Ejercisios espirituales CG26

EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

INTRODUCCIÓN:

MEDITACIÓN SOBRE LA ESPERANZA



1.- ¿Qué podemos esperar?


La exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, en la que Juan Pablo II retoma los trabajos y las conclusiones del Sínodo de los Obispos en preparación al Gran Jubileo del 2000, dice: “A lo largo del Sínodo, poco a poco se ha ido haciendo más evidente una fuerte tensión hacia la esperanza. Aun haciendo propios los análisis de la complejidad que caracteriza el continente, los padres sinodales han considerado la urgencia más grande que lo atraviesa, una creciente necesidad de esperanza, de tal manera que pueda dar sentido a la historia y caminar juntos” (EiE, n. 4).


El magisterio pontificio más reciente ha tomado precisamente la esperanza como tema central. La encíclica de Benedicto XVI “Spe Salvi” nos ofrece elementos preciosos para enriquecer nuestra reflexión sobre esta virtud teologal, y es claro que, entre otras, una de sus intenciones principales es la de ofrecer una respuesta, desde la identidad cristiana, a esta necesidad no sólo europea, sino mundial. Basta citar, entre muchos otros, el número 22: “Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza”; aunque indica igualmente que “es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno” (Spe Salvi, 22).


Mirando a la Congregación a nivel mundial, no podemos negar que dicha “creciente necesidad de esperanza” también se constata en nuestros ambientes: sin duda, de forma diversificada. La escasez de vocaciones, excepto en algunas regiones de la geografía salesiana; la fragilidad formativa de las jóvenes generaciones, la problemática de la juventud actual, agudizada por factores externos como la violencia, el narcotráfico, las pobrezas antiguas y nuevas; y más a profundidad, también en ocasiones el debilitamiento de la pasión apostólica y la asunción de modelos de vida religiosa no acordes siempre al ideal evangélico, son, entre muchos otros aspectos, factores que ciertamente nos dificultan ver con entusiasmo el futuro. El Rector Mayor presenta en diversas partes de la Carta de convocación al Capítulo, algunos de estos rasgos preocupantes de la situación de la Congregación (ACG, p. 9-11. 17-20. 25-26, et passim), en forma de retos.


En la preparación del CG 26, se ha percibido una sensación semejante. La misma insistencia de la Congregación en “partir nuevamente de Don Bosco para despertar el corazón de todo salesiano” en torno a la identidad carismática y la pasión apostólica, presuponen esta situación, y nos alertan frente a ella.


Bien sabemos que la esperanza es engendrada por la fe, y sostiene el amor. Sin embargo, también puede darse el caso de que la fe, dado que se fundamenta en una realidad histórica concreta, puede, paradójicamente, cerrarse a la esperanza, y en-cerrarse en el dolor del recuerdo (etimológicamente: nostalgia) y la lamentación del pasado.


Me parece que esta situación podemos verla claramente reflejada en el relato bíblico de la vocación de Gedeón (Jueces 6, 11-16).


Gedeón majaba trigo en el lagar para ocultárselo a Madián, cuando el Ángel de Yahvé se le apareció y le dijo: “Yahvé contigo, valiente guerrero”. Contestó Gedeón: “Perdón, señor mío. Si Yahvé está con nosotros, ¿por qué nos ocurre todo esto? ¿Dónde están todos esos prodigios que nos cuentan nuestros padres cuando dicen: ¿No nos hizo subir Yahvé de Egipto? Pero ahora Yahvé nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madián...” Entonces Yahvé se volvió hacia él y dijo: “Vete con esa fuerza que tienes y salvarás a Israel de la mano de Madián. ¿No soy yo el que te envía?” Le respondió Gedeón: “Perdón, señor mío. ¿Cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo el último en la casa de mi padre”. Yahvé le respondió: “Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jue 6, 11-16).



Gedeón tiene, indudablemente, fe; está convencido de la intervención salvífica de Dios en favor de su pueblo... en el pasado; lo que le falta es esperanza, creer que Dios no los ha abandonado, sino que continúa siendo el “Dios-con-nosotros”, e invita a ver con confianza el futuro. Y como consecuencia, se le invita a colaborar con Dios, no sólo a lamentarse de su aparente “ausencia” o abandono.


Igualmente, podemos sentirnos como el Pueblo de Dios en el destierro, al recordar las maravillas divinas del pasado (quizá olvidando con demasiada rapidez, como hizo el pueblo de Israel, la propia responsabilidad):


Oh Dios, nuestros oídos lo oyeron, nos lo contaron nuestros padres, la obra que hiciste en su tiempo, antiguamente, con tu propia mano (...); en cambio, ahora, nos rechazas y avergüenzas, no sales ya con nuestras tropas (...) Todo esto nos vino sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza. No se habían retractado nuestros corazones, ni habían dejado nuestros pasos tus senderos” (44, vv. 2. 10. 18-19).


2.- La esperanza frente a la postmodernidad


La situación actual, a nivel mundial, y sobre todo en la “cultura juvenil”, no facilita, sin duda, la esperanza.


Desde el punto de vista fenomenológico, podemos subrayar, entre otros, tres rasgos fundamentales de la esperanza, como actitud humana:


* tiende por naturaleza hacia el futuro, mostrando así el dinamismo propio del ser humano, siempre orientado hacia adelante: “mientras hay vida, hay esperanza”; aun sin olvidar el mito de Pandora, podemos decir, con Aristóteles, que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”.


* la esperanza se vive siempre frente a un horizonte positivo: non todo lo que vendrá es “digno de esperanza”: puede ser, al contrario, objeto de miedo o de angustia.


* Incluye un elemento de “pasividad” (esperar), pero también una actitud positiva de quien vive esta espera (esperanza)1.


Tenemos que reconocer que, junto a esta dinámica de futuro, inscrita en lo más profundo del ser humano, hay también un peligro: no vivir, en el sentido más positivo, el momento presente. A este respecto, dice Pascal:


Nunca nos limitamos al presente. Anticipamos el futuro, como si viniera demasiado lento, como si quisiéramos acelerar su marcha; recordamos el pasado como para retenerlo, pues desaparece tan pronto; es locura andar a la deriva en tiempos que no son nuestros, y olvidar el único tiempo que nos pertenece; y es frivolidad reflexionar sobre tiempos que no existen, y perder el único que está ahí. Apenas pensamos en el presente, y si lo hacemos, es tan sólo para encender en él la luz de que queremos disponer en el futuro. Nunca es el presente una meta; el pasado y el presente son medios, únicamente el futuro es nuestra meta. Y así no vivimos nunca, sino que esperamos vivir, y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás 2.


Sin embargo, en la postmodernidad la experiencia humana de la temporalidad se ha vuelto particularmente problemática.


El Rector Mayor, en una conferencia a los Superiores Generales, hacía este análisis:


El ser humano, aun viviendo siempre en el presente (lo cual resulta obvio), es un “animal de futuro” (E. Bloch, W. Pannenberg): está colocado por naturaleza “frente a” lo utópico, a lo que todavía “no tiene lugar” en nuestro mundo y en la historia. Esto puede decirse, a fortiori, de las generaciones jóvenes, que llevan esta orientación al futuro desde su misma identidad psicosomática, inscrita hasta en la más humilde de las células.


Por ello, constatamos en la situación post-moderna un drama “trágico”: la amenaza de futuro que se cierne sobre la humanidad coloca, sobre todo a esta generación joven, ante una contradicción existencial: por una parte, con una exigencia irresistible de un horizonte de futuro, y por otra, con la carencia de dicho horizonte. Si a esto agregamos el rechazo al pasado por parte de la cultura juvenil actual, concluímos que se encuentra encerrada en el mínimo espacio que le permite el presente, sin más remedio que tratar de “vivir el instante que huye” (l’attimo fuggente).


Dicha amenaza se manifiesta doblemente: por una parte, en lo que J. Moltmann ha llamado “la pérdida de la inocencia atómica” desde Hiroshima3: sabemos –y las noticias recientes nos lo siguen recordando- que desde hace algunos decenios, y por primera vez en lo que conocemos de la historia del mundo y del hombre en él, existe la posibilidad real (que depende en concreto de la decisión de algunas personas) de que desaparezca la humanidad entera, por causa de una conflagración nuclear. El hecho que los jefes de las naciones lleguen a eventuales acuerdos a este respecto no elimina el peligro: como dice el mismo Moltmann, nunca recuperaremos la inocencia perdida. “La época en la que vivimos es, aunque debiera durar indefinidamente, la última época de la humanidad... Vivimos en el tiempo del final, esto es: la época en la que cada día podemos provocar el final” 4.


Por otra parte –y no totalmente desligada de la anterior- encontramos también dicha amenaza en el deterioro ecológico, universal y aparentemente irreversible: pensemos en la contaminación del aire, la disminución del agua dulce, la destrucción de los bosques, la vertiginosa utilización de energéticos no renovables... Como dice el mismo Moltmann, “todos somos iguales... frente al agujero de ozono”.


Esta “supresión desde fuera” del horizonte de futuro es un factor típico de nuestro tiempo, y es fundamental para comprender la obsesiva fijación en el presente, y la búsqueda de satisfactores inmediatos, que caracteriza la era postmoderna: ya que no es lo mismo “querer vivir el hoy” en la perspectiva del mañana, que tener que anclarse en el hoy, porque quizá no exista el mañana... A propósito de una recensión de un libro del Premio Nobel de Literatura, el escritor húngaro Imre Kertész, un periódico recientemente utilizaba esta expresión: “¿Es posible tener hijos después de Auschwitz?” (evocación de la célebre frase: “¿Es posible cree en Dios después de Auschwitz?”). Es la pregunta que hoy se ponen tantos jóvenes frente al matrimonio y la familia: no con la ilusión de otros tiempos, sino con la angustia frente al mundo en el que les tocará vivir: ¿vale la pena traer nuevos seres al mundo? Es indudable que esta “privación de futuro”, en un sentido muy diverso, afecta también a la vida consagrada, en particular a las nuevas generaciones.


La modernidad, a este respecto, puede describirse como la actitud de quien, rechazando el pasado, se proyecta hacia el futuro, y pone todas sus expectativas en el futuro; la postmodernidad, en cambio, en cuanto reacción frente al ingenuo optimismo moderno, sería un “ubicarse”, lo más serenamente posible, en el presente, viviendo el “carpe diem”. Un texto bíblico muy actual es el testimonio del anciano Eleazar, durante la guerra macabea:


Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes, creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez (...) Por eso, al abandonar ahora valientemente la vida, me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble al morir generosamente con ánimo y nobleza por las leyes venerables y santas” (2 Mac 6, 24-25. 27-28).



3.- La Esperanza en la Revelación bíblica


A diferencia de otras concepciones de la vida y de la historia, la experiencia de Israel, plasmada en la Biblia, presenta a Dios como un “Dios de éxodos”, que hace salir siempre de la tibia seguridad del presente hacia un futuro, prometedor, sin duda (en el sentido más pleno de la palabra: en cuanto objeto de la promesa), pero siempre inseguro: si no hay fe, no tiene sentido ni siquiera este dinamismo de futuro y de éxodo. “Si hubieran pensado en aquella patria de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar a ella; ahora, en cambio, aspiran a una mejor, esto es, a la celestial. Por esto Dios no se avergüenza de llamarse Dios suyo, porque les ha preparado una ciudad” (Hebr. 11, 15-16). Podemos aquí preguntarnos: ¿podrá igualmente “gloriarse” de nosotros nuestro Dios?


Toda la historia de Israel puede considerarse, desde la fe en Dios, como una tensión constante hacia el futuro, con una clara configuración: confianza en el cumplimiento de las promesas del Dios fiel (fides – fiducia – fidelitas – spes).


La falta de fe se traduce, simétricamente, en la desesperanza y en la desesperación, las dos caras opuestas de la misma moneda y, en consecuencia, en querer regresar al pasado: “¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yahvé en el país de Egipto cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea!” (Ex. 16, 3, et passim).


La historia entera del pueblo de Dios se ve “atravesada” por la promesa de Dios. A pesar de la infidelidad y la ingratitud de Israel, los profetas preexílicos, sobre todo Jeremías, que amenazan el castigo de Dios y la inutilidad de la Alianza por causa de esta infidelidad (cfr. Jer 13; 19), siempre anuncian una Nueva Alianza (Jer. 31, 31ss.; Ez. 36, 24ss.; DtIs).


En la extraordinaria visión de Ez 37, los huesos secos son el símbolo más expresivo: “Hijo del hombre, estos huesos son toda la gente de Israel. Ellos van diciendo: ‘nuestros huesos se han secado, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos’. Por eso, profetiza, y diles: ‘Dice el Señor Dios: He aquí que yo abro sus sepulcros, los resucito de sus tumbas, pueblo mío, y los vuelvo a conducir en el país de Israel” (Ez 37, 11-12).


En el Nuevo Testamento, más que buscar un solo texto, es el acontecimiento Cristo en sí mismo el cumplimiento definitivo (escatológico) de la promesa de Dios. Sin embargo, el proceso y la muerte de Jesús nos muestran, dramáticamente, como “los pensamientos de Dios no son los pensamientos humanos” (cfr. Is 55, 8ss).


En cambio, para quien cree en el “Dios de Jesucristo”, “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros en el tiempo establecido (...) Dios muestra su amor hacia nosotros porque, mientras éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 5ss.). Por esto, “sea bendito Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, en su gran misericordia, nos ha regenerado, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, que no se mancha ni se marchita. Ella se conserva en el cielo para ustedes, quienes son custodiados por la potencia de Dios mediante la fe, para su salvación, próxima a revelarse en los últimos tiempos” (1 Pe 1, 3-4).


Encontramos, significativamente, los tres tiempos: el pasado de la fe, el futuro de la esperanza y el presente de la fidelidad de Dios y de nuestro compromiso cristiano en el amor (cfr. los siguientes versículos, 6-9).


En cambio, señala el Santo Padre, “Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo “ni esperanza ni Dios” (Ef. 2, 12) (Spe Salvi, 2). Es quizá el texto más citado en la encíclica: entre otros, se encuentra además en los números 3, 5, 23 y 27; evidentemente, en contextos distintos).


Uno de los libros del NT que más claramente expresa la relación entre las tres virtudes teologales es la carta a los Romanos; en concreto, sobre la esperanza tenemos algunos textos fundamentales:


+ En primer lugar, nos presenta la figura de Abraham bajo esta perspectiva: “él tuvo fe esperando contra toda esperanza, y así se convirtió en padre de muchos pueblos” (Rom 4, 18).

+ El segundo texto presenta una concatenación, en dirección inversa, de diversas virtudes típicas del cristiano: “La tribulación produce paciencia, la paciencia una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. La esperanza, pues, no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 3b-5).

+ Un poco más adelante, en el capítulo 8, nos recuerda que la esperanza ve hacia el futuro: “Porque en la esperanza ya hemos sido salvados. Ahora bien: lo que se espera, si ya se ve, no es objeto de esperanza; de hecho, lo que uno ya ve, ¿cómo podría también esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con perseverancia” (Rom 8, 24-25).

+ Hacia el final, hay dos textos muy hermosos a este respecto: “Todo lo que se ha escrito antes de nosotros, se ha escrito para nuestra instrucción, para que, en virtud de la perseverancia y de la consolación que nos vienen de la Escritura mantengamos viva nuestra esperanza” (Rom 15, 4). Y al final: “El Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz en la fe, para que abunden en la esperanza por la virtud del Espíritu Santo” (Rom 15, 13).


Otro de los libros neotestamentarios más ricos en cuanto a la esperanza es la carta a los Hebreos. También aquí el Papa ahonda en su encíclica, sobre todo a propósito de dos textos: 10, 34 y 11, 1 dedicando a este último una amplia –y hasta polémica- exégesis (Spe Salvi 7-9).


Quiero terminar esta brevísima reflexión bíblica con una bellísima, aunque pequeña, expresión de san Pablo: “La caridad es paciente (...) todo lo espera” (1 Cor 13, 4.7). En el fondo, nos recuerda que el amor va siempre más allá de la misma esperanza, pero precisamente para esperar todo y siempre. En este sentido, podemos decir, parafraseando a Hans Urs von Balthasar, que “sólo el amor es digno de esperanza.



4.- Don Bosco, Hombre de Esperanza


Es muy significativo constatar que, en nuestra Regla de vida, encontramos una inclusión lingüística a este respecto, que abarca las Constituciones en su conjunto. El artículo 1 nos indica cómo la certeza de la fe de que nuestra Misión no es obra humana, sino de Dios, constituye “el apoyo de nuestra esperanza” (C 1).. Y el último artículo no habla de la iniciativa de Dios, sino de nuestra colaboración con Él y con la Misión que nos confía: nuestra fidelidad constituye una “prenda de esperanza para los pequeños y los pobres” (C 196).


Aunque no se menciona explícitamente, está muy presente en los artículos que definen el espíritu salesiano, sobre todo 17-19. En el contexto de los consejos evangélicos, concluye su presentación global, con una frase que engloba la visión de fe y el compromiso presente: el salesiano es un “educador que anuncia a los jóvenes un cielo nuevo y una tierra nueva y, de ese modo, aviva en ellos los compromisos y el gozo de la esperanza” (C 63).


En todo esto se manifiesta nuestra filiación respecto de Don Bosco, quien fue un hombre de una capacidad extraordinaria de esperanza; o mejor dicho, supo integrar a la perfección las tres dimensiones de la actitud teologal del cristiano: fe-esperanza-caridad.


Para no quedar en afirmaciones genéricas o retóricas, mencionaremos, en forma muy breve y casi esquemática, tres aspectos de la manera en que vivió nuestro Padre la esperanza: temperamental – educativa – teologal.


- Uniendo nuevamente la naturaleza y la gracia (cfr. C 21), sin olvidar que ambos son dones de Dios, podemos hablar en él de una tendencia temperamental hacia la esperanza: muestra una capacidad extraordinaria de convertir las dificultades en retos que lo impulsan y motivan hacia adelante; muestra, hasta el último instante de su vida, el entusiasmo y la ilusión que derivan de su amor apasionado y apostólico hacia los jóvenes. No fueron ciertamente tiempos fáciles los que le tocó vivir, en ningún sentido; y sin embargo, jamás renegó de ellos, ni añoró nostálgicamente épocas pasadas (cfr. C 17).


- Asimismo, en Don Bosco la esperanza es una actitud educativa: quien trabaja con la niñez y juventud, tiene necesidad, quizá más que nadie, de la esperanza, aun experimentando la verdad reflejada en el salmo 126:


Al ir, van llorando, llevando la semilla;

al regresar, vienen cantando, trayendo sus gavillas”(v. 6).


Sólo que, en la educación, dicho regreso no sucede después de algunos días o meses, sino, en el mejor de los casos, después de muchos años. Por ello, es indispensable, en el trabajo educativo, la espera y la esperanza.


En este campo encontramos nuevamente la relación entre la esperanza y el amor: sólo quien ama puede esperar (en su sentido más profundo) en la persona a quien ama: de nuevo, resuena el eco de la frase paulina: “el amor todo lo espera” (1 Cor 13, 7). Me gustaría profundizarlo, aunque sólo sea con una frase, que no es un simple juego de palabras, sino que expresa una maravillosa realidad: sólo quien nos ama nos cree mejores de lo que somos, y es capaz de “esperar” en nosotros; pero podemos ser mejores de lo que somos sólo si alguien nos ama... Y esto lo encarnó, en forma extraordinaria, Don Bosco.


- Finalmente, y no podía ser diversamente en un santo como él, encontramos en lo más profundo una actitud de esperanza que no se limita a este mundo y a esta vida; la cual, sin embargo, no le impedía vivir intensamente el presente: con la mirada firmemente dirigida hacia el cielo, pero con los pies bien asentados sobre la tierra. Parecen inspiradas en el ejemplo de Don Bosco las palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Vita Consecrata: “Es necesario confiar en Dios como si todo dependiera de Él, y al mismo tiempo, comprometernos generosamente como si todo dependiera de nosotros” (VC, 73).


En su Testamento Espiritual, encontramos palabras conmovedoras: “Adiós, queridos hijos, adiós. Os espero en el cielo (...) Yo os dejo aquí en la tierra, pero sólo por un poco de tiempo. Espero que la infinita misericordia de Dios haga que nos podamos encontrar todos un día en la feliz eternidad. Allí os aguardo”. Aquí encontramos también la dimensión comunitaria, en la cual insiste tanto Su Santidad: “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí” (Spe Salvi 48).


5.- Para concluir, una parábola...


He encontrado un relato muy simple, pero simpático y significativo. Una señora anciana se encontraba ya frente a la muerte, conservando toda su lucidez. Su más grande amiga, que siempre la acompañaba, le preguntó: “¿Quieres alguna cosa especial, para conservarla después de la muerte?” Le contestó: “Quiero una cosa; que me entierren teniendo entre las manos un tenedor”. “¿Un tenedor?”, preguntó, extrañada, la amiga. “Sí, un tenedor. Cuando fui, en alguna ocasión, a alguna fiesta, en el banquete conservaba siempre, después de los primeros platos, un tenedor, porque sabía: falta todavía lo mejor... Así, todos los que vendrán a rezar y a ver el féretro, cuando preguntarán, como tú: ‘¿por qué el tenedor?’, podrás responderles, en nombre mío: ‘Porque ella bien sabía que lo mejor... ¡estaba todavía por llegar!”


En el fondo, es ésta la motivación más profunda de nuestra vida y de nuestro trabajo (lo que Don Bosco llamaba, con total sencillez, el “pedazo de paraíso” en el jardín salesiano): “La esperanza de entrar en el gozo de su Señor ilumina la muerte del salesiano” (C 54).


El himno español del Oficio de Lectura de los Salesianos difuntos lo expresa en forma conmovedoramente sencilla y profunda:


¡Piensa lo que será!:

saltar a tierra, ¡y ver que es cielo ya!

Pasar de la borrasca de la vida

¡a la paz sin medida...!

De un brazo asirte, y ver, al irle en pos,

¡que es el brazo de Dios!

Beber a pulmón pleno un aire fino...

¡y es el aire divino!

Ebrios de dicha oír a un querubín:

¡Es la dicha sin fin!”

Abrir los ojos, inquirir qué pasa,

y oir decir a Dios: “¡Ya estás en casa!”

¡Oh, el inmenso placer

de abismarse en tu mar!

Cerrar los ojos, y empezar a ver;

pararse el corazón, ¡y echarse a amar!



EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

MÍSTICA DEL CARISMA:

DA MIHI ANIMAS...


Al inicio de la Carta de Convocación del CG 26, el Rector Mayor escribe: “Hace tiempo que he madurado la convicción de que la Congregación hoy tiene necesidad de despertar el corazón de todo hermano con la pasión del ‘Da mihi animas’” (ACG 394, p. 6). Éste será el núcleo de la presente reflexión.


1.- “Da mihi animas”: mística y ascesis salesianas


Poco más adelante, en la misma carta, D. Pascual nos recuerda un texto muy relevante de nuestra Tradición salesiana:


El lema de Don Bosco es la síntesis de la mística y de la ascética salesiana, como se indica en el ‘sueño de los diez diamantes’. Aquí se entrecruzan dos perspectivas complementarias: la del rostro visible del salesiano, que manifiesta su audacia, su valor, su fe, su esperanza, su entrega total a la misión, y la de su corazón escondido de consagrado, cuya nervadura está constituída por las convicciones profundas que lo llevan a seguir a Jesús en su estilo de vida obediente, pobre y casto” (p. 8); “la razón de su incansable obrar por ‘la gloria de Dios y la salvación de las almas’”(p. 7).


Aun distinguiendo las dos partes del lema, tomado de la Sagrada Escritura (Gn 14, 21: no entramos aquí en discusiones exegéticas), conviene no separarlos: la mística y la ascesis no se pueden entender más que unidas. Recordemos, como ejemplo, la imagen que a este respecto presenta el documento sobre la vida fraterna en comunidad: “la comunidad sin mística (comunión) no tiene alma, pero sin ascesis (vida común) no tiene cuerpo” (n. 23). Retomaremos luego esta relación entre la mística y la ascesis, en su unión más plena, que constituye también su auténtico punto de partida: el amor.


En primer lugar, desde el punto de vista formal, este lema es una oración. “Precisamente porque es oración, hace comprender que la misión no coincide con las iniciativas y las actividades pastorales. La misión es don de Dios, más que compromiso apostólico; su realización es oración en acto” (ACG, p. 6). Recordemos, asimismo, las expresiones de Jesús, en el discurso del Pan de Vida: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado (...) Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí, si no se lo concede mi Padre” (Jn 6, 44.65). En este sentido, es una oración de

petición: le pedimos a Dios que nos dé a los jóvenes para “salvarlos”. ¿Somos conscientes de lo que nos arriesgamos a pedirle a Dios, de la tremenda responsabilidad que implica nuestro lema? Nada menos que el que nos confíe “la porción más delicada y valiosa de la sociedad humana” (C 1), los jóvenes... ¿Estamos a la altura de esta petición?


...la Gloria de Dios y la salvación de las almas...”


