PRÓLOGO


PRÓLOGO

w ww.olhares.





























La ley de enero es muy rigurosa, pero febrero ya es otra cosa.











  1. Retiro ………………….………..................3 - 9

  2. Formación…………….………............. 10 - 23

  3. Comunicación.….…..................... 24 - 27

4. El anaquel……….…….....................28 - 45







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Las Infantas, 3

09001 Burgos

Tfno. 947275017 Fax: 947 275036

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordinan: José Luis Guzón y Eusebio Martínez

Redacción: Álvaro Suárez Medina

Maquetación: Xabi Camino

Asesoramiento: Segundo Cousido y Mateo González


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681








La vida en el Espíritu

Fuente del «Da mihi animas, cetera tolle»



Juan Manuel Ruano, sdb


Volver a Don Bosco”, es la inquietud que tiene toda la Congregación ante el Capítulo General XXVI. Volver a lo esencial del carisma que Dios suscitó en Don Bosco. Mirar a Don Bosco para que con él volvamos a los jóvenes, la patria de todo salesiano.


Volver a D. Bosco” es penetrar sus motivaciones, sus razones, su espiritualidad que le hizo ser “sacramento del amor de Dios a los jóvenes”. “Volver a Don Bosco” es auscultar en lo más profundo del alma de nuestro fundador. La misión es fruto de su vida interior, de su tensión espiritual. Si Don Bosco fue un contemplativo en la acción se debió a su autoconciencia de sentirse hijo de Dios. La misión para D. Bosco es tarea de hijos, de aquí su unidad de vida. Ser y misión era una misma realidad. Siente la llamada a ocuparse de los jóvenes porque es ocupación de Dios Padre manifestada en Jesús. La expresión más concreta de esta conciencia de filiación nos viene expresada en su lema “Da mihi animas, cetera tolle”. Su conciencia de hijo le hace sentir la pasión de Dios por los jóvenes. Ocuparse de los jóvenes es la forma ”de dedicarse de las cosas del Padre”.



VOLVER A DON BOSCO PARA VOLVER A JESUCRISTO


Nuestra regla viviente es Jesucristo, el Salvador anunciado en el Evangelio, que hoy vive en la Iglesia y en el Mundo, y a quien nosotros descubrimos presente en Don Bosco! (C.art.196) Esta afirmación de las Constituciones expresan en síntesis la vocación del salesiano: configurado a Jesucristo y da la vida por los jóvenes, como Don Bosco.

Toda vida interior está comprometida en trabajar para que la opción por Dios sea la norma de todas las opciones, la fuerza orientadora para todas las actividades y la dimensión profunda que da sentido a toda experiencia.


Don Bosco fundador es modelo y es norma de vida. En Don Bosco y en el proyecto constitucional salesiano emergen los elementos que definen ese estilo original de vida y de acción apostólica. Cada salesiano lleva dentro de sí una imagen de Don Bosco, que ha ido madurando a lo largo de los años, a través de la experiencia, lecturas, meditación,…


Las Constituciones nos determinan la clase de relación con Don Bosco: “Padre y Maestro” (C. art. 21). La formación permanente es un don, una gracia personal y comunitaria de encuentro con Don Bosco. En el título de PADRE nos engendra en el seguimiento de Cristo y para los jóvenes. Con el título de MAESTRO nos apunta al arte de enseñar, de hacerse comprender, de hablar con el lenguaje del corazón, de comunicar con vida. Alude al hecho de que nosotros lo hemos seguido dejándonos guiar de su experiencia y, a través de él, hemos querido seguir a Jesús Maestro.


Padre y Maestro es una expresión que nos conduce a dos actitudes: “lo estudiamos e imitamos admirando”. “Volver a Don Bosco” supone el compromiso de conocerlo en profundidad, desde la reflexión, la interpelación. Admirarlo: es contemplar, sentirse atraído, mirar con el corazón. Comprenderlo por amor.


Con Don Bosco, en cada hermano, en cada comunidad salesiana Dios quiere regalar a los jóvenes el amor que El siente por ellos.


1 CRITERIO FUNDAMENTAL DEL “DA MIHI ANIMAS”

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La identidad es el criterio que busca toda persona para madurar y crecer. Para trabajar esta identidad salesiana tendremos antes que nada tener claro el siguiente punto:


+ Priorizar el Proyecto de consagración apostólica, es lo mismo que decir “ponemos a Dios y su Reino en el primer lugar de nuestras vidas”. No olvidemos que la vida consagrada salesiana es ante todo un Proyecto de vida Evangélica. Los valores son los del Reino que en Jesús tiene su expresión más perfecta. Lo típico de la vida religiosa, es que se concentra en Dios. De Él quiere ser experiencia, transparencia y anuncio. Hay que centrarse en Él.


La identidad salesiana por encima de todo es tener sentido de pertenencia a Jesús (“Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos...”, “Yo os he elegido a vosotros....”). Sentido de pertenencia que desde una vida de amor es configuración con Jesús (“Que sean uno como Tú y Yo, Padre, somos uno....”). En la vida consagrada debemos crear un sexto sentido: pertenecer todo a Él y a su Reino.


Ante todo y sobre todo Don Bosco intenta corresponder al don que Dios le ha regalado: “ser entre los jóvenes presencia de su amor salvador”. Sentir la vida como proceso, como itinerario donde Dios repite la experiencia de su pueblo, acompaña (“Dios me ve”), Dios es compañero de camino. Ésta es la experiencia vital de Don Bosco, Dios es compañero, es el “Dios con nosotros”. De ésta vivencia espiritual y vital surge la asistencia y la presencia entre los jóvenes.


Cristo, su persona, su mensaje, su vida, está en el fondo y en el sentido de su vida y éste queda clarificado, plasmado desde que opta por la vida sacerdotal (leamos sus propósitos al vestir la sotana). Detrás de ese proyecto de vida se esconde un deseo de poner a Dios Padre, como Jesús de Nazaret, en el centro de su vida, en el motor de su acción. En Jesús, Don Bosco, encontró el sentido de su vida cristiana la filiación. Haciendo una lectura profunda de sus propósitos encontramos que para Don Bosco, Jesús es el ideal de vida, el ideal de persona, el ideal a quien mirarse y a quien parecerse, esto es configurarse. Por lo tanto en su vida ocupará el puesto central de su corazón, Cristo. Enraizado en Él supo dar buen fruto. Su “mirada” puesta en Él nunca la quitó y esa mirada fue la fuente de su ser, de su acción, de su “Da mihi anima”.


Ante todo y sobre todo, la vida consagrada es ser discípulo de Cristo y por lo tanto prioritariamente es escuela, convivencia. Tener a Jesús como Maestro de vida supone darle tiempo, escucharle y mantener un diálogo ininterrumpido con Él. El discipulado de Jesús, su seguimiento conlleva intrínsecamente la convivencia desde Él con los otros seguidores, aparece desde el primer momento la necesidad de formar comunidad con los otros seguidores que comparten y tienen en el centro a Cristo - Jesús. La doxología salesiana “por Cristo, con Él y en ÉL....”


Esta es la base teológica donde se encuentra el fundamento de la vida de Don Bosco y el alimento de su fidelidad a la vocación, donde surge su lema “Da mihi animas cetera tolle”.


Me gustaría recalcar algunas actitudes de vida que distinguieron a Don Bosco, como modelo de vida para el salesiano.



ACTITUDES ESPIRITUALES BÁSICAS PARA “EL CETERA TOLLE”


La primera es su sentido y actitud contemplativa. Ya a los 9 años, en su sueño, Don Bosco recibe este mandato de María, la Maestra, la Madre: “¡MIRA!”. Más tarde Don José Cafasso le dirá: “mira a tu alrededor”. Don Bosco tuvo que aprender no sólo a ver la realidad que estaba delante de sus ojos, tuvo que analizar la realidad, tuvo que mirar con los ojos del corazón y tuvo que mirar desde Jesús, mirar de esta forma es a lo que la Palabra de Dios llama Sabiduría. Es la confrontación de su persona con la del Buen Pastor. Aquellos gatos, perros, lobos se convirtieron en mansos corderos. En sus idas y venidas por Turín contempló a los jóvenes que andaban como ovejas sin pastor, descubrió que los sacerdotes o eclesiásticos vivían alejados del mundo juvenil, encontró jóvenes que no tenían parroquia…


Una mirada contemplativa es mirar desde el corazón de Dios, mirar con ternura, con misericordia, con cordialidad, analizando el porqué de las situaciones. Don Bosco miró a los jóvenes con el corazón de Cristo y supo que toda su vida era para ellos. Por ellos estudiaba, por ellos pedía limosna, por ellos perdía el tiempo, por ellos hacia lo que tenía que hacer. Unió su ideal a una actitud de entrega y de donación total: “hasta mi último aliento será para mis queridos jóvenes”. Con Dios para ir a los jóvenes. En único movimiento de corazón. No había división. Es su experiencia del “Cetera tolle”

En el sueño de los nueve años, la Señora le invita a ser humilde, fuerte y robusto, he aquí las actitudes que debemos asumir, En ellas quedan asumidas dos actitudes que estuvieron presente en Don Bosco: el abandono y la santa indiferencia.


Humilde: es una actitud existencial que Don Bosco uniría a la autenticidad, a la sinceridad. Es abandono a la voluntad de Dios. Es confiar plenamente en la Providencia. Es saberse en las manos de Dios. El “cetera tolle” es desarrollar las posibilidades y las capacidades que como dones han sido dadas por Dios para ponerlas al servicio de los demás. Hay que hacer una lectura interior allí donde la persona tiene su sagrario, la conciencia y desde allí leer la vida y leer el mundo y sobre todo dejar que Dios pueda leer, conectar y convivir con cada uno. Es una llamada a cuidar la interioridad, la espiritualidad, la profundidad. Es una mirada profunda a la luz del querer de Dios. Sin humildad, es decir, sin sinceridad en la verdad de cada ser no podremos asumir la misión que Don Bosco recibió, la humildad hace crecer la fe y desde la fe hace surgir la verdadera entrega. Uno de los elementos que ayudó a Don Bosco a crecer en esta actitud de humildad y sinceridad es el Sacramento de la Reconciliación, que es sentirse contemplado por Dios. Es ante todo abandono a la voluntad de Dios y desde ella sólo busca lo que a Dios complace.


Reconoce que Dios es el protagonista de la salvación que ofrece a los jóvenes, aceptó esta realidad teologal que le hizo experimentar algo que estuvo muy presente en su vida la experiencia de la Providencia. El “Cetera tolle” es expresión del cuidado amoroso de Dios por cada hombre.


La fortaleza: “hazte fuerte” complementa a la humildad y a la docilidad. Ser fuerte es ser capaz de superar las adversidades, de entregarte aunque no tengas resultados positivos. Es no doblegarte ante el dolor, el sufrimiento, las contrariedades. Es dar sentido a todo lo que haces. Tener capacidad de sufrimiento, de aguantar hasta que duela sin perder la ilusión del ideal propuesto. Es el autocontrol, el dominio de sí, la “ataraxia del espíritu”. “Cetera tolle” es vivir sin otro objetivo que ser de Dios, que fiarse totalmente de Él, es la vivencia de encontrarle en los jóvenes. Para Don Bosco el abandonarse en Dios es su experiencia más profunda de la pobreza evangélica. La pobreza salesiana es abandonarse en los jóvenes para ocuparse de Dios.


La fortaleza habla de la capacidad de dejarse “tallar”, “cincelar” por los acontecimientos de la vida, por las sugerencias de los que te acompañan, por la Palabra de Dios, por los jóvenes y sus circunstancias, por el dolor y la falta de recursos económicos. La fortaleza tiene su apoyo en la Palabra de Dios y en el acompañamiento. Ser fuerte es ser dócil para dejarse moldear desde la vida para esa identificación o configuración con el Maestro. Es dejar que el Viñador sepa ir cortando aquellos sarmientos que no dan vida, de ahí su dicho: “quedaos con lo demás”.


La fortaleza es saber encajar los golpes y todo aquello que pega fuerte, que nos hace sentir la fragilidad de nuestra persona y sentir a Dios como escudo y defensa nuestra.


Sé robusto”, otra de las actitudes que se le pide en el sueño de los nueve años. Podría dar la impresión que está contenida en la anterior actitud. Robusto habla de crecimiento y ensanche, de tomar altura y tomar grosor, es de manera especial, la que señala la capacidad de saber amar de verdad sin depender ni hacer depender, ser uno mismo. Don Bosco sufrió decepciones en su convivencia con las personas pero nunca dejo de ser él y nunca atropelló otras personalidades. La afectividad supo encauzarla y ponerla al servicio de la vocación a la que había sido llamado, nunca hizo depender de él, ni dependió de los demás por mucho afecto que le tuvieran. Supo forjar una personalidad madura afectivamente. Aun en sus afectos supo decir: “cetera tolle”


El amor a Jesús, la oración, la pasión misionera, la opción por los pobres, la integración comunitaria cubren gran parte de las necesidades afectivas, Como Don Bosco, debemos ir asumiendo con alegría los valores de la entrega, de la opción radical del Evangelio, del amor abierto al seguimiento y discipulado de Jesús. Iremos transformando y tomando forma del motor central de Jesús: el amor del Padre en la entrega por los jóvenes.


Robustecerse es lo mismo que ensancharse, es decir, dilatar el corazón en la medida y profundidad que el de Jesús Buen Pastor. A eso le llamó Don Bosco caridad pastoral. Robusto es educar el corazón para hacerlo semejante al de nuestro modelo, Cristo. Poner todo el potencial ilimitado de nuestra afectividad al servicio de los jóvenes. Aquí está el quicio del salesiano, este es el elemento que debe dar el tono y color a nuestra vida salesiana. Amar sin esperar a cambio nada, pues el amor de Dios lo tenemos de antemano.


