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Permitir que se despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al
describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo llevamos una vida civil,
honesta y cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir,
una vida, bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural» [48]. Nos
encontramos aquí en las páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el
desbordamiento feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera
observancia: «No robar, no mentir, no cometer actos lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano,
amar y honrar a los padres, no matar; todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas
dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora,
tener los oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y dicha,
contenerse en los términos de una absoluta castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta
vida mortal en oposición a todas las opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del río
de esta vida, con habitual resignación, renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto
no es vivir humana, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y
sobre nosotros. Y porque nadie puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le
atrae, por eso este género de vida debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción y
de operación» [49].
Es una vida que, ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado
nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y
abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y
avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la
vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran
los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no
palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y
permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida» [50].
A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones
importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un criterio eficaz para el
discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En
cuanto al criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un
auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no
olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien presume de
elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los
demás.
Volvemos a encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera
devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los cuales sale y sube
encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una
vida elevada y unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que
todos estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar