EJERCICIOS ESPIRITUALES
CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB
GRATUIDAD – GRACIA – EUCARISTÍA
Nuestra reflexión se centra en uno de los términos más utilizados por la fe cristiana y la teología: la GRACIA. Es una de esas palabras (como, por otra parte, lo es la epifanía) que, desde una perspectiva específica, abarcan el Misterio Cristiano en su totalidad. Sin embargo, también es, por desgracia, una de las peor utilizadas (también porque corruptio optimi, pessima). Ante todo, porque olvidamos con frecuencia que la Gracia no es “algo”, sino Alguien: Dios mismo, y esto nos ha llevado a convertirla en una cosa (las diversas “gracias”). Por otra parte, hemos olvidado muchas veces su carácter de gratuidad, convirtiéndola, en nuestra relación con Dios, en algo que depende más de nosotros que de El: concretamente, el “conservar” o el “perder” la Gracia; cuando, en realidad, podemos perderlo todo... menos la Gracia, entendida como ese amor gratuito e incondicional con el que Dios se nos entrega.
1.- La pérdida del sentido de la Gratuidad
Después de esta motivación teológica inicial, un poco “provocatoria”, quisiera invitarles a partir de la realidad humana que está a la base, no porque podamos primero construirla “desde abajo”, y después sólo “bautizarla”, al asumirla cristianamente. En realidad, es al revés: sólo desde la fe podemos entender y descubrir toda la hondura, incluso humana, de la gratuidad. Sin embargo, como salesianos que queremos poner en práctica nuestra convicción, de que no existe separación entre naturaleza y Gracia, es bueno que tratemos de ahondar en su “infraestructura antropológica”; para constatar, además, el “déficit de gratuidad” en el que vive hoy nuestro mundo.
Habría muchos signos indicadores de esta carencia: entre ellos, aludiré a tres, particularmente significativos.
1.- En gran parte de la cultura occidental, el modelo de “hombre realizado” es aquel que puede decir, orgullosamente: “todo lo que tengo, lo he logrado por mí mismo”; “no me han regalado nada”... En consecuencia, muchas personas que han logrado construir exitosamente su vida “desde abajo” se vuelven luego los más acérrimos enemigos de la promoción de los más necesitados, considerando (quizá un poco pelagianamente) que “todos tienen las mismas oportunidades; si no han sabido aprovecharlas, peor para ellos; ¿por qué habría que regalarles algo?”. En esta perspectiva, la gratuidad no tiene ninguna cabida, ni es considerada en absoluto como una “virtud”. A esta tendencia natural del ser humano se le agrega en la actualidad, por desgracia, un paradigma de “realización humana” reducido habitualmente a la “productividad” económica o material.
2.- En el ámbito familiar es significativo el trato que damos a las personas ancianas o enfermas, a quienes ya no pueden “producir”. A diferencia de las culturas ancestrales, en donde la persona anciana era valorada como el eje del grupo familiar, e incluso como el “sabio” cuya palabra era norma de conducta y juicio inapelable, en la cultura actual son vistos como un “estorbo”, y en el mejor de los casos, relegados a los asilos de ancianos o casas de cura. Cuando no hay estos recursos institucionales, se les tiene que “soportar”, sin valorar lo que han dado, e incluso lo que aún podrían dar (si los criterios de valoración fueran más humanos y menos consumísticos). Por desgracia, esta situación también se hace presente en ocasiones hasta en la vida religiosa.
3.- En el campo mundial, la situación de desigualdad entre los países del así llamado “primer mundo” y el “tercer mundo” es inaceptable, y en algunos aspectos continúa creciendo. La idea de una “condonación de las deudas” contraídas por los países pobres, salvo honrosas excepciones, no tiene cabida: con frecuencia -también hay que decirlo- no tanto por el interés económico (que lo es, y mucho), sino sobre todo para mantener la situación de dependencia provocada por esta misma deuda. El mismo concepto de “justicia”, entendido como el “dar a cada quien lo que le corresponde”, no deja espacio para la gratuidad; aunque indudablemente muchas cosas mejorarían en nuestro mundo si al menos hubiera ese tipo de justicia, si la norma de conducta entre las personas y entre las naciones fuera... la ley del talión. Esto indica que falta aún mucho camino por recorrer para llegar a la “civilización del amor”: concretamente, ésta será imposible si no tratamos de desarrollar un sentido y una “cultura de la gratuidad”.
