[2.] Un sueño


[2.] Un sueño



DON BOSCO











MEMORIAS DEL ORATORIO
DE SAN FRANCISCO DE SALES

DE 1815 A 1855



Introducción de

Aldo Giraudo



Traducción del texto crítico y notas ilustrativas de

José Manuel Prellezo García

Con la colaboración de

José Luis Moral de la Parte











Editorial CCS



MEMORIAS DEL ORATORIO DE 1815 A 18551

Memorias para el Oratorio y para la congregación salesiana







Muchas veces me han exhortado a poner por escrito las memorias concernientes al Oratorio de San Francisco de Sales y, pese a no poder negarme a la autoridad de quien me lo aconsejaba, nunca me he decidido a ocuparme de ello, sobre todo, porque debía hablar de mí mismo demasiado a menudo.2 Ahora se añade el mandato de una persona de suma autoridad, a la que es imposible oponer ningún tipo de dilación; por tanto, me decido a relatar en este escrito pequeñas noticias confidenciales que pueden iluminar o ser de alguna utilidad para aquella institución que la divina Providencia se dignó confiar a la Sociedad de San Francisco de Sales.

Ante todo, debo dejar sentado que escribo para mis queridísimos hijos salesianos, con prohibición de dar publicidad a estas cosas, tanto antes como después de mi muerte.

¿Para qué puede servir, pues, este trabajo? Servirá de norma para superar las dificultades futuras, tomando lecciones del pasado; servirá para dar a conocer cómo Dios mismo guió siempre todos los sucesos; servirá de ameno entretenimiento para mis hijos, cuando lean los acontecimientos en los que tomó parte su padre y, con mayor gusto, cuando –llamado por Dios a rendir cuenta de mis actos– ya no esté entre ellos.

Disculpadme si encontráis hechos expuestos con demasiada complacencia y quizá aparente vanidad. Se trata de un padre que se deleita hablando de sus cosas a sus hijos queridos; quienes, por su parte, gozan al conocer las pequeñas aventuras del que tanto los amó y siempre, así en los asuntos pequeños como en los grandes, se afanó trabajando por su provecho espiritual y material.

Presento estas memorias divididas en décadas, es decir, en períodos de diez años, porque en cada uno de los señalados tuvo lugar un notable y sensible desarrollo de nuestra institución.

Cuando, después de mi muerte, hijos míos, leáis estos recuerdos, acordaos de que tuvisteis un padre cariñoso que, antes de abandonar el mundo, os ha dejado las presentes memorias como prenda de cariño paternal. Y con el recuerdo, rogad a Dios por el eterno descanso de mi alma.



[1.] Diez años de infancia – Muerte del padre – Penurias familiares – La madre viuda


Nací el día consagrado a la Asunción de María al cielo del año 1815,3 en Morialdo, aldea de Castelnuovo de Asti. Mi madre se llamaba Margarita Occhiena, de Capriglio; mi padre, Francisco.4 Eran campesinos que ganaban honradamente el pan de cada día con el trabajo y el ahorro. Mi buen padre, casi únicamente con su sudor, proporcionaba sustento a la abuela, septuagenaria y achacosa, a tres niños –el mayor de los cuales era Antonio5, hijo del primer matrimonio, el segundo José,6 y el más pequeño Juan,7 que soy yo– y, además, a dos jornaleros del campo.

No tenía yo aún dos años, cuando Dios misericordioso nos hirió con una grave desgracia. Un día, mi querido padre –en la flor de la edad, pleno de robustez y muy deseoso de educar cristianamente a sus hijos–, al volver del trabajo a casa empapado en sudor, entró incautamente en la bodega, subterránea y fría. Por causa del enfriamiento sufrido, al atardecer, se le manifestó una fiebre alta, precursora de un fuerte constipado. Todos los cuidados resultaron inútiles y, en pocos días, se encontró al final de la vida. Confortado con todos los auxilios de la religión y después de recomendar a mi madre la confianza en Dios, expiraba el 12 de mayo de 1817 a la edad de treinta y cuatro años.

No sé qué fue de mí en aquella luctuosa circunstancia. Sólo recuerdo, y es el primer hecho de la vida del que guardo memoria, que todos salían de la habitación del difunto, en tanto que yo quería permanecer en ella a toda costa.

Ven, Juan, ven conmigo, repetía mi afligida madre.

Si no viene papá, no quiero ir, respondí yo.

Pobre hijo, añadió mi madre, ven conmigo, tú ya no tienes padre.

Dicho esto, rompió a llorar. Me cogió de la mano y me llevó a otra parte, mientras lloraba al verla llorar. Ciertamente, con aquella edad no podía comprender la gran desgracia que significaba la pérdida de un padre.

Este hecho sumió a toda la familia en una gran consternación. Había que mantener a cinco personas. Las cosechas del año, nuestro único recurso, se perdieron a causa de una terrible sequía; los productos alimenticios alcanzaron precios fabulosos. El trigo se pagó hasta 25 francos la hemina8; el maíz, a 16 francos. Varios testigos contemporáneos me aseguraron que los mendigos pedían con ansia un poco de salvado con el que alimentarse cociéndolo con garbanzos o judías. Se encontraban en los prados personas muertas, la boca llena de hierbajos con los que habían tratado de aplacar el hambre furiosa.

Muchas veces me contó mi madre que dio de comer a la familia mientras tuvo con qué hacerlo; después, entregó una cantidad de dinero a un vecino, llamado Bernardo Cavallo, para que fuese a buscar alimentos. Aquel amigo se dirigió a varios mercados, pero no pudo encontrar nada ni tan siquiera a precios exorbitantes. Tornó al cabo de dos días, hacia el anochecer y con todos esperándole; pero cuando dijo que volvía sin nada y con el dinero en el bolsillo, el terror se apoderó de nosotros ante el temor de las funestas consecuencias del hambre en aquella noche, pues habíamos tomado un alimento escasísimo en ese día. Mi madre, sin perder la calma, fue a pedir prestado algo para comer a los vecinos, pero no encontró a nadie que pudiese ayudarla.

Mi marido, recordó ella, me dijo antes de morir que tuviera confianza en Dios. Venid, pues, pongámonos de rodillas y recemos. Tras una breve oración, se levantó y dijo:

En casos extremos se deben usar remedios extremos.

A continuación y con la ayuda del mencionado Cavallo, fue a la cuadra, mató un ternero y, haciendo cocer una parte a toda prisa, logró mitigar el hambre de la consternada familia. Días más tarde pudo proveerse de cereales que, a precios elevadísimos, se consiguieron traer de pueblos lejanos.9

Imagínese cada uno cuánto tuvo que sufrir y trabajar mi madre durante aquel calamitoso año. Sin embargo, a base de un esfuerzo infatigable y una tenaz economía, sacando partido de los recursos más pequeños y con alguna ayuda verdaderamente providencial, se pudo salvar aquella crisis de víveres. Estos hechos me los contó en numerosas ocasiones mi madre y los confirmaron vecinos, parientes y amigos.

Pasada aquella terrible penuria y alcanzada una mejor situación económica, alguien propuso a mi madre un partido muy conveniente;10 pero ella respondió enseguida:

Dios me dio un marido y me lo quitó; al morir, me dejó tres hijos y sería una madre cruel si los abandonase en el momento en que más me necesitan. —Le replicaron que los hijos serían confiados a un buen tutor que se ocuparía cuidadosamente de ellos.

El tutor, respondió la generosa mujer, es un amigo; yo soy la madre. No los abandonaré nunca, aunque me ofrezcan todo el oro del mundo.

Su mayor preocupación fue instruir a los hijos en la religión, enseñarles a obedecer y ocuparlos en cosas propias de su edad. Desde muy pequeño, ella misma me enseñó las oraciones; apenas fui capaz de unirme a mis hermanos, me arrodillaba con ellos por la mañana y por la noche y, juntos, recitábamos las oraciones y la tercera parte del rosario. Recuerdo que me preparó para la primera confesión y me acompañó a la iglesia: comenzó por confesarse ella misma, me encomendó al confesor y, después, me ayudó a dar gracias. Siguió asistiéndome hasta que me juzgó capaz de hacer dignamente la confesión yo solo.

Mientras tanto, había alcanzado los nueve años. Mi madre quería enviarme a la escuela, aunque la distancia me dejaba perplejo, ya que estábamos a cinco kilómetros del pueblo de Castelnuovo. Mi hermano Antonio se oponía a que fuera al colegio. Se adoptó una solución intermedia. Durante el invierno frecuentaba la escuela del cercano pueblo de Capriglio, donde pude aprender los rudimentos de la lectura y escritura. Mi maestro era un sacerdote muy piadoso que se llamaba Giuseppe Delacqua,11 quien fue muy amable conmigo, ocupándose con mucho interés de mi instrucción y, sobre todo, de mi educación cristiana. Durante el verano contentaba a mi hermano trabajando en el campo.




Con aquellos años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente para toda la vida. En el sueño, me pareció encontrarme cerca de casa, en un terreno muy espacioso, donde estaba reunida una muchedumbre de chiquillos que se divertían. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír las blasfemias, me lancé inmediatamente en medio de ellos, usando los puños y las palabras para hacerlos callar. En aquel momento apareció un hombre venerando, de aspecto varonil y noblemente vestido. Un blanco manto le cubría todo el cuerpo, pero su rostro era tan luminoso que no podía fijar la mirada en él. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme a la cabeza de los muchachos, añadiendo estas palabras:

No con golpes, sino con la mansedumbre y con la caridad deberás ganarte a estos tus amigos. Ponte ahora mismo, pues, a instruirlos sobre la fealdad del pecado y la belleza de la virtud.

Aturdido y espantado, repliqué que yo era un niño pobre e ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En ese momento, los muchachos, cesando sus riñas, alborotos y blasfemias, se recogieron todos en torno al que hablaba.

Sin saber casi lo que me decía, añadí:

¿Quién sois vos, que me mandáis una cosa imposible?

Precisamente porque tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles con la obediencia y la adquisición de la ciencia.

¿En dónde y con qué medios podré adquirir la ciencia?

Yo te daré la maestra bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio, y sin la cual toda sabiduría se convierte en necedad.

Pero ¿quién sois vos que me habláis de esta manera?

Yo soy el hijo de aquélla a quien tu madre te enseñó a saludar tres veces al día.

Mi madre me dice que, sin su permiso, no me junte con los que no conozco. Por tanto, decidme vuestro nombre.

El nombre, pregúntaselo a mi Madre.

En ese momento, junto a Él, vi a una mujer de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada punto del mismo fuera una estrella muy refulgente. Contemplándome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, hizo señas para que me acercara a Ella y, tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:

Mira.

Al mirar, me di cuenta de que aquellos chicos habían escapado y, en su lugar, observé una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y otros muchos animales.

He aquí tu campo, he aquí donde tienes que trabajar. Hazte humilde, fuerte, robusto; y cuanto veas que ocurre ahora con estos animales, lo deberás hacer tú con mis hijos.

Volví entonces la mirada y, en vez de animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderos que, saltando y balando, corrían todos alrededor festejando al hombre aquel y a la señora.

En tal instante, siempre en sueños, me eché a llorar y rogué al hombre me hablase de forma que pudiera comprender, pues no sabía qué quería explicarme.

Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza, diciéndome:

A su tiempo lo comprenderás todo.

Dicho lo cual, un ruido me despertó.

Quedé aturdido. Sentía las manos molidas por los puñetazos que había dado y dolorida la cara por las bofetadas recibidas. Después, el personaje, aquella mujer, las cosas dichas y las cosas escuchadas ocuparon de tal modo mi mente que ya no pude conciliar el sueño durante la noche.

Por la mañana conté enseguida el sueño. Primero a mis hermanos, que se echaron a reír; luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: «Tú serás pastor de cabras, de ovejas o de otros animales». Mi madre: «Quién sabe si un día llegarás a ser sacerdote». Antonio, con tono seco: «Tal vez termines siendo capitán de bandoleros». Pero la abuela, que sabía mucho de teología aunque era completamente analfabeta, dio la sentencia definitiva, exclamando: «No hay que hacer caso de los sueños».

Yo era del parecer de mi abuela, sin embargo nunca pude olvidar aquel sueño. Los hechos que expondré a continuación le confieren cierto sentido. Yo no hablé más del asunto, y mis parientes no le dieron más importancia. Pero cuando, en el año 1858, fui a Roma para tratar con el Papa de la Congregación Salesiana, me hizo narrarle con detalle todas las cosas que tuvieran algo de sobrenatural, aunque sólo fuera la apariencia. Conté entonces, por primera vez, el sueño tenido a la edad de nueve a diez años. El Papa me mandó que lo escribiera –al pie de la letra, pormenorizadamente–, y lo dejara para animar a los hijos de la Congregación, por la que había realizado ese viaje a Roma.12


1 DÉCADA PRIMERA: 1825-1835

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1. Primeros entretenimientos con los niños – Los sermones – El saltimbanqui – Los nidos


Muchas veces me habéis preguntado a qué edad comencé a ocuparme de los niños. A los diez realizaba lo compatible con esos años, una especie de Oratorio festivo. Escuchad. Era yo aún muy pequeño y ya estudiaba el carácter de mis compañeros. Mirando a la cara de cada uno, ordinariamente, descubría los propósitos que albergaban en el corazón. Por esto, entre los de mi edad, era muy querido y respetado.13 Todos me apreciaban como juez o como amigo. A mi vez, hacía bien a quien podía; a nadie mal. Los compañeros me estimaban mucho y requerían para que los defendiera en caso de peleas. Porque, aunque más pequeño de estatura, tenía fuerza y valor para meter miedo a los de bastante mayor edad que yo; de tal manera que si se originaban enfados, disputas o riñas de cualquier género, yo era el árbitro entre los contendientes, y todos aceptaban con gusto la sentencia que dictase.

Sin embargo, eran mis narraciones las que los reunían junto a mí y seducían hasta la locura. Los ejemplos escuchados en los sermones o en el catecismo, la lectura de libros –como los Reali di Francia, de Guerino Meschino, Bertoldo, Bertoldino14 me proporcionaban mucho material. Apenas me veían mis compañeros, corrían en tropel para que les contase algo; yo, que con dificultad comenzaba a entender cuanto leía. A ellos se unieron numerosas personas adultas y –unas veces, al ir o volver de Castelnuovo; otras, en un campo o en un prado– me veía rodeado de centenares de personas que acudían a escuchar a un pobre muchacho que, fuera de un poco de memoria, estaba en ayunas de ciencia, aunque entre ellos pasara por un gran doctor. Monoculus rex in regno caecorum.15

Además, durante las estaciones invernales todos me reclamaban en el establo para que les contase alguna historieta.16 Se reunía allí gente de toda edad y condición, disfrutando con la velada y escuchando –inmóviles durante cinco y aun seis horas– la lectura de los Reali di Francia, que el pobre orador exponía de pie sobre un banco para que todos lo vieran y oyesen. No obstante, como se decía que venían a escuchar el sermón, antes y después de mis narraciones, todos hacían la señal de la santa cruz y se rezaba un Avemaría. 1826.

Durante la primavera, especialmente en los días festivos, se juntaba el vecindario y no pocos forasteros. Entonces, el asunto adquiría un aspecto mucho más serio. Entretenía a todos con algunos juegos que yo mismo había aprendido de otros. En ferias y mercados, a menudo, aparecían charlatanes y saltimbanquis a quienes yo iba a ver. Observaba atentamente sus más pequeñas proezas; volvía después a casa y me ejercitaba hasta aprender y lograr hacer lo mismo que ellos. Imaginaos los golpes, revolcones, caídas y volteretas a que me exponía con cada prueba. ¿Alcanzaréis a creerlo? A mis once años hacía juegos de manos, realizaba el salto mortal, caminaba con las manos, saltaba y bailaba sobre la cuerda como un titiritero de profesión.

Por lo que se hacía en un día de fiesta, comprenderéis cuanto realizaba yo en los demás.

Existe en I Becchi un prado, entonces con diversas plantas de las que todavía queda un peral, que en aquel tiempo me fue muy útil. Ataba a ese árbol una cuerda que anudaba en otro situado a cierta distancia; a continuación, colocaba una mesita con la bolsa y una alfombra en el suelo para dar los saltos. Cuando el conjunto estaba preparado y todos ansiosos por admirar las novedades, antes de nada, los invitaba a recitar la tercera parte del rosario, tras la cual se cantaba una letrilla religiosa. Acabado esto, subía a una silla y bien hacía una plática –mejor dicho, repetía lo que recordaba de la explicación del evangelio que había escuchado por la mañana en la iglesia–, bien contaba hechos o ejemplos oídos o leídos en algún libro. Terminada la plática, se hacía una breve oración y enseguida comenzaban las diversiones. En ese instante, como antes dije, tendríais que haber visto al orador convertirse en un charlatán de profesión. Hacer la golondrina, ejecutar el salto mortal, caminar con las manos en el suelo y el cuerpo en alto; después, calzar unas alforjas, tragar monedas para irlas a recoger en la punta de la nariz de uno u otro, multiplicar bolas y huevos, transformar el agua en vino, matar y despedazar un pollo para luego hacerle resucitar y cantar mejor que antes..., constituían los entretenimientos ordinarios. Andaba sobre la cuerda como por un sendero: saltaba, bailaba y me colgaba ora de un pie, ora de los dos, ya con dos manos, ya con una sola. Tras algunas horas de diversión y cuando ya estaba bien cansado, terminaban los juegos; se efectuaba una corta plegaria y cada cual volvía a sus asuntos.

Quedaban excluidos de estas reuniones los que hubiesen blasfemado, hablado mal o no quisieran tomar parte en las prácticas religiosas.

Al llegar a este punto, me haréis una pregunta: para ir a las ferias, a los mercados, para escuchar a los charlatanes o buscar cuanto se necesita para tales diversiones, hacía falta dinero; ¿de dónde salía? Me las industriaba de muchas maneras. El dinero que mi madre u otros me daban para divertirme o para golosinas, las pequeñas propinas, los regalos; todo lo guardaba para eso. Tenía además una gran maña para cazar pájaros con trampa, jaula, liga y lazos. Entendía mucho de nidos y, cuando había recogido unos cuantos, sabía venderlos muy bien. Las setas, las hierbas colorantes y el brezo también suponían para mí una fuente de ingresos.

En este momento, me preguntaréis: ¿mi madre, estaba contenta con que llevase una vida tan disipada y perdiese el tiempo haciendo de charlatán? Os diré que mi madre me quería mucho; yo tenía una confianza ilimitada en ella y sin su permiso no hubiera movido un pie. Sabía todo, observaba todo y me dejaba hacer. Es más, cuando me hacía falta alguna cosa, me la proporcionaba con gusto. Los mismos compañeros y, en general, todos los espectadores me daban de buena gana cuanto necesitaba para ofrecerles los ansiados pasatiempos.



2. Primera comunión – Sermones de la misión – Don Calosso – Escuela de Morialdo

A los once años fui admitido a la primera comunión. Me sabía por entero el pequeño catecismo, pero –ordinariamente– nadie era aceptado a la primera comunión hasta los doce años. Además, debido a la distancia de la iglesia, el párroco no me conocía, limitándome casi exclusivamente a la instrucción religiosa de mi buena madre. Pero como no quería que siguiera creciendo sin llevar a cabo este gran acto de nuestra santa religión, ella misma se las ingenió para prepararme como mejor sabía y podía. Me envió al catecismo todos los días de cuaresma; después hice el examen –resultando aprobado– y se fijó el día en que los niños debían cumplir con pascua.17

Era imposible evitar la disipación en medio de la multitud. Mi madre procuró acompañarme varios días y, durante la cuaresma, me había llevado tres veces a confesarme.18 Juan –me repitió en diversas ocasiones– Dios te va a hacer un gran regalo, procura prepararte bien, confesarte y no omitir nada en la confesión. Confiesa todo, arrepiéntete de todo y promete a Dios ser mejor en adelante. Lo prometí. Si después he sido fiel, Dios lo sabe. En casa, me hacía rezar y leer un libro bueno, dándome los consejos que una madre diligente tiene siempre a punto para sus hijos.

Aquella mañana no me dejó hablar con nadie, me acompañó a la sagrada mesa e hizo conmigo la preparación y acción de gracias, que el arcipreste –llamado Don Sismondi19– dirigía con gran celo, alternando con todos en alta voz. No quiso que durante ese día me ocupara de ningún trabajo material, sino que lo emplease en leer y rezar. Entre otras muchas cosas, mi madre me repitió varias veces estas palabras: «Querido hijo, éste ha sido para ti un gran día. Estoy persuadida de que Dios verdaderamente ha tomado posesión de tu corazón. Prométele que harás cuanto puedas por conservarte bueno hasta el final de tu vida. En lo sucesivo, comulga con frecuencia, pero evita cometer sacrilegios. Comunica siempre todo en la confesión, sé siempre obediente, ve con gusto al catecismo y a los sermones; pero, por el amor de Dios, huye como de la peste de cuantos tienen malas conversaciones».

Recordé y procuré poner en práctica los avisos de mi piadosa madre. Desde aquel día, creo que mi vida ciertamente mejoró algo, sobre todo, en lo referido a la obediencia y sumisión a los demás, que tanto me costaban al principio, pues siempre quería contraponer mis pueriles deseos a quien me mandaba algo o daba buenos consejos.

Me preocupaba sobremanera la falta de una iglesia o capilla adonde ir a cantar y a rezar con mis compañeros. Para escuchar un sermón o una catequesis, entre la ida y la vuelta a Castelnuovo o al cercano pueblo de Buttigliera,20 había que recorrer cerca de diez kilómetros. He ahí el motivo por el que venían con gusto a escuchar las pláticas del saltimbanqui.

En aquel año (1826), con motivo de una misión solemne que hubo en el pueblo de Buttigliera, tuve ocasión de escuchar bastantes sermones.21 La fama de los predicadores atraía a gente de todas partes; yo mismo iba entre otros muchos. Después de una instrucción y una meditación, al caer la tarde, los oyentes quedaban libres para tornar a sus casas.

Una de aquellas tardes de abril, volvía en medio de la multitud; iba entre nosotros un cierto Don Calosso22 –de Chieri–, hombre muy piadoso que, aunque encorvado por los años, realizaba el largo camino para escuchar a los misioneros. Era el capellán de Morialdo. Al ver a un niño de pequeña estatura, cabeza descubierta, pelo recio y ensortijado, que caminaba muy silencioso en medio de los demás, se fijó en mí y me habló de la siguiente manera:

Hijo mío, ¿de dónde vienes? ¿Acaso tú también has ido a la misión?

Sí, señor, he ido a los sermones de los misioneros.

¡Qué habrás entendido! Tal vez tu madre te podría hacer un sermón más oportuno, ¿no es cierto?

Cierto. Mi madre me procura con frecuencia bellas pláticas; pero igualmente voy con mucho gusto a escuchar las de los misioneros, y me parece que las he entendido.

Si me sabes decir cuatro palabras de la de hoy, te doy cuatro monedas.

Dígame sólo si quiere que le hable del primer o segundo sermón.

Como mejor te parezca, con tal de repetirme alguna idea. ¿Te acuerdas sobre qué versó el primero?

En el primer sermón se trató de la necesidad de entregarse a Dios y no dejar para más tarde la conversión.

¿Y qué se indicó al respecto? —añadió el venerado anciano, algo maravillado.

Lo recuerdo bastante bien y, si quiere, se lo repito por entero.

Sin esperar más, comencé a exponer el preámbulo, después los tres puntos, esto es, que quien difiere su conversión corre gran peligro de faltarle el tiempo, la gracia o la voluntad. Me dejó hablar más de media hora en medio de la gente, para preguntarme a continuación:

¿Cómo te llamas? ¿Quiénes son tus padres? ¿Has frecuentado mucho la escuela?

Me llamo Juan, mi padre murió cuando yo era todavía muy niño. Mi madre es viuda, con cinco personas que mantener. He aprendido a leer y, un poco, a escribir.

¿No has estudiado el Donato23 o la gramática?

No sé qué son.

¿Te gustaría estudiar?

Mucho, mucho.

¿Qué te lo impide?

Mi hermano Antonio.

¿Por qué Antonio no quiere dejarte estudiar?

Porque él no deseó ir a la escuela y no quiere que otro pierda el tiempo estudiando como él lo perdió; pero si pudiera ir, sí que estudiaría y no perdería el tiempo.

¿Por qué motivo deseas estudiar?

Para ser sacerdote.

¿Y por qué razón aspiras a ser sacerdote?

Para acercarme, charlar e instruir en la religión a tantos compañeros míos, que no son malos, pero llegan a ser tales, porque nadie se ocupa de ellos.

Este franco y, diría, audaz modo de hablar causó gran impresión en el santo sacerdote, quien –mientras yo exponía– no me quitó nunca los ojos de encima. Entre tanto, llegados a un determinado punto del camino en que era menester separarnos, me dejó diciendo: «¡Ánimo!, pensaré en ti y en tus estudios. Ven con tu madre a verme el domingo y lo arreglaremos todo».

En efecto, al domingo siguiente fui con mi madre y acordamos que él mismo me daría clases un rato cada día; trabajando el resto de la jornada en el campo para contemporizar con mi hermano Antonio. Éste se conformó fácilmente, puesto que el asunto empezaría después del verano, cuando los trabajos del campo ya no preocupan.

Me puse enseguida en las manos de Don Calosso, que llevaba sólo unos meses en aquella capellanía. Me manifesté a él tal cual era; confiándole con naturalidad toda palabra, pensamiento y acción. Lo cual le agradó sobremanera, porque de ese modo podía guiarme en lo espiritual y en lo temporal con un mejor conocimiento de la realidad.

Conocí entonces el significado de un guía fijo, un amigo fiel del alma que hasta entonces no había tenido. Entre otras cosas, me prohibió enseguida una penitencia que yo acostumbraba a hacer por ser desproporcionada a mi edad y condición. Me animó a frecuentar la confesión y comunión, y me enseñó a hacer diariamente una breve meditación o, mejor, un poco de lectura espiritual. Los domingos pasaba con él todo el tiempo que podía. Los días laborables, siempre que me resultaba posible, le ayudaba a la santa misa. Desde aquel período, comencé a gustar lo que es la vida espiritual, pues hasta este momento actuaba más bien materialmente y como una máquina que hace las cosas sin saber por qué.

A mediados de septiembre, inicié el estudio regular de la gramática italiana, que pronto pude terminar, ejercitándome con oportunas redacciones. En Navidad comencé el Donato y, por Pascua, me estrené con traducciones del latín al italiano y viceversa. A lo largo de aquel tiempo no abandoné los acostumbrados divertimientos festivos en el prado o, durante el invierno, en el establo. Cualquier dicho o hecho y hasta cada palabra del maestro servía para entretener a mis oyentes.

Me sentía feliz de estar cumpliendo mis deseos, cuando una nueva tribulación, más aún, un infortunio grave cortó el hilo de mis esperanzas.



3. El estudio y la azada – Una mala noticia y otra buena – Muerte de Don Calosso

Mientras transcurría el invierno y los trabajos del campo no apremiaban, mi hermano Antonio permitía que me dedicara a las tareas escolares. Pero, al llegar la primavera,24 empezó a lamentarse, indicando cómo se veía obligado a consumir su vida en trabajos pesados, mientras yo perdía el tiempo haciendo el señorito. Tras vivas discusiones conmigo y con mi madre, para mantener la paz en casa, concluimos con que, por la mañana, iría temprano a la escuela, para emplear el resto del día en los trabajos materiales. Pero, ¿cómo estudiar las lecciones? ¿Cómo hacer las traducciones?

Atended. La ida y vuelta de la escuela me proporcionaban algún rato para estudiar. Después, al llegar a casa, agarraba con una mano la azada y la gramática con la otra; por el camino, hasta llegar al lugar del trabajo, estudiaba Qui-quae-quod, etc.; allí, echando una mirada nostálgica a la gramática, la colocaba en un rincón y –según las necesidades– me ocupaba en cavar, escardar o recoger hierbas con los demás.

A la hora en que solían merendar, me retiraba aparte; mientras comía el panecillo con una mano, con la otra sostenía el libro y estudiaba. La misma operación hacía al volver a casa. Las horas de comer y cenar, junto con algunos ratos robados al reposo, constituían el único tiempo disponible para mis deberes escritos.

Pese a tanto trabajo y buena voluntad, mi hermano Antonio no estaba contento. Cierto día, delante de mi madre y de mi hermano José, después, afirmó con tono imperativo: «Ya basta. Hay que terminar con la gramática. Yo me hice grande y fuerte, y nunca necesité esos libros».

Dominado por la rabia y el disgusto, en aquel instante, respondí lo que no debía. «Hablas insensatamente, le declaré. ¿No sabes que nuestro burro es más grande que tú y no fue nunca a la escuela? ¿Quieres ser como él?». Ante tales palabras se puso furioso; sólo gracias a mis piernas, que funcionaban muy bien, pude huir y librarme de una lluvia de golpes y pescozones.

Mi madre estaba afligidísima; el capellán, apenado; yo lloraba. Aquel digno ministro de Dios, enterado de los disgustos ocurridos en mi familia, me llamó un día para decirme: «Juan, has puesto en mí tu confianza y no quiero que sea en vano. Deja, pues, a ese hermano cruel, ven conmigo y tendrás un padre cariñoso».

Comuniqué enseguida a mi madre aquella caritativa propuesta; hubo fiesta en la familia. En abril25 comencé a vivir con el capellán; tan sólo tornaba por la noche a casa para dormir.

No os podéis imaginar mi enorme alegría. Don Calosso se convirtió para mí en un ídolo. Le quería más que a un padre, rezaba por él, le servía en todo con gusto. Además, resultaba un enorme placer tomarse molestias por él y –diría– hasta dar la vida por complacerle. Progresaba más en un día con el capellán que durante una semana entera en casa. Aquel hombre de Dios me estimaba tanto que, varias veces, me dijo: «No te preocupes por tu porvenir; mientras viva, nada te faltará; si muero, también proveeré».

Mis asuntos discurrían con una suerte indecible. Me consideraba plenamente feliz y nada más podía desear, cuando un desastre truncó el camino de mis esperanzas.

Una mañana de abril de 1828,26 Don Calosso me envió a mi casa para un recado; apenas había llegado, cuando una persona, corriendo y entre jadeos, me indica que vuelva inmediatamente junto a Don Calosso, quien –presa de un grave mal– preguntaba por mí. No corrí sino que volé junto a mi bienhechor, al que encontré en cama y privado del habla. Sufría un ataque de apoplejía. Me reconoció; quería hablar, pero no pudo articular palabra. Me confió la llave del dinero, indicándome con gestos que no se la entregara a nadie. Tras dos días de agonía, el pobre Don Calosso entregaba su alma al seno de su Creador; con él morían todas mis esperanzas. Siempre he rezado por mi insigne bienhechor y jamás dejaré de hacerlo mientras viva.

Vinieron los herederos de Don Calosso y les entregué la llave con todo lo demás.



4. Don Cafasso – Incertidumbre – División fraterna – Escuela de Castelnuovo d’Asti – La música – El sastre

La divina Providencia me hizo encontrar aquel año un nuevo bienhechor: Don Giuseppe Cafasso,27 de Castelnuovo d’Asti.

Transcurría el segundo domingo de octubre (1827) y los habitantes de Morialdo celebraban la Maternidad de María Santísima, la fiesta principal del pueblo. Unos se ocupaban en las faenas de la casa o de la iglesia, mientras otros eran espectadores o tomaban parte en juegos y pasatiempos diversos.

Sólo a uno vi alejado de todo espectáculo: un clérigo, de pequeña estatura, ojos brillantes, aire afable y rostro angelical. Estaba apoyado contra la puerta de la iglesia. Quedé subyugado por su semblante; aunque yo no contase más que doce años, movido por el deseo de hablarle, me acerqué y le dirigí estas palabras: «Señor cura, ¿quiere ver algún espectáculo de nuestra fiesta? Yo le acompañaré gustoso adonde desee».

Me hizo un amable gesto para que me acercase y empezó a preguntarme acerca de mi edad, los estudios, si había sido admitido a la santa comunión, con qué frecuencia me confesaba, adónde iba al catecismo y cosas semejantes. Quedé encantado ante aquella manera edificante de hablar; respondí con gusto a todas sus preguntas; al final y casi para agradecerle su afabilidad, repetí mi ofrecimiento de acompañarle a ver algún espectáculo o novedad.

«Mi querido amigo, dijo él, los espectáculos de los sacerdotes son las funciones de la iglesia; cuanto más devotas, tanto más agradables resultan nuestros espectáculos. Nuestras novedades son las prácticas religiosas, siempre nuevas y, por tanto, han de frecuentarse con asiduidad. Sólo espero que se abra la iglesia para entrar».

Me animé a proseguir la conversación y añadí: «Es verdad cuanto señala; mas hay tiempo para todo, para ir a la iglesia y para divertirse».

Se echó a reír y concluyó con estas memorables palabras, que vinieron a ser como el programa de acción de toda su vida: «Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor y nada de cuanto existe en el mundo debe preocuparle, sino aquello que puede servir para la gloria de Dios y provecho de las almas».

Maravillado en extremo, quise saber el nombre de aquel clérigo cuyas palabras y su mismo porte manifestaban tan a las claras el Espíritu del Señor. Supe que se trataba del seminarista Giuseppe Cafasso, estudiante del primer año de Teología y de quien ya había oído hablar en diversas ocasiones como de un espejo de virtud.

La muerte de Don Calosso representó para mí un desastre irreparable. Lloraba sin consuelo por el bienhechor difunto. Cuando estaba despierto pensaba en él; dormido, soñaba con él. Hasta tal punto llegó el problema que mi madre, temiendo por mi salud, me envió por algún tiempo con mi abuelo28 a Capriglio.

En aquel tiempo, tuve un segundo sueño,29 donde se me reprendía ásperamente porque había puesto mi esperanza en los hombres y no en la bondad del Padre Celeste.

Mientras tanto, pensaba constantemente sobre cómo avanzar en los estudios. Conocía unos cuantos buenos sacerdotes que desarrollaban el sagrado ministerio; pero con ninguno de ellos podía establecer un trato familiar.

Con frecuencia, tuve ocasión de encontrarme por la calle a mi párroco con el coadjutor.30 Los saludaba de lejos y, al acercarme, les hacía también una reverencia. Pero ellos me devolvían el saludo de un modo grave y cortés, prosiguiendo sin más su camino. Muchas veces, llorando, me decía a mí mismo y también a otros: «Si yo fuese sacerdote, me gustaría actuar de otro modo; querría acercarme a los niños, decirles palabras oportunas, darles buenos consejos. Qué feliz sería si pudiera charlar un rato con mi párroco. Con Don Calosso tuve semejante consuelo; ¿por qué ya no puedo experimentarlo más?».

Mi madre, viéndome todavía afligido por las dificultades que impedían mis estudios y sin esperanza de obtener el consentimiento de Antonio –que ya tenía más de veinte años–, determinó dividir los bienes paternos. El tema se presentaba muy difícil; José y yo éramos menores de edad, por lo que se precisaban numerosas diligencias y soportar considerables gastos. Con todo, se tomó tal decisión. De este modo, la familia se redujo a mi madre y hermano José, que quiso vivir conmigo sin separar la parte que le correspondía. La abuela había muerto algunos años antes.

Ciertamente, con la división, desaparecía un gran peso de encima y adquiría plena libertad para seguir los estudios. Sin embargo, se precisaron varios meses para cumplir con las formalidades de la ley, con lo que no pude ir a las escuelas públicas de Castelnuovo31 hasta poco antes de la Navidad del año 1828, cuando yo tenía trece años.

Los estudios realizados en privado y la entrada en la escuela pública, con un maestro nuevo, me causaron cierto desconcierto, al tener prácticamente que comenzar la gramática italiana para luego pasar a la latina. Por lo demás, durante cierto tiempo, me desplazaba diariamente desde casa a la escuela del pueblo, pero me resultaba casi imposible hacerlo en el crudo invierno. Juntando las dos idas y sus consiguientes vueltas, recorría cerca de veinte kilómetros al día. De modo que me buscaron una pensión, la de un buen hombre –llamado Gioanni Roberto–, sastre de profesión, amante del canto gregoriano y de la música vocal. De ahí que, al contar con una voz adecuada, me dediqué de lleno al arte musical y, transcurridos pocos meses, logré formar parte del coro y ejecutar con éxito los solos. Deseando además ocupar las horas libres en alguna otra cosa, empecé a trabajar de sastre. En poquísimo tiempo aprendí a coser botones, hacer ojales, costuras simples y dobles; cortar calzoncillos, camisas, pantalones, chalecos; tanto que me veía ya como todo un jefe de sastrería.

El amo, al observar lo rápido que progresaba en el oficio, me hizo propuestas muy ventajosas para que me quedase a trabajar definitivamente con él. Pero mis planes eran diferentes; deseaba avanzar en los estudios. Así que, mientras me ocupaba en numerosas actividades para no permanecer ocioso, realizaba todos los esfuerzos posibles para alcanzar el fin principal.

Aquel año tropecé con algún peligro proveniente de diversos compañeros. Querían llevarme a jugar durante las horas de clase y, como adujera la excusa de que no tenía dinero, me sugirieron la forma de conseguirlo robando, bien a mi amo bien a mi madre. Cierto compañero, para animarme a hacerlo, decía: «Amigo, es hora de despertar; hay que aprender a vivir en el mundo. Quien tiene los ojos vendados nunca sabe por dónde camina. ¡Ea!, apáñate para obtener dinero y también tú gozarás de los placeres como tus compañeros».

Recuerdo que di esta respuesta: «No puedo comprender lo que queréis decir; deduzco que con vuestras palabras me aconsejáis el juego y el robo. ¿Acaso tú no dices todos los días en las oraciones: Séptimo, no robar? Además, quien roba es un ladrón y los ladrones acaban mal. Por otra parte, mi madre me quiere mucho y si le pido dinero para cosas lícitas me lo da; nunca he realizado nada sin su permiso; no quiere empezar ahora a desobedecerla. Si tus compañeros hacen eso, son malos; y unos granujas y malvados si, no haciéndolo, lo aconsejan a los demás».

Estas palabras corrieron de boca en boca; nadie más se atrevió a formularme propuestas tan indignas. Más aún, mi respuesta llegó a oídos del profesor y, desde entonces, me apreció más. Lo supieron también muchos familiares de jovencitos acomodados y, por eso, aconsejaban a sus hijos que viniesen conmigo. De esta forma, pude fácilmente elegir un grupo de amigos que me apreciaban y obedecían como los de Morialdo.

Las circunstancias iban tomando muy buen cariz, cuando un nuevo incidente vino a trastocarlos. Mi profesor, el sacerdote Don Virano, fue nombrado párroco de Mondonio, en la diócesis de Asti.32 En el mes de abril de aquel 1830, nuestro amado maestro tomaba posesión de su parroquia, sustituyéndole otro que, por su incapacidad para mantener la disciplina, casi echó a perder cuanto había aprendido en los meses anteriores.



5. Escuelas de Chieri – Bondad de los profesores – Las primeras cuatro clases de gramática


Al final y tras perder no poco tiempo, se decidió que fuera a Chieri33 para dedicarme seriamente al estudio. Era el año 1830.34 Quien ha crecido entre bosques, sin ver más que algún pueblecito de provincias, se impresiona sobremanera ante cualquier novedad, por pequeña que fuere. Estaba de huésped en casa de Lucía Matta,35 viuda y con un solo hijo. Ésta residía en la ciudad de Chieri, para atenderle y vigilarle.

La primera persona a quien conocí fue el sacerdote Don Eustachio Valimberti, de grata y venerada memoria.36 Me proporcionó muchos y buenos consejos para mantenerme alejado de los peligros; invitándome a ayudarle a misa, encontraba ocasión para hacerme diversas y útiles sugerencias. Él mismo me presentó al prefecto de las escuelas37 e hizo que conociera a los demás profesores. Como los estudios hechos hasta entonces incluían de todo un poco y equivalían a casi nada, me aconsejaron entrar en la clase sexta38, que hoy correspondería a la preparatoria del primer curso de enseñanza secundaria.

El maestro de entonces, el teólogo Pugnetti,39 también de grato recuerdo, tuvo mucha benevolencia conmigo. Me ayudaba en clase, me invitaba a su casa y, compadecido ante mi edad y buena voluntad, no ahorraba nada de cuanto pudiera serme útil.

La edad y mi corpulencia, no obstante, me hacían parecer una alta columna entre los pequeños colegas. Ansioso de salir de aquella situación, tras dos meses en la clase sexta y habiendo conseguido el primer puesto, fui admitido al examen y promovido a la quinta. Entré de buena gana en la nueva clase, pues los condiscípulos eran algo mayores y, además, tenía como profesor al querido Don Valimberti. Transcurridos otros dos meses y habiendo conseguido varias veces ser el primero de la clase, me consintieron presentarme a un nuevo examen por vía de excepción; pasé así a la cuarta clase, correspondiente al segundo curso de enseñanza secundaria.

El profesor del curso era Giuseppe Cima, hombre severo con la disciplina. Al ver comparecer en su aula –a mitad de curso– a un alumno alto y corpulento como él, bromeando, exclamó delante de todos: «Éste o es un gran topo o un gran talento. ¿Qué me decís?». Completamente desconcertado ante aquellas ásperas formas, respondí: «Algo de las dos cosas; un pobre joven con buena voluntad para cumplir su deber y progresar en los estudios».

Estas palabras le agradaron y respondió con insólita afabilidad:

«Si tiene buena voluntad, está en buenas manos; no le dejaré ocioso. Anímese y, si encuentra dificultades, dígamelo enseguida y se las allanaré».

Se lo agradecí de todo el corazón.

Llevaba dos meses en aquella clase, cuando un pequeño incidente dio que hablar sobre mí. Cierto día, el profesor explicaba la vida de Agesilao escrita por Cornelio Nepote. Yo no tenía el libro y, para ocultar mi olvido al maestro, abrí en su lugar el Donato. Los compañeros se dieron cuenta. Echó a reír uno, siguió otro..., hasta que cundió el desorden en la clase.

«¿Qué sucede? —dijo el preceptor. ¿Qué sucede? Díganmelo inmediatamente». Como todas las miradas se dirigieron hacia mí, me mandó hacer la construcción gramatical y repetir su explicación. Una vez de pie y todavía con el Donato en la mano, repetí de memoria el texto, la construcción y la explicación. Los compañeros, casi instintivamente, aplaudieron entre gritos de admiración. Imposible explicar el furor del profesor; aquélla era la primera vez que –según él– no conseguía mantener la disciplina. Me propinó un pescozón –que esquivé agachando la cabeza– y, con la mano sobre mi Donato, pidió explicaciones acerca de aquel desorden a quienes ocupaban los pupitres próximos al mío. Le dijeron: «Bosco, con el Donato delante, ha leído y explicado como si tuviese entre las manos el libro de Cornelio».

El profesor reparó en el Donato, me hizo leer otros dos períodos más, para concluir: «Le perdono el olvido por su feliz memoria. Es afortunado; pero procure servirse bien de ella».

Al terminar ese año escolar (1830-1831)40 con buenas calificaciones, pasé al tercer curso de gramática, esto es, al actual tercero de segunda enseñanza.



6. Los compañeros – «Sociedad de la alegría» – Deberes cristianos


En las cuatro primeras clases tuve que aprender por mí mismo a tratar con los compañeros. Había establecido tres categorías: buenos, indiferentes y malos. A estos últimos, apenas conocidos, debía evitarlos del todo y siempre; con los indiferentes, entretenerme por cortesía o necesidad; con los buenos, cuando encontrase algunos que fueran verdaderamente tales, contraer familiaridad. Puesto que en la ciudad no conocía a ninguno, me impuse la regla de no familiarizar con nadie. Sin embargo, tuve que oponerme a cuantos no conocía bien. Unos querían llevarme al teatro; otros, a jugar una partida; algunos, a nadar;41 hubo, incluso, invitaciones a robar fruta de los huertos o en el campo.

Determinado individuo fue tan descarado que me aconsejó robar a mi patrona un objeto de valor para comprarnos golosinas. Poco a poco, me libré de aquella caterva de desgraciados, huyendo totalmente de su compañía tan pronto como los iba descubriendo. De ordinario, respondía a todos que mi madre me había confiado a la patrona de casa y –por el gran cariño que guardaba a mi madre–, no quería ir a ninguna parte ni hacer cosa alguna sin el consentimiento de la buena Lucía.

La fiel obediencia a la buena Lucía me resultó útil también económicamente, pues por tal motivo me confió con mucho gusto a su único hijo (1),42 de carácter vivaracho, muy amigo de jugar y poco de estudiar. Me encargó también que le repasara las lecciones, pese a ser de un curso superior.

Me ocupé de él como de un hermano. Por las buenas, con pequeños regalillos, con entretenimientos caseros y, además, llevándole a las funciones religiosas, le hice bastante dócil, obediente y aplicado; tanto que, al cabo de seis meses, ya se mostraba tan bueno y diligente como para complacer al profesor y obtener puestos de honor en su clase. La madre quedó muy satisfecha y, como premio, me condonó en su totalidad la pensión mensual.

Por otro lado, como los compañeros que querían arrastrarme al desorden eran los más descuidados en los deberes, también ellos empezaron a dirigirse a mí para que hiciese el favor de prestarles o dictarles los temas escolares. La cuestión desagradó al profesor –porque esa falsa benevolencia fomentaba su pereza– y me lo prohibió severamente. Acudí entonces a un medio menos peligroso, esto es, a explicarles las dificultades y ayudar a los más atrasados. De esta forma, complacía a todos y me conquistaba la simpatía y el cariño de los condiscípulos. Empezaron a venir para jugar, después para escuchar historietas y hacer los deberes escolares y, finalmente, acudían sin un motivo especial, como ya me sucedió con los de Morialdo y Castelnuovo. Para poner un nombre a aquellas reuniones, solíamos denominarlas encuentros de la «Sociedad de la Alegría». Apelación perfectamente adecuada, ya que era obligación estricta de cada uno buscar los libros y suscitar las conversaciones y entretenimientos que pudiesen contribuir a estar alegres; por el contrario, estaba prohibido todo cuanto ocasionara tristeza, especialmente las cosas contrarias a la ley del Señor. Por tanto, se expulsaba de la sociedad, inmediatamente, a quien blasfemara, pronunciase el nombre de Dios en vano o tuviera malas conversaciones. Me encontraba, de este modo, a la cabeza de una multitud de compañeros que sentaron de común acuerdo las siguientes bases:

1º Todo miembro de la «Sociedad de la Alegría» debe evitar cualquier conversación y acción que desdiga de un buen cristiano.

2º Exactitud en el cumplimiento de los deberes escolares y religiosos.

Empresas como las reseñadas contribuyeron a granjearme el aprecio y, en 1832, mis compañeros me tenían por capitán de un pequeño ejército. De todas partes me reclamaban para organizar diversiones, asistir a alumnos en sus propias casas e, igualmente, para impartir clases o hacer repasos a domicilio. Así, la divina Providencia me facilitaba la adquisición de cuanto necesitaba para ropa, objetos escolares y demás menesteres, sin ocasionar ninguna molestia a mi familia.



7. Buenos compañeros y prácticas de piedad


Entre quienes componían la «Sociedad de la Alegría» encontré algunos verdaderamente ejemplares. Entre ellos, merecen ser nombrados Guglielmo Garigliano43 de Poirino, y Paolo Braia,44 de Chieri. Ambos participaban con gusto en los juegos, siempre que primero se hiciesen los deberes escolares. A los dos agradaban el retiro y la piedad y constantemente me daban buenos consejos. Las jornadas festivas, tras la congregación45 en el colegio, nos acercábamos a la iglesia de San Antonio, en donde los Jesuitas desarrollaban una estupenda catequesis, narrando numerosos ejemplos que todavía recuerdo.

Durante la semana, la «Sociedad de la Alegría» se reunía en casa de uno de sus socios para hablar de temas religiosos. A dicha reunión asistía libremente el que quería; Garigliano y Braia eran los más puntuales. Además de pasar un rato ameno, nos recreábamos con charlas de carácter piadoso, buenas lecturas, oraciones; ofrecíamos útiles consejos y señalábamos los defectos personales observados u oído comentar. Sin entonces saberlo, practicábamos este sublime consejo: «Dichoso quien tiene un monitor». Y aquel de Pitágoras: «Si no disponéis de un amigo que os corrija los defectos, pagad a un enemigo para que os preste este servicio».

Junto a los entretenidos y amistosos encuentros, íbamos a escuchar pláticas religiosas y, frecuentemente, a confesarnos y recibir la comunión. Llegados a este punto será oportuno recordaros que, en aquel tiempo, la religión formaba parte esencial de la educación.46 Si un profesor, aun en broma, pronunciaba alguna palabra irreverente o indecorosa, inmediatamente, se le retiraba del cargo. Por lo demás, si de este modo se procedía con los profesores, ¡imaginad la severidad que se empleaba con los alumnos indisciplinados o escandalosos! Todos los días de la semana, por la mañana, se oía la santa misa; al empezar las clases, se rezaba devotamente l’Actiones con el Avemaría; al terminar, el Agimus con el Avemaría.

En las fiestas, los alumnos se reunían en la iglesia principal de la asociación. Mientras los jóvenes entraban, se hacía lectura espiritual, seguida del oficio de la Virgen; a continuación, la santa misa y, posteriormente, la explicación del evangelio. Por la tarde, catecismo, vísperas e instrucción. Todos debían recibir los santos sacramentos y, para impedir la negligencia en deberes tan importantes, una vez al mes, se exigía presentar la cédula de confesión. Quien no hubiese cumplido con este deber no podía examinarse al final del curso, aunque fuera de los más aventajados en los estudios.47 Semejante severa disciplina producía maravillosos efectos. Discurrían años enteros sin que se oyera una blasfemia o mala conversación. Los alumnos eran dóciles y respetuosos tanto en la escuela como en sus propias casas. Al finalizar el año académico, frecuentemente y aun en clases muy numerosas, todos pasaban al curso superior. En tercero (humanidades y retórica), la totalidad de mis compañeros aprobó el curso.

La aventura más afortunada para mí fue la elección de un confesor fijo en la persona del teólogo Maloria,48 canónigo de la colegiata de Chieri. Siempre que acudí a él me recibió con gran bondad. Es más, me invitaba a confesar y recibir la comunión con la mayor frecuencia posible. Entonces, raramente se animaba a la frecuencia de sacramentos. No recuerdo que ninguno de mis maestros me lo aconsejase. A quien se confesaba y comulgaba más de una vez al mes se le tenía por uno de los más virtuosos; por lo demás, muchos confesores no lo permitían. Yo, en cambio, debo a mi confesor el no haber sido arrastrado por mis compañeros a ciertos desórdenes que los jovencitos inexpertos tienen que lamentar, por desgracia, en los grandes colegios.

Durante estos dos años no olvidé nunca a mis amigos de Morialdo. Mantuve siempre relación con ellos y, de cuando en cuando, los visitaba los jueves. En las vacaciones de otoño, apenas se enteraban de la llegada, venían a mi encuentro desde lejos y organizaban una fiesta especial. También entre ellos se introdujo la «Sociedad de la Alegría», inscribiéndose cuantos se habían distinguido por su buena conducta durante el año; por el contrario, se borraba de la lista de socios a quienes se hubieran portado mal, sobre todo, si habían blasfemado o sostenido malas conversaciones.



8. Humanidades y Retórica – Luigi Comollo


Terminados los primeros cursos gimnasiales, nos visitó el Magistrado de la Reforma49, el abogado y profesor Don Giuseppe Gazzani,50 un hombre de indudables méritos. Fue muy benévolo conmigo y le quedé sumamente agradecido, conservando tan buen recuerdo de su persona que, en adelante, mantuvimos una amistosa y estrecha relación. Aquel digno sacerdote vive todavía en Moltedo Superiore –cerca de Oneglia,51 lugar de su nacimiento– y, entre sus muchas obras de caridad, fundó una beca en nuestro colegio de Alassio para quien deseara seguir la carrera eclesiástica.

Los exámenes fueron muy rigurosos; sin embargo, mis cuarenta y cinco condiscípulos pasaron todos a la clase superior, la correspondiente a nuestro cuarto gimnasial. En mi caso, a punto estuve de ser suspendido por dejar copiar el tema a otros. Si aprobé, se lo debo a la protección de mi venerado profesor, P. Giusiana,52 dominico, pues logró que pudiese desarrollar un nuevo tema; me salió bien y obtuve la máxima calificación.

Existía por aquella época la buena costumbre de que el municipio condonase, como premio anual –a un alumno por lo menos–, el pago de los 12 francos que importaba la matrícula. Para conseguir dicho favor, era necesario obtener el sobresaliente en los exámenes y en la conducta moral. A mí me favoreció siempre la suerte y, en todos los cursos, estuve libre de dicho pago.

Aquel año perdí a uno de los compañeros más queridos; al joven Paolo Braje, mi apreciado e íntimo amigo. Verdadero modelo de piedad, de paciencia y de fe viva, tras una larga enfermedad, moría el [10 de julio] del año [1832], yendo así a juntarse con San Luis, de quien se mantuvo fiel devoto toda su vida. Constituyó una pena para el colegio; a su entierro asistieron todos los compañeros. No pocos, durante largo tiempo, se acercaban los días de vacación a comulgar, rezar el oficio de la Virgen o la tercera parte del rosario por el eterno descanso del alma del amigo fallecido. Dios se dignó compensar esta pérdida con otro compañero de la misma virtud, pero aún más reconocido por sus obras, Luigi Comollo, del cual hablaré enseguida.

Terminé, pues, el año de humanidades con notable éxito, de manera que mis profesores –el doctor Pietro Banaudi,53en particular– me aconsejaron solicitar un examen para pasar a filosofía. Lo aprobé de hecho, pero –como me gustaba el estudio de las letras– pensé proseguir con regularidad las clases y cursar retórica, es decir, el quinto año gimnasial durante el curso 1833-1834.54 Aquel año comenzaron, precisamente, mis relaciones con Comollo. La vida de este incomparable compañero ya fue escrita en otro lugar; cuantos quieran la pueden leer allí;55 anotaré aquí un hecho que propició la ocasión para conocerlo en el grupo de estudiantes de humanidades.

Se comentaba entre los alumnos de retórica que aquel año vendría un alumno santo; se indicaba también que era sobrino del cura de Cinzano, anciano sacerdote, muy apreciado por su santa vida. Deseaba conocerlo, pero no sabía su nombre. Una circunstancia me ofreció la oportunidad de ponerme en contacto con él. Ya entonces estaba de moda, a la hora de entrar en clase, el peligroso juego de la potranca. Los más disipados y menos amigos del estudio eran los más aficionados y, de ordinario, los más célebres jugadores.

Hacía días que observábamos a un discreto jovencito, de unos quince años; al llegar al colegio, escogía un sitio y –sin preocuparse por el alboroto de los demás– se ponía a leer o estudiar. Cierto compañero insolente se le acercó, agarrándolo por un brazo para que también él fuera a jugar a la potranca.

No sé, respondió con actitud humilde y mortificada. No sé, no he jugado nunca a estos juegos.

Quiero que vengas, sin más; de lo contrario, te llevaré a fuerza de patadas y bofetones.

Puedes pegarme cuanto quieras; pero no sé, ni puedo, ni quiero...

El mal educado e innoble condiscípulo lo agarró por el brazo, lo zarandeó y le dio un par de bofetadas que resonaron en toda la escuela. Ante semejante espectáculo, sentí hervirme la sangre en las venas. Esperaba que el ofendido tomase la debida venganza; tanto más por tratarse de alguien mucho mayor que el otro en envergadura y edad. Cuál no sería mi sorpresa, cuando el noble jovencito, con cara enrojecida y casi lívido, se dirigió con una mirada compasiva a su vil compañero para decirle tan sólo: «Si con esto te das por satisfecho, vete en paz; ya te he perdonado».

Esta admirable acción despertó en mí el deseo de conocer su nombre; se trataba precisamente de Luigi Comollo –nieto del cura de Cinzano–56 y de quien habíamos oído tantos elogios. A partir de entonces, le tuve siempre como amigo íntimo; añado más, de él aprendí a vivir como cristiano. Pusimos mutuamente nuestra confianza el uno en el otro; sintiendo cada cual la necesidad del amigo. En mi caso, precisaba ayuda espiritual; él, ayuda corporal. Comollo, dada su gran timidez, ni tan siquiera osaba defenderse de los insultos de los insidiosos; mientras que yo infundía respeto en todos los compañeros –incluidos los de mayor edad y estatura– por mi coraje y fuerza vigorosa. Patente había quedado este aspecto cuando ciertos individuos quisieron burlarse y pegar al mismo Comollo y a otro muchacho –modelo de bondad– llamado Antonio Candelo. Quise yo intervenir en favor de ambos, pero no se me hacía caso.

Hasta que un día, viendo a aquellos inocentes maltratados, dije a voz en grito: «¡Ay de quienes se atrevan a seguir burlándose de éstos!». Un buen número de los más altos y descarados se juntaron en actitud defensiva y amenazante, mientras lanzaban dos bofetadas a la cara de Comollo. En ese instante, me olvidé de mí mismo, echando mano no de la razón, sino de la fuerza bruta; agarré por los hombros a un condiscípulo y, al no encontrar ni sillas ni un bastón, lo utilicé como garrote para golpear a los adversarios. Cayeron cuatro al suelo y los otros huyeron gritando y pidiendo socorro. Y... En ese preciso instante llegó el profesor; al contemplar brazos y piernas por el aire en medio de un general alboroto, se puso a gritar dando palmadas a derecha e izquierda. La tormenta se aprestaba a descargar sobre mí; pero, tras requerir que le contasen la causa del revuelo, solicitó la repetición de la escena o, mejor dicho, la prueba de aquella fuerza mía. Rio el profesor, rieron –impresionados– todos los alumnos y no se prestó atención al castigo, sin duda merecido.

Comollo me ofrecía lecciones bien diferentes. «Amigo mío –me comentó, apenas pudimos hablar a solas–, me espanta tu fuerza; pero, créeme, Dios no te la ha dado para destrozar a tus compañeros. Quiere que nos amemos, nos perdonemos y hagamos el bien a los que nos hacen mal».

Admiré la benevolencia del compañero y, poniéndome completamente en sus manos, me dejaba guiar como y adonde él quería. De acuerdo con el amigo Garigliano, íbamos juntos a confesarnos y comulgar, practicábamos la meditación y lectura espiritual, hacíamos la visita al Santísimo Sacramento y ayudábamos a misa. Aconsejaba con tanta bondad, dulzura y cortesía, que era imposible rechazar sus invitaciones.

Recuerdo que cierto día, charlando con un compañero, pasé delante de una iglesia sin descubrirme. Exclamó enseguida, con gracia: «Juan, prestas tanta atención a conversar con los hombres que hasta te olvidas de la casa del Señor».

9. Cafetero y licorista – Día onomástico – Una desgracia


Terminada así la alusión a la vida escolar, contaré algunos sucesos que pueden servir como amena diversión.

El año de humanidades cambié de pensión para estar más cerca de mi profesor, Don Banaudi, y condescender con un amigo de familia, llamado Gioanni Pianta,57 quien trataba de abrir aquel año un café en la ciudad de Chieri. Esa pensión, sin duda, resultaba bastante peligrosa; pero pude seguir adelante sin daños morales, al encontrarme entre buenos cristianos y proseguir las relaciones con compañeros ejemplares. No obstante, como los deberes escolares me dejaban mucho tiempo libre, solía dedicar una parte del mismo a leer los clásicos italianos y latinos; la otra, a fabricar licores y confituras. Al cabo de medio año, era capaz de preparar café y chocolate; conocía las reglas y proporciones para hacer toda suerte de dulces y licores, helados y refrescos. Mi amo comenzó albergándome gratuitamente y, al comprobar lo útil que podía resultarle para el negocio, me hizo propuestas más ventajosas, con la condición de suprimir el resto de ocupaciones y dedicarme exclusivamente a aquel oficio. Sin embargo, realizaba tales trabajos sólo por diversión o distracción; mi intención seguía fijada en continuar los estudios.

El profesor Banaudi representaba un verdadero modelo de maestro. Consiguió hacerse temer y amar por sus alumnos sin imponer jamás un castigo. Amaba a todos como hijos y los estudiantes le querían cual padre entrañable. Para manifestarle nuestro afecto, determinamos hacerle un regalo el día de su onomástico. Con tal fin, acordamos preparar unas poéticas composiciones –pero en prosa– y entregarle algunos obsequios que le agradaran.

La fiesta resultó espléndida e indecible la alegría del maestro; como prueba de su satisfacción, nos llevó a comer al campo. Resultó un día amenísimo. Profesor y alumnos poseían un solo corazón y, al unísono, buscaban la forma de manifestar su íntima alegría. Antes de volver a la ciudad de Chieri, Don Banaudi se encontró con un forastero al que tuvo que acompañar, dejándonos solos durante un breve trecho de camino. Fue cuando se nos acercaron algunos colegas de clases superiores, invitándonos a darnos un baño en un lugar llamado La Fontana Rossa, a unos dos kilómetros de Chieri. Diversos compañeros y yo mismo nos opusimos, pero inútilmente. Un buen grupo tornó conmigo a casa, otros quisieron ir a nadar. ¡Desgraciada determinación! A las pocas horas de nuestro regreso a casa, vino corriendo un compañero y después otro, asustados y jadeantes, para decirnos:

¡Oh si supierais, si supierais...! Filippo N.,58 el que tanto insistió en irnos a nadar, ha muerto.

¿Qué? –preguntaban todos al primero; ¡pero si era un gran nadador!

¿Cómo os lo podría explicar? –continuó el otro; para animar a lanzarnos al agua y seguro de su destreza, se tiró inmediatamente el primero, sin conocer ni contar con los remolinos de la peligrosa Fontana Rossa. Esperábamos que saliera a la superficie, pero nos equivocamos. Nos pusimos a gritar, vino gente, se emplearon muchos medios y, después de hora y media –no sin que alguno corriese un serio riesgo– lograron recuperar el cadáver.

La desgracia causó en todos una profunda tristeza; ni ese ni el siguiente año (1834)59 se comentó que alguien expresara el deseo de ir a nadar. Hace algún tiempo me encontré con alguno de aquellos antiguos amigos y recordamos con verdadero dolor la desgracia sufrida por el infeliz compañero en el remolino de la Fontana Rossa.



10. El hebreo Jonás


Durante el año de humanidades y estando en el café del amigo Gioanni Pianta, entablé amistad con un joven hebreo llamado Jonás.60 Tenía unos dieciocho años; era apuesto y cantaba con una especial y hermosa voz; jugaba al billar con verdadera maestría; puesto que ya nos habíamos encontrado en la tienda del librero Elías, preguntaba por mí apenas llegaba al café. Le tenía gran cariño; él, a su vez, expresaba hacia mí una extraordinaria amistad. Rato libre de que disponía, se acercaba a pasarlo en mi estancia; nos entreteníamos cantando, tocando el piano, leyendo y escuchando con gusto mil historias. En una ocasión tomó parte en cierta reyerta que podía acarrearle consecuencias lamentables, por lo que corrió a aconsejarse conmigo. «Si tú, querido Jonás, fueses cristiano –le dije–, en seguida te acompañaría a confesarte, pero esto no te es posible».

También nosotros podemos ir a confesarnos, si queremos.

Van a confesión, pero el confesor de ustedes no está obligado al secreto, pues no tiene el poder de perdonarles los pecados ni de administrar ningún sacramento.

Si me quieres orientar, iré a confesarme con un sacerdote.

Puedo acompañarte, pero se requiere una larga preparación.

¿Cuál?

Has de saber que la confesión perdona los pecados después del bautismo; por lo tanto, si pretendes recibir cualquier sacramento, antes de nada se requiere el bautismo.

¿Qué tendría que hacer para recibir el bautismo?

Instruirte en la religión cristiana, creer en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Hecho esto, estarías en disposición de recibir el bautismo.

¿Qué ventajas me traerá el bautismo?

El bautismo te borra el pecado original y también los pecados actuales, te abre la puerta para recibir todos los demás sacramentos, en una palabra, te transforma en hijo de Dios y heredero del paraíso.

¿Los hebreos no podemos salvarnos?

No, querido Jonás, tras la venida de Jesucristo, los hebreos no pueden ya salvarse sin creer en Él.61

Si mi madre se enterase de que quiero hacerme cristiano, ¡ay de mí!

No temas, Dios es dueño de los corazones y, si te llama para hacerte cristiano, lo hará de tal modo que tu madre se conforme, o proveerá para el bien de tu alma de cualquier otra forma.

Ya que tanto me aprecias, si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?

Comenzaría a instruirme en la religión cristiana; mientras tanto, Dios abrirá caminos para cuanto deba suceder después. A tal fin, toma el catecismo breve y comienza a estudiarlo; ruega a Dios que te ilumine y te permita conocer la verdad.

A partir de aquel día empezó a interesarse por la fe cristiana. Venía al café y, tras una partida de billar, me buscaba para conversar sobre religión y catecismo. En pocos meses aprendió la señal de la santa cruz, el Padrenuestro, Avemaría, Credo y las verdades principales de la fe. Estaba contentísimo de ello y cada jornada que transcurría mejoraba en sus conversaciones y en su conducta.

Había perdido a su padre cuando era niño; la madre –llamada Raquel– tuvo alguna vaga noticia, pero aún no sabía nada de cierto. Descubrió los hechos de la siguiente manera: un día, haciéndole la cama, encontró el catecismo que su hijo, en un descuido, olvidó debajo del colchón. Se puso a gritar por toda la casa, llevó el catecismo al rabino y, sospechando cuanto realmente sucedía, corrió presurosa el encuentro del estudiante Bosco, de quien había oído hablar muchas veces a su propio hijo. Imagínense la estampa de la fealdad misma y tendrán una idea de la madre de Jonás: tuerta, sorda, nariz abultada, casi sin dientes, labios muy gruesos, boca torcida, de barbilla larga y puntiaguda y una voz que parecía el relinchido de un potro. Los hebreos la solían llamar la Maga Lili; denominación empleada por ellos para referirse a lo más feo de su nación. Su presencia me espantó y, antes de rehacerme, empezó a hablar en estos términos: «Juro, por mi fe, que usted se equivoca; usted, sí, usted ha echado a perder a mi hijo Jonás; lo ha deshonrado ante todos; no sé qué va a ser de él. Temo que se haga cristiano y usted será el culpable».

Comprendí entonces quién era y a quién se refería; con toda calma respondí que debía estar contenta y dar gracias a quien hacía el bien a su hijo.

¿Qué tipo de bien es éste? ¿Es un bien hacerle a uno renegar de su propia religión?

Cálmese, buena señora –dije– y escúcheme. No he buscado a su hijo Jonás; nos encontramos casualmente en la tienda del librero Elías. Nos hicimos amigos sin saber cómo. Él me aprecia y yo le estimo también mucho; como amigo suyo de verdad, deseo que salve su alma y pueda conocer aquella religión fuera de la cual nadie puede salvarse. Tenga en cuenta que yo le he dado un libro a su hijo, sugiriéndole únicamente que se instruyera en la religión y que, de hacerse cristiano, no abandona la religión hebrea, sino que la perfecciona.

Si, por desgracia, se hiciera cristiano, tendría que abandonar a nuestros profetas, pues los cristianos no creen en Abraham, Isaac y Jacob, ni en Moisés ni en los profetas.

Al contrario, nosotros creemos en todos los santos patriarcas y en todos los profetas de la Biblia. Sus escritos, sus palabras, sus profecías constituyen el fundamento de la fe cristiana.

Si estuviera aquí nuestro rabino, él sabría qué responder. Yo no conozco ni la Mishnà ni el Ghemarà62 (las dos partes del Talmud). Pero, ¿qué será de mi pobre Jonás?

Dicho lo cual, se marchó. Sería muy largo relatar aquí los numerosos ataques que me dirigieron la madre, el rabino y los parientes de Jonás. No escatimaron amenazas ni violencia contra el valiente jovencito. Él soportó todo y prosiguió instruyéndose en la fe. Al peligrar en familia su propia vida, se vio obligado a abandonar su casa y vivir casi de limosna. No obstante, muchos le ayudaron. Para que todo discurriera con la debida prudencia, le recomendé a un sabio sacerdote, quien cuidó paternalmente de mi amigo. Instruido en la religión con un digno nivel y al mostrar gran impaciencia por hacerse cristiano, celebramos una gran fiesta que sirvió de ejemplo para todos los habitantes de Chieri y estímulo para otros hebreos, varios de los cuales abrazaron más tarde el cristianismo.

Los esposos Carlo y Ottavia Bertinetti fueron los padrinos;63 ellos proporcionaron al neófito cuanto necesitaba, de forma que –ya cristiano– pudo ganarse honestamente el pan con su trabajo. Se le puso por nombre Luis.



11. Juegos – Prestidigitación – Magia – Disculpas


Junto a los estudios y múltiples aficiones –como el canto, los instrumentos musicales, la declamación o el teatro–, a las que me entregaba con toda el alma, aprendí otros varios juegos. Cartas, naipes, bolas, chapas, zancos, saltos y carreras eran diversiones que me agradaban mucho y en las que, si no una celebridad, tampoco era ningún mediocre. Gran parte de estos juegos los había aprendido en Morialdo, otros en Chieri; y, si en los prados de Morialdo resultaba un pequeño aprendiz, ahora ya me había convertido en un competente maestro. Todo lo cual maravillaba sobremanera, pues en aquella época no se conocían demasiado tales juegos, antes parecían cosas de otro mundo. Pero ¿qué decir de la prestidigitación?

A menudo ofrecía espectáculos en público y en privado. Siendo de buena memoria, me conocía al dedillo muchas páginas de los clásicos, especialmente de los poetas. Estaba tan familiarizado con Dante, Petrarca, Tasso, Parini, Monti y otros, como para servirme de ellos a mi gusto, cual si se tratase de palabras mías. Por eso me resultaba muy fácil improvisar sobre cualquier asunto. En aquellas diversiones y espectáculos, una veces cantaba, otras tocaba o componía versos, tenidos por obras de arte, aunque en realidad no eran sino párrafos de otros autores adaptados a los argumentos en cuestión. Por dicho motivo, no he ofrecido nunca mis composiciones a nadie y, alguna que llegó a escribirse, procuré echarla al fuego.64

Con los juegos de manos crecía el estupor. Ver cómo salían de una pequeña caja mil bolas, todas más grandes que la misma caja; sacar de una bolsita mil huevos, eran acciones que dejaban a todos boquiabiertos. Cuando, a continuación, me veían recoger globos de la punta de la nariz de los presentes, adivinar el dinero de los bolsillos ajenos o, con un simple contacto de los dedos, se convertían en polvo las monedas de cualquier metal o, en fin, lograba que apareciera todo el auditorio con un aspecto horrible y hasta sin las cabezas, entonces, algunos llegaron a pensar si no sería yo un mago, pues era imposible realizar tales cosas sin la intervención del demonio.

Tommaso Cumino65, el amo de la casa donde me hospedaba contribuyó a acrecentar una fama de este estilo. Se trataba de un fervoroso cristiano, un tanto guasón; yo sabía aprovecharme de su carácter –y de su ingenuidad, he de añadir– para hacérselas de todos los colores. En cierta ocasión, preparó con sumo cuidado un pollo con gelatina para obsequiar a los huéspedes el día de su onomástico. Colocó la fuente sobre la mesa y, al destaparla, saltó fuera un gallo aleteando y cacareando de mil maneras. En otra circunstancia, preparó una cazuela de macarrones; una vez cocidos durante bastante tiempo, al ir a servirlos en el plato se encontró con un salvado sequísimo. Frecuentemente, llenaba la botella de vino y, al echarlo en el vaso, salía un agua cristalina. Al querer después beber el agua, hallaba, en cambio, el vaso lleno de vino. Por lo demás, transformar las confituras en rebanadas de pan, el dinero de la bolsa en inútiles y roñosos pedacitos de hojalata, el sombrero en cofia o las nueces y avellanas en piedras pequeñas, eran hechos bastante frecuentes.

El buen Tommaso no sabía qué decir. Los hombres –pensaba para sí– no pueden hacer tales cosas; Dios no pierde el tiempo en cuestiones tan inútiles; por tanto, es el demonio quien realiza todo esto. Dado que no se atrevía a comentar el asunto con los de casa, se aconsejó con un sacerdote vecino, Don Bertinetti. También él sospechaba que en aquellas obras y diversiones se escondía la magia blanca66 y decidió referir el caso al delegado de las escuelas, entonces un respetable eclesiástico, el canónigo Burzio, arcipreste y párroco de la catedral.

Persona muy instruida, piadosa y prudente; sin contar nada a nadie, el canónigo me convocó ad audiendum verbum. Llegué a su casa cuando se encontraba rezando el breviario; me observó sonriente, haciéndome señas de que aguardara un poco. Por fin, me indicó que le acompañara a un saloncito; una vez allí, empezó a interrogarme con palabras corteses, pero aspecto severo: «Querido amigo, estoy muy satisfecho con tu aplicación en el estudio y de la conducta que has observado hasta el momento; ahora bien, se dicen tantas cosas de ti... Me cuentan que conoces los pensamientos ajenos, adivinas el dinero que tienen en sus bolsillos; que haces ver blanco lo que es negro, descubres las cosas desde lejos y hechos por el estilo. Todo ello induce a cuchichear mucho sobre ti y alguno ha sospechado que maniobras con la magia y, por tanto, en esos manejos interviene el espíritu de Satanás. Dime, pues, ¿quién te enseñó esta ciencia?, ¿dónde la aprendiste? Cuéntamelo con toda confianza; te doy mi palabra, no me serviré de la información sino para tu bien».

Sin alterarme, le pedí cinco minutos para responder, solicitándole que me dijera la hora exacta. Metió su mano en el bolsillo y no encontró el reloj. Si no tiene reloj, añadí, deme una moneda de cinco céntimos. Palpó todos los bolsillos, pero no encontró su monedero.

«Bribón –arrancó a decirme muy enfadado–, o tú sirves al demonio o el demonio te sirve a ti. Has hecho desaparecer la cartera y el reloj. Ya no puedo callar; estoy obligado a denunciarte; aún no sé cómo me aguanto y no te doy una paliza». Mas, al verme tranquilo y sonriente, parece que se apaciguó un tanto y añadió: «Tomemos las cosas con calma; explícame estos misterios. ¿Cómo lograste que el monedero y el reloj salieran de mis bolsillos sin darme cuenta? ¿Dónde han ido a parar?

Señor arcipreste, empecé a decirle respetuosamente, le explicaré todo en pocas palabras. No es más que simple destreza de manos, inteligencia o cuestión preparada.

¿Qué tiene que ver la inteligencia con mi reloj y mi monedero?

Se lo aclaro todo brevemente: al llegar a su casa, se encontraba usted dando limosna a un necesitado; después colocó la cartera sobre un reclinatorio. Más tarde, trasladándose de ésta a la otra habitación, dejó el reloj sobre la mesita. Yo escondí ambas cosas; mientras usted suponía llevarlas consigo, en cambio, se encontraban bajo la tulipa».

Dicho lo cual, levanté la lámpara y aparecieron los dos objetos que creía en poder del demonio.

Rió mucho el buen canónigo; me pidió algunas pruebas más de mi destreza y, al enterarse de qué manera se hacían aparecer y desaparecer las cosas, quedó muy satisfecho; me hizo un pequeño obsequio y concluyó: «Ve a decir a todos tus amigos que ignorantia est magistra admirationis».



12. La carrera – El salto – La varita mágica – La cima del árbol


Tras haber demostrado que en mis diversiones no había magia blanca, me entregué de nuevo a congregar a los compañeros para entretenerlos y distraerlos como antaño. Sucedió por aquella época que algunos ponían por las nubes a un saltimbanqui, cuyo espectáculo público consistía en una carrera a pie, atravesando la ciudad de Chieri de un extremo al otro en dos minutos y medio, casi el tiempo que emplea el tren con su gran velocidad.

Sin reparar en las consecuencias de mis palabras, afirmé que yo desafiaba gustosamente al charlatán de feria. Un imprudente compañero refirió la cuestión al saltimbanqui, y ahí me tenéis comprometido en el desafío: ¡un estudiante retaba a un corredor profesional!

El lugar escogido fue la alameda de Porta Torinese.

La apuesta era de 20 francos. Al no disponer de tal suma, me ayudaron algunos amigos de la «Sociedad de la Alegría». Asistió una gran multitud. Comienza la carrera y mi rival me tomó algunos pasos de ventaja; pero enseguida gané terreno y le dejé tan atrás, que a la mitad de la carrera se paró, dándome por vencedor de la misma.

Te desafío a saltar, me dijo; pero apuesto 40 francos o más, si quieres.

Aceptamos el reto; tocaba a él elegir el lugar, y fijamos que la apuesta consistiría en saltar hasta el pretil de un puentecillo. Saltó en primer lugar y colocó los pies muy cerca del muro, de modo que más allá no se podía saltar. Así las cosas, yo podía perder, pero no ganar. Sin embargo, el ingenio vino en mi ayuda. Hice el mismo salto, pero apoyando las manos en el pretil del puente prolongué el salto lejos del mismo muro y del foso. Sonaron los aplausos generales.

Quiero retarte de nuevo. Escoge cualquier juego de habilidad.

Acepté y escogí el juego de la varita mágica, apostando 80 francos. Tomé, pues, una varita. En un extremo puse un sombrero, luego apoyé el otro en la palma de una mano para, después y sin tocarla con la otra, hacerla saltar hasta la punta del dedo meñique, del anular, del medio, del índice, del pulgar. A continuación, pasé la varita por la muñeca, el codo, el hombro, la barbilla, los labios, la nariz y la frente; hasta que, deshaciendo el camino, volvió a la palma de la mano.

—No tengo miedo a perder, afirmó mi rival, se trata de mi juego preferido.

Cogió la misma varita y con destreza singular la hizo caminar hasta los labios, pero allí la varita terminó por chocar con la nariz, pues era ésta un tanto prominente, rompiéndose el equilibrio y obligando al saltimbanqui a cogerla con la mano para que no cayese al suelo.

El desdichado, comprobando que se quedaba sin dinero, exclamó medio furioso:

Admito cualquier humillación que no fuere la de haber sido vencido por un estudiante. Tengo todavía cien francos; apostados quedan. Serán para quien coloque sus pies más cerca de la cima de aquel árbol – señalaba a un olmo, junto a la alameda–.

También aceptamos y hasta, en cierto sentido, nos alegraríamos si él ganara, pues nos daba lástima y no queríamos arruinarlo.

Subió al olmo primero él y llegó con los pies hasta tal altura que, a poco más que hubiera ascendido, el árbol se habría doblado, cayendo quien tratara de encaramarse. Resultaba prácticamente imposible subir más arriba, afirmaban todos. Lo intenté. Trepé cuanto me fue posible sin doblar la planta; agarrándome con las manos al árbol, después, giré el cuerpo y puse los pies un metro más arriba que mi contrincante.

¿Quién alcanzaría a explicar los aplausos de la multitud, la alegría de mis compañeros, la rabia del saltimbanqui y mi orgullo por resultar vencedor, no frente a mis condiscípulos, sino frente a un campeón de charlatanes? En medio de su gran desolación, quisimos procurarle un consuelo. Compadecidos de la desgracia de aquel pobrecillo, le prometimos devolverle su dinero si aceptaba una condición: pagarnos una comida en la fonda del Muletto.67 Aceptó agradecido. Asistimos unos veintidós, ¡tantos eran mis partidarios! La comida costó 25 francos, de forma que le devolvimos 215.

Fue un jueves de gran alegría. Me cubrí de gloria al vencer en destreza a un charlatán. Los compañeros se mostraban muy felices, habiéndose divertido a más no poder, riendo y comiendo bien. También debió quedar contento el charlatán, que recuperó casi todo el dinero y gozó de una buena comida. Al despedirse, dio las gracias a todos confesando: «Al devolverme este dinero evitáis mi ruina. Os lo agradezco de todo corazón. Conservaré un grato recuerdo de vosotros, pero nunca jamás retaré a estudiantes».



13. Estudio de los clásicos


Diréis, viéndome pasar el tiempo con tantas diversiones, que necesariamente descuidaría el estudio. No os oculto que habría podido estudiar más; pero recordad que me bastaba la atención en clase para aprender lo necesario. Tanto más, cuanto que entonces no distinguía entre leer y estudiar, y alcanzaba a repetir con facilidad el argumento de un libro leído o explicado. Por añadidura, habiéndome acostumbrado mi madre a dormir bastante poco, alcanzaba a emplear dos tercios de la noche en leer libros de mi gusto y dedicar casi toda la jornada a ocupaciones elegidas libremente, como dar clases particulares y repasos, actividades que no pocos me pagaban, aunque me prestaba a realizarlas por amistad o caridad.

Existía en Chieri, por aquel tiempo, un librero hebreo –llamado Elías– con quien me relacioné y asocié para la lectura de los clásicos italianos. Cinco céntimos por cada volumen, que devolvía una vez leído. Cada día terminaba un libro de la Biblioteca popular.68 El año del cuarto curso gimnasial, lo empleé en la lectura de los autores italiano; el de retórica, me dediqué a estudiar los clásicos latinos, empezando por leer a Cornelio Nepote, Cicerón, Salustio, Quinto Curcio, Tito Livio, Cornelio Tácito, Ovidio, Virgilio, Horacio y otros. Leía aquellos libros por diversión y los gustaba como si los entendiese totalmente. Sólo más tarde me di cuenta de que no era verdad, pues –ya ordenado sacerdote y debiendo explicar a otros aquellas celebridades clásicas– me percaté de que apenas si lograba penetrar el sentido justo y su belleza aún con mucho estudio y preparación.

Los deberes escolares, las ocupaciones de los repasos, las numerosas lecturas, precisaban del día y una parte notable de la noche. Varias veces me sucedió que, llegada la hora de levantarse, todavía conservaba las Décadas de Tito Livio en la mano, cuya lectura había comenzado la noche anterior. Esto arruinó de tal modo mi salud que, durante varios años, mi vida parecía encontrarse al borde de la tumba. Por eso siempre aconsejaré hacer cuanto se pueda y nada más. La noche se hizo para descansar y, fuera de necesidad casual, nadie debe dedicarse a cuestiones científicas después de la cena. Un hombre robusto resistirá por algún tiempo, pero siempre dañará de algún modo su salud.


14. Preparación – Elección de estado


Entre tanto, se acercaba el fin del curso de retórica, momento en que los estudiantes suelen decidir su vocación. El sueño de Morialdo permanecía siempre fijo en mi mente; más aún, se me había repetido otras veces de manera mucho más clara;69 por lo mismo y si quería prestarle fe, debía elegir el estado eclesiástico al que me sentía inclinado. No obstante, el no desear hacer caso a los sueños, mi forma de vivir, ciertos hábitos de mi corazón y la falta absoluta de las virtudes necesarias en dicho estado, convertían en dudosa y harto difícil la resolución.

¡Ay, si entonces hubiera dispuesto de un guía para ocuparse de mi vocación! Habría supuesto para mí un gran tesoro; ¡pero no disponía de tal joya! Contaba con un hábil confesor que trataba de convertirme en un buen cristiano, pero nunca quiso implicarse en asuntos de vocación.

Aconsejándome conmigo mismo y después de haber leído algún libro que se ocupaba de la elección de estado, me decidí a entrar en la Orden franciscana.70 Si me hago sacerdote secular –pensaba para mí–, la vocación corre un considerable peligro de naufragar. Abrazaré el estado eclesiástico, renunciaré al mundo, entraré en un claustro, me daré al estudio, a la meditación; de esta manera, en soledad, podré combatir las pasiones, especialmente una soberbia que había echado hondas raíces en mi corazón. Formulé, pues, la petición a los Conventuales reformados, realicé el examen y fui aceptado. Todo estaba preparado ya para entrar en el convento de la Paz, en Chieri. Pocos días antes de la fecha fijada para el ingreso, tuve uno de los sueños más extraños. Creí ver una multitud de aquellos religiosos con los hábitos rotos, corriendo en sentido contrario los unos de los otros. Uno de ellos vino a decirme: «Tú buscas la paz, pero no la encontrarás aquí. Observa la actitud de tus hermanos. Dios te prepara otro lugar, otro campo».

Quise formular alguna pregunta al religioso, pero un rumor me despertó y ya no vi nada más. Expuse todo a mi confesor, el cual no quiso oír mentar ni sueños ni frailes. En este asunto, me replicó, es preciso que cada cual siga sus inclinaciones y no los consejos ajenos.

Se produjo entonces un suceso que impidió actuar mi proyecto. Como los obstáculos eran numerosos y duraderos, resolví exponer el particular a mi amigo Comollo. Me recomendó que hiciera una novena, durante la misma él escribiría a su tío párroco. El último día del novenario, en compañía del incomparable amigo, me confesé y comulgué; oí después una misa y ayudé a otra en el altar de Nuestra Señora de las Gracias. De vuelta a casa, encontramos una carta de Don Comollo en estos términos: «Examinados atentamente todos los datos expuestos, aconsejaría a tu compañero no entrar en el convento. Tome la sotana y, mientras prosigue sus estudios, conocerá mejor lo que Dios quiere de él. No tema perder la vocación, ya que con el recogimiento y las prácticas religiosas superará cualquier obstáculo».

Seguí su sabia propuesta y me apliqué seriamente en todo cuanto favoreciera la preparación para vestir la sotana. Tras el examen de retórica, efectué –en Chieri– el correspondiente a la toma del hábito clerical, precisamente en las actuales habitaciones de la casa de Carlo Bertinetti,71 quien las tenía alquiladas al arcipreste canónigo Burzio y, al morir, nos las dejó en herencia. Aquel año los exámenes no se celebraron en Turín, como era costumbre, a causa del cólera que amenazaba a nuestros pueblos.

Quiero hacer notar aquí una constatación que manifiesta claramente hasta qué punto se cultivaba el espíritu de piedad en el colegio de Chieri. Durante los cuatro años que frecuenté aquellas aulas, no recuerdo haber oído conversación alguna o una sola palabra contra las buenas costumbres o contra la religión. Finalizado el curso de retórica, veintiuno –de los veinticinco alumnos que componían la clase– abrazaron el estado eclesiástico; tres se hicieron médicos y uno comerciante.

Vuelto a casa en el período de vacaciones, dejé de hacer el charlatán y me dediqué a las buenas lecturas, pues –debo reconocerlo para mi vergüenza– las había descuidado hasta entonces. Seguí ocupándome de los niños, entreteniéndolos con narraciones, amables distracciones y cantos religiosos; incluso, observando que muchos –siendo ya mayorcitos– permanecían muy ignorantes de las verdades de la fe, me apresuré a enseñarles también las oraciones cotidianas y otros aspectos más importantes a su edad.

Conformaba así una especie de Oratorio, frecuentado por unos cincuenta muchachos que me obedecían y estimaban como si de un padre se tratara.

[DÉCADA SEGUNDA]

MEMORIAS DEL ORATORIO DE 1835 A 184572


1. Imposición de la sotana – Plan de vida


Tomada la resolución de abrazar el estado eclesiástico y superado el examen prescrito, me preparé para ese día señaladísimo, convencido de que la salvación eterna o la eterna perdición dependen ordinariamente de la elección de estado. Encomendé a varios amigos que rezaran por mí; hice una novena y, el día de San Miguel (octubre 1834),73 me acerqué a los santos sacramentos. Posteriormente, el teólogo Cinzano74 –cura y arcipreste de mi pueblo– bendijo la sotana y me la impuso antes de la misa mayor. Al pedir que me despojara de la ropa secular con aquellas palabras: Exuat te Dominus veterem hominem cum actibus suis, dije en mi corazón: «¡Oh cuántas cosas viejas he de abandonar! Dios mío, destruid en mí todo hábito nocivo». Más adelante –cuando añadió, al entregarme el alzacuello: Induat te Dominus novum hominem, qui secundum Deum creatus est in iustitia et sanctitate veritatis!–, me sentí conmovido y agregué internamente: «Sí, Dios mío, disponed que este momento me revista de un hombre nuevo, es decir, que desde ahora emprenda una vida nueva, por entero según vuestro divino querer; que la justicia y la santidad sean el objeto constante de mis pensamientos, palabras y acciones. Así sea. ¡Oh María, sed mi salvación!».

Al concluir la función religiosa, mi párroco quiso ofrecerme otra completamente profana, invitándome a la fiesta de San Miguel que se celebraba en Bardella, un barrio de Castelnuovo. Con aquel festejo mostraba su bondad para conmigo, sin embargo no dejaba de ser un ambiente inoportuno para mí. Parecía un monigote con traje nuevo, que aparece en público para ser visto. Por lo demás, tras varias semanas de preparación para un día tan anhelado, el encontrarme en un banquete, después, en medio de gente de toda condición y sexo allí reunida para reír, bromear, comer, beber y divertirse –la mayor parte, buscando juego, baile y pasatiempos de cualquier género–, ¿qué trato podía sostener un grupo semejante con quien, esa misma mañana, había vestido el hábito de santidad para entregarse enteramente al Señor?

El párroco se percató de mi estado y, tornando a casa, me preguntó sobre el porqué en un día de alegría general me había mostrado tan retraído y pensativo.

Con toda sinceridad, repuse que la función de la mañana en la iglesia no concordaba ni en género, ni en número, ni en caso con la de la tarde. Antes al contrario, añadí, contemplar a sacerdotes actuando de bufones en medio de los convidados y próximos a la embriaguez, casi ha hecho brotar antipatía hacia mi vocación. Si supiera que llegaría a ser un sacerdote como aquéllos, preferiría quitarme esta sotana y vivir como un pobre seglar, pero buen cristiano.

El mundo es así, me respondió el párroco, y hay que tomarlo como es. Necesitamos observar el mal para conocerlo y evitarlo. Nadie ha llegado a ser un valiente guerrero sin aprender el manejo de las armas. Del mismo modo debemos proceder nosotros que sostenemos un combate continuo con el enemigo de las almas.

Callé entonces, pero afirmé en mi corazón: «No iré nunca más a comidas de fiesta, a no ser que me vea obligado por funciones religiosas».

Después de aquella jornada, debía ocuparme de mí mismo. Precisaba reformar radicalmente la vida llevada hasta entonces. En los años precedentes, no había sido perverso, pero sí disipado, orgulloso e intensamente inmiscuido en partidas, juegos, saltos, pasatiempos o cosas semejantes, que por el momento alegran, mas no llenan el corazón.

Al objeto de trazarme un estilo de vida y no olvidarlo, escribí las siguientes resoluciones:

1º En lo venidero nunca participaré en espectáculos públicos, en ferias y mercados; ni acudiré a bailes o teatros; y en cuanto me fuere posible, no tomaré parte en las comidas que suelen celebrarse en tales ocasiones.

2º No haré más juegos de manos o prestidigitación, de saltimbanqui o destreza, ni de cuerda; no tocaré más el violín y no iré más de caza. Considero todas estas acciones contrarias a la dignidad y espíritu eclesiásticos.

3º Amaré y practicaré el retiro y la templanza en el comer y beber; no descansaré más que las horas estrictamente necesarias para la salud.

4º Así como en el pasado serví al mundo con lecturas profanas, en lo porvenir procuraré servir a Dios dedicándome a lecturas de temas religiosos.

5º Combatiré con todas mis fuerzas cualquier cosa, lectura o pensamiento, conversaciones y palabras u obras contrarias a la virtud de la castidad. Por el contrario, cultivaré todos aquellos elementos, aun los más nimios, que puedan contribuir a conservar esta virtud.

6º Además de las prácticas ordinarias de piedad, haré todos los días un poco de meditación y un rato de lectura espiritual.

7º Contaré cada día algún ejemplo o sentencia edificante en bien del prójimo. Lo llevaré a cabo con compañeros, amigos y parientes; cuando no pueda con otros, con mi madre.

Estos fueron mis propósitos al recibir la sotana; para grabarlos profundamente, los leí delante de una imagen de la Santísima Virgen y, después de rezar, prometí formalmente a la celestial Bienhechora cumplirlos aun a costa de cualquier sacrificio.


2. Partida para el seminario


El día 30 de octubre de aquel año, 1835, debía encontrarme en el seminario. El escaso equipo de ropa estaba preparado. Todos mis parientes se mostraban contentos y yo más que ellos. Sólo mi madre permanecía pensativa, sin quitarme la vista de encima, como si me quisiera confesar alguna cosa. La víspera de la partida, por la tarde, me llamó para decirme estas memorables palabras: «Querido Juan, has vestido el hábito sacerdotal; yo experimento con este hecho todo el consuelo que una madre puede sentir ante la suerte de su hijo. Pero recuerda que no es el hábito lo que honra tu estado, sino la práctica de la virtud. Si un día llegases a dudar de tu vocación, ¡por amor de Dios!, no deshonres ese hábito. Quítatelo enseguida. Prefiero tener un pobre campesino a un hijo sacerdote negligente con sus deberes. Cuando viniste al mundo te consagré a la Santísima Virgen; al iniciar los estudios te recomendé la devoción a esta nuestra Madre; ahora te aconsejo ser todo suyo: ama a los compañeros devotos de María y, si llegas a ser sacerdote, recomienda y propaga siempre la devoción a María».

Mi madre estaba conmovida, al concluir las indicaciones; yo derramaba lágrimas. «Madre, respondí, le agradezco cuanto ha dicho y hecho por mí; estas sus palabras no han sido dichas en vano y las conservaré como un tesoro durante toda mi vida».

Salí por la mañana temprano hacia Chieri; al atardecer del mismo día entré en el seminario. Después de saludar a los superiores y arreglarme la cama, me dediqué a pasear con mi amigo Garigliano por los dormitorios, los corredores y, finalmente, por el patio. Alzando los ojos hacia un reloj de sol, descubrí este verso: Afflictis lentae, celeres gaudentibus horae.75

He ahí, dije al amigo, nuestro programa: estemos siempre alegres y correrá deprisa el tiempo.

Al día siguiente, empezamos un retiro espiritual de tres días; procuré hacerlo del mejor modo posible. Hacia el final, visité al profesor de filosofía –que entonces era el teólogo Ternavasio, de Bra– y le pedí alguna norma de vida para ser responsable en mis obligaciones y ganarme la benevolencia de mis superiores. Una sola cosa, me respondió el digno sacerdote: el exacto cumplimiento de tus deberes.

Me serví del consejo como cimiento, entregándome con toda mi alma a la observancia de las reglas del seminario. No establecía distinción cuando la campana llamaba bien al estudio o a la iglesia, bien al comedor, al recreo o al descanso. Semejante exactitud me granjeó el afecto de los compañeros y la estima de los superiores, de tal manera que los seis años en el seminario supusieron para mí un período muy agradable.



3. La vida de seminario

Los días de seminario, poco más o menos, son siempre iguales; por eso mencionaré ciertos aspectos en general, describiendo aparte algunos singulares. Comenzaré por los superiores.

Los apreciaba mucho y fueron siempre muy buenos conmigo; pero mi corazón no estaba satisfecho. Existía la costumbre de visitar al rector y demás superiores al volver de vacaciones y antes de partir hacia ellas. Fuera de eso, ninguno solía hablar con ellos, salvo en caso de recibir alguna reprimenda. Uno de los superiores, por turno, asistía durante una semana en el comedor y en los paseos; todo terminaba ahí. ¡Cuántas veces hubiera querido hablar, aclarar dudas o pedirles consejo, sin poder hacerlo! Más aún, si uno cualquiera de ellos se cruzaba con los seminaristas, sin saber por qué, todos huían precipitadamente de él por la derecha o la izquierda como de una bestia negra. Esto avivaba cada vez más en mi corazón los deseos de ser sacerdote para estar en medio de los jóvenes, entretenerme con ellos y ayudarles en todo cuanto fuera necesario.

Respecto a los compañeros, me atuve a la sugerencia de mi querida madre, esto es, juntarme con los devotos de María, amantes del estudio y de la piedad. Tengo que decir, para norma de quien entra en el seminario, que moran allí muchos clérigos de virtud ejemplar, pero también los hay peligrosos. No pocos jóvenes, sin hacer caso de su vocación, van al seminario sin poseer el espíritu y la voluntad del buen seminarista. Es más, recuerdo haber escuchado a algunos compañeros pésimas conversaciones. En una ocasión, al registrar la habitación de ciertos alumnos, encontraron libros impíos y obscenos de toda especie. Cierto que semejantes compañeros, o abandonaban espontáneamente la sotana o resultaban expulsados del seminario tan pronto como se les descubría. Pero mientras permanecían en él, constituían una peste para buenos y malos.

A fin de evitar el peligro de tales compañeros, elegí a quienes estaban públicamente considerados como modelos de virtud. Eran Guglielmo Garigliano, Gioanni Giacomelli,76 de Avigliana, y, más tarde, Luigi Comollo. Esos tres compañeros fueron para mí un tesoro.

Las prácticas de piedad se cumplían muy bien. Todas las mañanas, misa, meditación y la tercera parte del rosario; en el comedor, lectura edificante. Por entonces se leía la historia eclesiástica de Bercastel.77 La confesión era obligatoria cada quince días, pero quien lo deseaba podía hacerla todos los sábados. En cambio, la santa comunión sólo se recibía los domingos o en solemnidades especiales. Algunas veces, se comulgaba durante la semana, mas para ello había que cometer una desobediencia. Se precisaba elegir la hora del desayuno, acercarse a escondidas a la iglesia de San Felipe, recibir la comunión y volver a juntarse con los compañeros en el momento en que entraban al estudio o a la clase. Esta infracción del horario78 estaba prohibida, pero los superiores consentían tácitamente; la conocían y, a veces, observaban sin declarar nada en contra. De este modo, me fue posible frecuentar bastante más la santa comunión, y puedo afirmar con razón que constituyó el alimento más eficaz de mi vocación. Ya se ha puesto remedio a este defecto de la vida de piedad desde que, por disposición del arzobispo Gastaldi,79 se ordenaron las cosas de manera que cada mañana uno se pudiera acercar a la comunión con tal de estar preparado.

1.1 [3a.] Diversiones y recreos

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El pasatiempo más común durante los ratos libres era el difundido juego del marro.80 Al principio participé con mucho gusto; pero al parecerse demasiado a los juegos de los charlatanes, a los que había renunciado por completo, quise prescindir también de él. En ciertos días estaban permitidos los naipes, y jugué por algún tiempo. No obstante también ahí experimentaba lo dulce mezclado con lo amargo. No siendo un gran jugador, sin embargo, tenía tal suerte que ganaba casi siempre. Al concluir las partidas, me encontraba con las manos repletas de dinero; mas al contemplar a mis compañeros, tristes porque lo habían perdido, me apenaba más que ellos. Añádase que prestaba tal atención al juego, como para no serme posible después ni rezar ni estudiar, al tener siempre la imaginación ocupada por el rey de copas, el caballo de espadas, el trece o el quince de bastos. Tomé, pues, la determinación de no participar más en el juego, lo mismo que había renunciado ya a otros. Hice esto hacia la mitad del segundo año de filosofía, en 1836.

Pero ¿en qué ocupar el recreo?81

Cuando se trataba de un recreo más largo que de ordinario, se animaba con algún paseo que los seminaristas realizaban a los agradables parajes que rodean la ciudad de Chieri. Aquellos paseos resultaban también muy útiles para el estudio, porque todos procuraban ejercitarse en temas escolares, preguntando al compañero o respondiendo a sus preguntas. Fuera del tiempo de paseos generales, nos distraíamos paseando con los amigos por el seminario, charlando de cosas amenas, edificantes y científicas.

Durante los recreos largos, nos reuníamos frecuentemente en el refectorio para el llamado círculo escolar, en donde cada uno exponía cuestiones en torno a datos que no supiese o no hubiera entendido bien en los libros de texto o en clase. Esta práctica me complacía mucho, resultándome muy útil para el estudio, para la piedad y para la salud. Comollo, llegado al seminario un año después de mí, se había hecho célebre por sus preguntas. Un cierto Domenico Peretti,82 actualmente párroco de Buttigliera, era muy locuaz y siempre respondía; Garigliano, un excelente oyente que sólo exponía algunas reflexiones; yo, presidente y juez inapelable.

Como en nuestras conversaciones familiares se ponían sobre el tapete interrogantes o determinados puntos de carácter científico a los que ninguno sabía dar una respuesta exacta, nos distribuíamos las dificultades. Pasado un cierto tiempo, cada cual aportaba la solución a la cuestión de la que había sido encargado.

No pocas veces, Comollo interrumpía mi recreo; cogiéndome por la sotana e indicándome que le acompañase, me conducía a la capilla para hacer una visita al Santísimo Sacramento y rogar por los agonizantes, rezar el rosario o el oficio de la Virgen en sufragio por las almas del purgatorio.

Este maravilloso compañero fue para mí una fortuna. Sabía avisarme oportunamente, corregirme, consolarme, pero con tal desenvoltura y tanta caridad, que en cierto modo me consideraba feliz de proporcionarle motivos para que lo hiciese, por el placer de ser corregido por él. Trataba con él familiarmente y me sentía espontáneamente inclinado a imitarle; aunque estuviese a mil millas detrás de él en la virtud. Si no fui arrastrado por los inmorales o progresé en mi vocación, a él se lo debo. Sólo en una cosa ni siquiera he intentado imitarle, en la mortificación. Observar a un joven de diecinueve años ayunar rigurosamente durante toda la cuaresma y en otros tiempos mandados por la Iglesia, igualmente ayunar todos los sábados en honor de la Santísima Virgen, renunciar frecuentemente al desayuno de la mañana o, a veces, comer por la mediodía pan y agua, soportar cualquier desprecio e injuria sin mostrar la más mínima señal de resentimiento; verlo exactísimo en los más nimios deberes de estudio y piedad... eran otros tantos aspectos que me asombraban y obligaban a reconocer en aquel amigo un héroe, una invitación al bien y un modelo de virtud para quien habita en un seminario.


4. Las vacaciones


Las vacaciones suelen representar un gran peligro para los seminaristas, tanto más en aquel tiempo al durar cuatro meses y medio. Yo empleaba el tiempo en leer y escribir; pero desperdiciaba muchos días al no lograr extraer de ellos todo su fruto. Trataba de matar el tiempo con algún trabajo manual. Hacía husos, clavijas, trompos, bochas o bolas al torno; cosía trajes, cortaba y cosía zapatos, trabajaba el hierro y la madera. Aún conservo en mi casa de Morialdo un escritorio y una mesa de comedor con algunas sillas que recuerdan las obras maestras de mis vacaciones. Me dedicaba también a segar hierba por los prados, recoger el trigo en el campo, deshijar y desnietar las vides, vendimiar, acarrear el trigo y cosas semejantes. Me preocupaba de los numerosos jovencitos, pero tan sólo podía hacerlo en los días festivos. Experimenté una gran satisfacción enseñando el catecismo a muchos compañeros míos, que tenían ya dieciséis y hasta diecisiete años, y estaban en ayunas respecto las verdades de la fe. Igualmente me volqué en enseñar a leer y escribir a algunos de ellos; con estupendos resultados, pues el deseo, mejor, la pasión de aprender atraía muchachos de todas las edades. Las clases eran gratuitas, pero bajo condición de asiduidad, atención y la confesión mensual. Hubo al principio algunos que, por no someterse a dichas reglas, dejaron las lecciones. Esto sirvió de buen ejemplo e incentivo para los demás.

También comencé a pronunciar discursos y sermones con el permiso y la presencia de mi párroco. Prediqué sobre el rosario en el pueblo de Alfiano, en las vacaciones de física;83 sobre San Bartolomé después del primer año de teología en Castelnuovo de Asti; sobre la Natividad de María en Capriglio. Desconozco el fruto, pero en todas partes me alababan y fue creciendo en mí la vanagloria hasta que sufrí el siguiente desengaño. Un buen día, tras un sermón sobre el Nacimiento de María, pregunté a uno que parecía de los más inteligentes acerca de la predicación que tanto elogiaba y me respondió que el sermón versó sobre las benditas almas del purgatorio, cuando yo había hablado de las glorias de María. En Alfiano solicité también el parecer del párroco, persona de mucha piedad y doctrina, Don Giuseppe Pelato,84 rogándole que me dijera su impresión respecto de la homilía.

Su sermón, me respondió, resultó muy bonito y ordenado; expuesto en buen lenguaje, con pensamientos de la Escritura; de seguir así tendrá éxito en la predicación.

¿Habrá comprendido el pueblo?

Poco. Lo habremos entendido mi hermano sacerdote, yo y poquísimos más.

¿Cómo es posible que no se entiendan cosas tan fáciles?

A usted le parecen fáciles, pero para el pueblo son muy elevadas. Aludir a la historia sagrada, volar con razonamientos sobre el tejido de los acontecimientos de la historia eclesiástica son cosas que el pueblo no entiende.

Entonces, ¿qué me aconseja hacer?

Abandonar el lenguaje y la estructura de los clásicos, hablar el dialecto cuando se pueda o también en italiano, pero popularmente, popularmente, popularmente. Más que doctos razonamientos, aténgase a los ejemplos, a comparaciones, a fábulas sencillas y prácticas. Recuerde siempre que el pueblo entiende poco y nunca se le explican lo bastante las verdades de la fe.

Este paternal consejo me sirvió de norma toda mi vida. Todavía conservo, para vergüenza mía, aquellos discursos en los que ahora no descubro otra cosa que vanagloria y afectación. Dios misericordioso dispuso que recibiera aquella lección, provechosa para los sermones, catecismos, instrucciones y manera de escribir, ocupaciones a las que ya entonces me dedicaba.



5. Festín en el campo – El sonido del violín – La caza


Cuando hace poco afirmaba que las vacaciones son peligrosas me proponía hablar de mí mismo. A un pobre clérigo le ocurre a menudo encontrarse, sin darse cuenta, en medio de graves peligros. Yo fui testigo de ello. Un año me invitaron a un banquete en casa de unos parientes. No quería ir; no obstante, al alegar que no existía ningún clérigo para ayudar en la iglesia, creí oportuno ceder a la insistencia de un tío mío, y fui. Terminadas las funciones religiosas –donde tomé parte ayudando y cantando– nos fuimos a comer. La primera parte de la comida transcurrió bien, pero cuando empezó a desatarse la alegría producto del vino, surgieron ciertos modos de hablar que un clérigo ya no podía tolerar. Traté de hacer alguna observación, mas mi voz resultó sofocada. No sabiendo qué partido tomar, opté por escabullirme. Me levanté de la mesa y tomé el sombrero con la intención de retirarme; pero mi tío se opuso; otra persona rompió a expresarse con peores términos y a insultar a los comensales. De las palabras se pasaba a los hechos: alboroto, amenazas, vasos, botellas, platos, cucharas, tenedores y, al fin, cuchillos, se juntaban hasta producir un horrible estruendo. En aquel momento, yo no tuve otro remedio que marcharme. Llegado a casa, renové de todo corazón el propósito –ya formulado varias veces– de vivir retirado si no quería caer en pecado.

Un hecho de otro género, pero también desagradable, me ocurrió en Croveglia, barrio de Buttigliera. Fui invitado por otro tío mío a la celebración de la fiesta de San Bartolomé con el fin de ayudar en las funciones sagradas, cantar y tocar el violín –instrumento muy querido para mí y al que había renunciado–. En la iglesia todo salió perfectamente. La comida se desarrollaba en la casa de mi tío, mayordomo de la fiesta, y hasta el momento no había ocurrido nada reprochable. Terminado el banquete, los comensales me invitaron a tocar alguna pieza como pasatiempo de sobremesa. Me negué. Por lo menos acompáñeme, insistió un músico; yo inicio y usted sigue con la segunda parte.

¡Desgraciado de mí! No supe rehusar y me puse a tocar un rato, hasta que se oyó un cuchicheo y ritmo de pies que denotaba la presencia de muchas personas. Me acerqué a la ventana y descubrí al gentío que bailaba alegremente en el patio contiguo al son de mi violín. Imposible reproducir con palabras la rabia que me invadió en aquel momento. ¿Cómo?, grité a los comensales; yo que clamo siempre contra los espectáculos públicos, ¿me he convertido en su promotor? Jamás volverá a suceder. Rompí en mil pedazos el violín y no volví a usarlo, a pesar de presentarse nuevas ocasiones o ser conveniente hacerlo en funciones sagradas.

Un episodio análogo me ocurrió con la caza. Cogía nidos durante el verano y, en otoño, cazaba con liga, trampa, lazada o, en ocasiones, con la escopeta. Una mañana, perseguía a una liebre y, corriendo de campo en campo, de viña en viña, atravesé valles y colinas durante varias horas. Finalmente, tuve al animal a tiro; de un disparo le deshice las costillas, de forma que la pobre bestiecilla cayó, quedándome abatido al contemplarla muerta. A la descarga acudieron mis compañeros y, mientras ellos se alegraban por la pieza cobrada, eché una mirada sobre mí mismo y reparé que estaba en mangas de camisa, sin sotana, con un sombrero de paja; parecía un contrabandista y en un paraje a más de dos millas de mi casa.

Terminé mortificadísimo. Me excusé ante los compañeros por el escándalo ofrecido con aquel modo de vestir. Regresé inmediatamente a casa, renunciando de nuevo y definitivamente a toda suerte de cacerías. Con la ayuda de Dios, esta vez mantuve la palabra. Él me perdone ese escándalo.

Los tres sucesos me sirvieron de tremenda lección; desde entonces me apliqué con mejores propósitos a la vida retirada, completamente persuadido de que quien pretenda entregarse totalmente al servicio del Señor debe renunciar por entero a las diversiones mundanas. Cierto que, a menudo, no son pecaminosas; pero también es verdad que –por las conversaciones que se tienen, por la manera de vestir, de hablar y de comportarse– encierran siempre algún peligro de desastre para la virtud, en particular para la delicadísima virtud de la castidad.


[5a.] Relaciones con Luigi Comollo

Mientras Dios conservó la vida de este incomparable compañero, nos mantuvimos muy compenetrados. Durante las vacaciones me acercaba muchas veces a verle y otras tantas venía él a visitarme. Nos escribíamos frecuentemente. Reconocía en él a un joven santo; le apreciaba por sus extraordinarias virtudes; él me estimaba porque le ayudaba con las tareas escolares; por lo demás, cuando estaba con él me esforzaba por imitarle en algo.

En uno de los períodos de vacaciones acudió a pasar un día conmigo, cuando mis parientes se ocupaban de la siega en el campo. Me dio a leer el sermón que pronunciaría en la próxima fiesta de la Asunción de María; lo recitó después acompañando las palabras con gestos. Tras algunas horas de agradable entretenimiento, caímos en la cuenta de que era hora de comer. Nos encontrábamos solos en casa. ¿Qué hacer?

¡Espera!, señaló Comollo, yo enciendo el fuego, tú preparas la olla y coceremos cualquier cosa.

Bien, respondí, pero primero vayamos a capturar un pollo al gallinero y dispondremos de carne y caldo; así lo quiere mi madre.

Conseguimos deprisa agarrar a un pollito; pero ¿quién se atrevía a matarlo? Ninguno de los dos. Zanjamos el asunto de la única manera posible; convinimos que Comollo sostuviese por el cuello al animal sobre un tronco plano, mientras yo se lo cortaba con una hoz sin punta. Descargué el golpe y la cabeza se desprendió del cuerpo. Espantados, los dos nos echamos a correr lloriqueando.

Si seremos tontos, añadió poco después Comollo, el Señor ha dispuesto que nos sirvamos de los animales de la tierra para nuestro bien, ¿por qué tanta repugnancia ante esto?

Sin más problemas recogimos el animal y –tras desplumarlo y cocerlo– nos lo comimos.

Quise estar en Cinzano para escuchar el sermón de Comollo sobre la Asunción; pero en la misma fecha también yo debía predicar en otro lugar. Me desplacé al día siguiente. Resultaba maravilloso escuchar las alabanzas que se oían por todas partes acerca de la homilía de Comollo. Aquel día (16 de agosto) era la fiesta de San Roque, conocida como fiesta de la piñata o de la cocina, pues parientes y amigos suelen aprovechar la jornada para invitarse recíprocamente a comer y divertirse con algún entretenimiento público. En aquella ocasión sucedió otro lance para probar hasta dónde alcanzaba mi audacia.

Aguardamos al predicador de aquella solemnidad hasta casi la hora de subir al púlpito y no llegó. Para sacar al sacerdote de Cinzano de aquel apuro, fui de uno a otro rogando e insistiendo a los muchos párrocos allí presentes para que alguien dirigiese una breve plática al numeroso pueblo congregado en la iglesia. Ninguno quería aceptar. Molestos por mis repetidas propuestas, me replicaron ásperamente: «Es usted necio; improvisar un sermón sobre San Roque no es como beber un vaso de vino. En lugar de importunar a los demás, hágalo usted mismo». Todos aplaudieron aquellas palabras. Mortificado y herido en mi amor propio, respondí: «No me atrevía a ofrecerme para una tal tarea, pero –ya que todos la rechazan– acepto».

Entonaron en la iglesia un canto sagrado para disponer de algunos momentos de reflexión; luego –recordando la vida del santo, que había ya leído– subí al púlpito e hice un sermón del que siempre me dicen que resultó el mejor de cuantos antes y después pronuncié.

En aquellas vacaciones y coincidiendo con una excursión a Cinzano (1838), salí cierto día de paseo85 con mi amigo hasta una colina desde donde se divisaba una vasta extensión de campos, prados y viñas.

Mira, Luigi, empecé a decirle, ¡qué mala cosecha la de este año! ¡Pobres campesinos! Tanto trabajo para nada.

Es la mano del Señor, respondió él, que pesa sobre nosotros. Créeme, nuestros pecados son la causa.

Espero que al año próximo el Señor nos dé frutos más abundantes.

También yo confío en ello, y que sean de provecho para cuantos estén y puedan gozarlos.

Ánimo, dejemos a un lado los pensamientos melancólicos; por este año, paciencia; el próximo habrá mejor vendimia y tendremos un vino mejor.

Tú lo beberás.

¿Es que piensas seguir bebiendo el agua consabida?

Espero beber un vino mucho mejor.

¿Qué quieres decir con eso?

¡Deja, deja...! El Señor sabe lo que se hace.

No me refiero a esto; pregunto qué quieres decir con las palabras: Yo espero beber un vino mejor. ¿Quieres acaso irte al paraíso?

Aunque no estoy del todo seguro de ir al paraíso después de mi muerte, sin embargo, albergo una fundada esperanza y, desde hace algún tiempo, siento un deseo tan vivo de gustar la felicidad de los bienaventurados, que me parece imposible que todavía puedan ser muchos los días de mi vida. Comollo afirmaba lo dicho con la máxima alegría en el rostro, gozando entonces de una óptima salud, y mientras se disponía a volver al seminario.


6. Un suceso referente a Comollo

Las acontecimientos más memorables que precedieron y acompañaron la preciosa muerte de este querido amigo han sido escritos aparte;86 quien lo desee puede leerlas a su gusto. Con todo, no quiero omitir un hecho que dio mucho que hablar y del que apenas existe mención en las memorias ya publicadas. Es el siguiente. Dada la amistad y confianza ilimitada que manteníamos Comollo y yo, solíamos hablar de cuanto podría ocurrir en cualquier momento y de nuestra separación en caso de muerte. Cierto día, tras la lectura de un largo fragmento de la vida de los santos –medio en broma, medio en serio– planteamos que supondría un gran consuelo si quien muriere primero de los dos trajese noticias de su estado. Tornamos en varias ocasiones sobre el asunto e hicimos este acuerdo: «El primero de nosotros que muera, si Dios se lo permite, dará noticia de su salvación al otro». No alcanzaba a suponer la importancia de tal promesa, y confieso que hubo mucha ligereza; nunca aconsejaría a nadie que la realizara. Sin embargo, firmamos dicha promesa y la reiteramos varias veces, especialmente con ocasión de la última enfermedad de Comollo. Es más, sus palabras postreras y su última mirada confirmaban cuanto convinimos a este propósito. Muchos compañeros lo sabían.

El 2 de abril de 1839 moría Comollo. Al día siguiente, por la tarde y con gran solemnidad, le dábamos sepultura en la iglesia de San Felipe. Quienes conocían el pacto aguardaban con ansia a ver si se cumplía. Experimentaba una gran ansiedad, anhelando en tal estado un hondo consuelo para mi desolación. Aquella noche, encontrándome ya en la cama y en un dormitorio habitado por unos veinte seminaristas, me mantenía agitado, persuadido de que aquella noche se cumpliría la promesa. Hacia las once y media comienza a oírse un sordo rumor por los corredores; parecía como si una enorme carreta –arrastrada por numerosos caballos– se aproximara a la puerta del dormitorio. El ruido se tornaba por momentos más tétrico, a semejanza de un trueno. Espantados, los seminaristas huyeron de sus lechos para juntarse y animarse mutuamente. Fue entonces cuando, en medio de aquella especie de violento y espantoso trueno, se oyó la voz clara de Comollo afirmando por tres veces: Bosco, me he salvado. Todos escucharon el rumor; bastantes captaron la voz sin comprender el sentido; algunos, sin embargo, entendieron lo mismo que yo, prueba de ello es que por mucho tiempo se siguió repitiendo en el seminario. Fue la primera ocasión en que recuerdo haber tenido miedo; un miedo y horror tales que caí gravemente enfermo hasta situarme a las puertas de la muerte. A nadie le transmitiría consejos de este género. Dios es omnipotente. Dios es misericordioso. Ordinariamente no atiende pactos así; pero, a veces, en su infinita misericordia y como en el caso expuesto, permite que se cumplan.87



7. Premio – Sacristía – El teólogo Gioanni Borel


Fui muy afortunado en el seminario y gocé siempre del afecto de los compañeros y de todos mis superiores. En los exámenes semestrales solían dar un premio de 60 francos en cada curso al que obtuviera las mejores calificaciones por estudio y conducta moral. Ciertamente, Dios me bendijo, pues me concedieron siempre dicho premio durante los seis años que pasé en el seminario. Durante el segundo curso de teología me hicieron sacristán, oficio de poca importancia, pero que expresaba una singular prueba de benevolencia por parte de los superiores y comportaba el suplemento de otros sesenta francos. De esta manera reunía la mitad de la pensión; el caritativo Don Cafasso se encargaba del resto. El sacristán se ocupaba de la limpieza de la iglesia, sacristía y altar, así como de ordenar lámparas, velas u otros ornamentos y objetos necesarios para el culto.

A lo largo de aquel año, tuve la suerte de conocer a uno de los más celosos ministros del santuario que vino a predicar los ejercicios al seminario. Entró en la sacristía con aire jovial y expresiones alegres, sazonadas con sentencias morales. Al observar su preparación y acción de gracias –antes y después de la misa–, su porte y fervor en la celebración de la misma, me percaté al instante de que se trataba de un digno sacerdote, como precisamente lo era el teólogo Gioanni Borel,88 de Turín. Cuando seguidamente comenzó la predicación y admiramos su sencillez, la viveza, claridad y el fuego de caridad que manifestaba en cada una de sus palabras, todos iban repitiendo que era un santo.

En efecto, todos se lo disputaban a la hora de confesarse, de tratar sobre la vocación y recibir algún recuerdo particular suyo. También yo quise hablar con él de los asuntos de mi alma. Al solicitarle, al final, algún medio seguro para conservar el espíritu de la vocación durante el año y especialmente en tiempo de vacaciones, me dirigió estas memorables palabras: «El recogimiento y la comunión frecuente conservan y perfeccionan a un verdadero sacerdote».

Los ejercicios del teólogo Borel hicieron época en el seminario; años después aún se repetían las santas máximas que públicamente había predicado o manifestado en privado.



8. Estudio


Respecto a los estudios, resulté víctima de un error que pudo traerme funestas consecuencias, si un hecho providencial no me hubiera librado de él. Acostumbrado a la lectura de los clásicos durante todo el curso secundario y hecho a las figuras recargadas de la mitología y de las fábulas paganas, no encontraba gusto en los temas ascéticos. Llegué a convencerme de que el lenguaje correcto y la elocuencia no se podían conciliar con la religión. Las mismas obras de los santos padres me parecían producto de ingenios muy limitados, excepción hecha de los principios religiosos que ellos exponían con viveza y claridad.

Al principio del segundo año de filosofía, un día me dirigí a realizar una visita al Santísimo Sacramento y, al no tener a mano el libro de oraciones, me dediqué a leer De imitatione Christi –en concreto, algún capítulo en torno al Santísimo Sacramento–.89 Al considerar atentamente la sublimidad de los pensamientos y la forma clara –al tiempo, que ordenada y elocuente– con la que se describían aquellas grandes verdades, confesé para mí: El autor de este libro era un hombre docto. Prosiguiendo una y otra vez la lectura de aquel áureo librito, no tardé en darme cuenta de que cualquiera de sus versículos contenía más doctrina y moralidad de la que pudiera encontrar en los gruesos volúmenes de los clásicos antiguos. A esta obra debo el cese en la lectura profana. Por tanto, me volqué en la lectura de Calmet, Historia del Antiguo y Nuevo Testamento; de Flavio Josefo, Antigüedades judaicas y Guerra judaica;90 después de Mons. Marchetti, Razonamientos sobre la Religión; de Frayssinous,91 Balmes,92 Zucconi93 y de muchos otros escritores religiosos. Disfruté también con la lectura de Fleury, Historia eclesiástica –ignorando que se tratara de un libro prohibido–94 y, con mayor fruto aún, leí las obras de Cavalca, de Passavanti, de Segneri95 y toda la Historia de la Iglesia de Henrion.96

Pensaréis: leyendo tanto, imposible atender a los tratados escolares. No fue así. Mi memoria seguía amparándome, y sólo con la lectura y explicación de las materias –realizadas en clase– me bastaba para cumplir mis deberes. Con lo que dedicaba a lecturas diversas las horas establecidas para el estudio. Los superiores estaban al corriente de todo y me lo permitían.

El griego representaba una materia que me agradaba sobremanera. Aprendí los primeros elementos ya en el curso clásico y había estudiado la gramática y realizado las primeras versiones, usando diccionarios. Al respecto, disfruté de una feliz y ventajosa oportunidad. Ante la amenaza del cólera de 1836 en Turín, los Jesuitas anticiparon la marcha de los alumnos internos del colegio del Carmen97 a Montaldo. Dicho adelanto comportaba el doble de personal docente, ya que era preciso cubrir las clases con los externos que todavía acudían al colegio. Consultado el sacerdote Don Cafasso, me propuso para lecciones de griego.98 Lo cual me obligó a dedicarme seriamente a esa lengua para prepararme adecuadamente a enseñarla. Además y dado que un sacerdote –llamado Bini– profundo conocedor del griego pertenecía a la Compañía, pude acudir a él con gran provecho. En sólo cuatro meses me hizo traducir casi todo el Nuevo Testamento, los dos primeros libros de Homero y algunas odas de Píndaro y Anacreonte. Este respetable sacerdote, admirado de mi buena voluntad, continuó ayudándome y, durante cuatro años –semana tras semana–, leía una composición griega o alguna versión que le remitía, y que puntualmente corregía, devolviéndomela después con las oportunas observaciones. De esta manera alcancé a traducir griego como si fuera latín.

Durante este tiempo, igualmente, estudié francés y los principios de la lengua hebrea. Detrás del latín e italiano, estos tres idiomas –hebreo, griego y francés– fueron siempre mis lenguas preferidas.


9. Sagradas órdenes – Sacerdocio


El año de la muerte de Comollo (1839), en el tercer curso de teología, recibí la tonsura junto a cuatro órdenes menores. A continuación de dicho curso, me vino la idea de intentar realizar un curso durante las vacaciones, cosa que –por aquel entonces– rarísimamente se conseguía. Con tal fin y sin decir nada a nadie, yo solo me presenté al arzobispo Fransoni99, rogándole que me permitiera estudiar los tratados del cuarto año en el tiempo de aquellas vacaciones para, de esta manera, completar el quinquenio en el siguiente año escolar, 1840-1841. Aduje mi avanzada edad de veinticuatro años cumplidos.

El santo prelado me acogió con gran bondad y, dado el éxito de los exámenes realizados en el seminario hasta entonces, me concedió el favor implorado, bajo condición de presentarme a las pruebas de todos los tratados correspondientes al curso que deseaba adelantar. El teólogo Cinzano, mi arcipreste, se encargó de actuar la voluntad del superior. Estudiando, logré terminar en dos meses los tratados prescritos y, durante las témporas de otoño, fui admitido al subdiaconado. Sabedor ahora de las virtudes que se requieren para este importantísimo paso, reconozco que no me encontraba suficientemente preparado. No disponiendo de nadie que cuidase directamente de mi vocación, me aconsejé con Don Cafasso; el cual me indicó que siguiera adelante, fiándome de su palabra. Durante los diez días de ejercicios espirituales, hechos en Turín –en la casa de la Misión–, realicé la confesión general para que el confesor se hiciera una idea clara de mi conciencia y me diese el oportuno consejo. Deseaba completar mis estudios, pero temblaba frente a la idea de atarme de por vida; por tanto, no admitía una decisión definitiva sin antes contar con el pleno consentimiento del confesor.

Desde entonces me he comprometido con todas las fuerzas a practicar el consejo del teólogo Borel: con el retiro y la comunión frecuente se conserva y perfecciona la vocación. De retorno al seminario, realicé el quinto curso y me nombraron prefecto,100 el cargo más alto alcanzable por un seminarista.

El sábado de Sitientes de 1841 recibí el diaconado, correspondiéndome ser ordenado sacerdote en las témporas de verano. Día de verdadera pena fue aquel en el que me correspondía abandonar definitivamente el seminario. Los superiores me apreciaban, habiéndome ofrecido pruebas continuas de benevolencia. Los compañeros estaban encariñados conmigo. Puede afirmarse que vivía para ellos y ellos para mí. Quien necesitaba afeitarse o hacerse la coronilla, recurría a Bosco; el que precisaba un bonete, coser o remendar alguna prenda de vestir, acudía a Bosco. Por eso me resultó dolorosísimo alejamiento, separación de un lugar donde había vivido seis años, donde había recibido educación, ciencia, espíritu eclesiástico y cuantas muestras de bondad y de afecto se pueden desear.

La fecha de mi ordenación era la vigilia de la Santísima Trinidad; celebré la primera misa en la iglesia de San Francisco de Asís, en la que Don Cafasso se encargaba de las conferencias.101 Me esperaban ansiosamente en mi pueblo –desde muchos años atrás no había tenido lugar allí primera misa alguna–, pero preferí celebrarla en Turín, sin ruido. Puedo afirmar que ese día fue el más hermoso de mi vida. En el Memento de aquella inolvidable misa, procuré recordar devotamente a todos mis profesores, bienhechores espirituales y temporales y, con especial relieve, al llorado Don Calosso, a quien siempre rememoro como grande e insigne bienhechor. El lunes me encaminé a celebrar a la iglesia de la Santísima Virgen de la Consolata, para agradecer a la Virgen María los innumerables favores que me había obtenido de su divino Hijo Jesús.

El martes me desplacé a Chieri y celebré la misa en la iglesia de Santo Domingo, en donde vivía todavía mi antiguo profesor –P. Giusiana–, que me atendió con afecto paternal. Durante toda la misa estuvo el buen profesor llorando de emoción. Pasé a su lado aquella jornada, que puedo nominar como día de cielo.

El jueves –solemnidad del Corpus Domini– contenté a mis paisanos. Canté la misa y presidí la procesión de la solemnidad. El párroco invitó a comer a mis parientes, al clero y a las personas distinguidas del pueblo. Todos participaron de aquella alegría, puesto que era muy querido por mis paisanos y cada uno de ellos se alegraba con cuanto pudiera constituir un bien para mí. Por la noche me reuní con la familia. Cerca de casa, contemplando el lugar del sueño que tuve alrededor de los nueve años, no pude contener las lágrimas y exclamé: «¡Cuán maravillosos son los designios de la divina Providencia! Verdaderamente, Dios sacó de su tierra a un pobre niño para colocarlo entre los primeros de su pueblo».



10. Principios del sagrado ministerio – Sermón de Lavriano y Giovanni Brina


Aquel año (1841), al no contar mi párroco con un vicario, desempeñé el cargo durante cinco meses. Experimentaba el mayor placer en el trabajo. Predicaba todos los domingos, visitaba a los enfermos, les administraba los santos sacramentos, excepto la penitencia –pues aún no había realizado el examen de confesión–. Asistía a los entierros, llevaba al día los libros parroquiales, extendía certificados de pobreza o de otro género. Pero hallaba mi delicia en enseñar el catecismo a los niños, entretenerme y charlar con ellos. Frecuentemente venían a visitarme desde Morialdo; cuando iba a casa me hallaba siempre rodeado de ellos y, en el pueblo, encontraban a nuevos compañeros y amigos. Al salir de la casa parroquial, caminaba siempre acompañado de una cuadrilla de muchachos y, adondequiera que fuese, permanecía continuamente rodeado de mis amiguitos que me agasajaban.

Dada mi gran facilidad para exponer la palabra de Dios, me buscaban a menudo para predicar o hacer panegíricos en los pueblos vecinos. Me invitaron a hablar en San Benigno de Lavriano, a finales de octubre de aquel año. Acepté con gusto, al tratarse del pueblo de mi amigo y compañero Don Gioanni Grassino,102 ahora párroco de Scalenghe. Deseaba dar brillo a la solemnidad, por lo cual preparé y escribí el sermón en lenguaje popular, pero correcto; lo estudié a conciencia, persuadido de conquistar fama. Mas... Dios quiso ofrecer una tremenda lección a mi vanagloria. Siendo un día festivo y antes de partir, debía celebrar la misa a una hora cómoda para la población; por lo que necesité servirme de un caballo para llegar a tiempo a predicar. Recorrido medio camino al trote y al galope, alcancé el valle de Casalborgone entre Cinzano y Bersano cuando, de repente y desde un campo sembrado de maíz, se levantó una bandada de pájaros. Asustado por su vuelo y rumor, el caballo se desbocó, lanzándose por caminos, campos y prados. Me mantuve un rato sobre la silla; sin embargo, percatándome de que ésta se escurría bajo el vientre del animal, intenté una maniobra de equitación. Fuera de su sitio, no obstante, la silla me despidió hacia arriba y caí boca abajo sobre un montón de piedras picadas.

Desde la colina cercana, un hombre observó el desgraciado accidente y corrió con uno de sus criados en mi ayuda. Al encontrarme sin sentido, me condujo a su casa y me acostó en la mejor cama que tenía. Me prodigaron los más caritativos cuidados; después de una hora, recuperé el sentido, advirtiendo que me hallaba en una casa ajena.

No se preocupe, señaló mi huésped; no se inquiete al saberse en casa extraña. Aquí no le faltará de nada. Ya he mandado a buscar al médico y otra persona persigue al caballo. Soy campesino, pero provisto de cuanto resulta necesario. ¿Se encuentra muy mal?

Dios le recompense tanta caridad, buen amigo. No creo que sea cosa grave; quizá, alguna costilla rota, pues no puedo mover la espalda. ¿En dónde estoy?

Está usted en la colina de Bersano, en casa de Gioanni Calosso, apodado Brina, su humilde servidor. También yo he rodado por el mundo y necesitado de los demás. ¡Cuántas aventuras he vivido yendo por ferias y mercados!

Cuénteme algo, mientras llega el médico.

¡Cuántas le podría contar! Escuche una de ellas. Hace bastantes años, en otoño, me dirigí a Asti con mi borriquilla buscando provisiones para el invierno. A la vuelta y llegando a los valles de Morialdo, mi pobre animal –muy cargado– cayó en un barrizal, y quedó inmóvil en medio del camino. Todos mis esfuerzos para levantarlo fueron inútiles. Era medianoche, tiempo oscuro y lluvioso. No sabiendo qué hacer, me puse a gritar pidiendo auxilio. Unos minutos después, ya me habían oído en el caserío vecino. Acudieron un seminarista y un hermano suyo con otros dos hombres, portando teas encendidas. Me ayudaron a descargar la burra y sacarla del fango, acompañándome con todo lo mío a su casa. Me encontraba medio muerto; los víveres completamente cubiertos de barro. Me limpiaron, me socorrieron hasta recuperar las fuerzas con una buena cena y, a continuación, me ofrecieron una cama blanda. Antes de partir, por la mañana, quise pagar como correspondía, pero el seminarista lo rehusó diciendo: «Quizá mañana nosotros necesitemos de usted».

Me conmoví ante aquellas palabras; mi interlocutor advirtió las lágrimas y me dijo:

¿Se siente mal?

No, respondí; me agrada tanto el relato que me emociona.

¡Si yo supiese cómo hacer algo por aquella buena familia!... ¡Qué buena gente!

¿Cómo se llamaba?

Familia Bosco, apodada Boschetti. Pero ¿por qué parece tan conmovido? Tal vez conoce a dicha familia... ¿Vive, está bien aquel seminarista?

Aquel seminarista, mi buen amigo, es el sacerdote a quien pagáis mil veces cuanto hizo por usted. Es el mismo que trajisteis a vuestra casa y colocasteis en esta cama. La divina Providencia ha querido manifestarnos con este hecho cómo quien da, recibe.

Fácil imaginar la maravilla y satisfacción de aquel buen cristiano, tanto como las mías al comprobar que, en medio de la desgracia, Dios me guió hasta las manos de tal amigo. Su mujer, una hermana, otros parientes y amigos experimentaron gran alegría al saber que se encontraba en casa la persona de la que tantas veces habían oído hablar. Me dispensaron toda clase de atenciones. Al poco tiempo, se presentó el médico, comprobando que no había rotura alguna, así que en pocos días reemprendí el camino hacia mi pueblo con el mismo caballo. Gioanni Brina me acompañó hasta casa y, mientras vivió, conservamos una estrecha amistad.

Tras el aviso, tomé firme la resolución de preparar en lo sucesivo mis sermones para la mayor gloria de Dios y no para aparecer docto y literato.



11. Colegio Eclesiástico de San Francisco de Asís


Terminadas las vacaciones, me ofrecieron tres empleos para escoger uno de ellos: preceptor en casa de un señor genovés, con la paga de mil francos al año; capellán de Morialdo, en donde los buenos campesinos, por el vivo deseo de tenerme con ellos, doblaban la paga de los capellanes anteriores; vicario en mi pueblo. Antes de tomar una decisión definitiva viajé a Turín para pedir consejo a Don Cafasso, quien –desde hacía varios años– era mi guía en las cosas espirituales y temporales. El santo sacerdote lo escuchó todo: ofrecimientos de buenos estipendios, insistencia de parientes y amigos y mis buenos deseos de trabajar. Sin dudar un momento, me transmitió estas palabras: «Necesita estudiar moral y predicación. Renuncie, por ahora, a toda propuesta y venga al Colegio Eclesiástico».103 Seguí gustoso su sabio consejo y el 3 de noviembre de 1841 entré en dicho Colegio.

El Colegio Eclesiástico –puede decirse– viene a ser un complemento de los estudios teológicos, pues en los seminarios se estudia sólo la dogmática especulativa. De la moral, únicamente se analizan las cuestiones controvertidas. Aquí se aprende a ser sacerdotes: meditación, lectura, dos conferencias diarias, lecciones de predicación, vida recogida, todas las comodidades para estudiar y leer buenos autores, configuraban las ocupaciones en las que cada cual debía aplicarse solícitamente.104

Dos hombres célebres dirigían, en aquel tiempo, este provechoso instituto: el teólogo Luigi Guala105 y Don Giuseppe Cafasso. Guala era el fundador de la obra. Hombre desinteresado, rico en ciencia, prudencia y valor, se entregó todo a todos en la época del gobierno de Napoleón I. Con el fin de preparar a los jóvenes sacerdotes para la vida práctica del sagrado ministerio, una vez finalizados los cursos del seminario, fundó aquel magnífico semillero –que tanto bien reportó a la Iglesia contribuyendo, especialmente, a extirpar algunas raíces de jansenismo que aún se conservaban entre nosotros–106.

Respecto a las disputas, destacaba sobremanera la del probabilismo y probabiliorismo.107 A la cabeza de éste último se encontraban Alasia, Antoine108 y otros autores rigurosos; su práctica puede conducir al jansenismo. Los probabilistas seguían la doctrina de San Alfonso –ahora proclamado doctor de la santa Iglesia–, cuya autoridad viene a ser la teología del Papa, pues sus escritos han sido reconocidos por la Iglesia para enseñar, predicar y practicar, no existiendo en ellos nada que merezca censura. El teólogo Guala se situó con firmeza en medio de las dos corrientes y, colocando en el centro de ambas la caridad de nuestro Señor Jesucristo, logró acercar los dos extremos. El caso llegó a tal punto que, gracias al teólogo Guala, San Alfonso se convirtió en el maestro de nuestras escuelas con ventajas –ansiadas por mucho tiempo– de las que actualmente se experimentan sus saludables efectos.

El brazo derecho de Guala era Don Cafasso. Con una virtud a toda prueba, su prodigiosa calma, su perspicacia y prudencia logró que desapareciera la aspereza que aún quedaba entre algunos de los probabilioristas contra los seguidores de San Alfonso.

Una mina de oro escondía, por su parte, el sacerdote turinés, teólogo Felice Golzio,109 que también era un residente. Hizo poco ruido en su modesta vida; pero con su trabajo incansable, humildad y ciencia suponía un verdadero apoyo o, mejor dicho, el brazo derecho de Guala y Cafasso. Las cárceles, hospitales, púlpitos, los centros benéficos, los enfermos en sus propias casas, ciudades y pueblos, palacios de los grandes y tugurios de los pobres experimentaron los saludables efectos del celo de estas tres lumbreras del clero turinés.

Conformaban el trío de modelos que la divina Providencia me colocaba delante; solamente de mí dependía seguir sus huellas, su doctrina y virtudes. Don Cafasso –desde seis años antes, mi guía– fue también mi director espiritual y, si he realizado algún bien, se lo debo a este digno eclesiástico, en cuyas manos deposité todas las decisiones, aspiraciones y acciones de mi vida. Empezó por llevarme a las cárceles,110 allí aprendí enseguida a conocer cuán grande es la malicia y miseria de los hombres. Me horroricé al contemplar una muchedumbre de muchachos, de doce a dieciocho años; al verlos allí, sanos, robustos y de ingenio despierto, pero ociosos, picoteados por los insectos y faltos de pan espiritual y material. Esos infelices personificaban el oprobio de la patria, el deshonor de las familias y su propia infamia. Cuál no sería mi asombro y sorpresa al descubrir que muchos de ellos salían con el propósito firme de una vida mejor y, sin embargo, luego retornaban al lugar de castigo de donde habían salido pocos días antes.

En circunstancias así, constaté que algunos volvían a aquel lugar porque estaban abandonados a sí mismos. ¿Si estos jovencitos tuvieran fuera un amigo que se preocupara de ellos, los asistiera e instruyese en la religión los días festivos, quién sabe –decía para mí– si no se alejarían de su ruina o, por lo menos, no se reduciría el número de los que regresan a la cárcel? Transmití mi pensamiento a Don Cafasso; con su consejo y ayuda, me dediqué a estudiar cómo llevarlo a cabo, dejando el éxito en manos del Señor, sin el que resultan vanos todos los esfuerzos de los hombres.



12. La fiesta de la Inmaculada Concepción y el principio del Oratorio festivo111


Apenas entré en el Colegio de San Francisco de Asís, me encontré de inmediato con una cuadrilla de muchachos que me acompañaban por calles y plazas y en la misma sacristía de la iglesia del instituto. Me resultaba imposible ocuparme directamente de ellos por falta de local. Un gracioso episodio me ofreció la ocasión para intentar sacar adelante el proyecto en favor de los jóvenes que andaban errantes por las calles de la ciudad, particularmente, de los salidos de las cárceles.112

El día solemne de la Inmaculada Concepción de María (8 diciembre de 1841) y a la hora establecida, me encontraba revistiéndome con los ornamentos sagrados para celebrar la santa misa. El sacristán, Giuseppe Comotti, al descubrir en un rincón a un jovencito, le invitó a que me ayudara a misa.

No sé, respondió él, muy avergonzado.

Ven, replicó, debes hacerlo.

No sé, repuso el jovencito, no lo he hecho nunca.

Eres un animal, afirmó furiosamente el sacristán; si no sabes ayudar a misa ¿a qué vienes a la sacristía?

Mientras decía esto, agarró el mango del plumero y la emprendió a golpes en la espalda y en la cabeza de aquel probrecillo.

Mientras éste echaba a correr, grité yo con fuerza:

¿Qué hace? ¿Por qué pegarle de ese modo? ¿Qué ha hecho?

¿Por qué viene a la sacristía, si no sabe ayudar a misa?

Pero usted ha hecho mal.

¿Y a usted qué le importa?

Me importa mucho; se trata de un amigo mío. Llámele inmediatamente, necesito hablar con él.

Tuder, tuder,113 exclamó llamándole y corriendo tras él; asegurándole que no le haría daño, lo condujo a mi lado.

El muchacho se acercó temblando y llorando por los golpes recibidos.

¿Has oído ya misa?, le dije con el cariño que me fue posible.

No, respondió.

Ven, pues, a oírla; después me interesaría hablarte de un asunto que te va gustar. Aceptó. Deseaba mitigar el disgusto de aquel pobrecito y no dejarle con mala impresión hacia los responsables de aquella sacristía. Celebrada la santa misa y practicada la debida acción de gracias, trasladé a mi aspirante a un coro. Sonriendo y asegurándole que no debía temer más bastonazos, empecé a preguntarle de esta manera:

Mi buen amigo, ¿cómo te llamas?

Me llamo Bartolomé Garelli.

¿De qué pueblo eres?

De Asti.

¿Vive tu padre?

No, mi padre ha muerto.

¿Y tu madre?

Mi madre ha muerto también.

¿Cuántos años tienes?

Tengo dieciséis.

¿Sabes leer y escribir?

No sé nada.114

¿Has sido ya admitido a la primera comunión?

Todavía no.

¿Te has confesado alguna vez?

Sí, pero cuando era pequeño.

Ahora ¿vas al catecismo?

No me atrevo.

¿Por qué?

Porque mis compañeros más pequeños saben el catecismo; y yo, tan mayor, no sé nada. Por eso me da vergüenza ir a las clases.

Si te diera catecismo aparte, ¿vendrías a escucharlo?

Vendría con mucho gusto.

¿Vendrías con agrado a esta habitación?

Vendré con mucho gusto, siempre que no me peguen.

Estáte tranquilo, nadie te tratará mal. Al contrario, serás mi amigo, tendrás que tratar conmigo y con nadie más. ¿Cuándo quieres que comencemos nuestro catecismo?

Cuando usted quiera.

¿Esta tarde?

Sí.

¿Quieres ahora mismo?

Sí, también ahora; con mucho gusto.

Me levanté e hice la señal de la santa cruz para comenzar, pero mi alumno no la hacía porque no sabía. Aquella primera lección de catecismo la dediqué a enseñarle a hacer la señal de la cruz y a que conociera al Dios creador, junto al fin para el que nos creó. Aunque de flaca memoria, dada su asiduidad y atención, en pocos domingos logró aprender las cosas necesarias para hacer una buena confesión y poco después su santa comunión.

A este primer alumno se unieron otros muchos; durante aquel invierno me centré en algunos mayores que tenían necesidad de una catequesis especial y, sobre todo, a los que salían de las cárceles.

Palpé entonces por mí mismo que estos jóvenes reemprendían una vida honrada, olvidando el pasado, y se transformaban en buenos cristianos y honrados ciudadanos, si –una vez fuera del lugar de castigo– encontraban una mano benévola que se ocupara de ellos, los asistiera en los días festivos, les buscara un lugar de trabajo con un buen patrón, yéndolos a visitar alguna vez durante la semana. He ahí el origen de nuestro Oratorio, que –con la bendición del Señor– creció tanto como entonces nunca hubiera imaginado.



13. El Oratorio en 1842


Durante aquel invierno115 traté de consolidar el incipiente Oratorio. Aunque su finalidad era recoger solamente a los chicos en mayor peligro y, preferentemente, a los salidos de la cárcel; no obstante, invité a algunos de buena conducta y ya instruidos para echar cimientos sobre los que apoyar la disciplina y la moralidad. Estos últimos me ayudaban a guardar el orden y también a leer y cantar canciones religiosas; pues, desde entonces, entendí que las reuniones dominicales sin la difusión de libros de canto y de lectura amena resultarían como un cuerpo sin alma. En la fiesta de la Purificación (2 de febrero de 1842), que en aquel momento era fiesta de precepto, ya tenía una veintena de niños con los que alcanzamos a cantar por vez primera el Load a María.

En la fiesta de la Anunciación contábamos ya con treinta. Aquel día realizamos una pequeña fiesta. Por la mañana, los alumnos se acercaron a los santos sacramentos; por la tarde, se cantó una estrofa y, tras el catecismo, se narró un ejemplo a modo de plática. Puesto que el coro donde nos reuníamos hasta entonces resultaba estrecho, nos cambiamos a la cercana capilla de la sacristía.

El Oratorio se organizaba de esta manera: los días festivos se daban facilidades para acercarse a los santos sacramentos de la confesión y de la comunión; además, establecimos un sábado y un domingo al mes para cumplir con este deber religioso. Por la tarde, a una hora determinada, se entonaba un canto breve y se impartía catecismo; después, un ejemplo y la distribución de algún objeto, bien a todos o bien sorteándolo.

Entre los jóvenes que frecuentaron el primitivo Oratorio, quiero señalar a Giuseppe Buzzetti, cuya asistencia fue constante y de forma ejemplar. Se apegó de tal manera a Don Bosco y sus reuniones festivas, que renunció a ir a su casa con la familia (en Caronno Ghiringhello), conforme habitualmente hacían sus hermanos y amigos. También sobresalían sus hermanos Carlo, Angelo y Giosué;116 Gioanni Gariboldi y su hermano, entonces simples peones y hoy maestros de obras.

En general, el Oratorio se componía de picapedreros, albañiles, estucadores, adoquinadores, canteros y otros que venían de pueblos lejanos. Particularmente los últimos, como no conocían dónde se encontraban las iglesias ni conocían a compañeros, estaban expuestos a peligros de perversión, sobre todo en los días de fiesta.

El buen teólogo Guala y Don Cafasso estaban contentos con la reunión de muchachos y me proporcionaban con agrado imágenes, impresos, opúsculos, medallas y pequeños crucifijos para los regalos. Alguna vez me suministraron lo necesario para vestir a los más necesitados y alimentar a otros durante varias semanas hasta que conseguían ganarse el pan con su trabajo. Más aún, al incrementarse grandemente el número, consintieron que reuniera en alguna ocasión a mi pequeño ejército para jugar en el patio contiguo. Si el espacio lo hubiera permitido, de inmediato alcanzaríamos a ser varios centenares, pero tuvimos que limitarnos a unos ochenta.

Cuando se acercaban a los santos sacramentos, el mismo Guala o Don Cafasso solían visitarnos y relatarnos algún episodio edificante.

El teólogo Guala, deseando que celebráramos una bonita fiesta en honor de santa Ana, patrona de los albañiles, después de las funciones religiosas de la mañana, invitó a todos a desayunar con él. Se juntaron casi un centenar en la gran sala, llamada de las conferencias. Les ofrecieron en abundancia café, leche, chocolate, galletas, panecillos, pastas y otros dulces que tanto gustan a los chicos. ¡Es de imaginar cuánto ruido hizo aquella fiesta y cuántos hubiesen venido de permitirlo el local!

Dedicaba enteramente los días festivos a estar con los muchachos; durante la semana, los visitaba en pleno trabajo, en talleres y fábricas. Esta iniciativa constituía un gran consuelo para los chicos, al encontrar un amigo que se ocupaba de ellos; agradaba a los patrones, quienes acogían con gusto bajo su disciplina a jovencitos que estaban asistidos durante la semana y, en particular, los días de fiesta que son los de mayor peligro.

Los sábados me desplazaba a las cárceles con los bolsillos llenos de tabaco, fruta o panecillos para granjearme el afecto de los jóvenes que vivían la desgracia de estar encarcelados; para asistirlos, ganarme su amistad y, de esta manera, animarlos a venir al Oratorio cuando tuviesen la suerte de salir de aquel lugar de castigo.



14. Ministerio sagrado – Aceptación de un cargo en el Refugio (septiembre de 1844)


Por aquel tiempo comencé a predicar en público en ciertas iglesias de Turín, en el Hospital de la Caridad,117 en el Albergue de Virtud,118 en las cárceles, en el Colegio de San Francisco de Paula, 119 dirigiendo triduos, novenas y ejercicios espirituales. Terminados los dos años de moral, superé el examen de confesión, pudiendo ocuparme con mayor provecho de la disciplina, moralidad y bien de las almas de mis jóvenes en las cárceles, en el Oratorio y donde fuera menester.

Reconfortaba observar mi confesionario –a lo largo de la semana y especialmente los días festivos– rodeado de cuarenta o cincuenta muchachos que esperaban horas y horas hasta llegar su turno para confesarse.

Así transcurrió la vida ordinaria del Oratorio por casi tres años, es decir, hasta octubre de 1844. Mientras tanto, la divina Providencia disponía novedades, cambios y también tribulaciones.120

Al concluir los tres cursos de moral, debía decidirme por un sector determinado del sagrado ministerio. El anciano tío de Comollo –ya sin fuerzas– Don Giuseppe Comollo, cura de Cinzano, me solicitó, de acuerdo con el arzobispo, como ecónomo-administrador de la parroquia, ya que él no podía regirla por su edad y achaques. El teólogo Guala me dictó la carta de agradecimiento al arzobispo Fransoni, a la par que me preparaba para otra cosa. Un día Don Cafasso me llamó y dijo:

Ya ha terminado el período de sus estudios; es necesario que vaya a trabajar. En estos tiempos, la mies es muy copiosa. ¿A qué os sentís más inclinado?

A lo que usted me indique.

Hay tres empleos: vicario en Buttigliera de Asti; enseñante de moral aquí en el Colegio; director del Ospedaletto junto al Refugio.121 ¿Cuál elegiría?

El que usted juzgue conveniente.

¿No se inclina más por uno que por otro?

Mi inclinación apunta a ocuparme de la juventud. Usted haga de mí lo que quiera; percibo la voluntad del Señor en su consejo.

¿Qué ocupa en este momento su corazón, qué alberga su mente?

En este momento, siento encontrarme en medio de una multitud de muchachos que solicitan mi ayuda.

Vaya, pues, a pasar unas semanas de vacaciones. Al volver, le indicaré su destino.

Tras las vacaciones, Don Cafasso dejó pasar algunas semanas sin comentarme nada; tampoco yo le consulté.

¿Por qué no pregunta por su destino?, me manifestó un día.

Porque quiero encontrar la voluntad de Dios en su deliberación, sin añadir cosa alguna de mi parte.

Prepare su equipaje y vaya con el teólogo Borel. Será director del pequeño hospital de santa Filomena; trabajará también en la obra del Refugio. Mientras tanto, Dios le pondrá delante lo que deberá hacer por la juventud.

A simple vista, tal consejo parecía oponerse a mis inclinaciones, porque la dirección de un hospital, predicar y confesar en un instituto de más de cuatrocientas jovencitas me quitarían el tiempo para cualquier otra ocupación. Sin embargo, tal era –como pronto comprobé– el designio del cielo.

Desde el primer momento en que conocí al teólogo Borel, descubrí en él a un santo sacerdote, un modelo digno de admiración e imitación. En cuanto disponía de una oportunidad para juntarme con él, recibía siempre lecciones de celo sacerdotal, consejos provechosos y estímulos hacia el bien. Durante los tres años vividos en el Colegio me presté en numerosas ocasiones a ayudarle en las sagradas funciones, a confesar y predicar con él. De modo que el campo de trabajo me resultaba conocido y en cierta manera familiar.

Hablamos largamente varias veces sobre las normas que seguir para ayudarnos mutuamente a la hora de visitar las cárceles y cumplir con las obligaciones que se nos habían confiado, al tiempo que asistir a muchachos, cuya moralidad y abandono reclamaban cada vez más la atención de los sacerdotes. Pero ¿cómo realizarlo? ¿En dónde recoger a aquellos jovencitos?

Su habitación, apuntó el teólogo Borel, servirá durante algún tiempo para reunir a los muchachos que frecuentaban San Francisco de Asís. Cuando podamos trasladarnos al edificio preparado para los sacerdotes junto al Ospedaletto,122 entonces buscaremos un sitio mejor.



15. Un nuevo sueño


El segundo domingo de octubre de aquel año (1844) debía anunciar a mis jóvenes que el Oratorio pasaría a Valdocco. Pero la incertidumbre del lugar, de los medios y personas me mantenía realmente preocupado. La víspera, fui a la cama con el corazón inquieto. Aquella noche tuve un nuevo sueño, que parece un apéndice del de I Becchi cuando andaba por los nueve años. Estimo oportuno exponerlo con detalle.

Soñé que me hallaba en medio de una muchedumbre de lobos, cabras, cabritos, corderos, ovejas, carneros, perros y pájaros. Todos juntos hacían un ruido, un alboroto o, mejor, un estruendo endiablado capaz de asustar al más intrépido. Quería huir, cuando una señora –muy bien vestida como una pastorcilla– me indicó que acompañase y siguiera al extraño rebaño, en tanto que Ella se ponía al frente. Vagamos por distintos parajes; realizamos tres estaciones o paradas. En cada una, muchos de aquellos animales se transformaban en corderos cuyo número aumentaba cada vez más. Después de mucho andar, me encontré en un prado, donde los animales retozaban y comían juntos sin que los unos intentasen hacer daño a los otros.

Agotado de cansancio, busqué sentarme junto a un camino cercano, pero la pastorcilla me invitó a proseguir el camino. Tras otro breve trecho de camino, estaba en un vasto patio, rodeado de pórticos, en cuyo extremo había una iglesia. En ese momento advertí que las cuatro quintas partes de los animales se habían convertido en corderos. Su número se incrementó enseguida muchísimo. Llegaron varios pastorcillos para cuidarlos, pero permanecían un breve tiempo y se marchaban. Entonces ocurrió algo maravilloso: muchos corderos se transformaban en pastorcillos y, al crecer, cuidaban del resto del rebaño. Como aumentaba sobremanera el número de los pastores, éstos se dividieron y marcharon a otros lugares para recoger a más animales extraños y guiarlos a nuevos apriscos.

Quería marcharme de allí, porque me parecía que era hora de celebrar la misa; pero la pastora me sugirió mirar hacia el mediodía. Al observar, contemplé un campo sembrado de maíz, patatas, coles, remolachas, lechugas y muchas otras verduras.

Mira otra vez, apuntó, y observé de nuevo. Entonces divisé una estupenda y alta iglesia. Una orquesta, música instrumental y vocal me invitaban a cantar la misa. En el interior de aquella iglesia había una franja blanca en la que estaba escrito con caracteres cubitales: Hic domus mea, inde gloria mea.

Siempre en sueños, quise preguntar a la pastora en dónde me encontraba, qué significaba aquel andar y detenerse, con la casa, la iglesia y, más adelante, con otra iglesia.

Lo comprenderás todo cuando, con tus ojos físicos, veas realizado cuanto ahora contemplas con los ojos de la mente.

Pareciéndome que me encontraba despierto, dije: «Yo veo claro y veo con los ojos materiales; sé adónde voy y qué hago». En aquel momento sonó la campana del Ave María en la iglesia de San Francisco de Sales y me desperté.

Permanecí ocupado en el sueño casi toda la noche; fue acompañado de muchas particularidades. Entonces poco comprendí del significado, pues no le concedí gran crédito; poco a poco, a medida que las cosas se iban realizando, fui entendiendo. Y más: junto a otro sueño,123 en lo sucesivo, sirvió de programa para mis decisiones.


2 16. Traslado del Oratorio junto al Refugio

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El segundo domingo de octubre, consagrado a la Maternidad de María, comuniqué a mis jovencitos el traslado del Oratorio junto al Refugio. Inicialmente, se asustaron un poco, pero cuando les expliqué que allí nos aguardaba un amplio local –por entero a nuestra disposición– para cantar, correr, saltar y divertirnos, les gustó y esperaban con impaciencia el domingo siguiente para ver las novedades que iban imaginando. El tercer domingo de octubre, dedicado a la Pureza de María Virgen, poco después de mediodía, una turba de muchachos de diversa edad y condición bajaba corriendo a Valdocco buscando el nuevo Oratorio.

¿Dónde está el Oratorio? ¿Dónde está Don Bosco?, interrogaban por todas partes. Nadie sabía responderles una palabra al respecto, pues en aquel vecindario ninguno había oído hablar ni de Don Bosco ni del Oratorio. Los jóvenes, creyéndose burlados, alzaban la voz y sus pretensiones; los del barrio, considerándose insultados, oponían amenazas y golpes. Las cosas comenzaban a tomar un mal cariz, cuando el teólogo Borel y yo salimos de casa al escuchar el alboroto. Nada más aparecer nosotros cesó todo ruido y altercado. Los muchachos corrieron en masa hacia nosotros, preguntando dónde estaba el Oratorio.

Les indicamos que el verdadero Oratorio no estaba todavía acabado y que, mientras tanto, vinieran a mi habitación; serviría muy bien por ser espaciosa. En efecto, aquel domingo las cosas salieron bastante bien; pero al domingo siguiente, como a los viejos alumnos se unieron algunos del vecindario, no sabía dónde meterlos. Habitación, escaleras y corredor estaban atestados de chicos. El día de Todos los Santos me puse a confesar con el teólogo Borel; todos querían confesarse. ¿Cómo proceder? Éramos dos confesores para más de doscientos chicos. Uno encendía el fuego, otro se apresuraba en apagarlo; éste llevaba leña, aquél agua; baldes, tenazas, paletas, cántaros, palanganas, sillas, zapatos, libros y cualquier otro objeto quedaba en desorden por más que se intentaran ordenar y arreglar las cosas. No es posible seguir así, dijo el querido teólogo; hay que buscar un lugar más adecuado. Con todo, pasamos seis días festivos en aquel estrecho local, la habitación situada encima del vestíbulo correspondiente a la primera puerta de entrada al Refugio.

Entre tanto, nos entrevistamos con el arzobispo Fransoni,124 quien comprendió la importancia de nuestro proyecto.

Seguid, nos dijo; haced cuanto juzguéis útil para las almas; os doy todas las facultades que os resulten necesarias. Hablad con la marquesa Barolo;125 quizá ella pueda facilitaros un lugar adecuado. Pero decidme: ¿no podrían acudir esos chicos a sus propias parroquias?

La mayor parte de los jovencitos son extranjeros; viven en Turín sólo una parte del año. Ni siquiera saben a qué parroquia pertenecen. Muchos de ellos andan mal vestidos, emplean dialectos poco comprensibles, por lo que entienden poco y son poco entendidos por los demás. Algunos, por otra parte, siendo ya mayorcitos, no se atreven a mezclarse en la clase con los pequeños.

En conclusión, replicó el arzobispo, que se necesita un lugar aparte destinado a ellos. Continuad, pues. Os bendigo a vosotros y a vuestro proyecto. Os ayudaré en cuanto pueda; tenedme al tanto y en cualquier momento haré lo que esté de mi mano.

Nos dirigimos, en efecto, a la marquesa Barolo y, comoquiera que hasta agosto del año siguiente no se abriría el Ospedaletto, la caritativa señora aprobó que convirtiéramos en capilla dos espaciosas habitaciones destinadas a salas de estar para los sacerdotes del Refugio, cuando tuvieran allí sus habitaciones. Por tanto, para llegar al nuevo Oratorio, se pasaba por donde actualmente se encuentra la puerta del hospital; a través de la pequeña avenida que separa la obra del Cottolengo del citado edificio, se alcanzaba la actual habitación de los sacerdotes; a la tercera planta se subía por la escalera interna.

Allí se encontraba el lugar escogido por la divina Providencia para la primera iglesia del Oratorio. Comenzó a denominarse de San Francisco de Sales por dos razones: primera, porque la marquesa de Barolo abrigaba la intención de fundar una congregación de sacerdotes con dicho título –por lo que hizo pintar la imagen del santo, que todavía se contempla a la entrada del local–; segunda, porque nuestro ministerio exige gran calma y mansedumbre, nos pusimos bajo la protección de San Francisco de Sales, a fin de que nos obtuviese de Dios la gracia de imitarlo en su extraordinaria mansedumbre y en la conquista de las almas. Una razón más para colocarnos al amparo del santo: el que nos prestara su ayuda desde el cielo para imitarlo en el combate contra los errores que atacaban la religión, especialmente el protestantismo, que comenzaba a insinuarse insidiosamente en nuestros pueblos y, sobre todo, en la ciudad de Turín.

En consecuencia y con la autorización del arzobispo, el 8 de diciembre del año 1844, dedicado a la Inmaculada Concepción de María, con un tiempo muy frío y mientras caía una copiosa nevada, se bendijo la suspirada capilla, se celebró la santa misa, bastantes jóvenes hicieron su confesión y comunión; oficié aquella función derramando lágrimas de consuelo porque veía de tal forma que me ya parecía estable la obra del Oratorio, cuyo fin era entretener a la juventud más abandonada y en peligro, una vez cumplidos sus deberes religiosos en la iglesia.126



3 17. El Oratorio en San Martín de los Molinos – Dificultades – La mano del Señor

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En la capilla aneja al edificio del Ospedaletto de santa Filomena, el Oratorio iba encarrilándose óptimamente. Los días festivos acudían los jóvenes en tropel para confesarse y recibir la comunión. Terminada la misa se daba una breve explicación del Evangelio. Después de mediodía, catecismo, canto de canciones religiosas, breve instrucción, letanías de la Virgen y bendición. Durante los intervalos, se divertía agradablemente a los muchachos con diversos juegos. Los realizábamos en la pequeña alameda que todavía existe entre el monasterio de la Magdalena y la vía pública. Allí pasamos siete meses.127 Creíamos haber encontrado el paraíso en la tierra, cuando nos vimos obligados a abandonar aquel refugio acogedor para irnos en busca de otro.

La marquesa Barolo, aunque viera con buenos ojos toda obra de caridad, sin embargo, al acercarse la apertura de su Ospedaletto (fue abierto el 10 de agosto de 1845), quiso que nuestro Oratorio desapareciera de allí. La verdad es que el lugar destinado a capilla, a escuela o a zona de recreo de los jóvenes no tenía comunicación alguna con el interior del edificio –hasta las mismas persianas estaban fijas y vueltas hacia arriba–; con todo, debimos obedecer. Presentamos una firme instancia al municipio de Turín y, gracias a la recomendación del arzobispo Fransoni, conseguimos que el Oratorio se trasladase a la iglesia de San Martín de los Molazzi, o sea, de los Molinos de la ciudad.128

He ahí, pues, que un domingo del mes de julio de 1845, cargamos con los bancos, reclinatorios, candeleros, algunas sillas, crucifijos, cuadros grandes y pequeños. Portando cada uno el objeto que podía, entre algazara, risa y pena –como si de una emigración popular se tratara– nos encaminamos a establecer el cuartel general en el lugar antes indicado.129

El teólogo Borel hizo un discurso para la ocasión, lo mismo a la partida que al llegar a la nueva iglesia. El digno ministro del altar, en un lenguaje popular muy personal, expresó los siguientes pensamientos. Las coles, queridos jóvenes, si no se transplantan, no se hacen grandes y hermosas. Digamos lo mismo de nuestro Oratorio. Hasta ahora ha ido pasando de sitio en sitio; pero en cada lugar en que estuvo, logró siempre un notable incremento, ayudando no poco a los jóvenes que lo han frecuentado. San Francisco de Asís lo vio empezar como un catecismo y algo de canto. Allí no se podía hacer más. El Refugio propició, momentáneamente, una parada –como hacen los que van en tren–, con el fin de que nuestros jóvenes no careciesen, en aquellos pocos meses, de la ayuda espiritual de las confesiones, el catecismo, las pláticas y las amenas diversiones.

Junto al Ospedaletto comenzó un verdadero Oratorio. Parecía que habíamos encontrado la verdadera paz, un lugar adecuado para nosotros; pero la divina Providencia dispuso que tuviéramos que salir de allí y venir aquí, a San Martín. ¿Permaneceremos mucho tiempo? Lo desconocemos; esperamos que sí, pero –sea como fuere– seguimos convencidos de que nuestro Oratorio, como las coles transplantadas, incrementará el número de jóvenes amantes de la virtud, aumentará el interés por el canto y la música y por las escuelas nocturnas y diurnas.

¿Pasaremos, pues, aquí mucho tiempo? No nos preocupemos de cuestiones semejantes; pongámonos enteramente en las manos del Señor, que él cuidará de nosotros. Sin duda, Él nos bendice, ayuda y protege. Él pensará en el lugar conveniente para promover su gloria y el bien de nuestras almas. Pero, así como las gracias del Señor forman una especie de cadena –de suerte que un anillo se une con otro–, del mismo modo, si aprovechamos las primeras gracias, podemos estar seguros de que Dios nos concederá otras mayores; y, si secundamos los fines del Oratorio, caminaremos de virtud en virtud hasta alcanzar la patria feliz, en donde la infinita misericordia de nuestro Señor Jesucristo dará a cada uno el premio merecido.

A esta solemne función asistió un gentío inmenso de muchachos; y cantamos un Te Deum en acción de gracias con muchísima emoción.

Aquí, las prácticas religiosas se desarrollaban como en el Refugio. Mas no podíamos celebrar la misa ni dar la bendición por la tarde; con lo que no existía la posibilidad de repartir la comunión, que es el elemento básico de nuestra institución. El mismo recreo encontraba numerosos obstáculos, paralizado a menudo porque los muchachos debían jugar en la calle y en la plazuela delante de la iglesia, por donde pasaban frecuentemente peatones, carros, caballos y carretones. Al no disponer de otra cosa mejor, dábamos gracias al cielo por cuanto nos había concedido hasta entonces, en espera de un lugar más adecuado. No obstante, sobrevinieron nuevos trastornos.

Como los molineros, los mozos y empleados no toleraban los saltos, los cantos y, a veces, el alboroto de nuestros chicos, se alarmaron y de común acuerdo presentaron sus quejas ante el municipio. Comenzó por la época a propagarse la opinión de que aquellas reuniones de muchachos eran peligrosas, pudiendo producirse –de un momento a otro– motines y revueltas. Para llegar a tal conclusión se apoyaban en la pronta obediencia con la que los chicos ejecutaban la más pequeña indicación de su superior. Añadíase, sin razón, que los muchachos causaban mil desperfectos en la iglesia, fuera de la iglesia y en el adoquinado; daba la impresión que Turín se iba a venir abajo si nosotros siguiéramos reuniéndonos en aquel lugar.

El colmo de nuestros males llegó con la carta escrita por un secretario de los Molinos al alcalde de Turín, en la que se recogían toda clase de rumores sin el menor fundamento y se manifestaba –abultando daños imaginarios130–, que resultaba imposible a las familias ocupadas en aquellos trabajos desempeñar sus obligaciones y gozar de tranquilidad. Alcanzó a decirse que aquello era un semillero de inmoralidad. El alcalde, aunque convencido de lo infundado del informe, escribió una encendida carta, en virtud de la cual nuestro Oratorio debía trasladarse inmediatamente a otra parte. ¡Disgusto general, lamentaciones... inútiles! Tuvimos que irnos. Pero conviene advertir que el secretario autor de la famosa carta, llamado Cussetti (no debe publicarse nunca), fue la última vez que escribió: fue atacado de un fuerte temblor en la mano derecha y bajó a la tumba, tres años después, a consecuencia de aquel mal. Dios quiso que su hijo quedase abandonado en medio de la calle, viéndose obligado a pedir pan y asilo en el internado que más tarde se abrió en Valdocco.


18. El Oratorio en «San Pietro in Vincoli» – La criada del capellán – Una carta – Un accidente desagradable

Comoquiera que el alcalde y, en general, el municipio, estaban persuadidos de la inconsistencia de cuanto se escribía contra nosotros, bastó con una simple instancia y la recomendación del arzobispo para que se nos permitiera reunirnos en el patio y en la capilla del Santo Cristo, conocido vulgarmente como San Pietro in Vincoli. De esta manera, después de dos meses de permanencia en San Martín, nos transferimos con amarga pena a una nueva zona que, por otra parte, nos resultaba más adecuada. Los anchos pórticos, el espacioso patio y la iglesia, apta para las funciones sagradas, inflamaron el entusiasmo de los jóvenes, que se pusieron locos de contento. Sin embargo, allí existía un terrible rival que desconocíamos. No se trataba de ningún muerto, de entre los que en gran número reposaban en los cercanos sepulcros, sino de una persona viva, la sirvienta del capellán. Apenas empezó a oír los cantos y las voces y, digamos, la algazara de los muchachos, salió de casa hecha una furia y, con la cofia atravesada y los brazos en jarras, comenzó a insultar a toda aquella multitud de chicos que se divertían. Chillaban, a la par con ella, una chiquilla, un perro, un gato y todo un gallinero; pareciendo que fuese a estallar una guerra europea. Intenté acercarme para calmarla, indicándole que aquellos muchachos no tenían ninguna mala intención, que se divertían y no cometían ningún pecado. Entonces se volvió contra mí y descargó conmigo.

En aquel momento juzgué oportuno interrumpir el recreo y dar un poco de catecismo. Tras el rezo del rosario en la iglesia, nos despedimos con la esperanza de encontrar una mayor tranquilidad el domingo siguiente. Ocurrió todo lo contrario. Al atardecer, cuando llegó el capellán, la buena de la criada lo abordó y, después de llamar, a Don Bosco y a sus revolucionarios muchachos, profanadores de los lugares santos y unos verdaderos canallas, obligó a su buen amo a enviar una carta al municipio.

Escribió al dictado de la criada, pero con tal dureza que inmediatamente se promulgó orden de captura contra cualquiera de nosotros que volviese por allí. Doloroso recordarlo, pero aquella fue la última carta del capellán Don Tesio;131 escribió el lunes y, horas más tarde –víctima de un ataque apopléjico–, fallecía casi de repente. Dos días después, corría la misma suerte la sirvienta. Estos hechos se divulgaron e impresionaron profundamente a los jóvenes y a cuantos se enteraron de la noticia. El afán de acudir y informarse de los tristes sucesos fue grande en todos; pero al prohibirse las reuniones en San Pietro in Vincoli y no habiendo podido avisar a tiempo sobre el cambio, nadie –ni yo mismo– podía imaginar en qué lugar se celebraría la reunión.



3.1 19. El Oratorio en Casa Moretta

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El domingo siguiente a la prohibición, se desplazó a San Pietro in Vincoli una multitud de chicos, por no haber sido avisados previamente. Al encontrar todo cerrado, se dirigieron en masa a mi habitación junto al Ospedaletto. ¿Qué hacer? Me encontraba con un montón de enseres de iglesia y de juego, una turba de adolescentes que seguía mis pasos adondequiera me encaminase, y no disponía de un palmo de terreno donde reunirnos.

Sin embargo, ocultando mis penas, aparentaba de buen humor con todos y los divertía contando mil maravillas en torno al futuro Oratorio, que –entonces– existía sólo en mi mente y en los designios del Señor. En los días festivos y con el fin de entretenerlos de alguna forma, los llevaba unas veces a Sassi; otras, a la Madonna del Pilone, a la Madonna di Campagna,132 al Monte de los Capuchinos,133 y hasta a Superga.134 Por la mañana procuraba celebrar misa en aquellas iglesias y explicar el evangelio. Por la tarde, un poco de catecismo, canto de letrillas y algún que otro relato; después, una vuelta por los alrededores y paseos hasta la hora de tornar a la propia familia. Parecía que esta situación crítica reduciría a humo cualquier plan del Oratorio; en cambio, aumentaba extraordinariamente el número de cuantos lo frecuentaban.

Entre tanto, estábamos en el mes de noviembre (1845), tiempo ya nada apto para paseos o caminatas fuera de la ciudad. De acuerdo con el teólogo Borel, alquilamos tres habitaciones de la casa de Don Moretta,135 cercana y casi en frente de la actual iglesia de María Auxiliadora. A fuerza de reparaciones, aquella casa –hoy– casi se ha rehecho completamente. Allí transcurrimos cuatro meses, angustiados por las estrechuras del lugar, pero contentos al permitirnos recoger en las habitaciones a nuestros alumnos, instruirles y dar facilidades, sobre todo, para confesarse. Más todavía, aquel invierno comenzamos las escuelas nocturnas. Era la primera vez que en nuestros pueblos se hablaba de tal género de escuelas; por eso se comentó mucho el hecho; unos a favor, otros en contra.136

También por aquel tiempo se propagaron habladurías muy extrañas. Calificaban algunos a Don Bosco de revolucionario; otros, lo tomaban por loco o hereje. Pensaban de este modo: «El Oratorio aleja a los chicos de sus parroquias; por tanto, el párroco se encontrará con la iglesia vacía y no podrá conocer a los niños, de quienes tendrá que dar cuenta ante el tribunal del Señor. Don Bosco debe mandar a los jovencitos a sus parroquias y dejarse de juntarlos en otros lugares».

Así me hablaban dos respetables párrocos de esta ciudad que me visitaron en nombre de sus colegas.

Los jóvenes que yo reúno, les respondí, no alteran la frecuencia a las parroquias, pues la mayor parte de ellos no conocen ni al párroco ni la parroquia.

¿Por qué?

Porque casi todos son forasteros; se encuentran en esta ciudad abandonados por parte de sus parientes o han venido en busca de un trabajo que no encuentran. Quienes de ordinario frecuentan mis reuniones son saboyanos, suizos, del valle de Aosta, de Biella, de Novara, de Lombardía.

¿No podría enviar a estos chicos a las respectivas parroquias?

No saben cuáles son.

¿Por qué no indicárselo?

No es posible. La lejanía de la patria, la diversidad de lenguajes, la inseguridad del domicilio y el desconocimiento de los lugares hacen difícil, por no decir imposible, el acudir a las parroquias. Además, muchos de ellos son ya mayores –entre dieciocho, veinte y aun veinticinco años de edad– e ignorantes en religión. ¿Quién podría convencerlos para que fueran a mezclarse con niños de ocho o diez años, mucho más instruidos que ellos?

¿No podría usted acompañarlos y enseñarles el catecismo en las mismas iglesias parroquiales?

A lo sumo, sería capaz de hacerlo en una parroquia, pero no en todas. El problema se arreglaría si cada párroco se preocupara de venir personalmente o enviar a alguien que se hiciese cargo de estos chicos y los acompañase a las respectivas parroquias. Pero incluso esto resulta difícil, pues no pocos de ellos son ligeros y traviesos y se acercan únicamente atraídos por los paseos y diversiones que organizamos; sólo así se deciden a asistir también al catecismo y a las prácticas de piedad. Por consiguiente, sería preciso que cada parroquia tuviera además un lugar adecuado para reunir y entretener a estos jovencitos con diversiones agradables.

Eso es imposible. No hay locales, ni sacerdotes que tengan libre el día de fiesta para tales ocupaciones.

¿Entonces?

Entonces, haga lo que le parezca bien, mientras nosotros deliberamos sobre lo que conviene hacer.

El tema de si se debían promover o rechazar los Oratorios hizo discutir a los párrocos de Turín. Hubo pronunciamientos a favor y en contra. El cura de Borgo Dora, Don Agostino Cattino, con el teólogo Ponzati, cura de San Agustín, me trajo la respuesta en estos términos: «Los párrocos de la ciudad de Turín, reunidos en una de sus habituales conferencias, trataron de la conveniencia de los Oratorios. Considerados, por ambas partes, los temores y esperanzas, ante la imposibilidad de que cada párroco pueda organizar un Oratorio en su respectiva parroquia, animan al sacerdote Bosco a continuar hasta que no se tome otra decisión».

Mientras sucedían estas cosas, llegó la primavera de 1846. La casa Moretta estaba habitada por muchos inquilinos, quienes –aturdidos por el alboroto y el continuo ruido del ir y venir de los jóvenes– se quejaron al dueño, declarando que todos rescindirían el contrato del alquiler si no cesaban inmediatamente aquellas reuniones. Por ello, el buen sacerdote Moretta se vio obligado a comunicarnos que nos buscásemos inmediatamente otro lugar donde juntarnos, si queríamos que el Oratorio siguiera con vida.



4 20. El Oratorio en un prado – Paseo a Superga

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Con gran pena y no pequeños inconvenientes para nuestros encuentros, en marzo de 1846 abandonamos la casa Moretta y arrendamos un prado137 de los hermanos Filippi, en donde actualmente existe una fundición de hierro. Allí me encontré a cielo descubierto, en medio de un prado cercado por un pobre seto, que dejaba paso libre a quien desease entrar. Contábamos entre trescientos a cuatrocientos jóvenes que encontraban su paraíso terrestre en aquel Oratorio, en el que la bóveda del cielo hacía de techo y paredes. ¿Cómo realizar las prácticas religiosas en aquel lugar? Enseñábamos el catecismo como buenamente podíamos, se cantaban algunas letrillas y las vísperas; después, el teólogo Borel o yo subíamos a una pendiente o sobre una silla para la plática a los muchachos, que se acercaban ansiosos a escucharnos.

Las confesiones se realizaban del siguiente modo: los días festivos, muy de mañana, me acercaba al prado, en donde muchos ya aguardaban. Me sentaba en una linde y escuchaba la confesión de unos, mientras otros se preparaban o daban gracias; seguidamente, no pocos reanudaban sus juegos. A una cierta hora de la mañana se daba un toque de trompeta, y todos los jovencitos se reunían; un segundo toque significaba el silencio que me permitía decir algo e indicar adónde íbamos a oír misa y comulgar.

A veces –conforme quedó dicho–, íbamos a la Virgen del Campo, a la iglesia de la Consolata, a Stupinigi138 o a lugares mencionados más arriba. Como hacíamos frecuentes caminatas hasta lugares lejanos, relataré una a Superga; por ella se sabrá cómo se hacía el resto.

Reunidos los jóvenes en el prado, dábamos tiempo para jugar un poco a las bochas, a las chapas etc.; se tocaba un tambor y después una trompeta; se convocaba así la reunión y la partida. Procurábamos, primero, que todos oyeran misa y, poco después de las nueve, partíamos hacia Superga. Unos portaban cestos de pan; otros, queso, embutido o fruta y otros artículos necesarios para aquel día. Se guardaba silencio hasta las afueras de la ciudad; luego comenzaban el bullicio, los cantos y gritos, pero siempre en fila y en orden.

Al llegar a los pies de la subida que conduce a la basílica, me encontré con un caballito estupendo y debidamente enjaezado, enviado por el sacerdote Anselmetti,139 cura de aquella iglesia. Allí mismo recibí también una misiva del teólogo Borel, que nos había precedido, en la que decía: «Venga tranquilo con nuestros queridos jóvenes; la sopa, el plato de carne y el vino están preparados». Monté a caballo y leí en alta voz la carta. Todos se arremolinaron alrededor y, finalizada la lectura, estallaron en aplausos y aclamaciones, gritando, chillando y cantando. Unos agarraban al caballo por las orejas, otros por el morro o por la cola, tropezando con el pobre animal o con quien lo cabalgaba. El manso equino soportaba todo pacíficamente, dando señales de una paciencia mayor que la que hubiera tenido el que iba encima. En medio de aquel alboroto, lográbamos que se escuchara nuestra banda, compuesta de un tambor, una trompeta y una guitarra. Aunque desafinaban, todo servía para acompañar las voces de los jóvenes y bastaba para producir una asombrosa armonía.

Cansados de reír, bromear, cantar y gritar, llegamos al lugar establecido. Los jovencitos, como estaban sudorosos, se sentaron en el patio del santuario; enseguida se les procuró lo necesario para su voraz apetito. Tras el breve descanso, reuní a todos y les conté detalladamente la maravillosa historia de la basílica, de las tumbas reales de la cripta y de la Academia Eclesiástica,140 allí erigida por Carlo Alberto141 y promovida por los obispos de los Estados Sardos.

El teólogo Guglielmo Audisio,142 que era el director de esta Academia, pagó amablemente la sopa y el segundo plato para todos los huéspedes. El párroco regaló el vino y la fruta. Se dio un par de horas para visitar los locales y, después, nos reunimos en la iglesia, donde ya había mucha gente. A las tres de la tarde, pronuncié una breve plática desde el púlpito; a continuación, algunos con buena voz cantaron el Tantum ergo; y la novedad de las voces blancas causó la admiración de los presentes. A las seis se soltaron algunos globos aerostáticos y, enseguida, emprendimos el regreso hacia Turín con vivas manifestaciones de gratitud a cuantos nos habían obsequiado. El mismo cantar, reír, correr y, a veces, rezar de antes ocupó nuestro camino de regreso. Ya en la ciudad, cada vez que alguno llegaba a la zona más próxima a la propia casa, abandonaba la fila y se iba con su familia. Cuando alcancé el Refugio, todavía me acompañaban siete u ocho jóvenes de los más robustos, que traían los utensilios empleados en la jornada.



5 21. El marqués de Cavour y sus amenazas – Nuevos trastornos para el Oratorio

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Imposible explicar el entusiasmo que estos paseos suscitaban en los jóvenes. Felices con aquella mezcla de devoción, juegos y paseos, se encariñaban de tal forma conmigo que no sólo eran obedientísimos a mis órdenes, sino que ansiaban les confiara cualquier encargo que tuvieran que realizar. Cierto día, al comprobar cómo lograba el silencio entre unos cuatrocientos muchachos que saltaban y alborotaban en el prado con un simple gesto de la mano, un guardia exclamó: «Si este cura fuera un general de armada, podría combatir contra el más poderoso ejército del mundo». Realmente la obediencia y afecto de mis alumnos rayaba en la locura.

Por otra parte, el asunto dio ocasión de renovar las habladurías de que Don Bosco, en cualquier momento, podía provocar una revolución con sus jóvenes. Tan ridícula afirmación volvió a encontrar crédito entre las autoridades locales, especialmente en el marqués de Cavour, padre de los célebres Camillo y Gustavo,143 entonces vicario de Ciudad144 –equivalente a jefe de la seguridad urbana–. Mandó que me personara en el Palacio municipal y, tras un largo razonamiento sobre las patrañas que se me imputaban, concluyó diciéndome:

Mi buen sacerdote, acepte mi consejo, deje en libertad a esos granujas, que no harán más que darle disgustos a usted y a las autoridades públicas. Me han asegurado que tales reuniones son peligrosas y, por tanto, no puedo tolerarlas.

No tengo más miras, señor marqués –respondí–, que mejorar la suerte de estos pobres hijos del pueblo. No pido recursos económicos; únicamente un lugar en donde reunirlos. Con este medio espero poder disminuir el número de golfos y de los que van a poblar las cárceles.

Se engaña, buen sacerdote; se cansa en balde. No puedo asignarle ningún local, teniendo por seguro que tales reuniones son peligrosas. Pero, usted, ¿en dónde encontrará los medios para pagar alquileres y hacer frente a tantos gastos como le ocasionan estos vagabundos? Le repito que no puedo permitir dichas reuniones.

Los resultados obtenidos, señor marqués, me confirman que no trabajo en vano. Muchos jovencitos totalmente abandonados fueron recogidos, librados de los peligros, orientados hacia algún oficio, y las cárceles no volvieron a ser su morada. Hasta ahora los medios materiales no me han faltado: están en las manos de Dios, quien a veces se sirve de instrumentos de poco valor para cumplir sus sublimes designios.

Tenga paciencia. Obedezca sin más; no puedo permitir tales reuniones.

No lo haga por mí, señor marqués, sino por el bien de tantos jóvenes abandonados que, quizá, tendrían un triste fin.

Cállese. No estoy aquí para discutir. Esto es un desorden. Quiero y debo impedirlo. ¿No sabe que está prohibida cualquier concentración, a no ser que se cuente con el legítimo permiso?

Mis concentraciones no tienen finalidad política. Enseño el catecismo a pobres muchachos, y lo hago con el permiso de mi arzobispo.

¿Está enterado el arzobispo de estas cosas?

Totalmente informado, y no he dado nunca un paso sin su consentimiento.

Pero yo no puedo permitir semejantes concentraciones.

Imagino, señor marqués, que no pretenderá prohibirme dar catecismo cuando dispongo del permiso de mi arzobispo.

Y si el arzobispo le mandara desistir de esta su ridícula empresa, ¿no opondría ninguna dificultad?

Absolutamente ninguna. Comencé y me he mantenido hasta el presente siguiendo el parecer de mi superior eclesiástico y una simple indicación suya sería para mí una orden.

Retírese. Hablaré con el arzobispo, pero no se obstine ante sus órdenes; de lo contrario me obligará a tomar medidas severas de las que no querría echar mano.

Llegadas a este punto las cosas, pensé que me dejarían en paz, al menos por algún tiempo. Cuál no fue mi estupor cuando, al llegar a casa, encontré una carta de los hermanos Filippi con la que me echaban del lugar que me habían alquilado.

«Sus muchachos, escribían, al pisotear incesantemente nuestro prado, echarán a perder hasta la raíz de la hierba. Con gusto le perdonamos el alquiler vencido, con tal de que dentro de quince días deje libre nuestro prado. No nos es posible concederle más tiempo».

Sabido que me rodeaban tantas dificultades, varios amigos me sugerían abandonar la empresa, que ellos consideraban inútil. Otros, al verme muy pensativo y continuamente rodeado de muchachos, comenzaban a decir que me había vuelto loco.

Un día el teólogo Borel, en presencia –entre otros– del sacerdote Sebastiano Pacchiotti, procedió a señalarme:

Para no exponernos a perderlo todo, es mejor salvar alguna cosa. Dejemos en libertad a todos los actuales jovencitos; quedémonos sólo con una veintena de los más pequeños. Mientras les enseñamos el catecismo, Dios abrirá el camino y la oportunidad de hacer algo más.

No es preciso esperar otra oportunidad, respondí; el lugar está preparado; hay en él un patio espacioso, una casa con muchos niños, pórtico, iglesia, sacerdotes, clérigos, todo a nuestra disposición.

Pero ¿dónde se encuentra todo eso?, interrumpió el teólogo Borel.

No sé decir dónde, pero ciertamente existen y son para nosotros.

Entonces el teólogo Borel, echándose a llorar, exclamó:

Pobre Don Bosco; se le ha trastornado la cabeza.145

Me tomó la mano, me besó y se marchó con Don Sebastiano Pacchiotti, dejándome solo en mi habitación.



22. Despido del Refugio – Nueva acusación de locura


Las numerosas cosas que se decían sobre Don Bosco empezaban a inquietar a la marquesa Barolo, tanto más que el municipio de Turín se mostraba contrario a mis proyectos.

Un día, se acercó ella a mi aposento y empezó a hablarme en este tono:

Estoy muy contenta de los cuidados que se toma por mis institutos.146 Le agradezco que haya trabajado tanto para introducir en ellos cantos religiosos, el gregoriano, la música, la aritmética e incluso el sistema métrico.

No tiene por qué agradecérmelo. El deber de los sacerdotes es cumplir con sus obligaciones.147 Dios lo pagará todo. No se hable más de ello.

Quería expresarle que siento de verdad que las múltiples ocupaciones hayan quebrantado su salud. No es posible que pueda continuar con la dirección de mis obras y de la obra de los muchachos abandonados; y más ahora, que su número ha crecido desmesuradamente. He venido para proponerle que se ocupe sólo de lo que realmente es su obligación, es decir, la dirección del Ospedaletto; no ir más a las cárceles ni al Cottolengo y suspender toda ocupación con los muchachos. ¿Qué me dice?

Señora marquesa, Dios me ha ayudado hasta ahora y no dejará de ayudarme en adelante. No se preocupe de lo que deba hacer. Entre Don Pacchiotti, el teólogo Borel y yo lo realizaremos todo.

Pero no puedo tolerar que usted se mate. Tantas y tan variadas ocupaciones, se quiera o no, van en detrimento de su salud y de mis instituciones. Además, las habladurías que corren sobre su salud mental, la oposición de las autoridades locales me obligan a aconsejarle...

¿Qué, señora marquesa?

A dejar la obra de los muchachos o la del Refugio. Piénselo usted y ya me responderá.

Mi respuesta está ya pensada. Usted tiene dinero y encontrará fácilmente cuantos sacerdotes quiera para sus instituciones. No ocurre lo mismo con los chicos pobres. Si en este momento me retiro, todo acaba en humo; por tanto, como hasta el presente, seguiré haciendo lo que pueda en el Refugio; cesaré oficialmente en el cargo y me entregaré de lleno al cuidado de mis muchachos abandonados.

Pero ¿cómo podrá vivir?

Dios me ha ayudado siempre y seguirá haciéndolo en adelante.

Pero usted tiene mala salud, su cabeza no le rige; terminará endeudándose y recurrirá a mí; le aseguro desde este instante que no le daré ni un céntimo para sus muchachos. Ahora acepte mi consejo de madre. Seguiré pasándole la paga, y se la aumentaré si quiere. Váyase a pasar uno, tres o cinco años a cualquier parte y descanse;148 cuando esté perfectamente restablecido, vuelva al Refugio y será siempre bien recibido; de lo contrario, me coloca ante la desagradable necesidad de despedirlo de mis instituciones. Piénselo seriamente.

Ya lo he pensado, señora marquesa. He consagrado mi vida al bien de la juventud. Le agradezco sus ofrecimientos, pero no puedo alejarme del camino que me ha trazado la divina Providencia.

¿Así que prefiere usted sus vagabundos a mis institutos? Si es así, queda despedido desde este momento. Hoy mismo le buscaré un sustituto.

Le hice ver que un despido tan precipitado podría inducir a suponer motivos poco honrosos para ella y para mí; era mejor obrar con calma y guardar entre nosotros aquella misma caridad de la que ambos hemos de rendir cuenta ante el tribunal del Señor.

Entonces, concluyó, le daré tres meses; acabados, dejará a otros la dirección de mi Ospedaletto.

Acepté el despido, abandonándome a lo que Dios dispusiera.

Entre tanto, se consolidaba cada vez más el rumor que Don Bosco se había vuelto loco. Mis amigos estaban pesarosos; algunos reían; pero todos se mantenían alejados de mí. El arzobispo dejaba hacer; Don Cafasso me aconsejaba contemporizar; el teólogo Borel callaba. De este modo, casi todos mis colaboradores me dejaron solo en medio de unos cuatrocientos muchachos.

En aquellas circunstancias, ciertas personas respetables se propusieron cuidar de mi salud. «Este Don Bosco, decía una de ellas, tiene ideas fijas que le llevarán inevitablemente a la locura. Quizá le resulte bien una cura. Llevémosle al manicomio; allí, con las debidas atenciones, se hará cuanto sugiera la prudencia».

Dos se encargaron de recogerme con una carroza para conducirme al manicomio. Ambos mensajeros me saludaron cortésmente. Tras interesarse por mi salud, por el Oratorio, por el futuro edificio y la iglesia, lanzaron un profundo suspiro y pronunciaron estas palabras: «Es verdad».

Me invitaron a continuación a dar un paseo con ellos. «Un poco de aire te hará bien. Ven, tenemos precisamente la carroza. Iremos juntos y dispondremos de tiempo para conversar». Me percaté entonces del juego y, sin darme por enterado, los acompañé hasta el carruaje. Insistí para que entraran ellos primero a tomar asiento en la carroza y, en lugar de subir yo también, cerré deprisa la puerta y dije al cochero: «Partid a toda velocidad al manicomio, en donde aguardan a estos dos eclesiásticos».



6 23. Traslado al actual Oratorio de San Francisco de Sales

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Mientras ocurrían los hechos que acabo de narrar, llegó el último domingo en el que me permitían tener el Oratorio en el prado (15 marzo de 1846). Callaba, pero todos conocían mis preocupaciones y espinas. Al atardecer de aquel día, contemplaba la multitud de niños que jugaban, considerando la copiosa mies que iba madurando para el sagrado ministerio; mientras permanecía solo, falto de operarios, sin fuerzas, en un estado de salud deplorable y sin saber dónde reuniría en lo sucesivo a mis muchachos. Me sentía profundamente aturdido.

Me retiré a un lado, paseando a solas y, por primera vez quizá, me conmoví hasta las lágrimas. Mientras paseaba, alzando los ojos al cielo, exclamé: «Dios mío, ¿por qué no me señaláis claramente el lugar en donde queréis que reúna a estos muchachos? Dádmelo a conocer o decidme qué he de hacer».

Acababa de hablar así, cuando llegó un tal Pancrazio Soave149 y me dijo tartamudeando:

¿Es verdad que busca un sitio para montar un laboratorio?

No un laboratorio, sino un Oratorio.

Yo no sé si es lo mismo oratorio o laboratorio; pero un terreno sí que hay; venga a verlo. Es propiedad del señor Giuseppe Pinardi,150 una persona honrada. Venga y hará un buen contrato.

Oportunamente, en aquel momento, llegó un fiel colega mío de seminario, Don Pietro Merla,151 fundador de una obra pía, conocida con el nombre de Familia de San Pedro. Trabajaba celosamente en el sagrado ministerio y había comenzado su institución con el fin de remediar el triste abandono en que se encontraban tantas muchachas solteras o mujeres desgraciadas que, tras pasar por la cárcel, de ordinario eran rechazadas por la sociedad, de manera que les resulta casi imposible encontrar quien les proporcione pan y trabajo. Cuando a aquel digno sacerdote le quedaba un rato libre, venía con gusto a echar una mano a su amigo, a quien de ordinario encontraba solo en medio de una multitud de muchachos.

¿Qué pasa?, dijo apenas se encontró conmigo. Nunca te he visto tan triste. ¿Te ha ocurrido alguna desgracia?

Desgracia no, pero sí un gran apuro. Hoy es el último día que me permiten estar en este prado. Es tarde; restan dos [horas] de luz; he de comunicar a mis jóvenes dónde se reunirán el próximo domingo y no lo sé. Hay aquí un amigo que me comunica la existencia de un lugar que tal vez me convenga. Ven, asiste un momento mientras juegan; voy a ver de qué se trata y enseguida estaré de vuelta.

Llegado al sitio indicado, observé una casucha de una sola planta con escalera y balcón de madera carcomida, rodeada de huertos, prados y campos. Quise subir por la escalera, pero Pinardi y Pancrazio me indicaron: «El lugar destinado para usted está aquí, detrás».

Se trataba de un cobertizo alargado que, por un lado, se apoyaba en la pared y, por el otro, descendía dejando una abertura cercana a un metro de alto. En caso de necesidad, serviría como almacén o para leñera, y nada más. Al entrar dentro tuve que agachar la cabeza para no pegar en el techo.

No me sirve, dije, porque es demasiado bajo.

Lo haré arreglar a su gusto, repuso complaciente Pinardi. Excavaré, pondré unos escalones y otro pavimento; pues deseo ardientemente que usted establezca aquí su laboratorio.

No un laboratorio, sino un Oratorio, una pequeña iglesia para reunir a los jovencitos.

Con mayor gusto todavía. Me ofrezco de buena gana a prepararlo. Hagamos un trato. También yo soy cantor; vendré a ayudarle; traeré dos sillas, una para mí y otra para mi mujer. Tengo además una lámpara en mi casa; se la traeré también.

Aquel buen hombre parecía delirar por la alegría de contar con una iglesia en su casa.

Le agradezco, mi buen amigo, su caridad y su buena voluntad. Acepto sus amables ofrecimientos. Si puede usted rebajar el pavimento no menos de un pie (50 centímetros), acepto. Pero ¿cuánto pedís?

Trescientos francos. Me ofrecen más, pero le prefiero a usted que quiere destinar el local en beneficio público y de la religión.

Os entrego trescientos veinte, con tal de que pongáis a mi disposición también, para el recreo de mis jóvenes, la franja de terreno que lo rodea, y me prometáis que el próximo domingo puedo venir aquí con mis muchachos.

De acuerdo. Trato hecho. Venga, pues. Todo estará a punto.

No busqué más. Corrí enseguida con los jóvenes; los reuní a mi alrededor y me puse a gritar con voz potente: «Ánimo, hijos míos, ya tenemos un Oratorio más estable que en el pasado; tendremos iglesia, sacristía, locales para clases y terreno de juego. El domingo, el domingo iremos al nuevo Oratorio que se encuentra allá en casa Pinardi, y les señalaba el lugar».

Mis palabras fueron escuchadas con el más vivo entusiasmo. Unos corrían y daban saltos de alegría; otros se habían quedado como inmóviles; algunos vociferaban –mejor se diría, gritaban y chillaban–; todos conmovidos y llenos de profunda gratitud, como quien experimenta un gran placer y no sabe el modo de manifestarlo. Para dar gracias a la Santísima Virgen –que había escuchado y acogido las plegarias que, aquella misma mañana, elevamos en la iglesia de la Virgen de Campo–, nos arrodillamos por última vez en aquel prado y recitamos el santo rosario; al final del cual todos tornaron a sus casas. Cumplíamos así con el último saludo al lugar que habíamos amado por necesidad, pero que –con la esperanza de otro mejor– abandonábamos sin pena.

Al domingo siguiente, solemnidad de Pascua, 12 de abril, trasladamos todos los enseres de la iglesia y los juegos, para tomar posesión del nuevo local.


[DÉCADA TERCERA]


MEMORIAS DEL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES

6.1

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6.1.1 DEL 1846 AL 1855

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7 1. La nueva iglesia

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Aunque la nueva iglesia fuese una auténtica miseria, al haber sido alquilada con un contrato formal, nos libraba de la inquietud de pensar en emigrar continuamente de un sitio a otro con trastornos gravísimos. Tenía la impresión, además, de que se trataba verdaderamente del lugar donde –en sueños– vi escrito: Haec est domus mea, inde gloria mea, aunque fuesen diferentes las disposiciones del cielo. No de poca monta era la dificultad que ofrecía la vivienda junto a la cual nos encontrábamos: se trataba de una casa de inmoralidad. Inconvenientes provenían también de la fonda la Giardiniera, en la actualidad casa Bellezza, en donde –especialmente los días festivos– se reunían los juerguistas de la ciudad. No obstante, pudimos vencer los obstáculos y comenzar a celebrar regularmente nuestras reuniones.

Terminados los trabajos, el día [10] de abril, el arzobispo concedía la facultad de bendecir y consagrar al culto divino aquel modesto edificio;152 lo que ocurrió el domingo [12] de abril de 1846. El mismo arzobispo, para mostrar su satisfacción, renovó la facultad ya concedida cuando estábamos en el Refugio, es decir, poder cantar misa, celebrar triduos, novenas y ejercicios espirituales, administrar la confirmación, la santa comunión y poder cumplir también con el precepto pascual. Todo esto extensivo a cuantos frecuentasen nuestra institución.

Un lugar estable, las muestras de aprobación por parte del arzobispo, las funciones solemnes, la música, la repercusión de un patio para jugar,153 atraían a muchachos de todas partes. Varios sacerdotes tornaron. Entre quienes colaboraban, quiero destacar a Don Giuseppe Trivero, el teólogo Giacinto Carpano, el teólogo Giovanni Vola, el teólogo Roberto Murialdo154 y el intrépido teólogo Borel.

Las funciones se celebraban según expreso a continuación. Los días festivos se abría la iglesia muy de mañana y comenzaban las confesiones, que duraban hasta la hora de misa. La misa se anunciada para las ocho; pero, para atender a la multitud de muchachos que querían confesarse, frecuentemente se retrasaba hasta las nueve o más tarde aún. Alguno de los sacerdotes –cuando los había– asistía y dirigía las oraciones. En la misa comulgaban quienes estaban preparados. Terminada la misa y una vez me despojaba de los ornamentos, subía a una baja tarima para explicar el Evangelio; en aquella época se cambió y comenzamos a narrar regularmente la Historia sagrada. Los relatos expuestos de forma sencilla y popular, revestidos con noticias de las costumbres del tiempo, las localidades y nombres geográficos con sus correspondientes comprobaciones, gustaban mucho a los pequeños, a los adultos y a los mismos eclesiásticos presentes. Después de la plática venía la clase, que se prolongaba hasta el mediodía.

A la una de la tarde comenzaba el recreo, con bochas, zancos, fusiles y espadas de madera, y con los primeros aparatos de gimnasia. A las dos y media empezaba el catecismo. La ignorancia, en general, era grandísima. Muchas veces me ocurrió que, entonando al principio el canto del Avemaría, entre los cerca de cuatrocientos jovencitos allí presentes, no había ni uno capaz de responder; ni siquiera de continuar, si me callaba.

Finalizado el catecismo, como no era posible todavía cantar las vísperas, se rezaba el rosario. Más adelante, se aprendió el Ave Maris Stella; después el Magnificat; más tarde el Dixit; luego el resto de los salmos; y, finalmente, una antífona. Al cabo de un año, éramos capaces de cantar todas las vísperas de la Virgen.

A las prácticas reseñadas seguía una breve plática, que consistía casi siempre en un ejemplo donde se resaltaba un vicio o alguna virtud. Concluíamos con el canto de las letanías y con la bendición del Santísimo Sacramento.

Al salir de la iglesia proseguía el tiempo libre, durante el cual cada uno se divertía a su gusto. Unos continuaban la clase de catecismo; otros, la de canto o lectura; la mayor parte se entretenía saltando, corriendo y disfrutando con distintos juegos y pasatiempos. Las tácticas para los saltos, carreras, juegos de mano o de habilidad, cuerdas y bastones se practicaban bajo mi dirección, puesto que las había aprendido anteriormente de los saltimbanquis. De esta forma se podía frenar a aquella multitud, de la que en buena parte se podía decir: Sicut equus et mulus, quibus non est intellectus155.

Por otra parte, en medio de tan gran ignorancia, confieso que he admirado siempre su gran respeto por las cosas de iglesia y los sagrados ministros, al igual que la fuerte inclinación a informase sobre cosas referentes a la religión.

De ahí que me sirviera incluso de los recreos animados para sugerir a mis alumnos pensamientos religiosos y animarlos a frecuentar los santos sacramentos. A unos, con una palabra al oído, les recomendaba más obediencia, una mayor puntualidad en los deberes del propio estado; a otros, que frecuentasen el catecismo, que vinieran a confesarse; y cosas semejantes. De manera que, para mí, aquellas diversiones constituían un ambiente oportuno para hacerme con una multitud de muchachos que, el sábado por la tarde o el domingo por la mañana, venían a confesarse con toda su buena voluntad.

A veces, los sacaba de los mismos recreos para que se confesaran, si me percataba de que se mostraban algo reacios al cumplimiento de estos importantes deberes. Contaré un hecho, entre muchos. Había invitado más de una vez a un jovencito a que cumpliese con Pascua; todos los domingos prometía hacerlo, pero luego no cumplía su palabra. Cierto día de fiesta, después de las funciones sagradas, se puso a jugar con pasión. Mientras corría y saltaba por todas partes, empapado de sudor y con el rostro encendido –hasta el punto de no saber si estaba en este mundo o en otro–, lo reclamé a toda prisa rogándole que viniese conmigo a la sacristía para ayudarme a realizar un encargo. Quería acudir tal como estaba, en mangas de camisa; no, le dije, ponte la chaquetilla y ven. Llegados a la sacristía, lo conduje al coro y, allí, añadí:

Arrodíllate en este reclinatorio. Lo hizo, pero él quería desplazarlo a otro sitio.

No, añadí, deja las cosas como están.

¿Qué quiere de mi?

Confesarte.

No estoy preparado.

Lo sé.

¿Entonces?

Entonces, prepárate y te confesarás después.

Bien, muy bien, dijo; en realidad tenía necesidad de ello, verdadera necesidad. Ha hecho usted bien en acogerme de este modo; de lo contrario, no hubiese venido aún a confesarme por miedo a mis compañeros.

Mientras recé una parte del breviario, él se preparó un poco; después se confesó de buena gana y dio gracias con devoción. Desde aquella ocasión fue uno de los más asiduos en el cumplimiento de los deberes religiosos. Solía contar la anécdota a sus compañeros, concluyendo: «Don Bosco empleó una buena estratagema para meter el mirlo en la jaula».

Al anochecer, con un toque de campana se reunían todos en la iglesia, en donde se hacía un poco de oración o rezaba el rosario con el Ángelus, para cerrar con el canto del Loado siempre sea, etc.

Fuera de la iglesia, me colocaba en medio de ellos y los acompañaba, mientras cantaban o alborotaban. Al terminar la subida del Rondò, cantábamos la estrofa de un canto religioso, nos citábamos para el domingo siguiente y, dándonos unos a otros en alta voz las buenas noches, cada cual marchaba a su casa.

La salida del Oratorio constituía una escena singular. Afuera del templo, unos a otros se deseaban mil veces las buenas noches, sin separarse del grupo de los compañeros, por más que dijera: «Id a casa, se hace de noche, os aguardan los familiares».

Inútil; era necesario dejar que se juntaran. Seis de los más robustos formaban con sus brazos una especie de silla, sobre la cual, como sobre un trono, tenía yo que sentarme por fuerza. Ordenados luego en varias filas y llevando a Don Bosco sobre aquel palco de brazos –destacando por encima de los más altos–, se dirigían cantando, riendo y alborotando hasta la rotonda llamada comúnmente el Rondò. Se entonaban todavía allí algunas letrillas, concluyendo siempre con el canto solemne del Loado siempre sea. Se hacía entonces un profundo silencio y yo podía desearles una buena noche y una feliz semana. Todos respondían a pleno pulmón: Buenas noches. En aquel momento, me bajaban del trono y cada uno volvía al seno de su propia familia, mientras algunos de los mayores me acompañaban hasta casa, medio muerto de cansancio.


8 2. Otra vez Cavour – «Ragioneria» – Guardia cívica

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Pese al orden, disciplina y tranquilidad de nuestro Oratorio, el marqués de Cavour, vicario de Ciudad, pretendía que acabasen nuestras reuniones, por él consideradas peligrosas. Cuando supo que siempre procedí con el consentimiento del arzobispo, convocó la llamada Ragioneria156 en el palacio episcopal, al encontrarse entonces el prelado algo enfermo.

La Ragioneria estaba formada por un grupo escogido de los principales consejeros municipales, en cuyas manos se concentraba todo el poder de la administración civil. El jefe de la Ragioneria, llamado maestro de Razón, primer Decurión o también vicario de Ciudad, tenía más poder que el alcalde.

«Cuando observé a todos aquellos magnates –confesó más tarde el arzobispo– reunidos en la sala, me pareció que se iba a celebrar el juicio universal». Se porfió mucho, en pro y en contra; al fin, se concluyó que debían impedirse y disolverse totalmente aquellas concentraciones ya que comprometían la tranquilidad pública.

Formaba parte de la Ragioneria el conde Giuseppe Provana de Collegno, insigne bienhechor nuestro y por esas fechas ministro del Control general, esto es, ministro de Hacienda del rey Carlo Alberto. En numerosas ocasiones me entregó subvenciones de su propio bolsillo y también de parte del soberano, pues el príncipe escuchaba con verdadera satisfacción hablar del Oratorio y, cuando celebrábamos alguna solemnidad, siempre leía gustoso la relación escrita que le mandaba o atendía cuanto el referido conde le transmitía de palabra. Diversas veces me hizo saber que apreciaba mucho este sector del ministerio eclesiástico y comparaba con el trabajo de las misiones en países extranjeros, manifestando un ardiente deseo de que se establecieran instituciones similares en todas las ciudades y pueblos de su Estado. Como felicitación de año nuevo, solía enviarme siempre un regalo de trescientas liras con estas palabras: «Para los pilluelos de Don Bosco».

Cuando supo que la Ragioneria amenazaba con prohibir nuestras reuniones, encargó al conde que comunicara su voluntad con estas palabras: «Es mi intención que estas reuniones festivas sean promovidas y protegidas; si existiera peligro de desórdenes, estúdiese el modo de prevenirlos y evitarlos».

El conde Collegno, que había asistido en silencio a la acalorada discusión, cuando vio que se proponía la orden de dispersión y disolución definitiva, se levantó, pidió la palabra y comunicó la intención del soberano y la protección que el rey quería dispensar a la pequeña institución.

Ante tales palabras, calló el vicario y calló la Ragioneria. El vicario me mandó llamar de nuevo a toda prisa y, en el mismo tono amenazador, llamándome terco, concluyó con estas amables palabras: «No quiero el mal de nadie. Usted trabaja con buena intención; pero cuanto lleva adelante está plagado de peligros. Tengo obligación de velar por la tranquilidad pública; haré que le vigilen a usted y a sus reuniones. A la más mínima cosa que pueda comprometerle, dispersaré inmediatamente a sus pilluelos y usted tendrá que rendir cuentas de cuanto ocurra».

Fuera por las agitaciones en las que andaba envuelto, fuera por alguna enfermedad que ya minaba su salud, el caso es que aquélla resultó ser la última vez que el vicario Cavour estuvo en el Palacio municipal. Atacado de gota, tuvo que sufrir mucho; y pocos meses después era conducido a la tumba.

Sin embargo, durante los seis meses que aún vivió, enviaba todos los domingos algunos arceros o guardias municipales para pasar con nosotros todo el día, vigilando cuanto se hablaba y hacía en la iglesia o fuera de ella.

Y bien, preguntó el marqués de Cavour a uno de los guardias, ¿qué habéis visto y oído entre aquella gentuza?

Señor marqués, hemos contemplado una multitud inmensa de muchachos que se divierten de mil maneras; hemos escuchado en la iglesia pláticas que meten miedo. Se afirmaron tantas cosas sobre el infierno y los demonios, que me entraron ganas de ir a confesar.

¿Y de política?

De política no se dijo nada en absoluto, pues aquellos muchachos tampoco entenderían. Creo que entrarían de buena gana en el argumento de los panecillos; en eso, cada uno estaría en condición de ser el primero.157

Muerto Cavour, no hubo nadie en el ayuntamiento que nos ocasionara molestias; al contrario y hasta 1877, cuantas veces se terció, el ayuntamiento de Turín siempre nos favoreció.



8.1

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8.1.1 3. Escuelas dominicales – Escuelas nocturnas

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Ya cuando me encontraba en la iglesia de San Francisco de Asís, advertí la necesidad de una escuela. Hay muchachos, bastante avanzados en edad, que ignoran todavía las verdades de la fe. Para éstos, la pura enseñanza verbal resulta larga y, casi siempre, pesada, por lo que fácilmente terminan por abandonarla. Se intentó darles algo de clase, pero no se pudo por falta de locales y maestros aptos que nos quisiesen ayudar. En el Refugio y, más tarde, en la casa Moretta, iniciamos una escuela dominical estable e, incluso, una escuela nocturna regular al trasladarnos a Valdocco. Para obtener ciertos resultados, se enseñaba una sola materia a la vez. Por ejemplo, un domingo o dos se impartía o repasaba el alfabeto y el silabeo; a continuación, se tomaba el catecismo elemental; en él, se hacían ejercicios con las sílabas hasta que fueran capaces de leer una o dos de las primeras preguntas del catecismo; y esto servía de lección durante la semana. Al domingo siguiente, se repetía la misma materia, añadiendo otras preguntas y respuestas. De esta forma, pude conseguir que algunos lograran leer y estudiar por sí mismos páginas enteras del catecismo tras ocho días festivos. Esto supuso un gran ahorro de tiempo, pues sólo una adecuada instrucción de los mayorcitos para la confesión exigía que frecuentaran el catecismo casi años.

Las experiencias de las escuelas dominicales beneficiaron a muchos; mas resultaban insuficientes, pues no pocos de entre los de ingenio muy pobre olvidaban completamente lo aprendido el domingo precedente. Se introdujeron por entonces las escuelas nocturnas que, iniciadas en el Refugio, se desarrollaron con mayor regularidad en la casa Moretta, y todavía con más esmero en Valdocco, apenas dispusimos de un domicilio estable.

Las escuelas nocturnas producían dos buenos resultados: animaban a los jóvenes a participar para instruirse en las letras, de lo que sentían gran necesidad; al mismo tiempo, ofrecían la oportunidad de instruirlos en religión, que constituía la finalidad de nuestros trabajos.

Pero ¿dónde encontrar tantos maestros, si casi cada día necesitábamos añadir nuevas clases?

Para responder a esta necesidad, di clases a un cierto número de jovencitos de la ciudad. Les daba gratuitamente italiano, latín, francés y aritmética, pero con la obligación de ayudarme a enseñar el catecismo e impartir la clase dominical y nocturna. Estos mis maestrillos –unos ocho o diez entonces– fueron en aumento y de ellos nació la sección de estudiantes.

Encontrándome aún en el Colegio Eclesiástico de San Francisco de Asís, tuve entre mis alumnos a Gioanni Coriasco, en la actualidad maestro carpintero; Felice Vergnano, hoy en negocios de pasamanería, y a Paolo Delfino. Este último es ahora profesor de cursos técnicos. En el Refugio tuve a Antonio Melanotte, tendero ahora; Gioanni Melanotte, confitero; Felice Ferrero, corredor de comercio; Pietro Ferrero, compositor; Gioanni Piola, carpintero, dueño de taller; a éstos se unieron Luigi Genta, Vittorio Mogna y otros que no participaron asiduamente. Gastaba mucho tiempo y dinero y, generalmente –cuando se presentaba la necesidad–, la mayor parte me abandonaba.

Se añadieron algunos piadosos señores de Turín. Fueron constantes el señor Giuseppe Gagliardi, quincallero; Giuseppe Fino, de la misma profesión; Vittorio Ritner,158 joyero, y otros más. Los sacerdotes me ayudaban especialmente con la celebración de la misa, la predicación y las clases de catecismo a los mayores.

La carencia de libros suponía una gran dificultad, pues, terminado el catecismo elemental, no disponía de ningún otro libro de texto. Examiné todos los manuales breves de Historia sagrada que solían usarse en nuestras escuelas, pero no hallé ninguno que respondiera satisfactoriamente a la necesidad que sentía. Los defectos comunes eran la falta de estilo popular, los hechos inoportunos y las cuestiones largas o fuera de lugar. Además, muchos acontecimientos estaban narrados de tal forma que ponían en peligro la moralidad de los jovencitos. Por otro lado, todos los compendios se preocupaban poco por destacar los aspectos que deben servir de fundamento a las verdades de la fe. Dígase lo mismo de los hechos referidos al culto externo, al purgatorio, la confesión, la eucaristía y otros argumentos análogos.

Con el objeto de proveer a este aspecto de la educación que los tiempos demandaban sin restricciones, me dediqué con todas mis fuerzas a la compilación de una Historia sagrada que, además del lenguaje fácil y un estilo popular, no contuviera los mencionados defectos. He ahí la razón que me impulsó a escribir e imprimir la Historia sagrada para uso de las escuelas.159 No podía garantizar una obra elegante, pero trabajé con toda la buena voluntad de servir a la juventud.

Tras algunos meses de clase, realizamos una demostración pública de nuestra enseñanza festiva. Los alumnos fueron examinados, mediante oportunas preguntas, sobre historia sagrada y la geografía relacionada con ella. Asistían como espectadores, el célebre abate Aporti,160 Boncompagni, el teólogo Pietro Baricco y el profesor Giovanni A. Rayneri; y aplaudieron unánimemente aquella experiencia.

Animados por los progresos obtenidos en las escuelas dominicales y nocturnas, a la lectura y escritura, añadimos clases de aritmética y dibujo. Era la primera vez que en nuestros pueblos se impartían semejantes clases. Por todas partes se comentaba el asunto como una gran novedad. Muchos profesores y otros distinguidos personajes venían con frecuencia a visitarnos. El mismo municipio envió una comisión, con el comendador Giuseppe Duprè161 a la cabeza, encargada precisamente de comprobar si eran reales los ponderados resultados positivos de las escuelas nocturnas. Hicieron preguntas sobre pronunciación, contabilidad y declamación; no podían comprender que jóvenes analfabetos hasta los dieciocho y veinte años, en pocos [meses], adelantaran tanto en su educación e instrucción. Al observar el numeroso grupo de jóvenes adultos, reunidos por la noche para instruirse, en lugar de vagabundear por las calles, aquellos señores marcharon entusiasmados. Cuando la comisión informó al pleno del ayuntamiento, se nos asignó como premio una subvención anual de trescientos francos, cobrada hasta 1878, cuando –sin saber por qué– nos la quitaron para consignársela a otro instituto.

El caballero Gonella, cuyo celo y caridad dejaron en Turín un glorioso e imperecedero recuerdo, era entonces director de la obra La Mendicità Istruita. También él nos visitó en varias ocasiones y, un año después (1847), introdujo el mismo tipo de escuelas e iguales métodos en la institución confiada a sus cuidados. Habiendo expuesto todo a los administradores de aquella obra, aprobaron por unanimidad conceder un premio de mil francos a nuestras escuelas. El ayuntamiento hizo algo parecido y, en el espacio de pocos años, las escuelas nocturnas se propagaron por las principales ciudades del Piamonte.

Surgió una nueva necesidad: un devocionario adaptado a los tiempos. Son innumerables los que, redactados por buenas plumas, corren por las manos de todos. Pero, en general, tales libros están confeccionados para personas cultas, adultas y casi siempre sirven tanto para católicos, como para hebreos y protestantes. Al comprobar cómo la insidiosa herejía se infiltraba cada día más, traté de escribir un libro, basado en la Biblia, adaptado a la juventud y a la altura de sus conocimientos religiosos, que expusiese los fundamentos de la religión católica de la forma más breve y clara posible. Éste fue el Joven cristiano.162

Lo mismo ocurría con la enseñanza de la aritmética y del sistema métrico. Cierto que el uso del sistema métrico no fue obligatorio hasta 1850, si bien empezó a introducirse en las escuelas en 1846. Pese a implantarse legalmente en ellas, faltaban por completo libros de texto. Para llenar el vacío preparé el librito titulado: Il sistema metrico decimale ridotto a semplicità, etc.163



9 4. Enfermedad – Curación – Proyecto de residencia en Valdocco

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Las múltiples ocupaciones que realizaba en las cárceles, en la Obra Cottolengo, en el Refugio, en el Oratorio y en las escuelas, me obligaban a trabajar de noche para redactar los libritos que resultaban absolutamente necesarios. Por ello, mi salud –ya de por sí bastante delicada– se deterioró hasta tal punto que los médicos me aconsejaron abandonar cualquier trabajo. El teólogo Borel, que me quería mucho, me envió para reponerme a pasar una temporada con el cura de Sassi.164 Descansaba durante la semana y el domingo me acercaba a trabajar al Oratorio. Pero no era suficiente. Los muchachos me visitaban en gran número; a éstos se añadieron los del pueblo, de manera que me importunaban más que en Turín e, igualmente, yo mismo causaba inmensas molestias a mis pequeños amigos.

No sólo acudían a Sassi –diariamente, puede decirse– cuantos frecuentaban el Oratorio, sino también los mismos alumnos de los Hermanos de la Escuelas Cristianas. Entre otros muchos, ocurrió el siguiente episodio. Se predicaban los ejercicios espirituales a los alumnos de las escuelas de santa Bárbara, dirigidas por esos religiosos. Como muchos estaban acostumbrados a confesarse conmigo, al final de los ejercicios, fueron en grupo a buscarme al Oratorio; al no encontrarme, marcharon a Sassi, que distaba cuatro kilómetros de Turín. El tiempo era lluvioso y –no conociendo muy bien el camino– anduvieron vagando por prados, campos y viñas en busca de Don Bosco. Por fin, llegaron unos cuatrocientos solicitando confesarse, agotados por el cansancio y el hambre, empapados de sudor, manchados con salpicaduras de lodo y hasta cubiertos de fango. «Nosotros, decían, hemos terminado los ejercicios, nos proponemos ser mejores y todos queremos hacer la confesión general; venimos aquí con el permiso de nuestros maestros».

Se les recomendó que tornaran enseguida al colegio para evitar la preocupación de los maestros y de sus padres; pero replicaban con decisión que querían confesarse. Entre el maestro del municipio, el párroco, el vicepárroco y yo, confesamos a cuantos pudimos; pero se precisaban, al menos, unos quince confesores.

Y... ¿cómo quitar o, mejor, acallar, el apetito de aquella multitud? El buen párroco, el actualmente teólogo Abbondioli, entregó a los viajeros todas sus provisiones: pan, polenta, judías, arroz, patatas, queso, fruta; todo fue aderezado y suministrado a los muchachos.

¡Cómo sería el desconcierto de predicadores, maestros y algunas personalidades invitadas a la clausura de los ejercicios, la misa y la comunión general, al no encontrar a ningún alumno en el colegio! Se organizó un verdadero desorden. Naturalmente, se tomaron medidas eficaces para que no se repitiera lo sucedido.

De vuelta a casa, caí presa de un fuerte agotamiento y obligado a permanecer en cama. La enfermedad se manifestó en forma de bronquitis, a la que se añadieron tos y una grave inflamación. A los ocho días, diagnosticaron que me quedaba poco tiempo de vida. Recibí el santo viático y los santos óleos. Creo que en aquel momento estaba preparado para morir; sentía abandonar a mis muchachos, pero estaba contento porque terminaba mis días después de dar forma estable al Oratorio.

Al propagarse la noticia de que mi enfermedad era grave, se produjo un vivísimo y general sentimiento de pesar, hasta tal punto que no se podía hablar de otro mayor. Continuamente llamaban a la puerta grupos de muchachos llorosos, interesándose por mi enfermedad. Cuantas más informaciones les proporcionaban, más preguntaban. Yo oía los diálogos que mantenían con el criado y me conmovía. Supe después hasta dónde alcanzaba el afecto de mis jóvenes. Espontáneamente rezaban, ayunaban, oían misas, comulgaban. Se alternaban para pasar la noche en oración y el día ante la imagen de María Consoladora. Por la mañana se encendían velas especiales y hasta últimas horas de la tarde había siempre un número considerable de ellos rezando y suplicando a la Madre de Dios que conservase a su pobre Don Bosco.

Varios hicieron voto de rezar el rosario entero durante un mes; otros, por un año; y algunos, por toda la vida. Tampoco faltaron quienes prometieron ayunar a pan y agua durante meses, años y hasta mientras vivieran. Me consta que unos cuantos peones de albañil ayunaron a pan y agua semanas enteras, sin disminuir sus pesados trabajos de la mañana a la tarde. Y aún más, si tenían un rato libre, iban presurosos a pasarlo delante del Santísimo Sacramento.

¡Dios los escuchó! Era un sábado por la tarde; pensaban que aquella sería la última noche de mi vida. Así lo afirmaron los médicos reunidos en consulta y así pensaba yo, que me veía falto por completo de fuerzas y perdiendo continuamente sangre. Entrada la noche, sentí ganas de reposar. Me dormí, y desperté ya fuera de peligro. Por la mañana, al visitarme los doctores Botta y Caffasso, me recomendaron ir a dar gracias a nuestra Señora de la Consolata por la gracia recibida.

Los muchachos no podían creérselo si no me veían; con una emoción fácil de imaginar –pero no de describir–, poco después, me vieron de hecho caminar con un bastoncito hacia el Oratorio. Se cantó un Te Deum. Hubo mil aclamaciones y entusiasmo indescriptible.

Una de las primeras medidas consistió en cambiar los votos y las promesas que algunos habían realizado sin la debida reflexión cuando me encontraba en peligro de muerte.

La enfermedad transcurrió a primeros de julio de 1846, precisamente cuando tenía que dejar el Refugio y trasladarme a otro lugar.

Me fui a pasar unos meses de convalecencia con la familia a casa, en Morialdo. Hubiera podido prolongar el tiempo en el lugar natal, pero comenzaron a visitarme grupos de jovencitos y ya no hubo manera de gozar de reposo ni tranquilidad. Todos me aconsejaban que pasase algún año, al menos, fuera de Turín, en lugares desconocidos para tratar de recuperar la salud anterior. El arzobispo y Don Cafasso eran de tal parecer. No obstante, me resultaba demasiado penoso, y me consintieron volver al Oratorio con la obligación de no confesar ni predicar en el espacio de dos años. Desobedecí. Ya en el Oratorio, torné a trabajar como antes y durante veintisiete años no necesité ni médicos ni medicinas. He llegado a pensar, por ello, que no es el trabajo el que daña la salud corporal.



10 5. Residencia estable en Valdocco

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Pasados algunos meses de convalecencia con la familia, estimé que podía volver con mis amados jóvenes, de los que diariamente venían algunos a visitarme o me escribían apremiándome a regresar pronto con ellos. Mas ¿dónde alojarme, una vez despedido del Refugio? ¿Con qué medios sostener una obra, que cada día implicaba más trabajo y gastos? ¿Cómo iba a poder vivir yo y las personas que resultaban indispensables?

En esas fechas, quedaron libres dos habitaciones en la casa Pinardi y las alquilamos como vivienda de mi madre y mía.

«Madre, le dije un día, tendré que ir a vivir a Valdocco; en razón de las personas que habitan en aquella casa, a ninguna otra persona que no sea usted puedo llevar conmigo». Comprendió la contundencia de mis palabras y añadió enseguida: «Si te parece ser del agrado del Señor, estoy dispuesta a partir inmediatamente». Mi madre hacía un gran sacrificio, porque –aunque no fuera rica– en familia era, sin embargo, la dueña de todo, amada y considerada como la reina de pequeños y grandes.

Enviamos por delante algunos enseres más necesarios, que –junto a los ya existentes en el Refugio– se trasladaron a la nueva vivienda. Mi madre llenó un canasto con ropa blanca y otros objetos indispensables; yo tomé un breviario, un misal, algunos [libros] y cuadernos más imprescindibles. En eso consistía toda nuestra fortuna. Partimos a pie de I Becchi hacia Turín, realizando una breve parada en Chieri; la tarde del 3 de noviembre de 1846 llegamos a Valdocco.

Al encontrarnos en aquellas habitaciones faltas de todo, mi madre dijo bromeando: «En casa encontraba demasiadas preocupaciones por tener que administrar y mandar; aquí estaré más tranquila al no existir nada que administrar ni nadie a quien dar órdenes».

Sin embargo, ¿cómo subsistir, comer, pagar alquileres y atender a los muchos chicos que continuamente pedían pan, calzado, pantalones, chaquetas o camisas, sin todo lo cual no podían ir al trabajo? Hicimos traer de casa un poco de vino, maíz, judías, trigo y cosas semejantes. Para hacer frente a los primeros gastos, vendí un pedazo de tierra y una viña. Mi madre empeñó su ajuar de boda, celosa e íntegramente guardado hasta ese momento. Algunos de sus vestidos sirvieron para hacer casullas; con la lencería se confeccionaron amitos, purificadores, roquetes, albas y manteles. Todo pasó por las manos de la señora Margarita Gastaldi,165 que desde entonces colaboraba en el funcionamiento del Oratorio.

Poseía mi madre también algún anillo y un collarcito de oro que rápidamente vendió para comprar galones y adornos para los ornamentos sagrados. Una noche, mi madre –siempre de buen humor– cantaba riendo:


Ay del mundo si os descubre.

Forasteros y sin nada.


Arregladas de alguna forma las cosas de casa, alquilé otra habitación que destiné a sacristía. Como no disponía de otros locales para clases, durante algún tiempo tuve que impartirlas en la cocina o en mi habitación; los alumnos –auténticos pilluelos– estropeaban todo o lo dejaban patas arriba.

Comenzamos a dar algunas clases en la sacristía, en el coro y en otros sitios de la iglesia; pero los gritos, el canto, el ir y venir de unos estorbaba cuanto intentaban hacer los otros. Meses más tarde, se pudieron alquilar otras dos habitaciones y, por tanto, organizar mejor nuestras clases nocturnas. Conforme se ha dicho más arriba, durante el invierno de 1846-47 (1)166 nuestras escuelas obtuvieron óptimos resultados. Contábamos con un promedio de trescientos alumnos cada noche. Junto a las cuestiones científicas, animaban nuestras clases el canto gregoriano y la música vocal, que fueron siempre cultivados entre nosotros.



6. Reglamento para los Oratorios – Compañía y fiesta de San Luis – Visita a Monseñor Fransoni


Establecida la residencia habitual en Valdocco, me empeñé con toda el alma en promover cuanto contribuyera a conservar la unidad de espíritu, de disciplina y de administración. En primer lugar, redacté un Reglamento, en donde simplemente expuse lo que ya se practicaba en el Oratorio y el modo regular de hacer las cosas. Como se halla impreso aparte, cada cual puede leerlo cuando guste.167 Las ventajas de este breve Reglamento fueron muy notables: todo el mundo conocía lo que debía hacer y –como solía dejar a cada cual responsable de su cargo– todos se esforzaban por entender y cumplir la parte que les correspondía. Muchos obispos y párrocos lo solicitaron y estudiaron, tratando de introducir la obra de los Oratorios en los pueblos y en ciudades de sus respectivas diócesis.

Construidas las bases orgánicas para la disciplina y administración del Oratorio, era necesario estimular la piedad mediante alguna práctica fija y uniforme. Se logró con la institución de la Compañía de San Luis. Redactadas las Reglas según los términos que consideraba más propios para la juventud, las presenté al arzobispo, quien las revisó personalmente y dio luego a leer a otros para que las estudiaran y diesen su parecer. Finalmente, las alabó y aprobó, concediendo indulgencias especiales con fecha de 12 abril 1847.168 Dichas Reglas se pueden leer en otra parte.

La Compañía de San Luis despertó gran entusiasmo entre nuestros muchachos. Todos querían inscribirse en ella. Para conseguirlo, se precisaban dos condiciones: buena conducta en la iglesia y fuera de ella; evitar las malas conversaciones y frecuentar los santos sacramentos. Poco después advertimos una notabilísima mejora en el comportamiento moral.

Para animar a los jóvenes a celebrar los seis domingos de San Luis,169 se compró una estatua del santo, se hizo una bandera y se les ofrecía la posibilidad de confesarse a cualquier hora del día, de la tarde o de la noche. Además, como casi ninguno había recibido la confirmación y se les preparó para recibir el sacramento en la fiesta de San Luis. ¡Concurrencia numerosísima!, sin embargo, con la ayuda de varios sacerdotes y señores laicos, se pudieron preparar y –el día de la fiesta del santo– todo estaba a punto (1)170. Era la primera vez que se hacían tales funciones en el Oratorio, también la primera vez que el arzobispo venía a visitarnos.

Delante de la capillita, se preparó una especie de cobertizo bajo el cual se recibió al arzobispo. Leí unas palabras para la ocasión, tras lo cual algunos jóvenes pusieron en escena una comedia corta titulada Un cabo de Napoleón. Se trataba de la caricatura de un cabo que, para expresar su asombro en la solemnidad, profería mil dichos graciosos. Provocó una gran hilaridad, siendo ocasión de ameno divertimiento para el prelado, quien manifestó que no se había reído nunca tanto en su vida. Estuvo muy cordial con todos, expresando su extraordinaria satisfacción por el funcionamiento de la institución; elogió, animó a perseverar y agradeció la cordial acogida que le habíamos dispensado.

Celebró la santa misa, distribuyendo la comunión a más de trescientos muchachos; a continuación, administró la santa confirmación.

En ese momento, al colocarle la mitra –olvidando que no se encontraba precisamente en la catedral–, el arzobispo alzó enseguida la cabeza dando en el techo de la iglesia. Rio él y todos los asistentes. Con frecuencia, el arzobispo relataba gustoso aquel episodio, recordando así nuestras reuniones, que el abate Rosmini171 llegó a comparar con las que se hacen en los países e iglesias de las misiones en el extranjero.

Conviene reseñar que, para asistir al arzobispo en las sagradas funciones, vinieron dos canónigos de la iglesia metropolitana y otros varios eclesiásticos. Terminada la función, se redactó una especie de acta, donde se anotó quién había administrado el sacramento, nombre y apellido del padrino con la fecha del lugar y día; finalmente se recogieron los certificados y, agrupados por parroquias, se llevaron a la curia eclesiástica para que los enviase a los respectivos párrocos.


7. Principios de la residencia – Aceptación de los primeros muchachos

Mientras se organizaban los medios para facilitar la instrucción religiosa y cultural en general, surgió otra grandísima necesidad que urgía atender. Muchos jovencitos turineses y forasteros, llenos de buena voluntad, deseaban entregarse a una vida honesta y laboriosa; pero –invitados a que la emprendieran– solían responder que no tenían pan, ni vestido, ni casa donde residir –al menos por algún tiempo–. Para alojar siquiera a unos cuantos que ya no sabían adónde dirigirse para dormir, se había preparado un pajar en el que podían pasar la noche sobre un poco de paja. Repetidas veces, sin embargo, unos cogieron las sábanas; otros, las mantas; al fin, hasta la misma paja desapareció y fue vendida.

Una tarde lluviosa del mes de mayo [de 1847], al anochecer, se presentó un muchacho de unos quince años completamente empapado de agua. Pedía pan y alojamiento. Mi madre lo recibió en la cocina, lo acercó al fuego y, mientras se calentaba y secaba la ropa, le dio sopa y pan para restaurar sus fuerzas.

A la par, le preguntaba si había ido a la escuela, si tenía padres y en qué oficio trabajaba. Me respondió:

Soy un pobre huérfano; vengo del valle de Sesia en busca de trabajo. Tenía tres francos, que he gastado antes de poder ganar otros; ahora ya no tengo nada y estoy completamente solo.

¿Has sido ya admitido a la primera comunión?

Todavía no.

¿Y la confirmación?

No la he recibido aún.

¿Y a confesarte?

He ido alguna vez.

Ahora ¿adónde piensas dirigirte?

No sé; pido, por caridad, poder pasar la noche en cualquier rincón de esta casa.

Dicho lo cual, rompió a llorar; mi madre sollozaba también; yo estaba conmovido.

Si supiese que tú no eres un ladrón, trataría de ayudarte; pero otros me han robado parte de las mantas y tú me vas a llevar las que quedan.

No, señor. Esté tranquilo; yo soy pobre, pero no he robado nunca nada.

Si quieres, intervino mi madre, le preparé para que pase esta noche; mañana, Dios dirá.

¿Dónde?

Aquí en la cocina.

Le robará hasta las cazuelas.

Yo me las arreglaré para que no ocurra.

Haga como quiera.

La buena mujer, ayudada por el huerfanito, salió fuera, recogió algunos trozos de ladrillos e hizo con ellos en la cocina cuatro pequeñas pilastras, sobre las que colocó algunos tableros y encima un jergón; de este modo preparó la primera cama del Oratorio. Mi buena madre le dirigió después un sermoncito sobre la necesidad del trabajo, de la rectitud y de la religión. Al final, le invitó a rezar las oraciones. No las sé, respondió. Las rezarás con nosotros, concluyó ella. Y así fue.

Para que todo quedase seguro, cerró con llave la cocina y no abrió hasta la mañana siguiente.

Fue aquél el primer joven de nuestra residencia. Enseguida se le juntó otro y luego más. Sin embargo y por falta de espacio, aquel año tuvimos que limitarnos a los dos primeros. Corría el año 1847.

Advirtiendo que, en el caso de muchos chicos, resultaría inútil cualquier esfuerzo por ellos si no se les proporcionaba acogida, me apresuré a alquilar nuevas habitaciones y, después, algunas más aunque fuera a precios desorbitados. De esta manera, además del internado, empezó a funcionar también la escuela de gregoriano y música vocal. Como era la primera vez (1845) que se celebraban clases públicas de música, es decir, la primera vez que se impartían clases de música al mismo tiempo a numerosos alumnos, asistió mucha gente.

Los famosos maestros Luigi Rossi, Giuseppe Blanchi, Cerutti y el canónigo Luigi Nasi,172 cada noche, asistían ansiosos a mis lecciones. Aquello entraba en contradicción con el Evangelio, donde se afirma que el alumno no está por encima del maestro; en cambio yo, que no conocía una millonésima parte de cuanto sabían aquellas celebridades, pasaba como doctor en medio de ellos. Además, venían a observar cómo se practicaba el nuevo método, el mismo que todavía hoy se practica en nuestras casas. Anteriormente, cualquier alumno que desease aprender música había de buscarse un maestro que le diese lecciones particulares.173



8. Oratorio de San Luis – Casa Moretta – Terreno del Seminario


Cuanto mayor era la solicitud por promover la instrucción escolar, tanto más aumentaba el número de los alumnos. En los días festivos, apenas una parte de ellos cabía en la iglesia para las funciones sagradas o en el patio en los momentos de recreo. Así que, a fin de hacer frente a la creciente necesidad –y siempre de acuerdo con el teólogo Borel– se abrió un nuevo Oratorio en otro barrio de la ciudad. Para ello, se alquiló una casita en Porta Nuova, en el paseo del Rey, comúnmente llamado Paseo de los Plátanos, por los árboles que lo flanquean.

Para conseguir esa casa hubo que sostener una ardua batalla con sus moradores. Estaba ocupada por varias lavanderas, que se imaginaban llegaría el fin del mundo de tener que abandonar su antigua morada; pero, tratadas por las buenas y dándoles la debida indemnización, se pudieron arreglar las cosas sin que la beligerancia terminara en declaración de guerra.

Era propietaria del lugar y del jardín para el recreo la señora Vaglienti, quien lo dejaría como herencia luego al caballero Giuseppe Turvano. El alquiler suponía 450 francos. El Oratorio se llamó de San Luis Gonzaga, título que todavía conserva (1)174.

Lo inauguramos el teólogo Borel y yo el día de la Inmaculada Concepción de 1847. Fue extraordinario el número de jóvenes que participaron en el acto, quedando así algo aliviadas las filas demasiado repletas de los jóvenes de Valdocco. La dirección de aquel Oratorio se confió al teólogo Giacinto Carpano, que trabajó allí algunos años totalmente gratis. El mismo Reglamento redactado para el instituto de Valdocco se aplicó al de San Luis, sin introducir ninguna novedad.

En ese mismo año, con el deseo de ayudar a la multitud de muchachos que pedían cobijo, se compró toda la casa Moretta. Mas al iniciar los trabajos para adaptarla a nuestras necesidades, se comprobó que los muros no resistían, por lo que juzgamos más oportuno revenderla, máxime cuando nos habían ofrecido un precio muy ventajoso.

Adquirimos entonces un pedazo de terreno (38 áreas) del seminario de Turín, que es el lugar en donde más tarde se construyeron la iglesia de María Auxiliadora y los talleres para nuestros artesanos.


9. El 1848 – Aumento de los artesanos y su régimen de vida – Pequeña plática de la noche – Concesiones del arzobispo – Ejercicios espirituales


Durante aquel año, los asuntos políticos y el ambiente público sufrieron un cambio dramático, cuyo desenlace todavía no se puede prever. Carlo Alberto otorgó la Constitución.175 Muchos creían que con ella se concedería también la libertad de hacer caprichosamente el bien o el mal. Apoyaban tal aseveración en la concesión con la que lograron su emancipación176 los judíos y protestantes, pretendiéndose afirmar que no había diferencia entre catolicismo y otras creencias (2)177. Esto era verdad en política, pero no en religión (3)178.

Mientras tanto, una especie de exaltación se apoderó de las mentes de los mismos jovencitos que –congregándose en varios puntos de la ciudad, en las calles y en las plazas– consideraban lícito cualquier ultraje al sacerdote o a la religión. Yo mismo fui agredido varias veces en casa y en la calle. Cierto día, mientras enseñaba el catecismo, entró una bala de fusil por la ventana; me perforó la sotana, entre el brazo y las costillas, y abrió un gran agujero en la pared. En otra ocasión, un sujeto bastante conocido, a pleno día y encontrándome en medio de una multitud de niños, me agredió con un largo cuchillo en la mano. Milagrosamente y corriendo a toda prisa, conseguí huir y esconderme en mi habitación. El teólogo Borel logró también salvarse prodigiosamente de un pistoletazo y de algunas cuchilladas, al ser confundido con otro. Resultaba, pues, muy difícil dominar a tan desenfrenada juventud. En aquella depravación de ideas y pensamientos, apenas se pudo disponer de otras habitaciones, aumentó el número de los aprendices artesanos, que llegó a ser de quince; todos escogidos de entre los más abandonados y en peligro.179

Mas topábamos con una seria dificultad. Como no contábamos todavía con talleres en el instituto, nuestros alumnos iban al trabajo y a clase a la ciudad de Turín, con grave peligro para la moralidad; porque los compañeros con que se encontraban, las conversaciones que oían y cuanto veían frustraban lo que se hacía y se decía en el Oratorio.

Por aquel entonces, comencé a hacer una brevísima plática,180 por la tarde, después de las oraciones, con el fin de exponer o confirmar alguna verdad que, casualmente, se hubiese impugnado en el transcurso del día.

Cuanto sucedía con los artesanos lo constatábamos igualmente entre los estudiantes. Debido a las distintas clases que frecuentaban, los más adelantados en los estudios (quienes estudiaban gramática) debían ir a la escuela del prof. Giuseppe Bonzanino181 y los de retórica a la del prof. D. Matteo Picco.182 Óptimas escuelas ambas, pero la ida y la vuelta estaban llenas de peligros. El año 1856 se establecieron de manera permanente las clases y los talleres en la casa del Oratorio, con grandes ventajas para todos.183

Existía por aquel tiempo tal confusión de ideas y acciones, que ni de la gente del servicio podía fiarme; así que todos los trabajos domésticos los realizábamos mi madre y yo. Cocinar, preparar la mesa, barrer, partir la leña, cortar y coser –con los consiguientes remiendos– o hacer calzoncillos, camisas, pantalones, chalecos, toallas, sábanas... eran asuntos de mi personal incumbencia. Estas actividades ofrecían aspectos muy ventajosos desde el punto de vista moral; pues, cuando servía a los jóvenes pan, sopa u otra cosa, podía darles cómodamente un consejo o decirles una palabra amiga.

Sintiendo luego la necesidad de contar con alguien que me ayudara en las cosas domésticas y escolares en el Oratorio, comencé a llevar a algunos al campo, a otros a veranear a Castelnuovo, mi pueblo; algunos venían a comer conmigo; otros, acudían por la tarde a leer o a escribir algo; pero siempre con intención de proporcionar un antídoto a las venenosas opiniones del momento. Así actué –con más o menos asiduidad– de 1841 a 1848. A través de todos estos medios, trataba de conseguir también una finalidad particular, la de estudiar, conocer y elegir algunas personas con actitudes e inclinados a la vida en comunidad, para admitirlos conmigo en casa.

Con el mismo fin, aquel año (1848) realicé la experiencia de un breve curso de ejercicios espirituales.184 Reuní unos cincuenta en la casa del Oratorio. Comían conmigo; pero, al no disponer de camas para todos, algunos iban a dormir con sus familias, retornando a la mañana siguiente. Ida y vuelta a sus casas –mañana y noche–, ponían en peligro casi todo el fruto de los sermones e instrucciones habituales en semejantes ocasiones. Los ejercicios comenzaron el domingo por la tarde y finalizaban el sábado por la tarde. Resultaron muy bien. Muchos de los ejercitantes, con los que se había trabajado largo tiempo inútilmente, se entregaron de lleno a una vida virtuosa. Varios se hicieron religiosos; otros permanecieron seglares, pero llegaron a ser modelos de asiduidad a los Oratorios (1)185. De este asunto hablaré aparte, en la historia de la Sociedad salesiana.

También en este año algunos párrocos –en particular los de Borgodora, el Carmen y San Agustín–, se quejaron nuevamente al arzobispo por administrar los sacramentos en los Oratorios. En aquella ocasión, el arzobispo promulgó un decreto por el que se concedían amplias facultades para preparar y presentar a los niños a recibir la confirmación y la santa comunión y para cumplir con el precepto pascual todos cuantos frecuentasen nuestros Oratorios. Se renovaba además la facultad para realizar con ellos cualquier función religiosa de las que se suelen celebrar en las parroquias. «Estas iglesias, decía el arzobispo, para niños forasteros y abandonados, serán como sus iglesias parroquiales durante el tiempo en que habiten en Turín».


10. Progreso de la música – Procesión a la Consolata – Asignación del municipio y de la Obra de «Mendicità» – El jueves santo – El lavatorio de los pies


Los peligros a que estaban expuestos los muchachos en el ámbito religioso y moral requerían mayores esfuerzos para tutelarlos. Se consideró oportuno añadir, a las clases nocturnas y diurnas y a la música vocal, la clase de piano, de órgano y de música instrumental. Consiguientemente, me vi convertido en maestro de música vocal e instrumental, piano y órgano sin haber sido propiamente alumno en ninguna de dichas disciplinas. La buena voluntad suplía todo. Después de preparar algunas de las voces blancas más agradables, comenzaron las funciones en el Oratorio, luego en Turín, en Rívoli, Moncalieri, Chieri y en otros sitios. El canónigo Luigi Nasi y Don Michelangelo Chiatellino186 se ofrecían de muy buen grado a enseñar a nuestros músicos, acompañarlos y dirigirlos en las actuaciones públicas en varios pueblos; desacostumbrados hasta entonces los coros de voces blancas en el lugar destinado a los cantores, resultaban los solos, los duettos y las corales de una tal novedad que por todas partes se hablaba de nuestro coro y porfiaban por contar con nuestros cantores. El canónigo Luigi Nasi y Don Michelangelo Chiatellino eran habitualmente los dos acompañantes de nuestra incipiente sociedad filarmónica.

Solíamos ir todos los años a hacer una función religiosa en la Consolata; ese año fuimos en procesión desde el Oratorio. El canto por la calle y la música en la iglesia atrajeron a una inmensa multitud de gente. Se celebró la misa y se hizo la santa comunión; luego tuve una breve plática para la ocasión en la cripta y, al final, los Oblatos de María improvisaron un estupendo desayuno en los claustros del santuario. De esta manera se iba venciendo el respeto humano, se recogían jovencitos y se tenía la ocasión de sugerir, con la máxima prudencia, el espíritu de moralidad y de respeto a las autoridades, además de la frecuencia a los santos sacramentos. Pero estas novedades despertaban mucha curiosidad.

También durante ese año el municipio de Turín mandó otra comisión, compuesta por el caballero Pietro Ropolo del Capello, llamado Moncalvo, y el comendador Duprè para comprobar cuanto se divulgaba de una manera confusa. Quedaron muy satisfechos y, realizado el debido informe, se decretó una asignación de mil francos, acompañada de una carta muy elogiosa. Desde aquel año, el municipio nos asignó una subvención anual que fue pagada siempre hasta 1878. El mismo año fueron denegados trescientos francos que las sensatas autoridades de Turín habían asignado en favor de los hijos del pueblo como pago de la luz de las clases nocturnas.187

La obra de la Mendicità –que había introducido también las clases nocturnas y de música con nuestro método– mandó igualmente una delegación presidida por el caballero Gonella, con el fin de hacernos una visita. Como muestra de aprobación, nos dieron otra ayuda de mil francos.

Teníamos la costumbre de ir juntos, todos los años, a visitar los monumentos el jueves santo; pero, debido a algunas burlas –que podemos considerar también desprecios–, muchos ya no se atrevían a juntarse con sus compañeros. Para animar cada vez más a nuestros jóvenes a vencer el respeto humano, ese año fuimos procesionalmente –era la primera vez que así hacíamos– a hacer aquellas visitas, cantando el Stabat Mater y el Miserere. Entonces se vio a jóvenes de toda edad y condición que, a porfía, se iban incorporando a nuestras filas durante la procesión. Todo transcurrió con orden y tranquilidad.

Por la tarde y por primera vez, se organizó la función del Mandato. Para ello se eligieron doce jovencitos, a quienes se suele denominar los doce apóstoles. Tras el lavatorio y según el ritual, se tuvo una plática a los asistentes. Después los doce apóstoles fueron invitados a una cena frugal, con un regalito que todos se llevaron a su casa muy contentos.

Asimismo aquel año se erigió canónicamente el Vía Crucis, y se bendijeron las estaciones del mismo con gran solemnidad. En cada estación se hacía una breve plática, a la que seguía una canción religiosa adecuada.

De este modo se iba consolidando nuestro modesto Oratorio. Entre tanto, sucedían graves acontecimientos que cambiarían el aspecto de la política de Italia y quizá del mundo.



11. El 1849 – Clausura de los seminarios – Casa Pinardi – Óbolo de San Pedro – Rosarios de Pío IX – Oratorio del Ángel Custodio – Visita de los diputados


Este año fue particularmente memorable. La guerra del Piamonte contra Austria, iniciada el año anterior, sacudió a toda Italia. Las escuelas públicas estaban cerradas; los seminarios –especialmente los de Chieri y Turín–, clausurados y ocupados por los militares; en consecuencia, los seminaristas de nuestra diócesis quedaron sin maestros y sin lugar donde reunirse. Fue entonces cuando, para contar, por lo menos, con el consuelo de haber hecho cuanto se podía para mitigar las calamidades sociales, se alquiló por completo la casa Pinardi.188 Los inquilinos pusieron el grito en el cielo; amenazaron a mi madre, a mí y al mismo propietario. Hubo que realizar un buen desembolso de dinero; lográndose que todo el edificio estuviese a nuestra disposición. Así que aquel nido de iniquidad –desde hacía veinte años al servicio de Satanás– quedó en nuestro poder. Ocupaba toda el área por donde se extiende el patio actual que hay entre la iglesia de María Auxiliadora y la casa que está detrás.

De esta manera, pudimos aumentar nuestras clases, ampliar la iglesia y duplicar el terreno de juego; y el número de jóvenes189 subió hasta treinta. El fin principal de las ampliaciones perseguía acoger, como de hecho se acogieron, a los seminaristas de la diócesis; y se puede decir que la casa del Oratorio –por casi veinte años– se convirtió en el seminario diocesano.

A fines de 1848, los acontecimientos políticos obligaron al Santo Padre Pío IX a huir de Roma y refugiarse en Gaeta. Este gran pontífice había usado muchas veces de benevolencia con nosotros. Al difundirse la voz de que pasaba por estrecheces económicas, se abrió en Turín una colecta bajo el título de Óbolo de San Pedro.190 Una comisión compuesta por el teólogo y canónigo Francesco Valinotti191 y el marqués Gustavo Cavour vino al Oratorio. Nuestra cuestación alcanzó los 35 francos. Era poca cosa, que procuramos hacer de algún modo grata al Santo Padre mediante una dedicatoria que le gustó mucho. Manifestó su satisfacción en carta dirigida al cardenal Antonucci, entonces nuncio en Turín y ahora arzobispo de Ancona, con el encargo de transmitirnos lo mucho que le había consolado nuestra oferta y todavía más los pensamientos que la acompañaban. Finalmente, con su bendición apostólica, nos enviaba un paquete de sesenta docenas de rosarios, que fueron distribuidas solemnemente el 20 de julio de aquel año. Véase el librito impreso en aquella ocasión y diversos periódicos.192 Carta de cardenal Antonucci, nuncio en Turín.

A causa del creciente número de jovencitos externos que acudían a los Oratorios, fue menester pensar en otro local, el Oratorio del Santo Ángel Custodio en Vanchiglia,193 no muy distante del lugar en donde, por especial iniciativa de la marquesa Barolo, surgió después la iglesia de santa Julia.

El sacerdote Giovanni Cocchi194 había fundado hacía varios años aquel Oratorio con un fin en parte semejante al nuestro. Pero, encendido de amor patrio, consideró oportuno adiestrar a sus alumnos en el manejo del fusil y de la espada, para ponerse a su cabeza y marchar –como así hizo–contra los austriacos.

El Oratorio permaneció cerrado un año. Después lo alquilamos nosotros y se confió la dirección al teólogo Gioanni Vola, de grata memoria. Este Oratorio permaneció abierto hasta 1871, en que fue trasladado junto a la iglesia parroquial. La marquesa Barolo dejó un legado para esta obra con la condición de que el lugar y la capilla fuesen destinados a los jóvenes pertenecientes a la parroquia, como se cumple todavía.

En aquella época, tuvo lugar una solemne visita al Oratorio por parte de una comisión de diputados con delegados del Ministerio del Interior, que nos honraron con su presencia. Observaron todo y a todos en un clima de cordialidad; después, hicieron un amplio informe a la Cámara de Diputados. Ello dio origen a una larga y viva discusión que se puede encontrar en la Gazzetta Piemontese del 29 marzo 1849. La Cámara de Diputados hizo a nuestros jóvenes una donación de trescientos francos; Urbano Ratazzi,195 entonces ministro del Interior, aprobó una suma de dos mil francos. Consúltense los documentos.

Por fin, uno de mis alumnos vistió el hábito talar, Ascanio Savio,196 actual director del Refugio; fue el primer clérigo del Oratorio. Recibió la sotana a fines de octubre de aquel año.197



12. Fiestas nacionales


Un hecho singular vino a ocasionar en aquellos días no pequeños inconvenientes en nuestras reuniones. Se quiso que nuestro humilde Oratorio tomase parte en las manifestaciones públicas que venían repitiéndose en ciudades y pueblos bajo el nombre de Fiestas Nacionales.198 Quien participaba en ellas y quería mostrarse públicamente amante de la nación se peinaba a raya los cabellos sobre la frente, dejándolos caer ensortijados hacia atrás; llevaban chaqueta corta ceñida, de varios colores, bandera nacional, medalla y escarapela azul sobre el pecho. Así vestidos, se manifestaban en grupo cantando himnos a la unidad nacional.

El marqués Roberto d’Azeglio,199 principal promotor de tales manifestaciones, nos invitó formalmente y, a pesar de mi rechazo, nos proveyó de cuanto necesitábamos para presentarnos dignamente con el resto. Nos designaron un puesto en plaza Vittorio, junto a instituciones de todo tipo, fin y condición. ¿Qué hacer? Rehusar era declararme enemigo de Italia; condescender significaba la aceptación de principios que yo juzgaba de funestas consecuencias.

Señor marqués, respondí al citado d’Azeglio, esta mi familia, los jóvenes de la ciudad que se congregan aquí, no son un ente moral. Daría pie a que se burlaran de mí, si pretendiese apropiarme de una institución que pertenece completamente a la caridad ciudadana.

Precisamente. Conozca la caridad ciudadana que esta obra naciente no es contraria a las modernas instituciones; eso le favorecerá; aumentarán las limosnas; el municipio y yo mismo seremos generosos con usted.

Señor marqués, es mi firme propósito mantenerme apartado de cuanto se refiere a la política. Nunca jamás a favor, nunca jamás en contra.

Entonces, ¿qué quiere hacer?

Realizar el poco bien que pueda a los jóvenes abandonados, trabajando con todas mis fuerzas para que lleguen a ser buenos cristianos, ante la religión, y honrados ciudadanos de cara a la sociedad civil.

Lo comprendo todo, pero se equivoca; y si persiste en este principio, será abandonado por todos y su obra resultará irrealizable. Es necesario analizar el mundo, conocerlo y situar las instituciones antiguas y modernas a la altura de los tiempos.

Le agradezco su buena voluntad y los consejos que me da. Invíteme a cualquier cosa, en la que un sacerdote pueda ejercitar la caridad, y me verá dispuesto a sacrificar vida y recursos. Pero ahora y siempre yo quiero mantenerme apartado de la política.

Aquel renombrado patricio me despidió cortésmente; desde entonces no hubo ningún tipo de relación entre nosotros. Tras él, muchos laicos y eclesiásticos me abandonaron. Es más, después del hecho que paso a contar, quedé prácticamente solo.



13. Un hecho particular

El domingo siguiente a la aludida manifestación, a las dos de la tarde, estaba yo en el recreo con mis muchachos, mientras uno se encontraba leyendo la Armonia.200 En aquel momento, los sacerdotes que solían venir a ayudarme en el sagrado ministerio se presentaron con insignia, escarapela y bandera tricolor y –además– con un periódico realmente inmoral, titulado Opinione.201 Uno de ellos, muy respetable por su celo y doctrina, se colocó delante de mí y, viendo a mi lado al que tenía entre las manos la Armonia, comenzó a decir: «¡Vergüenza! Ya es hora de acabar con estos mojigatos». Mientras esto decía, arrancó el periódico de las manos; haciéndolo mil pedazos, lo tiró por tierra y, escupiendo encima, lo pisoteó y pateó cien veces. Pasado el primer desahogo de fervor político, se me acercó: «Éste sí que es un buen periódico, dijo poniéndome delante de la cara la Opinione; éste y no el otro han de leer los verdaderos y honrados ciudadanos».

Quedé desconcertado ante aquella manera de hablar y obrar; no queriendo aumentar el escándalo en un lugar donde se debía dar buen ejemplo, me limité a rogarle a él y a sus compañeros que tratáramos aquel argumento en privado y sólo entre nosotros.

«No, señor, replicó; ya no debe existir ni privado ni secreto. Todo debe salir a la luz del día».

En aquel momento, la campanilla nos llamó a la iglesia; convocaba precisamente a uno de aquellos sacerdotes, encargado de desarrollar una plática moral a los pobres jovencitos. Pero, en esa ocasión, fue verdaderamente inmoral. Las palabras libertad, emancipación, independencia fueron las únicas que resonaron el tiempo que duró su discurso.

Me encontraba en la sacristía, impaciente por hablar y frenar el desorden; pero el predicador salió enseguida de la iglesia y, apenas se dio la bendición, invitó a sacerdotes y jóvenes a unirse a él. Entonando a pleno pulmón himnos nacionales, haciendo ondear frenéticamente la bandera, marcharon en desfile hasta el monte de los Capuchinos. Allí se hizo promesa formal de no volver más al Oratorio, de no ser invitados y recibidos con todas las formas nacionales.

Ocurría todo esto sin que yo, de algún modo, pudiera expresar mis razones ni mis pensamientos. Pero no me asustaba ante ninguna circunstancia que se opusiera al cumplimiento de mis deberes. Hice saber a aquellos sacerdotes que les prohibía severamente volver; a los jóvenes, que debían presentarse uno por uno delante de mí antes de entrar de nuevo en el Oratorio.

El caso terminó bien. Ninguno de los sacerdotes trató de volver; los jóvenes pidieron disculpas –manifestando que habían sido engañados– y prometieron obediencia y disciplina.



14. Nuevas dificultades – Un consuelo – El abate A. Rosmini y el arcipreste Pietro De Gaudenzi


Pero me quedé solo. Los días festivos, muy de mañana, tenía que empezar las confesiones; a las nueve, celebrar la misa; a continuación, predicar; después, clase de canto y de lengua hasta mediodía. A la una de la tarde, recreo; más adelante, catecismo, vísperas, instrucción, bendición; finalmente, recreo, canto y clase hasta la noche.

Entre semana, a lo largo de cada día, me ocupaba de los artesanos y daba clases de enseñanza secundaria a unos diez jovencitos; por la tarde, debía atender a todas estas cosas: clase de francés, aritmética, gregoriano, música vocal, piano y órgano. No sé cómo pude resistir. Dios me ayudó. Encontré en aquellos momentos, por otra parte, un gran auxilio y apoyo en el teólogo Borel. Aquel maravilloso sacerdote, pese a estar agobiado por otras importantes ocupaciones del sagrado ministerio, aprovechaba cualquier retazo de su tiempo para venir a ayudarme. No pocas veces robaba horas al sueño para confesar a los jóvenes o negaba el reposo a su cuerpo cansado para venir a predicar. La situación crítica duró hasta contar con algún apoyo de los clérigos Savio, Bellia202 y Vacchetta; de quienes –por cierto– me vi pronto privado, pues siguiendo indicaciones de otros y sin decir palabra ingresaron en los Oblatos de María.203

En uno de aquellos días festivos, recibí la visita de dos sacerdotes a quienes considero oportuno citar. Trataba de ordenar las clases, pues todo estaba en movimiento al iniciarse el catecismo, cuando se presentaron dos eclesiásticos que, con actitud sencilla y respetuosa, venían a congratularse conmigo y pedir noticias sobre el origen y el sistema de la institución. Como única respuesta, les dije:

Tengan la bondad de ayudarme. Usted, vaya al coro con los mayorcitos; a usted –me dirigí al más alto de los dos– le confío esta clase, la de los más trastos.

Al comprobar que explicaban de maravilla el catecismo, pedí a uno de ellos que ofreciese una breve plática a nuestros jóvenes y, al otro, que nos diera la bendición con el Santísimo. Ambos aceptaron amablemente.

El sacerdote de menor estatura era el abate Antonio Rosmini, fundador del Instituto de la Caridad; el más alto, el canónigo arcipreste De Gaudenzi, ahora obispo de Vigevano. Desde entonces los dos se mostraron siempre amigos, aún más, bienhechores de la Casa.



15. Compra de la casa Pinardi y de la casa «Bellezza» – El año 1850


El año 1849 resultó espinoso y estéril, pese a exigirnos grandes fatigas y sacrificios; pero sirvió de preparación para el 1850, menos borrascoso y mucho más fecundo en buenos resultados. Comencemos con la casa Pinardi. Quienes habían sido desalojados de ella no podían resignarse.

¿No es repugnante, se decía, que una casa de recreo y descanso caiga en manos de un cura, y de un cura intolerante?

Así que ofrecieron a Pinardi un alquiler que casi doblaba el nuestro. Pero él experimentaba no poco remordimiento al recabar mayor beneficio con negocios inmorales. Por eso, en alguna ocasión, propuso venderme la casa en el caso de querer comprarla. Mas sus pretensiones eran exageradas. Pedía ochenta mil francos por un edificio cuyo valor andaba en una tercera parte. Dios quiso hacernos ver que es el dueño de los corazones; he aquí cómo.

Un día de fiesta, mientras el teólogo Borel predicaba, me encontraba en la puerta del patio para impedir aglomeraciones y alborotos, cuando se presenta el señor Pinardi y me dice:

¡Alto ahí! Es necesario que Don Bosco compre mi casa.

¡Alto ahí! Es necesario que el señor Pinardi me la venda por su precio justo y yo la compro enseguida.

Se la vendo por su precio.

¿Cuánto?

El precio que me pida.

No puedo hacer ofertas.

Ofrezca.

No puedo

¿Por qué?

Porque es un precio exagerado. No quiero ofender a quien pide.

Ofrezca lo que quiera.

¿Me la da por su valor?

Palabra de honor, que se la doy.

Choque la mano y haré la oferta.

¿Cuánto?

La hice valorar por un amigo suyo y mío. Me aseguró que, en su actual estado podría valorarse en una cifra situada entre los veintiséis y veintiocho mil francos. Y yo, para acabar la operación, le doy treinta mil francos.

¿Le regalará también un alfiler de quinientos francos a mi mujer?

Haré tal regalo.

¿Me pagará al contado?

Pagaré al contado.

¿Cuándo haremos la escritura?

Cuando usted guste.

De mañana en quince días, pero pagando todo en el acto.

De acuerdo.

Cien mil francos de multa al que se eche atrás.

Así sea.

El negocio se cerró en cinco minutos. Pero ¿de dónde sacar tal cantidad en tan poco tiempo? En dicha circunstancia, surgió un hermoso gesto de la divina Providencia. Aquella misma tarde –algo insólito en los días de fiesta–, Don Cafasso vino a visitarme y comunicarme que una piadosa persona, la condesa Casazza-Riccardi, le había encargado de entregarme diez mil francos para que los emplease en lo que yo juzgara de la mayor gloria de Dios. Al día siguiente, llegó un religioso rosminiano procedente de Turín para poner a rédito veinte mil francos, solicitando mi consejo. Le propuse tomarlos prestados para el contrato Pinardi.204 De aquella manera junté la suma buscada. Los tres mil francos de gastos complementarios los aportó el caballero Cotta,205 en cuyo banco se firmó la suspirada escritura.

Asegurada la adquisición del edificio, se empezó a pensar en la llamada Giardiniera. Era ésta una taberna, en la que acostumbraban a reunirse los amantes de la juerga en los días festivos. Organillos, pífanos, clarinetes, guitarras, violines, bajos, contrabajos y cantos de todo género se alternaban a lo largo del día; es más, no resultaba raro que se juntaran todos para sus conciertos. Como aquel edificio –casa Bellezza– estaba separado del patio por un simple muro, frecuentemente ocurría que los cantos de nuestra capilla quedaban ahogados por el alboroto, la música y el ruido de las botellas de la Giardiniera. Además, existía un continuo ir y venir de la casa Pinardi a la Giardiniera. Puede imaginarse fácilmente nuestra contrariedad y los peligros que esto suponía para los jóvenes.

Para evitar aquellos graves inconvenientes, traté de comprar el edificio; pero no lo logré. Quise alquilarlo –a lo que se avenía la dueña–, pero quien regentaba la taberna exigía una indemnización excesiva.

Propuse hacerme cargo de toda la hostería, pagar el alquiler y comprar el mobiliario de las habitaciones, las mesas, la cantina, cocina, etc. Pagándolo a un precio bien alto, pude disponer del edificio, que destiné enseguida a otra cosa. De esta manera quedaba eliminado el segundo vivero de iniquidad que aún existía en Valdocco, cerca de la casa Pinardi.



16. Iglesia de San Francisco de Sales


Libres de las vejaciones morales de la casa Pinardi y la Giardiniera, había que pensar en una iglesia más decorosa para el culto y mejor adaptada a las crecientes necesidades. La antigua, es cierto, se había ampliado un poco –se correspondía con el actual lugar del Comedor de los Superiores–;206 pero resultaba incómoda por su escasa capacidad y pequeña altura. Para entrar había que descender dos peldaños, por lo que en invierno y en tiempo lluvioso se nos inundaba; en cambio, durante el verano, nos sofocábamos por el calor y el excesivo tufo. No transcurrían demasiados días festivos sin que se desmayara algún alumno y hubiera que sacarlo a fuera medio asfixiado. Necesitábamos, pues, construir un edificio más proporcionado al número de jóvenes, más ventilado e higiénico.

El caballero Blachier realizó un proyecto, de cuya ejecución resultaría la actual iglesia de San Francisco y el edificio que rodea el patio existente al lado de la iglesia. El empresario fue el señor Federico Bocca. Cavados los cimientos, se procedió a la bendición de la primera piedra el 20 de julio de 1850. El caballero Giuseppe Cotta la colocó en su sitio; el canónigo Moreno, ecónomo general, la bendijo; el célebre padre Barrera, conmovido a la vista de la multitud de gente que había acudido, subió sobre un montón de tierra e improvisó un estupendo discurso para la ocasión. Empezaba con las siguientes palabras textuales: «Señores, la piedra que acabamos de bendecir y colocar en los cimientos de esta iglesia tiene dos grandes significados. Representa el granito de mostaza que se transformará en místico árbol, al que vendrán a refugiarse muchos niños; y significa que esta obra se asienta sobre la piedra angular que es Jesucristo, contra la cual serán vanos los esfuerzos que intenten los enemigos de la fe para abatirla». Seguidamente, demostraba ambas premisas con gran satisfacción de los oyentes, que tenían por inspirado al elocuente predicador.207

Aquellas ruidosas fiestas atraían a jóvenes externos de todas partes; por otro lado, a cualquier hora del día venían muchos pidiendo alojamiento. Su número pasó aquel año de cincuenta, y se empezó con algún taller en casa, ya que cada vez se advertían más claramente los inconvenientes de la salida de los jovencitos a trabajar en la ciudad.

Comenzó a levantarse el ansiado edificio, cuando me di cuenta de que los fondos económicos estaban totalmente agotados. Había juntado treinta y cinco mil francos con la venta de algunos inmuebles, pero desaparecieron como hielo al sol. El Economato asignó nueve mil francos, pero se harían efectivos cuando la obra estuviese casi acabada. El obispo de Biella, Mons. Pietro Losana, dándose cuenta de que el nuevo edificio y toda aquella institución iban a ser de especial provecho para los jóvenes albañiles bielleses, envió una circular a sus párrocos, invitándolos a aportar su óbolo.208

La colecta llegó a mil francos. Pero suponían unas gotas de agua sobre terreno abrasado por el sol. Ideamos una lotería de objetos, es decir, de pequeños regalos. Era la primera vez que se acudía a la pública beneficencia por este medio; la iniciativa obtuvo una acogida muy favorable. Se recogieron tres mil trescientos regalos. El Sumo Pontífice, el Rey, la Reina madre, la Reina consorte209 y, en general, toda la Corte, se distinguieron por sus ofertas. Se vendieron absolutamente todos los billetes (a cincuenta céntimos cada uno); cuando se efectuó el sorteo público en el Palacio de la ciudad, había quienes buscaban billetes ofreciendo cinco francos por uno, sin poderlos encontrar.210

Numerosas personas que obtuvieron algún premio lo dejaron con mucho gusto en favor de la iglesia; de lo cual se recabó nuevo beneficio. Aunque existieron no pocos gastos, no obstante, se consiguieron en limpio veintiséis mil francos.



17. Explosión del polvorín – Gabriele Fascio – Bendición de la nueva iglesia


Durante la exposición pública de los regalos, ocurrió (el 26 abril de 1852211) la explosión del polvorín situado junto al cementerio de San Pietro in Vincoli. La sacudida que siguió fue horrible y violenta. Muchos edificios –cercanos y distantes– fueron sacudidos y sufrieron graves daños. Hubo veintiocho víctimas entre los trabajadores; hubiera sido mucho mayor el daño, si un sargento llamado Sacchi,212 con gran riesgo de su propia vida, no impidiera la comunicación del fuego a una gran cantidad de pólvora que hubiera podido destruir toda la ciudad de Turín. La casa del Oratorio –una construcción endeble– se resintió mucho. Los diputados nos remitieron una oferta de trescientas liras para ayudarnos a repararla.

Quiero, a este propósito, contar un hecho referente a nuestro joven artesano Gabriele Fascio. El año anterior fue atacado por una enfermedad que le puso a las puertas de la muerte. En los momentos de delirio repetía: «¡Ay de Turín!, ¡ay de Turín!». Sus compañeros le decían:

¿Por qué?

Porque está amenazada por un gran desastre

¿Cuál?

Un horrible terremoto.

¿Cuándo ocurrirá?

El año próximo. ¡Oh, ay de Turín el 26 de abril!

¿Qué tenemos que hacer?

Rezar a San Luis para que proteja al Oratorio y a cuantos lo habitan.

A petición de todos los jóvenes de la casa, entonces, en las oraciones en común por la mañana y por la tarde se añadió un pater, ave y gloria a este santo. En efecto, nuestra casa quedó poco damnificada en comparación con la magnitud de la catástrofe, y sus jóvenes moradores no tuvieron que lamentar ningún daño personal.

Entre tanto, los trabajos de la iglesia de San Francisco de Sales progresaban con una rapidez increíble. El espacio de once meses estuvo concluida. El 20 de junio de 1852 se consagró al culto, con una solemnidad que –para nosotros– fue única, más que extraordinaria. A la entrada del patio se levantó un arco de altura colosal. En él se escribió en grandes letras: En caracteres de oro – escribiremos por doquier – Viva eternamente este día.

Por todas partes se escuchaban los versos, a los que puso música el maestro Giuseppe Blanchi, de honorable recuerdo:


Volverá el sol de su ocaso

otra vez hasta su oriente

y de nuevo hasta su fuente

el riachuelo volverá,

antes que olvidar nosotros

este día, cual más bello,

para siempre vivirá.


Se recitó y se cantó con gran pompa esta poesía:

Cual ave de rama en rama

va buscando fiel cobijo, etc.


Muchos periódicos informaron de la fiesta –v. L‘Armonia213 y la Patria– de aquellos días.

El primero de junio del mismo año se organizó la Sociedad de Socorros Mutuos, con el objeto de impedir que nuestros jóvenes se inscribieran en la llamada Sociedad de Obreros,214 la cual, desde sus orígenes, manifestó principios antirreligiosos.215 Vino de perillas a nuestros objetivos. Más tarde, esta misma Sociedad nuestra se transformó en la Conferencia aneja de San Vicente de Paúl, que todavía existe.

Terminada la iglesia, se precisaban enseres de todo género. No nos faltó la caridad ciudadana. El comendador Giuseppe Duprè se encargó de la ornamentación de una capilla, que fue dedicada a San Luis, y compró un altar de mármol que aún adorna la iglesia. Otro bienhechor mandó realizar el coro, en el que se colocó el pequeño órgano destinado al servicio de los jóvenes externos. El señor Michele Scannagatti216 compró un juego completo de candelabros; el marqués Fassati se encargó de hacer el altar de la Virgen, donó un juego de candelabros de bronce y, más tarde, la estatua de la Virgen. Don Cafasso pagó todos los gastos del púlpito. El altar mayor fue regalado por el doctor Francesco Vallauri y completado por su hijo sacerdote, Don Pietro.217 De esta manera y en poco tiempo, la nueva iglesia tuvo cuanto era más necesario para las funciones privadas y solemnes.



18. Año 1852


Con la nueva iglesia de San Francisco de Sales, con sacristía y campanario, se facilitaba la participación de los jóvenes de las clases nocturnas y diurnas que lo deseasen en las sagradas funciones festivas. Pero ¿cómo atender a la multitud de pobres muchachos que continuamente pedían un techo? Tanto más tras la explosión del polvorín, ocurrida el año anterior, que casi había arruinado el antiguo edificio. En circunstancias de tan extrema necesidad se decidió construir un nuevo brazo del edificio. Para aprovechar todavía los viejos locales, se empezó el nuevo en una zona apartada, esto es, desde el final del actual comedor hasta la fundición de la imprenta.

Los trabajos avanzaban con toda rapidez, y –aunque el otoño estaba algo avanzado–, se llegó a la altura del tejado. Hasta se colocó en su lugar toda la armadura, los listones clavados y las tejas amontonadas sobre las vigas para su colocación; cuando un violento aguacero obligó a interrumpir el trabajo. Llovió a cántaros durante varios días y varias noches y el agua –corriendo y filtrándose por vigas y listones– deshizo y arrastró consigo la argamasa reciente hasta dejar desnudos y al descubierto los ladrillos y las piedras de los muros. Cercana la medianoche, todos ya descansando, se oyó un ruido violento que cada vez se hacía más intenso y espantoso. Todos se despertaron y cada uno –sin saber lo que ocurría, lleno de terror y envolviéndose en mantas o sábanas– salió del dormitorio, huyendo aturdidos y sin saber adónde, pero con la intención de alejarse del peligro que se imaginaba. Desorden y ruido van en aumento; el armazón del techo, las tejas mezcladas con materiales de los muros, todo reducido en ruinas en medio de un inmenso estrépito.

Dado que la construcción se apoyaba en el muro del viejo y más bajo edificio, se temía que quedasen todos aplastados bajo las ruinas que caían; pero no hubo que lamentar más infortunio que el espantoso estruendo, sin producirse desgracias personales.

Llegada la mañana, vino una inspección de ingenieros del ayuntamiento. El caballero Gabetti,218 al observar una gran columna que, por haberse movido su base, se inclinaba peligrosamente sobre un dormitorio, exclamó:

Id a dar gracias a la Virgen de la Consolata. Aquella pilastra se sostiene por milagro y, de caer, hubiese sepultado entre ruinas a Don Bosco y a los treinta jovencitos acostados en el dormitorio que está debajo.

Como los trabajos los realizaba una empresa, el mayor perjuicio fue para el maestro de obras. Nuestras pérdidas se valoraron en unos 10.000 francos. El siniestro tuvo lugar a media noche del 2 de diciembre de 1852.

En medio de las continuas y dolorosas vicisitudes que oprimen a la pobre humanidad, siempre se encuentra la mano benéfica del Señor para mitigar nuestras desgracias. Si aquel siniestro hubiese ocurrido dos horas antes, habría sepultado a nuestros alumnos de las escuelas nocturnas. Acabadas las clases, hacia las diez, después de salir de las aulas, unos trescientos muchachos anduvieron más de media hora por los locales del edificio en construcción. Poco después ocurría el derrumbamiento.

Lo avanzado de la estación no permitía, no ya terminar, sino tan siquiera empezar los trabajos de la casa en ruinas. Mientras tanto ¿cómo resolver nuestras estrecheces? ¿Qué hacer entre tantos jóvenes y tan poco espacio; además, medio arruinado? Hicimos de la necesidad virtud. La antigua iglesia, tras apuntalar bien sus muros, se transformó en dormitorio. Se trasladaron las clases a la iglesia nueva, de forma que los días festivos hacía de templo y durante la semana de colegio.

En ese año se construyó también el campanario que flanquea la iglesia de San Francisco de Sales y el generoso señor Michele Scannagatti regaló un elegante juego de candeleros para el altar mayor, que constituyen todavía uno de los más bellos ornamentos de la iglesia.



[19. Año] 1853


Apenas el tiempo lo permitió, se empezó enseguida a levantar la casa en ruinas. Los trabajos se desarrollaron rápidamente y, en el mes de octubre, el edificio estaba terminado. Como la necesidad de locales era muy grande, volamos a ocuparlo. En primer lugar, me instalé en la habitación que Dios me concede seguir ocupando todavía. Clases, comedor y dormitorio pudieron montarse y organizarse normalmente, y el número de alumnos se incrementó a sesenta y cinco.

Continuaron llegando provisiones de parte de varios bienhechores. El caballero Giuseppe Duprè, a sus expensas, colocó la balaustrada de mármol de la capilla de San Luis; decoró el altar y estucó toda la capilla. El marqués Domenico Fassati regaló la barandilla del altar de la Virgen y un juego de candelabros de bronce dorado para el mismo altar. El conde Carlo Cays,219 nuestro insigne bienhechor, por segunda vez prior de la Compañía de San Luis,220 saldó una vieja deuda con el panadero de mil doscientos francos, quien empezaba a ponernos dificultades en el suministro del pan. Compró además una campana, objeto de una simpática fiesta: la bendijo el teólogo Cattino,221 nuestro párroco, de grata memoria, haciendo a continuación una sucinta y ocasional plática para el numeroso público venido de la ciudad. Tras las funciones sagradas, se representó una comedia que resultó muy divertida para todos. El citado conde Cays regaló un rico colgante de tela, el actual baldaquino, y otros objetos de iglesia.

Dotado de las cosas más necesarias para el culto, con el nuevo templo se cumplió, por vez primera, el deseo común de tener la exposición de las cuarenta horas. No había gran riqueza de adornos, pero sí hubo un extraordinario concurso de fieles. Para secundar el fervor religioso y dar a todos comodidad de satisfacer la propia devoción, después de las cuarenta horas, tuvo lugar un octavario predicado, prácticamente empleado en escuchar las confesiones de la multitud. Aquella insólita afluencia de gente hizo que la exposición de las cuarenta horas siguiera organizándose en los años sucesivos, con predicación constante y gran cumplimiento de los santos sacramentos y otras prácticas de piedad.


[20.] Lecturas Católicas


Ese año [1853], durante el mes de marzo, se inició la publicación periódica de las Lecturas Católicas.222 En 1847, con la emancipación de judíos y protestantes, se precisaban antídotos que poner en manos de los fieles cristianos en general, especialmente en las de la juventud. Con el decreto, parecía que el Gobierno trataba sólo de dar libertad a aquellos credos, sin detrimento del catolicismo. Sin embargo, los protestantes no lo entendieron así y se pusieron a hacer propaganda con todos los medios a su alcance. Tres diarios (La Buona Novella, La Luce Evangelica, Il Rogantino Piamontese)223, muchos libros bíblicos y no bíblicos; propuesta de ayudas, empleos, trabajos; ofrecimiento de dinero, vestidos y alimentos a cuantos frecuentasen sus escuelas, sus conferencias o simplemente sus templos: éstos eran los medios usados para ganar prosélitos.

El Gobierno lo sabía todo y dejaba hacer; con su silencio los protegía eficazmente. Añádase que los protestantes estaban preparados y dotados de todos los medios materiales y morales, mientras los católicos, confiados en las leyes civiles que hasta entonces los habían protegido y defendido, apenas si disponían de algún diario, obra clásica o erudita; no contaban con ningún periódico o libro que depositar en las manos del pueblo humilde.

En aquel momento, aprovechando el reclamo de la necesidad, comencé a preparar algunos cuadros sinópticos sobre la Iglesia católica;224 después, unas octavillas –tituladas: Ricordi pei cattolici– que me propuse distribuir entre jóvenes y adultos, especialmente con ocasión de ejercicios espirituales y misiones.

Aquellas hojas y opúsculos fueron acogidos con vivo interés y, en poco tiempo, se distribuyeron miles y miles. Esto me persuadió de la necesidad de contar con algún medio popular que facilitase el conocimiento de los principios fundamentales del catolicismo. En consecuencia, imprimí un folleto titulado Avvisi ai cattolici,225 que se proponía alertar a los católicos para no dejarse atrapar en la red de los herejes. La venta fue extraordinaria; en dos años se difundieron más de doscientos mil ejemplares. Agradó a los buenos, pero enfureció a los protestantes, que se consideraban los únicos dueños del terreno evangélico.

Me di cuenta entonces de que era urgente preparar e imprimir libros para el pueblo, y proyecté las llamadas Lecturas Católicas. Preparados algunos fascículos, quise publicarlos enseguida; pero surgió una dificultad que no esperaba ni imaginaba. Ningún obispo las quería tomar bajo su responsabilidad. Los de Vercelli, Biella y Casale se negaron, invocando que era peligroso lanzarse a la batalla con los protestantes. Monseñor Fransoni, a la sazón residente en Lyon, aprobaba y recomendaba, pero nadie quiso tan siquiera asumir la revisión eclesiástica. El canónigo Giuseppe Zappata,226 vicario general, fue el único que, a petición del arzobispo, revisó la mitad de un fascículo; después, me devolvió el manuscrito diciéndome: «Tómese su tiempo; no me atrevo a comprometerme; los hechos de Ximenes y de Palma227 están demasiado recientes. Usted desafía y ataca al enemigo de frente, yo prefiero retirarme cuando aún se está a tiempo».

De acuerdo con el vicario general, expuse todo al arzobispo, quien me respondió adjuntando una carta para presentar a monseñor Moreno, obispo de Ivrea.228 En ella rogaba a aquel prelado que tomase bajo su protección la publicación del proyecto y ayudara con la revisión y su autoridad. Monseñor Moreno aceptó de buena gana y delegó la revisión en el abogado Pinoli, su vicario general, mas sin declarar el nombre del revisor. Se elaboró enseguida un plan, y el uno de marzo de 1853 salió el primer fascículo del Cattolico provveduto.229



[21. Año] 1854


Las Lecturas Católicas fueron acogidas con un aplauso general; el número de lectores fue extraordinario; pero precisamente de ahí arrancaron las iras de los protestantes. Probaron a combatirlas con sus periódicos, con las Letture Evangeliche230; pero no lograron encontrar lectores. Entonces dirigieron toda suerte de ataques al pobre Don Bosco. Ora unos ora otros venían a disputar, persuadidos de que nadie –afirmaban– sería capaz de resistir sus razones. Lo curas católicos eran unos simplotes y, por tanto, con dos palabras quedaban desconcertados.

Así pues, vinieron a enfrentarse conmigo; a veces, uno; otras, dos; y, en alguna ocasión, unos cuantos juntos. Siempre los escuché, apuntando que las dificultades que ellos no sabían resolver se las presentasen a sus ministros e hicieran el favor de comunicarme la respuesta después. Vino Amedeo Bert,231 a continuación Meille, el evangélico Pugno; más tarde otros y otros; pero no pudieron conseguir que yo dejase de hablar ni de imprimir nuestras amenidades. Esto provocó sobremanera su rabia. Considero oportuno referir algunos hechos relativos al asunto.

Un domingo del mes de enero, por la tarde, me anunciaron a dos señores que querían hablar conmigo. Entraron y, tras una larga serie de cumplimientos y lisonjas, uno de ellos comenzó a expresarse de esta manera:

Usted, señor teólogo, ha recibido de la naturaleza un gran Don: hacerse entender y leer por el pueblo; le rogaríamos que emplease esta preciosa cualidad en cosas útiles para la humanidad, en favor de la ciencia, de las artes, del comercio.

Mis pensamientos van dirigidos precisamente a las Lecturas Católicas, de las que trato de ocuparme con toda el alma.

Sería mucho mejor que se ocupase en algún libro valioso para la juventud, como sería una historia de la antigüedad, un tratado de geografía, de física o de geometría; pero no de las Lecturas Católicas.

¿Por qué no de estas Lecturas?

Porque es un trabajo ya realizado y vuelto a rehacer por muchos otros.

Estos trabajos los hicieron ya otros muchos, pero con libros eruditos, no para el pueblo, que es precisamente lo que intento yo con las Lecturas Católicas.

Pero este trabajo no le produce ningún beneficio; si se dedicara a los trabajos que le recomendamos, lograría también buenos ingresos para la maravillosa institución que la Providencia le ha confiado. Tome, aquí tiene algo (eran cuatro billetes de mil francos), pero no será la última oferta; es más, recibirá otras mayores.

¿Y por qué razón tanto dinero?

Para animarle a emprender las obras aludidas, y para ayudar a esta institución nunca suficientemente alabada.

Perdónenme, señores, si os devuelvo vuestro dinero; yo no puedo, por ahora, emprender otro trabajo científico, sino el que concierne a las Lecturas Católicas.

Pero es un trabajo inútil...

Si es trabajo inútil, ¿por qué os preocupáis? ¿Para qué gastar este dinero en hacerme desistir?

Usted no se da cuenta de lo que hace; porque con este rechazo daña a su obra y se expone a ciertas consecuencias, a ciertos peligros...

Señores, entiendo lo que quieren decirme, pero les confieso con franqueza que ante la verdad no temo a nadie; al hacerme sacerdote, me consagré al bien de la Iglesia y de la pobre humanidad, y es mi propósito continuar, con mis débiles fuerzas, promoviendo las Lecturas Católicas.

Usted hace mal, añadieron con voz y rostro alterados, mientras se ponían en pie; usted hace mal; usted nos está insultando; además quién sabe qué puede ocurrir aquí con usted; y, en tono amenazador, si sale de casa, ¿está seguro de poder volver?

Ustedes, señores, no conocen a los sacerdotes católicos. Mientras viven, trabajan para cumplir con su deber. Si en medio del trabajo y por este motivo tuviesen que morir, sería para ellos la máxima fortuna y la mayor de las glorias.

En aquel momento, aparecieron los dos tan irritados que me entró miedo de que me pusieran las manos encima. Me levanté y coloqué la silla de por medio, al tiempo que les decía:

Si quisiera usar la fuerza, no temería sus amenazas; pero la fuerza del sacerdote está en la paciencia y el perdón. Con todo, marchen de aquí.

Entre tanto y con un rodeo a la silla, abrí la puerta de la habitación, apuntando:

Buzzetti, acompaña a estos señores a la salida, pues no conocen la escalera.

Quedaron confundidos ante aquella intimación y, replicando que nos encontraríamos en otro momento más oportuno, marcharon con la cara y los ojos inflamados de indignación.

Este hecho fue publicado por algunos periódicos, en particular por la Armonía.



[22.] Atentados personales


Daba la impresión que existía una trama personal secreta contra mí, urdida por los protestantes o por la masonería. Narraré brevemente algunos hechos.

Una noche, mientras me encontraba entre los jóvenes dando clase, vinieron dos hombres, invitándome a desplazarme deprisa al Cuor d’Oro para asistir a un moribundo.

Fui enseguida, pero quise que me acompañaran algunos de los mayorcitos.

No es necesario, replicaron, que moleste a estos alumnos. Le acompañaremos nosotros hasta el lecho del enfermo y volveremos a traerlo a casa. Su presencia quizá pueda molestar al enfermo.

No os preocupéis, añadí; mis alumnos dan un breve paseo y se quedarán al pie de la escalera mientras yo esté con el enfermo.

Pero, llegados a la casa del Cuor d’Oro, me dijeron:

Venga un momento, descanse un poco; entretanto, avisaremos al enfermo de su llegada.

Me condujeron a una habitación en la planta baja, donde había unos cuantos juerguistas que, después de la cena, estaban comiendo castañas. Me acogieron con mil elogios y alabanzas, empeñándose en que me sirviese y tomase algunas castañas con ellos; pero no las tomé, alegando como razón que acaba de cenar.

Por lo menos beba un vaso de vino con nosotros, replicaron. No le disgustará; es de la zona de Asti.

No puedo, no acostumbro a beber fuera de las comidas; me sentaría mal.

Un vasito, sin duda, no le hará ningún daño.

Dicho esto, ponen vino a todos y, al llegar a mí, uno cogió otra botella y otro vaso. Me di cuenta entonces de su perversa intención; con todo, tomé en la mano el vaso y brindé con ellos; pero, en vez de beber, traté de colocar de nuevo el vaso sobre la mesa.

No haga eso, es un desprecio, decía aquél; es un insulto, añadía otro. No nos haga esta ofensa.

No me apetece, no puedo y no quiero beber.

Tendrá que beber a toda costa.

Dicho esto, uno me agarró por el hombro izquierdo, otro por el derecho, añadiendo:

No podemos tolerar este insulto. Beba por las buenas o por las malas.

Si os empeñáis en que beba, lo haré; pero soltadme y, puesto que yo no puedo beber, lo daré a uno de mis jóvenes que beberá en mi lugar.

Al pronunciar estas fingidas palabras, di un paso largo hacia la puerta; la abrí, invitando a mis jóvenes a entrar.

No es necesario, no es necesario que lo beba otro. Esté tranquilo, iremos enseguida a avisar al enfermo; que se queden al pie de la escalera.

No hubiera dado a otros, ciertamente, aquel vaso, pero actué así para descubrir mejor su trama, no otra que la de hacerme beber el veneno.

A continuación, me condujeron a una habitación en el segundo piso, en donde –en lugar de un enfermo– me di cuenta de que estaba acostado el mismo que había venido a llamarme. Tras aguantar algunas preguntas, soltó una risotada, exclamando:

Me confesaré mañana por la mañana.

Me marché enseguida y volví a mis quehaceres. Un amigo hizo algunas averiguaciones sobre los individuos que me habían llamado y sobre sus intenciones. Pude cerciorarme de que cierto sujeto les había pagado una suculenta cena para que me hicieran beber un poco de vino que él había preparado.


[23.] Agresión – Lluvia de bastonazos


Los atentados que estoy narrando parecen fábulas, pero –por desgracia– son realidades dolorosas que contaron con muchos testigos. He aquí otro atentado más sorprendente aún.

Una tarde del mes de agosto, sobre las seis, estaba yo en la verja que da al patio del Oratorio, rodeado de mis jóvenes, cuando de improviso se oyó un grito: ¡es un asesino, es un asesino! Y hete aquí a un fulano –a quien conocía muy bien y a quien había ayudado– que corría furioso hacia mí en mangas de camisa y con un largo cuchillo en las manos, mientras gritaba: «¡Busco a Don Bosco, busco a Don Bosco!». Todos huyeron a la desbandada, mientras él continuó su carrera detrás de un clérigo a quien confundió conmigo. Cuando se dio cuenta del error, furioso, volvió sus pasos hacia mí. Apenas me dio tiempo a correr escaleras arriba, para refugiarme en la antigua habitación. No había dado todavía la vuelta a la llave, cuando llegó el desgraciado. Daba golpes, gritaba, mordía las barras de hierro para abrirlas, pero inútilmente; yo me encontraba seguro. Mis jóvenes pretendían hacer frente al miserable y hacerle trizas, pero se lo prohibí insistentemente, y me obedecieron. Se avisó a la fuerza pública, a la policía y a los carabineros, pero no se logró nada hasta las nueve y media de la noche, hora en que dos carabineros detuvieron a aquel desalmado y lo llevaron al cuartel.

Al día siguiente, el jefe de policía me mandó a un agente, que preguntó si perdonaba al criminal. Contesté que yo perdonaba aquella y otras injurias, pero que –en nombre de la ley– solicitaba a las autoridades que defendiesen mejor a las personas y las viviendas de los ciudadanos.

¿Quién iba a creerlo? Al día siguiente, a la misma hora en que tuvo lugar la agresión, estaba mi agresor –a corta distancia– esperando a que saliera de casa.

Un amigo mío, comprobando que no se podía esperar ayuda de las autoridades, quiso hablar con aquel miserable. «A mí me han pagado, respondió, y si me dan lo mismo que me dan otros, me marcho en paz». Se le pagaron ochenta francos de un alquiler vencido, otros ochenta como anticipo para otro alojamiento lejos de Valdocco, y así terminó aquella primera comedia.

No ocurrió lo mismo con la segunda, que estoy a punto de contar. Cerca de un mes después del hecho narrado, un domingo por la noche, me llamaron urgentemente desde la casa Sardi, cerca del Refugio, para confesar a una enferma que, según decían, estaba a punto de morir. A causa de los hechos precedentes, invité a varios jóvenes mayorcitos a acompañarme. «No es necesario, me señalaron, nosotros le acompañaremos; deje a estos jóvenes con sus diversiones». Bastó para no ir solo. Coloqué a algunos en la calle, al pie de la escalera. Giuseppe Buzzetti y Giacinto Arnaud quedaron en el primer piso, en el rellano de la escalera, a poca distancia de la puerta de la habitación de la enferma.

Entré y vi a una mujer jadeante, como si fuese a exhalar el último suspiro. Invité a los presentes, en número de cuatro, a que se alejaran un poco para hablar de religión.

Antes de confesarme, empezó a decir a grandes voces, quiero que aquel bribón de enfrente se retracte de las calumnias con las que me ha difamado.

No, respondió el otro.

Silencio, gritó un tercero, poniéndose de pie.

Entonces se levantaron todos de sus asientos. Sí, no, mira, te ahogo, te mato: eran gritos que –intercalados con horrendas imprecaciones– resonaban diabólicamente en la habitación. En medio de aquel infierno, se apagaron las luces; aumentaron los gritos y comenzó una lluvia de bastonazos dirigidos hacia donde yo estaba sentado. Enseguida adiviné el juego, que consistía en hacérmelas pasar moradas. En aquel momento, no teniendo tiempo ni de pensar ni de reflexionar, asumí el consejo del apuro: agarré una silla, me la puse sobre la cabeza y, bajo aquel para-bastonazos, mientras me dirigía hacia la salida, recibí los golpes de bastón que pegaban ruidosamente contra la silla.

Fuera ya de aquel antro de Satanás, me eché en brazos de mis jóvenes, quienes –ante el ruido y los gritos– pretendían entrar a toda costa en la casa. No me hicieron ninguna herida grave, excepto un bastonazo que me alcanzó en el pulgar de la mano izquierda, apoyado en el respaldo de la silla, y me llevó la uña con la mitad de la falange, como puede observarse por la cicatriz que aún conservo. Pero lo peor fue el susto.

Nunca he llegado a saber el verdadero motivo de tales vejaciones, pero parece que todo fue urdido para atentar contra mi vida y hacerme desistir –comentaban– de calumniar a los protestantes.



[24.] El perro Gris


El perro Gris fue tema de muchas charlas y varias suposiciones. Algunos de vosotros lo habréis visto y hasta acariciado. Dejando aparte ahora las extrañas historietas que se cuentan sobre el perro, cuanto os voy a exponer es la pura verdad. Los frecuentes insultos de que era objeto, me aconsejaron no ir solo a la ciudad de Turín, ni tampoco volver. Por aquel tiempo, el manicomio era el edificio más cercano al Oratorio; todo lo demás era terreno lleno de espinos y acacias.

Una noche oscura, a hora algo avanzada, tornaba a casa solo –no sin cierto miedo–, cuando descubro junto a mí un perro grande que, a primera vista, me espantó; mas, al no amenazarme agresivamente, antes al contrario, hacerme carantoñas cual si fuera su dueño, hicimos pronto buenas migas y me acompañó hasta el Oratorio. Cuanto sucedió aquella noche, ocurrió otras muchas veces; de modo que puedo decir que el Gris me prestó importantes servicios.

Expondré algunos. A finales de noviembre de 1854, una tarde oscura y lluviosa, volvía yo de la ciudad y, para no hacer un largo camino en solitario, bajaba por la calle que desde la Consolata termina en el Cottolengo. A un cierto punto, percibo que dos hombres caminan a poca distancia delante de mí. Aceleraban o retardaban su paso cada vez que yo aceleraba o retrasaba el mío. Cuando trataba de cambiar acera para evitar el encuentro, hábilmente, ellos se colocaban delante de mí. Intenté desandar el camino, pero no me fue posible, porque ellos dieron repentinamente dos saltos hacia atrás y, sin pronunciar palabra, me arrojaron una capa sobre la cara. Hice cuanto pude para no dejarme envolver, pero todo fue inútil; es más, uno de ellos trataba de taparme la boca con un pañuelo. Quería gritar, pero ya no podía hacerlo. En aquel momento apareció el Gris, y aullando como un oso se abalanzó con las patas contra la cara de uno y con la boca abierta contra el otro, de modo que tenían que envolver al perro antes que a mí.

Llame a este perro, se pusieron a gritar temblando.

Lo llamaré; pero dejad en paz a los transeúntes.

Pero llámelo enseguida, exclamaban.

El Gris continuaba aullando como lobo u oso enfurecido.

Reemprendieron ellos su camino y el Gris –siempre a mi lado– me acompañó hasta que llegué a la Obra Cottolengo. Rehecho del susto y entonado con una bebida que la caridad de aquella Obra sabe ofrecer siempre oportunamente, regresé a casa bien escoltado.

Todas las noches que no me encontraba acompañado por otros, superadas las últimas edificaciones, veía aparecer al Gris por algún lado del camino. Varias veces pudieron contemplarlo los jóvenes del Oratorio y, hasta en una ocasión, les sirvió de entretenimiento. Lo vieron los jóvenes de la casa entrar en el patio. Unos querían pegarlo, otros echarlo a pedradas.

Que nadie le moleste, dijo Giuseppe Buzzetti, es el perro de Don Bosco.

Entonces, todos se pusieron a acariciarlo de mil formas y me lo llevaron. Me hallaba en el comedor, cenando con algunos clérigos y sacerdotes y con mi madre. Ante el inesperado cuadro, quedaron todos sorprendidos. No temáis, dije yo, es mi Gris; dejadlo que se acerque. En efecto, después de una larga vuelta alrededor de la mesa, se situó junto a mí, muy contento. También yo lo acaricié y le ofrecí sopa, pan y carne, pero él no lo probó; aún más, ni siquiera quiso olfatear cuanto le presenté.

Pero entonces ¿qué quieres?, repliqué. Se limitó a sacudir las orejas y a mover la cola.

Come o bebe o, de lo contrario, quédate tranquilo, concluí. Mientras continuaba dando muestras de satisfacción, apoyó la cabeza sobre mi servilleta, como si quisiera hablarme y darme las buenas noches; después, maravillados y con alegría, los jóvenes le acompañaron fuera de la puerta. Recuerdo que aquella noche había llegado yo tarde a casa, y que un amigo me había traído en su carroza.

La última vez que vi al Gris fue el año 1866, al ir desde Morialdo a Moncucco,232 a casa de mi amigo Luigi Moglia. El párroco de Buttigliera233 me quiso acompañar un tramo de camino. Por este motivo, me sorprendió la tarde en la mitad del camino.

¡Oh, si estuviera aquí mi Gris!, dije para mí. ¡Qué útil me sería!

Dicho esto, subí a un prado para gozar del último rayo de luz. En aquel momento el Gris corrió detrás de mí, con gran alborozo, y me acompañó durante aquel trecho de camino que aún faltaba, unos tres kilómetros. Llegado a la casa del amigo en la que me estaban esperando, me indicaron que cruzara por un pasadizo aislado para que mi Gris no se peleara con dos grandes perros de la casa. Se harían pedazos entre ellos, dijo Moglia.

Tuvimos una larga conversación con toda la familia; fuimos después a cenar, dejando que mi compañero reposara en un ángulo de la sala. Al terminar la cena, comentó mi amigo: es necesario dar también de cenar al Gris. Tomó algo de comida para llevárselo al perro. Lo buscaron por todos los rincones de la sala y la casa, pero no volvimos a encontrar más al Gris. Todos quedaron asombrados, porque no se había abierto ni la puerta ni ventana alguna, ni los perros de la casa habían dado la menor señal de que hubiese salido. Se repitieron las pesquisas por las habitaciones superiores, pero nadie pudo volver a encontrarlo.

Ahí quedó la última noticia que tuve del perro Gris, objeto de tantas preguntas y discusiones. Tampoco pude conocer nunca al dueño. Sólo sé que aquel animal fue para mí una providencial protección en muchos de los peligros en que me encontré.


1 En el orginal: «1835». A continuación añade: «Exclusivamente para los socios salesianos».

2 El 2 de febrero de 1876, tratando de los datos y noticias que podían servir para la historia de la Congregación, Don Bosco se expresó así ante algunos colaboradores: «Veo que la vida de D. Bosco está completamente entrelazada con la vida de la Congregación, por tanto hablemos de ellos; es necesario, para la mayor gloria de Dios, para la salvación de las almas y para el incremento de la Congregación, que muchas cosas se conozcan. Por tanto, considero oportuno que en esto se deje al hombre; y qué me importa que hablen de mi bien o mal; qué me importa que los hombres me juzguen en un modo o en otro; que digan, que hablen, poco me interesa; no seré nunca ni más ni menos de lo que soy ante Dios, pero es necesario que las obras de Dios se manifiesten» – ASC Barberis, Cronichetta Quad. 4º, 41.


3 Don Bosco celebró siempre su cumpleaños el 15 de agosto. Consultada la partida de nacimiento, después de su muerte, se comprobó que había nacido el 16 de agosto de 1815.

4 Francesco Bosco (1784-1817). Margherita Occhiena (1788-1856). Morialdo (Don Bosco escribe Murialdo): aldea del municipio de Castelnuovo d’Asti (desde 1930, Castelnuovo Don Bosco), que dista 27 km. de Turín. A Morialdo pertenecía el caserío de I Becchi, en el que nació Don Bosco. I Becchi se encuentra a 1,5 km. de Morialdo y a 4,5 de Castelnuovo. Capriglio: pueblecito a 2 km. de I Becchi y a 7 de Morialdo.

5 Nació el 3 de febrero de 1803.

6 Giuseppe nació el 8 de abril de 1813.

7 Giovanni Melchiorre. Don Bosco, ya adulto, solía firmar: Gioanni Bosco o: Gio. Bosco.

8 Antigua medida que equivalía a cerca de 23 litros. La hemina de trigo, en el mercado de Turín de aquellos años, valía unas 7,43 liras. El precio indicado por Don Bosco «es, quizá, el resultado de las voces que circulaban en el ambiente campesino en los tiempos del “gran miedo”» – P. STELLA, Don Bosco nella storia economica e sociale 1815-1870, Roma, LAS, 1980, 17-18 .

9 Se conserva en el Archivo del Santuario del Colle Don Bosco el original de un recibo: «Declaro yo el infraescrito haber recibido L. 37,50 digo treinta y siete y cincuenta céntimos de Giovanni Zucca tutor de la familia del difunto Francesco Bosco per cuatro heminas de trigo dado a dicha familia, en fe de lo cual lo declaro el 6 de julio de 1817.- Sacerdote Vittorio Amedei capellán» – S. CASELLE, Cascinali e contadini in Monferrato, 103.

10 El primer editor de las Memorie, E. Ceria, advierte que no es posible saber el tipo de propuesta hecha a Margarita. Basilio Bustillo tradujo la expresión italiana original –«convenientissimo collocamento»– por «matrimonio ventajoso». Cf. J. BOSCO, Obras fundamentales, Madrid, BAC, 1978, 348.

11 Se trata de Giuseppe Lacqua (1764-1847) fue maestro elemental en Covagno-Casale (1817-1820). Mariana Occhiena, tía de Don Bosco, trabajó por algún tiempo, como ama, en casa de Don Lacqua.

12 En 1885 Don Bosco escribía a mons. Cagliero: «Recomiendo una vez más que no se preste gran atención a los sueños etc. Si estos ayudan a entender cuestiones morales o nuestras reglas, está bien; se tengan en cuenta. De lo contrario no se les dé ninguna importancia» – Espistolario IV, 314 (carta del 10.02.1885). Sobre los sueños de Don Bosco, cf. MB I, 254-256; MB XVII, 7-13; P. STELLA, Note per imo studio sui sogni di Don Bosco, en ID., Don Bosco nella storia della religiosità cattolica, vol. II: Mentalità religiosa e spiritualità, Roma, LAS, 1981, 507-569; Los sueños de Don Bosco / San Juan Bosco; estudio introductorio y notas de Fausto Jiménez, Madrid, CCS, 1989.



13 Don Bosco usa el piemontesismo «temuto», con el significado de «respetado». Cf. notas de E. Ceria a las Memorie dell’Oratorio, 27.

14 Cf. I reali di Francia: nei quali si contiene la generazione degli imperatori, re, duchi, principi, baroni e paladini di Francia, colle grandi imprese e battaglie da loro date, cominciando da Costantino imperatore sino ad Orlando conte d'Anglante, Novissima ed., Venezia, presso P. Marcuzzi, 1781. Cf. en español: Historia de Carlo-Magno y de los Doce Pares de Francia. En ella se refieren las grandes proezas y hazañas de estos muy nobles y forzados caballeros, Madrid, 1880. Guerino detto il Meschino. Nel quale si tratta, come trovò suo Padre, & sua Madre nella Città di Durazzo in Prigione. Et diverse Vittorie havute contra Turchi, Venetia et Bassano, Per Gio. Antonio Remondini, [s.a.]. Historia de la vida, hechos y astucias de Bertoldo, la de su hijo Bertoldino y la de su nieto Cacaseno: obra... arreglada nuevamente del toscano por Juan Justo Uguet, Barcelona, [Luis Tasso, 1864].

15 Sentencia construida ordinariamente: In regno caelorum monoculus rex (en el reino de los ciegos, el tuerto es rey).

16 En los pueblos rurales piamonteses, los campesinos solían reunirse durante las tardes frías del invierno en el ambiente templado de los establos, en donde se tenían largas y entretenidas veladas. Cf. notas de E. Ceria a Memorie dell’Oratorio, 28.

17 En 1826 la Pascua caía el 26 de marzo.

18 Don G. Barberis testificó en el proceso de beatificación (Proc. Dioc., Summ., 62) que había oído de labios de Mamá Margarita, que fue Juanito quien quiso confesarse tres veces.

19 Probablemente: Giuseppe Sismondo (1771-1826), párroco di Castelnuovo d’Asti desde 1812 hasta la muerte.

20 Buttigliera d’Asti: aldea a 3 km. de Castelnuovo.

21 Esta misión tuvo lugar, probablemente, durante el jubileo de 1829. Don Bosco reúne en uno solo dos jubileos: el de 1825 (extendido a todo el mundo en 1826 por León XII) y el de 1829 (concedido por Pío VIII). Cf. J. KLEIN - E. VALENTINI, Una rettificazione cronologica delle Memorie di San Giovanni Bosco, en «Salesianum» 17 (1955) 584-585.

22 Giovanni Melchiorre Calosso (1760-1830), párroco de Bruino de 1791 a 1831. Fue capellán de Morialdo en 1829-1830.

23 Elio Donato, gramático latino del siglo IV. Su nombre aparece en el título de muchas gramáticas antiguas. Así, el «Donato» vino a ser sinónimo de gramática latina. Cf. Istruzione chiara per apprendere facilmente a declinare i nomi, e coniugare i verbi o sia, Donato, del Rev. Signor d. Gioanni Derossi, ricorretto con somma esattezza, ed ampliato con qualche nuova, e necessaria aggiunta col Trattato infine delle parti dell'orazione, calendario romano, ed altre utilissime cognizioni, Torino, presso Chiara e Comp., [s.d.]. Cf. también: Louis Holtz (ed.), Donat et la tradition de l'enseignement grammatical: è

tude sur l'Ars Donati et sa diffusion (IVe.-IXe. siècle) et édition critique, Paris, Centre National de la Recherche Scientifique, 1981.


24 Primavera de 1827.

25 Abril de 1830.

26 Debería decir: noviembre de 1830 (año de la muerte de Don Calosso). Cf. micr. ASC FdB 558 A 9.

27 Giuseppe Cafasso (1811-1860), sacerdote, fue primero estudiante, luego profesor de moral y director del Convitto Ecclesiastico o Colegio Eclesiástico, de Turín. Se distinguió por su trabajo asistencial y apostólico, especialmente entre los presos y condenados a muerte. Impulsó la obra de los Oratorios. Santo canonizado por Pío XII. Su nombre (Don Bosco escribe siempre: Caffasso) aparece repetidas veces en las Memorias. Véase también: G. BOSCO, Rimembranza storico-funebre dei giovani dell'Oratorio di San Francesco di Sales verso al sacerdote Caffasso Giuseppe loro insigne benefattore, Torino, G.B. Paravia, 1860; L. NICOLIS DI ROBILANT, Vita del venerabile Giuseppe Cafasso, Torino, Scuola Tip. Salesiana, 1912, 2 vols..


28 Melchiorre Occhiena (1752-1844).

29 Cf. MB I, 244.

30 De 1827 a 1834 fue párroco de Castelnuovo d’Asti Don Bartolomeo Dassano (1796-1854). Éste pasó después a Cavour, en donde fundó un asilo. Cf. micr. FdB 572 D 11.

31 Junto a las escuelas elementales, había también un curso de latín. Juan Bosco frecuenta dichas escuelas desde las Navidades de 1830 (no 1828) hasta el verano de 1831.

32 Don Emmanuel Virano fue párroco de Mondonio de 1831 a 1834.

33 Chieri: pequeña ciudad a 16 km. de Turín.

34 En realidad, Juan Bosco llegó a Chieri el 3 de noviembre de 1831.

35 Lucia Matta (1783-1851), hija de Giovanni Pianta, casada con Giuseppe Matta, habitaba con el marido en Morialdo. Al quedar viuda se trasladó a Chieri, en donde alquilaba algunas habitaciones. marido, Giuseppe Matta, en Morialdo. Al quedar viuda se trasladó a Chieri, en donde alquilaba algunas habitaciones. El hijo, Giovanni Battista Motta (1809-1878), de quien habla Don Bosco, fue alcalde de Castelnuovo. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 24.

36 Se trata seguramente de Don Placido Valimberti (1803-1848), maestro de la quinta elemental a partir del mes de octubre de 1830. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 38.

37 Delegado del gobierno para los estudios en la ciudad de Chieri. «Al prefecto de estudios le estará encomendada la observancia del buen orden en las clases y en la congregación y el exacto cumplimiento de cuanto está prescrito sea a los profesores y maestros, sea a todos los estudiantes de la ciudad donde residen también a los rectores de los pensionados o residencias que alguien fuese autorizado a tener en la ciudad» – Regolamento degli studi, art. 102.

38 La numeración de las clases se hacía en orden inverso. La sexta era la clase preparatoria; la quinta, cuarta y tercera se llamaban también: primera, segunda y tercera de gramática; seguían después la clase de humanidades y retórica, correspondientes a la cuarta y quinta gimnasial.

39 Valeriano Pugnetti (1807[?]-1868) desempeñó diversos cargos en Chieri: capellán del santuario de la Anunciación, rector del Convitto, director espiritual del seminario. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 40.

40 Debería decir: (1831-1832).

41 El Regolamento per le scuole (1822) establecía: «Queda rigurosamente prohibido, la entrada en los teatros, los juegos de manos, llevar máscaras, aceptar invitaciones a bailes, cualquier juego en las calles» (art. 42).

42 (1) Gio. Batt.ta Matta de Castelnuovo d’Asti, por muchos años alcalde de su pueblo, ahora tendero en el mismo lugar. [Nota del original].

43 Guglielmo Garigliano (1819-1902), sacerdote (1842), maestro en Aramegno (1850).

44 Paolo Vittorio Braia (+ 1832). Don Bosco escribe: Braje.

45 Se refiere a una reunión de las llamadas «Congregaciones marianas»: asociaciones religiosas sin votos, nacidas en el Colegio Romano de la Compañía de Jesús, en 1563, cuyo fin era promover la devoción a la Virgen María, imitando sus virtudes y practicando obras de caridad; muy difundidas en los colegios jesuitas.

46 Cf. Raccolta, per ordine di materia, dei Sovrani Provvedimenti del Magistrato della Riforma, Torino, Stamperia Reale, 1834.

47 En la legislación vigente (Regie patenti del 1822), se daban estas normas: Las clases «comenzarán por la mañana con el rezo de las oraciones de la la mañana, y terminarán con el agimus tibi gratias. […]. «La clase después de comer comenzará con el rezo del actiones nostras». Los alumnos de las escuelas comunales «presentarán por lo menos cada dos meses el certificado de confesión» – Raccolta dei reggi editti, manifesti ed altre provvidenze de’ magistrati ed uffizj, vol. XVIII, Torino, Tip. Davico e Picco, 1822, 194-195.

48 Giuseppe Maloria (1802-1857), canónigo de S. María de Suisson y de San Pedro ad Vincula; cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 65; micr. FdB 559 A 5.

49 Magistrato della Riforma: Cuerpo de funcionarios o inspectores, encargado de vigilar la Instrucción Pública.

50 Debería decir: Gazzano.

51 Debería decir: Portomaurizio.

52 Giacinto dei Conti Giussiana (1774-1844), sacerdote dominico; fue profesor de gramática superior en Chieri durante veintiséis años, en 1821 logró el restablecimiento de la Orden de Santo Domingo; cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente,70.

53 Pietro Banaudi (1802-1885), sacerdote, doctor en teología; en 1833, profesor de retórica en Chieri.

54 Debería decir: 1834-1835.

55 Cf. Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo: morto nel Seminario di Chieri ammirato da tutti per le sue singolari virtù / scritti da un suo Collega, Torino, Speirani e Ferrero, 1844.

56 Don Giuseppe Comollo (1786-1843).

57 Gioanni Pianta, hermano de Lucia Pianta, permaneció en Chieri sólo un año, trasladándose después con la familia a otro lugar. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 84.

58 Probablemente Filippo Comandona, muerto el 19 mayo de 1834, fiesta de la Ascensión. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 117.

59 Debería decir: 1835. El hecho ocurrió durante el curso de humanidades (1843-1844).

60 En italiano: Giona. Quizá se trate de Giacobbe Levi (1816-?), tintorero y tejedor; recibido el bautismo, fue a vivir con el matrimonio Bertinetti (del que más adelante habla Don Bosco); se casó en 1840; cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 110.

61 El primer editor, E. Ceria, advierte: «Don Bosco refiere la conversación tenida cuando era joven estudiante, sin hacer tantas distinciones» (notas a Memorie dell’Oratorio, 66).

62 En el original: Misna y Gemara.

63 De la partida de bautismo (iglesia de «Santa Maria della Scala») se desprende que los padrinos fueron Giacinto Bolmida y la señora Ottavia Maria Bertinetti. El neófito recibió los nombres de Luigi Giacinto Lorenzo Ottvio Maria Bolmida. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 113-114.

64 Algunas de estas composiciones se pueden encontrar en el ASC A 226 quaderni 2; cf. micr. FdB 67 E 11 - 69 A2.

65 Tommaso Cumino (?-1840), sastre. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 121.

66 En la Edad Media se empezó distinguir dos tipos de magia: blanca (divina) y negra (diabólica). La blanca se llamó después natural: supuesta ciencia operadora de sorprendentes fenómenos físicos. «Don Bosco, teniendo presente sólo el significado popular de la magia, no se preocupa de hacer tal distinción» (anotaciones de Ceria sobre las Memorie dell’Oratorio, 72).

67 Don Bosco escribe: «Muretto». Muletto: nombre de una fonda existente en Chieri hasta 1915. Cf. S. CASELLE, Giovanni Bosco studente, 106.

68 La «Biblioteca Popolare Morale e Religiosa» fue iniciada, hacia 1825, por Giuseppe Pomba.

69 La primera vez, como ya se dijo, a los 16 años; otra a los 19, es decir, en 1834. Narró confidencialmente este último sueño a Don Barberis, hacia 1870. Cf. notas de Ceria, 79.

70 Resulta del Registro dei postulanti, que el joven Bosco hizo la petición el mes de marzo de 1834, sostuvo el examen el 18 de abril y fue aceptado el 28 del mismo mes, sin reserva alguna: «habet requisita et vota omnia».

71 Apadrinó, junto con su esposa, al hebreo Jonás (Giona); murió en 1868; su esposa, en 1869; dejaron sus posesiones en herencia a Don Bosco.

72 Don Bosco vuelve a escribir en el manuscrito: «Exclusivamente pra los socios saelsianos»

73 La vestición tuvo lugar el día 25 de octubre de 1835. Cf. ASC 0200911 micr. FdB D 9.

74 Antonio Cinzano (1804-1870), responsable, en 1833, de la Conferencia de moral en Turín; desde 1834, párroco de Castelnuovo d’Asti.

75 Es decir: Las horas pasan lentas para los afligidos, veloces para los que están alegres.

76 Giovanni Giacomelli (1820-1901). Entra en el seminario de Chieri en 1836; ordenado sacerdote en 1843; desde 1854, director espiritual del Ospedaletto de santa Filomena; después de la muerte del teólogo Felice Golzio, fue confesor de Don Bosco.

77 Cf. Antoine-Henri B. Bercastel, Storia del cristianesimo, Torino, 1831.

78 Se refiere al Reglamento del seminario.

79 Mons. Lorenzo Gastaldi (1815-1883), doctor en teología; ordenado sacerdote en 1837; obispo de Saluzzo en 1867 y arzobispo de Turín en 1871. Cf. G. TUNINETTI, Lorenzo Gastaldi 1815-1883, 2 voll., Roma, Piemme, 1983-1988.

80 En italiano: «Bara rotta».

81 Falta, en la edición crítica, la frase del manuscrito autógrafo de Don Bosco: «Ma in che passare la ricreazione?»

82 Domenico Peretti (1815-1893), párroco en Buttigliera Alta (Turín) de 1850 hasta la muerte.

83 Es decir, en las vacaciones del segundo año de filosofía, en el que se estudiaba la metafísica. La palabra «física» se debe, quizá, a un simple lapsus.

84 Giuseppe Pellato (1797-1864), párroco de Alfiano, desde 1823 hasta el final de su vida.

85 Desde este punto al final del párrafo, tomado de: Cenni sulla vita del giovane Luigi Comollo morto nel seminario di Chieri ammirato da tutti per le sue rare virtù scritti dal sac. Bosco Giovanni suo collega, Torino, Tipografia dir. Da P. De-Agostini, 1854, 50-51.

86 Cf. n. 8 de la «Década primera».

87 En las primeras ediciones de la biografía de Comollo (1844 y 1854), Don Bosco escribe: «Sería oportuno observar aquí que la razón, por la que la muerte de Comollo causó gran impresión, fueron dos apariciones del mismo después de su muerte; una de las cuales fue confirmada por un entero dormitorio de individuos» – Cenni storici sulla vita del chierico Luigi Comollo nel seminario di Chieri ammirato da tutti per le sue singolari virtù scritti da un suo collega, Torino, Tipografia Speirani e Ferrero, 1844. Cf. también MB I, 469.

88 Don Bosco escribe siempre: Borrelli. Giovanni Borel (1801-1873), nombrado capellán de Su Majestad en 1831; en 1838, director espiritual de las escuelas de San Francisco de Paula; durante treinta y cuatro años fue director de las obras pías del Refugio y de las Magdalenas; se distinguió por su trabajo entre los presos; participó activamente en las iniciativas referentes a los Oratorios.

89 Cf. De imitatione Christi libri quattuor: ad usum Regiarum Scholarum, Taurini, Ex Typographia Regia, 1837.

90 Storia della guerra giudaica di Giuseppe Flavio; tradotta dal greco dall'abate Francesco Angiolini. Firenze, V. Batelli, 1833.

91 Denys Luc Antoine Frayssinous (765-1841) vesc. tit. di Hermopolis. Entre sus obras: Difesa del Cristianesimo, ovvero, Conferenze sulla religione; versione dal francese di G. Antonini, Fuligno, Presso G. Tomassini, 1826-1827.

92 El primer editor de las Memorias del Oratorio, E. Ceria, supone que Don Bosco leyera la obra del pensador español, traducida en italiano: Protestantesimo comparato col cattolicesimo. Pero la edición original data de 1842-1844, Don Bosco era ya sacerdote. Probablemente, se presentan en el mismo elenco autores y libros utilizados en años posteriores.

93 Se alude a Ferdinando Zucconi, S.I. (1647-1732). Entre sus obras: Lezioni sacre sopra la divina Scrittura, Venezia, Stamperia Remondini, [1762].

94 Esta obra de Claude Fleury, cuya traducción italiana vio la luz en Venecia en 1767-1771, fue puesta en el índice de libros prohibidos por su orientación galicana.

95 Domenico Cavalca (1270-1342), escritor dominico; Paolo Segneri (1624-1694), escritor jesuita.

96 Matthieu Richard De Henrion (1805-1862). Entre sus obras: Storia universale della Chiesa dalla predicazione degli apostoli fino al pontificato di Gregorio XVI opera compilata per uso dei seminari e del clero, Milano, P. Lampato, 1839-1843, 14 v

97 Collegio del Carmine: Colegio de Nobles encomendado a los Jesuitas en 1818; fue confiscado y nacionalizado en 1848. Las clases del colegio pasaron a formar parte del Colegio Nacional instituido aquel año. Por ocupar los locales de un ex convento de Carmelitas, se le llamaba también Colegio de Carmen.

98 En el ASC A 0200910 existe la copia de un certificado: «Venerandum Joannem Bosco ex Castro novo Astae Pompejae, Dioecesis Taurinensis in hoc R. Nobilium Convictu ad B.M.V. de Carmelo a die XI Julii ad XVII Octobris hujus anni Praefecti munere functum, honestate morum, pietate in Deum, Sacramentorum frequentia satis mihi fecisse testor. In quoorum fidem

Augustae Taurinorum XVI Cal. Nov. An. MDCCCXXXVI.

Joa.es Bap.ta Dessi S.J. Rector mp» (sello del Colegio). Cf. micr. FdB 64 A2.

99 Mons. Luigi Fransoni (1789-1862). Ordenado sacerdote en 1814. Obispo de Fossano en 1821; administrador de la diócesis de Turín en 1831-1832; arzobispo de Turín desde 1832; exiliado en Suiza en 1848-1850. Expulsado del Reino Sardo en 1850, se estableció en Lyon, Francia, hasta la muerte.

100 En el curso 1840-1841 eran cinco los seminaristas que ocupaban el cargo de prefecto: Giacomo Bosco, Antonio Giacomelli, Giovanni Bosco, Tepatti e Merla. Cf. P. STELLA, Don Bosco nella storia economica e sociale, 413.

101 En el original: «capo di conferenza», es decir, responsable de la escuela de teología moral y de elocuencia sagrada. Se impartía la enseñanza en dos conferencias o lecciones semanales. Cf. notas de Ceria, 115.

102 Giovanni Grassino (1821-1902). Ordendo sacerdote, frecuentó el Convitto de Turín y trabajó activamente en los Oratorios del Ángel Custodio y de Valdocco.

103 En italiano: Convitto o Convitto Ecclesiastico. Residencia o Colegio, fundado por Bruno Lantieri con la colaboración de Luigi Guala, para la preparación de los jóvenes sacerdotes al ministerio de la confesión y predicación. Don Bosco destaca la importancia del centro

104 Cuando Don Bosco hace estas líneas, se había iniciado la polémica de mons. Gastaldi con el Convitto. Cf. G. TUNINETTI, Lorenzo Gastaldi 1815-1883, II, 68-70.

105 Luigi Guala (1775-1848) sacerdote, teólogo, moralista, discípulo de B. Lantieri. Financió la fundación del Convitto y fue director del mismo. Durante el cautiverio de Pío VII, estuvo en estrecho contacto con él.

106 Jansenismo: corriente religiosa con repercusiones en campo político-eclesiástico, inspirado en las doctrinas de C. Jansenius, expuestas en la obra Augustinus (1640). Algunas ideas (visión fundamentalmente pesimista de la naturaleza humana, rigorismo moral, necesidad de la gracia en orden al discernimiento y actuación del bien) fueron difundidas por los «solitarios» de Port-Royal (Saint-Cyran, Pascal, Arnauld, Nicole), fundadores de las «Petites Écoles de Port Royal».

107 Probabilismo: escuela de teología moral, según la cual, una acción es lícita si tiene a su favor una opinión probable. En cambio, según el probabiliorismo, nunca es lícito seguir una opinión probable cuando existe una opinión más probable.

108 Giuseppe Antonio Alassia (1731-1812), moralista; Paul Gabriel Antoine (1679-1743), teólogo moralista jesuita.

109 Felice Golzio (1808-1873), rector del santuario de la Consolata, del seminario de Turín y del Convitto, fue también confesor de Don Bosco.

110 Eran cinco las cárceles existentes entonces en Turín. Don Bosco frecuentó las del tribunal de 2ª instancia, llamadas ordinariamente Senado, y «las cárceles correccionales».

111

112 Sobre los orígenes del Oratorio de Don Bosco, se pueden ver las primeras páginas del Apunte histórico (1854) y de los Apuntes históricos (1863) de Don Bosco: P. BRAIDO [ed.], Don Bosco, el arte de educar, 85-117. Cf. también las Cronache de Ruffino en FdB C9 - 1206 C11.

113 Palabra piamontesa antigua, con la que, jocosamente, eran llamados los alemanes. Se ha traducido, a veces, en castellano con el término: «pilluelo».

114 Después de esta respuesta, G.B. Lemoyne introduce dos preguntas, que no se encuentran en el original de Don Bosco ni en la copia de Berto: «—¿Sabes cantar? — No. —¿Sabes silbar?» (MB II, 73).

115 De 1841-1842.

116 Giuseppe Buzzetti (1832-1891). Llegó a ser hombre de confianza de Don Bosco. Desde 1853 se encargó de la administración de las Letture Cattoliche. En 1877 se hizo salesiano. El pueblo (Caronno Ghiringhello) se llama actualmente Caronno Varesino, a 10 km. de Varese. Carlo Buzzetti (1829-1891). Como maestro albañil, participó en la construcción de algunos edificios erigidos por Don Bosco. Ayudado por su hermano Giosuè Buzzetti (1840-1902) llegó a ser un estimado empresario y constructor de casas e iglesias en Turín.

117 Regio Ospizio Generale di Carità: obra pía fundada en 1628. Recibía a niños y niñas pobres de la ciudad y provincia de Turín. Era también hospital. Trabajaban en él las Hermanas de la Caridad, llamadas Bigie. Entre los administradores había representantes del Gobierno, del Ayuntamiento y del Clero.

118 Regio Albergo di Virtù: obra pía fundada en el siglo XVI por iniciativa de la Compañía de la Caridad. Se proponía la enseñanza gratuita de un oficio a jóvenes pobres. Éstos recibían también alojamiento, comida y un sueldo proporcionado (P. STELLA, Don Bosco nella storia economica, 170-171).

119 Collegio Governativo di S. Francesco di Paola: tenía clases elementales, de gramática y de retórica. En 1859 se transformó en Regio Ginnasio.

120 En el original se añade esta frase: «Elección de un cargo en el Refugio (septiembre de 1844)».

121 Pia Opera di N. S. Rifugio dei peccatori, conocida ordinariamente con el nombre de Rifugio: institución benéfica fundada por la marquesa de Barolo, creada para «aquellas pobres muchachas, a las que la seducción condujo al error, y que, arrepentidas, buscan la paz de un lugar retirado. La primera condición para ser admitidas es que estén arrepentidas y entren espontáneamente» («La Armonia» 4 [1851] 41, 163). Hoy, Istituto Barolo.

122 Hospital de Santa Filomena, llamado también Ospedaletto (hospitalito): destinado a niñas pobres de 4 a 14 años de edad. A las muchachas convalecientes se les enseñaba a leer y escribir. Don Bosco introdujo la enseñanza de la aritmética. Cf. FdB 1581 D 4.

123 Don Bosco narró ese sueño, a Don Barberis y a Don Lemoyne, el 2 de febrero de 1875. Cf. MB II, 298.

124 El 13 de marzo de 1846, don Bosco escribía al vicario de Ciudad: «Cuando en 1844, por motivo de la ocupación, fui a establecerme en la Pía Obra del Refugio, los jóvenes continuaron a ir allí para su instrucción espiritual. Fue precisamente entonces cuando, de acuerdo con el señor teólogo Borel y don Pacchitotti, presentamos una memoria al monseñor Arzobispo, que nos autorizó a transformar nuestra habitación en Oratorio, en donde se deba catecismo, se escuchaban las confesiones, se celebraba la santa misa para los citados muchachos» – ASCT Vicariato. Corrispondenza.

125 Giulia Falletti, marquesa de Barolo (1785-1864). Nació en Francia. Mujer inteligente y culta. Casada con un noble filántropo italiano, el marqués Tancredi Falletti di Barolo, se dedicó a obras asistenciales en Turín, en favor de jóvenes extraviadas (Rifugio e instituto de las Maddalenine), huérfanas y pobres (internados, escuelas y un asilo infantil). Fundó también el hospital de Santa Filomena (Ospedaletto).

126 En la edición crítica se añade: «3º Memorias del Oratorio del 1845 al 1855 exclusivamente para los socios salesianos». Esta frase (que interrumpe la enumeración de los párrafos) no aparece, en cambio, en la edición de E. Ceria.

127 Don Bosco escribe en Cenno storico: «La noticia de una capilla destinada únicamente para muchachos, las Sagradas funciones hechas a propósito para ellos, un poco de sitio libre para saltar, fueron reclamos poderosos, y nuestra iglesia, que en aquella época empezó a llamarse Oratorio, resultó pequeña. Nos arre­glamos como mejor pudimos. Habitaciones, cocina, pasillos, en cada rincón se daba clase de catecismo, todo era Oratorio» – P. BRAIDO [ed.], Juan Bosco, el arte de educar, 88.

128 Llamados también Molassi (piamontés: Molàss = diversos molinos unidos) y Molini Dora. Lo hechos contados en este párrafo 17 ocurrieron después de los narrados en el párrafo 18. Véase, a este propósito: F. MOTTO, L’«Oratorio» di Don Bosco presso il cimitero di S. Pietro in Vincoli. Una documentata ricostruzione del noto episodio, en «Ricerche Storiche Salesiane» 5 (1986) 199-220. Cf. ASC 0080601 Cronache dell’Oratorio.

129 En 1854, Don Bosco contaba los hechos así: «Por lo que el domingo se anunció el cambio de domicilio. Aque­llos muchachos, en parte tristes porque tenían que abandonar un lugar que amaban como si fuese propio, en parte ansiosos de novedad, colaboraron todos en el traslado. Hubierais podido ver a uno llevar una silla, a otro un banco, a éste un cuadro o una estatuita, a aquel otro ornamentos, copo­nes, vinajeras. Otros, mucho más alegres, llevaban zancos, bolsas de petanca u otros juegos. Pero todos iban ansiosos por ver el nuevo Oratorio» – G. BOSCO, Cenno storico, en P. BRAIDO [ed.], Don Bosco nella Chiesa, 42-43.



130 (1) El alcalde mandó inspeccionar el lugar y encontró los muros, el adoquinado externo, el pavimento y todas las cosas de la iglesia en buen estado. El único desperfecto consistía en que un muchacho había hecho una pequeña raya en las paredes con la punta de un clavito. [Nota del original].

131 Giuseppe Tesio (1777-1845) había sido anteriormente fraile capuchino.

132 Iglesia parroquial de una aldea a 3 km. de la ciudad.

133 Monte dei Cappucini: altura que domina el Borgo Po, en la orilla derecha del río.

134 Barrio de Turín, sobre la colina del mismo nombre: 669 m. Basílica, construida por F. Iuvarra (1717), con las tumbas de los reyes de Cerdeña.

135 Giovanni Moretta (1777-1847) sacerdote, había sido capuchino. La casa ocupaba parte del espacio en el que fue construida la iglesia del Oratorio femenino en 1889 y parte del patio de la Società Editrice Internazionale. Cf. notas de Ceria, 150.

136 C. VERRI, I Fratelli delle Scuole Cristiane e la storia della scuola in Piemonte (1829-1859). Contributo alla storia della pedagogia nel Risorgimento, Erba (Como), Casa Editrice «Sussidi», [s.a.], pp. 120-121; S. SCAGLIONE, Don Bosco e i Fratelli delle Scuole Cristiane, en «Rivista Lasalliana» 55 (1988) 1, 18-23.

137 Estaba al lado de casa Moretta.

138 Stupinigi: pueblo a 10 km. de Turín. El lugar es conocido por el Palacete de caza de los reyes de Saboya, grandioso complejo barroco del arquitecto Filippo Juvarra (1678-1736).

139 Giuseppe Anselmetti (1769-1852), nacido en Cherasco.

140 Accademia Ecclesiastica: fundada en 1833 por el rey Carlo Alberto. Estaba destinada a los sacerdotes graduados en teología y en leyes, que se dedicaban al estudio del derecho canónico, a la elocuencia sagrada y a las conferencias de moral. Funcionó hasta 1850.

141 Carlo Alberto di Savoia (1798-1849), príncipe de Carignano, sucedió a Carlo Felice en el trono del reino de Cerdeña. Se interesó eficazmente por todo tipo de obras benéficas, especialmente, hospitales y asilos infantiles.

142 Guglielmo Audisio (1802-1882), colaborador del periódico conservador «L’Armonia». Dejó varias obras de derecho canónico, historia eclesiástica y elocuencia. Fue canónigo de San Pedro (Vaticano).

143 Marqués Michele Benso de Cavour (1781-1850), convencido antijacobino durante su juventud, se acercó luego al régimen del Consulado y del Imperio. En 1819 fue uno de los alcaldes de la ciudad y, en 1835, «vicario di città». Camillo Benso de Cavour (1810-1861), político, exponente del partido liberal; en 1847 fundó el periódico «Il Risorgimento». Fue varias veces jefe de Gobierno. Cf. R. ROMEO, Cavour e il suo tempo (1810-1842), Bari, Laterza, 1984.

144 Vicario di Città e di polizia: antigua institución con múltiples y diversificadas incumbencias. Vigilaba el servicio de abasto, los mercados, el comercio y el orden público, con jurisdicción civil y criminal; tenía también competencias en otros ámbitos: tráfico, edilicia, higiene y salud pública, epidemias, cataclismos naturales, molinos, cementerios, loterías, manicomios y otras instituciones asistenciales. Desapareció este cargo en 1847. Cf. G. BRACCO (ed.), Torino e Don Bosco, I, 78-85).

145 «Fue entonces cuando yo recibí una carta de Usted, Sr. Teólogo, en la que me decía que D. Bosco ya no podía desempeñar el cargo encomendado. Respondí inmediatamente que estaba dispuesta a continuar pasando a D. Bosco su estipendio con la condición que no hiciese nada, y estoy dispuesta a mantener mi palabra. Usted, Sr. Teólogo, cree que no es hacer nada, confesar, hablar a un centenar de muchachos; yo creo que hace mal a D. Bosco, y creo necesario que se aleje bastante de Turín, para no encontrarse en el caso de cansar de ese modo sus pulmones» – Carta de la marquesa Barolo a Borel FdB 541 B6.

146 «En resumen, apruebo y alabo la obra de instrucción a los muchachos; pero considero que pueden ser peligrosas las reuniones a las puertas de mis establecimientos por la naturaleza de las personas que se encuentran en ello» – Carta de la marquesa Barolo a Borel 541 B7-B8.

147 «Se acordará de cuántas veces le he recomendado de tener cuidado [de la salud de Don Bosco], y dejarlo reposar etc. etc. No me hacía caso, decía que los Sacerdotes debían trabajar etc.» – Carta de la marquesa Barolo a Borel FdB 541 B5.

148 «No continuaré a darle la pequeña paga que él [D. Bosco] tiene a bien recibir de mi, a no ser con la condición de que se aleje bastante de Turín, para que no se encuentre en la ocasión de deteriorar su salud, la cual me preocupa tanto más cuanto más la estimo» – Carta de la marquesa Barolo a Borel FdB 541 B8.

149 Natural de Verolengo (Turín); había alquilado la casa en noviembre de 1845.

150 Debe decir: Francesco Pinardi. Era natural de Arcisate (Como); había comprado la casa con el terreno adyacente, a los hermanos Filippi, el 14 de julio de 1845.

151 Pietro Merla (1815-1855), capellán real, director espiritual en las cárceles de las Torres. Hasta 1852 trabaja en la obra de los Oratorios; a partir de ese año, ejercitó su apostolado entre las ex detenidas.

152 Cf. ASC F 5493 Facoltà concesse dall’Arcivescovo Franzoni; FdB 230 D.

153 Don Bosco escribe giardino di ricreazione (jardín de recreo): nombre que se generalizó en el Piamonte, al difundirse las escuelas infantiles o «asili infantili», llamados también giardini d’infanzia, por influjo de los Kindergarten fröbelianos.

154 Giuseppe Trivero (1816-1894), colaboró con Don Ponte entre los limpiachimeneas y en la obra de los Oratorios; Giacinto Carpano (1821-1894), trabajó en la obra de los Oratorios y entre los jóvenes limpiachimeneas; ejercitó también su ministerio en la cárcel La Generala, en las escuelas de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y en la Mendicidad Instruida (Mendicità Istruita); Giovanni Battista Vola (?-1872), fue más tarde director del Oratorio del Ángel Custodio y del Ritiro di S. Pietro Apostolo; Roberto Murialdo (1815-1882), nombrado por el arzobispo de Turín director del Oratorio del Ángel Custodio en 1852, ayudó a Don Luigi Cocchi a fundar la obra Artigianelli; en 1873 fue nombrado director del Ritiro di San Pietro Apostolo, y le cambió el nombre: Istituto San Pietro, y la finalidad: para niñas huérfanas y en peligro, en lugar de ex detenidas.

155 Tob. c. VI, 17 y Psal. XXXI, 9. [Nota del original].


156 Comisión municipal que se ocupaba de asuntos relativos a los impuestos, los presupuestos y la contabilidad; desapareció en 1848.

157 Cf. MB XIII, 402.

158 Vittorio Ritner, miembro de la «Pia Società de Patrocinio di S. Giuseppe», del Santuario de la Consolata. Su nombre aparece en algún contrato de trabajo firmado por Don Bosco en favor de sus aprendices y en la comisión promotora de la primera lotería.

159 Cf. Storia sacra per uso delle scuole utile ad ogni stato di persone arricchita di analoghe incisioni, compilata dal sacerdote Gioanni Bosco, Torino. Speirani e Ferrero, 1847. Fue traducida en diversas lenguas. La versión castellana tuvo numerosas ediciones, aún en los años cincuenta: Historia Sagrada con un apéndice de Historia de la Iglesia, Barcelona, Escuelas Profesionales Salesianas,9[1956].

160 Ferrante Aporti (1791-1858), sacerdote, educatore e pedagogo italiano. Durante los años de estudio en Viena, conoció la experiencias de las «Infant schools» inglesas a través de la traducción alemana de la obra de Wilderspin (On the importance of educating the infant children of the poor). En 1828 fundó en Cremona la primera «scuola infantile» italiana. En 1844, inaugura, invitado por el Gobierno, la Escuela superior de método en la Universidad de Turín, con un curso de lecciones. Entre sus obras más conocidas: Manuale di educazione e ammaestramento per le scuole infantili (1833). Carlo Boncompagni (1804-1880), profesor de filosofía y derecho en la Universidad de Turín. Pietro Baricco (1819-1887), sacerdote, profesor de teología, consejero comunal, inspector central de Instrucción Pública y director de varias instituciones educativas. A él se debe la organización de las escuelas elementales de Turín entre 1848 y 1870. Giovanni Antonio Rayneri (1810-1867), sacerdote, educador e pedagogo italiano. Entre sus obras pedagógicas: Della pedagogica libri cinque (1859). En el original de las Memorias se advierte una imprecisión: «Gius.» [Giuseppe]. Sobre sus relaciones con Don Bosco, véase: J.M. PRELLEZO, G.A. Rayneri negli scritti pedagogici salesiani, en «Orientamenti pedagogici» 40 (1993) 1039-1063.

161 Giuseppe Luigi Duprè (?-1884), hijo del banquero Giuseppe Duprè, junto al cual trabajó; en 1847 apoyó la creación del Banco de Turín. Fue director de la tesorería del Ricovero di Mendicità.

162 En el original: Il giovane provveduto per la pratica de’ suoi doveri degli esercizi di cristiana pietà..., Torino, Tip. Paravia, 1847. Ha tenido gran difusión, traducido en numerosas lenguas. En 1954 vio la luz la 14 ed. de la versión/adaptación castellana: El joven cristiano instruido en sus deberes y en los ejercicios de piedad cristiana, Barcelona, Librería Salesiana, 1954.

163 Cf. Il sistema metrico decimale ridotto a semplicità preceduto dalle quattro prime operazioni dell’aritmetica ad uso degli artigiani e della gente di campagna per cura del sac. Bosco Gio., Torino, G.B. Paravia, 1849. Un regio decreto del 11 de septiembre de 1845 abolió las viejas medidas utilizadas en Piamonte, introduciendo el sistema métrico decimal; pero el uso legal del mismo comenzó sólo el 1 de enero de 1850. Respecto a los diálogos sobre el sistema métrico, cf. ASC A 220; FdB 348 C1 – 348 D5.

164 Lugar a los pies de la colina de Superga.

165 Margherita Gastaldi (1790-1868), madre de mons. Lorenzo Gastaldi.

166 (1) Téngase presente que las primeras escuelas nocturnas que se abrieron en Turín fueron las de la casa Moretta, en noviembre de 1845. No se podían recibir más de doscientos alumnos en tres habitaciones o clases. El buen resultado obtenido nos movió a abrirlas de nuevo al año siguiente, tan pronto como se pudo tener residencia estable en Valdocco. Entre quienes colaboraban en las clases nocturnas y preparaban a los jóvenes para la declamación, diálogos y pequeñas representaciones teatrales, hay que recordar al profesor teólogo Chiaves, D. Musso y al teólogo Giacinto Carpano. [Nota del original]. Sobre la organziación de las clases nocturnas, cf. MB II, 560-561.

167 Este Reglamento, esbozado en 1847 y retocado en los años sucesivos, se imprimió hacia 1852 y fue revisado de nuevo en 1854-1855. Cf. notas Ceria, 195; Reglamento dell’Oratorio di S. Francesco di Sales per gli esterni, Torino, Tipografia Salesiana, 1877.

168 La fecha –12 abril de 1842– aparece en la edición crítica; en el original hay, en cambio, un espacio en blanco. Estas Reglas de la Compañía de San Luis fueron publicadas también en MB III, 216-220.

169 Don Bosco había escrito un folleto: Le sei domeniche e la novena di San Luigi con un cenno sulla vita del santo, Torino, Tipografia Speirani e Ferrero, 1846.

170 (1) Entre los que se inscribieron gustosos a la Compañía de San Luis, cabe destacar al abate Rosmini, al canónigo arcipreste Pietro De Gaudenzi, ahora obispo de Vigevano, a Camillo y Gustavo Cavour, al cardinal Antonucci, arzobispo de Ancona, a S.S. Pío IX, al cardenal Antonelli y otros muchos. [Nota del original].

Se añaden aquí algunos datos sobre personajes no citados hasta ahora: mons. Pietro De Gaudenzi (1812-1891), doctor en teología (1836), obispo (1871); card. Antonio Benedetto Antonucci (1798-1879), nuncio apostólico en Turín (1844-1850); card. Giacomo Antonelli (1806-1876), secretario de Estado con Pío IX.

171 Antonio Rosmini-Serbati (1797-1855), sacerdote, filósofo y pedagogo italiano, fundador del Instituto de la Caridad (1828) y de las Hermanas de la Providencia (1833). Entre sus obras pedagógicas: Del principio supremo della metodica (1857).

172 Luigi Nasi (1821-1897), sacerdote, comenzó a trabajar en los Oratorios cuando era seminarista.

173 En este punto, la edición crítica, siguiendo el manuscrito original, escribe: «Continuazione Memorie storiche dell’Ortorio di S. Francesco di Sales dal 1846 al 1855» (Continuación. Memorias históricas del Oratorio de San Francisco de Sales de 1846 a 1855).

174 (1) La actual iglesia de San Juan Evangelista cubre el lugar, en que estaba la iglesia, la sacristía y la casita del portero del Oratorio de S. Luis. [Nota del original].

175 Fue otorgada el 4 marzo de 1848. Dos artículos del Statuto albertino encuadran especialmente las consideraciones que hace Don Bosco. «Art. 1. La religión católica, apostólica y romana es la sola religión del Estado. Los demás cultos actualmente existentes son tolerados de acuerdo con las leyes». «Art. 24. Todos los habitantes del reino, cualquiera sea su título o grado, sono iguales ante la ley. Todos gozan igualmente de los derechos civiles y políticos y son admitidos a los cargos civiles y militares, salvo las excepciones determinadas por las leyes».

176 «Emancipazione»: título de dos decretos (febrero y marzo de 1848), con los que Carlo Alberto reconocía, a valdenses y judíos, la igualdad de derechos civiles.

177 (2) El 20 de diciembre de 1847, Carlo Alberto recibió una petición de 600 renombrados católicos, en la que estaba firmada la famosa emancipación de que se habla aquí. [Nota del original].

178 (3) En el mes de diciembre de 1847 fue presentada al rey Carlo Alberto una súplica firmada por 600 ilustres ciudadanos, en gran parte eclesiásticos, que pedían la célebre emancipación. Se exponían las razones, pero no se atendía a las expresiones heréticas que la misma súplica encerraba en materia de religión. A partir de ese momento, los hebreos salieron del ghetto y consiguieron los primeros puestos desde el punto de vista económico. Los protestantes, por otra parte, desataron el freno de su audacia, y, aunque entre nosotros sean poco numerosos, sin embargo, apoyados por la autoridad civil, han causado gran daño a la religión y a la moralidad. [Nota del original].

179 El original añade: «1847».

180 Esta plática dio origen, en los colegios salesianos, a las tradicionales «buenas noches» (breve reflexión común a los alumnos, al terminar la jornada).

181 Carlo Giuseppe Bonzanino (?-1888), profesor, cooperador salesiano. En 1837 abrió una escuela gimnasial privada para muchachos externos.

182 Matteo Picco (1812-1880) dirigió una escuela privada gimnasial superior para jóvenes externos (humanidades y retórica).

183 Don Bosco abrió en el Oratorio de Valdocco los siguientes talleres: zapatería en 1853; encuadernación en 1854; carpintería en 1856; mecánica y tipografía en 1862. En 1855 organiza la tercera clase interna del gimnasio.

184 Predicó los ejercicios el teólogo Federico Albert (1820-1876), capellán real y, más tarde, párroco en Turín y en Lanzo. Fue beatificado en 1984,

185 (1) Se citan, entre los que hicieron los ejercicios aquel año, y que se han mostrado siempre buenos cristianos: Giacinto Arnaud, Sansoldi, los dos ya difuntos; Giuseppe Buzzetti, Nicola Galesio; Gioanni Costantino, difunto; Giacomo Cerutti, difunto; Carlo Gastini; Gio. Gravano; Domenico Borgialli, difunto. [Nota del original].

186 Michelangelo Chiatellino (1822-1901), frecuentó el Convitto ecclesiastico de Turín (1845-1847); enseñó música en el Oratorio y se ocupó de la sección de jóvenes mayores. Compuso una misa para los muchachos.

187 Sobre el tema de las relaciones entre Don Bosco y los administradores públicos, se puede ver: G. BRACCO, Don Bosco e le istituzioni, in ID. (ed.), Torino e Don Bosco, Torino, Archivio Storico della Città di Torino, 1989, I, 121-123.

188 Cf. escritura firmada por el teólogo Borel y Don Bosco en ASC F 596.

189 Se refiere a los jóvenes internos.

190 El periódico «L’Armonia» (2 abril de 1849) informa sobre la fiesta celebrada en el Oratorio con motivo de la entrega del Óbolo a los delegados del Comité de la «Opera del Denaro di S. Pietro».

191 Francesco Valinotti (1812-1872), canónigo honorario de la catedral de Ivrea.

192 Cf. Regalo di Pio IX ai giovanetti degli Oratorii di Torino, en «L’Armonia» 3 (1850) 87, 373; Breve ragguaglio della festa fattasi nel distribuire il regalo di Pio IX ai giovani degli oratorii di Torino, Torino, Tip. Eredi Botta, 1850.

193 Barrio de Turín, en la margen izquierda del Po. Cf. G. COCCHI - R. MURIALDO, L’Oratorio dell’Angelo Custode, en «L’Educatore» 3 (1847) 762-765.

194 Don Bosco escribe: Cocchis. Se trata de Giovanni Cocchi (1813-1895), hombre emprendedor; en 1839 entra en contacto, en Roma, con un oratorio para «jóvenes de condición acomodada»; al volver a Turín, funda el Oratorio del Ángel Custodio (1840) en un barrio pobre de la ciudad («Moschino»); fue también el iniciador de la obra de los Artigianelli. Don Bosco no compartió su decisión de llevar a un grupo de jóvenes a la guerra contra Austria.

195 Urbano Rattazzi (1808-1873), abogado y político; ocupó diversas carteras ministeriales: Instrucción Pública, Interior, Gracia y Justicia; fue varias veces presidente del Consejo de Ministros. Desplegó una intensa actividad en la reforma judicial y en la modificación del código penal. Probablemente, su visita al Oratorio de Valdocco, en 1854, tenía por objeto cambiar impresiones con Don Bosco sobre la posibilidad de dar a los jóvenes con problemas un trato más adecuado a su condición social. Cf. DA SILVA Ferreira, Introduzione, 197.

196 Ascanio Savio (1831-1902), sacerdote, graduado en teología.

197 En los párrafos siguientes (12 a 18) en el original se añade, antes del número, la palabra «Capo» (Capítulo).

198 El 8 de febrero de 1848, el rey Carlo Alberto había manifestado el propósito de conceder el Statuto; de aquí, las clamorosas «manifestaciones públicas».

199 Roberto Taparelli d’Azeglio (1790-1862), propulsor de diversas iniciativas en favor de la educación popular.

200 «L’Armonia della religione colla civiltà»: periódico fundado en 1848. Lo dirigieron sucesivamente: el teólogo Audisio, el teólogo Margotti y Don Celestino Musso. De una postura inicial moderada y conciliadora, pasó a colocarse en una posición intransigente.

201 La «Opinione. Giornale quotidiano, politico, economico, scientifico e letterario»: periódico fundado por G. Durando (1807-1894). Comenzó su publicación en 1848 con el propósito de colocarse entre «La Concordia», diario progresista, e «Il Risorgimento» del grupo moderado, del que formaba parte Cavour. Al morir el fundador, el periódico derivó hacia posiciones anticlericales. La «Opinione» y «L’Armonia» sostuvieron frecuentes polémicas entre sí.

202 Giacomo Bellia (1834-1908), colaborador de Don Bosco en las escuelas nocturnas y festivas; ordenado sacerdote, fue miembro de los Oblatos de María Virgen, pasando más tarde a la diócesis de Biella.

203 En 1903, don G. Bellia expresó su punto de vista sobre estos hechos. De su trayectoria personal dice: «Primero fui constreñido a ir al Seminario de Chieri, donde Don Bosco vino a visitarme varias veces y una vez me llevó a comer con el canónigo Luigi Cottolengo; enviado después a casa por motivos de salud, se me prohibió ir al Oratorio ya aun de ir a confedsarme con D. Bosco. Tuvo que encaminarme a la Consolata y enamorado de la paz de que gozaban los Oblatos, solicité ser aceptado y mi pobre papá me dio el consentimiento, contra su voluntad. Después D. Bosco me dijo que no era llamado, y me exhortó a la paciencia, pero mi confesor confirmó mi vocación…! Entré y salí después de diez años por salud. Entonces hubiera podido volver con D. Bosco, pero el obispo. Mons. Franzoni no me acogió en la Diócesis y D. Bosco mismo me recomendó al obispo de Biella que me aceptó con la condición de que permaneciera con él… Y tuve que permanecer. Es decir, separado de D. Bosco, pero no le he abandonado» – ASC A 1010310 I primi chierici di Don Bosco. Cf. también FdB 543 C 10.

204 En 1851, Don Bosco – en sociedad con los sacerdotes Giovanni Borel, Giuseppe Cafasso y Roberto Murialdo– compró la casa Pinardi (con patio, jardín y huerto: 3.699 m2) en 28.000 liras. En un segundo momento, Borel, Murialdo y Cafasso cedieron su parte a Don Bosco. Cf. Epistolario I, 66-67; ASC A 1030104 Estratto del testamento del sacerodte Ciuseppe Cafasso.

205 Giuseppe Antonio Cotta (1785-1868), senador del Reino, consejero comunal; fue uno de los directores de la Mendicità Istruita; se le conoció con el nombre de «el banquero de la caridad».

206 Don Ceria añade en el texto, entre paréntesis: (1875), y comenta en la nota: «Después de haber sido por seis años lugar de culto, la capilla Pinardi, desde 1852, se convirtió en sala de estudio y dormitorio. Después, en 1856, fu demolida junto con toda la casa. El nuevo local construido en el terreno ocupado antes por la capilla se dedicó, primero en parte y después completamente, a comedor de los superiores hasta el mes de mayo de 1927. En aquella humilde mesa Don Bosco recibió en 1875 al canónigo Giuseppe Sarto y en 1883 al joven sacerdote Achille Ratti, los dos grandes Píos X y XI». Cf. también «L’Armonia» 4 de julio de 1851.

207 En el original se añade: «He aquí el acta, etc. Transcríbase el acta de la solemnidad».

208 En original, se añade: «Transcríbase la circular».

209 Reina Madre: María Teresa Francesca de Toscana (1801-1855); Reina consorte: María Adelaide Francesca, archiduquesa de Austria (1822-1855).

210 En el original, se añade: «Se puede introducir el programa y el reglamento de aquella lotería» Cf. Catalogo degli oggetti offerti per la lotteria a beneficio dell’Oratorio maschile di S. Francesco di Sales in Valdocco, Torino, Tip. P. De-Agostini, 1852; «L’Armonia» (5 19 de febrero de 1852); G. BRACCO, Torino e Don Bosco, I, 138.

211 En el original, en lugar del año, hay un espacio en blanco.

212 Don Bosco escribe: Sacco. Se trata, en cambio, de Paolo Sacchi, sargento de artillería, logró impedir que el fuego se propagase a un almacén que contenía 800 barriles de pólvora. Una calle de Turín lleva su nombre. La explosión causó una treintena de víctimas entre los que trabajaban en el polvorín.

213 Benedizione dell’Oratorio di S. Francesco di Sales in Valdocco, en «L’Armonia» (23 de junio de 1852).

214 La «Società Generale degli Operai» fue fundada en Turín en 1850, con el fin de promover la hermandad, la ayuda recíproca, la instrucción y, en general, el bienestar material y moral de los miembros. Cf. ASC A 1020806 Memoria de G. Brosio intorno alla vita dell’Oratorio nei primi anni.

215 En el original se añade: «Véase el folleto impreso». Cf. Società di mutuo soccorso di alcuni individui della compagnia di San Luigi eretta nell’Oratorio di S. Francesco di Sales, Torino, Speirani e Ferrero, 1850. La «Società Generale degli Operai» fue fundada en Turín en 1850.

216 Michele Scannagatti (1803-1879). Ayudó económicamente a Don Bosco en diversas ocasiones. Fue uno de los miembros de la comisión de la lotería de 1852. Domenico Fassati Roero San Severino (1804-1878), comandante de la guardia del Rey. Se distinguió por su empeño en obras benéficas y educativas.

217 Francesco Vallauri (-1856), médico. Pietro Vallauti (1829-1900), frecuentaba la iglesia de San Francisco de Asís como confesor.

218 Carlo Gabetti, arquitecto municipal; en 1876 era jefe del sector de Edilicia.

219 Carlo Cays (1813-1882), conde de Giletta e Caselette, jurista y deputado en el Parlamento italiano; fue presidente de las Conferencias de San Vicente de Paúl; desde 1878, sacerdote salesiano; fue director de Challonges (Saboya) y más tarde responsable de las «Letture Cattoliche».

220 El Reglamento del Oratorio (cap. XI, 2ª parte, art. 4) decía: «Esta Compañía está dirigida por un Sacerdote con el título de Director espiritual y por un Prior que no debe ser sacerdote».

221 Se trata, probablemente, de Agostino Gattino, cura de la parroquia de los Santos Simón y Judas, muerto en Turín a los 52 años. Cf. DA SILVA FERREIRA, Introduzione, 217.

222 Letture Cattoliche: Colección popular de breves libros de argumento moral, religioso y ameno, dirigidos especialmente a los jóvenes. Se inició la publicación, mensualmente, en 1853. Tuvo extraordinaria difusión. Teniendo presente la fórmula de Don Bosco, se publicaron en España las «Lecturas Católicas». Cf. F. MALGERI, Don Bosco y la prensa, en J.M. PRELLEZO GARCÍA (ed.), Don Bosco en la historia, Roma/ Madrid, LAS/Editorial CCS, 1990, 441-449.

223 «La Buona Novella»: semanario de los valdenses italianos, fundado en 1851. «La Luce Evangelica»: periódico de los protestantes italianos, independiente de la iglesia valdensa, fundado en 1854; dejó de publicarse al año siguiente. «Il Rogantino» [Fanfarrón] no viene ordinariamente citado entre los «periódicos evangélicos». Cf. notas de Da Silva Ferreira, 218.

224 Cf. La Chiesa cattolica-apostolica-romana è la sola vera Chiesa di Gesù Cristo. Avvisi ai cattolici. I nostri pastori ci uniscono al papa. Il papa ci unisce con Dio, Torino, Tipografia Speirani e Ferrero, 1850 (al final de la «Prefazione» se lle: «Sac. Gioanni Bosco»); otra edición en 1851.

225 Cf. Avvisi ai cattolici. I nostri pastori ci uniscono al papa; il papa ci unisce con Dio..., Torino, Tipografia dir. Por P. De-Agostini, 1853.

226 Giuseppe Zappata (1796-1883), fue también vicario capitular (1862-1867 y 1879-1871); se distinguió por su talante moderado.

227 El abate Ximenes, director de un periódico católico, «Il Contemporaneo» de Roma, fue asesinado. Monseñor Palma, secretario pontificio y colaborador de aquel periódico, acabó de un arcabuzazo en las mismas salas del Quirinal. [Nota del original].

228 Mons. Luigi Moreno (1800-1878), doctor en derecho civil y eclesiástico, obispo de Ivrea desde 1838 hasta la muerte, promotor de la prensa católica, autor de algunos libros de teología; se distinguió por el empeño pastoral y la austeridad de vida.

229 En este punto, Don Bosco quería referirse seguramente a Il cattolico istruito nella sua religione. Trattenimenti di un padre di famiglia co’ suoi figliuoli secondo i bisogni del tempo epilogati dal sac. Bosco Giovanni, Torino, P. De-Agostini, 1853. Años más tarde, publicó, en cambio, Il cattolico provveduto per le pratiche di pietà con analoghe istruzioni secondo il bisogno dei tempi, Torino, Tip. dell’Oratorio di S. Francesco di Sales, 1868.

230 Publicadas por la «Libreria Evangelica» fundada, en Turín, en 1853.

231 Amedeo Bert (1809-1883), terminados los estudios en Ginebra, fue consagrado pastor; Jean-Pierre Meille (1817-1887), consagrado pastor, consideró la instrucción de los niños la parte más importante de su ministerio; fundó el Colegio de los «Artigianelli valdesi».

232 Moncucco Torinese (Asti), pueblo agrícola a 5 km. de Castelnuovo,

233 Teólogo Giuseppe Vaccarino (1805-1891). En 1861 fundó en Buttigliera d’Asti una guardería infantil. Organizó también un Oratorio festivo.

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