Memorias Biográficas de San Juan Bosco vol 4
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CAPITULO I 

REBELION Y FIDELIDAD 

MAQUINABAN los corifeos de las sectas establecer un Estado, que dejara de gobernar en nombre de Dios y no redactara leyes de acuerdo 
con su voluntad, sino en nombre del pueblo y según el voluble querer del mismo, leyes que ellos se industriarían en formular con sus 
maniobras. Querían destruir poco a poco lo que hasta entonces habían predicado hipócritamente que se debía respetar, pero de modo que 
los pueblos no lo advirtieran, o solamente cuando ya estuvieran preparados por la corrupción de las costumbres y los errores imbuidos en 
su mente a través de periódicos, libros, obras teatrales, escuelas y reuniones políticas. Para este fin predicaban la necesidad de la 
independencia nacional, y se hacían apóstoles de la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión y de prensa. Era la libertad que San 
Pedro llamaba: Velamen habentes malitiae libertatem (como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad) 1, esto es, en el 
fondo, la guerra contra todo lo que, de lejos o de cerca, recuerda ((2)) a la soberbia humana que hay un solo Dios, a quien se debe absoluta 
obediencia. Y por ello los legisladores sectarios han proclamado y siguen proclamando: Nosotros somos la ley y no hay nadie por encima 
de la ley, ni Dios, ni Iglesia. 
Consideraron a la Iglesia católica como una simple sociedad privada, sin valor, sin derechos, sin intereses en la vida civil, separada del 
Estado y, lo que es todavía peor, enemiga a la que incesantemente había que combatir. Rex sum ego! (íyo soy Rey!), proclamó Jesucristo: 
pero ellos le responden: Nolumus hunc regnare super nos (no queremos que éste reine sobre nosotros). 

1 I Pedro, 2, 16. 
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Pero vae qui condunt leges iniquas (íay, los que decretan leyes inicuasí), amenazaba Isaías 2. 

La política de todo orden, dice Bonald, se fortalece con cuanto concede a la religión y se empobrece con cuanto le niega. Allí donde 
venga a menos el respeto hacia el Papa, allí desaparece el respeto hacia el Soberano. El célebre Colbert decía así en su testamento a Luis 
XIV, incitado por sus pérfidos consejeros contra la Iglesia: «Jamás se rebela impunemente el hijo contra el padre. Todas las empresas que 
Vos emprendáis contra el Sumo Pontífice, recaerán sobre vuestra Majestad». 

Y por desgracia los gobernantes de los pueblos despreciaron a la Iglesia y fueron arrastrados por la revolución, que quiere la soberanía 
del pueblo para hacer del monarca un esclavo del parlamento, y al parlamento un esclavo de las masas. Su última palabra será: Basta de 
dioses, basta de reyes, basta de patronos. íAbajo la propiedad! íSocialismo y comunismo! 

Pero la voz y la plegaria de la santa madre Iglesia y el omnipotente brazo del Señor frustrarán el insensato proyecto, mas no sin que antes 
las naciones apóstatas paguen el castigo de su rebelión. 

((3)) Sin embargo, como sal de la tierra y luz del mundo, no había nación, no había ciudad ni pueblo alguno, donde no florecieran santas 
personas de toda suerte, especialmente obispos, sacerdotes y religiosos, los cuales, a la par que invocaban la divina misericordia sobre los 
hombres, aliviaban a los desgraciados con obras heroicas de caridad, prestaban a Dios y a la Iglesia el tributo de obediencia, que le negaban 
los insensatos. Uno de éstos era don Bosco. El se había propuesto como código de sus obras el decálogo, los mandamientos de la Iglesia, 
las obligaciones del propio estado, y ponía todo su empeño en observarlas con fidelidad. Estaba tan compenetrado con el espíritu de 
fidelidad, que durante todo el tiempo de su vida dio la impresión de que no 
podía obrar de otro modo. No se descubrió en él en todo su proceder, defecto o descuido en el cumplimiento de sus deberes de cristiano, de 
sacerdote, de cabeza de Comunidad, de Superior de una Congregación: era observantísimo de las reglas que él mismo había dado a ésta. 

Experimentaba, al mismo tiempo, gran pena al ver cómo muchos conculcaban la ley divina, al oír blasfemar del santo nombre de Dios, de 
nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen; se sentía profundamente amargado al descubrir cómo la inmoralidad acechaba 

2 Isaías, X, 1. 
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la inocencia de muchos jovencitos; sangraba su corazón al saber que se ultrajaba al Papa y no se reconocían los derechos de la Iglesia. Su 
obediencia a los preceptos de esta buena Madre abrazaba las prescripciones más pequeñas, las sagradas ceremonias y rúbricas, las 
respuestas de las Sagradas Congregaciones romanas, y exigía que hicieran lo mismo sus subordinados. En aquellas cosas en que se dejaba 
libertad de interpretación y de acción, elegía la opinión más conforme con el espíritu de la Iglesia. 

((4)) El teólogo Ascanio Savio afirmaba: «Le conocí irreprochable en todo y nunca experimenté en mi corazón la menor sospecha de que 
él hubiera perdido la inocencia bautismal». 

El teólogo Reviglio apoya este testimonio escribiendo: «Tenía tan grande horror al pecado, que durante los once años que conviví con él, 
no le vi cometer jamás deliberadamente un pecado venial». 

Y don Miguel Rúa no dudaba en decir: «He vivido al lado de don Bosco durante treinta y siete años, y cuanto más pienso en su forma de 
vida, en los ejemplos que nos ha dejado, en las enseñanzas que nos dio, tanto más crece en mí el aprecio y la veneración por él, la opinión 
de santidad, al extremo de poder decir que su vida fue toda del Señor. Me causaba mayor impresión contemplar a don Bosco actuando, aún 
en las cosas más pequeñas, que leer y meditar cualquier libro de devoción». 

Centenares de quienes convivieron con el querido don Bosco, de 1846 a 1888, nos han manifestado la misma convicción. 
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CAPITULO II


MUCHACHOS RECOGIDOS EN EL ASILO DE VALDOCCO -PADRE, SALVEME -UN MOZO DE CAFE EN PELIGRO -DON 
BOSCO MENDIGO DE SUS HUERFANOS -LA PROVIDENCIA NO FALLA NUNCA -CONTRAVENENOS -LAS BUENAS 
NOCHES Y LAS PREGUNTAS -LAS CUARENTA HORAS Y LA CLASE DE CANTO -EXTRAÑA REPRESENTACION 
TEATRAL -AMOR, HUMILDAD Y VIGILANCIA 

PROSEGUIMOS nuestra narración. Mientras atendía don Bosco a la cultura religiosa y moral de más de setecientos muchachos en el 
Oratorio festivo de San Francisco de Sales y se preocupaba del millar que acudía a los de San Luis Gonzaga y del Angel Custodio, no 
perdía de vista a los pobres huerfanitos de su naciente asilo. Más aún, eran éstos la pupila de sus ojos, y se preocupaba tanto de ellos, que 
no hubiera hecho nada igual el más solícito y afectuoso de los padres. Tenía aquel año casi cuarenta. 
Constantemente le escribían párrocos, padres u otras personas recomendándole algún niño. Don Bosco, al oír tantas miserias, se conmovía, 
y por miedo a que por una sola negativa suya un muchacho acabase mal, frecuentemente le hospedaba. No sabía resistirse a la petición si 
venía de labios de los mismos muchachos. 

Alvaro Bonino, Inspector de Enseñanza en La Spezia, nos contaba el año 1884 este gracioso hecho, del que él mismo ((6)) fue testigo en 
1850, cuando acudía al Oratorio como catequista, y era maestro municipal de primera enseñanza. 

Cierto padre se había hecho protestante en Turín para recibir las «treinta monedas» con que los enemigos de Dios pagaban las apostasías. 
Pretendía el desgraciado que su mujer y su hijo hicieran lo mismo, pero no lo lograba, porque la buena mujer se mantenía firme en la 
religión, y su pequeño con ella. Eran saboyanos. La pobre madre lloraba y rezaba. Cuando he aquí que una noche el hijo soñó. Le pareció 
que le arrastraban por la fuerza al templo protestante y que luchaba en vano para resistir su violencia. Pero, mientras luchaba, vio aparecer 
un sacerdote que le libraba de sus garras y se lo llevaba consigo. Por la mañana contó el sueño a su madre, y ésta se echó a 
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la calle en busca de alojamiento para su hijo en cualquier institución, pues el padre no desistía de su pérfido intento. A lo largo de la 
semana se encontró con una persona que le aconsejó se presentara a don Bosco en Valdocco, para ver si encontraba refugio para su hijo en 
el Oratorio. El domingo por la mañana fue allí con el muchacho y, al saber que estaba en una función religiosa, entró en la iglesia. Salía 
don Bosco al altar. Alvaro Bonino estaba de rodillas junto a aquel muchacho, el cual apenas 
vio a don Bosco gritó como fuera de sí: C'est lui, maman!, c'est lui mÛme! c'est lui mÛme! (íes él, mamá: él mismo, él mismo!) el 
sacerdote del sueño. Gritaba el niño y lloraba la madre. El señor Bonino le avisó de que en la iglesia no se gritaba de aquel modo; al ver 
que no lograba calmarlo, acompañó a la sacristía a la madre y al hijo. La madre le contó el sueño y cómo el hijo había reconocido en don 
Bosco al sacerdote libertador. 

Volvió don Bosco a la sacristía; aún no había terminado de quitarse los ornamentos cuando el chiquillo corrió a abrazarse a sus rodillas 
diciéndole: 

((7)) -Padre, sálveme. 

Don Bosco le aceptó en casa, y el saboyanito permaneció varios años en el Oratorio. 

Don Bosco salvó a muchos otros muchachos, a quienes él mismo encontró en peligro, y los recogió en su casa. 

Entró un día en un café de Turín. Acudió a atenderle un muchacho de agraciado aspecto. Mientras le servía el café, don Bosco empezó a 
preguntarle amablemente. De pregunta en pregunta pasó a sondear su corazón. El muchacho, vencido por su paternal proceder, no tuvo 
secretos para él y le manifestó enteramente el estado de su alma, muy lastimoso por cierto. El diálogo quedaba interrumpido cada vez que 
el muchacho iba a servir a nuevos clientes, pero volvía junto a don Bosco, con un pretexto u otro. Don Bosco hablaba en voz baja y nadie, 
ni siquiera el dueño, se dio cuenta del interesante diálogo. 

Terminó diciéndole don Bosco: 

-Pide permiso a tu amo para ir al Oratorio y arreglaremos las cosas. 

-El amo no me dará nunca permiso. 

-Pero tú no debes continuar aquí. 

-Lo veo, lo comprendo; mas »qué hacer? 

-Escápate. 

-»Adónde? 

-A casa de tus padres. 
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-No los tengo: murieron; estoy solo. 

-Entonces, ven conmigo. 

-»Adónde? 

-A Valdocco, número tal. 

-»Cuándo? 

-Toma tus cosas, lo antes posible, y ven conmigo. Haz de modo que nadie se dé cuenta de tus intenciones, y ven; no te faltará pan ni 
cama, ((8)) y una educación que te prepare un buen porvenir. Yo te haré de padre. 

Don Bosco salió del establecimiento. Al día siguiente el jovencito se fugó al Oratorio con su pobre ajuar bajo el brazo. Llegó a ser un 
excelente cristiano y durante varios años fue modelo de los alumnos del Oratorio. 

Pero don Bosco debía pensar en mantener, calzar y vestir a éstos y a los demás. Dada la condición de recomendantes y recomendados, no 
se podía contar con la ayuda de una pensión, y la mayor parte de sus asilados no ganaba nada o casi nada. El no tenía emolumento alguno 
ni contaba con ninguna entrada. Por lo cual las deudas, ocasionadas también por los Oratorios festivos, aumentaban desmesuradamente, y 
con mucha frecuencia, no teniendo cómo satisfacerlas en la fecha y medida que exigían los acreedores, se veía amenazado por el peligro de 
dejar sufrir a sus hijos o de devolverlos a quien se los había entregado. Pero ninguna de las dos alternativas podía ser admitida por su 
caritativo corazón. 

Por lo cual, después de colocar su confianza en Dios, en las promesas de la Virgen y en la seguridad de su propia misión, le hubierais 
visto salir de cuando en cuando, durante la semana, para ir, ora a una, ora a otra alta personalidad de la ciudad, y con las más humildes 
formas y con toda la gracia que le era posible, pedir ayuda para ellos. Cuando alguien le encontraba por la calle y le preguntaba adónde iba 
respondía: Voy buscando alpiste para mis jilgueros, y seguía su camino. 

Era éste un sacrificio heroico, cuyo valor sólo Dios puede apreciar. «Según su propia confesión, nos escribe monseñor Cagliero, su 
carácter era fogoso y altivo, por lo cual no podía sufrir la contradicción, y sostenía dentro de sí mismo una lucha indecible, cuando debía 
presentarse a alguien pidiendo limosna. Sin embargo, supo, con muchísimos actos en contra, ((9)) vencerse de tal modo, que se dirigía con 
las mejores disposiciones, no solamente a quienes estaban dispuestos a socorrerle, sino también a aquéllos que sabía eran más o menos 
indiferentes o adversarios. Si a la primera no obtenía lo que 
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deseaba, se volvía a presentar una y otra vez, con tal agrado, que doblegaba los ánimos. Y puedo atestiguarlo, porque, más tarde, le 
acompañé muchísimas veces a estas visitas, y por las confidencias que para mi conocimiento me hacía a veces. 

»No ahorraba fatigas ni humillaciones en el trato con sus muchachos. A veces no recibía más que buenas palabras; en ocasiones sufría 
mortificaciones, insultos y amargas repulsas, pero todo lo sufría alegremente sin molestarse, ni disminuir al ardor de su caridad. 
Multiplicaba sus cartas a las personas adineradas, suplicándoles le socorrieran. Un día, tenía que responder una carta insultante: encargó a 
uno de los suyos que lo hiciera, indicóle el lenguaje que debía emplear y le dijo: 

»-Escríbele, que si no quiere o no puede ayudar a mis huérfanos, es muy dueño de hacerlo; pero que insultarme, porque me preocupo de 
ellos, no es agradable al Señor; sin embargo, preséntale mis respetos y asegúrale que no guardo por ello el menor resentimiento. 

»Aquel señor, al recibir esta carta volvió sobre sí mismo, cambió de opinión y, a partir de aquel momento, se convirtió en amigo y 
admirador de don Bosco». 

Pero don Bosco no era importuno ni molesto. Se conformaba con exponer las necesidades de sus muchachos sin precisar ninguna 
cantidad; dejaba que los que le escuchaban, sacaran ellos mismo la consecuencia caritativa y lógica de su razonamiento. Muchas veces le 
preguntaron qué cantidad necesitaba y él repetía simplemente lo expuesto, sin atender a la pregunta. Su método le proporcionaba limosnas 
superiores a lo que podía haber esperado de los más generosos. 

((10)) Mas no siempre se presentaba suplicante ante un señor rico; en ocasiones extraordinarias le exigía, amablemente, como quien tiene 
autoridad para ello, la entrega de una cantidad considerable, y obtenía lo que pedía. Fue ésta una de las maravillas de don Bosco, que 
aparecía como representante de una voluntad sobrenatural. A su tiempo expondremos los hechos. 

No guardaba para sí mismo ni un céntimo. A menudo se privó de lo necesario para darlo a sus muchachos. Su gran corazón destinaba a 
ellos todas las limosnas que recibía. Empleaba el dinero como convenía a un hábil administrador, y cuando era necesario hacer gastos, 
sabía hacerlos bien y a su debido tiempo. Esta era la opinión que de él tenían cuantos le conocían. «Un día, contaba José Brosio, me 
encontraba, años atrás, por asuntos de negocio, en una 
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reunión de grandes comerciantes, banqueros, periodistas, entre los que me pareció reconocer a Govean y Bottero de la Gaceta del Pueblo. 
Aunque adversarios de la Religión y por consiguiente enemigos de don Bosco y del Oratorio, oí que no se avergonzaban de repetir que, si 
don Bosco hubiera sido ministro, no tendría deudas el reino. -Este aprecio era la causa de la confianza que en él ponía la gente, al darle sus 
limosnas». 

Pero muchas veces parecía que iban a faltar los socorros. Durante el año 1850, a consecuencia de la guerra y otras adversas vicisitudes, 
aquella pequeña familia pasó, a menudo, grandes apuros. A veces se sabía que no había en la despensa pan para el día siguiente ni un 
céntimo en casa, pero don Bosco no mostraba la menor duda de que los recursos llegarían, y decía a todos, tranquilo y alegre: 

-Comed, hijitos míos, que habrá lo necesario. 

En efecto la Divina Providencia no le abandonó jamás: y mientras el número de ((11)) muchachos recogidos crecía de día en día, y las 
dificultades de los tiempos se hacían mayores, no tuvo que alejar del Oratorio ni a uno solo por falta de lo necesario. Fue éste un premio de 
toda su vida, que muy bien puede tomarse como un ejemplo de caridad heroica hacia el prójimo, en el que se empleó él mismo con toda 
suerte de trabajos y santas industrias. 

Pero usaba la más exquisita solicitud para los intereses del alma. Los medios de perversión eran cada día más acuciantes y funestos. 
Merced a la libertad de imprenta se esparcían a manos llenas, por talleres y establecimientos, libros y folletos perniciosos. Era muy 
frecuente el caso de oír a patrones y empleados, negociantes y subalternos, sastres y zapateros, que discutían sobre religión y sobre moral, 
soltando verdaderas sentencias, cual si fueran otros tantos doctores de la Sorbona, por lo que la fe y las buenas costumbres sufrían gran 
riesgo. Don Bosco, obligado a enviar a sus muchachos a la ciudad para aprender un arte u oficio, se informaba minuciosamente de la 
honradez de los individuos a quienes quería confiarles, y, si era preciso, les sacaba de un puesto para colocarlos en otro, que le ofreciera 
mayores garantías. A más de esto, iba a pedir nuevas al patrono sobre su comportamiento, dando con ello a entender lo mucho que le 
importaba su fidelidad en el trabajo, y, al mismo tiempo, su interés porque sus queridos protegidos no encontrasen peligros, ni para la 
moral ni para la religión. Después, se entretenía con ellos en casa el mayor tiempo que le era posible; hábilmente se enteraba de lo malo 
que habían visto u oído durante la 
jornada; y después, cual médico experto y amoroso, ponía inmediatamente el contraveneno, para sacar 
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de sus mentes los principios mal asimilados y arrancar de su corazón las malas impresiones recibidas. 

((12)) Ya desde el primer año acostumbraba dirigir una charla después de las oraciones de la noche; pero si al principio esto lo hacía rara 
vez, y solamente en vísperas de fiestas o con ocasión de alguna solemnidad, este año empezó a hacerlo muy a menudo y casi todas las 
noches. Exponía en un discursito, que duraba de dos a tres minutos, unas veces un punto doctrinal, otras veces una verdad moral, y esto a 
través de un apólogo que los muchachos oían con placer. Buscaba él, sobre todo, prevenirles contra las locas opiniones del día y contra los 
errores protestantes que circulaban por Turín. A veces, para cautivar la atención y grabar más profundamente en el alma una buena 
máxima, les contaba un hecho edificante, sucedido durante el día, sacado de la historia o de la vida de un santo. Otras veces, como había ya 
hecho y todavía hacía con los externos del Oratorio festivo, proponía una pregunta a contestar o una cuestión a resolver, como por ejemplo 
qué significaban las palabras «Dios» y «Jesucristo»; qué sentido tenía la denominación «Iglesia Católica»; cuál era el significado de 
«Concilio»; por qué el Señor castiga al pecador impenitente con penas eternas, y otras por el estilo. Generalmente daba unos días de tiempo 
para responder. La respuesta se 
hacía por escrito, con el nombre y apellido del autor; y se daba un premio a quien acertaba. De esta forma don Bosco hacía pensar, y, a la 
par, abría caminos para desarrollar las verdades más útiles, que así no se olvidaban nunca. Esta pequeña charla iba siempre precedida de la 
presentación de los objetos que los muchachos habían encontrado perdidos por la casa o por el patio. Don Bosco los anunciaba y se 
acercaban a retirarlos aquéllos a quienes pertenecían. 

Mientras tanto, añadía a las diversas prácticas de piedad y solemnidades religiosas que había instituido para promover la frecuencia ((13) 
de la confesión y la comunión, todos los años la exposición del Santísimo Sacramento, llamada de las Cuarenta Horas: en la pequeña 
iglesia-cobertizo, primorosamente vestida de fiesta, se hacían tres días de exposición con misa cantada, vísperas y tántum ergo en música y 
con sermón todos los días, al igual que en las parroquias. Era ésta una nueva ocasión que servía de ejercicio para las clases de música. 
Dividía a los muchachos en tres grupos y, para sostener el canto, ponía en cada grupo, a uno de los alumnos ya amaestrado y conocedor del 
solfeo. Estaba entre éstos Santiago Bellia. 

«Don Bosco, escribió Carlos Tomatis, tecleaba un pobre piano para enseñarnos sus melodías, y enseñaba a veces a manejar el violín 
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a algún aficionado a este instrumento, para acompañar algún solo. Un día del 1850 se inspiró en un motivo que oyó tocar a las trompetas de 
los soldados que iban a ensayarse cerca del Oratorio, y escribió un tántum ergo a una voz, que yo conservo y que canté muchas veces, 
yendo con él y otros compañeros músicos a las funciones sagradas que se celebraban en Turín, en los pueblos cercanos y con más 
frecuencia en la Crocetta. También Félix Reviglio ayudaba a don Bosco en el canto desde 1850 a 1856. 

»Algún tiempo después hizo don Bosco un regalo a sus músicos. Adquirió un órgano pequeño con tubos de madera, fabricado tal vez dos 
siglos antes. Estaba en muy mal estado, desafinado, pero servía para ejercitar los dedos del principiante. Todos recuerdan aquel tubo cuya 
lengüeta rota producía cierta especie de aullidos desgalichados, que provocaban las risas más divertidas de los muchachos. Este 
instrumento fue colocado en una habitación junto a la de don Bosco, y algunos de los primeros que lo tocaron llegaron a ser famosos 
organistas. 

((14)) »Como música y teatro se complementan, don Bosco continuó proporcionando a los muchachos la diversión de agradables 
representaciones. Pero excluía toda obra escénica que exigiera gastos de vestuario. 

»Esto ocasionó algunas graciosas escenas, que eran memorables muchos años después. Prepararon los actores un drama titulado Los tres 
Reyes Magos, y se pusieron secretamente de acuerdo: so pretexto de unas vísperas solemnes que, según ellos decían, se iban a cantar en el 
Oratorio, acudieron al Refugio y a otras parroquias pidiendo prestadas cuatro capas pluviales, porque faltaba también un manto para 
Herodes. Al presentarse en nombre de don Bosco las obtuvieron fácilmente. Las escondieron con mucho cuidado y, al llegar el momento 
de entrar en escena, hételos triunfantes con sus pluviales sobre los hombros. No son para describir las risas despampanantes de los 
espectadores y la ridícula figura de aquellos jóvenes, a quienes mandó don Bosco enseguida quitarse 
las vestiduras sagradas. 

»Reinaba una alegre e ingenua despreocupación en la mayor parte de mis compañeros, los cuales, sin embargo, estudiaban y trabajaban 
con amor. Seguían funcionando las clases nocturnas. Don Bosco nos enseñaba aritmética y caligrafía, y su presencia infundía en todos un 
sentimiento de gozo inexplicable. 

»Lo que admirábamos en él en éstas y en otras mil circunstancias era ver cómo unía a la firmeza una dulzura de modales, una paciencia 
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y una ilimitada longanimidad, con las que superaba o no se creaba obstáculos, lo mismo en las cosas pequeñas que en las grandes, y todo lo 
llevaba a feliz término. Pero sobre todo nos atraían su humildad. 

»Una noche, enseñándonos el sistema métrico y haciendo cálculos sobre el encerado, casualmente se equivocó y por lo tanto, no lograba 
llegar a término con la solución del problema. Los numerosos alumnos estaban atentos y no entendían. ((15)) Yo, que me di cuenta de 
dónde estaba el error, me levanté y, como mejor pude, le corregí. Otro maestro no hubiera aceptado semejante observación en público; pero 
don Bosco la aceptó amablemente y, desde entonces, me mostró mayor estimación, por lo que yo quedé maravillado. 

»Su vigilancia sobre nuestra conducta era constante: no podía sufrir que el demonio le robase las almas». 

Hasta aquí Carlos Tomatis. Le ayudaba en la disciplina durante aquellos años 1849-1850, el sacerdote Grassini, que hacía de Prefecto y 
residía en el Oratorio cuando don Bosco salía a una u otra población del Piamonte. 
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CAPITULO III 

UNOS SENADORES VISITAN EL ORATORIO -DIALOGO -CARTA DEL MINISTERIO DEL INTERIOR A DON BOSCO 
-SICCARDI PREPARA LA LEY SOBRE LA INMUNIDAD ECLESIASTICA -MONSEÑOR FRANSONI EN PIANEZZA Y VISITA 
DE DON BOSCO -EL ARZOBISPO LE ACONSEJA QUE FUNDE UNA CONGREGACION RELIGIOSA 

LOS continuos trabajos de don Bosco lograban que el Oratorio fuese tenido cada vez en mayor consideración. Por Turín se hablaba mucho 
de él; olvidados los primeros recelos, eran muchísimos los que le apreciaban y ponían por todo lo alto. Todos lo juzgaban por sus hechos 
como un medio oportunísimo para alejar de la prisión a tantos pobres muchachos que, en cambio, se convertían en buenos cristianos y 
honrados ciudadanos: los buenos resultados eran manifiestos y no podían negarse. La voz pública, los informes privados, y hasta una 
votación del Senado, hicieron que el mismo Gobierno se viera obligado a interesarse por él. Hubo entonces una persona benévola, el señor 
Volpotto, pariente de la familia Gastaldi y que ocupaba un puesto elevado dentro del Estado, el cual aconsejó a don Bosco que pusiera en 
cierto modo la Obra del Oratorio bajo protección del Gobierno. Don Bosco no quiso, mas, aquel señor, sin que don Bosco lo supiera, pero 
sí en su nombre, elevó, por medio de la Alta Cámara, una petición al Ministerio para obtener un subsidio en favor de sus muchachos. El 
Senado quiso, antes de tomar ((17)) una deliberación y recomendar la cuestión al Gobierno, informarse hasta de los más pequeños detalles. 
Nombró una Comisión al efecto, con encargo de visitar el Oratorio, informarse y dar después buena cuenta. La respetable Comisión se 
componía de tres Senadores: el conde Federico Sclopis 1, el marqués Ignacio Pallavicini y el conde Luis de Collegno. 

