S. F. Sales_es_web


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ANDRÉ RAVIER
SAN FRANCISCO
DE SALES

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André RAVIER s.j.
SAN FRANCISCO
DE SALES
Editado por Aldo Giraudo
Presentación de Morand Wirth
Nota final de Wim Collin

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Título original: André Ravier, Saint François de Sales
Traductor: Alejandro Viñas Raya, sdb
Procesamiento electrónico: Sede Central Salesiana
© Sector de Formación - Salesianos de Don Bosco
Sede Central Salesiana, Via Marsala 42, 00185 Roma
tel.: 06 656 121,
email: formazione@sdb.org,
https//www.sdb.org

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INDICE
PRESENTACIÓN
1. INFANCIAS FELICES
El Sr. y la Sra. de Boisy ..........................................................15
El alumno de La Roche y de Annecy.....................................19
2. EL PERFECTO GENTILHOMBRE
París y la crisis espiritual de 1586-1587 ...............................25
Padua y el doctorado «en uno y otro derecho».....................37
3. EL PREBOSTE DE LOS CANÓNIGOS
DE GINEBRA
Francisco, «Sacerdote de Jesucristo»......................................45
Los primeros meses de sacerdocio..........................................53
4. EL APÓSTOL DEL CHABLAIS,
TIEMPO DE SIEMBRA
La elección del Preboste..........................................................59
La resistencia de los habitantes de Thonon...........................66
Cambio de estrategia: las Controversias................................69

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5. EL APÓSTOL DEL CHABLAIS,
TIEMPO DE COSECHA
Las etapas del éxito.................................................................83
Monseñor de Granier elige a su sucesor................................90
El corazón apostólico de Francisco........................................95
6. OBISPO Y PRÍNCIPE DE GINEBRA
Francisco va a Roma............................................................109
Coadjutor de Monseñor de Granier....................................112
La estancia en París en 1602...............................................119
La consagración en la iglesia de Thorens............................126
7. EL OBISPO ENTRE SU PUEBLO
Según la reforma del Concilio de Trento.............................129
La doctrina espiritual de Francisco de Sales.......................142
El deber episcopal de predicar..............................................146
Cuaresmas y catecismos.......................................................150
La visita de la diócesis..........................................................153

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8. LA REFORMA DEL CLERO Y DE LOS RELIGIOSOS
Francisco de Sales y sus sacerdotes......................................159
La reforma de las abadías....................................................165
El amigo de las almas y la Introducción a la Vida Devota...168
La Visitación de Santa María y el Tratado del Amor de Dios...174
9. HACIA EL AMOR PURO
La tercera estancia en París.................................................187
El deseo de jubilación y de soledad......................................189
El viaje a Avignon y la muerte.............................................195
NOTA FINAL

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Presentació
9
PRESENTACIÓN
Con ocasión del cuarto centenario de la muerte de san Francisco
de Sales (1622-2022), la Familia salesiana de Don Bosco ha querido
honrar a su santo Patrono, reeditando el precioso volumen titulado
sencillamente «San Francisco de Sales.» No olvida a santa Juana
Francisca de Chantal (1572-2022), cofundadora con el obispo de
Ginebra de la Orden de la Visitación.
San Francisco de Sales, autor de la Introducción a la vida devota
y del Tratado del amor de Dios, apóstol de la santidad para todos,
fue canonizado en 1665, proclamado doctor de la Iglesia en 1877,
patrono de los periodistas en 1923 y reconocido «doctor del amor
divino y de la dulzura evangélica» en 1967. Francisco continúa hoy
inspirando a un gran número de cristianos en el mundo, particular-
mente a los institutos, asociaciones, y congregaciones que siguen su
espíritu. Existen muchas convergencias entre la pastoral y la espiri-
tualidad promovidas por el concilio Vaticano II y las enseñanzas de
este santo, notablemente sobre el método del diálogo, la primacía del
amor y la vocación universal a la santidad.
La obra que publicamos de nuevo, apareció en 1962 en Lyon en
ediciones del Chalet. El texto biográfico era del Padre André Ravier,
el comentario de las ilustraciones de Roger Devos y las ilustraciones
y la maquetación de René Perrin. Esta vida del santo, aparecida en la
colección «Biografías por la imagen», era efectivamente notable, no
solamente por la calidad del estudio biográfico de André Ravier, sino
también por la abundancia de grabados, fotografías y descripciones
que permitían al lector de situarla visualmente en su tiempo. Una
traducción italiana, aparecida en 1967 en Turín en ediciones Elle Di
Ci, ha sido ampliamente difundida.

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San Francisco de Sales
André Ravier (1905-1999), jesuita, filósofo, historiador de la espi-
ritualidad, antiguo rector del colegio y provincial de Lyon, es autor
de numerosas publicaciones sobre la espiritualidad cristiana. A él
le debemos en particular, muchas biografías de santos, entre ellas
la de Ignacio de Loyola, de Pierre Favre, de Claude La Colombière,
del Cura de Ars, de san Bruno y de Bernadette de Lourdes. Es un
especialista reconocido de san Francisco de Sales y de santa Juana de
Chantal.
Su libro se presenta bien ordenado cronológicamente en nueve
capítulos, describiendo la vida y las obras de san Francisco de Sales:
las «infancias felices» en Saboya (I), los estudios de este «perfecto
gentilhombre» en París y Padua (II), el preboste de los canónigos de
Ginebra (III), tiempo de siembra y tiempo de cosecha del «apóstol
del Chablais» (IV-V), el obispo y príncipe de Ginebra (VI), el obispo
entre su pueblo VII), la reforma el clero y de los religiosos (VIII), los
últimos años en camino «hacia el amor puro» (IX).
Para escribir esta obra, el autor ha examinado detenidamente los
documentos originales, ha estudiado los textos autógrafos impor-
tantes y los autores que le han precedido. Su erudición no le ha impe-
dido ofrecernos un relato sencillo y transparente en el que se resaltan
los rasgos del misterio de Dios en la vida de un gran santo.
Nuestra edición actual reproduce exactamente el texto original.
Únicamente han sido rejuvenecidas y actualizadas las ilustraciones.
Esperamos que el lector pueda apreciar la calidad del texto, que no
ha envejecido, y las fotografías actuales de los lugares y personajes.
A modo de preámbulo, el Padre André Ravier ha querido citar
el testimonio de san Vicente de Paul, célebre discípulo y amigo del
obispo de Ginebra, que decía que «Monseñor de Sales tenía un deseo
ardiente de ser un retrato del Hijo de Dios», hasta tal punto, que se
convirtió en «el hombre que mejor ha reproducido al Hijo de Dios
en la tierra.»
Nosotros, por nuestra parte, hacemos nuestro el proyecto apos-
tólico del doctor del amor, que inspiró el de san Juan Bosco y que

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Presentació
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era también con toda seguridad el del Padre André Ravier que con-
cluye así su presentación «Francisco de Sales es alguien que quiso
como Jesucristo sobre la tierra, amar a Dios con todo su corazón de
hombre y que, habiendo experimentado las exigencias y la dulzura
de este don, trabajó por introducir el mayor número de almas en la
que él nombra magníficamente “la eterna libertad del amor.»
Morand Wirth, sdb.

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San Francisco de Sales
Francisco de Sales es el hombre que mejor
ha reproducido al Hijo de Dios vivo en la tierra
Solo un santo podía hablar así de
otro santo. Las palabras son de
Vicente de Paul en el proceso de
París, durante su testimonio sobre
las insignes virtudes de Francisco de
Sales: «Monseñor de Sales tenía el
deseo ardiente de ser un retrato del
Hijo de Dios. Él se adaptó tan bien
a ese modelo, yo lo he constatado,
que muchas veces me pregunté con
asombro cómo una criatura sencilla
podría llegar a un grado de perfec-
ción tan grande, teniendo en cuenta
la fragilidad humana, y llegar a la
cima de una altura tan sublime...
Su fervor estallaba en sus discur-
sos públicos y tambíen en sus colo-
quios familiares… Repasando sus
palabras, he experimentado en mí
mismo una admiración tan grande,
que me sentía transportado a ver en
él al hombre que mejor ha repro-
ducido al Hijo de Dios viviendo en
la tierra.» Por atrevida que sea esta
comparación, es verdadera; todavía
más, nos sitúa en el corazón de este
movimiento desconcertante de amor
que caracteriza el destino espiritual
de san Francisco de Sales; ella mani-

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Presentació
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fiesta este movimiento íntimo y lo explica: nos revela el secreto de
esta existencia prodigiosa.
Teniendo en cuenta esta luz, nosotros esbozaremos el retrato
espiritual de san Francisco de Sales: Francisco de Sales es una
persona que ha querido, como Jesucristo en la tierra, amar a Dios
con todo su corazón de hombre y que, habiendo experimentado las
exigencias de la dulzura de este don, ha trabajado por introducir
el mayor número de almas en lo que él llama magníficamente «la
eterna libertad del amor.»1
1 Nuestro texto se apoya ante todo, en los documentos publicados en la édition com-
plète des Œuvres complètes de François de Sales (Visitation de Annecy, 1892-1998,
27 vol.); no obstante hemos utilizado con una una prudencia particular las cartas
descubiertas en el siglo XIX. Para no hacer pesado este libro, no damos la lista
de las referencias, cuando se trata de citaciones tomadas de esta gran edición de
las Obras completas. El lector familiarizado con los Escritos de San Francisco de
Sales se encontrará a gusto con la ayuda de las excelentes tablas de estos volú-
menes. – Lo mismo haremos con las citaciones sacadas de los dos Procesos de
canonización (1627-1632; 1655-1658) o del Año Santo de la Visitación de Santa
María. – Muy raramente hemos tomado prestada alguna expresión o algún rasgo
de las biografías de Messire de Longueterre (Vie de très-illustre messire François
de Sales…, Lyon, 1624), de Dom Jean de Saint-François (La Vie du bienheureux
messire François de Sales…, Paris, 1624), del Padre de la Rivière (La Vie de l’il-
lustrissime François de Sales…, Lyon, 1624). En cuanto a la Vie du Bienheureux
François de Sales, evesque et prince de Genève (Lyon, 1634), compuesta por su
sobrino Carlos Augusto de Sales, no la hemos utilizado nada más que con la
reserva que conviene, es decir, al mínimo, y para hechos de los que teníamos
confirmación por otros medios. – Las referencias que siguen no conciernen más
que a obras que no competen a este fondo común a todas las biografías de san
Francisco de Sales.

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San Francisco de Sales

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Capítulo i - Infancias felices
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1. INFANCIAS FELICES
El Sr. y la Sra. de Boisy
Es incontestable que, desde su nacimiento, Francisco de Sales apa-
recía como un alma feliz. Su línea paterna – los Sales – igual que
su línea materna – los de Sionnaz – sin estar situada entre todas las
primeras del ducado de Saboya, pertenece, no obstante, a la vieja
y auténtica nobleza. Los escudos de armas de los Sales, «color azul
con dos bandas de oro cargadas de un filete de gules; en la parte
superior la media luna de oro; en el centro y en punta sendas estre-
llas de oro de seis puntas», tenían como lema: Ni más, ni menos;
y su Casa contaba, nos dicen, con treinta y dos cuarteles de alta
nobleza.
Pero la verdadera nobleza del Sr. y Sra. de Boisy (este era el título
que llevaban los padres de Francisco, nombre que procedía de una rica
señoría que Buenaventura de Chevron había concedido como dote a
su hija Francisca de Sionnaz), consistía en su fidelidad a la fe católica.
En este país cercano a Ginebra desgarrado desde 1534 por la
crisis protestante, – desgarro que significaba cruelmente la pre-
sencia en «Nessy» (Annecy) del obispo de Ginebra, cuya ciudad
episcopal se había convertido en la Roma de Calvino y de los cal-
vinistas – los de Sales habían permanecido fuertemente apegados
a la Santa Sede y a la Iglesia; ellos se protegían y protegían con
esmero a los suyos de todo contacto con la herejía: y esto fue una
primera gracia para Francisco: vivir inmerso, desde su más tierna
infancia, en este clima de firmeza religiosa que no dejaba de pasar
por pruebas y penas.

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San Francisco de Sales
Esta fe valiente no era para el señor de Boisy sino fidelidad a
una tradición que impregnaba todas las acciones de su vida. Fran-
cisco de Boisy practicaba con toda claridad su religión: asistía a
los oficios que se celebraban el domingo y los días de fiesta solem-
nes, en la iglesia parroquial de Sales, y «se confesaba y comulgaba
en Pascua, en las grandes fiestas del año y cuando se publicaban
algunas indulgencias o tiempos de perdón.» Se mostraba en sus
tierras «gran amante de los pobres y sobre todo de los trabajadores,
a los que él mismo socorría en sus necesidades, tanto de dinero
como de trigo, sin interés alguno.» No hay ni sombra de herejía en
este perfecto cristiano.
Su mujer – treinta años más jóven que él – aumentaba todavía,
como conviene, esta piedad y esta caridad con los pobres. «Yo ví a
Capilla construida sobre el emplazamiento de la habitación
donde nació san Francisco de Sales en Thorens.

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Capítulo i - Infancias felices
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la Sra., afirmará en el Proceso un trabajador de Thorens, Francisco
Terrier, ir del castillo de Sales a la iglesia que está bastante lejos, llo-
viendo y en invierno, sin temer ni el frío ni la nieve, para asistir al
servicio de Dios y al servicio de los pobres enfermos, no ahorrando
nada para cuidarles, enviándoles pan, vino y otras cosas necesarias.
He visto a esta señora curar con sus propias manos las úlceras de
los enfermos»…
Por tanto, esta «perla de virtud», así la llama un consejero del
duque de Ginebra, Francisco de la Pesse, apenas tenía dieciséis
años cuando dio a luz el 21 de agosto de 1567, a Francisco, su pri-
mogénito: por más «prudente» y «razonable» que fuese esta joven
mamá, no podía dejar de estar apegada con pasión a este niño
«tierno» y «delicado», cuya edad la acercaba más que a su esposo.
No tenemos noticias de los primeros años de vida de Francisco
de Sales. La Sra. De Boisy, muy a pesar suyo, no pudo alimentar
ella misma al niño nacido prematuramente y lo confió a la nodriza
Pétremande Puthod que vivía todavía en el momento del primer
Proceso de canonización, Ser llamado a resaltar algunos recuerdos
sobre un niño de pecho llegado a obispo y príncipe de Ginebra,
y, por añadidura, candidato a los honores de la Iglesia, no es cier-
tamente algo frecuente, de modo que no podamos perdonar a la
buena Pétremande un cierto lirismo: Francisco, nos dice ella, «era
un niño muy agraciado, guapo de rostro, afable, dulce y familiar...
Nunca he conocido un niño de mejor alimentación y natural.»
El Sr. de Boisy proporcionó una educación dura, incluso austera,
a un niño «de tan buen natural», como convenía a un primogénito
de familia noble: el látigo, nos asegura él, no le faltó con ocasión
de un robo; pero, por el contrario, se le explicaban «las razones de
todo lo que se le exigía.» Severidad del padre, ternura de la madre,
esta educación, cuyas alternancias terminaban en obrar con sabi-
duría, dio rápidamente buenos frutos. «Desde su infancia, decla-
rará la Madre de Chantal, según yo he oído decir a bastantes perso-
nas dignas de credibilidad, se vio brillar en una sabiduría, dulzura

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San Francisco de Sales
y bondad extraordinarias para esa edad, y era muy pacífico y obe-
diente a sus padres.»
Carlos-Augusto de Sales destaca, en la descripción de sus infan-
cias, un detalle que nos parece verosímil: sus padres «inculcaban
con frecuencia a Francisco el amor y el temor de Dios y le expli-
caban los misterios de la fe cristiana, lo más claramente que ellos
podían hacerlo con ejemplos y comparaciones sacadas de la natu-
raleza, y respondía siempre a sus sencillas preguntas.» Esta pedago-
gía religiosa marcará fuertemente el espíritu y el alma de Francisco.
El castillo de los de Sales no era, sin duda, más que una «casa-for-
tificada», alrededor de la cual se extendían tierras, pastos y un gran
huerto; pero el paisaje, en esta región, es maravilloso. Situado a la
entrada del valle de Usillon, el castillo se encontraba en la fron-
tera de dos regiones de aspectos muy diferentes: hacia occidente,
colinas bajas, fértiles y radiantes; hacia oriente, altas montañas
unos bosques raquíticos, y al fondo, un acantilado que se levanta
como una muralla cuya cima tiene nieves perpetuas, incluso en
verano. Este paisaje, con sus cambios estacionales, llena de imá-
genes magníficas la cabeza del pequeño Francisco: los fenómenos
de la naturaleza le son cada día más familiares, los comprende, los
siente con toda su viva sensibilidad, forman parte de su universo
interior, y ya también de su universo religioso.
Pero, todas estas oportunidades que le prodiga su destino fami-
liar, no serán lo suficientemente eficientes sobre el equilibrio y el
desarrollo religioso de Francisco, si Dios, desde el interior, no tra-
bajase su alma. Demos crédito a los ojos y al corazón de una madre:
«Si yo no fuese la madre de un hijo así, debió decir un día en con-
fianza la Sra. de Boisy a la Sra. de Chantal en 1610, yo revelaría
muchas maravillas de su infancia... Con frecuencia he observado
que, siendo todavía muy pequeño, Francisco tenía una predispo-
sición para las bendiciones celestiales y no respiraba otra cosa que
el amor de Dios...» Y podemos añadir también: «y el amor de los
pobres», aprendido por otra parte en la escuela de su admirable

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Capítulo i - Infancias felices
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madre, y percibiremos el misterio de gracia que actuaba ya en el
secreto de su corazón de niño.
El alumno de La Roche y de Annecy
Estamos en 1573, Francisco tiene ya seis años, y en su vida tiene
lugar un cambio importante. Luis de Sales, hermano del Sr. de Boisy,
decidió llevar a sus tres hijos a la escuela de La Roche, pequeña
ciudad situada a tres leguas solamente del castillo. El Sr. de Boisy
aprovechó la ocasión para realizar un proyecto que maduró después
de algún tiempo: Francisco acompañará a sus primos al colegio. En
La Roche, Francisco, de entrada, se revela como un alumno per-
Cruz sobre el lugar de la capilla del antiguo castillo de Sales,
destruido en 1630.

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San Francisco de Sales
fecto que es puesto como modelo para sus compañeros. Pero, más
que su docilidad, es su piedad la que llama la atención y seduce.
Tanto que, según la Madre de Chaugy, dos años más tarde, cuando
Francisco abandonó La Roche para no volver más allí, «la mayor
parte (de la gente) le acompañaron, y lloraban diciendo que se les
arrebataba la bendición de su ciudad. Era el año 1575.
Se dice que la política habría provocado este cambio brusco. Luis
de Sales habría juzgado prudente que el Sr. de Boisy, su familia y
sus gentes, no permanecieran más en el castillo de Sales y se reti-
raran al castillo de Brens. Y quizá sea este cambio de residencia el
que habría llevado consigo un cambio de colegio para los escolares;
pero, quizá pueda existir una razón más sencilla: el primogénito de
los hijos de Luis había acabado el ciclo de estudios en el pequeño
colegio de La Roche, y, para continuar su formación, le hacía falta
pasar a un establecimiento de mayor envergadura; sus hermanos
y su primo le siguieron. Sea como sea, nuestros cuatro estudiantes
los encontramos en el colegio de Annecy: este colegio, fundado en
1551 por el canónigo Eustaquio Chapuys, estaba entonces en pleno
auge y contaba entre sus alumnos a toda la juventud distinguida de
Saboya.
Aquí se sitúan, en el crecimiento espiritual de Francisco de
Sales, dos acontecimientos importantes: primero, su primera
Comunión y su Confirmación con Monseñor Ángel Justiniani, el
17 de diciembre de 1577, en Santo Domingo de Annecy. Francisco
tenía entonces diez años, pero este pequeño hombre se impone
a sus compañeros e incluso a sus maestros. Alumno diligente en
el estudio, y lleno de talentos, es además un compañero amable:
todos le admiran, le quieren y le respetan. «Su sola presencia, nos
dice Madre de Chantal, mantenía el respeto entre sus compañe-
ros; incluso... desde entonces tenía esa austeridad y compostura
humilde y juiciosa que mantuvo toda su vida;... soportaba con
paciencia y dulzura el humor impertinente de los otros alumnos...
Y cuando sus compañeros iban a divertirse, por la tarde, él perma-

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Capítulo i - Infancias felices
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necía en su habitación e invitaba a la señora de la pensión a escu-
char la lectura de la Vida de los Santos diciéndole: «Tía, tengo algo
bueno que decirle.»
El segundo acontecimiento importante de esta época fue la
tonsura que Francisco recibió el 20 septiembre de 1578. Desde
entonces, abriga el proyecto de ser sacerdote. Dos confidencias nos
lo aseguran; Francisco confió un día a la Madre Angélica Arnauld,
abadesa de Port-Royal des Champs: «Desde mis doce años me
decidí con tanta fuerza a ser hombre de Iglesia, que ni por un
reino cambiaría yo esta resolución.» Y a una de sus penitentes dijo:
«Desde que tuve la gracia de saber un poco el fruto de la cruz, este
sentimiento entró en mi alma y jamás ha salido de ella.»
La consideración de estas dos confidencias nos permite entrever
la calidad de esta decisión de Francisco: Hay en él una voluntad
firme, bien decidida y que va de lleno a lo esencial del Evangelio y
del misterio de la Redención.
Para afirmar su resolución, lo más que él podía, sin oponerse
por tanto frontalmente a los prestigiosos proyectos de futuro que
sus éxitos escolares hacían surgir en la cabeza del Sr de Boisy, Fran-
cisco pidió a su padre la autorización de recibir la tonsura clerical.
Ser clérigo no significaba entonces estar destinado a las Órdenes
Sagradas, sino que abría la vía a las prebendas y beneficios. Fran-
cisco no entendía así la cosa. El chico se presentó a la tonsura como
futuro hombre de Iglesia: «Sabiendo que Gallois Regard, obispo de
Bagneroy, debía celebrar las Órdenes en el mes de septiembre en
Clermont-en-Genevois, Francisco iba allí con frecuencia, llevando
las Cartas dimisorias... Allí, en la iglesia de Saint Étienne recibió
la tonsura según la ceremonia sagrada y recibió al Señor con una
alegría indecible, el año mil quinientos setenta y ocho.»
«Con una alegría indecible», Creemos aquí con gusto a Car-
los-Augusto de Sales. Este muchacho de doce años es verdade-
ramente desconcertante. No es necesario en este punto llevarse a
engaño, y el seguimiento de este retrato nos lo probará pronto; esta

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San Francisco de Sales
Pilas bautismales de Francisco de Sales en la iglesia parroquial
de Thorens.

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Capítulo i - Infancias felices
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amabilidad esconde una energía de hierro, este encanto esconde
un ardor de lucha. Dios le ayuda sin duda, y le facilita ese esfuerzo:
pero a estos atractivos interiores, Francisco responde con «resolu-
ción.» Ha elegido a Dios y esta elección es sin reservas y la llevará
a cabo sin arrepentimiento.
Se le ve bien en este otoño de 1578, cuando el Sr. de Boisy, orgu-
lloso de los éxitos escolares de Francisco, decidió enviarle a conti-
nuar sus estudios a París. Siempre preocupado por proporcionar a
su hijo brillantes relaciones, el Sr. de Boisy había proyectado que su
hijo siguiera los cursos del colegio de Navarre, frecuentado por la
élite de la juventud parisina. Pero Francisco no era de este parecer:
«Había oído que la juventud no cultivaba allí la piedad tanto como
en el colegio de los Padres Jesuitas, de cuya fama y estima había
oído hablar mucho.» No hacía falta insistir mucho para que Fran-
cisco prefiriera en su corazón el colegio de Clermont al colegio
de Navarre. Pero ¿cómo hacer que el Sr. de Boisy desistiera de su
proyecto? Francisco, ya entonces fino diplomático, recurrió a la
mediación de su madre. Todo resultó tan bien, que cuando nuestro
estudiante de doce años llegó a París, «bajo la dirección y la tutela
de Jean Déage» se inscribió en el colegio de Clermont.

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San Francisco de Sales

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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2. EL PERFECTO GENTILHOMBRE
París y la crisis espiritual de 1586-1587
Lyon-Bourges-Orléans. Así pues, Francisco llegó a finales de sep-
tiembre,2 a «la real ciudad de París, madre de todas las Musas, de
las artes liberales y de toda ciencia», como la llama el Padre Luis
de la Rivière, pero también la ciudad de la política, de las querellas
religiosas y de las locas alegrías estudiantiles...
En el colegio de Clermont, Francisco fue inscrito en la clase de
Humanidades, quizá en la clase de Gramática Superior, puesto que
tenía que iniciarse en griego que lo ignoraba. Y durante cuatro años,
«recomenzó el estudio de las letras humanas.» Después, habiendo
obtenido su diploma de bachillerato, fue admitido a comienzos del
curso 1584, para seguir el curso de filosofía. Ese curso duraba cuatro
años. A través de los cuadernos manuscritos del joven filósofo que
nos han llegado hasta nosotros, nos es fácil juzgar su ardor en el
estudio y sobre todo, las cualidades de su espíritu: orden, método
y profundidad; no extraña nada que fuera considerado como «uno
de los primeros de la Universidad» y juzgado, al término de estos
cuatro años como «perfecto en filosofía.»
A lo largo de estos ocho años parisinos, la vida espiritual de
Francisco experimentó importantes desarrollos. Carlos-Augusto
de Sales se toma un poco de libertad con el calendario, cuando
nos narra la llegada de Francisco a París: «¿Apenas llegó a la resi-
2 Se suele situar ordinariamente la partida de Francisco a París en el año 1582. Estu-
dios más precisos se inclinan a adelantar la fecha a 1578: Francisco tiene entonces
doce años. Cf. La biografía crítica que prepara el R.P. LAJEUNIE, O.P.

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San Francisco de Sales
dencia pidió ser conducido al colegio de los Jesuítas»? Lo que es
seguro es que, entre sus estudios y toda su educación de gentil-
hombre (danza, equitación, esgrima) en la que el Sr. de Boisy exigía
que fuese enérgicamente iniciado, Francisco «recuerda haber sido
hecho eclesiástico en Clermont y no quería cambiar de resolu-
ción.» Su primer pensamiento fue elegir (sin duda entre los Padres
del colegio) «un director y padre espiritual, al que poder confiar su
conciencia y adquirir la normas de conducta para la vida eterna, de
la misma manera que se le había proporcionado un Maestro para
las ciencias humanas.»
Entre sus compañeros de estudio, en París, tanto como en La
Roche y en Annecy, brilla su fervor: «Era agradable con todos por
su modestia, relata la Madre de Chantal, y era un placer contem-
plarle cuando el Bienaventurado iba por las calles, incluso los tra-
El castillo de Thorens, perteneciente a la familia de Sales.

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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bajadores le señalaban entre sus compañeros.» Francisco comulga
frecuentemente, quizá ya entonces «cada ocho días», al menos cada
mes «le gustaban los Capuchinos» y tenía una gran admiración por
el célebre Padre Ángel de Joyeuse. A todas las prácticas de piedad,
él añadía en secreto muchas austeridades, como eran los ayunos y
el uso del cilicio.
Tenía una gran devoción a la Virgen María; sobre todo tenía pre-
dilección por la Virgen Negra de Saint-Etienne des Grès, y como
pasaba varias veces durante le día delante de esta iglesia, se paraba
muy gustoso algunos instantes para manifestar su devoción. Por
aquellos años entró en la Congregación. «Viendo que en varias
congregaciones de la Virgen, muchos vivían religiosa y angelical-
mente, aconsejado por su director, entró en una de ellas y pronto
ejerció en ellas los cargos de Asistente y Prefecto.»
En París, Francisco experimentó el deseo de profundizar su
religión y de reservar algunas horas libres a la teología. Sin duda
ninguna que era un deseo de su alma y una necesidad de iniciarse
en las Sagradas Escrituras y en los misterios de la fe. Pero también,
sin ninguna duda, tenía el proyecto no confesado de prepararse de
lejos para el sacerdocio. Francisco sabía que a pesar de los decretos
del Concilio de Trento, contra el parecer del obispo Monseñor de
Granier, los tiempos que corrían no permitían abrir un seminario
regular en Annecy, para los candidatos a las Órdenes sagradas. En
París, dirá más tarde, he aprendido varias cosas «para agradar a mi
padre, y la teología para agradarme a mí mismo.»
Sea lo que sea, Francisco obtuvo un buen día del Sr. Déage el
permiso para dedicarse a los estudios teológicos, sin que por ello se
resintiera la filosofía. He aquí cómo se comportaba nuestro diplo-
mático, según Augusto de Sales: «Porque, al mismo tiempo que el
Sr. Déage su director estudiaba téologia... él estudiaba y hojeaba
sus escritos en casa siempre que podía; y cuanto más consideraba
profundamente las verdades eternas, tanto más aumentaba en él el
deseo de seguir; y apenas encontraba la menor dificultad en teolo-

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San Francisco de Sales
gía, discutía con su maestro y con los otros teólogos para encontrar
la respuesta. Trataba de asistir a las discusiones que se realizaban
en la Sorbona y escribía las cuestiones, los argumentos y las deci-
siones que juzgaba dignas de recalcar. Iba con frecuencia a escu-
char las lecciones de Gilbert Génébrard, hombre de una ciencia
divina más que humana, y así adquirió ese gran y profundo cono-
cimiento de la teología, por el cual ha sido admirado todo el resto
de su vida.»
Génébrard es un nombre que inspira curiosidad: este bendic-
tino de Cluny, prodigio de erudición, había introducido en medios
estrictamente escolásticos del Colegio Real, la crítica histórica
defendida por Maldonado. Por lo demás, Francisco, mantenién-
dose fiel a la Sorbona, sin embargo, no deja de simpatizar con los
«innovadores»: «Además aprendía el hebreo y la teología positiva
de Maldonado.» Maldonado era un teólogo jesuita cuya expul-
sión de París había sido obtenida por los rectores de la Sorbona
en 1677, acusado de «novedades», pero sus célebres lecciones cir-
culaban bajo cuerda. Decididamente, el atractivo de la filosofía es
para Francisco mucho más que una curiosidad o un esteticismo: Es
como si Francisco tuviese el presentimiento de los dramas religio-
sos que el futuro próximo le reservaba.
Verdaderamente, él vive estos dramas, los lleva consigo y viene
la crisis – se puede hablar así sin dramatizar – por la cual el esteti-
cismo se apodera de este hombre joven de apenas 20 años. ¿En qué
fecha concreta se desencadenó la crisis? Los historiadores dudan
entre 1586 y 1587. Esto no cambia nada de la gravedad de la situa-
ción. Esta «borrasca» duró seis semanas y fue tan profunda, que
llegó a quebrantar la salud de Francisco.
«El Beato me contó una vez – declaró la Madre de Chantal –
para confortarme en una dificultad que yo tenía, que, siendo estu-
diante en París, cayó en grandes tentaciones y profundas angustias
de espíritu; le parecía que estaba totalmente condenado y que no
había salvación para él... A pesar del exceso de trabajo, siempre

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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tuvo en el fondo de su espíritu la resolución de amar y servir a Dios
con todas sus fuerzas durante su vida, y con tanto más afecto y
fidelidad, cuanto más le parecía que no podría hacerlo por la eter-
nidad. Este trabajo le duró al menos tres semanas, o quizá seis,
según puedo acordarme, con una violencia tal, que perdió casi el
apetito y el sueño y se quedó delgadísismo y amarillo como la cera,
por lo cual, su director estaba muy preocupado.
Ahora bien, un día que le pareció bien a la divina Providen-
cia liberarlo, mientras volvía del Palacio, pasando delante de una
iglesia, entró para rezar. Se puso ante el altar de Nuestra Señora
donde encontró una oración pegada a una tablilla, que decía:
Acordaos oh gloriosa Virgen María que jamás se ha oído decir que
ninguno de los que se han encomendado a vos… etc... La rezó entera
y después se levantó y en ese mismo momento, se encontró per-
fecta y enteramente curado; tuvo la sensación de que su mal cayó a
sus pies como escamas de lepra.»
Este testimonio de la Madre no deja dudas, pero se plantea una
cuestión: ¿de dónde le vinieron a Francisco estas «grandes tenta-
ciones y profundas angustias de espíritu»? Con toda evidencia, son
tentaciones de orden espiritual. Por tanto, ¿no influirían en el tem-
peramento muy sensible del joven, un poco escrupuloso y cier-
tamente «melancólico» una melancolía que había heredado de su
madre y que se revelaba en las horas de fatiga?. ¿En 1586-1587,
Francisco descansaba lo suficiente? ¿No nos declara uno de sus
compañeros que «con bastante frecuencia se ausentaba al salir de
las clases de filosofía, y se iba a la Sorbona sin comer para oír las
discusiones teológicas»?
Es significativo que Francisco haya confiado esta prueba, preci-
samente «propia de un gentilhombre que había caído en una pro-
funda melancolía»: «Se dice que además del mal que padecéis por
los accidentes corporales, estáis aquejado de una violenta melan-
colía... Por favor, Sr. decidme, ¿cuál es la razón que alimenta este
triste humor que os es tan perjudicial? dudo que vuestro espíritu

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San Francisco de Sales
esté todavía turbado por cierto temor a la muerte y a los juicios de
Dios. Desgraciadamente ¡es un extraño tormento! Mi alma que lo
ha soportado durante siete semanas, es muy capaz de compartirlo
con aquellos que lo padecen. ¿No confiáis en Dios? ¿Quien confía
en él nunca será confundido? No, señor. nunca lo será.»
Sea lo que sea de estos preámbulos, la crisis que hemos anali-
zado adquirió en Francisco una violencia y una dimensión tales,
que, no es posible no reconocer «la mano del Señor.» La prueba
revela la más alta mística. Hay una coincidencia desconcertante ;
en la misma época, exactamente hacia 1583, Juan de la Cruz des-
cribe maravillosamente las vías extraordinarias de la vida espiri-
tual y sobre todo, esta etapa, con formas originales, por las que
Dios purifica el alma con la que él quiere unirse con una unión más
estrecha, y que él llama la «Noche.» «Todas las fuerzas y todas las
afecciones del alma, por medio de esta noche y purgación divina,
se renuevan y cambian en afecciones de naturaleza divina.»3 ¿No
fue precisamente este el beneficio de esta crisis de 1586-1587 para
Francisco?
Ignoramos el alcance preciso de esta fiebre espiritual, pero, por
el contrario, documentos de una gran certeza nos hablan de su
agudeza y de su solución.
Parece que todo comenzó con una dificultad puramente especu-
lativa: el misterio de la predestinación. Teniendo presente el pensa-
miento de san Agustín y de santo Tomás que insisten en el pre-co-
nocimiento y la libre predilección de Dios en la salvación de los
hombres, Francisco tomó una conciencia viva de la incertidumbre
de la salvación. Pero, volviendo sobre sí mismo y midiendo los peli-
gros que le amenazan a él entre la juventud estudiantil, él que era
tan sensible y cuyo corazón «ama tan amorosamente», es víctima
de la perturbación: ¿estará él, Francisco entre el número de los pre-
destinados?. En realidad, la crisis fue, sobre todo, de orden psico-
3 La Nuit Obscure, L. II, Ch. IV.

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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lógico y espiritual, pero, en Francisco, todo problema del alma se
complica con un problema de inteligencia.
Aquí, Francisco nos hace prestar gran atención a la queja de este
alma angustiada, tal como nos ha llegado del Sr. Déage, su pre-
ceptor, y de Francisco Favre, el ayudante de cámara de Francisco,
por el intermediario Carlos-Augusto de Sales. Si estas palabras son
auténticas, – y tienen todas las posibilidades de ser creídas, pues
corresponden perfectamente al acto de abandono heroico que nos
ha conservado el Padre de Quoex y a la Protesta de 1591 – nos
revelan magníficamente a qué grado de pureza y caridad había
llegado Francisco en su vida espiritual. Se trata verdaderamente
de la queja de un amor frustrado, de un amor que se ve con fre-
cuencia contrariado en toda sus esperanza, incierto de poseer un
día su objetivo único: pero un amor que se purifica extrañamente
al fuego de su angustia; y, de manera dolorosa, se pliega sobre lo
que le queda de su felicidad: «¡Miserable de mí! ¿seré yo privado
de la gracia de aquel que me ha hecho gustar tan suavemente sus
dulzuras y que se me ha manifestado tan amable? ¡Oh Amor!, ¡Oh
Caridad! ¡Oh Belleza en la que he volcado todos mi afectos. ¿no
gozaré más de vuestras delicias? ¡Oh Virgen! ¿No os contemplaré
nunca en el reino de vuestro Hijo? ¿Y no seré yo nunca partícipe de
este inmenso beneficio de la Redención? ¿Y mi dulce Jesús no ha
muerto también por mí como por los demás? ¡ Ah! sea como sea,
Señor, al menos, que yo os ame en esta vida, si no puedo amaros en
la eterna, puesto que nadie os puede alabar en el infierno.» Oración
trágica y generosa, pero que no basta para pacificar el alma.
Cuanto Francisco más estudiaba y discutía, más chocaba con la
predestinación a la gloria anterior a la previsión de los méritos.
Parecía que no había ninguna salida posible a este drama espiritual,
hasta que un día, volviendo del colegio, «más muerto que vivo»,
tuvo la idea de entrar, como lo hacía frecuentemente, en la iglesia
de Saint-Etienne des Grès. Era «el día destinado por la divina Pro-
videncia para liberarlo», según el relato de la Madre de Chantal.

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San Francisco de Sales
Aquí, en varios puntos (duración de la solución, lugar del acto del
abandono heroico, fecha de la Protesta), los historiadores discre-
pan; nosotros seguiremos preferentemente el ritmo de Madre de
Chantal.
Así pues, una vez que entró en la iglesia, Francisco se dirigió
«derecho» a la capilla de la Virgen. Sin duda que realizó en este
momento este «acto de abandono heroico», esta ofrenda que nos ha
conservado el Padre de Quoex: «Suceda lo que suceda, Señor, vos que
tenéis todo en vuestras manos, y cuyos caminos son todos justicia y
verdad ; sea lo que sea lo que vos habéis decretado con respecto a mí
en relación al eterno decreto de predestinación y de reprobación ;
vos cuyos juicios son un abismo profundo, vos que sois siempre un
Padre Justo y Misericordioso, yo os amaré, Señor, al menos en esta
vida, si no se me concedeis amaros por la eternidad; al menos, os
amaré aquí, Dios mío, y esperaré siempre en vuestra misericordia,
y siempre repetiré vuestra alabanza, a pesar de todo lo que ángel de
Satanás no cesa de inspirarme en contra. ¡Oh, Señor Jesús!, seréis
siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos. Si por
mi conducta, tengo que ser maldito entre los malditos que no verán
nunca vuestro dulcísimo rostro, concededme, al menos, no ser de los
que maldecirán vuestro santo nombre.»
Habiendo reafirmado esta patética conformidad con la voluntad
divina, se fijó en un pequeño cuadro en la muralla: era la oración
Acordaos, oh piadosísima Virgen. La recitó de rodillas y con lágri-
mas en los ojos.» Y se realizó la maravilla: «cuando acabó esta
Oración, pidió la salud del cuerpo y del espíritu y consagró a Dios
y a la Virgen su virginidad; como testimonio y memoria de esto,
se obligó a recitar el rosario todos los días de su vida. Y entre estas
oraciones y propósitos, la tentación desapareció, recuperó la salud
y le pareció que le quitaban de la cabeza y del cuerpo como costras
o escamas de lepra.»
Al salir de esta crisis, Francisco había adquirido una experien-
cia inestimable en los caminos de Dios, pero más todavía, había

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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tomado una postura doctrinal sobre una cuestión capital de la
teología católica. Con frecuencia se insiste en la importancia del
primero de estos beneficios: es muy cierto que Francisco, a pesar
de sus apenas veinte años, es, sin embargo, capaz de comprender
las pruebas más dolorosas de las almas que Dios quiere conducir
a la pureza de su amor. Pero, si consideramos su época, las quere-
llas a las que Francisco, sacerdote y después obispo, va enfrentarse,
protestantismo, mística de excepción e incluso, al final de su vida,
los precursores del jansenismo, todas las discusiones en las que está
en juego el destino de la libertad humana en sus relaciones con la
gracia, no podemos menos que admirar la sabiduría de Dios que
se prepara así a un doctor del amor puro y de la auténtica «libertad
de gloria de los hijos de Dios.»
París, colegio de Clermont e iglesia de Saint-Étienne des Grès
(detalle del mapa Turgot de 1739).

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San Francisco de Sales
Por muy liberado que esté Francisco, parece que el problema de
la predestinación permanecerá para él todavía, y quizá por largo
tiempo, como un punto neurálgico de su pensamiento religioso. En
sus manuscritos, volvemos a encontrar bastantes notas sobre este
tema, entre las cuales, la más parecida por el tono y el contenido a
la crisis de 1586-1587, es, sin duda, esta «protesta» desconcertante,
que con las mejores críticas situamos hacia 1591. No podemos
citarla íntegramente:4 retendremos, al menos, el pasaje en el que
se refleja mejor la actitud francamente apostólica y espiritual que
adopta Francisco en el problema especulativo de la predestinación.
«Postrado a los pies de bienaventurado Agustín y Tomás (los dos
autores cuyas tesis habían, si no provocado, sí al menos extremado,
su crisis del alma), estoy presto a ignorar todo para conocer a Aquel
que es la ciencia del Padre, a Cristo crucificado. (En esta simple
frase, se incribe ya el que será su pensamiento místico). Efectiva-
mente, aunque no dudo de que las cosas que he escrito (esta pro-
testa se encuentra al fin de las notas teológicas sobre la predesti-
nación) sean verdaderas, porque no veo en ellas nada que pueda
llevar a una duda sólida de su verdad; no obstante, porque no veo
todo y porque un misterio tan profundo es demasiado brillante
para ser mirado de frente por mis ojos de lechuza (parece que esta
será la posición que adoptará Francisco cuando será consultado
por el Papa Pablo V en la querella De Auxiliis), si, después apare-
ciese lo contrario, – cosa que pienso no sucederá jamás – todavía
más, si me viese condenado – ¡que esto no suceda nunca, Señor
Jesús! – por esta voluntad que los tomistas sitúan en Dios para que
él muestre justicia, golpeado de estupor y levantando los ojos hacia
el Juez Supremo, voluntariamente diré con el Profeta: ¿Mi alma no
se someterá a Dios? Amén, Padre, porque así os parece bien; que se
haga vuestra voluntad. Y diré esto tantas veces con la amargura de
mi corazón, hasta que Dios, cambiando mi vida y mi sentencia,
4 Cf. Oeuvres, T. XII, pp. 63-68.