2 MEDIOS PARA CONFIGURARNOS A DON BOSCO

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Don Bosco hombre que le caracterizaba por un sentido práctico de la vida, tuvo como herramientas para su crecimiento espiritual los siguientes medios:


+ El Proyecto Personal, viene reflejado en sus propósitos de vestición de la sotana, su entrada en el seminario, en los propósitos de su ordenación sacerdotal. Son propósitos propios de la mentalidad de su tiempo, pero analizando su personalidad y tratando de corresponder a la llamada que le ha hecho Dios, se marca esos objetivos como un proyecto de vida en toda regla. Su proyecto de vida es el Evangelio personalizado desde una búsqueda del querer de Dios, desde la finalidad de irse configurando a Jesús, su modelo. Para nosotros salesianos la lectura divina son las Constituciones salesianas. Las Constituciones son el querer de Dios hoy para los salesianos. En ellas se encuentra el perfil y el Don Bosco que hoy Dios quiere para los apóstoles de los jóvenes, Ellas son nuestra normativa, nuestro criterio y en ellas están los valores y las actitudes que Dios y los jóvenes esperan de nosotros. Conocerlas, profundizarlas, hacerlas objeto de nuestro estudio vital es una forma de hacerse con el querer de Dios y dejarse modelar por Él.


+ La oración: La experiencia tonificante del contacto y del diálogo con el Señor por medio de la escucha de su Palabra, la vida litúrgico – sacramental y el encuentro personal es lo que permite expresar, en la intimidad de la relación, el propio modo de ser hijo de Dios, demostrarle gratitud y confiarle deseos y preocupaciones. En la oración, sobre todo, se realiza en profundidad el diálogo entre la iniciativa de Dios y la libertad del salesiano.


No se debe olvidar que la misión es mucho más que las tareas o actividades. Si se es misionero es porque nacemos de las entrañas del ¡Abbá!, como Jesús. Porque brotamos del costado de Cristo, como el Espíritu. Se es misionero del Padre porque hemos sido llamados a colaborar en la única misión del Padre que tiene Cristo. Por eso, en el silencio de nuestras capillas ahí nacemos como “misioneros”, ahí se nos revela el misterio de nuestras vidas. La misión ante todo es un don dialogal. Sólo se confía la misión a los que escuchan, sólo así se puede hacer la voluntad del Padre.


En nuestra oración fiel, de manera especial en la meditación de la Palabra y en la Eucaristía, son los medios que nos ayudan a crecer interiormente.


+ El acompañamiento espiritual. No es sólo propio del tiempo de la formación inicial, Don Bosco fue acompañado durante toda su vida. Don Bosco fue protagonista de una orientación que unificaba tres momentos para encaminar a jóvenes y Salesianos hacia la santidad: el acompañamiento espiritual que tenía como lugar habitual en la confesión; la dirección de la comunidad o de ambiente que creaba la atmósfera espiritual educativa; y el acompañamiento personal ocasional, que consistía en un consejo, en una palabra, en un gesto, un escrito de pocas palabras.


El acompañamiento que necesitamos en estos momentos es un elemento esencial para la fidelidad. Don Bosco lo tuvo como algo que él mismo necesitó y vivió, así nos lo dice la figura de San José Cafasso. Su confesor, su confidente, su acompañante espiritual. Es un elemento de ayuda y de fidelidad vocacional. La oración y el proyecto personal hacen necesario el servicio de una persona cualificada para acompañar y ayudar a discernir el querer de Dios para vivir en fidelidad nuestra vocación salesiana. Don Caffasso ayudó a Don Bosco a encontrar lo que Dios quería de él.


Se trata de aprender el arte del camino espiritual integral. Se necesitan más que nunca acompañantes espirituales. Hombres que tienen en su corazón la pasión por Jesús y su misterio, que han sido agraciados con sabiduría del Espíritu, que aman nuestro tiempo y comprenden al ser humano. Son personas que ayudan a centrarnos, a equilibrarnos, que lanzan a la vida. Los acompañantes espirituales enseñan a integrar todos los valores de la riqueza de cada persona. Ayudan en los procesos, en los itinerarios. Su tarea es compartir el crecimiento de la persona en todas sus dimensiones a la luz del querer de Dios. El salesiano, como Don Bosco, es por definición y por opción acompañante espiritual del joven.


+ La comunidad: La llamada de Don Bosco para hacer camino hacia los jóvenes es experiencia de con-vocación. En la misma dinámica del carisma salesiano la comunidad es su primer fruto.


El elemento comunitario es importante en la misión salesiana, es criterio irrenunciable a la hora de sentirse llamado con Don Bosco a compartir un carisma que tiene como fruto la convivencia de cuantos comparten el espíritu salesiano. La vida comunitaria nos educa al desarrollo de la libertad responsable. La comunidad comparte el celo y el entusiasmo de la misión salesiana la cual se basa con motivaciones de fe y de amor a Cristo. Crecer en la conciencia de que la misión salesiana no es dada sólo a una persona sino a la comunidad supone que no pierda la perspectiva de una tarea común, de una llamada a la corresponsabilidad, de un saber complementar, de un saber vivir con un solo corazón y una sola alma.


Urgidos por el Señor Jesús es importante compartir no sólo una forma de vida sino las razones que la inspirar. Compartir la riqueza de la propia vocación, comunicar la riqueza que en cada uno Dios va poniendo, compartir la Palabra y discernir desde Ella, son actitudes que deben hacerse presente en esta dimensión que hoy la Congregación ha puesto como tarea importante. Don Bosco no es sólo un rostro, es el rostro de todos los que hoy nos llamamos Salesianos.


+ La devoción Mariana: La dimensión mariana de la vocación salesiana es una constante en el perfil del salesiano de siempre. En el sueño de los nueve años, Don Bosco recibe como mandato de Jesús la de acoger a María como madre y maestra. Ella estuvo presente en todos lo momentos de la vida de nuestro fundador. Es importante que seamos conscientes de esta presencia en nuestra fidelidad vocacional como salesianos. Importante acudir a Ella, importante aprender de Ella, e importante desde el amor identificarse con Ella. Don Bosco aprendió desde esta devoción mariana a ser discípulo de Jesús, compartir con Él el amor del Padre por los jóvenes, poner en el centro de su corazón el amor a Cristo. No ha de extrañarnos que la presencia de María en su vida hiciera que en su itinerario espiritual primase el amor, distintivo del verdadero creyente o discípulo de Jesús.



PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL


+ ¿Cómo Don Bosco te identificas en su “Da mihi anima, cetera tolle”?

+ ¿Cuál es la pasión de tu vida?

+ ¿Cómo salesiano qué fuentes tienes para saciar tu vida interior, el:”Da mihi anima?“ ¿En tu entrega a los jóvenes sientes que te estás configurando a Cristo, apóstol del Padre?

+ ¿Qué medios tienes para configurarte como Don Bosco a Cristo?

+ ¿Qué actitudes de Don Bosco se te piden personalmente para vivir el “cetera tolle”?


















Las formas complejas de la religiosidad juvenil

Javier Martínez Cortés1

Evocamos el título de una obra clásica de Julio Caro Baroja (Las formas complejas de la vida religiosa) para aludir a la situación religiosa actual de un segmento muy circunscrito de la población española: los jóvenes.

No hay motivo para la extrañeza. La vida religiosa no se da en formas químicamente puras. Inculturada en una sociedad concreta, ha sido siempre compleja, oscilando entre la sinceridad entregada, la hipocresía, el fundamentalismo, el distanciamiento crítico, la frialdad... Sólo el deseo de abarcarla bajo un denominador común ha llevado con frecuencia a simplificaciones no demasiado ilustrativas de la situación real.

Llevados por este buen deseo de no simplificar excesivamente, hagamos una anotación previa sobre los términos que vamos a tratar: 1. los jóvenes en concreto —y no «la juventud»—; 2. un análisis, que podríamos llamar «estructural», de los elementos constitutivos de ese complejo entramado de actitudes que llamamos «religión»; 3. el ambiente cultural (la postmodernidad y su concepción de «lo sagrado» en el que la mayoría de los jóvenes —con las naturales excepciones— se mueven) y las dificultades que ofrece para una verdadera socialización religiosa; 4. el influjo de esta «cultura del cambio» postmoderna en las relaciones de los diferentes grupos juveniles con la mediación religiosa que es la Iglesia; 5. por último, la sospecha de la existencia de una soterrada religiosidad juvenil, que no acaba de encontrar su cauce.



LOS JÓVENES

Comencemos por ellos: hay que subrayar el plural concreto («los jóvenes») frente a la denominación abstracta («la juventud») que ya falsearía la cuestión con una simplificación inicial.

Desde la perspectiva de la sociología de la cultura, no es posible utilizar un sustantivo genérico («juventud») para expresar las actitudes de un colectivo marcado por tan acentuadas diferencias subculturales entre sus diversos grupos. Reflejo de una sociedad plural —añadiéndole quizá una dosis de intemperancia juvenil—, los jóvenes constituyen hoy un mosaico de actitudes (tal vez más aún en el plano religioso). No existe un modelo de comportamiento religioso que se pueda identificar como «comportamiento juvenil». Lo que se percibe es algo semejante a un pequeño «caos generacional», con orientaciones vitales no sólo diferentes, sino contrapuestas.

En los extremos de esta contraposición se perfilan, por un lado, unos grupos estrictamente apegados a algún tipo de institucionalización religiosa (los «nuevos movimientos religiosos», de matriz cristiana; o también los que se adhieren a algún grupo sectario); y por otro, quienes, sin declararse explícitamente ateos (el ateísmo explícito suele ser una postura de adultos), consideran que la religión no tiene nada que hacer en su vida. En el espacio intermedio se escalona una gradación imprecisa de indiferentes prácticos (sin posturas reflexionadas sobre la cuestión) y religiosidades más o menos «flotantes» e indecisas: a veces sin rupturas abiertas contra la tradición heredada; otras, con una mezcla de elementos de religiones orientales preferentemente. Esta heterogeneidad manifiesta nos previene de toda tentación apresurada de generalizar. Contra las expectativas de muchos «ilustrados» anteriores, la religión no desaparece; pero es evidente que algo en ella cambia y se mueve (la interrogante es: ¿hacia dónde?).

Una vez admitida la heterogeneidad de los jóvenes, es posible también advertir un cierto sesgo colectivo, que pudiera denominarse «generacional».

Es fácil advertir en ellos una permanente «apertura» a los cambios (¿inducida por la innovación permanente en el desarrollo tecnológico?). Esta actitud conduciría hacia lo que se ha llamado «identidad abierta»: es decir, la que se niega a considerarse «concluida» de una vez para siempre. Lo que dificulta, como es lógico, la adopción de decisiones definitivas, que cerrarían su apertura futura a un posible cambio.

Por ello hoy resulta algo temeraria una aproximación a los grupos juveniles que trate de caracterizarlos con categorías permanentes. «El barómetro juveinl marca siempre variable» señaló Joaquín García Roca. Con las naturales excepciones, la gran mayoría parece rehusar todo compromiso a largo plazo.

¿Y ante lo religioso? ¿Son también variables sus actitudes? ¿Hay elementos culturales que les apartan de la religión? ¿Son, en su mayoría, totalmente indiferentes ante cuestiones religiosas? ¿O nos hallamos ante un fenómeno de des-institucionalización de lo religioso, favorecido por el aguzado individualismo de nuestra cultura occidental?

¿Han entrado las religiones (como el resto de la vida social) en el área del mercado, y en consecuencia se ven sometidas a un cálculo de costes y beneficios meramente terrenos? Y los «integrismos religiosos» (que captan a una parte de los jóvenes y tratan de poner diques a la marea del cambio), ¿se apoyan meramente en una necesidad de «anclar» en algo «seguro», frente a la angustia cultural que puede producir lo que hoy es, pero mañana acaso no tenga valor?

Son preguntas legítimas que, en el plano religioso, formulan sus interrogantes ante generaciones juveniles pragmáticas e inestables, cuando todo aparece sometido al principio heracliteano del cambio. Preguntas a las que es dificil dar respuestas claras (la realidad social avanza hacia grados de complejidad creciente); pero sobre todo a las que es imposible dar respuestas definitivas. Sin embargo, desde una perspectiva cristiana, es bueno formularse tales preguntas, porque el mandato de evangelizar no se circunscribe a las situaciones claras.



LO RELIGIOSO: UN ESQUEMA DE ANÁLISIS FACTORIAL

«Lo religioso», por su parte, tampoco es un campo de claras evidencias sociológicas. Los métodos cuantitativos —Sociografía religiosa— son de utilidad (especialmente en el caso del catolicismo, donde los ritos y los sacramentos ponen de relieve unos datos muy cuantificables). Pero la distancia entre estos datos y las actitudes interiores (donde reside el núcleo existencial de la religión vivida) ya no es captada por los números. La práctica puede quedarse en lo exterior y ser una mera rutina aceptada —¿algunos bautismos?—, o un mero acto «social» sin repercusión religiosa —«matrimonios por la Iglesia»—). Por otra parte, el no practicar los ritos religiosos institucionalizados, ¿elimina toda sospecha de una posible religiosidad latente?

Porque «lo religioso» es un fenómeno complejo, poliédrico. Las «redes» de cifras dicen algo sobre la «religión establecida»; pero no bastan para captar entre sus mallas a esos peces sutiles que William James denominó las «variedades de la experiencia religiosa». En consecuencia, desde la Sociografía hay que ensayar el tránsito hacia la Sociología de la religión propiamente dicha (búsqueda de núcleos causales, o de «afinidades electivas» —diría Weber—, formulación de hipótesis de trabajo, etc.).

Se ha propuesto un «análisis factorial» del fenómeno religioso. El concepto «religión» implicaría un sistema de elementos —«factores»---, correlacionados entre sí, pero relativamente independientes. En primer lugar, como base, se afirma un núcleo sustancial de creencias relativas a la divinidad, que superarían los límites de lo accesible a la mera razón (creencias religiosas: primer factor). Sin embargo, lo anterior no excluye un esfuerzo de la razón —proporcionado al nivel cultural de cada época— por justificar la aceptación de esas creencias (legitimación y aceptación cultural: segundo factor). Dichas creencias se traducen en una serie de acciones sagradas, dirigidas a la divinidad o a sus intermediarios (ritos: tercer factor). No basta con ello: la convicción religiosa implica también comportamientos en la vida profana, respecto a otros hombres (cuarto factor: ética derivada de las creencias). Y, finalmente, lo religioso interiormente vivido es capaz de evocar un panorama complejo de sentimientos y emociones (elemento experiencial: quinto factor).