1 El conde Federico Sclopis era un ilustre patricio piamontés, magistrado integérrimo, fiel consejero de la Corona, presidente del Senado 
árbitro de la paz entre las dos mayores potencias marítimas, Inglaterra y Estados Unidos, en la intrincada cuestión 
de la nave Alabama, 
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Para cumplir el superior encargo se trasladaron los tres nobles señores al Oratorio de Valdocco, un día de fiesta del mes de enero del 
1850, después de comer. Eran casi las dos de la tarde. Más de quinientos muchachos en pleno recreo, ocupados unos en un juego, otros en 
otro, ofrecían al atento observador el más agradable espectáculo. Aquellos señores se quedaron contemplando la turba de muchachos 
reunidos, corriendo los unos, saltando los otros, éstos haciendo gimnasia, aquéllos caminando sobre zancos, asistidos acá y allá por varios 
sacerdotes y seglares. Después de unos instantes, exclamó el conde Sclopis: 

-íQué hermoso espectáculo! 

-Hermoso en verdad, respondió el ((18)) marqués Pallavicini. 

-íQué fortuna para Turín -añadió el conde de Collegno-qué fortuna si surgieran en la ciudad varios institutos semejantes! 

-Nuestros ojos, continuó Sclopis, no verían con tanta frecuencia el desagradable espectáculo de tantos pobres muchachos, que corretean 
por calles y plazas en los días festivos, y crecen en la ignorancia y las malas costumbres. 

Don Bosco, que se encontraba en medio de un corro de muchachos, al ver a aquellos señores, a quienes no conocía, se acercó a ellos, y, 
después de los primeros cumplidos, tuvo lugar un diálogo, que con ayuda de unos y otros, especialmente la de don Bosco, hemos podido 
reproducir, al menos en sustancia. 

Sclopis.-Contemplábamos estupefactos el espectáculo de tantos muchachos reunidos en alegres diversiones; es más único que raro. 
Sabemos que el sacerdote Bosco es el alma de todo eso. »Tendría su Señoría la bondad, de presentarnos a él? 

Don Bosco.-Sus Señorías le tienen aquí presente; el pobre don Bosco soy yo. 

Y diciendo esto, rogóles tuvieran la bondad de pasar y los acompañó hasta su cuartito. 

Sclopis.-Tengo hoy la satisfacción de conocerle personalmente; de fama ya le conocía hace mucho. 

hombre, en fin, de fama mundial y sentimientos religiosos católicos. Mientras corría su nombre, con honor y aplauso, por los dos 
hemisferios, mientras le llegaban felicitaciones de todo el mundo, telegramas de toda suerte de personas por el éxito de dicha cuestión, 
resultó edificante ver al eminente personaje atribuyendo el feliz resultado al Padre de las luces. El 17 de septiembre de 1872 escribía en el 
libro de sus Memorias, estas palabras: «Volvemos de Ginebra, tras haber experimentado vuestras 
bendiciones, Señor... Una profunda e intensa obligación de gratitud me une a Vos, Dios mío». Puede verse Carattere e Religiosità del conte 
Federigo Sclopis, áureo opusculito escrito por la insigne pluma de otro conspicuo patricio turinés, el barón Antonio Manno, Turín, 1880. 
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Don Bosco.-No debo mi fama a mis méritos, sino más bien a la lengua de mis muchachos. 

Pallavicini.-Ellos son jueces competentes y dignos de ser creídos, porque, como dice el profeta, ex ore infantium perfecisti laudem (por 
boca de los niños completaste la alabanza). 

Sclopis.-La noticia de sus obras ha llegado a la Cámara del Senado, y esta alta Asamblea nos ha encargado recoger informes exactos 
para dar conocimiento al efecto. Yo soy el conde Sclopis, el señor es el marqués Pallavicini y éste, el conde de Collegno. 

((19)) Don Bosco.-Esta pobre institución ha recibido hasta ahora muchas y agradables visitas, pero ésta será tenida entre las más 
valiosas. Pregunte sus Señorías cuanto les parezca: seré muy feliz respondiéndoles en cuanto sé y puedo. 

Sclopis.-»Cuál es la finalidad de esta obra? 

Don Bosco.-La de recoger en los días festivos al mayor número de muchachos, de ésos que, por descuido de sus padres, por estar 
abandonados o por ser forasteros, en vez de ir a las funciones sagradas y al catecismo, vagarían y jugarían por la ciudad como unos 
golfillos. Aquí, por el contrario, atraídos por los juegos, los regalitos y el trato amable, se entretienen en alegres juegos, bajo la vigilancia 
de varios asistentes. Por la mañana tienen comodidad para acercarse a los santos sacramentos, oyen misa y un breve sermón, adaptado a su 
condición. Por la tarde, después de unas horas de sana diversión, se reúnen en la capilla para el catecismo, el canto de las vísperas, la 
instrucción y la bendición. En pocas palabras: se trata de reunir a los muchachos 
para hacerlos honrados ciudadanos, haciéndolos buenos cristianos. 

Pallavicini.-Nobilísimo fin. Sería de desear que instituciones como ésta se multiplicaran por la ciudad. 

Don Bosco.-Con la ayuda de Dios se abrió el año 1847 otra semejante, cerca de la Villa Real del Valentino, y hace poco se ha 
inaugurado una tercera en el barrio de Vanchiglia. 

Collegno.-íMuy bien, muy bien! 

Sclopis.-»Cuántos muchachos, poco más o menos, acuden aquí? 

Don Bosco.-Generalmente, cada día de fiesta, son unos quinientos y con frecuencia más. Y casi otros tantos se juntan en cada uno de los 
otros dos. 

Collegno.-Por tanto, en total son mil quinientos muchachos, habitantes de esta ciudad, los recogidos por una mano providencial y 
dirigidos con la ((20)) religión por el camino de la moralidad y la 
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honradez. Es un gran beneficio para esta metrópoli; una gran ayuda para nuestro Gobierno. 

Pallavicini.-»Cuándo empezó usted esta obra? 

Don Bosco.-Empecé a recoger algunos muchachos ignorantes y necesitados de un cuidado especial en 1841, y me animé a ello al ver 

que muchos, aunque discolos, no eran malos, pero, abandonados a sí mismos, se entregaban fácilmente a una vida muy triste y acababan en 
la cárcel. 

Sclopis.-Su obra es verdaderamente filantrópica y de gran importancia social. Este tipo de obras debe ser promovido y sostenido por el 
Gobierno. Para su satisfacción le hago saber que Hacienda y toda la Familia Real aprecian esta obra y le prestarán su apoyo. 

Collegno.-»Qué medios emplea su señoría para educar y poner en orden a tan gran multitud de muchachos? 

Don Bosco.-La instrucción y una caridad agradable, paciente y constante son los únicos medios. Aquí, el amor vale más que la vara, 
mejor aún, impera él sólo. 

Pallavicini.-Necesitaríamos que este método se adoptara en muchas otras instituciones y especialmente en los correccionales. No serían 
menester tantos guardias, y lo que más vale, se formaría en la virtud el corazón de muchos reclusos, que después de años y años de castigo, 
salen peores que antes. 

Sclopis.-»Son de la ciudad todos estos muchachos? 

Don Bosco.-No, señor conde; los hay de Biella, Vercelli, Novara y otras provincias del Reino; algunos son de Milán y de Como y hasta 
de Suiza. Vienen a esta capital en busca de trabajo, y al estar lejos de la vigilancia de sus padres, andan expuestos al evidente peligro de 

hacerse malos cristianos. 

((21)) Sclopis.-Añada: y malos ciudadanos, y no tardarían en dar mucho que hacer a la policía y al mismo Gobierno. 

En aquel momento llamó a la puerta de la habitación un jovencito de unos doce años, para hacer un encargo a don Bosco, el cual le dijo 

que esperara. Agradó a Sclopis la confianza e ingenuidad del muchacho y le preguntó: 

-»Cómo te llamas? 

-Me llamo José Vanzino. 

-»De dónde eres? 

-De Varese. 

-»Qué oficio tienes? 

-Cantero. 

-»Viven todavía tus padres? 

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-Mi padre murió.
-»Y tu madre?
A esta pregunta bajó el chiquillo los ojos, inclinó la cabeza y avergonzado calló.
-Dime, insistió Sclopis: »tienes madre?, »ha muerto también?
Entonces el pobrecito, con voz entrecortada y conmovida, respondió:
-Mi madre está en la cárcel.
Y rompió a llorar. El conde, sus compañeros y don Bosco se conmovieron, y una lágrima furtiva se asomó a sus ojos. Después de un


momento de silencio, el buen señor dijo: 
-Hijo mío, me das lástima; »dónde vas a dormir esta noche? 
-Hasta ahora dormía en casa de mi patrón, respondió él enjugándose los ojos; pero hoy me ha prometido don Bosco que me tomaría con 

él y sería uno más de sus acogidos. 
-»Cómo?, preguntó Sclopis dirigiéndose a don Bosco; »además del Oratorio festivo ha abierto usted un asilo de beneficencia? 
Don Bosco.-Así lo quiso la necesidad, y tengo al presente unos cuarenta, la mayoría pobres huérfanos o muchachos de lo más 

abandonado. Comen y duermen en esta casita y van a trabajar a la ciudad, unos en un taller, otros en otro. 
Pallavicini.-Estos son los milagros de la caridad católica. 
((22)) Collegno.-y »de dónde saca usted los medios para sostener este asilo? Porque cuarenta bocas jóvenes consumen mucho pan. 
Don Bosco.-Ciertamente es un trabajo algo difícil de proveer de alimento y vestido a estos mis queridos muchachos. A veces me toca 

ingeniarme un poco, porque la mayor parte de ellos todavía no ganan, y algunos ganan tan poco, que no llega para calzarlos y vestirlos. 
Pero, en honor a la verdad, debo decir que, hasta el presente, no me ha faltado la Divina Providencia; más aún, tengo tal confianza de que 
Dios me favorecerá con su largueza, que deseo tener un local más amplio para aumentar el número de mis asilados. 

