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La Santa Sede
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
PASTORES DABO VOBIS
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES
EN LA SITUACIÓN ACTUAL
INTRODUCCIÓN
1. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15).
Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de
pastores que lo congreguen y lo guíen: «Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores
que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4).
La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio profético y, con
alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo,
supremo y definitivo de la promesa de Dios: «Yo soy el buen Pastor» (Jn 10, 11). Él, «el gran
Pastor de las ovejas» (Heb 13, 20), encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio
de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).
Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se
sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al
mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) y «Haced esto en
conmemoración mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y
de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del
mundo.

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Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar. Precisamente esta promesa es la
razón y fuerza que infunde alegría a la Iglesia ante el florecimiento y aumento de las vocaciones
sacerdotales, que hoy se da en algunas partes del mundo; y representa también el fundamento y
estímulo para un acto de fe más grande y de esperanza más viva, ante la grave escasez de
sacerdotes que afecta a otras partes del mundo.
Todos estamos llamados a compartir la confianza en el cumplimiento ininterrumpido de la
promesa de Dios, que los Padres sinodales han querido testimoniar de un modo claro y decidido:
«El Sínodo, con plena confianza en la promesa de Cristo, que ha dicho: 'He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28, 20), y consciente de la acción constante del
Espíritu Santo en la Iglesia, cree firmemente que nunca faltarán del todo los ministros sagrados
en la Iglesia... Aunque en algunas regiones haya escasez de clero, sin embargo la acción del
Padre, que suscita las vocaciones, nunca cesará en la Iglesia»[1].
Como he dicho en la clausura del Sínodo, ante la crisis de las vocaciones sacerdotales, «la
primera respuesta que la Iglesia da, consiste en un acto de confianza total en el Espíritu Santo.
Estamos profundamente convencidos de que esta entrega confiada no será defraudada, si, por
nuestra parte, nos mantenemos fieles a la gracia recibida»[2].
2. ¡Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto, el don de Dios no anula la libertad del
hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la exige.
Por esto, la confianza total en la incondicional fidelidad de Dios a su promesa va unida en la
Iglesia a la grave responsabilidad de cooperar con la acción de Dios que llama y, a la vez,
contribuir a crear y mantener las condiciones en las cuales la buena semilla, sembrada por Dios,
pueda echar raíces y dar frutos abundantes. La Iglesia no puede dejar jamás de rogar al dueño de
la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a las nuevas generaciones una
nítida y valiente propuesta vocacional, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios
para que respondan a ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado especial a la
formación de los candidatos al presbiterado.
En realidad, la formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, y la
atención asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificación personal en el
ministerio y mediante la actualización constante de su dedicación pastoral lo considera la Iglesia
como una de las tareas de máxima importancia para el futuro de la evangelización de la
humanidad.
Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo la acción de Cristo, que el evangelista
Marcos indica con estas palabras: «Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él.
Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los
demonios» (Mc 3, 13-15).

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Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades diversas— ha vivido
continuamente en su historia esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a
los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a
revivir con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles, ya que se siente
apremiada por las profundas y rápidas transformaciones de la sociedad y de las culturas de
nuestro tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de contextos en los que anuncia y da
testimonio del Evangelio; también por el favorable aumento de las vocaciones sacerdotales en
diversas diócesis del mundo; por la urgencia de una nueva verificación de los contenidos y
métodos de la formación sacerdotal; por la preocupación de los Obispos y de sus comunidades a
causa de la persistente escasez de clero; y por la absoluta necesidad de que la nueva
evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros «nuevos evangelizadores».
Precisamente en este contexto histórico y cultural se ha situado la última Asamblea general
ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a «la formación de los sacerdotes en la situación
actual», con la intención, después de veinticinco años de la clausura del Concilio, de poner en
práctica la doctrina conciliar sobre este tema y hacerla más actual e incisiva en las circunstancias
actuales»[3].
3. En línea con el Concilio Vaticano II acerca del Orden de los presbíteros y su formación[4], y
deseando aplicar concretamente a las diversas situaciones esa rica y probada doctrina, la Iglesia
ha afrontado en muchas ocasiones los problemas de la vida, ministerio y formación de los
sacerdotes.
Las ocasiones más solemnes han sido los Sínodos de los Obispos. Ya en la primera Asamblea
general, celebrada en octubre de 1967, el Sínodo dedicó cinco congregaciones generales al tema
de la renovación de los seminarios. Este trabajo dio un impulso decisivo a la elaboración del
documento de la Congregación para la Educación Católica titulado «Normas fundamentales para
la formación sacerdotal»[5].
La segunda Asamblea general ordinaria de 1971 dedicó la mitad de sus trabajos al sacerdocio
ministerial. Los frutos de este largo estudio sinodal, recogidos y condensados en algunas
«recomendaciones», sometidas a mi predecesor el Papa Pablo VI y leídas en la apertura del
Sínodo de 1974, se referían principalmente a la doctrina sobre el sacerdocio ministerial y a
algunos aspectos de la espiritualidad y del ministerio sacerdotal.
También en otras muchas ocasiones el Magisterio de la Iglesia ha seguido manifestando su
solicitud por la vida y el ministerio de los sacerdotes. Se puede decir que en los años
postconciliares no ha habido ninguna intervención magisterial que, en alguna medida, no se haya
referido, de modo explícito o implícito, al significado de la presencia de los sacerdotes en la
comunidad, a su misión y su necesidad en la Iglesia y para la vida del mundo.

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En estos últimos años y desde varias partes se ha insistido en la necesidad de volver sobre el
tema del sacerdocio, afrontándolo desde un punto de vista relativamente nuevo y más adecuado
a las presentes circunstancias eclesiales y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en el
problema de la identidad del sacerdote cuanto en problemas relacionados con el itinerario
formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes. En realidad, las nuevas
generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial presentan características bastante
distintas respecto a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos
aspectos es nuevo y que está en continua y rápida evolución. Todo esto debe ser tenido en
cuenta en la programación y realización de los planes de formación para el sacerdocio ministerial.
Además, los sacerdotes que están ya en el ejercicio de su ministerio, parece que hoy sufren una
excesiva dispersión en las crecientes actividades pastorales y, frente a la problemática de la
sociedad y de la cultura contemporánea, se sienten impulsados a replantearse su estilo de vida y
las prioridades de los trabajos pastorales, a la vez que notan, cada vez más, la necesidad de una
formación permanente.
Por ello, la atención y las reflexiones del Sínodo de los Obispos de 1990 se ha centrado en el
aumento de las vocaciones para el presbiterado; en la formación básica para que los candidatos
conozcan y sigan a Jesús, preparándose a celebrar y vivir el sacramento del Orden que los
configura con Cristo, Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia; en el estudio específico de
los programas de formación permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el
ministerio y vida espiritual de los sacerdotes.
El mismo Sínodo quería responder también a una petición hecha por el Sínodo anterior, que trató
sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Los mismos laicos habían
pedido la dedicación de los sacerdotes a su formación, para ser ayudados oportunamente en el
cumplimiento de su común misión eclesial. Y en realidad, «cuanto más se desarrolla el
apostolado de los laicos, tanto más fuertemente se percibe la necesidad de contar con sacerdotes
bien formados, sacerdotes santos. De esta manera, la vida misma del pueblo de Dios pone de
manifiesto la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la relación entre sacerdocio común y
sacerdocio ministerial o jerárquico, pues en el misterio de la Iglesia la jerarquía tiene un carácter
ministerial (cf. Lumen gentium, 10). Cuanto más se profundiza el sentido de la vocación propia de
los laicos, más se evidencia lo que es propio del sacerdocio»[6].
4. En la experiencia eclesial típica del Sínodo, aquella «singular experiencia de comunión
episcopal en la universalidad, que refuerza el sentido de la Iglesia universal, la responsabilidad de
los Obispos en relación con la Iglesia universal y su misión, en comunión afectiva y efectiva en
torno a Pedro»[7], se ha dejado oír claramente la voz de las diversas Iglesias particulares, y en
este Sínodo, por vez primera, la de algunas Iglesias del Este. Las Iglesias han proclamado su fe
en el cumplimiento de la promesa de Dios: «Os daré Pastores según mi corazón» (Jer 3, 15), y
han renovado su compromiso pastoral por la atención a las vocaciones y por la formación de los

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sacerdotes, con el convencimiento de que de ello depende el futuro de la Iglesia, su desarrollo y
su misión universal de salvación.
Considerando ahora el rico patrimonio de las reflexiones, orientaciones e indicaciones que han
preparado y acompañado los trabajos de los Padres sinodales, uno a la de ellos mi voz de Obispo
de Roma y Sucesor de Pedro, con esta Exhortación Apostólica postsinodal; y la dirijo al corazón
de todos los fieles y de cada uno de ellos, en particular al corazón de los sacerdotes y de cuantos
están dedicados al delicado ministerio de su formación. Con esta Exhortación Apostólica deseo
salir al encuentro y unirme a todos y cada uno de los sacerdotes, tanto diocesanos como
religiosos.
Con la voz y el corazón de los Padres sinodales hago mías las palabras y los sentimientos del
«Mensaje final del Sínodo al Pueblo de Dios»: «Con ánimo agradecido y lleno de admiración nos
dirigimos a vosotros, que sois nuestros primeros cooperadores en el servicio apostólico. Vuestra
tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del
ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la
Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el Sacramento de la Penitencia, los
consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la
vida».
«Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a
perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento. Nuestra obra no
es nuestra, sino de Dios».
«El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya
que nosotros actuamos por mandato de Cristo»[8].
CAPÍTULO I
TOMADO DE ENTRE LOS HOMBRES
La formación sacerdotal ante los desafíos del final del segundo milenio
El sacerdote en su tiempo
5. «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres
en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1).
La Carta a los Hebreos subraya claramente la «humanidad» del ministro de Dios: pues procede
de los hombres y está al servicio de los hombres, imitando a Jesucristo, «probado en todo igual
que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15).

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Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que
inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de
Cristo.
Por eso el Sínodo ha estudiado el tema de los sacerdotes en su contexto actual, situándolo en el
hoy de la sociedad y de la Iglesia y abriéndolo a las perspectivas del tercer milenio, como se
deduce claramente de la misma formulación del tema: «La formación de los sacerdotes en la
situación actual».
Ciertamente «hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de
mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús
reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que
los apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a continuarse
incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este
sentido, el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida
de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el
único y permanente sacerdocio de Cristo»[9]. Pero ciertamente la vida y el ministerio del
sacerdote deben también «adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida... Por ello, por
nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del
Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las
necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los
métodos pastorales que habrá que adoptar, y así responder de manera adecuada a las
esperanzas humanas»[10].
Por ser necesario conjugar la verdad permanente del ministerio presbiteral con las instancias y
características del hoy, los Padres sinodales han tratado de responder a algunas preguntas
urgentes: ¿qué problemas y, al mismo tiempo, qué estímulos positivos suscita el actual contexto
sociocultural y eclesial en los muchachos, en los adolescentes y en los jóvenes, que han de
madurar un proyecto de vida sacerdotal para toda su existencia?, ¿qué dificultades y qué nuevas
posibilidades ofrece nuestro tiempo para el ejercicio de un ministerio sacerdotal coherente con el
don del Sacramento recibido y con la exigencia de una vida espiritual correspondiente?
Presento ahora algunos elementos del análisis de la situación que los Padres sinodales han
desarrollado, conscientes de que la gran variedad de circunstancias socioculturales y eclesiales
presentes en los diversos países aconseja señalar sólo los fenómenos más profundos y
extendidos, particularmente aquellos que se refieren a los problemas educativos y a la formación
sacerdotal.
El Evangelio hoy: esperanzas y obstáculos
6. Múltiples factores parecen favorecer en los hombres de hoy una conciencia más madura de la

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dignidad de la persona y una nueva apertura a los valores religiosos, al Evangelio y al ministerio
sacerdotal.
En la sociedad encontramos, a pesar de tantas contradicciones, una sed de justicia y de paz muy
difundida e intensa; una conciencia más viva del cuidado del hombre por la creación y por el
respeto a la naturaleza; una búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad
humana; el compromiso creciente, en muchas zonas de la población mundial, por una solidaridad
internacional más concreta y por un nuevo orden mundial, en la libertad y en la justicia. Junto al
desarrollo cada vez mayor del potencial de energías ofrecido por las ciencias y las técnicas, y la
difusión de la información y de la cultura, surge también una nueva pregunta ética; la pregunta
sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores que permita establecer las
posibilidades y los límites del progreso.
En el campo más propiamente religioso y cristiano, caen prejuicios ideológicos y cerrazones
violentas al anuncio de los valores espirituales y religiosos, mientras surgen nuevas e
inesperadas posibilidades para la evangelización y la renovación de la vida eclesial en muchas
partes del mundo. Tiene lugar así una creciente difusión del conocimiento de las Sagradas
Escrituras; una nueva vitalidad y fuerza expansiva de muchas Iglesias jóvenes, con un papel cada
vez más relevante en la defensa y promoción de los valores de la persona y de la vida humana;
un espléndido testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeo, como
también un testimonio de la fidelidad y firmeza de otras Iglesias que todavía están sometidas a
persecuciones y tribulaciones por la fe[11].
El deseo de Dios y de una relación viva y significativa con Él se presenta hoy tan intenso, que
favorecen, allí donde falta el auténtico e íntegro anuncio del Evangelio de Jesús, la difusión de
formas de religiosidad sin Dios y de múltiples sectas. Su expansión, incluso en algunos ambientes
tradicionalmente cristianos, es ciertamente para todos los hijos de la Iglesia, y para los sacerdotes
en particular, un motivo constante de examen de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio
del Evangelio, pero es también signo de cuán profunda y difundida está la búsqueda de Dios.
7. Pero con estos y otros factores positivos están relacionados muchos elementos problemáticos
o negativos.
Todavía está muy difundido el racionalismo que, en nombre de una concepción reductiva de
«ciencia», hace insensible la razón humana al encuentro con la Revelación y con la trascendencia
divina.
Hay que constatar también una defensa exacerbada de la subjetividad de la persona, que tiende
a encerrarla en el individualismo incapaz de relaciones humanas auténticas. De este modo,
muchos, principalmente muchachos y jóvenes, buscan compensar esta soledad con sucedáneos
de varias clases, con formas más o menos agudas de hedonismo, de huida de las

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responsabilidades; prisioneros del instante fugaz, intentan «consumir» experiencias individuales
lo más intensas posibles y gratificantes en el plano de las emociones y de las sensaciones
inmediatas, pero se muestran indiferentes y como paralizados ante la oferta de un proyecto de
vida que incluya una dimensión espiritual y religiosa y un compromiso de solidaridad.
Además, se extiende por todo el mundo —incluso después de la caída de las ideologías que
habían hecho del materialismo un dogma y del rechazo de la religión un programa— una especie
de ateísmo práctico y existencial, que coincide con una visión secularizada de la vida y del
destino del hombre. Este hombre «enteramente lleno de sí, este hombre que no sólo se pone
como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda
realidad»[12], se encuentra cada vez más empobrecido de aquel «suplemento de alma» que le es
tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo
hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que
basta simplemente con prescindir de Él.
En este contexto hay que destacar en particular la disgregación de la realidad familiar y el
oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad humana. Son
fenómenos que influyen, de modo muy negativo, en la educación de los jóvenes y en su
disponibilidad para toda vocación religiosa. Igualmente debe tenerse en cuenta el agravarse de
las injusticias sociales y la concentración de la riqueza en manos de pocos, como fruto de un
capitalismo inhumano[13], que hace cada vez mayor la distancia entre pueblos ricos y pueblos
pobres; de esta manera se crean en la convivencia humana tensiones e inquietudes que
perturban profundamente la vida de las personas y de las comunidades.
Incluso en el campo eclesial se dan fenómenos preocupantes y negativos, que influyen
directamente en la vida y el ministerio de los sacerdotes, como la ignorancia religiosa que persiste
en muchos creyentes; la escasa incidencia de la catequesis, sofocada por los mensajes más
difundidos y persuasivos de los medios de comunicación de masas; el mal entendido pluralismo
teológico, cultural y pastoral que, aun partiendo a veces de buenas intenciones, termina por hacer
difícil el diálogo ecuménico y atentar contra la necesaria unidad de la fe; la persistencia de un
sentido de desconfianza y casi de intolerancia hacia el magisterio jerárquico; las presentaciones
unilaterales y reductivas de la riqueza del mensaje evangélico, que transforman el anuncio y el
testimonio de la fe en un factor exclusivo de liberación humana y social o en un refugio alienante
en la superstición y en la religiosidad sin Dios[14].
Un fenómeno de gran relieve, aunque relativamente reciente en muchos países de antigua
tradición cristiana, es la presencia en un mismo territorio de consistentes núcleos de razas y
religiones diversas. Se desarrolla así cada vez más la sociedad multirracial y multirreligiosa. Si,
por un lado, esto puede ser ocasión de un ejercicio más frecuente y fructuoso del diálogo, de una
apertura de mentalidad, de una experiencia de acogida y de justa tolerancia, por otro lado, puede
ser causa de confusión y relativismo, sobre todo en personas y poblaciones de una fe menos

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madura.
A estos factores, y en relación íntima con el crecimiento del individualismo, hay que añadir el
fenómeno de la concepción subjetiva de la fe. Por parte de un número creciente de cristianos se
da una menor sensibilidad al conjunto global y objetivo de la doctrina de la fe en favor de una
adhesión subjetiva a lo que agrada, que corresponde a la propia experiencia y que no afecta a las
propias costumbres. Incluso apelar a la inviolabilidad de la conciencia individual, cosa legítima en
sí misma, no deja de ser, en este contexto, peligrosamente ambiguo.
De aquí se sigue también el fenómeno de los modos cada vez más parciales y condicionados de
pertenecer a la Iglesia, que ejercen un influjo negativo sobre el nacimiento de nuevas vocaciones
al sacerdocio, sobre la autoconciencia misma del sacerdote y su ministerio en la comunidad.
Finalmente, la escasa presencia y disponibilidad de sacerdotes crea todavía hoy en muchos
ambientes eclesiales graves problemas. Los fieles quedan con frecuencia abandonados durante
largos períodos y sin la adecuada asistencia pastoral; esto perjudica el crecimiento de su vida
cristiana en su conjunto y, más aún, su capacidad de ser ulteriormente promotores de
evangelización.
Los jóvenes ante la vocación y la formación sacerdotal
8. Las numerosas contradicciones y posibilidades que presentan nuestras sociedades y culturas
y, al mismo tiempo, las comunidades eclesiales, son percibidas, vividas y experimentadas con
una intensidad muy particular por el mundo de los jóvenes, con repercusiones inmediatas y más
que nunca incisivas en su proceso educativo. En este sentido el nacimiento y desarrollo de la
vocación sacerdotal en los niños, adolescentes y jóvenes encuentran continuamente obstáculos y
estímulos.
Los jóvenes sienten más que nunca el atractivo de la llamada «sociedad de consumo», que los
hace dependientes y prisioneros de una interpretación individualista, materialista y hedonista de la
existencia humana. El «bienestar» materialísticamente entendido tiende a imponerse como único
ideal de vida, un bienestar que hay que lograr a cualquier condición y precio. De aquí el rechazo
de todo aquello que sepa a sacrificio y renuncia al esfuerzo de buscar y vivir los valores
espirituales y religiosos. La «preocupación» exclusiva por el tener suplanta la primacía del ser,
con la consecuencia de interpretar y de vivir los valores personales e interpersonales no según la
lógica del don y de la gratuidad, sino según la de la posesión egoísta y de la instrumentalización
del otro.
Esto se refleja, en particular, sobre la visión de la sexualidad humana, a la que se priva de su
dignidad de servicio a la comunión y a la entrega entre las personas, para quedar reducida
simplemente a un bien de consumo. Así, la experiencia afectiva de muchos jóvenes no conduce a

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un crecimiento armonioso y gozoso de la propia personalidad, que se abre al otro en el don de sí
mismo, sino a una grave involución psicológica y ética, que no dejará de tener influencias graves
para su porvenir.
En la raíz de estas tendencias se halla, en no pocos jóvenes, una experiencia desviada de la
libertad: lejos de ser obediencia a la verdad objetiva y universal, la libertad se vive como un
asentimiento ciego a las fuerzas instintivas y a la voluntad de poder del individuo. Se hacen así,
en cierto modo, naturales en el plano de la mentalidad y del comportamiento el resquebrajamiento
de la aceptación de los principios éticos, y en el plano religioso —aunque no haya siempre un
rechazo de Dios explícito— una amplia indiferencia y desde luego una vida que, incluso en sus
momentos más significativos y en las opciones más decisivas, es vivida como si Dios no
existiese. En este contexto se hace difícil no sólo la realización, sino la misma comprensión del
sentido de una vocación al sacerdocio, que es un testimonio específico de la primacía del ser
sobre el tener; es un reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de sí
mismo a los demás, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio del Evangelio y del
Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio.
Incluso en el ámbito de la comunidad eclesial, el mundo de los jóvenes constituye, no pocas
veces, un «problema». En realidad, si en los jóvenes, todavía más que en los adultos, se dan una
fuerte tendencia a la concepción subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y
condicionada a la vida y a la misión de la Iglesia, cuesta emprender en la comunidad eclesial, por
una serie de razones, una pastoral juvenil actualizada y entusiasta. Los jóvenes corren el riesgo
de ser abandonados a sí mismos, al arbitrio de su fragilidad psicológica, insatisfechos y críticos
frente a un mundo de adultos que, no viviendo de forma coherente y madura la fe, no se
presentan ante ellos como modelos creíbles.
Se hace entonces evidente la dificultad de proponer a los jóvenes una experiencia integral y
comprometida de vida cristiana y eclesial, y de educarlos para la misma. De esta manera, la
perspectiva de la vocación al sacerdocio queda lejana a los intereses concretos y vivos de los
jóvenes.
9. Sin embargo, no faltan situaciones y estímulos positivos, que suscitan y alimentan en el
corazón de los adolescentes y jóvenes una nueva disponibilidad, así como una verdadera y
propia búsqueda de valores éticos y espirituales, que por su naturaleza ofrecen terreno propicio
para un camino vocacional a la entrega total de sí mismos a Cristo y a la Iglesia en el sacerdocio.
Hay que decir, antes que nada, que se han atenuado algunos fenómenos que en un pasado
reciente habían provocado no pocos problemas, como la contestación radical, los movimientos
libertarios, las reivindicaciones utópicas, las formas indiscriminadas de socialización, la violencia.
Hay que reconocer además que también los jóvenes de hoy, con la fuerza y la ilusión típicas de la