En el fondo, ¿qué le pedimos a Dios, cuando rezamos: Da mihi animas? ¿No nos lleva esta petición a una mentalidad espiritualista, dicotómica, desligada de la realidad integral e histórica de los jóvenes?


Esta objeción podría tener algo de verdad; pero en nuestro tiempo, sobre todo a la luz del trabajo hecho por la Congregación en las diversas partes del mundo, se vuelve puramente retórica: se ha visto respondida suficientemente en la práctica. Pedir al Señor “las almas”, lo ha entendido siempre la Congregación como una expresión metonímica que designa a la persona integral: todo joven, y todos los jóvenes, en su realidad corpóreo-espiritual, son, “en potencia”, destinatarios de nuestra pasión apostólica; y por ello, nuestro trabajo es educativo y pastoral, concretizando así nuestra misión, que “participa en la misión de la Iglesia, que realiza el plan salvífico de Dios, la venida de su Reino, llevando a los hombres el mensaje del Evangelio en íntima unión con el desarrollo del orden temporal” (C 31).


Personalmente, considero que el problema sigue siendo otro. Dicho sintéticamente, y retomando el carácter metonímico de la expresión, la pregunta sobre el carácter específico de la palabra “alma” no queda todavía respondida.


Ni quedará respondida si olvidamos que la promoción integral, que Don Bosco ha buscado para sus jóvenes, tiene como meta última y definitiva su salvación. Si no es ésta nuestra meta en el trabajo educativo y pastoral, no iremos más allá de ser una organización más o menos eficaz para el desarrollo de la juventud, pero no seremos un movimiento carismático, cuya misión consiste en ser “signos y portadores del Amor de Dios a los jóvenes, especialmente a los más pobres” (C 2).


Tratando de expresar esto en un esquema muy simple, diría:




Perdición eterna





expresiones”

de la

condenación


SITUACIÓN

CONCRETA

DE LOS

JÓVENES


Mediaciones

De la

salvación



Salvación

eterna


El centro, como es evidente, representa la realidad juvenil actual; los extremos corresponden a una visión cristiana “tradicionalista” de la situación humana frente a Dios, como si todo se jugara sólo en la salvación o condenación eternas; los espacios intermedios, con el texto en cursiva, expresan una visión más “actual” de dicha realidad, pero si se vuelve exclusiva se corre el peligro de olvidar las “realidades últimas”, los novísimos. El conjunto corresponde a una visión integral, la única que anima y hace plena justicia a nuestro trabajo salesiano.


Sólo cuando buscamos “trabajar por la salvación de la juventud” (cfr. C 12), nuestro trabajo se convierte en experiencia de Dios. “La gloria de Dios y la salvación de las almas fueron la pasión de Don Bosco. Promover la gloria de Dios y la salvación de las almas equivale a conformar la propia voluntad con la de Dios, que se comunica a Sí mismo como Amor, manifestando de este modo su gloria y su inmenso amor a los hombres, que quiere que todos se salven. En un fragmento casi único de su “historia del alma” (1854), Don Bosco confesará su secreto sobre las finalidades de su acción: ‘Cuando me entregué a esta parte del sagrado ministerio, quise consagrar todas mis fatigas a la mayor gloria de Dios y en beneficio de las almas; quise consagrarme para hacer buenos ciudadanos en esta tierra, para que fuesen luego un día dignos habitantes del cielo. Dios me ayude a poder continuar así hasta el último respiro de mi vida. Así sea” (ACG 394, 37-38).


No está de más precisar que la “salvación” no significa, usando una comparación sencilla, “llegar, a duras penas, al cielo”. Para Don Bosco, el ideal de la educación salesiana es la santidad, la “medida alta” que nos presenta el Santo Padre Juan Pablo II en Novo Millenio ineunte (nn. 30-31) como la meta y el programa de toda la acción de la Iglesia.


Incluso para sus muchachos, quienes en su mayoría no provenían de ambientes “privilegiados” (ni desde el punto de vista socio-económico, ni religioso), Don Bosco ha propuesto un programa de espiritualidad tal, que todos pudieran seguirlo en su vida cotidiana. Estaba convencido de que todos estamos llamados a la santidad, incluso los muchachos y jóvenes, que pueden hacer un camino espiritual análogo al de los santos adultos. Este camino, orientado por un guía espiritual, se dirige hacia el don gozoso de sí en lo cotidiano, y encuentra sus momentos de fuerza en la oración, los Sacramentos y la devoción a María; y se expresa en la atención y caridad para con los demás, todo ello vivido en la alegría: “nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”.


Por ello, trató de hacer más accesible la enseñanza tradicional de la Iglesia, adaptándola de modo concreto y conveniente a la edad juvenil. Domingo Savio, Miguel Magone, Francisco Besucco, son testimonio de la espiritualidad juvenil de Don Bosco. Aunque no todos han llegado a la santidad de los altares, son todos ellos, sin duda, ejemplo de vida cristiana lograda en plenitud. El relato de su vida y de su ejemplar muerte muestra cómo Don Bosco los considera ya en el Reino de Dios, en el Paraíso.


Hablando del que menos podría haberse imaginado este ideal de santidad, Miguel Magone, constituye un ejemplo de vida virtuosa y santa, y escribe Don Bosco: “Habríamos deseado ciertamente que aquel modelo de virtud hubiera permanecido en el mundo hasta la ancianidad más tardía, y ya sea en el estado sacerdotal, para el cual se mostraba inclinado, sea en el estado laical, habría hecho ciertamente mucho bien a la patria y a la religión”. Aparece, con toda claridad, el ideal humano y cristiano del joven, según Don Bosco.



3.- La pasión del Hombre, de Cristo, de Dios...


Es muy interesante y significativo, en la presentación que el Rector Mayor hace del lema de Don Bosco, encontrar la palabra “pasión”. Indudablemente, es un término que se ha introducido en forma progresiva en el lenguaje de nuestro tiempo: habría que ver si también ha sido así en nuestra mentalidad. Todavía hasta hace pocos años, tenía un significado positivo únicamente cuando se refería a la “pasión de Cristo” y sólo porque se entendía como equivalente de su sufrimiento y muerte en la cruz (cfr., por ejemplo, la película de Mel Gibson). La respuesta a la pregunta: ¿Cuándo comienza la pasión de Cristo? era unánime: “la víspera de su muerte”.


A este respecto, un pensador ruso, D. Merezhkovsky, escribe: “Es muy extraño que la Iglesia, que califica el apasionamiento como pecaminoso y la impasibilidad como santa, haya tenido el valor de llamar ‘pasión’ a su máximo misterio” 5.


Podemos profundizar progresivamente en el análisis de la pasión a través de tres momentos: antropológico, cristológico y teo-lógico.


1.- En el sentido antropológico, la pasión (y las pasiones) era considerada como algo negativo, ligada al pecado o, al menos, a la imperfección de la concupiscencia; muchas veces, el modelo humano de perfección consistía en la ausencia absoluta de las pasiones o, al menos, en el equilibrio y control de las mismas, buscando el “justo medio” (aurea mediocritas): si bien la palabra que expresaba, literalmente, este ideal: la apatía, no era muy aceptable. Frente a esta mentalidad, vale la pena recordar la frase, intencionalmente provocatoria, de Kierkegaard: “Pierde menos el que se pierde en su pasión que el que pierde su pasión”.


En particular, quiero referirme a la temática ligada al amor humano, y concretamente, al eros: que, como subraya Josef Pieper en su extraordinario libro Sobre el Amor, ha sido objeto de una “campaña de difamación y de calumnia”, entendido como sinónimo de la sexualidad, y a veces hasta de una desviación morbosa de la misma. Probablemente, ya no se entiende así: pero no porque se haya reivindicado al eros, sino porque ha recibido la consecuencia de la actual valoración de la sexualidad (tratándose, en cambio, de dos realidades completamente distintas). Me parece que ni siquiera la extraordinaria encíclica de Benedicto XVI, Deus Caritas est, y el aún más atrevido Mensaje de Cuaresma 2007, han penetrado suficientemente en la manera cristiana de pensar a este respecto.


Es indispensable que, como educadores-pastores, seamos capaces de formar personas “apasionadas”, que sepan amar y ser amadas. Recordemos que una de las prioridades de nuestra educación humana y cristiana, en el discernimiento realizado en el Capítulo General 23, en 1990, fue precisamente ésta: la educación al amor y en el amor. No creo que haya dejado de ser actual esta preocupación.


2.- Ya en la perspectiva cristiana, hablar hoy de la “pasión” de Jesucristo en el lenguaje teológico y espiritual 6 se refiere cada vez más a su Amor, como razón última de la donación de su vida por nosotros: “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por los que ama” (Jn 15, 13).


En esta dirección, podemos decir, sin caer en una tautología, que la pasión de Jesús lleva a su pasión. Se ha hecho mucho camino tratando de despojar a Jesús, Hijo de Dios hecho Hombre, de una “apatía” que durante muchos siglos impidió una comprensión plena de su Humanidad, y propició un larvado monofisismo. Como dice el Rector Mayor, “el programa de Don Bosco evoca la expresión ‘tengo sed’, que Jesús pronuncia en la cruz mientras está entregando la propia vida para realizar el proyecto del Padre (Jn 19, 28). Quien hace propia esta invocación de Jesús, aprende a compartir su pasión apostólica ‘hasta el fin’” (p. 7).


Sin embargo, si nos detenemos aquí, nos quedaríamos a la mitad del camino, pues parecería que la “pasión” de Jesús sería sólo consecuencia de la Encarnación, de su “amar con corazón de hombre”, como dice bellamente el Concilio Vaticano II (GS 22): pero, en el fondo, no nos estaría diciendo nada de cómo es Dios, en sí mismo. En tal caso, no sería la revelación de Dios, sino su encubrimiento.


3.- El sentido más profundo de esta pasión es el teo-lógico: como dice sintéticamente J. Moltmann, “la pasión de Cristo nos revela la pasión de un Dios apasionado.


En el fondo, el ideal humano de la apatía era un reflejo del anhelo de “llegar a ser como Dios”, de ser lo más posible semejantes a El. Este deseo no es, de ninguna manera, negativo o pecaminoso: ¡hemos sido creados a imagen y semejanza suya! Como dice en forma extraordinaria santo Tomás de Aquino, “prius intelligitur deiformis quam homo”! (Hay que entender al ser humano antes como un ser deiforme que como hombre). El error radica en la imagen equivocada de Dios, al creer que Dios está ausente de sentimientos y pasiones; que se trata, en fin de cuentas, de un “Dios apático”; y que tal sería el sentido de su Omnipotencia: “Dios allá, en su Cielo, gozando de su Felicidad plena; yo quiero parecerme a ese Dios, aquí en la tierra”.


A este respecto, el mismo Moltmann afirma: “El hombre desarrolla la propia humanidad en relación con la divinidad de su Dios. Experimenta su propio ser en relación con lo que se le manifiesta como el Ser supremo. Dirige la propia vida hacia el Valor último. Se decide, fundamentalmente, por lo que le atañe en forma incondicional (...) La teología y la antropología se encuentran en una relación de mutuo intercambio (...) El Cristianismo primitivo no estuvo en grado de oponerse decididamente al concepto de apátheia que el mundo antiguo proponía como axioma metafísico e ideal ético. En él se condensaban la veneración por la divinidad de Dios y la aspiración a la libertad del hombre” (El Dios Crucificado, ed. Italiana, p. 313-314).


El Rector Mayor se refiere también a esta raíz de nuestra pasión apostólica cuando, hablando de la formación, indica: “Es preciso formar personas apasionadas. Dios nutre una gran pasión por su pueblo; a este Dios apasionado la vida consagrada mira con atención. Ésta debe, por lo tanto, formar personas apasionadas por Dios y como Dios” (p. 28). En su Mensaje de Cuaresma, Benedicto XVI afirma: “Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje ardiente y apasionado (cf. Ez 16, 1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el ‘sí’ de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa”.



4.- La Pasión apostólica de Don Bosco


Es necesario tratar de concretizar, en la perspectiva salesiana, esta “nueva imagen de Dios”; ciertamente será un enriquecimiento extraordinario, también desde el punto de vista teológico, pero sobre todo en la práctica concreta de nuestra Misión.


Conviene decir, sin duda, que no es sólo cuestión de palabras: corremos el riesgo de echar vino nuevo (¡y óptimo!) en odres viejos; pero, por otra parte, debemos también decir que los auténticos cristianos –en primer lugar, los santos y santas- han “intuído” esto, quizá sin tener las categorías conceptuales y lingüísticas idóneas para expresarlo: ¡la experiencia del Dios de Jesucristo, cuando es auténtica, no se agota en las ideas ni en las palabras!


Podemos caracterizar correctamente a Don Bosco como un hombre apasionado, inundado de la pasión del Amor (que, en el fondo, quiere decir cristianamente = lleno del Dios de Jesucristo). Pero, más allá de esta bella expresión, para que no se quede en pura retórica, hay que preguntarnos: ¿cuáles son los elementos que esta nueva visión puede ofrecer, para una renovación, incluso teológica, de la pasión de Don Bosco?


* En primer lugar, podemos decir que nuestro Padre comparte la pasión de Dios por la salvación de la humanidad, concretamente, de los jóvenes y en particular “los más pobres, abandonados y en peligro” (cfr. C 26). Este sería el sentido más profundo de la “compasión con Dios”. No tomar esto en serio, nos conduce nuevamente a la apatía teológica, o sólo a una preocupación intramundana por la promoción integral de los jóvenes. Como decíamos antes: el pedirle a Dios que nos a los jóvenes, es una manera tremendamente real de decirle que queremos colaborar con El, sentir con El, sufrir con El, por ellos...


* En segundo lugar, Don Bosco es particularmente sensible a la manifestación del amor de Dios: el “No basta amar...”, más allá de ser una expresión maravillosa de su inmenso corazón, y un elemento educativo formidable, posee una extraordinaria densidad teológica: en el fondo, todo el plan de salvación de Dios se puede sintetizar en una sola palabra: epifanía: consiste, no sólo en amarnos, sino en manifestarnos su amor, en Cristo (cfr. Rom 8, 39). A ello dedicaremos una de nuestras reflexiones posteriores.


* La pasión educativo-pastoral de Don Bosco subraya, de forma radical, la gratuidad de su amor, como expresión de la Gracia de Dios, que no es “algo”, sino Dios mismo, que se dona a nosotros en su Realidad Trinitaria, sin ningún mérito de nuestra parte. También será objeto de una mayor profundización.


* Por otra parte, en la vida y en el sistema educativo de Don Bosco ocupa un puesto fundamental la respuesta del joven. Más aún: el “no basta amar...”, conduce en esta dirección: “Quien sabe que es amado, ama; y quien es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes” (Carta de Roma, p. 251). Resuena en nuestro corazón el “studia di farti amare...” Quizá aquí podemos ponernos la pregunta: esta respuesta, ¿no amenaza la total gratuidad de nuestro amor y de nuestra donación incondicional?


El mismo Benedicto XVI, a este respecto (además del texto antes citado) ahonda en este aspecto, hablando de Dios mismo: “Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito (...) En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros (...) En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves los sacrificios más duros” (cursivas nuestras).


A la base de esta mentalidad se encuentra la idea de que el amor es más “puro” cuando a la total gratuidad no encuentra ninguna correspondencia, ya que, en tal caso, parecería un amor “interesado”. Trataremos de responder a esta inquietud, cuando ahondemos en la experiencia del amor, como eros-agape; por ahora, sólo quisiera subrayar, partiendo de la hermosa frase de san Pablo: “No tengan entre ustedes otra deuda, más que la del amor mutuo” (Rom 13, 8), que en el amor auténtico y pleno, la gratuidad no desaparece, sino al contrario: encontramos, por decir así, el encuentro de dos “gratuidades”.


Se trata de un tema que, en la fenomenología del amor, resulta fascinante. No pudiendo afrontarlo ampliamente, ofreceré algunos aspectos que pueden iluminarlo. Por una parte, retomando una certera observación de E. Jüngel, hay que distinguir entre el “ut” finale (amo para ser amado) y el “radiante ‘ut’ consecutivum (donde el ser-amado es consecuencia, y no finalidad de mi amor)7. San Bernardo ya lo había dicho, en forma magnífica: “Todo amor verdadero carece de cálculo y, sin embargo, tiene un pago; incluso únicamente puede recibir ese pago si no lo ha incluído en su cálculo... Quien como pago del amor sólo piensa en la alegría del amor, recibe la alegría del amor. Pero el que en el amor busca otra cosa que el amor mismo, pierde el amor y también su alegría” 8. Podemos aplicar al amor lo que Jesús dice sobre el Reino de Dios: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). En cambio, quien espera “todo lo demás” al buscar el Reino, se queda sin el Reino, sin su justicia y también sin todo lo demás...


En fin de cuentas, debemos remontarnos a la Fuente última de la teología (y también de la vida humana), a la reflexión teológica por excelencia (que no es, en absoluto, ‘abstracción de tercer grado’), en la contemplación del Dios Trinitario. La perijóresis nos garantiza que, en Dios, tan divino es el amar como el ser-amado. A este Dios nos parecemos, hemos sido creados a imagen y semejanza suya. No conviene que el hombre separe lo que Dios ha unido...


Ante todo esto, nos plantearemos una pregunta decisiva, aunque peligrosa si no se entiende adecuadamente: ¿podemos hablar del amor erótico de Don Bosco? Desde ahora podemos adelantar: Sí, por supuesto: si se trata de un amor a imagen del Amor mismo de Dios. Esto igualmente requiere de una reflexión más profunda y matizada.


* Para terminar, creo que la expresión tradicional sobre Don Bosco: padre y maestro de los jóvenes, tiene todavía muchísimo qué ofrecernos; en particular, quisiera subrayar la paternidad, que es una de las expresiones más profundas del ser-hombre, y Don Bosco la ha vivido a plenitud. Para no quedarnos tampoco aquí en la retórica de la expresión, indico sólo dos aspectos típicos de la paternidad (y, evidentemente, también de la maternidad, aunque con matices diferentes), que son manifiestos en nuestro Padre:


- el amor paterno-materno es la expresión más plena y radical de la incondicionalidad del amor de Dios: ya que cualquier otro amor humano presupone el conocimiento de la persona amada, excepto éste: se ama al hijo/a antes que tenga un rostro y un nombre, antes incluso de saber si es niño o niña...


- el amor paterno-materno, no siendo de ninguna manera indiferente a la respuesta filial, no depende de ésta: así es reflejo del Amor divino, que es bueno incluso con los malos e ingratos (cfr. Mt 5, 44-45)...


Concluyamos con una frase de nuestras Constituciones, hecha oración a María Inmaculada Auxiliadora:


María, ¡enséñanos y ayúdanos a amar como Don Bosco amaba!

(Cfr. C 84).




EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

ASCESIS DEL CARISMA:

COETERA TOLLE...


Continuando la reflexión anterior, tomemos la segunda parte del lema de Don Bosco, “...coetera tolle”, que, como dice el Rector Mayor en la carta de convocación del CG 26, expresa “la ascética salesiana, como se indica en el ‘sueño de los diez diamantes’” (ACG 394, p. 7). Un poco más adelante, explica: “El ‘coetera tolle’ motiva al consagrado salesiano a mantenerse a distancia del ‘modelo liberal’ de vida consagrada, descrito en la carta ‘Tú eres mi Dios, fuera de Ti no tengo ningún bien’” (ACG 394, 35; referencia a ACG 382).


1.- La ascesis cristiana: expresión y consecuencia del amor


Tratemos de ampliar esta perspectiva, comenzando por establecer la base “humana” que nos ayude a comprender que la ascesis no es necesaria sólo para consagrado, ni siquiera sólo para el cristiano, sino para todo ser humano, en la medida en que quiere ser verdaderamente feliz.


El Santo Padre Benedicto XVI, en la primera nota de su encíclica Deus Caritas Est, menciona a Federico Nietzsche, cuya crítica a un cierto ascetismo, que puede llegar a ser masoquista, es ya clásica: “Ellos (los creyentes, sobre todo los sacerdotes) han llamado ‘Dios’ a lo que los contradecía y les hacía daño: y en verdad, ¡ha habido mucho heroísmo en su adoración!”9 (Así habló Zaratustra, De los sacerdotes). Es necesario reconocer con sinceridad y humildad la parte de verdad que hay en estas críticas (que muchas veces es muy pequeña): frecuentemente, el modelo e ideal de perfección del cristiano no era realmente cristiano, sino que provenía de otras fuentes: e incluso, de otra concepción del ser humano que no es la del Evangelio. En el proyecto amoroso de un Dios que quiere el bien de sus hijos e hijas, no podemos separar la dimensión objetiva (“perfección”) de la subjetiva (“felicidad”). Es necesario reconocer que la acentuación, en tiempos pasados no siempre muy lejanos, de una perfección sin felicidad, ha llevado, pendularmente, a la situación actual, sobre todo en la cultura juvenil postmoderna: una búsqueda de felicidad, a veces obsesiva (y frecuentemente sólo de placer inmediato), sin ninguna referencia objetiva (“perfección”).


Hablando del amor, que constituye el fundamento del “da mihi animas”, decíamos que, así como sólo de él puede nacer la auténtica mística cristiana (y salesiana), igualmente es la única raíz de la auténtica ascesis. Más todavía: no hay ascesis más radical que la que nace del amor auténtico. En consecuencia, podemos afirmar que el amor es la fuente de la mística y de la ascesis cristianas. Dicho con palabras evangélicas: sólo podemos tener la ‘vida’, y producir mucho fruto, si, como el grano de trigo, aceptamos caer en tierra y ‘morir’. Y todo esto, no como algo “impuesto” desde fuera, ni siquiera como “el precio que hay que pagar”, sino porque deriva de la esencia misma del amor.


Por otra parte, sólo en la vivencia del amor, en cualquiera de sus auténticas manifestaciones, se realiza la plena realización de la persona, mediante la integración total de los aspectos objetivo y subjetivo: sólo a través del ser-amados y el amar el ser humano encuentra, al mismo tiempo, su plenitud y su felicidad.


2.- Dialéctica fundamental del Amor


Un poeta argentino, Francisco Luis Bernárdez, en una bellísima poesía, dice que estar enamorado (título de la misma)

es ignorar en qué consiste la diferencia entre la pena y la alegría.


Santo Tomás ya lo había dicho, con una frase lapidaria: “Ex amore procedit et gaudium et tristitia” (S. Th. IIa Iiae, q. 28, a. 1): “del amor procede la alegría y la tristeza”.


En este sentido, escribe Moltmann: “Un hombre puede sufrir, porque puede amar, y sufre siempre en la medida en que ama. Si lograse sofocar todo movimiento de amor, extinguiría también todo sufrimiento, se volvería apático (...) Un hombre que experimenta la impotencia, un hombre que sufre porque ama, un hombre que puede morir, es por tanto, un ser más rico que el Dios omnipotente, incapaz de sufrimiento y de amor” 10. No es una absoluta novedad, ni una falta de respeto para con Dios; en Ricardo de san Víctor encontramos la misma idea, expresada, si cabe, de una manera todavía más atrevida: “Si Dios prefiriera reservar egoísticamente sólo para sí la abundancia de su riqueza, aun pudiendo –si quisiera- comunicarla a otro (...), tendría razón para no dejarse ver ni de los ángeles ni de nadie, tendría que avergonzarse de ser visto y reconocido, teniendo en sí mismo una falta tan grave de benevolencia” 11.


En realidad, nunca somos tan vulnerables como cuando amamos... Recordando la “ley del grano de trigo”, si el amor puede ser descrito como “la felicidad-plenitud a través del don total de sí”, vemos inmediatamente por qué no se pueden separar, en la experiencia de todo amor auténtico, la “mística” y la “ascesis”. Digámoslo concretamente, en “lenguaje salesiano”, el da mihi animas y el coetera tolle son las dos partes, inseparables, del manto del personaje del sueño de los diez diamantes...


En otro hermosísimo texto de nuestra tradición salesiana se nos presenta esta misma dialéctica del amor: el sueño del emparrado de rosas. Quienes siguen a Don Bosco, fascinados por la idea de poder caminar sobre rosas, descubren, demasiado pronto, que hay espinas agudas, y se sienten engañados: en realidad, habían olvidado que no hay rosas sin espinas; que no hay amor sin sufrimiento o, mejor dicho, sin vulnerabilidad...


En el segundo capítulo de las Constituciones, hablando de la identidad del salesiano, al menos en dos ocasiones encontramos esta perspectiva de la ascesis, ligada íntimamente a la experiencia del amor. En el artículo 14, “Predilección por los jóvenes”, leemos: “Este amor, expresión de la caridad pastoral, da sentido a toda nuestra vida. Por bien de ellos ofrecemos generosamente tiempo, cualidades y salud: ‘Yo por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros vivo, por vosotros estoy dispuesto incluso a dar la vida”. Y más adelante, recordando “el segundo lema de la Congregación”, trabajo y templanza, dice nuestra Regla de Vida: “(El salesiano) acepta las exigencias de cada día: está dispuesto a soportar el calor y el frío, la sed y el hambre, el cansancio y el desprecio, siempre que se trate de la gloria de Dios y de la salvación de las almas” (C 18).


3.- El “Dios Amor”, un Dios Pobre


En forma análoga a lo que decíamos en la reflexión anterior sobre el fundamento teológico de nuestra pasión, en el “da mihi animas”, también aquí debemos ir hasta lo más profundo para encontrar, en el Dios en quien creemos, el Dios-Amor, el fundamento de nuestra pobreza evangélica y consagrada, de nuestra más radical ascesis.


Habitualmente, hemos buscado este fundamento en la vida de Jesús, como lo dicen también nuestras Constituciones, citando a nuestro Padre Don Bosco: “Conocemos la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Llamados a una vida intensamente evangélica, elegimos seguir al Salvador, que nació en la pobreza, vivió en la privación de todos los bienes y murió desnudo en una cruz” (C 72).


No se trata de poner en discusión el ejemplo normativo del Hijo de Dios hecho Hombre; pero, partiendo de un concepto teológico central, debemos afirmar: en ese Hombre, Jesús de Nazaret, se revela Dios en forma definitiva (= escatológica).

Sin pretender desarrollar esta última afirmación, limitémonos a recordar las palabras de VC, sobre el fundamento trinitario de los consejos evangélicos: “La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante nos revela su sentido más profundo” (VC 21). Precisamente porque Jesucristo es el Revelador de Dios, es también a través de Él como podemos llegar a este fundamento trinitario. (No quisiera dejar de indicar que ésta me parece una de las novedades teológicas y espirituales más importantes del Magisterio sobre la vida consagrada: por desgracia, poco desarrollada).


En referencia a esto, quisiera presentar una reflexión personal, que me está muy a pecho. En los evangelios sinópticos –tomo el texto, por ejemplo, de Lc. 21, 1-4, encontramos el ejemplo conmovedor de la pobre viuda que, arrojando dos moneditas, ha dado, según la palabra de Jesús, más que todos los demás: “todos ellos, de hecho, han depositado como oferta de lo que les sobra; esta mujer, en cambio, en su pobreza ha dado todo lo que tenía para vivir”. Siempre había yo visto este texto como una enseñanza moral particularmente fuerte para invitarnos a tener una plena confianza en Dios, hasta que un día me vino la idea: ¿No puede ser esta Palabra del Señor también una extraordinaria parábola teo-lógica? ¿El Dios de Jesucristo, ¿es como uno de esos ricos que ‘dan mucho’, pero de lo que les sobra, o es más bien semejante a esta pobre viuda, que lo ha dado todo, lo más querido que tenía: su único Hijo, por nosotros?


Entendida así, la Encarnación como kénosis es una acción trinitaria; más aún: es la manifestación por excelencia del Dios Trinitario.


Sin embargo, inmediatamente surge la pregunta: ¿Acaso no “cambia” Dios al hacerse hombre? La Encarnación ¿no atenta contra la radical inmutabilidad de Dios?


Sin entrar en disquisiciones teológicas, que no es el caso, lo primero que habría que hacer es cuestionar a fondo el sentido que puede tener dicha inmutabilidad, que es más un concepto filosófico que teológico. En todo caso, el contenido positivo de este concepto queda asumido y plenificado, personalísticamente, en la fidelidad: una característica típica del amor, sobre todo cuando hablamos de Dios.


Recordando la interpretación de la parábola evangélica antes mencionada, demos ahora la palabra, en un texto extraordinario, a Hans Urs von Balthasar:


Lo que juega aquí, al menos de fondo, es el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente ‘poder absoluto’ pasa a ser absoluto ‘Amor’. Su soberanía no se manifiesta en el aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo. Su soberanía se sitúa en un plano distinto de lo que nosotros llamamos ‘fuerza’ y ‘debilidad’. El que Dios se despoje en la encarnación es ónticamente posible porque Dios se despoja eternamente en su entrega tripersonal (...) Los conceptos de ‘pobreza’ y ‘riqueza’ se hacen dialécticos. Lo cual no quiere decir que la esencia de Dios sea en sí (unívocamente) ‘kenótica’, como si un mismo concepto pudiera abarcar la kénosis y el fundamento divino que la hace posible. Lo que quiero decir es que, como Hilario a su manera pretendía indicar, el ‘poder’ divino es de tal calidad, que puede hacer sitio en sí mismo a un despojo como el de la encarnación y la cruz, y que puede llevar ese despojo hasta el colmo”12.


Sólo un Dios así es digno, no únicamente de nuestra acción de gracias y nuestro reconocimiento, sino también, y sobre todo, de nuestro amor total, incondicional, que nos lleve también a nosotros a un radical “vaciamiento”, para llenarnos plenamente de su Amor, y convertirnos así en sus portadores para los jóvenes.


Más adelante, reflexionaremos sobre la Encarnación del Hijo de Dios como manifestación definitiva del Amor de Dios; más aún: del Dios que es Amor. En esta dimensión “positiva” trataremos de integrar su carácter de despojo: la kénosis del Hijo hecho Hombre.


4.- Amor y Pobreza en la vida salesiana

En la misma carta del Rector Mayor, antes de presentar los dos últimos temas capitulares, se afirma: “Para Don Bosco la segunda parte del lema, coetera tolle, significa el desapego de todo lo que puede alejar de Dios y de los jóvenes. Para nosotros hoy esto se concreta en la pobreza evangélica y en la opción de ir al encuentro de los jóvenes más ‘pobres, abandonados y en peligro’, siendo sensibles a las nuevas pobrezas y colocándonos en las nuevas fronteras de sus necesidades” (ACG 394, p. 41). También aquí, partir del amor apostólico, a imagen del Dios de Jesucristo, nos permitirá concretizarlo en la auténtica pobreza.


En un análisis muy denso, pero de una extraordinaria riqueza, que hace del amor humano Eberhard Jüngel, expresa así esta relación:


El hecho que el “yo” que ama quiera tener al “tú” amado y así, pero precisamente sólo así, quiere tenerse a sí mismo transforma –y esto es muy relevante desde el punto de vista ontológico y teológico- la estructura del “tener”. En efecto, el “tú” amado es deseado por el “yo” que ama sólo como un “tú” al cual puede donarse, y que a su vez, se dará al yo que ama como a un “tú” amado (...) El intercambio del don recíproco significa, sin embargo, para el momento del “tener”, que el yo que ama quiere tenerse a sí mismo sólo en la forma del ser-tenido. Y significa, al mismo tiempo, que quiere tener al “tú” amado sólo como un “yo” que, a su vez, quiera ser tenido (...) En el amor no hay un tener que no nazca del don (...) El “yo” que ama se tiene a sí mismo en adelante como si no se tuviese. Quiere ser amado, y precisamente por el “tú” que él mismo quiere tener. Pero para tener este “tú”, debe darse a él, por lo tanto, debe cesar de tenerse a sí mismo. Este hecho es decisivo para la comprensión del amor” 13.


Dicho de otra manera: una pobreza que no nace del amor, no es una pobreza deseable y que pueda asemejarnos a Dios. El vaciamiento del Hijo de Dios (kénosis) es, en el fondo, expresión del amor, que lo lleva a asemejarse a nosotros: amor, aut similes invenit, aut similes facit. La “inserción”, que lleva a compartir la vida de los más pobres y marginados es, en el fondo, una variante de la encarnación.


A este respecto, podemos recordar también las palabras de san Agustín en su comentario a la primera carta de Juan:


¿Cómo empieza la caridad, hermanos? Presten un poco de atención: ustedes han escuchado cómo se alcanza su perfección: el Señor en el Evangelio nos ha presentado su culmen y su modo: Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por los que ama. Él, pues, mostró en el Evangelio su perfección y también aquí se nos presenta dicha perfección; pero pregúntense a sí mismos, y díganse: ¿Cuándo podemos tener esta caridad? Sin embargo, no te desesperes luego de ti mismo: la caridad ha nacido apenas en tí, no se ha desarrollado todavía; nútrela, para que no se debilite. Quizá me dirás: ¿Dónde puedo conocer el grado de mi amor? Hemos escuchado con qué medios la caridad llega a la perfección; escucha ahora dónde comienza. Juan continúa diciendo: Quien tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano hambriento le niega su compasión, ¿cómo podrá el amor de Dios habitar en él? He aquí dónde comienza la caridad. Si todavía no estás dispuesto a morir por el hermano, al menos que estés dispuesto a dar al hermano un poco de tus bienes (...) Si no logras, pues, dar lo superfluo a tu hermano, ¿cómo podrás dar por él tu vida? 14.



5.- La Pobreza como dimensión de la vida consagrada salesiana



Poco después del texto que citábamos al principio de esta meditación, el Rector Mayor concretiza: “La vida consagrada del futuro se realizará en su concentración sobre el seguimiento radical de Cristo obediente, pobre y casto. Si los tres consejos evangélicos nos hablan de nuestra total ofrenda a Dios y de nuestra entrega a los jóvenes, la pobreza nos lleva a darnos sin reservas ni demoras, hasta el último aliento de nuestra vida, como hizo Don Bosco. La práctica de los consejos evangélicos libera en nosotros los recursos más escondidos de la disponibilidad” (ACG 394, 41).


Considero que, en la teología de la vida consagrada, concretamente para nosotros, como salesianos, más allá de la innegable diversidad de los consejos evangélicos, es necesario encontrar una unidad armónica y orgánica en torno al amor, que les da sentido, y los conduce a la plenitud de la santidad. En esta perspectiva, la pobreza no es una “parte” o sección de nuestra vida, sino una dimensión que atraviesa toda ella, y en particular los consejos evangélicos. Más aún: me atrevería a decir, jugando un poco con las palabras, que la pobreza que implican la castidad y la obediencia es más radical que la que implica el voto de pobreza.


En Vita Consecrata leemos: “Todo renacido en Cristo está llamado a vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes materiales, porque todos son llamados a la santidad, que consiste en la perfección de la caridad” (VC 30).


Analizando este texto fundamental, encontramos tres afirmaciones unidas entre sí:

  • todo cristiano/a está llamado a la santidad;

  • la santidad consiste en la perfección de la caridad, del amor;

  • por lo tanto, todo cristiano está llamado a vivir, de acuerdo a su propio estado, los “consejos evangélicos”.


También aquí encontramos, respecto a la concepción habitual de los “consejos” evangélicos, una total novedad teológica y espiritual (si bien, en cierta manera, ya está presente en Lumen Gentium). Podemos afirmar: a la única perfección cristiana, que es la del amor, pertenece esencialmente la vivencia de los “consejos evangélicos”. La forma misma en que son mencionados indica que no se trata de que todos los bautizados “profesen los votos”: lo cual significa que conviene buscar una formulación más adecuada, para no caer en el error de considerar a los cristianos “normales” como de “segunda clase”, o de ampliar tanto el concepto de “vida consagrada”, que todos entren en ella. No hay que olvidar que, en realidad, todo cristiano/a es un/a consagrado/a por el Bautismo.


Si estos “valores” evangélicos (que no son “opcionales”) atañen a todo cristiano, deben tener la máxima amplitud posible, no limitándose a tal o cual aspecto marginal de la existencia humana y cristiana (como sería, por ejemplo, si entendiéramos la castidad sólo en relación con la sexualidad, o la obediencia con un mandato del superior “en virtud del voto”).


Dicha perspectiva puede ser la proyección de las dimensiones fundamentales del ser humano, frente a Dios:


  • ante las “cosas”: pobreza;

  • ante los demás: castidad;

  • ante uno mismo: obediencia.


Recordemos el “mandamiento” primero y principal, la primera “palabra de vida”, que Jesús indica al doctor de la ley: “El primero es: ‘Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que éstos” (Mc 12, 29-31 et par). A la luz de este “mandamiento”, comprendemos la triple idolatría que amenaza la raíz misma de nuestra vida cristiana (y religiosa): absolutizar las cosas materiales, adorando al “dios dinero”; colocar a una(s) persona(s) como centro último y definitivo de nuestra vida, desplazando a Dios de nuestro centro; y finalmente, como tentación más profunda y radical, colocarnos a nosotros mismos en el lugar de Dios. Más aún: en vez de servir a Dios, servirnos de Dios.


Viéndolo desde la perspectiva positiva, tender a la santidad cristiana consiste en crecer día a día en el auténtico amor, poniendo a Dios como Centro de nuestra vida, Destinatario último y definitivo de nuestro Amor, y sólo en Él y desde Él amando a nuestros prójimos (‘castidad’), utilizando solidaria y fraternalmente los bienes de este mundo (‘pobreza’), logrando así nuestra plena realización en Cristo (‘obediencia’). Para ello, y al servicio de nuestros hermanos y hermanas, nuestra vida consagrada se vuelve humilde ejemplo y “terapia espiritual” (VC 87ss), asumiendo la renuncia al ejercicio de estos valores, no para que los demás cristianos renuncien a ellos, sino para que los relativicen. Éste es nuestro servicio insustituíble, que permite que se hable de la “excelencia objetiva de la vida consagrada” (cfr. Carta del Rector Mayor, “Sei Tu il mio Dio, fuori di Te non ho altro bene”, ACG 382, p. 15ss, citando VC 18 y 32).


Precisando aún más: para un cristiano, esta “centralidad de Dios”, y la radical renuncia que implica, se configura como seguimiento e imitación de Jesucristo: “Si alguno quiere venir conmigo, y no me prefiere a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta a su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío (...) Cualquiera de vosotros, que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26-27. 33). En nuestras Constituciones, al hablar de la vida salesiana como una experiencia formativa, junto con la “mística” en la vivencia de los valores de nuestra vocación, se nos invita a asumir la ascesis que supone tal camino (cfr. C 98).


Esto nos lleva a un tema, muy interesante pero que por ahora sólo menciono: el sentido de la renuncia, y la educación a la renuncia: un tema de la máxima actualidad, sobre todo (no sólo) en el campo de la formación inicial.


A este respecto, quisiera retomar un texto de la conferencia del Rector Mayor a los Superiores Generales:


En la pequeña parábola evangélica del comerciante en perlas finas (Mt. 13, 45-46) encontramos algunos elementos preciosos que nos permiten delinear la “fenomenología de la renuncia”:


a) - se renuncia a unas perlas preciosas (“el mercader va y vende lo que tiene”) no porque sean falsas: son auténticas, y han constituído hasta ahora el tesoro del mercader. Aplicándolo a nuestra realidad, no es ciertamente un método feliz el que trata de disminuir el valor de aquello a lo que hay que renunciar, para que resulte más fácil el hacerlo. En el fondo, renunciar a lo “malo” no constituye la renuncia humana más profunda y plenificante. ¡Cuántas veces hemos escuchado, como resistencia a una renuncia necesaria: “¿qué tiene de malo esto?”! Y tiene toda la razón quien habla así: sólo que debe comprender que es precisamente entonces, cuando se le presenta la oportunidad de la renuncia en su sentido más auténtico...


b) - se renuncia a unas perlas de verdad, con dolor y a la vez con alegría, porque se ha encontrado “la” perla definitiva, aquélla que ha cautivado la mirada y el corazón del comerciante: y comprende que no puede adquirir ésta, si no vende aquéllas. Si nuestra vida consagrada, centrada en el seguimiento y la imitación del Señor Jesús, no resulta fascinante, se vuelve injusta y deshumanizante la renuncia que exige... Como dice hermosamente Potissimum Institutioni: “Solamente este amor de carácter nupcial y que implica toda la afectividad de la persona, permitirá motivar y sostener las renuncias y las cruces que encuentra necesariamente quien quiere “perder su vida” por causa de Cristo y su Evangelio (cfr. Mc. 8, 35)” (n. 9).


c) – el gozo por la posesión de la “perla preciosa” no elimina nunca del todo el temor de que no sea auténtica: en caso de ser falsa, mi decisión ha sido equivocada, y he arruinado mi vida. Este “riesgo” en la vida cristiana y, más aún, en la vida consagrada, es una consecuencia directa de la fe: sólo desde la fe tiene sentido nuestra vida: si no es verdad aquello en lo que creemos, “somos los más infelices de todos los hombres”, parafraseando a san Pablo (cfr. 1 Cor. 15, 19). El día en que, en cualquier vertiente de la vida consagrada, se pueda decir: “mi vida es plenamente gratificante aunque no sea verdad aquello en lo que creo”, estamos convirtiendo nuestro Carisma... en una ONG, con el agravante de que conlleva ciertas exigencias incomprensibles para sus miembros...



Termino con la concretización a la que nos invita el mismo Rector Mayor en su carta: “Nosotros, salesianos, testimoniamos la pobreza con el trabajo incansable y la templanza, pero también con la austeridad, la sencillez y la esencialidad de vida, el compartir y la solidaridad, la gestión responsable de los recursos. Nuestra pobreza nos pide una reorganización institucional del trabajo, que nos ayude a superar el peligro de ser empresarios de la educación más que educadores, o gestores de empresas educativas más que apóstoles a través de la educación. Quien ha escogido seguir a Cristo, ha escogido hacer propio su estilo de vida, no enriquecerse, vivir la bienaventuranza de la pobreza y de la sencillez de corazón, tener siempre familiaridad con los pobres” (ACG 394, 41-42).


En definitiva: es tomar en serio, y vivir a fondo, la bienaventuranza de Jesús: “Dichosos los pobres de espíritu”, para experimentar, ya desde ahora, la participación en el Reino de los Cielos...









EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

NO BASTA AMAR...”

LA MANIFESTACIÓN DEL AMOR



Esta meditación se centra en uno de los temas fundamentales de nuestro Carisma y nuestra Espiritualidad salesiana. Basta recordar, entre otros muchos textos de nuestra Tradición, la Carta de Roma del 10 de mayo de 1884, donde Don Bosco plasmó en forma insuperable este rasgo esencial del Sistema Preventivo. Sin embargo, podemos correr el peligro de convertirlo superficialmente en un “slogan” publicitario. En realidad, tiene una densidad extraordinaria, no sólo desde el punto de vista pedagógico o espiritual, sino también una riqueza teológica que es necesario explotar, ya que hunde sus raíces en la Revelación cristiana misma.


Como en los temas anteriores, también aquí partiremos de la experiencia humana, no porque queramos minimizar su novedad cristiana, sino porque creemos firmemente que no hay ninguna oposición entre naturaleza y gracia, entre Creación y Redención.


1.- El amor necesita manifestarse


A la realidad misma del amor, en la experiencia humana, podemos aplicarle, en forma análoga, lo que san Juan dice sobre Dios: “Al amor, nadie lo ha visto nunca”. Sin embargo, lo que el título quiere indicar no es sólo que el amor, si no se manifiesta, no puede ser percibido (lo cual es evidente); más bien queremos acentuar que el amor, por su misma naturaleza, tiende a manifestarse, anhela ser percibido por la persona amada; e incluso – hay que decirlo claramente- ansía una respuesta, que no se puede dar si no hay dicha manifestación.


Creo, sin embargo, que hay que ahondar en esta experiencia, y para ello nos planteamos la pregunta: ¿por qué es necesario manifestar el amor, de parte de quien ama? Sin duda, porque no puede dejar de hacerlo; pero también –y esto es algo que no siempre se toma en cuenta- por lo que implica para la persona amada: precisamente porque lo que más quiero es su felicidad, quiero que sepa que es amada.


Este planteamiento nos lleva a una perspectiva que la fenomenología del amor olvida con frecuencia: estamos partiendo no desde el “amar”, sino


desde el “ser- y sentirse amado”. Este olvido es propiciado, en ocasiones, por un malentendido: el pensar que “más vale dar que recibir”, llegando incluso, en ocasiones, a no desear ninguna respuesta de parte de la persona amada: como si fuera más noble este amor “desinteresado”. Más aún: quizá porque pensamos que, de esta manera, nos asemejamos más a Dios. El Santo Padre Benedicto XVI, en su encíclica y, sobre todo, en su Mensaje de Cuaresma 2007, ofrece líneas extraordinariamente ricas para disipar este malentendido desde su misma raíz teológica: como lo hemos visto ya hablando de la gratuidad y de la Gracia, el Papa escribe: “El Todopoderoso espera el de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa (...) La respuesta que el Señor espera ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él”.


Este malentendido se hace presente también, por desgracia, en la concepción de la vida cristiana, cuando se la entiende más como un “amar y servir a Dios”, esperando, de esta manera, que Dios corresponderá a nuestro amor y nos salvará, en vez de entenderla y vivirla, con el gozo de la gratitud, como un “ser amados por Dios”. Sólo desde esta convicción de nuestra fe puede nacer nuestro amor a El, como respuesta agradecida y gozosa.


Retornando a la perspectiva mencionada, esto es: la experiencia “pasiva” de ser amados, ha escrito el pensador alemán católico Josef Pieper páginas memorables. Citando nada menos que a Jean-Paul Sartre, quien afirma: “Este es el núcleo de la alegría del amor: que en él sentimos justificado nuestro ser”, continúa: “No se mira desde el punto de vista del amante, sino de la persona amada. Por lo que se ve, no nos basta con existir simplemente, lo que interesa es la confirmación en el ser: ‘es bueno que tú existas’; ‘¡qué maravilla el que estés aquí!’ Con otras palabras: lo que necesitamos, además de existir, es ser amados por otra persona (...) Y, por muy sorprendente que parezca, esta realidad está confirmada por la más elemental experiencia, por lo que cada día experimenta y vive cada una de esas personas. Se oye decir: esa persona ‘florece’ cuando se siente querida. Sólo en ese momento parece que está en su propio ser, empieza para él una nueva vida15.


Todos hemos vivido, me imagino, esta experiencia con los jóvenes, en nuestro trabajo educativo y pastoral, y constituye una de las alegrías más profundas y auténticas. Dicho con otras palabras: mientras no nos sentimos queridos por alguien, ‘nos da vergüenza’ estar en este mundo, como una fiesta a la que no hemos sido invitados; pero apenas alguien nos quiere, como decía arriba Sartre, “se justifica nuestra existencia”; y en la experiencia pedagógica, el cambio (incluso externo) es muchas veces extraordinario.


Quisiera insistir en esta dimensión de la experiencia del amor, porque el “ser amado” (en pasivo) subraya el carácter único, singular e irrepetible de la persona amada, más que la dimensión activa del “amar”, donde no siempre queda garantizado ese carácter de singularidad. Basta pensar en la frase, tantas veces escuchada, “Haz el bien, y no mires a quién”: ¿se puede hablar aquí, de “amor”, cuando consideramos como algo deseable (independientemente de que sea o no posible) el anonimato de la persona amada? Y sobre todo: ¿se sentirá satisfecha dicha persona? Podrá ser esto “beneficencia”, pero falta un elemento esencial para que sea auténtico amor.


En lo personal, considero que aquí radica la raíz del eros, sin el cual tanto la sexualidad, por una parte, como el mismo agape, por otra, pueden volverse “impersonales”. Como veremos en la meditación sobre Don Bosco, ¡para él cada muchacho era único e irrepetible, aunque fueran cientos o miles los destinatarios de su amor!



2.- La expresión y la manifestación del amor


Ahondando en la fenomenología del amor: precisamente para que el amor sea captado como tal, conviene hacer una distinción importante entre expresión y manifestación. La expresión brota más “inmediatamente” de la naturaleza del amor, como su consecuencia misma, y por tanto, está más ligada a quien ama; la manifestación, en cambio, mira más a quien la recibe, precisando y explicando la primera, y por ello, está más ligada a la palabra. Por desgracia, aquí también puede hacerse presente la mentira: cuando la palabra no corresponde a la realidad que, teóricamente, trata de manifestar.


Podemos decir que, en un esquema dinámico, el amor sigue este desarrollo:

Realidad – expresión – manifestación – captación – respuesta.


Todo esto tiene, en el Carisma Salesiano, una aplicación extraordinaria, como podemos vislumbrar, y más adelante explicitaremos.


En esta dinámica, recordando el adagio: “Obras son amores, y no buenas razones”, podemos decir que la expresión del amor son las acciones, y la manifestación todo aquello que permita comprender de qué fuente manan estas acciones, esto es, del amor. Dicha manifestación es, ante todo, la palabra, pero también puede haber otros signos que la hacen posible. Al amor (también en su realidad humana) podemos aplicarle las palabras del Concilio Vaticano II: “El plan de la Revelación se realiza mediante obras y palabras intrínsecamente ligadas entre sí” (DV 2).


Conviene hacer dos observaciones ulteriores en este análisis de la experiencia humana. Por una parte, en relación a la novedad de la manifestación: paradójicamente, se puede decir que es nueva y al mismo tiempo, no lo es: no es nueva, porque manifiesta algo que, en cierta manera, ya existía; pero también es nueva, porque lo que ya existía no se había manifestado. Dicha manifestación crea una nueva situación, y en este sentido podemos hablar del “acontecimiento de la Palabra”. Decirle a una persona: “Te quiero”, establece una nueva y maravillosa realidad.