Posteriormente se le ha venido a añadir un sexto factor: el organizativo-institucional. Estos factores poseen una «lógica interna» y tienden a ser institucionalizados, con un grado diverso de coherencia y rigidez normativa (el catolicismo, entre las grandes religiones, constituiría uno de los exponentes máximos de esta articulada institucionalización).

Con todo, se da un cierto grado de independencia entre ellos. La lógica que los une puede faltar, por diversas causas, en la vida concreta del adepto. Es decir, que puedo creer pero abandono la práctica de los ritos. O a la inversa, mantengo algunos ritos, pero como meros eventos socialmente obligatorios, ya que para mí están vacíos de sentido trascendente (asistencia a funerales). O tal vez experimento fuertes sentimientos religiosos, pero sin una justificación «razonable» (veneración exclusiva de cierta imagen). O prescindo de la ética que me exigirían las creencias a las que digo adherirme. O me considero sinceramente creyente, pero excluyéndome de cualquier institucionalización religiosa «believing without belonging»).

Todo lo anterior (que la experiencia cotidiana atestigua) no menoscaba el hecho de que el factor «creencias» tenga una primacía lógica en la vida religiosa. (Aunque el «creer» religioso significa mucho más que un simple acto de asentimiento intelectual). Pero es obvio que, derrumbadas las creencias, los restantes «factores» pierden su contenido religioso y perduran a lo sumo como residuos culturales.



LOS PROCESOS DE SOCIALIZACIÓN RELIGIOSA Y SUS ACTUALES DIFICULTADES

Tales «factores», y su correlación, como es obvio no se dan en el vacío. Son un producto histórico, primero de una larga tarea de «construcción» comunitaria. Y luego de un paciente proceso de transmisión a las generaciones siguientes. Éste es el proceso que llamamos «socialización religiosa»: posee distintas fases, adecuadas a la edad, y se realiza por distintos agentes sociales.

El primero sería la familia, primera educadora de los sentimientos infantiles. No es necesario ser un freudiano convicto para comprender su importancia decisiva —que perdura incluso a través de eclipses posteriores— para transmitir las condiciones de una futura religiosidad viva. Lo cual implicaría, como situación ideal, no sólo una imagen de Dios, sino una cierta experiencia, propia de la edad. La consecuencia obvia de este influjo familiar primario es que las crisis que afectan al modelo tradicional de «familia cristiana» (hoy tan agudamente presentes) dejan un vacío no fácil de recuperar en la socialización religiosa. Abandonada a sí misma, y sometida a las crisis de la pareja, la familia actual puede convertirse en un agente eficaz de olvido de la tradición religiosa.

Anteriormente la Sociología, analizando sociedades menos complejas y pluralistas, consideraba que la enseñanza familiar, la de la Iglesia, y la de la escuela venían a coincidir en lo sustancial. La socialización religiosa, por tanto, se apoyaba sobre estos tres puntales. Pero hoy el panorama se ha complicado notablemente con el influjo de otros agentes sociales, que no tienen primariamente una intención educativa (más bien lo contrario).

Las nuevas generaciones son socializadas en un proceso de ósmosis permanente. En él interviene una multiplicidad de influjos, difíciles de evitar: imágenes publicitarias orientadas al consumo, el uso fascinante de las nuevas tecnologías (Internet), las opiniones de «grupos de iguales» (las pandillas), las horas transcurridas ante el televisor, un recelo generacional frente a las instituciones.., y cierto alejamiento compasivo de sus mayores, a quienes no consideran a la altura de los nuevos tiempos. Simplificando, si hubiera que definir a estas generaciones con un adjetivo, los adultos tenderíamos a decir que son «generaciones irreverentes». Es posible que se trate de un subproducto de la aceleración del cambio histórico, que en ellos se vive de modo connatural. Esta «irreverencia» se muestra en cualquier perspectiva de la enseñanza -que no sea la meramente tecnológica—, pero se acentúa aún más en el terreno religioso.

Claro que cabria interrogarse: ¿no estamos exagerando los problemas que muestra hoy esta compleja tarea de educar? ¿No ofrecemos una imagen demasiado pesimista, poco matizada?

Habría que confesar que, tal vez, en parte sí (es evidente que no todos los jóvenes responden a estos influjos del mismo modo). Pero es una imagen capaz de dar cuenta del deterioro de un cierto sistema de socialización —y no sólo religiosa—, que se está produciendo ante nuestros ojos. Y en lo religioso (de lo que aquí nos ocupamos), la Iglesia Católica en España ha perdido antiguos monopolios. En muy poco lapso de tiempo nuestro país se modernizó (especialmente con el ingreso en la Unión Europea). El tránsito a la modernidad dejó sus cicatrices eclesiales. Sobre ellas, el giro cultural de la «postmodernidad», con toda su ambigüedad, viene a hacer más borrosos los contornos del panorama creyente; porque hoy —un dato inédito en la cultura española— hay «creyentes» que no son católicos, ni siquiera cristianos.



EL GIRO CULTURAL DE LA POSTMODERNIDAD

De la postmodernidad se ha hablado mucho (quizá demasiado), pero siempre será necesario aproximarse a ella para hacerse cargo de las dificultades que encuentra la socialización religiosa. Lo cierto es que una parte mayoritaria de la población juvenil parece vivir en este caldo de cultivo cultural que supone la postmodernidad (aunque tal vez no sea muy consciente del nombre que los adultos le damos: algo así como el personaje de Molire, que hablaba en prosa, sin saberlo). Postmoderno —trata de aclarar Lyotard— «indica simplemente un estado de espíritu». Pero un «estado de espíritu» implica otra manera de vivir la vida.

¿En qué consistiría ese «estado de espíritu»? En primer lugar, en una cierta afirmación básica de que su única tarea consiste en vivir su vida. Aparente y engañosamente, están poseídos por un individualismo poco menos que irreductible frente a los tradicionales consejos de sus mayores. Individualismo engañoso, porque su identidad (hoy de maduración social tardía) y el deseo de pertenencia grupal les lleva a comportamientos sociales gregarios.

Esta vida «suya» busca el encontrar, sin mucho esfuerzo, «su» identidad, huidiza y problemática, en un mundo en el que elegir puede resultar difícil (por el exceso de ofertas). Ofertas, ante todo, de consumo (los jóvenes constituyen una buena porción del mercado). Consumo de objetos tecnológicos, de imágenes, de música, de relaciones, últimamente también de viajes... Un universo de «reclamos» sensoriales que ofrecen nuevas experiencias. García Roca ha ensayado comentar algunas de ellas, denominándolas «constelaciones» (en un ilustrativo «Cuaderno» de Cristianisme i Justícia, n.° 62). Conocerlas vale la pena, si nos preguntamos cómo introducir vida cristiana en ellas.

De momento, la constelación inicial en la que los postmodernos viven es la del presente. Se produce una drástica reducción del tiempo de la vida humana: el pasado se ignora (y de ahí una afirmación implícita de la irrelevancia de las tradiciones —si se exceptúan los antecedentes nacionalistas—). Y en cuanto al futuro, ante un mercado laboral dificultoso, es mejor no quebrarse la cabeza.

Pero ¿qué hacer en el presente? Escépticos de las grandes palabras de sus mayores (las que se escribían con mayúscula: Justicia, Igualdad, Felicidad, Amistad) se vuelven hacia el pragmatismo de lo cotidiano: un amor y una amistad gratos, aunque puedan ser pasajeros, y una felicidad modesta, pero asequible, para la cual la sociedad de consumo ofrece suficientes atractivos.

Uno de ellos, y muy importante, es el de la música. Ha de ser su música, la que se vive, no meramente se escucha. Una vibración (vivir es vibrar) con la que poder expresarse. Música no para élites, sino para todos los públicos juveniles y al alcance de todas las economías (España es el país europeo en el que se vende el mayor número de discos piratas; también cabe la piratería on une). La música traduce sus emociones y sirve como vía de escape en el presente, ante las indudables dificultades de un futuro no asegurado.

Otra «constelación» sería la del cuerpo. La expresión corporal se ha convertido en un medio esencial de comunicación (prácticamente todo en la juventud es una aventura corporal). Con la ventaja, hoy añadida, de que el cuerpo puede ser objeto de «construcción» física, en el caso de que no estemos satisfechos con él (gimnasios y cirugía estética a ciertos niveles económicos). ¿Qué se conseguirá con ello? Mejorar la imagen.

El joven —pero no sólo él— es consciente de que la sociedad contemporánea es una sociedad del espectáculo; y por tanto de la imagen. La identidad —siempre problemática— se conquista ante todo con la imagen, y ésta es primordialmente física. En el mundo movible que les rodea su cuerpo les proporcionará un «dato objetivo» al que atenerse para tratar de responder a la gran pregunta de la vida: «¿Tú quién eres?».

Porque el joven posmoderno vive en una especie de desamparo metafísico, mezcla de escepticismo y seducción. Escepticismo (como ya aludimos) de los grandes ideales utópicos de sus mayores, que les parecen o mera retórica o ingenuo romanticismo. En cuanto a los logros de sus mayores, de los que ellos (los jóvenes) disfrutan —por ejemplo, en España, el régimen democrático—, lo estiman no como algo adquirido y que ha de ser defendido, sino simplemente como un dato «cuasi-natural» de la vida política, un elemento «normal» en cualquier convivencia comunitaria.

Ya desarbolada de ideales utópicos, la existencia les ofrece algo «real» y muy tangible: la seducción inmediata de las constelaciones sensoriales aludidas. Una felicidad asequible y en presente (ellos desconfían de las programaciones del futuro). Pero esta felicidad, por pragmática que sea, requiere la comunicación con sus iguales.

¿Y quiénes son «sus iguales»? Ante todo, el grupo al que se pertenece dentro del «mosaico» juvenil (la expansión de la telefonía móvil no tiene como única causa su indudable utilidad profesional, sino las posibilidades de comunicación inmediata: el placer de sentirse acompañado por un oído propicio. No hay postmodemo sin móvil). Y aunque la comunicación no siempre sea fácil, queda una cierta sensación de «pertenencia» al grupo joven (la pertenencia es una necesidad social inesquivable) y una protección contra la soledad. Porque sería absolutamente irreal la representación de una «existencia juvenil postmoderna» libre de problemas interiores (estadísticamente, tienden a hacer una aparición cada vez más temprana los excesos en el alcohol, la anorexia y cierta proclividad a la depresión; no es la imagen de una sociedad de «jóvenes felices»).

Esta somera descripción nos parece necesaria para hacerse cargo de las dificultades que encuentra el intento de educar cristianamente en este caldo de cultivo» (que afecta a una gran parte de las generaciones juveniles). Pero no todos los jóvenes son «postmodernos», como es obvio. En el mosaico juvenil ¡se dan tantos dibujos! Hay jóvenes que configuran otros estilos de vida, donde el esfuerzo hacia el futuro es un componente importante. Existe un «núcleo duro» juvenil cuya finalidad clara —desde favorables puntos de partida, culturales y económicos, por supuesto— es conseguir un éxito profesional aceptable, lo que permitirá un nivel de vida también aceptable. Ya desde la perspectiva religiosa, los llamados «nuevos movimientos» viven con intensidad —y en ocasiones con una cierta rigidez de identidades— su adhesión institucional a la Iglesia.

No obstante, el cuadro esbozado del «joven postmodemo», en sus líneas generales, no creemos que sea falso. Lo cierto es que la postmodernidad toma muy visible la crisis de las estructuras de iniciación cristiana, en sus ambientes familiares y culturales.



POSTMODERNIDAD Y DISTANCIAMIENTO JUVENIL DE LA INSTITUCIÓN RELIGIOSA

¿Es posible la combinación «postmodemo y cristiano»? La pregunta parece demasiado simple, dada la borrosa complejidad de la situación.

En principio, el postmodemo no es belicosamente antirreligioso. Pero su relación con la institución religiosa, por lo pronto, es notoriamente asimétrica (la Iglesia muestra un interés por los jóvenes —son el futuro- que está lejos de ser correspondido por ellos).

Consideramos, desde una perspectiva sociológica, que no debemos ser proclives a la idea de la vigencia de la tradición católica entre los jóvenes españoles. Ciertamente hay quien se esfuerza en vivir un cristianismo íntegro; pero son una minoría, en relación con la totalidad de la población juvenil. Es alentador el ascenso numérico de jóvenes laicos en los llamados «nuevos movimientos religiosos» (aunque también haya que constatar la escasez de vocaciones). Y es evidente que los viajes papales convocan muchedumbre juveniles (habituadas por la figura carismática, ya desaparecida, de Juan Pablo II). Sin embargo, ello no obsta para reconocer que constituyen una minoría dentro de la totalidad de las generaciones jóvenes (no sólo españolas, sino europeas).

No deja de ser cierto que la población española se declara mayoritariamente católica (ocho de cada diez españoles: un 77 %, según el Centro de Investigaciones Sociológicas —enero de 2006—). También es claro que prácticamente toda la población está bautizada (un 94 % según datos de la Conferencia Episcopal: a tenor de la contabilidad de los bautizos, cada día la Iglesia Católica aumenta en unos 800 nuevos feligreses). Pese a este aumento vegetativo, el porcentaje de quienes se declaran católicos en las encuestas tiende a disminuir (en 1998 eran el 83,5 %).

En cuanto a los que, declarándose «católicos», cultivan la práctica religiosa, su número es llamativamente escaso. Se acentúa la disminución de la asistencia a la misa dominical, tanto entre adultos como entre jóvenes. Los jóvenes de entre 18 y 24 años dan siempre, en lo referente a práctica religiosa, un porcentaje inferior al de los adultos (el «núcleo duro» de quienes cumplen estrictamente tiende a reducirse: entre un 15 y un 12 %). Un 46 % declara que, salvo en caso de bodas, bautizos y primeras comuniones, apenas va a la iglesia. Se declara «no creyente» (aunque bautizado) el 13 % de la población global; y un 6 % se confiesa explícitamente ateo.