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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me responda: «Ten confianza, hijo mío, yo no quiero la muerte del
pecador, sino más bien que se convierta y viva.»
(Y Francisco acumuló aquellos textos bíblicos y, sobre todo,
los textos evangélicos que afirman la voluntad de Dios de salvar a
todos los hombres) «Y porque tú has querido glorificar mi nombre,
incluso sufriendo, si fuese necesario, aunque en esto sean mínimas
la gloria y exaltación de mi nombre, que no es «condenador»,
sino «Jesús» (leamos estas palabras magníficas en latín: glorificatio
nominis mei qui non est damnator, sed Jesus) – te estableceré sobre
muchos, para que me alabes en esta bienaventuranza eterna en la
que estalla la gloria de mi nombre...» Ya no responderé más otra
cosa distinta de la de antes: Amén, Padre, porque os ha parecido
así. Mi corazón está presto, oh Dios mío, a padecer por vos; mi
corazón está presto a la gloria de vuestro nombre, Jesús... Amén,
Jesús y María.»
Esta confidencia es capital, representa una cima, quizá la cima de
la vida espiritual; creamos al sacerdote Bremond, que es maestro en
la materia: «Preciosa reliquia, menos excitante, menos apasionante
que el amuleto de Pascal, pero de una riqueza doctrinal muy supe-
rior».5 La «riqueza doctrinal» de este texto no sorprenderá apenas
a los que conocen las otras notas sobre la predestinación, y espe-
cialmente ese el fragmento de 1591, en el que Francisco enumera
las pruebas y las autoridades que hacen creíble la tesis de que «no
solamente la condenación tiene lugar como consecuencia de las
faltas previstas, sino también que la predestinación se funda en los
méritos previstos.»
Esta será en adelante su posición teológica, sobre la cual va a
poder apoyar todas sus discusiones con los Protestantes, toda su
predicación y toda su dirección espiritual. Escribiendo en 1618,
más de treinta años después de la crisis, al Padre Lessius, le decla-
5 Henri BREMOND, historire Littéraire du Sentiment Religieux en France, París,
Bloud et Gay, 1916, T.I., p. 90.

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San Francisco de Sales
rará: «En la biblioteca de los Jesuitas de Lyon, he visto vuestro
Tratado de la Predestinación, y aunque no he tenido tiempo más
que de hojearlo de prisa, he recalcado que abrigáis y sostenéis la
opinión de la predestinación a la gloria después de la previsión de
los méritos, opinión tan noble bajo tantos puntos de vista, puesto
que es tan antigua y tan consoladora. Esto me ha producido una
gran alegría, puesto que yo he mirado siempre esta doctrina como
la más verdadera, la más amable y la más conforme a la misericor-
dia de Dios y de su gracia, así como he indicado un poco en mi
Tratado del amor de Dios.»
Las consecuencias de esta crisis de 1586-1587 sobre el destino
espiritual de Francisco de Sales son considerables: conciernen no
solamente a su pensamiento, sino a su alma – no solamente a su
teología, sino a su religión personal y a todo su apostolado. En el
fondo, esta crisis fue para él una verdadera batalla de liberación:
afirmó su fe en las realidades más esenciales de la vida de gracia,
desarrolló en él las virtudes que son las más eficaces en las relacio-
nes del hombre con Dios, le dió una experiencia de la vida cristiana
muy alta, haciéndole conocer la angustia extrema y las bruscas libe-
raciones; brevemente, le abrió el acceso de la recta, sana y auténtica
«libertad de la gloria de los hijos de Dios»: este será en adelante el
término hacia el cual él tenderá con fervor y hacia el cual se esfor-
zará por orientar a las almas más sublimes y más humildes que se
apoyarán en él en su búsqueda de Dios.
La primera estancia de Francisco en París toca a su fin: Francisco
acaba el curso de la Facultad de Artes. Al comienzo del verano de
1588, vuelve a Saboya.
El Sr. de Boisy destina a «este muchacho de muy grandes espe-
ranzas al rojo vestido del senador.»
Él «concede» a Francisco, que desde hace ocho años no ha vuelto
a Saboya, «el tiempo libre para ver a sus padres y amigos»; pero,
desde ahora, ha decidido que en el otoño de 1588, el estudiante irá
a Padua, siempre acompañado por el Sr. Déage, y allí se dedicará al

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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estudio del derecho: Gallois, el hermano menor, acompañaría a su
primogénito y seguiría las clases de gramática en el colegio de los
Jesuítas.
Padua y el doctorado «en uno y otro derecho»
Francisco, pues, está dedicado a sus estudios de «uno y otro derecho»,
es decir, del canónico y del civil, por obediencia a su padre; pero,
en secreto, y de acuerdo con el Sr. Déage, consagrará una parte de
su tiempo a retomar, en su integralidad, los estudios teológicos: «Se
programó ocho horas de estudio, cuatro para la jurisprudencia, y
otro tanto para la teología.» En la realidad, se interesó además, a
modo de pasatiempo, en la botánica y en la medicina.
Pero el problema religioso permanece en el centro de sus preo-
cupaciones: «Con el fin de aprovechar más no solo en lo escolás-
tico, sino también en la mística, para la cual ya había puesto buenos
fundamentos en París, le hacía falta un buen maestro y un direc-
tor.» Para esta labor, eligió, por «inspiración del cielo», «al Padre
Antonio Possevin, de la Compañia de Jesús, hombre que sobre-
salía por encima de los demás, por sus virtudes.» Visiblemente, el
Padre ejercía una gran influencia sobre la orientación espiritual de
su discípulo ; él fue el que le orientó a entrar en la Congregación de
la Anunciación de Nuestra Señora, cuya sede era el colegio de los
Jesuítas, y a seguir los Ejercicios Espirituales; a él fue a quien hizo
llamar Francisco cuando en 1590 pensaba que se moría. Pero, tras
tres años en Padua, el Padre Possevin fue sobre todo para Francisco
el maestro que, siguiendo las enseñanzas de Génébrard, desarrolló
en él el gusto por la Sagrada Escritura; y fue también el guía que le
ayudó a llevar entre la población estudiantil ligera y luchadora de
Padua una vida sinceramente cristiana.

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San Francisco de Sales
De esta época6 data un documento muy importante: Francisco,
de acuerdo con su director, se da un proyecto de vida. ¿Podemos
ver en estas páginas «una Introducción a la Vida Devota en min-
iatura»? Sin duda que no. No hay que olvidar que Francisco se
orienta siempre secretamente hacia el Sacerdocio, y que ha hecho
a Nuestra Señora, en la iglesia de San Étienne des Grès, un voto
de castidad que pretende guardar fielmente con la ayuda de Dios,
entre los peligros de Padua. Este documento sí que nos propor-
ciona informaciones muy importantes sobre la idea que Francisco
se hace de la vida cristiana, en torno al año 1590.
Hay un ejercicio que le interesa mucho: «Yo preferiré siempre a
cualquier otra cosa, el ejercicio de la preparación, y lo haré todos
los días por la mañana; consiste en un examen preliminar hecho en
presencia de Dios, de lo que se prevé que pueda acaecer durante la
jornada.»
Después de esto, se propone siete artículos para pasar bien la
jornada. «Por la mañana, tan pronto como me despierte, daré
gracias a Dios ; después pensaré en algún sagrado misterio; no
faltaré ningún día a la Santa Misa, etc...»
Entre estos siete artículo, el tercero es demasiado original como
para que nos detengamos en él por un instante, tanto más que la
tercera parte de nuestro documento le retomará y le desarrollará:
«Como el cuerpo necesita el sueño para descansar y aliviar sus
miembros fatigados, así también es necesario que el alma tenga
un tiempo para adormecerse y reposar entre los castos brazos de
su celeste Esposo, a fin de restaurar por este medio las fuerzas y el
vigor de sus potencias espirituales: para empezar, dedicaré todos
los días algún tiempo para este sagrado sueño, a fin de que mi
alma, a imitación del discípulo amado, duerma con toda seguri-
6 Contrariamente a lo que se suele considerar, yo no creo que se pueda deducir de
este texto la prueba de que no sería editado hasta después de la gran enfermedad
de Francisco a finales de 1590 y principios de 1591.

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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dad bajo el amable pecho, y en el corazón amoroso del amoroso
Salvador.»
La descripción detallada en ocho puntos de este «sueño» sagrado
es verdaderamente una pieza notable. Sueño particularmente
activo donde todos los grandes temas de la meditación cristiana
se reúnen. Pero, lo que importa aquí es la actitud del alma. Esta
actitud es extremadamente característica, se trata de un descanso,
de un gusto, de una delectación sabrosa que hace reposar el alma y
la introduce en el amor de Dios.
«Y en primer lugar (así comienza el texto) habiendo elegido un
tiempo cómodo para este sagrado descanso, antes de nada, trataré
de refrescar mi memoria con todos los buenos movimientos,
deseos, afectos, resoluciones, proyectos, sentimientos y dulzuras,
que la divina Majestad me ha inspirado y me ha hecho experimen-
Antiguo patio de la Universidad de Padua.

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San Francisco de Sales
tar en la consideración de sus santos Misterios, de la belleza de la
virtud, de la nobleza de su servicio y de una infinidad de beneficios
que me ha concedido con tanta liberalidad…»
Este tono de admiración, de entusiasmo, va a mantenerse hasta
el final: «En segundo lugar, descansaré bellamente y en tercer lugar
descansaré dulcemente, etc... En cuarto lugar dormiré tranqui-
lamente en el conocimiento de la excelencia de la virtud, etc. en
quinto lugar, me detendré en la admiración de la belleza de la razón,
etc... En sexto lugar reflexionaré cuidadosamente sobre el rigor de
la Justicia divina. En séptimo lugar me ocuparé de ver cómo estos
bellos atributos (la sabiduría infinita, la omnipotencia y la incom-
prensible bondad de Dios) brillan en los sagrados misterios de la
vida, muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo, etc...»
El octavo merece ser citado: «…Me adormeceré en el amor de
la sola y única bondad de mi Dios; la gustaré si puedo, no en sus
efectos, sino en ella misma; beberé este agua de vida, no en los
vasos o frascos de las criaturas, sino en la propia fuente; sabo-
rearé qué buena es en sí misma esta adorable majestad, buena en
sí misma, buena por sí misma; cómo ella es la bondad misma y
cómo ella es la suma bondad; y una bondad que es eterna, inagota-
ble e incomprensible. ¡Oh, Señor!, diré yo, solo vos sois bueno por
esencia y naturaleza; solo vos sois necesariamente bueno; todas las
criaturas que son buenas, tanto por la bondad natural como por
la sobrenatural, no lo son más que por la participación en vuestra
amable bondad.» Este documento contenía además otras normas
«para portarse bien con las compañías y en los encuentros, sin tro-
pezar ni sucumbir en el vicio.»
Francisco de Sales dispone ya de esta espiritualidad fuerte y
suave, sólidamente dogmática y sensible al corazón, que consti-
tuirá su encanto y atraerá hacia él las almas. Pero, ¿habría llegado
a esta cima, habría escrito estas páginas sobre el Sueño espiritual,
si no hubiera pasado por la crisis de 1586-1587, y si no la hubiera
superado? Un alma que no ha dominado con la fe y la confianza

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Capítulo ii - El perfecto gentilhombre
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su angustia espiritual, no puede sumergirse así en las fuentes del
amor... Para Francisco, entre las arideces de los estudios jurídicos
y los peligros de la ciudad universitaria, este reglamento era un
talismán: «Con el fin de poder releerlo con frecuencia (estas leyes
y normas) lo escribió en las primeras y últimas páginas de un libro
de oraciones que llevaba ordinariamente en el bolsillo.»
Una vez que retomó el conjunto de sus estudios teológicos, se
encuentra necesariamente frente al problema de la predestinación.
El Padre Possevin, puesto al corriente por Francisco de sus proyectos
de futuro, le había animado en su vocación: «Creedme, vuestro espí-
ritu no está hecho para las preocupaciones de la abogacía, y vuestros
ojos no están hechos para su polvo.» El descubrimiento del libro de
Laurent Scupoli, «el Combate Espiritual», aconsejado por los Padres
Teatinos, cuyos oficios frecuentaba Francisco con gusto, le había
confirmado en su resolución de darse a Dios y de estudiar la teología.
Su maestro de pensamiento seguía siendo santo Tomás de
Aquino; en una pintoresca afirmación, Carlos-Augusto de Sales
imagina a Francisco «abriendo sobre el pupitre de su habitación,
la Suma del Doctor Angélico santo Tomás, para tenerlo siempre
ante los ojos y poder recurrir a ella enseguida para entender los
demás libros.» Francisco tenía «otros libros»: amplió el campo de
sus lecturas: los Padres de la Iglesia le son familiares y, entre todos,
sus preferidos son Agustín, Jerónimo, Crisóstomo, Cipriano, cuyo
estilo le encanta, y añade a san Bernardo y a san Buenaventura.
Pero en el tema concreto de la predestinación, se aparta decidi-
damente del pensamiento de santo Tomás, y mantiene la opinión
«más verdadera y más amable»7 que sus maestros jesuitas enseña-
ban abiertamente, apoyándose en el libro del Padre Molina, apare-
cido en 1588: La Concordancia del libre albedrío con los dones de la
gracias, la preciencia de Dios, la providencia, la predestinación y la
reprobación.
7 Carta al P. Lessius, Oeuvres, T. XVIII, pp. 271-274.

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San Francisco de Sales
En estos años de Padua (probablemente en 1591) se sitúa la nota
que ya hemos citado y que definía claramente la actitud muy pura
y de confianza que sería en adelante la actitud de Francisco. Pero
es importante resaltar que los cuatro «fragmentos» que nos han
llegado hasta nosotros de sus Observaciones teológicas en Padua,
hagan todos alusión a este problema de la gracia y de la predesti-
nación. Uno de ellos es particularmente conmovedor: «He anotado
aquí, con miedo y temblor, escribe Francisco el 15 de diciembre de
1590, quizá para no tener que lamentar su pérdida, si en el segui-
miento de esta manera de pensar, en la que me he afirmado cuando
llegué a la adolescencia y cuando adquirí más experiencia por la
edad y la ciencia, sigue apareciendo verdadera según el juicio y
la decisión de la Iglesia, como me ha aparecido verdadera en mi
infancia. Pues, desde esta época, afirmándome en ella, he medi-
tado en todo lo que parece tratar de cerca esta cuestión.»8
Estas notas de teología están fuertemente acompañadas de
oración. Aquí una al Espíritu Santo; allí un homenaje a Jesucristo.
El deseo de Dios y el celo de las almas se expresan aquí con toda
libertad: «He escrito todas estas cosas para el honor de Dios y el
consuelo de las almas.» Pero lo que importa, por encima de todo
a Francisco, es que su doctrina esté perfectamente de acuerdo con
la enseñanza de la Iglesia. «Estas cosas las he escrito muy humil-
demente, añade, estando dispuesto a abandonar no solamente las
conclusiones que he tomado o tomaré, sino también la cabeza que
las ha concebido, y esto, incluso aunque repugne a mi inteligencia
rechazarlo, para abrazar la opinión que es o que será adoptada en
el futuro por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, mi Madre y
la columna de verdad.»
Francisco tenía entonces «veinticuatro años y el tiempo que
había destinado al estudio de las leyes se había acabado, cuando
recibió el mandato de su padre de doctorarse.» El gran juriscon-
8 Oeuvres, T. XXII, p. 46

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sulto Guy Pancirole, «hombre lleno de virtud y de ciencia y que
tenía un espíritu más angélico que humano» estaba muy unido a
Francisco y quiso ser él mismo su «Promotor.» La ceremonia de
doctorado tuvo lugar «el cinco de septiembre de 1591.» Francisco
se mostró brillante en la defensa y respondió «muy sólidamente a
los argumentos que fueron expuestos contra la doctrina.».. «Pan-
cirole, su Promotor, no fue parco en alabanzas», nos relata Car-
los-Augusto con su estilo sabroso, «...y le puso el anillo, la corona y
los privilegios de la Universidad.» Francisco fue proclamado doctor
in utroque jure – en derecho canónico y civil -. Todos lo festejaron;
«puesto que se había ganado todos los corazones de Padua.»
En el castillo de la Thuile, donde la guerra entre católicos y pro-
testantes había obligado al Sr. de Boisy a replegarse con los suyos,
el triunfo de Francisco fue acogido con gran entusiasmo. Antes
de entrar en Francia, el joven doctor quiso satisfacer un voto ya
antiguo: fue en peregrinación a Loreto. ¿Hay que situar en esta
época el primer viaje a Roma, como se desprende de la tradición
de la Sra. Chantal misma? Esta tradición merece con seguridad
respeto. Pero un estudio más preciso de los documentos y los datos
se inclinaría a discutirla y quizá a rechazarla.9
En febrero de 1592, Francisco estaba de regreso a la Thuile,
donde «el Sr. de Sales esperaba con impaciencia a su querido hijo.»
9 Cf. La biografía crítica que prepara el R.P. LAJEUNIE, O.P.

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San Francisco de Sales

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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3. EL PREBOSTE DE LOS CANÓNIGOS
DE GINEBRA
Francisco, «Sacerdote de Jesucristo»
La acogida fue tierna y entusiasta: Francisco que no tenía todavía
25 años, aparece a los ojos de todos como dotado de todos los dones
de la naturaleza y de la gracia. Este joven doctor es un perfecto gen-
tilhombre; es un caballero de bella presencia y ha demostrado en
varias ocasiones que sabe manejar la espada con un «coraje viril»;
es digno de aparecer en el mundo como jefe de una noble familia.
Su padre «da vueltas en su pensamiento a grandes cosas para su
hijo» y, para comenzar, le confiere la señoría de Villaroget.
Mirémoslo bien como le miran «todos los que le rodean». ¿no
realiza en sí a la perfección el retrato del hombre virtuoso, que él
diseñaba en su escrito sobre el sueño espiritual?: «En cuarto lugar,
yo descansaré suavemente en el conocimiento de la excelencia de
la virtud: virtud que es tan bella, tan graciosa, tan noble, tan gene-
rosa, tan atractiva, tan poderosa. Ella es la que hace al hombre bello
interiormente y también exteriormente; le vuelve incomparable-
mente agradable a su Creador; le sienta muy bien, como propia que
le es. Pero, ¿qué consuelos, qué delicias, qué placeres honestos no
le proporciona en todo tiempo? ¡Ah! ¡es la virtud cristiana que le
santifica, que la cambia en Ángel, que hace de él un pequeño Dios
y que proporciona desde aquí abajo el Paraíso!»
La belleza de Francisco era, sobre todo, una belleza interior.
Desde los tiempos de Padua, «se percibía en él sensiblemente no sé
qué cosa sacerdotal», nos afirma el Padre de la Rivière; y su alma

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San Francisco de Sales
estaba desgarrada: «el respeto amoroso que tenía a su señor padre
y a su señora su madre, lo tenía perplejo y en suspense, no sabía
si consentiría irrevocablemente en las inmaculadas bodas con el
Cordero, sin haber sondeado un poco sus inclinaciones, o si lo
retrasaría por algún tiempo, hasta que tuviese la comodidad de
realizar esta prueba con toda la discreción que le fuera posible.»
Había esperado, pero, ¿no habría llegado ya la hora de declarar
finalmente su decisión?
Francisco se resiste todavía a hablar: el Sr. de Boisy se aproxima
a los setenta años , ¿cómo soportará este golpe tan penoso para
él? ¿y no va a utilizar su autoridad paterna, como le autorizan las
costumbres del tiempo, para rechazar el proyecto de Francisco? En
fin, el tema se las trae... el Sr. de Boisy aprovecha esta demora. «Es
necesario, le dice un día a su hijo, que vayas a Chambéry para ser
recibido como abogado en el Senado», y Francisco consiente en
estos pasos que culminarán el 24 de noviembre con la recepción de
Francisco en el Colegio de abogados. Mientras tanto, el Sr. de Boisy
sueña con casar a Francisco con la señorita Francisca Suchet de
Miribel, «verdaderamente noble de sangre y de virtud», y Francisco
consiente en el encuentro, pero «no para otra cosa en Sallances,
que saludarla simplemente con todo su acompañamiento, como si
tuviese otras cosas que hacer».
Pero a esto se añade otro peligro más sutil porque se podría ver
en él una ocasión única para la familia de Sales: «Carlos-Emmanuel
(duque de Saboya), conociendo bien la honradez y la doctrina del
Sr. de Villaroget, le prometió la dignidad de Senador en la Corte
soberana de Saboya, por medio de cartas patentes que Francisco
Melchor de Saint-Jeoire, barón de Hermance, llevó a Turín.» Fran-
cisco lo agradeció a su Alteza y lo rechazó. Pero todos estos acon-
tecimientos le convencen de que ha llegado el momento de salir de
estas ambigüedades. «Se dirigió a su querido primo Luis de Sales,
canónigo de la iglesia catedral de Ginebra (tres años mayor que él
y que debía convertirse en su compañero de apostolado), y, tomán-

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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dole aparte, le descubrió enteramente su corazón. Luis prometió a
Francisco convencer a su tío de su proyecto.
Desde ese momento, las cosas se suceden muy rápidamente. El
cargo de preboste de la Iglesia de Ginebra, segundo cargo en la dig-
nidad de la diócesis, quedó vacante y Luis de Sales, sin hablar con
Francisco, trató de que se le atribuyese a su primo. Confió este pro-
yecto al canónigo Francisco de Ronys, «que tenía grandes conoci-
dos en Roma y que entendía mucho de la negociación de los benefi-
cios». El Sr. de Ronys hizo enseguida las diligencias acostumbradas
y Dios favoreció de tal manera este asunto, que en poco tiempo, se
tuvieron noticias ciertas de que Su Santidad lo había concedido. El
7 de marzo de 1593, las bulas del nombramiento fueron firmadas
en Roma y el 7 de mayo llegaron al obispado de Annecy.
Estupor de Francisco. Él «creía que esto era un sueño», pero vio
en este acontecimiento, igual que su primo, el argumento que per-
mitiría obtener del Sr. de Boisy la autorización para «ser hombre
de Iglesia» sin herir demasiado su orgullo paterno. La entrevista
de Francisco con su padre tuvo lugar sin duda el 9 de mayo. ¿Tenía
esta entrevista el carácter dramático que le confiere la tradición?
¿El Sr. de Boisy trató de ganar tiempo? Poco importa eso. Al final
aceptó y bendijo a su hijo.
Desde el día siguiente, 10 de mayo de 1593, Francisco quiso
vestir la sotana. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia del pueblo de
la Thuile. «Verdaderamente, le dijo el Messire Bouvard, impresio-
nado por su fervor, a mí me parecía veros con el hábito de capu-
chino.» – «¡Ah! Sr. respondió Francisco, me impongo el hábito de
san Pedro.» El 12 de mayo, Francisco baja a Annecy y, fuera de
toda ceremonia solemne, es investido en su cargo de Preboste. De
acuerdo con su obispo, decide recibir las cuatro Órdenes Menores
y el subdiaconado, el sábado después de Pentecostés.
Francisco se retira al castillo Sales con su confesor, el Reverendo
Aimé Bouvard, para prepararse a las Órdenes. Allí permanece desde
el 18 de mayo hasta el 7 de junio. Un tiempo de soledad, de reflexión

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San Francisco de Sales
de oración... Un eco conmovedor de este retiro nos ha llegado en
el Año Santo de las Visitandinas: el 19 de mayo, Fancisco pidió a
Messire Bouvard renovar la tonsura ya recibida quince años antes,
del Sr. Regard... Por extraño que pueda parecer, el sacrificio de sus
cabellos «rubios y bellos, según nos dicen», le fue tan cruel, que ¡se
desencadenó en él una ola de tentaciones contra su vocación! «Des-
graciadamente, Padre mío, le confesó a Messire Bouvard, hace dos
días que sufro un gran combate contra mi vocación ; el demonio
no ha olvidado ningún rincón de mi alma para tentarme, y me ha
tentado hasta la última punta de mis cabellos, produciéndome una
gran aversión a esta tonsura. La fuerza de Sansón estaba en su cabe-
llera y yo pienso que una parte de mi debilidad estaba también en la
mía; puesto que después que ha sido cortada, me siento más fuerte
en el servicio de Dios, y he prometido a la Divina Majestad despren-
derme completamente del hombre viejo para vivir en adelante total-
mente con su gracia, en novedad de vida con Jesucristo.»
Que Francisco se refiera en esta ceremonia al bello texto de san
Pablo sobre el bautismo, significa claramente su resolución de
conversión radical. Una nota de su puño y letra, que Luis de Sales
afirma haber leído en unas tablillas que Francisco había olvidado
borrar, nos da a entender con qué fervor pasó esta jornada de retiro:
«Francisco, debes acordarte de que Dios te ha concedido muchas
misericordias el día diecinueve de mayo de 1593, por la intercesión
del glorioso san Celestino, protector de tu retiro preparatorio a las
Órdenes.»
Al mismo tiempo que se preparaba espiritualmente a las Sagra-
das Órdenes, Francisco, para completar el examen canónico que ya
había realizado, pronunció10 su primer sermón. El tema fue elegido
según la liturgia: la Iglesia celebraba entonces la fiesta de Pentecos-
tés. Francisco vio en esta circunstancia una invitación a predicar:
10 Nosotros decimos: redactó y no pronunció; pero sin tomar posición en la discu-
sión de los historiadores: Oeuvres, T. VII, p. I, nota.

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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«Este día de hoy es el comienzo de toda predicación»: Es notable
que un pasaje de este sermón ayude a la acción, en el alma, del libre
arbitrio y de la gracia.
El 7 de junio de 1593, Francisco entra en Annecy. El 8, renuncia
legalmente a su derecho de primogenitura y a su título de Villa-
roget en favor de su hermano Gallois. El 9 recibe de Monseñor de
Granier las cuatro órdenes menores, y el 11 «fue promovido a orden
sagrado del subdiaconado». «Después de esto, el prelado, añade
Carlos-Augusto de Sales, le ordenó que se preparara el sermón de
la Fiesta del Corpus Christi.» Realmente el sermón no tuvo lugar
hasta el día de la octava.
Es una gran lástima que el texto, o al menos las líneas de este
sermón sobre «la realidad del Cuerpo de Nuestro Señor en la Santa
Eucaristía» no nos haya llegado a nosotros: puesto que, a juzgar por
el resumen de Carlos Augusto de Sales., parece que el joven predi-
cador expuso en él, por primera vez, sus ideas sobre el amor de
Dios: «Que el soberano es tan soberanamente comunicativo de sí
mismo, que hay tres principales comunicaciones, la primera por la
que el Padre se comunica con el Hijo, y el Padre y el Hijo se comu-
nican con el Espíritu Santo. La segunda por la que la Santísima
Trinidad ha comunicado la persona divina a la naturaleza humana.
La tercera, por la que Dios comunica el Cuerpo de su Hijo, no a la
naturaleza, sino a toda persona humana. Estas tres comunicacio-
nes están tan ligadas entre sí, que la tercera no puede existir sin la
segunda, ni la segunda sin la tercera.» Esto es ir derecho al corazón
de la mística cristiana.
Una vez ordenado diácono, el joven Preboste se revela singu-
larmente activo. Entre el 24 de junio y la Navidad de 1593, pro-
nuncia al menos cinco grandes sermones. Por todas partes «reluce
como un bello sol»: estudia, trabaja, se muestra asiduo en el coro
y apasionado por la liturgia. Visita a los enfermos, reconcilia a los
enemigos. Para la santificación de las almas, funda la cofradía de
Penitentes de la Santa Cruz...

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San Francisco de Sales
No hace apenas seis meses que Francisco es «un hombre de
Iglesia» y ¡qué grande es su impulso apostólico! ¡qué celo por las
almas en este clérigo! ¡Qué fuego! ¿Qué será cuando haya recibido
el sacerdocio, cuando sea obispo? Desde el presente ha cargado
sobre sus hombros el peso de las almas. La gracia no ha trabajado
en vano en él: «Tenemos un nuevo Apóstol», manifestó Monseñor
de Granier tras su primer sermón. ¡Se veía venir! La vida de los
Apóstoles permanecerá siempre ideal al cual él tratará de acercarse
lo más posible.
El sábado de las Cuatro Témporas de septiembre, el día 18 del
mes, Francisco recibía el diaconado. La ordenación sacerdotal fue
fijada para el 18 de diciembre, que era el sábado siguiente al tercer
domingo de Adviento. Gracias a una carta que el ordenando escri-
bió a su amigo Antoine Favre, hacia el 15 de diciembre, podemos
percibir algunos de los sentimientos que ocupaban entonces su
alma: «Ante la inminencia de este día terrible, de este día horro-
roso, como lo llama san Juan Crisóstomo, en el que tras la voluntad
de nuestro obispo, es decir tras la voluntad de Dios (pues no busco
otro intérprete de esta divina voluntad), ante la inminencia de este
día, decía, tras haber pasado por todos los grados de las sagradas
Órdenes, voy a ser promovido a la augusta dignidad del sacerdocio,
no puedo dejar de anunciaros el honor insigne y el bien excelente
que me esperan. No es justo que esta transformación se realice en
un hombre que es todo vuestro. sin conocerla Vos»
Francisco aborda este «cambio», «el más glorioso que le puede
suceder en este mundo» no sin miedo: «estoy asaltado por la más
grande inquietud que jamás he experimentado... Si no me equi-
voco, no puede sucederle al hombre algo más difícil ni más peli-
groso que ser llamado a tener entre sus manos y a producir por
su palabra, según la expresión de san Jerónimo, a Aquel que los
Ángeles, esas inteligencias que nosotros somos incapaces de con-
cebir o de alabar dignamente, no pueden ni siquiera abrazar con el
pensamiento ni celebrar con justas alabanzas»

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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Francisco cuenta con la confianza de su amigo para compren-
der su turbación y simpatizar con su alma. «Seguramente, yo no
ignoraba, venerable amigo, que tan tremendas responsabilidades
fuesen unidas a una tan santa y augusta dignidad; pero el aleja-
miento engaña los ojos, y es bien diferente medir un objeto de cerca
o apreciarlo de lejos. Eres el único, amigo venerable, que me parece
capaz de comprender la turbación de mi espíritu, pues tratais las
cosas divinas con tanto respeto y veneración, que podéis fácilmente
juzgar qué peligroso y terrible es presidir la celebración, qué fácil
es pecar gravemente y qué difícil cumplir dignamente estas santas
funciones.»
Pero este lamento amistoso no debe equivocar a Antoine Favre:
«No me falta el ánimo, añade Francisco, hasta el presente jamás me
ha abandonado.» Habiendo confiado así a su amigo más querido su
«inquietud», «únicamente para suscitar su simpatía; es un remedio
útil, lo sé, para aliviar un corazón sufriente», Francisco continúa
en un tono firme: «No penséis que los santos misterios me inspiran
un terror tal, que no dejan en mí sitio para una esperanza y alegría
muy superiores a los que podrían proporcionarme mis propios
méritos. Me alegro especialmente y me regocijo – Laetor plurimum
et gaudeo – de poder corresponder con el oficio más sublime de
todos, quiero decir con sacrificios, con los sacrificios de la Víctima
más majestuosa...».
Desgraciadamente se termina aquí la anotación autógrafa: pero
esta confidencia tal como la tenemos, es ya preciosa, porque expresa
bien el alma infinitamente delicada y prudente de Francisco, cuya
fuerza, impulso y regocijo tienen su fuente en lo más profundo de
las verdades de la fe.
El 18 de diciembre, Francisco de Sales era «ordenado sacerdote»:
«El buen prelado, relata Carlos Augusto de Sales, no pudo contener
las lágrimas al imponerle las manos y hacer la reflexión de que era
su hijo más querido. Pero en esta acción, el siervo de Dios, Fran-
cisco, encantado en la consideración de su dignidad, se parecía

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San Francisco de Sales
Catedral de Annecy.

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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más a un hombre de otro mundo.» Antes de celebrar su primera
misa, el nuevo sacerdote quiso prepararse aun durante tres días de
retiro. «El veintiuno de diciembre del año mil quinientos noventa
y tres, día del apóstol santo Tomás, cantó su primera misa en la
catedral.» «En este primer sacrificio, confiará un día a la Madre de
Chantal, Dios tomó posesión de mi alma de una manera inexpli-
cable». Tras el oficio de vísperas, añade Carlos Augusto con una
fórmula demasiado breve a nuestro gusto, hizo una predicación
fervorosa sobre el tema de su sacrificio. Según las costumbres del
tiempo, este sermón fue sin duda casi una confidencia y, de alguna
manera, una declaración programática, y es lamentable que no nos
haya llegado hasta nosotros.
Los cinco años siguientes (1593-1598) nos revelarán en Fran-
cisco de Sales el sacerdote de Jesucristo. Figura magnífica ante la
cual los protestantes del tiempo, al menos los protestantes since-
ros y los historiadores más críticos de hoy, han debido inclinarse
. La gracia estalla en este alma sacerdotal. Y por una suerte pro-
videncial, vemos a Francisco ejercer su sacerdocio en dos situa-
ciones aparentemente muy opuestas: en la calma de la apacible y
muy católica ciudad de Annecy (de la Navidad de 1593 al mes de
septiembre de 1594), y después de la tormenta y los peligros de la
misión del Chablais.
Los primeros meses de sacerdocio
La fase de Annecy de este apostolado comenzó por la solemne «ins-
talación» del preboste. La ceremonia tuvo lugar un poco después
de Navidad. «Este sacro colegio de tantos gentileshombres y doc-
tores, después de haber examinado su nobleza y su doctrina según
la costumbre y los estatutos, le confirió la real, actual y corporativa
posesión de la dignidad del preboste, con el beso del altar mayor y
otras ceremonias acostumbradas».

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San Francisco de Sales
En esta ocasión Francisco pronunció un notable discurso pro-
gramático.11 Tras expresar sus agradecimientos y su confusión por
haber sido llamado tan joven e inexperto a presidir este «venerable
capítulo de la iglesia de San Pedro de Ginebra», Francisco evocó
con toda la naturalidad, la tristeza de este exilio y el deseo que el
obispo y los canónigos conservaban en el fondo de su corazón,
de entrar un día en la ciudad episcopal. Y el preboste propuso a
sus canónigos una «empresa», «tan grande como difícil, que no es
imposible ni indigna de nosotros: se trata de recuperar Ginebra, la
sede antigua de vuestra asamblea.»
¿Una cruzada? El discurso tuvo que despertar la atención en
más de uno de los asistentes: la lucha armada y fratricida era casi
permanente entre protestantes y católicos de este país, Pero ense-
guida, Francisco definió el sentido de esta reconquista: «Los muros
de Ginebra hay que derribarlos con la caridad; es necesario inva-
dirla con la caridad ; es necesario recuperarla con la caridad... No
os propongo ni el hierro, ni ese polvo cuyo olor y sabor recuerda
el fuego del infierno... Debemos rechazar a nuestros enemigos
con el hambre y la sed soportadas, no por los adversarios sino por
nosotros mismos; puesto que este género de demonios, lo sabéis, no
puede expulsarse fuera sino por la oración y el ayuno. ¿Queréis un
método fácil para conquistar una ciudad por asalto?».
Y Francisco sacó su ejemplo de la Escritura: Cuando Holofer-
nes asediaba Betulia, cortó el acueducto e hizo custodiar todas las
fuentes que proporcionaban agua a la ciudad. Así hay que hacer con
Ginebra: «Hay un acueducto que alimenta y reanima, por así decir,
toda la raza de los herejes: son los ejemplos de los malos sacerdo-
tes, las acciones, las palabras, en una palabra, la iniquidad de todos,
pero sobre todo de los eclesiásticos. Por nuestra culpa, se blasfema
11 Esta pieza muy señalada se conserva en la Biblioteca pública de Ginebra; no fue
publicada hasta 1891, por iniciativa de la Academia Salesiana, Cf. Oeuvres, T. VII,
pp. 99 ss.

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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de Dios cada día entre las naciones y con toda razón, el Señor se
lamenta de ello tan amargamente por sus Profetas. Esta es el agua
de la contradicción que me parece que calma la sed ardiente de los
herejes... Es nuestra iniquidad la que beben estos hombres inicuos,
así está escrito: beben la iniquidad como el agua... Puesto que esto
es así, compañeros de armas, puesto que ellos miran las acciones del
otro y no las suyas, os ruego que detengamos el curso de este agua.»
Los pacíficos canónigos se alarmaron no poco al escuchar estos
calificativos tan guerreros. Intransigente, el preboste continúa su
arenga: evoca ahora el exilio de Israel: «¿Nos dejaría insensibles
este dolor que deberíamos padecer a causa de un exilio tan pesado
y menos honorable que nuestros pecados que prolongan su dura-
ción? Los israelitas se sentaron en la orillas de los ríos de Babilo-
nia, y lloraron acordándose de Sión. ¿Qué haremos nosotros los
canónigos de Ginebra? ¿No somos exiliados y peregrinos en tierra
extranjera, la que habitamos y pisamos con los pies? Sentémonos
pues en estas orillas de los ríos de Babilonia, es decir, de la confu-
sión, de los pecados; lloremos recordando esta Sión ginebrina, en
otro tiempo tan gloriosa de los trofeos de Cristo, y hoy, por los
crímenes de nuestra época y de nuestros antepasados, yacente ago-
biada bajo la más vergonzosa servidumbre de la herejía.»
Una última llamada en la que se resume la exhortación del
preboste: «En una palabra, pues hay que terminar este discurso,
debemos vivir según la regla cristiana, de tal manera que seamos
canónigos, es decir, regulares e hijos de Dios, no solamente de
nombre, sino también de hecho»
Invito a los que juzgan a Francisco de Sales demasiado «florido»,
a releer íntegramente este texto (otros no son menos épicos): estos
pensamientos, estas directrices, este tono ; pronto nos revelarán al
verdadero Francisco de Sales, es decir, al sacerdote de Jesucristo
en conflicto con el pecado del mundo, y convencido de que se le
puede vencer con la oración, la penitencia y, por encima de todo,
con la caridad.

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San Francisco de Sales
Retrato de Francisco de Sales en 1618 (Visitación de Moncalieri).

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Capítulo iii - El preboste de los canónigos de Ginebra
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El joven preboste no se contenta con predicar con bonitas pala-
bras, sino que actúa y da ejemplo. A pesar de las presiones de sus
padres, de sus amigos, se obstina en rechazar «el estado de senador,
al que había sido promovido por Su Alteza Serenísima». Si rechaza
sentarse en el ilustre Senado, por el contrario, es asiduo a los oficios
del capítulo: «Un día, responde a Monseñor de Granier, con un
aforismo que dice que hay que preferir las acciones comunes a las
particulares. Dios está allá donde hay una asamblea reunida en
su nombre.» Manteniéndose fiel a la letra de su cargo, el preboste
pudo contentarse con hacer respetar la disciplina de los canónigos,
pero no es así como Francisco entiende su sacerdocio: hablando de
este tiempo, la Madre de Chantal refiere: «Todo el mundo sabe que
él celebraba la santa misa y que asistía todos los días a los oficios
divinos, confesaba y predicaba con mucha frecuencia excelente-
mente la palabra de Dios y, desde entonces… le consideraba como
un hombre de Dios.»
Resaltamos este celo del nuevo sacerdote por el ministerio de la
confesión: este será uno de los rasgos constantes de su apostolado.
«Habiendo tenido una especial autorización de su obispo, (Mon-
señor de Granier había nombrado a Francisco pentienciario de su
diócesis), puso un confesionario cercano a la puerta por la que se
entra del lado del Evangelio para las confesiones de los Penitentes
en la catedral; Francisco permanecía en él algunas veces desde el
amanecer hasta mediodía, rodeado de un gran número de fieles de
uno y otro sexo, y sin hacer ninguna acepción de personas.»
Esta afirmación nos nos debe parecer exagerada: Francisco,
incluso cuando era obispo, se entregaba siempre a este ministe-
rio de las confesiones, como uno de los más importantes; él dirá
«jóvenes y viejos, pobres y ricos, nobles y paisanos, sanos y enfer-
mos, robustos y débiles; su madre y su padre tendrán también
ellos mismos la ocasión de recurrir a él. Le gusta prestar servicio a
los demás sacerdotes de la diócesis, rechaza totalmente cualquier
recompensa pecuniaria por este ministerio, a pesar de que sus

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San Francisco de Sales
entradas eran muy escasas, puesto que su cargo de preboste había
sido expoliado de todos sus bienes por los herejes de Ginebra; por
el contrario, encuentra los medios de hacer limosna y de «darla
a escondidas a los pobres vergonzosos». Le agrada aliviar, conso-
lar, reconciliar. Le consultan cada vez con más frecuencia sobre las
cuestiones de derecho y de teología.
Todo este celo, todo este éxito, no estaba exento de provocar
a veces alguna envidia o alguna crítica: alguno trató de poner al
obispo contra su preboste, pero por su paciencia y su humildad,
Francisco respondía al daño que le hacían sus adversarios con el
perdón. Por otra parte, tiene muchos amigos que le ayudan y le
apoyan, si es necesario: como el senador Antoine Favre, al que
llama agradecido, Frater suavissime, amantissime, dulcissime, y con
el que organiza el martes de Pentecostés de 1594, en la iglesia de
Aix en la que se conserva un trocito de la verdadera Cruz, la pere-
grinación de la cofradía de los Penitentes de Annecy y también de
la cofradía, recientemente erigida por Antoine Favre, de los Peni-
tentes de Chambéry.

