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CEFERINO NAMUNCURÁ (1886-1905). Beatificación (11.11.2007)


Sin mí, nada pueden hacer”, dice Jesús. En esta realidad, estuvo fuertemente anclada el alma de Ceferino, dotado de una sensibilidad religiosa típicamente mapuche, transfigurada por el Evangelio. Jesús es una presencia, podríamos decir “tangible” en su experiencia cotidiana. Porque aparece muy claro que, desde que Ceferino comienza a entender el sentido del misterio cristiano, vive, diariamente, “en la presencia de Dios”. Pero, sobre todo, vive muy intensamente la amistad con Jesucristo. Su espíritu de oración es continuo, atento, afectuoso. “Siente” la cercanía de Jesús. Vibra en el encuentro eucarístico, en la misa de todos los días, en la adoración, en las visitas frecuentes. Lo encuentra, también, como el Mediador que lo lleva al encuentro del rostro misericordioso del Padre, al abrazo del perdón en el sacramento de la Reconciliación. Tenía, además, el proverbial sentido del silencio que posee el indígena, y esa capacidad de escucha que es propia de los creyentes que han entendido por dónde pasa la obediencia de la fe.


Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero


te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta.

Olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.









  1. Retiro ………………….………......... 3 - 14

  2. Formación…………….………........ 15 - 21

  3. Comunicación.….…................ 21 - 30

4. El anaquel……….……................31 - 45







Revista fundada en el año 2000

Segunda época


Dirige: José Luis Guzón

C\\ Las Infantas, 3

09001 Burgos

Tfno. 947275017 Fax: 947 275036

e-mail: jlguzon@salesianos-leon.com


Coordinan: José Luis Guzón y Eusebio Martínez

Redacción: Álvaro Suárez Medina

Maquetación: Xabi Camino

Asesoramiento: Segundo Cousido y Mateo González


Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN: 1695-3681








Hasta el último aliento por Cristo y los jóvenes.

63 beatos mártires salesianos




Lorenzo Ramos, sdb




A.- Introducción


Mensaje con motivo de la Beatificación de 498 mártires del siglo XX en España. LXXXIX Asamblea plenaria de CEE.


  1. Los mártires, signo de esperanza:


Los mártires están por encima de las trágicas circunstancias que les llevaron a la muerte. Con su beatificación se ha tratado, ante todo, de glorificar a Dios por la fe que vence al mundo (1 Jn 5,4) y que transciende las oscuridades de la historia y las culpas de los hombres. Los mártires “vencieron en virtud de la Sangre del Cordero, y por la palabra del testimonio que dieron, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap 12, 11).


Al releer su vida y escuchar el testimonio de los que convivieron con ellos comprendemos que ellos se han convertido para nosotros en signos de amor, de perdón y de paz. A la vez en un ejemplo de vida diaria que da como resultado la santidad anónima del que convive a nuestro lado y su quehacer y su proyecto de vida santo pasa desapercibido para nosotros.


Quiero proponer a todos, para que nunca se olvide, el gran signo de esperanza constituido por los numerosos testigos de la fe cristiana que ha habido en el último siglo, tanto en el Este como en el Oeste. Ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución, frecuentemente hasta el testimonio supremo de la sangre. Estos testigos, especialmente los que han afrontado el martirio, son un signo elocuente y grandioso que nos pide contemplar e imitar. Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia: son para ella y para la humanidad como una luz, porque han hecho resplandecer en las tinieblas la luz de Cristo... más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza.” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal: Ecclesia in Europa. 13)



2. Rasgos comunes de los nuevos mártires


Fueron hombres y mujeres de fe y oración, particularmente centrados en la Eucaristía y en la devoción a la Santísima Virgen; por ello, mientras les fue posible, incluso en el cautiverio, participaban en la Santa Misa, comulgaban e invocaban a María con el rezo del Rosario; eran apóstoles y fueron valientes cuando tuvieron que confesar su condición de creyentes; disponibles para confrontar y sostener a sus compañeros de prisión; rechazaron las propuesta que significaban minusvalorar o renunciar a su identidad cristiana; fueron fuertes cuando eran maltratados y torturados; perdonaron a sus verdugos y rezaron por ellos; a la hora del sacrificio, mostraron serenidad y profunda paz, alabaron a Dios y proclamaron a Cristo como el único Señor.



3. Martirio como coherencia de vida cristiana


El cristiano vive profundamente su compromiso con el mundo y en el mundo en que Dios le coloca. Recibe unos talentos de los que debe dar cuenta. No puede hacer abstracción de su condición de ciudadano para ser cristiano y no se avergüenza de ser creyente en ninguna de sus funciones. No sólo porque sabe que el Maestro dijo que él también se avergonzaría ante su Padre de los que se avergüenzan de confesar su amistad con él delante de los hombres. Sino porque vive su vida de cristiano sin trampas, sin mentira, con una autenticidad que le hace amar a quien dice que ama y ser fiel íntegramente a quien profesa como único destinatario de su fe. Esto nos lleva a dar en cada momento todo de nuestro ser para mostrarnos coherentes con nuestra fe. Esta totalidad implica llegar a dar la vida por el que se ama como hizo el maestro. Es el punto culminante del testimonio.



B.- El martirio: la última palabra del profeta


  1. El profeta absentista es aquel que denuncia y propone gestos proféticos, pero guarda sus formas y, desde luego, su ropa para no comprometerse. Hace de profeta, pero no es profeta. Sufre, pero su última palabra no es el martirio. Se le pueden aplicar determinadas características:


  • Profetismo de dirección única que señala cambios estructurales e institucionales fundamentados en la vida exterior de las congregaciones o de la vida de la Iglesia, rara vez dedicado a la denuncia de fallos en la vida interior y comunitaria o en la radical fidelidad al carisma y a las promesas hechas a Dios.


  • Profetismo anti” generalmente antiautoridad. No es un profetismo de salvación (Cómo ser mejores), sino de corrección, de reformas muy originales.

  • Profetismo de opiniones personales fundamentado en algo que se ha oído o que se comentó, difícilmente surgido de la lectura meditada de la Escritura o de los comentarios de las Constituciones, Cartas del Rector Mayor y otras fuentes de nuestra vida salesiana.


  • Profetas verbales o gestuales no vivenciales. No sacan su postura del sentimiento vivo de su alma como ese “fuego que he traído a la tierra y no quiero sino que arda.” ( Lc 12, 49).


  • Profetas del grito y la proclama. Mucho slogan, mucha propaganda y buena representación. No es algo que ha trasformado su vida, sino algo que la acomoda a su manera de querer vivir.


Este profetismo chinchante también hace sufrir a los que lo intentan. No logran los cambios, el choque con la autoridad produce amargura, el enfrentamiento con la realidad les lleva a la depresión. Luego, el paso del tiempo les acomodó y pasaron de ser “rebeldes sin causa” a rebeldes con causa: como no se lograron los ideales que proponían, ahora se abstienen de entrar en esta situación tradicional y colaborar.



  1. El Profeta como testigo y mártir es aquel que se parece a los profetas bíblicos y que en síntesis tiene estas características:


  • Es alguien invadido por Dios y tiene un mensaje de su parte. Este mensaje se ha hecho centro de su alma, de su vida. Es un puro órgano transmisor y se ha convertido en un mero instrumento de Dios. El profeta es el obediente por excelencia. La salvación que aporta nunca será suya, por eso no hay profecía si ésta no va precedida por un radical conocimiento experimental de Dios.


  • Es alguien “trastornado por el mensaje” recibido. Primero cambia su vida y le convierte en otro hombre. Dice lo que jamás ha pensado y siempre ha tenido miedo de decir. Estudiemos las vocaciones de Amós, Isaías, Jeremías, Ezequiel. En todos los casos hay una “ruptura” con el hombre que eran, con la vida que hacían. El que no cambia en su alma antes de profetizar, no es profeta.


  • Ningún profeta presume de serlo. Todos se defienden de la vocación profética. Ponen mil disculpas, enarbolan mil razones. Ser profeta no es un orgullo, sino una tragedia que aceptan libremente, pero cuyas consecuencias no desean en modo alguno y contra las que patalean durante toda su función profetizadora. Saben que en todos sus mensajes el primer herido será el propio mensajero.


  • El profeta es alguien que busca la salvación, no la crítica por la crítica y menos la crítica por el placer de hacer daño al criticado. El profeta no se siente valiente al profetizar; sufre verdaderamente por obligación de tener que profetizar; “busca la curación del mal” y aunque haga daño, no quiere hacer daño. Debemos recordar los momentos en que hemos intentado hacer una corrección fraterna.


  • La vida del profeta es siempre dura. Por eso se pasa la vida tratando de huir de su vocación, a veces de modo espectacular como Jonás, pero en todos los casos percibe la mano de Dios que le “obliga”, que no le deja jamás escapar, incluso de las circunstancias de un martirio.


  • Son inevitablemente incomprendidos por los jefes, los reyes, los sacerdotes y el mismo pueblo. Elías no encuentra a muchos que le comprendan; el aislamiento de Jeremías es completo; se ve solo contra el mundo; Ezequiel escandaliza al pueblo. No existe un profeta demagogo.


  • El profeta es solidario con aquellos que denuncia. Es solidario con los que no le aceptan y les quiere de veras. Sufre más por su sordera que por su maldad. El profeta está de parte de Dios, pero al mismo tiempo se convierte siempre en intercesor del pueblo ante Dios. Los mártires perdonaron a sus verdugos.


Por lo tanto. Toda la vida profética es un martirio. No sólo su muerte, también su vida. Pero especialmente el desenlace de esta: siempre será fracasado y trágico. Estos profetas del S. XX cumplieron con su vocación y en su labor diaria fueron acumulando la gracia suficiente para poder decir su última palabra de coherencia y compromiso. El martirio es la consecuencia de seguir a Cristo sabiendo cargar con la cruz de cada día. Nuestra vida profética está destinada a decir su última palabra siempre con el sufrimiento.



C.- El martirio último testimonio del testigo


Así sucedió con los profetas. En el Antiguo Testamento Zacarías inaugura la serie de los profetas asesinados. Una tradición judía atribuye a Isaías una muerte dictada por Yoyaquín, Amasías condenó, también, a muerte a Amos. Hur, el sustituto de Moisés, cayó asesinado en el asunto del becerro de oro. Los profetas contemporáneos de Elías perecieron bajo la espada de Jezabel. Miqueas se consumió en la cárcel. Casi todos encontraron en su muerte el último servicio a su vocación profética. Casi ninguno presenció en su vida el resultado de su obra.

Hoy dar la vida es consumirse en servicio a Cristo y al Evangelio. Hoy dar la vida es llevar hasta las últimas consecuencias el compromiso adquirido en nuestra profesión religiosa. Hoy dar la vida supone la generosidad del que da todo a aquel ideal al que se consagró.


En las circunstancias de nuestro descreído mundo social, en el encuadre histórico que se nos va presentando, ¿si un religioso no es un profeta, qué es?. ¿Qué le queda de su vocación religiosa si no es un testigo hiriente de lo sobrenatural? La denuncia de lo sobrenatural, hoy día, no le va a dar mucha fama, ni éxito, ni publicidad; al contrario va ser motivo de mofa y befa como le pasó al Maestro y ahí está: ser coherente con la idea de ser profeta de lo sobrenatural y de lo espiritual es un martirio. Supone un vida llena de sinsabores, de amargura, de pesimismo, de oscuridad y de lucha. Por eso la vida religiosa, hoy más que nunca implica estas características:


  • El testimonio del religioso hoy supone una radicalidad evangélica. El religioso es el cristiano que toma el evangelio por donde más quema. En él no cabe un semi-evangelio. No cabe un evangelio suavizado. O es radical, o no es nada.


  • Su función específica es defender con su vida los valores permanentes en un mundo sin valores. Su profecía, su testimonio y su martirio es gritar con su vida que ciertos valores evangélicos como la entrega total a Dios, la pobreza, la castidad, la obediencia no son mitos o camelos imposibles. Nuestra profecía no va contra ningún grupo social o eclesial, sino va contra la secularización de la vida religiosa, contra el materialismo craso de la sociedad. Un religioso “adaptado” está muy lejos de ser un testimonio y Dios rechaza a los mediocres.


  • Este testimonio, naturalmente, sólo se da con la vida y no tanto con la palabra. Sabemos muy bien que las palabras se las lleva el viento y cada día tienen menos credibilidad. Hemos aprendido muy bien de nuestros políticos cómo las palabras se han vuelto estériles. Sólo con su vida diaria, vivida en coherencia y con alegría, el religioso es profeta, testigo y mártir.


  • Vive su profetismo porque cree en él, no porque espere nada de esa situación y menos porque le va a solucionar la vida. La verdadera pobreza que supone el despego es la que da al religioso el verdadero poder. Quien no busca nada, quien no espera nada personal, ese es verdaderamente libre y, en un momento determinado, puede entregar la vida física si Dios le da esa gracia.