Todo lo cual apunta en la dirección de una crisis grave en las estructuras tradicionales de iniciación cristiana.

Sospechamos, con todo, que seria sociológicamente incorrecto interpretar estos datos, sin más, como un síntoma indudable de indiferencia religiosa. Lo que indican primariamente es un paulatino distanciamiento de la institución eclesial y de sus obligaciones rituales. Cooperan eficazmente en este proceso: por una parte, la cultura audiovisual dominante (una «invasora» de notable banalidad y sin apenas referentes religiosos); y por otra, la pobre imagen de la institución eclesial (¡en una sociedad «de la imagen»! Se debería prestar más atención a este dato). A una mayoría de jóvenes inmersos en la atmósfera de la postmodernidad, la Iglesia les resulta vitalmente irrelevante.

Tal imagen —se objetará— es superficial, injusta y precipitada. De todos modos no se puede negar su visible aparición en las encuestas religiosas. Y si nos preguntamos de dónde deriva, es bastante evidente que de un desconocimiento notable y una ausencia de interés juvenil. Todo lo cual remite a su vez a la mencionada crisis de las estructuras de iniciación cristiana. ¿Cuáles serían las causas de tal crisis?

Es simplista y sociológicamente inaceptable el reducir la explicación de un fenómeno social complejo, como éste, a una sola causa (la causa considerada, a su vez, tendrá una pluralidad de causas que nos remiten inevitablemente a una maraña causal entrelazada).

¿Son las insuficiencias pedagógicas en las catequesis las principales responsables? Sospechamos que no —aunque pueden darse—. Pero una parte importante de la población infantil, o no accede a las catequesis, o no ve la enseñanza que allí recibe, reflejada en la vida familiar (y por tanto es difícil que la asimile).

Es hoy un dato adquirido que una fuente originaria de las crisis en la iniciación religiosa, está en otra crisis: la del modelo familiar tradicional cristiano, que remite, a su vez, a la crisis de la pareja; la cual, por su parte, remite al temor de contraer obligaciones religiosas permanentes respecto a la misma (lo que inclina a ensayar otras formas de convivencia, en las que difícilmente encaja la concepción cristiana). ¿Es posible, desde esta situación, tener la expectativa de una adecuada socialización católica en la familia?

Sin embargo, también hay que hacer notar la existencia de matrimonios definitivamente estables, en los que se produce el alejamiento de los hijos de la práctica religiosa. Cabe preguntarse por qué padres de orígenes cristianos (y sinceramente vividos) no han sido capaces de transmitir a la generación siguiente una actitud religiosa que para ellos fue importante. ¿Y qué razón impulsó a los hijos para asimilar su ética —honradez, laboriosidad, solidaridad— y estimar irrelevantes sin embargo las convicciones religiosas de sus padres?

¿Acaso habría que buscar una razón complementaria de la indudable crisis familiar (y sin disminuir lo más mínimo su importancia)?

Querríamos, como hipótesis, considerar aquí un fenómeno menos visible aparentemente: la «metamorfosis de lo sagrado». Nos referimos a un cambio en la percepción de lo que es «sagrado» para el hombre postmodemo. Tal cambio no suprime toda huella de religiosidad, sino que la transforma y con ello produce una mutación que desinstitucionaliza el control de lo religioso que la Iglesia poseía.



LA «METAMORFOSIS DE LO SAGRADO» Y LA DESLEGITIMACIÓN RELIGIOSA DE LA IGLESIA

La percepción de «algo» sagrado en la vida (es decir, de lo que está sustraído a la manipulación instrumental del hombre, por ser una manifestación de Quien es superior a él) da consistencia a las actitudes religiosas. Las diferentes percepciones de lo sagrado dan origen a diferentes religiones (el cristianismo nace de una diferencia en la percepción de lo que representa la Persona de Jesús, que da origen a la concepción de un Dios Uno y Trino en el interior del monoteísmo judío).

Sin embargo, como señala Mircea Eliade, lo sagrado se nos revela en lo profano. Parece, pues, esencial distinguir constantemente entre los dos movimientos de todo acto verdaderamente religioso: a) la aprehensión de lo sagrado por el hombre, percibido como una realidad objetiva y trascendente, a través de una experiencia emocional y simbólica; y b) la expresión que el hombre da a esta realidad, convirtiéndola en inmanente (algo que inicialmente fue «profano»).

Esta expresión inmanente de «lo sagrado» no es, simplemente, algo exterior al hombre; constituye, al mismo tiempo, el testimonio de una relación con la divinidad, capaz de modificar la propia vida (la configuración de los ritos religiosos no es sino una creación humana, que pretende acercar- se así a lo que «lo sagrado» representa).

Pues bien, la «cultura de la postmodernidad» no es totalmente ajena a la categoría de lo sagrado. Es decir, que no excluye toda actitud religiosa. Pero trata de redefinirla. ¿Cómo? Eliminando de la concepción de «lo sagrado» el elemento de trascendencia vertical (la concepción de la Divinidad de las grandes religiones). En su lugar se instala una trascendencia horizontal, que subyacería en el propio ser humano.

Escuchemos a alguno de sus teóricos: ... «vamos a intentar salvar ciertas formas de existencia religiosa..., ciertas modalidades de conciencia y forma de expresarse a sí mismo en la propia vida. En el futuro veremos nuestra religión no como una doctrina sobrenatural, sino como un experimento de la personalidad». (D. Cupitt en el libro de Luc Ferry (Editor): El hombre-Dios o el sentido de la vida, p. 82). Así, «superadas» las aspiraciones «primitivas» hacia divinidades más allá de lo humano, la trascendencia del «yo» sería meramente horizontal, expresiva de la propia profundidad del sujeto e independiente de cualquier forma de heteronomía. Lo humano, en sus dimensiones más valiosas, de dignidad y profundidad, es ya sagrado: «homo homini res sacra». El hombre, por sí solo, seria fuente de sacralidad: de ese modo (formulada en abstracto y descontextualizada) tal vez nos suene como una reedición posmoderna del ateísmo de Feuerbach y su «religión del amor».

Pero la posible novedad no reside propiamente en su formulación intelectual, sino en la «versión» de las nuevas generaciones que viven una cultura, no de ideas, sino de sensaciones. Esta mutación en la idea de lo que es «sagrado» no se puede reducir a un simple ateísmo (la postmodemidad es más pluralista). Puede haber, por supuesto, una versión estrictamente atea. Pero el postmoderno no ve la necesidad de renunciar a todo sentimiento religioso —o acaso mejor, pararreligioso—.

Lo que sí vive es un debilitamiento, en su vida, de lo que, quizá en la de sus padres, representó el control de la institución religiosa. Porque esta mutación de «lo sagrado» (el factor primero del análisis factorial de las religiones) implica, por lo menos, una dislocación de la «lógica de obligación» que trababa los restantes factores. Los ritos, la experiencia de lo religioso, el cultivo de un posible discurso razonable (lo que llamaríamos una teología), flotan en el vacío, faltos de conexión interna.

En su lugar la religiosidad del sujeto —si permanece— se expresa en actitudes individualistas, orientadas por la mera subjetividad (lo que no excluye la aceptación de algunos elementos de la tradición religiosa, heredados de la educación recibida). Así se genera la ya tópica «religión a la carta».

La religiosidad, como búsqueda de sentido a la propia vida —más allá de lo meramente empírico—, no se pierde, pero se transforma. Hace su aparición cultural lo que se ha denominado «nebulosa místico-esotérica». La religiosidad busca su vía en una galaxia en movimiento (¿hacia dónde?), donde hacen su aparición inconexos residuos de la herencia cristiana, elementos de proveniencia oriental (la reencarnación, por ejemplo), o idílicas visiones sobre una «nueva era» postcristiana, basada en un cambio del signo del zodíaco bajo el cual vivimos.

Estas «nuevas religiosidades» tienden a producir su propio sistema de mediaciones en la vida cotidiana: caminos y métodos espirituales asumidos de diferentes contextos (técnicas de concentración y de relajación, mantras, dietas alimenticias, medicinas alternativas). Algunas de ellas están siendo incorporadas a la vida secular, como simple ejercicio terapéutico. En cuanto al factor ético, suelen incorporar —más allá del estricto «deber»— formas de solidaridad con el otro (que pueden converger, en la práctica, con la tradición cristiana, pero despojándola de trascendencia vertical).

El panorama así aludido es incompleto, puesto que se refiere a posturas en las que la religiosidad está «reflexionada», al socaire de la propia concepción de lo sagrado. Pero seria ilusorio pensar que agota las posibilidades de una religiosidad extraeclesial. Porque se dan igualmente posturas no reflexionadas (el «postmoderno medio» no es muy dado a cavilaciones cuasi-metafísicas) vividas en la inmediatez de lo cotidiano, donde la idea de lo sagrado se ha hecho simplemente desvaída.

Una de tales posturas seria la de quienes dudan de que haya algo sagrado; pero en cualquier caso están persuadidos de que no es la Iglesia, que ven como una mera organización, la que puede sacarles de dudas (se produce, dicho en jerga sociológica, una deslegitimación religiosa de la institución que anteriormente ejercía su monopolio indiscutido en este terreno). Esta deslegitimación cuestiona, por sí sola, toda obligación personal que pueda derivarse del conjunto de factores del hecho religioso. Su adhesión a la religión recibida se desintegra. La religiosidad posible «flotará» a la búsqueda de un sentido para la propia vida.

En este borroso arco de actitudes juveniles, otra postura es la de quienes, sencillamente, ni se plantean cuestiones que estiman ajenas a las evidencias inmediatas (de las cuales viven). Dios «se hace notar» muy poco; y la Iglesia no les resulta «atractiva». No vale la pena —sospechan— malgastar su tiempo en inútiles complicaciones, cuando se tienen a mano atractivos y preocupaciones cotidianas mucho más tangibles. En realidad su problema no es la defensa de su tiempo —ocupado por la fascinación de las tecnologías digitales— sino la descolorida imagen que el término «Dios» les evoca, en su mundo de sensaciones concretas. «Dios» no es un tema contra el que se levanten objeciones intelectuales, o vitales, sino una palabra lejana, incapaz de despertar inquietudes ni provocar decisiones (ni en pro, ni en contra).

Este espectro confuso de posiciones (con matices variables a tenor de cada individualidad) no tiene más punto de convergencia que la convicción de que la organización eclesiástica —la Iglesia— que asumía tradicionalmente la representación de «este» Dios desvaído, carece de autoridad para crearles obligaciones, religiosas o morales. Por lo tanto, ¿para qué concederle un lugar en sus vidas? Sin embargo, no hay por qué militar activamente en contra: se admite su existencia como una manifestación más de una sociedad pluralista, en la que «hay gente para todo».

La afirmación de esta irrelevancia eclesial, como anteriormente apuntamos, no equivale siempre a una absoluta indiferencia religiosa (en las encuestas, aproximadamente un 75 % de los jóvenes suelen afirmar que no necesitan de la Iglesia para su relación con Dios). Pero automarginada así de la institución religiosa, entretenida en las inagotables novedades de la tecnología y buscando la cobertura del grupo para vivir, una parte —mayoritaria— de la población juvenil crece en la ignorancia de la tradición cristiana. ¿Hasta cuándo y hasta dónde?



¿CABE UNA POSIBLE RECONDUCCIÓN DEL «ESTADO DE ESPÍRITU» DE LA POSTMODERNIDAD HACIA EL CRISTIANISMO?

Teológicamente, la cuestión se plantearía así, frente a la redefinición post- moderna de lo sagrado como algo meramente «horizontal»: en el intento de «salvar» la dignidad del hombre, ¿es necesario negar cualquier «trascendencia vertical» para considerar al hombre «sagrado» —es decir, no manipulable por el hombre—?

Es obvio que no. Esta exigencia de ateísmo tiene que provenir de otras fuentes, puesto que hay una concepción, históricamente muy anterior, que afirma la dignidad del hombre y su sacralidad como imagen del Dios vivo y encarnado. «Lo que hayáis hecho por uno de estos mis hermanos, conmigo lo habéis hecho»... Una versión cristiana que deriva del misterio de la encarnación.

También cabria preguntarse, en el plano histórico, si la versión atea de la sacralidad del hombre, no ha resultado más «débil», más propensa a diluirse, que la versión cristiana —a pesar de sus propias deficiencias comprobables—.

Y los meandros por los que la religiosidad busca una salida (una vez «eliminada» la verticalidad de la trascendencia), ¿no sugieren la sospecha antropológica de una cierta asfixia para la necesidad de sentido en el ser humano?

Sea como fuere, el alejamiento eclesial mayoritario del «postmoderno medio» no se mitiga con reflexiones teológicas ni antropológicas. Habitante de una «cultura de la seducción», ¿qué necesitaría el postmoderno para sentir al cristianismo como un elemento digno de consideración en su vida? ¿Por qué lo excluye?

Propondríamos previamente, como hipótesis de trabajo, la idea de que existe entre los jóvenes una corriente soterrada de espiritualidad «no eclesial» y una cierta «nostalgia de utopía a la búsqueda de expresión en nuestra antiutópica cultura.

¿Cómo aproximarse a esta espiritualidad latente y dar forma a sus deseos de utopía? (porque es yana la esperanza de que el «postmoderno medio» se acerque a la parroquia, o ingrese en algún «nuevo movimiento» religioso).

En cambio, sí parece poco dudoso el hecho de que el postmoderno añore la comunicación (cuando tiene la impresión de que se le entiende y se le atiende). De ahí la búsqueda de un refugio en el grupo de iguales; aunque sea para beber juntos los fines de semana. Sin embargo, ¿de qué manera comunicarse con él cuando el comunicador —la Iglesia— no goza de crédito y hay una lejanía difícil de salvar?

Acaso fuera una tarea pastoral necesaria volver los ojos para inquirir si nuestras posiciones y nuestros juicios sobre la «galaxia postmoderna» se ajustan a toda la realidad juvenil. ¿Es posible descubrir algo valioso bajo la superficie de su frivolidad, tan visible?