Sclopis.-»Se podría visitar el interior de la casa?
Don Bosco.-Si quieren tener esa bondad...; la casa es tan pobre, que temo cause molestia a sus ojos.
De acuerdo con su deseo, don Bosco acompañóles al dormitorio del piso bajo, al cual se entraba por una puerta de escasa altura. El


senador Sclopis, que entró el primero, chocó con el sombrero al pasar y le hubiera caído por tierra si Pallavicini, a quien dio en las narices,
no lo hubiera sostenido. El egregio conde dijo sonriendo:
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-Nunca me sucedió esto en las salas del Rey.
Y el marqués añadió a su vez:
-Y a mí nunca me cayó un sombrero en las narices.
De allí, pasaron los tres Senadores a la cocina. La buena Margarita estaba en aquel momento colocando en su sitio ollas y platos.
-Esta es mi madre, dijo don Bosco, y la madre de nuestros huerfanitos.
Sclopis.-A lo que parece, usted hace también de cocinera: »es verdad, madre?
Margarita.-Hacemos un poco de todo para ganar el Paraíso.
((23)) Sclopis.-»Qué platos hace usted a los muchachos?
Margarita.-Pan y menestra, menestra y pan.
Sclopis.-»Y para su don Bosco?
Margarita.-Se cuentan pronto; uno solo.
Sclopis.-Es demasiado poco uno solo; pero, al menos, se lo hará usted muy bueno..
.
Margarita.-Bonísimo. Piense que come casi siempre el mismo, al mediodía y a la noche, del domingo al jueves.
A estas palabras, los tres señores rieron de buena gana.
Sclopis.-»Y por qué hasta el jueves, y no de domingo a domingo?
Margarita.-Porque los viernes y sábados son días de abstinencia, y le hago un plato de vigilia.
Sclopis.-Entendido. Se ve que es usted una cocinera económica. Pero creo que, en los tiempos que corremos, su método de cocina no


progresará mucho en el mundo. 
Pallavicini.-»Y no tiene nadie que le eche una mano? 
Margarita.-Helo ahí, dijo sonriendo y señalando con el dedo a don Bosco. 
Sclopis.-Me congratulo con usted, don Bosco. No dudaba que usted era un buen educador de la juventud y un hábil escritor; pero 

ignoraba entendiese también de gastronomía. 
Don Bosco.-Me gustaría me viera sobre la marcha, y particularmente cuando hago la polenta. 
Todos se echaron a reír, saludaron a la buena mujer y salieron de la cocina. 
Como ya era hora de terminar el recreo, don Bosco mandó dar la señal, y los tres señores se encontraron con una ((24)) nueva sorpresa. 

La de la rapidez con que los muchachos dejaron todo juego y diversión y se pusieron en filas para entrar ordenadamente en la iglesia. 

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Visitaron los Senadores las clases de catecismo; asistieron al canto de Vísperas y a la instrucción, recibieron juntamente con los 
muchachos la bendición con el Santísimo Sacramento. Quedaron edificados de su comportamiento. Al salir de la capilla, quisieron 
entretenerse todavía un poco en el patio con los muchachos, preguntando a uno y a otro. 

-»De qué trabajas?, preguntó a uno el conde Sclopis. 

-De zapatero. 

-»Sabes decirme qué diferencia hay entre zapatero y remendón? 

-Remendón, respondió el muchacho bastante instruido, es el que cose y remienda zapatos viejos y rotos; zapatero es el que los hace 

nuevos. Por ejemplo, los bonitos zapatos o botas del señor están hechos por zapatero. 

-Muy bien, dijo el conde, has respondido como un maestro. 

Don Bosco.-Sí, asiste asiduamente a nuestra escuela nocturna. 

Pallavicini.-»Tienen también escuelas nocturnas? 

Don Bosco.-Sí, Señoría. Las empezamos el año 1844 para atender a los jóvenes que, por estar todo el día ocupados en su trabajo, o por 

pasar ya de la edad, no podían asistir a las escuelas municipales. Dentro de una hora empiezan en estas habitaciones de al lado. 

Pallavicini.-»Qué programas comprenden? 

Don Bosco.-Los primeros elementos de lectura y escritura, gramática, historia sagrada e historia patria, geografía, aritmética y sistema 

métrico. Hay también clase de dibujo y de francés; y se dan lecciones de música vocal e instrumental. 

Pallavicini.-»Y quien le ayuda? 

((25)) Algunos sacerdotes y seglares, que yo llamo mis cooperadores. Esas personas caritativas me ayudan no sólo en esto, sino también 

en otras necesidades. Entre otras cosas, se encargan de buscar un patrono honrado a los jóvenes, cuando no tienen empleo, y de proveer de 
camisa, calzado y ropa decente a los que no podrían ir al trabajo de otro modo. 

Collegno.-íExcelente! Estos son los bienhechores de la humanidad, los beneméritos de la patria. 

-Don Bosco, concluyó entonces el conde Sclopis, jefe de la comisión, no acostumbro a dudar, pero le confieso, con toda la sinceridad del 
corazón, en mi nombre y el de mis colegas, que salimos de aquí completamente satisfechos, y como católicos, como ciudadanos y 
senadores del Reino, aplaudimos su obra y hacemos votos para que prospere y se difunda. 

Antes de partir, el conde Sclopis entregó a don Bosco una limosna 
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para los muchachos más necesitados. Y los tres se hicieron desde aquel día, bienhechores de su obra. 

Pero si las alabanzas, tributadas a la Institución, infundían ánimos a quien tanto se cuidaba de ella, también debía ser importante el vivo 
interés que por ella demostraban los más respetables personajes del Reino. 

Algunos días después, recibía don Bosco la siguiente carta del Ministerio, como respuesta a una petición suya: 

Real Secretaría del Estado para los Asuntos del Interior. División 5, N.563. 

Turín, 12 de febrero de 1850 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

No me es posible, en modo alguno, acceder a la petición de V. S. Ilustrísima y Reverendísima, hasta la definitiva aprobación por parte 
del ((26)) Parlamento Nacional del Balance de este Ministerio, como yo hubiera deseado, para ayudar cuanto yo pueda, al desarrollo de una 
obra, que honra grandemente a quien, con sentimientos de cristiana caridad es su promotor, para así disminuir el número de esos 
desgraciados que, privados en la flor de su edad de quien informe su corazón en los verdaderos principios de la religión y de la ciudadanía, 
viven ya una vida deshonrosa, son la peste de la sociedad, con su mal ejemplo, y se prepara un miserable porvenir. Pero es para mí una 
grandísima satisfacción poder atestiguarle mi más sentida admiración por el celo 
incansable que V. S. prodiga en favor de la juventud pobre y abandonada, y deseo que esta mi manifestación sirva al menos para animarle e 
infundirle valor para continuar en su arduo, pero filantrópico propósito. 

Reservándome el tomar con todo interés su petición, apenas obtenida la aprobación del Balance por el Parlamento, tengo el honor de 
profesarme con toda estima 

De V. S. Ilma. y Rvdma. 

S.S.S.
Por el Ministerio, el Primer Oficial,
DI S. MARTINO
Pero a don Bosco le interesaba conseguir que el Gobierno recomendara su obra, manifestara su aprobación y se interesara por ella 
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con un acto público, más que con un socorro económico. Por disposición de la Divina Providencia, esto debía mitigar la aversión injusta y 
las sospechas de reacción política, que muchos alimentaban contra el clero, y servirle de escudo para las nuevas perturbaciones que se 
preparaban contra la Iglesia. 

En las reuniones secretas de las sectas y del Gobierno se había deliberado empezar la abolición legal de la inmunidad ((27)) eclesiástica; 
pero antes, para aparentar respeto a la autoridad de la Iglesia, se decidió volver a dar con el Pontífice los pasos para un nuevo concordato, 
frustrado el 1848, fuera por la mala fe de los emisarios piamonteses, fuera por la salida de Roma de Pío IX. Para este fin, y para obtener 
que monseñor Fransoni y monseñor Artico renunciaran a sus diócesis, había sido enviado a Gaeta en noviembre de 1849 el conde José 
Siccardi: pero el Papa no quiso transigir con la forma que pretendía el Gobierno Piamontés, aunque estaba dispuesto a alguna concesión, y 
rechazó las injustas pretensiones. Entonces el conde Siccardi, despechado, 
rompió las gestiones y volvió a Turín. El Papa, para que el Rey no fuera engañado, encargó a monseñor Andrés Charvar le asegurara su 
benevolencia y le manifestara las graves obligaciones de su ministerio apostólico. Y el rey Víctor prometió en una carta al Papa que haría 
respetar los derechos de la Iglesia y protegería a los dos Obispos. 

