EJERCICIOS ESPIRITUALES
CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB
“NO BASTA AMAR...”
LA MANIFESTACIÓN DEL AMOR
Esta meditación se centra en uno de los temas fundamentales de nuestro Carisma y nuestra Espiritualidad salesiana. Basta recordar, entre otros muchos textos de nuestra Tradición, la Carta de Roma del 10 de mayo de 1884, donde Don Bosco plasmó en forma insuperable este rasgo esencial del Sistema Preventivo. Sin embargo, podemos correr el peligro de convertirlo superficialmente en un “slogan” publicitario. En realidad, tiene una densidad extraordinaria, no sólo desde el punto de vista pedagógico o espiritual, sino también una riqueza teológica que es necesario explotar, ya que hunde sus raíces en la Revelación cristiana misma.
Como en los temas anteriores, también aquí partiremos de la experiencia humana, no porque queramos minimizar su novedad cristiana, sino porque creemos firmemente que no hay ninguna oposición entre naturaleza y gracia, entre Creación y Redención.
1.- El amor necesita manifestarse
A la realidad misma del amor, en la experiencia humana, podemos aplicarle, en forma análoga, lo que san Juan dice sobre Dios: “Al amor, nadie lo ha visto nunca”. Sin embargo, lo que el título quiere indicar no es sólo que el amor, si no se manifiesta, no puede ser percibido (lo cual es evidente); más bien queremos acentuar que el amor, por su misma naturaleza, tiende a manifestarse, anhela ser percibido por la persona amada; e incluso – hay que decirlo claramente- ansía una respuesta, que no se puede dar si no hay dicha manifestación.
Creo, sin embargo, que hay que ahondar en esta experiencia, y para ello nos planteamos la pregunta: ¿por qué es necesario manifestar el amor, de parte de quien ama? Sin duda, porque no puede dejar de hacerlo; pero también –y esto es algo que no siempre se toma en cuenta- por lo que implica para la persona amada: precisamente porque lo que más quiero es su felicidad, quiero que sepa que es amada.
Este planteamiento nos lleva a una perspectiva que la fenomenología del amor olvida con frecuencia: estamos partiendo no desde el “amar”, sino
desde el “ser- y sentirse amado”. Este olvido es propiciado, en ocasiones, por un malentendido: el pensar que “más vale dar que recibir”, llegando incluso, en ocasiones, a no desear ninguna respuesta de parte de la persona amada: como si fuera más noble este amor “desinteresado”. Más aún: quizá porque pensamos que, de esta manera, nos asemejamos más a Dios. El Santo Padre Benedicto XVI, en su encíclica y, sobre todo, en su Mensaje de Cuaresma 2007, ofrece líneas extraordinariamente ricas para disipar este malentendido desde su misma raíz teológica: como lo hemos visto ya hablando de la gratuidad y de la Gracia, el Papa escribe: “El Todopoderoso espera el sí de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa (...) La respuesta que el Señor espera ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él”.
Este malentendido se hace presente también, por desgracia, en la concepción de la vida cristiana, cuando se la entiende más como un “amar y servir a Dios”, esperando, de esta manera, que Dios corresponderá a nuestro amor y nos salvará, en vez de entenderla y vivirla, con el gozo de la gratitud, como un “ser amados por Dios”. Sólo desde esta convicción de nuestra fe puede nacer nuestro amor a El, como respuesta agradecida y gozosa.
Retornando a la perspectiva mencionada, esto es: la experiencia “pasiva” de ser amados, ha escrito el pensador alemán católico Josef Pieper páginas memorables. Citando nada menos que a Jean-Paul Sartre, quien afirma: “Este es el núcleo de la alegría del amor: que en él sentimos justificado nuestro ser”, continúa: “No se mira desde el punto de vista del amante, sino de la persona amada. Por lo que se ve, no nos basta con existir simplemente, lo que interesa es la confirmación en el ser: ‘es bueno que tú existas’; ‘¡qué maravilla el que estés aquí!’ Con otras palabras: lo que necesitamos, además de existir, es ser amados por otra persona (...) Y, por muy sorprendente que parezca, esta realidad está confirmada por la más elemental experiencia, por lo que cada día experimenta y vive cada una de esas personas. Se oye decir: esa persona ‘florece’ cuando se siente querida. Sólo en ese momento parece que está en su propio ser, empieza para él una nueva vida”1.