No son tan idealistas como las generaciones anteriores —solemos decir— (pero... ¿es que la sociedad de consumo transmite ideales?). Aumenta la violencia en ambientes escolares; ahora se expande la moda de grabar palizas (pero... ¿qué suelen contemplar en el televisor? ¿Y en qué consideración tenemos a los pacifistas?). Son apolíticos (pero salieron a la calle para protestar por la intervención en una guerra). Son egoístas (pero ¿en qué época un 9 % de jóvenes —laicos— ofrecieron algunos años de sus vidas, a veces arriesgándose en países lejanos, para ayudar a gentes de otros pueblos y otras culturas?

Es posible que les preocupe la injusticia, afirmamos; pero no se comprometen colectivamente con nadie (hay un muy escaso asociacionismo juvenil). Pero saben ser muy solidarios en situaciones concretas (se movilizaron ante la catástrofe del Prestige). Y un buen número invierte afectivamente con fuerza en valores colectivos (pacifismo, ecología, igualdad, ausencia de hipocresía social).

Y en cuanto a la desconfianza de la institución eclesial, sospechamos que brota en gran parte de no reconocer en ella un ámbito de participación mayor y de uso de la palabra en la discusión de sus dificultades. La comunicación es significativa en nuestro tiempo cuando puede acreditarse mediante la información transparente, el deseo de comprensión mutua, y un ejercicio de la palabra que respete las dificultades del otro. La condición pública de la fe en nuestras sociedades exige ese esfuerzo hacia la comunicación: la fe pertenece al género comunicacional, por su origen (la Palabra de Dios) y por su misión, puesto que toda ella está orientada hacia la transmisión.

¿Transmisión de qué? Primordialmente de la Realidad de Cristo como Revelación de Dios. Es precisamente la metamorfosis de lo sagrado, que ensaya la postmodernidad, la que priva al edificio del catolicismo de su cohesión interna. La conciencia de este hecho debería llevarnos hacia una re-construcción que comenzara por su base: Jesucristo. En sus hechos y sus palabras, es decir, en el Evangelio es donde se da la percepción cristiana de lo sagrado. Parece indispensable, en consecuencia, enseñar a leer la Biblia, y acostumbrar al contacto diario con ella, como elemento necesario de cualquier catequesis.

Lo cual implica establecer un orden de prioridades en el camino de la fe; especialmente tratándose de una aproximación al mundo postmoderno. Puesto el cimiento —Cristo— los otros factores deben venir «por añadidura». Es muy problemático que desde obligaciones rituales, o discutiendo puntos complejos de la ática, se consiga una mayor consideración para la imagen eclesial (no es posible construir la casa comenzando desde el tejado).

El día en que la eclesialidad sea percibida por los jóvenes como un espacio de verdadera comunicación, la tarea de inculturar a Cristo en la postmodernidad (convertida en «tierra de misión») tendrá mejores perspectivas. Toda inculturación tiene su pedagogía.

y cuando aludimos a un orden de prioridades, en modo alguno queremos significar una adaptación del Evangelio a las modas culturales —como lo es la postmodernidad—, sino todo lo contrario: hacer más presente la figura de Jesús, que genera esperanza y de la que dimana la radicalidad evangélica.

La Iglesia debe también dar su imagen de radicalidad evangélica, accesible a «todos los públicos» (incluidos los posmodernos). Sabiendo que el Espíritu de Dios, que planeé sobre las aguas en el principio -cuando la tierra era «confusa y vacía»—, aletea también sobre esta cultura juvenil, confusa y vacía, pero subtendida por un deseo de espiritualidad.






Iglesia y comunicación: Integrar el mensaje en la nueva cultura2

Silvio Sassi

En este número concluye la reseña histórica de los pronunciamientos del magisterio universal sobre la comunicación social, desde los comienzos del fenómeno comunicativo, pasando por la utilización de los medios para la evangelización y la catequesis, hasta llegar a la actual urgencia de «integrar el mensaje salvífico en la ‘nueva cultura ‘que precisamente los mismos medios crean y amplifican», como afirmaba Juan Pablo II en su carta apostólica «El rápido desarrollo» n. 2.

Con ocasión de los veinte años de la clausura del Vaticano II, el Papa convoca un Sínodo extraordinario del 24 de noviembre al 8 de diciembre de 1985. La relación final de este Sínodo, en el apartado La misión de la Iglesia en el mundo, trata de la inculturación: «En esta perspectiva está también el principio teológico para el problema de la inculturación. Dado que la Iglesia es comunión, que une diversidad y unidad, estando presente en todo el mundo, toma de cada cultura todo aquello que encuentra positivo. La inculturación, sin embargo, es algo distinto de una simple adaptación exterior, ya que significa la íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante la integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas humanas».

Viendo la importancia que el tema de la inculturación asume en la Iglesia, la Comisión teológica internacional elabora en 1989 un documento titulado Fe e inculturación que contiene una reflexión sobre naturaleza, cultura y gracia; la inculturación en la historia de la salvación; la Iglesia apostólica y el Espíritu Santo; problemas actuales de inculturación. El proceso de inculturación frente a la modernidad exigirá un esfuerzo metódico de búsqueda y de acción concertadas ya que «supondrá en los responsables de la evangelización: 1) actitud de acogida y discernimiento crítico; 2) capacidad de percibir las expectativas espirituales y las aspiraciones humanas de las nuevas culturas; 3) capacidad de análisis cultural con vistas a un encuentro efectivo con el mundo moderno».

En la exhortación posinodal Christifideles laici (30-12-1988) Juan Pablo II subraya que «la Iglesia es plenamente consciente de la urgencia pastoral de dedicar a la cultura una especialísima atención» (n. 44). Más adelante relaciona la cultura y la comunicación: «El camino privilegiado para la creación y transmisión de la cultura son los instrumentos de comunicación social»; «el mundo de los mass media … representa una nueva frontera de la misión de la Iglesia» (n. 44).

Con la encíclica Redemptoris missio (7-12-1990) Juan Pablo II percibe la urgencia de un re- lanzamiento misionero para toda la Iglesia: «Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos» (n. 3). «Al desarrollar su actividad misionera entre las gentes, la Iglesia encuentra diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de inculturación. Es esta una exigencia que ha marcado todo el camino histórico, pero hoy es especialmente aguda y urgente. El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo, no se trata de una mera adaptación externa... Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano como la reflexión y la praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana (...). Gracias a esta acción en las Iglesias locales, la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce y expresa mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación» (n. 52).

También la formación de los sacerdotes, escribe Juan Pablo II en la exhortación Pastores dabo vobis (25-3-1992) debe tener presente la inculturación. «Un problema ulterior nace de la exigencia, hoy intensamente sentida, de la evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe. Es este un problema eminentemente pastoral, que debe ser incluido con mayor amplitud y particular sensibilidad en la formación a los candidatos al sacerdocio» (n. 55).

La aplicación de la inculturación en la búsqueda bíblica se desarrolla en el documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia (15-4-1993), preparado por la Pontificia Comisión Bíblica. La primera etapa de la inculturación «consiste en traducir a otra lengua la Escritura inspirada (...) A pesar de ser una etapa fundamental, la traducción de los textos bíblicos no basta para garantizar una verdadera inculturación. Esta, por tanto, tiene que continuar con una interpretación que ponga el mensaje bíblico en relación más explícita con los modos de sentir, de pensar, de vivir y de expresarse típicos de una cultura local. De la interpretación se pasa después a otras etapas de inculturación que alcanzan a la formación de una cultura local cristiana que se extiende a todas las dimensiones de la existencia (oración, trabajo, vida social, costumbres, legislación, ciencias y artes, reflexión filosófica y teológica) (...). No se trata de un proceso único, sino de una “fecundación recíproca”» (IV, B).

La instrucción La liturgia romana y la inculturación (25-1-1994) publicada por la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos trata de esclarecer que en el ámbito litúrgico «la búsqueda de inculturación no tiene como objeto la creación de nuevas familias rituales; respondiendo a las necesidades de una determinada cultura esta llega a adaptaciones que siempre forman parte del Rito romano» (n. 36). Entre las críticas que han acogido este texto está la divergencia entre la definición teórica de inculturación y sus aplicaciones efectivas y prácticas.

El Directorio general de la catequesis (15-8-1997) publicado por la Congregación para el clero afronta varias veces la relación entre inculturación y catequesis (nn. 109-118, 202-2 14). Entre los demás objetivos es necesario que la inculturación de la catequesis «estimule nuevas expresiones del Evangelio en la cultura en la que ha sido implantado» (n. 208).

El Pontificio Consejo de la cultura con el documento Para una pastoral de la cultura (23-5-1999) ofrece una serie de soluciones concretas para la relación «cultura-fe» en perspectiva de inculturación en la vigilia del tercer milenio: «En la actual pluralidad cultural, es necesario conjugar el anuncio y las condiciones de su recepción» (n. 25).

Un punto especial de observación para entender la inculturación es la celebración de los Sínodos continentales. En la exhortación apostólica Ecclesia in Africa (14- 9-1995) Juan Pablo II dedica todo el capítulo III al tema «Evangelización e inculturación» (nn. 55- 71). «El Sínodo considera la inculturación como una prioridad y una urgencia en la vida de las Iglesias particulares para que el Evangelio arraigue realmente en Africa» (n. 59).

En la exhortación Ecclesia in America (22-1-1999) se afronta el tema de la inculturación en el cap. VI La misión de la Iglesia en América: la nueva evangelización. «Es necesario inculturar la predicación, de modo que el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y en la cultura de todos los que lo escuchan» (n. 70); «El mundo de la educación es un campo privilegiado para promover la inculturación del Evangelio» (n. 71); «Usándolos (los medios de comunicación social) de un modo correcto y competente, se puede llevar a cabo una auténtica inculturación del Evangelio» (n. 72).

En Ecclesia in Asia (6-11-1999) el Papa desarrolla el tema de la inculturación subrayando su importancia: «Se ve claro cómo la evangelización y la inculturación se hallan entre sí en natural e íntima relación» (n. 21); y se enumeran después las áreas clave de la inculturación: teología, liturgia, tradición, interpretación y explicación de la Sagrada Escritura y formación de los evangelizadores» (n. 22).

La exhortación Ecclesia in Europa afirma que «el anuncio de Jesucristo tiene que llegar también a la cultura europea contemporánea. La evangelización de la cultura debe mostrar también que hoy, en esta Europa, es posible vivir en plenitud el Evangelio como itinerario que da sentido a la existencia» (n. 58). Y recordando la fecundidad cultural del cristianismo a lo largo de la historia, asegura que «es preciso mostrar el planteamiento evangélico, teórico y práctico, de la realidad y del hombre (...), indicando la insuficiencia y el carácter inadecuado de una concepción inspirada en el cientificismo, que pretende reconocer validez objetiva solamente al saber experimental, y seÍalando asimismo los criterios éticos que el hombre lleva inscritos en su propia naturaleza» (n. 58). Además, recuerda la importancia que tienen en la tarea de evangelización de la cultura el impagable servicio desarrollado por las escuelas católicas, las universidades y una adecuada pastoral universitaria que favorezcan una respuesta a las actuales necesidades culturales (cf n. 59). Anima también a valorar positivamente los bienes culturales de la Iglesia, y las nuevas expresiones artísticas de la fe (cf n. 60).

Después de explicar el sentido de la inculturación, que tiene su fundamento en el misterio de la Encarnación, la exhortación Ecclesia in Oceania recuerda que «una auténtica inculturación del evangelio posee un doble aspecto: de una parte, cada cultura ofrece valores y formas positivas que pueden enriquecer el modo en el cual el evangelio es anunciado, comprendido y vivido; de otra parte, el evangelio desafía a las culturas y exige que algunos valores y formas cambien. Así como el Hijo del hombre se ha hecho hombre en todo menos en el pecado, así la fe cristiana acoge y promueve todo aquello que es genuinamente humano y rechaza todo lo que pueda resultar pecaminoso. El proceso de inculturación envuelve el evangelio y la cultura en un diálogo que incluye la identificación de todo lo que es y lo que no es de Cristo» (nn. l6ss).

Entre las prioridades para el tercer milenio enumeradas por la Carta Novo millennio ineunte (6-1-2001), Juan Pablo II enumera el anuncio de la Palabra: «Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas a las que ha de llegar el mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud. El cristianismo del tercer milenio




Niños y medios de comunicación: Guía para padres3


Victoria Luque


«Elegid lo que es bueno, verdadero y bello. Los padres de familia sois los guardianes de la libertad de vuestros hijos», nos recordaba el Papa en Valencia, el año pasado. Es verdad. A nuestros hijos hemos de darles de comer, leche y miel, formativamente hablando, para que sean, con el tiempo, personas auténticamente libres.

Decía Groucho Marx que la televisión le resultaba muy educativa, porque cuando alguien en su casa la encendía, él se trasladaba a otra habitación y leía un libro.

Evidentemente, Groucho debía ser una persona muy culta...

Dejando a un lado lo jocoso de esta forma de concebir la televisión, he de decir que tengo la experiencia, gratificante, y enriquecedora, de haber estado en casa un año entero sin el susodicho aparato.

Fue increíble. Oíamos la radio para estar informados, y los niños jugaron y disfrutaron entre ellos muchísimo más que cuando, doce meses más tarde, decidimos llamar al técnico para que la arreglase. Recuerdo que durante ese año sabático, cuando íbamos de visita a casa de algún familiar, los niños se pegaban literalmente a la pantalla de la tele, alucinados, y no había forma de captar su atención. Tal era la novedad, de ver imágenes a color, en movimiento, normalmente, dibujos animados.

Aparcar la televisión no fue un gran esfuerzo, —series rosas, telenovelas, y películas light constituían el fuerte de la programación televisiva (igual que ahora)— y para nosotros supuso una ganancia en tiempo, y en enriquecimiento de la vida de familia. No se pueden hacer idea, de lo que los niños son capaces de imaginar, de crear, de experimentar...



¿Qué ven?