Por otra parte, la manifestación es, en cierto sentido, “sacramental”, en cuanto que gran parte de la eficacia del amor radica en su perceptibilidad. Cuando falta el signo, aunque exista la realidad que lo haría posible, no tiene lugar la captación, y en consecuencia, no hay la posibilidad de la respuesta por parte de quien, sin duda es amado, pero no lo sabe.


Una experiencia humana semejante la ha expresado, en un texto extraordinariamente hermoso, el poeta español Gustavo A. Bécquer:


Asomaba a sus ojos una lágrima,

y a mi labio una frase de perdón.

Habló el orgullo, y enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró.

Hoy voy por un camino; ella, por otro;

pero al pensar en nuestro mutuo amor,

yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?

Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?


Digámoslo en forma más sencilla y universal: ¿cuántas veces no sucedes, sobre todo en la vida matrimonial y familiar, que, aun habiendo amor, e incluso la expresión del mismo (en forma de servicio mutuo, de entrega, hasta de sacrificio por aquellos a quienes se ama), falta la manifestación que permita captar el amor a través de dichas expresiones?




3.- “...hemos conocido el Amor que Dios nos tiene...”


Al comentar el lema de nuestra Congregación: “Da mihi animas, cetera tolle”, ya hemos reflexionado en algunos aspectos teológicos del Carisma. Aquí trataremos de ahondar en ellos, partiendo de la Encarnación del Hijo de Dios, como la manifestación definitiva, una vez para siempre (=escatológica) del Amor de Dios. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó- lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-3a). En el fondo, lo que queremos decir será, en síntesis, lo siguiente: todo el plan de salvación de Dios, centrado en el “acontecimiento Cristo”, puede sintetizarse en una sola palabra: EPIFANÍA, que tiene como finalidad el que todos los seres humanos, de cualquier tiempo y lugar, no sólo seamos objeto del Amor de Dios, sino que lo percibamos, lo comprendamos en la fe, y correspondamos a él con nuestro amor.


Cuando hablamos de “Encarnación” no nos referimos, por supuesto, a un momento puntual (“el 25 de marzo”), sino a la experiencia total que el Hijo de Dios ha vivido, el “hacerse Hombre”: la cual, (en una perspectiva personalista que, en cierto sentido, sería el fundamento teológico de la vida entendida como proceso permanente de formación) dura toda su existencia terrena, y encuentra su culmen en su muerte y resurrección. En este sentido, la palabra “epifanía” no designa sólo una “manifestación sensorial” (visual, por ejemplo): en tal caso podría implicar sólo una apariencia (“docetismo”); implica toda la realidad de su Persona, que se da totalmente, en un amor “hasta el extremo” (cfr. Jn 13, 1ss).


La teología católica, en diálogo crítico con la Reforma protestante, ha subrayado siempre que el Dios que se revela en Jesucristo es el mismo Dios creador, que se hace presente en la historia, y que en particular se ha revelado como Yahvé, Dios de Israel. Esta postura católica ha sido ratificada por el Concilio Vaticano I, basándose, entre otros muchos textos bíblicos, en Rom 1, 20: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables”.


Sin embargo, el mismo Concilio, al hablar de esta revelación de Dios, y en sintonía con el texto paulino, al mencionar su “poder y sabiduría eternos”, no habla de su amor. Quizá, en la intención explícita del Concilio, no se encontraba esta distinción; pero su omisión me parece muy significativa: ya que aquí hablamos de la Creación y la historia como la expresión del Dios verdadero (por lo tanto, del Dios que es Amor): pero esta expresión necesita, para ser comprendida como tal, de su manifestación en Cristo. Sin Él, nunca llegaríamos a comprender que, más allá de su Poder y su Sabiduría infinitos, la Creación y la historia nos hablan del Amor de Dios: más aún: de un Dios que es Amor.


Volviendo nuevamente a la experiencia humana: ¡cuántas veces resulta difícil el captar una actitud de la otra persona como expresión de su amor, si falta la manifestación (sobre todo, como insistimos antes, a través de la palabra) que nos permita establecer dicha relación.


Me atrevo a decir que la Creación y la Historia (entendida como historia universal, pero también y sobre todo como ‘mi’ historia, la de toda mujer y hombre en el mundo) resultan agápicamente mudos al margen de la Revelación histórica de Cristo. Aunque después trataremos de ver las implicaciones (sin duda, muy relevantes) que tiene esto para nuestro Carisma, quisiera decir por ahora sólo esto, en “clave salesiana”: Dios no se contentó con amarnos, sino que quiso manifestar su Amor dándonos lo más querido que tenía, su Hijo Jesucristo.


El carácter definitivo de la Revelación de Dios en Jesucristo no consiste en que en adelante Dios ya no nos “ha dicho nada”, ni lo dirá: en realidad, Dios sigue hablándonos, a través de la historia (nuevamente: la historia universal, particular, personal...), sino más bien que no podemos entender lo que Dios nos sigue “diciendo”, si no lo “leemos” a la luz de Jesucristo, a quien, en este sentido, podemos llamar “la Gramática de Dios”.


Todo esto tiene implicaciones, que por ahora es imposible ahondar, en el diálogo interreligioso. Sin cerrarnos, de ninguna manera, a todos los valores que encontramos fuera de nuetra fe, a todo lo que de “bueno, noble, justo...” (cfr. Flp 4, 8) encontramos en toda auténtica búsqueda de Dios por parte del hombre de todo tiempo y lugar, esta perspectiva nos permite afirmar que Jesucristo es el único y universal Salvador de la humanidad. “Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres... aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y salvador nuestro Jesucristo” (Tito 2, 11.13).





4.- La Encarnación del Hijo de Dios, Epifanía del Amor Divino


Sin embargo, todavía no abordamos el núcleo de nuestra reflexión teológica: ¿en qué sentido la Encarnación del Hijo de Dios es la manifestación definitiva de su Amor, que nos permite descubrir su expresión en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida y de la vida de los demás, en la historia particular y universal? Sobre todo porque dicha Encarnación, en un primer momento, podría parecer encubrimiento de Dios, ocultamiento, más que la manifestación de su Divinidad; de otra manera no tomaríamos en serio su vaciamiento-anonadamiento (kénosis). ¿Cómo entender esta revelación definitiva de Dios, a través de su “hacerse Hombre”?

Una lectura superficial del texto paulino de 1 Cor 1, 18-25, podría llevarnos a pensar que el Apóstol sostiene que Dios, siendo Poder y Sabiduría infinitos, se ha mostrado en Cristo “al revés” de como es: a saber, en la impotencia y locura de la Cruz: es la manera en que, por ejemplo, Lutero entendió y elaboró su Cristología sub contrario. En realidad, san Pablo no dice esto; la indudable contraposición concluye así: “Para los llamados, lo mismo judíos que griegos, (predicamos a) un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (v. 24): ya que se trata de la fuerza y la sabiduría del Amor divino, que, para los criterios puramente humanos, es locura y debilidad; pero, al mismo tiempo, es más fuerte que la fuerza humana, y más sabio que la sabiduría humana.


Si partimos de la descripción “teísta” de Dios como Poder y Sabiduría infinitos, nos encontramos ante una alternativa, que se vuelve un callejón sin salida: el Hijo de Dios, en su Encarnación, o conserva estas prerrogativas, o se despoja de ellas. En el primer caso, ¿podemos afirmar que realmente se hizo hombre? En el segundo caso, su realidad humana es evidente; pero dejaría de ser verdadero Dios.


La verdadera solución teológica comienza en el planteamiento mismo del problema, a saber: ¿cuál es la imagen auténtica del Dios en quien creemos? Dios no es, ante todo, Poder o Sabiduría, sino Amor.


Partamos de nuevo desde la experiencia humana. Todos conocemos una frase muy hermosa de la tradición latina: “amor, aut similes invenit, aut similes facit” (el amor, o se da entre iguales, o iguala a aquéllos entre quienes se da). Aplicándolo al Amor de Dios: la “diferencia” entre Dios y sus criaturas: concretamente, el ser humano, es infinita. Y sin embargo, desde la misma raíz de esta diferencia (“soy Dios, no hombre”: Os 11, 9), brota la búsqueda de esta igualdad: pues el amor no pretende ignorar las diferencias, pero tampoco se deja separar por ellas, sino que pretende superarlas, asumiéndolas.


En un hermoso texto de la tradición oriental, afirma Nicolás Cabasilas:


Los hombres se distinguen de Dios por tres cosas: por su naturaleza, por su pecado y por su muerte. Pero el Redentor hizo que desaparecieran los obstáculos que impiden una relación directa. Para ello eliminó uno por uno dichos obstáculos: el primero, asumiendo la naturaleza humana; el segundo, muriendo en la cruz, y el último, desterrando por completo de la naturaleza humana, al resucitar, la tiranía de la muerte16.


Si el Amor busca igualarse a quienes ama, en la Encarnación el Hijo se despoja de su Poder y su Sabiduría, no para dejar de ser Dios, sino al contrario: para manifestársenos más plenamente, en esa semejanza, como Amor; y, por lo tanto, como Dios (si tomamos realmente en serio que “Dios es Amor”).


En otras palabras: precisamente porque es por amor que el Hijo de Dios se despoja de su omnipotencia y su omnisciencia para ser verdadero Hombre, manifiesta al máximo su Amor, lo cual equivale a decir: se manifiesta plenamente en cuanto Dios.


Apelando una vez más a la experiencia humana: a diferencia de la expresión, el punto de referencia de la manifestación no es la persona que ama, sino sobre todo sus destinatarios, buscando su plena captación. Por ello, no porque en Dios sean opuestos el Amor a su Sabiduría y Poder (ya que se identifican en la absoluta simplicidad de su Perfección), sino porque para nuestra captación del Amor sí se oponen, Dios ha querido “condescender” con nuestra limitada comprensión humana, y así, se ha despojado de todo aquello que pudiera, aun en lo más mínimo, oscurecer u opacar la manifestación plena de su Amor. Nunca es Dios “tan Dios” (o, con mayor exactitud: nunca se nos manifiesta tan plenamente como Dios) como cuando se despoja, por amor y en favor nuestro, de su omnipotencia y de su omnisciencia; en una palabra: de todo aquello que le impediría, real y verdaderamente, ser “uno de nosotros”.


Esto nos lleva a una conclusión tremendamente paradójica: cualquier intento de negar, o incluso de disminuir, la radical humanidad de Jesucristo, es un atentado contra su divinidad, contra su “deseo” –e incluso contra su poder infinito- de querer compartir plenamente nuestra existencia humana, desde su identidad personal de Hijo de Dios (¡en ningún momento podemos olvidar que es Dios mismo quien en Cristo se ha hecho uno de nosotros!).


Aquí podemos retomar lo que hemos reflexionado al hablar de la Gracia, a saber: que todo este plan de epifanía del amor de Dios espera una respuesta de parte de cada uno de nosotros; más aún: la ansía. Quisiera terminar con una afirmación de “sabor salesiano”, intencionalmente provocatoria: Cuando el Padre, por obra del Espíritu Santo, envía al Hijo al mundo, le da esta consigna: Studia di farti amare!


5.- “...no basta amar”: el Sistema Preventivo


En el artículo dedicado al Sistema Preventivo, nuestras Constituciones concluyen con esta afirmación: “Este sistema informa nuestras relaciones con Dios, el trato personal con los demás y la vida de comunidad en la práctica de una caridad que sabe hacerse amar” (C 20; cfr. también C 15).


Antes de mencionar, al menos en forma sintética, algunos aspectos de este rasgo fundamental de nuestro Carisma, quisiera retomar algunos párrafos del discurso que el Cardenal Lucido María Parrocchi, Vicario de Roma pronunció en 1884, con ocasión de un viaje de Don Bosco a Roma, durante la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón, y del cual el Rector Mayor, al citarlo (ACG 394, p. 35-36), dice: “Si no fuera por algunos términos obsoletos, podría pasar como actual”:


...Es mi intención hablaros de lo que distingue a vuestra Congregación de las otras... Lo mismo que en todo hombre, que Dios envía al mundo, graba una nota, que lo distingue de los demás hombres, sella Dios a cada Congregación religiosa con una nota, con un carácter, con un sello... Vosotros, los salesianos, tenéis una misión especial que constituye vuestro carácter... Parece que vuestra Congregación responde a la de san Francisco en la vertiente de la pobreza, pero vuestra riqueza no es la de los franciscanos. Parece que responde a la de Santo Domingo, pero vosotros no debéis defender la fe contra preponderantes herejías, porque éstas no sólo están envejecidas, sino decrépitas y caducas y también porque vuestro fin principal es la educación de la juventud. Parece que responde a la de san Ignacio en la ciencia, por el gran número de obras que publicáis para el pueblo, y don Juan Bosco es hombre de gran talento, de profundo saber y docto en varias disciplinas; pero no lo toméis a mal, si digo que no sois vosotros los que habéis inventado la piedra filosofal. ¿Qué hay, pues, de especial en la Congregación Salesiana? Si lo he comprendido bien, su fisonomía, su nota esencial es la caridad, ejercida según las exigencias de nuestro siglo. Nos credidimus caritati, caritas est Deus (“hemos creído en el amor, Dios es Amor”), y se revela por medio de la caridad. El siglo actual sólo puede ser seducido y arrastrado al bien por las obras de caridad. Decid a los hombres de este siglo: ‘hay que salvar las almas, que se pierden’, y los hombres de este mundo no entienden. Es preciso, pues, adaptarse al siglo, que vuela a ras del suelo. Dios se da a conocer al siglo actual por la caridad: nos credidimus caritati. Decid a este siglo: ‘os quito a los muchachos de las calles para que no los atropellen los tranvías... los reúno en las escuelas para educarlos, para que no se conviertan en azote de la sociedad, no acaben en una cárcel; y entonces los hombres de este mundo comprenden y empiezan a creer: et nos cognovimus et credimus caritati quam habet Deus in nobis (“y conocimos y creímos en la caridad que Dios nos tiene”)” (MB 17, 92-94).



Entre otros muchos, quisiera resaltar algunos aspectos.


1.- En la realización de la misión salesiana, en cuanto signos y portadores del Amor de Dios para los jóvenes más pobres y abandonados, Don Bosco es plenamente consciente de la necesidad de que este Amor sea expresado y manifestado, de tal manera que sea captado al máximo por ellos (aunque no lo diga con estas palabras). En el sueño que relata en la “Carta de Roma”, lo vemos con nitidez: la queja de los interlocutores de Don Bosco no se refiere a que sus colaboradores no tengan amor para con los jóvenes, ni siquiera que falte la expresión del mismo: de hecho, Don Bosco les arguye: “¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo, y que consumen los años de su juventud en favor de quienes les ha encomendado la divina Providencia?” Lo que falta es, en realidad, la manifestación de este amor, y por eso no lo perciben así: “Falta lo mejor; que los jóvenes no sean solamente amado, sino que se den cuenta de que se les ama (...) Sin familiaridad no se demuestra el afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza”. Más adelante, se retoma esta misma relación entre la expresión y la manifestación: “Descuidando lo menos, pierden lo más; y este más son sus fatigas”.


2.- La motivación que nos da nuestro Padre no brota sólo de su genio pedagógico, sino ante todo es plenamente evangélica: “Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. He aquí el Maestro de la familiaridad! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña rota ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo”. Es el “hacernos compañeros de camino” de y con nuestros destinatarios, como lo hizo Jesús con los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13-35).


Contemplando a Jesucristo, Buen Pastor, con la mirada de Don Bosco, podemos decir que la expresión de su amor es la búsqueda incansable de la oveja perdida, la “predilecta” precisamente por su situación de abandono y peligro; y su manifestación, el ponerla amorosamente sobre sus hombros...


Aquí encontramos, indudablemente, gran parte del influjo de san Francisco de Sales, que llevó a Don Bosco a ponerlo como modelo y patrono, desde el inicio de su misión, y en particular aquella noche memorable de la reunión, anunciada un día antes, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: el 9 de diciembre de 1859, en el cual anunció que había llegado “el momento para declarar si querían o no integrar la Pía Sociedad que habría tomado, mejor dicho, conservado, el nombre de San Francisco de Sales” (cfr. MB 6, 333-337). Convocó a los primeros salesianos a realizar una “práctica de caridad pastoral” en favor de “la juventud abandonada y en peligro”... Se trata de la “amorevolezza” como la manifestación del amor salvífico de Dios (cfr. C 15).


3.- Las palabras del Cardenal Parrocchi centran lo típico de la misión de Don Bosco en la capacidad de concretizar el Amor de Dios de manera que tratando de responder plenamente a las necesidades auténticas y más profundas de los jóvenes, éstos se sientan amados real y eficazmente por Dios, a través de la mediación salesiana.


Esto significa que, si realmente queremos ser fieles a Don Bosco y a nuestra misión, debemos adoptar esta continua actitud de discernimiento, según nos indican nuestras Constituciones: cfr. C 7: “Las necesidades de los jóvenes y de los ambientes populares (...) mueven y orientan nuestra acción pastoral”. Igualmente: “Nuestra acción apostólica se realiza con pluralidad de formas, determinadas en primer lugar por las necesidades de aquello a quienes nos dedicamos” (C 41). Podría suceder, incluso, que un tipo de actividades y obras que son, indudablemente, expresión de amor pastoral, hayan dejado de ser manifestación del mismo, y se vuelvan carismáticamente irrelevantes. De ahí que (dicho irónicamente, sin ninguna intención de cambiar el sentido de la frase de Don Bosco), hay que decir que “no basta amar”: recordando lo que san Pablo pedía a Dios para sus queridos filipenses, nuestro amor debe crecer siempre, cada vez más, en discernimiento y percepción (ς - ς) (Flp 1, 9). Por otra parte, podría existir el peligro contrario, a saber: una manifestación del amor que no implicara su expresión: la cual sería falsa (“no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras, y de veras”: 1 Jn 3, 18), o, al menos, ineficaz (cfr. Sant 2, 15-16).


4.- Evocando el CG 25, considero que un gran reto para nuestra vida salesiana lo constituye el poner en práctica este rasgo fundamental del Sistema Preventivo... en nuestra vida de comunidad. Con demasiada frecuencia se nos olvida que “Dios nos llama a vivir en comunidad dándonos hermanos a quienes amar” (C 50) y, sin duda, por quienes somos amados: de manera que, reflejando el Misterio de la Trinidad, encontremos en ella respuesta a las aspiraciones profundas del corazón, que no son otras que las de ser amados y amar; sólo así seremos, “para los jóvenes, signos de amor y de unidad” (C 49). Nadie da lo que no tiene...


Más aún: no basta amar a nuestros hermanos, en la comunidad; es necesario manifestarles nuestro amor, de manera que sea captado, y correspondido. Dicho reto es más urgente y necesario a causa del ritmo, a veces frenético, con el que se desarrolla nuestra vida comunitaria, olvidando que la significatividad no deriva de la cantidad de trabajo realizado, sino de su calidad. Si falta ésta, no podremos ser signos y portadores del Amor de un Dios que es, en Sí mismo, Comunidad...


5.- Termino subrayando un aspecto que retomaremos, hablando de Don Bosco: la frase programática: studia di farti amare cierra, de forma perfecta, la elipse del amor en su realización personal, comunitaria y apostólica. Podemos citar de nuevo, a este respecto, la extraordinaria afirmación de Benedicto XVI, en su Mensaje: “En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde una ebriedad tan intensa que convierte en leves incluso los sacrificios más duros”.


EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

GRATUIDAD – GRACIA – EUCARISTÍA



Nuestra reflexión se centra en uno de los términos más utilizados por la fe cristiana y la teología: la GRACIA. Es una de esas palabras (como, por otra parte, lo es la epifanía) que, desde una perspectiva específica, abarcan el Misterio Cristiano en su totalidad. Sin embargo, también es, por desgracia, una de las peor utilizadas (también porque corruptio optimi, pessima). Ante todo, porque olvidamos con frecuencia que la Gracia no es “algo”, sino Alguien: Dios mismo, y esto nos ha llevado a convertirla en una cosa (las diversas “gracias”). Por otra parte, hemos olvidado muchas veces su carácter de gratuidad, convirtiéndola, en nuestra relación con Dios, en algo que depende más de nosotros que de El: concretamente, el “conservar” o el “perder” la Gracia; cuando, en realidad, podemos perderlo todo... menos la Gracia, entendida como ese amor gratuito e incondicional con el que Dios se nos entrega.


1.- La pérdida del sentido de la Gratuidad


Después de esta motivación teológica inicial, un poco “provocatoria”, quisiera invitarles a partir de la realidad humana que está a la base, no porque podamos primero construirla “desde abajo”, y después sólo “bautizarla”, al asumirla cristianamente. En realidad, es al revés: sólo desde la fe podemos entender y descubrir toda la hondura, incluso humana, de la gratuidad. Sin embargo, como salesianos que queremos poner en práctica nuestra convicción, de que no existe separación entre naturaleza y Gracia, es bueno que tratemos de ahondar en su “infraestructura antropológica”; para constatar, además, el “déficit de gratuidad” en el que vive hoy nuestro mundo.


Habría muchos signos indicadores de esta carencia: entre ellos, aludiré a tres, particularmente significativos.


1.- En gran parte de la cultura occidental, el modelo de “hombre realizado” es aquel que puede decir, orgullosamente: “todo lo que tengo, lo he logrado por mí mismo”; “no me han regalado nada”... En consecuencia, muchas personas que han logrado construir exitosamente su vida “desde abajo” se vuelven luego los más acérrimos enemigos de la promoción de los más necesitados, considerando (quizá un poco pelagianamente) que “todos tienen las mismas oportunidades; si no han sabido aprovecharlas, peor para ellos; ¿por qué habría que regalarles algo?”. En esta perspectiva, la gratuidad no tiene ninguna cabida, ni es considerada en absoluto como una “virtud”. A esta tendencia natural del ser humano se le agrega en la actualidad, por desgracia, un paradigma de “realización humana” reducido habitualmente a la “productividad” económica o material.


2.- En el ámbito familiar es significativo el trato que damos a las personas ancianas o enfermas, a quienes ya no pueden “producir”. A diferencia de las culturas ancestrales, en donde la persona anciana era valorada como el eje del grupo familiar, e incluso como el “sabio” cuya palabra era norma de conducta y juicio inapelable, en la cultura actual son vistos como un “estorbo”, y en el mejor de los casos, relegados a los asilos de ancianos o casas de cura. Cuando no hay estos recursos institucionales, se les tiene que “soportar”, sin valorar lo que han dado, e incluso lo que aún podrían dar (si los criterios de valoración fueran más humanos y menos consumísticos). Por desgracia, esta situación también se hace presente en ocasiones hasta en la vida religiosa.


3.- En el campo mundial, la situación de desigualdad entre los países del así llamado “primer mundo” y el “tercer mundo” es inaceptable, y en algunos aspectos continúa creciendo. La idea de una “condonación de las deudas” contraídas por los países pobres, salvo honrosas excepciones, no tiene cabida: con frecuencia -también hay que decirlo- no tanto por el interés económico (que lo es, y mucho), sino sobre todo para mantener la situación de dependencia provocada por esta misma deuda. El mismo concepto de “justicia”, entendido como el “dar a cada quien lo que le corresponde”, no deja espacio para la gratuidad; aunque indudablemente muchas cosas mejorarían en nuestro mundo si al menos hubiera ese tipo de justicia, si la norma de conducta entre las personas y entre las naciones fuera... la ley del talión. Esto indica que falta aún mucho camino por recorrer para llegar a la “civilización del amor”: concretamente, ésta será imposible si no tratamos de desarrollar un sentido y una “cultura de la gratuidad”.


2.- La Gratuidad, realidad humana fundamental


Con lo dicho anteriormente, no quisiera pasar de inmediato a la perspectiva cristiana y teológica, dejando a nivel antropológico un vacío total, y dando la impresión de que la propuesta de la fe es sólo respuesta a un problema humano insoluble. Quizá en el fondo lo sea, pero no hay que ignorar ese “espacio intermedio” donde todo ser humano (¡también los no cristianos!) puede y debe hacer “experiencia de gratuidad”, de manera que la fe cristiana adquiera toda su riqueza, como plenitud de algo que todo hombre vive y anhela.


La gratuidad está íntimamente relacionada con la idea del don, del regalo. Sin embargo, tiene connotaciones ligeramente diversas. Lo “gratuito” subraya la ausencia de merecimiento de parte de quien lo recibe: si no es así, no es gratuito. El salario que recibe un trabajador al final de la semana, se lo ha ganado con el sudor de su frente: no se lo dan gratis.


En cambio, el regalo acentúa el carácter positivo de lo que se nos da: un golpe, por ejemplo, podemos recibirlo sin haber hecho nada para “merecerlo”: pero no es en absoluto un regalo. Sin embargo, habitualmente, y casi sin darnos cuenta, atribuímos otra característica al don: el hecho de ser selectivo; se les otorga a algunos y a otros, no (o, al menos, no a todos). Un “regalo universal” parece algo contradictorio: nos parece que dejaría de ser regalo 17.


Hechas estas precisaciones, analicemos, todavía a nivel humano, las dos experiencias fundamentales de gratuidad.