Todos hemos vivido, me imagino, esta experiencia con los jóvenes, en nuestro trabajo educativo y pastoral, y constituye una de las alegrías más profundas y auténticas. Dicho con otras palabras: mientras no nos sentimos queridos por alguien, ‘nos da vergüenza’ estar en este mundo, como una fiesta a la que no hemos sido invitados; pero apenas alguien nos quiere, como decía arriba Sartre, “se justifica nuestra existencia”; y en la experiencia pedagógica, el cambio (incluso externo) es muchas veces extraordinario.
Quisiera insistir en esta dimensión de la experiencia del amor, porque el “ser amado” (en pasivo) subraya el carácter único, singular e irrepetible de la persona amada, más que la dimensión activa del “amar”, donde no siempre queda garantizado ese carácter de singularidad. Basta pensar en la frase, tantas veces escuchada, “Haz el bien, y no mires a quién”: ¿se puede hablar aquí, de “amor”, cuando consideramos como algo deseable (independientemente de que sea o no posible) el anonimato de la persona amada? Y sobre todo: ¿se sentirá satisfecha dicha persona? Podrá ser esto “beneficencia”, pero falta un elemento esencial para que sea auténtico amor.
En lo personal, considero que aquí radica la raíz del eros, sin el cual tanto la sexualidad, por una parte, como el mismo agape, por otra, pueden volverse “impersonales”. Como veremos en la meditación sobre Don Bosco, ¡para él cada muchacho era único e irrepetible, aunque fueran cientos o miles los destinatarios de su amor!
2.- La expresión y la manifestación del amor
Ahondando en la fenomenología del amor: precisamente para que el amor sea captado como tal, conviene hacer una distinción importante entre expresión y manifestación. La expresión brota más “inmediatamente” de la naturaleza del amor, como su consecuencia misma, y por tanto, está más ligada a quien ama; la manifestación, en cambio, mira más a quien la recibe, precisando y explicando la primera, y por ello, está más ligada a la palabra. Por desgracia, aquí también puede hacerse presente la mentira: cuando la palabra no corresponde a la realidad que, teóricamente, trata de manifestar.
Podemos decir que, en un esquema dinámico, el amor sigue este desarrollo:
Realidad – expresión – manifestación – captación – respuesta.
Todo esto tiene, en el Carisma Salesiano, una aplicación extraordinaria, como podemos vislumbrar, y más adelante explicitaremos.
En esta dinámica, recordando el adagio: “Obras son amores, y no buenas razones”, podemos decir que la expresión del amor son las acciones, y la manifestación todo aquello que permita comprender de qué fuente manan estas acciones, esto es, del amor. Dicha manifestación es, ante todo, la palabra, pero también puede haber otros signos que la hacen posible. Al amor (también en su realidad humana) podemos aplicarle las palabras del Concilio Vaticano II: “El plan de la Revelación se realiza mediante obras y palabras intrínsecamente ligadas entre sí” (DV 2).
Conviene hacer dos observaciones ulteriores en este análisis de la experiencia humana. Por una parte, en relación a la novedad de la manifestación: paradójicamente, se puede decir que es nueva y al mismo tiempo, no lo es: no es nueva, porque manifiesta algo que, en cierta manera, ya existía; pero también es nueva, porque lo que ya existía no se había manifestado. Dicha manifestación crea una nueva situación, y en este sentido podemos hablar del “acontecimiento de la Palabra”. Decirle a una persona: “Te quiero”, establece una nueva y maravillosa realidad.
Por otra parte, la manifestación es, en cierto sentido, “sacramental”, en cuanto que gran parte de la eficacia del amor radica en su perceptibilidad. Cuando falta el signo, aunque exista la realidad que lo haría posible, no tiene lugar la captación, y en consecuencia, no hay la posibilidad de la respuesta por parte de quien, sin duda es amado, pero no lo sabe.
Una experiencia humana semejante la ha expresado, en un texto extraordinariamente hermoso, el poeta español Gustavo A. Bécquer:
Asomaba a sus ojos una lágrima,
y a mi labio una frase de perdón.
Habló el orgullo, y enjugó su llanto,
y la frase en mis labios expiró.
Hoy voy por un camino; ella, por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?
Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?
Digámoslo en forma más sencilla y universal: ¿cuántas veces no sucedes, sobre todo en la vida matrimonial y familiar, que, aun habiendo amor, e incluso la expresión del mismo (en forma de servicio mutuo, de entrega, hasta de sacrificio por aquellos a quienes se ama), falta la manifestación que permita captar el amor a través de dichas expresiones?
3.- “...hemos conocido el Amor que Dios nos tiene...”
Al comentar el lema de nuestra Congregación: “Da mihi animas, cetera tolle”, ya hemos reflexionado en algunos aspectos teológicos del Carisma. Aquí trataremos de ahondar en ellos, partiendo de la Encarnación del Hijo de Dios, como la manifestación definitiva, una vez para siempre (=escatológica) del Amor de Dios. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó- lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-3a). En el fondo, lo que queremos decir será, en síntesis, lo siguiente: todo el plan de salvación de Dios, centrado en el “acontecimiento Cristo”, puede sintetizarse en una sola palabra: EPIFANÍA, que tiene como finalidad el que todos los seres humanos, de cualquier tiempo y lugar, no sólo seamos objeto del Amor de Dios, sino que lo percibamos, lo comprendamos en la fe, y correspondamos a él con nuestro amor.
Cuando hablamos de “Encarnación” no nos referimos, por supuesto, a un momento puntual (“el 25 de marzo”), sino a la experiencia total que el Hijo de Dios ha vivido, el “hacerse Hombre”: la cual, (en una perspectiva personalista que, en cierto sentido, sería el fundamento teológico de la vida entendida como proceso permanente de formación) dura toda su existencia terrena, y encuentra su culmen en su muerte y resurrección. En este sentido, la palabra “epifanía” no designa sólo una “manifestación sensorial” (visual, por ejemplo): en tal caso podría implicar sólo una apariencia (“docetismo”); implica toda la realidad de su Persona, que se da totalmente, en un amor “hasta el extremo” (cfr. Jn 13, 1ss).
La teología católica, en diálogo crítico con la Reforma protestante, ha subrayado siempre que el Dios que se revela en Jesucristo es el mismo Dios creador, que se hace presente en la historia, y que en particular se ha revelado como Yahvé, Dios de Israel. Esta postura católica ha sido ratificada por el Concilio Vaticano I, basándose, entre otros muchos textos bíblicos, en Rom 1, 20: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables”.
Sin embargo, el mismo Concilio, al hablar de esta revelación de Dios, y en sintonía con el texto paulino, al mencionar su “poder y sabiduría eternos”, no habla de su amor. Quizá, en la intención explícita del Concilio, no se encontraba esta distinción; pero su omisión me parece muy significativa: ya que aquí hablamos de la Creación y la historia como la expresión del Dios verdadero (por lo tanto, del Dios que es Amor): pero esta expresión necesita, para ser comprendida como tal, de su manifestación en Cristo. Sin Él, nunca llegaríamos a comprender que, más allá de su Poder y su Sabiduría infinitos, la Creación y la historia nos hablan del Amor de Dios: más aún: de un Dios que es Amor.
Volviendo nuevamente a la experiencia humana: ¡cuántas veces resulta difícil el captar una actitud de la otra persona como expresión de su amor, si falta la manifestación (sobre todo, como insistimos antes, a través de la palabra) que nos permita establecer dicha relación.
Me atrevo a decir que la Creación y la Historia (entendida como historia universal, pero también y sobre todo como ‘mi’ historia, la de toda mujer y hombre en el mundo) resultan agápicamente mudos al margen de la Revelación histórica de Cristo. Aunque después trataremos de ver las implicaciones (sin duda, muy relevantes) que tiene esto para nuestro Carisma, quisiera decir por ahora sólo esto, en “clave salesiana”: Dios no se contentó con amarnos, sino que quiso manifestar su Amor dándonos lo más querido que tenía, su Hijo Jesucristo.
El carácter definitivo de la Revelación de Dios en Jesucristo no consiste en que en adelante Dios ya no nos “ha dicho nada”, ni lo dirá: en realidad, Dios sigue hablándonos, a través de la historia (nuevamente: la historia universal, particular, personal...), sino más bien que no podemos entender lo que Dios nos sigue “diciendo”, si no lo “leemos” a la luz de Jesucristo, a quien, en este sentido, podemos llamar “la Gramática de Dios”.
Todo esto tiene implicaciones, que por ahora es imposible ahondar, en el diálogo interreligioso. Sin cerrarnos, de ninguna manera, a todos los valores que encontramos fuera de nuetra fe, a todo lo que de “bueno, noble, justo...” (cfr. Flp 4, 8) encontramos en toda auténtica búsqueda de Dios por parte del hombre de todo tiempo y lugar, esta perspectiva nos permite afirmar que Jesucristo es el único y universal Salvador de la humanidad. “Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres... aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y salvador nuestro Jesucristo” (Tito 2, 11.13).
4.- La Encarnación del Hijo de Dios, Epifanía del Amor Divino
Sin embargo, todavía no abordamos el núcleo de nuestra reflexión teológica: ¿en qué sentido la Encarnación del Hijo de Dios es la manifestación definitiva de su Amor, que nos permite descubrir su expresión en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida y de la vida de los demás, en la historia particular y universal? Sobre todo porque dicha Encarnación, en un primer momento, podría parecer encubrimiento de Dios, ocultamiento, más que la manifestación de su Divinidad; de otra manera no tomaríamos en serio su vaciamiento-anonadamiento (kénosis). ¿Cómo entender esta revelación definitiva de Dios, a través de su “hacerse Hombre”?
Una lectura superficial del texto paulino de 1 Cor 1, 18-25, podría llevarnos a pensar que el Apóstol sostiene que Dios, siendo Poder y Sabiduría infinitos, se ha mostrado en Cristo “al revés” de como es: a saber, en la impotencia y locura de la Cruz: es la manera en que, por ejemplo, Lutero entendió y elaboró su Cristología sub contrario. En realidad, san Pablo no dice esto; la indudable contraposición concluye así: “Para los llamados, lo mismo judíos que griegos, (predicamos a) un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (v. 24): ya que se trata de la fuerza y la sabiduría del Amor divino, que, para los criterios puramente humanos, es locura y debilidad; pero, al mismo tiempo, es más fuerte que la fuerza humana, y más sabio que la sabiduría humana.
Si partimos de la descripción “teísta” de Dios como Poder y Sabiduría infinitos, nos encontramos ante una alternativa, que se vuelve un callejón sin salida: el Hijo de Dios, en su Encarnación, o conserva estas prerrogativas, o se despoja de ellas. En el primer caso, ¿podemos afirmar que realmente se hizo hombre? En el segundo caso, su realidad humana es evidente; pero dejaría de ser verdadero Dios.
La verdadera solución teológica comienza en el planteamiento mismo del problema, a saber: ¿cuál es la imagen auténtica del Dios en quien creemos? Dios no es, ante todo, Poder o Sabiduría, sino Amor.
Partamos de nuevo desde la experiencia humana. Todos conocemos una frase muy hermosa de la tradición latina: “amor, aut similes invenit, aut similes facit” (el amor, o se da entre iguales, o iguala a aquéllos entre quienes se da). Aplicándolo al Amor de Dios: la “diferencia” entre Dios y sus criaturas: concretamente, el ser humano, es infinita. Y sin embargo, desde la misma raíz de esta diferencia (“soy Dios, no hombre”: Os 11, 9), brota la búsqueda de esta igualdad: pues el amor no pretende ignorar las diferencias, pero tampoco se deja separar por ellas, sino que pretende superarlas, asumiéndolas.
En un hermoso texto de la tradición oriental, afirma Nicolás Cabasilas:
Los hombres se distinguen de Dios por tres cosas: por su naturaleza, por su pecado y por su muerte. Pero el Redentor hizo que desaparecieran los obstáculos que impiden una relación directa. Para ello eliminó uno por uno dichos obstáculos: el primero, asumiendo la naturaleza humana; el segundo, muriendo en la cruz, y el último, desterrando por completo de la naturaleza humana, al resucitar, la tiranía de la muerte2.
Si el Amor busca igualarse a quienes ama, en la Encarnación el Hijo se despoja de su Poder y su Sabiduría, no para dejar de ser Dios, sino al contrario: para manifestársenos más plenamente, en esa semejanza, como Amor; y, por lo tanto, como Dios (si tomamos realmente en serio que “Dios es Amor”).
En otras palabras: precisamente porque es por amor que el Hijo de Dios se despoja de su omnipotencia y su omnisciencia para ser verdadero Hombre, manifiesta al máximo su Amor, lo cual equivale a decir: se manifiesta plenamente en cuanto Dios.
Apelando una vez más a la experiencia humana: a diferencia de la expresión, el punto de referencia de la manifestación no es la persona que ama, sino sobre todo sus destinatarios, buscando su plena captación. Por ello, no porque en Dios sean opuestos el Amor a su Sabiduría y Poder (ya que se identifican en la absoluta simplicidad de su Perfección), sino porque para nuestra captación del Amor sí se oponen, Dios ha querido “condescender” con nuestra limitada comprensión humana, y así, se ha despojado de todo aquello que pudiera, aun en lo más mínimo, oscurecer u opacar la manifestación plena de su Amor. Nunca es Dios “tan Dios” (o, con mayor exactitud: nunca se nos manifiesta tan plenamente como Dios) como cuando se despoja, por amor y en favor nuestro, de su omnipotencia y de su omnisciencia; en una palabra: de todo aquello que le impediría, real y verdaderamente, ser “uno de nosotros”.
Esto nos lleva a una conclusión tremendamente paradójica: cualquier intento de negar, o incluso de disminuir, la radical humanidad de Jesucristo, es un atentado contra su divinidad, contra su “deseo” –e incluso contra su poder infinito- de querer compartir plenamente nuestra existencia humana, desde su identidad personal de Hijo de Dios (¡en ningún momento podemos olvidar que es Dios mismo quien en Cristo se ha hecho uno de nosotros!).
Aquí podemos retomar lo que hemos reflexionado al hablar de la Gracia, a saber: que todo este plan de epifanía del amor de Dios espera una respuesta de parte de cada uno de nosotros; más aún: la ansía. Quisiera terminar con una afirmación de “sabor salesiano”, intencionalmente provocatoria: Cuando el Padre, por obra del Espíritu Santo, envía al Hijo al mundo, le da esta consigna: Studia di farti amare!
5.- “...no basta amar”: el Sistema Preventivo
En el artículo dedicado al Sistema Preventivo, nuestras Constituciones concluyen con esta afirmación: “Este sistema informa nuestras relaciones con Dios, el trato personal con los demás y la vida de comunidad en la práctica de una caridad que sabe hacerse amar” (C 20; cfr. también C 15).
Antes de mencionar, al menos en forma sintética, algunos aspectos de este rasgo fundamental de nuestro Carisma, quisiera retomar algunos párrafos del discurso que el Cardenal Lucido María Parrocchi, Vicario de Roma pronunció en 1884, con ocasión de un viaje de Don Bosco a Roma, durante la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón, y del cual el Rector Mayor, al citarlo (ACG 394, p. 35-36), dice: “Si no fuera por algunos términos obsoletos, podría pasar como actual”:
“...Es mi intención hablaros de lo que distingue a vuestra Congregación de las otras... Lo mismo que en todo hombre, que Dios envía al mundo, graba una nota, que lo distingue de los demás hombres, sella Dios a cada Congregación religiosa con una nota, con un carácter, con un sello... Vosotros, los salesianos, tenéis una misión especial que constituye vuestro carácter... Parece que vuestra Congregación responde a la de san Francisco en la vertiente de la pobreza, pero vuestra riqueza no es la de los franciscanos. Parece que responde a la de Santo Domingo, pero vosotros no debéis defender la fe contra preponderantes herejías, porque éstas no sólo están envejecidas, sino decrépitas y caducas y también porque vuestro fin principal es la educación de la juventud. Parece que responde a la de san Ignacio en la ciencia, por el gran número de obras que publicáis para el pueblo, y don Juan Bosco es hombre de gran talento, de profundo saber y docto en varias disciplinas; pero no lo toméis a mal, si digo que no sois vosotros los que habéis inventado la piedra filosofal. ¿Qué hay, pues, de especial en la Congregación Salesiana? Si lo he comprendido bien, su fisonomía, su nota esencial es la caridad, ejercida según las exigencias de nuestro siglo. Nos credidimus caritati, caritas est Deus (“hemos creído en el amor, Dios es Amor”), y se revela por medio de la caridad. El siglo actual sólo puede ser seducido y arrastrado al bien por las obras de caridad. Decid a los hombres de este siglo: ‘hay que salvar las almas, que se pierden’, y los hombres de este mundo no entienden. Es preciso, pues, adaptarse al siglo, que vuela a ras del suelo. Dios se da a conocer al siglo actual por la caridad: nos credidimus caritati. Decid a este siglo: ‘os quito a los muchachos de las calles para que no los atropellen los tranvías... los reúno en las escuelas para educarlos, para que no se conviertan en azote de la sociedad, no acaben en una cárcel; y entonces los hombres de este mundo comprenden y empiezan a creer: et nos cognovimus et credimus caritati quam habet Deus in nobis (“y conocimos y creímos en la caridad que Dios nos tiene”)” (MB 17, 92-94).
Entre otros muchos, quisiera resaltar algunos aspectos.
1.- En la realización de la misión salesiana, en cuanto signos y portadores del Amor de Dios para los jóvenes más pobres y abandonados, Don Bosco es plenamente consciente de la necesidad de que este Amor sea expresado y manifestado, de tal manera que sea captado al máximo por ellos (aunque no lo diga con estas palabras). En el sueño que relata en la “Carta de Roma”, lo vemos con nitidez: la queja de los interlocutores de Don Bosco no se refiere a que sus colaboradores no tengan amor para con los jóvenes, ni siquiera que falte la expresión del mismo: de hecho, Don Bosco les arguye: “¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo, y que consumen los años de su juventud en favor de quienes les ha encomendado la divina Providencia?” Lo que falta es, en realidad, la manifestación de este amor, y por eso no lo perciben así: “Falta lo mejor; que los jóvenes no sean solamente amado, sino que se den cuenta de que se les ama (...) Sin familiaridad no se demuestra el afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza”. Más adelante, se retoma esta misma relación entre la expresión y la manifestación: “Descuidando lo menos, pierden lo más; y este más son sus fatigas”.
2.- La motivación que nos da nuestro Padre no brota sólo de su genio pedagógico, sino ante todo es plenamente evangélica: “Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. He aquí el Maestro de la familiaridad! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña rota ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo”. Es el “hacernos compañeros de camino” de y con nuestros destinatarios, como lo hizo Jesús con los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13-35).
Contemplando a Jesucristo, Buen Pastor, con la mirada de Don Bosco, podemos decir que la expresión de su amor es la búsqueda incansable de la oveja perdida, la “predilecta” precisamente por su situación de abandono y peligro; y su manifestación, el ponerla amorosamente sobre sus hombros...
