Introducción


Introducción





Don Bosco sigue vivo entre nosotros


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Como Don Bosco, sentimos la necesidad de salir al encuentro de los jóvenes. Hoy más que nunca, en un mundo secularizado, ¿cómo realizar esa misión? El CG 26 nos señala caminos: «Muchos hermanos viven con intensidad la pasión por Dios y por los jóvenes. Ésta se manifiesta en el deseo de una vida consagrada más profética, que se caracterice por la profundidad espiritual, la fraternidad sincera y el valor apostólico. De este modo, viviendo y trabajando juntos, sienten que pueden dar un testimonio auténtico y gozoso del carisma y atraer a los jóvenes a confrontarse seriamente con la propuesta cristiana y con la misma vida consagrada».


















  1. Retiro ………………….……….......................3 - 12

  2. Formación…………….……….....................13 - 23

  3. Comunicación……………………………………….24 - 29

  4. Vocaciones…...….…............................30 - 39

  5. La solana………………………………………………40 - 44

  6. El anaquel……….……...........................45 - 57







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Paseo de las Fuentecillas, 27

09001 Burgos

Tfno. 947 460826 Fax: 947 462002

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordina: José Luis Guzón

Redacción: Urbano Sáinz

Maquetación: Amadeo Alonso

Asesoramiento: Segundo Cousido, Mateo González e Isidro Revilla


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681









Es urgente evangelizar1





Artur Pereira

Delegado Capitular
de la Inspectoría de Portugal


Desde que fue convocado el CG26 han sido muchas las intervenciones que han abordado, de una forma u otra, el tema de la evangelización y, en concreto, de la evangelización en el contexto cultural contemporáneo. El Congreso Internacional de la Nueva Evangelización (ICNE) realizado en Portugal (2005) ha sido una excelente ocasión para reflexionar sobre el tema. Es relevante la riqueza de las intervenciones del Cardenal Patriarca de Lisboa, D. José da Cruz Policarpo, recogidas en diversas Obras..


En el tema que presento, tengo como referencias esenciales algunas de estas obras, - especialmente aquellas que incidieron en la preparación de la diócesis para la celebración de la sesión del ICNE donde aparecen con mejor claridad los contenidos y objetivos pastorales determinados.


Ha sido una alegría, que gracias a este trabajo que me fue pedido, que tuve la oportunidad de sumergirme más profundamente en el rico y sencillo magisterio de nuestro Cardenal Patriarca sobre la evangelización. Es otra perspectiva que, juntamente con la capitular, nos puede ayudar a profundizar este tema, sobretodo teniendo en cuenta las líneas de acción que el CG26 nos propone.


1 1. Evangelizar es una tarea decisiva y urgente2

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El concepto de evangelización quedará incompleto si no tenemos en consideración todas sus diversas dimensiones. El Cardenal Patriarca de Lisboa, cuando hace referencia a este tema, empieza, justamente, por presentar un concepto de evangelización.


En primer lugar, la evangelización como «Buena-Nueva» (VII, 115). Quiere decir, que se reviste de las características que marcan una noticia que es verdaderamente: sorprendente (VIII, 38) e importante para quienes la escuchan. No se trata, entonces, de una mera información o curiosidad, sino algo decisivo para la existencia humana: para aquel que la escucha y anuncia, transformándose, por eso, en una tarea irreversible, decisiva y necesariamente urgente.


Y cuando nos referimos a algo como «decisivo» estamos hablando precisamente de la propia vida y muerte, del sentido que ellas (la vida y la muerte) pueden o no revestirse. En otras palabras, nos referimos a la salvación, o sea, «a la liberación del hombre para una realización plena» (VIII, 25): “la Iglesia no evangeliza como cualquier institución que necesita divulgar su doctrina. Sólo la salvación es urgente, solo esta urgencia empuja a la Iglesia para el dinamismo del Evangelio. Si la salvación es la única urgencia de la Iglesia, ella evangeliza porque cree que el Evangelio abre el corazón de los hombres a la salvación, esto es, al encuentro con Dios en Jesucristo” (VIII, 58).


Por eso, la evangelización no puede dejar de ser universal, dirigida a todos los hombres, tal como lo ha comprendido el propio Jesús. Además, la evangelización es la continuación del anuncio realizado por Jesús (VII, 10), mejor todavía, es la continuación de Su sacrificio de Amor por todos los hombres: «La urgencia de la proclamación del Amor de Dios por los hombres, brota del corazón de Jesús y del sentido que Él dio a su vida, ofreciéndola por la humanidad» (VII, 115).

2 2. Evangelizar es proclamar el “kerigma”3

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El contenido de la evangelización es por tanto un contenido vital. Es el anuncio kerigmático de la muerte y resurrección de Jesucristo: «El mensaje que nosotros queremos transmitir es el “kerigma” cristiano, tan claramente proclamado por el Apóstol Pedro: «Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos».


La resurrección de Cristo es el centro de nuestra fe y el núcleo principal del anuncio cristiano (VIII, 15; cf. VIII, 89; VII, 183).


Se trata de anunciar, con toda la fuerza de un testimonio, que Jesucristo es el Viviente, es el Dios vivo, cerca de nosotros, retándonos para una relación de amor. Dios no es una idea, un ser lejano y inalcanzable, una creación cultural de las religiones. En Jesucristo, Él se hace acontecimiento en nuestra vida, cambiándola y dándole un sentido radicalmente nuevo.


Proclamando que Jesús es el Viviente, se afirma su divinidad. Él es importante para nosotros, porque es la presencia del Dios vivo en nuestra vida. En Él, Dios se hace cercano, accesible, Dios de alianza, a retarnos para la aventura del amor. Todos los anhelos del amor, que palpitan en el corazón humano son puertas abiertas al anuncio de Jesucristo, camino para la plenitud del amor.


Anunciar Jesucristo, el Viviente, es proclamar su resurrección, dado que su muerte en la cruz es un hecho confirmado por la Historia. Él es un Viviente que ha vencido la muerte y por eso su vida es definitiva y plena. La proclamación de la resurrección de Jesús es incomprensible sin el anuncio del sentido de su muerte, ofrecida por amor, manifestación radical y dramática del amor de Dios por nosotros.


Sólo puede comunicarse el sentido pleno de la Vida del Resucitado, si su muerte y resurrección se nos aparece como redención. Y este es el acto creador del amor de Dios, que salva la grandeza de la vocación humana, a pesar del pecado. A la luz de Jesucristo, el pecado es un drama de amor: drama en la infidelidad del hombre, drama en la recuperación que Dios hace del hombre, en Jesucristo” (VII, 22).



Este anuncio se desarrolla después en un serie de otras dimensiones: ilumina el sentido de la muerte humana, nos hace discípulos de Cristo, da a conocer el Espíritu Santo y la fuerza creadora del amor; denuncia la autosuficiencia humana; presenta la Iglesia como comunidad de creyentes y se completa con la invitación a la oración (cf. VII, 22-23).


Cuanto a su forma, este consiste en «anunciar de forma sencilla, directa e interpelante, las verdades decisivas de la fe cristiana, las únicas que pueden cambiar las vidas y convertir los corazones » (VIII, 95). El anuncio kerigmático de la fe tiene determinadas características que constituyen su fuerza de convicción. Tiene la sencillez de la vida, la clareza de la convicción, que adviene del hecho de ser un testimonio de vida, la humildad de la propuesta, fruto del amor fraterno, basado en la coherencia de la verdad en que se cree. Brota de la alegría de pertenecerse a un Pueblo, el Pueblo de Dios, verdadero sujeto de la fe de la Iglesia, que sitúa en el misterio de la comunión la dimensión personal e individual de nuestra creencia. Siempre es una expresión de amor, repasado de respeto por los demás y desprendido en los resultados que espera o busca, pues unos siembran y otros cosechan, y solamente el Señor es el Maestro de la mies (VIII, 95).


La proclamación del “kerigma” conduce a la conversión de aquél que lo acoge, actitud expresada en la respuesta de Pedro a los judíos presentes en Jerusalén en el Pentecostés: «convertíos y recibid el bautismo» (Act 2,37). Pero «la conversión es mas que una invitación a un cambio de actitudes morales; es el anuncio de que es posible empezar a vivir de nuevo otra vida, un segundo nacimiento, participación en la vida de Cristo resucitado» (VII, 133). A partir de aquí surge la urgencia de la evangelización: es que «sólo la conversión provocará aquel cambio del cambio que abre los hombres a la vida, siembra en ellos la esperanza, los hace capaces de rezar y de amar» (VIII, 58).

3 3. Evangelizar es dar vida

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La conversión es el descubrimiento de la vida. Tomar conciencia de esta realidad, «hace que la Palabra de Dios y la invitación a la salvación bajen a lo concreto de la vida de los hombres» (VIII, 59), invitando a mirar la vida de otra forma, esto es, a descubrir su belleza y su exigencia, y también sus caminos, mejor, el camino que es Dios, pues «al tocarse en la fe, el misterio de Dios, se hace fuerte la intuición de que solo en Él se toca la Vida y que todas sus expresiones ya conocidas y experimentadas se transforman en deseo de plenitud y en himno de alabanza» (VIII, 60).


El hombre es inclusivamente invitado a ir más lejos. Cristo vivo nos ayuda a vencer nuestra propia muerte (cf. VIII, 96); Él mismo nos comunica su vida. “No nos invita solamente a ir detrás de Él. Porque nos comunica su vida, nos atrae para recorrer, con Él, a su manera, ese camino de la vida. Esa participación en la vida del Señor resucitado es irrupción, en el presente de nuestra vida, de la plenitud escatológica que nos ha sido prometida. Sólo Él es la garantía de que la alcanzamos” (VIII, 97).


Es en este vivir la vida de Cristo resucitado que consiste la vida nueva. Es una vida anunciada, rompiendo «con el ciclo cerrado de todas las visiones limitadas, imperfectas y pragmáticas de la vida», y anunciando «la vida en su verdadera grandeza» (VII, 144), una vida donada, o mejor, la «llave definitiva de solución para la vida humana» (VII, 193): La vida puede ser ahora la participación en la vida del resucitado por la fuerza del Espíritu […]. Así bajo el dominio del pecado puede haber «vivos» que están muertos, mismo antes de estar muertos, en Cristo resucitado aquellos que todavía viven en el mundo pueden vivir como primicias de la vida eterna […] El campo de esta lucha entre la vida y la muerte es ahora nuestra existencia, lucha que podemos vencer con la fuerza con el Espíritu (VII, 144-145).

4 4. Evangelizar es narrar un acontecimiento

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La buena noticia que constituye el Evangelio no consiste en una brillante dedución, es antes de todo un acontecimiento significativo para todos los tiempos y culturas: Anunciar Jesús Cristo es proclamar su resurrección. Esta es la buena nueva: Jesús Cristo venció la muerte y reina vivo. Aquí reside la sencillez y densidad del mensaje de la Iglesia. Es sencillo porque todo se reduce a la sencillez de un acontecimiento: Él, condenado a muerte, venció la muerte y vive para siempre. Al mismo tiempo es denso y complejo. Todo porque tiene una profunda relación con el misterio de nuestra vida y de nuestra muerte. Afirma también la actualidad de Jesús Cristo en todos los tiempos como “Viviente” en medio de nosotros y para nosotros (VII,131)

Por acontecimiento, debemos entender: “aquellos hechos y dinamismos de la historia, que nos envuelven personalmente, por la participación que tenemos en ellos y por la importancia existencial que tiene para nosotros” (VIII, 19). La muerte y resurrección de Jesús son, por antonomasia, “el” acontecimiento. No es suficiente tener conocimiento de la Pascua de Jesús, porque es «solamente el acontecimiento salvífico para toda la humanidad, en la medida en que cada hombre se deja envolver, se convierte en protagonista en el drama de la Salvación. La muerte de Cristo, como simple noticia, no envuelve ni siquiera a aquellos que la reciben como dinamismo de salvación» (VIII, 19). La evangelización debe envolver toda la existencia, haciéndonos hoy participantes del drama de Jesús.


Esto es posible, en primer lugar, por la eficacia de la Palabra de Dios, fruto del amor divino: “ Dios es fecundo porque es Amor. Ama siempre y su amor nunca es estéril.

La vida acontece, participando en la vida divina, porque Dios ama y las personas se dejan amar por Él”.


En la Historia de la Salvación, primera concretización, de este amor fecundo de Dios es su Palabra. Dios nos habla porque nos ama, porque tiene para nosotros un designio de amor. Y su palabra es fecunda y creadora, genera vida en aquellos que la acogen” (VII, 81).


Es por esto que la evangelización, lejos de resumirse en palabras humanas pronunciadas, es proclamación de la Palabra – aquella palabra pronunciada desde María, proclamada por los apóstoles, de que la Iglesia es sierva y que “genera vida en nosotros”(VII, 83).


Es la eficacia de la Palabra de Dios que sugiere, ella misma, la peculiar forma de evangelizar: “esta convicción sobre el poder transformador de la Palabra, sugiere la propia manera de anunciar: con fe, vigor y ardor, con la pasión de quien desea el bien de sus hermanos, cualidades que, antes de tocar el corazón de los oyentes, deben hacer arder de celo a aquellos que la proclaman”(VIII, 58).

5 5. Evangelizar es dar testimonio.

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La Palabra de Dios es vida y eficaz, entra en el tiempo y lo transforma en historia de salvación. La Palabra de Dios hecha carne en Jesús Cristo se hace vida en la existencia del cristiano. Es por eso que la dimensión del testimonio es una de las más presentes en las diferentes intervenciones de nuestro obispo acerca de la evangelización:« la evangelización es un testimonio, lo que significa que la fe anunciada es una experiencia vivida» (VII, 20; cf. VIII, 42). Efectivamente, «la fe en la resurrección no es el resultado de una conclusión lógica. Ella se impone por la fuerza de los testimonios» (VIII, 17). “En el anuncio kerigmático de Dios, no basta hablar de Dios, discutir sobre Dios; es esencial testimoniar aquellos momentos más auténticos de nuestra vida, en que Dios se manifestó como luz. Escuchar sin desfallecer, su Palabra, insistir humildemente en la experiencia de oración, porque son caminos que nos conducen a lo más profundo de nosotros mismos, caminos para experimentar el Dios Vivo. Es dentro de la densidad y profundidad de la experiencia de Dios que Jesucristo es para nosotros el Testimonio, Él que conoce a Dios en la intimidad del amor filial” (VIII, 96).


Al testimonio Cristiano fue dedicada una buena parte de la primera catequesis cuaresmal de 2004. Contemplemos sus principales aportaciones sobre este aspecto central de la evangelización destacados por el D. José Policarpo, cardenal patriarca de Lisboa, en esta catequesis.


En primer lugar, está siempre el encuentro con la Palabra de Dios. Es desde aquí que surge la urgencia de evangelizar que caracteriza la vida cristiana: “ La urgencia de la evangelización está en la profundidad de la experiencia personal del encuentro con Jesucristo. Anunciarlo es dar testimonio de una experiencia vivida. La experiencia de Pablo es, entre otras, la más expresiva. El encuentro con Cristo resucitado, en el camino de Damasco, fundamenta su ardor apostólico. […] Testimoniar es comunicar una experiencia. Solo puede anunciar Jesucristo, quien experimento seguirlo e identificarse con Él, en su vida de resucitado. La gracia del apostolado brota de la gracia de la fe, como experiencia de comunión con el Señor. La autoridad del testimonio es la experiencia; de ella brota la firmeza de su convicción” (VII, 117).


Es este mismo testimonio, que ya dieron tantos que nos precedieron en la fe, los mártires, los misioneros, que «recorrieron el mundo a anunciar»; de los cuales, en la búsqueda permanente de la verdad lo convirtieron en «cultura»; es este el testimonio que la Iglesia es llamada a hacer suyo:« Se espera de ella, como comunidad de creyentes y de cada uno de los cristianos, la sencillez y la osadía del testimonio. Y eso supone una experiencia personal de fe, que hace de nuestra relación con Jesucristo la más preciosa realidad de nuestra vida» (VII, 121).



Es por tanto, del encuentro con Jesús que todo el resto surge. Es en él que se percibe la verdad de Jesucristo (VII, 125), y es de él que brota el propio camino que conduce los hombres al Padre: “Evangelizar es dar testimonio sobre Jesucristo. […] El carácter específico del cristianismo es el hecho de que el hombre vive su relación con Dios en su relación con Jesucristo, un hombre como nosotros e Hijo de Dios. Reconocer en Jesús el Dios Vivo, porque Hijo de Dios Padre es el elemento decisivo de la fe cristiana. No preciso de buscar a Dios por otros caminos; Él es el Camino” (VII, 123).

6 6. Evangelizar es un testimonio eclesial.

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El encuentro con Jesús vivo, desde donde brota la urgencia de la evangelización y el testimonio convincente, en la sencillez y el dialogo, no son, entretanto, una realidad individual. Se Revisten antes y siempre de una dimensión eclesial- es decir, este anuncio del Evangelio es «constitutivo de la misión de la Iglesia» (VII, 116): Es esta la fuerza de los testimonios concordantes, que refuerzan la credibilidad del testimonio de la Iglesia. La evangelización no es un testimonio individual de una convicción personal, es el testimonio de una comunidad creyente, porque es en realidad profunda del yo colectivo que evoca el propio testimonio de Dios. La credibilidad del testimonio de la Iglesia nace de la identificación con Cristo, que es el « testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra» (VII, 118).