1.- El malentendido al que aludíamos inmediatamente antes impide, muchas veces, percibir que, a la base de nuestra existencia, hay un don que, precisamente por ello, es al mismo tiempo gratuito, positivo y universal: la vida. Se trata del don por excelencia, por dos motivos:


  • nadie puede hacer nada para merecerla, pues para merecer “algo”, habría primero que existir, para poder obtenerlo;

  • cualquier otro don que podamos recibir es posterior, pues presupone ya la vida misma.


Y finalmente, habría que subrayar su universalidad, pues sólo carece de ella quien no vive (por lo tanto, nadie).


Por todo esto, resulta interesante la actitud que tenemos frente la pregunta que con frecuencia surge ante ciertas situaciones excepcionalmente negativas de nuestro mundo: ¿hay personas que no merecen vivir? Me imagino que nuestra respuesta, unánime, es : ¡no! Y es una respuesta correcta, pero quizá por la razón contraria a la que habitualmente pensamos: no porque todos merezcamos vivir, sino porque, en realidad, nadie “merece” vivir: y por ello mismo, nadie puede disponer de la vida de otra persona... (Quizá en el caso de un derecho que se tiene, se podría perder; ¿pero en el caso contrario?)


Encontramos pues, a la base de toda existencia humana, sin excepción, el regalo por excelencia. Otra cuestión –sin duda, acuciante en especial para nosotros, como cristianos y como salesianos- es si todo ser humano percibe su propia vida como un don, esto es: como un regalo y como algo positivo. Por desgracia, muchas veces no es así: comenzando por tantos jóvenes que, por diferentes razones, no encuentran motivos para vivir, quizá porque no se sienten amados por nadie...


2.- Y esto nos lleva a la segunda experiencia de gratuidad. Si la vida es el don gratuito por excelencia, lo es en cuanto fundamento; no en cuanto plenitud; pues la pregunta que surge es: ¿para qué tengo este don? ¿Qué es lo que le da sentido a mi vida? Y aquí la respuesta es inmediata y universal: el amor. Cedamos la palabra a santo Tomás de Aquino, quien lo dice de una manera extraordinaria, dentro de una insuperable concisión: “El motivo de toda donación gratuita es el amor: ya que damos gratuitamente algo a alguien, porque deseamos para él el bien. De aquí se ve claramente que el amor es el regalo por excelencia, por el cual se regala cualquier don gratuito” (¡un triple pleonasmo!) (S. Th. I, 38, a. 2, resp.) 18. J. Pieper coloca esta frase como epígrafe de su extraordinario libro sobre el Amor, traduciéndola –un poco libremente-: “El amor es el regalo por excelencia. Todo lo demás que se nos da sin merecerlo se convierte en regalo en virtud del amor” 19.


La gratuidad del amor es un tema inagotable, aun desde el punto de vista humano. En primer lugar, esta gratuidad parece confundirse con la falta de motivación, y en consecuencia, con su incomprensibilidad. ¿Por qué amo a esta persona?, es una pregunta que queda siempre sin respuesta (por fortuna: si hubiera tal respuesta, quizá ya no sería auténtico amor). Lo ha expresado genialmente Montaigne, cuando, para explicar su amistad con Étienne de La Boétie, escribe: « Si on me presse de dire pourquoi je l’aimais, je sens que cela ne se peut exprimer qu’en répondant : Parce que c’était lui, parce que c’était moi »20.


Una segunda característica en la experiencia del amar es la incondicionalidad. Puede haber otros tipos de relación interpersonal que se basen en diferentes cualidades: belleza física, inteligencia, habilidad, etc. (a veces, extrañamente, en otros factores casi contrarios, difícilmente comprensibles); pero el amor auténtico, sin ser insensible o indiferente a todo ello (ubi amor, ibi oculus! decía Ricardo de San Víctor), trasciende todas estas condiciones.


Sin embargo, como toda experiencia humana, no carece de ambigüedad: pues puede conducir, o a una aceptación incondicional, típica del verdadero amor, o a un vaciamiento tal de la persona amada (precisamente porque no depende de ninguna de sus características propias) que, en el fondo, sería simplemente una caricatura del amor: de hecho, quien “ama” así no lo hace realmente, ni la otra persona se siente amada como tal. En muchos casos, puede ser una estratagema sutil del propio egoísmo. De alguna manera, es lo que san Agustín expresaba genialmente en sus Confesiones: “Todavía no amaba, pero amaba el amar” (Nondum amabam, et amare amabam) 21.


Podríamos continuar en este análisis. Sin embargo, en forma análoga al tema de la manifestación, conviene aquí explicitar el otro polo de la elipse del amor. Hasta aquí la hemos visto como habitualmente se aborda: desde la actitud de quien ama. ¿Cómo se vive la experiencia “desde la otra parte”?


Y aquí encontramos algo tremendamente paradójico. El Rector Mayor, en su Carta sobre la Eucaristía, alude a este punto (p. 14). Lo que él ahí afirma (y a lo cual volveremos hacia el final) creo que podemos enriquecerlo desde el fundamento antropológico.


A primera vista, parecería que todos deseamos ser amados, y sobre todo: amados gratuita e incondicionalmente. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Cedo nuevamente la palabra a Pieper:


Lo que se dice ‘debido’, no lo es nunca el amor (...) Pero parece como si hubiera en el hombre una repugnancia a dejarse regalar. Todos conocemos y estamos familiarizados con la famosa frase: ‘no quiero nada regalado’. Y esta actitud está peligrosa y siniestramente tocándose con aquella otra: no quiero ser ‘amado’. (...) Y S. C. Lewis afirma que lo que nosotros necesitamos es el amor no merecido, pero que ésta es precisamente la clase de amor que no deseamos. ‘Queremos ser amados por nuestra inteligencia, por nuestra belleza, por nuestra liberalidad, simpatía o excelencia de dotes” 22.


Aquí también percibimos la ambigüedad de que hablábamos, sólo que desde la experiencia pasiva de “ser amados”: en ella, la persona amada podría preguntarse: ¿acepto que, al amarme, me “despojen” (al menos aparentemente) de todo lo que me caracteriza en cuanto “yo” único e irrepetible? Si alguien me dice: “Te amo, seas como seas; no me interesa cómo seas”: ¿es expresión de incondicionalidad, o de desinterés e indiferencia? Basta pensar que decirle a un hermano de nuestra comunidad: “eres el objeto privilegiado de mi agape”, es una de las maneras más sutiles e incisivas de ofenderlo. Es muy difícil aceptar dejarnos amar incondicionalmente, por los demás, y aun por Dios mismo...


Además del malentendido antes mencionado, quizá hay otro motivo que explica, de alguna manera, este rechazo al amor incondicional: la aparente inutilidad de nuestra respuesta. Da la impresión que no interesa a la otra persona el que nosotros correspondamos a su amor, o no; y esto nos coloca en un plano innegable de inferioridad. Tiene mucha razón Nietzsche, cuando afirma: “A quien se acostumbra sólo a dar, se le hacen callos en las manos y en el corazón”. Hay que afirmarlo claramente: a la esencia del amor corresponde el dar... y el recibir. También en Dios. Esto último será objeto de nuestra reflexión posterior.


3.- “...la Gracia y la Verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17b).


Recordando lo que señalábamos al hablar de la diferencia entre la expresión y la manifestación, resulta más claro indicar cómo lo anterior refleja, en la vida de todo ser humano, la expresión de la gratuidad del Amor de Dios. Sin embargo, para ser captada como tal, es necesaria la manifestación, en Jesucristo.


Presuponiendo esta distinción, podemos señalar tres características fundamentales del Amor divino, desde la perspectiva de la gratuidad:


* La universalidad: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4). De aquí deriva el carácter estrictamente misionero de la Iglesia, y, con acentuaciones propias, de la misión salesiana en ella. Considero que una de los elementos que pueden ayudar a entender mejor la “necesidad” de la Iglesia en vistas a la salvación es su carácter de comunidad: hay que tomar en serio que, fuera de la Iglesia actual, no hay experiencia plena de salvación, precisamente porque faltaría la manifestación concreta, perceptible, histórica, del Amor de Dios en Jesucristo, vivida en la Iglesia como “Familia de Dios”.


* La iniciativa de Dios: “No es que nosotros hayamos amado a Dios: es Dios quien nos amó primero” (1 Jn 4, 10). La Gracia, en cuanto expresión gratuita del Amor de Dios, es siempre pre-veniente: siempre precede a la respuesta humana, la cual es, en cierta manera, también don de Dios, aunque de ninguna manera excluye la libertad del hombre. En este sentido, digámoslo una vez más, el Sistema Preventivo de Don Bosco hunde sus raíces en el núcleo de nuestra fe: “Don Bosco vivió una experiencia pastoral y educativa que llamó ‘sistema preventivo’. Para él era un amor que se dona gratuitamente, inspirándose en la caridad de Dios, que precede a toda criatura con su providencia” (C 20). Creo que en la semántica de esta palabra, pre-venir, podemos encontrar dos cosas: una, la pre-cedencia; y otra, la pre-ocupación por evitar algo negativo. En el primer sentido, hablamos del amor que antecede siempre; en el segundo, de la preocupación por evitar la experiencia del alejamiento de Dios, el pecado (por ello podemos utilizar ambos términos: pre-veniente, pre-ventivo).


* Finalmente, la incondicionalidad. El Amor de Dios, en cuanto que es Gracia, no presupone nada para poder amar, e incluso muestra predilección –una predilección desconcertante, según los criterios humanos- por el que no es “amable”, por quien no tiene ningún derecho para pretender ser amado. “El amor de Dios ama lo que es pecador, malo, necio, débil y feo, para hacerlo bello, bueno, sabio y justo. Pues los pecadores son bellos porque son amados, y no son amados porque sean bellos” 23.


No resisto la tentación de citar un texto hermosísimo de Dostoyevski, puesto en boca de un personaje tremendamente ambiguo, el borracho Marmeládov:


Y Él juzgará y perdonará a todos, buenos y malos, sabios y humildes... Y cuando haya concluido con los demás hombres, nos llamará también a nosotros: “¡Venid acá también vosotros –dirá-, los borrachos, los débiles, los desvergonzados!” E iremos todos, sin sentir sonrojo, y nos pondremos ante El (...) Y los sabios y los doctos dirán: “Señor, ¿por qué recibes a éstos?” Y Él dirá: “Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh doctos!, porque ni uno solo se ha considerado digno de ello”. ¡Y Él nos alargará sus brazos, y nosotros caeremos de rodillas ante El... y lloraremos... y comprenderemos todo! 24.



4.- El Amor de Dios, Agape y Eros


La experiencia que el hombre hace del amor, incluso del Amor de Dios, es una experiencia humana. En cuanto tal, no puede dejar de adolecer de la ambigüedad inherente a toda captación del amor. Y por desgracia, muchas veces así sucede: la universalidad del Amor de Dios puede considerarse genericismo, su precedencia puede ser tan lejana que pasa desapercibida, y su incondicionalidad puede confundirse con la indiferencia. La evangelización y la catequesis, precisamente en cuanto anuncio de la manifestación del Amor divino, debe ayudar a disipar estos malentendidos, para que se manifieste, en toda su belleza y eficacia, en la vida de cada uno de nosotros y de los jóvenes que el Señor nos confía.


De todos estos malentendidos, quisiera ahondar en uno. Se trata de un territorio prácticamente virgen. De lo que yo conozco, el único que se ha atrevido a penetrar en él ha sido Joseph Ratzinger: y es consolador que lo haya hecho siendo Pastor supremo de la Iglesia universal. Aun los más grandes tratadistas, por desgracia, han dado por supuesto que el Amor de Dios se distingue del amor humano, entre otros rasgos, por su total y absoluta gratuidad, de tal manera que no espera nada a cambio. J. Pieper afirma, sin sentir la necesidad de demostrarlo, que “sería preciso ser Dios para ser capaz de sólo amar y no necesitar ser amado” 25.


Por su parte, S. C. Lewis escribe: “Dios es Amor (...) Este amor primordial es el Amor-Dádiva. En Dios no hay un hambre que necesite ser saciada; sólo abundancia, que desea dar (...) Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios” 26.


Casi en forma literal los contradice el Papa Benedicto XVI, con términos teológicamente inusitados: “El Todopoderoso espera el ‘sí’ de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa. En la cruz Dios mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros” (Mensaje de Cuaresma 2007).


Continuando con este esfuerzo por “aprender” lo que es el Amor, en la contemplación de su la manifestación plena y definitiva en Jesucristo, nos preguntamos: ¿Cuál es el caso óptimo (la “figura plena” lo llama Eberhard Jüngel 27) en la experiencia del amor, respecto a la gratuidad?


Esquematizándolo al máximo, podemos establecer las diferentes posibilidades:


- Quien ama sin esperar ninguna respuesta de la persona amada: no es en absoluto el “caso óptimo” del amor (aunque Jüngel abre una puertecilla: “Naturalmente, no hay que excluir que la esencia del amor se perciba más nítidamente desde el punto de vista hermenéutico cuando el amado no ama al yo amante” 28).


- Quien ama con el interés de verse correspondido: aquí también es evidente que no se da el “caso óptimo” (y quizá ni siquiera se trate de un verdadero amor, sino de egoísmo disfrazado).


- Quien ama desinteresadamente, esperando una respuesta de la persona amada, por el bien de ella misma: me interesa que la otra persona corresponda a mi amor, no por bien mío, sino por el suyo, en cuanto que esto le permite salir de sí misma, y realizarse, en el amor, como persona. Es una postura nobilísima, pero hay que reconocer, con sinceridad, que no es humanamente satisfactoria.


- Quien ama desinteresadamente, esperando una respuesta de la persona amada, por el bien de ella misma, en cuanto que corresponde a quien la ama. Es muy semejante al tercer caso, pero con una diferencia esencial: la felicidad de la persona amada no radicaría sólo en ser capaz de salir de sí misma a través del amor, sino en cuanto que sólo encontrará dicha felicidad en el “amante”. Este caso es inaceptable en las relaciones humanas (“¿quién te crees tú que eres?”), pero, curiosamente, parecería que es el caso típico de la relación con Dios: se trataría de la salvación, bien entendida: sólo Dios puede ser la felicidad de quien corresponde a su Amor.


- Sin embargo, no es todavía el “caso óptimo”. Es necesario añadir, a la luz de todo lo visto anteriormente, que dicha respuesta del hombre para con Dios, constituye la plena felicidad del ser humano... y del Amante Dios mismo. Tomar esto en serio, me parece que nos lleva a vislumbrar, en la penumbra del Misterio del Dios-Amor revelado en Cristo, perspectivas increíbles...


El mismo Dostoyevski tiene un texto extraordinario, hablando de la primera vez que un niño recién nacido sonríe a su mamá, la cual se santigua, y explica el por qué: “La alegría de una madre cuando ve la primera sonrisa de su hijito es la misma alegría que siente Dios cuando ve, desde el cielo, que un pecador empieza a rezar ante Él de todo corazón” 29.




5.- “Haced esto en Memoria mía”: el Don de La Eucaristía


Todo lo anterior permite comprender mucho mejor la afirmación del Rector Mayor en su Carta sobre la Eucaristía:


La Eucaristía es misterio porque en ella se nos revela tanto amor (cfr. Jn 15, 13), un amor tan divino que, yendo más allá de nuestras capacidades, nos sobrepasa y nos deja atónitos. Aunque no siempre somos conscientes de ello, habitualmente encontramos dificultad para recibir el don de la Eucaristía, el amor de Dios manifestado en la entrega del cuerpo de Cristo (cfr. Jn 3, 16), que precede a nuestra capacidad y desafía nuestra libertad; Dios es siempre más grande que nuestro corazón y llega a donde no pueden hacerlo nuestros mejores deseos (...) Un amor tan extremo nos asusta, desvela la pobreza radical de nuestro ser, la necesidad profunda de amar no nos deja tiempo, ni energías, para dejarnos amar. Y así, preferimos andar afanados, refugiándonos en el ‘hacer’ tanto por los demás y darles tanto de nosotros, y nos privamos del estupor de sentirnos tan amados por Dios (ACG 398, p. 13-14).


Evidentemente, aquí el Rector Mayor asume algunos contenidos y expresiones de la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, que todos, sin duda, conocemos y hemos meditado.


Entre muchas reflexiones posibles, quisiera centrarme ante todo en la raíz misma de la palabra: aquí aparece nuevamente la s, que acentúa su sentido de gratuidad al máximo: en cuanto que no encontramos “un” don de Dios, por más grande que fuera, sino a Dios mismo hecho Don. Lo que el Papa afirma, al inicio de su primera Encíclica, Deus Caritas Est: “A la base del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte y con ello, su dirección decisiva” (DCE, n. 1), se concretiza en la Eucaristía (cfr. SC, 86, et passim). “Jesús, en el Sacramento eucarístico, continúa amándonos ‘hasta el extremo’, hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Cuánto estupor debe haberse invadido el corazón de los apóstoles, frente a los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué maravilla debe suscitar, también en nuestro corazón, el Misterio eucarístico!” (SC, 1).


En segundo lugar, conviene recordar que la “Última” Cena, en cuanto última, se ve precedida por muchas otras (si no fuera así, no hablaríamos de “la última...”). El Rector Mayor evoca este sentido de “banquete” que tiene la Eucaristía, a partir del “comer-con” de Jesús, sobre todo con los pecadores: basta recordar, entre muchos otros textos evangélicos, Mt 9, 9-13; Lc 5, 29-30; 15, 1ss (ACG 398, 33-35).


Surge una pregunta interesante: ¿qué sacramento de la Iglesia encuentra aquí más plenamente su “fundamento cristológico”: la Eucaristía, o la Reconciliación? Creo que la respuesta debe ser: ambos, e inseparablemente. No debemos olvidar que el perdón constituye un elemento central en la vida y en la misión de Jesús, y es una expresión privilegiada del Amor misericordioso de Dios. Más aún: sólo en el amor puede tener su auténtico fundamento. Y esto lo podemos ver también analizando la etimología de la palabra: es muy interesante constatar que, al menos en las lenguas occidentales, tiene una raíz simplísima: el donar, el regalar, con un prefijo intensivo: per (incluso en el campo lingüístico anglosajón: for-give, ver-geben), como queriéndonos decir que no hay mayor “don” que el per-dón”; y, recordando la frase de santo Tomás, no hay auténtico perdón que no nazca del amor.


Todo esto puede tener, entre otras muchas concretizaciones, una aplicación a nuestra vivencia comunitaria. “En ella (la Eucaristía) la comunidad celebra el misterio pascual y recibe el cuerpo de Cristo inmolado para construirse en él como comunión fraterna y renovar su compromiso apostólico” (C 88). Tomar en serio la Eucaristía nos lleva a crecer en la fraternidad comunitaria (incluyendo la realidad cotidiana del perdón) y aceptando la orden de Jesús: “Haced esto en memoria mía”: ser, también nosotros, cuerpo que se parte, sangre que se derrama por la salvación de nuestros jóvenes.


Finalmente, les invito a que contemplemos a la Santísima Virgen María. No hace falta que inventemos presencias “apócrifas” en la Última Cena (como tampoco apariciones pascuales); Juan Pablo II alude a ello, indicando que, “en el relato de la institución, la noche del jueves santo, no se habla de María” (EDE, 53). No hace falta. “Más allá de su participación al banquete eucarístico (...), María es mujer ‘eucarística’ con su vida entera” (ibid.). “De Ella debemos aprender a convertirnos, también nosotros, en personas eucarísticas y eclesiales” (SC 96).


Después de explicitar esta afirmación a través de diversos textos neotestamentarios, el Siervo de Dios concluye: “Si el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir el Misterio Eucarístico, más que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía nos es dada para que nuestra vida, como la de María, sea toda un Magnificat!” (EDE, 58).



EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

LA MISIÓN SALESIANA:

LOS JÓVENES MÁS POBRES Y ABANDONADOS”



“Honrarás a Juan Bosco, quien se preocupó de los jóvenes más pobres, y creó escuelas para ellos”: se dice que son las palabras que el mismo Mao-Tse-Tung escribió, en su famoso Libro Rojo. Sea o no verdad, indudablemente san Juan Bosco es conocido y querido, más allá de las fronteras de la Congregación Salesiana y de la Iglesia misma, por su predilección a los niños y jóvenes, sobre todo los más pobres y abandonados.


Al abordar este tema, central en el Carisma Salesiano, en cuanto que se refiere a los destinatarios prioritarios de nuestra Misión y a nuestra actitud con ellos, encontraremos en él un centro de convergencia de los temas anteriormente tratados: por ello lo hemos colocado hacia el final de nuestros Ejercicios.


1.- “...su predilección por los pequeños y los pobres...”


La Misión Salesiana tiene sus raíces, como bien lo sabemos, en la vida, el mensaje y el testimonio de Jesús. Como indica el Concilio Vaticano II, cada carisma contempla al Hijo de Dios hecho Hombre desde diferentes perspectivas (cfr. LG, 46); o, como lo dicen nuestras Constituciones, “al leer el Evangelio somos más sensibles a ciertos rasgos de la figura del Señor” (C 11). No hace falta demostrar que “su predilección por los pequeños y los pobres” es uno de los rasgos más indudables, seguros y “humanos”, por así decir, del Señor Jesús. Serían incontables los textos evangélicos que lo demostrarían. Creo, sin embargo, que conviene hacer algunas precisaciones a este respecto.


En primer lugar, el término que utilizan nuestras Constituciones es decisivo. Hablar de predilección es, ante todo, hablar de amor; de un amor preferencial, “mayor”, pero no exclusivo, y menos excluyente. Considero que es mucho más adecuada que la palabra “opción”, término que, de por sí, no connota el amor; y además, puede insinuar cierta discriminación. En Jesús no encontramos jamás el rechazo de nadie; sí, en cambio, en medio de un amor universal, actitudes de predilección.


En consecuencia, podemos preguntarnos: ¿quiénes son el objeto de la predilección de Jesús? Nuestras Constituciones, fieles al Evangelio, hablan de “los pequeños y los pobres”. ¿Se trata de una identificación, de dos tipos diversos de destinatarios que se colocan juntos, o de una endíade, que los unifica, sin eliminar eventuales diferencias?


Podemos responder evocando las Bienaventuranzas: la primera de ellas se refiere a los “pobres” (Lc 6, 20), o “pobres de espíritu” (Mt 5, 3). En ambos casos, se promete para ellos “el Reino de los cielos/ de Dios”.


Puede ser este el lugar para precisar el concepto de “pobreza” del que Jesús habla. Sin ignorar la complejidad de este problema, e incluso la ambigüedad que la misma palabra “pobreza” representa: el mismo término sirve para designar una situación negativa, expresión del pecado y el egoísmo humano, pero también un ideal humano y cristiano, incluso “sancionado” en la vida consagrada con un voto.


Esta precisación se expresa de una forma muy sencilla y concreta, remitiéndonos nuevamente a Jesús, y a su situación concreta (su Sitz im Leben). Aun a riesgo de parecer tautológico, podemos decir que pobre es aquel para quien el Evangelio es “Buena Nueva”. Esta descripción no identifica automáticamente la pobreza con una situación socio-económica, pero sí establece con ella una relación muy estrecha; y simétricamente, no condena el “tener” de forma automática, aunque indica el peligro real que, en sí misma, implica. Además, esta descripción nos recuerda que no para todos la persona de Jesús y su predicación fueron “buena nueva”; y que los obstáculos para su aceptación son de diverso género: sin duda, también los motivos socio-económicos (cfr. el joven rico, Mc 10, 17-22 et par.), pero no son los únicos, y quizá ni siquiera aquéllos que, en último término, determinan este rechazo.


Con las palabras del cántico de la Virgen María (Lc 1, 51-53), el Magnificat, podemos decir que la actitud humana de autosuficiencia es lo contrario de esta “pobreza”, y lleva a rechazar la “Buena Nueva” del Evangelio y, en el fondo, a Jesús mismo, y se despliega en tres direcciones: el orgullo – el poder – el dinero. “Ha dispersado a los soberbios – ha derribado a los poderosos – ha enviado a los ricos con las manos vacías” (Lc. 1, 51-53).


Recordemos el texto de Pr 30, 8-9:


No me des pobreza ni riqueza,

déjame gustar mi pedazo de pan.

Pues, si estoy saciado, podría renegar de Ti

y decir: “¿quién es Yahvéh?”

Y si estoy necesitado, podría robar

y ofender el nombre de mi Dios.


Quien lo tiene todo está tentado a decir (si no con palabras, sí con sus actitudes): “¿Quién es Dios? ¿Para qué lo necesito, si me basto a mí mismo?” Pero, por otra parte, tampoco podemos ignorar la dificultad para creer en el Amor de Dios de parte de quien no tiene ni siquiera lo indispensable, para sí y para los suyos, en orden a una vida digna de seres humanos, hijos/as de Dios.


Desde otra perspectiva, muy cercana a nuestro Carisma, podemos clarificar este aspecto central en la misión de Jesús. Conocemos perfectamente la valoración que el Señor hace de los pequeños, invitándonos a parecernos a/llegar a ser como ellos, so pena de rechazar el Reino de Dios.


Sin embargo, no siempre resulta fácil indicar a qué rasgo de la infancia se alude en el Evangelio: habría muchos aspectos en la actitud infantil, a los cuales no se refiere ciertamente. En realidad, Jesús mismo nos da la respuesta, la cual, sin embargo, con frecuencia pasa desapercibida. En el texto de Marcos, el más antiguo, se dice claramente: “El que no reciba el Reino como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15). La palabra clave es el verbo “recibir” (en el original griego: ), lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿Cómo reciben los niños lo que se les da? La respuesta es muy simple e indiscutible: con alegría y agradecimiento: precisamente porque no se “merecen” lo que se les da.


Desgraciadamente, como hemos visto en otra reflexión, conforme crecemos vamos perdiendo con demasiada frecuencia este sentido de la gratuidad, y con él también la alegría y el sentido de la gratitud: “la sencillez, eso que el Nuevo Testamento llama simplicitas, no es en el fondo otra cosa que la confianza en el amor” 30.

En este sentido, conviene tomar en serio el carácter religioso de la misión de Jesús; lo cual debe llevarnos, en consecuencia, a delinear el perfil de su predilección más radical, y, sin duda, también más escandalosa: sin olvidar ni minimizar su ilimitada compasión por los pequeños, los enfermos, los marginados, los más pobres, de quienes es plenamente solidario, se trata de su predilección por los pecadores, por los que están más alejados de Dios, precisamente porque son los que más necesidad tienen de su Amor y de su perdón: y además, son aquellos más dispuestos a recibir como un don, con la alegría y la gratitud del niño, lo que se les ofrece como don: la misericordia de Dios, y la salvación (recordemos el caso “ejemplar” de Zaqueo, Lc 19, 1-10).


Sin duda, en una sociedad teocrática como la de Israel, esto implicaba también un desprecio “social”, pero escamotearíamos el meollo de dicha misión si desplazáramos la categoría del “pecador” a la caracterización social del “marginado”. No es porque sean marginados socialmente por lo que Jesús muestra predilección por los pecadores, sino porque están en peligro de perderse. No tomar esto en serio convierte el Cristianismo en un movimiento social que, sobre todo en nuestro tiempo, se vuelve una simple ONG, a menudo irrelevante y obsoleta. Y algo semejante podemos decir de nuestro trabajo salesiano, en la medida en que no trata de realizar y manifestar esa síntesis maravillosa entre búsqueda de la salvación y promoción integral.


Todo esto –quizá- es aceptado, como principio: pero no siempre se vuelve criterio de acción y “estrategia”, incluso social: en el fondo, tendría que ser la manera en que la Iglesia ofrece un servicio insustituíble, desde su identidad más profunda, para la transformación de la sociedad: sobre todo ante la injusticia y la idolatría del poder y del dinero, que parecen crecer cada vez más inconmensurablemente.


Todo ello responde a una íntima convicción del cristiano, que la aprende de su Maestro: el mal contra el que queremos luchar no procede, en el fondo, de las estructuras sociales, económicas o políticas, sino del corazón del hombre (cfr. Mc 7, 20), convencidos de que “sólo el amor es capaz de transformar de manera radical las relaciones que los seres humanos establecen entre sí” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 4).


2.- “...con Don Bosco reafirmamos nuestra preferencia...”


Lo anterior de ninguna manera elimina nuestra preferencia carismática, sino que la ilumina: y nos ayuda a insistir, una vez más, en la síntesis típicamente salesiana de nuestra Misión: por una parte, participando en la Misión universal de la Iglesia (cfr. C 3), fundamentalmente de tipo religioso, y por otra parte, afrontando y ofreciendo respuestas concretas a la problemática socio-económica de nuestro Mundo. Hay que recordarlo claramente: nuestros destinatarios son “los jóvenes, especialmente los más pobres” (C 26), “ante todo los jóvenes que, a causa de la pobreza económica, social y cultural –a veces extrema- no encuentran posibilidad para abrirse camino” (R 1).


Esta fusión define nuestra identidad salesiana en la realización de la Misión: nuestro Carisma define a qué tipo de pobreza nos referimos; pero, al mismo tiempo, subraya también por qué nos dedicamos a los jóvenes que viven en esta situación. A este segundo aspecto responde (además de la pequeña frase de R 1), el mismo artículo constitucional: “Los jóvenes viven los años en que se hacen opciones fundamentales, que preparan el porvenir de la sociedad y de la Iglesia. Con Don Bosco reafirmamos nuestra preferencia por la juventud pobre, abandonada y en peligro, la que tiene mayor necesidad de ser querida y evangelizada, y trabajamos, sobre todo, en los lugares de mayor pobreza” (C 26; negrita nuestra; cursiva original).


El Rector Mayor, al comentar este rasgo central de nuestro Carisma, nos dice:


Conviene hacer notar que esta predilección en Don Bosco no deriva sólo de la magnanimidad de su corazón paterno, ‘grande como las arenas del mar’, ni de la situación desastrosa de la juventud de su tiempo –como también del nuestro-, ni mucho menos de una estrategia socio-política. En su origen se encuentra una misión de parte de Dios: “El Señor indicó a Don Bosco, como primeros y principales destinatarios de su misión, a los jóvenes, especialmente a los más pobres” (C 26). Y es bueno recordar que esto sucedió “con la intervención materna de María” (C 1); de hecho, Ella “indicó a Don Bosco su campo de acción entre los jóvenes, y lo guió y sostuvo constantemente” (C 8). En este sentido, es ‘normativo’, y no una simple anécdota, la actitud que Don Bosco asumió en un momento decisivo de su existencia sacerdotal, frente a la Marquesa Barolo y al ofrecimiento, sin duda apostólico y santo, de colaborar en sus obras, abandonando a los muchachos desharrapados: “Usted tiene dinero, y con facilidad encontrará todos los sacerdotes que quiera para sus institutos. Pero con mis pobres muchachos no es así...” (ACG 384, 19).



Aquí Don Bosco agrega una motivación, que no es sólo afectiva o pedagógica, sino teológica: “Mis pobres muchachos sólo cuentan conmigo...”. Es la sencilla, pero profunda expresión de la conciencia de ser una mediación, una epifanía del Amor de Dios para con ellos; sin él, todos esos “últimos” carecerán de la manifestación del Amor de Dios y, en consecuencia, de la experiencia de Dios como Padre. Dicho con términos bíblicos, se encontrarían, de no ser por él, como ovejas sin pastor. “(Jesús), al desembarcar, vio mucha gente y sintió compasión por ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6, 34; “vejados y abatidos”, añade Mt 9, 36).





3.- “pobres, abandonados y en peligro...”


En esta misma Carta, Don Pascual añade: “Sería muy interesante profundizar las características típicas de los destinatarios preferenciales de nuestra misión: jóvenes pobres, abandonados y en peligro. Aunque hoy se habla de ‘nuevas pobrezas’ de los jóvenes, la pobreza alude directamente a su situación socio-económica; el abandono evoca la ‘calificación teológica’ de privación de apoyo, debido a que falta una mediación adecuada del Amor de Dios; el peligro remite a una fase determinada de la vida: la adolescencia-juventud, que es el tiempo de la decisión, después del cual muy difícilmente se pueden cambiar los hábitos y actitudes adoptados. Esta profundización sirve como punto de partida para determinar, en cada Inspectoría (cfr. R 1) y en cada comunidad, quiénes son los destinatarios prioritarios en el hic et nunc concretos, teniendo en cuenta, ciertamente, los criterios aquí señalados” (ACG 394, 20).


Como en otros temas, encontramos aquí nuevamente la extraordinaria clarividencia y capacidad de síntesis que Don Bosco realizó entre una problemática socio-económica lacerante, una visión pedagógica excepcional, y una fe inquebrantable en el Amor de Dios para con todos, en especial para los más necesitados. Detengámonos a contemplar esta “maravilla de la Gracia” que es nuestro Padre (a quien dedicaremos la próxima reflexión). Tratemos luego de visualizar estas tres expresiones como dimensiones de una realidad global, que caracteriza a nuestros destinatarios prioritarios, y que permita concretizar, en nuestro trabajo educativo-pastoral con ellos, la Misión que Dios nos confía.


Es necesario, por otra parte, recordar que la Misión no depende de los destinatarios: ¡como si fuera opcional o aleatorio, o dependiera de las circunstancias, ser signos y portadores del Amor de Dios, o no serlo! La Misión no es “negociable”. Estamos todos convencidos: nunca será imposible, o irrelevante, la Misión salesiana; lo que debe más bien preocuparnos es si seremos siempre fieles a ella y, a través de ella, a Dios y a los jóvenes...


Lo que sucede muchas veces no es tanto que olvidemos que la situación de nuestros destinatarios no precede a la Misión, sino más bien olvidamos que su situación debe preceder a las actividades y obras. Esquematizando esto, podemos decir que muchas veces nuestro discernimiento y las decisiones que de él proceden no son de todo adecuados, porque procedemos de esta manera:

Misión – actividades y obras – destinatarios


Cuando, en fidelidad a la Voluntad del Señor, debería ser:


Misión – destinatarios – actividades y obras.


No se trata de ver quiénes pueden venir a nuestras actividades y obras (¡muchas veces, por desgracia, no son los que deberían poder venir!), sino qué actividades y obras debemos realizar, en el hic et nunc, en favor de aquéllos a quienes el Señor nos quiere enviar de forma prioritaria.


Aludíamos antes a una “síntesis” vital que englobara las tres dimensiones que caracterizan a nuestros destinatarios. Quisiera expresarlo en pocas palabras así: Siguiendo el ejemplo de Jesús, y concretizando su misión universal, Don Bosco se sintió “carismáticamente afectado” por un peligro que podía obstaculizar la felicidad temporal y eterna (“salvación”) de “sus” jóvenes: el abandono en que se encuentran respecto de Dios y de los demás, provocado por su situación de pobreza, muchas veces extrema.


Si al principio hemos hablado de la pobreza como un valor, incluso asumido en la vida consagrada como voto, no podemos olvidar que, dentro de la ambigüedad de la palabra, se refiere también a una situación socio-económica que va en contra del plan amoroso de Dios, que dificulta, y en ocasiones hasta impide a quien la vive, sentirse hijo e hija de Dios, amado/a personalmente por Él. ¿Cómo podemos hablar del Amor de Dios a una persona que no tiene, para sí o para su familia, lo indispensable para vivir?


Me parece que podría ser interesante ahondar más aún en la respuesta que Don Bosco quiso dar (o, mejor dicho: que se sintió llamado por Dios a dar) a esta situación de la juventud de su tiempo, y que se vuelve normativa también para nosotros. Es obvio que no fue el único ni mucho menos en percibir la problemática de los jóvenes abandonados en Turín, y en las grandes ciudades (situación, en muchos aspectos, cualitativamente nueva): muchas personalidades relevantes tomaron una posición explícita frente a ella, desde posturas diferentes. Una línea de la literatura, por ejemplo, denuncia esta situación: recordemos, entre otras muchas obras representativas de esta escuela, a Charles Dickens con su Oliver Twist. Carlos Marx, por su parte, busca subvertir esta situación injusta, a partir de una postura atea, y ofrece su propia solución. Dostoyevski sintió también en forma tan aguda el sufrimiento de los inocentes, sobre todo de los niños, que dicho problema constituyó el motivo más fuerte contra la fe en Dios. Don Bosco, en cambio, no menos sensible que todos ellos, no se quedó en una posición teórica, ni de ateismo ni de teodicea: en nombre del Dios de Jesucristo y de su Amor, entregó totalmente su vida para el bien integral -temporal y eterno- del lumpenproletariado infantil y juvenil.


Para concluir esta sección, quisiera añadir una reflexión personal. Me gustaría utilizar una palabra en relación a nuestros destinatarios prioritarios que, aunque no es literalmente evangélica, expresa, en su significado etimológico, una grande riqueza. Me refiero a la palabra “insignificante”. En la semántica ordinaria de la palabra, tiende a identificarse con algo “pequeño”; sin embargo, su etimología no avala dicho sentido. Con un ejemplo: una obra salesiana significativa (por la presencia de los salesianos, por la cercanía con los muchachos que permite conocerlos personalmente, por la calidad de la educación y de la formación cristiana, etc.), puede correr el peligro de crecer tanto, que se vuelva insignificante, esto es: que no “signifique” ya nada para ellos, que no sea ya signo de lo que debería manifestar.


Tomándolo en esta acepción etimológica, y jugando un poco con las palabras, seremos un signo del Amor salvífico de Dios, entre más insignificantes sean, desde el punto de vista humano, nuestros destinatarios. Como dice el Rector Mayor en la Carta sobre la Eucaristía, a propósito del carácter de “invitación al banquete” y de su relación con la pobreza: “No es la invitación interesada a los amigos y parientes (cfr. Lc 14, 12-13; Mt 5, 46-47), que no tendría sin duda nada de malo, pero que no llega a ser ‘signo evangélico’, ni produce un saludable escándalo, pues reconoce Jesús que ‘eso también lo hacen los paganos’ (Mt 5, 47)”; sino “la invitación al banquete del Reino, con una predilección evangélica por los más pobres y abandonados, por los marginados, por los pecadores, por todos los humanamente insignificantes” (ACG 398, p. 35).



4.- “La Misión da a toda nuestra vida su tonalidad concreta...” (C 3)


En el CG 22, el entonces Rector Mayor, el querido Don Egidio Viganò, precisó en forma teológicamente definitiva el sentido de la consagración en la vida religiosa (concretamente, salesiana), recordando que, en el espíritu del Concilio Vaticano II, dicha consagración tiene dos características: es obra de Dios (sólo Él consagra: no somos nosotros los que “nos consagramos” a Él) y es omnienglobante: no alude a un sector de nuestra vida (como sería, por ejemplo, la profesión de los consejos evangélicos), sino que abarca todas sus dimensiones. En este sentido, consagración y misión no son dos “partes”, sino que constituyen, desde dos perspectivas específicas diversas, el todo de nuestra vida. En cierto sentido, todo es consagración, y todo es misión. De otra manera, la frase citada al principio de este parágrafo sería desmentida por la realidad vivida.


Concretizando todo esto, me parece que conviene relacionar esta predilección por los jóvenes más pobres con las grandes dimensiones que hemos desarrollado en estos Ejercicios.


1.- En primer lugar, la gratuidad: me parece que queda totalmente fuera de duda este rasgo fundamental del amor; en todo caso, puede estar enpeligro sólo en la medida en que nos alejemos de nuestra “predilección carismática”. Por otra parte, conviene subrayar una vez más: esta gratuidad no excluye, sino más bien al contrario, espera y “exige” (por su misma naturaleza) una respuesta; que, en el caso del muchacho pobre y abandonado, se vuelve plena, precisamente porque no puede dar “nada”: su correspondencia en el amor se manifiesta dándose, a su vez, en forma total.


Entre muchísimas anécdotas de la vida de nuestro Padre, quisiera escoger solamente una, particularmente expresiva y, en su sencillez, conmovedora. Se refiere a uno de los muchachos de los primeros tiempos del Oratorio, el cual


“venía de hacer las compras. Tenía en la mano, con las demás provisiones, un vaso lleno de vinagre y una botella con aceite. Al ver a Don Bosco, se puso a brincar de alegría y a gritar: - ¡Viva Don Bosco! Don Bosco, sonriendo, le dijo: - ¿Eres capaz de hacer como yo hago? – Y al decir esto, batía las palmas de la mano. El muchacho, que estaba fuera de sí por el contento, puso la botella bajo el brazo y gritó de nuevo: - ¡Viva Don Bosco! Y aplaudió. Naturalmente, para hacer esto, había dejado caer el vaso, la botella y todo lo que traía, y los vidrios se rompieron. Al oír esto, se quedó un momento como aturdido, y luego se puso a llorar, diciendo que, al regresar a su casa, su madre le habría pegado” (MB II, 94-95).


Todo se resolvió felizmente, gracias a la generosidad de la dueña de un negocio...


2.- También en esta perspectiva se subraya al máximo la importancia de la expresión-manifestación del amor. La Misión salesiana presupone que nuestros destinatarios prioritarios, aun siendo objeto privilegiado del Amor de Dios, carecen, sin embargo, de dicha experiencia-manifestación: de ahí la necesidad, más que en cualquier otro caso, de que la perciban lo más concretamente posible. Como dice Don Pascual Chávez: Tratar de ofrecer lo máximo a quienes, por desgracia, la vida les ha dado lo mínimo. Sin duda, un elemento fundamental es la posibilidad efectiva de su promoción integral, a través de la educación: de otro modo, todo queda en bonitas palabras o deseos piadosos.


3.- Pero hay todavía otro aspecto, que me parece particularmente importante y delicado, sobre todo en nuestros tiempos: la necesidad de que esa manifestación del Amor de Dios sea percibida a través de la manifestación (paterna-materna-fraterna) de nuestro agape-eros... como Don Bosco lo hacía. Y esto, debemos añadir inmediatamente, no tiene nada que ver con la sexualidad, y es todo lo contrario de una peligrosa desviación.


Hay un pasaje de la Ratio 2000 –en el fascículo sobre Las Admisiones- que sintetiza este rasgo, de manera ejemplar. Significativamente, alude al peligro que este amor, que se manifiesta al estilo salesiano, pueda confundirse con su radical falsificación: concretamente, la contraindicación homosexual. Sabemos que, por razones psicológicas particularmente sutiles, esta inclinación se acentúa sobre todo en el trato con muchachos frágiles e “indefensos”, como debería ser, por otra parte, el destinatario típico de nuestra acción educativa y pastoral.


El texto dice: “Por sus peculiares características, (la vocación consagrada salesiana) implica exigencias específicas en referencia a la homosexualidad. Se trata, en efecto, de una vocación misión que se vive en comunidades masculinas, que lleva a actuar en contacto constante con la juventud pobre, de preferencia masculina, necesitada de atención y de afecto, con un estilo de familia y un método que se expresan a través de la ‘amorevolezza’, la capacidad de hacerse amar y de demostrar el amor” (Le Ammissioni, p. 56-57, n. 77).


Debemos estar atentos, más que nunca, a evitar todo tipo de falsificación en este campo (que, por otra parte, es hoy más peligroso que nunca); pero ¡no podemos, por temor a esta falsificación, renunciar a un rasgo específico y esencial de nuestro Carisma! La identidad auténtica de nuestra castidad consagrada hace posible que seamos “testigos de la predilección de Cristo por los jóvenes, nos permite amarlos sinceramente, de modo que se den cuenta de que son amados, y nos pone en condiciones de educarlos en el amor y en la pureza” (C 81).


4.- Otro aspecto, muy importante y concreto, lo ha querido subrayar el Rector Mayor en su Aguinaldo 2008:


Promover los derechos humanos, en particular los de los menores, como camino salesiano para la promoción de una cultura de la vida y para el cambio de las estructuras. El Sistema Preventivo de Don Bosco tiene una grande proyección social (...) La educación a los derechos humanos, en particular a los derechos de los menores, es el camino privilegiado para realizar en los diversos contextos este compromiso de prevención, de desarrollo humano integral, de construcción de un mundo más igualitario, más justo, más saludable. El lenguaje de los derechos humanos nos permite también el diálogo y la inserción de nuestra pedagogía en las diferentes culturas de nuestro mundo”.


Quisiera terminar recordando nuevamente la frase final de la sección constitucional sobre la castidad: (El salesiano) “acude con filial confianza a María Inmaculada y Auxiliadora, que le ayuda a amar como amaba Don Bosco” (C 84).










EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

RETORNAR A DON BOSCO”


Hacia el final de nuestros Ejercicios Espirituales, queremos vivir en clave de oración y encuentro con Dios lo que constituirá el objetivo central de nuestro Capítulo: el “partir nuevamente de Don Bosco, para despertar el corazón de cada salesiano, para regresar a los jóvenes con una identidad carismática renovada y una pasión apostólica más ardiente” (cfr. Carta del Rector Mayor, ACG 394).


1.- El Señor nos ha dado a Don Bosco como Padre y Maestro... (C 20)


Este “retornar a Don Bosco” no se trata, por supuesto, del regreso del hijo pródigo a la casa paterna: en realidad, nunca “nos hemos ido de casa”, de nuestro Carisma. Sin embargo, hay elementos objetivos que nos invitan a proyectar nuestro fidelidad a Don Bosco y al Carisma Salesiano ante los nuevos retos de la historia y de los jóvenes. El Rector Mayor, en la carta de convocación del CG, escribe: “Hoy más que ayer y mañana más que hoy, existe el grave peligro de romper los lazos que nos mantienen unidos a Don Bosco. Estamos a más de un siglo de su muerte. Ya han desaparecido las generaciones de Salesianos que habían estado en contacto con él y le habían conocido de cerca. Aumenta la separación cronológica, geográfica y cultural respecto del Fundador. Falta aquel clima espiritual y aquella cercanía psicológica, que consentían una referencia espontánea a Don Bosco y a su espíritu” (ACG 394, p. 9).


Es evidente que nuestra reflexión no pretenderá, en absoluto, hacer una “síntesis” de Don Bosco: además de la imposibilidad objetiva de hacerlo, frente a una figura colosal como la suya, yo sería el menos indicado para ello: todos nosotros conocemos demasiado bien a nuestro Padre como para pretender decir cosas “nuevas”.


Quisiera, sin embargo, partir precisamente de esa grandeza extraordinaria de Don Bosco, que nos llena de un legítimo orgullo, pero que no siempre está exenta de riesgos. Uno de ellos, concretamente, sería el perdernos en la compleja multiplicidad de rasgos, que podría incluso impedirnos ver lo esencial de su persona y del Carisma que, a través suyo, el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia y a la humanidad. Como dice el proverbio, en ocasiones puede suceder que “los árboles nos impidan ver el bosque”. Basta recordar de cuántas profesiones y actividades humanas es Patrono Don Bosco, para subrayar, a nivel sin duda superficial y simplista, la riqueza poliédrica de su personalidad.


A propósito de san Francisco de Asís, el gran escritor inglés G. K. Chesterton dice que en ocasiones se ha querido interpretar su perfil de santidad de las maneras más diversas (desde iconoclasta hasta patrono de la ecología), olvidando lo más importante, lo que da sentido a todas las demás dimensiones: su amor a Cristo. Y añade, con su habitual ironía, que proceden como si alguien se pusiera a escribir una biografía de Amundsen, con una sola prohibición: hacer cualquier referencia a los Polos norte y sur. Quizá una comparación más actual sería: tratar de relatar la vida de Pelé, o Maradona, hablando de todo, menos de una cosa: del futbol.


En la misma Carta, el P. Pascual nos lo dice claramente: “En la base de todo, como fuente de la fecundidad de su acción y de su actualidad, hay algo que muchas veces se nos escapa: su profunda experiencia espiritual, que se podría llamar su “familiaridad” con Dios. ¡Quién sabe si no será precisamente esto lo mejor que tenemos de él para invocarlo, imitarlo, ponernos en su seguimiento para encontrar a Cristo y hacer que lo encuentren los jóvenes!” (ACG 394, p. 12).


Un testimonio no muy conocido que aparece en las Memorias Biográficas, ilustra estas palabras del Rector Mayor:


En una ocasión, en que Don Bosco visitó un seminario, “la lectura espiritual quedó suplida por una exhortación de Don Miguel Rúa. Éste habló sobre el amor que Dios nos tiene. Sus ardorosas palabras revelaban en él un alma abrasada del amor divino. Más que una meditación, aquello resultó una contemplación y para el Santo (Don Bosco), un éxtasis. Corrían gruesas lágrimas por sus mejillas, y como se diera cuenta de ello el superior, dijo fuerte, con su voz dulce y simpática: Don Bosco está llorando. Es imposible describir la emoción que produjo en nuestras almas aquella simple expresión. Las lágrimas del Santo fueron todavía más elocuentes que las inflamadas palabras de don Miguel Rúa. Nos sentimos profundamente emocionados y reconocimos la santidad ante la señal del amor y ya no necesitábamos milagros para manifestar al Santo nuestra veneración” (MB 18, 131).


En este sentido, “retornar a Don Bosco”, no es otra cosa que crecer en lo que constituye nuestra identidad cristiana: la centralidad de Dios en nuestra vida, lo que nuestro Fundador escribió en el artículo primero de las Constituciones: “La Sociedad Salesiana tiene por fin el que los socios, al mismo tiempo que procuran adquirir la perfección cristiana, practiquen toda obra de caridad espiritual y corporal en bien de los jóvenes, especialmente de los más pobres”. Es buscar siempre esa “medida alta” de la vida cristiana y consagrada, la santidad, en la experiencia de la triple actitud teologal, que nos permita vivir, como él vivió, “como si viera al Invisible” (C 21).


A este respecto, la canonización de Don Bosco en cuanto Fundador, lo sabemos bien, tiene un sentido que va más allá del simple reconocimiento de la heroicidad de sus virtudes, o la verificación de una intervención extraordinaria de Dios a través de los milagros. Es lo que afirma, con toda claridad, Vita Consecrata: “Cuando la Iglesia reconoce una forma de vida consagrada o un Instituto, garantiza que en su carisma espiritual y apostólico se dan todos los requisitos objetivos para alcanzar la perfección evangélica personal y comunitaria” (VC, 93). En esa misma línea va la afirmación del primer artículo de nuestras Constituciones: “La Iglesia ha reconocido en ello la acción de Dios, sobre todo aprobando las Constituciones y proclamando santo al Fundador”(C 1).


Queridos salesianos, sed santos”, nos invitaba el Rector Mayor en una de sus primeras Cartas, elencando, además, las características de esta santidad salesiana (ACG 382, pp. 8-10). Toda la carta es una invitación a aceptar este reto; es “la tarea esencial de nuestra vida, según la expresión del Papa. Alcanzado esto, todo se ha alcanzado; si fallamos en esto, todo está perdido, como se afirma de la caridad (cf. 1 Cor 13, 1-8), esencia misma de la santidad” (Ibid., p. 11).


Don Bosco nos invita, ante todo, a que seamos santos, de manera que la misma Misión sea una expresión y consecuencia de esta santidad, a la vez que un camino para crecer en ella. “El testimonio de esta santidad, que se realiza en la misión salesiana, revela el valor único de las bienaventuranzas, y es el don más precioso que podemos ofrecer a los jóvenes” (C 25).


Permitidme una segunda precisación, que se inspira en el Prólogo del libro del Papa (o, como él mismo dice, de Joseph Ratzinger), Jesús de Nazaret. Lo que diré no pretende ser más que una simple analogía.


Es indudable que ahora tenemos muchos más elementos en las diversas ramas de la ciencia (histórica, lingüística, psicológica, sociológica, etc.), para conocer a Don Bosco; y es algo que tenemos que agradecer a tantos hermanos salesianos (algunos de los cuales están aquí presentes), que han dedicado su vida a estudiarlo y a comunicarnos los resultados de su cualificada investigación. Sin embargo, aquí también podemos correr el peligro que el Papa señala, a propósito del uso del método histórico-crítico. Dicho con una imagen muy simple, pero expresiva, podemos en ocasiones contentarnos o privilegiar una radiografía de Don Bosco, en vez de su rostro vivo y actual. Cuando un médico debe intervenir quirúrgicamente a su propia madre, de poco o nada le sirven las fotografías que de ella tiene, ya que necesita los estudios más especializados que existan; sin embargo, en su consultorio o en la mesa de trabajo no acostumbra tener la radiografía de su madre, sino una fotografía lo más fiel y “viva” posible.


Como Congregación; más aún: como Familia Salesiana, debemos buscar siempre una síntesis que nos permita conocer vitalmente al auténtico Don Bosco, a quien, como decíamos en el título de este parágrafo, Dios nos ha dado como Padre y Maestro.



2.- “...Lo estudiamos e imitamos, admirando en él una espléndida armonía entre naturaleza y gracia...” (C 20)


En las diversas reflexiones anteriores, hemos tratado de “poner en práctica” esta armonía entre naturaleza y gracia. Retomaré algunos (entre muchos otros) de los elementos meditados, que se integran maravillosamente en la persona de Don Bosco, personalidad sintética si las hay. Por una parte, dotado, como decíamos antes, de una riqueza extraordinaria: “profundamente humano y rico en las virtudes de su pueblo, estaba abierto a las realidades terrenas – profundamente hombre de Dios y lleno de los dones del Espíritu Santo”; por otra parte, capaz no sólo de una “espléndida armonía”, sino también de una fusión en un proyecto de vida fuertemente unitario: el servicio a los jóvenes. Aun desde esta perspectiva “formal”, el salesiano, dotado igualmente (no en la misma medida, sin duda) de dones de naturaleza y gracia, está llamado a ser un hombre de síntesis, de equilibrio, de buen sentido, que no hipertrofia ni atrofia ninguna de sus dimensiones fundamentales. El salesiano debe ser, en el mejor sentido del término, un hombre normal, como lo describió el Cardenal Pironio en la inauguración del CG 22; no en el sentido de “mediocridad”, sino todo lo contrario: inflamado de la pasión del amor por los jóvenes, buscando su bien máximo: su salvación.


1.- Hemos hablado de la gratuidad como esa atmósfera que, desde la fe (entendida, por lo tanto, como Gracia) creemos que envuelve a todo hombre, cristiano o no, como expresión de la presencia amorosa de Dios. Don Bosco era extraordinariamente sensible a este “sentido de la gratuidad”. Lo hemos subrayado en varios momentos, sobre todo al hablar de la predilección por los más “insignificantes”.


Recordemos lo que escribe el Rector Mayor en su Carta “Contemplar a Cristo con la mirada de Don Bosco”, evocando la experiencia que nuestro Padre tuvo con los alumnos de los Jesuítas: “Mientras estudiaba filosofía, Juan Bosco acompañó a jóvenes de buena posición en unas vacaciones de verano con los Jesuítas cerca de Turín, a donde habían invitado a sus internos durante una epidemia. Aunque es cierto que no encontró dificultad en su trato con ellos, más aún: se hizo amigo de aquellos jóvenes que lo querían y respetaban, se convenció de que su ‘método’ no se adaptaba a un sistema de ‘compensación recíproca’. En Montaldo (...) percibió la dificultad de tener en aquellos jóvenes la plena influencia que es necesaria para hacerles el bien. Se persuadió, en consecuencia, de no estar llamado a ocuparse de los jóvenes de familias acomodadas” (ACG, 384, p. 17).


Quisiera profundizar este tema, con el ejemplo que me parece más relevante. La vida, toda vida humana, lo hemos meditado, es el regalo por excelencia, en cuanto que todos lo tenemos, y también porque presupone cualquier otro don, de “naturaleza o de gracia”. Sería retórico decir que también Don Bosco lo sintió así. Hay algo más: creo que, a este respecto, encontramos un don extraordinario de Dios en su vida.

Aunque todos sabemos que la vida es regalo, no siempre lo experimentamos: sin duda, aquí también vale el refrán: “nadie sabe el bien que tiene, hasta que lo ve perdido”... o en peligro. No hace falta demostrar el hecho de que, quien ha visto su vida amenazada de muerte, y ha sobrevivido, ha aprendido a valorarla, en una medida infinitamente mayor. La descripción clásica de esta experiencia la encontramos (esta vez es inevitable la referencia) en la vida de Dostoyevski, a propósito de la situación que Stefan Zweig llama uno de los “momentos estelares de la humanidad”: el novelista lo relata en tercera persona:


le quedaban unos cinco minutos de vida, no más. Decía él que aquellos cinco minutos le parecieron un tiempo infinito, una riqueza inmensa (...) Iba a morir a los veintisiete años, sano y fuerte (...) Nada le resultaba entonces más penoso que una idea constante: ‘¡Oh, si no tuvieras que morir! ¡Oh, si te devolvieran la vida, qué eternidad! ¡Y sería toda mía! ¡Oh, cada minuto lo convertiría yo en todo un siglo, no perdería nada, calcularía cada uno de los minutos, ni uno solo perdería en vano!’ 31.


Todos conocemos el conmovedor texto de las Memorias Biográficas que relata la enfermedad mortal de Don Bosco, pero no resisto a transcribir alguno de sus párrafos.


Don Bosco, refiriéndose a su enfermedad, dejó escritas las siguientes palabras: “Me parecía que en aquel momento estaba preparado para morir; me dolía abandonar a mis jóvenes, pero estaba contento de terminar mis días, seguro de que el Oratorio tenía ya una forma estable”. Su seguridad provenía de estar convencido de que el Oratorio era algo querido y fundado por Dios y por la Virgen (...) Desde el principio de la semana, al difundirse la funesta noticia de esta enfermedad, se dio en los jóvenes del Oratorio un dolor y una angustia indescriptibles (...) Sucedían escenas conmovedoras: ‘Déjeme sólo verlo’, pedía uno; ‘no lo haré hablar’, aseguraba otro (...); ‘si Don Bosco supiera que estoy aquí, me dejaría entrar’, decía otro (...) Don Bosco oía los diálogos que se hacían con el portero y estaba conmovido (...) Viendo que los recursos humanos no dejaban ya ninguna esperanza, recurrieron a los celestiales, con un fervor admirable. (...) Era un sábado del mes de julio, día consagrado a la Augusta Madre de Dios.


Conocemos bien el desenlace de este momento decisivo, un verdadero parteaguas en la vida de Don Bosco. Invitado por el teólogo Borel a hacer al menos una oración por su salud, con mucha dificultad Don Bosco dijo, finalmente: “Sí, Señor, si te agrada, dame la salud”. “A la mañana siguiente, los dos doctores Botta y Cafasso vinieron para visitarlo, con el temor de encontrarlo muerto; y tomándole el pulso, le dijeron: “Querido Don Bosco, vaya a darle gracias a la Virgen de la Consolata, que hay motivo de sobra para hacerlo”.


Es indescriptible la escena en que el querido Padre regresa en medio de sus hijos. “Fue un espectáculo tan cordial, que se puede imaginar, pero no describir. Don Bosco les dirigió pocas palabras. Entre otras cosas, les dijo: “Yo os agradezco las pruebas de amor que me habéis dado durante la enfermedad; os agradezco las oraciones hechas para mi curación. Estoy persuadido de que Dios me concedió la vida por vuestras oraciones; y por ello, la gratitud quiere que yo la gaste enteramente por vuestro bien espiritual y temporal. Así prometo que lo haré, mientras el Señor me deje en esta tierra; y vosotros, por vuestra parte, ayudadme” (MB 2, 492-499).


Creo que nuestro Rector Mayor ha vivido una experiencia semejante, y curiosamente a la misma edad de Don Bosco, hacia los 31 años. Quizá la mayoría de nosotros nunca lo experimentaremos: lo más importante es que estemos convencidos de que, si Dios nos ha llamado a la vida y a esta vida, como salesianos, es para que digamos, como Don Bosco: “Yo por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros vivo, por vosotros estoy dispuesto incluso a dar mi vida” (C 14).


2.- Al mencionar antes, como clave de comprensión de la vida entera de Don Bosco, la centralidad de Dios en ella, suponemos algo que ahora quisiera explicitar: esta fe total en Dios es inseparable del seguimiento e imitación de Jesucristo. Para nuestro Padre, hablar de religión es hablar del Cristianismo: en su tiempo y en su contexto socio-cultural-religioso, esto es innegable e indiscutible. Sin duda, Don Bosco sería el primero en invitarnos a participar activamente en el diálogo ecuménico e interreligioso, precisamente porque estaba convencido de que Jesucristo es –con palabras del Magisterio y la teología actual- el “único y universal Salvador de todos los hombres”.


Es Jesucristo quien, desde los primeros años de su vida, guía y orienta todas sus acciones. Es Jesucristo quien, en el sueño de los nueve años, le indica una misión, haciéndole comprender que toda su existencia está marcada por una vocación-misión, y le da la Maestra, “sin la cual toda sabiduría es necedad”32. Es a Jesucristo a quien descubre, ama y sirve en cada una de las personas que encuentra en su camino, sobre todo los jóvenes más pobres y abandonados, tomando en serio las palabras del Señor en Mt. 25, 31ss. Es a Jesucristo a quien quiere “plasmar” en ellos, a través de un camino donde la pedagogía y la catequesis se integran plenamente: “Como Don Bosco, estamos llamados, todos y en todas las ocasiones, a ser educadores de la fe. Nuestra ciencia más eminente es, por tanto, conocer a Jesucristo, y nuestra alegría más íntima, revelar a todos las riquezas insondables de su misterio. Caminamos con los jóvenes para llevarlos a la persona del Señor resucitado, de modo que, descubriendo en Él y en su Evangelio el sentido supremo de su propia existencia, crezcan como hombres nuevos” (C 34).


Para Don Bosco, la santidad no es un ideal ético, sino la plenitud de la amistad con una Persona: Jesucristo.


En esta centralidad del Señor Jesús en la vida de Don Bosco, encontramos una sensibilidad carismática que lleva a privilegiar algunos rasgos de su inagotable figura (cfr. C 11): entre ellos, como nos recordaba el Rector Mayor hace algunos años, la imagen de Apóstol del Padre y de Buen Pastor. En la contemplación de Jesucristo, Buen Pastor, Don Bosco “aprende” –y todos nosotros, como salesianos, estamos llamados a realizar ese mismo aprendizaje- el Sistema Preventivo: la gratuidad, la preocupación por el más alejado, el amor hecho bondad, el conocimiento personal (“el buen pastor conoce a sus ovejas, y las llama a cada una por su nombre”), y sobre todo, la necesidad de entregarlo todo y entregarse, hasta “dar la vida por sus ovejas” (cfr. ACG 384, 26-28).


3.- La figura del Buen Pastor, y su preocupación por cada una de sus ovejas, con una desconcertante predilección por la oveja perdida, nos puede servir de motivación para tratar de profundizar, hacia el final de nuestros Ejercicios, un tema particular que en los días precedentes sólo hemos mencionado: la unidad del agape y el eros en la vida y en la acción de nuestro Padre.


Frente a la semántica habitual de la palabra eros, malentendida casi como sinónimo de “sexualidad” (y con frecuencia, incluso de sexualidad morbosa), y también ante la concepción de un sector de la teología protestante del siglo XX (en especial en el norte de Europa), que oponía drásticamente eros y agape, el Papa Benedicto XVI ha tenido el mérito de reivindicar, desde la más alta cátedra de la Iglesia universal, el valor humano, cristiano y -¿por qué no decirlo?- teológico, del eros, culminando de esta manera toda una corriente de reflexión humanista en esa misma dirección.


Podemos decir, en forma muy breve, que “sabemos lo que no es el eros”; pero ¿qué es? Incluso si leemos con atención la Encíclica del Santo Padre, y sobre todo su Mensaje de Cuaresma 2007, podemos quedarnos con la impresión de que no es claro al respecto, e incluso encontrar alguna aparente contraposición. Por ejemplo, si, a la luz de la Encíclica Deus Caritas Est, n. 7, entendiéramos el agape como “amor descendente”, y el eros como “amor ascendente”, ¿cómo podría hablarse del eros de Dios para con el hombre? E igualmente, ¿qué otro tipo de amor podría tener el ser humano para con Dios sino el ‘ascendente’, por tanto, sólo el amor erótico? A mi juicio, podrían encontrarse al menos cinco o seis descripciones diferentes del eros en estos documentos del Papa: como amor ascendente – como correspondencia en el amor – como sentimiento y emoción “extáticas” – como posesión de lo que falta al amante – como anhelo de unión...; estas descripciones, en el fondo, no son alternativas, sino más bien son todas ellas aproximaciones, desde diferentes perspectivas, a su esencia, indefinible, en cuanto que, como auténtico amor, está más allá de la comprensión lógica humana; podemos aplicarle las palabras de san Anselmo: “rationabiliter comprehendit... incomprehensibile esse”: comprendemos, razonablemente, que el amor está más allá de la razón. Pero esta incomprensibilidad no significa que no se pueda penetrar en su conocimiento, sino más bien que no se puede agotar.


El camino que quisiera sugerir parte de dos elementos, ya mencionados anteriormente. Por una parte, el Santo Padre da a entender que el eros es indispensable incluso para la realización del agape (cfr., entre otros textos, DCE, 7); por otra parte, hemos subrayado la necesidad de profundizar en el amor desde las dos “orillas” de la experiencia: el amar, sin duda, pero también el ser-amado. En ambos aspectos descubrimos la presencia de un factor esencial, que es tan evidente, que con frecuencia nos puede pasar desapercibido, a saber: la singularidad de la persona amada. Sin ella, el mismo agape (¡y, paradójicamente, desde el otro extremo, la sexualidad!) puede llegar a ser impersonal; y sin esta característica, la persona no puede sentirse amada, en lo más profundo de su ser. Creo que la descripción –sin duda, balbuciente- del eros va ligada al reconocimiento de la persona amada como única e irrepetible: y esto en toda la gama del amor, desde la sexualidad, que se convierte en auténtico amor humano cuando se deja personalizar de esta manera, hasta el agape, que también necesita dejarse personalizar por el eros 33, so pena de convertirse en egoísmo narcicista: existe el peligro, real, de que, tras la máscara del “yo amo a todos”, no amo, en realidad, a nadie.


Desde esta clave de lectura podemos entender perfectamente lo que llamábamos “aproximaciones” al eros, en los documentos de Benedicto XVI; incluyendo la dimensión del sentimiento y la emoción, que son, sin duda, esenciales no sólo en la experiencia del amor en general, sino en especial ante el estupor del encuentro con la persona única e irrepetible que constituye su objeto, y que se expresa en la sencilla frase: ¡qué maravilla que existas!


El Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas en el redil (¡o en el monte!, Mt. 18, 12) para buscar a la ovejuela perdida, entiende perfectamente esto (cfr. también ACG 384, p. 27). La aplicación a nuestro santo Padre Don Bosco es evidente y, añadiría yo, entusiasmante. Tratando de precisar aún más esto, yo diría que la estructura y orientación de su amor es el agape; y que el contenido y dinámica del mismo es su eros. Don Bosco no busca, en su propia realización a través del amor, a quien le fascina y “plenifica”, sino a quien más necesita de su amor agápico; pero dicho amor es totalmente personal y afectivo (y, por supuesto, efectivo): cada muchacho se sentía amado personalmente por Don Bosco; más aún: se sentía su predilecto, como si fuera el único. ¡Cómo resuenan nuevamente en nuestros oídos y en nuestro corazón las palabras de estos muchachos de la calle, ante el cuarto del querido moribundo: “Si Don Bosco supiera que yo estoy aquí, haría que entrara de inmediato”!


Y gracias a este amor agápico, hecho afecto entrañable (¡qué bella expresión psicosomática!), sus muchachos se sentían amados por Dios, al grado que, según el testimonio de Don Giacomelli, “los muchachos lo querían tanto y le tenían tanto aprecio y respeto, que le bastaba manifestar un deseo para ser atendido. Se abstenían de todo lo que pudiera disgustarle: no había temor servil en su obediencia, sino afecto verdaderamente filial. Algunos se guardaban de cometer ciertas faltas, casi más por miramiento a él que por no ofender a Dios; pero él, al darse cuenta, se lo reprochaba seriamente, diciendo: ¡Dios es algo más que Don Bosco”! (MB 3, 585). Y hacia el final de su vida, le decía el teólogo Piano: “El amor, que entonces le profesábamos, lo conservamos todavía (...) ¿Acaso no fue en el Oratorio donde la mayor parte de nosotros encontramos el pan y los vestidos de que carecíamos? Dejará de latir nuestro corazón antes que dejemos de amaros. Quereros a vos es para nosotros una prenda del amor de Dios” (MB 18, 131).


En otra ocasión, también hacia los últimos años de su vida, dijo a un grupo de exalumnos sacerdotes y laicos: “Ahora me toca a mí responder, quién sea el más querido por mí. Decidme: ésta es mi mano: ¿cuál de los cinco dedos es el más querido por mí? ¿De cuál de ellos aceptaría privarme? Ciertamente, de ninguno, porque los cinco me son queridos, e igualmente necesarios. Ahora bien: yo os diré que os amo a todos, sin distinción y sin medida” (MB 18, 160).


La frase más atrevida, a mi juicio, de Benedicto XVI (y él mismo lo da a entender), hacia el final de su Mensaje, creo que puede aplicarse, análogamente, a Don Bosco: “Se podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre (en la cruz de Cristo) es, en realidad, la expresión suprema de su agape”. ¡Nada extraño que el gran Orígenes entendiera de esta manera –contra gran parte de la Tradición de la Iglesia- la bellísima frase de san Ignacio de Antioquía: “Mi Eros está crucificado”: “Por lo menos, yo recuerdo que uno de los santos, llamado Ignacio, dijo de Cristo: ‘Mi Eros está crucificado’, y no creo que merezca ser censurado por ello” (Comentario al Cantar de los Cantares, Prólogo).


Todo esto nos permite recuperar toda la hondura de la invitación de Don Bosco, entonces y hoy: Studia di farti amare! A la gratuidad total del amor no se opone en absoluto el deseo, más aún: el anhelo de la correspondencia; mucho menos es expresión de egoísmo embozado. Cuando es auténtico, implica la más radical kénosis: el vaciarnos tan plenamente de nosotros mismos, que sea Cristo quien vive en nosotros (cfr. Gal 2, 19-20): y sea El quien ama y es amado en nosotros. ¡Ojalá podamos escuchar, cada uno de nosotros, de parte de nuestros jóvenes, lo que escuchó Don Bosco: “¡Quereros a vos es para nosotros una prenda del Amor de Dios!”


Termino este parágrafo, una vez más, con una frase sintética del Mensaje del Papa: “En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros”.



3.- “...también nosotros encontramos en él nuestro Modelo” (C 97)


Como conclusión, me parece necesario precisar aún más nuestra relación con Don Bosco, Padre y Maestro. Sin duda, hemos escuchado muchas veces, de parte de personas que no pertenecen a nuestra Familia Salesiana, expresiones de desconcierto, o incluso de reproche, por la manera en que lo veneramos y tratamos de imitar. Algunos incluso llegan a decirnos que hemos puesto a Don Bosco en el lugar de Cristo nuestro Señor. Evidentemente, son apreciaciones injustas, pero denotan algo que conviene reflexionar: nuestra relación con Don Bosco no es igual a la que otras Órdenes o Congregaciones tienen para con sus Fundadores; y esto no tendría por qué preocuparnos, o menos aún, avergonzarnos. Por otra parte, es evidente que podemos correr el peligro de llamarnos “hijos de Don Bosco” sin serlo en verdad (cfr. Lc. 3, 8; Jn. 8, 39. 42), por muchos motivos; entre otros, por confundir la fidelidad con la inmutabilidad nostálgica; pero también “inventándonos” a Don Bosco, respondiendo, cada uno como se lo imagina, a la pregunta: “¿Cómo actuaría él, aquí, hoy?”


Considero que el artículo constitucional del que forma parte la frase inicial nos da una preciosa respuesta. Por una parte, nos recuerda, en el comienzo (no sólo cronológico, sino carismático) de nuestra Congregación, cómo “los primeros salesianos encontraron en Don Bosco un guía seguro. Vitalmente incorporados a su comunidad en acción, aprendieron a modelar la propia vida sobre la suya. También nosotros encontramos en él nuestro modelo”. Pero, por otra parte, “la naturaleza religioso-apostólica de la vocación salesiana determina la orientación específica de nuestra formación; tal orientación es necesaria para la vida y unidad de la Congregación” (C 97).


Dejando a un lado el contexto de este artículo (que es el de la vida como formación), se trata de buscar una síntesis vital entre la figura concreta de Don Bosco, y la naturaleza de nuestro Carisma. Descuidar lo segundo, nos llevaría a una repetición nostálgica y anecdótica de Don Bosco, quien sería el primero en reprochárnoslo; pero lo contrario nos llevaría a centrarnos en un conjunto de ideas y conceptos de tipo teológico, pedagógico o espiritual, olvidando que todo ello es parte de un Carisma, que Dios ha dado a la Iglesia y a la humanidad, sobre todo a los jóvenes, en una persona concreta, llamada Juan Bosco.


Dicha síntesis, me atrevo a decir, la encontramos en Don Bosco mismo: “Si me habéis amado hasta ahora, seguid haciéndolo en adelante con la observancia exacta de nuestras Constituciones” (Constituciones, Proemio); “acogemos las Constituciones como testamento de Don Bosco, libro de vida para nosotros y prenda de esperanza para los pequeños y los pobres” (C 196).


4.- Conclusión


Casi al final de nuestros Ejercicios, quisiera ofrecerles dos reflexiones conclusivas.


Si quisiéramos sintetizar en poquísimas palabras la personalidad de Don Bosco, yo diría: habiendo centrado toda su vida en Dios, en el seguimiento de Jesucristo, y gastado toda su vida por los jóvenes, de quienes estuvo carismáticamente apasionado, nuestro Fundador y Padre se mnaifiesta, al mismo tiempo y de forma inseparable, como un hombre santo y feliz. Ha integrado perfectamente las dos dimensiones de su realización personal en Cristo: la dimensión “objetiva” = perfección, santidad; y la dimensión subjetiva = felicidad. No es sólo un juego de palabras la expresión, tantas veces citada respecto de él (y también de san Francisco de Sales, su patrono, y también el nuestro): “Un santo triste es un triste santo”.


La segunda reflexión quiere ser, en cierta manera, una síntesis final, anticipada. En las diversas reflexiones, hemos tratado de “poner en práctica” la armonía entre naturaleza y gracia, que es característica de Don Bosco (cfr. C 21). En un cierto sentido, podemos decir que, en el fondo, no hemos profundizado otra cosa más que... el Sistema Preventivo. De hecho, hemos tomado como “tema” y contenido central la ‘amorevolezza’, entendida como expresión-manifestación del amor, entre los dos polos de la razón (experiencia humana) y la religión (reflexión teológica). Es la síntesis más breve y densa que podemos hacer...




EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

MARÍA, MADRE Y MAESTRA



1.- Introducción



Al final de la Instrucción pontificia “Partir desde Cristo”, la Iglesia nos dice: “Contemplemos a María, Madre y Maestra para cada uno de nosotros. Ella, la primer consagrada, ha vivido la plenitud de la caridad. Ferviente en su espíritu, ha servido al Señor; alegre en la esperanza, fuerte en la tribulación, perseverante en la oración; solícita ante las necesidades de los hermanos (cfr. Rom. 12, 11-13). En ella se reflejan y se renuevan todos los aspectos del evangelio, todos los carismas de la vida consagrada” (n. 46).


Este texto nos permite ubicar nuestra reflexión. Evidentemente, no se trata de hacer de María Santísima, en forma por demás anacrónica, “la primera religiosa”: sino de descubrir en Ella “todos los carismas de la vida consagrada” no en forma cuantitativa (“todos”), sino, por decir así, “en su núcleo” fundamental: en cuanto que ha vivido la plenitud de la caridad, del amor. Una comparación con ello podría ser la manera en que santo Tomás de Aquino muestra cómo todas las perfecciones de la Creación se encuentran, en forma absolutamente simple, en Dios (S. Th., I, q. 4, a. 2, Utrum in Deo sint perfectiones omnium rerum).


A esta “síntesis” se acerca la actitud de santa Teresa de Lisieux, cuando, a propósito de la diversidad de vocaciones, se cuestiona:


Siento en mí otras vocaciones: siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. Siento, en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas acciones... Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir sobre un campo de batalla por la defensa de la Iglesia (...) ¿Cómo hermanar estos contrastes? ¿Cómo realizar los deseos de mi pobrecita alma? (...) Como estos deseos constituían para mí durante la oración un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de san Pablo, a fin de buscar en ellas una respuesta (...) Leí que no todos pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc.; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no podría ser, al mismo tiempo, mano... La respuesta era clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz (...) Sin desanimarme, seguí leyendo, y esta frase me reconfortó: ‘Buscad con ardor los dones más perfectos: pero voy a mostraros un camino más excelente’. Y el apóstol explica cómo todos los dones, aun los más perfectos, nada son sin el AMOR (...) Había hallado, por fin, el descanso (...) La caridad me dio la clave de mi vocación (...) Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia: que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno! Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, exclamé: ¡Oh Jesús, Amor mío! Por fin he hallado mi vocación, ¡mi vocación es el AMOR!”.


En nuestra meditación conclusiva, les invito a que “contemplemos” a María Inmaculada Auxiliadora, nuestra Madre y Maestra. En particular, que fijemos nuestra mirada filial en un momento trascendental de nuestra Tradición salesiana: contemplemos a Don Bosco rezando, junto con Bartolomé Garelli. Podemos decir, utilizando una imagen de la física moderna conocida por todos, que esa “Ave María constituye el “átomo de densidad infinita” que, en el big bang del 8 de diciembre de 1841, dio origen a una “explosión carismática” que aún ahora continúa difundiéndose por el mundo, haciendo presente el Amor de Dios para los jóvenes, sobre todo los más pobres y necesitados.


Meditemos, pues, en lo que a diario decimos a la Madre de Dios y Madre nuestra, en el “Ave María”...


2.- “Llena eres de Gracia...”


El saludo del ángel Gabriel a María tiene una densidad extraordinaria: ninguna traducción agota la riqueza del término original Tratando de ahondar teológicamente en esta palabra, podemos subrayar, en primer lugar, su carácter de gratuidad. “Llena de gracia” en este primer sentido quiere decir = gratuidad en su máxima expresión. Aquí se manifiesta en grado insuperable el carácter gratuito del Amor de Dios, que precede a cualquier actitud humana, que es siempre respuesta frente a la iniciativa de Dios. “No somos nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que es Él quien nos amó primero” (cfr. 1 Jn 4, 10): esto podemos aplicarlo, no sólo a cada uno de nosotros, sino también, y en primer lugar, a María.


La tradición unánime de la Iglesia, y su interpretación guiada por el Espíritu Santo a través de los siglos, culmina en la declaración dogmática del beato Pío IX en 1854, proclamando su Inmaculada Concepción. Sin embargo, en ocasiones existe el peligro de olvidar que en este dogma de fe no se nos habla, en primer lugar, de algo que ha hecho María, sino de lo que Dios ha hecho en Ella, en favor nuestro. Incluso nuestras Constituciones podrían leerse inadecuadamente, si no acentuamos la iniciativa de Dios, desde el mismo primer instante de su existencia: “María Inmaculada y Auxiliadora nos educa a la plenitud de la donación al Señor y nos infunde ánimo en el servicio a los hermanos” (C 92). No olvidemos que la consagración es siempre obra de Dios, no nuestra; y que al contemplar a María Inmaculada estamos contemplando el fruto más perfecto del “sistema preventivo” de Dios.


En este sentido, la insistencia de la teología, reflejada en la liturgia, que busca subrayar la “pre-destinación” de la Madre de Dios (que utiliza lecturas del AT en sentido alegórico, como Prov. 8, 22-36 y Ecclo. 24, 3-22) es aceptable, con tal que no la separe del resto de la humanidad: ya que, en realidad, todos hemos sido predestinados por Dios “desde antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1, 4-5). María es la predestinada por excelencia, no por exclusividad (o, menos aún, por exclusión).


3.- “El Señor está contigo...”


Esta sencilla frase del saludo angélico es la síntesis más breve de la Alianza, y es lo que el Señor promete, como garantía, a quienes llama a su servicio (recordemos, sobre todo, el caso de Jeremías). “Llena de Gracia” quiere decir, en su sentido más profundo, “llena de DIOS”. La Gracia no es “algo”, sino “Alguien”: Dios Trino y Uno, Dios-Amor, que se nos da gratuitamente y en forma total e irreversible, en Cristo. Conviene hacer notar que, en varios textos del AT, esta presencia de Dios en medio de su pueblo provoca, en primer lugar, la alegría. ¡Lástima que hemos perdido, en casi todas las lenguas, este matiz del texto bíblico lucano: Alégrate! Entre otros muchos textos, recordemos a Sofonías:


¡Grita alborozada, Sión, lanza clamores, Israel,

celébralo alegre de todo corazón, ciudad de Jerusalén!

¡Yahvé, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno!

Aquel día se dirá a Jerusalén:

¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos!

Yahvé tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!

Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor;

Danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta

(Sof. 3,14-18).


Esta presencia única de Dios en Ella es el principio fundamental de su ser-consagrada: pues no se realiza a través de alguna criatura: sino que consiste, precisamente, en este “poner Dios su morada en”. Aquí radica la diferencia del concepto de santidad respecto a otras religiones, en las que lo Sagrado es lo separado, lo “intocable”, lo Inaccesible; aquí, en cambio, el Dios tres veces Santo hace partícipe de su Santidad a través de su cercanía en el amor, que en María resulta plena, incluso a nivel “físico”, mediante la Encarnación. Por ello, podemos proclamarla, también en este sentido, la “Consagrada” por antonomasia; sin olvidar que no por ello se separa de nosotros, sino al contrario: nos invita a seguir su ejemplo.


Finalmente, podemos todavía descubrir un tercer sentido en la expresión llena de Gracia: el efecto que produce la presencia total de Dios en ella, que la convierte en la “Agraciada” por excelencia, la Tota Pulchra, Aquella que dirá, en el cántico del Magnificat: “Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso, Santo es su Nombre” (Lc. 1, 48-49).


4.- “...hágase en Mí según tu Palabra...”


La acentuación de la iniciativa libre y gratuita de Dios, y la consagración, en cuanto obra divina, no debe hacernos olvidar que Él ha querido necesitar la respuesta humana. Lo podemos ver en los modelos bíblicos del AT y NT, y no podía ser menos en el caso supremo de colaboración con Dios: la Maternidad divina de María, que, como dice san Agustín, “concibió al Hijo de Dios en su corazón por su libre obediencia, antes de concebirlo en su seno virginal”.


Sin embargo, aquí podría surgir una duda: ¿podemos hablar realmente de la libertad de María, ante todo lo anterior? ¿Qué sentido tendría hablar de la Inmaculada Concepción, de la plenitud de Gracia, etc., si todo dependiera de un humano, posterior a todo ello? Por otra parte, si negáramos el carácter libre de la aceptación por parte de la jovencita de Nazaret, a la vez que la separaríamos totalmente del resto de la humanidad, llegaríamos a un absurdo: afirmar que la colaboración humana con Dios en su momento culminante no ha sido realmente humana, esto es: ha carecido de conciencia y libertad.


Me parece que podemos encontrar una maravillosa respuesta, ahondando en un aspecto típico de nuestro Carisma. Don Bosco, cuando hablaba de poner a los muchachos “en la imposibilidad moral de pecar”, no se refería a coartar su libertad -lo cual, por otra parte, habría sido imposible-, sino a tratar de robustecer sus motivaciones de fe y amor al Señor, dirigiéndose, no sólo a su inteligencia racional y lógica (como lo hace también el sistema represivo), sino sobre todo a su corazón: pues la educación, a nivel humano y también de la fe y en la fe, “es cuestión del corazón”.


En otras palabras: Don Bosco estaba convencido (y es una convicción que toca el meollo mismo de la antropología y la moral cristiana) que, entre más experimentemos el Amor de Dios como fuente máxima (y única) de auténtica felicidad, más difícil será (“moralmente imposible”) el alejarnos de Él, conservando, sin embargo, íntegra nuestra libertad. Dicho fortalecimiento, además de implicar el contacto personal, encontraba su lugar privilegiado en la cualificación del ambiente, rico de valores humanos y cristianos, y en la asistencia auténticamente salesiana, que no es en absoluto la de un gendarme garante del “orden”, sino de una mediación visible del Amor de Dios. Esta “ecología formativa” como la llama el Rector Mayor es uno de los elementos fundamentales del Oratorio como criterio salesiano: “Al realizar nuestra Misión, la experiencia de Valdocco sigue siendo criterio permanente de discernimiento y renovación de toda actividad y obra” (C 40).


Todo ello nace también de la identidad del amor, aun a nivel humano: con mucha mayor razón hablando del Amor de Dios, que no quita en absoluto la libertad, pero tampoco la deja neutral: sino que la robustece, para poder corresponder al amor recibido, con la propia respuesta libre de amor. Sólo así podemos entender el sentido profundo de nuestra obediencia, la cual “conduce a la madurez, haciendo crecer la libertad de los hijos de Dios” (C SDB 67).


En esta perspectiva, la misma pregunta de María: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34), no expresa duda, ni tampoco pone condiciones: sino que es la pregunta de quien, desde una fe incondicional, quiere colaborar lo más consciente y libremente posible. Tan es así, que la respuesta del ángel no es respuesta: en el fondo, lo que dice es: “Se trata de Dios, y de su Plan... ¿confías en Él?”


Incluso la “prueba” que le da, el embarazo de Isabel, que en ese momento no puede “verificar” María, es más bien una motivación para acudir en su ayuda y servicio, como se nos dice inmediatamente en el evangelio. No se trata, pues, de una prueba “teórica”, que tienda a satisfacer la curiosidad de María, o simplemente a iluminar su inteligencia, sino una “prueba práxica” que la pone en movimiento, para acompañar y servir a su pariente Isabel.


La fe de María se traduce en la obediencia incondicional. Ella acepta, paradójicamente, con plena libertad, convertirse en la “esclava” del Señor: “hágase en mí según tu Palabra”.


5.- “...Bendita Tú entre las mujeres...”


Esta plenitud de la consagración de María conduce a una misión: ante todo, la de ser la Madre del Hijo de Dios hecho Hombre; pero, inseparablemente, la de donarlo para la salvación del mundo, imitando humanamente, por decir así, la acción del Padre: “Dios amó tanto al mundo, que le entregó a su Hijo único” (Jn. 3, 16): todo ello, “por obra del Espíritu Santo”. Este llevar a Dios a quienes El mismo nos envía es la concretización de nuestra consagración, a imagen de María, quien “nos educa para la donación plena al Señor y nos alienta en el servicio a los hermanos” (C 92).


Es, por ello, inseparable la Anunciación de la visitación: “se puso en camino María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc. 1, 39). La presencia de María, que lleva consigo al Salvador, es fuente de alegría desbordante (la misma con la que el ángel la saluda): ¡incluso para el niño Juan Bautista, todavía en el seno de su madre! Isabel reitera a María esta promesa de felicidad, indicando, además, su raíz: la fe. “¡Feliz la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc. 1, 45).


Es muy interesante constatar que aquí estamos ante la primera “bienaventuranza” evangélica; y que la última bienaventuranza, formando con ella una maravillosa “inclusión” tiene el mismo contenido: la fe: “...dichosos los que, aun sin ver, creen” (Jn. 20, 29). Sin la perspectiva de la fe, no podemos comprender ni aceptar las “otras” bienaventuranzas que Jesús presenta (por ejemplo, en Mt. 5, 3-12; Lc. 6, 20-23). Pero podemos decir todavía una palabra a este respecto: María, ante el anuncio de la Resurrección de Jesús, su Hijo, se encuentra entre quienes “sin ver, han creído”: no existe ningún texto evangélico que nos hable de una “aparición” de Jesús resucitado a su Madre santísima: y considero que, en vez de inventar apariciones, o recurrir a textos apócrifos del pasado o del presente (que también los hay), es mucho más enriquecedor constatar esta consoladora ausencia, que la coloca junto con nosotros, invitándonos a que, también nosotros, seamos “felices porque hemos creído”.


Finalmente, Isabel “exclamó a gritos: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc. 1, 42). ¿Cómo entender esta “bendición” doble, si no es desde la fe? Pues es necesario reconocer que, humanamente hablando, la elección-vocación-misión de María no le facilitó la vida, ni la realización de sus planes: al contrario... Aceptar el plan de Dios en nuestra vida no significa que, automáticamente, ésta nos será más fácil o llevadera. El Señor nos garantiza, como vemos en la vida de Abraham, Moisés, Jeremías, María, sólo una cosa: “Yo estaré contigo”. “Nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom. 8, 39).


Esta escena maravillosa culmina con el Magnificat: María alaba a Dios por lo que ha hecho en su vida, “porque ha puesto sus ojos en la pequeñez de su esclava” (Lc. 1, 48), e inserta esta elección de Dios en la perspectiva de su fidelidad y, en consecuencia, como cumplimiento de sus promesas (cfr. Lc. 1, 54-55): ¡es un Dios Santo, que acoge a los humildes, pobres y hambrientos, y nada puede hacer ante la autosuficiencia de los ricos, poderosos y soberbios! En el fondo, podemos encontrar aquí, en una maravillosa síntesis, lo que constituye el meollo de los consejos evangélicos: la primacía de Dios y el deseo de unión con El realizando plenamente su Voluntad (obediencia) como expresión del amor (castidad), en el total despojamiento de sí misma (pobreza). ¡Es, en verdad, la primera Consagrada!



6.- La Santísima Virgen María Inmaculada Auxiliadora en el Carisma Salesiano


Se trata, sin duda, de un tema central en nuestro Carisma, pero al mismo tiempo, imposible de abarcar en todas sus dimensiones. Me limitaré a subrayar los textos constitucionales en los que aparece.


Sabemos que hay dos artículos totalmente dedicados a María: el 8 (nuevo, en la redacción definitiva de 1984) y el 92. Se encuentran en contextos muy diversos: el primero, dentro de la descripción de nuestra identidad fundamental, y esto hace más relevante su contenido; y el segundo, en la sección de nuestra vida de oración, caracterizada como “en diálogo con el Señor”.


En el artículo 8, se subraya la acción de la Santísima Virgen María en la vida de nuestro padre y fundador con tres verbos: “indicó su campo de acción entre los jóvenes – guió – sostuvo, especialmente en la fundación de nuestra Sociedad”. Todo ello, sin duda, se ubica dentro del Plan de Dios, como lo dice el inicio mismo de nuestras Constituciones: “El Espíritu Santo suscitó, con la intervención materna de María, a san Juan Bosco” (C 1).


En forma semejante, “creemos que María está presente entre nosotros y continúa su misión de Madre de la Iglesia y Auxiliadora de los cristianos”. Plenamente convencidos de ello, quizá la pregunta que debemos poner ante nuestros ojos y nuestro corazón es: ¿también nosotros dejamos que María Santísima nos indique nuestro campo de acción, nos guíe y nos sostenga?


En el contexto de la Misión salesiana, María nos educa con la triple actitud teologal: con una clara referencia al Magnificat,“Nos confiamos a Ella, humilde sierva en quien el Señor ha hecho grandes cosas, para ser, entre los jóvenes, testigos del amor inagotable de su Hijo” (C 8); “la hacemos conocer y amar como a la Mujer que creyó y que auxilia e infunde esperanza” (C 34).


El artículo 92, en el contexto de la oración, nos presenta a María ante todo como Modelo a contemplar e imitar, sobre todo en la entrega, inseparable, a Dios y a los jóvenes: “María Inmaculada y Auxiliadora nos educa para la donación plena al Señor y nos alienta en el servicio a los hermanos”.


Finalmente, en el contexto de la vida entera del salesiano, entendida como experiencia permanente de formación, y en consecuencia, como un proceso que nunca termina, encontramos un título sencillo, pero de una densidad extraordinaria: María, Madre y Maestra (C 98). El contexto de este artículo nos invita a sentirnos “hijos en el Hijo”, a dejar que también a cada uno de nosotros María nos dé un cuerpo y un corazón como el de Cristo, en particular para que, como decíamos antes, nos enseñe a amar, como enseñó a Don Bosco (cfr. C 84); más aún: como enseñó y educó a Jesús.


Quisiera terminar concretizando aún más la presencia de la Virgen María en nuestro Carisma, partiendo de una constatación que está implícita en todo lo que hemos dicho arriba.


Es indudable que la Madre del Señor tiene, en nuestro Carisma, una relevancia singular: basta recordar la frase de Don Bosco: “Ella lo ha hecho todo”. Esta relevancia: casi me atrevo a decir: esta centralidad, ¿pertenece sólo a la experiencia personal de Don Bosco, ligado a su tiempo y a su situación, o es parte integrante de nuestra identidad salesiana?


Pienso que todos estamos convencidos de que no es sólo un elemento aleatorio, simple vestigio de la devoción personal de nuestro Padre. Entre otros muchos posibles elementos de respuesta, yo quisiera subrayar uno, que brota precisamente de la fuente misma de nuestro Carisma. Pensemos, ante todo, en los destinatarios prioritarios de nuestra Misión: los niños y jóvenes “más pobres, abandonados y en peligro”; esto es: muchachos que, humanamente hablando, “valen” muy poco o nada: pero que, precisamente por eso, son los predilectos de Dios, pues el Amor de Dios –lo hemos reflexionado en todos estos días- es incondicional, y tiene siempre la iniciativa: no nos ama porque seamos amables, sino que somos amables, esto es: dignos de ser amados, porque Él nos ama. “Quia amasti me, Domine, fecisti me amabilem”, dice genialmente san Agustín.


Pues bien: ¿no es la incondicionalidad un rasgo típicamente femenino-materno del amor, así como la exigencia (bien entendida) es el correspondiente masculino-paterno? No entendería nada, ni podría compartir nada de la situación de los jóvenes destinatarios prioritarios de nuestra Misión, quien, incluso amándolos, no comenzara por amarlos incondicionalmente; más aún: maternalmente. ¿No será que el no tomar en serio esto, nos puede estar indicando un olvido peligroso de nuestra predilección carismática? Sin duda, hay jóvenes con quienes no es necesario comenzar con el rasgo de la incondicionalidad, en nuestro amor y nuestro trabajo educativo-pastoral con ellos; pero, precisamente por eso, ¿se trata de nuestros destinatarios prioritarios? Es con éstos, ante todo, con quienes debemos ser, ineludiblemente, “padres maternales”.


Creo que aquí podemos ubicar perfectamente la significatividad teológica de María, Inmaculada Auxiliadora, en nuestro Carisma: como “el rostro materno del Amor de Dios”.


El Rector Mayor, al final de su Carta: “Tú eres mi Dios, fuera de Ti no tengo ningún bien”, nos invita: “A Ella (María) pidamos que nos enseñe a abrirnos a la acción transformadora y santificadora del Espíritu. A Ella confiemos nuestra vocación salesiana para que nos haga ‘signos y portadores del Amor de Dios a los jóvenes’” (ACG 382, p. 28).


En este momento trascendental de la Congregación, ¡confiemos a Ella nuestro Capítulo General, para que a todos nosotros, y a todos los hermanos de nuestra Congregación esparcidos en el mundo entero, nos obtenga la gracia de nuestro Padre Dios de una profunda renovación en nuestra identidad carismática y en nuestra pasión apostólica, para la salvación de nuestros queridos jóvenes!































1 La mayoría de los idiomas occidentales conserva esta dualidad de la espera-esperanza: wait-hope, aspettare-sperare, warten-hoffen, attendre-espérer.

2 Citado en: J. MOLTMANN, Teologia della Speranza, Brescia, Queriniana, 1977, p. 20.

3 Cfr. JÜRGEN MOLTMANN, La catastrofe atomica: e Dio, dov’è?, Urbino, Il Nuovo Leopardi, 1987, 11.

4 Ibidem, p. 10, citando a Günther Anders.

5 Citado por J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca, Ed. Sígueme, 1983, p. 37.

6 Podemos recordar el reciente Congreso sobre la Vida Consagrada: “Pasión por Dios, pasión por la humanidad”.

7 Cfr. EBERHARD JÜNGEL, Dio, Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, p. 420.

8 Citado por: J. PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, p. 514.

9 FEDERICO NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 143.

10 JÜRGEN MOLTMANN, El Dios Crucificado, Salamanca, Ed. Sígueme, 1977, p. 312.

11 RICARDO DE SAN VÍCTOR, De Trinitate, III, 4, Roma, Città Nuova Editrice, 1990, p. 130: ““se Dio preferisse riservare egoisticamente solo per sé l’abbondanza della sua ricchezza, pur potendo –se lo volesse- comunicarla ad un altro (...) avrebbe ragione di sottrarsi alla vista degli angeli e di chiunque, di vergognarsi di essere visto e riconosciuto, avendo in se stesso una così grave mancanza di benevolenza”.

12 HANS URS VON BALTHASAR, Mysterium Salutis III/2, Madrid, Ed. Cristiandad, 1975, p. 157.

13 EBERHARD JÜNGEL, Dio Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, 2004, 3ª ed., p. 416-417.

14 SAN AGUSTÍN, In Joannis Epistolam Tractatus 5, 12, Roma, Città Nuova Editrice, 1985, p. 1743.

15 JOSEF PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, Madrid, Rialp, 2001, p. 446.

16 NICOLÁS CABASILAS, De Vita in Christo, PG 150, 572; citado por HANS URS VON BALTHASAR, Mysterium Salutis III/2, p. 151).

17 Quizá podría verse incluso, desde esta perspectiva, el meollo de la discusión teológica de los años 50 respecto del tema –sin duda fundamental en la teología católica – del Sobrenatural.

18 El texto original dice: Ratio autem gratuitae donationis est amor: ideo enim damus gratis alicui aliquid, quia volumus ei bonum. Primum ergo quod damus ei, est amor quo volumus ei bonum. Unde manifestum est quod amor haber rationem primi doni, per quod omnia dona gratuita donantur”.

19 JOSEF PIEPER, El Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, Madrid, Rialp, 2001, p. 415.

20 Citado por: MORAND WIRTH, Francois de Sales et l’Éducation, Paris, Éditions Don Bosco, 2005, p. 92.

21 SAN AGUSTÍN, Confesiones III/1, Madrid, BAC, 1991, p. 131.

22 JOSEF PIEPER, Las Virtudes Fundamentales, p. 451-452 (la cita de Lewis se encuentra en: C. S. LEWIS, Los Cuatro Amores, Madrid, Rialp, 2002, 145 (aunque esa traducción es ligeramente diversa).

23 JÜRGEN MOLTMANN, El Dios Crucificado, Salamanca, Ed. Sígueme, 1977, p. 298.

24 F. M. DOSTOYEVSKI, Crimen y Castigo, Madrid, Alianza Editorial, 1993, p. 39.

25 J. PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, 455.

26 S. C. LEWIS, Los Cuatro Amores, 140-141.

27 Cfr. EBERHARD JÜNGEL, Dio Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, 2004, 414.

28 Ibid.

29 F. M. DOSTOYEVSKI, El Idiota, Barcelona, Ed. Bruguera, 1981, p. 264.

30 JOSEF PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, p. 451, citando a Stanislaus Graf von Dunin-Borkowski.

31 F. M. DOSTOYEVSKI, El Idiota, Barcelona, Bruguera, 1981, p. 75.

32 SAN JUAN BOSCO, Memorie dell?oratorio, Roma, LAS, 1991, p. 36.

33 Cfr. el extraordinario texto (¡puesto en una nota perdida a pie de página!) de EBERHARD JÜNGEL, Dio Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, 2004, p. 416, nota 15 –aunque no estoy totalmente de acuerdo con el lenguaje que utiliza).

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