  • Los religiosos deberán asumir su vocación al profetismo como una vocación al martirio. No al martirio soñado espectacular o anónimo como mucho de nuestros mártires, sino al martirio diario. El martirio de amar y servir sin mirar las consecuencias. Ser religioso, hoy día, es el arte de morir cada día, el de no ser comprendido nunca, el de vivir permanentemente contra corriente. Un religioso que es demasiado comprendido por el mundo forzosamente será una sal que no sala. El verdadero profeta sabe que nadie le entenderá, “porque los tartufos de derechas nunca nos perdonarán que digamos la verdad y los tartufos de izquierdas no nos perdonarán que la digamos entera” (Bernanos).


Todo esto es muy difícil, pero no olvides que los cobardes necesitan hombres así para fundamentar su vida cristiana.



D.- Cristo: profeta, testigo y mártir


Una lectura del Evangelio nos descubre sencillamente que todo lo reflexionado aquí se concentra en la vida de Cristo y que nosotros, sus seguidores, debemos entender así su vida:


  • Cristo fue obediente por excelencia al mensaje del Padre, ya que su vida consistió siempre en hacer su voluntad y no la propia.


  • Fue trastornado por ese mensaje e invadido por él y dedicó toda su vida a desarrollarlo en medio de grandes dificultades.


  • No tomó su tarea como orgullo personal, sino que hubiera querido que ese cáliz pasara de Él.


  • Toda su labor profética se realizó para la salvación de los hombres y para librarles y salvarles, no como una simple crítica amarga que lleva a los hombres a una inútil rebeldía.


  • Su vida fue dura y difícil, teniendo siempre presente una voz que marcaba “su hora”.


  • Entendió que su existencia sería corta y que sólo sería entendido después de su muerte.


  • Fue incomprendido por todos: sumos sacerdotes, apóstoles, familiares y el pueblo.


  • Sentía compasión por los mismos a los que trataba de salvar.


  • Supo siempre que el martirio sería el desenlace lógico de su vida.


1 E.- D. Bosco siervo y “varón de dolores”

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Sabido es el cuadro patológico padecido por D. Bosco, frecuentes ataques de somnolencia, las repetidas cefaleas, el ataque epileptiforme padecido en la iglesia de Lanzo, la debilitación espinal, las afecciones cardiovasculares, el agravamiento de la hinchazón de las extremidades inferiores, aclaran con suficiencia cómo en D. Bosco las afecciones de los órganos nerviosos centrales, primero y los órganos pulmonares, cardiacos y renales desde 1846, en segundo lugar, agravándose desde el año 1871 hasta su último suspiro, le desgastaron la vida, al principio inadvertidamente, más tarde, después de 1880, se puede decir que su organismo estaba casi reducido a un gabinete patológico ambulante, en medio del cual brillaba, no obstante, una mente siempre activa y anhelante por alcanzar su meta gloriosa.


En la figura de nuestro Padre sobresale el arte de esconder el dolor, lo hizo desde la juventud hasta el final de su existencia. Supo soportar y esconder este calvario de modo excepcional. Debía pasar su vida con la juventud y bien sabía que los jóvenes tienen necesidad de una faz acogedora. Sus íntimos habían comprendido esta táctica: por eso los días en que lo veían más chistoso que de costumbre, comentaban entre sí: “D. Bosco debe tener hoy una grave dificultad”.


Esta aceptación fue consciente. Por una sola cosa no rezó nunca D. Bosco: por la curación de sus enfermedades, aun dejando que los otros lo hicieran. Logró integrar el dolor como una parte más de su vida. Asimiló el dicho paulino de no querer conocer más que a Cristo y a este crucificado. Su aceptación se convierte en una manifestación de la grandeza de Dios, ya que el sufrimiento de tus siervos “manifiesta la maravillas de tu poder, pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio” (Prefacio de mártires).


Con el respeto debido, nos atreveríamos a calificar a D. Bosco como verdadero “siervo de Yahvé” imitando al Señor en su pasión y consumiendo su vida para la redención de lo jóvenes. Por eso los atrajo a sí como un imán.


Hemos de concluir que su ascética, su sacrificio y su vida consistió en dar hasta el último aliento de su vida por los jóvenes. Este camino abierto, siguiendo sus huellas, nos lleva a proyectar su vida en nosotros para darnos sin reticencias a los jóvenes.



F.- El salesiano: siervo y testigo en el quehacer cotidiano



  • Servicio


La palabra “servicio” es una de las palabras ricas de significado, fuertes y orientadoras del Evangelio, porque la ha referido Jesús a su propia vida y muerte casi como la principal definición.


En el Evangelio leemos: “El hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos.” (Lc 21, 2).

  • Servir es una dimensión de la entera existencia, no un fragmento de nuestro tiempo y de nuestro obrar. Toca no sólo a los deberes, sino al pensar y al razonar. Servir es un modo de existir. Hasta ahí debemos interrogarnos siempre.


  • El estilo de servicio se opone netamente a la lógica de hacerse servir. Es inútil querer unir ambas lógicas. No se puede vivir algunos esfuerzos como servicio y otros como búsqueda de sí mismo. Para el evangelio el egoísta lo es siempre, en la vida privada y publica: está centrado en sí mismo.


  • Servir significa sentirse responsable de los demás. Cuando un hermano está en necesidad no se puede simular nada: nos afecta y es así cómo estamos llamados a vivir.


  • El servicio no se reduce sólo a las necesidades sino que acoge personas. El “todos” por quienes Jesús se ofrece no son ni problemas, ni funciones, son personas, son rostros.



  • Testimonio en el quehacer de cada día


La ascética del salesiano se basa en el trabajo, en sus duras exigencias (el sacrificio del deber cada día) y en la templanza, que indudablemente exige renuncias a fin de conseguir el necesario dominio de sí mismo: aquí aparece el tema de la cruz, que conjuga perfectamente con el cumplimiento fiel y sacrificado del deber y las fatigas que lo acompañan.


El artículo 18 de las Constituciones conserva el espíritu del fundador y mantiene íntegro el último párrafo sacado de las Constituciones de 1875 escritas por D. Bosco. “Estén todos dispuestos, cuando sea necesario, a soportar calor, frío, sed, hambre fatiga y desprecios, siempre que redunde en mayor gloria de Dios, bien espiritual del prójimo y salvación de la propia alma”.


Se pone en evidencia el misterio de la cruz en la vida del apóstol salesiano como rasgo peculiar heredado del Fundador. En una época de cambios culturales, ya lejos del ejemplo directo de nuestro Padre, conviene reafirmar explícitamente, con las constituciones, que la renuncia de sí mismo y el cargar con la cruz de cada día son elementos integrantes del estilo de vida y de acción de Don Bosco.


Nuestro realismo ascético, de apóstoles y educadores se basa en el dicho de S. Pablo: “Para mi la vida es Cristo, y una ganancia el morir” (Flp 1, 21). Quien ingresa en nuestra sociedad, lo hace por seguir al Salvador, participando conscientemente en su cruz con las renuncias, dificultades y tribulaciones, con el dolor e incluso con la muerte.


Nuestros hermanos mártires no hicieron sino cumplir en su vida diaria este artículo que todos hemos profesado. Las circunstancias hicieron que su ascesis diaria llegara a exigirles toda su vida. La gracia de Dios, su apoyo y fortaleza concluyeron la obra a la que estaban destinados u para la que estaban bien entrenados.


1.1 G.- CONCLUSIÓN: martirio y vida cristiana

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Se pueden vivir hoy situaciones que exigen actitudes martiriales. El mártir es un modelo de fidelidad a la fe que impulsa y alienta a los cristianos a que seamos fieles en las circunstancias de cada día- también en el sufrimiento y en el dolor, en la incomprensión ante la enfermedad o la muerte- el Credo que profesamos, a la persona en quien creemos, Jesucristo. La herencia de los mártires es aceptar cada día una vida llena de amor, de fidelidad y de mansedumbre. Ante el testimonio de estos mártires podemos profundizar en aspectos centrales de nuestro seguimiento de Jesucristo.


En este momento en el que “asistimos al nacimiento de una nueva cultura con características y contenidos que a menudo contrastan con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 9) nos planteamos cómo y dónde se pueden vivir hoy situaciones en cierta medida martiriales.


  • Ante el relativismo dominante, que no se vincula a ninguna verdad ni ningún compromiso perdurable y que hace que el cristiano sea excluido socialmente por el hecho de tener a Jesucristo como camino, Verdad, y Vida.


  • Ante la cultura de la muerte, que nos pone en situaciones en as que hay que defender y respetar la vida valientemente, en todo momento, desde la concepción hasta la muerte.


  • Ante los ídolos de hoy y la mentira, no cediendo ante lo que pretende ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón y siendo artífices de verdad en las relaciones con los demás.



El cristiano, tiene un estilo de vida diferente que brota de la vida nueva recibida en el Bautismo, un Bautismo que le une a la cruz de Cristo y que, de una forma u otra comparte con Él y con todos los que nos han precedido en el camino hacia la vida eterna. La forma de vida cristiana, esa que en ocasiones puede suponer vivir situaciones martiriales, con lleva “dejar de vivir como viven todos, dejar de obrar como obran todos, dejar de sentirse justificado en actos dudosos, ambiguos, malos, por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar pendiente del juicio de la mayoría, de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.” (Cardenal Joseph Ratzinger, La Nueva Evangelización. Jubileo de los Catequistas, Roma 2000).


Para esta coherencia de vida, para esta conversión continua que nos haga mirar con los ojos de Dios, los mártires nos dan la clave:


  • La unión con Cristo en todo momento y el amor a la voluntad del Padre como fuente de fidelidad y testimonio de la fe.

  • La vida espiritual y de fe, la vida eucarística como camino de amor y fortaleza ante la adversidad y el sufrimiento.


Terminamos con estas palabras del Papa que nos ayudan a sintetizar todas la ideas que hemos pretendido inculcar:


Deseo recordar un concepto muy querido por los primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos de hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: “Ofreced vuestros cuerpos” (Rm 12,1)... El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la pascua de Jesucristo y así se convierte con él en Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica, también interiormente, esta disponibilidad, y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo” (Sacramentum Caritatis, 85).


Por lo tanto, recordemos a nuestros mártires, admiremos su vida y seamos generosos en aceptar las circunstancias que Dios pone en nuestra historia para comprenderlas y encajarlas en la trayectoria de salvación que él quiere de cada uno, donde caben todos los bienes y todos los males. Lo importante es saber usar las circunstancias como medios que el Señor pone a nuestro alcance para llevarnos hacia Él con su mano amorosa.


Que María Auxiliadora, como buena Madre, nos ayude a llevar nuestra cruz de cada día y nos dé su fortaleza para saber estar en pié junto a la Cruz de Cristo, siempre, sin rehuir su peso.



Madrid, día 14 de septiembre de 2007,

Festividad de la Exaltación de la Santa Cruz.





BIBLIOGRAFÍA


  • CEE, Mensaje de la LXXXIX Asamblea Plenaria: Vosotros sois la luz del Mundo (Mt 5,14) Madrid 26 de abril de 2007.

  • CEE, Vosotros sois la luz del Mundo: Catequesis. Madrid 2007.

  • Martín Descalzo, J. L.. El Martirio, última palabra del profeta. Apunte Separata 1986.

  • Martín P. Los mártires salesianos de Madrid, Sevilla, Bilbao y León. Madrid. CCS, 2007.

  • Vecchi J. E.: Rasgos de la espiritualidad salesiana: Madrid. CCS. 2000.

  • Jiménez F.: Aproximación a D. Bosco. Madrid CCS 1994.



HASTA EL ÚLTIMO ALIENTO POR CRISTO Y LOS JÓVENES


ESQUEMA PARA LA REFLEXIÓN


  1. Introducción


    1. Mártires, signo de esperanza.

    2. Rasgos comunes de los nuevos mártires.

    3. Martirio como coherencia de vida.


  1. El martirio: ultima palabra del profeta

    1. El profeta absentista

    2. Profetismo de dirección única

    3. Profetismo “anti”.

    4. Profetismo de opiniones personales.

    5. Profetas de grito y proclama.


  1. El profeta como testigo y mártir


  1. Invadido por Dios


    1. Trastornado por el mensaje.

    2. No presume de serlo.

    3. Busco la salvación.

    4. La vida dura del profeta.

    5. Profeta solidario.


  1. El martirio último testimonio del testigo


    1. Religioso: profeta en el aquí y ahora.

    2. Radicalidad evangélica.

    3. Defender con su vida los valores permanentes.

    4. Testimonio con la vida.

    5. Se cree en el profetismo.

    6. Vocación que incluye el martirio.


  1. Cristo: testigo, profeta y mártir


    1. Obediente.

    2. Trastornado.

    3. Su “hora”.

    4. Incomprendido.


  1. Don Bosco varón de dolores


    1. Cuadro de sus enfermedades e incomprensiones.


  1. Salesiano: siervo y testigo en el quehacer cotidiano


    1. Servicio: ¿cómo entenderlo?

    2. Testimonio del quehacer de cada día.


  1. Conclusión: martirio y vida cristiana



Piensa:


  • Esta frase de S. Agustín: “El mártir no es mártir por la pena que sufre, sino por la causa que defiende”.