Hacía ya mucho tiempo que los periódicos sectarios y gran número de opúsculos trabajaban para hacer odiosos al pueblo los beneficios 
de la Iglesia, y proponían su abolición. Y he aquí, que el 25 de febrero de 1850 el conde Siccardi, que había recibido la cartera de Gracia y 
Justicia, proponía al Parlamento la abolición total de la inmunidad o sea del Foro Eclesiástico. 

Era éste el más antiguo de todos los tribunales, lo mismo en el Piamonte que en los demás estados católicos; se apoyaba en el derecho y 
en la justicia, como se ve en la Sagrada Escritura y en las decisiones de los Sumos Pontífices y Concilios. »Los magistrados no son 
juzgados por los magistrados, los senadores y ministros por los senadores, los militares por los militares, los comerciantes y marinos por 
sus competentes tribunales? Los mismos diputados, durante las sesiones del Parlamento, no podían ser apresados sin la autorización de la 
Cámara. 

((28)) Evidentemente se quería que el clero estuviese sometido al poder civil. 

Entretanto, a comienzos de aquel año, monseñor Fransoni había determinado no diferir más su vuelta a la diócesis. Los tiempos se 
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ponían cada vez más dudosos y difíciles. El clero, crecido durante un largo período de paz, de armonía entre las dos potestades, de 
sumisión de los pueblos a la materna autoridad de la Iglesia, no estaba preparado para las luchas que se acercaban, y no hallaba orientación 
en el nuevo mar borrascoso en que debía navegar. 

Así que el veintidós de enero, el Arzobispo mandó una carta pastoral comunicando a los fieles el indulto cuaresmal, renovando la 
prohibición de los periódicos licenciosos y heréticos, y anunciando el restablecimiento del Gobierno Pontificio. El veinticinco de febrero 
salió de Chambery, el veintiséis se establecía en Pianezza y comunicaba al Soberano su llegada en una carta, añadiendo que volvía 
impulsado por la voz del deber, a la cual no podía resistir sin grave culpa. 

El Rey le envió varios personajes distinguidos, algunos eclesiásticos, para que, con pretextos varios, trataran de persuadirle que volviera 
al extranjero; pero él respondió con franqueza que seguiría allí. 

Por su parte don Bosco se apresuró a ir a Pianezza, que dista de Turín casi diez kilómetros. Fue solo y a pie. Al verlo Monseñor, 
sonriendo, le dirigió amablemente estas palabras: 

-Vae homini soli! (íay del hombre solo!). 

Y don Bosco con mucha gracia, y sin más explicaciones, le respondió enseguida: 

-Angelis suis Deus mandavit de te, ut custodiant te in omnibus viis tuis (Dios envió a sus ángeles contigo, para que te guarden en todos 
sus caminos). 

Don Bosco fue allí a visitarlo repetidas veces, porque tenía muchas cosas que decirle, y el Arzobispo le encargaba muchas otras 
confidencias. Además, »quién puede expresar cómo le atraía el afecto a su principal bienhechor? 

Monseñor Fransoni, a pesar de las graves preocupaciones que le apremiaban, ((29)) hablaba con gusto de la obra de los Oratorios 
festivos, que consideraba como propia, por haberla promovido con su patrocinio, y experimentaba gran inquietud e interés por su 
porvenir. Antes de salir de Turín había mandado llamar repetidas veces a don Bosco para exhortarle a prevenir de algún modo toda 
posibilidad de que la obra se disolviera. Le expresaba su vivo deseo de ver establecida una asociación, apta para promover cada vez más el 
desarrollo de la educación de los muchachos pobres, y conservar el espíritu y las costumbres tradicionales, que sólo se suelen aprender 
ordinariamente con la experiencia. Y ahora le repetía: 
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-»Cómo hará para seguir su obra? Usted es mortal como todos los hombres; y, si no toma medidas, sus Oratorios morirán con usted. 
Conviene, pues, que piense cómo hacer para que sobrevivan. Busque un sucesor que ocupe a tiempo su plaza. 

Y terminaba diciendo que era necesario dar principio a una Congregación religiosa. 

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((30)) 

CAPITULO IV 

EL BUEN RESULTADO DE LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO FESTIVO -DON BOSCO ENSEÑA EL CATECISMO EN 
MEDIO DE UN CAMPO, CON ADMIRACION DE UNOS INGLESES -PRUDENCIA DE DON BOSCO CUANDO VA A VISITAR 
LOS ORATORIOS -EL MARQUES DE CAVOUR ENSEÑA EL CATECISMO -OTROS DOS CELEBRES CATEQUISTAS 
-AMISTOSAS RELACIONES ENTRE EL ABATE ROSMINI Y DON BOSCO -DON BOSCO PRESENTA UN PROYECTO A 
ROSMINI 

ERA el primer domingo de Cuaresma y, como siempre, se celebró en el Oratorio el ejercicio de la buena muerte. Al día siguiente, 
dieciocho de febrebro, empezaba, entre recelos y esperanzas, la catequesis preparatoria de la Pascua en los Oratorios de Valdocco, Puerta 
Nueva y Vanchiglia. No había más novedad con relación a los años anteriores que la del rosario dominical, que se rezó antes o después de 
misa, en vez de hacerlo por la tarde. 

Entretanto, puede decirse que las miradas de todos los piamonteses se dirigían a estos Oratorios, con opiniones muy distintas. No 
faltaban los perversos e incapaces de hacer el bien, que se burlaban de don Bosco y sus alumnos. 

-Son unos granujas, le decían, y no sacará usted nada bueno de ellos. 

Pero tuvieron que cambiar de opinión, al ver que, por el contrario, formaba obreros acabados, comerciantes, profesores, abogados, 
militares ((31)) intrépidos y santos sacerdotes. El 1862 don Bosco escribió e imprimió un breve folleto sobre el Oratorio de San Francisco 
de Sales y los obreros. En él se informa de cómo cada año ha logrado colocar varios centenares de muchachos con buenos patronos, de 
quienes aprendieron un oficio. 

Todos los domingos recibía visitas de muchas personas que querían saber cómo se hacía la catequesis. Era un espectáculo digno de verse 
Algunos tenían la lección de catecismo en la capilla, otros en la sacristía y en las habitaciones contiguas, otros en el patio y en el huerto 
delante de la casa. Don Bosco recogía a los más difíciles e iba 
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con ellos a sentarse en medio de un campo próximo, donde hoy se levanta la iglesia de María Auxiliadora, en un espacio libre entre surcos 
de patatas y judías. Después del acostumbrado saludo: -íHola, vosotros sois mis mejores amigos!-empezaba las explicaciones catequéticas 

Un domingo llegó al Oratorio monseñor Cucchi con algunos ingleses. Querían ver por sus propios ojos la verdad de lo que contaba la 
fama sobre el sacerdote de Valdocco. El buen prelado les había dicho: 

-íVerán quién es don Bosco! 

Pero no querían que estuviera prevenido de su llegada. No dijeron ni palabra a los muchachos que iban encontrando, le buscaron por la 
iglesia y en casa, por una parte y por otra, y no dieron con él. Finalmente cruzaron el cancel, divisó Monseñor en el prado un grupo de 
muchachos a la sombra de un árbol, y, sin más, exclamó: 

-Allí hay muchachos; seguro que está allí. 

En efecto, don Bosco, sentado en tierra, explicaba el catecismo a una veintena de muchachotes de duro aspecto, que estaban colgados de 
sus labios. 

-íAllí está!, repitió monseñor Cucchi. 

Los señores ingleses se pararon un buen rato ((32)) contemplando maravillados aquel espectáculo y exclamaron: 

-Si todos los sacerdotes hicieran lo mismo y catequizaran hasta en medio del campo, el mundo entero se convertiría en poco tiempo. 

La tranquilidad de esa hora se la había ganado don Bosco con muchas industrias anteriores. Toda una multitud de muchachos acudía a la 
catequesis, también a Puerta Nueva y Vanchiglia, y por eso don Bosco enviaba allí a la mayor parte de sus clérigos y a los catequistas más 
expertos. Pero no dejaba de vigilarlos, y frecuentemente se presentaba entre ellos sin ser esperado. Salía del Oratorio con bonete, y un poco 
más allá le esperaba alguien de su confianza con el sombrero: hacía esto para que los muchachos de Valdocco no advirtieran su ausencia y 
creyeran que estaba en casa. 

Pero la atención de aquellos dos Oratorios hacía que, por varias razones, le faltara personal para Valdocco. Se encargaba de la disciplina, 
aún de los externos, el sacerdote Grassino. Pero a veces, se encontraba apurado para atender a las secciones de catecismo. Remediaba esta 
deficiencia invitando al primero que se le presentaba en aquel momento, si estaba debidamente preparado. Así reclutó al teólogo Marengo, 
que continuó dando catecismo cerca de ocho años 
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y cuando ya no pudo, por otras ocupaciones, no dejó de acudir para confesar y ayudar a don Bosco en cuanto le era posible. 

