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Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso
espera el «sí» de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa.
Por desgracia, desde sus orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha
cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf. Gn 3, 1-7).
Replegándose en sí mismo, Adán se alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se
convirtió en el primero de «los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a
esclavitud» (Hb 2, 15). Dios, sin embargo, no se dio por vencido; más aún, el «no» del hombre fue
como el impulso decisivo que lo indujo a manifestar su amor con toda su fuerza redentora.
La cruz revela la plenitud del amor de Dios
En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre
celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de
su Hijo unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de
impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo
Adán.
Así pues, podemos afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo «murió, si así puede decirse,
divinamente, porque murió libremente» (Ambigua, 91, 1056). En la cruz se manifiesta el eros de
Dios por nosotros. Efectivamente, eros es —como dice el Pseudo Dionisio Areopagita— la fuerza
«que hace que los amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman» (De
divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712). ¿Qué mayor «eros loco» (N. Cabasilas, Vida en Cristo,
648) que el que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las
consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias?
«Al que traspasaron»
Queridos hermanos y hermanas, miremos a Cristo traspasado en la cruz. Él es la revelación más
impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se
iluminan mutuamente. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor
de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como «Señor y Dios» cuando
metió la mano en la herida de su costado. No es de extrañar que, entre los santos, muchos hayan
encontrado en el Corazón de Jesús la expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se
podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la
expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno
mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves
incluso los sacrificios más duros.
Jesús dijo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La
respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y