2.2. LA VIDA COMO ORACIÓN
Ivo COELHO
Consejero para la Formación
El Rector Mayor, en su Presentación de los Documentos del CG27, al hablar de la «gracia de la unidad», escribe: «es el camino para responder con generosidad y para ser nosotros mismos: salesianos consagrados, hermanos al servicio de los jóvenes. Aceptando este don, encontraremos un rasgo característico de nuestra espiritualidad, que es la unión con Dios; ella favorece la unificación de la vida: la oración y el trabajo, la acción y la contemplación, la reflexión y el apostolado» (CG 27, p. 14). El Capítulo escogió el icono de la vid y los sarmientos como símbolo de la unidad profunda entre ser místicos en el Espíritu, profetas de fraternidad, y servidores de los jóvenes. Queremos ofrecer esta ayuda para lograr la unificación que nos lleve a ser contemplativos en la acción (Const. 12), personas con «un proyecto de vida fuertemente unitario» como el de nuestro Padre Don Bosco (Const. 21).
Nuestra vida se caracteriza, sin duda, por el trabajo incansable, fieles al lema «trabajo y templanza» y, sobre todo, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre Don Bosco. Pero. ¿no se convierte muchas veces este trabajo en un peligro grande, en un obstáculo para nuestra oración? No nos referimos solamente a «las» oraciones, entendidas como prácticas de piedad, sino sobre todo a esa unión con Dios que debe caracterizar toda nuestra vida. Recordando la hermosa frase de santa Teresa de Jesús, «no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»,1 la pregunta es: ¿Cómo hacer de nuestra vida experiencia de Dios, encuentro de amor con Él? Y, ¿cómo podría nuestra misión dar a toda nuestra existencia su tono concreto (Const. 3), de manera que la vida se haga oración?
Nuestra Regla de Vida, en la primera sección, donde se presenta la identidad fundamental del salesiano, afirma:
Al trabajar por la salvación de la juventud, el salesiano vive la experiencia de la paternidad de Dios, y reaviva continuamente la dimensión divina de su actividad: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Cultiva la unión con Dios y advierte la necesidad de orar ininterrumpidamente en diálogo sencillo y cordial con Cristo vivo y con el Padre, a quien siente cerca de sí. Atento a la presencia del Espíritu y haciendo todo por amor de Dios, llega a ser, como Don Bosco, contemplativo en la acción (Const. 12).
¿Cómo podemos transformar este ideal en realidad? Conviene aquí hacer una aclaración necesaria: no se trata de quitar importancia a las prácticas sacramentales y de piedad, mediante las cuales se hace concreto nuestro diálogo con el Señor. Pero, yendo más allá, nos preguntamos cómo nuestra vida y nuestro trabajo pueden convertirse en experiencia de Dios.
«La vida como oración»: identidad de la oración salesiana
Creo que el artículo 95 de nuestras Constituciones, que se titula, precisamente, «La vida como oración», responde de manera extraordinariamente rica a esta pregunta:
Sumergido en el mundo y en las preocupaciones de la vida pastoral, el salesiano aprende a encontrar a Dios en aquellos a quienes es enviado. Al descubrir los frutos del Espíritu en la vida de los hombres, especialmente de los jóvenes, da gracias por todo; al compartir sus problemas y sufrimientos, invoca para ellos la luz y la fuerza de su presencia.
Se nutre de la caridad del Buen Pastor, cuyo testigo quiere ser, y participa en las riquezas espirituales que le ofrece su comunidad. La necesidad de Dios sentida en el trabajo apostólico, lo lleva a celebrar la liturgia de la vida y logra «aquella laboriosidad incansable, santificada por la oración y la unión con Dios, que debe ser la característica de los hijos de san Juan Bosco.2
Para destacar algunos elementos de este texto tan hermoso, quiero compararlo con la versión previa de las Constituciones ad experimentum del Capítulo General Especial (1972). Entonces, el texto expresaba más bien el problema de la síntesis entre oración y trabajo: «Al salesiano, inmerso en el mundo y en las preocupaciones de la vida apostólica, encontrarse con Dios con libertad y spontaneidad filial puede resultar difícil». Sin duda, era una constatación verdadera y concreta, pero, al mismo tiempo, implicaba cierta dicotomía, que se expresaba de nuevo al final cuando decía: «nuestra íntima necesidad de Dios nos lleva a vivir en Él la liturgia de la vida, ofreciéndonos en el trabajo diario «como víctima viva, santa y agradable a Dios» (Rin 12,1)» (Const. 67, 1972). Esto también es verdad y refleja toda la tradición espiritual de la Iglesia, pero podemos preguntarnos: ¿no es demasiado genérico, de modo que podría aplicarse a cualquier tipo de trabajo, a cualquier tipo de espiritualidad?
Sin embargo, el artículo actual trata de superar esta posible dicotomía, en su misma raíz: es decir, en la manera de entender salesianamente la relación entre nuestro trabajo y la unión con Dios. Podemos añadir que no ha sido fácil: de hecho, el proceso de elaboración de este artículo, una verdadera joya de la espiritualidad salesiana, encontró una síntesis acabada e iluminadora, solo al final del Capítulo, en la última redacción. Se percibe esto desde el inicio del artículo, que presenta una oposición con el texto precedente: «Sumergido en el mundo y en las preocupaciones de la vida pastoral, el salesiano aprende a encontrar a Dios en aquellos a quienes es enviado». Y al final se subraya lo mismo: «La necesidad de Dios sentida en el trabajo apostólico...».
Querría invitaros a una lectura atenta y cuidadosa de este artículo para descubrir en él algunos elementos preciosos que constituyen una criteriología que nos ayuda a discernir si nuestra acción se convierte en verdadera oración, verdadera experiencia de Dios. Al mismo tiempo, esta criteriología nos ofrece las «condiciones de posibilidad» de realizarlo.
En primer lugar, encontramos un elemento esencial e indispensable: estar entre los jóvenes y con ellos. Esta «presencia activa y amistosa» (Const. 39), que llamamos «asistencia», no tiene nada que ver con la de un guardia que se ocupa solamente de mantener el orden, y ni siquiera constituye solo la «base» para hacer después otras cosas, más importantes. Se nos llama no a «hacer muchas cosas», sino a ser epifanía, revelación, Rostro del Padre, como Jesús; nuestra misión consiste en ser signos y portadores de su amor (Const. 2). La presencia salesiana constituye una mediación concreta de la presencia de «Dios con nosotros»; y, de algún modo, podemos decir que es un anticipo de lo que Jesús ha pedido al Padre para todos nosotros: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté, estén también conmigo» (Jn 17,24). Este «estar con» constituye el núcleo de la vida eterna: estar con Dios y con todos nuestros hermanos y hermanas.3 No podemos ignorar que este es uno de los aspectos en el que todos estamos llamados a crecer: todos nosotros, y no solo los hermanos jóvenes (llamados a veces significativamente «asistentes»).
Nuestra presencia debe tener una característica muy concreta: la conciencia de misión. El texto constitucional no dice solo «en las personas», ni siquiera solo «en los jóvenes», sino explícitamente: «en aquellos a quienes es enviado». A pesar de nuestra buena voluntad, no encontraremos al Señor si no lo buscamos en aquellos a quienes Él mismo nos envía. Este es uno de los elementos esenciales de la obediencia salesiana, entendida como la búsqueda constante y apasionada de la voluntad de Dios, a ejemplo de Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34). Esto no es siempre fácil, sobre todo cuando el trabajo no es «gratificante».
En este movimiento hacia los jóvenes a quienes somos enviados, encontramos una dialéctica interesante: Dios nos espera en estos destinatarios de nuestra misión, pero, al mismo tiempo, estamos llamados a llevarles su Amor salvífico. Una dialéctica que, en cierto sentido, encontramos también en las palabras de Jesús de Mt 25,31-46. Me parece que es este el elemento central, si la vida salesiana debe hacerse oración. Todo ello puede sintetizarse en la frase, «dejar a Dios por Dios», con tal que se entienda bien y no simplemente como una excusa para abandonar la «oración» por el «trabajo», o viceversa.
La acción educativa y pastoral a favor de los jóvenes presupone un análisis de la realidad desde la fe y la misión salesiana: supone mirar la realidad juvenil con la mirada de Jesús, Buen Pastor, con el estilo de Don Bosco. Tal «lectura» definirá si una acción es verdaderamente salesiana, o si nos hemos reducido a ser, como repite el Papa Francisco, una ONG más que trabaja por la promoción de la juventud. Esta «mirada pastoral» —con la serena atención, que sabe permanecer plenamente presente ante alguien, sin detenerse a pensar en lo que viene después» (Laudato Si’ 226)— nos permitirá apreciar las prioridades evangélicas en nuestro trabajo y, al mismo tiempo, reconocer «la acción del Espíritu» en la vida de los jóvenes: de otro modo, corremos el riesgo de trabajar mucho, pero descuidando la misión, un peligro muy real, dada la complejidad de la realidad juvenil.
Una característica de la oración salesiana, subrayada desde el principio por nuestra Regla de Vida, es la relación inseparable con la vida, a ejemplo de Don Bosco, que «vivió la experiencia de una oración humilde, llena de confianza y apostólica, que de modo espontáneo enlazaba la oración con la vida (Const. 86). El mismo artículo acaba afirmando que la oración salesiana «se conecta con la vida y en ella se prolonga»: culmen y fuente, como dice el Concilio Vaticano II, al hablar de la Eucaristía.
No se trata, pues, de «dejar a la puerta de la capilla» nuestras preocupaciones, proyectos pastorales, entusiasmos y desilusiones; en ese caso, ¿quién entra a dialogar con Dios? Una persona vacía, sin identidad, sin historia, sin motivos para encontrarse con el Señor... Como hemos visto, el artículo 95 habla explícitamente de «la necesidad de Dios, sentida en el trabajo apostólico»
Tratando de expresar este punto de modo más concreto, el mismo artículo indica, de manera breve pero muy importante, cómo las diversas «formas» de oración nacen de la situación vital de nuestros jóvenes: «Al descubrir los frutos del Espíritu en la vida de los hombres, especialmente de los jóvenes, da gracias por todo4; al compartir sus problemas y sufrimientos, invoca para ellos la luz y la fuerza de Su presencia». La oración de alabanza y de acción de gracias nace de la contemplación de la acción del Espíritu en nuestros jóvenes (también aquí es necesaria la mirada de fe del Buen Pastor: ¡debemos recordar que Jesús alaba y da gracias al Padre incluso después del fracaso de su predicación en las ciudades del lago! (Mt 11,25-30). La oración de solicitud y de petición surge de la participación en sus problemas y dificultades; y me gustaría añadir una forma de oración típica del mediador apóstol, que, a veces, se olvida: la de intercesión («para que se cumpla en cada uno el plan de Dios», Const. 86) y hasta de reparación (en su sentido más auténtico).
Finalmente, entre muchos otros aspectos, querría acentuar la dimensión comunitaria de nuestra oración: «(El salesiano) participa en las riquezas espirituales que le ofrece su comunidad». A la luz de todo lo que acabamos de decir, ¿no se podría entender también esta dimensión como una participación comunitaria en la experiencia de Dios de cada hermano? ¡Qué hermoso sería poder expresar y compartir en comunidad la manera en la que cada uno de nosotros «descubre a Dios» en nuestros destinatarios! Pienso en el icono de Emaús: ¡entre los que han permanecido en Jerusalén y los que han ido a aquella aldea, hay un intercambio de «encuentros con Jesús resucitado», que culmina con la presencia del mismo Señor! (cfr. Lc 24,3-35).
Concretamente...
No cabe duda de que todo esto constituye un ideal, una meta que no siempre se alcanza en nuestra vida cotidiana. Por otro lado, se trata de un elemento clave de nuestra espiritualidad, uno de los elementos fundamentales, como se decía al principio: la «gracia de la unidad», la llamada a hacerse «místicos en el Espíritu» y «contemplativos en la acción». Pienso que es esta la meta de la vida, entendida en clave de formación permanente, y, por ello, querría subrayar una palabra clave, que, con toda intención, no he mencionado hasta ahora: «el salesiano aprende a encontrarse con Dios...» Este término indica que es indispensable un aprendizaje, hecho, ante todo, sin duda, de esfuerzo personal, pero también de tiempo, acompañamiento, experiencias que hagan posible este «aprender». No debemos dar por supuesto que todo encuentro y trabajo con los jóvenes se convierta automáticamente en oración y encuentro con Dios. Dicho de otro modo, si hemos reflexionado sobre el «qué», hay que insistir también en el «cómo».
Pero, antes de seguir, querría señalar que el «qué» del que hemos tratado, es eminentemente práctico, y, en este sentido, es ya un «cómo». «Nuestro ser depende de nuestro modo de ver y del grado en que queremos que esta visión se haga estable. No alcanzamos a ver, sin embargo, mediante el simple acto de mirar, sino entrenando nuestra visión con la ayuda de metáforas y símbolos que constituyen nuestras convicciones centrales».5 En cualquier esfuerzo por cambiar nuestra vida. adquirir una visión correcta es mucho más importante que el ejercicio, por diligente que sea, de nuestra fuerza de voluntad. Debemos recordar que Jesús empleaba muchas imágenes. «La fuerza de voluntad es un motor poco fiable en el que apoyarse para la energía interior; una imagen correcta, en cambio, nos arrastra silenciosa e inexorablemente a su campo de realidad, que también es un campo de energía».6 El camino hacia la vida como encuentro con Dios, o mejor, la unión con Él, implica una formación de nuestra visión que no puede subestimarse.
Corresponde a cada Inspectoría y a cada comunidad local, encontrar los medios más adecuados para caminar hacia esta «identidad salesiana». Pero podemos también volver a la «criteriología» propuesta anteriormente, que nos ofrece, al mismo tiempo, «condiciones de posibilidad» para llegar a esta meta.
El primer criterio es una condición necesaria (¡pero no suficiente!): si no nos esforzamos en estar con los jóvenes, no hay posibilidad de descubrir la obra de la gracia en ellos. Hoy constatamos, en diversas partes de la Congregación, cierto «alejamiento» de los jóvenes por parte de nuestros hermanos, jóvenes o no, y, sobre todo, cierta devaluación de la asistencia: como si tuviésemos «cosas más importantes que hacer». Corremos el peligro de prescindir del encuentro con los jóvenes reales (a veces muy difíciles de manejar) y nos refugiamos en el encuentro virtual, mediante tantos medios modernos de comunicación —¡aunque algunas veces podamos llegar a ofrecérselo a Dios! Pero no es este el camino—; no es esto lo que nos convierte en «buenos pastores de los jóvenes» a ejemplo de Don Bosco. Es, por tanto, indispensable ofrecer a nuestros hermanos jóvenes la experiencia de estar con los jóvenes, educándolos (esto es imprescindible) al sentido verdadero de la asistencia salesiana: lo que se realiza no solo con las palabras, sino con el ejemplo.
El segundo, el tercero y el cuarto criterio llevan consigo, de hecho, una reeducación de nuestra visión: la conciencia de la misión, la comprensión de la dialéctica entre Dios que nos espera en los jóvenes y nuestra vocación como epifanía, la «mirada pastoral». No basta «estar con los jóvenes»: es necesario hacerlo con sentido de misión, que deriva directamente de la obediencia, entendida como búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios. Hay que buscar estrategias y líneas de acción para reforzar este sentido «de fe» en el trabajo con ellos, evitando toda clase de individualismo o de «decisiones puramente personales» en la acción educativa y pastoral. No basta hacer «cosas buenas», o incluso «descubrir a Dios» en cada persona. Estamos llamados a encontrar a Dios precisamente en los jóvenes «pobres, abandonados y en peligro» (Const. 26), «prioritariamente en la juventud masculina» (Reg 3), y no en cualquier persona.