Aquí encontramos, indudablemente, gran parte del influjo de san Francisco de Sales, que llevó a Don Bosco a ponerlo como modelo y patrono, desde el inicio de su misión, y en particular aquella noche memorable de la reunión, anunciada un día antes, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: el 9 de diciembre de 1859, en el cual anunció que había llegado “el momento para declarar si querían o no integrar la Pía Sociedad que habría tomado, mejor dicho, conservado, el nombre de San Francisco de Sales” (cfr. MB 6, 333-337). Convocó a los primeros salesianos a realizar una “práctica de caridad pastoral” en favor de “la juventud abandonada y en peligro”... Se trata de la “amorevolezza” como la manifestación del amor salvífico de Dios (cfr. C 15).
3.- Las palabras del Cardenal Parrocchi centran lo típico de la misión de Don Bosco en la capacidad de concretizar el Amor de Dios de manera que tratando de responder plenamente a las necesidades auténticas y más profundas de los jóvenes, éstos se sientan amados real y eficazmente por Dios, a través de la mediación salesiana.
Esto significa que, si realmente queremos ser fieles a Don Bosco y a nuestra misión, debemos adoptar esta continua actitud de discernimiento, según nos indican nuestras Constituciones: cfr. C 7: “Las necesidades de los jóvenes y de los ambientes populares (...) mueven y orientan nuestra acción pastoral”. Igualmente: “Nuestra acción apostólica se realiza con pluralidad de formas, determinadas en primer lugar por las necesidades de aquello a quienes nos dedicamos” (C 41). Podría suceder, incluso, que un tipo de actividades y obras que son, indudablemente, expresión de amor pastoral, hayan dejado de ser manifestación del mismo, y se vuelvan carismáticamente irrelevantes. De ahí que (dicho irónicamente, sin ninguna intención de cambiar el sentido de la frase de Don Bosco), hay que decir que “no basta amar”: recordando lo que san Pablo pedía a Dios para sus queridos filipenses, nuestro amor debe crecer siempre, cada vez más, en discernimiento y percepción (ς - ς) (Flp 1, 9). Por otra parte, podría existir el peligro contrario, a saber: una manifestación del amor que no implicara su expresión: la cual sería falsa (“no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras, y de veras”: 1 Jn 3, 18), o, al menos, ineficaz (cfr. Sant 2, 15-16).
4.- Evocando el CG 25, considero que un gran reto para nuestra vida salesiana lo constituye el poner en práctica este rasgo fundamental del Sistema Preventivo... en nuestra vida de comunidad. Con demasiada frecuencia se nos olvida que “Dios nos llama a vivir en comunidad dándonos hermanos a quienes amar” (C 50) y, sin duda, por quienes somos amados: de manera que, reflejando el Misterio de la Trinidad, encontremos en ella respuesta a las aspiraciones profundas del corazón, que no son otras que las de ser amados y amar; sólo así seremos, “para los jóvenes, signos de amor y de unidad” (C 49). Nadie da lo que no tiene...
Más aún: no basta amar a nuestros hermanos, en la comunidad; es necesario manifestarles nuestro amor, de manera que sea captado, y correspondido. Dicho reto es más urgente y necesario a causa del ritmo, a veces frenético, con el que se desarrolla nuestra vida comunitaria, olvidando que la significatividad no deriva de la cantidad de trabajo realizado, sino de su calidad. Si falta ésta, no podremos ser signos y portadores del Amor de un Dios que es, en Sí mismo, Comunidad...
5.- Termino subrayando un aspecto que retomaremos, hablando de Don Bosco: la frase programática: studia di farti amare cierra, de forma perfecta, la elipse del amor en su realización personal, comunitaria y apostólica. Podemos citar de nuevo, a este respecto, la extraordinaria afirmación de Benedicto XVI, en su Mensaje: “En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde una ebriedad tan intensa que convierte en leves incluso los sacrificios más duros”.
1 JOSEF PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, Madrid, Rialp, 2001, p. 446.
2 NICOLÁS CABASILAS, De Vita in Christo, PG 150, 572; citado por HANS URS VON BALTHASAR, Mysterium Salutis III/2, p. 151).