  • ¿Los detalles que en tu vida religiosa se apoyan en el “complejo de mártir” para lograr comprensión, cariño, apoyos y éxitos?

  • ¿Cómo encajas en tu historia las dificultades de cada día, las incomodidades que te presenta la vida, las incomprensiones y los achaques de la edad?






Presentación teológica de Sacramentum Caritatis1

Dr. Jaume Fontbona2

No es tan fácil como parece hacer una presentación teológica de la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis del obispo de Roma Benedicto XVI. Por esto me he decidido a destacar sus puntos fuertes, los que son más significativos, y hacer hincapié en aquellos que merecen una particular reflexión, aquellos que plantean interrogantes a los teólogos y que cuestionan la praxis actual.

Puntos más significativos

El primer punto destacable es el hecho de presentar, siguiendo a santo Tomás de Aquino, la Eucaristía como sacramento de la caridad (n. 1) y relacionar la Eucaristía con el Amor de Dios manifestado en Jesús (Jn 13.1; y como también hace la Plegaria Eucarística romana IV) en los nn. 2, 34 y 35.

Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor”, que es la esencia misma de Dios. Esta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, “a tiempo y a destiempo” (2Tm 4,2) que Dios es amor” (n. 2).

La fuente de nuestra fe y de la liturgia eucarística es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el misterio pascual” (n. 34).

La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio Pascual” (n. 35).

La exhortación recuerda la importancia de la reforma litúrgica del Vaticano IIy de su recepción:

En concreto, se trata de leer los cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que caracteriza el desarrollo histórico del rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas.” (n. 3).

También subrayo el hecho de haber querido que, desde el principio, aparezca claramente la finalidad de esta Exhortación apostólica:

Consciente del vasto patrimonio doctrinal y disciplinar acumulado a través de los siglos sobre este sacramento, en el presente documento deseo sobre todo recomendar, teniendo en cuenta el voto de los Padres sinodales, que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto esp iritual que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad. En esta perspectiva, deseo relacionar la presente Exhortación con mi primera Carta encíclica Deus caritas est” (n. 5).

Otro punto destacable es la relación que establece, desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, entre la Eucaristía y la comunión trinitaria, y también con toda la creación:

El “misterio de la fe” es misterio de amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: “Ves la Trinidad si ves el amor” (n. 8).

El memorial de su total entrega no consiste en la simpe repetición de la Ultima Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su “hora”. “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”. Él “nos atrae hacia sí”. La conversión sustancial del pan y el vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de “fisión nuclear”, por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo de su ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. iCo 15,28)”(n. 11).

En la relación entre la Eucaristía y el universo descubrimos la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la relación profunda entre la creación y la “nueva creación”, inaugurada con la resurrección de Cristo, nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora en virtud del Bautismo (cf. Col 2,1 2s), y así se le abre a nuestra vida cristiana, alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde la nueva Jerusalén baja del cielo, desde Dios, “ataviada como una novia que se adorna para su esposo” (Ap 21,2)” (n. 92).

Por otro lado, la exhortación relaciona las dos Epíclesis de la plegaria eucarística romana, la que pide la transformación del pan y del vino y la que pide la transformación de la asamblea:

El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y el vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles “en un solo cuerpo”, haciendo de ellos una oferta espiritual agradable al Padre” (Prop 42) (n. 13).

Es importante la insistencia en la transformación de los comulgantes:

A este propósito, el santo de Hipona nos sigue recordando que “éste es el sacrificio de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el sacramento del altar, que los fieles conocen bien, y en el que se les muestra claramente que en lo se ofrece ella misma es ofrecida”. En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles (CCE 1368). La insistencia sobre el sacrificio —“hacer sagrado”— expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12)” (n. 70).

En efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida ( Veritatis Splendor 107)” (n. 82).

Uno de los puntos que destacaría más es la recepción que hace de la eclesiología eucarística o de comunión:

En efecto, la Iglesia “vive de la Eucaristía” (Ecclesia de Eucharistia, 1). Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, se tiene que reconocer ante todo que “hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia” (ibíd., 21). La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos contínuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la Eucaristía que edjfica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía, la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de “hacer” la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: “El nos ha amado primero” (lJn 4,19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo. En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica del habernos “amado primero”. El es eternamente quien nos ama primero” (n. 14).

Esta recepción de la eclesiología de comunión ayuda a vincular la asamblea eucarística con la comunión eclesial en el seno de la Iglesia local y de la Iglesia católica. He ahí lo que hice el n. 15:

La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo. Este dato, muy presente en la tradición, ayuda a aumentar en nosotros la conciencia de que no se puede separar a Cristo de la Iglesia,... que la “res” del Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de Comunión (Tomás de Aquino). Ya en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial de Cristo como siendo la “suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia (EdE, n. 38)”.

(A nivel local) La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las comunidades cristianas y se renueva en el acto eucarístico que las une y las diferencia en Iglesias particulares, “in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit” (LG 23). Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra en cada diócesis en torno al propio obispo nos permite comprender cómo las mismas Iglesias particulares subsisten in y ex Ecclesia. En efecto, “la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada iglesia particular: de dejarse atraer por los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su Cuerpo, único e indiviso” (Carta Communionis notio, 11). Por este motivo, en la celebración de la eucaristía cada fiel se encuentra en su Iglesia, es decir, en la Iglesia de Cristo.

(A nivel ecuménico) En esta perspectiva eucarística, comprendida adecuadamente, la comunión eclesial se revela una realidad por su propia naturaleza católica (Prop. 5). Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede contribuir también eficazmente al diálogo ecuménico con las Iglesias y con las Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la sede de Pedro. En efecto, “la Eucaristía establece objetivamente un fuerte vínculo de unidad entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas que han conservado la auténtica e íntegra naturaleza del misterio de la Eucaristía. Al mismo tiempo, el relieve dado al carácter eclesial de la Eucaristía puede convertirse también en elemento privilegiado en el diálogo con las comunidades nacidas de la Reforma (Prop. 5)”.

Sin la pretensión de querer ser exhaustivo, también destacaría la relación de la Eucaristía con los demás sacramentos (nn. 16-29): el hecho de recordar el carácter escatológico del banquete fundamentado en la llamada a los Doce yen el mandamiento del memorial (n. 31); la relación de María con la Eucaristía y la Iglesia (cf. n. 33) en la línea de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Vaticano II; el valor del signo de la paz, la Eucaristía como sacramento de paz (n. 49); el valor del encuentro personal con el Señor en el momento de la Comunión (n. 50); la atención particular a los discapacitados, como signo del Amor recibido, manifestado y celebrado en la Eucaristía (n. 58); la valoración de la mistagogía (n. 64), como participación activa en el misterio pascual (n. 52). El sentido profundo de la comunión de los santos se encuentra en la Eucaristía (n. 76). Antes ya ha recordado que también a través del sacramento de la unción se participa de ella (n. 22).

Finalmente destacaría tres puntos. El primero, la relación de la Eucaristía con el martirio, como se hacía en los tres primeros siglos (n. 85). El segundo, la relación que crea entre los demás cristianos el hecho de pertenecer, por el Bautismo, al único Cuerpo de Cristo, relación que es necesario que se pueda expresar en la comunión entre todos los cristianos. En concreto, el n. 56 dice:

Nosotros sostenemos que la comunión eucarística y la comunión eclesial se corresponden tan íntimamente que hace imposible generalmente por parte de los cristianos no católicos la participación en una sin tener en cuenta la otra. Menos sentido tendría aún una concelebración propia y verdadera con ministros de Iglesias o Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica. No obstante, es verdad que, de cara a la salvación, existe la posibilidad de admitir individualmente a cristianos no católicos a la Eucaristía, al sacramento de la Penitencia ya la Unción de los enfermos”.

El tercer y último punto, la relación de la Eucaristía con el compromiso social; en concreto el n. 89 dice:

Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la justicia. No hay duda de que las condiciones para establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón (Prop. 48). De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a través de la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la celebración”.



Puntos que merecen particular reflexión

La Exhortación pone sobre la mesa la praxis actual de los procesos de Iniciación Cristiana, a fin de que los episcopados locales verifiquen su eficacia en orden a hacer crecer la vivencia eucarística de nuestras comunidades cristianas (n. 18). También acentúa la importancia de la primera comunión, como encuentro personal con Jesús (n. 19), un punto a tener en cuenta en la pastoral de las diversas Iglesias locales.

Un aspecto teológico a considerar es que el vínculo entre la Eucaristía y la Reconciliación recuerda que el pecado no es nunca individual (n. 20).

La Exhortación invita a tener una praxis equilibrada y profunda de las indulgencias (no podemos reparar el mal con nuestras solas fuerzas), relacionándola con la comunión de los santos (n. 21). Por tanto, reabre el camino apuntado por Pablo VI en la Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina (1967)3.

Si antes la Exhortación ha fundamentado el sacramento del orden en la institución de los Doce, en la línea del Vaticano II, es decir, en la misión evangelizadora y al mismo tiempo convocadora del Pueblo de Dios, también lo fundamenta, en la línea de Trento, en “las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19)” (n. 23). Y es un punto más a considerar el hecho de poner de relieve que:

Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal (n. 23).

Un interrogante que continúa abierto para los teólogos es el hecho de que a los presbíteros latinos se les pida la obligatoriedad del celibato y, en cambio, no a los presbíteros orientales (n. 24). De todos modos, es digna de notar la valoración del celibato “como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios” y de que sea “una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma” (n. 24).

Teniendo presente la situación actual de falta de presbíteros, ciertamente muy acentuada en el mundo occidental, el n. 25 de la Exhortación pone sobre la mesa unas precisiones pastorales a tener en cuenta en el seno de las Iglesias locales:

Los Obispos han de implicar a los Institutos de Vida consagrada ya las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales, respetando su propio carisma, y pidan a todos los miembros del clero una mayor disponibilidad para servir a la Iglesia allí donde sea necesario, aunque comporte sacrificio (Prop. 11).”

Se ha de evitar que los Obispos, movidos por comprensibles preocupaciones por la falta de clero, omitan un adecuado discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y a la ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios para el servicio sacerdotal... En síntesis, hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo”.

Finalmente, después de haber insistido en la importancia de la comunión eucarística, pone sobre la mesa la relación entre Eucaristía y adoración en el n. 66:

Ya decía san Agustín:”nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adora verit; [...] peccemus non adorando —nadie come de esta carne sin antes adorarla [...j pecaríamos si no la adoráramos”. En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos”.

La cita de san Agustín (Enarraciones in Psalmos 98,9) recuerda que recibimos al mismo Cuerpo de Cristo; por tanto, hay que adorarlo. La adoración cristiana no es pasiva y es previa también a la recepción, a la misma comunión eucarística. Si no lo adoramos no lo recibimos desde la fe. Por tanto, la adoración eucarística plantea la importancia de la fe en la Eucaristía, pero no al margen de la comunidad creyente, precisamente porque la Eucaristía hace a la Iglesia y nos implica en la donación gratuita, en el testimonio de amor hasta el extremo. Situada desde la perspectiva agustiniana abre nuevos horizontes en el seno del diálogo ecuménico con las Iglesias y Comunidades cristianas surgidas de la Reforma.









Tarancón, intérprete y valedor del Vaticano II4

Santiago Madrigal

El pasado 14 de mayo hubiera cumplido cien años quien fuera cardenal y arzobispo de Madrid, D. Vicente Enrique y Tarancón. Libros recientes que se ocupan de la figura de este líder eclesiástico exhiben en sus títulos formulaciones condensadas de su periplo vital: el «cardenal del cambio», el «cardenal de la reconciliación», el «cardenal que coronó al Rey». Con ocasión de este centenario, la revista Razón y Fe quiere rendirle un merecido homenaje. En estas páginas se reivindican estos otros títulos: el de «obispo en el Concilio», «cronista e intérprete» del Vaticano II, «comentador y garante» de su aplicación a la situación de la Iglesia española.