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edad, son portadores de los ideales que se abren camino en la historia: la sed de libertad; el
reconocimiento del valor inconmensurable de la persona; la necesidad de autenticidad y de
transparencia; un nuevo concepto y estilo de reciprocidad en las relaciones entre hombre y mujer;
la búsqueda convencida y apasionada de un mundo más justo, más solidario, más unido; la
apertura y el diálogo con todos; el compromiso por la paz.
El desarrollo, tan rico y vivaz en tantos jóvenes de nuestro tiempo, de numerosas y variadas
formas de voluntariado dirigidas a las situaciones más olvidadas y pobres de nuestra sociedad,
representa hoy un recurso educativo particularmente importante, porque estimula y sostiene a los
jóvenes hacia un estilo de vida más desinteresado, abierto y solidario con los necesitados. Este
estilo de vida puede facilitar la comprensión, el deseo y la respuesta a una vocación de servicio
estable y total a los demás, incluso en el camino de una plena consagración a Dios mediante la
vida sacerdotal.
La reciente caída de las ideologías, la forma tan crítica de situarse ante el mundo de los adultos,
que no siempre ofrecen un testimonio de vida entregada a los valores morales y trascendentes, la
misma experiencia de compañeros que buscan evasiones en la droga y en la violencia,
contribuyen a hacer más aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que son
verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al sufrimiento y a la muerte. En
muchos jóvenes se hacen más explícitos el interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual.
De ahí el deseo de experiencias "de desierto" y de oración, el retorno a una lectura más personal
y habitual de la Palabra de Dios, y al estudio de la teología.
Al igual que eran ya activos y protagonistas en el ámbito del voluntariado social, los jóvenes lo
son también cada vez más en el ámbito de la comunidad eclesial, sobre todo con la participación
en las diversas agrupaciones, desde las más tradicionales, aunque renovadas, hasta las más
recientes. La experiencia de una Iglesia llamada a la «nueva evangelización» por su fidelidad al
Espíritu que la anima y por las exigencias del mundo alejado de Cristo pero necesitado de Él,
como también la experiencia de una Iglesia cada vez más solidaria con el hombre y con los
pueblos en la defensa y en la promoción de la dignidad personal y de los derechos humanos de
todos y cada uno, abren el corazón y la vida de los jóvenes a ideales muy atrayentes y que exigen
un compromiso, que puede encontrar su realización concreta en el seguimiento de Cristo y en el
sacerdocio.
Es natural que de esta situación humana y eclesial, caracterizada por una fuerte ambivalencia, no
se pueda prescindir de hecho ni en la pastoral de las vocaciones y en la labor de formación de los
futuros sacerdotes ni tampoco en el ámbito de la vida y del ministerio de los sacerdotes, así como
en el de su formación permanente. Por ello, si bien se pueden comprender los diversos tipos de
«crisis», que padecen algunos sacerdotes de hoy en el ejercicio del ministerio, en su vida
espiritual y también en la misma interpretación de la naturaleza y significado del sacerdocio
ministerial, también hay que constatar, con alegría y esperanza, las nuevas posibilidades

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positivas que el momento histórico actual ofrece a los sacerdotes para el cumplimiento de su
misión.
El discernimiento evangélico
10. La compleja situación actual, someramente expuesta mediante alusiones y a modo de
ejemplo, exige no sólo ser conocida, sino sobre todo interpretada. Únicamente así se podrá
responder de forma adecuada a la pregunta fundamental: ¿Cómo formar sacerdotes que estén
verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?[15]
Es importante el conocimiento de la situación. No basta una simple descripción de los datos; hace
falta una investigación científica con la que se pueda delinear un cuadro exacto de las
circunstancias socioculturales y eclesiales concretas.
Pero es aún más importante la interpretación de la situación. Ello lo exige la ambivalencia y a
veces el carácter contradictorio que caracterizan las situaciones, las cuales presentan a la vez
dificultades y posibilidades, elementos negativos y razones de esperanza, obstáculos y aperturas,
a semejanza del campo evangélico en el que han sido sembrados y «conviven» el trigo y la
cizaña (cf.Mt13, 24ss.).
No siempre es fácil una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre
signos de esperanza y peligros. En la formación de los sacerdotes no se trata sólo y simplemente
de acoger los factores positivos y constatar abiertamente los negativos. Se trata de someter los
mismos factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se aíslen el uno del otro ni
estén en contraste entre sí, absolutizándose y oponiéndose recíprocamente. Lo mismo puede
decirse de los factores negativos: no hay que rechazarlos en bloque y sin distinción, porque en
cada uno de ellos puede esconderse algún valor, que espera ser descubierto y reconducido a su
plena verdad.
Para el creyente, la interpretación de la situación histórica encuentra el principio cognoscitivo y el
criterio de las opciones de actuación consiguientes en una realidad nueva y original, a saber, en
el discernimiento evangélico; es la interpretación que nace a la luz y bajo la fuerza del Evangelio,
del Evangelio vivo y personal que es Jesucristo, y con el don del Espíritu Santo. De ese modo, el
discernimiento evangélico toma de la situación histórica y de sus vicisitudes y circunstancias no
un simple «dato», que hay que registrar con precisión y frente al cual se puede permanecer
indiferentes o pasivos, sino un «deber», un reto a la libertad responsable, tanto de la persona
individual como de la comunidad. Es un «reto» vinculado a una «llamada» que Dios hace oír en
una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente; pero antes
aún llama a la Iglesia, para que mediante «el Evangelio de la vocación y del sacerdocio» exprese
su verdad perenne en las diversas circunstancias de la vida. También deben aplicarse a la
formación de los sacerdotes las palabras del Concilio Vaticano II: «Es deber permanente de la

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13
Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma
que, acomodándose a cada generación, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la
humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de
ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas,
sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza»[16].
Este discernimiento evangélico se funda en la confianza en el amor de Jesucristo, que siempre e
incansablemente cuida de su Iglesia (cf. Ef 5, 29); Él es el Señor y el Maestro, piedra angular,
centro y fin de toda la historia humana[17]. Este discernimiento se alimenta a la luz y con la fuerza
del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda circunstancia la obediencia de la fe, el
valor gozoso del seguimiento de Jesús, el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada
por nadie (cf.1 Cor 2, 15); y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas.
De este modo, la Iglesia sabe que puede afrontar las dificultades y los retos de este nuevo
período de la historia sabiendo que puede asegurar, incluso para el presente y para el futuro,
sacerdotes bien formados, que sean ministros convencidos y fervorosos de la «nueva
evangelización», servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres.
Mas no ocultemos las dificultades. No son pocas, ni leves. Pero para vencerlas están nuestra
esperanza, nuestra fe en el amor indefectible de Cristo, nuestra certeza de que el ministerio
sacerdotal es insustituible para la vida de la Iglesia y del mundo.
CAPÍTULO II
ME HA UNGIDO Y ME HA ENVIADO
Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial
Mirada al sacerdote
11. «En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lc 4, 20). Lo que dice el evangelista san
Lucas de quienes estaban presentes aquel sábado en la sinagoga de Nazaret, escuchando el
comentario que Jesús haría del texto del profeta Isaías leído por él mismo, puede aplicarse a
todos los cristianos, llamados a reconocer siempre en Jesús de Nazaret el cumplimiento definitivo
del anuncio profético: «Comenzó, pues, a decirles: Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha
cumplido hoy» (Lc 4, 21). Y la «escritura» era ésta: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). En efecto, Jesús se presenta a sí mismo como lleno del
Espíritu, «ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva»; es el Mesías, el Mesías sacerdote,
profeta y rey.

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14
Es éste el rostro de Cristo en el que deben fijarse los ojos de la fe y del amor de los cristianos.
Precisamente a partir de esta «contemplación» y en relación con ella los Padres sinodales han
reflexionado sobre el problema de la formación de los sacerdotes en la situación actual. Este
problema sólo puede encontrar respuesta partiendo de una reflexión previa sobre la meta a la que
está dirigido el proceso formativo, es decir, el sacerdocio ministerial como participación en la
Iglesia del sacerdocio mismo de Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza y misión del
sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el
estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y
discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio
ordenado.
El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino
que es preciso seguir, y que el Sínodo ha seguido de hecho, para salir de la crisis sobre la
identidad sacerdotal. «Esta crisis —decía en el Discurso al final del Sínodo— había nacido en los
años inmediatamente siguientes al Concilio. Se fundaba en una comprensión errónea, y tal vez
hasta intencionadamente tendenciosa, de la doctrina del magisterio conciliar. Y aquí está
indudablemente una de las causas del gran número de pérdidas padecidas entonces por la
Iglesia, pérdidas que han afectado gravemente al servicio pastoral y a las vocaciones al
sacerdocio, en particular a las vocaciones misioneras. Es como si el Sínodo de 1990,
redescubriendo toda la profundidad de la identidad sacerdotal, a través de tantas intervenciones
que hemos escuchado en esta aula, hubiese llegado a infundir la esperanza después de esas
pérdidas dolorosas. Estas intervenciones han manifestado la conciencia de la ligazón ontológica
específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y buen Pastor. Esta identidad está
en la raíz de la naturaleza de la formación que debe darse en vista del sacerdocio y, por tanto, a
lo largo de toda la vida sacerdotal. Ésta era precisamente la finalidad del Sínodo»[18].
Por esto el Sínodo ha creído necesario volver a recordar, de manera sintética y fundamental, la
naturaleza y misión del sacerdocio ministerial, tal y como la fe de la Iglesia las ha reconocido a
través de los siglos de su historia y como el Concilio Vaticano II las ha vuelto a presentar a los
hombres de nuestro tiempo[19].
En la Iglesia misterio, comunión y misión
12. «La identidad sacerdotal —han afirmado los Padres sinodales—, como toda identidad
cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad»[20], que se revela y se autocomunica a los
hombres en Cristo, constituyendo en Él y por medio del Espíritu la Iglesia como «el germen y el
principio de ese reino»[21]. La Exhortación Christifideles laici, sintetizando la enseñanza conciliar,
presenta la Iglesia como misterio, comunión y misión: ella «es misterio porque el amor y la vida
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos
han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la comunión misma de Dios y a
manifestarla y comunicarla en la historia (misión)»[22].

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15
Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde
se manifiesta toda identidad cristiana y, por tanto, también la identidad específica del sacerdote y
de su ministerio. En efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el
sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como
Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza
del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo[23].
Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional de la identidad del presbítero.
Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o sea, del amor
del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don de la unidad del Espíritu Santo, el presbítero está
inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros[24], para
servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo, según la oración del Señor:
«Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros...
Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo
crea que tú me has enviado» (Jn 17, 11.21).
Por tanto, no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo
este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan
en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano[25]. Por ello, la eclesiología de comunión resulta decisiva para
descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de
Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la
definición de la identidad del presbítero. En efecto, en cuanto misterio la Iglesia está
esencialmente relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su esposa. Es el «signo» y
el «memorial» vivo de su presencia permanente y de su acción entre nosotros y para nosotros. El
presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación
específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna
Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio de Cristo,
expresión de su absoluta «novedad» en la historia de la salvación, constituye la única fuente y el
paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, en particular, del presbítero. La referencia a
Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades
sacerdotales.
Relación fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor
13. Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la
nueva Alianza[26]. Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento
central de su pasión, muerte y resurrección.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como nosotros y a la vez
el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre y la humanidad (cf.

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16
Heb 8-9); Aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 6; cf. Rom
8,15).
Jesús lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual
nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa del Padre (cf. Heb 9, 24-
26). Comparados con Jesús, Moisés y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y
su pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas— son sólo como «figuras» y «sombra de los
bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf. Heb 10, 1).
Jesús es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas una a una, que
ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en «un solo rebaño y un solo pastor» (cf.
Jn 10, 11-16). Es el Pastor que ha venido «no para ser servido, sino para servir» (cf. Mt 20, 24-
28), el que, en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20), deja a los suyos el
modelo de servicio que deberán ejercer los unos con los otros, a la vez que se ofrece libremente
como cordero inocente inmolado para nuestra redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5, 6.12).
Con el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús comunica a todos sus discípulos la dignidad y
la misión de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. Se cumple así la promesa que Dios hizo a
Israel: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Y todo el pueblo de
la nueva Alianza —escribe San Pedro— queda constituido como «un edificio espiritual», «un
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de
Jesucristo» (1 Pe 2, 5). Los bautizados son las «piedras vivas» que construyen el edificio
espiritual uniéndose a Cristo «piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1 Pe 2, 4.5). El nuevo
pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su propia imagen auténtica, sino que
también recibe de Él una participación real y ontológica en su eterno y único sacerdocio, al que
debe conformarse toda su vida.
14. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza, Jesús llamó consigo, durante su
misión terrena, a algunos discípulos (cf. Lc 10, 1-12) y con una autoridad y un mandato
específicos llamó y constituyó a los Doce para que «estuvieran con él, y para enviarlos a predicar
con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 14-15).
Por esto, ya durante su ministerio público (cf. Mt 16, 18) y de modo pleno después de su muerte y
resurrección (cf. Mt 28; Jn 20, 21), Jesús confiere a Pedro y a los Doce poderes muy particulares
sobre la futura comunidad y para la evangelización de todos los pueblos. Después de haberles
llamado a seguirle, los tiene cerca y vive con ellos, impartiendo con el ejemplo y con la palabra su
enseñanza de salvación, y finalmente los envía a todos los hombres. Y para el cumplimiento de
esta misión Jesús confiere a los apóstoles, en virtud de una especial efusión pascual del Espíritu
Santo, la misma autoridad mesiánica que le viene del Padre y que le ha sido conferida en plenitud
con la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced

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17
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20).
Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su
propia misión: «quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel
que me ha enviado» (Mt 10,40); «quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a
vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado»
(Lc 10, 16). Es más, el cuarto evangelio, a la luz del acontecimiento pascual de la muerte y
resurrección, afirma con gran fuerza y claridad: «Como el Padre me envió, también yo os envío»
(Jn 20, 21; cf. 13, 20; 17, 18). Igual que Jesús tiene una misión que recibe directamente de Dios y
que concretiza la autoridad misma de Dios (cf. Mt 7, 29; 21, 23; Mc 1, 27; 11, 28; Lc 20, 2; 24, 19),
así los apóstoles tienen una misión que reciben de Jesús. Y de la misma manera que «el Hijo no
puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30) —de suerte que su doctrina no es suya, sino de
aquel que lo ha enviado (cf. Jn 7, 16)— Jesús dice a los apóstoles: «separados de mí no podéis
hacer nada» (Jn 15, 5): su misión no es propia, sino que es la misma misión de Jesús. Y esto es
posible no por las fuerzas humanas, sino sólo con el «don» de Cristo y de su Espíritu, con el
«sacramento»: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Y así los apóstoles,
no por algún mérito particular, sino por la participación gratuita en la gracia de Cristo, prolongan
en la historia, hasta el final de los tiempos, la misma misión de salvación de Jesús en favor de los
hombres.
Signo y presupuesto de la autenticidad y fecundidad de esta misión es la unidad de los apóstoles
con Jesús y, en Él, entre sí y con el Padre, como dice la oración sacerdotal del Señor, síntesis de
su misión (cf. Jn 17, 20-23).
15. A su vez, los apóstoles instituidos por el Señor llevarán a cabo su misión llamando, de
diversas formas pero todas convergentes, a otros hombres, como Obispos, presbíteros y
diáconos, para cumplir el mandato de Jesús resucitado, que los ha enviado a todos los hombres
de todos los tiempos.
El Nuevo Testamento es unánime al subrayar que es el mismo Espíritu de Cristo el que introduce
en el ministerio a estos hombres, escogidos de entre los hermanos. Mediante el gesto de la
imposición de manos (Hch 6, 6; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6), que transmite el don del Espíritu,
ellos son llamados y capacitados para continuar el mismo ministerio apostólico de reconciliar,
apacentar el rebaño de Dios y enseñar (cf. Hch 20, 28; 1 Pe 5, 2).
Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo
Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño
que les ha sido confiado. Como escribe de manera clara y precisa la primera carta de san Pedro:

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18
«A los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, como copresbítero, testigo de los
sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de
Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por
mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado guiar, sino
siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria
que no se marchita» (1 Pe 5, 1-4).
Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo,
Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de
ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía;
ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la
unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros
existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia,
personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre[27].
Éste es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio
de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título
nuevo y específico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y
los pone en la Iglesia como servidores auto rizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y
como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados.
La verdad del presbítero, tal como emerge de la Palabra de Dios, o sea, Jesucristo mismo y su
plan constitutivo de la Iglesia, es cantada con agradecimiento gozoso por la Liturgia en el Prefacio
de la Misa Crismal: «Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la
unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único
sacerdocio. Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino
también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición
de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio
de la redención, y preparan a tus hijos al banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu
amor, se alimenta de tu palabra y se fortalece con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al
entregar su vida por Ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan
testimonio constante de fidelidad y amor».
Al servicio de la Iglesia y del mundo
16. El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y Pastor.
Así participa, de manera específica y auténtica, de la «unción» y de la «misión» de Cristo (cf. Lc
4, 18-19). Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de
«relaciones» simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua
inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con
Cristo, en el sentido de que la «representación sacramental» de Cristo es la que instaura y anima

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19
la relación del sacerdote con la Iglesia.
En este sentido los Padres sinodales han dicho: «El sacerdote, en cuanto que representa a
Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también al frente
de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo
servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero
está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común
de todo el Pueblo de Dios; está ordenado no sólo para la Iglesia particular, sino también para la
Iglesia universal (cf. Presbyterorum Ordinis, 10), en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo
Pedro. Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la
estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero, como los apóstoles, hace de embajador de
Cristo (cf. 2 Cor 5, 20). En esto se funda el carácter misionero de todo sacerdote[28].
Por tanto, el ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene en los Obispos, y en relación y
comunión con ellos también en los presbíteros, una referencia particular al ministerio originario de
los apóstoles, al cual sucede realmente, aunque el mismo tenga unas modalidades diversas.
De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado como si fuese anterior a la Iglesia,
porque está totalmente al servicio de la misma; pero tampoco como si fuera posterior a la
comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio.
La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en Él con su Iglesia, —en virtud de la unción
sacramental— se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En
particular, «el sacerdote ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comunión y
misión. Por el hecho de participar en la "unción" y en la "misión" de Cristo, puede prolongar en la
Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia
misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado.
Es servidor de la Iglesia comunión porque —unido al Obispo y en estrecha relación con el
presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas
vocaciones, carismas y servicios. Por último, es servidor de la Iglesia misión porque hace a la
comunidad anunciadora y testigo del Evangelio»[29].
De este modo, por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la
estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y gratuidad de la gracia que Cristo
resucitado ha dado a su Iglesia. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en
la fe de que no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los
apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo, Cabeza y Pastor,
han sido puestos —con su ministerio— al frente de la Iglesia, como prolongación visible y signo
sacramental de Cristo, que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen
permanente y siempre nuevo de la salvación, Él, que es «el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23).