La evangelización “Mismo que la evangelización sea un testimonio personal de nuestra fe, sin embargo, es siempre la proclamación de la fe de la Iglesia, la única que tiene garantía de la objetividad de la verdad de Dios» (VIII, 20). Es más, ella «brota de la alegría de pertenecer a un pueblo, el pueblo de Dios, verdadero sujeto de la fe de la Iglesia» (VIII, 95). El Evangelizador […] tiene de estar vigilante para evitar estos dos peligros: el de no confundir testimonio con visión subjetiva de la verdad y de no caer en la tentación, para ser bien acogido, de anunciar aquello que los hombres gustaría de oír. Nuestra percepción de la verdad tiene que ser continuamente confrontada con la verdad de Dios, mantenida fielmente en la fe de la Iglesia. Solo la verdad de Dios salva, y no mi propia verdad (VII, 21).


La dimensión eclesial de la evangelización viene de la realidad eclesial de la fe cristiana, que «no es una fe individual, y, menos todavía individualista. Es un convite a seguir el Señor, en la Iglesia, a conocerlo en la Iglesia, a sentirse amado por Él, en iglesia, a caminar en conjunto, como Pueblo creyente, en el descubrimiento progresivo de la vida, hasta la Casa del Padre» (VII, 153).


Esta dimensión eclesial de la evangelización es una característica que encontramos en los tiempos apostólicos: Cuando los apóstoles partían a anunciar el Evangelio en todo el mundo conocido entonces, lo que ellos anunciaban era Cristo resucitado. Era Él, el Dios Vivo, definitivamente presente en medio de su Pueblo, pueblo que definió

su nueva frontera en todos aquellos que acogiendo ese anuncio, creían en el resucitado y se reunían al Domingo, para encontrarse con Él (VIII, 35).


La eclesialidad del testimonio tiene que ver con la vida de comunión en la Iglesia, pero no se resume solo a lo que podíamos llamar una dimensión «sincrónica». La eclesialidad del testimonio tiene igualmente una dimensión «diacrónica», es decir, trae consigo la unión de la Iglesia de nuestros días a la Iglesia apostólica: «Esta cadena ininterrumpida de testimonios, que actualiza en cada tiempo la posibilidad del encuentro con Jesucristo, da intensidad a la historia de la Iglesia, haciéndola una tradición viva, que tiene en si mismo la fuerza de un testimonio» (VII, 120).


Por eso mismo, evangelizar trae igualmente consigo un anuncio de la Iglesia: « La misteriosa identificación que Cristo hace con su Iglesia, considerándola o su Propio Cuerpo, señala que es imposible anunciar Jesucristo sin anunciar la Iglesia, creer en Jesucristo sin creer en la Iglesia. El anuncio de la Iglesia es una corona de todo el Kerigma cristiano» (VII, 153).Y esto no significa sencillamente «dimensión invisible, silenciosa, protegida y sentida en los mas intimo del corazón humano» - la «dimensión más decisiva y fundamental de la Iglesia» -,pero también una dimensión visible, institucional. La Iglesia es verdaderamente una comunidad visible, estructurada y jerarquizada; es visible en su número, en la fuerza de la comunidad reunida, en la expresión de su fe, en la forma como se organiza para la misión. La fuerza de la Iglesia reside en la unidad entre su visibilidad y su dimensión misteriosa e invisible (VIII, 78).

7 7. La vida del evangelizador4

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A pesar de ser un anuncio de la palabra de Dios, porque es la noticia de un encuentro personal con Cristo vivo, la evangelización no puede dejar de requerir al evangelizador una seriedad de vida cristiana.


En primer lugar, se exige una actitud constante de conversión de la vida: Nuestra determinación en evangelizar, es decir, en anunciar Jesucristo, muerto y resucitado llave definitiva de la solución para la vida humana, ganará una nueva fuerza si tuviese la autenticidad de un testimonio. Es en la medida en que nos convertimos a Jesucristo, que podemos anunciarlo. Lo haremos, entonces, con la convicción de una experiencia experimentada y vivida (VII, 193).


Pero también aquí no se trata de una simple estrategia pastoral; es antes el fruto de la acción da propia palabra de Dios:«la Palabra proclamada invita a la conversión, pero antes, de aquellos que la proclaman» (VIII, 58); en efecto, la Palabra «imprime su fuerza creadora en la verdad y autenticidad de quien la pronuncia» (VIII, 59).


De forma mas concreta, la conversión continua del Cristiano significa «redescubrir la importancia de Dios en nuestra vida», alimentar habitualmente «una relación de confianza y de amor» con Dios, cultivar una «intimidad amorosa que él desea», redescubrir la oración de adoración, abrir el corazón a la obra de gracia de Dios (VII,194-196). También podemos decir: «la conversión es un regreso a Dios» (VII, 51), una invitación a tomar a Dios en serio (VII, 52), lo que se exprime en el arrepentimiento por amor (VII, 52).


Se trata, finalmente, de descubrir la Vida: El convite a la conversión es, por el lado de Dios, la manifestación de su deseo de descubrir la Vida:«Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia».Centrar el apelo a la conversión en el ámbito de l descubrimiento de la vida, hace que la Palabra de Dios y el convite a la salvación desciendan a lo concreto de la vida de los hombres.[…] Toda verdadera conversión desafía a mas profundidad en el descubrimiento de la vida, de su belleza y de sus exigencias. Toda la evangelización es anuncio de la vida, de los caminos de la vida (VIII, 59).

Y si la actividad evangelizadora ha, de alguna manera, flaqueado, quizás se deba en primer lugar, a «una deterioración progresiva de la identidad cristiana y específicamente de la vida de gracia, reconocida como camino de santidad» (VIII, 90). Al contrario, «este anuncio de Cristo Vivo como camino para la vida solo puede ser hecho por quien ya recorrió ese camino. Siguiéndolo como Maestro y Señor. El propio hecho de testimoniar, comprométenos mas con esa opción de hacer de nuestra vida un camino con Cristo» (VIII, 97). Es aquel que encontró en la fe el don precioso, su tesoro, que «no puede dejar de anunciarlo y de compartirlo» (VIII, 99).


8. Contexto y cultura5


La evangelización depende de la cultura, del contexto y de los destinatarios a quien va dirigido.


Hay dos características culturales que destacan: « la importancia dada a la subjetividad, a la visión personal de la verdad, y al hecho de que la sociedad, en la complejidad de sus problemas e en el rápido cambio de los valores culturales, hacer una presión continua sobre la Iglesia para que se adapte su doctrina a los cambios sociales, entrando en el ritmo de transformación y enseñando lo que algunos gustaría de oír» (VII, 21).


Negativamente, la cultura de la sociedad contemporánea está caracterizada por haber perdido «o verdadero horizonte de la vida» (VII, 139), abandonando la idea de pecado y considerando la muerte como un fin biológico (VII, 139): «se desea una vida agradable pero ya no se sabe desear una vida plena y definitiva. La vida es para disfrutarse y no para construirse y conquistarse» (VII, 143). En relación a la vida, nuestra cultura tiene una relación «traumática»: Nuestra cultura contemporánea favorece una relación compleja, muchas veces traumática, con la vida. Al mismo tiempo que pregona y cultiva la dignidad de las personas humanas y se lazan en proyectos de desarrollo y modelos de civilización, que buscan garantizar la armonía y la felicidad del hombre, es capaz matar con facilidad por motivos económicos y políticos, defiende el derecho de poner fin a la vida cuando es exigente y difícil, ora en el inicio, ora en su final (VIII, 16).


Podemos decir de otro modo: nuestra cultura renuncio a la vida eterna (VIII, 92), en favor de una «autosuficiencia», «según la cual el hombre solo será aquello que él propio construir» (VII, 23). Así, la cultura contemporánea no duda ante la injusticia, dejó de conmoverse con los pobres y afligidos (VII, 144); es «mecanicista y pragmática», sin una visión generosa de la libertad como capacidad de concebir y de comprometerse en ideales positivos» (VIII, 43). Y son todavía « las traiciones y los que están dispuestos a todo por el dinero, o la indiferencia de los amigos en la hora de la prueba, o las inseguridades de la justicia humana» (VIII, 167).


En relación a la fe, vivimos hoy «en un marco civilizacional que separa cómodamente a la fe de lo cotidiano de la vida, como si esta, nuestra realidad humana, no tuviese nada que ver con la fe de lo cotidiano de la vida, que es relegada para una zona intimista y socialmente irrelevante, expresión de las inclinaciones religiosas de cada uno» (VIII, 103). Quizás por eso, exista también tanta dificultad en acoger el primer anuncio del cristianismo, esto es, el anuncio Kerigmático de la muerte y resurrección de Jesús: Hoy hay muchos cristianos, entre los cuales algunos jóvenes, que tienen dificultades en creer en la resurrección de Cristo. Jesucristo volvió a estar de moda, en la literatura, en el arte, en los media, que procuran presentarlo sólo como hombre, extraordinario por ventura, pero sujeto a las limitaciones de la raza humana, no dudando, en falsear las verdad histórica de los evangelios, llegando a acusar a la Iglesia de inventar la fe en la resurrección y escondido la verdad histórica sobre Jesús (VIII, 15-16).


Al mismo tiempo que los «católicos practicantes», hay también los «bautizados no practicantes», con una «evolución del sentido del deber de la práctica religiosa, que desliza los condicionantes culturales y sociales, para una opción personal, consciente y libre» (VIII, 88). Y los «indiferentes»: «Esta indiferencia interpela de modo particular a la Iglesia. No han cerrado la puerta a Jesucristo; porque pura y sencillamente no han oído hablar de Él» (VII, 111). Y, finalmente, los ateos y agnósticos (VIII, 89).


Y, a pesar de todo, en la cultura actual podemos, teniendo en cuenta todas estas dificultades, encontrar igualmente aberturas a la comprensión del misterio liberador de Cristo. Es lo que pasa en «tantos ejemplos de donación de la propia vida a favor de los otros hermanos, marcados por el sufrimiento, por la enfermedad, por la miseria o marcados por desastres naturales» (VIII, 166), y también en los «ejemplos del sacrificio de la propia vida, para salvar los demás» (VIII, 166).




TIEMPO DE REFLEXIÓN Y ORACIÓN:



Para seguir evangelizando hoy, trazamos con optimismo y esperanza los caminos más adecuados.



1. La Palabra de Dios y la Eucarística están en el centro de la vida personal y comunitaria como cumbre y fuente de la liturgia cotidiana.


2. Jesucristo es el inspirador y el criterio de toda la acción educativo-pastoral que lleva a comunicar a los jóvenes la experiencia auténtica del encuentro alegre y vivo con Él.


3. Don Bosco, evangelizador nato, supo salvaguardar en la propia acción pastoral la integridad del anuncio y la gradualidad de la propuesta.













¿Comprados» por el consumo?6

Alberto Ares Mateos


En nuestra cultura española actual, consumir se ha convertido en un hábito prácticamente ineludible. El bombardeo casi constante de pu­blicidad, de rebajas o grandes liquidaciones, la creación de auténticos santuarios del consumo... forman parte de los pilares de nuestro eco­sistema cotidiano.


A pesar de su popularidad y de lo enraizado que está en nuestra so­ciedad, no es menos cierto que distintas voces han hecho saltar la alar­ma sobre nuestros niveles de consumo. De igual manera, nos han ad­vertido sobre la influencia que la publicidad y el marketing están ejer­ciendo en la manera como vivimos cotidianamente, de manera especial en nuestro sistema de valores, en nuestros hábitos, incluso en la forma en que expresamos nuestra fe (nuestra oración y presencia parroquial, entre otras cosas).


Mi objetivo en este artículo tiene que ver con este último elemen­to, pues pretendo describir la influencia que tienen nuestros hábitos de consumo en la manera de vivir nuestra fe.



«Consumere»


La palabra «consumo» tiene su origen en el latín «consumere», que significa devorar, gastar. En el siglo XVIII comienza a ser utilizado por los economistas sin una connotación negativa. El consumo se conver­tía en la contraparte de la producción. En el siglo XX, el consumidor se convertía en el comprador de bienes. Hoy en día, el término «con­sumo» tiene una connotación negativa para los críticos sociales y la opinión pública, aunque los economistas tiendan a usarlo en un senti­do neutral.


¿Por qué se ha convertido el consumo en un elemento tan importante?

La Revolución Industrial (siglos XVIII y XIX) dio un vuelco a la for­ma de producir y, al mismo tiempo, a los hábitos de consumo. La pro­ducción en masa requería un consumo masivo. En los primeros esta­dios de la revolución industrial, los obreros trabajaban hasta el punto de conseguir lo suficiente para vivir una vida sencilla, valorando el tiempo libre como una pieza importante en sus vidas. Los empresarios intentaron cambiar sus hábitos bajando los salarios, con lo que tenían que trabajar más horas para conseguir el mismo dinero, e impusieron una disciplina estricta, en muchos casos inhumana, forzando a los tra­bajadores a ser más eficientes.

Por otra parte, los sindicatos y las asociaciones de trabajadores lu­charon por obtener mejores condiciones de trabajo, con salarios y ho­rarios dignos. Al mismo tiempo, los empresarios se dieron cuenta de que para dar salida a sus productos necesitaban que los trabajadores tu­vieran suficiente poder adquisitivo para poder consumir los bienes que producían; lo cual produjo un incremento salarial.

¿Qué hizo que los trabajadores acabaran prefiriendo más horas de trabajo a más horas de tiempo libre? Un elemento clave lo constituyó el llamado consumo «comparativo», como forma de alcanzar un cier­to status. Es decir, la valoración que tenemos de nosotros mismos va a depender de nuestro poder adquisitivo y de los hábitos de consumo del grupo de referencia o clase social en la que nos queramos situar o que más valoremos. Querremos ser igual que nuestro vecino o nuestra compañera de trabajo, vestir como nuestra estrella de baloncesto o fre­cuentar el mismo lugar de vacaciones que nuestros familiares.

Mayores niveles de ingreso no fueron acompañados de una reduc­ción de la jornada laboral y mayor tiempo libre, pues, como el ingreso era mayor para todos, el elemento comparativo hacía que todos incre­mentaran el poder adquisitivo y los estándares se elevaran, con lo cual había que seguir trabajando lo mismo para llegar a esos estándares.


En el proceso aparece también el endeudamiento, a través de lí­neas de crédito, de «tarjetas», etc., que nos deja inevitablemente atra­pados en un círculo vicioso. A mayor endeudamiento, necesitaremos trabajar más horas para hacer frente a la deuda, con lo que seguiremos reduciendo nuestro tiempo libre, y el factor compensatorio y terapéu­tico de la compra (entre otros factores) intentará salir al paso de ese so­breesfuerzo en el trabajo. En todo este proceso, el marketing, con su indiferenciación entre necesidades y deseos, juega un papel primor­dial. Algunos le llaman a esto la trampa del «trabajo-préstamo-gasto».


En los últimos tiempos se ha producido un desplazamiento, desde el mero intento de pertenencia a una clase social o status, hacia la bús­queda de la propia identidad personal. La gente ya no quiere ser como otros en términos de una clase socioeconómica específica, sino en tér­minos de un grupo ideal. Todos recordamos a la generación JASP («Joven Aunque Sobradamente Preparado»). Hagamos más casó a unos u otros, es indudable que los elementos de identidad y status son dos pie­zas clave en nuestros hábitos de consumo.


Si añadimos a todo este proceso el «mito del progreso» como le­gado de la modernidad dentro del sistema capitalista de corte neolibe­ral, nos introducimos en otro tipo de círculo vicioso donde la satisfac­ción de los deseos y de la felicidad se busca en la adquisición de ma­yor nivel económico (llámese en nuestro caso «mayor nivel de consu­mo»). Todos estos elementos se integran en la espiral del progreso que no tiene fin.


El marketing y la publicidad han aprovechado esta situación, esta fragmentación del deseo, esta desconexión entre la seducción provo­cada por unos prometidos placeres y la realidad de nuestra existencia limitada, para llevar al consumidor hacia un callejón sin salida.


Cuando uno mira este cuadro a nivel general, y no sólo a nivel de consumo, las estadísticas hablan por sí solas. Altos niveles de consu­mo o de ingreso no aseguran mejor educación, ni sanidad, ni mayores libertades políticas, entre otras cosas.

¿Tenemos algún margen de maniobra?

«El camino más fácil» y «la senda de la concienciación»


Una vez que hemos descrito el contexto del consumo en nuestros días, ¿qué podemos hacer los consumidores? ¿Está realmente el marketing a través de los grandes medios de comunicación coartando completa­mente nuestra libertad, nuestra capacidad de tomar decisiones? Yo di­ría que no; no completamente. Sin embargo, en un mundo globalizado el marketing sí está minando nuestra capacidad para elegir. Eso sí, aun­que el marketing condiciona nuestras decisiones, nunca elimina com­pletamente nuestra libertad.


No hace falta haber hecho tres carreras para darse cuenta de que vi­vimos con limitaciones palpables con respecto al tiempo, con respecto a nuestras fuerzas personales, etc. Aunque a menudo intentamos vivir como si fuéramos omnipotentes, es un hecho que tenemos que apren­der a vivir con nuestra complejidad y nuestra ambigüedad. Nuestra vi­da es un campo de batalla, donde necesitamos ejercitar nuestra libertad y nuestro discernimiento para conseguir las cosas que valoramos. Para poder hacer esto realizamos, de forma mecánica, un buen número de acciones en áreas de nuestra vida que valoramos menos.


Presento un ejemplo de nuestra vida diaria que ilustra bien este razonamiento.


Juan acaba de recoger a sus hijos del colegio después de tener un día muy duro de trabajo. Ya casi está llegando a casa cuando su espo­sa le llama para pedirle que compre café en el supermercado. Aparca como puede en doble fila y, para no perder tiempo, deja a los niños en el coche. Juan llega al pasillo donde está el café y se fija en un cartel enorme donde se anuncia una marca muy conocida. Es el mismo café que compra su esposa a menudo. Sin pensarlo dos veces, agarra dos bolsas de esa marca y corre literalmente hacia la cola para pagar. Juan deja que el anuncio haga la elección por él, porque su mayor preocu­pación en estos momentos es llegar a casa pronto, no la marca de café.


L a compra apresurada de Juan simboliza lo que llamo «el camino más fácil». En ocasiones tengo mucha prisa, o estoy muy cansado co­mo para pensar en cada una de las decisiones que tengo que tomar. Por eso, si en mi vida sigo frecuentemente aquello que la mayoría hace sin ningún tipo de discernimiento, estoy siguiendo «el camino más fácil»8. En este caso, las multinacionales, las marcas a través de las grandes corporaciones de la comunicación, me estarían dando la bienvenida a su mundo con estas palabras u otras similares: «Si compras esta cami­seta, vas a este sitio a comer y sigues este comportamiento, ¡enhora­buena!: eres un ciudadano importante en este mundo».


He aquí un segundo ejemplo ilustrativo. María está viendo un do­cumental en la televisión sobre la dura vida de los campesinos colom­bianos, y se hace consciente del sufrimiento de esta gente. Los campe­sinos se ven forzados a producir coca en grandes cantidades, porque el precio del café ha caído en el mercado global, haciéndose casi imposi­ble sobrevivir. María es una católica comprometida y no se puede que­dar indiferente ante esta realidad. En el documental se presenta a una serie de ONGs que intentan ayudar a estos campesinos promocionando su café a través del comercio justo. María va hacia la sección de ali­mentación del supermercado y se detiene en el pasillo del café. Sus ojos rápidamente se le van hacia un cartel gigante que anuncia la marca más famosa; aquella misma que suele ver frecuentemente en los anuncios de la televisión. El precio no está mal, y la calidad es buena. Cuando alar­ga su brazo para coger un paquete, recuerda el documental que acaba de ver. En su mente se pregunta cómo puede ayudar a toda esa gente de Colombia. Echa un vistazo a toda la sección y observa un pequeño gru­po de productos de consumo solidario en la esquina. Hay sólo dos mar­cas de café: uno de Etiopía y otro de Colombia. María elige el colom­biano, principalmente porque sus vidas y su sufrimiento fueron los que la conmovieron en el documental. Aunque el precio es mayor, y su pre­supuesto hace que tenga que comprar menor cantidad de lo normal, María está convencida de comprar café solidario.


Estos dos ejemplos simples aportan un buen termómetro de lo que ocurre en nuestra vida diaria. Lo más curioso es que todos y cada uno de nosotros estamos viviendo entre estos dos mundos. Todos estamos caminando por estas dos sendas al mismo tiempo. Esta ambigüedad aflora porque mi vida está formada por ambas tendencias: «el camino fácil» y «la senda del que es consciente de su propia vida».


La elección de Juan es un ejemplo de consumo pasivo, mientras que la decisión de María es reflejo del modelo de consumo responsa­ble. Este modelo de consumo responsable requiere más tiempo y ener­gía a la hora de elegir una opción que tenga más en cuenta a los otros y al medio ambiente. Si quiero vivir de forma auténtica, entonces ten­go que examinar con cuidado cómo lo que pienso y siento y mis comportamientos se ven influidos por el mundo que está a mi alrededor.


Seguir esta senda me ayuda a ser un consumidor responsable, como María.


De una forma similar, este modelo de marketing global influye y se refleja en nuestra misma relación con Dios y con la Iglesia. Aceptar sis­temáticamente y sin ningún tipo de filtro o crítica todo lo que me llega desde el mundo del marketing y de los medios de comunicación afecta a la manera en que rezo, al modo en que me relaciono con Jesús y a mi implicación en la sociedad y en la Iglesia. Por eso me puedo preguntar: ¿es posible que mi oración sea una ayuda en esta senda del consumo responsable? El elemento clave que me permite seguir este camino y me guía hacia la conversión es el encuentro personal con Jesús. Si­guiendo este camino, la Iglesia estará haciendo un trabajo pastoral en­raizado en una experiencia personal con Dios. El Amor, y no la ley o las reglas, será el elemento clave en esta senda. Una relación profunda con Jesús me ayudará a percibir mi propia realidad como criatura, como or­ganismo complejo que soy. En definitiva, me hará caer en la cuenta de las diferentes facetas y dimensiones de la naturaleza humana.


Por eso, no puedo vivir pensando solamente en ganar más dinero cuando una vida plena conlleva otras facetas como la educación, la sa­lud, etc. Por ejemplo, si no tengo buena salud o no tengo libertad para expresarme, libertad política, de poco me servirá tener muchas cosas, muchos bienes económicos. Las cosas son buenas, pero sólo son me­dios para obtener lo que yo más valoro.


No puedo vivir pensando solamente en consumir cuando veo a gente muriendo de hambre o luchando por mejores condiciones de tra­bajo. He visto cómo miles de hectáreas de tierra son arrasadas casi a diario para complacer a una sociedad occidental a través de superfluos e innecesarios productos, mientras la gran mayoría de la humanidad sufre por esta destrucción. Ser un consumidor responsable significa darse cuenta de que el consumo es sólo un medio que me ayuda a ob­tener las cosas que valoro, no un fin en sí mismo.


No puedo vivir pensando solamente en seguir preceptos en mi ex­periencia religiosa sin buscar una relación personal con Dios. Seguir los mandamientos es algo fantástico; pero sin una relación madura con Jesús las reglas no tienen sentido. Vivir sólo para las normas de mi religión es otra forma de seguir el camino más fácil. Un encuentro per­sonal con Cristo me ayuda a reflexionar sobre mis elecciones, en lugar de conformar sólo mis decisiones con la ley.


La libertad y el discernimiento son elementos necesarios para po­der hacer frente a la complejidad de nuestra vida. Mi libertad, un re­galo de Dios condicionado por el marketing, es el único elemento que hace posible que «agarremos por los cuernos el toro» de nuestra pro­pia vida. La experiencia de los santos nos dice que, después de pro­fundizar e internalizar la experiencia del amor de Dios, la senda de la concienciación nos ayuda a evangelizar el camino fácil. Ambas sendas se acercan cada vez más a medida que el amor de Dios invade toda nuestra vida.


En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio busca una experiencia connatural con Dios, es decir, una relación profunda con Él. Una ex­periencia personal con Dios y el seguimiento de Jesús en los misterios de Su vida nos abren a una experiencia connatural con Dios. Sólo si­guiendo los mismos pasos que Jesús recorrió puede alguien empezar a pensar, ver, gustar, tocar y oler como el mismo Jesús. Aprenderemos, guiados por su Espíritu, a discernir y decidir como Jesús. En resumen, toda nuestra vida, incluido nuestro «camino fácil», será evangelizada. Nos convertiremos en otros Cristos.



¿Qué puedo hacer?


En este apartado propongo una guía y unos criterios de consumo para caminar en nuestra peregrinación como cristianos. Desarrollaré el pro­ceso a dos niveles, estrechamente relacionados entre sí: personal y co­munitario-eclesial.



Nivel personal: consumiendo de forma madura


A mi modo de ver, un consumo responsable tiene que tener la capaci­dad de integrar la complejidad y la diversidad de la existencia huma­na. Para ello debe tratar de responder a estas seis cuestiones.



¿Me está ayudando la forma en que consumo a tomar las riendas de mi vida?


Como Amartya Sen y su modelo de las capacidades sugiere, el consumo y los bienes de consumo juegan un papel importante en nues­tra vida, pero sólo son unas de las variables que integran nuestra exis­tencia humana. Como decíamos antes, el consumo es un medio, un ele­mento que nos ayuda a los seres humanos a adquirir las cosas que más valoramos. Las mujeres y los hombres somos seres complejos, y cual­quier propuesta que quiera tomarse en serio esa diversidad tiene que enfrentarse con la capacidad de escoger el tipo de vida que ellos anhe­lan. Un consumidor responsable se da cuenta de que el consumo es só­lo un medio que ayuda al ser humano para obtener aquello que más va­lora. La razón por la que la actuación responsable es tan importante se debe a que los consumidores «adultos responsables deben encargarse de su propio bienestar; son ellos los que deben decidir cómo utilizar sus capacidades».



¿Es el consumo para mi una experiencia liberadora?


Es realmente importante ser consciente de por qué uno consume y del papel del consumo dentro de la sociedad. La formación de identi­dad, el status y la forma de diferenciación, el consumo por compara­ción, la cohesión social y la pertenencia, las prácticas sociales y los há­bitos, nuestros sueños y deseos, la forma como expreso mi fe, entre otros, son elementos que definen la forma en que una persona consu­me. Igual que a María, una conciencia crítica me ayuda a que mis há­bitos de consumo me liberen, no a que me esclavicen o me hagan vi­vir de espaldas a la realidad.



¿Es el consumo justo?


Uno de los primeros artículos de la Declaración Universal de los Derechos humanos habla del derecho a la vida. El consumo está relacionado con esta situación. Sólo cuando nuestro comportamiento como consumidores pueda universalizarse, tendremos la esperanza de ofrecer un mejor futuro para todos. Necesitamos una fauna de consumir que pueda estar al alcance de la mayoría. El consumo es bueno y muestra muchas ventajas, pero sus beneficios deben poder extenderse a todo el mundo. Los científicos (y el sentido común) nos dicen constantemente en nuestra sociedad occidental que debemos consumir menos para po­der compartir con otros y para preservar el medio ambiente.



¿Es mi consumo responsable con los demás y con el medio ambiente?


El consumidor tiene el reto de ser responsable consigo mismo, con los demás y con su entorno. Nuestro sentido de la responsabilidad no puede referirse sólo a los prejuicios que nosotros causamos con nues­tras acciones, sino también, de forma más general, a las miserias que vemos a nuestro alrededor y que está a nuestro alcance remediar". Ser un consumidor responsable no consiste en seguir una lista de reglas que determinan cómo debemos comportarnos, sino que radicará en una apreciación de la importancia de nuestra humanidad compartida en el proceso de elegir aquellas cosas que más valoro.



¿Me ayuda el consumo a ser co-responsable con otros?


Una persona sola puede cambiar muy pocas cosas, pero integrán­dose en un grupo, en una asociación, en una institución, puede hacer cambiar la situación de forma radical. María vive co-responsablemente la manera de ejercer sus decisiones de compra. Su apoyo a los agricul­tores colombianos mediante el consumo justo a través de ONGs o ins­tituciones que las respaldan es un claro ejemplo de co-responsabilidad.



¿Me ayuda el consumo a ser feliz?


De lo extraído hasta ahora, podemos concluir que nuestra felicidad no puede tener su único objetivo en el mero consumo de bienes. No podemos pedirle a nadie algo que no puede satisfacer. Adela Cortina y Juliet Schor han investigado ciertas conexiones entre felicidad y con­sumo. Sus resultados muestran que la felicidad no tiene conexiones di­rectas con el consumo de bienes de lujo. Según Adela Cortina, la gen­te valora principalmente actividades que tienen que ver con relaciones personales, con actividades de ocio y con actividades solidarias.


El nivel comunitario-eclesial: la Eclesiología de la Gratuidad


Los seres humanos somos «animales sociales». Cada una de nuestras decisiones tiene una implicación comunitaria. No podemos vivir cega­dos a la complejidad de la vida humana, entendiendo nuestro consumo y nuestra fe de forma unidimensional. La manera de vivir como con­sumidores cristianos tiene una implicación en la forma de entender la Iglesia, es decir, en la Eclesiología.


¿Por qué, entonces, hablar de «Eclesiología de la Gratuidad»? La gratuidad es un elemento fundamental de nuestra existencia. Sólo quien percibe la vida como un regalo puede tomar distancia de las co­sas para valorar realmente lo que da sentido a nuestra vida. Por eso en­tiendo que la Eclesiología de la Gratuidad por supuesto que tiene en mente a las marcas y a las multinacionales, pues la Iglesia no vive en «otro mundo», y sus miembros se muestran maduros en la medida en que son capaces de integrar responsablemente en su vida sus hábitos de consumo.


Como cristianos, sabemos que todo lo creado existe para servir a Dios (Sal 145; 149). De este modo, los seres humanos debemos utili­zar todos los medios disponibles para alcanzar esta meta. Las cosas son medios para servir a Dios y a los demás. Aunque algunas maneras de relacionarse con las cosas tienden a corrompernos, necesitamos llegar a ser indiferentes para poder usarlas de fauna correcta. Por eso, las co­sas no son buenas o malas en sí mismas, sino que ello depende de la manera en que nos relacionemos con ellas y del uso que le demos. La Eclesiología de la Gratuidad nos anima a percibir el consumo como un medio, no como un fin. Los medios no pueden darnos la felicidad ver­dadera. Siendo cada vez más indiferentes, tomaremos distancia de los medios de cara a percibir el verdadero fin.


La indiferencia es una pieza clave para discernir y tomar decisio­nes en nuestra vida cotidiana. Una persona indiferente verá los medios como «iconos». La indiferencia crea una cierta distancia de las cosas, con lo que posibilita que nos enrolemos en verdaderos encuentros. Una fusión total con la realidad hace imposible tener verdaderos encuen­tros. Si convertimos los medios e incluso a Dios en «ídolos», entonces la salvación se hace imposible. Cuando pensamos que sólo con nues­tras propias fuerzas nos podemos salvar, convertimos la salvación y la religión en meros bienes de consumo. De este modo, acabamos redu­ciendo a Dios a un mero ídolo, con el objeto de adorarnos a nosotros mismos. Una Eclesiología de la Gratuidad muestra que los verdaderos encuentros son el único camino para crecer en madurez. Es sólo en el encuentro con el Otro y con los otros donde nos damos cuenta de nues­tra condición de criaturas. Cuando somos conscientes, agradecidos y responsables de este regalo de parte de Dios, algo se transforma en nuestra vida: la forma en que hacemos uso de nuestros recursos.


Un consumidor responsable se convierte en agente de su propia vida, de su manera de relacionarse con las criaturas. Como vimos con María, los procesos de discernimiento y de toma de decisiones nece­sitan tiempo y energía. Una persona responsable de sus hábitos de consumo es un agente de su propio futuro, es decir, tiene la capacidad de alcanzar las cosas que él valora a través de hábitos de consumo ma­duros. Y eso significa que se da cuenta del impacto que el consumo produce sobre el medio ambiente y sobre los demás, sobre todo los más desfavorecidos. Podemos decir que una persona así es una perso­na madura.


La Eclesiología de la Gratuidad invita a los cristianos a tener una experiencia personal con Dios y a rezar con nuestras hermanas y her­manos. Este tipo de eclesiología ayuda al creyente en su formación teológica y también lo alienta en el uso de su propia tradición de for­ma más creativa. Una Eclesiología de la Gratuidad nos anima a cues­tionar nuestra relación con el mundo de la economía y nos invita a ser agradecidos con los regalos que recibimos de parte de Dios, compar­tiéndolos y creando auténticas comunidades de solidaridad.



¿Quién puede salvarse?


Cuando comencé el estudio sobre este tema, un compañero me hizo es­ta pregunta: «Con lo difícil que a veces es enfrentarse con la comple­jidad de la vida, ¿quién podrá salvarse?». Esta pregunta me ha acom­pañado en buena parte de mis horas de lectura, reflexión y oración y me ha ayudado a centrar mi trabajo. Pienso que hay un impulso espi­ritual auténtico en lo más profundo del mundo del marketing. Normal­mente, la manera de consumir define y nos ayuda a crear nuestra pro­pia identidad. Deseamos ser reconocidos por otros y, al mismo tiempo, reconocemos a los demás en una comunión que es mayor que nosotros mismos.


No hay nada malo en comprar o vender, o en la propia existencia de las marcas como tal. Una persona madura será capaz de integrar en su persona una forma apropiada de utilizar sus recursos. Sabemos que nuestra manera de consumir forma parte del modo en que expresamos nuestra propia condición de seres humanos. La cultura del consumo es el contexto en el que mi libertad se la juega con complicados discerni­mientos en el día a día. En un mundo donde mi libertad está condicio­nada por las marcas, la cultura del consumo es el campo de batalla donde mi madurez es implacablemente puesta a prueba. El modo en que me relaciono con el mundo del consumo deja entrever mi nivel de madurez como ser humano y pone a prueba la manera en que mi vida es testimonio de aquello en lo que creo.