2.- La Gratuidad, realidad humana fundamental
Con lo dicho anteriormente, no quisiera pasar de inmediato a la perspectiva cristiana y teológica, dejando a nivel antropológico un vacío total, y dando la impresión de que la propuesta de la fe es sólo respuesta a un problema humano insoluble. Quizá en el fondo lo sea, pero no hay que ignorar ese “espacio intermedio” donde todo ser humano (¡también los no cristianos!) puede y debe hacer “experiencia de gratuidad”, de manera que la fe cristiana adquiera toda su riqueza, como plenitud de algo que todo hombre vive y anhela.
La gratuidad está íntimamente relacionada con la idea del don, del regalo. Sin embargo, tiene connotaciones ligeramente diversas. Lo “gratuito” subraya la ausencia de merecimiento de parte de quien lo recibe: si no es así, no es gratuito. El salario que recibe un trabajador al final de la semana, se lo ha ganado con el sudor de su frente: no se lo dan gratis.
En cambio, el regalo acentúa el carácter positivo de lo que se nos da: un golpe, por ejemplo, podemos recibirlo sin haber hecho nada para “merecerlo”: pero no es en absoluto un regalo. Sin embargo, habitualmente, y casi sin darnos cuenta, atribuímos otra característica al don: el hecho de ser selectivo; se les otorga a algunos y a otros, no (o, al menos, no a todos). Un “regalo universal” parece algo contradictorio: nos parece que dejaría de ser regalo 1.
Hechas estas precisaciones, analicemos, todavía a nivel humano, las dos experiencias fundamentales de gratuidad.
1.- El malentendido al que aludíamos inmediatamente antes impide, muchas veces, percibir que, a la base de nuestra existencia, hay un don que, precisamente por ello, es al mismo tiempo gratuito, positivo y universal: la vida. Se trata del don por excelencia, por dos motivos:
nadie puede hacer nada para merecerla, pues para merecer “algo”, habría primero que existir, para poder obtenerlo;
cualquier otro don que podamos recibir es posterior, pues presupone ya la vida misma.
Y finalmente, habría que subrayar su universalidad, pues sólo carece de ella quien no vive (por lo tanto, nadie).
Por todo esto, resulta interesante la actitud que tenemos frente la pregunta que con frecuencia surge ante ciertas situaciones excepcionalmente negativas de nuestro mundo: ¿hay personas que no merecen vivir? Me imagino que nuestra respuesta, unánime, es : ¡no! Y es una respuesta correcta, pero quizá por la razón contraria a la que habitualmente pensamos: no porque todos merezcamos vivir, sino porque, en realidad, nadie “merece” vivir: y por ello mismo, nadie puede disponer de la vida de otra persona... (Quizá en el caso de un derecho que se tiene, se podría perder; ¿pero en el caso contrario?)
Encontramos pues, a la base de toda existencia humana, sin excepción, el regalo por excelencia. Otra cuestión –sin duda, acuciante en especial para nosotros, como cristianos y como salesianos- es si todo ser humano percibe su propia vida como un don, esto es: como un regalo y como algo positivo. Por desgracia, muchas veces no es así: comenzando por tantos jóvenes que, por diferentes razones, no encuentran motivos para vivir, quizá porque no se sienten amados por nadie...
