raros, y demasiadas ineptitudes psíquicas, más o menos patológicas, resultan patentes solamente
después de la ordenación sacerdotal. Discernirlas a tiempo permitirá evitar muchos dramas”[16].
Esto exige que cada formador tenga la sensibilidad y la preparación psicológica adecuadas [17] para
ser capaz, en la medida de lo posible, de percibir las motivaciones reales del candidato, de discernir
los obstáculos para la debida integración entre madurez humana y cristiana y las eventuales
psicopatologías. Ellos deben ponderar adecuadamente y con mucha prudencia la historia del
candidato. Sin embargo, por sí sola, dicha historia no puede constituir el criterio decisivo, es decir,
no es suficiente para juzgar la admisión o la expulsión de la formación. El formador ha de saber
valorar tanto la persona en su globalidad y en su progreso de desarrollo – con sus puntos fuertes y
sus puntos débiles – como la conciencia que ella tiene de sus problemas y su capacidad de controlar
responsable y libremente el propio comportamiento.
Por esto, todo formador ha de estar preparado, incluso mediante cursos específicos adecuados, para
una profunda comprensión de la persona humana y de las exigencias de su formación al ministerio
ordenado. Para cumplir este objetivo pueden resultar muy útiles los encuentros de diálogo y
clarificación con psicólogos sobre algunos temas específicos.
III. Aportación de la psicología al discernimiento y a la formación
5. En cuanto fruto de un don particular de Dios, la vocación al sacerdocio y su discernimiento
escapan a la estricta competencia de la psicología. Sin embargo, para una valoración más segura de
la situación psíquica del candidato, de sus aptitudes humanas para responder a la llamada divina, y
para una ulterior ayuda en su crecimiento humano, en algunos casos puede ser útil el recurso al
psicólogo. Estos pueden proporcionar a los formadores no sólo un parecer sobre el diagnóstico y la
eventual terapia de los disturbios psicológicos, sino también una aportación a favor del apoyo en el
desarrollo de las cualidades humanas y, sobre todo, relacionales necesarias para el ejercicio del
ministerio[18], sugiriendo itinerarios útiles a seguir para favorecer una respuesta vocacional más
libre.
La formación al sacerdocio también debe armonizarse, tanto con las múltiples manifestaciones de
aquel tipo de desequilibrio que se encuentra radicado en el corazón del hombre [19] –que tiene una
particular manifestación en las contradicciones existentes entre el ideal de oblación, al que
conscientemente aspira el candidato, y su vida concreta–, como con las dificultades propias de un
progresivo desarrollo de las virtudes morales. La ayuda del padre espiritual y del confesor es
fundamental e imprescindible para superarlas con la ayuda de la gracia de Dios. En algunos casos,
sin embargo, el desarrollo de estas cualidades morales puede venir obstaculizado por particulares
heridas del pasado, aún no resueltas.
En efecto, aquellos que hoy piden entrar en el Seminario reflejan, en modo más o menos acentuado,
los inconvenientes de una emergente mentalidad caracterizada por el consumismo, por la
inestabilidad en las relaciones familiares y sociales, por el relativismo moral, por visiones
equivocadas de la sexualidad, por la precariedad de las opciones, por una sistemática obra de
negación de los valores, sobre todo, por parte de los medios de comunicación.
Entre los candidatos podemos encontrar algunos que provienen de experiencias peculiares –
humanas, familiares, profesionales, intelectuales, afectivas– que en distinto modo han dejado
heridas todavía no sanadas y que provocan disturbios que son desconocidos en su real alcance por el
mismo candidato y que, a menudo, son atribuidos erróneamente por él mismo a causas externas a su
persona, sin tener, de esta forma, la posibilidad de afrontarlos de manera adecuada[20].