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20
17. El ministerio ordenado, por su propia naturaleza, puede ser desempeñado sólo en la medida
en que el presbítero esté unido con Cristo mediante la inserción sacramental en el orden
presbiteral, y por tanto en la medida que esté en comunión jerárquica con el propio Obispo. El
ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y puede ser ejercido sólo como «una
tarea colectiva»[30]. Sobre este carácter de comunión del sacerdocio ha hablado largamente el
Concilio[31], examinando claramente la relación del presbítero con el propio Obispo, con los
demás presbíteros y con los fieles laicos.
El ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión y colaboración responsable y necesaria
con el ministerio del Obispo, en su solicitud por la Iglesia universal y por cada una de las Iglesias
particulares, al servicio de las cuales constituyen con el Obispo un único presbiterio.
Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, está unido a los demás miembros de este
presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con vínculos particulares de caridad apostólica, de
ministerio y de fraternidad. En efecto, todos los presbíteros, sean diocesanos o religiosos,
participan en el único sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor, «trabajan por la misma causa, esto
es, para la edificación del cuerpo de Cristo, que exige funciones diversas y nuevas adaptaciones,
principalmente en estos tiempos»[32], y se enriquece a través de los siglos con carismas siempre
nuevos.
Finalmente, los presbíteros se encuentran en relación positiva y animadora con los laicos, ya que
su figura y su misión en la Iglesia no sustituye sino que más bien promueve el sacerdocio
bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial. Están al
servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y
amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en
el ámbito de la misión de la Iglesia[33].
El sacerdocio ministerial, conferido por el sacramento del Orden, y el sacerdocio común o «real»
de los fieles, aunque diferentes esencialmente entre sí y no sólo en grado[34], están
recíprocamente coordinados, derivando ambos —de manera diversa— del único sacerdocio de
Cristo. En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad
respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de
Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con
fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido[35].
18. Como subraya el Concilio, «el don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación
no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de
salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la
misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles»[36]. Por la naturaleza
misma de su ministerio, deben por tanto estar llenos y animados de un profundo espíritu
misionero y «de un espíritu genuinamente católico que les habitúe a trascender los límites de la

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21
propia diócesis, nación o rito y proyectarse en una generosa ayuda a las necesidades de toda la
Iglesia y con ánimo dispuesto a predicar el Evangelio en todas partes»[37].
Además, precisamente porque dentro de la Iglesia es el hombre de la comunión, el presbítero
debe ser, en su relación con todos los hombres, el hombre de la misión y del diálogo. Enraizado
profundamente en la verdad y en la caridad de Cristo, y animado por el deseo y el mandato de
anunciar a todos su salvación, está llamado a establecer con todos los hombres relaciones de
fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz. En
primer lugar con los hermanos de las otras Iglesias y confesiones cristianas; pero también con los
fieles de las otras religiones; con los hombres de buena voluntad, de manera especial con los
pobres y los más débiles, y con todos aquellos que buscan, aun sin saberlo ni decirlo, la verdad y
la salvación de Cristo, según las palabras de Jesús, que dijo: «No necesitan médico los que están
sanos, sino los que están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17).
Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el
Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y
el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de
Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comunión
con el Papa, con los Obispos y entre sí, y por una colaboración fecunda con los fieles laicos, en el
respeto y la promoción de los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad
eclesial[38].
«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Escuchemos una vez más
estas palabras de Jesús, a la luz del sacerdocio ministerial que hemos presentado en su
naturaleza y en su misión. El «hoy» del que habla Jesús indica el tiempo de la Iglesia,
precisamente porque pertenece a la «plenitud del tiempo», o sea, el tiempo de la salvación plena
y definitiva. La consagración y la misión de Cristo: «El Espíritu del Señor... me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18), son la raíz viva de la que brotan la
consagración y la misión de la Iglesia «plenitud» de Cristo (cf. Ef 1, 23). Con la regeneración
bautismal desciende sobre todos los creyentes el Espíritu del Señor, que los consagra para
formar un templo espiritual y un sacerdocio santo y los envía a dar a conocer los prodigios de
Aquel que, desde las tinieblas, los ha llamado a su luz admirable (cf. 1 Pe 2, 4-10). El presbítero
participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea,
mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual está configurado en su ser con Cristo,
Cabeza y Pastor, y comparte la misión de «anunciar a los pobres la Buena Noticia», en el nombre
y en la persona del mismo Cristo.
En su Mensaje final los Padres sinodales han resumido, en pocas pero muy ricas palabras, la
«verdad», más aún el «misterio» y el «don» del sacerdocio ministerial, diciendo: «Nuestra
identidad tiene su fuente última en la caridad del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la
acción del Espíritu Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como

3.2 Page 22

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22
Sumo Sacerdote y buen Pastor. La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y
de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de
nuestra alegría, la certeza de nuestra vida»[39].
CAPÍTULO III
EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ
La vida espiritual del sacerdote
Una vocación específica a la santidad
19. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu no está simplemente sobre el
Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el
principio de la consagración y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los
pobres la Buena Nueva ... (Lc 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y
exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. Así el
Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación.
Este mismo «Espíritu del Señor» está «sobre» todo el Pueblo de Dios, constituido como pueblo
«consagrado» a Él y «enviado» por Él para anunciar el Evangelio que salva. Los miembros del
Pueblo de Dios son «embebidos» y «marcados» por el Espíritu (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21ss; Ef
1, 13; 4, 30), y llamados a la santidad.
En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el Padre dirige a todos
desde la eternidad: la vocación a ser «santos e inmaculados en su presencia, en el amor», en
virtud de la predestinación «para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5) .
Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente
de su realización: él, el Espíritu del Hijo (cf.Gál 4, 6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace
partícipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos. «Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25). Con estas palabras el apóstol Pablo nos
recuerda que la existencia cristiana es «vida espiritual», o sea, vida animada y dirigida por el
Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad.
La afirmación del Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»[40], encuentra una particular
aplicación referida a los presbíteros. Éstos son llamados no sólo en cuanto bautizados, sino
también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades
originales que derivan del sacramento del Orden.
20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos ofrece una síntesis rica y
alentadora sobre la «vida espiritual» de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de

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hacerse «santos». «Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo
sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la
Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del bautismo
—al igual que todos los fieles de Cristo— recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia,
a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la
palabra del Señor: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt
5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección,
ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en
instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del
que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Por tanto, puesto que todo
sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo, es también enriquecido de gracia
particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de
todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de
la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pontífice "santo, inocente,
incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26)»[41].
El Concilio afirma, ante todo, la «común» vocación a la santidad. Esta vocación se fundamenta en
el Bautismo, que caracteriza al presbítero como un «fiel» (Christifidelis), como un «hermano entre
hermanos», inserto y unido al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvación
(cf. Ef 4, 4-6) y el esfuerzo común de caminar «según el Espíritu», siguiendo al único Maestro y
Señor. Recordemos la célebre frase de San Agustín: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy
cristiano. Aquél es un nombre de oficio recibido, éste es un nombre de gracia; aquél es un
nombre de peligro, éste de salvación»[42].
Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación «específica» a la santidad, y más
precisamente de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio
y específico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la
ordenación. A esta vocación específica alude también San Agustín, que, a la afirmación «Para
vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano», añade esta otra: «Siendo, pues, para mí causa
del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que el haber sido puesto a la cabeza,
siguiendo el mandato del Señor, me dedicaré con el mayor empeño a serviros, para no ser ingrato
a quien me ha rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro consiervo»[43].
El texto del Concilio va más allá, señalando algunos elementos necesarios para definir el
contenido de la «especificidad» de la vida espiritual de los presbíteros. Son éstos elementos que
se refieren a la «consagración» propia de los presbíteros, que los configura con Jesucristo,
Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos
presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote
eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura en su «vida» entera,
llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico»[44].

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La configuración con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la caridad pastoral
21. Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto
Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una «potestad espiritual», que es participación
de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia[45].
Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la
vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y
comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se
compendian en su caridad pastoral.
Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es «Cabeza» en el sentido nuevo y original de ser
«Siervo», según sus mismas palabras: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino
a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). El servicio de Jesús llega a su
plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y el amor: «se
despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y
apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz ...» (Flp 2, 78). La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio,
con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al
Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor, Sacerdote y Víctima a la vez.
Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe animar y vivificar la existencia
espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de su configuración con Jesucristo,
Cabeza y Siervo de la Iglesia[46]. San Agustín exhortaba de esta forma a un obispo en el día de
su ordenación: «El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta de que es
servidor de muchos. Y no se desdeñe de serlo, repito, no se desdeñe de ser el servidor de
muchos, porque el Señor de los señores no se desdeñó de hacerse nuestro siervo»[47].
La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por
esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a toda
presunción y a todo deseo de «tiranizar» la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado
como Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los «ancianos» de la
comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser «modelo» de la grey del Señor que, a su vez, está
llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida
del hombre y a su liberación integral.
22. La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos
y más sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo.
Verificándose el anuncio profético del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y
por el profeta Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jesús se presenta a sí mismo como «el buen
Pastor» (Jn 10, 11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres (cf. Jn 10, 16). Y su vida es

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una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su «caridad pastoral». Él
siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf.
Mt 9, 35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt 18, 12-14) y hace fiesta al
encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn 10, 3), las conduce a los
pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal 22-23), para ellas prepara una mesa,
alimentándolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y
resurrección, como canta la liturgia romana de la Iglesia: «Ha resucitado el buen Pastor que dio la
vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya»[48].
Pedro llama a Jesús el «supremo Pastor» (1 Pe 5, 4), porque su obra y misión continúan en la
Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn 21, 15-17) y sus sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a través de
los presbíteros. En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, buen
Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral.
La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria
que es propia del esposo hacia su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados.
Jesús es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvación a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). Él, que
es «Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23), «amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra,
y presentársela a sí mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida,
sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que
está presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la Esposa que nace, como nueva Eva,
del costado abierto del Redentor en la cruz; por esto Cristo está «al frente» de la Iglesia, «la
alimenta y la cuida» (Ef 5, 29) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado
a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia[49]. Ciertamente es siempre parte de la
comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas
convocados por el Espíritu, pero en virtud de su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, se
encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad. «En cuanto representa a Cristo,
Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al
frente de la Iglesia»[50]. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo
Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo
esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a
la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega
total, continua y fiel, y a la vez con una especie de «celo» divino (cf.2 Cor 11, 2), con una ternura
que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los «dolores de parto»
hasta que «Cristo no sea formado» en los fieles (cf. Gál 4, 19).
23. El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto
configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participación de la misma caridad
pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la
respuesta libre y responsable del presbítero.

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El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la
Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la
que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello
que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey.
La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de
comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros...»[51].
El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria la
Iglesia. Así lo ha hecho Cristo «que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25);
así debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio
sacerdotal como «amoris officium»,[52] «el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio, es
capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su
principal interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y
a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su
esposa»[53]. El don de sí no tiene límites, ya que está marcado por la misma fuerza apostólica y
misionera de Cristo, el buen Pastor, que ha dicho: «también tengo otras ovejas, que no son de
este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un
solo pastor» (Jn 10, 16).
Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote le pide y exige de manera
particular y específica una relación personal con el presbiterio, unido en y con el Obispo, come
dice expresamente el Concilio: «La caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen
siempre los presbíteros en vínculo de comunión con los Obispos y con los otros hermanos en el
sacerdocio»[54].
El don de sí mismo a la Iglesia se refiere a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la
caridad del sacerdote se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo,
Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del
sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo. Ésta ha sido la conciencia clara y profunda del
apóstol Pablo, que escribe a los cristianos de la Iglesia de Corinto: somos «siervos vuestros por
Jesús» (2 Cor 4, 5). Ésta es, sobre todo, la enseñanza explícita y programática de Jesús, cuando
confía a Pedro el ministerio de apacentar la grey sólo después de su triple confesión de amor e
incluso de un amor de predilección: «Le dice por tercera vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?"...
Pedro... le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis
ovejas"» (Jn 21, 17).
La caridad pastoral, que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, encuentra su
expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía: «Esta caridad pastoral —dice el
Concilio— fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz
de toda la vida del presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí
misma lo que se hace en el ara sacrificial»[55]. En efecto, en la Eucaristía es donde se

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representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio de la cruz, el don total de Cristo a su
Iglesia, el don de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, como testimonio supremo de
su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto la caridad pastoral
del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su
celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de
manera «sacrificial» toda su existencia.
Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las
múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la
exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y
responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y
eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la
concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante
de «dar la vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el
equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de vida —nos recuerda el Concilio— pueden
construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo,
cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra ... Así,
desempeñando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el
vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción»[56].
La vida espiritual en el ejercicio del ministerio
24. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio (cf. Lc 4,
18). La misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye
su finalidad intrínseca y vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la
consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador.
Así fue en Jesús. Así fue en los apóstoles y en sus sucesores. Así es en toda la Iglesia y en sus
presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y llamada a la santificación en el cumplimiento de
la misión y a través de ella[57].
Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su
ministerio[58], descrita así por el Concilio: «Al ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia (cf. 2
Cor 3, 8-9), (los presbíteros) si son dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y guía, se afirman
en la vida del espíritu. Ya que por las mismas acciones sagradas de cada día, como por todo su
ministerio, que ejercen unidos con el Obispo y los presbíteros, ellos mismos se ordenan a la
perfección de vida. Por otra parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran
manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio»[59].
«Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Ésta es la invitación, la exhortación que
la Iglesia hace al presbítero en el rito de la ordenación, cuando se le entrega las ofrendas del

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pueblo santo para el sacrificio eucarístico. El «misterio», cuyo «dispensador» es el presbítero (cf.
1 Cor 4,1), es, en definitiva, Jesucristo mismo, que en el Espíritu Santo es fuente de santidad y
llamada a la santificación. El «misterio» requiere ser vivido por el presbítero. Por esto exige gran
vigilancia y viva conciencia. Y así, el rito de la ordenación antepone a esas palabras la
recomendación: «Considera lo que realizas». Ya exhortaba Pablo al obispo Timoteo: «No
descuides el carisma que hay en ti» (1 Tim 4, 14; cf. 2 Tim 1, 6).
La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio sacerdotal puede encontrar su
explicación también a partir de la caridad pastoral otorgada por el sacramento del Orden. El
ministerio del sacerdote, precisamente porque es una participación del ministerio salvífico de
Jesucristo, Cabeza y Pastor, expresa y revive su caridad pastoral, que es a la vez fuente y
espíritu de su servicio y del don de sí mismo. En su realidad objetiva el ministerio sacerdotal es
«amoris officium», según la ya citada expresión de San Agustín. Precisamente esta realidad
objetiva es el fundamento y la llamada para un ethos correspondiente, que es el vivir el amor,
como dice el mismo San Agustín: «Sit amoris officium pascere dominicum gregem»[60]. Este
ethos, y también la vida espiritual, es la acogida de la «verdad» del ministerio sacerdotal como
«amoris officium» en la conciencia y en la libertad, y por tanto en la mente y el corazón, en las
decisiones y las acciones.
25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a través del ejercicio del ministerio, que
el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de
Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la configuración con Él, Cabeza y
Pastor de la Iglesia.
Esa conciencia no sólo corresponde a la verdadera naturaleza de la misión que el sacerdote
desarrolla en favor de la Iglesia y de la humanidad, sino que influye también en la vida espiritual
del sacerdote que cumple esa misión. En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una
«cosa», sino como una «persona» No es un instrumento inerte y pasivo, sino un «instrumento
vivo», como dice el Concilio, precisamente al hablar de la obligación de tender a la perfección[61].
Y el mismo Concilio habla de los sacerdotes como «compañeros y colaboradores» del Dios
«santo y santificador»[62].
En este sentido, en el ejercicio del ministerio está profundamente comprometida la persona
consciente, libre y responsable del sacerdote. Su relación con Jesucristo, asegurada por la
consagración y configuración del sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una
posterior relación que procede de la intención, es decir, de la voluntad consciente y libre de hacer,
mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la Iglesia. Semejante relación tiende, por su
propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la
vida, o sea, una serie de «disposiciones» morales y espirituales correspondientes a los gestos
ministeriales que el sacerdote realiza.

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No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente la celebración de los
Sacramentos, recibe su eficacia salvífica de la acción misma de Jesucristo, hecha presente en los
Sacramentos. Pero por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la
salvación, haciendo del hombre un «salvado» a la vez que un «salvador» —siempre y sólo con
Jesucristo—, la eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada también por la mayor o
menor acogida y participación humana[63]. En particular, la mayor o menor santidad del ministro
influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la
dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: «La santidad misma
de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si
es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de
ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de
quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y
la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí" (Gál 2, 20)»[64].
La conciencia de ser ministro de Jesucristo, Cabeza y Pastor, lleva consigo también la conciencia
agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de haber sido
escogido gratuitamente por el Señor como «instrumento vivo» de la obra de salvación. Esta
elección demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, más que
cualquier otro amor, exige correspondencia. Después de su resurrección Jesús hace a Pedro una
pregunta fundamental sobre el amor: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?». Y a la
respuesta de Pedro sigue la entrega de la misión: «Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15). Jesús
pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y
precedente de Jesús mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega de «sus» ovejas. Y
así, todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada
vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un
amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios en
Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo determina el crecimiento del amor a la
Iglesia: «Somos vuestros pastores (pascimus vobis), con vosotros somos apacentados (pascimur
vobiscum). El Señor nos dé la fuerza de amaros hasta el punto de poder morir real o
afectivamente por vosotros (aut effectu aut affectu)»[65].
26. Gracias a la preciosa enseñanza del Concilio Vaticano II[66], podemos recordar las
condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima relación que existe entre la vida
espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio
de la Caridad.
El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a
todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a
los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios,
revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en

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tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto
lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón
dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre
dentro de sí una mentalidad nueva: «la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), de modo que sus
palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más una transparencia, un anuncio y un
testimonio del Evangelio. Solamente «permaneciendo» en la Palabra, el sacerdote será perfecto
discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre, superando todo
condicionamiento contrario o extraño al Evangelio (cf. Jn 8, 31-32). El sacerdote debe ser el
primer «creyente» de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no
son «suyas», sino de Aquel que lo ha enviado. Él no es el dueño de esta Palabra: es su servidor.
Él no es el único poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente
porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la
conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado[67]. Él anuncia la Palabra en su
calidad de ministro, partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener
en sí mismo y ofrecer a los fieles la garantía de que transmite el Evangelio en su integridad, el
sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia la
Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extraños a la Palabra, sino que sirven
para su recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico[68].
Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de la Liturgia de las
Horas, donde el sacerdote está llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio
de su ministerio y su vida espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de
santidad y llamada a la santificación. También para el sacerdote el lugar verdaderamente central,
tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucaristía, porque en ella «se contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que
mediante su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres. Así son
ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con
Él mismo»[69].
De los diversos Sacramentos y, en particular, de la gracia específica y propia de cada uno de
ellos, la vida espiritual del presbítero recibe unas connotaciones particulares. En efecto, se
estructura y es plasmada por las múltiples características y exigencias de los diversos
Sacramentos celebrados y vividos.
Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes,
pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los
pecadores. Repito cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida espiritual
y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y
fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La
celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación
con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración,

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en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por
negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y
devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase
mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también
la Comunidad de la que es pastor»[70].
Por último, el sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y
Pastor de la Iglesia, animando y guiando la comunidad eclesial, o sea, reuniendo «la familia de
Dios, como una fraternidad animada en la unidad» y conduciéndola «al Padre por medio de Cristo
en el Espíritu Santo»[71]. Este «munus regendi» es una misión muy delicada y compleja, que
incluye, además de la atención a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la
capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad,
examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre en unión con los Obispos.
Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas
cualidades y virtudes que son típicas de la persona que preside y «guía» una comunidad; del
«anciano» en el sentido más noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la
fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las
cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la
paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se
manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8).
Existencia sacerdotal y radicalismo evangélico
27. «El Espíritu del Señor sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu Santo recibido en el sacramento del
Orden es fuente de santidad y llamada a la santificación, no sólo porque configura al sacerdote
con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y le confía la misión profética, sacerdotal y real para
que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino también porque anima y vivifica su existencia de
cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en
la caridad pastoral. Esta caridad es síntesis unificante de los valores y de las virtudes evangélicas
y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la perfección cristiana[72].
Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia
fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la
íntima comunión de vida con él, realizada por el Espíritu (cf. Mt 8, 18ss; 10, 37ss; Mc 8, 34-38; 10,
17-21; Lc 9, 57ss). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo porque están
«en» la Iglesia, sino también porque están «al frente» de ella, al estar configurados con Cristo,
Cabeza y Pastor, capacitados y comprometidos para el ministerio ordenado, vivificados por la
caridad pastoral. Ahora bien, dentro del radicalismo evangélico y como manifestación del mismo
se encuentra un rico florecimiento de múltiples virtudes y exigencias éticas, que son decisivas
para la vida pastoral y espiritual del sacerdote, como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el
misterio de Dios, la misericordia, la prudencia. Expresión privilegiada del radicalismo son los

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32
varios consejos evangélicos que Jesús propone en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7), y entre
ellos los consejos, íntimamente relacionados entre sí, de obediencia, castidad y pobreza:[73] el
sacerdote está llamado a vivirlos según el estilo, es más, según las finalidades y el significado
original que nacen de la identidad propia del presbítero y la expresan.
28. «Entre las virtudes más necesarias en el ministerio de los presbíteros, recordemos la
disposición de ánimo para estar siempre prontos para buscar no la propia voluntad, sino el
cumplimiento de la voluntad de aquel que los ha enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38)»[74]. Se trata
de la obediencia, que, en el caso de la vida espiritual del sacerdote, presenta algunas
características peculiares.
Es, ante todo, una obediencia «apostólica», en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en
su estructura jerárquica. En verdad no se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el
Sumo Pontífice y con el Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano, hacia
los que debe observarse la «obediencia y respeto» filial, prometidos en el rito de la ordenación.
Esta sumisión a cuantos están revestidos de la autoridad eclesial no tiene nada de humillante,
sino que nace de la libertad responsable del presbítero, que acoge no sólo las exigencias de una
vida eclesial orgánica y organizada, sino también aquella gracia de discernimiento y de
responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jesús ha garantizado a sus apóstoles y a sus
sucesores, para que sea guardado fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto de la
comunidad cristiana sea servida en su camino unitario hacia la salvación.
La obediencia cristiana, auténtica, motivada y vivida rectamente sin servilismos, ayuda al
presbítero a ejercer con transparencia evangélica la autoridad que le ha sido confiada en relación
con el Pueblo de Dios: sin autoritarismos y sin decisiones demagógicas. Sólo el que sabe
obedecer en Cristo, sabe cómo pedir, según el Evangelio, la obediencia de los demás.
La obediencia del presbítero presenta además una exigencia comunitaria; en efecto, no se trata
de la obediencia de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad, sino que el
presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a
vivir en estrecha colaboración con el Obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro[75].
Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en el sentido de
capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista,
como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus
aptitudes, más allá de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una
obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único presbiterio y que siempre dentro de él y
con él aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables.
Por último, la obediencia sacerdotal tiene un especial «carácter de pastoralidad». Es decir, se vive
en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades

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y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a
veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la vida del presbítero está
ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y
de su misterio, que de modo más o menos consciente está presente en el Pueblo de Dios que le
ha sido confiado.
29. Entre los consejos evangélicos —dice el Concilio—, «destaca el precioso don de la divina
gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que se consagren sólo a
Dios con un corazón que en la virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1
Cor 7, 32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la
más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial
extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo»[76]. En la virginidad y el celibato la castidad
mantiene su significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como auténtica
manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal. Este
significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el
«significado esponsalicio» del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a
Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comunión y la donación perfectas y
definitivas del más allá: «En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de
las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza
de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna»[77].
A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la decisión
multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo —a pesar de todas las
dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos—, de conferir el orden presbiteral sólo a
hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y
perpetuo.
Los Padres sinodales han expresado con claridad y fuerza su pensamiento con una Proposición
importante, que merece ser transcrita íntegra y literalmente: «Quedando en pie la disciplina de las
Iglesias Orientales, el Sínodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es
un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia
y representa un valor profético para el mundo actual. Este Sínodo afirma nuevamente y con
fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se
confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocación a la
castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los casos
particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace
excepción en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El Sínodo no quiere
dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley
que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación
sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su
plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como

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signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del
amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como
enriquecimiento positivo del sacerdocio»[78].
Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley
eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que
la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia
encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que
configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de
Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza
y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su
Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor.
Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y
vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una
orientación positiva, específica y característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a
Jesús, buen Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios. Por tanto, el
celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisión, que debe ser continuamente renovada,
como don inestimable de Dios, como «estímulo de la caridad pastoral»[79], como participación
singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo
del Reino escatológico. Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y espirituales del
celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oración humilde y confiada, como nos recuerda
el Concilio: «Cuanto más imposible se considera por no pocos hombres la perfecta continencia en
el mundo de hoy, tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la
Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, al mismo
tiempo, todos los medios sobrenaturales y naturales, que están al alcance de todos»[80]. Será la
oración, unida a los Sacramentos de la Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza
en las dificultades, perdón en las faltas, confianza y ánimo en el volver a comenzar.
30. De la pobreza evangélica los Padres sinodales han dado una descripción muy concisa y
profunda, presentándola como «sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su
Reino»[81]. En realidad, sólo el que contempla y vive el misterio de Dios como único y sumo Bien,
como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es ciertamente
desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de estos bienes y,
a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y
obedeciendo sus designios.
La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración sacramental con Cristo, Cabeza y Pastor,
tiene características «pastorales» bien precisas, en las que se han fijado los Padres sinodales,
recordando y desarrollando las enseñanzas conciliares[82]. Afirman, entre otras cosas: «Los
sacerdotes, siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor

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35
(cf. 2 Cor 8, 9), deben considerar a los pobres y a los más débiles como confiados a ellos de un
modo especial y deben ser capaces de testimoniar la pobreza con una vida sencilla y austera,
habituados ya a renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius, 9; C.I.C., can.
282)»[83].
Es verdad que «el obrero merece su salario» (Lc 10, 7) y que «el Señor ha ordenado que los que
predican el Evangelio vivan del Evangelio» (1 Cor 9, 14); pero también es verdad que este
derecho del apóstol no puede absolutamente confundirse con una especie de pretensión de
someter el servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas e intereses que del mismo puedan
derivarse. Sólo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí donde su
trabajo sea más útil y urgente, aunque comporte sacrificio personal. Ésta es una condición y una
premisa indispensable a la docilidad que el apóstol ha de tener al Espíritu, el cual lo impulsa para
«ir», sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad del Maestro (cf. Lc 9, 57-62; Mc 10, 17-
22).
Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote debe ofrecer también
el testimonio de una total «transparencia» en la administración de los bienes de la misma
comunidad, que no tratará jamás como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe
rendir cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Además, la conciencia de
pertenecer al único presbiterio lo llevará a comprometerse para favorecer una distribución más
justa de los bienes entre los hermanos, así como un cierto uso en común de los bienes (cf. Hch 2,
42-47).
La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar
al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa;
para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos
relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción preferencial
por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvación, sabe inclinarse ante
los pequeños, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo
ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal (cf. Lc 4, 18).
No hay que olvidar el significado profético de la pobreza sacerdotal, particularmente urgente en
las sociedades opulentas y de consumo, pues «el sacerdote verdaderamente pobre es
ciertamente un signo concreto de la separación, de la renuncia y de la no sumisión a la tiranía del
mundo contemporáneo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material»[84].
Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un total despojo exterior e
interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote
está llamado a vivir como expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San
Pablo a los Filipenses, el sacerdote debe tener «los mismos sentimientos» de Jesús,
despojándose de su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la vía

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maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp 2, 5).
Pertenencia y dedicación a la Iglesia particular
31. Como toda vida espiritual auténticamente cristiana, también la del sacerdote posee una
esencial e irrenunciable dimensión eclesial: es participación en la santidad de la misma Iglesia,
que en el Credo profesamos como «Comunión de los Santos». La santidad del cristiano deriva de
la de la Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta dimensión eclesial reviste
modalidades, finalidades y significados particulares en la vida espiritual del presbítero, en razón
de su relación especial con la Iglesia, basándose siempre en su configuración con Cristo, Cabeza
y Pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral.
En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia y
su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente por razones organizativas
y disciplinares; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en
su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las
condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que
no se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual. En
este sentido la «incardinación» no se agota en un vínculo puramente jurídico, sino que comporta
también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una
fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero.
Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su «estar en una Iglesia particular»
constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana.
Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia
particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran
tanto su misión pastoral, como su vida espiritual.
En el caminar hacia la perfección pueden ayudar también otras inspiraciones o referencias a otras
tradiciones de vida espiritual, capaces de enriquecer la vida sacerdotal de cada uno y de animar
el presbiterio con ricos dones espirituales. Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales
—antiguas y nuevas—, que acogen en su seno también a sacerdotes: desde las sociedades de
vida apostólica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias formas de comunión y
participación espiritual a los movimientos eclesiales. Los sacerdotes que pertenecen a Órdenes y
a Congregaciones religiosas son una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que
contribuyen con carismas específicos y ministerios especializados; con su presencia estimulan la
Iglesia particular a vivir más intensamente su apertura universal[85].
La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicación, hasta el don de la propia vida,
para la edificación de la Iglesia —«in persona Christi», Cabeza y Pastor—, al servicio de toda la
comunidad cristiana, en cordial y filial relación con el Obispo, han de ser favorecidas por todo

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carisma que forme parte de una existencia sacerdotal o esté cercano a la misma[86].
Para que la abundancia de los dones del Espíritu Santo sea acogida con gozo y dé frutos para
gloria de Dios y bien de la Iglesia entera, se exige por parte de todos, en primer lugar, el
conocimiento y discernimiento de los carismas propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos
acompañado siempre por la humildad cristiana, la valentía de la autocrítica y la intención —por
encima de cualquier otra preocupación—, de ayudar a la edificación de toda la comunidad, a cuyo
servicio está puesto todo carisma particular. Se pide, además, a todos un sincero esfuerzo de
estima recíproca, de respeto mutuo y de valoración coordinada de todas las diferencias positivas
y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también de la vida espiritual y de
la constante ascesis del sacerdote.
32. La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del
presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular[87] y del ministerio sacerdotal,
aquellas no pueder reducirse a estrechos límites. El Concilio enseña sobre esto: «El don espiritual
que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida,
sino a la misión universal y amplísima de salvación "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8),
pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión
confiada por Cristo a los Apóstoles»[88].
Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe estar profundamente marcada por
el anhelo y el dinamismo misionero. Corresponde a ellos, en el ejercicio del ministerio y en el
testimonio de su vida, plasmar la comunidad que se les ha confiado para que sea una comunidad
auténticamente misionera. Como he señalado en la encíclica Redemptoris missio, «todos los
sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad de misioneros, estar abiertos a las necesidades
de la Iglesia y del mundo, atentos a los más lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del
propio ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio eucarístico sientan la
solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera»[89].
Si este espíritu misionero anima generosamente la vida de los sacerdotes, será fácil la respuesta
a una necesidad cada día más grave en la Iglesia, que nace de una desigual distribución del
clero. En este sentido ya el Concilio se mostró preciso y enérgico: «Recuerden, pues, los
presbíteros que deben llevar en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto, los
presbíteros de aquellas diócesis que son más ricas en abundancia de vocaciones, muéstrense de
buen grado dispuestos, con permiso o por exhortación de su propio Obispo, a ejercer su
ministerio en regiones, misiones u obras que padecen escasez de clero»[90].
«Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad»
33. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la
Buena Nueva...» (Lc 4, 18). Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón de sacerdotes

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las palabras que pronunció en la sinagoga de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la
presencia operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal
como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden.
Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el
«corazón nuevo», lo anima y lo guía con la «ley nueva» de la caridad, de la caridad pastoral. Para
el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la
gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La
conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible del sacerdote en las dificultades,
en las tentaciones, en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual.
Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso grupo de
ellos, «La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del
sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto,
humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia
que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada
uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la
santidad...
»¿Cómo no reflexionar... sobre la función esencial que el Espíritu Santo ejerce en la específica
llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la
Ordenación sacerdotal, que se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te pedimos,
Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en
sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con
su conducta, ejemplo de vida".
»Mediante la Ordenación, amadísimos hermanos, habéis recibido el mismo Espíritu de Cristo, que
os hace semejantes a Él, para que podáis actuar en su nombre y vivir en vosotros sus mismos
sentimientos. Esta íntima comunión con el Espíritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de
la acción sacramental que realizáis "in persona Christi", debe expresarse también en el fervor de
la oración, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido
incansablemente a la salvación de los hermanos. Requiere, en una palabra, vuestra santificación
personal»[91].
CAPÍTULO IV
VENID Y LO VERÉIS
La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia
Buscar, seguir, permanecer

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34. «Venid y lo veréis» (Jn 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el
Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la
vocación.
Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en
aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo:
"¡Éste es el cordero de Dios!" Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús
se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Ellos contestaron: "Rabbí, (que
quiere decir Maestro) ¿dónde vives?" Él les respondió: "Venid y lo veréis". Se fueron con él,
vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos
que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar
a su propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)". Y lo
llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas,
(es decir, Pedro)"» (Jn 1, 35-42).
Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el «misterio» de la
vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san
Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor
simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús,
está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente
en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento
de Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la
responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces
encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el
dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a
Jesús, seguirlo y permanecer con Él.
La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su
pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el
acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente
porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia»[92], la pastoral
vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso
por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento
secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque
importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres
sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada
Iglesia particular[93], de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la
llamada "cura de almas" ordinaria[94], de una dimensión connatural y esencial de la pastoral
eclesial, o sea, de su vida y de su misión[95].
La dimensión vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la Iglesia. La razón se

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encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia,
incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía
vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados:
«Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y
principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada
uno el sacramento visible de esta unidad salvífica»[96].
Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo
de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.
La Iglesia y el don de la vocación
35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de
parte del Padre, «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase
de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos
su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó
de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por
medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5).
Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o
independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella,
porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a
los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[97].
La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de
salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del
misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[98], lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni
enviado por nadie (cf.Rom 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su
voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para
anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del
misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo
Jesucristo.
La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones.
Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se
cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio
de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la
caridad.

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Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no
sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia,
sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a»
la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la
Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo[99].
Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación
sacerdotal. Ésta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a
ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con
Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona» de quien es
Cabeza y Pastor de la Iglesia.
En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: «La vocación de cada
uno de los presbíteros existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue
que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una
gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la
idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico
pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe
recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y
condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete»[100].
El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre
36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la
historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la
libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la
vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara
y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación
de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3, 13). Por un
lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el
«seguir» a Jesús.
Éste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas,
apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.
Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior
y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta
Jeremías: «El Señor me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras
del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones"» (Jr 1, 4-5). Y es la misma verdad
presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo,
hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4. 5).

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La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la
palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he
destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).
Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión
libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser
forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación
es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede
considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro
como un simple proyecto personal»[101]. De este modo, queda excluida radicalmente toda
vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir
profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes,
porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de
Dios que llama.
«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se identifica con el
«seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con
Pedro y Andrés; les dijo: «'Venid conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante,
dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf.
Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la
exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.
En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la
libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola
en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la
iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema
seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el
joven rico contesta con el rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él,
abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22).
Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se
califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación
al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI—
corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son
ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es
prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy
como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la
generosidad y el sacrificio»[102].
La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a
Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación

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libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en
este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo ...
Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Heb 10, 5.7).
En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena
verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor
inmenso de Dios[103].
37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,
22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos
que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales
pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino
de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden
representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera
naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma
comprensión.
Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin
Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que
el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse con total pasividad. Pero no es éste el rostro
de Dios, que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno
y precedente, llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con Él,
invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada
de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la
vocación no puede ser ni percibida ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente
como un peso impuesto e insoportable.
También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes
argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al hombre a interpretar la propia
existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de
orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos
de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones
personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se
cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la
comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.
En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de
un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía
directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma
de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad.
Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer

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y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en
particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio
ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y
hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles[104].
El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y
especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas
vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han
declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al
presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los
cristianos[105].
De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo
prioritario hacia la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe.
Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero
rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros— así como el
sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo.
Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación,
incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con
entrega total y con gozo profundo.
Contenidos y medios de la pastoral vocacional
38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la relación que Dios establece
con el hombre, como ser único e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada
que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel «sagrario del
hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad»[106].
Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en concreto, eclesial de la vocación: la
Iglesia está realmente presente y operante en la vocación de cada sacerdote.
En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y
acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andrés, uno de los dos
primeros discípulos que siguieron a Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano
lo que le había sucedido: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)» (Jn 1, 41). Y
la narración de este «descubrimiento» abre el camino al encuentro: «Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,
42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre ni sobre la decisión soberana de
Jesús: es Jesús el que llama a Simón y le da un nuevo nombre: «Jesús, fijando su mirada en él,
le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro)"» (Jn 1, 42).
Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jesús.
«Y lo llevó a Jesús». Éste es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que

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cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirviéndose de los dones y
responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia,
como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el nacimiento
y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y la vida sacramental, con el
anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.
En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra en la oración y en la
celebración de la liturgia los momentos esenciales y primarios de la pastoral vocacional. En
efecto, la oración cristiana, alimentándose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que
cada uno pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida, personal e
irrepetible, que el Padre le confía. Por eso es necesario educar, especialmente a los muchachos y
a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio
y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y
generosidad.
La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús, que nos pide que
«roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Obedeciendo al
mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por
las vocaciones —mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión— reconoce
que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica incesante y confiada. Ahora bien,
esta oración, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometer no sólo a cada persona
sino también a todas las comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de
las iniciativas de oración y de los momentos especiales reservados a ésta —comenzando por la
Jornada Mundial anual por las Vocaciones— así como el compromiso explícito de personas y
grupos particularmente sensibles al problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera
suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la
comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. Así se podrá revivir la experiencia de los
apóstoles, que en el Cenáculo, unidos con María, esperan en oración la venida del Espíritu (cf.
Hch 1, 14), que no dejará de suscitar también hoy en el Pueblo de Dios «dignos ministros del
altar, testigos valientes y humildes del Evangelio»[107].
También la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia[108] y, en particular, de toda oración
cristiana, tiene un papel indispensable así como una incidencia privilegiada en la pastoral de las
vocaciones. En efecto, la liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran
escuela de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebración litúrgica, y sobre todo la
eucarística, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicación con el misterio
de la Pascua, o sea, con la «hora» por la que Jesús vino al mundo y hacia la que se encaminó
libre y voluntariamente en obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn 13, 1); nos manifiesta el rostro
de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la variedad y
complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio redentor de Cristo, que la Iglesia
celebra sacramentalmente, da un valor particularmente precioso al sufrimiento vivido en unión con

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el Señor Jesús. Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que «a través de la
oblación de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el cristiano enfermo se
ofrece a sí mismo como víctima a Dios, a imagen de Cristo, que se inmoló a sí mismo por todos
nosotros (cf. Jn 17, 19)», y que «el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intención es de gran
provecho para la promoción de las vocaciones»[109].
39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber
de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocación: lo que podríamos llamar «el
Evangelio de la vocación». También en este campo descubre la urgencia de las palabras del
apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente
para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la
Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar siempre su intrínseca dimensión
vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la
llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal.
Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicación directa
sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio ministerial, sobre su
urgente necesidad para el Pueblo de Dios[110]. Una catequesis orgánica y difundida a todos los
niveles en la Iglesia, además de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el
ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones
favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar
valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y
privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el
proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para
aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que
tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta,
hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta
libre y auténtica. Por lo demás, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales,
surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de
la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también de la cercanía, o sea, de un
testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso
definitivas.
40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la «ley del Espíritu que da la
vida» (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta
de la libertad (cf. Sant 1, 25). Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a
descubrir y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad.
En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños,
adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de
Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde también a la comunidad cristiana como tal, debe

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dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el
Espíritu, que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a cada cristiano
con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado
para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible, y
para escuchar las palabras que el Espíritu de Dios le dirige.
En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una
propuesta decidida y convincente de dirección espiritual. Es necesario redescubrir la gran
tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos
frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este
acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda
psicológica[111]. Invítese a los niños, los adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don
de la dirección espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus
educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías
a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber
descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto
lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los
llamados.
Finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del Espíritu, a la «plena madurez
de Cristo» (Ef 4, 13). Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su caridad, se hace de
toda la vida propia un servicio de amor (cf. Jn 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual agradable
a Dios (cf. Rom 12, 1) y entregándose a los hermanos. El servicio de amor es el sentido
fundamental de toda vocación, que encuentra una realización específica en la vocación del
sacerdote. En efecto, él es llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral
de Jesús, o sea, el amor del buen Pastor, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11).
Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a los niños,
adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a
la donación incondicionada de sí mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la
experiencia del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes. En
efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente, capaz de educar al discernimiento
de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un
compromiso definitivo en la vida consagrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá
ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo practica, le hará más
sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el
voluntario podría aceptar la invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc 10, 21); y la
podría aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y «perder» su vida.
Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales

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41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien
es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y
misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es
responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia,
la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como
tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente,
desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.
Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los
miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El
Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones
afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente
cristiana»[112]. Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá
manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose
también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de
corresponsabilidad.
La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del
Obispo[113], que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar
abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde,
ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él
nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión
vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté
plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y
coordinar las diversas iniciativas vocacionales[114].
El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los
sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las
vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto
educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea
llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación»[115]. «Este deber pertenece a la misión
misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la
Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios»[116]. La vida
misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio
amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la
esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del
mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional[117].
Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del
sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la
Iglesia, maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es

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verdaderamente "como iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa
ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la
imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar,
de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen
"como un primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el
comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia»[118]. En continuidad y en
sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de
«comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión
vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es
oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales
significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en
el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el
deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir
nunca la vocación al ministerio sacerdotal»[119].
También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los
animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una
gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el
sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el
carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.
En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover
aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oración y de sufrimiento por
las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.
También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles
laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana
más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo
particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de
oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de
estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del
sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad[120]. Por consiguiente, hay que
valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su
colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.
Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán
tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal —empezando
por la parroquia-— para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede
ser encomendado en exclusiva a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes
del Seminario en particular), pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón
mismo de la Iglesia»[121], debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

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CAPÍTULO V
INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL
Formación de los candidatos al sacerdocio
Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de Cristo
42. «Subió al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15).
«Que estuvieran con él». No es difícil entender el significado de estas palabras, esto es, «el
acompañamiento vocacional» de los apóstoles por parte de Jesús. Después de haberlos llamado
y antes de enviarlos, es más, para poder mandarlos a predicar, Jesús les pide un «tiempo» de
formación, destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él.
Dedica a ellos una catequesis más intensa que al resto de la gente (cf. Mt 13, 11) y quiere que
sean testigos de su oración silenciosa al Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45).
En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los tiempos se inspira en el
ejemplo de Cristo. Han sido —y en parte lo son todavía— muy diversas las formas concretas con
las que la Iglesia se ha dedicado a la pastoral vocacional, destinada no sólo a discernir, sino
también a «acompañar» las vocaciones al sacerdocio. Pero el espíritu que debe animarlas y
sostenerlas es idéntico: el de promover al sacerdocio solamente los que han sido llamados y
llevarlos debidamente preparados, esto es, mediante una respuesta consciente y libre que implica
a toda la persona en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar en
su misión salvífica. En este sentido el Seminario en sus diversas formas y, de modo análogo, la
casa de formación de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio material,
debe ser un ambiente espiritual, un itinerario de vida, una atmósfera que favorezca y asegure un
proceso formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a
ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia.
Los Padres sinodales, en su Mensaje final, han expuesto de forma inmediata y profunda el
significado original y específico de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo que
«vivir en el seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de Cristo como los
apóstoles; es dejarse educar por Él para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la
conducción del Espíritu Santo. Más aún, es dejarse configurar con Cristo, buen Pastor, para un
mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el mundo. Formarse para el sacerdocio es aprender a
dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: "¿Me amas?" (Jn 21, 15). Para
el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida»[122].
Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca deberá faltar en la Iglesia— en las
condiciones sociales, psicológicas, políticas y culturales del mundo actual, tan variadas y
complejas, como han puesto de relieve los Padres sinodales en relación con las Iglesias

6 Pages 51-60

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6.1 Page 51

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51
particulares. Los mismos Padres, manifestando su grave preocupación, pero también su grande
esperanza, han podido conocer y reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de búsqueda y
actualización de los métodos de formación de los aspirantes al sacerdocio, puestos en práctica en
todas sus Iglesias.
La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los trabajos sinodales, señalando algunos
objetivos logrados, mostrando algunas metas irrenunciables, poniendo a disposición de todos la
riqueza de experiencias y de procesos formativos experimentados ya en modo positivo. En esta
Exhortación se exponen separadamente la formación «inicial» y la formación «permanente», pero
sin olvidar nunca la profunda relación que tienen entre sí y que debe hacer de las dos un solo
proyecto orgánico de vida cristiana y sacerdotal. La Exhortación trata sobre las diversas
dimensiones de la formación, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como también sobre los
ambientes y sobre los responsables de la formación de los candidatos al sacerdocio.
I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal
43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su
fundamento necesario»[123]. Esta afirmación de los Padres sinodales expresa no solamente un
dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que
encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su
ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe
procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en
el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia
los demás, tal como nos las presentan los evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote
consiste en anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la comunidad
cristiana «personificando a Cristo y en su nombre», pero todo esto dirigiéndose siempre y sólo a
hombres concretos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en
favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por esto la formación humana del
sacerdote expresa una particular importancia en relación con los destinatarios de su misión:
precisamente para que su ministerio sea humanamente lo más creíble y aceptable, es necesario
que el sacerdote plasme su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de
obstáculo a los demás en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a
ejemplo de Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea
capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el
encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí mismo, sino también

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con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades humanas
necesarias para la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el
peso de las responsabilidades pastorales. Se hace así necesaria la educación a amar la verdad,
la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la
verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de
comportamiento[124]. Un programa sencillo y exigente para esta formación lo propone el apóstol
Pablo a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable,
de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4,
8). Es interesante señalar cómo Pablo se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles
precisamente en estas cualidades profundamente humanas: «Todo cuanto habéis aprendido
—sigue diciendo— y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento
verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y
«hombre de comunión». Esto exige que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable,
hospitalario, sincero en sus palabras y en su corazón[125], prudente y discreto, generoso y
disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones
leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La
humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad
sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la
comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías más eficaces del
mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la formación del
candidato al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado de la educación al amor
verdadero y responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia
humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir
sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si
no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio,
si no participa en él vivamente»[126].
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que
se expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona
se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y
realización de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y
cultural difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la
vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer
egoísta»[127]. Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las
vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves

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desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación en la sexualidad
que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la
castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de
respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo»[128].
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy
necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia
del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud
a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber
incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor,
vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez
afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega
universal. Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme
para vivir la castidad con fidelidad y alegría»[129].
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las
inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan
una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en
peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones
interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada
educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo
mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una
libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al
significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido
fundamental de la auténtica realización personal[130]. Entendida así, la libertad exige que la
persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas
formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los
demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta
que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los
compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo
hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del
Seminario[131].
Íntimamente relacionada con la formación para la libertad responsable está también la educación
de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a las
obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una
respuesta consciente y libre —y, por tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La

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madurez humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir especialmente la
formación de su conciencia. En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones con Dios
y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la
voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad»[132].
La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo
45. La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de una antropología que abarca
toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual. Todo hombre,
creado por Dios y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado «por el agua y
el Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser «hijo en el Hijo». En este designio eficaz de Dios está el
fundamento de la dimensión constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida
también por la simple razón: el hombre está abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un
corazón que está inquieto hasta que no descanse en el Señor[133].
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso
educativo de una vida espiritual entendida como relación y comunión con Dios. Según la
revelación y la experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible
que proviene de la «novedad» evangélica. En efecto, «es obra del Espíritu y empeña a la persona
en su totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una
sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión
confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión
profunda, a la plenitud del misterio pascual»[134].
Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos los fieles, pero que requiere ser
estructurada según los significados y características que derivan de la identidad del presbítero y
de su ministerio. Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en
su ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la
misma manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y
vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo
afirman que «sin la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de
fundamento»[135] y que la formación espiritual constituye «un elemento de máxima importancia
en la educación sacerdotal»[136].
El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del itinerario bien preciso hacia el
sacerdocio, está expresado en el decreto conciliar Optatam totius: «La formación espiritual... debe
darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su
Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada
ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio íntimo de toda su vida.
Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de
encomendárseles. Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en

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la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el
Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados,
principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y
veneren con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz,
entregó como madre al discípulo»[137].
46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa, de la que fácilmente se pueden
sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al
sacerdocio.
Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión
con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía, exige que sea
expresada en la vida de cada día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la
Santísima Trinidad, o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la
«novedad» del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el «misterio» de la
existencia cristiana que está bajo el influjo del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el
«ethos» de la vida del cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida
cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con la alegoría de la vid y los sarmientos:
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo
mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en
mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 1. 4-5).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y religiosos, y el hombre —a pesar
de toda apariencia contraria— sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios.
Pero con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser considerada como una religión
entre tantas o quedar reducida a una pura ética social al servicio del hombre. En efecto, no
siempre aparece su inquietante novedad en la historia: es «misterio»; es el acontecimiento del
Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo acogen el «poder de hacerse hijos de Dios»
(Jn 1, 12); es el anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios con
el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás este anuncio
sorprendente y gratificante si, a través de una adecuada formación espiritual, logran el
conocimiento profundo y la experiencia creciente de este «misterio» (cf. 1 Jn 1, 1-4).
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la
íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta una
pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus
apóstoles: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os
he llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la búsqueda de Jesús.