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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4. EL APÓSTOL DEL CHABLAIS,
TIEMPO DE SIEMBRA
La elección del Preboste
En estos momentos sucede en la vida de Francisco un cambio con-
siderable. Este preboste de los canónigos de Ginebra, que parecía
dedicado a una vida ciertamente laboriosa, pero sin peligro, y fácil-
mente brillante, se va convertir durante cuatro años en un misio-
nero pobre, amenazado, necesitado, al que se podrá comparar a
Francisco Javier, e incluso a san Pablo. Él mismo será el primero en
llevar a cabo este asalto, si no contra Ginebra, al menos contra los
ministros protestantes inspirados de Ginebra, que había anunciado
en su discurso de instalación: amenazas, insultos, contradicciones,
fracasos, abandonos, nada le faltará. En la vida de Francisco de
Sales, quizá no haya una época en la que aparezca tan grande...
Se trata de lo que los historiadores del santo llaman la Misión del
Chablais.
El Chablais, es un pequeño país, de una decena de leguas de
largo, cinco de ancho, rodeado al norte por el lago Lemán y al sur
de los montes de Faucigny. En 1594, el duque de Saboya, Carlos
Enmanuel, acaba de recuperarlo; forma parte del territorio bajo la
jurisdicción del obispo de Ginebra, Monseñor de Granier. Pero su
situación religiosa no es que digamos consoladora para el obispo:
de las veinticinco mil almas que lo habitan, no quedan más que un
centenar de católicos; todo el resto ha pasado, voluntariamente o
por la fuerza, al protestantismo.
¿Cómo es posible que la situación haya llegado a este punto

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San Francisco de Sales
de degradación? Sería muy largo de explicar con detalle en qué
vicisitudes vivió esta región desde la llegada del protestantismo a
Ginebra. Citemos solamente un fragmento de la carta de «infor-
maciones» que Francisco escribió desde Thonon, el 19 de febrero
de 1596, al nuncio apostólico de Turín, Monseñor Julio César Ric-
cardi: «Una parte de esta diócesis de Ginebra (se trata del Chab-
lais) fue invadida por los Berneses, hace sesenta años, y perma-
neció hereje; pero, estos años pasados, este país, por la fuerza de
las armas, pasó a dominación de Su Alteza y fue anexionado a su
antiguo patrimonio. Buen número de habitantes, más tocados por
el estruendo de los arcabuces que por las predicaciones que les
fueron hechas por orden de Monseñor el Obispo, volvieron a la fe
y volvieron al seno de la Santa Madre Iglesia; pero a continuación,
estas regiones, fueron infestadas por las incursiones de los ginebri-
nos y de los franceses y el pueblo recayó en su lodazal.»
Los años precedentes, durante los cuales Francisco se va a
dedicar a la conversión de este país desgarrado, están encuadrados
por dos acontecimientos importantes: la abdicación de Enrique
de Navarre, el 25 de julio de 1593, que permite al duque Carlos
Enmanuel recuperar el Chablais y debilita, pero sin anularla (cada
uno teme que los ginebrinos vuelvan a ser los maestros del país)
la presión del protestantismo sobre las almas; y el segundo es el
tratado de Vervins en 1598, que parecía reconciliar Francia con
España y aportar una promesa de paz, a pesar de que las diferen-
cias entre Francia y la Saboya no estaban completamente supera-
das. Para los habitantes son años de incertidumbre política y como
consecuencia –pues esa es la desgracia de la época – son años de
indecisión religiosa. Son también años de dependencias militares
muy pesadas para el duque Carlos Enmanuel que, sinceramente
deseoso, tanto por razones de Estado como por convicción reli-
giosa, de ver triunfar a Francisco en la conversión del Chablais, no
podrá proporcionarle la ayuda financiera necesaria para la restau-
ración de las parroquias y la creación de obras nuevas, particular-

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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mente la construcción de colegios para la juventud. Estas circuns-
tancias van a darle a la misión del Chablais – que podría haber sido
una empresa muy política – un carácter incontestablemente evan-
gélico: Francisco trabajará largo tiempo en la reconquista espiri-
tual de este país en medio de la pobreza, la pena, la penitencia y las
contradicciones.
Pero ¿cómo fue elegido Francisco para este duro y peligroso
ministerio? El duque, desde finales de 1589, había pedido a Mon-
señor de Granier que restableciese los párrocos en las cincuentena
de parroquias del Chablais: un año más tarde, en febrero de 1591,
estos cincuenta sacerdotes habían sido expulsados de nuevo por
los calvinistas; y el resultado más claro de sus trabajos había sido
demostrar que el medio utilizado no era ciertamente el mejor. Era
preferible enviar allí, al menos para comenzar, dos o tres sacerdo-
tes solamente, pero sacerdotes de gran ciencia y profundamente
religiosos: «Este gran prelado (Monseñor de Granier), relata cándi-
damente Carlos Augusto de Sales, buscó por todas partes quienes
fueran capaces de extender la semilla de la palabra de Dios en estas
tierras. Casi todos permanecían escondidos, por el terror que los
peligros producían en sus corazones. Se había fijado en primer
lugar en su hijo, el señor preboste de Sales; pero, por algunas con-
sideraciones que él mismo se planteaba, no se atrevía a hacerle
la propuesta». Tuvo entonces la idea de convocar al clero en una
asamblea y de solicitar voluntarios: «El magnánimo Francisco,
llamado a la asamblea del clero para este asunto, viendo que nadie
decía nada, se levantó atrevidamente de su silla y dijo: «Monse-
ñor, si juzgáis que yo soy capaz y me lo pedís, yo estoy decidido
a obedecer e iré voluntario» No se puede uno imaginar la alegría
del buen obispo por este ofrecimiento. Le contestó que no solo le
juzgaba muy capaz, sino que le parecía conveniente y oportuno.»
La escena es bella y muy conforme al temperamento y a la gracia
de Francisco, pero quizá este relato no subraya suficiente un matiz
que no disminuye en nada la generosidad del preboste, sino todo lo

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San Francisco de Sales
contrario, y que él mismo indica en su relación al nuncio Riccardi
el 19 de febrero de 1596: «Puesto que Su Alteza Serenísima, por
una parte, y Monseñor nuestro Reverendísimo Obispo por otra,
quieren remediar este mal, vengo aquí por orden de mi ya citado
Reverendísimo Obispo, no como médico capaz de curar tanta
debilidad, sino más bien como explorador y como precursor, para
examinar las medidas a tomar para proveer al país de remedios y
médicos.»
En resumidas cuentas, mejor un precursor, encargado de pre-
parar la misión, que un misionero propiamente dicho; así se com-
prende mejor la frase de Monseñor de Granier, tal como nos la
refiere Carlos Augusto: «A estas palabras, Monseñor añadió un
agradecimiento por el hecho de que Francisco quisiera aliviar su
vejez, puesto que la verdad era, ciertamente, que toda esta carga
debía recaer sobre sus espaldas si hubiese tenido las fuerzas sufi-
cientes para soportarla.» Así pues, Francisco partió en calidad de
suplente del obispo. Esto no disminuye en nada su mérito: la misión
de precursor en tales circunstancias ya es por sí muy peligrosa: En
Thonon, capital del Chablais, Francisco tendrá que trabajar bajo la
protección de los soldados católicos del Barón de Hermance que
disponía de una guarnición en el castillo de los Allinges. De otro
modo, el apostólico Francisco no sabría atender la labor de inves-
tigador y de diplomático: Desde el principio hasta el fin, el mensa-
jero se convertirá en misionero, como lo indica admirablemente la
relación al Nuncio del 19 de febrero de 1596.
«El siervo de Dios preparó enseguida todo lo que le era necesa-
rio para esa expedición apostólica. Preparó algunos libros, pero,
a excepción de la santa Biblia y las Controversias del Cardenal
Roberto Belarmino, pocos más. Llevó consigo a su queridísimo
primo Luis de Sales, canónigo, hombre de un espíritu muy claro y
muy dulce y que ya había dado grandes pruebas de su capacidades
en materia de teología, para la predicación de la palabra de Dios.
Además, encomendó esta empresa a los sacrificios de sus herma-

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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nos canónigos y de otros buenos eclesiásticos y religiosos de la dió-
cesis.» Teniendo en cuenta la parte de edificación que es normal
en este género de biografías, de estas palabras de Carlos Agusto,
se puede deducir la actitud del alma de Francisco y de Luis, en su
partida para el Chablais.
Un incidente va a dar la ocasión a Francisco de expresar más cla-
ramente sus sentimientos íntimos. Él no ignoraba que su empresa
producía en su padre la más feroz oposición. Pasando por Sales,
decidió hacer un alto «para recibir su encomienda. Pero el señor de
Sales no le recomendaba otra cosa sino que se quedara». Los argu-
mentos del viejo gentilhomme estaban llenos de sabiduría humana
y de prudencia política. Francisco debió hacer frente a una terrible
tempestad. «Apoyándose solo en Dios y en la obediencia», dice la
Madre de Chantal, Francisco se mantuvo inflexible. «Padre mío, le
respondió, Dios proveerá; Él es el que ayuda a los fuertes: no hay
nada más que tener valentía; no estamos entre bárbaros. Además,
que no somos unos desconocidos (esta confesión de Francisco no
es despreciable, si queremos comprender la elección que se hizo de
él para esta misión), y no vamos allí ni como depredadores ni para
saquearlos; queremos solamente atacarlos con armas espirituales.
No dañarán nuestros cuerpos.
Y Dios, según su promesa, dará una gran fuerza a nuestras pala-
bras, para predicar la verdad de su Evangelio.¿Y qué pasaría si
nos enviasen a las Indias o a Inglaterra? ¿No deberíamos obede-
cer? Ciertamente que sería un viaje muy deseable, y la muerte que
soportaríamos por Jesucristo, nos valdría más que mil triunfos.
Por lo demás, esta es la voluntad de Su Alteza Serenísima, esta es la
orden y la misión de Monseñor Reverendísimo, no hay nada que
oponer. Es un asunto laborioso, es verdad, y nadie podría negarlo;
pero, ¿por qué llevamos nosotros estos vestidos si no queremos
asumir también sus cargas?», ,
El Sr. de Boisy se obstinó, y para no asistir a las despedida de su
hijo, se retiró al castillo de la Thuile, desde donde envió las cartas

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San Francisco de Sales
a algunos amigos del Chablais, para que velaran por la vida de su
hijo y de su sobrino.
El miércoles 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa
Cruz, Francisco y Luis continuaron su camino. Pronto llegaron a
Saint-Cergues y descubrieron la magnífica llanura del Chablais. Se
apresuraron a llegar a la fortaleza de los Allinges «asentada sobre
una montaña ondulada», para presentarse en primer lugar al señor
gobernador, el barón de Hermance. Llegaron allí al atardecer. El
barón «introdujo en la fortaleza a los dos nuevos apóstoles... Desde
este lugar eminente se divisaba el aspecto miserable de esta provin-
cia.»
Realmente, esta provincia es admirablemente pintoresca, pero
contemplándola, Francisco pensaba en algo muy distinto que la
admiración del paisaje: recorriendo la región, los dos misione-
ros habían podido percibir ya algo de la ruina del catolicismo.
«Hablo de lo que he visto, y, por así decirlo, de lo que mis manos
han tocado, escribirá un día Francisco al papa Clemente VIII; y yo
sería el último de los hombres si dijera lo contrario a la verdad, y
sería el más inconsciente si no la conociese. A penas entramos en
aquellas ciudades, se presentó a nuestros ojos un triste espectáculo.
Teníamos ante nosotros unas sesenta y cuatro parroquias; Ahora
bien, si exceptuamos los oficiales católicos del duque, que nunca
quiso tener otros, no encontramos un centenar de fieles sobre una
población de varios miles de almas. Encontramos la mayor parte
de los templos destruidos o saqueados; más todavía, ninguna cruz,
ningun altar, y por todas partes aniquilados todos los restos de la
antigua y verdadera fe. Por todas partes encontramos ministros,
como se les llama, que son maestros de la herejía, pervirtiendo las
familias, infundiendo su doctrina, invadiendo los púlpitos, bus-
cando un beneficio vergonzoso. Los Berneses, los Ginebrinos y otros
parecidos hijos de perdición, aterrorizaban al pueblo por medio
de sus emisarios, para apartarlos de nuestras predicaciones. Ellos
decían que la tregua sería breve, que no se había firmado la paz, y

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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Restos de la fortaleza de los Allinges.

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San Francisco de Sales
que pronto expulsarían con las armas al duque y a los sacerdotes, y
su partido, desafiando cualquier ataque, sería el único vencedor.»
La resistencia de los habitantes de Thonon
Esta es la situación. Francisco se informa «por medio del barón de
Hermance, de los medios y de la manera de comenzar el trabajo».
En Thonon es necesario evidentemente tomar contacto con los
protestantes: la ciudad está a tres leguas y media de los Allinges;
de los tres mil habitantes no hay más que apenas una quincena de
católicos, pero entre ellos está el procurador fiscal Claude Marin,
totalmente de la parte del duque, el juez magistrado mayor Claude
de Orlier, y algunos amigos del Sr. de Boisy, como Carlos Vidomne,
señor de Charmoisy. Francisco habla ya de celebrar allí la misa. El
barón de Hermance «manifestó que no le parecía todavía opor-
tuno el momento de instituir el santo oficio de la misa en Thonon,
ni en otra parte, puesto que, incluso por la noche, no existía ni la
menor seguridad fuera del castillo; Pero dijo que, para comenzar,
se podría encontrar el medio de predicar en Thonon.»… Francisco
siguió el consejo del barón y se alojó en el castillo.
El viernes 16 de septiembre de 1594, el puñado de católicos
se reunió alrededor de los dos misioneros en la casa del procu-
rador Claude Marin. El domingo 18, tras presentar las cartas del
duque, que autorizaban la misión, al primer representante de los
sindicatos de Thonon, Pierre Fornier, Francisco citó a sus nuevos
oyentes en la antigua iglesia de san Hipólito, y una vez que hubo
terminado el oficio calvinista se procedió de esta manera: una vez
que el ministro Viret terminó su predicación, Francisco entró en
la iglesia, seguido «de los oficiales del duque y de algunos católi-
cos»,12 y pronunció para este modesto auditorio, un sermón muy
12 Nota en el reverso de la copia del autógrafo. Cf, Oeuvres, T. VII, po. 202.

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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apoyado en citas de la Sagrada Escritura, sobre la misión de los
pastores de la Iglesia.
En adelante, nuestros dos misioneros no interrumpirán ya su
trabajo: Luis se encargará más bien de la región de los Allinges,
Francisco, siendo consciente del peligro, lo hará de Thonon. Una
carta de Francisco al senador Favre, carta que que hay que datar
muy probablemente el 4 ó 5 de octubre, nos informa sobre estas pri-
meras semanas. Francisco confiesa que «la nube que es conducida,
sin duda, por el príncipe de las tinieblas» le «parece una sombra», y
que ella «cubre cada vez más los espíritus de estos hombres».
Tras el sermón del día 18 de septiembre, las cosas parecían
mejorar ligeramente: «El gobernador, con algunos otros católicos,
no ha ahorrado ningún esfuerzo para atraer con secretas persua-
siones a las gentes de los alrededores y a los burgueses de Evian a
nuestros sermones, y para hacer avanzar, con un celo ardiente y
claro, los asuntos de la religión.» Pero enseguida, los herejes reac-
cionaron: «Los principales de Thonon, después de reunir en asam-
blea su consejo (el domingo 2 de octubre), se conjuraron con una
soberana perfidia, a que ni ellos, ni el pueblo, asistieran jamás a
las predicaciones católicas... Esto fue decidido, según me dijeron,
antes de ayer, en la casa de la comuna, y bastantes habían tomado
ya esta resolución en la asamblea de los impíos, que ellos llaman
su consistorio... Seguramente que ellos querían hacernos perder la
esperanza de llevar a cabo nuestra misión y después obligarnos a
marcharnos».
Pensar así sería no conocer a Francisco «No sucederá así, pues
estamos absolutamente decididos a trabajar sin parar en esta obra,
a no dejar una piedra sin remover, a suplicar, a recomenzar con
toda la paciencia y la ciencia que Dios nos conceda. Durante todo
el tiempo que nos permitan las treguas y la voluntad del príncipe,
tanto eclesiástico como secular. A quien quiera discutir conmigo
sobre este asunto, mantengo que no solamente son necesarios los
predicadores, sino que también hay que restablecer la celebración

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San Francisco de Sales
del Santo Sacrificio lo antes posible, para que el hombre enemigo
vea que por sus artificios nos da ánimos en lugar de quitárnoslos».
Y Francisco añade una frase que, en pocas palabras, dice mucho
sobre la mezcla en estos asuntos de la política y de la religión: «En
todo esto hay que caminar con una gran prudencia, esperando a
ver si la paz temporal de la que gozamos, es duradera.
En el invierno de 1594-1595, todo se vuelve contra Francisco
para desanimarlo: el rigor de una estación que fue particularmente
dura, la oposición de los ministros protestantes que resulta eficaz
en el pueblo, las negociaciones que se llevan a cabo en Annecy en
torno al obispo para que le recuerde: «Espero, le hace saber Antoine
Favre el 31 de octubre, que mis mensajeros no le lleven mis cartas
a esa soledad en que vive, sino a esta ciudad en la que preveo que
pronto será reclamado no solo por deseo de un padre muy atento,
sino también por las órdenes de un obispo que le aprecia mucho.
Pues entre ellos, en mi presencia, se ha hablado mucho de recla-
marla y de darle un sucesor.»
A esto se unían «mil injurias y mil burlas», según uno de sus
biógrafos; se le llamaba «hipócrita, idólatra, falso profeta», se le
acusaba de magia y de brujería. Se le «tendían trampas», se «sobor-
naban bribones para darle muerte». Ateniéndonos a un hecho
cierto y claro, es un fragmento de la carta del 27 de noviembre de
1594 el que nos informa: «Dios me pone delante un trabajo digno
de la sola virtud de su derecha. Hoy empiezo a predicar el Adviento
a cuatro o cinco personas; el resto ignora maliciosamente lo que
quiere decir el Adviento; y este tiempo tan importante en la Iglesia,
es motivo de oprobio y de burla entre estos infieles.»
Pero estas dificultades no consiguieron desanimar a nuestro
misionero: «La oración, la limosna y el ayuno son las tres partes
que constituyen el cordón que difícilmente romperá el enemigo; con
la ayuda de la divina gracia vamos a tratar de atar con el adversa-
rio.» La oración, la limosna, el ayuno... «caminaba en medio de la
nieve, con mal tiempo, a pie, a no ser que el tiempo fuera tan des-

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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apacible que le hiciese ir a caballo, nos relata la Madre de Chantal;
y yo le he oído decir a él mismo y al Sr. Luis de Sales, yo creo que
a los dos, que al volver de Thonon, el Bienaventurado iba a otros
pueblos a predicar, confesar y hacer lo que fuera necesario para el
bien y el progreso de las almas. Estos viajes no se hacían sin peli-
gros...». Las cosas llegaron hasta tal punto, que el barón de Her-
mance propuso a Francisco darle un guardia de escolta - cosa que
Francisco rechazó con horror -, y que lo siguiera secretamente y de
lejos con algunos soldados...
Cambio de estrategia: las Controversias
Aparentemente, parece que todo ha fracasado. Al cabo de cuatro
meses de predicación, Francisco tiene que constatar que sus pro-
gresos son nulos. Va a tratar de poner en práctica otro método de
conquista: puesto que no quieren escucharle, se pondrá a escri-
bir. De este modo, los protestantes tendrán en sus propias casas
sus pruebas, sus argumentos, sus refutaciones, las leerán a placer,
las discutirán o meditarán libremente. Eran sencillas hojas volan-
tes, mensajes recopilados en pleno combate, en medio de los raros
momentos libres arrancados a las tareas y necesidades cotidianas,
con los cuales Francisco se fijó un plan general, y, desde el principio,
parece que soñaba con hacer un libro. Desde la primera edición, se
le llama a este conjunto de escritos Controversias, así lo haremos
también nosotros, pero no sin lamentar que se haya abandonado el
nombre de Meditaciones, o aquel más preciso todavía de Memorial,
que el mismo Francisco atribuye a sus escritos.
Según él mismo dice, la idea de este método le fue inspirado por
«un gentilhombre serio y juicioso». Su «Carta al Sr. de Thonon»
con la que anuncia su proyecto, data del 25 de enero, «día de la con-
versión de san Pablo»; pero en esta fecha, ya estaba trabajando en

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San Francisco de Sales
este proyecto. A finales de enero, se excusa ante su amigo Antoine
Favre de su retraso epistolar: «Yo esperaba, hermano mío, enviaros
algo sobre nuestro trabajo, pero, cambiando de parecer, he resuelto
esperar a que forme un todo, más bien que entregároslo por capí-
tulos. Soy tan poco diligente que, dividido entre diversas ocupa-
ciones, apenas lo he comenzado. Doy vueltas en mi espíritu a las
Meditaciones de los herejes de nuestro tiempo.»
Un poco más tarde, sin duda a mitad de febrero de 1595, Fran-
cisco le escribe también: «Vos deseáis ver las primeras páginas de
mi obra contra los herejes: yo también lo deseo mucho y no com-
batiré contra el enemigo con todo el ardor que merece esta causa,
hasta que vos no hayáis aprobado mi proyecto, el plan de la batalla
y la táctica adoptada. Soy consciente de la dificultad del proyecto
y además, me faltan las tropas auxiliares de las que tendré necesi-
Capilla donde celebraba Francisco de Sales en los Allinges.

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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dad: quiero decir los libros necesarios a un hombre que no guarda
en su memoria más que un pequeño bagaje de conocimiento. No
obstante he comenzado con tal fuerza, que me será un poco más
difícil llevar a término mi proyecto. Tan pronto como sea posible,
veréis algo de mi trabajo.»
Al mismo tiempo, Francisco anuncia a su amigo una decisión
importante: «Voy a pasar en Thonon el resto de la Cuaresma: me
parece que esto es lo mejor.» ¿Lo mejor? Para la redacción de sus
Controversias, sí, dispondrá allí de algunas bibliotecas de amigos;
para la alegría y el ánimo de los católicos también; e incluso para
algunos calvinistas que quieren consultarle en secreto. Pero ¡qué
temeridad! Humanamente, su gesto es imprudente y tendrá todavía
que ocultar el lugar de su estancia durante algún tiempo.
El 7 de marzo, anuncia a su amigo Antoine Favre: «Finalmente he
bajado a Thonon; el enemigo se espera un ataque muy nervioso por
el fastidio del retraso. Atacado desde las alturas de mi fortaleza, ha
despreciado las justas condiciones; ahora, le daré el último asalto.» El
trabajo abunda: «Predicaciones más numerosas me impiden prestar
a nuestras Meditaciones contra los herejes, toda la atención necesa-
ria», y parece que le va a llegar una ayuda: será el célebre capuchino,
el Padre Chérubin de Maurienne. «¡Que venga ya!».
Francisco no se atreve todavía a celebrar la santa misa en Thonon:
cada mañana, va a la capilla de Saint-Etienne del pueblo de Marin,
más allá de la Dranse. Todo esto, en medio de grandes peligros:
un día, Francisco y tres compañeros, entre los cuales un servidor
del Sr. de Boisy que se encontraba allí, Georges Rolland, fueron
asaltados en el camino de los Allinges por dos hombres armados.
Gracias a la calma de Francisco, el asunto se terminó sin efusión
de sangre, incluso con el perdón. Pero Rolland corrió enseguida al
castillo de Thorens a contar la aventura; El Sr de Boisy ordenó a su
hijo que volviese a Annecy, y he aquí la carta que recibió a mitad de
marzo de 1595: «Sr. y padre mío, si Roland fuese vuestro hijo, de la
misma manera que es vuestro criado, no habría tenido la cobardía

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San Francisco de Sales
de huir por un pequeño incidente como el que hemos tenido, y
no haría tanto ruido como si se tratase de una gran batalla. Nadie
puede dudar de la mala voluntad de los que nos asaltaron, pero nos
equivocamos cuando se duda de nuestra valentía. Por la gracia de
Dios, sabemos que quien persevere será salvado. Os suplico, pues,
padre mío, que no consideréis mi perseverancia como desobedien-
cia...»
Así escribe al Sr. de Boisy, pero cuando abre libremente su alma,
sus confidencias son de otro tono. En este comienzo de abril del
año 1595, escribe a Monseñor de Granier: «Si vos deseáis saber,
y qué conveniente es que lo sepáis, lo que hemos hecho y lo que
hacemos ahora, lo encontraréis todo en la lectura de las epístolas
de san Pablo: Nosotros caminamos, pero como un enfermo que
después de haber haberse levantado de la cama, se encuentra torpe
en el uso de sus pies, y, con su débil salud, no sabe si está más sano
que enfermo»
Su confianza se hace todavía más íntima con el Padre Possevin,
su antiguo director de conciencia: «Tengo aquí algunos padres
y otros que me respetan por ciertas razones particulares que no
puedo confiar a otra persona; y esto es lo que me mantiene comple-
tamente comprometido con este proyecto. Me sentiría muy con-
trariado si no fuera la esperanza la que me anima; además, sé bien
que el molinero no pierde el tiempo cuando golpea la rueda de
su molino. Por eso, sería una lástima que otro se fatigase aquí por
nada, mientras que podría obtener más frutos que yo, que todavía
no soy bueno para predicar más que a las murallas, que es lo que
hago en esta ciudad.»
En fin, un primer éxito vino a compensar la perseverancia de
Francisco: el célebre abogado y jurisconsulto Pierre Poncet, abju-
raba del calvinismo: Esto fue motivo de un gran gozo entre los
católicos y Francisco recibió por esta conversión muchas congra-
tulaciones, pues el personaje era «muy estimado y muy digno de
crédito».

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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En torno a la fiesta de la Ascensión, Francisco – quizá para des-
cansar un poco – volvió a Thorens. Pasó una semana en el castillo
de Sales; después bajó a Annecy. Durante las fiestas de Pentecos-
tés que, este año caían el 16 de mayo, predicó varios sermones. El
sábado 25 de mayo – día del Corpus Christi – Francisco fue favo-
recido con una gracia extraordinaria: «...A las tres de la mañana,
estando meditando profundamente el muy santo y augusto sacra-
mento de la Eucaristía, lo narran más o menos en los mismos tér-
minos Carlos Augusto de Sales y el Padre de la Rivière, se sintió
arrebatado por una abundancia de delicadeza del Espíritu Santo...
de tal modo, que su corazón, dejándose llevar por estas delicias,
se vio obligado a arrojarse por tierra y a gritar: Señor, retened las
olas de vuestra gracia; retiraos de mí porque no puedo aguantar la
grandeza de vuestra dulzura, por la cual me veo obligado a proster-
narme.» Y Carlos Augusto añade: «Saciado así por este torrente de
delicias, se fue a celebrar la santa misa; subió al púlpito y predicó
con tanta eficacia en sus palabras y con tanto ardor, que parecía
resplandecer todo su rostro por el fuego de los divinos abrazos del
amor celestial.
Dios sostenía el alma de su misionero con estos favores. Llegaba
la hora de regresar al Chablais. A comienzos del mes de junio, Fran-
cisco hizo una parada en el castillo de Sales y, con pena, se encon-
tró con la oposición intacta de su padre; como su cargo de preboste
no le aportaba ninguna remuneración, y su padre le negaba cual-
quier ayuda, regresó a Thonon totalmente pobre. El duque Carlos
Enmanuel tampoco le proporcionaba ningún apoyo ni ayuda. Solo
le sostenía en su proyecto su fe en Dios...En Thonon encontró que
su pequeño rebaño fiel había sido atacado violentamente por los
calvinistas, la lejanía de Francisco había fortalecido la audacia de
estos últimos, a pesar de la presencia de Luis de Sales. Sin embargo,
retomó con valentía su trabajo. Estos meses de verano fueron con-
sagrados, en gran parte, a las Controversias. Parece, por ejemplo,
que se puede situar en el 29 de junio, fiesta de san Pedro y san

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San Francisco de Sales
Pablo, la aparición de la hoja «La unidad de la Iglesia. La verdadera
Iglesia debe tener solo un jefe», y que la hoja «La profanación de las
Escrituras causada por la facilidad con que pretenden entender la
Escritura» fue reeditada el 4 de octubre.13
Francisco escribió una carta el 21 de julio a Pedro Canisio, el
teólogo jesuita que Ignacio de Loyola había enviado al Conci-
lio de Trento y que había sido nombrado el primer provincial de
Alemania, diciéndole: «Hace nueve meses que estoy rodeado de
herejes y, por muy abundante que sea la mies, no puedo guardar
más que ocho espigas en el cofre del Señor. Entre estos convertidos
se encuentra un cierto Pedro Poncet, jurisconsulto muy erudito y,
por lo que concierne a la herejía, mucho más sabio que el ministro
calvinista del lugar. Viendo en sus entrevistas familiares que el tes-
timonio de la antigüedad le impresionaba, le he prestado vuestro
Catecismo que contiene la enseñanza de los Padres... Esta lectura le
apartará del error y le hará volver al camino abierto que conduce a
la Iglesia. Finalmente ha vuelto y esto os lo debemos a vos.»
Esta carta presenta un interés considerable: Francisco se enfrenta
a dificultades teológicas que sublevan a los calvinistas y que él no
puede resolver «ni siquiera con la ayuda de las obras de Belarmino;
no tengo aquí los libros necesarios, pues no he traído conmigo
nada más que un pequeño número que tratan de las controversias
de nuestro tiempo.» Habiendo constatado que prácticamente no
le separaba de Canisio «nada más que el lago Lemán», se propone
escribirle de vez en cuando, para consultarle algunas cuestiones
«sobre las materias teológicas y la dificultad que presentan, y recibir
también por carta vuestras instrucciones».
No podemos sino admirar, el cuidado que Francisco ponía en la
redacción de sus apuntes y cómo se tomaba muy en serio los argu-
mentos de los hugonotes. ¿Fueron impresos estos apuntes? Parece ser
13 Cf. Oeuvres, T. I, p. 90: «Évangile du jour d’huy»; y p. 194, alusión a la fiesta de san
Francisco de Asís.

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que hay que creer a las Visitandinas que lo afirman, más que a Dom
Mackey que lo niega: De todas formas, cada semana una nueva hoja
«era distribuida en las casas de Thonon y en las de los pueblos».
Este mes de julio no se ocupó solamente de la teología. «He
pasado todo este mes, bien en peregrinación (es decir, en misiones
apostólicas), bien haciendo compras indispensables»,14 escribe
desde Annecy a Antoine Favre, el 2 de agosto. ¿Es por causa de
la fatiga? ¿Es por sobrecarga de trabajo? Bajo su actitud siempre
valiente, existe una cierta dejadez: «La mies de Thonon es un peso
que sobrepasa mis fuerzas, pero he decidido abandonarla solo con
vuestro acuerdo y por orden vuestra. Mientras tanto, continúo pre-
parando nuevos obreros para esta obra, con toda clase de expe-
dientes y de industrias, y buscándoles los medios de subsistencia.
No le veo ningún término, ni salida entre estas astucias infinitas del
enemigo del género humano.»
Tenemos aquí una confidencia preciosa: «He estado atormen-
tado, y todavía lo estoy, hermano mío, viendo que entre tantas
catástrofes que amenazan nuestras cabezas, nos queda poquísimo
tiempo para cultivar la devoción de la que tenemos una urgente
necesidad. Nos hace falta mientras tanto, contando con la mise-
ricordia de Nuestro Señor, elevar nuestros corazones con mejores
esperanzas... Mañana vuelvo a mi Esparta.»
«En Esparta» parece que las cosas van un poco mejor. La carta
que Francisco escribe desde Thonon, el 18 de septiembre a Antoine
Favre, es un obra maestra que, por sí sola, nos revelaría el ardor
misionero, la fe, el corazón de aquel que la ha escrito: «Hermano
mío, por fin se abre a nuestros pies una puerta más ancha y más
bella que nos permite entrar en esta mies de cristianos, pues ha
sido necesario que ayer el Sr. De Avully y los síndicos de la ciudad,
14 Entre ellas hay que contar el reglamento de algunos litigios que Monseñor de
Granier le confía. Cf. si son auténticas las cartas LV y LVI, Oeuvres, T. XI, p. 148
y p. 151.

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San Francisco de Sales
como se les conoce, viniesen abiertamente a la predicación, porque
habían oído decir que yo iba a hablar sobre el muy augusto sacra-
mento del altar.
Tenían tan gran deseo de escuchar de mí la exposición de la
creencia de los católicos y sus pruebas referentes a este misterio,
que, no atreviéndose a venir públicamente por miedo a dar la
impresión de que se olvidaban de la ley que se han impuesto, me
oirían desde un cierto lugar donde no pudiesen ser vistos,15 si la
potencia de mi voz no fuese un obstáculo para ello.
Y Francisco estimula todavía más esta curiosidad, prometiendo
«que en las predicaciones siguientes, por medio de las Escrituras,
daría más luz que en pleno día a ese dogma». Francisco quiere, por
encima de todo, obligar a los ministros a «descender hasta la arena
y a discutir con él. «Y es algo seguro: puesto que ellos consienten ya
en dialogar con él, pronto, siguiendo el proverbio, acabarán abdi-
cando... Los habitantes de Thonon resolvieron, de común acuerdo,
presentarnos por escrito su confesión de fe, en aquellos puntos en
que difiere de la nuestra, para que podamos discutirlas en particu-
lar, o en las reuniones familiares, o por escrito.»
Para Francisco, se trata de una victoria de su estrategia apostó-
lica: estas discusiones particulares con los «principales» del Chab-
lais, le parecieron siempre la pieza maestra y la única evangélica, de
su acción. Seguro de su fe, seguro de la gracia de Dios, iría a estos
coloquios no como interlocutor, sino ya como vencedor. «Con toda
seguridad, estamos en el buen camino, puesto que ellos aceptan el
combate por medio de su representante, nuestras pequeñas fuerzas
les asustan y piensan en proponernos condiciones. Respecto a
nosotros, siendo valientes por la gracia de Dios, esperamos con
impaciencia y con alegría esta lucha cargada de buena esperanza.»
Por desgracia, no poseemos nada más que un resumen de este
sermón del 17 de septiembre, no obstante, quien quiera conocer el
15 Parece que los auditores hugonotes se camuflaban en la tribuna de los órganos.

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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corazón apostólico de Francisco, deberá releer siempre su exordio
que está editado casi entero. Hay que escuchar el comienzo de su
discurso, después de haber citado el pasaje de san Pablo a los Corin-
tios (I Cor 10, 6) dice: «Sobre esta cuestión planteada y tomada en
otro sentido diferente del que fue hecha y planteada por el bien-
aventurado Apóstol, se ha fundado esta gran Babilonia que vemos
en este siglo miserable.» No dirá todo lo que podría decir, sino
lo que le parecerá «más singular y más convincente. Quien quiera
preguntarme dudas, por escrito o de cualquier otra manera, me
complacerá enormemente y le estaré muy agradecido y trataré de
satisfacerle con toda caridad y respeto.»
Y hace este ruego a los calvinistas que le escuchan «Os ruego,
por vuestra salvación y la sangre del Salvador, que vengáis a oír
las razones de la Iglesia Católica, para que no se pueda decir de
vosotros que la habéis condenado sin haberlas oído. Y dejad atrás
toda clase de pasión humana sobre esto; no miréis la familiaridad
que tenéis por un partido u otro, sino solamente mirad dónde se
encuentra la Escritura, la razón y la verdadera teología. Y, según lo
que veáis, decidid vosotros, dejando aparte otras cosas, adheriros
al partido mejor.» Y Francisco exclamó: «Señor, aquí estoy para
serviros, da mihi intellectum, ut sciam testimonia tua
Este mismo día 17 de septiembre, el Papa Clemente VIII conce-
día finalmente la absolución pontificia al rey Enrique IV. La noticia
corrió por Saboya y por Francia. Desde los primeros días del mes
de octubre, Francisco mostró su alegría en una carta a Antoine
Favre: «Acabo de saber que el Muy Santo Padre ha enviado muy
recientemente a Enrique este mensaje gozoso: «Salud y bendición
apostólica al Rey de Francia». Si realmente esto es así, que la paz
reine por la fuerza del Señor! Yo auguro que esta paz será tanto más
feliz cuanto más desagradable sea a todos los herejes de Ginebra»
El acontecimiento tendrá como efecto incidencias considera-
bles sobre el apostolado de Francisco en el Chablais: la gente de
estas regiones tendrán menos dudas en comprometerse y el duque

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San Francisco de Sales
Carlos Enmanuel mismo, viendo el próximo futuro bajo un aspecto
menos belicoso, manifestará de manera más firme el apoyo que
desea dar a la acción de Francisco. En la espera, Francisco acentúa
la presión sobre los calvinistas del Chablais: «Yo presiono ahora
más a estos Señores de Thonon, escribe a Favre, y los presionaré
todavía más cuando haya llevado a término, siguiendo mi capa-
cidad, la pequeña obra que llevo meditando desde hace bastante
tiempo, y cuando vos hayáis aprobado mi proyecto.»
La actividad de Francisco en este fin del año 1595, aparece pro-
digiosa: calvinistas de gran notoriedad vienen a encontrarse y dis-
cutir con él, entre ellos estaba el Sr. De Avully, el abogado Claude
de Prez. Comienza a redactar para el Código jurídico que prepara
Antoine Favre (es el Codex Fabrianus), una exposición de las prin-
cipales herejías contra las que deberá ejercerse la vigilancia del
legislador: son unas páginas ardorosas y ardientes, que están entre
las más bellas que escribió Francisco, serán incluidas en la obra de
Favre, con el primer título: De summa Trinitate et fide catholica.16
Para confundir mejor a los herejes, se adentra en el estudio de la
Institución de la Religión Cristiana de Calvino, no sin haber solici-
tado humildemente de Roma el permiso, como un simple clérigo.
Finalmente, hacia finales del año 1595, Carlos Enmanuel pide
a Francisco que le exponga «los medios más importantes para
realizar el santo deseo que tiene (Su Alteza) de ver estos pueblos
del Chablais reunidos en la Iglesia católica»: Francisco se apre-
sura ante esta invitación tan esperada y expone al duque, el 29 de
diciembre, cuáles son los apoyos financieros y morales que desea
de su autoridad. Hay que leer esta carta bajo la óptica del tiempo:
desgraciadamente, la política se mezcla con lo religioso, tanto del
lado católico como del lado protestante: Francisco mantiene, visi-
blemente todavía como jurista, el principio tradicional del Estado
16 Hay que leer en particular las páginas magníficas sobre el Santo Sacrificio de la
Misa, Oeuvres, T. XXIII, pp. 99-100-

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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Católico: «Una fe, una ley, un rey»; y nosotros entendemos que
aquí reclama que «en caso de obstinación (sean privados) de todas
las funciones de justicia y de cargos públicos, los que permanezcan
en el error»; pero hecha esta constatación, encontraremos en esta
carta el corazón apostólico del misionero, su optimismo teológico:
a sus ojos, basta que la fe católica sea predicada y llegue a los oídos
de los herejes: la gracia hará el resto.17
Cuenta ante todo con el restablecimiento de los párrocos en
todas las parroquias y la libertad de circulación de los misione-
ros «por todas las administraciones territoriales que sea necesa-
rio». Reclama también que el pueblo sea convocado oficialmente a
las exposiciones doctrinales o a las controversias que se llevarán a
cabo: «Esto será, Monseñor, una dulce violencia que los obligará»;
conociendo las virtudes de su amigo el senador Favre, propone que
él sea elegido para ejercer esta autoridad en nombre del duque.
Solicita finalmente los fondos necesarios para que sea creado un
colegio de jesuitas en Thonon.
A esta carta al duque hay que añadir otra carta que Francisco
dirige el 19 de febrero de 1596 al nuncio Riccardi: en ella expone al
nuevo Nuncio, con una claridad admirable, la situación del Cha-
blais, tal y como se presenta después de diez y ocho meses de tra-
bajos: «Aunque el miedo de los herejes nuestros vecinos, haya per-
judicado al éxito de esta misión, se obtienen no obstante, ciertos
frutos por la conversión de bastantes personas, entre las cuales se
encuentran dos de los herejes más convencidos. Ahora nos encon-
tramos, gracias a esta noticia de una próxima paz, en las vísperas de
recoger los frutos de lo que hemos estado sembrando hasta ahora.»
La paz, de hecho, tardará en establecerse. Pero Francisco tiene
razón: el tiempo de las siembras, el tiempo heroico y misionero
17 Cf. Joseph LECLERC, s.j., Histoire de la tolérance au siècle de la Rèforme (Aubier,
1955, 2 tomos), en diferentes sitios; ver las tablas: «Asistencia obligatoria al culto
oficial».

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San Francisco de Sales
Mapa de la ciudad de Thonon,
(Theatrum Sabaudiae…, parte II, Amsterdam, 1682).

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Capítulo iv- El apóstol del Chablais, tiempo de siembra
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está prácticamente acabado y se aproxima el tiempo de los com-
promisos.
Tendríamos que detenernos en este tiempo de las siembras.
Nunca Francisco nos aparecerá más puramente «sacerdote de Jesu-
cristo», apóstol al estilo de Pablo o de Francisco Javier. Se encuen-
tra solo, o casi solo: incluso cuando su primo, el canónigo Luis, se
encuentra cerca de él, Francisco es el que lleva el peso de la misión.
Es pobre, privado de recursos y no tiene más que algunos donativos
que su madre le hace llegar, a espaldas de su padre. para atender a
sus necesidades y a sus limosnas.
Se encuentra sin apoyo humano: sin duda el barón de Hermance
y la guarnición de los Allinges están allí, dispuestos a protegerle en
caso de peligro, pero Francisco rechaza predicar el Evangelio bajo
la cobertura de armas y de alabardas. Respecto al duque, después
de haber pedido que fuera inaugurada la misión, guarda silencio,
no proporciona a los misioneros ninguna autentificación oficial,
no les concede ningún subsidio, mientras que los protestantes del
Chablais se sienten fuertes con todo el apoyo y toda la riqueza de
Ginebra y de Berna.
Francisco trabaja lenta y pacientemente: su esperanza está puesta
en Dios: reza, ayuna, se mortifica; su misa cotidiana - celebrada en
las condiciones que ya sabemos -, es su gran reserva de fuerzas. A
los protestantes que le insultan, le amenazan, o a veces le asaltan,
los trata «con respeto y caridad»: sobre todo, los toma en serio.
Para ellos, estudia, escribe, predica. Que haya cinco personas o
cien en el auditorio, ¿qué importa? Es el Evangelio, es la Escritura,
es la Iglesia, a los que hay que presentar en toda su pureza, hacién-
dolos amables y accesibles con la palabra, sin duda, pero con toda
la vida y con toda su fe: Es necesario que el sacerdote revele a sus
hermanos descarriados el espíritu y el corazón de Jesucristo.
Un día, el duque Carlos Enmanuel, presentando a Francisco al
cardenal de Médicis, dirá: «Veis aquí a un hombre que ha plantado
en esta provincia la cruz y la fe de Nuestro Señor»: Nunca se le

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San Francisco de Sales
hizo un elogio tan verdadero a Francisco. Él mismo, por otra parte,
en estos años de dificultad, tuvo el gesto simbólico de todo este
apostolado heroico: acusado de magia y de brujería, amenazado de
muerte, «se puso a reír y, haciendo un gran signo de la cruz sobre
sí mismo, dijo: «Esta es mi gran contraseña y mis hechizos.»

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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5. EL APÓSTOL DEL CHABLAIS,
TIEMPO DE COSECHA
Las etapas del éxito
En estos primeros meses del año 1596, la vida apostólica de Fran-
cisco va a sufrir algunas transformaciones. No lo seguiremos al
detalle en su existencia movida y múltiple, sino que insistiremos
más bien en los rasgos de su fisonomía espiritual.
Un hecho importante que no parece poder ponerse en duda, pues
se apoya en dos cartas cuyo texto está inserto en el primer Proceso
de canonización, nos permite tomar la medida del apostolado de
Francisco de Sales en esta época, y de reconstruir el clima: en la
corte del duque y en la Nunciatura, y sin duda con el acuerdo del
obispo de Ginebra mismo, se piensa en él como coadjutor de Mon-
señor de Granier. Francisco se defiende de ello con una firmeza
tan clara como se lo permiten las costumbres protocolarias: «En
cuanto al cargo de coadjutor, todas las razones y mi propia expe-
riencia me impiden (tal cual) desearlo; y el deber, el honor y el celo
que tengo por Monseñor el Reverendísimo Obispo me impedirán
siempre pensar en el obispado mientras que Dios me lo conserve
como Prelado, y mi incapacidad me lo prohibirá hasta el día en que
Dios quiera privarme de ella.»
Pero si la idea permanece siempre en el aire, y la autoridad de
Francisco crece, su apostolado, por el contrario, se teñirá fatal-
mente de un matiz político: lo admirable es que, hasta en estas rela-
ciones oficiales, Francisco, por encima de todo y sin desfallecer, es
el Sacerdote de Jesucristo.