Siempre existe la tentación de pensar en dos mundos, en un dua­lismo simplista: una verdadera economía, consumo o religión, frente a otra falsa o falaz. En mi opinión, la mayoría de nuestros intentos de buscar a toda costa la verdadera forma de vida como opuesta a otra (falsa, por supuesto) tiene mucho que ver con la ansiedad que nos cau­sa nuestra propia ambigüedad.


Como cristianos, sabemos que somos al mismo tiempo santos y pe­cadores. Somos libres de aceptar o rechazar el amor de Dios. La gra­cia de Dios nos ayuda a abordar y a integrar nuestro «camino fácil» en «la senda de la conciencia», tanto a nivel micro como a nivel macro. Un buen signo de madurez es la integración de ambas tendencias de nuestra vida; apostando por esos hábitos responsables y de concien­ciación, como el evangelio nos muestra, y sin consentir con el camino fácil.


¿Significa esto que acabaremos de pelearnos con nuestra ambigüe­dad o complejidad? No. Dios continúa ofreciéndonos la libertad de ser los verdaderos protagonistas o agentes de nuestra propia vida y futuro, es decir, la libertad de encarar la increíble y maravillosa aventura de nuestra propia existencia.















Una sabia educación evolución, estímulo y garantía los educadores7


Silvio Sassi



El cuarto período del Magisterio sobre la comunicación coincide con la celebración del concilio Vaticano II (1962-1965). El decreto Inter mirifica (4 de diciembre de 1963) es el primer texto eclesial que trata conjuntamente los «instrumentos de la comunicación social» con la autoridad que caracteriza un pronunciamiento conciliar.


El texto sintetiza algunas certezas del Magisterio: las técnicas inventadas por el hombre son un «don de Dios»; la Iglesia tiene la obligación de «enseñar el recto uso» de la comunicación; los cristianos deben servirse de la comunicación preocupándose por el aspecto ético. A pesar de los límites que desde diversas partes se han achacado al Inter mirifica, hay que poner de manifiesto algunos méritos importantes: reafirma una visión eclesial positiva de los medios de la comunicación social; hace a todos los cristianos responsables del uso de la comunicación; eleva las técnicas de comunicación a auténtica «forma de predicación» (cf nn. 3 y 15); establece la celebración de una jornada mundial anual de la comunicación (n. 18), que comienza el año 1967; solicita la constitución de una Comisión pontificia para las comunicaciones sociales (n. 9), que Pablo VI instituye en 1964 y que desde el 28 de junio de 1988 se denomina Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales.

Pablo VI llevó a feliz término el Concilio Vaticano II e instituyó la Comisión pontificia, que desde 1988 se denomina Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales.



Desde el Concilio hasta hoy


Desde el Vaticano II hasta hoy podemos establecer un quinto período del Magisterio universal en el campo de la comunicación, que sabe integrar el surgir de la informática y la telemática y la evolución de los mass media que se fueron afianzando en los años 1960-1980.


  1. Prevista por el decreto Inter mirifica (n. 23), la Pontificia Comisión para las comunicaciones sociales, con la aprobación de Pablo VI, publica el 23 de mayo de 1971 la Instrucción pastoral Communio et progressio.


Impregnado del espíritu del Vaticano II, el documento, por vez primera en la reflexión eclesial, lleva a cabo una reflexión del fe­nómeno de la comunicación que debe ser comprendido en sus me­canismos para poder ser observa­do después bajo una perspectiva teológica y asumido en la actividad de la evangelización.


La descripción de la comple­jidad de la comunicación hace comprensible la insistencia del do­cumento en la necesidad de una adecuada formación previa para todos los bautizados que deseen recurrir a la comunicación para testimoniar su propia fe.

En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciem­bre de 1975), Pablo VI trata de la comunicación, recordando a toda la comunidad eclesial que usa los medios de comunicación: «Sir­viéndose de ellos, la Iglesia pre­dica desde los terrados el mensaje del que es depositaria; en ellos encuentra una versión moderna y eficaz del púlpito» (n. 45).


  1. Juan Pablo II, en la exhor­tación Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), trata de la comunicación en relación con la catequesis, enfocando «las gran­des posibilidades» que ofrece a la pedagogía de la fe (n. 46).


El 26 de enero de 1983 se promulga el Código de Derecho canónico, que trata de la comuni­cación social en los cánones 666, 747, 779, 804, y específicamente de los libros en los cánones 822, 823, 1063 y 1369 (Libro III, título IV). Allí se afirma el derecho de la Iglesia a poseer medios de comu­nicación y a enseñar su recto uso a los hombres; la necesidad de usar de estos medios para divul­gar la doctrina católica; el derecho a vigilar los contenidos de la co­municación para salvaguardar la doctrina y la moral.


El documento de la Congrega­ción para la educación católica, Orientaciones para la formación de los futuros sacerdotes a los instru­mentos de la comunicación social (19 de marzo de 1986) surgió a raíz de una encuesta realizada en las instituciones educativas, que puso en evidencia la carencia de una formación para la comunica­ción, recomendada por Inter mi­rifica (n. 16) y Communio et pro­gressio (n. 111), sobre todo a los futuros sacerdotes.


El Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales publica Pornografía y violencia en los me­dios de comunicación social (7 de mayo de 1989) para indicar a la opinión pública un problema que no sólo tiene repercusiones en el ámbito de la fe, sino que afecta a toda la sociedad. El mismo Pon­tificio Consejo hace públicos los Criterios de colaboración ecumé­nica e interreligiosa en el campo de las comunicaciones sociales (4 de octubre de 1989) para ofrecer una propuesta de mentalidad e iniciativas comunes entre todos los cristianos y los distintos cre­yentes de otras religiones en la adopción de los instrumentos de comunicación.


La encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio (7 de diciem­bre de 1990) no trata ampliamen­te de la comunicación, pero ofrece una reflexión importante: después de haber calificado las comunica­ciones como «el primer areópago de los tiempos modernos», el Papa describe la comunicación no como un conjunto de tecnologías, sino como una verdadera cultura y ci­vilización (n. 37c).


Para conmemorar el 200 ani­versario de Communio et progre­ssio, el Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales publica la instrucción pastoral Aetatis novae (22 de febrero de 1992). Merece una atención especial la afirma­ción del texto referente al papel de la comunicación en la vida de fe: «No debemos conformarnos con tener un plan pastoral para la comunicación, sino que es necesa­rio que la comunicación sea parte integrante de todo plan pastoral, ya que ella, de hecho, tiene un contributo que dar a cualquier otro apostolado, ministerio y progra­ma» (n. 17).


Mediante el texto Instrucción sobre algunos aspectos del uso de los instrumentos de comuni­cación social en la promoción de la doctrina de la fe (30 de marzo de 1992), la Congregación para la doctrina de la fe pretende frenar, sobre todo en la publicación de li­bros y revistas, las ideas erróneas. El documento va dirigido de modo especial a los obispos y a los supe­riores religiosos para que pongan en práctica cuanto establece el Código de Derecho canónico y el Directorio para el ministerio pas­toral de los obispos (22 de febrero de 1973) en los nn. 73 y 74.


La exhortación apostólica postsi­nodal de Juan Pablo II Ecclesia in Africa (19 de septiembre de 1955) trata de la comunicación para la evangelización (nn. 52, 71, 122, 123, 124, 125, 126) reafirman­do: «En efecto, en nuestros días los medios de comunicación social constituyen no sólo un mundo, sino una cultura y una civilización. Y la Iglesia es enviada también a llevar la Buena Nueva de la salvación a este mundo. Los heraldos del Evangelio deben, pues, penetrar en ellos para impregnarse de esta nueva civilización y cultura, con el fin de servirse oportunamente de la misma» (n. 71).


También en la exhortación apostólica postsinodal Vita con­secrata (25 de marzo de 1996) Juan Pablo II indica con fuerza la comunicación como un campo pri­vilegiado para la creatividad de los Religiosos y Religiosas, subrayando la necesidad de «adquirir un serio conocimiento del lenguaje propio de estos medios» (n. 99).


Con Ética en la publicidad (22 de febrero de 1997) el Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales intenta, en primer lugar, una descripción de la publicidad enumerando los beneficios y los daños que produce en la econo­mía, en la política, en la cultura, en la moral y en la religión para reseñar después tres principios morales: la veracidad, la dignidad de la persona humana y la respon­sabilidad social.


En la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America (22 de enero de 1999), Juan Pablo II insiste en la necesidad de usar los medios en la evangelización, pre­cisando que «con el uso correcto y competente de los mismos se puede llevar a cabo una verdadera inculturación del Evangelio» (n. 72). También en la exhortación Ecclesia in Asia (6 de noviembre de 1999) el Papa insiste sobre la comunicación, describiéndola como una «cultura» que requiere una nueva mentalidad en la evan­gelización (n. 48).


Con Ética en las comunicacio­nes sociales (4 de mayo de 2000), el Pontificio Consejo de las comu­nicaciones sociales enumera las contribuciones positivas y las vio­laciones de la persona que los me­dios producen en el ámbito econó­mico, político, cultural, educativo y religioso. Al final del balance, el texto ofrece algunos importan­tes principios éticos: La persona humana y la comunidad humana constituyen el fin y la medida de los medios de comunicación so­cial; el bien de las personas no se puede llevar a cabo independien­temente del bien común de las comunidades; es necesaria una participación pública en el proceso de decisión en la política de las comunicaciones.


En la exhortación apostólica po­stsinodal Ecclesia in Oceania (22 de noviembre de 2001), Juan Pablo II hace suya la convicción de los obispos del citado continente: «Los medios ofrecen a la Iglesia una ex­celente oportunidad para evange­lizar, para construir la comunidad y la solidaridad» (n. 21).


El fenómeno de la comunica­ción digital lo afronta el Pontificio Consejo de las comunicaciones sociales con dos documentos pu­blicados el 22 de febrero de 2002: La Iglesia e Internet y Ética en Internet.


Sumando los principales conte­nidos de ambos textos se puede poner de relieve lo siguiente: una valoración positiva de Internet; la conciencia de que un fenómeno comunicativo como este, estan­do en plena expansión, aconseja preferir la prudencia a la certeza de una descripción exhaustiva; las muchas ventajas de Internet para la sociedad civil y para la Iglesia, y los serios peligros vinculados a la comunicación digital en red; reco­mendaciones oportunas a los res­ponsables eclesiales, a los agen­tes pastorales, a los educadores y catequistas, a los padres, a los niños y a los jóvenes y a todas las personas de buena voluntad.


Una atención especial a la co­municación la recomienda la ex­hortación apostólica postsinodal de Juan Pablo II Ecclesia in Europa (28 de junio de 2003, n. 63).


La carta apostólica de Juan Pablo II El rápido desarrollo (24 de enero de 2005) constituye una síntesis de la doctrina común de la Iglesia sobre la comunicación y, al mismo tiempo, percibiendo la constante evolución de la co­municación humana, relanza la reflexión y la praxis eclesial: «El fenómeno actual de las comunica­ciones sociales impulsa a la Iglesia a una suerte de "conversión" pas­toral y cultural para estar en grado de afrontar de manera adecuada el cambio de época que estamos viviendo» (n. 8).

  1. A partir de 1967, con motivo de la celebración de la Jornada mundial de las comunicaciones so­ciales, el Papa propone un tema especial y lo desarrolla en forma de mensaje para la comunidad eclesial. Para las 41 Jornadas mun­diales celebradas hasta ahora, 12 mensajes son de Pablo VI, 27 de Juan Pablo II y 2 de Benedicto XVI. La finalidad de los mensajes es la de ayudar a la comunidad eclesial a formarse una mentalidad atenta y a nutrir de impulso apostólico la oración. De hecho, el contenido de estos mensajes constituye una expresión del magisterio papal so­bre la comunicación que confirma, de manera frecuentemente más discursiva, cuanto se ha venido afirmando en documentos más elaborados.


Observando la rápida reseña de la historia del Magisterio uni­versal sobre la comunicación, se comprende mejor la naturaleza y la misión de la Iglesia misma, que es la evangelización, y que la evangelización es comunicación.


Sin ignorar la complejidad de la sucesión de los diversos pronun­ciamientos del Magisterio, mar­cado a veces por desconfianzas, dudas, ambigüedades y vuelta a actitudes pasadas, se puede des­cubrir una línea de maduración y de desarrollo.


Limitándonos al Magisterio que se forma a partir de la invención de la imprenta, la mentalidad ofi­cial sobre la comunicación se ca­racteriza por diversas etapas:


  • desde la convicción de que la prensa es una invención diabólica se pasa a la posición moderada de instrumento que posee en sí la posibilidad de bien y de mal;


  • posteriormente se pone el acento en la prensa como instru­mento neutro, por lo que todo de­pende del uso, bueno o malo, que se haga de ella;


  • durante el siglo XIX, con los numerosos inventos de tecnologías de comunicación, la valoración se hace positiva porque el fruto del genio humano es realmente un don de Dios, que sólo la libertad humana puede desnaturalizar;


  • Inter mirifica, del Vaticano II, a partir de la convicción de que los instrumentos de la comunicación social son un don de Dios, añade que la Iglesia les considera una nueva forma de evangelización junto a las tradicionales;


  • Communio et progressío, al describir el fenómeno humano de la comunicación, pide a la comu­nidad eclesial que asuma un espe­cífico compromiso pastoral;


  • Aetatis novae propone que no se circunscriba la comunicación al ámbito, aunque sea importan­te, de un plan pastoral específi­co, sino que se la considere como contexto de todos los proyectos pastorales;


  • la encíclica Redemptoris mis­sio contiene la afirmación más innovadora: la comunicación no es sólo un problema para la pas­toral; puesto que la comunica­ción actual no es un conjunto de tecnologías, sino una verdadera cultura y civilización, es necesario pensar en la evangelización como un proceso completo de incultu­ración de la fe;


  • La Iglesia e Internet y El rá­pido desarrollo, con diversos argu­mentos, engloban la comunicación digital en red dentro de la reflexión eclesial, indicando que el contex­to de comunicación actual no se agota en los contenidos, sino que toma en consideración el proceso completo de comunicación, sobre todo la centralidad del receptor.


La conciencia de esta sabia evolución de mentalidad, que se descubre en el Magisterio univer­sal con respecto a la comunica­ción, debería constituir un estí­mulo y una garantía para todos aquellos que en la Iglesia están comprometidos en obras concretas de evangelización explícita y de promoción de una cultura cristiana con la comunicación mediática, multimediática y en red.







Vida Religiosa y vocaciones hoy


Enzo Bianchi


Quiero, ante todo, agradecer el P. Pro­vincial8 su invitación. Pero confieso haberla aceptado con un cierto temor. Os hablaré con sencillez y libertad, tratan­do de responder a las cuestiones que se me han planteado. Espero respondan estas ide­as a las reflexiones que me pedís. No quie­ro herir a nadie con mis palabras, y espero se me escuche como a un hermano entre hermanos.

¿A qué se debe, según usted, el escaso número de entradas en la vida religiosa en el contexto de nuestra Europa occidental?


No es fácil responder a esta pregunta. 9La vo­cación, en efecto, es el acto por el que el mismo Señor llama a hombres y mujeres a seguirle y, concretamente, a consagrarle su existencia en la vida religiosa. Tratándose, pues, de un acto libre del Señor, la vocación implica una di­mensión de misterio sobre la que el ser huma­no no tiene poder alguno.


Pero la palabra de Dios que llama es, al mis­mo tiempo, palabra relacional que resuena en la historia, en tiempos y lugares muy concretos, y que solicita la responsabilidad y el compromi­so por parte del hombre. De esa respuesta a la palabra divina depende el testimonio de la fe en el mundo, el hecho de que Dios pueda ser "na­rrado" a los hombres y mujeres de hoy. La re­flexión sobre el decreciente número de personas que se comprometen en la vida religiosa en la Europa occidental se enmarca, pues, en este ám­bito y ahí es donde encuentra su sentido.


El escaso número de vocaciones a la vida re­ligiosa tiene causas de diversa índole. En pri­mer lugar, sociológicas: la disminución de nacimientos; el hecho, cada vez más infre­cuente, de las familias numerosas (investiga­ciones diversas han mostrado que bastantes vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa proceden de familias con muchos hijos); la cre­ciente rareza, incluso, de la existencia de cris­tianos (el cristianismo ha venido a ser minoritario). En cuanto a lo económico, el bie­nestar general ha transformado radicalmente el panorama con respecto a los años de la pos­guerra, que vieron nacer numerosas vocacio­nes sacerdotales y religiosas en un contexto de pobreza y de necesidad.


Se habrá de contar, igualmente, con otros factores que han provocado cambios significa­tivos en los ámbitos eclesial y de la fe. A nivel cultural, la ruptura con la tradición -Daniéle Hervieu-Léger habla de nuestra sociedad como la primera sociedad post-tradicional- represen­ta un elemento de primer orden en la crisis de la fe y de su transmisión, que conduce incluso a que sea cada vez más deficiente la capacidad de influencia de la institución eclesiástica en la vi­da de las personas.


La secularización -y tal vez hoy la "secula­rización de la secularización"- es también otro factor, con la implantación de una cultura se­llada por el nihilismo de una sociedad tecnoló­gica e informativa. He ahí, pues, una serie de factores que han contribuido a desalojar el mun­do "cristiano" de una sociedad que, hasta ayer, vivía normalmente en armonía con la Iglesia. Por otra parte, el replegarse en técnicas que bus­can el bienestar interior y la auto-realización en el seno de lo que pudiera denominarse el "culto así mismo" crea condiciones para la bús­queda de una relación terapéutica y de una re­ligiosidad sincretística que se construye a sí misma y que encuentra mejor expresión en la New Age que en el "viejo" cristianismo.