Algunos apuntes biográficos

El centenario del nacimiento de D. Vicente Enrique y Tarancón (1907-1994) nos presta la ocasión para hacer una evocación del Concilio Vaticano II (1962-1965) de la mano de ese eclesiástico excepcional y figura egregia de la historia reciente de España que se vio obligado a luchar contra el «mito» que su poderosa personalidad había generado, con una irradiación cuyos destellos también se allegan hasta esta parcela concreta de estudio. De ello él mismo era consciente, hasta el punto de que así se abren las «diecisiete conversaciones» que mantuvo con J. L. Martín Descalzo y que «revelan toda la vida de la Iglesia española en los últimos decenios»: «La verdad —decía— es que yo no me reconozco en ese “mito Tarancón” que por ahí se han creado. Y tampoco lo del “taranconismo” que no sé muy bien lo que significa. Me ha hecho aparecer ante los ojos de muchos como una persona muy distinta a la que soy en realidad»5.







Aplicar a España las orientaciones del Vaticano II

El «mito Tarancón» ha sido entretejido de materiales contradictorios. Si unos le situaban en la avanzadilla más peligrosa y le acusaban de antifranquismo, otros le reprochaban no romper con el franquismo. Dejando hablar al personaje, podemos ir reconociendo su labor histórica y sus verdaderos intereses. En sus «conversaciones» con María Luisa Brey nos ha legado una declaración de intenciones que tiene sabor de testamento y que enmarca perfectamente el sentido de estas páginas: «Me propuse dos objetivos: aplicar a España las orientaciones del Vaticano II en lo referente a la independencia de la Iglesia de todo poder político y económico, y procurar que la comunidad cristiana se convirtiese en instrumento eficaz de reconciliación para superar el enfrentamiento entre los españoles que había culminado en la guerra civil, eran mis objetivos. En resumen, tratar de que la Iglesia perdiese influencia política y ganase credibilidad religiosa.

El primer objetivo tenía carácter exclusivamente religioso. El segundo tenía más bien carácter social, y algunos lo tildaron de político, y como creían que la Iglesia tenía que ser de “derechas”, defensora del poder político y económico, consideraron mi actitud una traición.

Los dos objetivos eran sagrados para mí. (...). Por eso luché, y ésta es mi defensa y mi apología. Si he fallado en el empeño, lo dirá la Historia. Mi conciencia está tranquila»6.



Signo de contradicción

Si la intención más profunda que animó el quehacer del Cardenal Tarancón consistía en aplicar las orientaciones del Vaticano II a la peculiar situación española, urge delimitar Cómo ha vivido y qué ha pensado este obispo de la asamblea conciliar.

A la hora de determinar su postura ante el Concilio contamos, además de estas cálidas y amigables conversaciones, con otro tipo de fuentes, de sabor muy agustiniano, que son sus Confesiones7. En realidad, ese voluminoso libro de memorias, que vio la luz en 1996, dos años después de su fallecimiento, tiene un presupuesto previo en sus «Recuerdos de juventud» publicados en 1984 y conoce también un antecedente menor pero precioso en esa confesión que lleva por título «50 años de sacerdocio en España»8. Ahí reconoce cómo el nombramiento de obispo (en 1945) había introducido un cambio radical en su vida de sacerdote y que su vida episcopal, al frente de la Conferencia Episcopal, aceleró aquel proceso vital que le obligó a una actuación pública, política y eclesial, en medio de tensiones y conflictos. Ahí emerge de nuevo nuestro tema especifico con este tono de confesión: «Y como la transición eclesial producida por el Concilio Vaticano II coincidía con la transición sociopolítica y cultural que se ha producido en nuestro pueblo, la coyuntura era harto complicada y difícil y mi figura se ha convertido, en no pocas ocasiones, en “signo de contradicción”»9.

A este doble género de fuentes —conversaciones y confesiones— habría que añadir una serie de textos salidos de la recortada pluma del Cardenal, miembro electo de la Real Academia de la Lengua en 1970, en los que fue haciendo crónica del acontecimiento conciliar, al tiempo que glosaba sus principales documentos. Se trata de las cartas pastorales publicadas en la década de los años sesenta y que escribió siendo obispo en el Concilio. En respuesta a su discurso de ingreso en la Academia, D. Rafael Lapesa Melgar señalaba que «desde su juventud las actividades de su ministerio tuvieron por complemento abundantes publicaciones»; en ellas, el prelado nacido en Burriana el 14 de mayo de 1907, había mostrado las cualidades del limpio y ágil decir de los buenos prosistas10.



«Quién es este obispo que escribe tanto?»

Su infancia transcurrió en las luminosas tierras costeras de Levante. En este marco surge la vocación sacerdotal que se cultiva y desarrolla en el Seminario Conciliar de Tortosa. Ordenado presbítero en 1929, obtuvo el título de doctor en Teología en la Facultad de Valencia. En 1930 lo encontramos de coadjutor—organista en Vinaroz. En 1933 se trasladó a Madrid como miembro de la Casa del Consiliario, fundada por D. Ángel Herrera, para quienes habían de orientar la Acción Católica. Este encuentro y cultivo de los jóvenes de Acción católica, la exigencia de trasmitirles una formación y experiencia religiosa profundas, constituyen —a juicio de Olegario González— la ocasión histórica que convirtió a Tarancón en escritor11.

La sublevación militar de julio de 1936 le sorprende como propagandista en Galicia. Sus reflexiones sobre la Acción Católica aparecen publicadas en 1937 con el título La nueva forma del apostolado seglar; al año siguiente daba a la imprenta otro libro, en cuatro volúmenes, Jesús Maestro de Apóstoles, subtitulado «Puntos de meditación para los miembros de las asociaciones juveniles de Acción Católica». En 1938 vuelve a Vinaroz como arcipreste; en 1943 está desarrollando una amplia labor pastoral en Villarreal, siendo consiliario diocesano de los jóvenes de Acción Católica.

En 1946 es consagrado obispo de Solsona. Su acción pastoral se vio acompañada por numerosos trabajos escritos, con orientaciones espirituales, meditaciones, comentarios al Evangelio. De gran repercusión nacional fue su pastoral «El pan nuestro de cada día». Durante los dieciocho años de Solsona despliega una asombrosa creatividad literaria que le acredita —en palabras de Mons. Antonio Montero— como «el autor religioso más leído, en los años cincuenta—sesenta, por el clero joven y por personas con inquietudes espirituales y sociales». Parece que Juan XXXIII se interesó por el caso y preguntó: «¿Quién es ese obispo que escribe tanto?»12

Desde 1956, promovido por el cardenal Pla y Deniel, actúa como secretario del Episcopado español y, en 1964, será nombrado arzobispo de Oviedo. Aquel mismo año fue nombrado presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia, de modo que se afana en la tarea de abordar la traducción y el establecimiento de los textos litúrgicos en lengua castellana. Las tareas de gobierno en la archidiócesis de Oviedo, los viajes a Roma con motivo del Concilio Vaticano II, le dejan tiempo para seguir escribiendo. El discurso de ingreso del Cardenal académico estuvo dedicado al tema «Liturgia y lengua viva del pueblo».



«Yo me convertí al Espíritu en el Concilio»

En medio de tantos quehaceres el resultado de esta vida es una vasta producción que rebasa la veintena de libros13. Anualmente dirigía una pastoral a los sacerdotes en el aniversario de su consagración episcopal. En estas pastorales, año tras año, fue abordando los temas de actualidad de la vida de la Iglesia.

Acerca de ellas escribía en 1965 el entonces arzobispo de Oviedo: «Desde que en el año 1954 escribí glosando una frase de Pío XII, sobre “la renovación total de la vida cristiana”, todas han tenido la misma orientación y se han propuesto idéntico objetivo. Y desde que el Concilio inició sus tareas y empezó a señalar los caminos que habría de seguir esta reforma, he abordado problemas plenamente conciliares, como lo atestiguan El misterio de la Iglesia y Ecumenismo y pastoral, que son los temas de las dos últimas que he publicado».

Esta declaración de intenciones se lee en la Introducción a la pastoral titulada La Iglesia en el mundo de hoy14. En esta misma longitud de honda se encuentra la pastoral titulada La evangelización, tarea eclesial (1964).

A estos escritos hay que añadir, tras la peripecia conciliar, otros títulos como El sacerdocio a la luz del Concilio Vaticano 11(1966); La Iglesia del postconcilio (1967); La crisis de fe en el mundo de hoy (1968). Si de fondo, la línea que asiste a todos esos trabajos de reflexión pastoral no es otra que la de la permanente renovación eclesial, para su interpretación resulta muy oportuna esta «confesión» del cardenal: «Yo me convertí al Espíritu en el Concilio (...) El Espíritu actuaba, nos urgía»15.



«Y no perdimos el tren de la Historia»

Para seguir la reflexión sobre el Concilio y su aplicación al solar ibérico, hay que añadir a esta serie de libros escritos en la década de los sesenta que se dejan subsumir bajo la categoría de «cartas pastorales», sus «cartas cristianas». Son textos que escribió a lo largo de más de diez años, mientras fue arzobispo de Madrid.

Para completar esta semblanza biográfica recordemos que en 1969 fue promovido a arzobispo de Toledo y primado de España, creado cardenal por Pablo VI en el Consistorio del 28 de mayo de aquel mismo año. La muerte prematura de Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia episcopal, el 30 de mayo de 1971, propicia su acceso a la presidencia en funciones. Nombrado arzobispo de la capital de España en junio de 1971, esta designación quedará asociada al año siguiente a la de presidente de la Conferencia episcopal, cargo que ocupará durante ese decenio histórico jalonado por acontecimientos cruciales como el asesinato de Carrero Blanco (23 de diciembre de 1973), los últimos años y la muerte del general Franco (21 de noviembre de 1975), la investidura del Rey Juan Carlos, la Constitución democrática de 1978 y los gobiernos de la transición política con los mandatos sucesivos de Arias Navarro, Adolfo Suárez, Calvo Sotelo, y la llegada al poder de Felipe González16.

Desde la situación de jubilación prolongó su actividad literaria en las llamadas «cartas a un cristiano», publicadas en Vida nueva entre 1983-1986, y donde va repasando los nuevos problemas religiosos y sociales17. En esta misma época se sitúan la redacción de sus libros de memorias, que se entretejen de recuerdos, pues, como dejó escrito, él nunca había llevado un diario. A sus setenta y cinco años podía escribir de forma retrospectiva: «La providencia de Dios me confirió una responsabilidad personal en la aplicación a España de las orientaciones conciliares. La misma providencia, en su sabiduría, ha querido alejarme de esa responsabilidad en este segundo momento en que deben desarrollarse los principios establecidos y cumplimentar los compromisos adquiridos»18.

Esta indagación biográfica y bibliográfica nos permite sacar una conclusión: Tarancón ha sido un espectador excepcional del Concilio Vaticano II. Desde la selección de textos que tratan sobre la materia del Concilio, y con la ayuda de esos cuatro tipos fundamentales de fuentes se podrían perfilar sus valoraciones y sus impresiones del Vaticano II, su seguimiento del proceso tanto durante la realización del acontecimiento como en su presentación teórica y en la elaboración pastoral de las directrices conciliares, así como su aplicación a España en los difíciles años de la transición política. En aras de la brevedad, y a título de botón de muestra, voy a presentar algunas reflexiones del Cardenal al hilo de las dos fuentes de carácter más personal, sus conversaciones y confesiones.

Dejo para otra ocasión el estudio de esas otras dos fuentes que, en cualquier caso, está por hacer y que es el camino insoslayable para superar el «mito Tarancón».



«Conversaciones» y «confesiones» sobre el Concilio

El libro de conversaciones «Tarancón, el cardenal del cambio» nació —dice su autor— de una larga entrevista con «un narrador inigualable», «dueño de una memoria asombrosa y con ese calor en la voz y en los recuerdos que ansían los novelistas»; así las cosas, «bastaba con ser un fiel transcriptor de unos diálogos que son, de por sí, apasionantes». Es la octava conversación, esto es, el capítulo octavo el que toca los temas del Vaticano II: la sorpresa de la elección como Papa de un anciano, la confrontación de la curia romana con la teología centroeuropea, la postura del episcopado español durante el Concilio, la crisis posconciliar19.



Ante el anuncio del concilio, desconcierto y sorpresa

El entonces obispo de Solsona recuerda que se enteró de aquella noticia, como todos, por la prensa. Y su primera impresión fue la de todos: desconcierto, pero también esperanza. Aunque se sabía que Pío XI y Pío XII habían pensado en la posibilidad de un Concilio, explicita con franqueza su primera toma de postura ante el anuncio hecho por Juan XXIII: «Pero se veía que un Concilio era algo muy difícil y arriesgado, aunque me parecía muy interesante intentar una puesta al día de la Iglesia. Por todo esto estaba yo en una incertidumbre de ésas en las que no sabes a qué carta quedarte. Y por entonces me nombraron a mí miembro de la Comisión Preparatoria. Y allí tuve yo mi primer deslumbramiento. Porque aquí en España no seguíamos apenas toda la corriente teológica que dominaba ya en Centroeuropa y las cosas que conocíamos parecían disparatadas»20.

D. Vicente Enrique y Tarancón formó parte de la comisión de los obispos junto con D. Casimiro Morcillo; reconoce que estuvieron juntos y desconcertados, pues «ya desde el principio aparecían allí las ideas que luego se impondrían en el Concilio», como la colegialidad, o la separación de la Iglesia y del Estado. El ritmo y la pauta lo marcaban los teólogos asesores. Por ello, Tarancón podrá decir que no llegó al Concilio con el único bagaje de la mitra y el báculo, pues en realidad ya había estado en varias reuniones preparatorias durante los años sesenta y sesenta y uno: «y allí se olfateaba lo que iba a ocurrir».







En el preconcilio, una postura de los obispos españoles

Aquellas experiencias en la Comisión preparatoria le sirvieron de vacuna, pues estaba cantada la confrontación entre la orientación de la curia y la orientación teológica y pastoral de Centroeuropa. Otro tanto le debió ocurrir a Monseñor Morcillo, que se mostró abierto al Concilio en sus comienzos y a la nueva orientación pastoral de la Iglesia. «Yo creo que él cambió, como muchos otros obispos españoles, en la tercera sesión del Concilio, durante los debates sobre la libertad religiosa»21. Durante las dos primeras sesiones esa apertura se podía constatar entre muchos obispos españoles; las cosas cambiaron

vuelve a insistir— cuando llegó el debate sobre la libertad religiosa.
¿Cómo valora la postura del episcopado español durante el Concilio?
—le pregunta Martín Descalzo. A su juicio, hay que distinguir: hubo un grupo que era claramente carca, en contra de todo lo que significaba una novedad, ya fuera el tema de la lengua vernácula en la liturgia, o se tratara de la noción de Iglesia. Subraya que fue el debate sobre la constitución pastoral el que sembró las discrepancias entre el episcopado, pues algunos obispos pensaban que sus planteamientos desautorizaban al Estado español.

En aquella conversación se destila esta valoración del Cardenal Tarancón que avala su actuación ulterior: «La verdad es que entonces muchos de los obispos españoles confundían el régimen con España y les parecía que defender el régimen era defender a España y criticarle era criticar a España. Creo que esto condicionó mucho la actuación del episcopado español en el Vaticano II». Y estimaba que, para entonces, un grupo de unos veinte o veinticinco obispos españoles ya se habían asomado a Europa; sin embargo, los demás seguían teniendo una visión cerrada y localista. Brevemente: «En general, la verdad es que dimos la impresión de no estar en línea (...) La idea de la unidad católica era para nosotros como la base de la realidad de España»22.



En el concilio y postconcilio, crisis

¿Cómo ha vivido el desarrollo del Concilio? «Las dos primeras sesiones, aún un poco desconcertado. Pero, desde la mitad yo viví el Concilio gozoso. Veía que el Concilio estaba abriendo nuevos horizontes para la Iglesia, que allí se miraba hacia el futuro y que la Iglesia se ponía en forma para afrontar los problemas de nuestro tiempo». La conversación se adentra en la crisis del tiempo pos- conciliar.

Tarancón creía «que el Concilio iba a tener una aceptación mayor y una aplicación más tranquila. Preveía dificultades de tipo político en España. Pero no esperaba una crisis de carácter mundial como ha sido». «En el interior de la Iglesia —comenta— ha habido muchos que han convertido el lícito pluralismo teológico en un pluralismo inaceptable en cuestiones de fe». El Cardenal ponía el ejemplo de la liturgia, donde la reforma del culto ha podido derivar a la desacralización total, y el ejemplo de las estructuras humanas de la Iglesia y de la identidad sustancial de la Iglesia, donde algunos piensan que se hubiera traicionado la línea marcada por Cristo.

La crisis posconciliar se ha manifestado tanto en las trincheras de los reformadores como en la contestación de las derechas. Si los grupos reformadores pronto se mostraron insatisfechos con los avances conciliares, creando así un clima de confusión, los otros, sobre todo en nuestro país, «han confundido el patriotismo con el catolicismo» y, seguidamente, han considerado herética cualquier tipo de reforma. Y los excesos se reparten casi a partes iguales en uno y otro bando. Y confesaba:

«A mí, al menos, me han hecho sufrir tanto unos como otros (...) Parten de la misma raíz: de una subordinación de lo cristiano a lo temporal, de un profundo olvido de lo sobrenatural de la Iglesia. Impresiona sobre todo ver cómo coinciden hasta en los métodos: los dos utilizan y mutilan los textos de los Papas y toman sólo aquéllos que les convienen; los dos aceptan y usan la mentira y la calumnia; los dos se apoyan en estos o aquellos obispos y los contraponen a otros a quienes niegan el pan y la sal; los dos parecen proceder de buena fe, pero los dos se consideran los únicos católicos y creyentes del mundo»23.

Estas discusiones de después del Concilio resultaban necesarias a la hora de establecer el ritmo y la amplitud de la reforma. La polémica era inevitable. Lo rechazable era esa forma de radicalización que enemistaba a unos católicos contra otros; por ello en su valoración final del Concilio rescata lo positivo: «Lo positivo es que la Iglesia ha avanzado muchos siglos en su retraso respecto a la civilización. Es la misma Iglesia, claro, pero hoy tiene el lenguaje y los planteamientos necesarios para afrontar los nuevos problemas. Yo sigo considerando el Vaticano II—y ésta es una confesión muy especial— como la “gracia” de mi vida. Y me hace muy feliz haber podido trabajar algo para su aplicación»24.



En la aplicación del Concilio a España, renovación a fondo

La visión del Concilio Vaticano II encuentra una mención especial en la parte IV de este voluminoso libro de Confesiones, «La Iglesia en España. Ayer. Hoy. Mañana»25. La historia del género humano se encuentra en un periodo nuevo y de grandes cambios. La situación afecta a la Iglesia universal, pero en la realidad española adquiere sus rasgos característicos a la vista de nuestros antecedentes históricos, ese ayer nuestro, entretejido de hechos dolorosos como la república de 1931, la Guerra Civil (1936-1939), y otros fenómenos configuradores de nuestra realidad eclesial como el Concordato de 1953 y el desarrollo de la Acción Católica.

Desde esta óptica había redactado sus «Recuerdos de juventud», convencido de que los acontecimientos políticos y religiosos de su juventud constituían una pieza clave para entender lo que está pasando en nuestros días, en el terreno cívico, social y religioso: «Cuando ocupé un cargo de responsabilidad en la Iglesia en España, sentí la necesidad de bucear en mis recuerdos de juventud para orientarme ante la encrucijada en que me encontraba. Procuré avivar los recuerdos y entresacar de ellos las debidas enseñanzas para no equivocar el juicio»26. En otras palabras: la realidad actual de España era consecuencia de los hechos históricos que la han provocado de una manera directa, y, por tanto, «la conflictividad que la Iglesia española ha vivido durante los últimos años y que algunos atribuyen exclusivamente al impacto del Concilio Vaticano II no tendría explicación satisfactoria si olvidamos la postura que tomó la Iglesia ante aquellas realidades, y que influyó en su misma aceptación de las nuevas orientaciones conciliares».

Es cierto que la novedad de la reforma litúrgica perturbó inicialmente al catolicismo español. Pero aquella constitución, aprobada al final de la segunda sesión del Concilio, sólo había sido un primer aviso. La orientación misma del Concilio obligaba a una profunda renovación de nuestra mentalidad y de nuestra práctica católica. Esta certeza tomó cuerpo con la aprobación de la constitución Gaudium et spes, sobre la Iglesia y el mundo, y la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa.

Una y otra perturbaban gravemente el modo en que se planteaban las relaciones Iglesia—Estado conforme habían quedado sancionadas en el Concordato de 1953. El Concilio también había hecho la sugerencia a los gobiernos para que renunciasen a cualquier privilegio en el nombramiento de obispos. En nuestra situación, sancionada por el Concordato, el nombramiento de los obispos formaba parte de la idea de preservar la unidad católica.

Esta situación ha planteado muy pronto entre obispos, presbíteros, religiosos y laicos el problema de la interpretación de las directrices conciliares y de su aplicación al caso de España: «Lo cierto es que si el Concilio fue aceptado con gozo rebosante por los católicos que eran partidarios de una clarificación de la realidad político—religiosa española, fue aceptado más bien con resignación y con un criterio tan restrictivo que casi lo hacía inoperante por los que seguían considerando que la situación político—religiosa española era la ideal, la única plena y totalmente católica que, además, salvaguarda “todas las esencias de la patria”»27. En definitiva, todo dependía, a pesar de la buena intención de unos y de otros, dónde se pusiera el énfasis, si en el polo religión o en el polo patria. Por este binomio pasaban las discrepancias en la interpretación y aplicación del Concilio. En consecuencia, el posconcilio tenía que producir en sus primeros años una crisis en la identidad cristiana, sacerdotal y religiosa, un verdadero trauma a la hora de conciliar la renovación con las formas concretas de nuestra manera peculiar de concebir y vivir la fe.





Una mirada retrospectiva

Nuestro propio pasado histórico reciente no le permitía a la Iglesia española una fácil asimilación del Concilio. Tal era el mensaje último de la conferencia pronunciada por el cardenal Tarancón el 28 de julio de 1978 en el Club Siglo XXI:

«¿Qué significa este Concilio para España, y más especialmente para la Iglesia y los católicos españoles? Ante todo, una sorpresa y un desencanto. Acostumbrados como estábamos a considerarnos el máximo exponente de la catolicidad ideal, vimos, de pronto, que en esta Asamblea mundial que era el Concilio, nuestros teólogos y nosotros mismos, obispos, ocupábamos un lugar realmente modesto; que nuestros estilos tradicionales de vivir el catolicismo eran profundamente cuestionados por unos estilos nuevos, hasta entonces mismo, rechazados por nosotros como carentes de fundamento, y que poco a poco se fueron confirmando como más acordes con la sensibilidad, la mentalidad y la vida real de los hombres de nuestro tiempo, y lo que era más sorprendente, más conformes con las fuentes mismas de nuestra propia tradición cristiana y católica».

Ahora bien, el Cardenal podía mencionar también cuál había sido el esfuerzo ingente hecho por la Iglesia en el proceso de asimilación conciliar y de reconciliación entre los españoles, recordando una serie de importantes textos: el documento sobre la libertad religiosa (22-1-1968), la declaración sobre la libertad sindical (25-VII- 1968), el comunicado sobre la pobreza política, cultural y social de España (11-VII-1970), la celebración y las conclusiones de la Asamblea conjunta de Obispos y Sacerdotes (18-IX-1971), el documento sobre el apostolado seglar (27-XI-1972), el documento sobre la Iglesia y la comunidad política (23-I- 1973), el documento de la Comisión episcopal de Acción social sobre actitudes cristianas ante la situación económica (19-IX-1974), la carta colectiva sobre la reconciliación (abril de 1975).

Al echar la vista atrás y evocar el proceso de transición cultural y política, podía subrayar que el pueblo español había sabido superar con madurez los radicalismos suicidas del pasado. En los momentos difíciles de la transición la jerarquía española adquirió un protagonismo social aplicando a nuestra Iglesia las orientaciones del Concilio. Y hoy éste sigue siendo su legado permanente: no se puede atizar el fuego de la discordia. Hay que cultivar el diálogo y el espíritu de la concordia, la convivencia en paz.





La Formación Profesional, un reto para la sociedad del siglo XXI28


Raquel de la Fuente Anuncibay29


La Formación Profesional se resiste a constituirse en una opción de primer orden para los jóvenes y, a pesar del espaldarazo que la LOGSE dio a estos estudios, las connotaciones de índole negativa que ha heredado en anteriores leyes y reformas, parece que siguen marcando la elección de los alumnos que analizan la enseñanza secundaria, aun constatándose unanimidad en reconocer a tales estudios una buena inserción laboral y una constante demanda de los profesionales que salen de los centros formativos.

En este artículo pretendemos analizar las razones que han llevado a considerar la Formación Profesional como una opción de «segunda categoría», cuál es la situación actual y qué claves son necesarias para su reconceptualización, lo que supondrá sin duda avanzar y ocupar el lugar que le corresponde en esta época de cambios e incertidumbre.



Presentación

Es evidente la toma de conciencia que desde las diferentes instancias políticas y sociales se ha otorgado en estos últimos tiempos a la Formación Profesional como motor de empleo y mejora de la competitividad de nuestra economía.

Esto se plasma de forma operativa en la Reforma Educativa de 1990 y en las más recientes medidas que el Ministerio de Educación y Cultura, junto con Otras administraciones, están llevando a cabo para su potenciación y mejora: Jornadas y encuentros de expertos, creación del Instituto Nacional de las Cualificaciones, elaboración del Nuevo Plan Nacional de Formación Profesional, la nueva Ley de Formación Profesional, incremento de las partidas presupuestarias dedicadas a la mejora de esta formación, campañas informativas y de imagen, etcétera.

Conscientes de la necesidad de replantear un cambio en profundidad en la Formación Profesional, el Libro Blanco (MEC, 1989) que antecede a la reforma del 90 apuntaba, como finalidad de esta modalidad, el diseño de una Formación Profesional con capacidad profesionalizadora, práctica, auténtico nexo entre el sistema educativo y el mundo del trabajo.

Los cambios tecnológicos y sociales influyen también de manera decisiva en la capacitación profesional, de un modo particularmente intenso. Para dar respuesta, se plantea una formación que reúna ciertos requisitos:

  • Flexibilidad, para adaptarse a las necesidades y requerimientos del entorno productivo.

  • Agilidad y capacidad de respuesta a los desafíos del acelerado cambio tecnológico, como al cambio en las demandas del mercado de trabajo.

  • Capacidad para la promoción de las personas, proporcionándoles unos fundamentos educativos de carácter polivalente que les permitan afrontar las distintas demandas del mercado de trabajo en diferentes lugares o tiempos a lo largo de su vida, como ulteriores progresos en su formación y cualificación.

  • Autorregulación mediante principios de ordenación, esquemas organizativos y mecanismos que aseguren su actualización y renovación permanente en objetivos, contenidos y métodos.

Autores como Farriols, Francí e Inglés definían en los términos siguientes el dilema de la Formación Profesional:

«Cultura industrial y formación de base frente a adaptación económica y productiva útil al mercado de trabajo. Cohesión social o competitividad. Éstos son los extremos en que se halla la Formación Profesional Inicial. [...] Del mismo modo que una FF1 sin contenidos generales tiene un alto sesgo utilitarista y empobrecedor […], también es cierto que una educación que no disponga de componentes de formación técnica y de desarrollos profesionalizadores genera dificultades para acceder al mercado de trabajo y provoca graves riesgos de frustración y de marginación superior. Encontrar el equilibrio entre una sólida educación de base y una formación profesional lo suficientemente específica para capacitar a sus alumnos en los procesos de inserción profesional es hoy el nudo gordiano de la FF1. De este equilibrio depende su encaje en el sistema educativo y su relación con la FPC».

Sin embargo, y pese a que su importancia en aspectos sociales, económicos y educativos ha sido reconocida de una forma explícita y patente, la Formación Profesional ha sido y continúa siendo la «cenicienta» del sistema educativo.

No podemos olvidar el desconocimiento de los grandes cambios que ha sufrido la Formación Profesional Reglada. Esta formación es, para muchos, sinónimo de fracaso escolar y formación de segunda clase, un sistema desprestigiado que limita la promoción profesional y social de sus estudiantes.

Tal situación se agrava por el hecho que la gran mayoría de los empresarios no conocen la nueva FP y continúan quejándose como hace años porque la formación está poco adaptada a las necesidades reales de las empresas y a los empleos que se están generando. La situación de desconfianza se traduce, en ocasiones, en una falta de colaboración de éstas con el sistema educativo para asegurar el periodo obligatorio de Formación en los Centros de Trabajo a todos los alumnos. Por otra parte, parece evidente que, sin la implicación y colaboración de las empresas, difícilmente se cambiará la imagen que se tiene de esta formación: lenta, burocratizada, no adaptada a las nuevas tecnologías, etcétera.

Otro factor que ha influido en esta imagen social de la Formación Profesional ha sido el tipo de alumnado que optaba por esta modalidad, al entenderse como un sistema paliativo del fracaso escolar.

En esta línea, algunas investigaciones enfatizan que los estudios de bachiller son más difíciles y proporcionan más prestigio que los de Formación Profesional, aun reconociendo que es más fácil encontrar empleo con esta última opción y que el nivel de ingresos es similar en ambos casos. Por lo tanto, este prestigio se centraría más en consideraciones academicistas como, por una parte, la menor consideración social de las profesiones a que puede accederse desde la FP, y la desviación hacia estudios de tipo profesional de aquellos estudiantes con menor nivel de éxito académico, por otra.

Parece necesario, en consecuencia, superar esta incoherencia entre la realidad y las necesidades productivas y laborales de nuestro país y la demanda y la oferta de formación (Latiesa, 1999; Blanco, 1993; De la Fuente, 2002; 2003; Mira, 2003).

Antecedentes

No podemos afirmar que el sistema escolar haya tenido siempre un papel preponderante en la formación para el trabajo.

Aunque, históricamente, los sistemas escolares surgen y se configuran con anterioridad a la eclosión del capitalismo y con objetivos poco relacionados con la economía, su despegue definitivo y las necesidades derivadas de esta economía capitalista, en cuanto a las necesidades de capacitación de la futura mano de obra, comportan también una irrupción en el sistema educativo, lo que condicionó fuertemente el desarrollo de la escuela. Será necesario, pues, dominar conocimientos y destrezas que no pueden aprenderse en el propio trabajo.

Uno de los modos más importantes de la adquisición de conocimientos profesionales es y sigue siendo la formación no formal, sobre todo en el ámbito rural, es decir, more «gremialis», la que se consigue entrando de «aprendiz» en pequeñas empresas, talleres, explotaciones familiares o comercios, comenzando con la realización de tareas que no requieren conocimientos ni cualificación previa, desde el escalafón más bajo, limpiando los aperos o herramientas, y apoyando de manera muy elemental a la persona de mayor cualificación. Posteriormente, su formación se completará al ir pasando por las distintas tareas y niveles de responsabilidad, que se han establecido en todos los oficios y profesiones.

Paulatinamente, van surgiendo centros escolares dedicados a la capacitación técnico-profesional de la mano de obra. De esta manera, la escuela debe proporcionar una formación general a los alumnos; al mismo tiempo, ha de cualificar la mano de obra para adaptarse a los procesos de producción industrial.

El empuje histórico inicial a la Formación Profesional procede de la industrialización. En España, este proceso fue lento, lo que motivó que la relación trabajo-escuela tuviera sus altibajos, ya que los distintos subsistemas de formación han venido desarrollándose según las sociedades industrializadas sienten una necesidad de mano de obra preparada y cualificada; En nuestro caso, la industria española pudo sobrevivir con una mano de obra tosca y basta, casi únicamente con los conocimientos adquiridos en la escuela primaria, circunstancias que no favorecieron el surgimiento de un sistema sólido de Formación Profesional.

Este contexto fue, en buena medida, el responsable de que España no haya creado, hasta los años ochenta, un sistema de Formación Profesional Inicial, porque no se ha necesitado de él. Asimismo, las empresas españolas no han considerado los centros de Formación Profesional como base de reclutamiento masivo de mano de obra hasta bien entrada la Ley General de Educación.

Aunque hubo intentos aislados, con mayor o menor éxito —Escuela Industrial de Barcelona, Escuela de Armería de Eibar, etc.—, fue la Administración, a través de su legislación, con más leyes que cambios reales, quien protagonizó el mayor intento, pero con desigual resultado según el periodo histórico en cuestión.

Cuando nos proponemos delimitar los antecedentes de la Formación Profesional nos encontramos con serios obstáculos, ya que no hay un antecedente claro que sitúe sus inicios, lo que se aprecia con nitidez en otro tipo de enseñanzas regladas —Bachillerato, por ejemplo—, pero este hilo conductor con funciones claras no ha existido en la Formación Profesional (Farriols, Francí e Inglés, 1994).

Para algunos autores (Cano, López, Ortega, 1993), los orígenes de la Formación Profesional Institucionalizada pueden fijarse el 21 de diciembre de 1928, con la promulgación del Estatuto de Formación Profesional (sin tener en cuenta los antecedentes históricos del siglo XVIII, con la promulgación de la Cédula de Carlos III, del 12 de julio de 1781 sobre la Instrucción Pública; en el siglo XIX con la creación de Escuelas de Artes y Oficios; la Ley Moyano de 1857, con la creación de las Enseñanzas Especiales, o, ya en el siglo XX, la Ley sobre Aprendizaje Industrial, de junio de 1911).



La Formación Profesional, una enseñanza devaluada

Para comprender la carga de connotaciones de signo negativo y el escaso aprecio con que aparece la Formación Profesional en el momento presente, hemos de remontarnos al esquema de valores que la sociedad española ha ido perfilando a lo largo del tiempo y, por consiguiente, también sobre la Formación Profesional.

Los móviles económicos que subyacen en el modelo social actual relacionan la FP con categorías profesionales bajas en la jerarquía laboral y a la que se corresponden niveles retributivos bajos. Por otra parte, desde los móviles educativos, esta formación no es estimada académica ni socialmente, ni tampoco conduce a estatus profesionales altos.

Se da la paradoja de que en la teoría se considera de gran importancia para el desarrollo de los pueblos, pero en la práctica recibe escaso aprecio y valoración.

Esta concepción social de las profesiones y técnicas manuales se remonta en la historia a las sociedades grecorromanas, en las que los oficios manuales y técnicos eran desarrollados por los esclavos, dado que se consideraban «viles» y «mecánicos».

Con el paso a la estructura gremial, los oficios siguen considerándose como de segunda categoría.

Los pueblos árabe y judío (poco considerados en la Edad Media) ejercían, pues, ocupaciones y actividades profesionales que eran poco apreciadas también, por lo que la simbiosis entre la ciencia y la técnica lograda por estos pueblos no dignificó las tareas manuales.

En la etapa renacentista se encuentra otra vez, reforzada con la Contrarreforma, la valoración negativa de la práctica y su disociación con la teoría.

Por otro lado, el intento de valorar las artes mecánicas, postulado desde la Ilustración por Aranda, Campomanes, Floridablanca, Cadalso, Jovellanos, etc., tampoco conseguirá dignificar estas profesiones; más bien se confundió con ideas afrancesadas que daban al traste con el Absolutismo.

Esta infravaloración social de la Formación Profesional ha llegado hasta el actual momento, en que representa los niveles más bajos de la jerarquía laboral, consideradas socialmente como profesiones con escasa independencia creativa y una limitada remuneración.

La Ley General de Educación (4/08/1970) introdujo un cambio sustancial en las enseñanzas profesionales, con una concepción más moderna, desde el punto de vista laboral, sustituyendo la idea de un oficio por el logro de una profesión dentro de una familia de profesiones. Por otra parte, fue integrada en el sistema educativo como la culminación laboral de un nivel educativo.

En lo que respecta a la Formación Profesional, la intervención del Estado se concretaba en mantener una cantidad reducida de centros, a los que se les otorgaba mucha publicidad —universidades laborales—, supervisar los centros del sector privado, que eran mayoritarios —religiosos y de grandes empresas—, y financiar parte del sistema obligando a trabajadores y empresarios a costear el resto mediante la tasa deformación profesional y la vieja fórmula de las mutualidades laborales.

Con las necesidades de cualificación de la mano de obra, producida por cambios y nuevos acontecimientos (industrialización, cambios tecnológicos, etc.), el Estado ha de intervenir con mayor protagonismo en la Formación Profesional (financiación, creación de centros, etc.), puesto que estas necesidades desbordan las posibilidades del sector privado.

El ministro José Luis Villar Palasí propuso la obligatoriedad y la gratuidad de la Formación Profesional de Primer Grado y se crearon centros públicos dotando a toda la FP de mayor financiación.

El requisito para acceder a los estudios profesionales era haber cursado la Educación General Básica, de 8 años de duración —6 a 14 años—, sin que fuera imprescindible haberla superado positivamente obteniendo el título de Graduado Escolar. Bastaba el Certificado de Escolaridad (haber permanecido 8 años en EGB), que daba acceso a la Formación Profesional de Primer Grado.

Aun reconociendo la importancia de algunos aspectos —la finalidad de la FP como preparación para el ejercicio de una profesión, la necesidad de mantener el contacto permanente con las empresas y el mundo laboral, o la necesidad de ampliar la formación básica inicial facilitando así la continuidad con estudios posteriores—, estos objetivos no fueron posibles, entre otros motivos por falta de financiación suficiente y por un margen de gestión política que los planificadores no tuvieron.

En resumen, a pesar de las buenas intenciones, y debido en gran medida a ciertas restricciones presupuestarias, no todo el desarrollo educativo que se concibió para el nivel profesional se pudo llevar a cabo, y parte del mismo, caso de la Formación Profesional de Tercer Grado, que se ofrecía como elemento complementario del primer ciclo de la Educación Universitaria, nunca llegó a implantarse.

Demasiados objetivos para los medios puestos a su disposición. Por otro lado, la financiación de la reforma coincidió con el inicio en España de la crisis económica mundial de mediados de los setenta (MEC, 1969; Castiñeira, 1987; Ortega, López y Cano, 1994; CECS, 1999).

La Formación Profesional Reglada seguía siendo la «cenicienta del sistema educativo», ya que, por un lado, las acciones formativas eran insuficientes cuantitativamente, pero más significativa era aún la falta de adecuación de las enseñanzas a las necesidades reales de la sociedad de nuestro tiempo. De manera que «la Formación Profesional acabó siendo el punto de destino de los fracasados en EGB» (ISFE, 1999). Los estudiantes que no obtenían el Graduado Escolar tenían como única opción el acceso a la FP-I. Algunos autores referían de esta guisa la situación:

«No se trataba de un error, sino de un lapsus de sinceridad de los tecnócratas del ocaso franquista: el que vale, vale; y el que no, a la FP y a trabajar; hizo empezar con mal pie a la FP, que siempre ha tenido a los ojos de toda la sociedad española la imagen de enseñanza masificada, conflictiva y de bajo nivel».

A todo esto hay que añadir que la Formación Profesional partió en clara desventaja en aspectos como la precariedad de edificios, escasez de dotaciones y recursos, los requisitos formativos exigidos al profesorado de FP para impartir estas enseñanzas —que en ocasiones bastaba con poseer una FP-ll para ser maestro de taller o ser diplomado para FP-I1—, en comparación con los requeridos para el profesorado de Bachiller, al que se le exige grado de licenciado; titulaciones distintas, centros propios, etc., han marcado esta opinión social sobre la FP.

Observamos, por tanto, que su propia organización, una vía educativa distinta, paralela al Bachillerato y con distintos requisitos de acceso en el nivel FP-l, ha contribuido, junto con las citadas circunstancias, a configurarla como una modalidad educativa de segunda categoría, menos valorada social y académicamente que el Bachillerato.

Eco de esto se hace la Fundación Encuentro en el Informe sobre la Formación Profesional en España (ISFE, 1999), donde se señala que el origen del desprestigio y estigmatización social de la Formación Profesional hay que situarlo en la aplicación de aquella LGE, ya que el paso de la Enseñanza General Básica a la Formación Profesional quedaba relegado a los alumnos menos dotados o con menor formación en el caso de no haber obtenido el Graduado Escolar —requisito para poder cursar el Bachillerato— y, por tanto, desmotivados. Es decir, se parte de dos variables tan importantes y básicas en el rendimiento como la capacidad y la motivación. Con estas condiciones, el índice de fracaso que se podía esperar era alto.

Lo que se pretendía que fuese una alternativa a una formación generalista se convirtió en una escolarización obligatoria de muchos adolescentes que, al haber fracasado en la EGB, les quedaba la FP como única opción para poder continuar enganchados en el sistema educativo, pues al tener sólo 14 años tampoco podían acceder al mundo laboral. Además, estos jóvenes en muchos casos no deseaban continuar estudiando, pero se les obligaba a seguir porque apenas tenían alternativas formativas no regladas para ellos. Incluso algunos autores llegan a afirmar que la escuela intenta una justificación de las desigualdades sociales, en función de las diferencias individuales. Así se «distribuiría» a los individuos hacia los puestos de trabajo «que les corresponde ocupar» en función de su éxito escolar.

Al término de la EGB se entraba en la consideración de si son «aptos», para BUP o si «no sirven», para FP. «En realidad, se les está seleccionando oficialmente y derivándoles, no sólo hacia unos estudios, oficio y ocupación laboral, sino hacia un estatus social».

Esta alternativa, empero, no daba respuesta a muchos alumnos, puesto que esta Formación Profesional tampoco estaba exenta de contenido academicista al intentar configurar una base formativa mínima importante para el puesto de trabajo, pero de la cual los alumnos que accedían a esta formación huían o habían fracasado en la EGB; fracaso que se reflejó en los datos del Ministerio de Educación y Cultura —Estadística de la enseñanza en España—, según los cuales, en el curso 1994/1995, de los 181.029 alumnos matriculados en segundo de FP-I, 83.316 (el 46%) no obtuvieron el título de técnico auxiliar.

Esta consideración de la FP como una «formación de segunda, para los que no valían para el BUP», también se percibía en los padres, que incluso desanimaban a sus hijos inclinados y capacitados hacia una enseñanza profesional.

En cuanto a la FP-II, aun siendo una fase que, como hemos visto, se producía tras una gran selección, los alumnos estaban más motivados y preparados. Buena parte de ellos (en torno al 30%) procedían del BUP y contaban con una mayor aceptación por parte de las empresas. Con todo ello, tampoco estuvo exenta de problemas, entre los que cabe mencionar la obsolescencia de las titulaciones debida a factores varios (una falta de prospectiva adecuada sobre el empleo y de una planificación educativa con una base mínima, una rigidez del sistema que difícilmente puede adaptarse a los cambios, con una dotación presupuestaria, tanto en centros como en formación de los docentes que privilegió al Bachiller en detrimento de la FP; especialidades que apenas guardaban relación con el mercado de trabajo, inadecuación a la realidad productiva de las zonas donde estaban asentados los centros de FP y la evolución de la oferta de especialidades en función de las demandas de los estudiantes en lugar de una adecuada información del mercado de trabajo y de una necesaria orientación escolar); y aún más, a la falta de prácticas en los centros de trabajo. Estos y aquellos fueron dos importantes problemas que aquejaron a esta formación.

La necesaria conexión con el mundo del trabajo no se produjo, pues los talleres de los centros tenían materiales obsoletos, y las prácticas en empresas, prácticas en alternancia, no sólo no eran obligatorias ni evaluables, sino que apenas acogían a un 20% de los alumnos.

Dichas prácticas estaban desvinculadas de un programa formativo en el centro de trabajo y dependían exclusivamente de la buena voluntad del empresario y de las relaciones de éste con el centro de Formación Profesional que las solicitaba. El grado de relación escuela-trabajo fue muy bajo, no se exigía el título de FP-I o FP-ll para acceder a puestos de nueva contratación. Tampoco ha existido colaboración en la planificación de la FP.

Esta desconexión y el desfase tecnológico podrían haberse contrarrestado en parte con las prácticas en las empresas, que les brindara una pequeña experiencia laboral, al mismo tiempo que la empresa podría conocer las capacidades y actitudes de los jóvenes. No obstante, la formación en alternancia se planteó bastante después de entrar en vigor la LGE con una escasa oferta empresarial de puestos relacionados con esta formación (apenas un 4% en el curso 1984-1985 del total de alumnos matriculados en FP).

Otras causas incidieron también en el fracaso de la FP en la LGE: sus primeros diez años de existencia coincidieron con una crisis económica que dificultó su financiación y su relación con el mundo del trabajo en crisis, el declive de la industrialización de tipo taylorista y lo que lleva aparejado. En otro orden, políticamente, coincidió con el final del franquismo y la falta de política educativa para la FP de la transición.

Al mismo tiempo coincidieron algunos factores que masificaron la FP-l: la escolarización de toda la población de enseñanza primaria, la PP como única salida posible a los que no obtuvieran el Graduado Escolar al finalizar la EGB y el crecimiento permanente del paro que no incorporaba a los jóvenes.

Todo esto, unido a la falta de planificación y escasez de recursos antes aludidos, situaron a la FP en la década de los noventa en una condición nada favorable.

En octubre de 1984 se firma el AES (Acuerdo Económico y Social) y se llega, por parte del Gobierno y los interlocutores sociales firmantes, a un diagnóstico de los males de la Formación Profesional, proponiendo diversas medidas tendentes a solucionarlos.

A este respecto, el art. 16 del AES recoge como una de las causas de la situación del mercado de trabajo el alejamiento de la Formación Profesional respecto a las necesidades reales de mano de obra.

Las medidas apuntadas como solución a los problemas que plantea la Formación Profesional son en primer lugar, una adecuada conexión de la Formación Profesional con los nuevos requerimientos del mercado de trabajo; en segundo término, la puesta en marcha de estudios prospectivos (llevados a cabo por asociaciones empresariales y sindicales) sobre las necesidades formativas; y, en tercer lugar, una buena administración de recursos económicos destinados a tales fines. El impulso a la Formación Profesional con un carácter más operativo pretende, además, integrarla con los programas de empleo y coordinar la oferta pública y privada en este campo.

Para llevar a cabo todo lo anterior se acuerda constituir el Consejo General de la Formación Profesional, de carácter tripartito: Ministerio de Educación y Ciencia, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y representaciones empresariales y sindicales.

Y se concretan en las siguientes propuestas referidas a la Formación Profesional Reglada:

  1. Teniendo como punto de referencia la evolución tecnológica y el previsible desarrollo del mercado de trabajo, realizar un estudio sobre las profesiones básicas y fijar los requerimientos básicos de cualificación de cada rama profesional.

  2. Desarrollar un acuerdo de colaboración entre las organizaciones empresariales, el MEC y MTSS, para la realización de las prácticas en empresas de los alumnos de la Formación Profesional Reglada.

  3. Establecer convenios para el perfeccionamiento profesional del profesorado de Formación Profesional.

  4. Potenciar la introducción de nuevas tecnologías en los centros de FP del MEC.

  5. Potenciar y difundir las posibilidades y necesidades de la FP entre los ciudadanos.

  6. Organizar las acciones formativas de modo eficaz.

Sin embargo, el desarrollo de estos consensos se produjo con lentitud (sirva de ejemplo que la ley de funcionamiento del Consejo General de Formación Profesional se publica en el BOE el 14/03/1987) y con una falta de coordinación y solapamiento entre las instituciones implicadas y políticas a llevar a cabo.

Por otro lado, quedaban excluidas del Consejo General las Comunidades Autónomas, siendo varias las que ya tenían competencias plenas en materia de Formación Profesional Reglada. De aquí que, si bien posteriormente hubo acuerdos de colaboración entre el Ministerio de Trabajo y las Comunidades Autonómicas, las funciones seguían mezcladas y superpuestas.



Recapitulando

Podemos señalar que la evolución de la FP ha estado marcada entre otros aspectos, primero por la falta de implicación de las empresas en el diseño, gestión y evaluación de la FP, y condicionada su evolución por las necesidades tecnológicas e industriales; en segundo lugar, por una indiferencia de los agentes sociales; tercero, por su situación minoritaria con relación al resto del sistema escolar, que, junto con las clases sociales que mayoritariamente han accedido a ellas, le han colocado el estigma de «segunda categoría», y, finalmente, por el escaso interés del Estado por el desarrollo y consolidación de un sistema de FPI, dispar según las épocas y los regímenes políticos, aunque han existido leyes bien hechas, pero mal aplicadas por sus redactores.

Con la LOGSE se trataba, por tanto, de dar solución a una serie de problemas estructurales y educativos que se han manifestado a lo largo del tiempo como una estrella de cinco puntas:

«La carencia de configuración educativa del tramo previo al de la escolaridad obligatoria; el desfase entre la conclusión de ésta y la edad mínima laboral; la existencia de una doble titulación al final de la Educación General Básica que, además de resultar discriminatoria, posibilita el acceso de la Formación Profesional a quienes no concluyen positivamente aquélla; la configuración de esta Formación Profesional como una vía secundaria, pero, al tiempo, demasiado académica y excesivamente desvinculada y alejada del mundo productivo; el diseño exclusivamente propedéutico del Bachillerato...» (MEC, 1990: 10).



Hacia una nueva concepción

Desde que se iniciara la Reforma del Sistema Educativo, en los diferentes documentos que la han ido conformando (el Proyecto para la Reforma de la enseñanza, el Proyecto para la Reforma de la educación técnico profesional, el Libro Blanco, la LOGSE y, en sus formulaciones de base y las continuas disposiciones, acuerdos y medidas, el Nuevo Programa Nacional de Formación Profesional, la Ley de Formación Profesional, etc.), se ha dejado muy claro la gran apuesta por esta formación como uno de los medios que capacitara a los jóvenes para entrar en el mundo laboral, y les cualificará para competir en el horizonte económico y profesional tan dinámico, complejo y global. Este macro horizonte económico llevará a los trabajadores y jóvenes a unos mayores esfuerzos por competir con personas provenientes de sistemas formativos más avanzados.

En 1988, antesala de la LOGSE, era patente la necesidad y urgencia de un profundo cambio en la Formación Profesional, derivado de un diagnóstico previo, donde se señalaban las disfunciones e insuficiencias del sistema educativo en vigor, incluso se vislumbraba la idea de que el buen desarrollo de la nueva Formación Profesional puede suponer la clave del éxito de la reforma educativa.

El Proyecto para la Reforma de la educación técnico profesional expone con mayor rigor los nuevos componentes de la FP y sus conexiones con la Formación Profesional Continua, la inserción laboral y su carácter de formación permanente y continua. Se parte de un análisis de la situación del sistema productivo, los cambios tecnológicos, organizativos, sociolaborales y las necesidades de formación y cualificación, y permanente actualización de los trabajadores.