Con la idea en mente de elaborar este artículo he estado viendo, detenidamente, la programación infantil de las distintas televisiones, y he de decir que salvo honrosas excepciones (Lizzie McGuire, en Antena 3, fines de semana, Disney en la 1, también fines de semana, o Leonart, en La 2, laborables por la tarde), en las series televisivas, sí, aparecen niños o jovencitos, pero no son series pensadas para niños.

Para ilustrar lo que digo, les relato la siguiente escena vista en televisión un día cualquiera (sábado diez de marzo), en horario de superprotección: Serie La familia salvaje:

En un determinado momento del capítulo, encontramos a una familia, sentada a la mesa el Día de Acción de Gracias, que mantiene la siguiente conversación:

[…] No hablemos de Madelaine.

¿Quién es Madelaine?

No… me prometiste que no hablaríamos de nada de esto.

Bueno, Madelaine es amiga de la abuela.

(la abuela) Sólo compartimos el apartamento...

(un familiar) No... también el dinero y la cama...

Ese mismo sábado, un rato más tarde, en Antena 3, serie Malcom, veo y escucho lo siguiente:

Una chica joven da un masaje en la pierna a una señora-madre, quien se desmelena de placer, ante el masaje. La chica se aproxima hacia ella, y ella se retira, percatándose de que ocurre algo extraño.

La señora-madre le pregunta si es lesbiana, le dice que si ella la ha provocado de alguna manera, que si se tiene que cambiar el peinado, o qué, para no dar lugar a estas cosas...

En la siguiente escena, el hijo de esta señora aparece desnudo —sólo se ve del torso hacia arriba— en el garaje, ofreciéndole a esta chica su virginidad. Ella le comenta que se vista, que es lesbiana.

Creo que estos dos ejemplos dan idea de lo que nuestros hijos «se tragan» en supuesto horario infantil.

Lamentablemente cada vez hay más niños en nuestra sociedad occidental globalizada, que tienen una infancia reducida a la mínima expresión, enseguida se adultizan, en gran parte influenciados por los mass media. Estos niños absorben lo negativo del mundo de los adultos. Yo me he encontrado con niños así, con mirada aviesa, con procacidades en la mente y en los labios... niños y niñas de diez, doce años... Por ellos, como dice un sacerdote conocido, «se nota que ya ha pasado el mundo».



Dadies lo excelente

Y sin embargo, la Iglesia nos anima a que luchemos por salvaguardar lo más precioso de la infancia: la inocencia.

¿Cómo hacerlo? Según Benedicto XVI, poniendo a los niños delante de lo que es estética y moralmente excelente. Su argumentación no tiene resquicios: Si queremos niños sanos y equilibrados, los padres debemos darles de comer «leche y miel», y dejar a un lado la comida basura. El lo expresa así: «La belleza es como un espejo de lo divino, inspira y vivifica los corazones y mentes jóvenes, mientras que la fealdad y la tosquedad tienen un impacto deprimente en las actitudes y comportamientos».

Es importante que los padres no despreciemos esta impronta natural de los niños por acoger lo bello, lo verdadero. Se trata de una oportunidad única —cada hijo es único— de formar auténticas personas, libres.

Hoy día los padres cristianos tenemos muchos frentes abiertos, y hay que ser sensatos. Nuestros hijos reciben información «no tutelada», a través de revistas, televisión, Internet, colegio, amistades... no se trata de que vivan en una burbuja al margen de la realidad, pero sí de que les enseñemos a discernir, a discriminar el bien del mal, que dispongan de unas pautas de comportamiento, de unos valores aprendidos en la familia, en la parroquia, en el colegio, si es posible... que les ayuden a defender, en definitiva, su condición de hijos de Dios y herederos de una «vida nueva». Sí, hay que ser valientes. Hay que mostrarles lo que para nosotros es importante, para que ellos también lo valoren, y en los momentos difíciles se agarren a esta esperanza, la de Cristo resucitado. Una realidad que no defrauda.

A los niños hay que darles de comer «leche y miel», como dice la Escritura, y no abrojos y espinos. Sé de una amiga mía que, en su afán por establecer unos valores claros en los que sus hijos pequeños pudieran sustentar su personalidad, compró toda la serie de La casa de la pradera, y capítulo a capítulo, la fue viendo junto a ellos. Es una opción. No digo que haya que hacer esto mismo, cada uno tendrá que emplear sus propias armas.

Sin lugar a dudas, deberíamos proponerles esta máxima recogida en Deus caritas est: «Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita».



Realities en horario infantil

Según el Observatorio de las televisiones —OCTA—, lo que más daño hace actualmente a los pequeños, es la emisión en horario infantil de magazines y realities, «donde los menores se abisman a infidelidades, traiciones, insultos, actitudes sexistas, discriminatorias e intolerantes, lenguaje inadecuado y soez, visión desvergonzada del sexo y violencia, adornado con sensacionalismo y morbo». Corremos el peligro de relativizarlo todo, como está en la calle, hay que aceptarlo, es normal. Sin embargo, estas actitudes y comportamientos socavan el ideal o el proyecto de vida que nos propone la Iglesia.

Por otra parte, es cierto que los adolescentes —qué decir de los más pequeños— lo tienen difícil si quieren encontrar algún programa de tarde que realmente les ayude a madurar como personas. Y sin embargo, el chaval sigue ahí, empapándose de despropósitos tales como las telenovelas —tipo Floricienta— o los programas rosa donde al famosillo de turno se le somete al polígrafo (máquina de la verdad), con preguntas del siguiente tenor: «¿Has recibido dinero por mantener relaciones sexuales?».

La misma Iglesia, anima igualmente a reflexionar sobre su trabajo a los guionistas de los programas televisivos, publicistas, directores, productores, y responsables de los Medios de Comunicación, para que «cumplan las propias responsabilidades sin sensacionalismo, de manera responsable, buscando el bien de la sociedad y un escrupuloso respeto por la verdad»



Revistas para adolescentes

Capítulo aparte merecen las revistas para quinceañeras, donde descaradamente, se trivializan las relaciones sexuales entre menores; lo importante es pasarlo bien, y usar, eso sí, el condón. Aunque lo cierto es que los adolescentes pasan de profilácticos, y así, tras el embarazo no deseado, viene el aborto. O por lo que pudiera ocurrir, la píldora del día después —que es abortiva—.

Nadie en este tipo de revistas, habla de la responsabilidad ante un hipotético embarazo, ni siquiera del sin sentido de entregar tu cuerpo, tu intimidad, a un desconocido en los lavabos de una discoteca. Cuando lo cierto es que de estas relaciones sexuales esporádicas, de fin de semana, lo que sale es una profunda insatisfacción, porque el adolescente es persona, y ha sido creada para amar, no para ser usada como un clínex.

¿Dónde está aquí la responsabilidad de los editores de estas publicaciones? ¿Dónde están los padres cristianos, salvaguardando la dignidad trascendente de sus hijos? Es necesario abrir los ojos a todas estas realidades, y buscar la unión en asociaciones que defiendan al menor de todos estos abusos de poder.



Caramelos envenenados

Recientemente se ha emitido una publicidad por televisión, buenísima. Seguro que muchos de ustedes la han visto. Advierte de los peligros de Internet para los niños y adolescentes. De repente, abre una señora la puerta de su casa, y aparecen, primero, unos tipos fornidos, con los brazos cubiertos de tatuajes, con pantalones de cuero, barba, mal aseados, con toda clase de artilugios (porras, cadenas, bates de béisbol...) y preguntan por el niño de la casa. La madre, solícita, les indica que está arriba, en el ordenador. Y suben.

Vuelven a llamar a la puerta, y aparecen unas prostitutas, vestidas para la ocasión... preguntan también por el chaval, y la madre les indica dónde está. Por tercera vez, la madre atiende la llamada, y esta vez se trata de un señor mayor, de mirada extraviada, que pregunta también por su hijo... igualmente le indica, dónde se encuentra. Al final del anuncio, surge la pregunta: ¿Si a todas estas personas, nunca les franquearías la puerta de tu casa, por qué les permites la entrada, virtualmente?

El anuncio publicitario no puede ser más acertado. Con el nuevo milenio se ha hecho común en las casas del mundo occidental el uso de Internet. Este nuevo foro para la comunicación global es maravilloso, y a la vez, inquietante. Proporciona enormes posibilidades para el bien, y también ciertos peligros, de los que afortunadamente, cada vez los padres, somos más conscientes.



Vivir virtualmente

Continuamente asistimos con asombro a nuevos modos degradantes de usar Internet. En relación con la pederastia infantil a través de la red, últimamente han salido a la luz los llamados «caramelos envenenados», es decir, señuelos (regalan a los chavales alguna DS, consola... etc.) a cambio de fotos (hechas a través del mismo ordenador) en posturas eróticas; captan al menor a través de páginas web, foros, mensajería electrónica… etc.

Por lo demás, Internet redefine radicalmente la relación psicológica de la persona con el tiempo y el espacio. La atención se concentra en lo inmediato, en datos continuos, muchas veces superfluos; y se pierde, en cierta medida, la visión de la propia vida.

Juan Pablo II ya advertía de este peligro, cuando señalaba que a los jóvenes internautas les falta tiempo para la reflexión sobre su presente, pasado y futuro: «Sin serenidad interior para examinar la vida y sus misterios y para llegar gradualmente a un dominio maduro de sí mismos y del mundo que los rodea».

El estar imbuidos en otra realidad, la virtual, durante grandes espacios de tiempo, no deja de ser, una alineación. Es lo mismo que les ocurre a los adolescentes y jóvenes con el uso de los MP3 —y ahora, MP4—: van por la calle escuchando música continuamente, sin dejar tiempo para esa «mirada contemplativa del mundo», necesaria para lograr sabiduría.

Educación cristiana y transformación de lo religioso4

J. M. Mardones

1. Rasgos de un educador cristiano en tiempos de reconfiguración de lo religioso5

La propuesta cristiana apunta a una nueva tierra y sociedad para todos, especialmente para los vencidos, explotados y marginados El desafío es muy serio: estamos emplazados a transmitir la dimensión político-social del cristianismo a las nuevas generaciones y a las viejas que han claudicado de ella. Se precisan habilidad, paciencia persistente y tacto en un momento de frialdad general para cualquier propuesta de cambio.

Siempre estamos tentados de considerar nuestro momento como el más duro de la historia o el más desafiante por las novedades a las que nos enfrentamos. No hay duda de que proyectamos nuestra perplejidad sobre el tiempo que nos toca vivir. Tenemos que cargar, inevitablemente, con nuestra ra ció de incertidumbre, desajustes y novedad.

En nuestro momento, ¿qué clase de educador religioso precisamos a la vista de los desafíos y tareas entrevistas? Nos sale una imagen ideal, inexistente en la realidad, pero que quizá tiene la virtualidad de plasmar algunas demandas que todos podemos esforzamos por hacer nuestras. Una especie de falsilla que apunta hacia un tipo de educador que hemos de encamar dinámicamente desde nuestras posibilidades y limitaciones.


a) Un educador testigo

Siempre se ha mirado y apreciado en el transmisor del mensaje el grado de sintonía con lo transmitido. A menudo se ha confundido al mensajero con el mensaje. De ahí la importancia de que el educador religioso sea testigo de lo que transmite. Hoy, en tiempos de debilidad tradicional y de protección social, esta exigencia es, si cabe, mayor. El educador experimentará la enorme distancia entre lo que dice y lo que debiera encamar. Una situación de conversión y de debilidad. Pero una situación que exige del educador lucidez para ser consciente del cristianismo que transmite y de la fe que trasluce su propia vida.

No esperamos del mero instructor o enseñante la fuerza necesaria para transmitir la adhesión a un mensaje. Sin implicación personal, sin la ejemplaridad encarnada de lo vivido no hay condiciones para que la propuesta religiosa penetre más allá de la epidermis y conmueva las entrañas.

b) Un educador acompañante

En tiempos de pluralismo y de vacilaciones relativistas, la maduración personal se hace más lenta; las convicciones tardan más en fraguar; la osamenta de la personalidad es más blanda durante más tiempo. El educador, por fuerza, tiene que convertirse en acompañante de este caminante incierto y dubitativo, adolescente, incluso a su pesar.

El educador acompañante no necesariamente es un báculo que sujeta todo el tiempo al joven en proceso de maduración y decisión. Estará a su lado, pero sin suplantarlo; dejará que pase por sus vacilaciones resistiendo a la tentación de agarrarle del brazo; pero le hará ver que siempre está junto a él; no está solo. Y siempre le ofrecerá el testimonio adulto de su opción y convicción vivida, abierta a la búsqueda de una respuesta mayor.

c) Un educador tolerante

Es un matiz distinto del anterior. Quiere hacer hincapié en el carácter unilateral de la experiencia incipiente: quizá demasiado vertida hacia la emocionalidad; quizá poco atenta a la doctrina, a las razones o a las estructuras. En fin, el educador acompañará con paciencia y tolerancia el «pelagianismo» voluntarista del joven o su escoramiento una vez hacia un lado y otra vez hacia otro. Pero no por ello dejará de ofrecer la comprensión personal e indicar suavemente la corrección adecuada. Incluso ideará la forma de llevar a cabo, sin decirlo, la práctica correctora que desemboque en la experiencia madura.



d) Un educador crítico

El educador es un discernidor por oficio. Está, debe estar, mirando al presente y al futuro desde su experiencia pasada con el ojo vigilante en lo que no se debe repetir o en la práctica o circunstancia donde peligra la andadura del joven. El educador es un ojo crítico. Enseñará, por su talante y su actitud ante la misma religión, que la religión sana y adulta es un logro que exige formación y el bisturí de la mente avisada. La religión es peligrosa y se presta a muchas manipulaciones de la sensibilidad y de las condiciones socio-políticas. Es una dimensión humana delicada y peligrosa porque es importante. Por esta razón, la racionalidad y el espíritu crítico no pueden estar separados de la buena religiosidad. En tiempos de modernidad todavía no del todo asumida en el ámbito religioso, aquí hay un gran desafío y una gran tarea: hacer una religiosidad (cristiana) que ligue la piedad con la ilustración, el espíritu critico con la jugosidad de la experiencia.







e) Un educador que lleva hacia la vida comunitaria

La religión se vive en comunidad, especialmente la religiosidad cristiana remite a una tradición y una comunidad eclesial que tiene que ser actualizada en grupos o «comunidades de vida». Ya hemos indicado las dificultades actuales para integrar a los aspirantes a creyentes dentro de una tradición.