Tal crisis del cristianismo ha traído, evidente­mente, consigo una crisis de vida religiosa. Gran parte de las congregaciones religiosas fundadas con una peculiar finalidad -social, asistencial, ca­ritativa, etc.- están experimentando cómo el prin­cipio específico que les diera vida se va transformando en principio de muerte: su pre­sencia es vista como anacrónica y sin objeto.


Existen, además, otros factores que no fa­vorecen, en manera alguna, la proliferación de nuevas vocaciones religiosas y que tienen su lu­gar en el nivel mismo eclesial: la ignorancia de los más elementales fundamentos de la fe, in­cluso entre cristianos normalmente practican­tes; el hecho de que las palabras y los gestos de la fe ya no sean evidentes en sí y tengan que ser cada vez más motivados, (re)fundamentados y justificados; sin olvidar el clima de cansancio y de frustración que se respira en numerosas co­munidades cristianas.


La misma pluralidad de espiritualidades que en épocas de cristiandad marcó tiempos de de­sarrollo y multiplicación de órdenes y congre­gaciones, deja hoy al descubierto sus puntos flacos. Hoy, esas espiritualidades son incapa­ces de motivar a quienes quisieran practicar un seguimiento radical de Cristo, ya que muchos de estos últimos descubren que en otras formas de trabajo y compromiso pueden realizar los objetivos que persiguen con mayor eficacia y sin la obligación del celibato. La generalización del voluntariado ha puesto en evidencia que la vida religiosa no es ya necesaria para encarnar ciertas formas de testimonio y de servicio a los pobres y necesitados.

Concretando en los jóvenes

Ciñéndonos al mundo de los jóvenes, no se puede menos de evocar el rapidísimo cambio an­tropológico que ha dado lugar a una fuerte disi­metría entre las obligaciones que, en su buena proporción, lleva consigo la vida religiosa y las esperanzas de dichos jóvenes. Baste pensaren lo que se observa en muchos de ellos: su dificultad en lo relativo a la elección y concepción de una opción definitiva, así como en lo referente a la perseverancia y a una fidelidad de por vida. Se puede, además, aludir a su incomprensión de la necesidad de una ascesis y unas renuncias, a sus exigencias de autoafirmación en el plano profe­sional y económico, a su huida ante el sufrimiento y la fatiga, a la impopularidad del celiba­to y de la castidad, ya no sólo por lo que propa­lan los medios de comunicación, sino incluso debido en gran parte al énfasis con que los me­dios eclesiales airean a la familia y, finalmente, pero no en ínfimo grado, el analfabetismo de la fe, que hace urgente una catequesis elemental pa­ra jóvenes que no han dejado, por otra parte, de frecuentar los ambientes de la Iglesia.


Fácil es comprender, pues, que tales datos conviertan la vida religiosa en algo extraño, dis­tante, sin fuerza atractiva para los jóvenes. Tam­poco se puede olvidar que las "fragilidades juveniles" convierten en extremadamente pre­cario incluso el caminar de quienes deciden su ingreso en la vida religiosa. Los ambientes ecle­siales y religiosos buscan hoy, con angustia no pocas veces, "puntos de apoyo antropológicos" para poder hablar a los jóvenes con la esperan­za de ser comprendidos por ellos, para anun­ciarles el Evangelio y hacer interesante a sus ojos el modelo de vida que se les presenta.


Si lo que acabo de decir no deja de ser im­portante y merecedor de atención, lo primero que debe hacer la vida religiosa es interrogarse a sí misma. Probablémente, interesa más plan­tearse las cuestiones oportunas que multiplicar o ir acumulando respuestas. La vida religiosa comporta, básicamente, una llamada a la vida, a la fe y, fmalmente, ala misma vida consagra­da o religiosa, caracterizada ésta esencialmen­te, en primer lugar, por el celibato y la vida comunitaria y, como consecuencia, por una mi­sión particular. Los religiosos están, pues, lla­mados a interrogarse por la vitalidad de sus comunidades, por la calidad de su fe, por la ra­dicalidad de su seguimiento de Cristo, que ha de ser transparentada.



La vitalidad


Responder a una vocación significa decidir­se a poner en juego toda la existencia -la sola y única que se tiene- dentro de una forma deter­minada. Ahora bien, es la vida la que seduce a la vida. Solamente una comunidad viva que muestre lo vivificador y humanizante de la se­quela Christi, que valore lo humano y sus rela­ciones, podrá esperar "ser un imán de vocaciones". No se trata en absoluto de una co­munidad de intelectuales, ni de un equipo de trabajo o de un grupo con proyección pastoral; y menos todavía de una comunidad compues­ta por personas de edad y sin porvenir.


Los religiosos, ami juicio, deben hacer de su existencia una vida buena, bella y feliz, si­guiendo el ejemplo del mismo Jesús. Con razón y con frecuencia se ha subrayado que la vida cristiana es "buena", según la voluntad de Dios: bondad que se traduce en la oración, en el bien a los demás, siguiendo las enseñanzas de Cris­to. Pero la vida de Jesús fue también bella y fe­liz; ¡y los religiosos deberían preocuparse de que también lo fuera la suya!


¿Ofrecen nuestras comunidades la posibili­dad de compartir la amistad, o más bien se muestran miedosas a este respecto? ¿Son ca­paces de vivir festivamente y con sencillez? ¿Dan muestra de un conocimiento admirativo y contemplativo de la naturaleza? En una pala­bra, ¿son capaces de ofrecer belleza y felicidad a la vida de sus miembros? Para poder legíti­mamente preocuparse del porvenir de su co­munidad, uno ha de comprobar, en primer lugar, la calidad de su propia vida y de preguntarse si está capacitado para ofrecer un futuro al joven que pide, con generosidad y hasta un poco in­genuamente, seguir radicalmente al Señor. La cuestión a plantearse sería, pues, la siguiente: ¿qué promesa de vida puede garantizar a un jo­ven nuestra comunidad religiosa?

La calidad de la fe


No pretendo de ninguna manera, con tal ex­presión, poner en tela de juicio la sinceridad de la fe de los religiosos, sino sólo subrayar el he­cho de que hoy una comunidad religiosa debe ser también escuela de formación en la fe. El joven busca algo esencial, algo que afecta al nú­cleo mismo de la fe y que va más allá de unos simples servicios, obras particulares o aposto­lados. La llamada es a seguir al Señor y a vivir radicalmente el Evangelio.


Las formas que traducen tal llamada son más bien secundarias. Hoy, la formación específica de cada orden o instituto debe, pues, comple­tarse con un trabajo fundamental de formación de la fe del novicio, ya que, desgraciadamente, la formación catequética de las parroquias es las más de las veces decepcionante. Y son mu­chos los jóvenes que han seguido itinerarios muy a distancia de la Iglesia, caminos en los que ni siquiera se han beneficiado de lo poco que han recibido quienes han participado habitual­mente de la vida de la Iglesia.


La calidad de la fe implica igualmente la ca­lidad de la celebración de esa misma fe y, por consiguiente, de la liturgia. El semblante de una comunidad se transparenta nítidamente en la li­turgia. La vida monástica, con idénticos pro­blemas vocacionales que la vida religiosa, ha encontrado no obstante en la liturgia -a la que presta normalmente una esmerada atención- un lugar de atracción o al menos de interés para los jóvenes, sin resolver por eso todos los proble­mas en sus monasterios. Las comunidades religiosas deben ser lugares y focos irradiantes de una fe sana y robusta, alimentada en las Escri­turas y en la liturgia.


En mi opinión, aunque se den comunidades que ejerzan atractivo sobre numerosos jóvenes por sus devociones, su gusto por lo espectacu­lar, lo taumatúrgico o lo "milagroso", por el cul­to de la personalidad del responsable de la misma, no creo que todo eso sea indicio de que esos son buenos caminos...

La radicalidad del seguimiento

La vida religiosa comporta un núcleo irre­nunciable: el seguimiento de Cristo en el celi­bato y en la vida comunitaria. La calidad de dicha vida comunitaria, concretamente, es un testimonio decisivo que le confiere crédito y ma­nifiesta el realismo de una caridad y una frater­nidad o sororidad vivas. En la calidad de las relaciones comunitarias es donde se revela la be­lleza del celibato, de la pobreza y de la obedien­cia y donde se evidencia si la comunidad vive, con amor de agapé, la radicalidad evangélica.

Es evidente que un joven tanto más delibe­radamente se orientará hacia una comunidad cuanto más amado llegue a sentirse en ella o mejor perciba poder incluso progresar él mis­mo en el amor. En un discurso del 20 de no­viembre de 1992 a los participantes en la asamblea plenaria de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, afirmaba Juan Pablo II: "To­da la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de su vida fraterna en común. Más aún, la renovación actual se caracteriza por una búsqueda de comunión y de comunidad. Por lo que la vida religiosa tanto más significativa será cuanto mejor logre construir comunidades fraternas en las que se busque a Dios y se le ame sobre todas las cosas. Perdería, en cambio, su razón de ser con el olvido de esa dimensión del amor cristiano como lo es la construcción de una pequeñafamilia de Dios con los que han re­cibido idéntica llamada. En la vida fraterna se ha de reflejar la bondad de Dios nuestro Salva-dory su amor a todos los hombres (cf. Tit 3,4), como se hizo patente en Cristo Jesús'.

Tomar en consideración las posibles causas de la escasez de vocaciones religiosas, nos obli­ga a centramos en la comunidad religiosa y a tomar muy en serio sus elementos esenciales. Seria paradójico que la preocupación por "te­ner vocaciones" hiciese perder de vista la más propia y esencial vocación de una comunidad religiosa, llamada a ser ella misma, incluso si está a punto de morir. Quisiera, bajo este as­pecto, subrayar lo siguiente: en la vida religio­sa, más que preocuparse únicamente por las nuevas incorporaciones, será menester prestar atención a la presencia de los ancianos.


En cierta medida me atrevo a decir que su presencia es más importante que la de los jó­venes, ya que testimonian, efectivamente, una vida cristiana y una perseverancia vividas con calidad. Si los mayores llegaran a faltar y la vi­da religiosa no llegara a mantener juntos a quie­nes se han comprometido para toda su vida, ¿de qué radicalidad cristiana podría vanagloriarse tal comunidad? Sí: en la vida religiosa los an­cianos son la muestra de lo auténtico de una vi­da evangélica, que es la que garantizará siempre su futuro a la vida religiosa. Una comunidad constituye una especie de ecosistema: según las leyes ecológicas, todo ecosistema exige un nú­cleo dinámico y fiel, a fin de poder mantenerse la vida. Sin un núcleo tal, la vida tendería a apa­garse, y se harían muy infrecuentes las nuevas vocaciones.

¿Qué propidaríahoy, en su opinión, la entrada de jóvenes en la vida religiosa?¿Qué diría a una Orden como la nuestra?


En la Iglesia, se trata siempre de traducir las exigencias del Evangelio eterno en las contin­gencias de la historia. Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13, 8), debe hallar hombres y mujeres que sepan traducir la palabra eterna de Dios a lenguajes comprensibles para los hu­manos. Esto exige, a su vez, saber aunar la do­cilidad al Espíritu con la creatividad de la inteligencia; exige, en última instancia, "sabi­duría e inteligencia espiritual (sophía kai syne­sispneumatiké)" (Col 1, 9).


La experiencia muestra que la santidad per­sonal de los miembros de las comunidades re­ligiosas no es suficiente para que reflorezcan las vocaciones. Es más bien el carisma de uno u otro el que lo logra, es decir, la capacidad de una persona iluminada y sabia que irradia y transmite la vida, y que no encamina las perso­nas hacia sí, sino a responder con libertad a las exigencias del Evangelio. Se trata, pues, de un don que libremente otorga el Espíritu Santo. Pe­ro sea lo que fuere, aun cuando una comunidad religiosa esté en camino de desaparición, su ple­na razón de ser reside en la santidad de las per­sonas que en su seno han vivido, en el amor que han prodigado y en la experiencia de Dios que han hecho.


JÓVENES QUE BUSCAN SENTIDO


No creo que se pueda responder apodíctica-mente -sin caer en presunción- a la pregunta. Cada comunidad tiene su propia fisonomía; y cada j oven, su propia biografia, su peculiar bús­queda, que en el fondo no es sino búsqueda de sentido. Ante la pérdida de sentido que caracte­riza a las sociedades secularizadas, la cuestión que preocupa al hombre de hoy, y al joven en particular, recae sobre el sentido de su vida, so­bre la orientación que dar a su existencia. In­cluso, aunque no se exprese o formule verbalmente, esa cuestión es la que motiva la búsqueda de un joven. Yes la cuestión a la que una comunidad religiosa está llamada a dar res­puesta, orientación y horizonte.


Sólo con paciente atención y escucha, y gra­cias a personas capaces de atender y escuchar, la comunidad llegará a detectar tales necesida­des y a ponerse al servicio del joven en su bús­queda. Si una comunidad no sabe salir al encuentro de las preguntas que un joven se plan­tea a sí mismo, tampoco podrá ya mostrar una forma de vida que anime a ese joven a consa­grar a ella toda su existencia.




Una profecía necesaria


En este marco se encuadra el análisis y exa­men sobre la calidad profética de una comuni­dad religiosa. Todo profeta es un signo. La comunidad religiosa, si quiere ser profética, está llamada a ser también un signo y a proyectar su vocación profética como "manifestación de sentido", como búsqueda, creación y donación de sentido.


Los teóricos de la post-modernidad afirman que las cuestiones que hoy se plantean -y cada vez más- se refieren a la funcionalidad y la uti­lidad de las cosas, de las ideas y de los saberes (¿para qué sirve?; ¿es eficaz?; ¿es vendible?), y no a su verdad o su belleza (des verdadero?, ¿es bueno?). La comunidad religiosa puede contrarrestar esa tendencia buscando ser un lu­gar donde se valore la cuestión del sentido y se la transmita como elemento que hace al hom­bre más humano. La profecía es siempre histó­ricay se expresa en lenguajes diferentes; asume distintas configuraciones en las diversas situa­ciones históricas, culturales y geográficas. Creo, pues, que hoy, en nuestros pueblos e Iglesias, la profecía debe mostrarse como manifestación de sentido y que las comunidades religiosas tie­nen que vivir y transmitir lafe como un itinera­rio de sentido.


La vida religiosa no es, ciertamente, una ins­titución destinada a satisfacer las necesidades espirituales emergentes en la sociedad. Más bien, y sencillamente, debe vivir su propia vo­cación. Pero como esa vocación es histórica y se inscribe en la Iglesia yen la sociedad huma­na, no puede dejar de responder a las necesida­des de los hombres y mujeres de su generación.


La misma libertad con que vive la comunidad religiosa, sellada por el celibato, y lafuerza que le viene de su dimensión comunitaria son las que le permiten asumir la difusa necesidad de sentido e intentar orientar la respuesta hacia la radicalidad cristiana.


La misión profética de la comunidad reli­giosa se patentiza así en su capacidad de refe­rencia a Cristo, que "nos enseña a vivir" (Tit 2, 12) y que brinda orientación, finalidad, signifi­cado y belleza a la vida humana. Se trata de transmitir unos símbolos y unas claves her­menéuticas de la realidad, de recordar que el hombre es más humano cuando sigue inte­rrogándose sobre sí mismo, reflexionando so­bre la muerte, aceptando como constitutivos los enigmas que descubre en sí, reconociendo en el encuentro y la relación con el otro la posible be­lleza de la vida, comprendiéndose a sí mismo como alguien en construcción.


Se habrá de valorar en tal caso la dimensión sapiencial de la Escritura y la figura misma de Cristo, a fm de mostrar, mediante la más pro­funda dimensión humana de esa vida de Cris­to, que Él es un motivo suficiente de existencia que los hombres y mujeres pueden hacer suya, viviendo juntos una vida humana, en nombre de Cristo, por amor a El y motivada por Él.


Podrá haber vocaciones si…



Creo que no dejará de haber nuevas voca­ciones a la vida religiosa si ésta sabe evitar el fosilizarse en formas y esquemas inmutables y del todo incomprensibles para unos jóvenes acostumbrados a la movilidad y a la "fluidez" (la "liquidez" de la que habla Zygmunt Bau­man) de la vida actual. Me parece que un joven puede sentirse atraído por una comunidad reli­giosa cuando ve en ella un lugar donde experi­mentar el amor, donde su persona puede crecer y madurar; un lugar en el que sus preguntas de sentido son reconocidas y acogidas, y encuen­tran una respuesta creíble y convincente, es de­cir, límpida, sin dobleces ni hipocresías, en torno a propuestas concretas de vida cristiana. Vida adecuadamente seria y no edulcorada.



Creo, más en concreto, que una comunidad religiosa puede recuperar esa elocuencia que le permitiría transparentar el mensaje del Evan­gelio de manera sencilla y directa, gracias a la calidad humana de su vida común en el celiba­to, en una Iglesia tan excesivamente aireada por los mass-media, y que se ocupa, con demasia­da frecuencia, de las cosas penúltimas y ha se­cularizado o moralizado su mensaje.