Un día llegó el marqués Gustavo de Cavour con otro señor amigo suyo, cuando ya había empezado la catequesis. Como conocía las 
costumbres de don Bosco, se dirigió sin más al prado, donde estaba rodeado de sus pilluelos. Acercósele, presentóle a su amigo y le rogó 
tuviera a bien acompañarle a visitar el Oratorio, pues quería conocer sus orígenes, su finalidad y la marcha del mismo. 

-Como usted ve, ((33)) señor Marqués, le respondió don Bosco, tengo que dar catecismo a estos muchachos. Si me hace usted el favor de 
entretenerlos un rato, yo tendré mucho gusto en complacer a su compañero. 

El Marqués aceptó, sentóse entre aquellos pobres mozalbetes y continuó con las preguntas del catecismo que don Bosco había empezado 
Y don Bosco acompañó al forastero a visitar las otras clases. 

Por la tarde de otro día festivo, tuvo don Bosco la visita de dos renombrados sacerdotes forasteros. Se encontraban en Turín y se 
acercaron al Oratorio para conocer a don Bosco. Eran cerca de las dos. Estaban los muchachos acomodándose. Don Bosco vio que le 
faltaban algunos catequistas y se calentaba la cabeza para improvisarlos y organizar las clases, cuando he aquí a los dos sacerdotes que se 
aproximan, mostrando deseos de hablarle. 

-Este Padre, dijo el uno señalando al compañero, y yo deseamos visitar su Oratorio y ver el método que usted emplea. 

-Con mucho gusto, respondió don Bosco, haré que visiten el Oratorio con todas sus dependencias, pero después de las funciones; ahora, 
como ven, estoy muy ocupado con estos centenares de muchachos. Pero es Dios quien los envía en este momento. Tengan la bondad de 
ayudarme a dar el catecismo y después hablaremos con toda comodidad. Usted, añadió dirigiéndose al que parecía de mayor autoridad, 
»querría dar el catecismo a la sección de los mayorcitos que está en el coro? 

-Con mucho gusto, respondió aquel sacerdote. 

-Y usted, continuó don Bosco, dirigiéndose al otro, tendrá la sección de los más distraídos, que está en el presbiterio. 

También el segundo sacerdote aceptó la invitación ((34)) de buena gana. Entrególes don Bosco el catecismo de la diócesis, y, sin 
preguntarles quienes eran, les acompañó a las secciones indicadas y así él pudo vigilar el orden general de la iglesia. El jovencito Miguel 
Rúa, que había empezado a asistir regularmente al Oratorio festivo, desde 1849, estuvo presente a esta visita, y pudo verlos sentados en 
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medio de los muchachos y admirar su actitud. A don Bosco le parecían personas muy distinguidas, y se dio cuenta de que enseñaban el 
catecismo maravillosamente. Colocado en un sitio desde donde podía oír al que enseñaba en el coro, oyó que hablaba de la fe con ejemplos 
y comparaciones. 

-«La fe, decía, se tiene en cosas que no se ven; de las cosas que vemos no se dice "yo las creo"; las cosas que vemos las juzgamos: en 
cambio, se creen las cosas que no están presentes a nuestros sentidos. Así, ahora que estamos en este mundo, creemos en la vida eterna, 
porque al presente no la tenemos en nuestro poder; pero cuando tengamos la dicha de estar en el cielo, ya no creeremos esas cosas, sino 
que las conoceremos, las gozaremos». 

Cuando don Bosco oyó aquellas explicaciones tan sólidas y, al mismo tiempo, tan adaptadas a la inteligencia de los muchachos, rogóle 
quisiera darles una platiquita después de Vísperas. Objetóle el sacerdote que, siendo forastero, no le parecía conveniente; que los 
muchachos necesitaban oír una voz conocida. Insistió don Bosco y al mismo tiempo invitó al otro para dar la bendición con el Santísimo; 
los dos aceptaron sin dificultad. Durante el sermón el otro sacerdote asistía a los muchachos. Terminadas las funciones religiosas, estaba 
don Bosco impaciente por conversar con ellos, y saber quiénes eran. 

-Este Padre es el abate Rosmini, fundador del Instituto de la Caridad, dijo uno de ellos señalando al otro.
((35)) Sorprendido del todo, exclamó don Bosco:
-íEl abate Rosmini! íel filósofo!
-íOh, el filósofo!, dijo sonriendo Rosmini.
-íUn personaje de tanta fama, continuaba don Bosco, que ha escrito tantos libros de filosofía!
-Eh, sí; he escrito algún libro -respondió Rosmini con un aire de humildad e indiferencia que admiró a don Bosco.
Este añadió:
-Ahora ya no me extraña haya dado el catecismo tan bien y tan sabiamente. Y usted, continuó dirigiéndose al otro, »tendría la bondad de


decir su nombre? 
-José Degaudenzi. 
-»El Canónigo Arcipreste de Vercelli? 
El mismo. 
-íCómo me alegra conocer personalmente a quien ya conocía muy bien por correspondencia epistolar! íUn hombre tan insigne por su 

caridad y por su celo! 
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Los dos se entretuvieron después hablando un buen rato con don Bosco, y desde entonces se convirtieron en admiradores, amigos y 
bienhechores del Oratorio. 

Cuando se despidieron, los muchachos a quienes había dado catecismo el canónigo, preguntaron a don Bosco quién era aquel sacerdote, 
y él les respondió: 

-Ese sacerdote es uno de los escogidos para hacerle obispo. Vive en Vercelli y es un canónigo de aquella Archidiócesis. 

Efectivamente, el canónigo Degaudenzi fue después Obispo de Vigevano y una insigne lumbrera del Episcopado Católico. 

El abate Rosmini volvió a visitar a don Bosco otras veces, acompañado por el marques Gustavo de Cavour. 

«Rosmini, contaba el profesor Carlos Tomatis de Fossano, vino a honrar con su presencia las escuelas nocturnas; tuvo el gusto de dar 
varias veces el catecismo y en alguna ocasión ((36)) asistió a las funciones religiosas del Oratorio, que tenían para nosotros un encanto 
singular. Quedó tan entusiasmado que las comparaba a las que celebran en los países salvajes en medio de la floresta, o en las escondidas 
iglesias de las misiones, en ciudades todavía paganas, como las de la China y de la India. Sorprendió también a don Bosco instruyendo a un 
buen grupo de jovencitos bajo una morera. Fue para él un espectáculo consolador del que dijo después: 

»-La amable tranquilidad de aquel buen sacerdote es un indicio de su anhelo por el descanso eterno del paraíso, al que llegará con 
millares de almas por él salvadas, las cuales, como ahora en tierra, le harán un día afectuosa corona en la gloria de los bienaventurados. 

»Fue también al Oratorio un día de entre semana, cuando los artesanos volvían del trabajo. Don Bosco los reunió ante el Abate, que hizo 
preguntas a unos y a otros y tuvo para todos, también para mí, una palabra de estímulo; visitó después nuestra casita y quedó conmovido 
ante su extrema pobreza». 

En otra ocasión los alumnos del Oratorio representaban un pequeño drama, original del mismo don Bosco, ante Rosmini y el marqués de 
Cavour, en cuya casa se hospedaba el Abate a su paso por Turín. Juan Turchi fue el protagonista. 

Cuando Rosmini iba a Valdocco solía estar mucho rato, y con familiar confianza, en la habitación de don Bosco. Ya en las primeras 
visitas le había confiado que tenía una cantidad de dinero de su Instituto para ponerla a rédito en un banco, y le pedía su parecer y 
sugerencia. Pero que preferiría prestársela a alguna familia honrada 
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sin extender ningún documento, con tal de que al mismo tiempo quedara tranquilo por su parte. 

-Muy bien, le dijo don Bosco, que pensaba construir un edificio en Valdocco; yo sé a quien entregarla. Se trata de una persona ((37)) que 
creo merece su confianza. Pronto le escribiré sobre un proyecto que tengo y espero no le parecerá mal. 

Efectivamente, pocos días después le escribía a Stresa: 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

El interés que V. S. Ilma. y Rvdma. se toma en todo lo que mira al bien público, y especialmente a la salvación de las almas, me anima a 
proponerle un plan, ya manifestado al padre Fradelizio y últimamente comunicado al reverendo padre Pauli. 

Se trata de construir un nuevo edificio para un Oratorio, con la finalidad de educar civil, moral y religiosamente a la juventud más 
abandonada. Ya se han abierto en Turín varios Oratorios de este género, al frente de los cuales me encuentro sea como fuere. La mies es 
difícil, pero abundante, y se puede esperar de ella un gran fruto. Mas se necesitan sacerdotes, y sacerdotes inflamados de caridad. 

»No se podría, de una forma prudente, introducir en la Capital el Instituto de la Caridad, concurriendo, por ejemplo, económicamente V. 