Se requiere un educador que tenga él mismo experiencia de la riqueza y necesidad de esta pertenencia. Y que, de nuevo, con paciencia vaya conduciendo al joven hacia la experiencia de la fe compartida. La educación misma debe ser ya un inicio de esta fe que se vive con otros. Incluso, como todo educador religioso sabe, en el grupo hay un potencial —no sin ambigüedades— para la misma transmisión de la fe y la educación en hábitos y convicciones reforzadas por el ejemplo de los otros. Viejas verdades que son elementos importantes de toda educación.



f) Un educador en red

El educador actual está interpelado desde tantos lugares que corre el riesgo de hacer dejación de sus responsabilidades y tareas, en vez de sentir el llamamiento a la vinculación con otros educadores: padres, profesores, catequistas, etc. Hoy la red se lleva hasta en la empresa. La educación también está descubriendo que, para hacer frente a los desafíos de una sociedad del riesgo y la complejidad, no basta un solo individuo, un educador solitario, sino un educador plural. La dificultad de crear redes educativas es real, y quizá más en un mundo como el religioso. Pero queremos trasladar la preocupación de una tarea colectiva donde nadie sobra y donde la conjunción de educador, grupo, colegio, parroquia y, por supuesto, en primer lugar, familia, es primordial a la hora de la transmisión de la fe.

¿Nombres nuevos para realidades de siempre? Sin duda, pero con tonalidades y urgencias de nuevo cuño.


La compasión fundamenta la moral6

Alicia Villar Ezcurra



La compasión es un sentimiento complejo y ambiguo. Es ambiguo en la medida en la que, en ocasiones, se experimenta la compasión del otro como una humillación, como un reconocimiento ofensivo de la propia debilidad. Además, compadecer es literalmente «padecer—con» y si consideramos todo padecimiento como no deseable, como negativo, ¿por qué habría que valorar positivamente el sentimiento de compasión? Sin embargo, también es cierto que en muchas ocasiones no compadecer equivale a ser impasible o insensible, indiferente o incluso cruel. Inicialmente, esta última equivalencia pudiera parecer exagerada, pero ¿acaso no calificamos como cruel al despiadado?

Por tanto, es preciso analizar filosóficamente la experiencia de la compasión y tratar de describir en qué consiste exactamente su complejidad, para comprender la inicial ambivalencia señalada. Esbozaré aquí una descripción de la experiencia o del fenómeno de la compasión, de la mano de algunos de los filósofos que reflexionaron sobre el tema. Expondré primero qué significa compadecer, precisando cuáles son los sentimientos opuestos a la compasión, en especial la crueldad y, por último, me detendré en el papel que puede representar la compasión en la fundamentación de la moral, incidiendo en sus aspectos positivos y negativos.



¿Qué significa compadecer?

La palabra compasión proviene del latín (compassio-onis) y es próximo al término conmiseración, mucho menos utilizado actualmente, y significa la pena o la lástima que se siente hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Compadecer es también sinónimo de apiadarse, de ahí que muchos filósofos se hayan referido a la compasión o a la piedad indistintamente.

Hay otros términos que se vinculan con la compasión. Uno de ellos es la simpatía que en griego significaba lo mismo que la compasión en latín. La simpatía fue una dimensión humana destacada por los moralistas británicos7 y por Hume que quisieron fundamentar la moral en lo que llamaban sentimientos naturales. Simpatizar, sentir con, es participar afectivamente en los sentimientos del otro8 Sin embargo, es importante determinar con qué se simpatiza, pues, por ejemplo, simpatizar o participar de la crueldad de otro es también manifestación de crueldad.

Nada más distinto de la compasión. Para Max Scheler9, la compasión es una de las formas de la simpatía10 y se define como la participación en el dolor del otro, en su sufrimiento o desdicha. Ahora bien, ¿qué tipo de situaciones suscitan la compasión?

Ya Aristóteles, en su definición de la piedad, explicó cuándo y por qué surge la compasión. Por ello, conviene detenerse inicialmente en su definición: «La compasión es el sentimiento de tristeza y temor que surge cuando contemplamos algún sufrimiento grave inmerecido y que pensamos que también nos podría ocurrir a nosotros o algunos de nuestros allegados»11. Esta definición nos revela varios aspectos sobre la experiencia de la compasión que comentaré brevemente.



Reacción ante un sufrimiento grave o inmerecido

Se experimenta compasión ante una circunstancia que reviste una cierta gravedad, pues no sentimos compasión al observar que se sufre por nimiedades o por cualquiera de las múltiples contrariedades que pueblan el transcurso de la existencia. Nietzsche alertaba ante una enfermiza vulnerabilidad que convierte en insoportable cualquier tipo de contratiempo12. Por ello, nos compadecemos ante un infortunio grave: un accidente, una enfermedad dolorosa e incapacitante, una pobreza hiriente, una tristeza desmedida.

Para Aristóteles, como para algunos filósofos, la compasión se extrema ante el sufrimiento que es además inmerecido13 o aquel que se produce debido al azar o a la mala suerte, que es consecuencia de la injusticia o de la crueldad. Es el caso de las víctimas de las catástrofes naturales, de las muertes prematuras, de la injusticia malintencionada o de la crueldad manifiesta. Nada suscita más nuestra compasión que los crímenes realizados contra los más inocentes: los niños, o los males que nos parecen más absurdos y gratuitos: los producidos por la crueldad, la violencia y el terrorismo.







Reacción de tristeza

El sufrimiento se concibe como un mal moralmente lamentable. La compasión sería la expresión de ese lamento, la reacción ante el espectáculo del dolor del otro que se experimenta como hiriente. Y precisamente esa tristeza que sentimos frente a la tristeza del otro, ese contagio afectivo es lo que ha llevado a criticar a la compasión por estimar que es un sentimiento negativo. De los estoicos, a los racionalistas, pasando por Kant y llegando a Nietzsche, el crítico más feroz de la compasión, se ha observado que la compasión extiende gratuitamente la tristeza por el mundo. Kant llega a decir que: «Al compadecer, sufren dos al precio de uno». ¿Qué ventaja puede haber en multiplicar el dolor?

Spinoza, próximo a los estoicos en este punto, también observó que la compasión, tristeza compartida, es una pasión que nos hace pasivos y disminuye nuestra capacidad de obrar y de pensar. Por ello, advierte que la «con- miseración o piedad en un hombre que vive bajo la guía de la razón es mala e inútil»14. De ahí que el sabio deba esforzarse, en la medida en que le resulta posible, en no dejarse afectar por la compasión15 por estimar que es un afecto negativo.

Spinoza16 coincide con Descartes, en preferir impulsar los afectos alegres o positivos, en concreto, la buena voluntad o la generosidad, que nos lleva a querer y lograr el bien del otro. La alegría, opuesta a la tristeza, es un afecto positivo que potencia nuestra capacidad de pensar y obrar. Por tanto, los racionalistas citados recomiendan ayudar a los semejantes que sufren bajo la guía de la razón, del amor y de la generosidad. De este modo, se frena la tristeza que anega el espíritu, se extiende por el mundo y multiplica los efectos devastadores del sufrimiento que sumen en la pasividad.

Además, si actuamos movidos por la compasión, que es un sentimiento confuso, podemos lamentarnos con posterioridad de lo realizado. Siempre es preferible el discernimiento racional como guía de la acción. Más adelante, incidiré de nuevo en este aspecto aquí apuntado.

Bien es cierto que tanto Descartes como Spinoza, saben que la sabiduría no está al alcance de todos. Por eso no dudan que obrar movidos por la piedad tenga un valor positivo frente a su contrario, la crueldad y la brutalidad, y también claramente preferible a su ausencia, que denota impasibilidad e indiferencia.



Identificación con un ser que sufre

(Rousseau y Schopenhauer). Este es el rasgo esencial de la compasión: la identificación con el destino del otro, la conciencia de que su suerte podría ser la mía. Esto es la conciencia de una humanidad compartida. En este punto, el significado de la compasión se ilumina cuando se compara a sus contrarios. ¿Cuáles son los opuestos a la compasión?

Si hemos definido la compasión como el sentimiento de tristeza que se produce al contemplar el sufrimiento ajeno, la envidia podría considerarse en cierto modo su contrario. Efectivamente, la envidia se define como la tristeza que se experimenta ante el bien o la alegría del otro (Descartes). Se envidia la suerte o la fortuna del otro. O bien se envidia un bien que posee y del que carecemos. Llevado a su extremo, incluso se envidia al otro por ser quien es, se quisiera ser otro y no uno mismo, tendencia que Unamuno considerará absolutamente incomprensible.

También la burla ante el dolor ajeno, la alegría o la risa que se genera ante la mala suerte o infortunio del otro, se opone a la compasión. En este caso, la burla niega una dimensión que resulta constitutiva del compadecer: el identificarse con la suerte del otro. La burla distancia, la compasión aproxima. En la burla nos separamos del infortunio, en la compasión nos unimos. Pero sobre todo lo que distingue la burla de la compasión es que en el caso de la compasión se estima aquello que se compadece; en cambio, las cosas de las que uno se burla se las considera sin valor.

Sin embargo, a mi juicio, tanto la envidia como la burla se oponen marginalmente la compasión. En la envidia la identificación con el otro suscita tristeza, como reacción a su alegría o su felicidad. En la burla, el espectáculo del dolor del otro resulta risible porque se niega la identificación con él. Pero realmente no calificaríamos de despiadado al envidioso, sino sobre todo al cruel que, además, puede incluso burlarse de aquel que padece dolor por su causa. Así, en cierto modo, comprender el valor de la compasión requiere atender, por contraste, al lado más oscuro de la condición humana: el infierno de la crueldad, la cara opuesta de la compasión, el mundo de lo demoníaco.



Crueldad versus compasión

Schopenhauer advertía que como Dante, en ciertos momentos, primero hay que recorrer el infierno y mirar de frente las potencias antimorales del ser humano y sólo después se podrá descubrir el resorte que puede contrarrestarlas. Este es el camino que recorre antes de proponer a la compasión como fundamento de la moral.

A su juicio, hay tres móviles fundamentales que impulsan las acciones humanas y, mediante su excitación, actúan los distintos motivos. El egoísmo es ilimitado y quiere el propio bien y placer. La maldad busca el propio bien aunque su logro produzca el dolor o el mal ajeno; el caso extremo de la maldad es la crueldad. La compasión quiere el bien del otro y llega hasta la generosidad o magnanimidad.

Como es sabido, para Schopenhauer la compasión es el único fundamento efectivo de la moralidad, pero antes de explicar en qué consiste la bondad que surge de la compasión y que frena el egoísmo, considera absolutamente necesario ahondar en sus contrarios: la maldad y la crueldad.

Egoísmo. A juicio de Schopenhauer, el afecto fundamental del hombre es el egoísmo. El egoísta se considera como el centro del Universo y atiende, ante todo, a su propia existencia, huye de cualquier privación y lucha por su bienestar. Cada individuo se percibe como el centro de la realidad que se representa todo lo demás y nada puede ser más importante que el propio ser.

El egoísmo se comprueba de continuo a lo largo de la Historia y de mil modos en la vida diaria de todos los seres humanos. De hecho, si no se refrenara, mediante el poder exterior de las instituciones del Estado, estaríamos en el estado de guerra de todos contra todos descritos por Hobbes. Hay también modos sofisticados de evitar pensar en esta realidad, como la importancia asignada a las buenas maneras. Estas se orientan a disimular y a encubrir el egoísmo. Es algo que se pone delante «como una hoja de parra». Para mostrar el poder de este tendencia antimoral, Schopenhauer no duda en emplear terribles hipérboles, como aquella que dice que: «Algunos hombres estarían dispuestos a matar a otro, simplemente para untarse las botas con su grasa». Ante tal poder devastador, considera Schopenhauer que se necesita algo más que argucias sutiles, «pompas de jabón apriorísticas», en clara alusión a Kant, para vencer a un enemigo de tal envergadura.

Maldad y crueldad. La maldad surge por los enfrentamientos inevitables que genera el egoísmo. A ella pertenecen la ira, la envidia, la calumnia, la bajeza moral. Llamamos malo a aquel hombre que está inclinado a obrar injustamente en cuanto tiene ocasión. Exige a los demás que orienten sus fuerzas a su exclusivo servicio e intenta destruirlos en cuanto se oponen a su voluntad. Sólo le importa su propio bienestar y es indiferente al de los demás, pues un amplio abismo le separa del resto de los hombres: los propios intereses. La maldad es muy frecuente en su grado ínfimo y alcanza con facilidad su grado extremo: la crueldad y el sadismo.

La diferencia entre el egoísmo y la crueldad es la siguiente: en el caso del egoísmo, el dolor o el daño que se causa a los otros seres es accidental, es simple medio que sobreviene accidentalmente en la búsqueda del propio interés. Por el contrario, en el caso de la maldad y la crueldad, los sufrimientos causados a los demás se convierten en fin en sí mismos. El sadismo puro, signo de lo demoníaco, de un corazón extremadamente malvado, consiste en experimentar placer causando dolor ajeno.

Sin embargo, por lo común, el espectáculo de la crueldad hace nacer la indignación y preguntarse: «Cómo es posible hacer algo así?» En el fondo esta pregunta equivale a «¿cómo es posible ser tan despiadado, carecer por completo de toda compasión, provocar de un modo tan gratuito dolor? ¿Cómo es posible ser tan inhumano?».







La compasión fundamenta la moral

Por este motivo, para algunos filósofos, como Schopenhauer al igual que para Rousseau, la compasión se convierte en el fundamento de la moralidad, por varios motivos.