La vida religiosa está llamada a esencializar el mensaje cristiano: no a reducirlo, sino a resi­tuarlo en sus ámbitos más inalienables y fun­damentales. En la Babel de palabras y mensajes con que se ven bombardeados los jóvenes de hoy, es importante que la vida religiosa sepa pronunciar una palabra sencilla, clara, inequí­voca y capaz de señalar una identidad, sin caer en la rigidez o en el esquematismo. En mi opi­nión, hay que redescubrir lo esencial de la vida cristiana y los fundamentos de la vida religio­sa; hacerlo permitirá elaborar una palabra cla­ra, audible, que pueda suscitar el deseo de responder radicalmente.



Respecto a esto, es evidente que una de las vías privilegiadas es la que da resonancia a la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, a través de un método de lectura que sepa rela­cionar el texto con la vida (la lectio divina). Una vida religiosa que se atreve a mostrarse como una comunidad de personas que viven bajo el primado de la Palabra de Dios, capaces de com­partir en la caridad una vida humana y humani­zada es, ciertamente, la apelación más fuerte que pueden recibir los jóvenes en medio de su búsqueda. Para esto es menester que las comu­nidades religiosas asuman una actitud de pro­funda simpatía hacia lo humano y crean -por que lo viven y lo experimentan- que el Evan­gelio puede orientar y dar plenitud de sentido a lo humano.



Para concluir: ¿Qué pastoral vocacional plante­arse hoy (si es que esa pastoral procede todavía)?



Lo que más puede ayudar a discernir las vo­caciones, incluso a interpelar o llamar a alguien a la vida religiosa, es el acompañamiento espi­ritual planteado seria y profundamente. Se tra­ta de una labor que comprende la escucha de la persona, la atención a sus problemas humanos -psicológicos, afectivos, sexuales- y el ejerci­cio de una paternidad espiritual. Un plantea­miento así está en condiciones de dar cauce a ese evento vital que abre ante el joven la viabi­lidad de un itinerario radical cristiano. En el marco de este acompañamiento espiritual acontece una relación humana a través de la cual puede iniciarse realmente el camino de una sequela Christi en la vida religiosa. Es el encuentro entre una libertad personal y determinada forma de vida religiosa el que da origen a la llamada; o, para decirlo de otra manera, ese encuentro es el marco en el que el Espíritu San­to puede despertar esa llamada, como un even­to de Dios en la historia humana, y orientar ese deseo profundo hacia la donación y total entre­ga de una vida al Señor.


Es, pues, muy delicado afirmar que una "pastoral vocacional" es el elemento más per­tinente de solución al problema de la escasez de vocaciones. Según el Diccionario de pastoral vocacional italiano, esa pastoral vocacional es "la acción mediadora de toda la comunidad cristiana ante Dios que llama y los llamados, a fin de que los dones y carismas otorgados por el Espíritu Santo sean acogidos por doquier con generosa disponibilidad'". Ante esta definición no es fácil ver en qué se distingue dicha pasto­ral de la acción eclesial en sí, tal y como se ex­presa en la liturgia y en los sacramentos, en la catequesis, en la predicación, en el testimonio. Bajo tal punto de vista, la mejor pastoral voca­cional es la que despliega la comunidad cris­tiana que vive lo esencial de la fe.


Por lo demás, una comunidad religiosa muestra lo heterogéneos que son los itinerarios espirituales de las personas que la componen. En este ámbito, es más que soberana la libertad del Espíritu Santo. Las vicisitudes "vocaciona­les" de los principales Padres del desierto son más que paradigmáticas e instructivas a este propósito: Antonio desciende de una familia cristiana practicante; Dositeo de Gaza tiene tras de sí una juventud indiferente y falta de una ele­mental formación cristiana. Incluso la necesi­dad y hasta el miedo pueden estar en el origen de un camino de radicalidad cristiana que aca­be siendo ejemplo de santidad. Tal es el caso del abad Moisés, famoso Padre del desierto que abrazó la vida monástica por miedo a la pena capital tras haber cometido un homicidio.


Por tanto, más que señalar una estrategia pastoral que propicie las vocaciones religiosas, lo que interesa es fijar unos puntos sobre los que centrar la atención y a los que dar prioridad en el trabajo de discernimiento y acompañamien­to de los jóvenes.


La atención a lo humano, ayudando al joven a leerse y dialogar consigo mismo, a iniciar una vida interior, a pensar, a escuchar, a poner en acción su voluntad.

La atención a la esfera afectiva, relacional, sexual, conscientes de que se trata de la zona más vulnerable de la persona, la que exige una acogida más profunda y radical.

La atención a las fragilidades psicológicas, para comprender mejor si la persona mani­fiesta síntomas patológicos o simplemente de­bilidades fácilmente catalizables.

La atención al más profundo deseo de la per­sona, en particular, a su anhelo de seguir a Cristo, a su amor a la Palabra de Dios, a su de­seo de oración.

Finalmente, el saber evaluar en la persona del candidato sus aptitudes para asumir el celiba­to y la vida comunitaria, condiciones insepa­rables de la vida religiosa.


Es también preciso fomentar en las Iglesias locales el carisma de la paternidad espiritual, promoviendo que surjan personas capaces de un ministerio tan delicado como éste, es decir, personas que confien en la vida religiosa, la comprendan, la valoren y se atrevan a señalar­la como posible y permanente proyecto de vida y de realización de un deseo de radicalidad cristiana.



Seria, finalmente, importante que quienes en su comunidad religiosa se encuentran con los jóvenes -dándoles, por ejemplo, instrucciones o meditaciones- sepan igualmente atreverse a llamar. La tradición monástica se ha distingui­do por intentar probar a los candidatos, dificul­tando su ingreso, haciéndoles esperar, sometiendo a examen su paciencia y su humil­dad, pero al mismo tiempo ha invitado y acogi­do con dulzura.



Seguramente, si una comunidad muestra de­seos de que lleguen nuevos hermanos sólo por­que está preocupada por su futuro, o se ve a sí misma como un lugar en el que el joven puede encontrar un empleo que le permita desarrollar sus cualidades, tales actitudes acabarán defrau­dando y ahuyentando a los aspirantes seria­mente intencionados en su búsqueda de radicalidad cristiana. Si, por el contrario, la co­munidad respeta la libertad del joven y mani­fiesta su interés por él o ella, esta actitud sí darásu resultado positivo. Cuando, en el marco de una relación personal de acompañamiento, se descubren en un joven los elementos esencia­les capaces de dar curso a una vida religiosa, el acompañante espiritual podrá explicitar la lla­mada y retar al joven a medirse con la capaci­dad que descubre en sí y que tal vez nunca se hubiera atrevido a tomar en consideración al verse abandonado a sí mismo o no acompaña­do espiritualmente.



Se trata de hacer intuir esa posibilidad, de en­cender una luz, de señalar un camino. En una palabra, se trata de provocar a una libertad. Y a esa libertad corresponderá, al final, tomar una decisión.









Una realidad palmaria es la presencia en nuestras comunidades de hermanos mayores. Esta sección está pensada para ellos. Para que puedan seguir siguiendo testigos del Evangelio, para sigan reconociéndose como «signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes».



La misión de los laicos mayores


Bonifacio Fernández


La misión evangelizadora es de todos los cristianos y de todas las edades. Cada etapa de la vida tiene sus dones que aportar a la construcción del Reino de Dios. Las personas jubiladas tienen nuevas posibilidades de compromiso voluntario.


Todas tenemos esta experiencia pastoral: una de las razones que se suelen esgrimir para no comprometerse en una responsabilidad apostólica es la de la falta de tiempo. Muchas personas exhiben este motivo. En algunos casos puede funcionar como excusa. En otros es muy real. Se viven horarios muy apretados. Aunque la verdad es que, en el fondo, se tiene tiempo para lo que se quiere.


Con frecuencia este motivo de la falta de tiempo se refuerza con otros: me da miedo, no me atrevo, no valgo, no estoy preparado. Los hijos nos necesitan todo el tiempo.


El resultado es que hay muchos cristianos que no tienen una colaboración corresponsable en la trasmisión de la fe y en la misión evangelizadora. Es cierto que el primer ámbito de trasmisión de la fe es la vida de familia, de los amigos, del trabajo. Es cierto también que hay muchísimos cristianos que, sin estar en ningún organigrama pastoral, están haciendo una inmensa labor apostólica.


Pero la lucha por la supervivencia y la expansión personal, profesional y familiar ocupa lo mejor de la vida de muchas personas. La vida laboral y social exige mucho tiempo de la vida; los mejores años y las mejores energías se invierten en ella. No quedan ganas ni casi tiempo para dedicar a una misión altruista.




Pasividad


Los números cantan. Aunque la realidad sea simplificada al cuantificarla en las estadísticas, éstas nos recuerdan que el número de católicos no practicantes ascendía a un 32% en el año 1993. Lo de practicantes se refiere, sobre todo, a la práctica sacramental; hay ciertamente otras prácticas religiosas, pero objetivamente hablando esos datos señalan una contradicción. En realidad significan que hay muchos miembros de la Iglesia que son inactivos. Su pertenencia a la comunidad es meramente nominal. Constituyen un pasivo de la Iglesia porque una creencia sin práctica es insignificante. Y termina apagándose. También las estadísticas nos dicen que ese camino conduce a la indiferencia religiosa. Muchos lo han recorrido ya. Y, al parecer, lo viven como una pérdida indolora. Han dejado a Dios y no lo echan de menos. No sienten nostalgia religiosa.


Estos datos son muy dolorosos. Resultan hirientes. Recuerdan la fragilidad de la fe institucionalizada en esta sociedad que exalta la privatización y el consumo individual. Constituyen una denuncia y un desafío a la pastoral de toda la Iglesia.

Al mismo tiempo existen otras muchas formas de pasividad dentro de la Iglesia. Se expresa en masificación y falta de identificación personal cristiana. Esa falta de identificación es clamorosa con respecto a algunos contenidos morales. Aun cuando hayan disminuido las tensiones intraeclesiales, es también bastante visible la falta de identificación de muchos fieles con sus pastores.

Todo lo cual tiene como resultado que hay muchas energías inactivas entre los cristianos, que son muchos los que no tienen conciencia de que la misión evangelizadora es responsabilidad de todos.



Iglesia somos todos


Por otro lado es cierto que llevamos muchos años repitiendo este slogan. Como Hacienda. Es cierto que se ha avanzado mucho. «Iglesia somos todos» significa que todos los bautizados formamos el pueblo de Dios y todos estamos llamados a protagonizar su vida y su misión. La Iglesia es comunión y es participación de todos. Existe una igualdad fundamental de todos los bautizados que es previa a las diferenciaciones. Existe una fraternidad de todos en cuanto seguidores de Jesús. Todos tenemos la tarea de ser buena noticia en nuestra sociedad. Y hacer buenas noticias para la transformación de nuestro mundo conforme al reino de Dios, cuya plenitud seguimos esperando.


Las distinciones de formas de vida y ministerio vienen después. La relación autoridad-obediencia viene después. Está inscrita en el dinamismo de la comunidad y de la corresponsabilidad. Se trata de carismas y ministerios en la Iglesia y para la Iglesia, peregrina del reino de Dios.


Que “la Iglesia somos todos” significa también que la misión evangelizadora es tarea de toda la vida. Y cada etapa de la vida tiene su peculiar aportación que hacer a la misión común. Lo mismo acontece con la variedad de las diferencias y talentos personales. En efecto, la Iglesia es la comunión de las comunidades compuestas por personas de distintos sexos, edades, razas, culturas. Y la trayectoria de cada vida humana se parece a la del sol. Por la mañana asciende y se expande. Alcanza su cima al mediodía y comienza a disminuir por la tarde. Pero la tarde es tan importante como la mañana. Existe la belleza del crepúsculo matutino y la belleza del crepúsculo vespertino.


La comunión de las comunidades tiene dos vertientes: es una comunidad de comunión y es una comunidad de comunicación. Todo en ella tiene que ser mensaje y expresión de la Buena Noticia que la funda y la habita. La comunidad de los bautizados en Cristo es misionera por su misma esencia. Y cada uno de los bautizados está capacitado y llamado para ser testigo de Cristo, puesto que participa del profetismo, del sacerdocio y de la realeza del Mesías. Cristiano significa mesiánico. Y el mesianismo de Jesús es profético, santificador y transformador. Son precisamente los laicos los que como Iglesia en el mundo tienen el protagonismo en su evangelización y transformación.



Ministerios de la vida


Pero la vida humana está articulada históricamente. Se hace biografía y existencia relaciona. Desde el punto de vista de la misión, la existencia humana aparece desplegada es sus distintos acontecimientos, pasajes, etapas.


Esto acontece también en Jesucristo. Estamos familiarizados con la contemplación del misterio de Jesucristo en su conjunto dentro de la historia salvífica de Dios. Aparecen las grandes perspectivas, los horizontes largos de la historia y del cosmos inabarcable. El misterio de Jesús es accesible en un contexto de esperanza y de promesa.


Pero estamos también acostumbrados a contemplar la persona de Jesús desplegada en los misterios de su vida histórica. Celebramos su concepción, su nacimiento, su bautismo. Celebramos el comienzo de su vida pública, los acontecimientos más significativos de su misión mesiánica, los momentos de crisis y tentación. Contemplamos su pasión y su camino hacia la muerte en la cruz y su resurrección. El misterio de su pascua es como el resumen, la síntesis y la concentración de todo su vida.


La misión mesiánica de Jesús se revela y realiza al ritmo de su vida histórica. Cada acontecimiento, cada etapa de su vida nos da una perspectiva distinta de su propia identidad.



Sacramentos de la vida


Los sacramentos cristianos tienen estructura de símbolos. Son gestos significativos dentro de una comunidad. Tienen estructura de memorial: recuerdan gestos y palabras de Jesús. Los sacramentos están también vinculados a las etapas de la vida y a sus situaciones. Expresan la vida humana, la celebran en sus diferentes acontecimientos. Por eso hay sacramentos de la iniciación en el misterio y la misión mesiánica de Jesús y de incorporación a la comunidad cristiana. Hay sacramentos para especiales situaciones de la vida como son la pertinencia y la unión de los enfermos. Hay sacramentos que consagran vocaciones y servicios especiales en la iglesia y en el mundo: matrimonio, del ministerio.


A través de esta dinámica sacramental las etapas de la vida humana va siendo consagradas y santificadas en sus peculiaridades. Se convierten en dones para el conjunto de la comunidad.



Realización de Iglesia


La tradición teológica señala cuatro características de la comunidad eclesial: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estos rasgos se realizan de distintas maneras en las diferentes comunidades eclesiales, según los carismas y los ministerios. Estas características se modulan también conforme a las distintas edades de la vida personal y colectiva. La forma de vivir la unidad de la Iglesia es diferente en un matrimonio joven que en uno mayor. Lo mismo sucede con las otras notas. A medida que avanza la edad y la familia se va haciendo más numerosa, los abuelos se convierten en referencia obligada para la unidad de toda la familia. Ellos tienen la vocación, y algunos tienen el carisma, de hacer experimentar una familia abierta a otras familias, acogedora, integradora. La capacidad de crear unidad y pertenencia no tiene sólo importancia social, tiene alcance eclesial. Es así como se va construyendo la comunión y la integración de los cristianos desde su urdimbre más afectiva y más humana.


Las personas mayores tienen también un don especial en la Iglesia, toda ella apostólica y misionera. Encarnan y realizan la dimensión apostólica de la comunidad de los cristianos. ¿Cómo lo hacen? De muchas maneras. Pero queremos destacar una de ellas. Es bastante frecuente. Se da en la vida cotidiana. En nuestra sociedad, más secularizada en los estratos jóvenes, los abuelos suplen muchas veces la función de los padres en la trasmisión de la fe. Ellos son los evangelizadores y catequistas de los nietos. Cumplen una función profética extraordinaria. Ya se sabe que el clima afectivo de la familia constituye el lugar óptimo para la trasmisión de los sentimientos, de las ideas y de las actitudes religiosas. Pues bien en ese clima son muchos los abuelos que despiertan y cultivan la sensibilidad religiosa de los nietos. Los ponen en continuidad con la tradición; enseñan a vivir con naturalidad la dinámica de los cambios que el paso del tiempo hace inevitables.


También en cuanto a la santidad de la Iglesia los mayores tienen un don especial. Si la primera mitad de la vida se caracteriza por la expansión y la búsqueda de lugar en la sociedad, la secunda se distingue por el desarrollo de la personalidad interior. «La tarea que la segunda mitad de la vida le exige y en la que tiene que empeñarse:


  • relativización de su persona,

  • aceptación de la sombra,

  • integración del ánima y del animus,

  • desarrollo del sí mismo en la aceptación de la muerte y en el encuentro con Dios» (Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual. La crisis de los 40/50 años, Madrid 1990, p. 88).

Si la vida humana es como una escalera que hay que ascender, el tramo final tiene, por su propia índole, el don de la confrontación con las dimensiones últimas de la vida. Se relativizan muchas cosas: éxitos profesionales, proyección social, expectativas de los demás. Se adquiere una cierta sabiduría del sentido de la vida. El tiempo se remansa y el ritmo de vida permite más calma y reflexión. Se aprende a envejecer con lucidez y ternura. En ese tramo la vida misma se va convirtiendo en un sacramento existencia I del encuentro con Dios: lo simboliza y lo realiza.




Cristianos en un mundo secularizado10


Lluis Oviedo Torró


Charles Taylor es uno de los filósofos vivos más apreciados en los ambientes de lengua inglesa. No esconde su fe católica ni elude los debates más candentes en la modernidad. Es quizás esa combinación de catolicismo y modernidad una de las características más sorprendentes y quizás fecundas de su obra: el ser católico no lo ha aislado de un ambiente dominado por ideas bastante ajenas a la tradición cristiana, sino que lo ha vuelto un protagonista de la gran discusión cultural. Su talante ha contribuido a recuperar otras matrices de la modernidad que habían sido.


Su talante ha contribuido a recuperar otras matrices de la modernidad que habían sido descuidadas en la cultu­ra dominante, como: la dimensión emocional y comunitaria de la perso­na, la inextinguible demanda de tras­cendencia, y la raíz histórica de toda forma de vida. Seguramente su nue­vo libro11 añade una pieza de gran va­lor al análisis de la condición perso­nal y social moderna.


La secularización se percibe cada vez más como un proceso problemático; de hecho uno de sus efectos es que las cosas ya no están tan claras como antes. Sin embargo, en general, era vista como un desarrollo normal de las sociedades avanzadas. Los teólog os no advertían en ella un peligro o amenaza para la fe; la Iglesia tenía en todo caso una oportunidad para ma­durar y modernizarse. Algo ha cam­biado: el análisis y reflexión de los úl­timos años han puesto en evidencia dilemas, paradojas y peligros latentes de la secularización, no sólo para los creyentes, sino para todos.


Entre otras cosas, las expresiones cul­turales y el mundo de valores se han visto muy afectados. A pesar de los avances registrados aún estamos le­jos de comprender las consecuencias de dicho proceso. A menudo se ofre­cen diagnósticos inadecuados respec­to de las causas, los desarrollos y las respuestas ante la crisis religiosa que se asocia a la secularización social. Seguimos necesitando estudios am­plios capaces de profundizar en el te­ma, de iluminar sus varios aspectos y de orientar las respuestas.

El nuevo libro de Charles Taylor cons­tituye una aportación imprescindible de cara a comprender mejor la secula­rización, de describir sus límites y de­bilidades, y de proveer un diagnóstico ajustado sobre las circunstancias cul­turales en las que hoy se inscribe la decisión religiosa. Esta magna obra puede ser leída en distintas claves, y da lugar a varias líneas de recepción. En primer lugar, se trata de una buena historia del pensamiento occidental, desde la baja Edad Media hasta nues­tros días. Por otro lado, pasa por un intento de reconstrucción de los marcos culturales que configuran las ten­dencias sociales y las opciones perso­nales, es decir, una especie de historia de la cultura en el sentido de los «ima­ginarios colectivos». También admite una lectura en clave antropológica y hermenéutica, en el sentido de Clif­ford Geertz, es decir, una «descripción espesa» de las distintas concepciones sobre la naturaleza y significado del ser humano, y sobre todo, de los valo­res, códigos y usos que lo definen en cada ambiente histórico.

El libro, en sus últimos capítulos, constituye una profunda revisión de las relaciones entre la fe cristiana y la cultura en las sociedades avanzadas, y una propuesta de comprensión de aquella ajustada al nuevo ambiente. De todos modos, considero que la lectura más pretenciosa es la que identifica una especie de claves uni­versales, casi de arquetipos cogniti­vos, sociales e históricos, dentro de los cuales se mueve la realidad perso­nal, y que cabe codificar en antino­mias elementales, en dilemas de sen­tido último e ineludibles.

El presente artículo quiere presentar sistemáticamente los capítulos del li­bro y reconstruir la trama de una na­rración cuyo desenlace no es en abso­luto previsible. Para ello seguiré el orden de los títulos de las cinco par­tes que comprende la obra, tras la in­troducción que plantea el programa conjunto. Reservo para el final un co­mentario y valoración desde el punto de vista de otros intentos de hacer las cuentas con la secularización.

No es posible abordar el tema de la secularización sin una previa clarifi­cación semántica, sin distinguir los distintos significados del término, y sin discernir los más adecuados. Las primeras páginas del libro recogen tres acepciones. La primera implica la separación del ámbito religioso res­pecto de otros ámbitos sociales; la se­gunda expresa la caída de los niveles de creencia y de práctica religiosa; y la tercera, más ideológica, se refiere al carácter libre de la opción creyente e incluso a la creciente dificultad para abrazar la fe en el ambiente occiden­tal. Vienen a la mente otros ejercicios similares de distinción y clasificación de la secularización, como es el caso de Dobbelaere y sus tres niveles: ma­cro, micro y meso. Taylor asume el primero, es decir, el clásico de dife­renciación social; identifica el segun­do con el nivel empírico de ese pro­ceso, y reduce el tercero al nivel de la conciencia creyente, que se acerca mucho al tipo «micro». De todos mo­dos, lo más importante a tener en cuenta ya desde el inicio del libro es que el énfasis se pone ante todo en la evolución del pensamiento y de su repercusión en los individuos, para proyectarse a otros niveles.

Taylor identifica la secularización co­mo una especie de «horizonte de comprensión» en sentido muy am­plio: un nuevo contexto cultural, tradiciones, tendencias más o menos ex­plícitas, en las que se inscribe cual­quier «experiencia moral, espiritual y religiosa» (3). En cierto sentido, su empresa apunta a reconstruir los «mundos de experiencia» o las «vi­siones» que presiden las distintas op­ciones, sean en el sentido de creer, que de no creer, «como condiciones de vida, y no tanto como simples teo­rías o conjuntos de creencias a los que nos adscribimos» (8). Se trata de «fondos» cambiantes, que sufren una evolución a lo largo de la historia, y que el autor se propone reconstruir, o hacer patentes más allá de su carácter presupuesto o asumido de forma aproblemática. Taylor declara que su objetivo es describir la transforma­ción que ha llevado de un estado en el que la fe religiosa era la opción normal para todos, a otro en el que esa opción se vuelve problemática e incluso difícil. Se trata de un cambio radical que condiciona todos los ni­veles de experiencia, y que debe ser explicado en todas sus consecuen­cias.

Naturalmente, la cuestión semántica exige una mejor descripción de lo que se entiende por «religión»: es lo que se asocia a la distinción entre trascendencia e inmanencia. De este modo las cosas son más sencillas: la secularización configura y afirma un horizonte de inmanencia, es decir un ámbito en el que la plena realización personal puede alcanzarse dentro de los límites del mundo y de la historia presente, o, en otras palabras, el ideal de un «humanismo auto-suficiente y exclusivo». Taylor declara desde el inicio, de forma polémica, que dicho horizonte no debe ser interpretado como una «historia de substracción», o de recuperación de aspectos huma­nos que la fe religiosa había relegado, sino de nuevas propuestas que emer­gen en un momento singular (22).


La obra de reforma

Taylor inicia su narración histórica con una descripción del horizonte cultural que dominó en Occidente hasta al menos el año 1500, cuando prácticamente todos integraban su vi­da dentro de una concepción religio­sa. Aquel mundo tenía su propia lógi­ca, sus códigos y sus modos de armo­nizar estructura y anti-estructura, orden y caos. El ejemplo de los carna­vales sirve para apuntar una línea de secularización, por cuanto el viejo có­digo requería dicha dinámica de «an­ti-estructura» para funcionar, y el nuevo implanta un sistema único que no necesita alternativa o dialéctica, pues se plantea como un «código nuevo y perfecto» (53). Otras líneas de análisis de los cambios que marcan aquella transformación epocal son el paso de un cosmos ordenado y jerar­quizado a un universo con su propio orden inmanente, sin referencia a un orden eterno. Ahora bien, el cambio más importante se sitúa en el nivel personal: se trata del paso del individuo «poroso», es decir, permeable y en continuidad con el cosmos y la trascendencia, a un individuo «amor­tiguado» (buffered), en discontinuidad con el resto de la realidad, y capaz de definir su propia identidad. Todo ello se puede describir con el término we­beriano de «desencantamiento».

El libro apunta a otro factor histórico en ese tiempo crucial: la voluntad de reforma dentro de la Iglesia, en el sen­tido de reorganizar el individuo y la sociedad, que se perciben como poco ajustadas a los ideales o la concepción de la fe madurada en el curso de la ba­ja Edad Media. Dicha ansia de refor­ma no era sólo religiosa, sino que se extendía a toda la realidad. Sin embar­go, al final del proceso termina por afirmarse más el aspecto secular, que pone el acento en la realización huma­na (human flourishing) por sí misma, independientemente de la referencia religiosa. El proceso puede ser ahora descrito en términos de «racionaliza­ción», como hizo Weber. En todo caso aparece como la lógica continuación de la voluntad de reforma iniciada en el siglo XVI, y que conduce en su má­xima expresión al «Estado-policía». Taylor observa dicho proceso en la afirmación de la «sociedad disciplina­da», que todavía conecta la fe religio­sa y la búsqueda de orden en un mis­mo paquete, destinado a combatir caos y ansiedad, y que va perfilando un nuevo ideal de «civilización». Ese ideal comprende una visión de domi­nio de la naturaleza, la superación de la violencia, y nuevos códigos de con­ducta centrados en la excelencia per­sonal y el «carácter», guiados por un confiado voluntarismo. El ideal de or­den asume al fin un tono marcada­mente antropológico, y se prefigura a menudo en términos antagónicos a to­do aquello que impide su afirmación. El ser humano se define por su auto­nomía y capacidad de auto—control, no por su dependencia de un orden superior. Se trata del punto de llegada del «yo amortiguado», es decir desco­nectado de un orden externo y capaz de definir su propio proyecto. Dicha definición pasa por un largo período de pruebas y propuestas: en primer lugar, tratando de restar influencia a los viejos ideales, y de desmarcarse del previo orden moral y social, del cosmos, y de las imágenes prevalentes sobre el bien humano. En segundo lu­gar, se ensayan nuevos programas identificados como «imaginarios so­ciales modernos».

Taylor describe el nuevo orden o «imaginario» alternativo. Ante todo se propone en el campo moral, que surge como resultado de un «contrato social» que anula las jerarquías y pro­mueve una armonía de intereses. De ahí derivan otros imaginarios y prác­ticas sociales; sus mejores expresiones son la objetivación de la economía; la promoción de la «esfera pública», o de abierto intercambio de informa­ción; y la auto—regulación democráti­ca. Las tres esferas configuran una es­pecie de «agencias colectivas» y constituyen las bases de la sociedad mo­derna y de un orden autónomo (181). Todo ello contribuye a la erosión de la ideas tradicionales, a la marginación del orden divino o de sus prestacio­nes fundacionales, pues esos tres ám­bitos van afirmándose como capaces de organizar mejor la sociedad, y con­suman la tendencia secularizadora.

Hay algo de bastante weberiano en esta narración, pues el impulso parte de ansias claramente enmarcadas en los ideales cristianos de alcanzar un orden prometido. La racionalización parece ser también la clave del proce­so, que va alejándose cada vez más de su inspiración religiosa, al notar que para alcanzar los fines deseados, era mejor descargar el fardo de la heren­cia confesional. Sin embargo, Taylor describe de forma más detallada esa evolución, narra mejor la historia, y acentúa mucho más su carácter cons­ciente, ideológico, no tanto estructu­ral. El individuo y la conciencia jue­gan un papel mayor en este caso.


El punto de inversión

En la segunda parte, el autor se plan­tea por qué el humanismo exclusivo acabó por imponerse y se convirtió en una opción accesible a todos, no sólo un asunto de minorías. La primera respuesta apunta al deísmo, y a su in­tento de configurar una religión natu­ral y que se corresponde mejor con los ideales de orden moderno, de mutuo respeto y armónica colaboración. De todos modos el elemento central es el giro antropológico, que se percibe en cuatro direcciones: la reducción del proyecto humano a la propia realiza­ción personal; el eclipse de la gracia; la pérdida del sentido de trascendencia; y el eclipse del ideal cristiano de divi­nización. Al fin, la idea de Dios ya no es necesaria para concebir el orden humano y social. Al principio sólo pensaban así algunas élites europeas de los siglos XVII y XVIII, pero termi­nó por convertirse en una percepción mayoritaria. Los ideales de urbani­dad, orden moral y socialidad se im­pusieron a otros de honor y heroísmo. Se desautorizó el fervor religioso por su fanatismo, el pesimismo vinculado al pecado, y se exaltó la tolerancia y la benevolencia; el ascetismo dio paso a ideales de realización personal; a la moral confesional sucedió una inma­nente y racional.

Se estaba fraguando en aquel tiempo la llamada «historia de substracción», es decir, la idea de que la naturaleza humana puede florecer mejor si es li­berada de creencias y prácticas tradi­cionales que ofuscan y bloquean sus fuentes de expresión más genuinas: una vez se «substraen» las tradiciones represoras, el ser humano puede al­canzar espontáneamente su plenitud (253). El ideal de «amor propio» encie­rra en sí las condiciones de benevolen­cia y de vida buena, y es capaz de fun­dar un orden moral autónomo, y pres­cindir de refuerzos trascendentes. Dicha percepción, junto a la concien­cia del progreso cognitivo que pro­mueve la ciencia, determinan una reti­rada de la religión, en un sentido muy similar al que apuntó Weber. Pero a diferencia del sociólogo alemán, Tay­lor insiste en el sentido de «potencia-miento» (empowerment) individual que propició dicha dinámica, lo que justifica su éxito, junto a la sensación de que las cosas funcionaban mejor que en épocas anteriores, cuando eran guiadas por criterios tradicionales.

Taylor está decidido a deconstruir la «teoría de la substracción», y mostrar más bien la elaboración intencional de los ideales ilustrados apenas des­critos. En primer lugar se evidencian los puntos de tensión de la propuesta cristiana respecto del modelo ante­rior. El paso sucesivo es mostrar cómo los ideales deístas afectaron negativa­mente a algunos valores del modelo cristiano, como el de comunión, lo que condujo a un retorno al tono im­personal del orden pagano. Este com­ponente impersonal del nuevo orden refleja una característica central de la modernidad. Taylor propone una ge­nealogía ya bastante extendida que explica dicho proceso de despersona­lización, y que habría iniciado con el maestro franciscano Duns Escoto y el nominalismo posterior, y que algunos sitúan en la base de todo el proceso de secularización. La narración muestra en ese caso escenarios que nutren una cierta insatisfacción —a pesar de to­do— ante los resultados logrados, y da pie a un desarrollo más complejo.

El efecto «nova»

La tercera parte expone la paulatina expansión del humanismo exclusivo, como una especie de explosión este­lar, que se diversifica en varias ten­dencias, y al fin alcanza a la masa de población. Esta parte aprovecha las tesis ya desarrolladas en su anterior obra Sources of the Self. La idea central es que a partir de fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX se siente el cansancio ante los imperativos de or­den y disciplina modernos y surgen ideales alternativos que apuntan a la autenticidad, la expresión de los sen­timientos, el estetismo y todos los mo­tivos que concurren en el movimiento romántico. En principio se percibe un sentido de «vulnerabilidad», pero también de insatisfacción ante la al­ternativa entre el viejo orden y el nue­vo humanismo exclusivo. Se busca una «tercera vía» en grado de proveer nuevo significado a un mundo desen­cantado y frágil, superficial y vacío.

Taylor habla del «malestar de la in­manencia» (malaise); un sentido de be­nevolencia pálido y flojo, un moralis­mo descarnado, que de todos modos no reclama necesariamente un retor­no a la trascendencia, sino que pro­yecta un nuevo horizonte de sentido. Una respuesta apunta al ideal román­tico de belleza, aunque teñido a veces de motivos trágicos, y presidido por una fuerte ambigüedad. Otra vía re­curre a un cierto sentido sublime que se descubre en las dimensiones de la naturaleza y el estupor que despierta su nueva descripción en clave científi­ca. Una nueva sensación de misterio se abre paso para animar a una antro­pología demasiado reductiva y a una ética demasiado impersonal, lo que promueve una suerte de «espacio in­termedio» y una «espiritualidad inde­finida» a medio camino entre ateísmo y teísmo (360). En la nueva concep­ción el altruismo natural encierra una nota de excelencia respecto de la mo­ral cristiana. La dimensión moral vuelve a jugar un papel central, en un sentido distinto: de grandeza al acep­tar nuestra condición dentro de los lí­mites que aporta la ciencia. La vida asume en este contexto un gran significado, a la que deben servir todos los esfuerzos.

La primacía apenas invocada provoca otra reacción, esta vez también desde el interior del humanismo inmanente, una especie de contra–Ilustración que emerge en tonos de protesta y revuel­ta, y que no disimula su fascinación ante el poder, la violencia y la muerte. De aquí resultan trayectorias un tanto diversificadas a lo largo del siglo XIX e inicios del XX: se retoman, por un lado, formas de humanismo ilustrado (utilitarismo); se celebran por otro las emociones románticas y se rechazan las éticas de la disciplina; y además se registran exaltaciones ambiguas que confluyen en el paroxismo de la Gran Guerra, y tensiones entre orden y des­orden que encuentran su expresión en el fascismo.