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«Enséñeseles a buscar a Cristo». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de la
espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicación específica precisamente en el contexto de la
vocación de los apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros
discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el mismo Jesús el que pregunta:
«¿Qué buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí... ¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les
respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día»
(Jn 1, 37-39). En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada
por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro» con el Maestro, para seguirlo, para estar en
comunión con Él. También en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta
«búsqueda», pues es inagotable el misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así
como también deberá continuar este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a los demás y,
mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente
posible si se propone a los demás una «experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena
compartir. Éste ha sido el camino seguido por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús:
Andrés, escribe el evangelista Juan, «se encuentra primeramente con su hermano Simón y le
dice: "Hemos encontrado al Mesías" —que quiere decir Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1,
41-42). Y así también Simón es llamado —como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al
verlo, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas" —que quiere decir,
"Pedro"—» (Jn 1, 42).
Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro,
¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación
fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio
de la caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos
delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio.
47. Elemento esencial de la formación espiritual es la lectura meditada y orante de la Palabra de
Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la
luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y
seguirse la propia vocación; y también cumplirse la propia misión, hasta tal punto que toda la
existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la Palabra de Dios que llama
al hombre, y el principio de la palabra del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la
Palabra de Dios facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido de apartarse
del mal para adherirse al bien, sino también en el sentido de alimentar en el corazón los
pensamientos de Dios, de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo
criterio de juicio y valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como es, pues hace encontrar a
Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad
que a la vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6). Se trata de leer las «escrituras» escuchando las
«palabras», la «Palabra» de Dios, como nos recuerda el Concilio: «La Sagrada Escritura contiene

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la Palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios»[138]. Y el mismo
Concilio: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a
los hombres como a amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía»[139].
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado
específico en el ministerio profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una
condición imprescindible, principalmente en el contexto de la «nueva evangelización», a la que
hoy la Iglesia está llamada. El Concilio exhorta: «Todos los clérigos, especialmente los
sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y
estudiar asiduamente la Escritura para no volverse "predicadores vacíos de la palabra, que no la
escucha por dentro" (San Agustín, Serm. 179, 1: PL 38, 966)»[140].
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oración, que constituye sin duda
un valor y una exigencia primarios de la formación espiritual. Ésta debe llevar a los candidatos al
sacerdocio a conocer y experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un
encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un
diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente
no secundario, de la misión del sacerdote es el de ser «maestro de oración». Pero el sacerdote
solamente podrá formar a los demás en la escuela de Jesús orante, si él mismo se ha formado y
continúa formándose en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: «El
sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta
a los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel en lo
que toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un
hombre que los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino
también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia Él. Es preciso, pues,
que el sacerdote esté formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el
sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del don de sí
mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre»[141].
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra sociedad, un elemento pedagógico
necesario para la oración es la educación en el significado humano profundo y en el valor
religioso del silencio, como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y
dejarse conquistar por ella (cf. 1 Re 19, 11ss.).
48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de
los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para la formación espiritual de todo cristiano, y en
especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educación litúrgica, en el sentido pleno de una
inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en
los sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don
y un fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los

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sacramentos confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las decisiones,
opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia» que hace
«nueva» la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su
Espíritu santo y santificador en los sacramentos; igualmente la «ley nueva», que debe ser guía y
norma de la existencia del cristiano, está escrita por los sacramentos en el «corazón nuevo». Y es
ley de caridad para con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al
hombre, significada y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta participación
«plena, consciente y activa»[142] en las celebraciones sacramentales, gracias al don y acción de
aquella «caridad pastoral» que constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de la muerte sacrificial de
Cristo y de su gloriosa resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de
caridad»[143], banquete pascual en el que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de
su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura»[144]. Ahora bien,
los sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros
del Sacrificio de la Misa[145]: su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede
haber sacrificio eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio sacerdotal y, por
tanto, para la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando
la máxima concreción deseo repetir que «es necesario que los seminaristas participen
diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida
sacerdotal la celebración diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración
eucarística como el momento esencial de su jornada, en el que participarán activamente, sin
contentarse nunca con una asistencia meramente habitual. Fórmese también a los aspirantes al
sacerdocio según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes
recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los
lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un
sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración
ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas»[146].
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación espiritual, la belleza y la
alegría del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de
autojustificación, se corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en consecuencia, la
alegría consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios «rico en misericordia» (Ef
2, 4), urge educar a los futuros presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría
por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su plenitud
en el sacramento de la Reconciliación. De aquí provienen el significado de la ascesis y de la
disciplina interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se
trata de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente difíciles
para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa

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comodidad y bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de
comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación social, incluso en los
países donde las condiciones de vida son más pobres y la situación de los jóvenes más austera.
Por esta razón, pero sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen Pastor— «la
donación radical de sí mismo» propia del sacerdote, los Padres sinodales señalan que «es
necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta
identificación con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la
austeridad, del dolor y también del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo,
codicia y hedonismo»[147].
49. La formación espiritual comporta también buscar a Cristo en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios, vida de oración y
contemplación. Pero del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace
precisamente la exigencia indeclinable del encuentro con el prójimo, de la propia entrega a los
demás, en el servicio humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto a todos como programa
de vida en el lavatorio de los pies a los apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida también por la vida comunitaria
seguida en la preparación al sacerdocio, representa una condición irrenunciable para quien está
llamado a hacerse epifanía y transparencia del buen Pastor, que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo
este aspecto la formación espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión pastoral o caritativa
intrínseca, y puede servirse útilmente de una justa —profunda y tierna, a la vez— devoción al
Corazón de Cristo, como han indicado los Padres del Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes
en la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al
afecto de Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a
los hombres hasta inmolarse entregando su vida»[148].
Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está llamado a educar a los demás en la
imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige
que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este
sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación en la caridad, en
particular en el amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la fe, descubre la
presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y en el amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por amor, encuentra su lugar
en la formación espiritual del futuro sacerdote la educación en la obediencia, en el celibato y en la
pobreza[149]. En este sentido invitaba el Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que
su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al
ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de

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vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con
prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo
crucificado»[150].
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención
particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su
verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas,
espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad,
que determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar... un amor
sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con
todos y con cada uno»[151].
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas características de las cuales ellos,
«renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al Señor
con un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan
testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a mano una ayuda
importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para
hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal»[152]. En este sentido el celibato sacerdotal no
se puede considerar simplemente como una norma jurídica ni como una condición totalmente
extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la
sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto,
como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad
plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como
una gracia especial, como un don que «no todos entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les
ha concedido» (Mt 19, 11).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien
la recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva consigo
también la gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con
generosidad y alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal
deberá asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios»[153], que llevará a la oración y la
vigilancia para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En
particular, dando testimonio del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos
cristianos a vivir en plenitud el «gran sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su
esposa, así como su fidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los
esposos[154].
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal, especialmente en las
situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de

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cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las
propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la castidad en el
celibato: «Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios,
establezcan principios, ofrezcan criterios y proporcionen ayudas para el discernimiento en esta
materia. Son de máxima importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del
Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en su programa de
formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva.
El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida
asidua y auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director
espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté
fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la
aceptación de la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello los
seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio Vaticano II, la encíclica Sacerdotalis
caelibatus y la Instrucción para la formación del celibato sacerdotal, publicada por la
Congregación para la Educación Católica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con
libre decisión el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza
cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato.
También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas,
espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros
con la amistad, comprensión y colaboración»[155].
Formación intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se relaciona
profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento
necesario; en efecto, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre,
participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se
abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión[156].
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su justificación específica en la
naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva
evangelización a la que el Señor llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. «Si todo
cristiano —afirman los Padres sinodales— debe estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de
la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho más los candidatos al sacerdocio y los
presbíteros deben cuidar diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación y en
la actividad pastoral, dado que, para la salvación de los hermanos y hermanas, deben buscar un
conocimiento más profundo de los misterios divinos»[157]. Además, la situación actual, marcada
gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera
capacidad de la razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los problemas y
nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y tecnológicos, exige un
excelente nivel de formación intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar

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—precisamente en ese contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las
legítimas exigencias de la razón huma na. Añádase, además, que el actual fenómeno del
pluralismo, acentuado más que nunca en el ámbito no sólo de la sociedad humana sino también
de la misma comunidad eclesial, requiere una aptitud especial para el discernimiento crítico: es un
motivo ulterior que demuestra la necesidad de una formación intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia «pastoral» de la formación intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la
unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una
buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento
extrínseco y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad,
a través del estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios,
crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad
múltiple y unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio[158] y propuesta nuevamente por
el Instrumentum laboris del Sínodo con las siguientes palabras: «Para que pueda ser
pastoralmente eficaz, la formación intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado
por la experiencia personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia
nocionística y llegar a aquella inteligencia del corazón que sabe "ver" primero y es capaz después
de comunicar el misterio de Dios a los hermanos»[159].
52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio de la filosofía, que lleva a un
conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus
relaciones con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no sólo por la relación que existe entre
los argumentos filosóficos y los misterios de la salvación estudiados en teología a la luz superior
de la fe[160], sino también frente a una situación cultural muy difundida, que exalta el subjetivismo
como criterio y medida de la verdad. Sólo una sana filosofía puede ayudar a los candidatos al
sacerdocio a desarrollar una conciencia refleja de la relación constitutiva que existe entre el
espíritu humano y la verdad, la cual se nos revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que
infravalorar la importancia de la filosofía para garantizar aquella «certeza de verdad», la única que
puede estar en la base de la entrega personal total a Jesús y a la Iglesia. No es difícil entender
cómo algunas cuestiones muy concretas —como lo son la identidad del sacerdote y su
compromiso apostólico y misionero— están profundamente ligadas a la cuestión, nada abstracta,
de la verdad: si no se está seguro de la verdad, ¿cómo se podrá poner en juego la propia vida y
tener fuerzas para interpelar seriamente la vida de los demás?
La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer su formación intelectual con el «culto de la
verdad», es decir, una especie de veneración amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que
ésta no es creada y medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad
suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades, la razón humana puede
alcanzar la verdad objetiva y universal, incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la
existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la razón ni del esfuerzo de «pensar» sus
contenidos, como testimoniaba la gran mente de Agustín: «He deseado ver con el entendimiento

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aquello que he creído, y he discutido y trabajado mucho»[161].
Para una comprensión más profunda del hombre y de los fenómenos y líneas de evolución de la
sociedad, en orden al ejercicio, «encarnado» lo más posible, del ministerio pastoral, pueden ser
de gran utilidad las llamadas «ciencias del hombre», como la sociología, la psicología, la
pedagogía, la ciencia de la economía y de la política, y la ciencia de la comunicación social.
Aunque sólo sea en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas o descriptivas, éstas ayudan
al futuro sacerdote a prolongar la «contemporaneidad» vivida por Cristo. «Cristo, decía Pablo VI,
se ha hecho contemporáneo a algunos hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a Él
requiere que continúe esta contemporaneidad»[162].
53. La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye sobre todo en el estudio
de la sagrada doctrina y de la teología. El valor y la autenticidad de la formación teológica
dependen del respeto escrupuloso de la naturaleza propia de la teología, que los Padres
sinodales han resumido así: «La verdadera teología proviene de la fe y trata de conducir a la
fe»[163]. Ésta es la concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia católica mediante su
Magisterio. Ésta es también la línea seguida por los grandes teólogos, que enriquecieron el
pensamiento de la Iglesia católica a través de los siglos. Santo Tomás es muy explícito cuando
afirma que la fe es como el habitus de la teología, o sea, su principio operativo permanente[164],
y que «toda la teología está ordenada a alimentar la fe»[165].
Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre de fe. Pero es un creyente que se
pregunta sobre su fe (fides quaerens intellectum), que se pregunta para llegar a una comprensión
más profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe y la reflexión madura, están profundamente
relacionados entre sí; precisamente su íntima coordinación y compenetración es decisiva para la
verdadera naturaleza de la teología, y, por consiguiente, es decisiva para los contenidos,
modalidades y espíritu según los cuales hay que elaborar y estudiar la sagrada doctrina.
Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la teología, opera una relación personal
del creyente con Jesucristo en la Iglesia, la teología tiene también características cristológicas y
eclesiales intrínsecas, que el candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente, no sólo por
las implicaciones que afectan a su vida personal, sino también por aquellas que afectan a su
ministerio pastoral. Por ser la fe aceptación de la Palabra de Dios, lleva a un «sí» radical del
creyente a Jesucristo, Palabra plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por
consiguiente, la reflexión teológica tiene su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría de Dios.
La misma reflexión madura debe considerarse como una participación de la «mente» de Cristo
(cf. 1 Cor 2, 16) en la forma humana de una ciencia (scientia fidei). Al mismo tiempo la fe
introduce al creyente en la Iglesia y lo hace partícipe de su vida, como comunidad de fe. En
consecuencia, la teología posee una dimensión eclesial, porque es una reflexión madura sobre la
fe de la Iglesia hecha por el teólogo, que es miembro de la Iglesia[166].

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Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son connaturales a la teología, ayudan a
desarrollar en los candidatos al sacerdocio, además del rigor científico, un grande y vivo amor a
Jesucristo y a su Iglesia: este amor, a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta
para el ejercicio generoso de su ministerio. Tal era precisamente la intención del Concilio
Vaticano II, cuando pedía la reforma de los estudios eclesiásticos, mediante una más adecuada
estructuración de las diversas disciplinas filosóficas y teológicas para hacer que «concurran
armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo, que
afecta a toda la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo por obra del
ministerio sacerdotal»[167].
La formación intelectual teológica y la vida espiritual —en particular la vida de oración— se
encuentran y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la investigación ni al
gusto espiritual de la oración. San Buenaventura advierte: «Nadie crea que le baste la lectura sin
la unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la observación sin el
júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio
sin la gracia divina, la investigación sin la sabiduría de la inspiración sobrenatural»[168].
54. La formación teológica es una tarea sumamente compleja y comprometida. Ella debe llevar al
candidato al sacerdocio a poseer una visión completa y unitaria de las verdades reveladas por
Dios en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer
«todas» las verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica, sin hacer selecciones
arbitrarias. Esto exige ayudar al alumno a elaborar una síntesis que sea fruto de las aportaciones
de las diversas disciplinas teológicas, cuyo carácter específico alcanza auténtico valor sólo en la
profunda coordinación de todas ellas.
En su reflexión madura sobre la fe, la teología se mueve en dos direcciones. La primera es la del
estudio de la Palabra de Dios: la palabra escrita en el Libro sagrado, celebrada y transmitida en la
Tradición viva de la Iglesia e interpretada auténticamente por su Magisterio. De aquí el estudio de
la Sagrada Escritura, «la cual debe ser como el alma de toda la teología»[169]: de los Padres de
la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica, de las declaraciones del Magisterio. La
segunda dirección es la del hombre, interlocutor de Dios: el hombre llamado a «creer», a «vivir» y
a «comunicar» a los demás la fides y el ethos cristiano. De aquí el estudio de la dogmática, de la
teología moral, de la teología espiritual, del derecho canónico y de la teología pastoral.
La referencia al hombre creyente lleva la teología a dedicar una particular atención, por un lado, a
las consecuencias fundamentales y permanentes de la relación fe-razón; por otro, a algunas
exigencias más relacionadas con la situación social y cultural de hoy. Bajo el primer punto de
vista se sitúa el estudio de la teología fundamental, que tiene como objeto el hecho de la
revelación cristiana y su transmisión en la Iglesia. En la segunda perspectiva se colocan aquellas
disciplinas que han tenido y tienen un desarrollo más decisivo como respuestas a problemas hoy
intensamente vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia, que

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«pertenece al ámbito... de la teología y especialmente de la teología moral»[170], y que es uno de
los «componentes esenciales» de la «nueva evangelización», de la que es instrumento[171];
igualmente el estudio de la misión, del ecumenismo, del judaísmo, del Islam y de otras religiones
no cristianas.
55. La formación teológica actual debe prestar particular atención a algunos problemas que no
pocas veces suscitan dificultades, tensiones, desorientación en la vida de la Iglesia. Piénsese en
la relación entre las declaraciones del Magisterio y las discusiones teológicas; relación que no
siempre se desarrolla como debería ser, o sea, en la perspectiva de la colaboración. Ciertamente
«el Magisterio vivo de la Iglesia y la teología —aun desempeñado funciones diversas— tienen en
definitiva el mismo fin: mantener al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la
"luz de las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo
con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los Apóstoles y, sacando
provecho del trabajo teológico, replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo
además, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas profundizaciones, explicitaciones y
aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una
comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y
transmitida fielmente por la Tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, a la vez que se
esfuerza por aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias de la razón y le da
una forma orgánica y sistemática»[172]. Pero cuando, por una serie de motivos, disminuye esta
colaboración, es preciso no prestarse a equívocos y confusiones, sabiendo distinguir
cuidadosamente «la doctrina común de la Iglesia, de las opiniones de los teólogos y de las
tendencias que se desvanecen con el pasar del tiempo (las llamadas "modas")»[173]. No existe
un magisterio «paralelo», porque el único magisterio es el de Pedro y los apóstoles, el del Papa y
los Obispos[174].
Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminarísticos están encomendados
a instituciones académicas, se refiere a la relación entre el rigor científico de la teología y su
aplicación pastoral, y, por tanto, la naturaleza pastoral de la teología. En realidad, se trata de dos
características de la teología y de su enseñanza que no sólo no se oponen entre sí, sino que
coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una más completa «inteligencia de
la fe». En efecto, el caracter pastoral de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o
incluso que esté privada de su carácter científico; por el contrario, significa que prepara a los
futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de su
tiempo y a plantear la acción pastoral según una auténtica visión teológica. Y así, por un lado, un
estudio respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas
contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe;
por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y
científico de la teología verdaderamente formativo para los futuros presbíteros.
Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente sentida— de la evangelización de

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las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe. Es éste un problema eminentemente
pastoral, que debe ser incluido con mayor amplitud y particular sensibilidad en la formación de los
candidatos al sacerdocio: «En las actuales circunstancias, en que en algunas regiones del mundo
la religión cristiana se considera como algo extraño a las culturas, tanto antiguas como modernas,
es de gran importancia que en toda la formación intelectual y humana se considere necesaria y
esencial la dimensión de la inculturación[175]. Pero esto exige previamente una teología
auténtica, inspirada en los principios católicos sobre esa inculturación. Estos principios se
relacionan con el misterio de la encarnación del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e
iluminan el sentido auténtico de la inculturación; ésta, ante las culturas más dispares y a veces
contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato
de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta
obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el
Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos
culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la
salvación, que proviene de Cristo[176]. El problema de esta inculturación puede tener un interés
específico cuando los candidatos al sacerdocio provienen de culturas autóctonas; entonces,
necesitarán métodos adecuados de formación, sea para superar el peligro de ser menos
exigentes y desarrollar una educación más débil de los valores humanos, cristianos y
sacerdotales, sea para revalorizar los elementos buenos y auténticos de sus culturas y
tradiciones»[177].
56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II y las normas de aplicación
de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una amplia
actualización de la enseñanza de las disciplinas filosóficas y, sobre todo, teológicas en los
seminarios. Aun necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta
actualización ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez más el proyecto educativo en el
ámbito de la formación intelectual. A este respecto, «los Padres sinodales han afirmado de nuevo,
con frecuencia y claridad, la necesidad —más aún, la urgencia-— de que se aplique en los
seminarios y en las casas de formación el plan fundamental de estudios, tanto el universal como
el de cada nación o Conferencia episcopal»[178].
Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la seriedad y el esfuerzo en los
estudios, que se deja sentir en algunos ambientes eclesiales, como consecuencia de una
preparación básica insuficiente y con lagunas en los alumnos que comienzan el período filosófico
y teológico. Esta misma situación contemporánea exige cada vez más maestros que estén
realmente a la altura de la complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar, con
competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales del hombre de hoy, a los que sólo el
Evangelio de Jesús da la plena y definitiva respuesta.
La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor

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57. Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está orientada a prepararlos de una
manera específica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formación, en
sus diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral. Lo afirma claramente el
decreto conciliar Optatam totius, refiriéndose a los seminarios mayores: «La educación de los
alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro
Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el
ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla
con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio
del culto y de la santificación, a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas,
ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben
prepararse para el ministerio del Pastor: para que sepan representar delante de los hombres a
Cristo, que "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del mundo" (Mc 10,
45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)»[179].
El texto conciliar insiste en la profunda coordinación que hay entre los diversos aspectos de la
formación humana, espiritual e intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad pastoral específica.
En este sentido, la finalidad pastoral asegura a la formación humana, espiritual e intelectual
algunos contenidos y características concretas, a la vez que unifica y determina toda la formación
de los futuros sacerdotes.
Como cualquier otra formación, también la formación pastoral se desarrolla mediante la reflexión
madura y la aplicación práctica, y tiene sus raíces profundas en un espíritu que es el soporte y la
fuerza impulsora y de desarrollo de todo.
Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia disciplina teológica: la teología
pastoral o práctica, que es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza
del Espíritu, a través de la historia; una reflexión, sobre la Iglesia como «sacramento universal de
salvación»[180], como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo en la Palabra, en los
Sacramentos y en el servicio de la caridad. La pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de
exhortaciones, experiencias y métodos; posee una categoría teológica plena, porque recibe de la
fe los principios y criterios de la acción pastoral de la Iglesia en la historia, de una Iglesia que
«engendra» cada día a la Iglesia misma, según la feliz expresión de San Beda el Venerable:
«Nam et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam»[181]. Entre estos principios y criterios se encuentra
aquel especialmente importante del discernimiento evangélico sobre la situación sociocultural y
eclesial, en cuyo ámbito se desarrolla la acción pastoral.
El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación práctica mediante la entrega y
algunos servicios pastorales, que los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera
progresiva y siempre en armonía con las demás tareas formativas; se trata de «experiencias»
pastorales, que han de confluir en un verdadero «aprendizaje pastoral», que puede durar incluso
algún tiempo y que requiere una verificación de manera metódica.