2.- Y esto nos lleva a la segunda experiencia de gratuidad. Si la vida es el don gratuito por excelencia, lo es en cuanto fundamento; no en cuanto plenitud; pues la pregunta que surge es: ¿para qué tengo este don? ¿Qué es lo que le da sentido a mi vida? Y aquí la respuesta es inmediata y universal: el amor. Cedamos la palabra a santo Tomás de Aquino, quien lo dice de una manera extraordinaria, dentro de una insuperable concisión: “El motivo de toda donación gratuita es el amor: ya que damos gratuitamente algo a alguien, porque deseamos para él el bien. De aquí se ve claramente que el amor es el regalo por excelencia, por el cual se regala cualquier don gratuito” (¡un triple pleonasmo!) (S. Th. I, 38, a. 2, resp.) 2. J. Pieper coloca esta frase como epígrafe de su extraordinario libro sobre el Amor, traduciéndola –un poco libremente-: “El amor es el regalo por excelencia. Todo lo demás que se nos da sin merecerlo se convierte en regalo en virtud del amor” 3.
La gratuidad del amor es un tema inagotable, aun desde el punto de vista humano. En primer lugar, esta gratuidad parece confundirse con la falta de motivación, y en consecuencia, con su incomprensibilidad. ¿Por qué amo a esta persona?, es una pregunta que queda siempre sin respuesta (por fortuna: si hubiera tal respuesta, quizá ya no sería auténtico amor). Lo ha expresado genialmente Montaigne, cuando, para explicar su amistad con Étienne de La Boétie, escribe: « Si on me presse de dire pourquoi je l’aimais, je sens que cela ne se peut exprimer qu’en répondant : Parce que c’était lui, parce que c’était moi »4.
Una segunda característica en la experiencia del amar es la incondicionalidad. Puede haber otros tipos de relación interpersonal que se basen en diferentes cualidades: belleza física, inteligencia, habilidad, etc. (a veces, extrañamente, en otros factores casi contrarios, difícilmente comprensibles); pero el amor auténtico, sin ser insensible o indiferente a todo ello (ubi amor, ibi oculus! decía Ricardo de San Víctor), trasciende todas estas condiciones.
Sin embargo, como toda experiencia humana, no carece de ambigüedad: pues puede conducir, o a una aceptación incondicional, típica del verdadero amor, o a un vaciamiento tal de la persona amada (precisamente porque no depende de ninguna de sus características propias) que, en el fondo, sería simplemente una caricatura del amor: de hecho, quien “ama” así no lo hace realmente, ni la otra persona se siente amada como tal. En muchos casos, puede ser una estratagema sutil del propio egoísmo. De alguna manera, es lo que san Agustín expresaba genialmente en sus Confesiones: “Todavía no amaba, pero amaba el amar” (Nondum amabam, et amare amabam) 5.
Podríamos continuar en este análisis. Sin embargo, en forma análoga al tema de la manifestación, conviene aquí explicitar el otro polo de la elipse del amor. Hasta aquí la hemos visto como habitualmente se aborda: desde la actitud de quien ama. ¿Cómo se vive la experiencia “desde la otra parte”?
Y aquí encontramos algo tremendamente paradójico. El Rector Mayor, en su Carta sobre la Eucaristía, alude a este punto (p. 14). Lo que él ahí afirma (y a lo cual volveremos hacia el final) creo que podemos enriquecerlo desde el fundamento antropológico.
A primera vista, parecería que todos deseamos ser amados, y sobre todo: amados gratuita e incondicionalmente. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Cedo nuevamente la palabra a Pieper:
“Lo que se dice ‘debido’, no lo es nunca el amor (...) Pero parece como si hubiera en el hombre una repugnancia a dejarse regalar. Todos conocemos y estamos familiarizados con la famosa frase: ‘no quiero nada regalado’. Y esta actitud está peligrosa y siniestramente tocándose con aquella otra: no quiero ser ‘amado’. (...) Y S. C. Lewis afirma que lo que nosotros necesitamos es el amor no merecido, pero que ésta es precisamente la clase de amor que no deseamos. ‘Queremos ser amados por nuestra inteligencia, por nuestra belleza, por nuestra liberalidad, simpatía o excelencia de dotes” 6.
Aquí también percibimos la ambigüedad de que hablábamos, sólo que desde la experiencia pasiva de “ser amados”: en ella, la persona amada podría preguntarse: ¿acepto que, al amarme, me “despojen” (al menos aparentemente) de todo lo que me caracteriza en cuanto “yo” único e irrepetible? Si alguien me dice: “Te amo, seas como seas; no me interesa cómo seas”: ¿es expresión de incondicionalidad, o de desinterés e indiferencia? Basta pensar que decirle a un hermano de nuestra comunidad: “eres el objeto privilegiado de mi agape”, es una de las maneras más sutiles e incisivas de ofenderlo. Es muy difícil aceptar dejarnos amar incondicionalmente, por los demás, y aun por Dios mismo...
Además del malentendido antes mencionado, quizá hay otro motivo que explica, de alguna manera, este rechazo al amor incondicional: la aparente inutilidad de nuestra respuesta. Da la impresión que no interesa a la otra persona el que nosotros correspondamos a su amor, o no; y esto nos coloca en un plano innegable de inferioridad. Tiene mucha razón Nietzsche, cuando afirma: “A quien se acostumbra sólo a dar, se le hacen callos en las manos y en el corazón”. Hay que afirmarlo claramente: a la esencia del amor corresponde el dar... y el recibir. También en Dios. Esto último será objeto de nuestra reflexión posterior.
3.- “...la Gracia y la Verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17b).
Recordando lo que señalábamos al hablar de la diferencia entre la expresión y la manifestación, resulta más claro indicar cómo lo anterior refleja, en la vida de todo ser humano, la expresión de la gratuidad del Amor de Dios. Sin embargo, para ser captada como tal, es necesaria la manifestación, en Jesucristo.
Presuponiendo esta distinción, podemos señalar tres características fundamentales del Amor divino, desde la perspectiva de la gratuidad:
* La universalidad: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4). De aquí deriva el carácter estrictamente misionero de la Iglesia, y, con acentuaciones propias, de la misión salesiana en ella. Considero que una de los elementos que pueden ayudar a entender mejor la “necesidad” de la Iglesia en vistas a la salvación es su carácter de comunidad: hay que tomar en serio que, fuera de la Iglesia actual, no hay experiencia plena de salvación, precisamente porque faltaría la manifestación concreta, perceptible, histórica, del Amor de Dios en Jesucristo, vivida en la Iglesia como “Familia de Dios”.
* La iniciativa de Dios: “No es que nosotros hayamos amado a Dios: es Dios quien nos amó primero” (1 Jn 4, 10). La Gracia, en cuanto expresión gratuita del Amor de Dios, es siempre pre-veniente: siempre precede a la respuesta humana, la cual es, en cierta manera, también don de Dios, aunque de ninguna manera excluye la libertad del hombre. En este sentido, digámoslo una vez más, el Sistema Preventivo de Don Bosco hunde sus raíces en el núcleo de nuestra fe: “Don Bosco vivió una experiencia pastoral y educativa que llamó ‘sistema preventivo’. Para él era un amor que se dona gratuitamente, inspirándose en la caridad de Dios, que precede a toda criatura con su providencia” (C 20). Creo que en la semántica de esta palabra, pre-venir, podemos encontrar dos cosas: una, la pre-cedencia; y otra, la pre-ocupación por evitar algo negativo. En el primer sentido, hablamos del amor que antecede siempre; en el segundo, de la preocupación por evitar la experiencia del alejamiento de Dios, el pecado (por ello podemos utilizar ambos términos: pre-veniente, pre-ventivo).
* Finalmente, la incondicionalidad. El Amor de Dios, en cuanto que es Gracia, no presupone nada para poder amar, e incluso muestra predilección –una predilección desconcertante, según los criterios humanos- por el que no es “amable”, por quien no tiene ningún derecho para pretender ser amado. “El amor de Dios ama lo que es pecador, malo, necio, débil y feo, para hacerlo bello, bueno, sabio y justo. Pues los pecadores son bellos porque son amados, y no son amados porque sean bellos” 7.
No resisto la tentación de citar un texto hermosísimo de Dostoyevski, puesto en boca de un personaje tremendamente ambiguo, el borracho Marmeládov:
Y Él juzgará y perdonará a todos, buenos y malos, sabios y humildes... Y cuando haya concluido con los demás hombres, nos llamará también a nosotros: “¡Venid acá también vosotros –dirá-, los borrachos, los débiles, los desvergonzados!” E iremos todos, sin sentir sonrojo, y nos pondremos ante El (...) Y los sabios y los doctos dirán: “Señor, ¿por qué recibes a éstos?” Y Él dirá: “Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh doctos!, porque ni uno solo se ha considerado digno de ello”. ¡Y Él nos alargará sus brazos, y nosotros caeremos de rodillas ante El... y lloraremos... y comprenderemos todo! 8.
4.- El Amor de Dios, Agape y Eros
La experiencia que el hombre hace del amor, incluso del Amor de Dios, es una experiencia humana. En cuanto tal, no puede dejar de adolecer de la ambigüedad inherente a toda captación del amor. Y por desgracia, muchas veces así sucede: la universalidad del Amor de Dios puede considerarse genericismo, su precedencia puede ser tan lejana que pasa desapercibida, y su incondicionalidad puede confundirse con la indiferencia. La evangelización y la catequesis, precisamente en cuanto anuncio de la manifestación del Amor divino, debe ayudar a disipar estos malentendidos, para que se manifieste, en toda su belleza y eficacia, en la vida de cada uno de nosotros y de los jóvenes que el Señor nos confía.
De todos estos malentendidos, quisiera ahondar en uno. Se trata de un territorio prácticamente virgen. De lo que yo conozco, el único que se ha atrevido a penetrar en él ha sido Joseph Ratzinger: y es consolador que lo haya hecho siendo Pastor supremo de la Iglesia universal. Aun los más grandes tratadistas, por desgracia, han dado por supuesto que el Amor de Dios se distingue del amor humano, entre otros rasgos, por su total y absoluta gratuidad, de tal manera que no espera nada a cambio. J. Pieper afirma, sin sentir la necesidad de demostrarlo, que “sería preciso ser Dios para ser capaz de sólo amar y no necesitar ser amado” 9.
Por su parte, S. C. Lewis escribe: “Dios es Amor (...) Este amor primordial es el Amor-Dádiva. En Dios no hay un hambre que necesite ser saciada; sólo abundancia, que desea dar (...) Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios” 10.
Casi en forma literal los contradice el Papa Benedicto XVI, con términos teológicamente inusitados: “El Todopoderoso espera el ‘sí’ de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa. En la cruz Dios mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros” (Mensaje de Cuaresma 2007).
Continuando con este esfuerzo por “aprender” lo que es el Amor, en la contemplación de su la manifestación plena y definitiva en Jesucristo, nos preguntamos: ¿Cuál es el caso óptimo (la “figura plena” lo llama Eberhard Jüngel 11) en la experiencia del amor, respecto a la gratuidad?
Esquematizándolo al máximo, podemos establecer las diferentes posibilidades:
- Quien ama sin esperar ninguna respuesta de la persona amada: no es en absoluto el “caso óptimo” del amor (aunque Jüngel abre una puertecilla: “Naturalmente, no hay que excluir que la esencia del amor se perciba más nítidamente desde el punto de vista hermenéutico cuando el tú amado no ama al yo amante” 12).
- Quien ama con el interés de verse correspondido: aquí también es evidente que no se da el “caso óptimo” (y quizá ni siquiera se trate de un verdadero amor, sino de egoísmo disfrazado).
- Quien ama desinteresadamente, esperando una respuesta de la persona amada, por el bien de ella misma: me interesa que la otra persona corresponda a mi amor, no por bien mío, sino por el suyo, en cuanto que esto le permite salir de sí misma, y realizarse, en el amor, como persona. Es una postura nobilísima, pero hay que reconocer, con sinceridad, que no es humanamente satisfactoria.
- Quien ama desinteresadamente, esperando una respuesta de la persona amada, por el bien de ella misma, en cuanto que corresponde a quien la ama. Es muy semejante al tercer caso, pero con una diferencia esencial: la felicidad de la persona amada no radicaría sólo en ser capaz de salir de sí misma a través del amor, sino en cuanto que sólo encontrará dicha felicidad en el “amante”. Este caso es inaceptable en las relaciones humanas (“¿quién te crees tú que eres?”), pero, curiosamente, parecería que es el caso típico de la relación con Dios: se trataría de la salvación, bien entendida: sólo Dios puede ser la felicidad de quien corresponde a su Amor.
- Sin embargo, no es todavía el “caso óptimo”. Es necesario añadir, a la luz de todo lo visto anteriormente, que dicha respuesta del hombre para con Dios, constituye la plena felicidad del ser humano... y del Amante Dios mismo. Tomar esto en serio, me parece que nos lleva a vislumbrar, en la penumbra del Misterio del Dios-Amor revelado en Cristo, perspectivas increíbles...
El mismo Dostoyevski tiene un texto extraordinario, hablando de la primera vez que un niño recién nacido sonríe a su mamá, la cual se santigua, y explica el por qué: “La alegría de una madre cuando ve la primera sonrisa de su hijito es la misma alegría que siente Dios cuando ve, desde el cielo, que un pecador empieza a rezar ante Él de todo corazón” 13.
5.- “Haced esto en Memoria mía”: el Don de La Eucaristía
Todo lo anterior permite comprender mucho mejor la afirmación del Rector Mayor en su Carta sobre la Eucaristía:
La Eucaristía es misterio porque en ella se nos revela tanto amor (cfr. Jn 15, 13), un amor tan divino que, yendo más allá de nuestras capacidades, nos sobrepasa y nos deja atónitos. Aunque no siempre somos conscientes de ello, habitualmente encontramos dificultad para recibir el don de la Eucaristía, el amor de Dios manifestado en la entrega del cuerpo de Cristo (cfr. Jn 3, 16), que precede a nuestra capacidad y desafía nuestra libertad; Dios es siempre más grande que nuestro corazón y llega a donde no pueden hacerlo nuestros mejores deseos (...) Un amor tan extremo nos asusta, desvela la pobreza radical de nuestro ser, la necesidad profunda de amar no nos deja tiempo, ni energías, para dejarnos amar. Y así, preferimos andar afanados, refugiándonos en el ‘hacer’ tanto por los demás y darles tanto de nosotros, y nos privamos del estupor de sentirnos tan amados por Dios (ACG 398, p. 13-14).
Evidentemente, aquí el Rector Mayor asume algunos contenidos y expresiones de la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, que todos, sin duda, conocemos y hemos meditado.
Entre muchas reflexiones posibles, quisiera centrarme ante todo en la raíz misma de la palabra: aquí aparece nuevamente la s, que acentúa su sentido de gratuidad al máximo: en cuanto que no encontramos “un” don de Dios, por más grande que fuera, sino a Dios mismo hecho Don. Lo que el Papa afirma, al inicio de su primera Encíclica, Deus Caritas Est: “A la base del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte y con ello, su dirección decisiva” (DCE, n. 1), se concretiza en la Eucaristía (cfr. SC, 86, et passim). “Jesús, en el Sacramento eucarístico, continúa amándonos ‘hasta el extremo’, hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Cuánto estupor debe haberse invadido el corazón de los apóstoles, frente a los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué maravilla debe suscitar, también en nuestro corazón, el Misterio eucarístico!” (SC, 1).
En segundo lugar, conviene recordar que la “Última” Cena, en cuanto última, se ve precedida por muchas otras (si no fuera así, no hablaríamos de “la última...”). El Rector Mayor evoca este sentido de “banquete” que tiene la Eucaristía, a partir del “comer-con” de Jesús, sobre todo con los pecadores: basta recordar, entre muchos otros textos evangélicos, Mt 9, 9-13; Lc 5, 29-30; 15, 1ss (ACG 398, 33-35).
Surge una pregunta interesante: ¿qué sacramento de la Iglesia encuentra aquí más plenamente su “fundamento cristológico”: la Eucaristía, o la Reconciliación? Creo que la respuesta debe ser: ambos, e inseparablemente. No debemos olvidar que el perdón constituye un elemento central en la vida y en la misión de Jesús, y es una expresión privilegiada del Amor misericordioso de Dios. Más aún: sólo en el amor puede tener su auténtico fundamento. Y esto lo podemos ver también analizando la etimología de la palabra: es muy interesante constatar que, al menos en las lenguas occidentales, tiene una raíz simplísima: el donar, el regalar, con un prefijo intensivo: per (incluso en el campo lingüístico anglosajón: for-give, ver-geben), como queriéndonos decir que no hay mayor “don” que el per-dón”; y, recordando la frase de santo Tomás, no hay auténtico perdón que no nazca del amor.
Todo esto puede tener, entre otras muchas concretizaciones, una aplicación a nuestra vivencia comunitaria. “En ella (la Eucaristía) la comunidad celebra el misterio pascual y recibe el cuerpo de Cristo inmolado para construirse en él como comunión fraterna y renovar su compromiso apostólico” (C 88). Tomar en serio la Eucaristía nos lleva a crecer en la fraternidad comunitaria (incluyendo la realidad cotidiana del perdón) y aceptando la orden de Jesús: “Haced esto en memoria mía”: ser, también nosotros, cuerpo que se parte, sangre que se derrama por la salvación de nuestros jóvenes.
Finalmente, les invito a que contemplemos a la Santísima Virgen María. No hace falta que inventemos presencias “apócrifas” en la Última Cena (como tampoco apariciones pascuales); Juan Pablo II alude a ello, indicando que, “en el relato de la institución, la noche del jueves santo, no se habla de María” (EDE, 53). No hace falta. “Más allá de su participación al banquete eucarístico (...), María es mujer ‘eucarística’ con su vida entera” (ibid.). “De Ella debemos aprender a convertirnos, también nosotros, en personas eucarísticas y eclesiales” (SC 96).
Después de explicitar esta afirmación a través de diversos textos neotestamentarios, el Siervo de Dios concluye: “Si el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir el Misterio Eucarístico, más que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía nos es dada para que nuestra vida, como la de María, sea toda un Magnificat!” (EDE, 58).
1 Quizá podría verse incluso, desde esta perspectiva, el meollo de la discusión teológica de los años 50 respecto del tema –sin duda fundamental en la teología católica – del Sobrenatural.
2 El texto original dice: “Ratio autem gratuitae donationis est amor: ideo enim damus gratis alicui aliquid, quia volumus ei bonum. Primum ergo quod damus ei, est amor quo volumus ei bonum. Unde manifestum est quod amor haber rationem primi doni, per quod omnia dona gratuita donantur”.
3 JOSEF PIEPER, El Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, Madrid, Rialp, 2001, p. 415.
4 Citado por: MORAND WIRTH, Francois de Sales et l’Éducation, Paris, Éditions Don Bosco, 2005, p. 92.
5 SAN AGUSTÍN, Confesiones III/1, Madrid, BAC, 1991, p. 131.
6 JOSEF PIEPER, Las Virtudes Fundamentales, p. 451-452 (la cita de Lewis se encuentra en: C. S. LEWIS, Los Cuatro Amores, Madrid, Rialp, 2002, 145 (aunque esa traducción es ligeramente diversa).
7 JÜRGEN MOLTMANN, El Dios Crucificado, Salamanca, Ed. Sígueme, 1977, p. 298.
8 F. M. DOSTOYEVSKI, Crimen y Castigo, Madrid, Alianza Editorial, 1993, p. 39.
9 J. PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, 455.
10 S. C. LEWIS, Los Cuatro Amores, 140-141.
11 Cfr. EBERHARD JÜNGEL, Dio Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, 2004, 414.
12 Ibid.
13 F. M. DOSTOYEVSKI, El Idiota, Barcelona, Ed. Bruguera, 1981, p. 264.