Narrativas de secularización

La cuarta parte plantea una revisión de algunas teorías de la seculariza­ción disponibles. Muestra la insatis­facción ante la poca capacidad ex­plicativa de la mayor parte de ellas, para apuntar a una mejor reconstruc­ción histórica. Es fundamental para el autor hacer explícitas las dimensio­nes latentes del proceso (the un-thought), y deconstruir ciertas asun­ciones de la teoría clásica, que da por descontados los efectos negativos de la ciencia y la cultura del bienestar y la auto–determinación. En la nueva forma de narrar los hechos emerge un panorama distinto, en el que una cultura dominante impone ciertos gustos y criterios, con consecuencias dispares. El paisaje histórico y social se vuelve mucho más complejo, aun­que no intransitable, y de este modo se evidencian las lógicas vinculadas a las tendencias creyentes y las incre­yentes, como una tensión irresolvible en la modernidad. En todo caso, no es la «historia de transformación» la mejor versión de los hechos, es decir, el paso de una cultura creyente a otra secular, sino que cabe observar des­plazamientos en la visión de lo sagra­do y de nuevos horizontes de tras­cendencia (437). Algunos escenarios a lo largo de la segunda mitad del si­glo XIX y principios del XX testimo­nian dicha complejidad y una multi­tud de transacciones.

Otra forma de contar ese período se concentra en la llamada «edad de la movilización»: un impulso generali­zado para adaptar masas de pobla­ción a nuevas condiciones sociales y culturales (445), y que se puede iden­tificar en distintos contextos naciona­les y en divesos fenómenos del ámbi­to religioso: la multiplicación de de­nominaciones religiosas en USA y las frecuentes conversiones o revivals. De todos modos dichos procesos no sig­nifican un retorno a las viejas formas religiosas, sino que expresan claras conexiones con las nuevas sensibili­dades, y se sitúan en los amplios marcos de tensiones entre las tres fuerzas ya señaladas: humanista, ex­presiva y heroica. En este mismo marco hay que considerar las formas «neo-Durkheimianas» de vincula­ción entre un sentido patriótico y de unidad nacional con un fondo reli­gioso común o que aúna distintas confesiones.

A la era de la «movilización» sucede la era de la «autenticidad», ya dentro del siglo XX. Ahora emergen factores más centrífugos, como el egoísmo y el he­donismo, que asumen una carta de le­gitimación cultural. La dimensión reli­giosa debe plegarse a las convicciones y gustos de cada cual. Surge el mode­lo «post-Durkheimiano», en el que lo religioso ya no está conectado con la sociedad (490), ni tiene un valor civili­zador, como en el pasado. La situación actual de la religión configura varios modelos, sobre todo el autoritario, por un lado, con sus fuertes valencias te­rapéuticas, y el de la libre búsqueda, por otro, con su carácter vago y aco­modado. En todo caso los modelos an­teriores —étnico-nacional y mo­ral-movilizador— parece que han de­jado de funcionar, y se abre un panorama mucho más ambiguo e in definido. Ahora se imponen la cultura de la autenticidad y de la búsqueda personal, dando origen a nuevas for­mas religiosas no siempre de carácter institucional. La situación parece fa­vorecer un ulterior declive religioso, pues la nueva cultura choca contra formas religiosas que van en sentido opuesto ¿O no? El autor reconoce un límite a dicha visión cuando contempla el caso de América del Norte (530). Quizás una pista le da el hecho de que la sed de transcendencia sigue estando presente en muchos, lo que se traduce en formas de «religiosidad mínima» o «vicaria», pero no se extingue. Taylor está convencido de que la narración estándar sobre la secularización mo­derna está siendo cada vez más con­testada, lo que abre nuevos horizontes de búsqueda (535).


Condiciones de la creencia

Esta última parte se abre con una des­cripción del llamado «marco inma­nente», es decir, el fondo u horizonte en el que se inscribe nuestro conoci­miento de lo real. Se trata de una con­dición casi «natural», producto de la evolución moderna, a la que contri­buye ciertamente el éxito de la cien­cia, y excluye la dimensión trascen­dente (542). Para Taylor ese marco


p ermanece abierto y no es algo obvio, cuando se percibe, por ejemplo, la ne­cesidad de escapar de las «estructu­ras cerradas del mundo». La decons­trucción de dichas estructuras pone en evidencia los valores y las opcio­nes que les subyacen, lejos de un ide­al de neutralidad. No es que el viejo orden moral tuvo que «plegarse a los hechos», sino que «una visión moral dio paso a otra» (563). No es más «na­tural» ni científica la visión inmanen­te, es sólo una opción posible que las nuevas condiciones históricas y cul­turales vuelven más normal, pero no la imponen como la única, entre otras cosas porque es relativamente fácil evidenciar sus límites o las insatisfac­ciones que sigue provocando. La idea de la «muerte de Dios» no es una consecuencia de la evolución de las cosas, sino de nuevas propuestas y elaboraciones que simplemente ad­quieren cierta «aura» de logro históri­co. Por otro lado, la evolución mo­derna de las formas religiosas es mu­cho más compleja de lo que afirma la versión estándar de su oposición al progreso y a la realización personal.

El presente se plantea como un esce­nario en el que se cruzan distintas presiones, dando origen a varios dile­mas. El hecho es que en el nuevo con­texto no se pueden sostener las viejas formas religiosas, que han sido pro­fundamente desestabilizadas, con el resultado de una fragmentación reli­giosa e inestabilidad, pero también de una recomposición y de nuevas propuestas (594).


A partir de esos datos se fragua la re­flexión más original y provocativa de Taylor, al menos desde un punto de vista teológico. La tesis central puede ser formulada en estos términos: en la situación actual la fe religiosa debe constantemente confrontarse con op­ciones seculares o inmanentes, sin poder reivindicar soluciones seguras. Las propuestas cristianas resultan a los ojos del autor precarias e incluso ineficientes; a menudo los desarrollos seculares aportan mejores ventajas para todos. La fe cristiana se vive en­tonces de forma un tanto escindida, en una especie de «conflicto de inte­reses» o de «ni contigo ni sin ti», algo que afecta también a la cultura secu­lar y a sus pretensiones.

Como puede intuirse, la situación se describe mejor a base de dilemas, que resultan de esas fuerzas entrecruza­das que presiden la conciencia con­temporánea. A menudo los habitantes de este mundo en tensión se ven obli­gados a combinar tendencias que an­tes parecían contrapuestas, o tenían su ámbito singular. Ahora las posicio­nes se vuelven más inestables y las combinaciones más probables; la aus­tera visión científica reclama en mu­chos casos la responsabilidad moral o la expresión artística, y, por qué no, la trascendencia o aspiración a la recon­ciliación y la totalidad.

El resto de la quinta parte expone los dilemas centrales que derivan de esta situación incómoda, en la que nada está decidido, ni para los creyentes, ni para los humanistas seculares. Una primera tensión se establece entre la visión terapéutica y la espiritual, y se expresa de muchas formas: entre atender a las necesidades humanas elementales, o abrirse a la trascenden­cia, que para muchos es algo necesa­rio; entre vitalismo y sentido trágico; entre auto–afirmación y sacrificio. Al volvernos conscientes de estos dile­mas, y sobre todo del problema de la violencia y de sus raíces religiosas, se hace inevitable la revisión de las ide­as teológicas tradicionales, que a me­nudo constituyen «claramente versio­nes erróneas de la fe cristiana» (643). Deriva un estatuto de falibilidad en la tarea teológica, cuya condición es «operar con una cierta proporción de poca claridad y confusión» (643).

Taylor debilita conscientemente a la luz de nuestras ideas más maduras una teología demasiado segura de sí misma. Las propuestas tradicionales dejan en buena parte de conservar la validez que tenían, una vez se evi­dencia su desfase con las exigencias modernas más plausibles. El mismo problema del sufrimiento y sus ex­plicaciones plantea un flanco débil, que no puede imponerse como la so­lución mejor, o, en sentido epistemo­lógico, «completa», a la luz de mu­chas ambivalencias y dilemas inelu­dibles. Esta situación deja a los cristianos un tanto desprovistos y li­mitados, sin soluciones definitivas (675), una debilidad que no tendría por qué ser negativa.

Las últimas secciones del libro dan una clara impresión de «deconstruc­ción» de las ideas cristianas tradicio­nales, es decir de una crítica que muestra motivos ocultos o desplaza­dos, y que revela aspectos negativos. Del mismo modo que Taylor «de-construye» las visiones y los progra­mas del «marco inmanente» o secu­lar, así también aplica su ácido crítico a las ideas de matriz cristiana. Todo es ambivalente y deja de tener valor absoluto; varias experiencias históri­cas en el siglo XX muestran las limi­taciones intrínsecas a todo proyecto cristiano de reorganización y trans­formación social; el sentido del tiem­po presenta límites; la experiencia de conversión no siempre apunta en la justa dirección; los proyectos huma­nistas cristianos, la necesidad de or­ganizar el amor de agape... todo pre­senta inconvenientes y objeciones.

El profundo diálogo que el autor es­tablece con muchos de los protago­nistas de ese malestar del creyente moderno aporta casos ejemplares. «Cuanto más se reflexiona, las fáciles certezas de cada propaganda (spin), transcendental o inmanentista que­dan socavadas» (727). Taylor evoca un futuro en el que ninguna de las dos tendencias predomina, y en el que se abre un espacio también para la trascendencia como aspiración a la totalidad, y una escapada ante las tendencias a la homogenización.

El epílogo sorprende al reivindicar la reconstrucción histórica de Milbank y su Radical Orthodoxy, como complementaria de la propia, e incluso al asumirla desde una «gran simpatía» (772). En mi opinión puede haber al­guna convergencia en el análisis his­tórico; ahora bien, las conclusiones y propuestas de cada uno no pueden ser más dispares y excluyentes, lo que deja un halo de sospecha en tor­no a esa pretendida afinidad.


Algunas consideraciones al margen

La magna obra de Taylor permite contemplar de forma panorámica la evolución de la increencia en Occidente, hasta alcanzar un predominio cultural. Se propone una narración si­guiendo una trama que apunta a un desenlace incierto. No obstante, este inmenso esfuerzo de erudición y de reconstrucción histórica, los estudio­sos de la secularización pueden quedar un tanto insatisfechos, a causa del carácter sólo ideológico de esa na­rración, que no es ni mucho menos la única posible, ni probablemente la mejor, a la hora de establecer las cau­sas y el desarrollo de ese proceso. La otra gran narración, aquí ausente, es la de tipo estructural o sistémico, es decir la que observa la secularización como resultado de procesos sociales, que tienen una lógica interna, y que no siempre puede ser reducida a sus «semánticas culturales», o a las for­mas más conscientes de la historia del pensamiento y a los casos para­digmáticos.

En los últimos años el estudio de los procesos de crisis religiosa se ha enri­quecido además con la aportación de estudios sociológicos, económicos e institucionales. En unos casos apro­vechan el axioma de la «decisión ra­cional», que aporta una interesante capacidad explicativa, sobre todo en casos como el americano, que Taylor observa con perplejidad, como «una ficha que no encaja». Los estudios institucionales han relevado dinámi­cas de secularización interna que no deberían ser ignoradas si se desea te­ner un cuadro más completo. Cierta­mente no contamos con una «teoría unificada y completa» de la seculari­zación, sino con diferentes narracio­nes que tratan de iluminar aspectos parciales de la misma. De todos mo­dos, el procedimiento de Taylor plantea algunas dudas que deberían dejar de considerarse, en el mismo nivel en el que opera, es decir, el ideo­lógico e intencional.

Seguramente la historia que se narra tiene un precedente claro en Max We­ber y su reconstrucción del proceso de secularización occidental como ra­cionalización diferenciada, y consi­guiente desencantamiento, que es un efecto sobre todo de la ciencia. Lo que sin embargo resulta problemático, es la posibilidad de reconstruir una ge­nealogía que remonte a causas muy lejanas procesos que resultan de una gran complejidad de factores. Ya Popper advirtió de los peligros de esas «teorías de la conspiración histó­rica», como la que ofrece Milbank culpando a Escoto y otros maestros franciscanos de los derroteros más negativos del pensamiento moderno. En ese sentido Taylor debería haber sido más prudente, y dejar más espa­cio a la contingencia y a un juego de variables no siempre fácilmente vin­culables a antecedentes históricos o ideológicos.

De todos modos el reto principal que lanza Taylor en los últimos capítulos tiene que ver con esa pretendida si­metría entre los límites del humanis­mo secular y del modelo cristiano. No parece que sea muy leal dicha maniobra, en especial si se aplican ciertos parámetros. Desde mi punto de vista no se da tal simetría, sino un peso mayor de negatividad en los proyectos meramente humanistas, o en general en las propuestas que parten de un esquema completamente secular; la historia de los desastres del siglo XX es reveladora a ese res­pecto. De todos modos, el autor de­bería ser consciente de que la fe con­siste precisamente en romper esa si­metría o hipotético equilibrio, para conceder más plausibilidad, capaci­dad heurística, y eficacia antropoló­gica y social a la propuesta cristiana. Eso no implica anular la dimensión de la duda y de la búsqueda.

Ciertamente es saludable revelar los límites de programas cristianos mo­dernos y dar cuenta de la intrínseca debilidad de toda teología, pero no creo que sea justa una crítica que des­plaza a menudo el tema religioso a otras dimensiones; sería como juzgar a un médico por su capacidad de to­car el piano o de pronunciar una arenga política. Da la impresión de que no está clara la consecuencia de los procesos de diferenciación: cada subsistema social se especializa en un sector y opera dentro de un código li­mitado. El de la religión es la comu­nicación de trascendencia, y no la transformación política o la gestión económica. Tiene razón Taylor al evi­denciar los límites del programa cris­tiano cuando trata de aplicarse a campos ajenos, como el político, o de organizar la vida común y personal. Sin embargo creo que el autor está operando todavía dentro de un es­quema mental típico del «catolicismo orgánico», que justamente revela co­mo inadecuado y con fallos insuperables en la modernidad. No creo que ese sea el único modo posible de en­tender el cristianismo, tampoco cató­lico, y que entre los extremos de un cristianismo liberal y secularizador, por un lado, y los proyectos orgáni­cos de recuperación global de la rele­vancia cristiana (Milbank), por otro, se dan alternativas y vías intermedias que apuntan más bien a aprovechar y hacer bien la propia competencia básica: la comunicación de trascen­dencia y de salvación en sentido defi­nitivo. Seguramente, si las cosas se miran de otro modo, y se narra la his­toria desde otra perspectiva, podría­mos aprender de Escoto y de otros maestros franciscanos, alejados de los ideales tomistas, que existen alterna­tivas para la fe también cuando la ra­zón asume su legítima autonomía y se difumina el ideal de orden.

En el fondo de la obra de Taylor se percibe un difuso hegelianismo, que se expresa en los distintos escenarios de una dialéctica que no acaba de reconciliarse entre la tesis cristiana y la antítesis humanista secular; y que se proyecta en una historia de la razón en constante tensión y aún inacaba­da. Se trata de un modelo posible, que muestra la fecundidad de la he­rencia del maestro alemán. Pero qui­zás eso es lo máximo que podemos ofrecer: modelos hipotéticos para or­ganizar una historia que a menudo escapa a las construcciones racio­nales.

Por lo demás, el libro de Taylor debe­ría constituir una preciosa ocasión para profundizar el tema de la secu­larización, sus causas y consecuen­cias, y para plantear estrategias rea­listas capaces de hacerle frente. En ese sentido sería hora de abandonar diagnósticos simplistas sobre la crisis religiosa actual y sus posibles culpa­bles, y para iniciar una reflexión más serena y eficaz, en grado de proveer a la Iglesia con ideas pertinentes y con la movilización que conviene en un tiempo tan difícil.
















1 El tema nace de la reflexión de varios escritos de D. José Policarpo, Cardenal Patriarca de Lisboa. No tuve la posibilidad de indicar paralelismos con el CG 26. El documento de nuestro reciente capitulo general presenta una opción sobre la evangelización y de los escritos del Cardenal Patriarca emerge otra opción. Cada uno puede hacer su propia síntesis. Para ayudar a reflexionar sobre el tema podéis encontrar unas preguntas al final. Son orientadoras para poder trazar itinerarios de esperanza y optimismo en los caminos de la Evangelización hoy.

2 Cf. también CG 26, nº 23, 27, 32-35.

3 Cf. también CG 26, nº 24, 28, 36-40.

4 Cf. también CG 26, nº 25, 29, 41-45.

5 Cf. también CG 26, nº 26, 30, 46-51.

6 Sal Terrae 96 (2008) 595-608.

7 Cooperador Paulino 141 (2007) 18-22.

8 Enzo Bianchi es fundador de su comunidad y autor de muchos escritos sobre vida consagrada. No pocos religiosos del mundo entero encuentran en su palabra un buen referente. Los Jesuitas de Bélgica quisieron en 2007 escuchar su opinión sobre la cuestión vocacional. Sus respuestas, ceñidas a la experiencia, pueden iluminar otros muchos contextos.

9 Vida Religiosa 7 (105) (2008) 29-38.

10 «Razón y fe» 1317-1318 (2008) 29-42

11 Charles TAYOR, A Secular Age, Harvard University Press, Cambridge (MA), London 2007, 874 pp.

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Forum.com nº 75