EJERCICIOS ESPIRITUALES
CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB
INTRODUCCIÓN:
MEDITACIÓN SOBRE LA ESPERANZA
1.- ¿Qué podemos esperar?
La exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, en la que Juan Pablo II retoma los trabajos y las conclusiones del Sínodo de los Obispos en preparación al Gran Jubileo del 2000, dice: “A lo largo del Sínodo, poco a poco se ha ido haciendo más evidente una fuerte tensión hacia la esperanza. Aun haciendo propios los análisis de la complejidad que caracteriza el continente, los padres sinodales han considerado la urgencia más grande que lo atraviesa, una creciente necesidad de esperanza, de tal manera que pueda dar sentido a la historia y caminar juntos” (EiE, n. 4).
El magisterio pontificio más reciente ha tomado precisamente la esperanza como tema central. La encíclica de Benedicto XVI “Spe Salvi” nos ofrece elementos preciosos para enriquecer nuestra reflexión sobre esta virtud teologal, y es claro que, entre otras, una de sus intenciones principales es la de ofrecer una respuesta, desde la identidad cristiana, a esta necesidad no sólo europea, sino mundial. Basta citar, entre muchos otros, el número 22: “Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza”; aunque indica igualmente que “es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno” (Spe Salvi, 22).
Mirando a la Congregación a nivel mundial, no podemos negar que dicha “creciente necesidad de esperanza” también se constata en nuestros ambientes: sin duda, de forma diversificada. La escasez de vocaciones, excepto en algunas regiones de la geografía salesiana; la fragilidad formativa de las jóvenes generaciones, la problemática de la juventud actual, agudizada por factores externos como la violencia, el narcotráfico, las pobrezas antiguas y nuevas; y más a profundidad, también en ocasiones el debilitamiento de la pasión apostólica y la asunción de modelos de vida religiosa no acordes siempre al ideal evangélico, son, entre muchos otros aspectos, factores que ciertamente nos dificultan ver con entusiasmo el futuro. El Rector Mayor presenta en diversas partes de la Carta de convocación al Capítulo, algunos de estos rasgos preocupantes de la situación de la Congregación (ACG, p. 9-11. 17-20. 25-26, et passim), en forma de retos.
En la preparación del CG 26, se ha percibido una sensación semejante. La misma insistencia de la Congregación en “partir nuevamente de Don Bosco para despertar el corazón de todo salesiano” en torno a la identidad carismática y la pasión apostólica, presuponen esta situación, y nos alertan frente a ella.
Bien sabemos que la esperanza es engendrada por la fe, y sostiene el amor. Sin embargo, también puede darse el caso de que la fe, dado que se fundamenta en una realidad histórica concreta, puede, paradójicamente, cerrarse a la esperanza, y en-cerrarse en el dolor del recuerdo (etimológicamente: nostalgia) y la lamentación del pasado.
Me parece que esta situación podemos verla claramente reflejada en el relato bíblico de la vocación de Gedeón (Jueces 6, 11-16).
Gedeón majaba trigo en el lagar para ocultárselo a Madián, cuando el Ángel de Yahvé se le apareció y le dijo: “Yahvé contigo, valiente guerrero”. Contestó Gedeón: “Perdón, señor mío. Si Yahvé está con nosotros, ¿por qué nos ocurre todo esto? ¿Dónde están todos esos prodigios que nos cuentan nuestros padres cuando dicen: ¿No nos hizo subir Yahvé de Egipto? Pero ahora Yahvé nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madián...” Entonces Yahvé se volvió hacia él y dijo: “Vete con esa fuerza que tienes y salvarás a Israel de la mano de Madián. ¿No soy yo el que te envía?” Le respondió Gedeón: “Perdón, señor mío. ¿Cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo el último en la casa de mi padre”. Yahvé le respondió: “Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jue 6, 11-16).
Gedeón tiene, indudablemente, fe; está convencido de la intervención salvífica de Dios en favor de su pueblo... en el pasado; lo que le falta es esperanza, creer que Dios no los ha abandonado, sino que continúa siendo el “Dios-con-nosotros”, e invita a ver con confianza el futuro. Y como consecuencia, se le invita a colaborar con Dios, no sólo a lamentarse de su aparente “ausencia” o abandono.
Igualmente, podemos sentirnos como el Pueblo de Dios en el destierro, al recordar las maravillas divinas del pasado (quizá olvidando con demasiada rapidez, como hizo el pueblo de Israel, la propia responsabilidad):
“Oh Dios, nuestros oídos lo oyeron, nos lo contaron nuestros padres, la obra que hiciste en su tiempo, antiguamente, con tu propia mano (...); en cambio, ahora, nos rechazas y avergüenzas, no sales ya con nuestras tropas (...) Todo esto nos vino sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza. No se habían retractado nuestros corazones, ni habían dejado nuestros pasos tus senderos” (44, vv. 2. 10. 18-19).
2.- La esperanza frente a la postmodernidad
La situación actual, a nivel mundial, y sobre todo en la “cultura juvenil”, no facilita, sin duda, la esperanza.
Desde el punto de vista fenomenológico, podemos subrayar, entre otros, tres rasgos fundamentales de la esperanza, como actitud humana:
* tiende por naturaleza hacia el futuro, mostrando así el dinamismo propio del ser humano, siempre orientado hacia adelante: “mientras hay vida, hay esperanza”; aun sin olvidar el mito de Pandora, podemos decir, con Aristóteles, que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”.
* la esperanza se vive siempre frente a un horizonte positivo: non todo lo que vendrá es “digno de esperanza”: puede ser, al contrario, objeto de miedo o de angustia.
* Incluye un elemento de “pasividad” (esperar), pero también una actitud positiva de quien vive esta espera (esperanza)1.
Tenemos que reconocer que, junto a esta dinámica de futuro, inscrita en lo más profundo del ser humano, hay también un peligro: no vivir, en el sentido más positivo, el momento presente. A este respecto, dice Pascal:
Nunca nos limitamos al presente. Anticipamos el futuro, como si viniera demasiado lento, como si quisiéramos acelerar su marcha; recordamos el pasado como para retenerlo, pues desaparece tan pronto; es locura andar a la deriva en tiempos que no son nuestros, y olvidar el único tiempo que nos pertenece; y es frivolidad reflexionar sobre tiempos que no existen, y perder el único que está ahí. Apenas pensamos en el presente, y si lo hacemos, es tan sólo para encender en él la luz de que queremos disponer en el futuro. Nunca es el presente una meta; el pasado y el presente son medios, únicamente el futuro es nuestra meta. Y así no vivimos nunca, sino que esperamos vivir, y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás 2.
Sin embargo, en la postmodernidad la experiencia humana de la temporalidad se ha vuelto particularmente problemática.
El Rector Mayor, en una conferencia a los Superiores Generales, hacía este análisis:
El ser humano, aun viviendo siempre en el presente (lo cual resulta obvio), es un “animal de futuro” (E. Bloch, W. Pannenberg): está colocado por naturaleza “frente a” lo utópico, a lo que todavía “no tiene lugar” en nuestro mundo y en la historia. Esto puede decirse, a fortiori, de las generaciones jóvenes, que llevan esta orientación al futuro desde su misma identidad psicosomática, inscrita hasta en la más humilde de las células.
Por ello, constatamos en la situación post-moderna un drama “trágico”: la amenaza de futuro que se cierne sobre la humanidad coloca, sobre todo a esta generación joven, ante una contradicción existencial: por una parte, con una exigencia irresistible de un horizonte de futuro, y por otra, con la carencia de dicho horizonte. Si a esto agregamos el rechazo al pasado por parte de la cultura juvenil actual, concluímos que se encuentra encerrada en el mínimo espacio que le permite el presente, sin más remedio que tratar de “vivir el instante que huye” (l’attimo fuggente).
Dicha amenaza se manifiesta doblemente: por una parte, en lo que J. Moltmann ha llamado “la pérdida de la inocencia atómica” desde Hiroshima3: sabemos –y las noticias recientes nos lo siguen recordando- que desde hace algunos decenios, y por primera vez en lo que conocemos de la historia del mundo y del hombre en él, existe la posibilidad real (que depende en concreto de la decisión de algunas personas) de que desaparezca la humanidad entera, por causa de una conflagración nuclear. El hecho que los jefes de las naciones lleguen a eventuales acuerdos a este respecto no elimina el peligro: como dice el mismo Moltmann, nunca recuperaremos la inocencia perdida. “La época en la que vivimos es, aunque debiera durar indefinidamente, la última época de la humanidad... Vivimos en el tiempo del final, esto es: la época en la que cada día podemos provocar el final” 4.
Por otra parte –y no totalmente desligada de la anterior- encontramos también dicha amenaza en el deterioro ecológico, universal y aparentemente irreversible: pensemos en la contaminación del aire, la disminución del agua dulce, la destrucción de los bosques, la vertiginosa utilización de energéticos no renovables... Como dice el mismo Moltmann, “todos somos iguales... frente al agujero de ozono”.
Esta “supresión desde fuera” del horizonte de futuro es un factor típico de nuestro tiempo, y es fundamental para comprender la obsesiva fijación en el presente, y la búsqueda de satisfactores inmediatos, que caracteriza la era postmoderna: ya que no es lo mismo “querer vivir el hoy” en la perspectiva del mañana, que tener que anclarse en el hoy, porque quizá no exista el mañana... A propósito de una recensión de un libro del Premio Nobel de Literatura, el escritor húngaro Imre Kertész, un periódico recientemente utilizaba esta expresión: “¿Es posible tener hijos después de Auschwitz?” (evocación de la célebre frase: “¿Es posible cree en Dios después de Auschwitz?”). Es la pregunta que hoy se ponen tantos jóvenes frente al matrimonio y la familia: no con la ilusión de otros tiempos, sino con la angustia frente al mundo en el que les tocará vivir: ¿vale la pena traer nuevos seres al mundo? Es indudable que esta “privación de futuro”, en un sentido muy diverso, afecta también a la vida consagrada, en particular a las nuevas generaciones.
La modernidad, a este respecto, puede describirse como la actitud de quien, rechazando el pasado, se proyecta hacia el futuro, y pone todas sus expectativas en el futuro; la postmodernidad, en cambio, en cuanto reacción frente al ingenuo optimismo moderno, sería un “ubicarse”, lo más serenamente posible, en el presente, viviendo el “carpe diem”. Un texto bíblico muy actual es el testimonio del anciano Eleazar, durante la guerra macabea:
“Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes, creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez (...) Por eso, al abandonar ahora valientemente la vida, me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble al morir generosamente con ánimo y nobleza por las leyes venerables y santas” (2 Mac 6, 24-25. 27-28).
3.- La Esperanza en la Revelación bíblica
A diferencia de otras concepciones de la vida y de la historia, la experiencia de Israel, plasmada en la Biblia, presenta a Dios como un “Dios de éxodos”, que hace salir siempre de la tibia seguridad del presente hacia un futuro, prometedor, sin duda (en el sentido más pleno de la palabra: en cuanto objeto de la promesa), pero siempre inseguro: si no hay fe, no tiene sentido ni siquiera este dinamismo de futuro y de éxodo. “Si hubieran pensado en aquella patria de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar a ella; ahora, en cambio, aspiran a una mejor, esto es, a la celestial. Por esto Dios no se avergüenza de llamarse Dios suyo, porque les ha preparado una ciudad” (Hebr. 11, 15-16). Podemos aquí preguntarnos: ¿podrá igualmente “gloriarse” de nosotros nuestro Dios?
Toda la historia de Israel puede considerarse, desde la fe en Dios, como una tensión constante hacia el futuro, con una clara configuración: confianza en el cumplimiento de las promesas del Dios fiel (fides – fiducia – fidelitas – spes).
La falta de fe se traduce, simétricamente, en la desesperanza y en la desesperación, las dos caras opuestas de la misma moneda y, en consecuencia, en querer regresar al pasado: “¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yahvé en el país de Egipto cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea!” (Ex. 16, 3, et passim).
La historia entera del pueblo de Dios se ve “atravesada” por la promesa de Dios. A pesar de la infidelidad y la ingratitud de Israel, los profetas preexílicos, sobre todo Jeremías, que amenazan el castigo de Dios y la inutilidad de la Alianza por causa de esta infidelidad (cfr. Jer 13; 19), siempre anuncian una Nueva Alianza (Jer. 31, 31ss.; Ez. 36, 24ss.; DtIs).
En la extraordinaria visión de Ez 37, los huesos secos son el símbolo más expresivo: “Hijo del hombre, estos huesos son toda la gente de Israel. Ellos van diciendo: ‘nuestros huesos se han secado, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos’. Por eso, profetiza, y diles: ‘Dice el Señor Dios: He aquí que yo abro sus sepulcros, los resucito de sus tumbas, pueblo mío, y los vuelvo a conducir en el país de Israel” (Ez 37, 11-12).
En el Nuevo Testamento, más que buscar un solo texto, es el acontecimiento Cristo en sí mismo el cumplimiento definitivo (escatológico) de la promesa de Dios. Sin embargo, el proceso y la muerte de Jesús nos muestran, dramáticamente, como “los pensamientos de Dios no son los pensamientos humanos” (cfr. Is 55, 8ss).
En cambio, para quien cree en el “Dios de Jesucristo”, “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros en el tiempo establecido (...) Dios muestra su amor hacia nosotros porque, mientras éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 5ss.). Por esto, “sea bendito Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, en su gran misericordia, nos ha regenerado, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, que no se mancha ni se marchita. Ella se conserva en el cielo para ustedes, quienes son custodiados por la potencia de Dios mediante la fe, para su salvación, próxima a revelarse en los últimos tiempos” (1 Pe 1, 3-4).
Encontramos, significativamente, los tres tiempos: el pasado de la fe, el futuro de la esperanza y el presente de la fidelidad de Dios y de nuestro compromiso cristiano en el amor (cfr. los siguientes versículos, 6-9).
En cambio, señala el Santo Padre, “Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo “ni esperanza ni Dios” (Ef. 2, 12) (Spe Salvi, 2). Es quizá el texto más citado en la encíclica: entre otros, se encuentra además en los números 3, 5, 23 y 27; evidentemente, en contextos distintos).
Uno de los libros del NT que más claramente expresa la relación entre las tres virtudes teologales es la carta a los Romanos; en concreto, sobre la esperanza tenemos algunos textos fundamentales:
+ En primer lugar, nos presenta la figura de Abraham bajo esta perspectiva: “él tuvo fe esperando contra toda esperanza, y así se convirtió en padre de muchos pueblos” (Rom 4, 18).
+ El segundo texto presenta una concatenación, en dirección inversa, de diversas virtudes típicas del cristiano: “La tribulación produce paciencia, la paciencia una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. La esperanza, pues, no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 3b-5).
+ Un poco más adelante, en el capítulo 8, nos recuerda que la esperanza ve hacia el futuro: “Porque en la esperanza ya hemos sido salvados. Ahora bien: lo que se espera, si ya se ve, no es objeto de esperanza; de hecho, lo que uno ya ve, ¿cómo podría también esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con perseverancia” (Rom 8, 24-25).
+ Hacia el final, hay dos textos muy hermosos a este respecto: “Todo lo que se ha escrito antes de nosotros, se ha escrito para nuestra instrucción, para que, en virtud de la perseverancia y de la consolación que nos vienen de la Escritura mantengamos viva nuestra esperanza” (Rom 15, 4). Y al final: “El Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz en la fe, para que abunden en la esperanza por la virtud del Espíritu Santo” (Rom 15, 13).
Otro de los libros neotestamentarios más ricos en cuanto a la esperanza es la carta a los Hebreos. También aquí el Papa ahonda en su encíclica, sobre todo a propósito de dos textos: 10, 34 y 11, 1 dedicando a este último una amplia –y hasta polémica- exégesis (Spe Salvi 7-9).
Quiero terminar esta brevísima reflexión bíblica con una bellísima, aunque pequeña, expresión de san Pablo: “La caridad es paciente (...) todo lo espera” (1 Cor 13, 4.7). En el fondo, nos recuerda que el amor va siempre más allá de la misma esperanza, pero precisamente para esperar todo y siempre. En este sentido, podemos decir, parafraseando a Hans Urs von Balthasar, que “sólo el amor es digno de esperanza”.
4.- Don Bosco, Hombre de Esperanza
Es muy significativo constatar que, en nuestra Regla de vida, encontramos una inclusión lingüística a este respecto, que abarca las Constituciones en su conjunto. El artículo 1 nos indica cómo la certeza de la fe de que nuestra Misión no es obra humana, sino de Dios, constituye “el apoyo de nuestra esperanza” (C 1).. Y el último artículo no habla de la iniciativa de Dios, sino de nuestra colaboración con Él y con la Misión que nos confía: nuestra fidelidad constituye una “prenda de esperanza para los pequeños y los pobres” (C 196).
Aunque no se menciona explícitamente, está muy presente en los artículos que definen el espíritu salesiano, sobre todo 17-19. En el contexto de los consejos evangélicos, concluye su presentación global, con una frase que engloba la visión de fe y el compromiso presente: el salesiano es un “educador que anuncia a los jóvenes un cielo nuevo y una tierra nueva y, de ese modo, aviva en ellos los compromisos y el gozo de la esperanza” (C 63).
En todo esto se manifiesta nuestra filiación respecto de Don Bosco, quien fue un hombre de una capacidad extraordinaria de esperanza; o mejor dicho, supo integrar a la perfección las tres dimensiones de la actitud teologal del cristiano: fe-esperanza-caridad.
Para no quedar en afirmaciones genéricas o retóricas, mencionaremos, en forma muy breve y casi esquemática, tres aspectos de la manera en que vivió nuestro Padre la esperanza: temperamental – educativa – teologal.
- Uniendo nuevamente la naturaleza y la gracia (cfr. C 21), sin olvidar que ambos son dones de Dios, podemos hablar en él de una tendencia temperamental hacia la esperanza: muestra una capacidad extraordinaria de convertir las dificultades en retos que lo impulsan y motivan hacia adelante; muestra, hasta el último instante de su vida, el entusiasmo y la ilusión que derivan de su amor apasionado y apostólico hacia los jóvenes. No fueron ciertamente tiempos fáciles los que le tocó vivir, en ningún sentido; y sin embargo, jamás renegó de ellos, ni añoró nostálgicamente épocas pasadas (cfr. C 17).
- Asimismo, en Don Bosco la esperanza es una actitud educativa: quien trabaja con la niñez y juventud, tiene necesidad, quizá más que nadie, de la esperanza, aun experimentando la verdad reflejada en el salmo 126:
“Al ir, van llorando, llevando la semilla;
al regresar, vienen cantando, trayendo sus gavillas”(v. 6).
Sólo que, en la educación, dicho regreso no sucede después de algunos días o meses, sino, en el mejor de los casos, después de muchos años. Por ello, es indispensable, en el trabajo educativo, la espera y la esperanza.
En este campo encontramos nuevamente la relación entre la esperanza y el amor: sólo quien ama puede esperar (en su sentido más profundo) en la persona a quien ama: de nuevo, resuena el eco de la frase paulina: “el amor todo lo espera” (1 Cor 13, 7). Me gustaría profundizarlo, aunque sólo sea con una frase, que no es un simple juego de palabras, sino que expresa una maravillosa realidad: sólo quien nos ama nos cree mejores de lo que somos, y es capaz de “esperar” en nosotros; pero podemos ser mejores de lo que somos sólo si alguien nos ama... Y esto lo encarnó, en forma extraordinaria, Don Bosco.
- Finalmente, y no podía ser diversamente en un santo como él, encontramos en lo más profundo una actitud de esperanza que no se limita a este mundo y a esta vida; la cual, sin embargo, no le impedía vivir intensamente el presente: con la mirada firmemente dirigida hacia el cielo, pero con los pies bien asentados sobre la tierra. Parecen inspiradas en el ejemplo de Don Bosco las palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Vita Consecrata: “Es necesario confiar en Dios como si todo dependiera de Él, y al mismo tiempo, comprometernos generosamente como si todo dependiera de nosotros” (VC, 73).
En su Testamento Espiritual, encontramos palabras conmovedoras: “Adiós, queridos hijos, adiós. Os espero en el cielo (...) Yo os dejo aquí en la tierra, pero sólo por un poco de tiempo. Espero que la infinita misericordia de Dios haga que nos podamos encontrar todos un día en la feliz eternidad. Allí os aguardo”. Aquí encontramos también la dimensión comunitaria, en la cual insiste tanto Su Santidad: “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí” (Spe Salvi 48).
5.- Para concluir, una parábola...
He encontrado un relato muy simple, pero simpático y significativo. Una señora anciana se encontraba ya frente a la muerte, conservando toda su lucidez. Su más grande amiga, que siempre la acompañaba, le preguntó: “¿Quieres alguna cosa especial, para conservarla después de la muerte?” Le contestó: “Quiero una cosa; que me entierren teniendo entre las manos un tenedor”. “¿Un tenedor?”, preguntó, extrañada, la amiga. “Sí, un tenedor. Cuando fui, en alguna ocasión, a alguna fiesta, en el banquete conservaba siempre, después de los primeros platos, un tenedor, porque sabía: falta todavía lo mejor... Así, todos los que vendrán a rezar y a ver el féretro, cuando preguntarán, como tú: ‘¿por qué el tenedor?’, podrás responderles, en nombre mío: ‘Porque ella bien sabía que lo mejor... ¡estaba todavía por llegar!”
En el fondo, es ésta la motivación más profunda de nuestra vida y de nuestro trabajo (lo que Don Bosco llamaba, con total sencillez, el “pedazo de paraíso” en el jardín salesiano): “La esperanza de entrar en el gozo de su Señor ilumina la muerte del salesiano” (C 54).
El himno español del Oficio de Lectura de los Salesianos difuntos lo expresa en forma conmovedoramente sencilla y profunda:
¡Piensa lo que será!:
saltar a tierra, ¡y ver que es cielo ya!
Pasar de la borrasca de la vida
¡a la paz sin medida...!
De un brazo asirte, y ver, al irle en pos,
¡que es el brazo de Dios!
Beber a pulmón pleno un aire fino...
¡y es el aire divino!
Ebrios de dicha oír a un querubín:
“¡Es la dicha sin fin!”
Abrir los ojos, inquirir qué pasa,
y oir decir a Dios: “¡Ya estás en casa!”
¡Oh, el inmenso placer
de abismarse en tu mar!
Cerrar los ojos, y empezar a ver;
pararse el corazón, ¡y echarse a amar!
1 La mayoría de los idiomas occidentales conserva esta dualidad de la espera-esperanza: wait-hope, aspettare-sperare, warten-hoffen, attendre-espérer.
2 Citado en: J. MOLTMANN, Teologia della Speranza, Brescia, Queriniana, 1977, p. 20.
3 Cfr. JÜRGEN MOLTMANN, La catastrofe atomica: e Dio, dov’è?, Urbino, Il Nuovo Leopardi, 1987, 11.
4 Ibidem, p. 10, citando a Günther Anders.