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Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá
custodiar y valorizar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de
Jesús, la cual, así como ha sido el principio y fuerza de su acción salvífica, también, gracias a la
efusión del Espíritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del ministerio
del presbítero. Se trata de una formación destinada no sólo a asegurar una competencia pastoral
científica y una preparación práctica, sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de un
modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5).
58. Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a
familiarizarse con una técnica pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una
verdadera y propia iniciación en la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y
madura sus responsabilidades, en el hábito interior de valorar los problemas y establecer las
prioridades y los medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y según las
exigencias teológicas de la pastoral misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los futuros sacerdotes podrán ser
introducidos en la tradición pastoral viva de su Iglesia particular; aprenderán a abrir el horizonte
de su mente y de su corazón a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán en
algunas formas iniciales de colaboración entre sí y con los presbíteros a los cuales serán
enviados. En estos últimos recae —en coordinación con el programa del seminario— una
responsabilidad educativa pastoral de no poca importancia.
En la elección de los lugares y servicios adecuados para la experiencia pastoral se debe prestar
especial atención a la parroquia[182], célula vital de dichas experiencias sectoriales y
especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio se encontrarán frente a los problemas
inherentes a su futuro ministerio. Los Padres sinodales han propuesto una serie de ejemplos
concretos, como la visita a los enfermos, la atención a los emigrantes, exiliados y nómadas, el
celo de la caridad que se traduce en diversas obras sociales. En particular dicen: «Es necesario
que el presbítero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,
38); el presbítero debe ser también el signo visíble de la solicitud de la Iglesia, que es Madre y
Maestra. Y puesto que el hombre de hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los
que viven sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo, es
necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf. 2 Tim 3, 17),
reivindique los derechos y la dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideologías y
olvidar, cuando trata de promover el bien, que el mundo es redimido sólo por la cruz de
Cristo»[183].
El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al futuro sacerdote a vivir como
«servicio» la propia misión de «autoridad» en la comunidad, alejándose de toda actitud de
superioridad o ejercicio de un poder que no esté siempre y exclusivamente justificado por la

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caridad pastoral.
Para una adecuada formación es necesario que las diversas experiencias de los candidatos al
sacerdocio asuman un claro carácter «ministerial», siempre en íntima conexión con todas las
exigencias propias de la preparación al presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio)
relacionadas con el triple servicio de la Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos
servicios pueden ser la traducción concreta de los ministerios del Lectorado, Acolitado y
Diaconado.
59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su naturaleza a animar la Iglesia, que es
esencialmente «misterio», «comunión», y «misión», la formación pastoral deberá conocer y vivir
estas dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio.
Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es «misterio», obra divina, fruto del Espíritu
de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana; esta
conciencia, a la vez que no disminuirá el sentido de responsabilidad propio del pastor, lo
convencerá de que el crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu y que su servicio
—encomendado por la misma gracia divina a la libre responsabilidad humana— es el servicio
evangélico del «siervo inútil» (cf. Lc 17, 10).
En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión» ayudará al candidato al
sacerdocio a realizar una pastoral comunitaria, en colaboración cordial con los diversos agentes
eclesiales: sacerdotes y Obispo, sacerdotes diocesanos y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero
esta colaboración supone el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas, de las
diversas vocaciones y responsabilidades que el Espíritu ofrece y confía a los miembros del
Cuerpo de Cristo; requiere un sentido vivo y preciso de la propia identidad y de la de las demás
personas en la Iglesia; exige mutua confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de
espera; se basa sobre todo en un amor a la Iglesia más grande que el amor a sí mismos y a las
agrupaciones a las cuales se pertenece. Es especialmente importante preparar a los futuros
sacerdotes para la colaboración con los laicos. «Oigan de buen grado —dice el Concilio— a los
laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en
los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer
los signos de los tiempos»[184]. El Sínodo ha insistido también en la atención pastoral a los
laicos: «Es necesario que el alumno sea capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos,
especialmente los jóvenes, las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales, apostolado,
ministerios y responsabilidades en las actividades pastorales, vida consagrada, dirección de la
vida política y social, investigación científica, enseñanza). Sobre todo es necesario enseñar y
ayudar a los laicos en su vocación de impregnar y transformar el mundo con la luz del Evangelio,
reconociendo su propio cometido y respetándolo»[185].
Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión «misionera» ayudará al candidato al

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sacerdocio a amar y vivir la dimensión misionera esencial de la Iglesia y de las diversas
actividades pastorales; a estar abierto y disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para
el anuncio del Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los
medios de comunicación social[186]; y a prepararse para un ministerio que podrá exigirle la
disponibilidad concreta al Espíritu Santo y al Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio
fuera de su país[187].
II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La comunidad formativa del Seminario mayor
60. La necesidad del Seminario mayor —y de una análoga Casa religiosa de formación— para la
preparación de los candidatos al sacerdocio, como fue afirmada categóricamente por el Concilio
Vaticano II[188], ha sido reiterada por el Sínodo con estas palabras: «La institución del Seminario
mayor, como lugar óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso
material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia para la formación de los
candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta
institución ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y continúa dándolos en todo el
mundo»[189].
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es sobre todo una
comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es
llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa
que el Señor dedicó a los Doce. En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de trato íntimo
y prolongado con Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esa vida exige a
los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y específico, el desprendimiento
—propuesto en cierta medida a todos los discípulos— del ambiente de origen, del trabajo
habitual, de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-
27). Se ha citado varias veces la narración de Marcos, que subraya la relación profunda que une
a los apóstoles con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados «para
que estuvieran con él» (Mc 3, 14).
La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia de la
íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino
hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión. Esta identidad
constituye el ideal formativo que —en las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como
institución humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a encontrar su realización
concreta, fiel a los valores evangélicos en los que se inspira y capaz de responder a las
situaciones y necesidades de los tiempos.
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia; en él el Obispo se

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hace presente a través del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de
comunión con los demás educadores, para el crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos.
Los diversos miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola
fraternidad, colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en la
caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia
y en la historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de ser «una comunidad
estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una
verdadera familia que vive en la alegría»[190]. Desde un punto de vista cristiano, el Seminario
debe configurarse —continúan los Padres sinodales—, como «comunidad eclesial», como
«comunidad de discípulos del Señor, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la
vida del espíritu de oración), formada cada día en la lectura y meditación de la Palabra de Dios y
con el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia; una
comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de cada miembro,
resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a la Iglesia»[191]. Confirmando y desarrollando
concretamente esta esencial dimensión eclesial del Seminario, los Padres sinodales afirman:
«como comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o también religiosa, el Seminario
debe alimentar el sentido de comunión de los candidatos con su Obispo y con su Presbiterio, de
modo que participen en su esperanza y en sus angustias, y sepan extender esta apertura a las
necesidades de la Iglesia universal»[192].
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al ministerio pastoral —eclesial
por naturaleza— que se viva en el Seminario no de un modo extrínseco y superficial, como si
fuera un simple lugar de habitación y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una
comunidad específicamente eclesial, una comunidad que revive la experiencia del grupo de los
Doce unidos a Jesús[193].
61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, más aún, es una especial
comunidad educativa. Y lo que determina su fisonomía es el fin específico, o sea, el
acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto el discernimiento de la
vocación, la ayuda para corresponder a ella y la preparación para recibir el sacramento del Orden
con las gracias y responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo,
Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir su misión de salvación en la Iglesia y
en el mundo.
En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus más diversas expresiones,
está intensamente dedicada a la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros
presbíteros; se trata de una formación que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la
formación humana y cristiana de todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos,
modalidades y características que nacen de manera específica de la finalidad que se persigue,

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esto es, de preparar al sacerdocio.
Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el Seminario tenga definido
su propio plan, o sea, un programa de vida que se caracterice tanto por ser orgánico-unitario,
como por su sintonía o correspondencia con el único fin que justifica la existencia del Seminario:
la preparación de los futuros presbíteros.
En este sentido, escriben los Padres sinodales: «en cuanto comunidad educativa, (el Seminario)
está al servicio de un programa claramente definido que, como nota característica, tenga la
unidad de dirección, manifestada en la figura del Rector y sus colaboradores, en la coherencia de
toda la ordenación de la vida y actividad formativa y de las exigencias fundamentales de la vida
comunitaria, que lleva consigo también aspectos esenciales de la labor de formación. Este
programa debe estar al servicio —sin titubeos ni vaguedades— de la finalidad específica, la única
que justifica la existencia del Seminario, a saber, la formación de los futuros presbíteros, pastores
de la Iglesia[194]. Y para que la programación sea verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso
que las grandes líneas del programa se traduzcan más concretamente y al detalle, mediante
algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria, estableciendo
determinados instrumentos y algunos ritmos temporales precisos.
Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa que, por su naturaleza, es el
acompañamiento de estas personas históricas y concretas que caminan hacia la opción y la
adhesión a determinados ideales de vida. Precisamente por esto la labor educativa debe saber
conciliar armónicamente la propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de
caminar con seriedad hacia ella, la atención al «viandante», es decir al sujeto concreto empeñado
en esta aventura y, consiguientemente, a una serie de situaciones, problemas, dificultades, ritmos
diversos de andadura y de crecimiento. Esto exige una sabia elasticidad, que no significa
precisamente transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino que
quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones totalmente personales de quien
camina hacia el sacerdocio. Esto vale no sólo respecto a cada una de las personas, sino también
en relación con los diversos contextos sociales y culturales en los que se desenvuelven los
Seminarios y con la diversa historia que cada uno de ellos tienen. En este sentido la obra
educativa exige una constante renovación. Por ello, los Padres sinodales han subrayado también
con fuerza, en relación con la configuración de los Seminarios: «Salva la validez de las formas
clásicas del Seminario, el Sínodo desea que continúe el trabajo de consulta de las Conferencias
Episcopales sobre las necesidades actuales de la formación, como se mandaba en el decreto
Optatam totius (n. 1) y en el Sínodo de 1967. Revísense oportunamente las Rationes de cada
nación o rito, ya sea con ocasión de las consultas hechas por las Conferencias Episcopales, ya
sea en las visitas apostólicas a los Seminarios de las diversas naciones, para integrar en ellas
diversos modelos comprobados de formación, que respondan a las necesidades de los pueblos
de cultura así llamada indígena, de las vocaciones de adultos, de las vocaciones misioneras,
etc».[195]

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62. La finalidad y la forma educativa específica del Seminario mayor exige que los candidatos al
sacerdocio entren en él con alguna preparación previa. Esta preparación no creaba —al menos
hasta hace algún decenio— problemas particulares, ya que los aspirantes provenían
habitualmente de los Seminarios menores y la vida cristiana de las comunidades eclesiales
ofrecía con facilidad a todos indistintamente una discreta instrucción y educación cristiana.
La situación en muchos lugares ha cambiado bastante. En efecto, se da una fuerte discrepancia
entre el estilo de vida y la preparación básica, de los chicos, adolescentes y jóvenes —aunque
sean cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia—, por un lado, y, por otro, el
estilo de vida del Seminario y sus exigencias formativas. En este punto, en comunión con los
Padres sinodales, pido que haya un período adecuado de preparación que preceda la formación
del Seminario: «Es útil que haya un período de preparación humana, cristiana, intelectual y
espiritual para los candidatos al Seminario mayor. Estos candidatos deben tener determinadas
cualidades: la recta intención, un grado suficiente de madurez humana, un conocimiento bastante
amplio de la doctrina de la fe, alguna introducción a los métodos de oración y costumbres
conformes con la tradición cristiana. Tengan también las aptitudes propias de sus regiones,
mediante las cuales se expresa el esfuerzo de encontrar a Dios y la fe (cf. Evangelii nuntiandi,
48)[196].
«Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe», de que hablan los Padres sinodales,
se exige igualmente antes de la teología, pues no se puede desarrollar una «intelligentia fidei» si
no se conoce la «fides» en su contenido. Una tal laguna podrá ser más fácilmente colmada
mediante el próximo Catecismo universal.
Mientras que, por una parte, se hace común el convencimiento de la necesidad de esta
preparación previa al Seminario mayor, por otra, se da diversa valoración de sus contenidos y
características, o sea: si la finalidad prioritaria ha de ser la formación espiritual para el
discernimiento vocacional, o la formación intelectual o cultural. Además, no pueden olvidarse las
muchas y profundas diversidades que existen, no sólo en relación con cada uno de los
candidatos, sino también en relación con las varias regiones y países. Esto aconseja una fase
todavía de estudio y experimentación, para que puedan definirse de una manera más oportuna y
detallada los diversos elementos de esta preparación previa o «período propedéutico»: tiempo,
lugar, forma, temas de este período, que desde luego han de estar en coordinación con los años
sucesivos de la formación en el Seminario.
En este sentido, asumo y propongo a la Congregación para la Educación Católica la petición
hecha por los Padres sinodales: «El Sínodo pide que la Congregación para la Educación Católica
recoja todas las informaciones sobre las primeras experiencias ya hechas o que se están
haciendo. En su momento, la Congregación comunique a las Conferencias Episcopales las
informaciones sobre este tema»[197].

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El Seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional
63. Como demuestra una larga experiencia, la vocación sacerdotal tiene, con frecuencia, un
primer momento de manifestación en los años de la preadolescencia o en los primerísimos años
de la juventud. E incluso en quienes deciden su ingreso en el Seminario más adelante, no es raro
constatar la presencia de la llamada de Dios en períodos muy anteriores. La historia de la Iglesia
es un testimonio continuo de llamadas que el Señor hace en edad tierna todavía. Santo Tomás de
Aquino, por ejemplo, explica la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan «por su tierna edad» y
saca de ahí la siguiente conclusión: «esto nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a
aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud»[198].
La Iglesia, con la institución de los Seminarios menores, toma bajo su especial cuidado,
discerniendo y acompañando, estos brotes de vocación sembrados en los corazones de los
muchachos. En varias partes del mundo estos Seminarios continúan desarrollando una preciosa
labor educativa, dirigida a custodiar y desarrollar los brotes de vocación sacerdotal, para que los
alumnos la puedan reconocer más fácilmente y se hagan más capaces de corresponder a ella. Su
propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y gradualmente aquella formación humana,
cultural y espiritual que llevará al joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una base
adecuada y sólida.
Prepararse «a seguir a Cristo Redentor con espíritu de generosidad y pureza de intención»: éste
es el fin del Seminario menor indicado por el Concilio en el decreto Optatam totius, donde se
describe de la siguiente forma su carácter educativo: los alumnos «bajo la dirección paterna de
sus superiores, secundada por la oportuna cooperación de los padres, lleven un género de vida
que se avenga bien con la edad, espíritu y evolución de los adolescentes, y se adapte de lleno a
las normas de la sana psicología, sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas
humanas y el trato con la propia familia»[199].
El Seminario menor podrá ser también en la diócesis un punto de referencia de la pastoral
vocacional, con oportunas formas de acogida y oferta de informaciones para aquellos
adolescentes que están en búsqueda de la vocación o que, decididos ya a seguirla, se ven
obligados a retrasar el ingreso en el Seminario por diversas circunstancias, familiares o escolares.
64. Donde no se dé la posibilidad de tener el Seminario menor -—«necesario y muy útil en
muchas regiones»— es preciso crear otras «instituciones»[200], como podrían ser los grupos
vocacionales para adolescentes y jóvenes. Aunque no sean permanentes, estos grupos podrán
ofrecer en un ambiente comunitario una guía sistemática para el análisis y el crecimiento
vocacional. Incluso viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en su
camino formativo, estos muchachos y estos jóvenes no deben ser dejados solos. Ellos tienen
necesidad de un grupo particular o de una comunidad de referencia en la que apoyarse para
seguir el itinerario vocacional concreto que el don del Espíritu Santo ha comenzado en ellos.

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Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con alguna característica de
esperanzadora novedad y frecuencia en las actuales circunstancias, se constata el fenómeno de
vocaciones sacerdotales que se dan en la edad adulta, después de una más o menos larga
experiencia de vida laical y de compromiso profesional. No siempre es posible, y con frecuencia
no es ni siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir el itinerario educativo del Seminario
mayor. Se debe más bien programar, después de un cuidadoso discernimiento sobre la
autenticidad de estas vocaciones, cualquier forma específica de acompañamiento formativo, de
modo que se asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación espiritual e
intelectual[201]. Una adecuada relación con los otros aspirantes al sacerdocio y los períodos de
presencia en la comunidad del Seminario mayor, podrán garantizar la inserción plena de estas
vocaciones en el único presbiterio, y su íntima y cordial comunión con el mismo.
III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La Iglesia y el Obispo
65. Puesto que la formación de los aspirantes al sacerdocio pertenece a la pastoral vocacional de
la Iglesia, se debe decir que la Iglesia como tal es el sujeto comunitario que tiene la gracia y la
responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio.
En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda a precisar mejor el puesto y la
misión que sus diversos miembros —individualmente y también como miembros de un cuerpo—
tienen en la formación de los aspirantes al presbiterado.
Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la «memoria», el «sacramento» de la presencia
y de la acción de Jesucristo en medio de nosotros y para nosotros. A su misión salvadora se debe
la llamada al sacerdocio; y no sólo la llamada, sino también el acompañamiento para que la
persona que se siente llamada pueda reconocer la gracia del Señor y responda a ella con libertad
y con amor. Es el Espíritu de Jesús el que da la luz y la fuerza en el discernimiento y en el camino
vocacional. No hay, por tanto, auténtica labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del
Espíritu de Cristo. Todo formador humano debe ser plenamente consciente de esto. ¿Cómo no
ver una «riqueza» totalmente gratuita y radicalmente eficaz, que tiene su «peso» decisivo en el
trabajo formativo hacia el sacerdocio? ¿Y cómo no gozar ante la dignidad de todo formador
humano, que, en cierto sentido, se presenta al aspirante al sacerdocio como visible representante
de Cristo? Si la preparación al sacerdocio es esencialmente la formación del futuro pastor a
imagen de Jesucristo, buen Pastor ¿quién mejor que el mismo Jesús, mediante la infusión de su
Espíritu, puede donar y llevar hasta la madurez aquella caridad pastoral que Él ha vivido hasta el
don total de sí mismo (cf. Jn 15, 13; 10, 11) y que quiere que sea vivida también por todos los
presbíteros?
El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal es el Obispo. Del Obispo, de cada

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Obispo, se podría afirmar lo que el evangelista Marcos nos dice en el texto reiteradamente citado:
«Llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para
enviarlos...» (Mc 3, 13-14). En realidad la llamada interior del Espíritu tiene necesidad de ser
reconocida por el Obispo como auténtica llamada. Si todos pueden «acercarse» al Obispo,
porque es Pastor y Padre de todos, lo pueden de un modo particular sus presbíteros, por la
común participación al mismo sacerdocio y ministerio. El Obispo —dice el Concilio— debe
considerarlos y tratarlos como «hermanos y amigos»[202]. Y esto se puede decir, por analogía,
de cuantos se preparan al sacerdocio. Por lo que se refiere al «estar con él» —del texto
evangélico—, esto es, con el Obispo, es ya un gran signo de la responsabilidad formativa de éste
para con los aspirantes al sacerdocio el hecho de que los visite con frecuencia y en cierto modo
«esté» con ellos.
La presencia del Obispo tiene un valor particular, no sólo porque ayuda a la comunidad del
Seminario a vivir su inserción en la Iglesia particular y su comunión con el Pastor que la guía, sino
también porque autentifica y estimula la finalidad pastoral, que constituye lo específico de toda la
formación de los aspirantes al sacerdocio. Sobre todo, con su presencia y con la co-participación
con los aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se refiere a la pastoral de la Iglesia particular, el
Obispo contribuye fundamentalmente a la formación del «sentido de Iglesia», como valor
espiritual y pastoral central en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
La comunidad educativa del Seminario
66. La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los diversos formadores: el
rector, el director o padre espiritual, los superiores y los profesores. Ellos se deben sentir
profundamente unidos al Obispo, al que, con diverso título y de modo distinto representan, y entre
ellos debe existir una comunión y colaboración convencida y cordial. Esta unidad de los
educadores no sólo hace posible una realización adecuada del programa educativo, sino que
también y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo significativo y el acceso a aquella
comunión eclesial que constituye un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio
pastoral.
Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la personalidad madura y recia de
los formadores, bajo el punto de visto humano y evangélico. Por esto son particularmente
importantes, por un lado, la selección cuidada de los formadores y, por otro, el estimularles para
que se hagan cada vez más idóneos para la misión que les ha sido confiada. Conscientes de que
precisamente en la selección y formación de los formadores radica el porvenir de la preparación
de los candidatos al sacerdocio, los Padres sinodales se han detenido ampliamente a precisar la
identidad de los educadores. En particular, han escrito: «La misión de la formación de los
aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no sólo una preparación especial de los formadores,
que sea verdaderamente técnica, pedagógica, espiritual, humana y teológica, sino también el
espíritu de comunión y colaboración en la unidad para desarrollar el programa, de modo que

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siempre se salve la unidad en la acción pastoral del Seminario bajo la guía del rector. El grupo de
formadores dé testimonio de una vida verdaderamente evangélica y de total entrega al Señor. Es
oportuno que tenga una cierta estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del
Seminario y que esté íntimamente unido al Obispo, como primer responsable de la formación de
los sacerdotes»[203].
Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad en la formación de los
encargados de la educación de los futuros presbíteros. Para este ministerio deben elegirse
sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades: «la madurez humana y espiritual, la
experiencia pastoral, la competencia profesional, la solidez en la propia vocación, la capacidad de
colaboración, la preparación doctrinal en las ciencias humanas (especialmente la psicología), que
son propias de su oficio, y el conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo»[204].
Respetando la distinción entre foro interno y externo, la conveniente libertad para escoger
confesores, y la prudencia y discreción del ministerio del director espiritual, la comunidad
presbiteral de los educadores debe sentirse solidaria en la responsabilidad de educar a los
aspirantes al sacerdocio. A ella, siempre contando con la conjunta valoración del Obispo y del
rector, corresponde en primer lugar la misión de procurar y comprobar la idoneidad de los
aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales, principalmente
en cuanto al espíritu de oración, asimilación profunda de la doctrina de la fe, capacidad de
auténtica fraternidad y carisma del celibato[205].
Teniendo presente —como también lo han recordado los Padres sinodales— las indicaciones de
la Exhortación Christifideles laici[206] y de la Carta Apostólica <> Mulieris dignitatem, que
advierten la utilidad de un sano influjo de la espiritualidad laical y del carisma de la feminidad en
todo itinerario educativo, es oportuno contar también —de forma prudente y adaptada a los
diversos contextos culturales— con la colaboración de fieles laicos, hombres y mujeres, en la
labor formativa de los futuros sacerdotes. Habrán de ser escogidos con particular atención, en el
cuadro de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares carismas y probadas
competencias. De su colaboración, oportunamente coordenada e integrada en las
responsabilidades educativas primarias de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito
esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia y para una
percepción más exacta de la propia identidad sacerdotal, por parte de los aspirantes al
presbiterado[207].
Los profesores de teología
67. Cuantos introducen y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada doctrina mediante la
enseñanza teológica tienen una particular responsabilidad educativa, que con frecuencia —como
enseña la experiencia— es más decisiva que la de los otros educadores, en el desarrollo de la
personalidad presbiteral.

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La responsabilidad de los profesores de teología, antes que en la relación de docencia que deben
entablar con los aspirantes al sacerdocio, radica en la concepción que ellos deben tener de la
naturaleza de la teología y del ministerio sacerdotal, como también en el espíritu y estilo con el
que deben desarrollar su enseñanza teológica. En este sentido, los Padres sinodales han
afirmado justamente que el «teólogo debe ser siempre consciente de que a su enseñanza no le
viene la autoridad de él mismo, sino que debe abrir y comunicar la inteligencia de la fe
últimamente en el nombre del Señor Jesús y de la Iglesia. Así, el teólogo, aun en el uso de todas
las posibilidades científicas, ejerce su misión por mandato de la Iglesia y colabora con el Obispo
en el oficio de enseñar. Y porque los teólogos y los Obispos están al servicio de la misma Iglesia
en la promoción de la fe, deben desarrollar y cultivar una confianza recíproca y, con este espíritu,
superar también las tensiones y los conflictos (cf. más ampliamente la Instrucción de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre La vocación eclesial del teólogo)»[208].
El profesor de teología, como cualquier otro educador, debe estar en comunión y colaborar
abiertamente con todas las demás personas dedicadas a la formación de los futuros sacerdotes, y
presentar con rigor científico, generosidad, humildad y entusiasmo su aportación original y
cualificada, que no es sólo la simple comunicación de una doctrina —aunque ésta sea la doctrina
sagrada—, sino que es sobre todo la oferta de la perspectiva que, en el designio de Dios, unifica
todos los diversos saberes humanos y las diversas expresiones de vida.
En particular, la fuerza específica e incisiva de los profesores de teología se mide, sobre todo, por
ser «hombres de fe y llenos de amor a la Iglesia, convencidos de que el sujeto adecuado del
conocimiento del misterio cristiano es la Iglesia como tal, persuadidos por tanto de que su misión
de enseñar es un auténtico ministerio eclesial, llenos de sentido pastoral para discernir no sólo los
contenidos, sino también las formas mejores en el ejercicio de este ministerio. De modo especial,
a los profesores se les pide la plena fidelidad al Magisterio porque enseñan en nombre de la
Iglesia y por esto son testigos de la fe»[209].
Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles
68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun teniendo en cuenta la
separación que la opción vocacional lleva consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en
la formación del futuro sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte específica de
responsabilidad.
Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos, como también los hermanos,
hermanas y otros miembros del núcleo familiar, no deben nunca intentar llevar al futuro presbítero
a los límites estrechos de una lógica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a esto
sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados ellos
mismos por el mismo propósito de «cumplir la voluntad de Dios», sepan acompañar el camino
formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de las virtudes domésticas y la ayuda

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espiritual y material, sobre todo en los momentos difíciles. La experiencia enseña que, en muchos
casos, esta ayuda múltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en el caso de
padres y familiares indiferentes o contrarios a la opción vocacional, la confrontación clara y
serena con la posición del joven y los incentivos que de ahí se deriven, pueden ser de gran ayuda
para que la vocación sacerdotal madure de un modo más consciente y firme.
En estrecha relación con las familias está la comunidad parroquial: ambas se unen en el plano de
la educación en la fe; además, con frecuencia, la parroquia, mediante una específica pastoral
juvenil y vocacional, ejerce un papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la realización
local más inmediata del misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación original y
particularmente preciosa a la formación del futuro sacerdote. La comunidad parroquial debe
continuar sintiendo como parte viva de sí misma al joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe
acompañar con la oración, acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones, respetar y
favorecer la formación de su identidad presbiteral, ofreciéndole ocasiones oportunas y estímulos
vigorosos para probar su vocación a la misión.
También las asociaciones y los movimientos juveniles, signo y confirmación de la vitalidad que el
Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formación de los aspirantes al
sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica
de estas instituciones. Los jóvenes que han recibido su formación de base en ellas y las tienen
como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse
de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional
ni tienen por qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí aprendieron y
vivieron, en todo aquello que tienen de bueno, edificante y enriquecedor[210]. También para ellos
este ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el
sacerdocio.
Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento cristiano y eclesial que el Espíritu
ofrece a tantos jóvenes a través de las múltiples formas de grupos, movimientos y asociaciones
de variada inspiración evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo del espíritu que
anima la institución eclesial y está a su servicio. En efecto, un movimiento o una espiritualidad
particular «no es una estructura alternativa a la institución. Al contrario, es fuente de una
presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e histórica. Por esto, el
sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su
Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la disciplina eclesiástica, de modo
que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su fidelidad»[211].
Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario —que el Obispo ha
congregado—, los jóvenes provenientes de asociaciones y movimientos eclesiales aprendan «el
respeto a los otros caminos espirituales y el espíritu de diálogo y cooperación», se atengan con
coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del

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Seminario, confiándose con actitud sincera a su dirección y a sus valoraciones[212]. Dicha actitud
prepara y, de algún modo, anticipa la genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo de
Dios, en la comunión fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo.
La participación del seminarista y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o
instituciones eclesiales es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de
fraternidad sacerdotal. Pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del
ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el cual «sigue siendo
siempre pastor de todo el conjunto. No sólo es el "hombre permanente", siempre disponible para
todos, sino el que va al encuentro de todos —en particular está a la cabeza de las parroquias—
para que todos descubran en él la acogida que tienen derecho a esperar en la comunidad y en la
Eucaristía que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su dedicación pastoral»[213].
El mismo aspirante
69. Por último, no se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es también protagonista
necesario e insustituible de su formación: toda formación -incluida la sacerdotal es en definitiva
una auto-formación. Nadie nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno
como persona.
Ciertamente también el futuro sacerdote —él el primero— debe crecer en la conciencia de que el
Protagonista por antonomasia de su formación es el Espíritu Santo, que, con el don de un
corazón nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en este sentido, el
aspirante fortalecerá de una manera más radical su libertad acogiendo la acción formativa del
Espíritu. Pero acoger esta acción significa también, por parte del aspirante al sacerdocio, acoger
las «mediaciones» humanas de las que el Espíritu se sirve. Por esto la acción de los varios
educadores resulta verdadera y plenamente eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su
colaboración personal, convencida y cordial.
CAPÍTULO VI
TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE ESTÁ EN TI
Formación permanente de los sacerdotes
Razones teológicas de la formación permanente
70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6).
Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a la formación
permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del «don de Dios» que han
recibido con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la

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originalidad inconfundible de la formación permanente de los presbíteros. También contribuye a
ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti,
que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de
presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea
manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues
obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1 Tim 4, 14-16).
El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a encender el don divino, como se
hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás
aquella «novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas las
cosas (cf. Ap 21, 5)— y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.
Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad personal
de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de
un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su
propio don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de
responsabilidad que en él se encierran.
Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda
configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio
pastoral. Y así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como
ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se
le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es
también permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo
hace partícipe no sólo del «poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino también de su
«amor»; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán concedidas
cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido.
De esta manera, la formación permanente encuentra su propio fundamento y su razón de ser
original en el dinamismo del sacramento del Orden.
Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a
la formación permanente. Ello es una exigencia de la realización personal progresiva, pues toda
vida es un camino incesante hacia la madurez y ésta exige la formación continua. Es también una
exigencia del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza genérica y común a las demás
profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no hay profesión, cargo o
trabajo que no exija una continua actualización, si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad
de «mantener el paso» con la marcha de la historia es otra razón humana que justifica la
formación permanente.
Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones teológicas que se

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han recordado y que se pueden profundizar ulteriormente.
El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo», propia de todos los sacramentos, puede
considerarse —como realmente es— Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama y envía es la
expresión más profunda de la vocación y de la misión del sacerdote. Mediante el sacramento del
Orden Dios llama 'coram Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El «ven y sígueme» de Jesús
encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento de su Iglesia: se
manifiesta y se comunica mediante la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del Obispo que
ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe, a la llamada de Jesús: «vengo y te
sigo». Desde este momento comienza aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá
renovarse y reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas
respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el «sí» del Orden sagrado.
En este sentido, se puede hablar de una vocación «en» el sacerdocio. En realidad, Dios sigue
llamando y enviando, revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del
sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva
emerge el significado de la formación permanente; ésta es necesaria para discernir y seguir esta
continua llamada o voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es llamado a seguir a Jesús incluso
después de que el Resucitado le ha confiado su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta mis ovejas'. 'En
verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero
cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras'.
Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió:
'Sígueme'» (Jn 21, 17-19). Por tanto, hay un «sígueme» que acompaña toda la vida y misión del
apóstol. Es un «sígueme» que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf.
Jn 21, 22), un «sígueme» que puede significar una «sequela Christi» con el don total de sí en el
martirio[214].
Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la formación
permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola como
«fidelidad» al ministerio sacerdotal y como «proceso de continua conversión»[215]. Es el Espíritu
Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo
acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no
excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma
la formación permanente como un deber que se le confía. De esta manera, la formación
permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su
propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también un acto de
amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de justicia
verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y
promover el «derecho» fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los
Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del
ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria para que el sacerdote

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pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios.
Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral: el Espíritu Santo,
que infunde la caridad pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más
profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y,
consiguientemente, a conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral
empuja al sacerdote a conocer cada vez más las esperanzas, necesidades, problemas,
sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales han de ser contemplados en sus
situaciones personales concretas, familiares y sociales.
A todo esto tiende la formación permanente, entendida como opción consciente y libre que
impulse el dinamismo de la caridad pastoral y del Espíritu Santo, que es su fuente primera y su
alimento continuo. En este sentido la formación permanente es una exigencia intrínseca del don y
del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es
particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales
de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino también por
la «nueva evangelización», que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del
segundo milenio.
Los diversos aspectos de la formación permanente
71. La formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, es la
continuación natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuración de la
personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante
el proceso formativo para la Ordenación.
Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que hay entre la
formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad
o incluso una deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían inmediatamente
consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros,
particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición de la
recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias
prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente
nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la formación
del Seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni
solución de continuidad.
Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura formación permanente y
fomentar el ánimo y el deseo de los futuros presbíteros en relación con ella, demostrando su
necesidad, ventajas y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.

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Precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del Seminario, su
finalidad no puede ser una mera actitud, que podría decirse, «profesional», conseguida mediante
el aprendizaje de algunas técnicas pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un
proceso general e integral de continua maduración, mediante la profundización, tanto de los
diversos aspectos de la formación —humana, espiritual, intelectual y pastoral—, como de su
específica orientación vital e íntima, a partir de la caridad pastoral y en relación con ella.
72. Una primera profundización se refiere a la dimensión humana de la formación sacerdotal. En
el trato con los hombres y en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar y profundizar
aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos,
intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías y los
trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo
conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus
múltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a la
ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia
humanidad y la hace más auténtica y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.
Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote recibe una ayuda particular de la
gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad del buen Pastor se manifestó no sólo con el don de la
salvación a los hombres, sino también con la participación de su vida, de la que el Verbo, que se
ha hecho «carne» (cf. Jn 1, 14), ha querido conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar la
fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre entre los hombres y
con los hombres, Jesucristo ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad;
lo vemos festejar las bodas de Caná, visitar a una familia amiga, conmoverse ante la multitud
hambrienta que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos o muertos, llorar la
pérdida de Lázaro...
Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha de poder decir el Pueblo de
Dios algo parecido a lo que de Jesús dice la Carta a los Hebreos: «No tenemos un Sumo
Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15).
La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y
evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el
sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo,
Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y
vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor
cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y
actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica
y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella «vida
según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico» al que está llamado todo sacerdote y

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que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es
necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces
la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a
los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta
el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas,
de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan
necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras
acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos,
hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en
el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han
sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar
las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la
misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en
nosotros y en los demás»[216].
En concreto, la vida de oración debe ser «renovada» constantemente en el sacerdote. En efecto,
la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo
reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la
celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a
tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial,
reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio
confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.
Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar «al estado de hombre perfecto, a
la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los
sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo
ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.
También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada y profundizada
durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización cultural
seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el
misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios
en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre[217]. Pero esto exige que el mismo
sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así
puede darlo a conocer a los demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta
también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra,
anunciándola sin titubeos ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas,
aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios,
ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Además,
«el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimilar,
de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo

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compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica y superar la
inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la
tradición»[218].
El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien expresado en las palabras del apóstol
Pedro: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos
administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10). Para vivir cada día según la gracia
recibida, es necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de
Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento recibido. Así como toda la
actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser
también para la actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una
gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su
dinamismo hasta las exigencias más radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha dicho,
empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a
quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que
se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más útiles para ejercer hoy su
ministerio. De este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá los esfuerzos humanos del
sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una
formación pastoral permanente.
El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe profundizando los
diversos aspectos de su formación sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada
vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad
interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los diversos
aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del sacerdote, en cuanto
transparencia, imagen viva y ministro de Jesús, buen Pastor.
La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación de llevar su ministerio a un
activismo finalizado en sí mismo, a una prestación impersonal de servicios, sean espirituales o
sagrados, a una especie de empleo en la organización eclesiástica. Sólo la formación permanente
ayuda al «sacerdote» a custodiar con amor vigilante el «misterio» del que es portador para el bien
de la Iglesia y de la humanidad.
Significado profundo de la formación permanente
73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente nos ayudan a captar
su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el
espíritu y según el estilo de Jesús buen Pastor.
¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de esta manera: «Poned por obra la
Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los

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sacerdotes están llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a vivir «en la caridad» (cf. Ef 4,
15) su identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a tomar conciencia
cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo continuamente. He aquí la invitación de Pablo a
Timoteo: «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim
1, 14).
En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el profundo significado de la
formación permanente del sacerdote en orden a su presencia y acción en la Iglesia «mysterium,
communio et missio».
En la Iglesia «misterio» el sacerdote está llamado, mediante la formación permanente, a
conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser,
pues él es «ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios» (cf. 1 Cor 4, 1). Pablo
pide expresamente a los cristianos que lo consideren según esta identidad; pero él mismo es el
primero en ser consciente del don sublime recibido del Señor. Así debe ser para todo sacerdote si
quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y
los ojos de Cristo.
En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el
sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con
los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y
gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo,
sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la
gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes.
Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.
74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia «comunión», a madurar la
conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios
como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu
Santo[219].
El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de
Dios; él no está sólo «al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en» la Iglesia. Es hermano entre
hermanos. Revestido por el bautismo con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo
unigénito, el sacerdote es miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 16). La
conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad
en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los
carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia. Es sobre
todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del
Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su profunda comunión con todos,
como escribía Pablo VI: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo

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que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más
todavía, el servicio»[220].
Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia
particular en la que está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual
y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta es, en
realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del
sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en
sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su
crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en
su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que
ha distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad
pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote
por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal.
El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que existe entre las diversas Iglesias
particulares, una comunión enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar
determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Esta conciencia de comunión intereclesial
favorecerá el «intercambio de dones», comenzando por los dones vivos y personales, como son
los mismos sacerdotes. De aquí la disponibilidad, es más, el empeño generoso por llegar a una
justa distribución del clero[221]. Entre estas Iglesias particulares hay que recordar a las que,
«privadas de libertad, no pueden tener vocaciones propias», como también las «Iglesias
recientemente salidas de la persecución y las Iglesias pobres a las que, ya desde hace tiempo,
muchos, con espíritu generoso y fraterno, han enviado ayudas y continúan enviándolas»[222].
Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su
formación permanente, a crecer en y con el propio presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en
su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el
sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su nacimiento y de su
crecimiento. En efecto, «los presbíteros, mediante el sacramento del Orden, están unidos con un
vínculo personal e indisoluble a Cristo, único Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en
singular, pero quedan insertos en la comunión del presbiterio unido con el Obispo (Lumen
gentium, 28; Presbyterorum Ordinis, 7 y 8)»[223].
Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del ministerio presbiteral: del
mysterium al ministerium. «La unidad de los presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo
añadido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como
solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Santísima
Trinidad»[224]. Esta unidad del presbiterio, vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a los
sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre «para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

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La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no
provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las
relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una
gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda
mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie,
pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes
tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a
los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los
mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes
que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que
los acompaña aún con mayor solicitud fraterna»[225].
También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los presbíteros religiosos
residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para
todos los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una
invitación para que los presbíteros crezcan en la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen
a estimular y acompañar la formación permanente de los sacerdotes.
El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompañado de sincera estima
y justo respeto de las particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad tradicional, amplía
el horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad
sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación y recíproco influjo entre los valores de la
Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren
garantizar un espíritu de verdadera comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de
la diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposición el propio carisma
para la edificación de todos en la caridad[226].
Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el
problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay
una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal.
Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas
dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos
periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o
fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos
comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la
soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote»[227].
Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la
vida del sacerdote: «aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con
Jesucristo, el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como
también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano»[228]. Se podría decir que una

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cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús con
frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva
es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de
la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este
sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la
formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este
modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir
bien la propia soledad.
75. La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su
participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la formación
permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria, sino también medio indispensable para
centrar constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y generosa. Con
esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la
maravillosa gracia de una obligación que no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo:
«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me
incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 6, 16)— y es también, una exigencia,
explícita o implícita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente
a la salvación.
Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y
decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en
fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 2). A pesar de las
diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las condiciones más
adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel
hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo y estímulo para todo sacerdote:
«A nadie damos ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de Corinto—, para que no
se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con
mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en
fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad
sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la
derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por
impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a
la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero
siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen,
aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6, 3-10).
En cualquier edad y situación
76. La formación permanente, precisamente porque es «permanente», debe acompañar a los
sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos

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cargos de responsabilidad eclesial que se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta,
naturalmente, las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida y tareas
encomendadas.
La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes y ha de tener
aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y
solidez de la formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros
a comprender y vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus
potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción cada vez más
convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con
todos los hermanos.
Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad», que ante ulteriores momentos de
estudio y de reuniones puede afectar al joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de
rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formación presbiteral concluya
con su estancia en el Seminario.
Participando en los encuentros de la formación permanente, los jóvenes sacerdotes podrán
ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones sobre la
aplicación concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los años del Seminario.
Al mismo tiempo, su participación activa en los encuentros formativos del presbiterio podrá servir
de ejemplo y estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en años, testimoniando así el
propio amor a todo el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes
bien preparados.
Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio,
es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear una adecuada estructura de
apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica y
continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasión de
encuentros periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en
ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos de descanso,
oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una
orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares
no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre
sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.
77. La formación permanente constituye también un deber para los presbíteros de media edad.
En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como
por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el
sacerdote puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia personal,
ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el

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sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La
respuesta a esta situación la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión
de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y medios para la
propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las
constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como «hombre de Dios».
La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la edad avanzada,
podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más numerosa del
presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la
Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación
permanente no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo cultural,
cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a
cabo en el presbiterio; no sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras
diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y
apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.
También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condición de
debilidad física o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formación permanente que
los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la
comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de
relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría
de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará, en particular, a mantener vivo el
convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir
siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión con
Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasión
del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que decía: «Ahora me alegro por los
padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de
Cristo» (Col 1, 24).(229)
Los responsables de la formación permanente
78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla actualmente el
ministerio de los presbíteros no hacen fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse de
tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas
en particular; el activismo y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con
frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías indispensables para «velar por sí mismos» (cf.
1 Tim 4, 16).
Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se superen las dificultades e incluso
que éstas sean un reto para programar y llevar a cabo un plan de formación permanente, que
responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y

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93
exigencias de nuestro tiempo.
Por ello, los responsables de la formación permanente de los sacerdotes hay que individuarlos en
la Iglesia «comunión». En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la guía del
Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos modos la formación
permanente de los sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por
eso, la formación permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual y
pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios.
Además, el mismo ejercicio del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio
recíproco entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles. Precisamente la participación de
vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una
aportación fundamental a la formación permanente, que no se puede reducir a un episodio o
iniciativa aislada, sino que comprende todo el ministerio y vida del presbítero.
En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes, los impulsos espirituales
de las personas enamoradas de Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por parte de los
cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el
presbítero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso
alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las más variadas situaciones
personales y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor,
enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el
camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente en el corazón del
presbítero que, buscando respuestas para los demás, se siente estimulado continuamente a
encontrarlas primero para sí mismo.
De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa
ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los
sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han sido
enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión
pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad;
establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de
que no son «dueños de la fe», sino «colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).
La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación con los sacerdotes se concretiza y
especifica en relación con los diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote
mismo.
79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la
formación permanente, pues sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento del
Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don.
Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo

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94
ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el
individuo no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones,
tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede
imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que
conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud».
Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la del presbiterio. La del Obispo se basa
en el hecho de que los presbíteros reciben su sacerdocio a través de él y comparten con él la
solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente,
destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio
recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad
lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa,
capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una
propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas.
El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de
formación permanente, sino haciéndose personalmente presente y participando en ellos
convencido y de modo cordial. Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los
Obispos de varias Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí y
unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes
para la formación permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y pastoral,
semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa
pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial.
El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la ayuda que puedan dar las
facultades y los institutos teológicos y pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones
que agrupan a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles laicos— comprometidas en la
formación presbiteral.
En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel significativo; ellas, como
«Iglesias domésticas», tienen una relación concreta con la vida de las comunidades eclesiales
animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de
origen, pues ella, en unión y comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una ayuda
específica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla
vocacional, e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el
más absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir
siendo siempre testigo fiel y alentador de su misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega
y respeto.
Momentos, formas y medios de la formación permanente
80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable» (cf. 2 Cor 6, 2) en el que el Espíritu Santo

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95
lleva al sacerdote a un crecimiento directo en la oración, el estudio y la conciencia de las propias
responsabilidades pastorales, hay sin embargo momentos «privilegiados», aunque sean más
comunes y establecidos previamente.
Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio, tanto litúrgicos (en
particular la concelebración de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales,
dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas
teológicos.
Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los Ejercicios espirituales, los
días de retiro o de espiritualidad. Son ocasión para un crecimiento espiritual y pastoral; para una
oración más prolongada y tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad sacerdotal; para
encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral.
Son también importantes los encuentros de estudio y de reflexión común, que impiden el
empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones cómodas incluso en el campo pastoral, fruto
de pereza mental; aseguran una síntesis más madura entre los diversos elementos de la vida
espiritual, cultural y apostólica; abren la mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y a
las nuevas llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia.
81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la formación permanente
sea cada vez más una valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre éstos hay que recordar
las diversas formas de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la
Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes: «Hoy no se puede dejar de
recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o están comprometidos
pastoralmente en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción apostólica, esta vida
común del clero ofrece a todos, presbíteros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de
unidad»[230].
También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los institutos seculares
sacerdotales, que tienen como nota específica la diocesaneidad, en virtud de la cual los
sacerdotes se unen más estrechamente al Obispo y forman «un estado de consagración en el
que los sacerdotes, mediante votos u otros vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida
los consejos evangélicos»[231]. Todas las formas de «fraternidad sacerdotal» aprobadas por la
Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual, sino también para la vida apostólica y pastoral.
Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye no poco a favorecer la formación
permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio clásico, que no ha perdido nada de su valor,
no sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para promover y mantener una
continua fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Como decía el Cardenal
Montini, futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene una función hermosísima y, podría decirse

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96
indispensable, para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir
con absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta conserva siempre una
importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un
consejo piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el
cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de
grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la ejerce;
es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe»[232].
CONCLUSIÓN
82. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15).
Esta promesa de Dios está, todavía hoy, viva y operante en la Iglesia, la cual se siente, en todo
tiempo, destinataria afortunada de estas palabras proféticas y ve cómo se cumplen diariamente
en tantas partes del mundo, mejor aún, en tantos corazones humanos, sobre todo de jóvenes. Y
desea, ante las graves y urgentes necesidades propias y del mundo, que en los umbrales del
tercer milenio se cumpla esta promesa divina de un modo nuevo, más amplio, intenso, eficaz:
como una extraordinaria efusión del Espíritu de Pentecostés.
La promesa del Señor suscita en el corazón de la Iglesia la oración, la petición confiada y ardiente
en el amor del Padre que, igual que ha enviado a Jesús, el buen Pastor, a los Apóstoles, a sus
sucesores y a una multitud de presbíteros, siga así manifestando a los hombres de hoy su
fidelidad y su bondad.
Y la Iglesia está dispuesta a responder a esta gracia. Siente que el don de Dios exige una
respuesta comunitaria y generosa: todo el Pueblo de Dios debe orar intensamente y trabajar por
las vocaciones sacerdotales; los candidatos al sacerdocio deben prepararse con gran seriedad a
acoger y vivir el don de Dios, conscientes de que la Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad
de ellos; deben enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio corazón a imagen del suyo;
estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como imagen suya para proclamar a todos a
Cristo, que es Camino, Verdad y Vida.
Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y especialmente las madres, sean
generosos en entregar sus hijos al Señor, que los llama al sacerdocio, y que colaboren con
alegría en su itinerario vocacional, conscientes de que así será más grande y profunda su
fecundidad cristiana y eclesial, y que pueden experimentar, en cierto modo, la bienaventuranza de
María, la Virgen Madre: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42).
También digo a los jóvenes de hoy: sed más dóciles a la voz del Espíritu; dejad que resuenen en
la intimidad de vuestro corazón las grandes expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no
tengáis miedo en abrir vuestro espíritu a la llamada de Cristo, el Señor; sentid sobre vosotros la

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mirada amorosa de Jesús y responded con entusiasmo a la invitación de un seguimiento radical.
La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los sacerdotes asumen para llevar a
cabo aquella formación permanente que exige la dignidad y responsabilidad que el sacramento
del Orden les confirió. Todos los sacerdotes están llamados a ser conscientes de la especial
urgencia de su formación en la hora presente: la nueva evangelización tiene necesidad de nuevos
evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como
camino específico hacia la santidad.
La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino unos pastores
«según su corazón». El «corazón» de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en el Corazón
de Cristo, buen Pastor. Y el Corazón de Cristo sigue hoy teniendo compasión de las
muchedumbres y dándoles el pan de la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea
palpitar en otros corazones —los de los sacerdotes—: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6, 37). La
gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y llamada por su nombre; caminar
segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se pierde; ser amada; recibir la salvación
como don supremo del amor de Dios; precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él
y sus presbíteros con Él.
Y ahora, al terminar esta Exhortación, dirijo mi mirada a la multitud de aspirantes al sacerdocio,
de seminaristas y de sacerdotes que —en todas las partes del mundo, en situaciones incluso las
más difíciles y a veces dramáticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de fidelidad al Señor y del
incansable servicio a su grey— ofrecen a diario su propia vida por el crecimiento de la fe, de la
esperanza y de la caridad en el corazón y en la historia de los hombres y mujeres de nuestro
tiempo.
Vosotros, amadísimos sacerdotes, hacéis esto porque el mismo Señor, con la fuerza de su
Espíritu, os ha llamado a presentar de nuevo, en los vasos de barro de vuestra vida sencilla, el
tesoro inestimable de su amor de buen Pastor.
En comunión con los Padres sinodales y en nombre de todos los Obispos del mundo y de toda la
comunidad eclesial, os expreso todo el reconocimiento que vuestra fidelidad y vuestro servicio se
merecen[233].
Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con
la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os
vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de
Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno
convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a
cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me
dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

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Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que
mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la
Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la
humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su
autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando
el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.
Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la
Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.
O<>h María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.
Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.

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Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los sacerdotes. Amén.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor—
del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
<>
NOTAS
[1] Proposición 2.
[2] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: L'Osservatore Romano,edición en lengua
española, 2 de noviembre de 1990, pág. 11
[3] Cf. Proposición 1.
[4] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 28; Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius.
[5] Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970): AAS 62 (1970), 321-384.
[6] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 3: l.c.
[7] Ibid., 1: l.c.
[8] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990), III: L'Osservatore

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Romano, edición en lengua española, 2 de noviembre de 1990, pág. 12.
[9] Ángelus (14 enero 1990), 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero
de 1990, pág. 4.
[10] Ibid., 3: l.c.
[11] Cf. Proposición 3.
[12] Pablo VI, Homilía en la IX sesión pública del Conc. Ecum. Vat. II (7 diciembre 1965): AAS 58
(1966), 55.
[13] Cf. Proposición 3.
[14] Cf. ibid.
[15] Cf. Sínodo de los Obispos, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales -
Lineamenta, 5-6.
[16] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 4.
[17] Cf. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. Mensaje de los Padres sinodales al pueblo
de Dios (28 octubre 1990), I: l.c.
[18] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 4: l.c.; cf. Carta a todos los sacerdotes de la
Iglesia con ocasión del Jueves Santo 1991 (10 marzo 1991): L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 15 marzo de 1991.
[19] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium; Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius; S.
Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero
1970): l.c. 321-384; Sínodo de los Obispos, II Asam. Gen. Ord., 1971.
[20] Proposición 7.
[21] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 5.
[22] Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 8: AAS 81 (1989), 405; cf.
Sínodo de los Obispos II Asam. Gen. Extraord., 1985.
[23] Cf. Proposición7.

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101
[24] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 7-8.
[25] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
[26] Cf. Proposición 7.
[27] Ibid.
[28] Proposición 7.
[29] Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación de los sacerdotes en las
circunstancias actuales, «Instrumentum laboris», 16; cf. Proposición 7.
[30] Ángelus (25 febrero 1990): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de marzo
de 1990, pág. 12.
[31] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-9.
[32] Ibid, 8; cf. Proposición 7.
[33] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 9.
[34] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
[35] Cf. Proposición 7.
[36] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.
[37] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 20.
[38] Cf. Proposición 12.
[39] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990), III: l.c.
[40] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.
[41] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[42] Sermo 340, 1: PL 38, 1483.

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[43] Ibid.: l.c.
[44] Cf. Proposición 8.
[45] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 2; 12.
[46] Cf. Proposición 8.
[47] Sermo Morin Guelferbytanus, 32, 1: PLS 2, 637.
[48] Misal Romano, Antífona de comunión de la Misa del IV domingo de Pascua.
[49] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[50] Proposición 7.
[51] Homilía durante la adoración eucarística en Seúl (7 octubre 1989), 2: Insegnamenti XII/2
(1989), 785; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de octubre de 1989, pág. 2.
[52] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 123,5: CCL 36, 678.
[53] A los sacerdotes participantes en un encuentro convocado por la Conf. Episcopal Italiana (4
noviembre 1980): Insegnamenti, III/ 2 (1980), 1055.
[54] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.
[55] Ibid.
[56] Ibid.
[57] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64-67.
[58] Cf. Proposición 8.
[59] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[60] In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: l.c.
[61] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[62] Ibid. 5.

11.3 Page 103

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103
[63] Cf. Conc. Ecum. Trident. Decretum de iustificatione, cap. 7; Decretum de sacramentis, can. 6,
(DS 1529; 1606).
[64] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[65] S. Agustín, Sermo de Nat. sanct. Apost. Petri et Pauli ex Evangelio in quo ait: Simon Iohannis
diligis me?: ex Bibliot. Casin. in Miscellanea Augustiniana, vol. I, dir. G. Morin O.S.B., Roma, Tip.
Poligl. Vat., 1930, p. 404.
[66] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 4-6; 13.
[67] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975). 15: l.c., 13-15.
[68] Cf. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8; 10.
[69]Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 5.
[70] Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 31, VI: AAS 77
(1985), 265-266.
[71] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 6.
[72] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42.
[73] Cf. Proposición 9.
[74] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 15.
[75] Cf. ibid.
[76] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42.
[77] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 16: AAS 74 (1982), 98.
[78] Proposición 11.
[79] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum
Ordinis, 16.

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104
[80] Ibid.
[81] Proposición 8.
[82] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 17.
[83] Proposición 10.
[84] Ibid.
[85] Cf. S. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y S. Congregación para los
Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la
Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 18: AAS 70 (1978), 484-485.
[86] Cf. Proposición 25; 38.
[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 10.
[88] cf. Proposición 12.
[89] Carta Enc. Redemptoris missio, (7 diciembre 1990), 67: AAS 83 (1991) 315-316.
[90] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.
[91] Homilía a 5.000 sacerdotes provenientes de todo el mundo (9 octubre 1984), 2:
Insegnamenti, VII/2 (1984), 839; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de
octubre de 1984, pág. 9.
[92] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: l.c.
[93] Cf. Proposición 6.
[94] Cf. Proposición 13.
[95] Cf. Proposición 4.
[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 9.
[97] Ibid.
[98] S. Cipriano, De dominica Oratione, 23: CCL 3/A, 105.

11.5 Page 105

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105
[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 3.
[100] Proposición 5.
[101] Ángelus (3 diciembre 1989), 2: Insegnamenti, XII/2 (1989), 1417;L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 10 de dicembre de 1989, pág. 4
[102] Mensaje para la V Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (19 abril
1968): Insegnamenti, VI (1968), 134-135.
[103] Cf. Proposición 5.
[104] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10; Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[105] Cf. Proposición, 13.
[106] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 16.
[107] Misal Romano, Colecta de la Misa por las vocaciones a las Órdenes sagradas.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 10.
[109] Proposición 15.
[110] Ibid.
[111] Cf. C.I.C can. 220: «A nadie es lícito (...) violar el derecho de cada persona a proteger su
propia intimidad»; cf. can. 642.
[112] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2.
[113] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus
Dominus, 15.
[114] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius 2.
[115] Decreto sobre el ministerio vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.
[116] Ibid., 11.

11.6 Page 106

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106
[117] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2.
[118] Proposición 14.
[119] Proposición 15.
[120] Cf. Proposición 16.
[121] Mensaje para la XXII Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (13 abril
1985) 1: AAS 77 (1985) 982.
[122] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990) IV: l.c.
[123] Proposición 21.
[124] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 11; Decreto
sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 3; S. Congregación para la
Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), 51: l.c., 356-
357.
[125] Cf. Proposición 21.
[126] Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979) 10: AAS 71 (1979), 274.
[127] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981) 37: l.c., 128.
[128] Ibid.
[129] Proposición 21.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 24.
[131] Cf. Proposición 21.
[132] Proposición 22.
[133] Cf. S. Agustín, Confes., I. 1: CSEL 33, 1.
[134]Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. La formación de los sacerdotes en las
circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 30.
[135] Proposición 22.

11.7 Page 107

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107
[136] Proposición 23.
[137] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 8.
[138] Const. dogm. sobre la divina rivelación Dei Verbum, 24.
[139] Ibid., 2.
[140] Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 25.
[141] Ángelus (4 marzo 1990), 2-3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de
marzo de 1990, pág. 1.
[142] Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 14.
[143] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 26, 13:l.c., 266.
[144] Liturgia de las Horas, Antífona al «Magnificat» de las segundas Vísperas en la Solemnidad
del S. Cuerpo y Sangre de Cristo.
[145] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 13.
[146] Ángelus (1 julio 1990), 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de julio de
1990, pág. 12.
[147] Proposición 23.
[148] Ibid.
[149] Cf. Ibid.
[150] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 9.
[151] S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6
enero 1970), l.c., 354.
[152] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 10.
[153] Ibid.
[154] Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo (8 abril 1979):

11.8 Page 108

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108
Insegnamenti II/I (1979), 841-862; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril
de 1979, pág. 1.
[155] Proposición 24.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 15.
[157] Proposición 26.
[158] Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
[159] La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 39.
[160]. Cf. Congregación para la Educación Católica, Carta a los obispos sobre la enseñanza de la
filosofía en los seminarios (20 enero 1972).
[161] «Desideravi intellectu videre quod credidi et multum disputavi et laboravi», De Trinitate XV,
28: CCL 50/A, 534.
[162] Discurso a los participantes en la XXI Semana Bíblica italiana (25 septiembre 1970): AAS 62
(1970), 618.
[163] Proposición 26.
[164]«Fides, quae est quasi habitus theologiae»: In Lib. Boetii de Trinitate V, 4, ad 8.
[165] Cf. S. Tomás de Aquino, In I Sent., Q. 1, a. 2.
[166] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del
teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 11; 40: AAS 82 (1990), 1554-1555; 1568-1569.
[167] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 14.
[168] Itineranium mentis in Deum, Prol., n. 4: Opera omnia, tomus V, Ad Claras Aquas 1891, 296.
[169] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
[170] Carta Enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988), 571.
[171] Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 54: AAS 83 (1991), 859-860.
[172] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo

11.9 Page 109

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109
Donum veritatis (24 mayo 1990), 21: l.c., 1559.
[173] Proposición 26.
[174] Así, por ejemplo, escribía S. Tomás de Aquino: «Es necesario atenerse más a la autoridad
de la Iglesia que a la autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier otro Doctor»: Summa
Theol., II-II, q. 10, a. 12; añade que nadie puede defenderse con la autoridad de Jerónimo o de
Agustín o de cualquier otro Doctor en contra de la autoridad de Pedro: cf. Ibid. II-II, q. 11, a. 2 ad
3.
[175] Proposición 32.
[176] Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990) 67: l.c., 315-316.
[177] Cf. Proposición 32.
[178]Proposición 27.
[179] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4.
[180] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. sobre la Iglesia Lumen gentium, 48.
[181] Explanatio Apocalypsis, lib. II, 12: PL 93, 166.
[182] Cf. Proposición 28.
[183] Ibid.
[184] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 9; cf. Exhort.
Ap. Christifideles laici (30 diciembre 1988), 61: l.c., 512-514.
[185] Proposición 28.
[186] Cf. Ibid.
[187] Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990) 678: l.c., 315-316.
[188] Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4.
[189] Proposición 20.
[190] Ibid.

11.10 Page 110

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110
[191] Ibid.
[192] Ibid.
[193] Cf. Discurso a los alumnos y ex-alumnos del Colegio Capránica (21 enero 1983):
Insegnamenti VI/I (1983) 173-178; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de
abril de 1983, pág. 11.
[194] Proposición 20.
[195] Ibid.
[196] Proposición 19.
[197] Ibid.
[198] In Iohannem Evangelistam Expositio, c. 21, lect. V, 2.
[199] Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 3.
[200] Cf. Proposición 17.
[201] Cf. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis
(6 enero 1970) 19: l.c., 342.
[202] Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7.
[203] Proposición 29.
[204] Ibid.
[205] Cf. Proposición 23.
[206] Cf. Exhort. Ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 61; 63: l.c., 512-514;
517-518; Cart. ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 29-31: l.c., 1721-1729.
[207] Cf. Proposición 29.
[208] Proposición 30.
[209] Ibid.

12 Pages 111-120

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12.1 Page 111

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111
[210] Cf. Proposición 25.
[211] Discurso a los sacerdotes colaboradores con el movimiento «Comunión y Liberación» (12
septiembre 1985): AAS 78 (1986), 256; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29
de septiembre de 1985, pág. 11.
[212] Cf. Proposición 25.
[213] Encuentro con los representantes del clero suizo en Einsiedeln (15 junio 1984), 10:
Insegnamenti VII/I (1984), 1798; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de julio de
1984, pág. 14.
[214] Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus. 123, 5: l.c., 678-680.
[215] Cf. Proposición 31.
[216] S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, 1178.
[217] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
22.
[218] Sínodo de los Obispos Asam. Gen. Ord., La formación de los presbíteros en las
circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 55.
[219] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 6.
[220] Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964) III: AAS 56 (1964), 647.
[221] Cf. Congregación para el Clero, Notas directivas para la promoción de la cooperación mutua
entre las Iglesias particulares y especialmente para la distribución más adecuada del clero
Postquam apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980), 343-364.
[222] Proposición 39.
[223] Proposición 34.
[224] Ibid.
[225] Ibid.
[226] Cf. Proposición 38; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros

12.2 Page 112

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112
Presbyterorum Ordinis, 1; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 1; Congregación
para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los Obispos, Notas directivas
para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14
mayo 1978) 2; 10: l.c., 475; 479-480.
[227] Proposición 35.
[228] Ibid.
[229] Cf. Proposición 36.
[230] Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación de los sacerdotes en las
circunstancias actuales, «Instrumentum laboris», 60; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 30; Decreto sobre el ministerio y
vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 550, 2.
[231] Proposición 37.
[232] J. B. Montini, Carta pastoral Sobre el sentido moral, 1961.
[233] Cf. Proposición 40.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana