí la primacía absoluta de amor y de verdad que ilumina toda su misión y guía su actividad. Pero, sobre el fondo de esta opción fundamental, hay opciones pastorales que la Iglesia formula en las diversas situaciones históricas. Frente al momento crucial que el mundo vive, la Iglesia ha hecho su opción concreta en el Concilio Vaticano II. En esta opción ‘se ha dirigido, no desviado’, hacia el hombre de hoy, lo ha mirado con los ojos de Dios, después de haberse considerado a sí misma como un ‘sacramento’ que debe servir para su salvación. El Concilio ha querido una presencia suya útil y liberadora en la promoción humana; pero una presencia que se concreta en un compromiso de orden religioso” [21] .
“De nuestro amor a Cristo nace inseparablemente el amor a su Iglesia”, dice el artículo 13 de las Constituciones de los SDB. Hemos recibido de nuestro Padre Don Bosco una particular sensibilidad hacia la capacidad de la Iglesia para construir “la unidad y la comunión entre todas las fuerzas que trabajan por el Reino”. El espíritu salesiano nos constituye como centros de comunión de muchas otras fuerzas y como constructores y promotores de la Iglesia entre los jóvenes. Por esto debemos expresar y manifestar un amor singular a la Iglesia mediante una fidelidad dinámica y responsable a sus enseñanzas, un esfuerzo generoso de comunión y de colaboración con todos sus miembros y, sobre todo, mediante un compromiso incondicional para abrir la Iglesia a los jóvenes a la Iglesia, de modo que todos puedan encontrar en ella el rostro de Cristo y los tesoros de la Salvación.
Tal vez nadie como Don Egidio Viganò ha desarrollado en la reflexión y en la acción este “sensus Ecclesiae”. Él habló explícitamente de ello presentando la dimensión eclesial de la devoción a María Auxiliadora [22] . En la carta sobre “La animación del Director salesiano” escribió: “El Director, por ser sacerdote, debe cuidar eclesialmente el significado y los horizontes de su actividad pastoral así como los de su comunidad; debe saber vivir y hacer vivir en sintonía y colaboración con el Papa, con los Obispos y los sacerdotes; fomentar las relaciones con ellos: simpatía, amistad, estima y colaboración; no por diplomacia o simple conveniencia, sino porque es un aspecto importante del contenido de su servicio a la comunidad salesiana” [23] .
En la carta “Nuestra fidelidad al sucesor de Pedro”, Don Viganò nos dice que “entre los elementos de espiritualidad juvenil salesiana figura cabalmente un fuerte sentido de Iglesia, con las correspondientes actitudes que hay que crear, desarrollar y llevar a la vida” [24] . En la misma carta luego los concreta en algunos puntos particularmente estratégicos: el concepto de Iglesia como “Misterio”, que ayuda a superar visiones eclesiológicas minimalistas o descarriadas; la imagen del Papa en cuanto primero y supremo Pastor, contra toda visión sociológica; la inclusión de los contenidos del magisterio del Papa en nuestras actividades de evangelización, contra una adhesión simplemente afectiva o sentimental pero no operativa; la acogida, en vistas del carácter pastoral y pedagógico de la vocación salesiana, de las directrices morales y de la enseñanza social del Papa, para contestar el permisivismo y el egoísmo de la cultura actual [25] .
Como Familia Salesiana, nosotros trabajamos con la Iglesia y por la Iglesia; tratamos de “sentire cum Ecclesia”; pertenecemos a la Iglesia; vivimos en la Iglesia; somos Iglesia. Podríamos expresar este “sensus Ecclesiae”, que llevamos inscrito en nuestro carisma, con una doxología eclesiológica: “Por la Iglesia, con la Iglesia, en la Iglesia, a Ti, Dios Padre omnipotente, por medio del Hijo, en el Espíritu, todo honor y toda gloria, por todos los siglos de los siglos. Amen”.
Por una pedagogía del ser Iglesia y vivir con la Iglesia
Decía al comienzo que nuestro compromiso es hacer que se enamoren los demás de la Iglesia, especialmente los jóvenes. Éste es un desafío de suma importancia, precisamente porque aquí y allá se percibe una tendencia cada vez más grande a vivir un cristianismo sin Iglesia. Hay cristianos que no han renunciado a la relación con la Iglesia, pero no pertenecen ni se identifican con ninguna comunidad; son semejantes a los que pasan el tiempo girando por un supermercado y entre las diversas ofertas escogen las que más les agradan.
Sabemos que la identificación con Cristo es siempre también una identificación con su Cuerpo, con su Iglesia, con los que pertenecen a ella. Éste es un criterio de verificación de auténtica identidad cristiana. Pero, al mismo tiempo, la pertenencia a la Iglesia tiene sentido solamente como instrumento de pertenencia a Cristo; nuestro sí a ella es expresión de nuestro sí a Él. Pues bien, según el texto citado de Pablo a los Efesios, esta identificación se realiza por medio del bautismo y la vida sacramental, se codifica en la profesión de fe, se vive en la orientación de la vida cristiana, se expresa en la oración.
La pregunta crucial es entonces cómo educar a los jóvenes a ser Iglesia y a vivir con la Iglesia. En un mundo cada vez más plural, secularizado, relativista, la formación de los creyentes requiere un claro y significativo testimonio de la comunidad cristiana, de modo que pueda ofrecer a los jóvenes una imagen evangélica de la identidad de la Iglesia y de su misión en el mundo. Ella pide también un camino de fe, en particular una sólida catequesis, que ayude a madurar su conciencia, de modo que puedan abrirse a todo lo que es humano, armonizar sus opciones con las de la madre Iglesia, dar testimonio de la propia fe, en una palabra, identificarse con Aquél que se ha identificado con nosotros, hasta hacernos hijos del Padre y hermanos de los hombres.
Somos conscientes de que el testimonio de la comunidad tiene una fuerza notable de credibilidad y de apoyo; se educa en la fe con lo que se es y se vive, más que con lo que se dice y se enseña. El camino de educación de los jóvenes para la Iglesia comienza con un compromiso sincero de la comunidad eclesial para profundizar sus opciones fundamentales, es decir, la pasión por Dios que la reúne por medio de Cristo en el Espíritu, la fraternidad entre todos los bautizados, la preocupación evangelizadora, la voluntad de servicio a la sociedad, la prioridad hacia los más pobres.
Siguiendo estas grandes opciones, la comunidad cristiana descubre los caminos para convertirse y para resistir a las diversas tentaciones de hoy: la tentación de plegarse sin discernimiento evangélico a los criterios, valores, actitudes y comportamientos de una sociedad que tiende a erigirse como ídolo seductor para los creyentes; la tentación del miedo que con frecuencia nos encierra entre los muros de la Iglesia, con una actitud de desconfianza e incluso de reivindicación delante de la sociedad; la tentación del individualismo y de la pasividad, del recurrir a los honores y al dinero, del miedo de quedar marginada con los marginados.
En este esfuerzo de conversión, nuestra identidad eclesial debe ser cada vez más transparente, para llegar a ser significativa, para hacer visible y creíble cuanto anunciamos. Por esto, nuestras obras de cualquier género, escuelas, centros de formación profesional, universidades, casas de acogida, parroquias, oratorios, centros juveniles, ciudades de los muchachos, deben tener como primer objetivo la evangelización, el anuncio de la buena nueva de la salvación que Dios quiere dar a todos en su Hijo Jesús.
La gestión profesional de las obras y la seriedad para llevar adelante un programa en las actividades que desarrollamos no debe oscurecer nunca la primacía que corresponde a la evangelización. “Privadas de un celo ardiente hacia el verdadero Dios, la teología y la pastoral se reducirían a pura técnica y actividad organizativa. También la Iglesia debe echar siempre del templo a los mercaderes: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre” (Jn 2,16) [26] .
No hay que olvidar que las estructuras, que son necesarias para la misión, corren muchas veces el peligro de oscurecerla, cuando no hay un alma que las haga esplendorosas. Me pregunto si la creciente dificultad para identificarse con la Iglesia no será también consecuencia del hecho de que ella en algunas partes sea percibida como no seriamente preocupada por solidarizarse con los más necesitados, como no identificada con el sufrimiento del mundo, como demasiado cerrada y segura de sí misma.
En el camino para hacer más significativo el rostro de la Iglesia, se deben cuidar los signos que la expresan y manifiestan. Muchas personas descubren y sienten la Iglesia a través de los signos que encuentran de ella en la vida cotidiana; tales signos pueden suscitar nuevos lazos o fortificar los ya existentes, pueden congelar o debilitar o relanzar los movimientos de acercamiento a la Iglesia. Por esto es importante que la comunidad cristiana haga crecer los signos de la Iglesia.
Hay algunos signos privilegiados, que facilitan la adhesión de los jóvenes a la Iglesia: el signo de la acogida cordial y evangélica, que manifieste una actitud de apertura gratuita, de escucha incondicional, de voluntad sincera de servicio; el signo de la calidad humana y cristiana de los servicios de asistencia, educación, cuidado pastoral; el signo de la verdad de la vida litúrgica y de la oración de la comunidad cristiana, que se exprese en una celebración orante, participativa, cuidada, en sintonía con los problemas y las situaciones de la sociedad; el signo de los pastores que vivan una vida evangélica empapada de la pasión por Dios, con una capacidad de acogida y de sintonía con la gente, sobre todo con los jóvenes y los pobres, un servicio gratuito, un compromiso sincero por la comunión. Por medio de estos signos los jóvenes son introducidos en la experiencia de Iglesia y ayudados para abrirse a ella.
Junto con el testimonio, es urgente promover entre los jóvenes un camino de fe que lleve a encontrarse personalmente con Cristo, a vivir la vida sacramental, a insertarse cada vez más conscientemente en la Iglesia, a conocerla y amarla, a comprometerse en ella y a vivir para ella. Una de las áreas del camino de fe de los jóvenes se refiere precisamente al crecimiento hacia una intensa pertenencia eclesial; también la espiritualidad juvenil salesiana propone una experiencia de comunión eclesial. Éste es el compromiso fundamental de la comunidad cristiana y en concreto de nuestras comunidades educativas; la atención al camino de fe de los jóvenes expresa la maternidad de la Iglesia, que se preocupa de sus hijos y los ayuda a crecer. Esto requiere algunas opciones específicas.
Hacer conocer la Iglesia
Es preciso ayudar a los jóvenes a superar una imagen parcial de la Iglesia, muchas veces vista sólo en sus aspectos institucionales, como si fuese una organización social y política semejante a las demás, o bien identificada con la jerarquía, o, por el contrario, reducida a una realidad puramente espiritual, individual e ideal. Esto requiere una cuidadosa catequesis sobre la Iglesia según las líneas ofrecidas por la Lumen Gentium y por la Gaudium et Spes, pero también una introducción a la vida concreta de la Iglesia, haciendo conocer sus proyectos, sus preocupaciones, sus mejores iniciativas, personas y comunidades significativas. Una información sólida, positiva y continua contribuiría ciertamente a promover una conciencia más real y más significativa de la Iglesia.
Hacer crecer el sentido de Iglesia
Se trata de desarrollar en los jóvenes el sentido de pertenencia a ella: nosotros pertenecemos a la Iglesia y ésta nos pertenece a nosotros. Hemos sido convocados por Jesús para formar su familia y para continuar juntos su misión en la historia. No puede darse una conciencia clara de la propia identidad cristiana, sin el sentido vivo de pertenencia a la comunidad cristiana. Esto requiere también desarrollar actitudes de apertura, diálogo y simpatía hacia el hombre, como ha hecho la Iglesia en el Concilio Vaticano II, que ha tratado de comprender las situaciones de la humanidad y de colaborar con todos los hombres y mujeres de buena voluntad en el compromiso de construir un mundo más humano.
Esto se aprende y se verifica en la vida familiar y social; la propia familia y los propios ámbitos de vida deben ser escuela y laboratorio de comunión. “Ser cristiano significa un modo nuevo de ser hombre; exige una conversión, exactamente la pedida por el Evangelio, por Cristo... En esta perspectiva, la intervención del educador cristiano, del pastor de almas, mira a la formación de una cierta disposición de espíritu, que no es sólo conocimiento, sino que a éste se unen actitudes que incluyen la inclinación de la voluntad, de la emotividad, de la sensibilidad, de todo el hombre, hacia la integración entre un hecho de experiencia y un punto de referencia fijo o habitual; es la adhesión de fe al plan de amor y de salvación de Dios en Jesucristo” [27] .
Para esto, en el camino de educación en el sentido de Iglesia es importante formar la conciencia social de los jóvenes a través de la Doctrina social de la Iglesia, sea para aprender a vivir la dimensión social y política de la fe, sea para hacerse más solidarios con los problemas que abruman la vida de tantos hombres y mujeres en el mundo en que viven en situaciones inhumanas, y para multiplicar voluntarios, apóstoles y misioneros.
Hacer experiencia de Iglesia
El sentido de Iglesia y de pertenencia no se crea de forma abstracta, sino a través de la experiencia de la vida cristiana en las diversas situaciones de la persona, comenzando por la familia, llamada con razón por Pablo VI la Iglesia doméstica, y continuando en la parroquia, en la que se realiza normalmente la experiencia de comunión de fe, de esperanza y de caridad. En nuestro caso, nosotros hacemos experiencia de Iglesia con los jóvenes en los diversos tipos de Comunidades Educativas Pastorales, que deben ser signo de fe, escuela de fe, centro de comunión y participación, “hasta poder convertirse en una experiencia de Iglesia” (Const. 47).
Se trata, pues, de robustecer la propia comunidad de fe en todas las expresiones educativas pastorales, para hacerlas ser fermento de transformación social. Es cuanto testimonian los sumarios de los Hechos de los Apóstoles: “Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando” (Hch 2, 42-47). A partir de la vida de las comunidades, se impuso una cultura alternativa al imperio romano y un modelo social caracterizado no por el ansia de poseer, acumular y ser los primeros, sino por la voluntad de compartir, servir y ser solidarios.
Esto requiere también cualificar los momentos de la vida eclesial, como son el bautismo, la catequesis, la participación en la Eucaristía, la escucha de la Palabra, el acercarse a la Reconciliación, los encuentros de grupos y de comunidades, los retiros y las celebraciones de los momentos fuertes del año litúrgico, los momentos de convivencia y de fraternidad, el contacto con la zona, etc. Nada se debe trivializar; todo puede y debe favorecer la maduración del sentido eclesial.
Hacer encontrar la vocación en la Iglesia
El camino de educación en la fe debe ayudar a pasar de las buenas disposiciones de ánimo a las convicciones sólidas, de éstas a las motivaciones capaces de atraer, luego a los proyectos de vida, finalmente a la entrega total a Dios y a los demás. He aquí lo que significa amar a la Iglesia y entregarse por ella. El amor a la Iglesia se manifiesta también en esta capacidad de dejarse aferrar por Cristo, hasta el punto de renunciar a los propios intereses y proyectos y ponerse completamente a su disposición para continuar en la propia persona su obra de construcción del Reino. La adhesión a la Iglesia, hecha posible por el conocimiento de su realidad, desarrollada por un progresivo sentido de pertenencia a ella y acrecentada con concretas experiencias eclesiales, madura en el compromiso vocacional.
“Quien en nuestros días se pone al servicio de la Iglesia deberá estar convencido, hasta en los pliegues más recónditos de su existencia, de la posibilidad de mostrar al hombre, aún en medio de un mundo secularizado y ateo, las huellas de Dios en la historia y en la propia vida. Este compromiso de ser testimonios vivientes de la experiencia de Dios en nuestro mundo debe animar e invadir los diversos campos de actividad y sectores de trabajo pastoral en que se traduce todo ministerio o servicio... Hoy, más que en el pasado, es verdad en todas partes que Dios tiene necesidad de los hombres” [28] .
Quiera Dios que todos nosotros podamos amar, seguir e imitar a Jesús con el ardor, la convicción y la fidelidad de las grandes columnas de la Iglesia, San Pedro y San Pablo. Así podremos confesar públicamente nuestra fe y nuestro amor como ellos dos: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo” (Jn 21, 17); “Señor, ¿a quien acudiremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68); “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1, 12); “Vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí” (Gal 2, 20). Entonces nuestra fe se traducirá en caridad operativa y será testimonio creíble y convincente.
Deseo y espero que todos nosotros podamos alcanzar la meta a que llegó Santa Teresa del Niño Jesús: “Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y este puesto me lo has dado tú, oh Dios mío. En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo será el amor, y de este modo seré todo y mi deseo se traducirá en realidad” [29] .
A modo de conclusión: como los colores del arco iris
Termino contando una leyenda indígena americana, All the Colors of the Rainbow, que me parece un llamamiento a poner junto cuanto hay de bueno en nosotros para crear algo bello, luminoso, fascinante y, el mismo tiempo, significativo, como puede serlo un arco iris.
La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús, que recuerdan y hacen presente su amor al hombre y su compromiso de ofrecer plenitud de vida. Pero para ser creíbles y eficaces, tenemos necesidad de dejar aparte nuestra autosuficiencia y de poner en común nuestras potencialidades y recursos, hasta ser una Iglesia joven, sin mancha ni arruga ni algo semejante, sino hermosa y resplandeciente.
“Cuentan que un día los colores del mundo comenzaron a litigar: cada uno de ellos pretendía ser el mejor, el más importante, el más útil, el favorito.
El Verde dijo:
- “Ciertamente el más importante soy yo, signo de vida y de esperanza. He sido escogido para la hierba, los árboles, las hojas. Sin mí todos los animales morirían. Mirad el campo: me veréis por todas partes”.
El Azul le interrumpió:
- “Tú piensas solamente en la tierra, pero considera el cielo y el mar. El agua es el fundamento de la vida, las nubes la sacan del mar profundo. El firmamento ofrece espacio y paz y serenidad. Sin mi paz, todos vosotros no seríais nada”.
El Amarillo se echó a reír:
- “Vosotros sois todos demasiado serios. Yo llevo la carcajada, la alegría y el calor al mundo. El sol es amarillo, la luna es amarilla, las estrellas son amarillas. Cada vez que tú miras un girasol, el mundo entero comienza a sonreír. Sin mí no habría alegría”.
El Naranja hizo sonar su trompeta:
- “Yo soy el color de la salud y de la fuerza. Puedo ser escaso, pero soy precioso porque sirvo a las necesidades de la vida humana. Yo tengo las vitaminas más importantes. Pensad en las zanahorias, en las calabazas, en las naranjas, en los mangos y en las papayas. No estoy continuamente dando vueltas, sino cuando lleno el firmamento a la aurora o al ponerse el sol, mi belleza es tan impresionante que nadie hace caso de vosotros”.
El Rojo no puro esperar más y gritó:
- “ Yo soy el jefe de todos vosotros. Yo soy sangre y la vida es sangre. Soy el color del peligro y del valor. Estoy dispuesto a luchar por una causa. Yo pongo fuego en la sangre. Sin mí la tierra estaría vacía como la luna. Soy el color de la pasión y del amor, de la rosa roja, de la estrella de Navidad y de la amapola”.
El Púrpura se estiró hasta su máxima estatura. Era verdaderamente alto y habló con gran dignidad:
- “Yo soy el color de la soberanía y del poder. Reyes, jefes y obispos me han escogido siempre, porque soy signo de autoridad y de sabiduría. La gente no me pone en discusión, se limita a escucharme y a obedecerme”.
El Añil habló, mucho más tranquilamente que todos los demás, con mayor decisión:
- “Fijaos en mí. Soy el color del silencio. Difícilmente notáis mi presencia, pero sin mí todos vosotros resultáis superficiales. Yo represento el pensamiento y la reflexión, el crepúsculo y el agua profunda. Vosotros tenéis necesidad de mí para el equilibrio y el contraste, para la oración y la paz profunda”.
De este modo los colores continuaron ensalzándose, cada uno convencido de la propia superioridad. La discusión se fue haciendo cada vez más fuerte y áspera. De repente brilló un sorprendente flash de rayo luminoso y retumbó un trueno. Luego comenzó a llover a mares. Los colores se agazaparon llenos de miedo, acercándose el uno al otro buscando protección.
En medio del clamor, la Lluvia comenzó a hablar: “Colores insensatos, estáis luchando entre vosotros, cada uno tratando de dominar sobre los demás. ¿No sabéis que cada uno ha sido hecho para un fin especial, único y diferente? Unid vuestras manos y venid conmigo”.
Haciendo como se les había dicho, los colores se unieron y se tomaron por la mano. La Lluvia continuó: “De ahora en adelante, cuando llueva, cada uno de vosotros se extenderá a lo largo del firmamento en un gran arco de color como memorial de que todos vosotros podéis vivir en paz. El arco iris es un signo de esperanza para el mañana.
Y así, en todas partes donde la lluvia baña el mundo y un arco iris aparece en el firmamento, acordémonos de apreciar a los otros, de darnos la mano, de crear comunión y de ser un signo de esperanza para la humanidad” [30] .
A María, la Madre de Dios, bajo cuya protección emprendemos este nuevo año 2005, confío a cada uno y cada una de vosotros, queridísimos miembros de la Familia Salesiana, educadores y jóvenes del mundo. Ella, la Madre de la Iglesia, nos enseñe a ser y a saber formar discípulos predilectos y anunciadores gozosos de su Hijo. Ella nos ayude a reconocer la Iglesia como nuestra Madre, que siempre nos engendra y nos regenera en la fe.
Con afecto y reconocimiento, en Don Bosco.
Don Pascual Chávez V.
1 de enero de 2005
Solemnidad de Santa María Madre de Dios
y Jornada Mundial de la Paz
[1] C.M. MARTINI, Perché la Bibbia è il libro del futuro dell’Europa?, Cesano Boscone, 9 mayo 2004.
[2] Cf. J. GALOT, Il Cristo Rivelatore, fondatore della Chiesa e principio di vita, en Vaticano II – Bilancio e prospettive, venticinque anni dopo 1962-1987, obra dirigida por R. LATOURELLE, Cittadella, Asís 1987, pp. 343-360.
[3] Ibidem, p. 347.
[4] O. GONZÁLEZ, La nuova coscienza della Chiesa, en La Chiesa del Vaticano II, Obra colectiva dirigida por G. BARAÚNA, Vallecchi, Florencia 1965, pp. 238-239.
[5] Ibidem, p. 240.
[6] PABLO VI, Discurso de apertura del segundo período del Concilio, 29 de octubre de 1963, en Enchiridion Vaticanum EDB, Bolonia, 1993, nn. 143-145. 150. 153.
[7] O. GONZÁLEZ, La nuova coscienza della Chiesa, o.c., p. 241.
[8] G. B. MONTINI, Discorsi e scritti milanesi, vol. III, 1954-1963, obra preparada por G. E. MANZONI, Istituto Paolo VI, Brescia, 1997, p. 930.
[9] Cf. Seguir a Jesucristo en esta Iglesia. Carta pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Cuaresma-Pascua de Resurrección 1989, pp. 13-16-
[10] A. ANTON, L’Ecclesiologia postconciliare: esperienze, risultati, prospettive, en Vaticano II – Bilancio e prospettive veinticinque anni dopo 1962-1987, dirigido por R. LATOURELLE, Cittadella, Asís 1987, p. 363.
[11] Cf. A. ANTON, o.c., pp. 386ss.
[12] Gaudium et Spes, n. 1.
[13] Gaudium et Spes, n. 2.
[14] Gauium et Spes, n. 3.
[15] TERTULIANO, Apologetico, 18, 4.
[16] CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA, Il volto missionario delle Parrocchie in un mondo che cambia. Nota pastorale. Notiziario della Conferenza Episcopale Italiana, Numero 5-6, 1 julio 2004, p. 140.
[17] J. BOSCO, Meraviglie della Madre di Do sotto il titolo di Maria Ausiliatrice, Turín 1868, en Opere edite, vol. XX, Editrice Direzione Generale Opere Don Bosco, Roma, pp. 198-199.
[18] M. RUA, Lettera Edificante. Lo spirito di Don Bosco – Vocazioni – Buona Stampa, 14 de junio de 1905, de las Lettere Circolari, Edizione Direzione Generale Opere Don Bosco, Roma, pp. 384-385.
[19] L. RICCERI, I Salesiani e la responsabilità política, en Lettere Circolari di Don Luigi Ricceri ai Salesiani, Edizione Direzione Generale Opere Don Bosco, Roma, p. 942.
[20] Ibidem, p. 951.
[21] Ibidem, p. 951-952.
[22] E. VIGANÒ, María renueva la Familia Salesiana de Don Bosco, ACG 289, Roma 1978.
[23] E. VIGANÒ, La animación del Director salesiano, ACG 306, Roma 1982, p. 13.
[24] E. VIGANÒ, Nuestra fidelidad al sucesor de Pedro, ACG 315, Madrid 1985, p. 22.
[25] E. VIGANÒ, Nuestra fidelidad al sucesor de Pedro, ACG 315, Madrid 1985, pp. 22-26.
[26] K. LEHMANN, Vale la pena rimanere nella Chesa e vive per essa, en J. RATZINGER – K.LEHMANN, Vivere con la Chesa, Queriniana, Brescia 1978, p. 36.
[27] L. MACARIO, Appartenenti a Cristo nella Chiesa – Note di pedagogía ecclesiale, en AA.VV. In Ecclesia, LAS, Roma, 1977, p. 487.
[28] K. LEHMANN, Vale la pena rimanere nella Chiesa e vivere per essa, en J. RATZINGER – K.LEHMANN, Vivere con la Chiesa, Queriniana, Brescia 1978, p. 33-34.
[29] Manuscrits autobographiques, Lisieux 1957, 229.
[30] All the Colors of the Rainbow, Basada en una original Leyenda Americana, presentada por Leon Orb, 2 de junio de 2004.