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San Francisco de Sales
Las etapas que marcan el apostolado de Francisco en el trans-
curso de estos cuatro años de 1596 a 1600, pueden definirse así:
En un primer momento fue la «disputa» pública, tan deseada
desde hacía tanto tiempo por Francisco, con el ministro Viret: una
disputa en la cual Viret y los demás ministros del Chablais y del
País de Vaud a los que había convocado como refuerzo, finalmente
se excusaron. Esto sucedía sin duda en los primeros meses del año
1596, y «bastantes conversiones encontraron aquí su comienzo».
El 26 de agosto de 1596, el barón de Avully reniega solemne-
mente del Calvinismo, delante del nuncio en Turín: fue una abju-
ración cuya repercusión fue inmensa entre los protestantes y por
la cual el mismo Papa Clemente VIII escribió el 20 de septiembre
al barón, pero, a pesar de ello, la convención desencadenó para el
barón y para Francisco muchas calumnias. «No dejaré de deciros,
escribe Francisco a Monseñor Riccardi el 12 de diciembre de 1596,
que el enemigo no deja de dirigir contra este caballero todos los
ataques posibles, con tal de oscurecer la fuerte impresión que ha
ocasionado su conversión; y suscita contra él mucho odio, tanto
por parte de los herejes como de los católicos.»
En este año de 1596, se siente que «algo se agita» en Thonon y
en el Chablais: el 14 de noviembre, Francisco escribe al nuncio pre-
sionándole para obtener del duque la autorización para comenzar
el ejercicio del culto católico «al menos en tres o cuatro lugares,
si por causa del frío no se puede hacer en más»… «Y es bastante
para comenzar: si Cristo viene a nosotros como un pequeño niño
en estas fiestas de Navidad, crecerá poco a poco hasta la perfecta
plenitud de la madurez. Y en esto no corremos ningún peligro, si
no es el de abandonar el proyecto y huir de Belén, en el caso de que
estas negociaciones de paz desembocasen en una guerra; lo cual
perjudicaría (los intereses de la religión) no solamente en el Chab-
lais, sino también en muchos otros lugares de esta diócesis. ¿Quién
sabe si Dios no quiere que la paz espiritual sea la preparación y el
fundamento de la temporal?»

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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En este fin del verano del año 1596 se sitúa una de las más fuertes
audacias apostólicas de Francisco: conmovido por ver la influencia
que ejerce la conversión del señor de Avully, Antoine de la Faye, «el
ambicioso, intrigante y muy mediocre La Faye»,18 decidió presen-
tarse en persona en Thonon y mostrar al señor de Avully «más que
con meridiana claridad, en la presencia del preboste de Sales, qué
vacía era la doctrina por la cual se había dejado arrastrar a la Reli-
gión Romana». Francisco aceptó el desafío, pero «aunque citó al
señor de Avully tres, cuatro y más veces», en vano esperó al minis-
tro... Puesto que La Faye no quería acudir, Francisco decidió ir a
encontrarse con él en Ginebra. Tomó consigo además del barón,
a su primo Luis de Sales y un pequeño grupo de burgueses de
Thonon, tanto católicos como calvinistas, y ese pequeño grupo se
puso en camino hacia Ginebra... «Y fueron directos, según Carlos
Augusto, a la casa del ministro de La Faye».
La discusión tuvo lugar según lo permitían las costumbres
del tiempo, en la plaza pública del Molard. Francisco jugaba con
ventaja. El duque Carlos Enmanuel, cuando conoció el proyecto
temerario y el éxito de Francisco, pensó de nuevo elevarlo al rango
de senador. El asunto tenía poca importancia frente al hecho de
que, a pesar de sus promesas, el duque no concedió a los misioneros
autorización oficial para restablecer el culto católico en Thonon, ni
dinero para instalar a los párrocos en las parroquias que solicitaban
su regreso, o para mantener a los misioneros; ¡hubiera sido mejor
llamar a Francisco a Turín y darle la oportunidad de exponer la
situación del Chablais!
En septiembre de 1596, Francisco escribe una carta muy enér-
gica al Nuncio: «Siempre hay algo que me hace desear ir yo mismo
a Turín para obtener una declaración de la voluntad de su Alteza...
Que si, como conviene, se dan las órdenes con prontitud, volveré
18 Según el juez historiador protestante Paul GEISENDORFF en su obra Théodore de
Bèze, Ginebra, 1949, p. 397.

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San Francisco de Sales
con la seguridad y certeza de ver pronto madurar una gozosa
cosecha de varios miles de almas; si, por el contrario, no se dan
esas órdenes, pediré a vuestra Alteza la bendición y el permiso
para abandonar esta misión y dejarla a otros más capaces que yo.
Tengo el corazón roto por verme imposibilitado para satisfacer la
sed de parroquias enteras que desean saciarse con la santa doctrina
católica, porque no tengo los medios necesarios para enviarles un
número suficiente de predicadores y de pastores. No puedo seguir
solo aquí para ser el hazmerreír de nuestros enemigos, viendo que
no se da ninguna orden, desprecian mi ministerio, del cual yo, no
obstante, estoy absolutamente celoso.»
¿No se acusaría a Francisco de ambición? «Respecto a los calum-
niadores, espero que finalmente se conocerá, y Dios lo sabe, qué libre
estoy de toda ambición, y que, con estos trabajos, no busco tanto ser
bien visto por mis superiores, cuanto cumplir bien esta misión y otras
parecidas.» Habrá que referirse a esta carta siempre que veamos a
Francisco obligado por las circunstancias propias del tiempo, a mez-
clarse con asuntos políticos para el bien de su ministerio.
Finalmente, el duque se decide a convocar a Francisco a Turín.
El otoño se instala ya en los Alpes y hace peligrosos los viajes. ¿Qué
importa? La ocasión es estupenda para ir a defender la causa del
Chablais allí donde se puede ganar. Francisco sale a caballo, acom-
pañado de su fiel Georges Rolland, atraviesa no sin peligro el Gran
San Bernardo, y llega a Turín.
El duque le acogió muy cordialmente y pareció comprender de
maravilla las dificultades del Chablais: prometió a Francisco su
apoyo oficial en forma de cartas patentes, le concedió la pensión
de seis párrocos a cargo de los beneficios de la Iglesia retenidos por
razón de los tiempos por los caballeros de San Mauricio, le rogó
consignarlo en una relación que remitiría al Nuncio con las prin-
cipales peticiones de su exposición. Francisco volvió atravesando
el Pequeño San Bernardo y Annexy hasta Thonon, con el corazón
lleno de esperanzas.

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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Pero La paz entre Saboya y Francia tarda en firmarse, incluso se
comienza otra vez a hablar de guerra: «Oigo anuncios de guerra que
rompen todas mis esperanzas», escribe Francisco, y en efecto, las
cartas prometidas del duque no llegan, como tampoco las ayudas
de los caballeros de San Mauricio. Sin embargo se aproxima la
Navidad y las promesas de conversión abundan. Con su celo, Fran-
cisco se decide a dar un nuevo golpe: a pesar de la oposición de los
síndicos y de las amenazas de los protestantes, erige un pobre altar
de madera, en la iglesia de San Hipólito de Thonon, y se prepara
para celebrar allí la misa de Navidad.
Esto supuso una conmoción de tal envergadura, que un minis-
tro, Pierre Petit, pedía ¡«abrazar la fe» romana! El Preboste y los
síndicos escribieron al duque cada uno por su parte. «Como el
Mensajero estaba de viaje, el Siervo de Dios ultimó lo que ya había
comenzado y preparó la iglesia lo mejor que le fue posible, dadas
las incomodidades de los comienzos, imágenes, alfombras cirios
y lámparas, y celebró el muy santo sacrificio de la misa de media-
noche de nuestro Señor Jesucristo ante sus hijos que lloraban de
alegría y ternura; les dio la comunión a todos y una vez que la misa
terminó, desde el medio del altar, les explicó la historia de este
nacimiento, con tan grandes movimientos de amor, que inflamó
sus corazones de vivos abrazos del amor celeste con el divino Niño,
nacido para la redención de los hombres». Después celebró una
segunda misa al alba, y la tercera «entre las nueve y las diez.»
El duque se vio forzado a tomar una posición clara. El 7 de enero
de 1597, llegaba finalmente la carta que Francisco esperaba desde
hacía tres años: «Reverendo, querido, bien amado y fiel. Como res-
puesta a la que vos me habéis escrito, os decimos que nos parece
bien el haber puesto un altar en la iglesia de San Hipólito, como
también las demás obras buenas que estáis llevando a cabo allí para
la alabanza de Dios y erradicación de los herejes; y no nos gustan
las oposiciones que se os han hecho allí, y que, sin embargo habéis
superado, como nos lo habéis escrito. Continuad con la destreza y

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San Francisco de Sales
la prudencia que vos sabéis que conviene, habiendo escrito al señor
Duque que ha hecho muy bien con ayudar al ministro que quiere
hacerse católico, así como vos y él nos habéis escrito.»
Una carta tan cordial de Su Alteza, ponía a Francisco al abrigo
de calumnias y de ataques de los síndicos; y aunque los caballeros
de San Mauricio tardasen mucho tiempo en enviarles los escudos
prometidos para el restablecimiento de los párrocos, Francisco
continúa del mejor modo posible su acción apostólica: en el año
1597, reabre la parroquia de los Allinges y después la de Cervens;
el 4 de febrero, Pierre Fornier, consejero y ex-síndico de Thonon,
abjura solemnemente del calvinismo; Se restablece la Cuaresma en
Thonon, sin olvidar la ceremonia de las Cenizas, bajo la burla de
los Protestantes; al aproximarse la Pascua, Francisco está sobrecar-
gadísimo de trabajos, predicaciones, confesiones: «En estas fiestas,
le manda decir al nuncio Riccardi el 23 de abril de 1597 , las con-
fesiones generales de los nuevos católicos me han dejado muy fati-
gado, pero he experimentado un inmenso consuelo al verlos tan
piadosos.»
Mientras tanto, Francisco trata con el Nuncio en Roma cues-
tiones muy importantes y recibe de Clemente VIII misiones muy
secretas y muy importantes, como la de encontrarse en Ginebra
con Théodore de Bèze. Con todo este ritmo, flaquea su salud: en
marzo experimentó «un pequeño acceso de fiebre y tiene que cui-
darse»: «El 11 de abril de 1597 escribe de Sales al Nuncio: me veo
obligado a ausentarme durante algunos días para asistir al sínodo,
poner orden en ciertos asuntos y prevenir una enfermedad que me
amenazaba desde hace largo tiempo. Pero esta ausencia será corta
y volveré enseguida para retomar con más ardor mis trabajos inte-
rrumpidos.»

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Confesionario de Francisco de Sales en la catedral deAnnecy.

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San Francisco de Sales
Monseñor de Granier elige a su sucesor
Efectivamente, volvió a Thonon; pero desde finales de abril,
retomó el camino de Annecy: «He recibido la noticia de que Mon-
señor nuestro Reverendísimo Obispo estaba muy enfermo y que,
sintiéndose en peligro de muerte, desearía ardientemente verme.
Salí enseguida.» Se puede adivinar por qué... Monseñor de Granier
quería hacer de Francisco su coadjutor con derecho de sucesión.
Francisco «lo rechazó absolutamente». Los deseos que le preo-
cupan van por otros derroteros: la parroquia del Petit-Bornand
estaba vacante y él solicita el título y los beneficios, con el fin de
tener «de qué vivir según mi condición»; en contrapartida, ofrece
su dimisión de preboste, solicitando solo un favor: el de «guardar
la canonjía sencilla, para que viniendo aquí, yo tenga un sitio en
nuestro coro, pues los oficios se celebran allí tan dignamente que
es uno de mis grandes consuelos.»
Pero Monseñor de Granier apoyaba su proyecto y se ganó
primero al Sr. de Boisy y a la familia de Francisco; pero «Francisco
continuaba rechazándolo con una humildad totalmente admira-
ble. El señor Obispo no dejó nada trás de sí y removió todos los
expedientes que le vinieron a la imaginación, con el fin de vencer;
obtuvo la voluntad del Duque y trató de tener expedida la resolu-
ción.» El 6 de junio, según una carta del nuncio Riccardi, la deci-
sión de Su Alteza ya estaba tomada. Pero aun no ha llegado la hora
del consentimiento de Francisco.
Francisco vuelve a su Chablais, y actúa como jefe de misión:
pues acaban de concederle tres auxiliares, dos capuchinos, el Padre
Esprit de Beaumes y el Padre Chérubin de Maurienne, y un jesuita
el Padre Jean Saunier; a estos colaboradores se añade el párroco de
Annemasse, el Reverendo Baltasar Maniglier y el canónigo Luis
de Sales. Es entonces cuando el Padre Chérubin de Maurienne,
que jugó un papel importante en la misión del Chablais al lado de
Francisco, decidió dar un nuevo golpe: organizará a principios de

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septiembre, en Annemasse, que no dista de Thonon más que cinco
leguas, y está cerca ya de Ginebra, unas muy solemnes Cuarenta
Horas en honor del Santísimo Sacramento. No se escatimó nada
para darle a estos tres días una solemnidad extraordinaria; el duque
Carls Enmanuel, impedido por las preocupaciones de la guerra, se
hizo representar oficialmente por el Sr. de Albigny, gobernador de
Saboya. Este fue un gran homenaje a la Eucaristía.
Poco después de estas grandiosas ceremonias fue cuando Mon-
señor de Granier decidió acometer el ataque definitivo contra la
humildad de Francisco. Un día que el preboste se encontraba en
Sales, le envió a su primer capellán, el Sr. Critain. Desde el día
siguiente a su llegada, bajo el pretexto de recitar con él el santo bre-
viario, el Sr . Critain condujo a Francisco a la galería del castillo y le
atacó frontalmente... Francisco resistió largo tiempo... Finalmente,
propuso al capellán celebrar sus misas en la iglesia del pueblo:
«Usted dirá la primera y yo le ayudaré; yo diré la segunda; invo-
caremos juntos la gracia de Dios y haremos lo que él nos inspire.»
Francisco salió vencido de la oración: «Usted dirá a Monseñor, le
dijo al Sr. Critain en el camino de vuelta, que yo jamás he deseado
ser obispo... Pero, puesto que él lo quiere y así lo ordena, estoy dis-
puesto a obedecer y servir a Dios en todas las cosas».
Todo parecía que iba a quedar así. Poco después, pasando por
Annecy, «Francisco cayó en cama a causa de una fiebre violenta y
persistente». Las cosas llegaron hasta tal punto que, a principios de
enero, se temía por su muerte. Su madre bajó a Annecy y «fue la
elegida para decirle que se moría»... «El pobre enfermo, primero
se extrañó, después fue víctima de un gran temor por el juicio de
Dios y «el peligro del Infierno». Francisco superó esta primera
crisis arrojándose en la misericordia de Dios. «No puedo esperar la
curación nada más que de Dios; Yo ya tuve necesidad de su miseri-
cordia en otra ocasión más que en esta, y Dios me será tan favora-
ble en esta ocasión como en aquella.» Los canónigos de la catedral
«vinieron en persona a darle el último adiós y recibir su bendi-

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San Francisco de Sales
ción...» Agotado con esta visita, Francisco se desmayó «por espacio
de una hora», y se le creía ya muerto. Entonces fue objeto de una
tentación contra el dogma de la Eucaristía. La prueba fue terrible,
y Francisco pudo liberarse de ella nada más que «por la invoca-
ción del nombre de Jesús, hecha desde el fondo de su alma». Vuelto
en sí, encontró la solución que no había podido encontrar en lo
más fuerte de la crisis: pero el recuerdo de esta lucha se le quedó
muy grabado. Nunca aceptó revelar este argumento; y cuando se
acordaba, hacía siempre la señal de la Cruz, temiendo que esto
fuera una piedra de tropiezo para los espíritus débiles». Dios conti-
nuaba purificando así a esta alma privilegiada y lo introducía cada
vez más en el misterio de su Pasión y Muerte, para hacer de él su
imagen fiel.
Francisco de Sales predicador (cuadro de Piero Dalle Ceste, en la
iglesia de San Francisco de Sales de Turin-Valdocco).

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Francisco se salvó de la muerte. La convalecencia será larga. El
1 de enero de 1598, dirige una carta al nuncio Riccardi, pero «los
médicos, dice en una nota a parte, a los que nos les parece bien que
me ponga a escribir, me han obligado a servirme de la mano de
otro. Esta carta dictada es conmovedora. «Después he sido visitado
por la bondad de Dios nuestro Señor con una fiebre continua, he
recaído recientemente de un modo tan peligroso, que durante siete
días consecutivos no esperaba otra cosa que no fuera mi muerte.»
Ahora hay que pensar en ir a Roma para la visita ad limina de
la diócesis y las últimas formalidades para el episcopado. ¿Pero
cuándo? «Ahora que por la divina bondad estoy en convalecen-
cia y me ha quedado una debilidad en las piernas, que no sé si
podré viajar a Roma antes de la Pascua, aunque deseo infinita-
mente encontrarme allí durante la Semana Santa; voy a poner
todos mis esfuerzos con este fin.» Mientras tanto, su pensamiento
vuela al Chablais donde le ha sustituído el Padre Chérubin de
Maurienne; él se encarga de la ejecución de los asuntos pendien-
tes: «Su Alteza ha enviado mientras tanto a Thonon al Presidente
Favre, para conocer el sentimiento de los habitantes del Chablais
sobre el ejercicio del culto católico, casi todos han manifestado
que lo desean y esperan que se restablezca lo antes posible.» La
promoción a coadjutor no ha cambiado en nada el corazón de
Francisco. «Finalmente, reconozco el deber de emplear este poco
de vida que me queda dado por Dios, en el servicio a su divina
Majestad y de la santa Iglesia...» Y así lo hará Francisco durante
más tiempo de lo que él preveía...
Francisco escribe en Sales algunas de las cartas que nos han
llegado de este año 1598. En abril envía esta al Nuncio: «Hoy voy
a Thonon donde durante algún tiempo me necesitan.» El Padre,
cuyo espíritu está pleno de iniciativas, ha propuesto a Francisco
celebrar en el mismo Thonon ¡las Cuarenta Horas todavía más
solemnes que las de Annemasse! El día 2 de mayo de 1598, Felipe
de España y Enrique IV firman el tratado de Vervins: parece que

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San Francisco de Sales
era la paz para Saboya: el Chablais, por tanto, estaría siempre pro-
tegido contra las incursiones de Ginebra; las poblaciones podrían
volver al catolicismo sin miedo a las represalias, y Carlos Enma-
nuel tendría las manos más libres para ayudar a los misioneros del
Chablais.
Rápidamente, el preboste trata de aprovechar las ventajas de
la nueva situación. En el mes de julio, varios párrocos, «hombres
maduros y buenos conocedores de la labor pastoral» toman pose-
sión de las parroquias importantes. Finalmente, el 20 de septiem-
bre, después de resolver muchas dificultades materiales o diplo-
máticas, se inauguraron las Cuarenta Horas de Thonon. Monseñor
de Granier presidió él mismo las fiestas religiosas del domingo 20
y del lunes 21 de septiembre. Unos días más tarde, el 11 y 2 de
octubre, tuvieron lugar en una atmósfera grandiosa, las segundas
Cuarenta Horas: el duque Carlos Emnanuel, rodeado de su corte,
estaba presente y también el cardenal Alejandro de Médicis, legado
del Papa en Francia, que volviendo a Italia, quiso hacer un alto en
Thonon.
Todo resultó espléndido pero, entre todas las ceremonias, hubo
una de ellas que debió emocionar particularmente el alma de Fran-
cisco. Durante la mañana y el mediodía del jueves 1 de octubre, el
cardenal Monseñor de Granier y Francisco recibieron las abjura-
ciones de nobles...un pastor… grupos... familias enteras... Al día
siguiente, el ritmo de estas abjuraciones era todavía mayor. Los
secretarios acabaron por no inscribir más que los nombres de los
cabeza de familia. Durante once días, según las listas que se con-
servan todavía hoy en los Archivos vaticanos, se registraron 2.300
nombres.
Estos días de fiestas solemnes y de recuerdos – y algunas accio-
nes de gracias – quedaron en el corazón de Francisco. Apenas hacía
cuatro años que entraba en Thonon, solo, como misionero pobre y
sin apoyo humano. Ante estas muchedumbres que se juntaban para
abjurar o para participar en los sacramentos de la Penitencia y de

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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la Eucaristía, ¿cómo no evocar la pequeña decena de católicos aco-
bardados que, a fuerza de persuasión, consiguió agrupar en torno
a su púlpito en la iglesia de san Hipólito, el domingo 18 de sep-
tiembre de 1594? Entonces predicó sobre la Misión de los pastores
de la Iglesia; hoy, como cierre de estas solemnidades, en presencia
del duque, del cardenal y de sus respectivas cortes, predica sobre la
misa y el sacerdocio: Haced esto en memoria mía. ¿En cuál de estos
dos sermones puso Francisco más corazón y más cuidados?
El duque fue leal en su reconocimiento. Apenas llegó el cardenal
de Médicis a la Casa de la Ciudad, Carlos Enmanuel tomó de la
mano al preboste y le condujo ante el prelado. «Monseñor, le dijo,
este que os presento es el apóstol del Chablais: veis a un hombre
bendecido por Dios y enviado del Cielo a nosotros, que inflamado
de un grandísimo celo por la salvación de las almas, non sin un
gran peligro de su vida, vino el primero a esta provincia con atre-
vimiento, en ella ha extendido la semilla de la palabra de Dios,
ha plantado la Cruz y la fe de Nuestro Señor en estas comarcas,
de donde hace más de setenta años que había sido arrancada de
raíz por las hordas infernales de los Herejes.» El cardenal levantó
a Francisco que se había arrodillado a sus pies y le dijo: «Monse-
ñor, os agradezco vuestro celo, continuad como lo habéis hecho
hasta ahora; respecto a mí, según los deberes de mi cargo, no dejaré
de relatar ampliamente a nuestro muy Santo Padre lo que habéis
hecho.» Él cardenal cumplió su palabra.
El corazón apostólico de Francisco
«El apóstol del Chablais»: el elogio era merecido. Mientras que se
desvanecen los últimos ruidos de estas fiestas solemnes, y antes de
que Francisco emprenda el camino de Roma y del episcopado, con-
viene detenernos y contemplar todavía una vez más a Francisco de

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San Francisco de Sales
Sales, sacerdote en país de misión. ¿Cuál fue la estrategia apostólica
de ese joven sacerdote después de 27 años de su entrada en el Cha-
blais en septiembre de 1594, para que en cuatro años haya llegado a
convertir una provincia tan impregnada del Protestantismo y sóli-
damente defendida por la próxima y todopoderosa Ginebra?
En este éxito, conviene reconocer la parte que juegan los aconte-
cimientos, e incluso la política. Es cierto que Enrique IV deseaba,
como todos los soberanos de su tiempo, la unidad religiosa de su
reino y que él no podía exteriormente sostener demasiado abier-
tamente a los países protestantes. Por otro lado, Francia se encon-
traba en guerra con la Casa de Austria y, por causa de esta lucha,
tenía que tener cuidado con los cantones calvinistas de Suiza que
dominaban el paso de los Alpes: Ginebra era la ciudad clave, una
de las vías de acceso a Alemania.
Del lado de Italia, la política extranjera francesa no era menos
ambigua: Enrique IV tenía necesidad, en Francia, de la amistad del
Papa, pero no tenía que disgustar a los príncipes italianos quere-
llados con el Papa. En este lío, Carlos Enmanuel, duque de Saboya,
llevaba hábilmente el juego de sus intrigas. El tratado de Vervins
mismo (el 2 de mayo de 1598) no puso fin a su diferencias con
Enrique IV, ya que la cuestión de Saluces, ese marquesado del norte
de Italia que Carlos Enmanuel había arrebatado a Francia en 1588,
fue reservada.
El Edicto de Nantes que fue firmado por Enrique IV el 13 de
abril de 1598, muestra bien hacia qué compromiso estaba obligado
el rey a orientarse, para procurar al reino la paz interior. Igual-
mente en el exterior, le hacía falta buscar un equilibrio difícil entre
sus alianzas católicas y protestantes. Veremos esto más adelante.
Ginebra y Berna permanecían, por este hecho, muy poderosas en
la corte de Enrique IV, y por este mismo motivo, paralizaban más o
menos según la evolución de los acontecimientos, la acción de los
misioneros católicos en el Chablais, en la comarca de Ternier y en
el país de Gex.

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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Estas dificultades tienen, al menos, un ventaja: ponen en eviden-
cia el carácter netamente evangélico del apostolado de Francisco
de Sales.
Su fuerza es la fe. Se inventó un día un anagrama muy signifi-
cativo sobre su nombre: «Foi sans descaler», es decir, fe sin defecto
ni debilidad; la palabra no era apropiada. Francisco está profunda-
mente persuadido de la verdad del catolicismo. Está convencido
de que si la doctrina de la Iglesia Romana es presentada con toda
su luz, por sacerdotes instruidos y santos, las poblaciones, poco a
poco y a medida que la libertad de conciencia les sea efectivamente
asegurada, se unirán sin dudar a la fe primera.
En resumen, desde este momento, Francisco, como teólogo y
jurista, tiene una concepción precisa de lo que debe ser la Reforma
de la Iglesia, si la Iglesia quiere sobrevivir; tiene conciencia,
Canal du Thiou en Annecy.

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San Francisco de Sales
al mismo tiempo de los males que arrasan la Iglesia de Cristo y
también del remedio, del único remedio que la puede salvar: la res-
tauración de un sacerdocio digno de los apóstoles. Subrayamos las
líneas maestras de esta estrategia tan santa como atrevida: estas
surgen claramente de los escritos, de las memorias y las cartas que
se nos han conservado.
En primer lugar, es necesario que el Evangelio sea predicado en
toda la pureza de su tradición y de interpretación teológica. Fran-
cisco no escatima nada por estar al tanto de las objeciones pro-
testantes y de las dificultades que sus adversarios aprovechan de
la ciencia del tiempo. No los subestima en absoluto. Se toma en
serio el hecho calvinista, sus causas, su fuerza, no ignorando que el
pueblo sencillo e incluso algunos ministros, puedan ser ignorantes:
«En esta circunscripción, escribe un día, cada uno maneja las Insti-
tuciones (de Calvino); me encuentro en un puesto en el que cada
uno conoce las Instituciones de memoria.» Para conocerlas mejor,
él mismo ha solicitado de Roma el permiso de leer esa obra que
está en el Índice.
Las Controversias están aquí para mostrarnos... el espíritu y
darnos el estilo de Francisco en estas batallas de ideas. Así trabaja
para establecer sólidamente, frente a las negaciones de los adver-
sarios, la verdad y los derechos de la Iglesia católica romana. Y
también triunfa con aquellos carteles y hojas volantes redactados
día a día en plena lucha, de tal modo, que las Controversias merecen
ser utilizadas en 1870 por los Padres del Concilio Vaticano cuando
iban a definir la infalibilidad del Papa y a Francisco le valieron en
1878 el título de doctor de la Iglesia, y en 1923, el patronazgo espi-
ritual de los escritores católicos.
Persuadido de que la doctrina evangélica, por poco conocida
que sea, trabaja las almas, camina en cada una de ellas como una
raíz en la tierra, según quiere la Providencia, Francisco predica. En
este ministerio de la palabra, que él considera como uno de sus pri-
meros deberes, es infatigable. Nos lo muestran, o bien predicando

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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el mismo día en cuatro o cinco pueblos diferentes, o «pasando la
noche entera predicando», o incluso, predicando en presencia de
siete u ocho personas como si estuviera en una iglesia repleta de
fieles, o incluso catequizando en la plaza del mercado, discutiendo
en público o en pequeño comité con pastores o notables protestan-
tes; inventando con la ayuda de su joven hermano Bernardo, una
especie de predicación dialogada.
«El domingo pasado, tercero de Cuaresma, escribe el 12 de marzo
de 1597 al nuncio Riccardi, habiendo predicado por la mañana
temprano según la costumbre, en la parroquia de los Allinges, pasé
a otra parroquia distante tres leguas, llamada Cervens, en la que
yo nunca había estado antes. Y habiendo advertido al pueblo que
yo quería predicar, tuve una benevolente asistencia que, al salir del
sermón, me manifestó un ardiente deseo de este pan para niños.
Pero tuve dificultades para llegar a tiempo al sermón de Thonon,
que está a cinco o seis millas de Cervens, de modo que estando fijo
aquí, me es casi imposible evangelizar en varias localidades.»
En su estrategia apostólica, Francisco empieza a conceder una
importancia primordial al catecismo, a la enseñanza firme y sen-
cilla de la doctrina, asi como al texto sagrado de la Escritura, a
la palabra de Dios. En su pequeño equipaje llevaba siempre una
Biblia con su breviario. Conocía a fondo la Biblia, y sembraba de
citas hasta su correspondencia más familiar.
Nos gustaría ver, en ese tiempo, a Francisco de Sales dialogar
cara a cara si no de corazón a corazón con algunos protestantes,
– captar en vivo, por ejemplo sus conversaciones íntimas «en la
pradera», con el Sr. de Avully preocupado por la conversión. Tres
de estos encuentros han permanecido célebres y un tanto misterio-
sos: sus tres encuentros en la misma Ginebra, con Teodoro de Bèze.
¿La iniciativa partió de Francisco o de Clemente VIII? La cosa no
está clara. Lo que es seguro es que Francisco no acometió esta ten-
tativa de conversión sin el acuerdo formal del Papa, acuerdo que se
parecía mucho a una orden.

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San Francisco de Sales
De estas entrevistas, no queda ningún documento del lado
protestante;19 del lado católico, queda fuera de los testimonios
del Proceso de canonización, una carta de Francisco de Sales
a Clemente VIII del 21 de avril de 1597, del día siguiente a la
primera entrevista. Esta carta es severa, pero no sin esperanza:
«Me he reunido con Bèze solo y nos hemos entendido bastante
fácilmente. Cuando al fin ya nos separábamos tras intentar todos
los medios para conseguir de él el parecer de su pensamiento, sin
haber dejado una piedra sin remover, encontré en él un corazón
de piedra, hasta el momento inmóbil o al menos insuficientemente
removido; es decir, un viejo endurecido, lleno de malos días. Por
lo que sus palabras me permiten deducir cuál es mi opinión: si
fuera posible abordarlo más frecuentemente y con más seguridad,
quizá se le podría conducir al redil del Señor; pero, para un octo-
genario, todo retraso es peligroso.» Retengamos, por tanto, esta
palabra por la que Teodoro de Bèze se tomó un descanso respecto
a su visitador tras las dos primeras entrevistas: «en cuanto a mí
se refiere, si no estoy en el buen camino, ruego a Dios todos los
días, que por su misericordia, tenga a bien de ponerme en él.»20
Esta actitud de Teodoro de Bèze no debió disgustar a Francisco
de Sales.
Esta actitud está de acuerdo con su manera de tratar con los
herejes. Tocamos aquí un problema muy delicado. Es cierto que
Francisco de Sales tuvo a veces palabras muy duras contra los hugo-
notes. Es muy seguro que en las discusiones políticas que siguie-
ron a las Cuarenta Horas de Thonon, Francisco se opuso con una
firmeza absoluta a que los ministros protestantes permaneciesen en
el Chablais, y particularmente en Thonon, y que solicitó medidas
severas contra los últimos obstinados de Thonon que «siguen a los
hugonotes más como un partido que como una religión.»
19 Cf. Paul GEISENDORFF, op. cit., pp. 402-407.
20 Cf. Paul GEISENDORFF, ibid.

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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¿Era Francisco partidario de la intervención del brazo secular
en las conversiones y los asuntos religiosos? Aquí se imponen
unas distinciones, puesto que Francisco de Sales evolucionó en
este punto en el transcurso de su vida. El estudiante en derecho
de Padua, demasiado inclinado a seguir algunas tesis jurídicas del
tiempo, quizá no desaprobó la coacción política e incluso el empleo
de armas. Pero, desde que fue nombrado preboste, y, sobre todo
cuando fue ordenado sacerdote, Francisco se declara firmemente
partidario solo de las armas espirituales, la santidad y la ciencia
teológica, «la caridad»: ¡Recordamos aquí el sermón del joven
preboste a los canónigos de Ginebra! Sin embargo, cuando hacia
finales de la misión del Chablais, Francisco se encuentra mezclado
en las discusiones políticas, se dan cita en su pensamiento dos ten-
dencias aparentemente contrarias: por una parte, su amor por las
almas le lleva a la dulzura, pero por otra parte, según las ideas y las
costumbres del tiempo, no concibe que la unidad política pueda
realizarse fuera de la unidad de confesión: «Una fe, una ley, un
rey». Aparentemente, el jurista que hay en él, nos parece que casa
con el misionero. Pero de hecho, para Francisco de Sales, el con-
flicto no existe: su optimismo teológico le persuade de que si el
culto protestante está prohibido, y si los calvinistas son instruidos
en la fe católica, no pueden dejar de convertirse, si son realmente
leales y sinceros.21
Con un ejemplo vamos a captar en vivo el pensamiento de
Francisco en esta materia. El mismo día que era promulgada
en Annecy la paz de Vervins, el 13 de junio de 1598, Francisco
escribe al Nuncio: «Entre las incalculables ventajas espirituales que
varios siervos de Dios esperan de esta bendita paz, se prometen
a sí mismos que el rey de Francia, bajo la invitación de la Santa
Sede Apostólica, se empleará vigorosamente para obtener que la
21 Por su parte, los Protestantes sostenían el mismo principio: Cf. J. LECLERC, op.
cit.

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San Francisco de Sales
ciudad de Ginebra abra sus puertas al ejercicio del culto católico
por medio del Intérim (el Interim era un formulario que databa
de los tiempos de Carlos Quinto, y que aseguraba prácticamente
la libertad de conciencia a los católicos y a los protestantes), para
que el Señor y Príncipe de la paz tenga su sitio en una pacificación
tan importante y tan deseada. Esto sería cortar el calvinismo por
la raíz.»
Así pues, dos meses después de la promulgación del edicto de
Nantes (el 13 de abril de 1598), Francisco espera que una legislación
muy parecida a la nueva legislación francesa se instale en Ginebra.
Tres años después, en julio de 1601, Francisco de Sales escribiendo
a Clemente VIII en nombre de Monseñor de Franier, parece hablar
un lenguaje bien diverso: «Esta porción de mi diócesis (se trata
del país de Gex), con lo que queda del otro lado del Ródano, le ha
correspondido al rey de Francia, en virtud del tratado de paz (el
tratado de Lyon del 17 de enero de 1601). El rey ha ordenado allí
el restablecimiento completo del culto católico, es por lo menos
lo que yo oigo decir, pero con la reserva (que se llama el Interim)
que tolera la presencia de la herejía; en el fondo se trata de que la
libertad del pensar mal y de actuar de la misma manera, se deja a
cada uno, lo cual multiplica extrañamente las dificultades de pro-
pagación del Evangelio» Es fácil ver el punto de contacto de estos
dos juicios diferentes: en un caso como el otro, el fin es el mismo:
propagar el Evangelio. En el primer caso, el Interim facilita la labor;
en el segundo se opone a ella. Para comprender esta posición,
no hay que invocar solamente las ideas políticas del tiempo, sino
también algunas concepciones teológicas demasiado estrechas que
reducían exageradamente las posibilidades de salvación que tienen
también los herejes de buena fe, a pesar de su error.22
Es necesario distinguir bien aquí entre el protestantismo y los
protestantes, puesto que Francisco es todo paciencia con las per-
22 Cf. J. LECLERC, ob. cit. T. II, pp. 126-127.

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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sonas, todo benignidad, todo acogida. Algunos se lo reprochan,
incluso religiosos. Advertido de estos reproches, Francisco replicó
«que desde hacía tiempo había experimentado que se obtenía más
con la dulzura que con otras maneras... hay que afirmar verdadera-
mente que los hombres consiguen más por el amor y por la caridad
que con la severidad y el rigor.» Francisco sabe que cuando se con-
vierten, algunos pierden sus puestos, sus recursos y sus bienes. Él
se esfuerza en conseguir para ellos ayudas y acondicionar refugios
y casas. Si hubiera sido por él, Thonon habría tenido un colegio de
jesuitas desde el año 1595 o 1596. Desde que ve afluir las peticiones
de conversión, tiene otro proyecto que le preocupa grandemente
desde 1598: encontramos el diseño en la súplica que Francisco
eleva al Papa Clemente VIII en enero de 599, de parte de Monseñor
de Granier; se trata de una fundación en favor de los nuevos con-
vertidos venidos de Ginebra y «desprovistos de todos sus bienes»...
«fundar una casa de misericordia o un hospicio en propiedad. Allí,
estos desterrados por Cristo, sobre todo los niños y los jóvenes de
ambos sexos, podrían ser acogidos, educados e instruidos cris-
tianamente. Se les enseñaría a cada uno según su capacidad o las
ciencias o algún oficio que les permitiese después ganarse su vida»
Estos dones excepcionales son de organizador, de realizador,
podemos decir de político, tomando la palabra en su mejor sentido.
Francisco los revela también en su actitud con respecto a los enfren-
tamientos de los católicos del Chablais. Con ellos se muestra pater-
nal y firme, exigente y dulce, estricto y benigno. Como ejemplo
vivo, tomamos valientemente el problema de la financiación de la
misión del Chablais. El mismo Francisco es de una pobreza rigu-
rosa. De esta pobreza jamás se queja, gozoso de ser un «fiel discí-
pulo de la Cruz» y de imitar a nuestro Señor Jesucristo; y si por
casualidad dispone de algunos escudos, los utiliza como limosna.
Pero sabe que esta pobreza, a menos que Dios no se lo imponga,
no debe entorpecer su apostolado, y menos todavía que se sirva
de escándalo para las almas. A finales de mayo de 1595, Francisco

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San Francisco de Sales
confía a su amigo Antonio Favre: «Es un gran argumento contra mi
apostolado, el ver hombres metidos en medio de los dominios de la
Iglesia, bajo un príncipe católico y llevar una vida precaria y, por así
decirlo, viviendo al día.» El 31 de mayo de 1597, solicita un bene-
ficio de un párroco que se encuentra vacante, el de Petit-Bornand:
«Es verdad que el cargo de preboste no le reporta ni un céntimo
de renta, y la canonjía que le corresponde no le reporta más que
una media de sesenta escudos al año; sería más ventajoso para mí
ser un cura de parroquia con su renta, que ser un pobre preboste,
si no fuera por la esperanza del retorno a Ginebra... Teniendo con
qué vivir según mi conciencia, no buscaré más cosas sino servir al
Señor y a la Iglesia de esta diócesis con los pequeños trabajos en
que me veré implicado.»
Pero a medida que la misión iba teniendo éxito y se desarrollaba,
Francisco entraba en polémica con los grandes beneficiarios de la
diócesis: ¿cómo nombrar párrocos en las parroquias, si no se les
proporciona de qué vivir, y no se comienza por reparar sus iglesias
mutiladas y saqueadas por los calvinistas? ¿Cómo introducir en el
Chablais «predicadores», capuchinos y jesuitas, si no se les asegura
su subsistencia? ¿Cómo fundar obras indispensables sin dinero? Y
sin embargo, hay dinero: la Orden de caballeros de San Mauricio y
Lázaro fue fundada por Gregorio XIII en 1579, depositario de los
bienes de la Iglesia salvados de los Berneses; en Turín, en octubre de
1596, el duque aprobó, según el proyecto de Francisco, que los caba-
lleros pusiesen a disposición de la misión del Chablais, al menos en
parte, las rentas de estos bienes. Pero ponían mala cara a este servi-
cio. Y para Francisco, el conflicto con los caballeros será siempre una
preocupación constante: por mediación del duque y del Nuncio, se
esfuerza por arrancarles lo que su tacañería le niega…
Así, el 21 de febrero de 1597, los pone, en términos muy claros,
frente a sus responsabilidades: «Este expediente, les declara entre
otras cosas, consiste en que dado el tratado de paz deseado, Vues-
tras, Señorías tengan a bien ceder absolutamente todos los bene-

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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ficios de que gozan en este país con sus añadidos, uniendo a estos
los que provienen de particulares, con los cuales podrían hacer en
esta comarca un servicio religioso tan desconcertante que la luz
se extendería por todas partes.» Cuando se trata de «combatir las
batallas del Señor de los Ejércitos», Francisco no teme ser «inopor-
tuno a Su Santidad, a Sus Altezas» y a los Caballeros. Esta intrepidez
jurídica y financiera que se alía muy bien con el sentido extremo
de su pobreza personal, es un verdadero símbolo de las actitudes
apostólicas de Francisco.
No es posible dudar de la rectitud y pureza de sus intenciones
en todos estos negocios temporales: se le ve bien cuando se trata
de elegir los párrocos para el Chablais y de instalarlos allí. Estos
párrocos misioneros, él los quiere hombres «maduros y bien cono-
cedores de la misión pastoral»... «bien adaptados a la obra de la
conversión y de las solemnidades eclesiásticas»... Francisco no
se hace ninguna ilusión sobre las dificultades que esperan a estos
colaboradores: escribe desde Thonon al nuncio el 2 de marzo de
1597: «Tengo un buen número de sacerdotes que se prepararán
pronto para venir a ejercercitarse aquí en la paciencia y la mor-
tificación; yo pondré todos mis cuidados para que desempeñen
bien su labor y vengan bien preparados... Pero no sabré introducir-
los sin acondicionarles primero el camino con algunos sermones
catequéticos pronunciados por un predicador experimentado.»
Parece que Francisco pensaba desde ese momento proporcionar a
estos curas párrocos «casa, habitación y facilidad para permanecer
varios juntos». Pero la ocasión no estaba madura para realizar este
proyecto. Mientras espera, visita a los que ha colocado a la cabeza
de las parroquias, les ayuda lo que puede «con un amor a la vez
paternal y fraterno». Al mismo tiempo, Francisco experimenta una
gran pena, casi podríamos decir resentimiento, en relación con las
«numerosas abadías», venidas a menos en la observancia regular,
«en las cuales, los monjes (que no lo son más que de nombre) des-
truyen más que edifican».

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San Francisco de Sales
Francisco de Sales recibido por el papa Clemente VIII
(grabado de F. Chauveau).

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Capítulo v- El apóstol del Chablais, tiempo de Cosecha
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Así nos aparece Francisco al final de este período misionero y
en vísperas de compartir con Monseñor de Granier, y bajo su auto-
ridad, el cargo del obispado de Ginebra. Este sacerdote de treinta
años ha dado ya la medida de su genio y de su santidad. Para carac-
terizarle, no sabemos hacer otra cosa mejor que hacer nuestros los
juicios profundos de Sainte-Beuve, sobre «San Francisco de Sales
al completo»,23 pero dándole las dimensiones propiamente espiri-
tuales. «Aplicando a San Francisco el pensamiento de Pascal: «No
admiro el exceso de la virtud… pues de otro modo, no sería subir,
sino caer. No se muestra la propia grandeza estando en un extremo,
sino más bien tocando los dos a la vez y llenando todo el espacio
intermedio», Sainte-Beuve comenta en páginas inolvidables este
intermedio de Francisco de Sales: «Nadie mejor que él, ha tenido,
con una calidad suprema, la unión, el temperamento, el correctivo
y la permisión para hablar con Pascal del espacio intermedio. A
cada uno de los caracteres que yo le he reconocido precedente-
mente, habría que añadir casi su contrario, el cual aparece no para
hacer balance y servir de diversión, sino para modificar y fortale-
cer la calidad dominante, entrando en él, fundándose en él, para
conseguir allí equilibrio y estabilidad como en el interior de la cua-
lidad misma. Su alma, ya en esta tierra, es una esfera completa bajo
una sola estrella.» Y da un ejemplo luminoso de este espacio inter-
medio declarando que Francisco «no era una paloma de dulzura,
sino un águila de dulzura».
Se podrían unir en él los términos que parecen excluirse. Fran-
cisco de Sales es el tipo de la plenitud, más que de la moderación:
no le falta de nada, los contrarios no son en él contraste o disonan-
cia, sino armonía superior. Si seguimos muy de cerca sus escritos
y exclusivamente la Introducción a la Vida Devota o el Tratado del
Amor de Dios – incluso su Correspondencia, si nos quedamos solo
con las cartas a la señora de Chantal o a otras almas privilegiadas –,
23 Port Royal, Hachette, 3ª edic., 1867, T. I, cap. X, pp. 249 ss.

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San Francisco de Sales
le juegan una pala pasada, pues no le muestran nada más que bajo
algunos de sus aspectos. Falseando al director de almas, falseamos
también al misionero del Chablais; falseando al escritor, falseamos
también al hombre de acción y de gobierno y, sobre todo, falseando
al místico, desconocemos las riquezas del hombre, la habilidad del
jurista, la finura del político. El uno «penetra» en el otro y «en él
se fundamenta». Hablamos de equilibrio, si no encontramos un
término mejor. Pero este equilibrio no es de tierra a tierra, rastrero
y plano, sino un equilibrio superior, de altos vuelos, el equilibrio
proporcionado solo por la libertad y el amor.
Sainte-Beuve presintió este misterio de gracia, sin llegar a pene-
trar en toda su profundidad: «Pasando de contraste a conciliación,
llego a la última cualidad del intermedio que es característico de
san Francisco de Sales y es el único que puede terminar de darme
la medida, me estoy refiriendo a la alianza que se hace en él entre
la virtud mística, contemplativa, la caridad en todo su candor, y
la finura del juicio humano en toda su sagacidad.» Fue necesario
que Sainte-Beuve descendiese todavía un grado más, o mejor que
traspasara el umbral del alma de Francisco: Percibió que todos los
dones humanos de su héroe – todos ellos extraordinarios y entre
los más bellos que existan –, adquirían su plenitud solo porque el
fuego del amor de Dios había quemado en él todas las escorias,
había purificado los defectos, los iluminaba desde el interior y, de
alguna manera, los transfiguraba.

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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6. OBISPO Y PRÍNCIPE DE GINEBRA
Francisco va a Roma
Hemos dejado a Francisco de Sales entre las fiestas brillantes de
las Cuarenta Horas de Thonon. El apóstol del Chablais recibió su
recompensa; y las disposiciones del duque eran tales que había
motivos para esperar una rápida conversión total de esta provin-
cia... «nos encontramos ya con que el invierno se ha ido, la prima-
vera sonreía, por todas partes se veía crecer «el árbol precioso y
resplandeciente» de la Cruz vivificante; por todas partes, la Iglesia
hacía oír sus cantos como la voz de la tórtola, y las viñas, reno-
vadas, florecían de nuevo y exhalaban su perfume.» Así describía
Francisco la situación del Chablais de 1598, en una relación diri-
gida a Clemente VIII en 1603.
A principios de noviembre de 1598, Francisco partió para Roma
en compañía de Monseñor de Chissé, gran vicario y sobrino de
Monseñor de Granier. En Módena se le unió su hermano Luis y
su amigo Antonio Favre que también debían formar parte de la
comitiva. Hacia mediados de diciembre, los viajeros llegaron a la
Ciudad Eterna. Francisco era el encargado de presentar al Papa
las diversas peticiones de Monseñor de Grenier, y el gran vicario
por su parte, debía postular para Francisco las bulas de coadju-
tor. La acogida de Clemente VIII fue extremadamente paternal.
Conocía bien a Francisco y se entretuvo ampliamente con él acerca
de su obra en el Chablais: el cardenal de Médicis había hablado
ya recientemente con su Santidad de las maravillosas Cuarenta
Horas de Thonon. Francisco presentó las peticiones de Monseñor
de Granier y después se retiró. Esto sucedía el 15 de enero de 1599.

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San Francisco de Sales
Ahora había que esperar las decisiones pontificias. «Jamás
he estado en un lugar, escribe Francisco a Monseñor de Granier
algunos días después de la audiencia pontificia, en el que fuera
tan grande el peso de la responsabilidad como en esta Corte. Su
Santidad no concede una gracia, por pequeña que sea, que no sea
medida y contramedida con el consejo de los Señores Cardenales,
los cuales, considerando al Santísimo de este parecer (al Santísimo
Padre) están también ellos de acuerdo con él.»
Francisco aprovechó sus tiempos libres para visitar a grandes
personajes de Roma, «cardenales y santos religiosos», y también
para peregrinar por las iglesias y conventos de la ciudad. El 15 de
marzo, Monseñor de Chissé obtenía una segunda audiencia y pre-
sentaba al Papa la solicitud de la coadjutoría. El Papa se mostró
enseguida muy favorable a esta propuesta, e hizo llamar a Fran-
cisco para decirle que quería conceder al obispo de Ginebra todo lo
que le solicitaba... pero le comunicaba que se preparase para pasar
el examen canónico en su presencia, a partir del lunes siguiente.
Francisco se sorprendió bastante con el anuncio de este examen,
puesto que, los sacerdotes de Saboya estaban dispensados de él,
por los privilegios de la Iglesia galicana. ¿Qué habrían dicho el
Soberano Senado de Saboya y Su Alteza?24 Pero, puesto que el
Papa declaraba que esto «era para complacerle a él y para hacer
recomendable a Francisco a todo el Sagrado Colegio cardenalicio,
había que obedecer.
Llegado el lunes, Francisco se presentó en el palacio del Papa.
«Encontró la sala llena de gente...» Presidía Su Santidad; alrededor
del Papa estaban sentados los cardenales, entre otros, el cardenal de
Florencia, el cardenal Borghèse, el cardenal Baronius y el cardenal
Borromeo; veinte arzobispos, obispos, generales de Órdenes reli-
giosas; Belarmino estaba entre los teólogos encargados de atacar al
24 Hizo falta que Francisco al pasar por Turín a su vuelta de Roma, apaciguara en
este punto el descontento del duque. Cf. Oeuvres, T. XII, p. 9.

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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candidato. Era verdaderamente un jurado de honor. Todo se pasó
de maravilla, de tal manera que era de temer que en Annecy sobre-
valorasen este éxito. El 26 de marzo de 1599, Francisco escribió
a Luis de Sales: «os confieso ingenuamente que Dios no ha per-
mitido que permaneciese confundido durante el examen; respecto
a mí, no esperaba menos de mí mismo. ¡Las señales de bondad
paternal con las que el Papa me ha honrado, me obligan a ser más
que nunca buen hijo y buen servidor de la santa Iglesia Romana!
pero escriban nuestros amigos lo que escriban, recordad que final-
mente somos lo que somos delante de Dios.»
El 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, Francisco fue admitido
a la misa del Papa, y comulgó de la mano del Pontífice. Allí recibió
«favores particulares de Nuestro Señor» cuyo recuerdo dejó escrito
en un pequeño billetito con este texto: «Habiendo recibido la santa
Eucaristía del Soberano Pontífice el día de la Anunciación, mi alma
fue fuertemente consolada interiormente; y Dios me concedió la
gracia de darme grandes luces sobre el misterio de la Encarnación,
haciéndome conocer de una manera inexplicable cómo el Verbo
tomó un cuerpo, por el poder del Padre y la intervención del Espí-
ritu Santo, en el casto seno de María, queriéndolo él mismo para
habitar entre nosotros, desde el mismo momento que fuese hombre
como nosotros. Este Hombre Dios también me ha proporcionado
un conocimiento elevado y sabroso sobre la Transubstanciación,
sobre su entrada en mi alma y sobre el ministerio de los Pastores
de la Iglesia.»
Al final de la primavera de 1599, Francisco estaba ya de regreso a
Annecy, no sin haber hecho antes por segunda vez la peregrinación
a Loreto.25 En Turín donde se detuvo, los caballeros de San Mau-
ricio «sabiendo que era portador de un breve de su Santidad que
25 Si Francisco no fue a Roma, al dejar Padua en 1591-1592, es en el viaje de 1599
en el que conviene reseñar lo que fue dicho por la mayor parte de historiadores
sobre la estancia de 1591-1592.

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San Francisco de Sales
confiere al Monseñor de Ginebra la autoridad de aplicar a la subsis-
tencia de los párrocos, pastores y predicadores, todos las rentas que
tienen de las parroquias convertidas, me hacen comparecer para
dar razón de mi administración». Los caballeros se apercibieron de
que bajo la benignidad del prelado, se escondía el rigor del jurista
y la justicia del hombre apostólico...
Coadjutor de Monseñor de Granier
Durante dos años, Francisco de Sales, obispo nominado par ser
obispo de Nicópolis, va a vivir a la sombra de Monseñor de Granier.
Una sombra que le gusta y que, por así decirlo, él crea: pues rechaza
obstinadamente el hacerse consagrar, incluso rechaza aunque sea
solamente vestir de obispo mientras viva Monseñor de Ginebra.
En el nombre del obispo reinante, como es debido, el coadjutor
trata todos los asuntos en curso. Estos asuntos conciernen la mayor
parte al Chablais; alegrías y decepciones se alternan en ellos: las
parroquias se organizan, pero no sin dificultades, el colegio de
Jesuitas es aprobado e incluso financiado por el Papa, pero el pro-
vincial de Lyon carece de personas disponibles. Y por encima de
todo, en agosto de 1600, estalla de nuevo la guerra en Saboya: el
rey ha firmado con el duque, el 27 de febrero de 1600, el tratado
de París, pero el duque titubea, intriga, huye; Enrique IV invade en
una campaña relámpago la Saboya...
El día en que Béarnais entra en Annecy, la posición del obispo
de Ginebra se vuelve bastante delicada: Enrique IV es el enemigo
del duque de Saboya Carlos Enmanuel, príncipe soberano de todo
el territorio Ginebrino, pero no del ducado de Genevois-Nemours,
que es propiedad de Annecy y que ejerce sobre la ciudad una especie
de soberanía. El duque de Genevois-Nemours se ha cuidado de no
comprometerse en el conflicto. ¿Qué conducta seguir? Tanto más

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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que ya los Ginebrinos y los Berneses se esfuerzan por infiltrarse
en los países reconquistados por los franceses y de arruinar allí de
nuevo el catolicismo.
Francisco, en esta ocasión, salvó por segunda vez el Chablais:
recorre él mismo el país, aviva los ánimos, sostiene a los misio-
neros y párrocos y, más todavía, gana ante Enrique IV la batalla
diplomática; el rey promete a Monseñor de Granier que «nada será
innovado en la provincia del Chablais, contra lo que ha sido hecho
para la fe». La paz fue firmada finalmente en Lyon el 17 de enero
de 1601, entre los plenipotenciarios del duque y el rey de Francia.
Pero la situación política de los católicos se volvía más incierta
que nunca: si Carlos Emmanuel guardaba Saluces, debía ceder a
Francia la Bresse, el Bugey, el Valromey y el país de Gex. ¿Qué sería
de estos países, puesto que el rey no tenía escrúpulos (acababa de
demostrarlo durante la ocupación del Chablais) en dejar gobernar
en su nombre a hugonotes notables?
Es una carta triste, pero iluminada, no obstante, por un con-
suelo esencial, la que Francisco había ya expedido el 26 de agosto
de 1600 al nuncio Riccardi: «En medio de tantas aflicciones por
las que agradó a Dios castigar nuestros pecados, no me queda otra
cosa para escribiros, sino que en esta debilidad, la virtud divina
se ha manifestado por la constancia de nuestros convertidos de
Thonon. Amenazados tanto por las incursiones de los Ginebrinos,
como por las de los Berneses, han permanecido firmes en nuestra
santa religión. Es verdad que hasta aquí ellos no han sufrido más
que amenazas, pues los herejes no han actuado contra ellos. Pero
el miedo de que el rey emplease a sus infieles fue suficiente para
sacudir violentamente el débil ánimo de los convertidos.»
Una enfermedad de Monseñor de Granier viene a complicar
más la situación : «Monseñor nuestro Reverendísimo Obispo está
bastante enfermo, bien por las fatigas soportadas en el Chablais
el último mes, bien a causa de la pena que ha experimentado al
ver discurrir nuestros asuntos por mal camino... Los Padres de la

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San Francisco de Sales
misión están todavía en el Chablais, pero dispersos en diferentes
lugares por miedo a los Genoveses y a los Berneses. La mayor parte
de los párrocos permanecen en su parroquias, aunque algunos de
los más tímidos se han retirado para ver cómo acabarán las cosas.»
La situación de los católicos ¿no evolucionó de una manera peli-
grosa? Las negociaciones diplomáticas tienen que abrirse desde el
próximo año en París: serán muy difíciles y sus resultados serán
escasos y débiles.
Mientras tanto, hacia el mes de mayo de 1600, había aparecido
en el librero de Lyon, Jean Pillehotte, la Defensa del Estandarte
de la Santa Cruz de Nuestro Señor Salvador Jesucristo. Era la res-
puesta de Francisco a un panfleto antiguo del ministro La Faye:
respuesta demasiado tardía sin duda (La Faye había reeditado su
Tratado Breve en 1597, inmediatamente después de las Cuarenta
Horas de Annemasse), pero una obra verdaderamente digna del
genio de Francisco de Sales: «El lenguaje de la guerra es totalmente
diferente que el de la paz», declara el mismo autor. Este lenguaje
de la guerra es el de la claridad, de la precisión, de la fuerza en la
argumentación: dialéctica ajustada, pasión por la verdad, seguri-
dad de la doctrina, fidelidad a la Tradición, encontramos aquí el
estilo de las Controversias. Más aún, este libro que podría no haber
sido más que una obra de combate, se transformó, por la gracia de
Francisco, en un tratado de ascética: su idea fundamental sobre
la religión es la misma que animará las obras de espiritualidad:
«La verdadera y pura esencia de la adoración reside en la acción
interior de la voluntad, por la que se somete al que es adorado;
y el conocimiento, como acción del entendimiento, precede a la
sumisión como fundamento; por el contrario, la acción exterior
sigue a la sumisión como efecto y dependencia de esta.» El libro
no tuvo el éxito de librería que se podría esperar; pero ayudó muy
eficazmente a las almas a permanecer fieles, mientras que pasaba
por el Chablais y otras regiones de Saboya el nuevo tornado pro-
testante.

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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Haciendo balance de estos años 1599-1600 en una carta del 18
de marzo de 160l al nuncio Riccardi, Francisco podía ofrecerle
este «consuelo: el de saber que, si... en Thonon y en Ternier... se
ha sufrido mucho bajo el gobierno de Sr. de Montglot, hugonote,
y por las diversas trampas de los Genoveses (en Ternier sobre todo
han ejercido una tiranía y cometido verdaderas indignidades con
las cosas sagradas que no se pueden decir), no obstante, a pesar de
todo esto, entre un número tan grande de convertidos, no encon-
tramos ni cuatro que hayan recaído y son de baja condición. Así se
ha reconocido que su cambio era obra de la derecha del Altísimo,
puesto que de rechazo, ellos celebran las fiestas de Navidad con un
ánimo totalmente desacostumbrado.»
El mismo Francisco pronto (el 28 de junio de 1601) podrá anun-
ciar al Nuncio que «a pesar de la guerra, el número de los convertidos
Iglesia parroquial de Thorens en la cual Francisco
fue consagrado obispo.

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San Francisco de Sales
ha aumentado desde Navidad», y escribir algunos meses después
(el 21 de diciembre de 1601) al sucesor de Monseñor Riccardi, el
nuncio Tartarini: «Voy a dar cuentas ahora a Vuestra Señoría de los
progresos de la religión en esta diócesis, diciéndole que están muy
felices. No solamente en Thonon y en Ternier, ya que todo esto es ya
antiguo, sino también más recientemente en las circunscripciones
de Gex y de Gaillard que se extienden hasta las puertas de Ginebra.
En la segunda de estas circunscripciones, Monseñor el obispo de
Ginebra reconcilió, la semana pasada, ocho iglesias, para el uso de
varios miles de almas devueltas a la fe después de Pentecostés. En
la primera, que está sometida al rey de Francia, han sido erigidas
tres parroquias, en las cuales se han instalado tres de nuestros canó-
nigos para la santa predicación. Ellos obtienen allí muchos frutos,
puesto que en ese país se encontraban muchos antiguos católicos
cuya fe estaba oculta y cubierta como un fuego bajo la ceniza del
culto hugonote, que solo se practicaba alllí desde hace setenta años;
con esta fe puesta ahora a descubierto por la influencia de la palabra
divina, dan testimonio de la verdad. Otros se convierten también y
otros se preparan para la conversión».
Viendo todo esto, Francisco sueña con realizar al fin uno de sus
grandes sueños apostólicos: establecer en Thonon una Casa Santa,
de la que ya posee la bula de erección, firmada por Clemente VIII
y fechada el 13 de septiembre de 1599, pero que las circunstancias
no han permitido utilizar hasta ese día. Esta Casa, que la bula llama
«Albergue de todas las Ciencias y Artes» y coloca bajo la invoca-
ción de Nuestra Señora de la Compasión, es una idea muy origi-
nal y en muchos aspectos muy moderna: comprende un prefecto
y siete sacerdotes, y agrupa «a personas convertidas a Jesucristo,
de cualquier estado, edad, orden y condición que sean... (para ser)
educadas y formadas en la doctrina cristiana, en las ciencias, en las
artes y en todas las virtudes».26
26 Mémoires et documents publicados por la Academia Salesiana, T. V, pieza justifica-
tiva, nº 25.

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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Francisco no se hace ilusiones sobre los obstáculos que se pre-
sentan a la realización de este proyecto: «Pero se requiere sobre
todo, dice él, que se ponga pronto manos a la obra real y seria-
mente, pues las buenas intenciones sirven de poco. Si este bien no
se puede realizar de una vez, que al menos se haga poco a poco,
comenzando por las partes más necesarias, como el colegio, el
seminario y así sucesivamente.» De hecho la bula no se realizará
hasta 1602.
En el año 1601, por petición de Monseñor de Granier, Francisco
había predicado en Annecy la estación cuaresmal. La mañana del
viernes 6 de abril, en el momento en que iba a subir al púlpito, el
Reverendo Amado Bouvard vino a prevenirle que, la víspera por
la tarde, Monseñor de Boisy había «entregado suavemente su espí-
ritu a Dios». «El Bienaventurado Francisco, juntando las manos
Monumento a san Francisco de Sales en Thorens.

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San Francisco de Sales
y elevando los ojos al cielo, adoró a Dios que vive por los siglos
de los siglos y no dejó de subir al púlpito donde mostró un buen
aspecto y siguió su discurso de tal modo, que nadie se dio cuenta
de que estuviera turbado lo más mínimo. Habiendo pronunciado
el epílogo, cambió a propósito su discurso y se dirigió de nuevo al
público con esas palabras: Cuando venía a vosotros, he conocido la
muerte de la persona a la cual debo más en el mundo; os pido dos
cosas, una que me concedais uno o dos días para poder cumplir
con él las últimas obligaciones y otra que, por favor, recéis a Dios
por su eterno descanso»
Terminada la Cuaresma, Monseñor de Granier y su coadjutor
fueron a visitar las parroquias del Chablais para reorganizarlas.
Un problema pastoral delicado se plantea a Monseñor de
Granier: el rey de Francia se muestra muy favorable al restableci-
miento del culto católico en el país de Gex; esto significa que se res-
tablece a los párrocos de las veintisiete parroquias de esta región;
pero, cogido entre su resolución de favorecer a los católicos y su
preocupación de no contrariar a los protestantes, Enrique IV no
habla de devolver a sus párrocos los beneficios expoliados por los
protestantes. Entonces ¿de qué vivirán estos sacerdotes si no recu-
peran sus salarios? Monseñor de Granier pide a Roma que Su San-
tidad haga presión ante el rey. Roma da la orden a su Nuncio en
París, pero el Nuncio no está muy al corriente de la situación real
de la religión en este país de Gex: tiene necesidad de un consejo
competente de Monseñor de Granier, cuya santidad era entonces
muy mediocre y que, desde hacía tres años, había tomado la cos-
tumbre de confiar sus preocupaciones más graves a su coadjutor;
envió, pues, a Francisco a París para tratar este asunto de Gex con
el Nuncio de Francia y con el rey.

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La estancia en París en 1602
El miércoles día 2 de enero de 1602, Francisco de Sales emprendía,
por segunda vez en su vida, el camino de París. Estaba acompa-
ñado por el canónigo Déage y por Antonio Favre. El martes 22 de
enero, la pequeña comitiva llegaba a París: Francisco se alojó en la
calle Saint-Jacques, como en la época de sus estudios.
Desde su llegada, Francisco se presenta al Nuncio de Francia.
Monseñor Innocent del Bufalo se muestra muy bien dispuesto en
sus apreciaciones, pero dice, que nada se puede hacer en favor de
los católicos de Gex, si antes no se gana para su causa a Monseñor
de Villeroi, al cual el rey ha encomendado los asuntos extranje-
ros de Francia. El 8 de febrero, Francisco escribe a Monseñor de
Granier: «Después que la corte ha vuelto a esta ciudad, Monseñor
el Nuncio se ha preocupado de ir a ver al Sr. de Villeroy al cual su
Majestad nos había dirigido para tratar, y he tenido a bien debatir
nuestras pretensiones. Con todo, al final, he presentado mi petición
fundamental, sobre la cual me dice que el Consejo nos aplicará el
derecho y nos hará justicia y que no dudemos de ello». Realmente
esta «buenísima esperanza» será lenta en realizarse, y todavía no se
realizará nada más que parcialmente: en septiembre será cuando
Francisco retomará el camino de Saboya.
Al menos, esta estancia forzada va a constituir para Francia un
gran provecho espiritual y apostólico: le confiere, por así decirlo,
sus dimensiones humanas, arrancándola por fin de todo particu-
larismo regional, y situándose frente a los grandes problemas del
mundo y del tiempo. Cuando, dentro de algunos meses, Francisco
abandone París, habrá descubierto la corte de Francia, con sus
grandezas, pero también con sus intrigas y sus juegos de influen-
cia; habrá predicado y retenido al pie de su púlpito oyentes bri-
llantes, con frecuencia tan frívolos como sensibles; se mezcló en
la sorprendente renovación religiosa que sacude a la alta sociedad
parisina. «Santos, verdaderos santos y en gran número por todas

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San Francisco de Sales
partes.».27 Se le adhirieron muchos de espíritu y de corazón... Y,
entre estos éxitos y todos estos trabajos, habrá manifestado en su
vida cotidiana la santidad y la caridad del verdadero sacerdote de
Jesucristo.
Todo proviene, si juzgamos las causas humanas, del hecho de
que Francisco, en París, visitó alguna vez a la Princesa María de
Luxemburgo, duquesa de Mercœur: era, dice él, una relación de
«afecto que yo no podía negar, puesto que me era hereditario de
mi padre, de mi abuelo y de mi bisabuelo, que tuvieron el honor de
ser pajes y casi por el resto de su vida, en la casa de los muy ilustres
príncipes con el padre, el abuelo y el bisabuelo» de la duquesa. Por
tanto, sucedió que, poco antes de la Cuaresma de 1602, «por suerte,
la capilla de la reina en la sala del Louvre, no tenía predicador» ,
entonces solicitaron a Francisco. Como no tenía otra ocupación
que la de esperar «la solución de sus asuntos», tuvo que aceptar:
«Honestamente, fui forzado a predicar en la capilla de la reina tres
veces por semana, escribe el 9 de marzo de 1602, al Sr. de Quoex,
delante de la princesa y de los cortesanos, no pudiendo rechazar
los ruegos y las órdenes que me fueron hechos. Pero se entiende,
añade finamente Francisco a este corresponsal romano, que estaba
obligado a adaptarme a ellos.»
Aunque fue un poco improvisada, esa Cuaresma fue un autén-
tico éxito y, para colmo de edificación, el predicador, una vez ter-
minada la Cuaresma, rechazó la «bolsa llena de escudos de oro»
que le hizo entregar la princesa de Longueville como recompensa.
Los cortesanos no daban crédito a sus ojos.
Durante este tiempo, los Ginebrinos intrigan ante el ministro
Villeroi para hacer fracasar la petición del coadjutor, y el asunto
del país de Gex se revela «tan delicado de tratar y tan raro de
procedimiento» que Francisco se decide a regresar a Annecy a
principios de abril de 1602, «sin otro equipaje que la esperanza».
27 H. BREMOND, op. cit., T. 1, p. 95.

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Por tanto, no es suya la culpa, puesto que él multiplica las cartas
y los trámites...
En estos momentos sucede un incidente que da a la negocia-
ción una vuelta más favorable. Enrique IV, habiendo oído grandes
elogios de este predicador saboyardo «quiso verle en el púlpito»:
Francisco se dirigió a Fontainebleau, y el domingo de Quasimodo,
el 14 de abril, predicó ante el rey. «El día de Quasimodo, el rey
me hizo predicar delante de él, y mostró haber quedado contento.»
Escudo de Francisco de Sales.

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San Francisco de Sales
Después de esta predicación, Francisco tuvo una larga entrevista
con el rey. Fue una oportunidad sin la cual, el caso de Gex hubiera
estado totalmente perdido.
El 18 de abril de 1602, escribe al Sr. de Quoex: «Vuelvo ahora
de Fontainebleau donde, si no hubiera ido a propósito, todas mis
negociaciones se hubieran arruinado. He hecho tanto, que ahora
abrigo buenas esperanzas; dentro de tres o cuatro días tendré la
resolución completa. Esta resolución no será del total agrado que
esperamos: hay que sacar del fuego todo lo que podamos salvar.
Siempre será mucho, según dicen los expertos... El tren de los
negocios es tan poco afortunado en esta corte, que cuando uno se
piensa que está liberado, está aún más enredado.»
Decididamente, el futuro obispo de Ginebra está en una ruda
escuela, pero que completa en él al diplomático. Pasa de la decep-
ción a la esperanza, de la esperanza a la decepción. Los asuntos se
irán alargando hasta septiembre... y el beneficio será escaso. Al dar
cuentas de su misión al Papa Clemente VIII, Francisco hará de ella
este balance encantador: «Parecía que nada contrariaría la espe-
ranza del éxito deseado. Pero, ¡Oh miseria de nuestro tiempo! Tras
haber hecho tantos trámites para esta santa negociación, a penas
hemos ganado la autorización de celebrar los santos misterios en
tres localidades, con la concesión a este efecto, de una renta anual
para nuestros sacerdotes; respecto al resto, el mismo rey nos pre-
sentó la dureza de los tiempos: «yo desearía más que nadie, dice,
el entero restablecimiento de la religión católica, pero mi poder no
iguala mi querer», y parecidos propósitos. Después de nueve meses
completos, me vi obligado a regresar «sin haber hecho casi nada.»:
la palabra sobre el plan de la negociación puede ser exacta. Por el
contrario, en el espiritual, Françisco había conseguido mucho, y
había tomado ventaja.
Predicó «más de cien veces», confesó, convirtió; visitó conven-
tos y monasterios, y allí devolvió el fervor a las almas. Sobre todo,
fue introducido por Pierre de Bérulle, simple «cura» y ocho años

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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menor que él, en el hotel de la Señora Acarie, a la que Bremond no
duda en llamar una nueva Teresa».28 El hotel lo frecuentan Asseline,
Marillac, el Cartujo Beaucousin, y los mejores devotos de París.
Parece que Francisco de Sales ejerció pronto en este grupo tan fer-
voroso de por sí, una influencia real: varios le eligieron como con-
fesor y director espiritual; pero recibió más de lo que él dio. Entre
las personas que se reunían allí, no eran raras las gracias propia-
mente místicas, o fenómenos extraordinarios.
La más favorecida parece haber sido la Señora Acarie misma,
puesto que tardó poco en confiar plenamente en Francisco: «le
abrió su corazón, no solamente en el sacramento de la Peniten-
cia, sino también en entrevistas particulares». Francisco demostró,
según su penitente, una grandísima discreción, y no le preguntó
sobre las gracias extraordinarias con las que le gratificaba el Espí-
ritu Santo; más tarde, lo recordará quejándose de ello: «¡Qué falta
cometí, cuando no aproveché su santa conversación!, pues ella me
habría descubierto libremente toda su alma; pero el grandísimo
respeto que le tenía, hacía que no me atreviese a preguntar la más
mínima cosa.» No es que él no haya experimentado en varias oca-
siones estos estados privilegiados en los que Dios se hace sensible29
al alma, sino que cada experiencia, en este género de gracias, es
original y cada alma tiene algo que aprender de las otras almas: así
se explica esta queja de Francisco.
El encuentro entre Francisco de Sales y el grupo de Acarie tuvo
dos consecuencias importantísimas para la historia religiosa de
Francia: «En estas asambleas, se decidió por su consejo y por el
deseo de la Señora Acarie, ir a España, para conseguir religiosas
28 H. BREMOND, ibid.p. 96.
29 Aquí nos separamos conscientemente del P. A. LOUIMA, Aux sources du Traité de
l’Amour de Dieu de Saint François de Sales, Toma, 1959, p. 1185. y del P. SÉROUET,
De la vie dévote à la vie mystique, Desclée de B., 1958, Cap. X y XI – Nuestra afir-
mación se basa en un análisis de los textos que no podemos desgraciadamente
desarrollar en este breve esbozo.

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San Francisco de Sales
Carmelitas (así) de santa Teresa (Teresa de Ávila había muerto en
1582, hacía veinte años), y a Roma, para conseguir sacerdotes del
Oratorio del Nombre de Jesús;30 esto lo llevó a cabo con gran gozo
por el consentimiento del rey y el favor del Soberano Pontífice;
la princesa de Longueville aumentó la religión de París con un
nuevo monasterio después que el bienaventurado Francisco hubo
escrito a S.S. e informado ampliamente a la Sede Apostólica.»31
En octubre del año 1604 fue abierto en París este primer Carmelo.
Cuando a finales de septiembre de 1602, Francisco de Sales
volvió a Saboya, dejaba detrás de él numerosas y grandes quejas.
Sin duda, no había triunfado plenamente en su misión diplomá-
tica; pero al menos se había ganado el corazón de Enrique IV que
quiso nombrarle desde ese momento arzobispo en Francia y le
asignó incluso una «sabrosa pensión» de la cual no le fue fácil des-
prenderse al prudente Francisco.
Llevaba también en su alma el recuerdo reconfortante de muchas
confesiones, conversiones, confidencias y, por encima de todo, la
alegría de haber tomado parte, durante varios meses, en este pro-
digioso progreso espiritual cuyos efectos se harían sentir pronto
en toda Francia y hasta fuera de ella. No es exagerado decir que
Francisco de Sales regresa de París habiendo alcanzado una cierta
madurez humana y espiritual.
Las primeras cartas de dirección que escribirá después de su
vuelta dan testimonio de ello: nos lo muestran en posesión de doc-
trina espiritual tal como la desarrollará en la Introducción a la Vida
Devota, en las Entrevistas y en el Tratado del Amor de Dios. Enrique
30 El Oratorio había sido fundado en Roma en 1564 por Felipe Neri. En 1611 Pierre
de Bérulle introducirá el Oratorio en Francia.
31 De las cartas que Francisco escribió a Roma para este asunto, poseemos al menos
la que dirigió al Santo Padre en noviembre de 1603. - Las reuniones parisinas
en las que fue estudiada y resuelta la introducción del Carmelo Reformado en
Francia duraron, según la carta al Papa, «algunos días»: la última parece ser que
tuvo lugar el 5 de junio, en la capilla de la Cartuja del faubourg Saint Georges.

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Castillo y casas antiguas en las orillas del Canal Thiou en Annecy.

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San Francisco de Sales
Bremond hablando de esta metamorfosis de Francisco de Sales, se
atreve a decir que fue «repentina, completa y definitiva la realiza-
ción de sí mismo».32
Al pasar por Lyon el 29 de septiembre de 1602, Francisco se
enteró de que Monseñor de Granier había fallecido diez días antes,
con el alma totalmente deslumbrada todavía por el triunfal Jubileo
secular de Thonon que acababa de presidir. Para el coadjutor, este
fue un grandísimo «golpe de tristeza»: Francisco lloró amarga-
mente al que, desde hacía diez años, era para él un verdadero padre.
La consagración en la iglesia de Thorens
La suerte estaba echada para Francisco. Tenía que «entrar en el
laborioso y peligroso cargo de obispo». «Que sea lo que la pro-
videncia de Dios quiera, escribe a un amigo el 21 de octubre. Yo
soy el mismo de siempre: no deseo el obispado más de lo que ya
lo he deseado (sic). Si esta carga me llega, habrá que llevarla; si
no, tanto mejor para mí...» ¿Cómo sería posible que el obispado
no le tocase? La consagración fue fijada para el 8 de diciembre.
«He recibido la consagración episcopal el día de la Concepción de
Nuestra Señora, la Virgen María, en las manos de la cual he puesto
mi destino», escribirá el 10 de enero de 1603 à Monseñor Ancina,
obispo de Saluces.
Para satisfacer un piadoso deseo de su madre, Francisco elige
Thorens para «la solemnidad de su consagración; las causas eran
varias: allí vivían su madre y sus hermanos, el deseo y las oraciones
de la gente, la natural inclinación a la patria, que parecía merecer
que se realizase allí su uncion como pontífice, lo mismo que había
sido allí su bautismo.»
32 H. BREMOND, op. cit., T. I, p. 98.

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Capítulo vi - El obispo y príncipe de Ginebra
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A esta gracia de la consagración, quiso prepararse con un largo
retiro espiritual. «Escribió al Padre Jean Fourier,33 de la Compa-
ñía de Jesús, que estaba por entonces en Thonon, rogándole que le
hiciese el favor de venir a Sales para servirle como director espiri-
tual en la revisión que quería hacer de toda su vida. Libre de otros
pensamientos, permaneció veinte días en soledad y con oraciones
continuas, ayunos, maceraciones del cuerpo y ejercicios parecidos,
se preparó a la confesión general de sus pecados; después de la cual
se impuso a sí mismo un modo de vivir, con el parecer de su sabio
director.» la Madre de Chantal afirma haber visto y leído estas reglas
de vida «escritas de su puño y letra». Estas reglas constituían por sí
solas un pequeño tratado del ideal sacerdotal, tal como lo propone
el Evangelio: pobreza, ayuno, limosna, oración, confesión, contac-
tos con su «pueblo», y, en el centro de toda esta vida de gracia y de
caridad, «el santísimo sacrificio de la misa, que celebrará todos los
días, si no es impedido por alguna necesidad extrema... No será
inoportuno que los días llamados de devoción, celebre la misa en
las iglesias en que esté programado, con el fin de que el pueblo
que asista, encuentre siempre a su obispo a la cabeza, como en las
fiestas solemnes de estas iglesias». El ejercitante insistió en que el
Padre Fourier aprobase este reglamento del retiro.
El 8 de diciembre «comenzó a caminar temprano de Sales a
Thorens». La iglesia parroquial estaba suntuosamente tapizada y
decorada. Los «prelados de la consagración» eran «Vespasiano Gri-
baldi, arzobispo y conde de Vienne, primado de los primados de
Francia, Thomas Pobel, obispo de Saint-Paul o de Trois-Châteaux,
y Jacques Maistret, obispo de Damas, de la Orden del Carmelo» La
ceremonia se desarrolló según el ritual. Según el testimonio de la
33 El P. Jean Fourier aparece al menos en tres ocasiones en la vida de san Francisco
de Sales: le sirve de director en este retiro preparatorio a su Consagración; bajo
sus consejos será publicada la Introducción a la Vida Devota; finalmente el Padre
Fourier se encontrará en Lyon, al lado de Francisco moribundo, el 28 de diciem-
bre de 1622.

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San Francisco de Sales
Madre de Chantal, «en esta acción de su consagración, le pareció
ingenuamente que la muy adorable Trinidad imprimía interior-
mente en su alma lo que los obispos hacían exteriormente sobre su
persona; igualmente, le parecía ver a la Santísima Madre de nuestro
Señor que le tomaba bajo su protección, y a los apóstoles san Pedro
y san Pablo a su lado que le protegían. Me parece que estas son sus
mismas palabras, afirma la Madre de Chantal.»
Durante un mes, después de esta «consagración como obispo»,
no hablaba nada más que «como un hombre extranjero en el
mundo», «y aunque la inquietud haya aminorado un poco estas
agitaciones del corazón, las resoluciones, por la gracia divina, per-
manecieron». La fecha de esta confidencia es 1619 .
El sábado 14 de diciembre de 1602, el nuevo obispo de Ginebra
entró solemnemente en Annecy y fue entronizado en la iglesia
catedral. Al día siguiente era el tercer domingo de Adviento: en el
rezo de vísperas, Francisco subió al púlpito y habló de la Natividad,
pero de repente, «como si estuviera en éxtasis, contó a su pueblo
sin darse cuenta de ello, todas las maravillas que le habían suce-
dido con motivo de su consagración». Diez años más tarde, el día
del aniversario de la ceremonia, escribirá a la Señora de Chantal:
«He comentado en mi sermón que hacía diez años que yo había
sido consagrado, es decir, que Dios me secuestró a mí mismo para
tomarme para él y después entregarme al pueblo, es decir, que me
había convertido de ser para mí en ser para los demás.» Su vida de
obispo no será más que la puesta en práctica de este ideal: cada día
será más «cogido por Dios y entregado al pueblo».

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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7. EL OBISPO ENTRE SU PUEBLO
Según la reforma del Concilio de Trento
«Rápidamente se aplicó a los grandes asuntos y trámites urgentes
de su diócesis.» Un pensamiento le preocupaba: ser para su dió-
cesis el obispo que desea la Iglesia, el obispo tal como lo ha con-
cebido y definido en su deseo de reforma el Concilio de Trento.
Conocemos, por Fancisco mismo, sus disposiciones íntimas en su
primer año de pontificado. Uno de sus amigos, Antoine de Revol,
fue nombrado obispo de Dol y le pide consejo. El 3 de junio de
1603, Francisco le responde con una larga y admirable carta que
conviene citar entera: «Entráis en este estado eclesiástico (Antoine
de Revol todavía no era sacerdote), en la cima de este estado. Yo
os diría lo que se dijo a un pastor elegido para ser rey de Israel:
Mutaberis in virum alterum; Es necesario que seais totalmente dis-
tinto en vuestro interior y en vuestro exterior. Y para hacer esta
gran y solemne mutación, es necesario cambiar totalmente vuestro
espíritu y removerlo enteramente... Para ayudaros en este cambio,
es necesario que empleéis a los vivos y a los muertos: A los vivos,
puesto que os hace falta encontrar dos o tres hombres muy espiri-
tuales, con cuya conversación, podáis ayudaros. Es un gran con-
suelo tener confidentes para el espíritu... En cuanto a los muertos,
necesitáis una pequeña biblioteca de libros espirituales de dos
clases: unos para vos en tanto que eclesiástico. Los otros para vos
en cuanto obispo... Tened, os lo suplico, a Grenade34 entero, y que
34 Louis de Grenade, escritor espiritual de la España del siglo XVI.

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San Francisco de Sales
sea como vuestro segundo breviario... su utilidad principal es que
dirigirá vuestro espíritu al amor de la verdadera devoción y a todos
los ejercicios espirituales que necesitáis... Pero para leerlo con ver-
daderos frutos, no hace falta devorarlo, sino más bien pensarlo,
estimarlo y rumiarlo capítulo por capítulo y aplicarlo al alma con
mucha consideración y oración a Dios. Hay que leerlo con reveren-
cia y devoción... Me olvidaba deciros que de todas formas, tenéis
que tomar la resolución de predicar a vuestro pueblo...»
Francisco tiene ya mucha experiencia apostólica para creer que
este ideal que él se hace del obispo, se realizará sin rupturas y «sin
muchas imperfecciones». Al Sr. de Bérulle, le había escrito algunos
días después de su propia consagración: «No hay remedio: siempre
tendremos necesidad del lavatorio de los pies, puesto que camina-
mos sobre el polvo.»
Este es Francisco de Sales enteramente entregado a su diócesis.
Durante veinte años, le consagrará sus días y noches, sus trabajos
y sus vigilias. Si por algún caso se ausenta de ella, es siempre con
algún pesar y no sin miedo de que su ausencia le haga daño; en
general lo hace por prestarle algún servicio. A penas acepta algunas
de las numerosas invitaciones para predicar, con las cuales le ava-
sallan los obispos amigos suyos: sabe con antelación que al duque
Carlos Enmanuel, orgulloso de su obispo de Ginebra, no le gusta
demasiado verle triunfar en otros púlpitos, y duda particularmente
de la estima que le testimonian París y el rey de Francia; y alimenta
algunos remordimientos por abandonar las ovejas del propio redil
por otras ovejas.
Hay tanto que hacer en esta diócesis de Saboya: y más sabiendo
que la vecindad y las molestias de Ginebra continúan, a pesar de
la paz, influyendo pesadamente sobre algunos «países», hay que
restaurar, y hacer que todas las cosas, y en primer lugar, las almas,
entren en el verdadero fervor católico. El territorio sobre el cual
ejerce la jurisdicción Monseñor de Ginebra es grande y bello, pero
algunos pueblos o aldeas tienen un acceso difícil, cuando no peli-

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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groso, sobre todo en invierno. Los recursos económicos episcopa-
les son mediocres y no permiten grandes proyectos.
Decir todo esto sería una minucia si un mal secreto no estu-
viera minando todo lo que se intenta edificar. Francisco conoce
ese mal y ya lo ha denunciado, y ahora, como obispo, tiene un
conocimiento más agudo y más personal del mismo: este mal es
el mal del que sufre la Iglesia, el mal que ha sido favorecido por
el éxito del protestantismo, el mal al que el Concilio de Trento ha
decidido aplicar los remedios más enérgicos, pero que está lejos
de curarse. «Me habló con la misma franqueza, referirá un día la
Madre Angélique Arnauld, y puedo aseguraros que no me ocul-
taba nada de sus más secretos e importantes pensamientos sobre
el estado en el que se encontraba la Iglesia y sobre la conducta de
algunas Órdenes religiosas» La Madre Angélique Arnauld refiere
una larga confidencia que habría recibido del Sr de Ginebra: «Hija
mía, son temas para llorar… Hay que llorar y suplicar en secreto
que Dios ponga la mano donde los hombres no la saben poner...
Tenemos que pedirle... que corrija los abusos que se deslizan en la
conducta de los ministros de la Iglesia, y le envíe santos pastores
animados del celo de san Carlos, que sirvan para purificarla por el
fuego de su celo y de su ciencia, y la conviertan sin mancha y sin
arrugas por la disciplina, como lo es por la fe y por la doctrina.»35
Esta entrevista con Monseñor de Sales y Madre Angélique data
de 1619, pero la alusión a san Carlos Borromeo (y al Sr. de Bérulle,
que también es nombrado aquí) permite deducir de este docu-
mento que ya desde 1603 este era el pensamiento de Francisco de
Sales. Francisco, salido recientemente de la universidad de Padua,
había deseado visitar Milán, la ciudad donde siete años antes había
muerto el obispo santo. Francisco guardó siempre en su interior la
devoción más fervorosa que todavía alimentaba la amistad que le
unía al primo de san Carlos, el cardenal Federico Borromeo. No
35 Citado por SAINTE-BEUVE, Port Royal, T. I, pp. 210-211.

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San Francisco de Sales
Mapa de Annecy
(Theatrum Sabaudiae…, parte II, Amsterdam, 1682).

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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cabe ninguna duda de que en esta devoción entraba, y mucho, el
celo por la reforma católica. En la primavera de 1613, peregrinará a
la tumba de su santo modelo; celebrando la misa delante de la urna
de cristal, estará encantado y como fuera de sí mismo...
Durante veinte años, Francisco de Sales se va a esforzar por rea-
lizar en su diócesis de Ginebra lo que había realizado san Carlos
Borromeo en la diócesis de Milán: la reforma según el ideal defi-
nido por el Concilio de Trento.
Vamos a trazar a grandes rasgos el calendario de estos veinte
años de episcopado. Octubre de 1603: convocatoria del sínodo dio-
cesano que reunió en Annecy «a todos los eclesiásticos de la dióce-
sis, sacerdotes, priores, decanos, canónigos y rectores de las iglesias
parroquiales» Es el primer contacto de Francisco con el conjunto
de su clero. Cuaresma de 1604: es la primera Cuaresma en Dijon y
el encuentro con Jeanne Frémyot de Chantal. De 1605 a 1608: tiene
lugar la visita de la diócesis en cuatro períodos , de 1606 a 1610: el
período precioso de la Academia Florimontano. 1609: la Introduc-
ción a la Vida Devota. 1610: en la fiesta de la Trinidad, el 6 de junio,
la Señora de Chantal, la señorita de Bréchard y la señorita Favre se
retiran a la casa de la Galería, en Annecy, y fundan la Visitación de
Santa María. 1616: en agosto, aparece el Tratado del Amor de Dios,
aparece en Lyon, impreso por Pierre Rigaud. 1618-1619: Francisco
visita París por tercera vez. Estos son puntos sencillos de referencia
para escalonar esta existencia totalmente consagrada al servicio de
la diócesis. Francisco pertenece enteramente a su pueblo.
Fiel al espíritu de la reforma in capite et in membris, Francisco
de Sales comienza la santificación de su diócesis. Lleva un ritmo
de vida muy sencillo. Es un pobre: pobre de recursos personales,
ha entregado a sus hermanos todo su patrimonio; pobre de recur-
sos episcopales, su obispado no le reporta más que mil escudos de
oro; pobre porque multiplica sus limosnas en público y en secreto;
pobre porque quiere vivir así, «como los Apóstoles». Ha reducido
al mínimo estricto el personal de su casa, su mesa es frugal, sus

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San Francisco de Sales
vestidos «limpios y arreglados, pero de largo uso; en la casa «la más
grande de la ciudad de Annecy», que pone a disposición del obispo
que en 1610 era Antoine Favre, Francisco se reserva para él una
modesta y pequeña habitación. «Me pasearé durante todo el día,
dice, como obispo de Ginebra, y me retiraré durante la noche como
Francisco de Sales.» No utiliza la carroza. «Aunque fue educado
como correspondía a su dignidad de obispo, no se beneficiaba de
ello en su manera de vivir, como hacen muchos. Observaba rigu-
rosamente la abstinencia y el ayuno y se flagelaba con frecuencia
hasta derramar sangre».
Sobre todo, Francisco rezaba: por la mañana, se dedicaba a la
oración durante una hora, se reserva siempre que puede, según sus
propósitos de la consagración, dos horas para el estudio, un estudio
que es siempre de alguna manera oración, tiene una gran devoción
al Oficio que a veces recita de rodillas, otras paseando. Cada día,
hacia las nueve de la mañana, celebra su misa: generalmente en la
intimidad de su oratorio en el obispado, pero también le gusta «los
días llamados de devoción» encontrarse con su pueblo y celebrar
en una iglesia o capilla de Annecy. Tiene un gusto especial por la
liturgia y, si celebra pontificalmente, se muestra severo en la obser-
vancia de las rúbricas. La misa es, según su parecer, el culmen de
la devoción particular y del culto público; celebrarla bien, es su
primer deber como pastor. A partir de ese momento, comienzan
para él «los trabajos y los contratiempos»...
Para Francisco trabajar era rezar, puesto que es unirse profun-
damente a la voluntad de Dios. «Tened presente en todos vuestros
asuntos, aconsejará un día a la Señora de Chantal, a Jesucristo, a
nuestra Señora y a vuestro Ángel de la Guarda, para que la multi-
plicidad de vuestras preocupaciones no os perturbe y su dificultad
no os sorprenda nunca. Haced las cosas, una tras otra, lo mejor que
podáis y emplead para ello fielmente vuestro espíritu, pero dulce y
suavemente.
Si Dios os concede que todo os salga bien, le bendeciremos por

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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ello; si no le agrada, le bendeciremos igualmente…» Aquí está
manifestando Francisco, no lo dudemos, su propia actitud frente a
las «preocupaciones de este mundo».
Pero hay momentos en que el cansancio se apodera de su cuerpo
y la desgana de su alma: entonces, el Sr. de Ginebra busca en Dios su
salvación. No hace ni cinco años que Francisco es obispo, cuando
escribe a un amigo de Dijon esta exquisita misiva: «Pasaré esta cua-
resma haciendo de mi catedral mi residencia, y rehabilitando un
poco mi alma que está casi completamente desgarrada por tantas
preocupaciones como ha soportado... Es un reloj averiado; hace
falta desmontarlo pieza por pieza y después de haberlo limpiado y
engrasado, montarlo de nuevo para que suene más ajustado.» Así
actúa Francisco siempre que puede, respetando el propósito que
tomó en el retiro preparatorio de su consagración: «Todos los años,
durante ocho días, y más cuando lo pueda, hará un retiro y una
purificación de su alma.»
Esta devoción brilla en el Sr. de Ginebra. De toda su persona
emana una paz, una caridad que atrae los corazones: cuando pasa
por la calle, le rodean los niños y se arremolinan junto a él; los
pobres acuden al obispado, o a su confesionario. Nada le molesta,
no rechaza a nadie... En torno a su persona ya se forman relatos
maravillosos: no se han olvidado de que en Thonon, en 1598, con
motivo de las Cuarenta Horas, un niño pequeño muerto, volvió a la
vida mientras que Francisco rezaba, arrodillado cerca de su cuna...
o que en su consagración en la iglesia de Thorens, fue arrebatado
en éxtasis durante una media hora... Desde entonces, la ropa que
toca, las medallas que distribuye, los objetos pequeños que le han
pertenecido y servido, son buscados como reliquias... A medida
que pasan los años, la admiración y el entusiasmo del pueblo llano
de Saboya se van acrecentando con su obispo, y le rodea una atmós-
fera de leyenda sagrada.
¿Y cómo podría ser de otra manera? No pueden permanecer
en secreto todas las gracias que le concedió el Señor. Si algunas

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San Francisco de Sales
de las iluminaciones íntimas, como el éxtasis del castillo de Sales
en el que le fue revelado «que él sería el fundador e institutor de
una orden de religiosas (y mostrado) las fantasías o ideas de las
personas principales con las que esta orden comenzaría», pudie-
ran escapar rigurosamente a su entorno, ¿cómo se mantendrían
ocultos tantos hechos extraordinarios: la liberación de posesos, las
profecías y lectura de almas, la curación de paralíticos o enfermos
etc. incluso resurrección a distancia de un muerto?. De paso, resal-
tamos que estos milagros se prolongarían largo tiempo después de
su muerte en la tumba del santo o a distancia: por no citar nada
más que estos dos ejemplos, y es cierto que el Papa Alejandro VII
que beatificó a Francisco de Sales el 28 de diciembre de 1661 y le
canonizó el 9 de abril de 1665, se consideraba como un «milagro»
del Sr. de Ginebra; – y los relatos contemporáneos de las fiestas de
la beatificación en Annecy señalan que tras la caja de plata de los
restos mortales de Francisco de Sales, marchaban «los paralíticos
curados y los resucitados».36
Pero el milagro más constante de esta vida, fue esta vida misma.
Francisco lo reconocía ingenuamente desde 1606: ¿qué será de todo
esto dentro de 14 o 15 años de viajes y trabajos? «Yo me encuen-
tro bien, mi querida Hija, escribe a la baronesa de Chantal el 2 de
octubre, en medio de tan gran cantidad de asuntos y ocupacio-
nes que no me sería posible enumerar. Es un pequeño milagro que
Dios hace, porque casi todas las tardes cuando me retiro, no puedo
ni mover mi cuerpo y mi espíritu de lo cansado que me encuentro,
y, sin embargo, por la mañana me levanto más alegre que nunca.
En este momento no tengo ni orden, ni medida, ni razonamiento
(puesto que no sabría disimularlo ante vosotros), y todavía sigo
aquí fuerte, gracias a Dios.»
No haría falta mucho tiempo para que el personaje de Francisco
de Sales se cubriera de una aureola y reputación de santidad. Tanto
36 Archivo de la Visitación de Annecy, Recopilación de circulares, T. I, p. 573.

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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más que se veía por todas partes que las «ignominias», las críticas,
insolencias y calumnias contra el fervoroso obispo acababan por
volverse contra sus autores. Y esto sucedía, no porque él se preo-
cupara de refutarlas enseguida, a menos que estuviera en juego el
honor de la Iglesia o del sacerdocio, sino porque él se lo tomaba
con benignidad y con paciencia; en general todo se terminaba, por
su parte, con un amplio y total perdón otorgado a los culpables. En
esos momentos, Francisco sabía encontrar las palabras adecuadas
en las que bajo una sonrisa, escondía sus heridas, y eran palabras
que corrían enseguida entre el pueblo.
Un día apareció un panfleto difamatorio contra Francisco en el
mismo Annecy: el santo obispo no se turbó por ello; el capítulo
procedió rigurosamente con un canónigo que leyó ese escrito, « y
la sentencia iba a ser pronunciada, si el buenazo del prelado (tanta
era su santidad) no se hubiese abajado hasta utilizar ruegos a su
capítulo para que esta sentencia, que ya estaba escrita, fuese supri-
mida y borrada. Hizo todavía más, pues algunos años después,
concedió a este mismo hombre un cargo muy honroso según su
condición y nacimiento, ante los Serenísimos Príncipes, sin que
Franciso fuese de algún modo suplicado, sino por su propia inicia-
tiva. Como consecuencia de esto, corría por toda Saboya un pro-
verbio muy común, y era que hacía falta ofender al bienaventurado
Francisco, para recibir de él toda clase de beneficios.»
Esta paciencia y estos perdones no eran del agrado de todos,
y bastantes veían ahí debilidad e incluso una falta: «Francisco de
Sales, irá sin duda al paraíso, decía el prior de Talloires, después
que Francisco había perdonado a los monjes que habían intentado
asesinarle. El obispo de Ginebra, no sé, por qué no castiga a nadie.»
realmente quería decir que no conocía bien la fuente de todas
estas virtudes. Bajo el insulto y la calumnia, «Francisco, confesó
él mismo, sentía hervir la cólera en su cerebro, como el agua en el
fuego», pero se frenaba y se calmaba, encontrando su alegría en
parecerse a nuestro Señor Jesucristo, escarnecido y despreciado, y

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San Francisco de Sales
a la Virgen María. «El 13 de diciembre de 1619 escribía a la Madre
de Chantal, que se inquietaba por algunas calumnias: Madre mía,
no tiene que ser tan benevolente conmigo; hay que aceptar que me
censuren, si por una parte no lo merezco, por otra sí. La Madre de
Aquel que merecía una eterna adoración no dijo nunca una palabra
cuando le llenaban de oprobios y de ignominias... pero querida
Madre, tenemos mucho amor propio cuando queremos que todo
el mundo nos ame y que todo redunde en gloria nuestra.»
Precisamente por la marcha de sus «asuntos», Francisco tuvo
que soportar el mayor número de críticas y de sospechas; Dios sabe
si él se esforzaba por informar exactamente de su conducta a Roma
o a su príncipe. Si se quiere un buen ejemplo, es preciso releer las
cartas al duque y a Clemente VIII, donde se solicita la autorización
para predicar en Dijon en 1604. Pero el duque era él mismo dema-
siado quisquilloso e intrigante como par admitir que las invitacio-
nes para predicar que Francia, sobre todo la corte de París, también
la de Dijon, Lyon, Grenoble, propusieron al Sr. de Ginebra, eran
debidas a su elocuencia o incluso a su santidad. Por todas partes
se presentían el complot y la traición. Varias veces, Carlos Enma-
nuel rechazó la autorización de estas proposiciones extranjeras a
Francisco. Durante nueve años tuvo que esperar la autorización
para predicar en París. ¿Qué podría maquinar el obispo con los
franceses?
Sin duda ninguna, tras el paso desconcertante de Francisco por
Ginebra el 12 de septiembre de 1609, las sospechas del duque le
llevaron a su paroxismo. Evidentemente, el hecho siguiente era lo
bastante llamativo como para intrigar a Carlos Enmanuel: Para no
perderse una cita que le había asignado el barón de Lux, en la que
debía tratarse el restablecimiento de tres párrocos en el país de Gex,
Francisco, viendo que el Ródano crecido por las lluvias, le resul-
taba infranqueable, el obispo católico decidió buenamente atravesar
Ginebra, la ciudad de Calvino, a caballo, en pleno día, con vestimenta
eclesiástica y escoltado por una patrulla, cosa que no era banal.

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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El 12 de septiembre siguiente, contando la aventura a su amigo
Antonio Favre, Francisco le confiaba la verdadera versión de los
hechos: «Sabéis que pasé por Ginebra bajo la protección de mi
ángel de la guarda.» Pero esta explicación sobrenatural no satisfizo
ni a los ginebrinos ni al duque... Fue necesario que Francisco lavara
ante éste la sospecha de traición. «el 4 de diciembre escribió al Sr.
De Hayes 1609: «La gente lo ha interpretado así: ¿Qué ha hecho en
Gex y quién le dio el valor de pasar por aquella ciudad tan enemiga
del nombre que él lleva y de su cargo, y en la cual no han entrado
sus predecesores desde la revuelta, sin salvoconducto, sin disfra-
zarse y sin esconder la propia identidad? – En realidad conocen
poco mi alma si me juzgan llenos de consideración y de aprehen-
sión de tal manera que no pueda correr una pequeña temeridad. El
tiempo, mi inocencia y, sobre todo la providencia divina, pondrán
en su sitio las cosas: con este propósito he escrito a su Alteza todo
lo que me parecía bien, tras haber sabido que se ha dejado llevar
por una especie de desconfianza de mí… estas son mis noticias de
Estado...»
Para creer a Francisco, el duque habría debido tener una inge-
nuidad que no le era propia. A la menor ocasión, sus sospechas
surgían de nuevo y Francisco tuvo que asegurarle varias veces con
energía su fidelidad a la Casa de Saboya: «Habiendo sido adver-
tido de que me habían acusado ante Vuestra Alteza de hacer ciertas
maquinaciones de Estado con los extranjeros, le escribe el 12 de
junio de 1611, no puedo salir de mi asombro ni puedo imaginarme
con qué fundamento se puede construir semejante calumnia... hace
tiempo que gravé en mi corazón el deber que tengo (con Vuestra
Alteza) de nunca ceder para hacer algo que pueda perjudicar tanto
al servicio de sus asuntos; y tengo demasiada aversión a las preo-
cupaciones de Estado, como para querer prestarles una atención
deliberada.»
Si Francisco se defiende con cierta firmeza, es porque el honor y
el interés de la diócesis están aquí en juego y también el destino y la

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San Francisco de Sales
situación de sus familiares y sus amigos. Esta fuerza límpida – San
Beuve diría: esta audacia de paloma – es uno de los aspectos menos
conocidos de su personalidad: intrigas y calumnias – es el lado
bueno de sus miserias – han permitido que ella nos fuera revelada.
Esta altura de pensamiento, de actitud y de tono, la encontramos
también en la correspondencia, cada vez que el insulto afecta, por
medio del obispo, a la Iglesia, a sus sacerdotes o a sus Hijas de la
Visitación, o a la justicia debida a cualquiera de sus fieles. Entonces
se despertaba en él el polemista atrevido, irónico, virulento, pero,
cuando se trataba de él mismo, su humildad y caridad moderaban
su vivacidad.
También estas mismas «inquietudes» y sus contrariedades se
volvían a favor de Francisco. Solo un santo podía conducirse, en
medio de estas «confusiones» con tanta ponderación, sabiduría
y equilibrio. Esta reputación de santidad desbordaba incluso los
límites de Saboya. El viaje de Francisco a la Franche-Comté en
1609, cuando fue allí por mandato de Pablo V para solucionar el
asunto de las Salines, fue un triunfo: en Dôle, entonces la capital, en
Besançon, en Baume-les-Dames, por todas partes, querían verle,
escucharle predicar, confesarse con él, comulgar de sus manos. Y
toda esta gente llamaban a Francisco «nuestro obispo, como si en
efecto él hubiese sido su pastor».
Durante su viaje a París en 1618, las cosas fueron de distinta
manera. Iglesias y monasterios se disputaron la gracia de escu-
charle: se dijo que en nueve meses predicó ciento setenta veces; y
como su salud parecía delicada, la gente trataba de proveerse de
reliquias: en los monasterios se conservaban con devoción el cuchi-
llo, la cuchara que utilizaba para la comida y también las sábanas,
los ornamentos que había utilizado para celebrar su misa. Fran-
cisco se libraba como podía de todas estas molestias... Al menos
no toleraba que sus amigos tomasen parte en este concierto: «Vos
no escribís (según mi deseo), escribe a la Señora de Chantal el 25
de noviembre de 1607, ni a mi madre, ni a la Señora de Charmoisy,

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Capítulo vii- El obispo entre su pueblo
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Casa Lambert, primera residencia del obispo Francisco de Sales
en Annecy..

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San Francisco de Sales
cuando decís: «nuestro buen y santo obispo»; porque en lugar de
que esas buenas mujeres lean obispo necio, leen obispo santo. Yo
sé bien que en tiempos de nuestro padre san Jerónimo se llamaba
santos a todos los obispos por razón de su cargo; pero esta costum-
bre no es actual.» El 24 de enero de 1608, Francisco insiste: «Tengo
que prohibiros la palabra santo cuando escribís sobre mí, porque,
Hija mía, yo no soy santo: y tened en cuenta que la canonización
no os pertenece a vos el hacerla.»
La doctrina espiritual de Francisco de Sales
Se puede rechazar sin duda como excesivos tal o tal testimonio de
los primeros biógrafos de Francisco de Sales y discutir sobre su
voluntad de edificación o, lo que es lo mismo, su ausencia de espí-
ritu crítico. La cantidad de hechos y de documentos es tal, que no
se puede permitir dudar de la veneración de que fue objeto durante
su vida el Sr. de Ginebra.
¿A qué se debía esto? Sin duda al resplandor de su alma. Pero
sería falsear su retrato espiritual encerrar su santidad en su fide-
lidad personal a Dios. Su santidad es una santidad apostólica. Él
quiere que las gracias que le son concedidas, beneficien a toda su
grey. Su reforma de vida quiere que redunde, en la medida de lo
posible, en la reforma de todo su pueblo. La santidad – y diciendo
esto, doy a la palabra todo su peso de gracia, – concierne a cada
una de sus «ovejas».
Esta fue la maravilla de su apostolado: Francisco de Sales se
atrevió, si no a conducir, al menos a orientar las almas, todas las
almas que le fueron confiadas: su pueblo, su clero, sus religiosos y
religiosas, sus hijos e hijas espirituales; conducirlos a todos hacia
el ideal de vida que una vez había concebido como el ideal evangé-
lico. Nadie debía permanecer al margen de este gran movimiento:

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cada uno en su sitio, cada uno según su medida, su situación. su
«estado», la inclinación de su gracia, pero todos debían acceder
de cerca o de lejos a esta «Vida de la santa caridad» sobre la cual,
desde febrero de 1602, tenía el secreto proyecto de escribir un libro,
y que precisaba dos años más tarde en una carta al arzobispo de
Vienne, en estos términos más claros: «Estoy pensando en un libro
sobre el Amor de Dios, no para tratarlo especulativamente, sino
para mostrar con él la práctica en la observancia de los manda-
mientos de la primera Tabla. A este le seguirá otro que mostrará la
práctica del mismo amor divino en la observancia de los manda-
mientos de la segunda Tabla, y los dos podrán reducirse a un solo
volumen más ajustado y manejable.»
La fuerza del obispo Francisco de Sales, fue disponer, desde los
comienzos, de una doctrina no solamente teológica, sino espiri-
tual, sobre la vida cristiana y de haber recibido de Dios los dones
y una gracia excepcional para hacerla vivir a las almas. Sermones
escritos, consejos, dirección, todo ello se dirige al corazón, porque,
para él, la religión es esencialmente vida y una vida del corazón.
«Dios es el Dios del corazón humano»; «entre esta divina Bondad
y nuestra alma», existe una «conveniencia grande pero secreta».
«A pesar de que el estado de nuestra naturaleza humana no esté
dotado de la santidad y la rectitud original... y que, por el con-
trario, estemos gravemente corrompidos por el pecado, nos queda
todavía la santa inclinación de amar a Dios sobre todas las cosas,
como también la luz sobrenatural por la que conocemos que su
soberana bondad es amable sobre todas las cosas.»
Esta inclinación natural «no permanece sin más en nuestros
corazones: puesto que Dios se sirve de ella para poder agarrar-
nos más suavemente y atraernos hacia sí». Esto ya funciona en el
corazón de los infieles: «¡Oh Jesús, es un placer delicioso ver cómo
el amor celestial, que es el sol de las virtudes, poco a poco y con
progresos que insensiblemente se hacen sensibles, va desplegando
su claridad sobre un alma, y no cesa hasta que no la ha cubierto

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totalmente con el esplendor de su presencia, dándole finalmente
la perfecta belleza de su luz! ¡Qué enormemente bella, amable y
agradable es este alba!»
Una vez expresado el acto de fe requerido para nuestra justifi-
cación, nada se opone, a no ser nuestras pasiones y nuestro apego
al pecado, a que el amor divino se despliegue en nosotros en toda
su plenitud. Las oraciones excepcionales y los fenómenos extraor-
dinarios no son esenciales a la vida de caridad, sino más bien «la
unión del alma con su Dios» que se obtiene en la oración y en
la acción, por la perfecta conformidad de nuestra voluntad con la
voluntad de Dios. El único y auténtico «éxtasis» es «el éxtasis y el
arrobamiento de la vida y de la acción superándose a sí mismo y las
propias inclinaciones naturales…, de este habla principalmente el
gran Apóstol cuando dice: Vivo yo, pero no vivo yo, sino que es Jesús
quien vive en mi.»
Así, a partir de las verdades más comunes de la fe y de los textos
más claros del Evangelio, Francisco de Sales orienta el alma hacia la
unión más profunda con Dios. «Yo predico aquí en este Adviento,
escribe el 13 de diciembre de 1619, los mandamientos de Dios que
ellos han deseado oír de mí, y soy maravillosamente escuchado,
pero también predico con todo mi corazón, al cual os diré, mi
muy querida Madre, que Dios, por su bondad infinita, le favorece
mucho, dándole un gran amor por los preceptos del cristianismo; y
esto como continuación de las luces que me otorga sobre su belleza
y sobre el amor que todos los santos le tienen en el cielo, puesto
que pienso que allí en lo alto se canta con una vida incomparable:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de
los cielos.» Dios por su Creación, la Encarnación, la Redención, ha
puesto todos los tesoros al alcance de los más humildes: las almas
se diferencian según el amor. «El amor es el primer acto y principio
de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos, sentimos,
nos emocionamos; y nuestra vida espiritual es como son nuestros
movimientos afectivos.» Si pues, «el amor es la vida de nuestro

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corazón», si la santidad no depende del estado, de la situación, de
la función, menos todavía de las riquezas, la gente casada puede
conseguirla como los monjes, el niño como el hombre maduro, el
ignorante, el hombre rudo, igual que el teólogo, el enfermo y el
impedido igual que el sano.
Aquí nace el problema que se va a imponer cada vez más al pen-
samiento religioso de Francisco de Sales, – un problema que hará
cada día más agudos sus contactos apostólicos con las almas: la
«vida de la santa caridad» puede vivirse en todos los estados de la
vida: depende de la gracia que Dios conceda y de la generosidad
con la que el alma corresponda a esta llamada divina. «Que Dios
toque y haga sonar la cuerda que él elija de nuestro laúd, siempre
conseguirá una buena armonía: Señor Jesús, sin reservas, sin si, sin
pero, sin excepción, sin limitación, se haga vuestra voluntad... en
todo y por todas partes...» «Yo os veo, así me lo parece, escribe a la
señora de Chantal en 1607, con vuestro corazón vigoroso que ama
y que quiere poderosamente. Yo le estoy agradecido : pues ¿para
qué sirven esos corazones medio muertos? Pero es necesario que
hagamos un ejercicio particular de querer y de amar la voluntad de
Dios más vigorosamente, y aún más: más tiernamente, más amo-
rosamente que cualquier otra cosa en el mundo.»
Como el capítulo titulado «Que la devoción es conveniente a
todas las clases de vocaciones y profesiones» se encuentra en la
Introducción a la Vida Devota, a veces se limita a esta obra el esfuerzo
de Francisco de Sales para abrir a todas las almas las fuentes de la
devoción. Esto es olvidar lo que él entiende por «devoción»: «La
verdadera y viva devoción... no es otra cosa que un verdadero amor
de Dios. En realidad, la caridad y la devoción no son entre sí más
diferentes la una de la otra que la llama y el fuego, de tal manera
que la caridad que es un fuego espiritual, cuando es muy intensa,
se llama devoción. La devoción no añade al fuego de la caridad
otra cosa que la llama que hace que la caridad sea pronta, activa
y diligente, no solamente para la observancia de los mandamien-

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tos de Dios, sino para el ejercicio de los consejos e inspiraciones
celestiales.» La diferencia entre las fechas de aparición de la Intro-
ducción y el Tratado del Amor de Dios, no significa nada, y menos
todavía la diferencia de situación entre Filotea y Teótimo. ¿La idea
del Tratado no es incluso anterior a la de la Introducción? En uno y
otro libro se formula la misma doctrina espiritual, la misma que en
los Sermones, y que en los otros libros o proyectos de libros y toda
la Correspondencia de dirección: Francisco podría decir a todas las
almas lo que escribía un día a la Madre Angélica Arnauld: «Mi
corazón... no para de formular deseos para vuestro progreso en el
puro y valiente, pero humilde y dulce amor divino.» Francisco qui-
siera introducir todas las almas en «la eterna libertad del amor».
El deber episcopal de predicar
«¡Ah , Monseñor! Por poco que amen a Dios los que son de nuestro
oficio, están siempre dispuestos a hablar de su amor», habría decla-
rado Francisco de Sales a Monseñor Jean Geoffroy Ginod, obispo
de Belley que, en 1603, un tiempo después de su consagración, le
había hecho predicar en su catedral; y, después del sermón, «casi
toda la noble asamblea (pues asistía al sermón el duque de Belle-
garde con su corte) se confesó con el siervo de Dios y en su misa del
lunes quiso comulgar de sus manos» Esta sencilla anécdota podría
resumir todo el esfuerzo pastoral de Francisco de Sales convertido
en obispo de Ginebra: predicar, para conducir las almas a una vida
eucarística fervorosa y a la unión con Dios, por medio de la con-
fesión.
¡Predicar!. Francisco a quien le gusta predicar, siempre, no tiene
ningún reparo en hacer suya la consigna del Concilio de Trento:
predicar es el deber principal del obispo. Escribiendo el 3 de junio
de 1603 al señor de Revol que pronto va a ser consagrado obispo,

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le aconseja: «De todos modos debéis tomar la resolución de pre-
dicar a vuestro pueblo. El muy santo Concilio de Trento, después
de todos los Antiguos, ha determinado que «el primer y princi-
pal oficio del obispo es el de predicar»; y no os dejéis llevar por
una consideración que os pueda apartar de esta resolución. No lo
hagáis para convertiros en un gran predicador, sino sencillamente
porque es vuestro deber y Dios lo quiere. El sermón paternal de un
obispo vale más que todos los artificios de los sermones elaborados
por los predicadores de otros asuntos.
Hacen falta pocas cosas a un obispo para predicar bien, pues sus
sermones deben ser sobre temas necesarios y útiles, no curiosos
ni rebuscados; sus palabras han de ser sencillas y no afectadas; su
acción ha de ser paternal y natural, sin arte ni escrúpulos, y por
breve que él sea, y por poco que diga, siempre será mucho.» Ano-
temos que la fecha es en 1603, y Francisco está en los comienzos de
su tarea de obispo.
Un año más tarde, se le presenta una ocasión de precisar y desa-
rrollar sus ideas. Monseñor Frémyot, en la víspera de la entrada
solemne en su ciudad de Bourges, y que tiene dudas de utilizar un
púlpito en la que su predecesor ha brillado, solicitó a Francisco
algunos consejos sobre la predicación. El 5 de octubre, Francisco,
de descanso en Sales, «dejando correr la pluma y sin palabras
rebuscadas ni artificios», le escribe una larga carta que es al mismo
tiempo una obra maestra y una confidencia. Dejemos de un lado lo
que concierne a la técnica de la elocuencia sagrada – que es verda-
deramente excelente –; y no retengamos más que el aspecto apos-
tólico: «Nadie debe predicar si no tiene tres condiciones: una vida
buena, una buena doctrina que transmitir y una legítima misión.»
Por lo que se refiere a la misión, Francisco acentúa que «los obispos
tienen no solamente la misión, sino que tienen ahí «las fuentes de
su ministerio». Francisco insiste en la santidad de vida y llega hasta
aconsejar: «A fin de cuentas, jamás se debe predicar sin haber cele-
brado la misa o quererla celebrar... Es una cosa cierta que Nuestro

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Señor, al permanecer en nosotros, nos da claridad, pues él es la
luz».
Tras este preámbulo, Francisco plantea la cuestión: «¿cuál es el
fin del predicador con la acción de predicar?» He aquí su magnífica
respuesta: «Su intención ha de ser hacer lo que Nuestro Señor hizo
al venir a este mundo; y el mismo ¨Señor lo dijo: Yo he venido para
que tengan vida y la tengan en abundancia. El fin del predicador es
que los pecadores muertos por la iniquidad, vivan por la justicia y
que los justos que poseen la vida espiritual, la posean todavía con
más abundancia, perfeccionándose más y más». Los modelos de
predicador son los Apóstoles en el día de Pentecostés: enseñan y
conmueven. ¿Qué hay que predicar? «La palabra de Dios... ¿Hay
que servirse de doctores cristianos y de libros de santos? Cier-
tamente que sí, pero la doctrina de los Padres de la Iglesia es la
explicación del Evangelio y la exposición de la Sagrada Escritura.
Entre la Sagrada Escritura y la doctrina de los Padres hay la misma
diferencia que entre una almendra entera y una almendra partida,
cuyo núcleo puede ser comido por todos... Los pasajes de la Escri-
tura... tienen de verdad el primer puesto y constituyen la base del
edificio: nosotros predicamos la palabra y nuestra doctrina reposa
en la autoridad. Ipse dixit…»
Después de haber hablado largamente del método de presenta-
ción y composición, Francisco llega a un punto «en el que desea
más atención que en otros». Se trata del arte de «decir»: «¿Cómo
hay que hablar en la predicación? Hay que huir del quanquam y de
los largos períodos de los pedantes, de sus gestos, de sus caras, de
sus movimientos: todo esto es la peste de la predicación. Es necesa-
ria una acción libre, noble, generosa, ingenua, fuerte y santa, grave
y un poco lenta. Pero ¿qué hace falta para ello? En una palabra, hay
que hablar afectuosamente, devotamente, sencilla y cándidamente,
y tener confianza; poseer bien la doctrina que se enseña y de la que
se quiere persuadir a los demás. El soberano artífice es no tener
nada de artífice. Es necesario que nuestras palabras sean encendi-

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das, no por gritos y acciones desmesuradas, sino por el afecto inte-
rior; es necesario que salgan del corazón más que de la boca. Hay
un dicho que dice que el corazón habla al corazón mientras que la
lengua habla a las orejas».
Así fluyen de su pluma los consejos de experiencia: «Me gusta la
predicación que experimenta más el amor del prójimo que la indig-
nación, por ejemplo con los hugonotes, a los que hay que tratar con
una gran compasión, no halagándolos por ello, sino deplorándolo...
La predicación es la publicación y declaración de la voluntad de
Dios hecha a los hombres por aquel que es enviado legítimamente,
para instruirlos y motivarlos a servir a su divina Majestad en este
mundo, y ser así salvados en el otro...» Y Francisco anima a este
joven obispo, que es un poco tímido: «Predicad con frecuencia...
Dios lo quiere y los hombres lo esperan; ¡es la gloria de Dios, es
vuestra salvación! Hacedlo con atrevimiento, señor, y con ánimo,
por el amor de Dios... Nada hay imposible para el amor. Nuestro
Señor no preguntó a san Pedro: ¿Eres atrevido y elocuente?, sino
que le dijo: Pasce oves meas; y le preguntó: Amas me? Basta amar
mucho para hablar bien.
Y el último consejo que le da antes de concluir la carta: «Vuestro
pueblo os espera para veros y ser visto por vos... Qué edificados
quedarán cuando os vean con frecuencia celebrar el sacrificio por
su salvación; con vuestros párrocos, tratad de edificarlos, y de que
desde el púlpito hablen de la palabra de reconciliación, ¡y que pre-
diquen!»
En esta carta encontramos todo el corazón pastoral de Francisco.
Ella levanta el asombro que nosotros experimentamos hoy al leer lo
que queda de los Sermones: ¿cómo podían atraer a las muchedum-
bres y estremecer tan profundamente las almas, estos esquemas, o
estos textos elaborados, cuya sequedad nos desconcierta? Depende
del hecho de que les falta lo que constituía en gran manera el poder,
la emoción, el calor del alma a penas sale de la oración, el tono del
amor. «Los demás predicadores, decía un día la duquesa de Mon-

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tpensier, se andan por las nubes, pero este orador del santo amor,
atrapa su presa, toca el corazón y se apodera de él.»
Orador del santo amor: esta palabra caracteriza perfectamente el
don de la elocuencia de Francisco. Este don es una gracia, buscada y
recibida en la oración. «Yo no puedo hablar de Dios sin emoción»,
le confía Francisco un día a un sacerdote después del sermón. «He
subido todo alegre, como un pajarillo a mi púlpito, en el que he
cantado más alegre que de ordinario en honor de este gran Dios»,
escribe a la señora de Chantal, el 8 de diciembre de 1617. Todo
sermón es para él, según su propia expresión, «un sermón de amor»:
adora predicar ante pocos oyentes, familiares, con los que «tiene
toda la comodidad de dar rienda suelta a sus pobres y menudos
afectos». Cuando tras la cuaresma de Dijon, en 1604, los regidores
municipales le presentaron, como muestra de agradecimiento, un
servicio de vajilla en plata dorada, y un anillo adornado con un
bello zafiro, respondió gentilmente «que no vendía la palabra de
Dios y que no quería nada más que su corazón». San Vicente de
Paúl encontrará la fórmula más perfecta para definir a Francisco
de Sales como predicador: le llama un «evangelio parlante».
Cuaresmas y catecismos
La más útil de sus predicaciones, es para Francisco la cuaresma
que predica a su pueblo o cuando es invitado a predicar en otras
diócesis. «Sabéis bien, escribe a la Señora de Chantal, que la cua-
resma es la cosecha de las almas... La cuaresma es el otoño de la
vida espiritual en el que se deben recoger los frutos y reservarlos
para todo el año.»
La primera idea que Francisco tiene de la cuaresma, es la idea
litúrgica: la cuaresma es, a sus ojos, el tiempo por excelencia de
la conversión de los pecadores, y de la santificación de las almas.

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«Predicar la cuaresma completamente, no es solo subir «con fre-
cuencia al púlpito, pronunciar hasta cinco o seis sermones en el
mismo día; es también encerrarse largas horas en el confesiona-
rio, acoger a unos y otros en entrevistas personales, instruir, dar
catecismo, reconciliar... Teme los días de carnavales, «ese invierno
que conduce a la carne y enflaquece las almas, que...languidece
los corazones, que... produce este desgraciado diluvio de placeres
indignos. ¡Ah! ¡que pase rápido este tiempo de la carne!» Pero el
carnaval va seguido de la cuaresma. «¡Ven, ven, ven!, tiempo favo-
rable; ¡venid, días de salvación!» Francisco se prepara a estas cua-
resmas con la oración y la penitencia. Y en esta ocasión, no duda
en prepararse con un retiro.
Así lo hace en 1606. «Ha llegado el día de deciros adiós, teniendo
que partir mañana de buena hora para ir a Chambéry, donde el
Padre Rector de los Jesuitas (era el Padre Fournier) me espera
para recibirme durante estos cinco o seis días de cuaresma que
me he reservado para calmar mi pobre espíritu azotado por tantos
asuntos... Con esto me propongo, Hija mía, revisarme totalmente
y poner todas las piezas de mi corazón en su sitio, con la ayuda de
este buen Padre que se interesa apasionadamente por mí y por mi
bien.» Y así afrontaba su auditorio, con el corazón lleno de «mil
deseos buenos de bien servir al divino amor».
Vamos a abrir aquí un corto paréntesis, pues nada se parece tanto
a las cuaresma de Francisco de Sales, como otro ministerio que le
preocupaba mucho, y en primer lugar, porque estaba prescrito por
el Concilio de Trento: se trata de los catecismos. En el catecismo
como en cuaresma, Francisco pone toda su alma. Desde el invierno
de 1603, él, el obispo, no tiene miedo de inaugurar en Annecy, esta
enseñanza de la doctrina cristiana a los niños. Primero en la iglesia
de Nuestra Señora. De aquí se pasa pronto a la iglesia de Santo
Domingo. Los padres se unen a los niños y muchos adultos «que
desean ser instruídos». De esta manera, «se dividió a la gente en
tres grupos, según el sexo y la edad».

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Nada nos puede revelar de un modo más vivo con qué conoci-
miento del alma infantil o popular conducía sus reuniones Fran-
cisco de Sales, que estos fragmentos de una carta del 11 de febrero
de 1607 a la Señora de Chantal. En primer lugar, mostramos el
aspecto serio: «Apruebo verdaderamente mucho, que seáis maestra
de escuela. Le agradará mucho a Dios, ya que él ama a los niños;
y como yo decía el otro día en el catecismo para incitar a nuestras
señoras a cuidar de sus hijas, los ángeles de los niños aman con un
amor particular a quienes les educan en el amor de Dios e inculcan
en sus tiernas almas la santa devoción».
En segundo lugar mostramos la gracia y la distensión: «acabo de
tener el catecismo en el que con nuestros niños, hemos hecho reír
un poco a los asistentes, burlándonos de las máscaras y los bailes
en un momento de buen humor, y un gran número del auditorio
me invitaba con sus aplausos a continuar haciendo de niño con los
niños. Me dicen que me sienta bien, y yo lo creo. ¡Que Dios me
haga verdaderamente niño en inocencia y sencillez!»
Este ministerio del catecismo permanecerá siempre muy querido
al corazón de Francisco de Sales: durante sus cuaresmas, y noso-
tros lo veremos, en el transcurso de las visitas a las parroquias, le
gusta reunir a los niños y enseñarles la doctrina sencilla. Con este
fin utiliza el catecismo de Belarmino, pero, como se encuentra
con unos oyentes demasiado sencillos para comprenderlo, crea él
mismo preguntas y respuestas y las distribuye a cada uno en peque-
ñas hojas manuscritas; Sin duda ninguna que el precioso fragmento
titulado: «Reglamentos para la enseñanza del catecismo», data de
octubre 1603 y está destinado a los párrocos de la diócesis. Durante
su pontificado, Francisco estimulará en este punto el celo de sus
sacerdotes.

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La visita de la diócesis
Una de las tareas que el Concilio de Trento recomendaba, e incluso
imponía a los obispos, era la de hacer la visita de su diócesis, parro-
quia tras parroquia. Esta tarea Francisco de Sales la deseaba y la
temía a la vez. «Voy a hacer esta bendita visita, escribe a la baronesa
de Chantal, en la que veo en cada lugar cruces de todas las clases.
Mi carne tiembla, pero mi corazón las adora. Sí os saludo, peque-
ñas y grandes cruces, espirituales o temporales, exteriores o inte-
riores; os saludo y beso vuestro pie, indigno del honor de vuestra
sombra.»37
Esta carta data de comienzos de octubre de 1605: Hasta este
momento, Francisco había sido retenido en Annecy «por un
montón de asuntos calientes», y por una crisis de salud. La debili-
dad de su salud es una de estas cruces que se perfilan en su camino.
Tanto más que viajará a caballo o incluso a pie, si el suelo lo exige,
ya que el país es duro! Francisco hablará en una carta de agosto de
1606, de los «montes horrorosos (de Chamonix) completamente
cubiertos de una capa espesa de hielo de diez o doce centímetros».
«La diócesis de Ginebra, así la describe Carlos Augusto de Sales, es
muy grande y poblada, casi toda ella coronada de altas montañas,
(si se exceptúan el Chablais, Gex, Ternier y una parte del Genevois
y de la Saboya), de muy difícil acceso, principalmente en las parro-
quias de las montañas y muy diversas en su temperatura, pues en
unas el invierno es casi eterno y en otras los calores son extremos:
por eso, el buen obispo estaba muy preocupado.»
Partió, pues, el 15 de octubre de 1605. Habida cuenta de los
indispensable retornos y permanencias en Annecy, esta visita se
extenderá a lo largo de cuatro años. En muchos lugares, Francisco
se encuentra con los protestantes o con las ruinas que han dejado:
37 Oeuvres, T. XIII, p. 113. Será lo mismo en su segunda partida en junio de 1606,Cf.
Mismo tomo, p. 199.

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Portada del Rituale, publicado por Francisco de Sales en 1612.

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se mezclan las alegrías con las penas; tan pronto se alegra de cons-
tatar o de recibir conversiones, como se siente desolado de chocar
con la dureza de las almas y con los miles impedimentos que sus-
citan los ministros. Sin embargo, la visita a su Chablais le consoló:
«En lugar de encontrar allí (como hace once años) nada más que
cien católicos, esta vez no he encontrado más que cien hugonotes.»
Pero la relación que Francisco envía al Papa Pablo V sobre el estado
de la diócesis en noviembre de 1606, es mucho menos optimista :,
porque ciento treinta parroquias están: «una parte bajo el dominio
tiránico de Berna, otra parte bajo el gobierno del Rey Muy Cris-
tiano»... «Respecto a las que están ocupadas por los Berneses, no
hay nada que esperar hasta que la ciudad de Berna sea llamada al
orden.» Respecto a las demás, el rey «ordena siempre que hay que
esperar... Pero mis ojos comienzan a cansarse de esperar su palabra
y dicen: ¿cuándo me proporcionará un consuelo?»
Por el contrario, en las 450 parroquias católicas, Francisco expe-
rimenta muchos consuelos, a pesar de los contratiempos, y el amor
de su pueblo le reconforta: «Querida hija, escribe a la señora de
Chantal el 2 de octubre de 1606, ¡qué buen pueblo he encontrado
en las altas montañas! ¡Qué honor, qué acogida, qué veneración a
su obispo! Antes de ayer, llegué a esa pequeña ciudad (Bonneville)
de noche; pero los habitantes habían preparado tantas luces, tantas
fiestas, que todo parecía de día. ¡Bien que merecen otro obispo!»
Es cierto que él mismo no ahorra con su pueblo ni su tiempo ni
sus fuerzas. «Predicaba y daba catecismo y no dejaba de visitar ni
la más mínima capilla; administraba el sacramento de la confir-
mación, atendía las confesiones y llevaba con sus propias manos la
sagrada comunión a sus parroquianos; atendía las quejas de cada
uno con una gran paciencia y ordenaba prudentemente lo que
pensaba que era necesario; se informaba de los excesos del per-
sonal eclesiástico y de los seglares, de los pecados públicos, y los
corregía cuando era necesario, con una severidad muy bien mez-
clada de su dulzura natural, etc., etc.» Administración temporal,

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San Francisco de Sales
reconciliaciones, procesos y controversias, nada era omitido para
que después de la visita, almas y asuntos se quedaran en paz. «Al
final, Francisco era ese buen pastor y obispo que entregaba su alma
por sus ovejas.»
Solamente cuando volvía de sus visitas, le invadía una gran nece-
sidad de descanso y de retiro espiritual. «Regresé aquí el sábado
por la noche, escribe el 30 de noviembre de 1605, después de haber
recorrido los campos durante seis semanas, sin parar en ninguna
parte, salvo como mucho una media jornada. He predicado ordi-
nariamente todos los días, y con frecuencia dos veces al día. ¡Qué
bueno ha sido Dios conmigo! Jamás he estado tan fuerte. Todas
las cruces que había previsto, al afrontarlas, se han convertido en
olivos y palmeras; todo lo que me parecía amargura, se ha conver-
tido en miel, o poco menos. Solamente puedo decir con verdad
que, quitando las horas de camino a caballo o en alguna vigilia por
la noche, no he tenido el placer de pensar en mí y considerar el
estado de mi corazón, pues las ocupaciones importantes se seguían
unas a otras. He confirmado un número incontable de personas.»
De ese modo, entre el obispo y su pueblo se han tejido lazos cada
vez más íntimos:38 el corazón de su pueblo está cada vez más «ena-
morado» de su pastor, y este declara: «Me siento un poco más ena-
morado de las almas que de ordinario... El corazón de mi pueblo
es casi todo mío ahora.» Durante este tiempo, el rey Enrique IV se
obstina en querer llevarlo a Francia, y prepararle nuevos honores,
títulos, cargos – «Se habla de engrandecerme» –, lo cual no le cae
bien. Lo que «entristece» a Francisco, es que se le proponen estos
cambios «con el título para mayor gloria de Dios y del servicio a
la Iglesia». Francisco no disimula que tiene «una especial inclina-
ción» por Francia, «en la que ha sido alimentado», pero, salvo por
38 Un ejemplo entre otros muchos: la reacción con respecto a un cardenal, cuando
en 1608 se acusó a sus Saboyardos de leer libros heréticos. Oeuvres, T. XIV, pp.
42-43.

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orden formal del Papa, prefiere su querida Saboya: «es verdad que
estoy en mi país y entre los míos, con una cierta suficiencia que me
basta y, lo que me es más querido, con un descanso lo más amplio
que me pueda permitir mi cargo y que me parece bastante seguro.»
En aquel tiempo, hablando de su diócesis, decía en términos feme-
ninos y con cierto agrado: «Mi pobre mujer me da compasión y
puesto que no puedo abandonarla sin que sufra mil incomodida-
des y que Dios quiere que me una a ella, ¡me tiene aquí encade-
nado!» Y con cierto humor dice: Es un amor profundo el que se
esconde debajo.

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San Francisco de Sales

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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8. LA REFORMA DEL CLERO Y DE LOS RELIGIOSOS
Francisco de Sales y sus sacerdotes
Francisco dedica la mejor de sus solicitudes a sus sacerdotes. Puesto
que en la Correspondencia que nos ha sido conservada, las cartas
a eclesiásticos ordinarios son muy raras (a parte de las cartas al
señor de Bérulle antes de su elevación al cardenalato), y las cartas a
sacerdotes saboyardos casi ausentes, no se puede concluir de todo
ello que su clero fue para el Señor de Ginebra, menos interesante
que sus amigos, que sus hijos e hijas espirituales y que los grandes
personajes con los que se se comunica. Todo el movimiento de su
pensamiento y de su acción va en sentido inverso de esta opinión:
Francisco de Sales sabe que, si en la reforma de una diócesis, la
conversión del obispo tiene que ser la primera, después no hay
nada más urgente que una sincera y profunda conversión del clero.
Durante los años en que fue «párroco de Thonon», – ¡párroco
sin iglesia ni canonjía, ni vicario! – vio muy de cerca y experi-
mentó con su sensibilidad y en su propia carne, la virtud, el celo
y la gracia que la vida pastoral exige al sacerdote, por no tener un
clero fervoroso. Por otra parte, hace suyas, también en este punto,
las directrices del Concilio de Trento: si el obispo tiene por exce-
lencia la misión de predicar, sus sacerdotes son los «riachuelos»
de esa «fuente ministerial»: la gracia de la consagración episco-
pal pasa por la gracia de la ordenación sacerdotal. Una palabra de
paso quizá nos puede aclarar el sentimiento de Francisco sobre sus
sacerdotes: escribe a Monseñor Fremyot: «Cómo será edificado
(vuestro pueblo) cuando os vea… con vuestros párrocos tratar
sobre el tema de su edificación.» En términos claros, esto significa

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San Francisco de Sales
que el sacerdote, y particularmente el cura de parroquia, participa
muy de cerca de la misma misión del obispo, y por tanto, en su
vocación y en su gracia.
Dicho esto, el problema concreto para Francisco estaba en ase-
gurar la calidad de este clero. Quería que el sacerdote fuera ins-
truido y de buenas costumbres; sabía por experiencia, que los
mejores aliados del calvinismo eran la ignorancia y la mala con-
ducta de ciertos eclesiásticos. Su celo por su clero consistió pues,
y en primer lugar, en esforzarse por santificarlo y por instruirlo.
Es lamentable que el texto que vamos a citar no presenta todas las
garantías críticas de autenticidad, pues expresa con toda seguridad
el pensamiento de Francisco de Sales: «Los buenos párrocos no son
menos necesarios que los buenos obispos, y los obispos trabajan en
vano, si no cuidan de proveer sus iglesias parroquiales de párrocos
devotos, de vida ejemplar y de suficiente doctrina, porque son los
pastores inmediatos, los que tienen que ir delante de sus ovejas,
enseñarles el camino del cielo y darles el ejemplo que deben seguir.
La experiencia me hace saber que el pueblo se entrega fácilmente a
los ejercicios de devoción, cuando tiene personas eclesiásticas que,
con la palabra de Dios y el buen ejemplo, le llevan a huir del vicio y
abrazar la virtud; y que, por el contrario, el populacho se apartaba
muy fácilmente de la práctica de las virtudes cristianas cuando sus
sacerdotes eran ignorantes, poco preocupados por la salvación de
las almas y llevaban una mala vida».39 No se trata de que la diócesis
posea muchos eclesiásticos, «muy recomendables», sino que Fran-
cisco habría deseado que todos lo fuesen y no solamente muchos.
En esta reforma del clero, Francisco de Sales se apoya en algunos
principios constantes, cuya puesta en práctica cuidaba con firmeza.
En primer lugar, Francisco se esfuerza por la creación de un
seminario en el que serían instruidos y formados los numeroso
candidatos que se presentaban a las Órdenes cada año: el destino
39 Cf. Oeuvres, T. XIII, pp. 400-401.

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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espiritual de la diócesis se juega en el valor del seminario. Aquí está
la paradoja: Hay en la diócesis del señor de Ginebra, abundancia
de candidatos y el clero es, en su conjunto, mediocre. En menos
de dos años, 1605 y 1606, Francisco concederá la tonsura a más
de 570 jóvenes en el transcurso de sus visitas. En sus veinte años
de episcopado, los archivos indican que ordenó alrededor de 900
sacerdotes, ¡más de 40 de media por año! Los candidatos no faltan,
pero hay que formarlos.
Francisco vuelve con frecuencia a esta urgencia; un documento
resume de maravilla su pensamiento; es el informe de 1606 sobre
el estado de la diócesis de Ginebra. «No hay ninguna diócesis en
el mundo que necesite con más urgencia un seminario para los
clérigos, que la de Ginebra. Sin embargo, hasta aquí se ha traba-
jado en vano en su fundación. La renta episcopal, efectivamente,
es demasiado débil como para que se pueda reservar algo; la renta
capitular es muy pobre y no basta para alimentar a los canónigos,
como igualmente la de las demás iglesias colegiales. En cuanto a
las abadías y los prioratos, aunque ricos, no se puede tocar abso-
lutamente nada, porque los que los tienen, los tienen bien restrin-
gidos y con mucha frecuencia, estos beneficios son insuficientes
para pagar las diversas pensiones que le son impuestas. Si no obs-
tante, la Sede Apostólica, con su suprema autoridad, destinase a la
erección del seminario algunos prioratos rurales, tan pronto como
quedasen vacantes, sin duda que el asunto tendría buen éxito. Por
tanto, es necesario absolutamente que esto se lleve a cabo, sea de
esta manera, sea por una contribución general del clero.» Hasta
el final de su vida, Francisco luchará con empeño para realizar su
deseo. Fracasará, pero sus sucesores recogerán el fruto de su tena-
cidad.
Francisco de Sales no esperó apenas nada, después de su con-
sagración episcopal, para ponerse en contacto con su clero. Desde
el 11 de agusto de 1603, convocaba «a todos los eclesiásticos de la
diócesis», a un sínodo que se tendría en Annecy el 2 de octubre.

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San Francisco de Sales
Los Archivos nos han conservado varias Constituciones y Ordenan-
zas de los sínodos que tuvo Francisco con su clero en el transcurso
de su episcopado: estos textos jurídicos son ciertamente austeros,
pero revelan todos la preocupación que anima a Francisco de hacer
de todos sus sacerdotes, hombres instruidos y de buenas costum-
bres. Un artículo de las Ordenanzas de 1617 es característico de
este esfuerzo tenaz y paciente: «Estos que, de ahora en adelante,
quieran ser promovidos a las Órdenes sagradas... estarán obligados
a ejercitarse en las Órdenes que tienen y de aportar el certificado
de sus párrocos por escrito, como también el de su edad y buenas
costumbres; Los señores párrocos son aconsejados y conjurados
por parte del Juez eterno, a ser muy conscientes y veraces.»
Entre las actas de la administración episcopal, otros documen-
tos revelan, más aún que los textos del sínodo, su preocupación
pastoral por sus sacerdotes. En primer lugar, el reglamento para
la enseñanza del catecismo, del que ya hemos hablado. Después
el Memorial para los Confesores, con el cual Francisco pone a dis-
posición de todos sus sacerdotes su amplia experiencia personal
del confesionario: «Recordad que los pobres penitentes os llaman
Padre y que efectivamente debéis tener un corazón paternal hacia
ellos, acogerlos con un amor extremo, soportando con paciencia
su rusticidad, ignorancia, falta de inteligencia, tardanza y otras
imperfecciones, no dejando nunca de ayudarlos y socorrer mien-
tras que haya alguna esperanza de corrección en ellos... Los pas-
tores no tienen a su cargo las almas fuertes, sino las imperfectas y
débiles»… Además trata de definir las disposiciones apostólicas de
los sacerdotes en este ministerio propiamente divino: «Que vuestra
conciencia sea muy clara y pura... Tened un ardiente deseo de la
salvación de las almas… Tened la prudencia del médico,... Sobre
todo, sed caritativos y discretos... Cuando encontréis personas que,
están excesivamente atormentadas y amargadas en sus concien-
cias, por haber cometido pecados enormes, debéis por todos los
medios levantarlas y consolarlas, asegurándoles la gran misericor-

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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dia de Dios, que es infinitamente más grande para perdonarlas,
que todos los pecados del mundo para condenarlas, y prometedles
vuestra ayuda en todo lo que tengan necesidad de vosotros para
la salvación de sus almas.»… «La piedra de toque de un perfecto
confesor, dice en otro fragmento, es que sea misericordioso con el
vicio del otro, e implacable con el suyo propio.»
Francisco no tarda mucho en reeditar otro documento signifi-
cativo para sus sacerdotes: se trata de una «exhortación para que
se dediquen al estudio»: «La ciencia, se atreve a decir, es el octavo
sacramento de la jerarquía eclesiástica... La ignorancia es peor que
la malicia… Por esto justamente nos ha sorprendido nuestra mise-
rable Ginebra, cuando percibiendo nuestra ociosidad, que no está-
bamos vigilantes y que nos contentábamos con rezar simplemente
nuestro breviario, sin pensar en hacernos más sabios, engañaron la
sencillez de nuestros padres y de aquellos que nos han precedido,
haciéndoles creer que hasta entonces no habían entendido nada de
las Sagrada Escritura.»
Así es como el señor de Ginebra hacía «penetrar» su propia
reforma hasta el espíritu y el corazón de sus sacerdotes, para que
por medio de ellos llegara la reforma a toda la diócesis.
Hay otra iniciativa que le preocupaba mucho y de la cual espe-
raba que sería para sus sacerdotes una fuente de santidad de vida
y de celo misionero: la Santa Casa de Thonon, o más precisamente
su «presbiterio», es decir, este grupo de siete sacerdotes que, bajo
la autoridad de un prefecto, dirigía y animaba las obras de la Santa
Casa. Digamos enseguida que si algunas de estas obras conocie-
ron después de la muerte de Frnacisco un éxito real, la Santa Casa
no supuso para él mientras vivía, nada más que preocupaciones
y tribulaciones. La falta casi total de recursos financieros impidió
el desarrollo de la Institución: mas que vivir, fue tirando hasta tal
punto, que Francisco tuvo que mendigar y pedir limosna para ella
hasta el final. Y sin embargo, ¡qué grandes esperanzas había puesto
Francisco en este presbiterio! ¿No vió en él una fórmula de comu-

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Juana-Francisca Frémyot de Chantal
(retrato de la Maison de la Galerie).

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nidad sacerdotal, de centro misionero que podría algún día servir
de modelo de «colegiata secular» para las parroquias de la dióce-
sis? Quizá era soñar algo demasiado bello y demasiado prematuro.
Pero es interesante ver surgir ya en esta época una tentativa por
adaptar la vida de un grupo de sacerdotes a la tarea misionera que
se le confía.
La reforma de las abadías
¡Maldito dinero! Cuando Francisco visitó su diócesis, se enfrentó
a este problema por todas partes. Entre los párrocos y vicarios
no encontró ciertamente muchos «muy recomendables». Pero de
muchos habría podido decir lo mismo que escribía de un sacerdote
en el año 1600 a Monseñor Riccardi: «vive con gran pobreza, casi
pasando hambre», y también: «No tenemos ningún medio de pro-
curar a estos hombres de gran mérito un alojamiento apropiado a
su condición y a su oficio.» Y, sin embargo, el dinero no faltaba en
Saboya, a pesar de las expoliaciones de los protestantes...
Aquí tocamos uno de los puntos más delicados del episcopado
de Francisco de Sales. Abordémoslo con la misma franqueza que
él mismo en su relación de 1606. «Los diezmos que se reciben cada
año, declaraba a Pablo V, bastarían para mantener las parroquias y
a los pastores. Lo que impide que esto se realice es lo siguiente: casi
siempre, los diezmos de los lugares en cuestión, pertenecen a los
abades y a los monasterios».
Y en este texto completamente jurídico, Francisco cuenta el
hecho siguiente: «He visto con mis propios ojos y visitado una
parroquia situada en una alta montaña, donde nadie puede llegar
si no es escalando con pies y manos, y distante de la iglesia más
cercana unas seis millas italianas (alrededor de 9 kms). Solo un
párroco atendía las dos iglesias y celebraba la misa en los días de

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San Francisco de Sales
fiesta en una y otra iglesia; no necesito señalar la fatiga, el peligro,
los inconvenientes, sobre todo en invierno, cuando todo está
cubierto de hielo y nieve en esos parajes. Desde que llegué, todo
el mundo, hombres y mujeres, del primero al último del país, se
quejaba a gritos: «¿Cómo es posible que respetemos todos los dere-
chos eclesiásticos, que paguemos los diezmos y primicias, y que no
se nos conceda ningún párroco?… De hecho, todo fue recogido
por el abad más cercano. Todo efectivamente era para el abad más
próximo.»
¡Ojalá que, al menos las abadías y los monasterios cumpliesen
en la Iglesia «la misión» para la que fueron fundados en un princi-
pio! Francisco de Sales, que tiene en alta estima los votos religiosos,
y que recibe de muchos Superiores Generales de Órdenes (Car-
tujos, Dominicos, Barnabitas, Capuchinos, etc...) «cartas de filia-
ción», que le hacen partícipe de los méritos y de las buenas obras
de estas grandes familias religiosas, a él que trabajó por introducir
en Francia a los Carmelitas de Teresa de Ávila y fundó las Visita-
ción, se ve forzado a proclamar la terrible relajación de muchos
monasterios saboyardos y de llegar a emplear con ellos medidas
muy severas. Su correspondencia se ve toda ella entristecida por
esta decadencia de aquellos y aquellas que deberían ser, en el seno
del pueblo cristiano, todo lo contrario, como lugares de santidad,
de pobreza, de caridad: Francisco evalúa el daño causado a la Iglesia
de Dios por este estado de cosas.
En la carta que dirige a finales del año 1603 al nuncio Tolosa,
escribe estas severas líneas: «Es cierto que la relajación de todos los
monasterios de Saboya, excepto los de los Cartujos40 es tan empe-
dernida, que no bastaría para sanearla un remedio ordinario. Para
tener éxito, haría falta un reformador de gran autoridad y pruden-
cia, provisto de amplísimos poderes que utilizara según las ocasio-
40 Francisco, de hecho, exceptúa también a los «Mendicantes». es decir, a los Capu-
chinos: cf. La cita siguiente, Oeuvres, T. XXIII, p. 325.

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nes; yo diría que no solo amplísimos, sino absolutos y sin réplica,
pues los monjes son muy experimentados y hábiles en el enredo. Y
para privarlos de todos los medios para escapar de la reforma, haría
falta que Su Alteza Serenísima hiciese intervenir en este asunto a su
Senado de Saboya, pues sin su intervención no se obtendría nada.»
En la relación de noviembre de 1606 a Pablo V, Francisco concede
un lugar importante a esta dificultad. «Es sorprendente ver hasta
qué punto la disciplina regular se ve anulada por todas partes en
las abadías y prioratos de esta diócesis (Exceptúo a los Cartujos y
a los Mendicantes). En los demás, el dinero se ha transformado en
escoria y el vino ha sido mezclado con agua, peor todavía, se ha con-
vertido en veneno. De este modo hacen blasfemar a los enemigos
de Dios, que dicen cada día: ¿Dónde está el Dios de estas gentes?…
Las puertas de los monasterios de las hermanas Cistercienses están
abiertas a todos, a las monjas para salir y a los hombres para entrar.»
Francisco propone unos remedios a estos males en el mismo
documento: «Se puede remediar este mal, bien enviando per-
sonas mejores de otras Órdenes, bien haciendo visitas anuales y
empleando medios coercitivos, o bien reemplazando a los reli-
giosos por canónigos seculares.» Vemos aquí cómo reaparece el
hombre espiritual bajo el jurista: «El segundo remedio es muy
difícil y muy incierto, puesto que lo que se obtiene por la fuerza
es casi inexistente.» Se podría hacer una encuesta sobre el Fran-
cisco de Sales reformador de abadías y monasterios: y no sería en
ese tipo de empresas donde se descubriría al menos grande ni al
menos espiritual: en este estudio, la historia de la reforma del prio-
rato benedictino de Talloires proporcionaría ella sola un capítulo
luminoso…
Estas dificultades influenciaron fuertemente el pensamiento
religioso de Francisco de Sales: ¿se podía ser monje y «no conser-
var de monje nada más que el hábito»? ¿Una regla tan contempla-
tiva y tan austera como la regla cisterciense no protegía contra los
relajamientos? ¿Los votos de religión, la clausura, los superiores,

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San Francisco de Sales
no bastaban para asegurar la santidad? ¿Se podía pertenecer a Dios
y apartar las almas de Dios?… ¿Dónde estaba el secreto de la ver-
dadera vida devota?
El amigo de las almas y la Introducción a la Vida Devota
Ahora bien, como contraste, sus contactos con su pueblo le prueban
que existen entre las gentes más sencillas, como entre las gentes
del mundo, unas «almas bellas» que, a través de su sencillo deber
cotidiano, se adhieren a Dios y brillan por su caridad. Francisco
lo había constatado durante el tiempo de su juventud, hasta en su
entorno familiar. Las había conocido en el transcurso de sus largas
permanencias en el confesionario. Las había encontrado en París,
en el círculo de la Señora Acarie, y en la misma Señora Acarie. Las
había descubierto en el corazón mismo de la hereje Ginebra, como
en la desconcertante sirvienta del albergue, Jacqueline Coste, de
la cual hará la primera hermana tornera de la Visitación. En fin,
las ve mucho en el fondo de los pueblos más humildes, mientras
que visita su diócesis: «A Dios, escribe preciosamente Francisco
después de la visita de 1606... yo le he encontrado lleno de dulzura
y de suavidad entre nuestras más altas y ásperas montañas, donde
muchas almas sencillas le amaban y adoraban con toda verdad y
sinceridad, y los corzos y gamos corrían aquí y allá entre los tre-
mendos hielos para anunciar sus alabanzas.» Y, un día, se excusa
ante una noble dama que se impacientaba un poco esperando que
él acabase de entrevistarse con una mujer del pueblo: «Hija mía,
amo mucho a estos pobres aldeanos: ¡Hay almas tan buenas, tan
sencillas, tan llenas del temor de Dios!» Incluso entre los prisione-
ros, algunos de los cuales suplicaban a Francisco que les acompa-
ñase en el último suplicio, descubrió el amor perfecto...
En el transcurso de estas experiencias se desarrolló en él (pues

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lo tenía innato) el sentido, el gusto de la dirección de las almas. En
el cara a cara – en el corazón a corazón– con un alma, Francisco se
sentía plenamente él mismo. Poseía, ciertamente, el don de atraer y
de estimular a la verdadera y auténtica santidad; pero estos contac-
tos íntimos, espirituales, los busca en primer lugar como el medio
indispensable para que cada alma acceda, según su propia gracia, a
«la perfección del amor puro». ¡Y no es solamente a los religiosos
y religiosas a los que él desea que sean «asistidos espiritualmente»!
Parece que este desconcertante Aviso lo dirige a todos los párrocos
de sus parroquias quizá en 1604: «A los confesores y directores
para discernir las operaciones del Espíritu de Dios y las del espíritu
maligno en las almas». En todo caso, encontramos en estos Avisos
el secreto de su modo personal de tratar con las almas. «La señal
más segura de la santidad, es cuando está fundada sobre una ver-
dadera y profunda humildad y una ardiente caridad»; y además da
esta regla de oro: «Es un efecto de la gozosa conducta del Padre de
las luces, el inspirar (al alma) con sentimientos interiores, e intro-
ducirse en ella, y descender a ella como la lluvia sobre el césped».
Francisco no utilizará otros principios en esta admirable corres-
pondencia espiritual que, por abundante que sea, no representa ni
la décima parte de las cartas que escribió. Y ¿qué es la Introducción
a la Vida Devota, sino una recopilación de «memorias» espiritua-
les, un eco de las largas y numerosas entrevistas que Francisco tuvo
con la Señora de Charmoisy? Sabemos cómo vio la luz el libro.
La Señora de Charmoisy debió residir en 1608, durante varios
meses en Chambéry por diversos asuntos; Francisco de Sales que
la dirigía desde hacía algún tiempo, le aconsejó dirigirse durante
esta estancia al Padre Fournier. Fue así como el Padre conoció las
«memorias por escrito» que Francisco había dejado a su penitente.
El Padre se entusiasmó con ellas y pidió a Francisco que «el tesoro
de devoción de la Señora de Charmoisy fuese editado».
Así lo hizo el buen obispo, confiando en el juicio de este «grande,
docto y devoto religioso». Sin duda que revisó «apresuradamente»

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su texto y lo «adaptó» con pequeños «arreglos» antes de entregarlo
al impresor; pero dice la verdad cuando escribe a Monseñor de
Vienne: «Habrá observado bien, Monseñor, que esta tarea jamás
fue hecha según un diseño o un proyecto. Es un memorial que yo
había dirigido a un alma bella, que había deseado mi dirección; y
esto, entre las ocupaciones de una cuaresma, en la que prediqué
dos veces por semana.»
La Introducción se relaciona bien con la dirección espiritual
acostumbrada de Francisco de Sales y refleja sus entrevistas fami-
liares; la misma carta nos lo confirma claramente: «(Monseñor
de Montpellier) me advierte que me muestro demasiado apurado
y oprimido en algunos lugares, no dando bastante cuerpo a mis
avisos. En esto, sin duda, veo que tiene razón, pero no habiendo
dirigido esta tarea nada más que para un alma a la que yo dirigía
con frecuencia, apliqué la brevedad en los escritos, por la comodi-
dad que tenía de extenderme en palabras. Me dice todavía otra cosa,
y es que para una sencilla y primera introducción, llevo demasiado
adelantada mi Filotea; y esto ha sucedido porque el alma que yo
trataba era ya muy virtuosa, y esto a pesar de que no tuvo ninguna
experiencia de la vida devota: por esto, en poco tiempo, ella avanzó
mucho.» No hay ninguna «teoría» en este libro: es una recopilación
de experiencias: para comprender todo su sentido, hay que inte-
grarlo en toda la correspondencia espiritual e incluso en todo lo
que se puede saber de la dirección de Francisco de Sales.
La Correspondencia plantea un problema específicamente sale-
siano: el de la amistad espiritual. Cuando se habla de la amistad
salesiana, parece que no se hace alusión más que al sentimiento
que relaciona a Francisdo de Sales con la Señora de Chantal y con
algunas otras personas muy devotas. Esto es restringir indebida-
mente el campo. De hecho, la amistad es, para Francisco de Sales,
el clima normal, yo diría indispensable, para que pueda realizarse
una dirección espiritual digna de este nombre. La amistad envuelve
e incluso desborda la dirección espiritual. Y he aquí lo que define

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claramente su naturaleza: no hay más amistad que la espiritual; la
amistad es la comunicación de luces, de santos deseos, de gracias,
entre dos almas que aspiran igualmente a la perfección del divino
amor y que se ayudan en esta búsqueda.
No señalaré aquí nada más que dos ejemplos, pero son suficien-
tes. primero el de Antonio Favre: ¿cuál de los dos, del senador o del
preboste, se dirá que fue el «director» del otro? Todo les era ver-
daderamente común. Antonio era el confidente de los proyectos
de Francisco y era el primero en intentar su realización. Francisco
colaboraba en los trabajos de Antonio, por ejemplo en el Códice
que llevará su nombre. Francisco aconsejaba a Antonio, pero,
también con frecuencia le pedía su consejo: así pues, en el tiempo
del Chablais, se dirige a él para que juzgue si tiene que perma-
necer en Thonon, o si debe publicar sus Controversias. Juntos, los
Capilla de la Maison de la Galerie en Annecy.

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dos amigos inauguran en el invierno de 1606-1607 la Academia
Florimontana. Es, en cierto sentido, la prolongación, en benefi-
cio de toda la élite cultivada de Annecy e incluso de Saboya, de lo
que constituyó el fervor de su correspondencia de juventud o el
encanto de estas entrevistas familiares que ellos mantuvieron en el
hotel del Clos de Cran, en Annecy: la puesta en común de toda su
cultura y de toda su virtud. «El fin de la Academia será el ejercicio
de todas las virtudes, la soberanía de la gloria de Dios, el servicio
de los Serenísimos Príncipes y la utilidad pública»: así comienzan
los estatutos. Es su amistad la que sostiene la Academia Florimon-
tana y le proporciona su alma.
Cuando en 1610, Antonio Favre, promovido a la presidencia
del Soberano Senado, abandona Annecy para ir a Chambéry, la
brillante Institución decae. La correspondencia entre Francisco
y Antonio será entonces con frecuencia una correspondencia de
asuntos entre un obispo y un presidente del Senado, pero la amistad
permanece: «Me parece que nuestra amistad no tiene límites, y
que estando tan arraigada en mi corazón, es también tan antigua
como él.» Un nuevo lazo se establece en 1610 entre los dos amigos:
«La Señorita Favre, escribe Francisco a la Señora de Chantal el 5
de febrero, se ha decidido por fin, con el permiso favorable de su
padre, a pertenecer enteramente a Nuestro Señor y a permanecer
hija mía para siempre, y yo creo que haremos de ella algo bueno»:
En la fiesta de Pentecostés del año 1610, María Jacqueline entraba
en la Casa de la Galería, acompañada de la Señora de Chantal y
de la Señorita de Bréchard. Este día, la amistad entre Francisco de
Sales y Antonio Favre adquirió su pleno significado.
Cuando se habla de las amistades de Francisco de Sales, viene al
espíritu el nombre de la Señora de Chantal, y con razón: basta con
abrir la Correspondencia para recoger con abundancia las pruebas
de una adhesión privilegiada, total, a la vez respetuosa y fuerte,
cuyo tono, incluso en las expresiones más tiernas, permanece más
bien paternal que amistoso. «yo sé que vos tenéis una entera y per-

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fecta confianza en mi afecto, le escribe por ejemplo el 24 de junio de
1604... Sabed también y creedlo bien, que tengo una viva y extraor-
dinaria voluntad de servir a vuestro espíritu con todas mis fuerzas.
No sabré explicaros ni la calidad ni la grandeza de este afecto que
tengo por vuestro servicio espiritual, pero os diré que pienso que
proviene de Dios y que por ello, lo alimentaré cariñosamente, y que
todos los días lo veo crecer y aumentar notablemente... Aquí me
tenéis todo vuestro... Dios me ha entregado a vos: consideradme
vuestro en él.»
Pero conviene anotar, de qué manera esta amistad se sitúa en
el plano de «la perfección del divino amor» desde su origen. En
primer lugar, es Dios quien la ha querido: él ha preparado mara-
villosamente el encuentro de Francisco y de la Señora de Chantal
en Dijon; él lo ha revelado con anterioridad a uno y a la otra; pero
sobre todo: «(Esta elección que vos habéis hecho de mí para ser
vuestro padre espiritual), tiene todas las trazas de una buena y legí-
tima elección, escribe Francisco a la baronesa el 14 de octubre de
1604. Este gran movimiento de espíritu que os ha llevado casi por
la fuerza y con el consuelo; la consideración con la que he exa-
minado antes de consentir en ello; el hecho de que ni vos ni yo
nos hemos fiado de nosotros mismos, sino que hemos aplicado
el parecer de vuestro confesor, bueno, docto y prudente; el hecho
de que hayamos dado tiempo desde las primeras agitaciones de
vuestra conciencia para que se calmasen, por si acaso estuviesen
mal fundadas; el hecho de que todo esté precedido por las oracio-
nes, no de un día ni de dos, sino de muchos meses, son indudable-
mente señales infalibles de que esto era la voluntad de Dios.»
Desde las primeras cartas, Francisco se cuida muy mucho, de
entrada, de establecer sus relaciones en la santa libertad de la pura
caridad: «Jamás he pensado que entre nosotros haya una relación
que comporte alguna obligación, si no es la de la caridad y de la
verdadera amistad cristiana, cuyo lazo es llamado por san Pablo
el lazo de la perfección. Este es nuestro lazo, nuestras cadenas, que

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San Francisco de Sales
cuanto más estrechas sean, más alegría y libertad nos proporcio-
narán.»
Un año más tarde, el 1 de agosto de 1605, escribe Francisco a
la Señora de Chantal estas líneas decisivas: «No os diré nada de
la grandeza de mi sentimiento respecto a vos, pero os diré que
permanece muy por encima de toda comparación: y este afecto es
blanco como la nieve, más puro que el sol; y por esta razón es por la
que dejé las riendas libres durante esta ausencia, dejándolo correr
a su antojo. Oh, Señor Dios, no se puede decir el consuelo del que
gozaremos en el Cielo al dejarnos arrastrar en ese mar pleno de
caridad, puesto que sus riachuelos nos proporcionan tanta»
No seguiremos en sus etapas la evolución de esta amistad: ella
desembocará un día en la fundación de la Orden de la Visitación de
Santa María. «saludo a esas queridas hijas que os rodean, escribirá
a la Señora de Chantal, algunos días después de la ceremonia: Estos
son mis dulces amores en Jesucristo, y vos, mi querida Hija, sois mi
propio corazón en Aquel que, para tener el nuestro, os presenta el
suyo descubierto... en el presente, contemplo con tanta intensidad
nuestra Congregación que la tengo presente noche y día.» En el
mismo escrito, Francisco «daba la razón» a su corresponsal de la
manera como hacía su meditación... Todo entre ellos era caridad y
libertad, todo era intercambio de los dones de Dios.
La Visitación de Santa María y el Tratado del Amor de Dios
Al fundar la Visitación de Santa María, Francisco hacía algo más
que añadir una Congregación nueva a las Órdenes ya existentes...
Realizaba un tipo nuevo de vida consagrada, el tipo original que
su experiencia espiritual, su reflexión, el contacto con las almas le
habían conducido a concebir como expresión de la vida consagrada
a Dios. «Las clausuras más rígidas del mundo no llegan a conseguir

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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almas unidas a Dios». Tampoco las grandes austeridades y morti-
ficaciones. Tampoco las observancias más severas, ni siquiera la
alta contemplación, ni los éxtasis más extraordinarios, sino, solo el
amor de Jesucristo. ¿La Visitación? En el fondo, para Francisco de
Sales, es el verdadero monasterio reformado: todo lo exterior de la
vida religiosa no es nada, si el corazón humano no está lleno del
amor de Jesucristo.
Para definir en qué consiste el espíritu de la Visitación de Santa
María, solo las Visitandinas tienen competencia y autoridad: para
comprender la Regla de la Orden, hay que vivir esta Regla desde
el interior. La cuestión histórica es otra cosa; consiste en reunir
y en interpretar lo mejor posible los documentos que han prece-
dido o acompañado la fundación. Esta tarea es aquí inmensa y apa-
sionante: puesto que Francisco de Sales ha puesto en marcha su
proyecto de Congregación religiosa, valiéndose de su experiencia
personal, a merced de los acontecimientos, a través de los cuales se
manifestaba la voluntad de Dios.
Todo comenzó parece ser, en Dijon, y por una inspiración que se
impuso a su alma. «Nuestra Congregación, escribe el 24 de mayo
de 1610, al Jesuita Nicolás Polliens, es el fruto del viaje a Dijon,
por causa del cual yo no puedo jamás mirar las cosas en su aspecto
natural; y mi alma estaba secretamente forzada a penetrar en otro
suceso que se refería directamente al servicio de las almas y que
prefiero exponerlo a la opinión y a merced de los buenos, más que
a la crueldad y calumnia de los malvados.» Se trata del viaje y la
permanencia en Dijon en 1604, de la Cuaresma predicada en la
Santa Capilla del palacio de los Duques, y del primer encuentro
con la Baronesa de Chantal...
Pero las etapas fueron numerosas y difíciles antes que el proyecto
se realizase. Durante tres años, Francisco lo guardará en secreto,
reflexionará sobre él, lo rezará y no dirá ni una palabra a la Señora de
Chantal, ni con ocasión de la entrevista con Saint-Claude en agosto
de 1604, ni siquiera durante el retiro que ella hizo en Sales bajo su

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San Francisco de Sales
dirección, en mayo de 1605. En junio de 1607, cuando ella vino a
verle a Annecy, fue cuando él le reveló su proyecto. Hasta entonces,
Francisco no había querido aprobar, y menos aún animar el deseo
que a veces manifestaba la baronesa de abandonar el mundo: «Yo
pensaré en ello a menudo y ofreceré varias misas para obtener las
luces del Espíritu Santo, le respondía él todavía el 11 de febrero de
1607; Pues, considerad, hija mía, que se trata de una obra maestra
que debe ser pesada con el peso del santuario.»
Por fin, en mayo se decide el viaje de la Señora de Chantal; en
junio ese encuentran en Annecy, y es durante esta estancia, el 4
de junio, lunes de Pentecostés, cuando Francisco le declara «la
elección que ha hecho de ella». El 2 de julio, en «la octava de su
partida», él le escribe: «Yo siento para mí (esta elección) cada vez
más firme en mi alma; y puesto que, después de tantas considera-
ciones, de oraciones y sacrificios, hemos tomado nuestras resolu-
ciones, no permitáis a vuestro corazón albergar otros deseos, sino
que bendiciendo a Dios por la excelencia de otras vocaciones, dete-
neos humildemente ante esta, más baja y menos digna, pero más
adaptada a vuestras posibilidades y más digna de vuestra pequeñez.
Permaneced sencillamente en esta decisión, sin mirar ni a derecha
ni a izquierda.»
Al proyecto no le faltaba audacia y requería una grande confianza
en Dios: «Veo en él grandes dificultades para su realización, Fran-
cisco fue el primero en confesarlo, y no veo el modo de superarlo;
pero estoy seguro de que la divina Providencia lo llevará a cabo por
medios desconocidos por las creaturas.» Tres años más tarde, en la
fiesta de la Trinidad, el 6 de junio de 1610, la Señora de Chantal,
Charlotte de Bréchard y Jacqueline Favre eran introducidas en la
Galería por el Señor de Ginebra; Jacqueline Coste, la criada, las
atendía: la Visitación de Santa María comenzaba. Después de un
año, día por día, en la Saint-Claude de 1611, la Madre de Chantal y
las Hermanas de Bréchard y Favre pronunciaban su «oblación», y
Monseñor les imponía el velo.

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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La segunda Visitación (jardín interior) en Annecy.

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San Francisco de Sales
Pero las Constituciones de la nueva Congregación no estaban
todavía editadas. Varios «ensayos» que datan de estos años 1610-
1611, se transformaron en una redacción verdadera hacia julio-sep-
tiembre de 1613. Pero, a propósito de la fundación de Lyon, surgió
el conflicto entre el arzobispo Monseñor de Marquemont y Fran-
cisco de Sales; el 2 de febrero de 1616, Francisco acepta que la Visi-
tación sea transformada en Orden religiosa, en «Religión formal»,
como él dice. Francisco revisa la Regla para adaptarla a las nuevas
exigencias canónicas. Hacia agosto de 1616 y enero de 1617, el
manuscrito ya está preparado. Finalmente, en julio de 1618, Fran-
cisco recibió de Roma la carta pontificia que erigía la Visitación en
Orden religiosa. Transformaba la Casa de Annecy «en monasterio
bajo la Regla de San Agustín»... ¡Hacía más de catorce años que en
Dijon, Dios había inspirado a Francisco la fundación de una Con-
gregación!
Para estar ciertos de comprender bien la intención que tenía
Francisco de Sales al fundar la Visitación de Santa María, conviene
proceder con una extrema prudencia. Todo su pensamiento reli-
gioso y apostólico de los años 1604-1618 se encuentra de hecho
comprometido en este proyecto y que deberemos reconstituir. En
principio habrá que seguir su correspondencia, carta por carta, –
y no solamente las que intercambió con la baronesa de Chantal
o con las primeras vocaciones Visitandinas como Charlotte de
Bréchard o Jacqueline Favre, sino también las que intercambió con
almas «laicas y seculares» ávidas de perfección. Habrá que analizar
también documento tras documento, el dossier de las Constitucio-
nes y el de las fundaciones. Y esto no bastará todavía: será indis-
pensable tratar de descubrir de cerca el trabajo de la gracia en el
alma de las primeras Hermanas, y también en el alma del mismo
Francisco, y de confrontar todos estos datos con la lenta elabora-
ción del Tratado del Amor de Dios. De hecho, todo esto ha servido
para el comienzo de la Visitación de Santa María, como también
la acción misionera del obispo en su diócesis y fuera de ella. Las

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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Entrevistas dan testimonio de ello... Un estudio de estas caracte-
rísticas sobrepasaría los límites de este libro. Nos vamos a ceñir a
algunas anotaciones que nos parecen más esenciales.
Hay un hecho que es capital: la Visitación de Santa María está
unida estrechamente, – se podría decir que es su realización ideal,
– a lo más elevado de la doctrina espiritual de Francisco de Sales.
Esta cumbre. ya lo hemos visto, es el amor puro y, para acceder a
este amor puro, se necesita la abnegación perfecta, el vacío total del
amor propio. Al definir en sus Constituciones «el fin para el cual
ha sido fundada esta Congregación», Francisco de Sales señala cla-
ramente que él entiende por esta fundación, permitir a las almas, a
todas las almas, sea cual sea su edad o su estado de salud, el «consa-
grarse a la perfección del amor divino»: «esta Congregación ha sido
erigida de tal forma que ninguna gran dificultad pueda impedir a
los débiles y a los enfermos el pertenecer a ella, para dedicarse ahí
a la perfección del amor divino.» Las personas «de buena y fuerte
complexión» tendrán acceso a ella; y también las «viudas», con tal
de que hayan «atendido suficientemente sus asuntos», y especial-
mente dejen atendidos a sus hijos; y sobre todo, las personas «que,
por su edad o por alguna (debilidad) corporal, no puedan tener
acceso a los monasterios más austeros.»
Estas palabras son importantes, puesto que crean un nuevo cri-
terio de aptitud para la vida religiosa. Lo que se pide a las pos-
tulantes, no es la salud del cuerpo para seguir sin desfallecer una
Regla austera, sino «un espíritu sano y bien dispuesto a vivir en una
profunda humildad, obediencia, sencillez, dulzura y resignación.»
En 1619, a propósito de una candidata lisiada, Francisco escribirá
a la Madre de Chantal: «Pensaré eternamente que jamás se deje de
recibir en la Congregación lisiadas, a no ser que se trate de lesiones
contempladas en la Regla, que no es el caso de esta chica, que no
tiene el uso de sus piernas; ya que, sin piernas, se pueden cumplir
todos los ejercicios esenciales de la Regla: obedecer, rezar, cantar,
guardar silencio, coser, comer, y, sobre todo, tener paciencia con

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San Francisco de Sales
las hermanas que la llevarán, cuando ellas no estén dispuestas y
prontas para practicar la caridad... No veo nada que deba impedir
su recepción, si ella no tiene dañado el corazón.»
Si Francisco de Sales borra de sus Constituciones un rasgo tan
claro como es «la austeridad austera», es porque pretende clara-
mente que «el fervor de la caridad y la fuerza de una intimísima
devoción suplan a todo esto», y que exijan al alma una unión con
Dios extremadamente viva. De la fuerza y de la debilidad espiritual,
Francisco tiene la misma concepción que san Pablo: «Cuanto más
débil soy, más fuerte me siento». Amor y humildad van a la par, se
reclaman el uno a la otra: «Viendo vuestra Congregación, escribe
en el prefacio de las Constituciones, pequeña en sus comienzos y
siempre grande en el deseo de perfeccionarse cada vez más en el
santo amor de Dios, y en la abnegación de cualquier otro amor,
me ví obligado a asistirla con cariño, acordándome bien de que
nuestro Señor, como lo dice él mismo, vino a este mundo para el
bien de sus ovejas, no solamente para que tuviesen la verdadera
vida, sino también para la tuviesen más abundantemente.» en el
Libro de los Votos, Francisco escribe de su puño y letra el 6 de junio
de 1611, día de la entrega de las tres primeras Madres: «La humilde
gloria de las Hermanas de la Congregación. No tenemos más lazo
de unión que el lazo del afecto, que es el lazo de la perfección... La
caridad de Jesucristo nos apremia
Esta concepción de la vida religiosa requiere que las almas que se
consagran a ella, reciban una formación espiritual sólida y profunda
apoyada por una fe viva. La verdadera devoción supone una alma
fuerte. Y la fuerza del alma no se adquiere nada más que en la lucha
cotidiana. Francisco de Sales lo sabe. No es una casualidad que él
recomiende con tanta insistencia a la baronesa de Chantal, en 1607, la
lectura asidua del Combate espiritual, ese libro de Scupoli «que es mi
libro preferido, y que llevo siempre en el bolsillo desde hace dieciocho
años, y que siempre releo con provecho»; puesto que «la virtud de la
fuerza y la fuerza de la virtud no se adquieren nunca en la paz.»

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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Francisco no ha ahorrado ni su tiempo ni sus cuidados, para
formar el alma de la Señora de Chantal y la de las primeras Her-
manas, incluso antes de su entrada en religión. Él pensaba que de
la solidez de estas piedras angulares depende la estabilidad y la
duración de todo el edificio. En un documento extremadamente
interesante, – que hay que datar sin duda en septiembre-diciembre
de 1614 – «Prefacio para la instrucción de las almas devotas sobre
la dignidad, antigüedad, utilidad y variedad de las Congregaciones o
Colegios de Mujeres y de Hijas dedicadas a Dios» –, Francisco llega
a esta constatación: «No hay ningún género de vida en este mundo
que no tenga inconvenientes»: la soledad o la conversación (es
decir, la vida comunitaria), la doctrina o la ignorancia, los cambios
frecuentes de los superiores o «el tenerlos a perpetuidad», las
visitas de los Generales o su residencia permanente en una ciudad,
la mendicidad o la seguridad de los recursos: todo tiene ventajas
y todo comporta riesgos para la vida espiritual... «Las abejas en
invierno, permaneciendo encerradas, corren el riesgo de rebelarse
y de matarse unas a otras; pero en verano que salen fuera, corren el
riesgo de perderse.»
¿En qué consiste la salvaguarda de las almas religiosas? «Si el
espíritu de devoción reina en las Congregaciones, una clausura
mediana bastará par formar en ellas buenas servidoras de Dios;
si ese espíritu no existe en ellas, no será suficiente la más rígida
clausura del mundo. Por tanto, el espíritu de piedad reinará en
ellas siempre si los superiores tienen el cuidado paternal que deben
tener.» Que la Madre de Chantal estuviera inspirada al pronunciar
«el voto de una muy excelente perfección», y que fuese autorizada
por Francisco de Sales el 27 de diciembre de 1611, esto era muy
importante no solamente para el alma de la fundadora, sino para
toda la fundación.
En esta educación espiritual Francisco concede al corazón
humano un rol primordial, lo coloca en el centro, estudia sus movi-
mientos, los atractivos y las repugnancias, las generosidades y las

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San Francisco de Sales
tibiezas. El corazón es para él el lugar del amor, como es también
el lugar de las renuncias y de la abnegación: «Esperemos, escribe
Francisco a la Madre de Chantal, que el Espíritu Santo nos llene un
día de su amor santo; y mientras tanto, esperemos perpetuamente,
y hagamos sitio a este fuego sagrado, vaciando nuestro corazón
de nosotros mismos tanto como nos sea posible. ¡Qué alegres
estaremos, mi muy querida Madre, si cambiamos un día nuestro
yo-mismo con este amor que, haciéndonos uno, nos vaciará per-
fectamente de toda multiplicidad, para no tener en el corazón
nada más que la soberana unidad de la Santísima Trinidad, que sea
bendita para siempre por los siglos de los siglos. Amén!»
Francisco tiene una preocupación tan seria, yo diría, de com-
prometer el corazón humano en la «devoción», y en la vida de per-
fección, que lo quiso inscribir como símbolo en el escudo de la
Comienzo de un manuscrito autógrafo de Juana de Chantal
(Trévise, monasterio de la Visitación).

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Capítulo viii- La reforma del clero y de los religiosos
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Visitación. Un pequeño escrito del 10 de junio de 1611 nos relata
ingenuamente cómo le vino esa inspiración. Esa mañana, no pudo
ir a celebrar la misa en la Galerie y se hizo reemplazar por el Señor
Rolland. Pero, dice la Madre de Chantal, «no es buen mensa-
jero para llevaros el pensamiento que Dios me ha concedido esta
noche: que nuestra casa de la Visitación es, por su gracia, bastante
noble y bastante considerable para tener sus escudos, su blasón, su
lema y su distintivo. He pensado, pues, mi querida Madre, si estáis
de acuerdo en ello, que nos hace falta tomar por escudo un único
corazón, atravesado por dos flechas, encerrado en una corona de
espinas, este pobre corazón servirá de enclave a una cruz, que le
sobrepasará y será grabado con los sagrados nombres de Jesús y
de María.» Y la explicación mística de este símbolo es la siguiente:
«Verdaderamente nuestra Congregación es obra del corazón de
Jesús y de María. El Salvador moribundo nos ha concebido por
la apertura de su sagrado corazón; es pues muy justo, que nuestro
corazón permanezca, con una cuidadosa mortificación, siempre
rodeado de la corona de espinas que permanecerá sobre la cabeza
de nuestro Jefe, mientras que el amor le tenga clavado en el trono
de sus dolores mortales.» El amor y la abnegación del corazón
humano, según Francisco de Sales, no se explican ni se justifican
nada más que refiriéndose al amor de Jesucristo Crucificado. Su
religión va de corazón a corazón.
Llama la atención que este ideal no sea solamente simbolizado
en los «escudos» de la Congregación, sino que sea todavía, por así
decir, inscrito en su historia. No relataremos aquí las diferencias
que opusieron al arzobispo de Lyon, Monseñor de Marquemont,
a Francisco de Sales, y que terminó por hacer de la Visitación una
Orden enclaustrada. Retendremos solamente la magnífica res-
puesta que dirigió Francisco al arzobispo el 2 de febrero de 1616.
¡Es un escrito que merecería que se examinaran todos los matices!
¡Cómo se integra perfectamente en la espiritualidad salesiana!
Francisco no oculta que la supresión de «la visita a los enfermos»,

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San Francisco de Sales
obligatoria en la clausura perpetua, es para él un sacrificio e incluso,
a su parecer, es una pérdida espiritual. Pero con una magnífica
altura de miras, reconoce que lo esencial de la vida religiosa no
está aquí; y, puesto que «en la transmutación de la Congregación
de la Visitación en Religión formal, se podrá exactamente man-
tener la finalidad de la misma... El obispo de Ginebra acoge muy
libremente y con gran corazón» el deseo de Monseñor el arzobispo.
Así pues, puesto que las almas, todas las almas, incluso la de las
personas débiles y enfermas, podrán «dedicarse a la perfección del
amor divino», según sus principios espirituales, Francisco «acepta
con dulzura la elección que le agradará llevar a cabo a Monseñor el
Arzobispo»: «La finalidad de la Congregación se mantendrá fácil-
mente en la Religión, con tal que esta finalidad sea amada, acep-
tada y favorecida, tanto como lo requiere la necesidad del bien de
las almas en esta zona de la Galia.»
No hay ninguna necesidad de subrayar la perfecta concordancia
entre la idea de la vida religiosa que empuja a Francisco a fundar
la Visitación y la doctrina espiritual que él expone en el Tratado
del Amor de Dios. La Orden y el libro aparecido en agosto de 1616)
han madurado juntos en el espíritu de Francisco, y él no niega en
el Prefacio del Tratado, que el cuidado de sus Visitandinas haya
influido fuertemente en la redacción de la obra: «Hace cierta-
mente mucho tiempo que había proyectado escribir sobre el amor
sagrado, pero este proyecto no era comparable en absoluto a lo que
en esta ocasión (el cargo de la Visitación) me ha hecho escribir.»
Es cierto que las confidencias de sus Hijas han influído en el pen-
samiento de Francisco sobre los problemas concretos y prácticos,
de la vida religiosa; pero no es menos cierto, – y dicho esto, no pre-
tendemos minimizar la influencia de la Visitación en la inspiración
del Tratado, sino todo lo contrario, – que el Tratado del Amor de
Dios permanece bien a los ojos de su autor, como el libro de todas
las almas que quieren «dedicarse a la perfección del amor divino»,
sean «laicas o seculares», viviendo «entre las preocupaciones y los

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asuntos del mundo»; permanece por encima de todo una «Vida
de santa Caridad» que Francisco predica a todos como expresión
suprema del amor, del abandono perfecto a la voluntad de Dios;
él propone como modelo único de la santidad, según la doctrina
«del gran y milagroso san Pablo», a Jesucristo crucificado. No tiene
nada de sorprendente que el Tratado del Amor de Dios y la Orden
de la Visitación tengan entre sí resonancias tan íntimas: el uno y la
otra han nacido del mismo corazón, el corazón devoto y apostó-
lico, el corazón evangélico de Francisco de Sales.
Francisco escribía un día a la baronesa de Chantal, que llevaba
grabado en su pecho el nombre de Jesús: «Mi punto (de medita-
ción) era sobre esta petición de la Oración dominical: Santificado
sea tu nombre, Tu nombre sea santificado. ¡Oh Dios mío, decía
yo, ¿Quién me dará esta dicha de ver un día el nombre de Jesús
grabado en el fondo del corazón de aquella que lo lleva marcado
en su pecho?... Es ahí, en el fondo del corazón, donde solamente se
realizan - para las almas, las almas religiosas y las almas seculares
y las almas sacerdotales - las conversiones auténticas, las reformas:
el Tratado del amor de Dios, este prodigioso breviario de la mística
cristiana, no hace otra cosa que exponer esta idea fundamental de
Francisco de Sales. ¿Dónde nos conducirá finalmente? El último
capítulo de «estas cosas, Teótimo, que por la gracia y el fervor de la
caridad han sido escritas para vuestra caridad», se titula: «El Monte
Calvario es la verdadera academia del afecto». ¿Una academia de
amor? Ese es precisamente el nombre que utiliza Henri Bremond
para designar la Visitación de Santa María.41
41 H, BREMOND, op, cit., T. II, pp. 573-583.

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San Francisco de Sales

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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9. HACIA EL AMOR PURO
La tercera estancia en París
Hacia mediados de octubre de 1618, Francisco de Sales emprendía,
por tercera vez en su vida, el camino de París. En realidad París
había invitado expresamente al predicador que le había encantado
en 1602, pero el susceptible Carlos Enmanuel se oponía a que Fran-
cisco les predicase la cuaresma. En esta ocasión tenía que ceder y
permitir que París volviese a escuchar a Francisco: pues el Príncipe
Cardenal de Saboya se dirige a la corte para solicitar la mano de
la joven Cristina de Francia para el príncipe del Piamonte, el hijo
mayor de su Alteza.
La embajada tuvo éxito: el matrimonio tuvo lugar en febrero
de 1619. No volvió a Saboya hasta el mes de septiembre. Este año
parisino fue para Francisco un año muy apostólico: pues cada uno
quería oírle predicar y entrevistarse con él, confesarse con él o
recibir sus direcciones. «He encontrado en París un crecimiento
de la piedad tal que me ha maravillado, escribe. No se olvida de
sus amigos y sus hijas de Annecy; las cartas salen numerosas hacia
Saboya y no se cuentan entre ellas la menos ingenuas, las menos
espirituales de la Correspondencia. «Yo quisiera ciertamente,
escribe el 23 de junio de 1619 a la Señora de Chantal, tener un
bonito ramillete del desierto de nuestro glorioso san Juan, para
presentarlo a vuestra querida alma; pero la mía, más estéril que el
desierto, no ha sabido encontrarlo hoy, de manera que de verdad
ella ha tenido esta mañana y todavía lo tiene presente un cierto
pequeño e insensible sentimiento de no querer vivir más según la
naturaleza, sino que mientras que sea posible, vivir según la fe, la

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San Francisco de Sales
esperanza y la caridad cristiana, a imitación de este hombre angé-
lico al que vemos en el desierto profundo, contemplar solo a Dios y
a sí mismo. ¡Qué feliz es aquel que no ve más que estos dos objetos,
uno de los cuales le transporta al afecto soberano, y el otro le pre-
cipita en la abyección extrema.»
Esta permanencia en París recapitula por así decir, y corona la
vida y la obra de Francisco de Sales. La Señora Acarie ha muerto,
pero el Carmelo, que él le ha ayudado a fundar, se propaga. Fran-
cisco tiene entrevistas con Pierre Bérulle que ha introducido el
Oratorio en Francia, con el abad Bourdoise, con Vicente de Paúl,
sobre la formación del clero. Se entrevista con la Madre Angélique
Arnauld que tiene entre manos entonces la reforma de su abadía
de Port-Royal des Champs, y la reforma, todavía más árdua, de la
abadía de Maubuisson, y él la aconseja: «No os carguéis demasiado
de desvelos y de austeridades (y creedme, mi muy querida Hija,
puesto que sé bien lo que os digo aconsejándoos esto), sino id al
Port Royal de la vida religiosa por el camino real del afecto a Dios
y al prójimo, de la humildad y de la bondad extrema.»
El 7 de abril de 1619, funda en la capital un nuevo monaste-
rio de la Visitación y confía la dirección de sus hijas a Vicente de
Paul, que asumirá este cargo durante más de cuarenta años. Entre
los prelados que encuentra en la corte, resalta al joven obispo de
Luçon, Monseñor Armand de Plessis de Richelieu, y respecto a él
dice : «Me juró plena amistad y me dice que finalmente se unirá a
mi partido, para no pensar en otra cosa que en Dios y en la salva-
ción de las almas». Aunque no mantuvo su admirable propósito,
Richelieu guardó, al menos, una gran veneración por Francisco de
Sales.
Durante esta permanencia en la Corte, hay un peligro más serio
que amenaza continuamente a Francisco: el cardenal de Gondi,
arzobispo de Paris, apoyado por los cardenales de la Rochefoucauld
y del Perron, tiene el proyecto de retener al obispo de Ginebra en
París y de hacerle nombrar coadjutor, con derecho de sucesión: «es

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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un proyecto que agrada al rey Luis XIII». Todas las dificultades
están previstas y allanadas: el propio hermano de Francisco, Jean-
François, será nombrado obispo de Ginebra (el obispado de París
correrá con los gastos de la consagración); Francisco tendrá la rica
abadía de Sainte-Geneviève... Se tuvo el buen gusto de no hablarle
de la púrpura que no tardaría en caerle sobre los hombros... «El
bienaventurado agradeció al cardenal su benevolencia y le expuso
al mismo tiempo que ya estaba atado por otra parte, después de
tantos años, y que incluso no se sentía demasiado fuerte como para
sostener el peso del obispado de Ginebra y que sentía ya la vejez y
se veía sujeto siempre a muchas enfermedades e incomodidades.»
Al año siguiente, el 26 de febrero, Francisco proporcionará a la
Madre Chantal, conmovida al enterarse de la promoción de Jean-
François de Sales a la coadjutoría de Ginebra, no otra versión, sino
una traducción de su respuesta: «Yo dije (al cardenal) bastante cla-
ramente en Tours, que yo aceptaría un divorcio solo para no ser
ya desposado nunca más... En cuanto a que yo me encargase de la
esposa de otro por obligación, pienso que sería imposible.» Pero
no pudo escapar al deseo de la pequeña y deliciosa Marie-Chris-
tine de Francia, que, seducida por su buena gracia, le quiso como
capellán mayor: al menos él obtuvo que a su aceptación del título
se pusiese una cláusula atenuante: ¡su hermano Jean-François ejer-
cería el empleo!
El deseo de jubilación y de soledad
«Yo aceptaría un divorcio solo para no ser ya desposado nunca
más...» Esta humorada esconde, sin duda, un deseo. Al volver a
Annecy, Francisco retoma el ritmo habitual de sus preocupacio-
nes y ocupaciones, pero parece que en el fondo de su corazón, y
sin dejarlo aparecer, aspira a la soledad. Algún tiempo después,

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San Francisco de Sales
Monumento a san Francisco de Sales
en la fortaleza de los Allinges.

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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el capellán de la princesa Marie-Christine fue nombrado coad-
jutor de Ginebra, sin que él, su hermano, «haya dicho ni escrito
una palabra, ni mendigado ni procurado alguna recomendación».
Francisco escribe a la Señora de Chantal el 14 de mayo de 1620:
«Mi hermano ya es obispo: esto no me enriquece, es verdad, pero
me alivia y me da alguna esperanza de poder retirarme del trabajo:
(hacía alusión a los proyectos del cardenal de Gondi) esto es mejor
que un capelo cardenalicio.»
Durante el verano, Francisco redacta las Constituciones para
los anacoretas del Mont-Voiron; y no teme fijar un ideal propia-
mente eclesial para la vida de estos ermitaños un poco vagabun-
dos: vivirán aquí santamente, «para la mayor gloria y culto de la
bendita y pura Virgen, Madre de nuestro Salvador Jesucristo, para
salvación de sus almas y para la edificación del pueblo católico de
las provincias vecinas de este monasterio eremita y, si no para la
conversión, al menos para la disposición de los herejes a recibir la
luz de la fe verdadera y saludable.» Siguiendo las indicaciones de
Francisco, la vida de contemplación y penitencia volvía a encontrar
su sentido evangélico.
En el transcurso del año 1621, la salud del Señor de Ginebra
empeora. «Vivo ya con un régimen en las comidas, escribe el 21 de
septiembre a la Madre de Chantal, y ya no escribo por las noches,
porque mis ojos no lo pueden soportar, ni tampoco mi estómago.
No dependerá de mí que yo no sea viejo por mucho tiempo.»
En el otoño, el prior de Talloires previene a Francisco de que
el monasterio ermitaño de Saint-Germain es restaurado y que él
mismo lo había mandado, y le ruega que venga a bendecir el san-
tuario. «Francisco admiraba la belleza de este monasterio eremita,
nos cuenta Carlos Augusto de Sales, y entre las alabanzas que
Francisco hacía, no pudo abstenerse de descubrir su alma: esto se
ha decidido, dice, porque tengo un coadjutor, y si esto se puede
realizar, por la voluntad de nuestros Serenísimos Príncipes, subiré
allí; es necesario que esto sirva para mi descanso, viviré en este

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San Francisco de Sales
monasterio eremita, porque lo he escogido. Y sobre estas palabras,
abriendo la ventana que da al norte y contemplando el lago y el
paisaje de Annecy exclamó: ¡Oh Dios mío, qué agradable y bueno
es que estemos aquí; decididamente hay que dejar a nuestro coad-
jutor el peso del día y del calor, mientras que con nuestro rosario
y nuestra pluma serviremos a Dios y a su Iglesia. Y sabed, Padre
Prior (dice volviéndose a él) que los conceptos vendrían a la mente
tan abundantes y frescos como la nieve que cae aquí en invierno.»
Francisco tenía varios proyectos y libros, cuyos títulos, si creemos
a sus familiares que los revelaron en sus deposiciones en el Proceso,
son significativos de su espiritualidad: Explicación familiar de los
misterios de nuestra santa fe, Tratado de los cuatro amores (Dios,
nosotros mismos, nuestros amigos y nuestros enemigos), y, sobre
todo, una Historia Teándrica «en la cual quería describir la vida de
Nuestro Señor Jesucristo humanizada, y proponer los medios para
practicar fácilmente los principios evangélicos...» Hay que lamen-
tar que Francisco no pudiese escribir estas obras; seguramente que
nos habrían proporcionado aclaraciones nuevas y originales sobre
su espiritualidad, pero se adivina solo por los títulos, que en el
fondo, la doctrina hubiera sido parecida a la de la Introducción y a
la del Tratado del Amor de Dios.
El interés de estos proyectos está por encima de ellos mismos.
«Con nuestro rosario y nuestra pluma, serviremos a Dios y a la
Iglesia»: por parte del antiguo misionero del Chablais, del obispo
que tanto predicó, confesó, «se gastó y se super desgastó» en el
servicio de Dios y de la Iglesia, este propósito indica una orienta-
ción espiritual, significa una elección que, el que escribe la historia
de un alma, tiene que considerar como una etapa. Sin duda, que
la salud de Francisco se iba debilitando; los asuntos, los viajes le
fatigan cada vez más el cuerpo y el espíritu; Francisco piensa since-
ramente, que no podrá utilizar mejor las fuerzas que le quedan, que
sirviendo a Dios y a la Iglesia, rezando y yendo a buscar a domicilio
a Filotea y a Teótimo, gracias a sus pequeños libros difundidos por

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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La Santa Fuente en Annecy.

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San Francisco de Sales
Basílica de la Visitación en Annecy.

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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millares, para ayudarles a avanzar con paso firme en «el camino del
afecto a Dios y al prójimo.»
El viaje a Avignon y la muerte
«Mientras que el Rey Cristianísimo Luis XIII y el Serenísimo duque
de Saboya pensaban en entrevistarse en la ciudad de Avignon (Luis
acababa de triunfar en el centro de la revuelta hugonote de Benja-
min de Rohan), el Bienaventurado Francisco recibió el mandato
expreso de ir allí lo antes posible.» El séquito de Monseñor sufrió
en una gran inquietud: «No hubo nadie que no pensara que este
viaje sería nocivo para la salud del obispo». Todos le aconsejaban
que informase a su Alteza del «estado miserable en que se encon-
traba su salud, pero él decía: ¿qué queréis? ¡Hay que ir donde Dios
nos llama.»
Francisco de Sales morirá de obedecer a Dios y a su príncipe...
«Previendo su muerte, dispuso todos sus asuntos e hizo su tes-
tamento solemne... que firmó y selló convenientemente... Rápi-
damente preparó todo lo que le era necesario para este viaje, dijo
adiós a los suyos y predijo su muerte con palabras claras.»
Estas despedidas de Francisco fueron conmovedoras, pues
no ocultaba a nadie que eran justamente sus despedidas. Él solo
mantuvo una paz maravillosa. El 8 de noviembre por la mañana,
celebró su misa en el oratorio de la Sainte-Source. «Mis queridas
hijas, les dejaba como última consigna, que vuestro único deseo
sea Dios; vuestro temor, perderle a Él; vuestra ambición, poseerle
para siempre.»
Finalmente, la partida; Francisco montó a caballo, mientras que
en su nombre se distribuía a los pobres algunos celemines de trigo,
– pues había en la ciudad gran necesidad –.
El 14 de noviembre, Francisco llegó a Avignon. Las fiestas se
sucedieron unas a otras y duraron unos diez días.

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San Francisco de Sales
El viernes 25 de noviembre, el rey y el duque abandonaron
Avignon y partieron juntos hacia la provincia de Lyon. Ya en
Lyon, Francisco pidió asilo en el convento de sus Hijas en Belle-
court: «por el amor que tenía a la santa pobreza, eligió la habita-
ción del jardinero de la Visitación, en vez de la casa, donde habi-
taba también el confesor de las religiosas, bajo el pretexto de que
así estaría más libre para recibir a los que viniesen a visitarlo; de
esta manera no proporcionaría tantas incomodidades a los suyos,
y estaría más preparado para el servicio espiritual de sus muy
queridas Hijas.»
Efectivamente, muy pronto, en esta pequeña cabaña hubo un
desfile ininterrumpido de visitas que aumentarían su cansancio al
de las ceremonias oficiales y a las predicaciones. «Dios mío, escribe
a una señora el 19 de diciembre de 1622, ¡qué felices son aquellos
Relicario de san Francisco de Sales
en la Basílica de la Visitación de Annecy.

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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que, liberados de las cortes y cumplidos que allí funcionan, viven
tranquilamente en la santa soledad a los pies del crucifijo!»
Pero era necesario que Francisco diera la última mano a su edi-
ficio espiritual y que nos mostrase, con los hecho y con su ejemplo,
las supremas exigencias del «amor divino». Todo lo que hemos
dicho de su espiritualidad sería falso si no insistiésemos en este
último gesto de Francisco de Sales, director de almas. «¿Cuándo
sucederá , había escrito en mayo de 1616, a la Madre de Chantal,
que este amor natural de la sangre, de conveniencias, de buenas
maneras, de correspondencias, de simpatías, de gracias, sea purifi-
cado y reducido a la perfecta obediencia del amor purísimo para el
agrado total de Dios?»
Esta hora llegó para la Madre de Chantal... «hacía casi tres años y
medio que ella no le había confiado su interior.» Ella se encontraba
en Lyon el 10 de noviembre, cuando Francisco, bajó de Annecy
a Avignon. «Pero esta vez, el Padre y la Hija no tuvieron el gusto
de hablarse. El Bienaventurado le encomendó ir a visitar nuestras
casas de Montferrand y de Saint-Étienne.»
El 12 de diciembre, la Madre de Chantal, de vuelta a Lyon, espe-
raba encontrarse de nuevo con Francisco. Para tener más tiempo,
los dos se habían incluso «liberado de la presión de otros asuntos».
«Madre Mía, dice Francisco, tenemos unas horas libres. ¿Quién de
los dos comenzará diciendo lo que tiene que decir?»… «Nuestra
digna Madre (cuenta la Madre de Chaugy en sus memorias) que
era ardiente y que tenía más cuidado de su alma que de cualquier
otra cosa, respondió prontamente: «Yo, por favor, Padre mío: mi
corazón tien una gran necesidad de ser revisado por vos»... «Madre
Mía replicó Francisco, hablaremos de nosotros mismos en Annecy,
ahora acabemos los asuntos de nuestra Congregación...».
La Madre de Chantal guardó el papel en que había escrito los
asuntos de su alma y «desplegó los que tenía preparados sobre el
Instituto». Los dos hablaron durante cuatro largas horas»; después,
Francisco dio orden a la Madre de Chantal de ir a visitar los monas-

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San Francisco de Sales
terios de Grenoble, Valence, Belley, Chambéry... la bendijo y se
despidió de ella.
La perfección de la amistad espiritual es renunciar a sí mismo
para que el alma pueda dedicarse enteramente al servicio de Dios
y del prójimo: este es el verdadero término de «la Vida de la Santa
Caridad», el término al que Francisco encamina, etapa por etapa,
al alma que se confía a su cayado de pastor. Entonces este alma
alcanza en plenitud «la libertad del amor santo».
«El día de Navidad, a media noche, celebró ante sus queridas hijas
de la Visitación y les hizo una exhortación llena de ternura. Al alba,
confesó a los príncipes del Piamonte y celebró ante ellos la misa de
la aurora.» A las once, celebró su tercera misa. «Después de cenar,
impuso el hábito de la Visitación a dos chicas y predicó muy santa-
mente.» Al día siguiente, «se dedicó a resolver diversos asuntos».
El martes 27 de diciembre, día de la fiesta de san Juan Evan-
gelista, hacia «las dos del mediodía... sufrió un desvanecimiento.»
Sus cuidadores corrieron y le metieron en la cama. Tras una larga
jornada de agonía, que una intervención quirúrgica de aquel
tiempo – la aplicación del «botón de fuego» – hizo muy dolorosa,
«el santo obispo entregó dulce y tranquilamente su inocentísima
alma a Dios». Eran las ocho de la tarde del 28 de diciembre, fiesta
de los santos Inocentes.
En los momentos más penosos de su enfermedad y de su agonía,
Francisco repetía estos dos nombres: ¡Jésus! ¡Maria!
En los días de su consagración, Francisco de Sales había esco-
gido por modelo de su episcopado al santo obispo de Milán,
Carlos Borromeo. Su deseo fue cumplido: «Para los prelados de su
tiempo» él fue «otro Carlos Borromeo de este lado de las monta-
ñas». Muchos se atrevieron a decir todavía más: «Hay que llamarle
la imagen del Hombre-Dios, había declarado un día el gran prior
de Francia, en el Consejo del Rey. ¿La imagen del Hombre-Dios?
Sí, por el corazón: Francisco de Sales tenía, sobre todo, un corazón
parecido al Corazón de Jesucristo...

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Capítulo ix- Hacia el amor puro
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La gloria de san Francisco de Sales
en la Basílica de la Visitación de Annecy.

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San Francisco de Sales
Un día del año 1619 o 1620, Francisco hizo a la Madre de Chantal
esta preciosa confidencia: «No hay almas en el mundo que amen
más cordialmente, más tiernamente y por decirlo todo de buena fe,
más amorosamente que yo; puesto que plugo a Dios hacer así mi
corazón. Pero no obstante, amo a las almas independientes, vigo-
rosas y que no son afeminadas: porque esta grandísima ternura
revuelve el corazón, le inquieta y le distrae de la oración amorosa
con Dios, impide la completa resignación y la muerte perfecta al
amor propio. Lo que no es Dios, no es nada para nosotros. ¿Cómo
puede suceder que yo sienta estas cosas, yo que soy el más afec-
tuoso del mundo, como vos lo sabéis, mi queridísima Madre? Y
de verdad que lo siento así; pero es maravilloso cómo yo me las
arreglo par juntar todas estas cosas, puesto que estoy seguro de
que no amo nada en el mundo como a Dios y a todas las almas por
Dios.»
«El más afectuoso» y a la vez, perfectamente «indiferente», el
más libre: ¡qué coincidencia! Francisco reconoce aquí hacia qué
ideal tendía y hacía tender a las almas. Y él mismo añade: «¿Cómo
es posible ésto?…» Sí, ¡este estado espiritual es un misterio de la
gracia, al mismo tiempo que un misterio del corazón humano! Para
llegar a esta «perfección del amor divino», no hay otro método,
sino que el corazón del hombre se abandone completamente al
amor de Dios, «en un perfecto vaciamiento de sí mismo». Este es
finalmente, el secreto que el obispo de Ginebra nos revela con su
vida y con su obra.
El Dios de Francisco de Sales es verdaderamente «el Dios del
corazón humano».
A. Ravier, s.j

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NOTA FINAL
Una palabra sobre el autor de este libro
Esta biografía de san Francisco de Sales fue publicada por el P.
André Ravier (1905-1999) unos veinte años antes de su obra más
conocida: Un sage et un saint, François de Sales.42
Después de la muerte de Ravier, Jean Sainclair se preguntó en su
boletín necrológico qué aspecto privilegiar para describir su perso-
nalidad. De hecho, el P. Ravier era un profesor, escritor, educador,
pero también un hombre de gobierno en tanto que rector de un
colegio provincial de jesuitas de Francia...
Pero ante todo, era un hombre que encontró a Dios y quería
ofrecer a muchos otros la posibilidad de vivir la misma experien-
cia, como podemos constatarlo en sus muy numerosas publicacio-
nes.
Nació el 3 de junio de 1905 en Poligny en el Departamento del
Jura francés. El joven André Ravier hizo sus estudios en el colegio
Notre-Dame de Mont-Roland en Dole.
Después de obtener su bachillerato en filosofía (1922), entró en
el noviciado jesuita en Lyon, en la colina de Fourvière, cerca del
célebre santuario mariano. Después de terminar el primer ciclo de
filosofía en la Universidad católica de Lyon, se trasladó a Grenoble
donde obtuvo una licencia en letras y filosofía con una tesis sobre
la imagen de Dios en la filosofía religiosa de Jules Lachelier. En
1937, fue ordenado sacerdote.
42 André RAVIER, Un sage et un saint, François de Sales, Paris, Nouvelle Cité 1985
(trad. ital. Francesco di Sales. un dotto e un santo, Milano, Jaca Book 1987).

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San Francisco de Sales
Después de cumplir su servicio militar, enseñó griego, filoso-
fía y francés en el colegio de Yzeure. Allí, con dos compañeros,
fundó una asociación de estudiantes que, además de encargarse de
la espiritualidad de los jóvenes, tenía por fin su formación integral,
humana, religiosa, intelectual y social. En sus tiempos libres, llevó
a cabo un doctorado de investigación en la Escuela de altos estu-
dios de la Sorbona, sobre el Emilio de Jean-Jacques Rousseau.
En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, fue enrolado como
subteniente en el ejército francés. Sobrevivió milagrosamente a los
primeros días de la guerra, pero en el transcurso de un bombar-
deo, perdió casi todo el material de su tesis que tuvo que escribir
de nuevo, valiéndose de las notas y fragmentos provisionales que
guardaba.
En septiembre de 1941, tras la defensa de la tesis, Ravier volvió a
Lyon. Durante ocho años, fue prefecto y después rector del colegio
Sainte-Hélène, donde pudo aprovechar sus conocimientos pedagógi-
cos.
En 1951, fue nombrado provincial de los jesuitas. Era un
momento particularmente crítico, tras la encíclica Humani Generis
de Pío XII y del «asunto Fourvière ». Fourvière era la sede del esco-
lasticado de teología de los jesuitas franceses. Aquí era donde ense-
ñaban teólogos de renombre como Pierre Teilhard de Chardin,
Henri de Lubac y otros.
Su enseñanza teológica fue juzgada, sin embargo, excesivamente
atenta al método histórico-crítico, demasido ligada a las ideas del
tiempo. Roma intervino con graves censuras. Como provincial, el
P. Ravier se mostró atento y delicado con los hermanos censura-
dos, tratando de comprenderlos y animarlos.
Así lo muestra su correspondencia con Teilhard de Chardin,
exilado en Estados Unidos. Este, en plena crisis, escribía a uno de
sus amigos: «He recibido una carta extremadamente amable y com-
prensiva de mi provincial de Lyon [André Ravier]. Es la primera
vez que un superior me pide hablar libremente y de manera cons-

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tructiva con él… Gestos como éste, valen más que todos los decre-
tos para llamarme al Orden y más generalmente a la Iglesia, esto es
importante para mí».43
Al final de su mandato como provincial, Ravier pudo al fin
consagrarse a su verdadera vocación: la de escritor. Publicó libros
apreciados sobre el cura de Ars y Bernadette Soubirous, así como
sobre la espiritualidad de san Ignacio de Loyola, después de un
viaje a Roma, que le había permitido sumergirse en los achivos de
la Compañía. Durante este período, descubrió poco a poco a san
Francisco de Sales, Claude de la Colombière, san Bruno le Char-
treux y santa Colette de Corbie.
De 1962 a 1968, fue rector del colegio San Luis Gonzaga en
París. Estos fueron, como él escribirá, «seis años maravillosos, pero
difíciles». Era un tiempo de contestación y de lucha, pero también
de ocasiones preciosas de reflexión sobre la identidad católica del
colegio y sobre las transformaciones socioculturales. El año 1968
fue ciertamente para él un año de prueba.
Después de este cargo, fue trasladado al magnífico castillo de
Fontaines en Chantilly, situado en una zona de bosques a cuarenta
kilómetros de París. Era el lugar ideal para el P. Ravier: tenía a su
disposición una gran biblioteca y la tranquilidad necesaria para
el trabajo intelectual. A partir de este momento, fue un escritor a
tiempo pleno. En veintidos años, publicó un centenar de libros, de
artículos y de contribuciones de todo tipo, de naturaleza espiritual
e histórica.
Su vocación de escritor no era simplemente una segunda voca-
ción o una nueva vocación ; llevaba la escritura en la sangre. Desde
los años en que era prefecto en el colegio de Yzeure, y después
cuando fue provincial, compuso dos monografías para diversos
43 Pierre TEILHARD DE CHARDIN, Lettres intimes à Auguste Valensin, Bruno de
Solages, Henri de Lubac, André Ravier 1919-1955. Introducción y notas de Henri
de Lubac, Paris, Aubier Montaigne 1974, p. 418 en nota.

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San Francisco de Sales
institutos religiosos. Le encantaba la investigación en los archivos.
Lo hacía no solamente para reconstruir la historia de sus congre-
gaciones y de sus fundadores, sino también para comprender su
espiritualidad y su identidad carismática.
Tenía su estilo propio en la composición de sus libros: le gustaba
ilustrarlos con imágenes de lugares y objetos, con fotos, dibujos y
documentos. Sus escritos conseguían asociar de un modo natural
la historia y la espiritualidad.
De esta forma presentó a san Bruno, a Francisco de Sales, a Ber-
nardette Soubirous, a Ignacio de Loyola, a Claude de la Colombière,
a Colette de Corbie y al Cura de Ars. Publicó igualmente coleccio-
nes de conferencias, libros de espiritualidad de la vida cotidiana,
líneas directrices para la educación católica, descripciones de igle-
sias y obras de arte, meditaciones sobre la experiencia del silen-
cio, sobre las diferentes formas de oración, sobre la iglesia, sobre
Lourdes... Ha sido traducido en inglés, italiano, alemán, holandés
y español. Sus escritos han sido publicados y reimpresos, incluso
después de su muerte.
En el transcurso de sus últimos años, su salud se fue deterio-
rando lentamente. Su espíritu permanecía lúcido, pero cada vez
tenía más dificultades para moverse. Se instaló en París en 1994,
en la casa de reposo de los jesuitas en el centro histórico, donde
continuó escribiendo y poniendo al día sus libros.
La escritura era su manera de hacer pastoral, de catequizar, de
anunciar el Evangelio y de hablar de Dios. En uno de sus últimos
artículos, se detuvo en el tema de la presencia de Dios, resumiendo
lo que él había transmitido a los lectores en sus múltiples obras, es
decir, saber cómo el hombre puede experimentar a Dios y acer-
carse a él.
«¿Cómo puede un corazón humano saber algo de Aquel que
se ha definido: yo soy El que soy? [...] Solo la experiencia nos
permite percibir algunos signos de su Presencia. Lo que es cierto,
es que Dios se hace contantemente presente al hombre, le llama

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a su encuentro, pero espera que el hombre le busque y venga a su
encuentro».44
El primer párrafo del artículo contiene una profesión de fe per-
sonal, profunda y vivida. Dios existe desde siempre y en cualquier
lugar, pues ha creado todo; todo nos ha sido dado por Él: Dios
existe desde siempre y está presente en todas partes, presente en
el hombre, formado a su imagen y semejanza. Él se ha revelado a
través de la historia, y, en la plenitud de los tiempos, la encarnación
ha marcado el punto culminante de la revelación. En su Hijo único,
el Verbo se hizo hombre. Quien encuentra a Cristo, encuentra a
Dios.
En el segundo párrafo, se pregunta por qué el hombre perma-
nece tan insensible a la presencia de Dios. ¿Cómo es posible que no
entendamos y no veamos? Hay aqui una pincelada muy personal
que hace de su escrito algo más que una simple reflexión teológica:
es el resultado de largos años de búsqueda y meditación. Es la sín-
tesis muy densa de su pensamiento y de su experiencia de la vida
interior. Coge al lector por la mano, le muestra los obstáculos que
le impiden acercarse a Dios y le ofrece sus consejos para un camino
espiritual eficaz, y sus consejos se inspiran en su gran modelo, en
su fuente por excelencia que es san Francisco de Sales.
Ponerse en presencia de Dios, escribe Ravier, es, ante todo, un
acto de fe. Tenemos que ser conscientes de que Dios está presente,
que nos ve, nos escucha, nos ama. Es un hecho que todos conoce-
mos, pero al que no prestamos un gran valor. Estamos constante-
mente sumergidos en la ola del amor que emana del Padre: aquí,
en este amor, podemos vivir profundamente la presencia de Dios,
como lo enseña Francisco de Sales en su Tratado del amor de Dios.
El creyente debe pasar progresivamente del estado de estar en
la presencia de Dios al de vivir «constantemente» en su presesen-
44 André RAVIER, Présence de Dieu, présence à Dieu, en “Revue des sciences reli-
gieuses » 70 (1996) n. 3, p. 353.

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San Francisco de Sales
cia. Este paso, escribe Ravier, no es nada fácil. Nosotros pensamos
que nuestra naturaleza humana no lo permite, pues somos natural-
mente distraídos y débiles. Pero Dios nos conoce tal como somos.
Él sabe quién somos y, a pesar de todo, nos ama inmensamente. En
consecuencia, nos dice san Francisco de Sales, no soñemos con ser
lo que no somos, sino deseemos ser lo que somos... No esperemos
a que todo sea perfecto, pues Dios acoge a cada uno como es.
Una vez más, Ravier retoma las palabras del obispo de Ginebra:
«El culmen del éxtasis amoroso no es buscar nuestra propia volun-
tad, sino la de Dios y no buscar nuestro placer en nuestra voluntad,
sino en la de Dios». Sentir la presencia de Dios es perderse comple-
tamente en Él: esta es nuestra razón de vivir. El abandono en Dios,
la unidad total entre el creyente y el Creador, no es solamente el fin
último de la existencia humana, sino que es también su fuente y su
causa.
Este es el núcleo fundamental, el corazón y el alma de la obra
de André Ravier. A través de sus libros es como él pretende guiar-
nos hacia la única transformación necesaria en la vida: la del aban-
dono en Dios y la unión con Él. Después de haber leído, releído y
meditado sus obras, sus libros y sus artículos, no podemos dejar
de concluir que él ha sido el primero en seguir el camino que le
fue mostrado por los santos que estudió. Su ejemplo nos anima a
nosotros a hacer lo mismo.
Wim Collin, sdb.

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« L’homme qui a reproduit le mieux le Fils de Dieu vivant sur
la terre ». C’est ainsi que saint Vincent de Paul a témoigné au
procès de canonisation de Paris à propos des hautes vertus de
François de Sales.
Cette biographie présente, dans le détail et avec passion, un
portrait spirituel original du Saint.
François de Sales est quelqu’un qui a voulu, comme Jésus-
Christ sur terre, aimer Dieu de tout son cœur d’homme et
qui, ayant expérimenté les exigences et la douceur de ce don,
a travaillé à introduire le plus grand nombre d’âmes dans ce
qu’il nomme “l’éternelle liberté de l’amour”.
Les traits marquants de la vie de François de Sales, son
cœur d’homme, de prêtre, d’évêque, de fondateur; son
extraordinaire capacité de guider spirituellement les
personnes qui se confiaient à lui
André Ravier, (1905-1999) jésuite, ancien supérieur provincial à Lyon, a toujours
cultivé les études de spiritualité. Il s’est surtout intéressé à certaines grandes figures
de saints tels qu’Ignace de Loyola, Bernadette Soubirous, Jeanne de Chantal, François
de Sales, le Curé d’Ars, dont il a composé de célèbres biographies.
Secteur Formation
Siège Central Salésien