El quinto criterio es la dialéctica entre «oración» y vida. Existe una relación vital entre las «prácticas de piedad» —las comunitarias y las personales— y la vida. El mismo Jesús ha sentido necesidad de pasar largos periodos de tiempo en oración. El amor es, ante todo, un estado más que un acto. Pero necesita actos, momentos especiales que lo declaren, afirmen, celebren, comuniquen y refuercen. Es importante superar la actitud de dicotomía. El Dios que descubrimos en aquellos a los que somos enviados, es el mismo al que invocamos, celebramos, y damos gracias en nuestros momentos formales e informales de oración. El salesiano tiene necesidad de momentos de silencio para repasar y revivir su jornada, para dar gracias e interceder. No puede permitirse descuidar los momentos de tranquilidad que se entrelazan en la estructura de la vida comunitaria. Tales prácticas y momentos son elementos importantes en la dialéctica de nuestro recorrido hacia la unión de amor que es la vida como oración. Nuestra vida y nuestro trabajo se tienen en cuenta en estos momentos, nuestras intenciones se purifican, nuestra mirada se esclarece y nuestra visión se desbloquea para ver la obra de Dios en la vida de aquellos a los que hemos sido enviados. Es el momento de prestar atención a la invitación de nuestros últimos Capítulos Genera-les y de cuidar de modo particular la oración personal y la meditación, donde cada uno expresa su modo personal y profundo de ser hijo de Dios, dando gracias al Padre y confiándole los deseos y preocupaciones del apostolado, recordando que para Don Bosco la oración mental era «garantía de gozosa perseverancia en la vocación», en la medida en que refuerza nuestra intimidad con Dios, salva de la rutina, conserva libre el corazón, alcanza dinamismo y constancia, y alimenta la entrega hacia los que hemos sido enviados (Const. 93, 88). Como comunidades inspectoriales y locales tenemos necesidad de prestar constantemente atención a los retiros mensuales y a los ejercicios espirituales anuales, que son «ocasiones especiales de escuchar la Palabra de Dios, discernir su voluntad y purificar el corazón», y que «dan a nuestro espíritu unidad profunda en el Señor Jesús y mantienen viva la espera de su venida» (Const. 21). Habría que añadir aquí también el acompañamiento espiritual que «adiestra» nuestros ojos, nos ayuda a desarrollar la inteligencia contemplativa y la capacidad de discernir la presencia de Dios y la acción de la gracia en nuestros destinatarios (cfr. CG27 67,2), como también el acompañamiento pastoral en los primeros años de ministerio —en esto los Maestros de novicios, los Directores y los consejeros espirituales de posnovicios, tirocinantes y hermanos jóvenes en período de formación específica, tienen una especial responsabilidad—. Particularmente en los primeros años de formación, aprendemos y somos ayudado a reconocer la dimensión divina de nuestra actividad. Advertimos «la necesidad de orar ininterrumpidamente en diálogo sencillo y cordial con Cristo vivo y con el Padre»; aprendemos a reparar en la presencia del Espíritu Santo y a realizarlo todo por amor de Dios (Const. 12).
No hay necesidad de elaborar ulteriormente la sexta condición. Merece la pena, en cambio, detenernos en la séptima, la dimensión comunitaria, porque responde a la insistencia de nuestros Capítulos Generales recientes sobre las formas comunes de oración, sean viejas o nuevas. Una de las dificultades respecto a la oración comunitaria es la comunicación fraterna, en especial de nuestra experiencia de Dios. No resulta fácil «reeducarnos» en este sentido. Sin duda es más fácil realizarlo con los hermanos jóvenes al inicio de la vida salesiana, pero ni siquiera en su caso podemos darlo por hecho. Es necesario encontrar momentos aptos para la comunicación comunitaria (incluida la lectio divina), para educarlos (y a nosotros mismos) a orar juntos partiendo de las experiencias de nuestro trabajo educativo y pastoral: oraciones de acción de gracias, de petición, de intercesión, de reparación... Estas experiencia refuerzan y ahondan, además, de forma extraordinaria la vida fraterna, hasta convertirse en su termómetro: donde no hay comunicación en profundidad, el nivel de vida comunitaria es muy superficial; en ocasiones, casi inexistente.
Pido al Director de cada comunidad, tras haber estudiado y meditado personalmente esta reflexión mía, que invite a cada uno de sus hermanos a hacer lo mismo, y favorezca un momento comunitario de intercambio y de diálogo, utilizando estas u otras cuestiones parecidas:
— ¿Qué aspectos me han llamado más la atención? — ¿En cuáles tendría o tendríamos que crecer?
— ¿Qué pasos habría o habríamos de dar en esta dirección?
Invito de modo especial a los Maestros de novicios, directores y animadores espirituales de cada nivel de formación a descubrir modos de acompañar a los hermanos jóvenes, individualmente y en comunidad, en su camino hacia la vida como oración.
Queridos hermanos, invoquemos juntos la ayuda de la Virgen, «modelo de oración y de caridad pastoral» (Const. 92) y «madre y maestra» (Const. 98), de san José, «maestro de la vida interior», de nuestro Padre Don Bosco y de una multitud de hermanos, grandes y pequeños, entre otros el beato Artémides Zatti y el venerable Simaan Srugi, que vivieron la gracia de la unidad y ahora interceden por nosotros.
NOTE
1 Santa TEREsA DE JEsÚs, Vida 8, 5.
2 Mientras la unión con Dios es el tema de Const. 12, Const. 95, sobre la vida como oración, ocupa un puesto muy especial en las Constituciones; está justamente en el capítulo VII (En diálogo con el Señor), al final de la Segunda Parte de nuestras Constituciones (Enviados a los jóvenes —en comunidad— siguiendo a Cristo). El CG22 era muy sensible a la estructura de las Constituciones, y la colocación de Const. 95 lo constituye en una especie de síntesis, no solo de nuestra vida de oración sino también de toda nuestra vida. Trata precisamente de la vida como oración.
3 Vale la pena detenerse en la presencia salesiana como adelanto de la vida eterna, y esencialmente como estar junto a Dios y a todos nuestros hermanos y hermanas. Sobre lo primero, cfr. J. Ratzinger, «My Joy is to Be in Thy presence: On the Christian Belief in Eternal Life», en J. Ratzinger, God is Near Us: The Eucharist, the Heart of Life (San Francisco: Ignatius Press, 2003). Sobre lo segundo, cfr. la fascinante sugerencia de J. Alison de que «la alegría puesta delante de [Jesús]» (Heb 12,2) era precisamente «la posibilidad de gozar por siempre en una gran celebración junto a una multitud de personas, buenas, malas, depresivas, pero amadas por ser seres humanos». Cfr. J. Alison, Raising Abel: The Recovery of the Eschatological Imagination (New York, Crossroad, 1996), 189. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). El corazón de Jesús está, sin duda, centrado en el Padre y en todos nosotros, sus hermanos y hermanas.
4 El artículo de las Constituciones cita Ef 5,20; yo añadiría Fil 4,6 (el texto paulino de la Misa de Don Bosco).
5 «We are as we come to see and as that seeing becomes enduring in our intentionality. We do not come to see, however, just by looking but by training our vision through the metaphors and symbols that constitute our central convictions.» Stanley HAuERwAs, Vision and Virtue (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1981), 2.
6 «Willpower is a notoriously sputtery engine on which to rely for internal energy, but a right image silently and inexorably pulls us into its field of reality, which is also a field of energy.» Eugene H. PEuRsoN, Under the Unpredictable Plant: An Exploration in Vocational Holiness (Grand Rapids: William B. Eerdmans / Leominster: Gracewing, 1992), 6.