Cuando com-padezco (mit-leide), me identifico con el otro y suprimo, en cierto grado, la barrera o distancia que el egoísmo natural establece entre los seres humanos. Rousseau precisaba que la compasión «atempera» el egoísmo natural, refrena hacer el mal para lograr el propio interés, al ponerse en el lugar del otro. Compadecer implica sentirse concernido por el sufrimiento ajeno, no un observador impasible. El compasivo acompaña en el dolor y quiere auxiliar a aquel que sufre. Ese es el fin de su voluntad.

Por ello, para Schopenhauer y Rousseau la compasión es un sentimiento asombroso y misterioso del corazón humano del que emanan las acciones humanitarias y altruistas de la caridad. Pues si bien el egoísmo, consustancial a la condición humana, hace constituirse en el centro y olvidar que sólo somos parte o un punto de una compleja realidad, la compasión des-centra, y hace que el otro se convierta en foco de atención, de ahí que contrarreste el egoísmo natural que busca logra el propio interés, en muchas ocasiones a cualquier precio y sea el germen de la virtud, de la generosidad o de la caridad.

La compasión, inexplicablemente, impulsa incluso a realizar actos de abnegación en contra del propio interés. El sufrimiento del otro es capaz de mover de un modo inmediato la voluntad, como lo haría el interés propio. De ahí que, aquel que se deja llevar por los sentimientos de compasión establece menos diferencia de la que se suele establecer entre él y los demás. La generosidad, la clemencia, el perdón, el responder al mal con el bien, suponen en aquel que las ejercita que reconoce su propia esencia incluso en quien ignoró la suya para con él.


En resumen, la compasión tiene doble función: primero frenar la realización del mal, segundo buscar el modo como auxiliar.

Schopenhauer llamó al primer nivel justicia, cuya máxima es: «neminem ladee», al segundo, caridad17, cuya máxima es «omnes, quantum potes, juva». Pues en un principio, ante todo, se lamenta el mal del otro, se sufre con el otro (se com-padece), pero finalmente se impulsa, sobre todo, el querer y actuar en su bien, aspecto en el que inciden incluso los racionalistas críticos de la compasión, cuando hablaban de la necesidad de promover la «buena voluntad». Por tanto, una vez situado al lado de las víctimas, salvada la distancia que hace ver en el otro a un extraño y no a alguien próximo, la compasión llama a la responsabilidad y exige el compromiso. Hace sentirse concernido ante el desamparo del otro, ante una experiencia de sin- sentido que pide una respuesta, de ahí que pueda convertirse en el origen de los sentimientos humanitarios y altruistas citados.

La respuesta quizá, en ocasiones, sólo pueda ser «estar con el otro», acogiendo su dolor y también la frustración que supone una impotencia real, pues hay desgracias que no podemos combatir aunque queramos, tan sólo acompañar. Además, ni siquiera se puede pretender igualar el sufrimiento del otro, pues la vivencia del dolor es una experiencia subjetiva, inigualable y, por tanto, no del todo imaginable. Precisamente, el respeto al sufrimiento de las víctimas, obliga a reconocer su experiencia como intransferible e inconmensurable. En muchas circunstancias, puede resultar insultante decir que se comprende plenamente o se imagina el dolor ajeno. La experiencia del sufrimiento es individual y, como toda vivencia de interioridad18, nunca se puede desvelar del todo. Se trata de sufrir con, no de pretender sufrir como19.

En conclusión, para los defensores del valor moral de la compasión, si bien la desgracia o el sufrimiento es la condición de la compasión, la compasión es a su vez la fuente de la caridad desinteresada. Pues tan pronto como en la realización de una buena acción se buscara la propia satisfacción o el reconocimiento de los demás, se obtendría una recompensa y por tanto la acción sería interesada y no moral. Este es el sentido del dicho evangélico: «que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda», que se recoge también en los Vedas. Así, la ausencia de toda motivación egoísta o interesada es el criterio de la acción moral al que van unidas a dos signos inequívocos: un criterio subjetivo, la satisfacción con uno mismo y un criterio objetivo, la admiración y el respeto provocado en testigos imparciales.



La compasión también tiene sus críticos

Lejos de esta exaltación de la compasión, los críticos de este sentimiento siempre han incidido y coincidido en resaltar que se trata de un sentimiento que expresa debilidad, en su extremo enfermiza y pueril. Por ello la compasión suscita, además de tristeza, temor.

Asimismo, la compasión puede encerrar un egoísmo encubierto. Es el caso de aquel que ayuda a otro como forma de evitar esa tristeza que conlleva el compadecer o que auxilia pensando que el «otro» podría ser él mismo.

Por último, los críticos de la compasión, advirtieron que actuar movidos sólo por el sentimiento de piedad supone confusión y puede llevar a hacer cosas de las que luego nos arrepentimos. Kant observaba que las almas compasivas son ciegas y, con frecuencia, son engañadas, lo que hace que en el futuro desconfíen de los demás. Pues algunos recurren a la astucia, apelan a la compasión y la buena fe de los demás y engañan para lograr beneficios sin esfuerzo o para eludir sus propias obligaciones. De ahí que estar sometido ciegamente a las pasiones y emociones y excluir el análisis racional, sea para muchos, entre otros, Kant, la «enfermedad del alma».

Por su parte, Nietzsche, el crítico más severo de la compasión, no podrá perdonar tampoco a Schopenhauer que no fuera consecuente con su ateísmo inicial y coincidiera en su ética con la caridad cristiana. Para Nietzsche el que sufre por todo, culpa de ello a la vida a la que desprecia y condena. El dolor es una condición de la vida, lo que no implica considerarlo un valor en sí mismo, pues lo valioso es reaccionar ante él.

Nietzsche advertirá también que la compasión no es un sentimiento natural, como muestra el análisis de las diversas culturas a lo largo de la historia. Es propio de almas débiles que actúan por resentimiento y que son incapaces para afrontar el dolor como parte integrante de la vida. Ahora bien, el hecho de que la compasión sea una virtud que se desarrolla sólo en ciertas culturas, ¿anula su valor?

Finalmente, la ambivalencia de la piedad fue también resaltada por Hanna Arendt que acudió al testimonio de la propia Historia humana. A propósito de la revolución francesa, en la época del terror: «la piedad, considerada como resorte de la virtud, se demostró poseedora de un potencial de crueldad superior al de la propia crueldad». Por piedad hacia los desgraciados en general (hacia los pobres), se cultivó la crueldad hacia los supuestos adversarios individuales de la Revolución.

Recapitulando, la compasión multiplica la tristeza por el mundo y es expresión de ceguera, debilidad, pasividad e inclinación. Si tiene algún valor positivo, a lo sumo, es como obligación imperfecta. En esto coinciden casi todos los detractores de la compasión (estoicos, racionalistas —Descartes y Spinoza— y Kant). ¿Qué se puede apuntar tras las críticas mencionadas?



Para seguir compadeciéndonos

Los análisis realizados, desde los racionalistas, pasando por Kant, Nietzsche y Arendt, sin duda alertan sobre la complejidad de este sentiiniento y la necesidad de depurar su significación, previniendo sobre los abusos y la manipulación ejercida en su nombre. Sin embargo, ¿logra anular por completo el valor de la compasión?

La compasión ha sido la gran virtud del Oriente budista y la caridad la gran virtud del Occidente cristiano. Despojada de connotaciones religiosas, la sensibilidad por el dolor ajeno es una llamada continua en las éticas laicas de nuestro tiempo y está presente en las llamadas a la solidaridad con el sufrimiento de las víctimas.

La compasión es un sentimiento horizontal que implica respeto hacia el que sufre, el reconocimiento de su dignidad, promueve el acercamiento más que el enfrentamiento, la conciencia del «nosotros» más que la exclusión, la cooperación más que la división. En este sentido, orienta la conducta moral en un doble nivel: frena el mal gratuito que se puede realizar a otro y que pudiera causar sufrimiento (función negativa), e impulsa la ayuda o la realización del bien del otro (función positiva). De ahí que la compasión, según advirtieron Rousseau y Schopenhauer pueda ser también una potencia, origen de la virtud que permite transitar del orden afectivo al orden ético20, de lo que se siente a lo que se quiere y se debe hacer.

Y en este segundo momento se ilumina también la complementariedad del sentimiento y la razón.

Hay que contrarrestar una práctica habitual en la historia del pensamiento que, al desplegar un sistema de dualidades, privilegia constantemente un término en detrimento de otro. Sentimiento, sensibilidad y razón no tienen siempre que enfrentarse: el discernimiento racional puede acompañar a la compasión para advertir, en un primer momento, sus ambivalencias.

Además, si bien la reivindicación del valor moral de la compasión (Rousseau y Schopenhauer) tuvo el mérito de impulsar un giro radical en la valoración de este sentimiento por parte de las éticas racionalistas, hay que resaltar que, además, para auxiliar necesito actuar sobre las condiciones materiales que han podido incidir en la desgracia, y que requiere, en aras a la eficacia, el diseño de una estrategia, esto es, calcular y deliberar racionalmente. La razón nos permite no sólo evaluar los daños y adecuar los medios a los fines propuestos, sino también discernir los males que tan sólo podemos acompañar y respetar en el dolor, de aquellos que requieren una intervención por nuestra parte.

Por último, habría que advertir que, aun con todo, la compasión es algo más que un medio21 para combatir el sufrimiento ajeno. Nos hace descubrir de un modo inmediato la alteridad y la inter-subjetividad e implica ponerse en el lugar o perspectiva del otro, hábito saludable en el campo de las relaciones humanas. De ahí que, al descentrar, tenga un valor en sí misma considerada en tanto es una emoción empática que promueve el acercamiento más que el enfrentamiento, la unión más que la división. Permite descubrir que, si el bien común es cosa de todos, la desgracia radical también lo es.

La defensa del valor positivo de la compasión, como descubrimiento del otro, converge con otros temas claves de nuestro tiempo, como la responsabilidad ante los llamados derechos de la tercera generación, y la ampliación de los límites de la comunidad moral.

En definitiva, la compasión se vincula con una filosofía de la alteridad. Como emoción no da solución a los problemas, pero amplía nuestra visión de la realidad e impulsa y arraiga nuestras decisiones morales. No tiene por qué suponer una disyunción o una renuncia al discernimiento y el análisis racional, con el cual se puede articular o vertebrar. Como hemos visto, nos hace descubrir la dignidad que puede parecer quebrantada y humillada cuando la desgracia resulta además superflua a los demás, pues, hoy por hoy, después de Nietzsche, seguimos llamando cruel al despiadado y, si es que somos en algo superiores a los animales, es «porque somos seres capaces de apiadar- nos de ellos» (Schopenhauer)


1 Sociólogo, profesor emérito de la Universidad San Pablo CEU y del Instituto Superior de Pastoral, Madrid.

2 Publicado en Cooperador Paulino, núm. 137 (enero-febrero 2007), págs. 18-21.

3 Publcado en Cooperador Paulino, núm. 139 (mayo-agosto 2007), págs. 32-35.

4 Fragmento del epílogo del libro de Esteban GARCÉS, Ser cristiano en la plaza pública, Madrid PPC, 2006, págs. 209-212.

5 El texto que constituye este epílogo se publicó como tercera parte de un trabajo sobre el futuro de la religión (Religión y Escuela 118 [enero de 1998]) que se ha recuperado, en sus dos primeras partes, en el apartado segundo del capítulo 4 de este libro. El lector descubrirá pronto por qué nos hemos permitido la licencia de culminar esta edición con aquella tercera parte.

6 Publicado en Razón y Fe, núm 1.305-1.306 (julio-agosto 2005), págs. 37ss. Este artículo forma parte del Proyecto de I+D: Fundamentos filosóficos de la idea de solidaridad: compasión, desgracia y sentido (HUM2004-02454/FISO), financiado por el Plan Nacional de Investigación, Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica 2004-2007.

7 F. Hutcheson y A. Smith, especialmente.

8 Es una cualidad y un sentimiento (se es simpático o se siente simpatía) cuando se produce entre dos individuos como un encuentro feliz. A. C. SPONVILLE, Pequeño Tratado de las grandes virtudes, Espasa-Calpe, Madrid, l998,p. 128.

9 M. SCHELER, Esencia y formas de la simpatía, 1,9.

10 Es la simpatía (sentir con) en el dolor o la tristeza.

11 Retórica, II, 8.

12 Para Nietzsche el hombre moderno se ha convertido en un neurótico del bienestar, pues padece una hipersensibilidad mórbida ante cualquier tipo de sufrimiento.

13 Ya desde la Antigüedad, los protagonistas de las Tragedias que suscitaban compasión, eran personajes nobles, virtuosos y valientes, que no obstante padecían un sufrimiento inmerecido. Precisamente, su heroísmo, que suscitaba la admiración del espectador, se manifestaba en su modo de afrontar la adversidad y el sufrimiento.

14 SPINOZA, Etica, IV, prop. 50.

15 SPINOZA, Etica, IV, prop. 50, corolario.

16 Para Spinoza es la razón la que lleva a obrar con justicia.

17 Schopenhauer afirma textualmente que «todo amor (agapé, cáritas) es compasión», de ahí que la compasión sea el verdadero móvil moral de una eficacia real y amplia, que sin necesidad de conocimientos abstractos, sólo intuitivos, permite reaccionar inmediatamente ante el sufrimiento ajeno. A pesar de su ateísmo, Schopenhauer reconoce el papel positivo del cristianismo en proponer la caridad como la principal virtud que hay que aplicar incluso hasta el enemigo (Sobre el fundamento de la moral, &18, 226, y El mundo como voluntad y representación, IV, &66, 441).

18 En palabras de Aurelio Arteta, el más exigible deber de compasión brota, precisamente, de la conciencia de lo irremediable de ciertos males que com-padecemos, es decir de su inutilidad misma como compasión.

19 Kierkegaard nos advertía de que las experiencias más profundas, las que revelan la propia interioridad, se esfuman cuando se expresan.

20 Cfr. A. C. SPONVILLE, Pequeño Tratado de las grandes virtudes, Espasa-Calpe, 1998, p. 144.

21 Cfr. A. ARTETA, La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, Paidós, 1995.

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Inspectoria Salesiana “Santiago el Mayor”