Este diagnóstico venía a coincidir con las críticas aparecidas en el documento titulado Descripción del Sistema de la Formación Profesional en España (1985), editado por el CEDEFOP, según el cual la Formación Profesional podía denostarse por representar un papel muy accesorio, por el desinterés de la sociedad, la falta de colaboración del empresario, la rigidez del sistema, predominancia de la teoría sobre la práctica, la carencia de medios didácticos adecuados y la desconexión entre la finalización de estudios y la edad de posible incorporación a la empresa.

Para paliar esta deficiente situación, se afirma la necesidad de construir una FP con una sólida formación de base:

«La convergencia entre la educación general y la educación o formación profesional se basa en el convencimiento de que la mejor formación profesional es una buena educación general. Ésta, sin embargo, debe disminuir su orientación academicista y acercarse al conocimiento de toda realidad, especialmente del mundo de la producción. La formación profesional debe hacerse más polivalente y perder su carácter de adiestramiento para la utilización de determinados materiales, máquinas y procedimientos» (MEC, 1998: 21; Consejo Superior de Cámaras, 1992).

Ha de ser ágil, flexible, tanto en el diseño como en la oferta, para adaptarse a las exigencias y perfiles profesionales. Ha de favorecer las conexiones entre las diferentes etapas educativas, y ha de ser una combinación de la formación en el centro escolar y el de trabajo. Será necesario, por tanto, la participación y coordinación de las administraciones y agentes sociales implicados.

El Proyecto criticaba la anterior Formación Profesional por ser demasiado rígida en un sistema muy reglado y académico, por su escasez de salidas intermedias, la dificultad de polivalencia al ser excesivamente diversificada la oferta de especialidades, la obsolescencia de algunas especialidades y la ausencia de otras relacionadas con las nuevas tecnologías.

Por el contrario, se reclamaba del Nuevo Sistema de Formación Profesional la necesidad de integrar una formación entendida como un todo en el que tenga cabida la formación inicial, para el puesto de trabajo, y de base, específica y continua, para los trabajadores en activo y para los desempleados.

Pese a sus problemas y dificultades, destacamos algunas aportaciones de la nueva Formación Profesional, como las competencias y conocimientos esenciales de la ocupación garantizados y reconocidos por todos los que participan en el programa; la importancia de la relación con la empresa y las necesarias conexiones entre el subsistema de Formación Profesional (dentro del sistema educativo), por un lado, y los sectores productivos por otro; incorporar la posibilidad de responder a los grandes retos formativos del momento y de las próximas décadas, así como la corresponsabilidad de la empresa en el diseño y desarrollo de una parte importante de los programas formativos; facilitar una mayor integración entre los diferentes niveles educativos y necesitar al propio sistema productivo para desarrollar una parte de los Ciclos formativos: el Módulo de Formación en Centros de Trabajo (De la Fuente, 2002; Echevarría, 2003; Mira, 2003).



Perspectivas de futuro. La Formación Profesional en el siglo XXI

Si en toda Europa se camina hacia un sistema integrado de Formación Profesional, parece obvio que éste ha de ser el objetivo hacia el que han de dirigirse los esfuerzos futuros tanto en Europa como en España. Con esta integración se persigue obtener una mayor rentabilidad económica, formativa y social de los recursos humanos, materiales y financieros, para no multiplicar las acciones de forma indiscriminada entre las distintas administraciones y agentes sociales. Así, en algunos países se han unido las políticas educativas y de empleo en un único ministerio o administración.

En España actualmente, estos subsistemas parecen departamentos estancos con falta de relación entre ellos; separación que se acentúa más por el hecho de depender de distintos ministerios: Educación y Cultura y Trabajo y Asuntos Sociales. De esta manera se ha producido solapamiento y duplicidad en la programación de las acciones formativas.

Los costes de una oferta formativa descoordinada han sido elevados: desprestigio social, resultados pobres, inadecuación entre oferta y demanda, escaso control de la calidad de los recursos y uso de fondos, descoordinación —que se ha traducido en un solapamiento de ofertas formativas—, uso poco eficiente de los fondos, desconfianza y desconocimiento entre los subsistemas. También se ha traducido en un elevado coste externo: alejamiento entre la escuela y la empresa, falta de conocimiento en cuanto a las cualificaciones, ausencia de una coordinación entre las ofertas formativas de los tres subsistemas, etcétera.

Esta situación parece poco sostenible si se tiene en cuenta la multitud de informes y documentos de la Comisión Europea y asociaciones internacionales que, desde hace varias décadas, insisten en la necesaria convergencia de la formación inicial y la continúa, vinculando el mundo de la producción con la formación que se lleva a cabo en los centros de enseñanza reglada.

En nuestro país, debido a las dinámicas propias de distintos subsistemas, tales como la Formación Profesional excesivamente escolar de la Ley del 70, la llegada de Fondos Europeos destinados a la cualificación de la población activa, la orientación de la Formación Ocupacional de proporcionar cualificaciones concretas e inmediatas y muy heterogéneas y el interés político, social y, cómo no, económico de controlar una parte de los cuantiosos recursos destinados a la Formación Profesional, han dificultado que se produjera esta integración.

Sin embargo, se ha ido avanzando hacia esta integración: primero, la LOGSE, que deja claro que la Formación Profesional Reglada ha de concebirse dentro de un sistema integrado de formación. Posteriormente, con el Nuevo Programa Nacional de Formación Profesional 1998- 2002, se dio un paso decisivo hacia esta fusión de los tres subsistemas. A pesar de ello, será necesario dotar de operatividad organizativa y financiera suficiente al Instituto Nacional de las Cualificaciones, que ha de ser la pieza clave de todo el sistema. Más aún, a través de éste han de quedar perfectamente definidos los requerimientos del mercado de trabajo para cada profesión y en cada momento, las necesidades de cualificación y el contenido de éstas y la correspondencia entre los distintos sistemas formativos —tal y como queda reflejado en la Ley Orgánica de las Cualificaciones y de la Formación Profesional (BOE 20/06/2002).

En todo caso, una propuesta que dé un poco de luz y que aporte soluciones al reto de la Formación Profesional pasaría por considerar que la reglada y sus centros sean la base de un sistema integrado. La estructura modular y la flexibilización del currículo de la FP puede dar coherencia y unidad a toda la formación, facilitando la coordinación, la homologación y el control de las acciones formativas.

Desde la Formación Profesional Reglada podrían aprovecharse mejor los recursos, mejorar la condición del profesorado con los fondos que antes se dedicaban a duplicar cursos y con la creación de «centros integrales de Formación Profesional». Y porque el sistema reglado dispone de infraestructura, medios y personal en gran medida infrautilizados, una solución para mejorar su eficacia es la de constituirse en centros integradores de interconexión entre los distintos subsistemas.

Para conseguir éxito en todo esto son necesarias una serie de medidas, entre otras:

  • Dotar del apoyo económico necesario.

  • La cualificación del profesorado, actualizándolo en las competencias correspondientes a los perfiles del nuevo docente.

  • La colaboración con las empresas: el profesor ha de conocer la empresa y ésta ha de conocer los centros tanto para formar a sus trabajadores como para conocer la calidad de formación reglada que se imparte. La empresa ha de invertir en el centro y poner a su disposición material y nueva tecnología, para que ios alumnos conozcan de antemano el material, herramientas y tecnologías que se están empleando (CESC, 1999: 318-386).

  • La actualización de los contenidos de las titulaciones por parte de la Administración.

  • El ajuste entre la oferta y la demanda.

La importancia educativa, económica, laboral y social de la actual Formación Profesional queda patente en su dignificación. Cambiar su imagen social beneficia a todo el contexto educativo, pero también al laboral, pues es en éste donde en última instancia irá a parar la mano de obra formada en el marco institucional.

Sin embargo, este cambio precisa de transformaciones previas: mentalidad formativa de los alumnos, padres, profesores, trabajadores, empresas y sociedad en su conjunto, que debe comenzar por un entendimiento entre sistemas productivos y educativos y en ajustar la formación a las necesidades del mercado laboral, donde la ecuación: mayor cualificación es igual a mayores posibilidades de empleo, no siempre se cumple.




RESEÑA:



Jesús de Nazaret, formador de discípulos. Motivo, meta y metodología de su pedagogía en el evangelio de Marcos

Juan José BARTOLOMÉ, CCS, Madrid 2007, 308 pp. Prólogo de D. Pascual Chávez, Rector Mayor de los Salesianos.



Fray Jaime Arturo Cortés Salazar, OP

 

Como ya el mismo título indica, Juan José Bartolomé se propone con su nuevo escrito abordar la pedagogía del discipulado en Jesús de Nazaret en la perspectiva que el presenta el relato de san Marcos.


Su motivación principal parte ante todo para dar respuesta al reto de la nueva evangelización, planteada por el papa Juan Pablo II a la Iglesia.


Toma a Marcos para su reflexión porque considera el relato como un auténtico y valioso testimonio que lleva a todo lector o agente del mismo a identificarse con la realidad concreta del seguimiento de Jesús.


En la introducción de la obra, el autor presenta las razones que le han llevado a realizar su plan. Seguidamente, a través de la estructura histórico-literaria del Evangelio tiene en cuenta la realidad del seguimiento de Jesús. Esta realidad la relaciona en tres grandes momentos: Galilea, camino de Jerusalén y en Jerusalén misma; todos ellos con diferenciada claridad.


Al final, en forma de conclusión, se perfilan los elementos básicos que llevan a un lector u oyente sobre el relato del seguimiento de Jesús de Nazaret a identificarse con Él y su proyecto de vida.


Vista así, la obra de Juan José Bartolomé, es muy actual (2007), seria (se basa en el testimonio primero, por tanto más antiguo, sobre la vida de Jesús de Nazaret y sus discípulos, que es el Evangelio de Marcos), y dinámica (narración literaria) hecha para jóvenes de hoy que quieran decidirse por la causa de Jesús de Nazaret en sus vidas y en su tiempo (tercer milenio del cristianismo).

1 Publicado en Phase, 278 (2007) 93-118.

2 Facultat de Teologia de Cataluña.

3 Cf. Cuadernos Phase 99 (1999) 15-42.

4 Publicado en Razón y Fe, núm. 1.305-1.306 (2007).

5 J L. MARTÍN DESCALZO, Tarancón, el cardenal del cambio, Barcelona, 1982, 9.

6 Citado en: J. INFIESTA, Tarancón. El cardenal de la reconciliación, Madrid, 1995, 6.

7 V. ENRIQUE Y TARANCÓN, Confesiones, Madrid, 1996.

8 Texto publicado en: J. RUIZ GIMÉNEZ (dir.), Iglesia, Estado y Sociedad en España. 1930-1982, Barcelona, 1984, 375-402; V. ENRIQUE Y TARANCÓN, Recuerdos de juventud, Barcelona, 1984.

9 Ibid., 389.

10 R. LAPESA MELGAR, «Liturgia y lengua viva del pueblo», en: J. Ruiz GIMÉNEZ (dir.), Iglesia, Estado y Sociedad, 348-357; aquí: 350.

11 O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, «Los inicios de un cardenal escritor y académico (1936- 1946)», en: Iglesia, Estado y Sociedad, 337-347; aquí: 340.

12 A. MONTERO MORENO, Tarancón en la memoria y en la historia, ABC, 14 de mayo de 2007, 3.

13 Una bibliografía bastante exhaustiva, elaborada por M. T. FERNÁNDEZ TEIJEIRO y J. MARTÍN VELASCO, puede verse en: Al servicio de la Iglesia y del pueblo. Homenaje al cardenal Tarancón en su 75 aniversario, Madrid, 1984, 313-350.

14 V. ENRIQUE Y TARANCON, La Iglesia en el mundo de hoy, Salamanca 1965, 15.

15 Cf. J. INFIESTA, o. c., 5.

16 Para más datos biográficos: J. INFIESTA, Tarancón. El cardenal de la reconciliación, Madrid, 1995; C. DE BLAS, Tarancón. El cardenal que coronó al Rey, Barcelona, 1995.

17 V. ENRIQUE TARANCÓN, Cartas a un cristiano, Madrid, 1987, 16.

18 V. ENRIQUE Y TARANCON, «Perspectivas de la Iglesia en España», en: Al servicio de la Iglesia y del pueblo, 301-310; aquí: 310.

19 Cf. «El Concilio», en: J. L. MARTÍN DESCALZO, Tarancón, el cardenal del cambio, 101-113.

20 Ibid., 104.

21 Ibid., 106. Véase: Confesiones, 216.

22 Ibid., 109.

23 Ibid., 113.

24 Ibid., 112-113.

25 Esta sección IV de las Confesiones transcurre entre las páginas 199-341. Sobre el Concilio Vaticano II, 216-219.

26 Recuerdos de juventud, 9.

27 Confesiones, 217.

28 Publicado en Bordón 58-1 (2006) 21-32.

29 Universidad de Burgos.

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Inspectoria Salesiana “Santiago el Mayor”