S. al nuevo edificio, al cual vinieran a establecerse algunos estudiantes del Instituto y así, insensiblemente, tomar parte en las múltiples 
obras de caridad, según la necesidad? Piénselo V. S. en su prudencia y, si resolviese intentar para ello algún medio, cuente conmigo en 
todo lo que determine pueda ser de provecho para las almas y para la mayor gloria de Dios. El P.Pauli ha visto todo y, como conoce 
perfectamente mi intención, puede aclarar la cosa mejor de lo que permite la brevedad de una carta. 
((38)) Mientras le ruego perdone la, tal vez, demasiada confianza con 
que le escribo, tenga la seguridad de que es para mí un gran honor poder profesarme 

De V. S. Ilma. y Rvdma. 

Humilde servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


Turín, 11 de marzo de 1850 

Al ilustrísimo Señor Abate Caballero don Antonio Rosmini, Superior del Instituto de la Caridad. 

STRESA 

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El abate Rosmini encargaba responder a don Bosco: 

Stresa, 4 de abril de 1850 

Muy Rvdo. y apreciado don Juan: 

La piadosa obra ideada por V. S. Rvdma., y propuesta en su atentísima del pasado once de marzo, agradó mucho a mi venerado superior 
don Antonio Rosmini, y desea poder concurrir a ella eficazmente. Pero no pareciéndole suficientemente explicado y puesto en claro el plan 
de la misma, tanto en su carta como en la relación que de palabra le ha hecho el P. Pauli, al volver de esa capital, desearía, antes de 
comprometerse a tomar parte, tener más aclaraciones sobre ello. Le parecería totalmente necesaria una 
entrevista con V. S. Rvdma., porque hablando se entienden las cosas mejor que por escrito, y es más fácil llegar a una conclusión. Por 
tanto, si V. S. Rvdma., pudiera darse una vuelta por Stresa y así honrarnos ((39)) por segunda vez con su presencia, nos haría un nuevo 
regalo, y podría entenderse buenamente con mi Rvdmo. Padre. En caso afirmativo, convendría tuviese la bondad de avisarnos el día preciso 
en que vendría. 

Entretanto, besando su mano y con saludos cordialísimos de mi citado superior y de todos los demás que aquí le conocen, me precio de 
ser 

Su Seguro Servidor 

C. GILARDI, P. 
Don Bosco no tardó en explicar sus ideas, detalladamente, en carta a don Carlos Gilardi: 

Turín, 15 de abril de 1850 

Muy Rvdo. y Carísimo don Carlos: 

Mucho celebro que la idea expresada al veneradísimo don Antonio Rosmini haya resultado de su agrado. También yo siento la necesidad 
de una entrevista; pero, por varias circunstancias, resulta difícil señalar cuándo podré hacer a Stresa la escapada que yo tanto deseo. 

Me parece bien, por tanto, compendiar mi proyecto en algunos puntos esenciales. Yo me ofrezco a dar las aclaraciones que se deseen al 
efecto. Mi designio tiene dos aspectos: uno el de procurar ayuda material y espiritual a los Oratorios que la Divina Providencia 
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dispuso se abrieran en tres puntos principales de la ciudad; y el otro, probar si el Señor ha escogido este momento y este medio para 
extender el Instituto a la Capital, y así aliviar las muchas y gravísimas heridas hechas y que amenazan hacerse a la Religión. Como bien se 
ve, ((40)) se necesita toda la sencillez de la paloma, mas sin olvidar la prudencia de la serpiente. Tenerlo todo hábilmente secreto para que 
el hombre enemigo no corra a sembrar cizaña. 

Pero como las cosas públicas deben ser legalizadas públicamente, para que ninguna de las partes sufra daño alguno ante la ley, presento 
al efecto a su Ilmo. y Rvdmo. Superior el siguiente proyecto que me parece puede tranquilizar el ojo del público sin que sospechen de 
nosotros. 

1. Se trata de construir un edificio de tres plantas, con una iglesia adjunta para el Oratorio. El edificio se construiría en un terreno 
rodeado de tapia, de treinta y ocho áreas, o cien tablas, en Porta Susa, -zona de Valdocco-. 
2. El sacerdote Bosco cede seis habitaciones, y aún más, al Instituto de la Caridad, para los estudiantes que vinieran a hacer sus estudios 
en la capital, o para otros, según el parecer del Superior. En este caso se ofrece campo abierto para el ejercicio de la caridad en favor de 
Oratorios, hospitales, cárceles, escuelas, etc. 
3. El sacerdote Bosco está dispuesto a prestarse en todo lo que pueda redundar en honor y ventaja del Instituto. 
4. El Instituto de la Caridad contribuiría a la fabricación p.e. con doce mil liras, a entregar en varios plazos: al comienzo, a la mitad, al 
terminar las obras. 
5. Esta cantidad quedaría garantizada con la hipoteca sobre el terreno y sobre el mismo edificio. 
6. En caso de muerte del sacerdote Bosco, el Instituto adquiere la propiedad de una parte del edificio, a determinar, o bien tendría 
derecho a la parte ya suministrada. Esto solamente en el caso de que no se haya dispuesto otra cosa en favor del Instituto por vía 
testamentaria. 
Este es mi parecer; pero tenga en cuenta que el Gobierno y la Ciudad, propicios a la instrucción pública, son favorables a los Oratorios, y 
ya han manifestado varias veces ((41)) deseo de establecer escuelas en los tres Oratorios; lo que no he podido secundar todavía por falta de 
maestros. 

En resumen: mi intención es procurar un favor al Instituto de la Caridad, haciendo que entre insensiblemente en la capital. Si es ésta la 
voluntad del Señor, podremos hacer la prueba. 
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En tanto, tenga la bondad de saludar de mi parte al bonísimo don Antonio Rosmini, mientras ruego al Señor les conserve a los dos para 
bien de la religión, de tantos modos combatida en nuestros días, profesándome cordialmente 

De Vuestra Señoría Reverendísima 

Humilde servidor,
JUAN BOSCO, Pbro.


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((42)
)


CAPITULO V 

OTRA SESION DEL SENADO EN FAVOR DEL ORATORIO
-DISCUSION -DELIBERACION FAVORABLE


HABIA transcurrido poco más de un mes, desde la visita de los tres ilustres Senadores al Oratorio de Valdocco, cuando, a primeros de 
marzo, se supo que el alto Consejo se había ocupado del Oratorio. Efectivamente, el día primero de aquel mes, los Senadores, bajo la 
presidencia del marqués Alfieri, discutían, entre otras, dos peticiones casi análogas, ya anunciadas el once de enero del mismo año. Una de 
ellas, con el número 47, decía así: 

«José Carlos Bruno, profesor, propone se provea con una ley al albergue y educación de los muchachos ociosos y vagabundos». La otra, 
con el número 48, era ésta: «Juan Bosco, sacerdote, expone cómo, por su medio, se han establecido tres Oratorios en los alrededores de 
Turín para la educación moral y la instrucción de los muchachos abandonados, y suplica que el Senado tenga a bien concurrir con oportuna 
deliberación al sostenimiento de dichos Institutos». 

Era relator el marqués Ignacio Pallavicini, el cual, al llegar el turno de la primera petición, se levantó, y en nombre de la Comisión 
encargada al efecto, habló así, como sacamos de las Actas Oficiales de la sesión del 1º de marzo de 1850. 

((43)) Senador Pallavicini.-El profesor José Carlos Bruno, médico cirujano del asilo penitenciario para muchachos díscolos, en la 
petición señalada con el número 47, se muestra justamente conmovido ante los muchísimos jovencitos ociosos, huérfanos y abandonados 
por los padres, con frecuencia sin ocupación y escapados del techo paterno, que duermen en las aceras, que recorren la ciudad, vendiendo 
cerillas o coplas, y por tanto sin ocupación determinada, sin habitación fija, creciendo en la 
holgazanería, el ocio, la delincuencia 
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y los castigos, acostumbrándose desde pequeños a extraer de los bolsillos, con astucia finísima, ora un pañuelo, ora una tabaquera, ora un 
reloj, presagio funesto de mayores delitos. Para remediar tan lamentable desorden desearía el benemérito profesor que esos golfillos fueran 
apartados de su vida ociosa e internados en un centro, donde aprendieran, juntamente con los principios religiosos, un oficio provechoso, 
que les valga después como medio suficiente para un honesto recurso: a tal objeto propone el Instituto Agrario-Forestal de la Generala, 
restaurado últimamente según los modernos principios de la reforma penitenciaria, y dotado de los medios a propósito para proporcionar 
una educación moral, elemental y profesional. Corrobora su propuesta con el ejemplo de lo que ya se hace en Lausana, en Bélgica y en 
Francia, y suplica una ley que provea al efecto. Nuestra Comisión no puede dejar de aplaudir vivamente las intenciones benéficas y 
filantrópicas del celoso profesor y, convencida como está (y cree fundadamente que de esta convicción participe con él todo el Senado) de 
que es una medida utilísima, que no debe dilatarse por más tiempo, la de proveer eficazmente a tamaño desorden, y llenar las casas de 
instrucción de muchachos, para que así queden vacías de adultos las cárceles y galeras, os propone vivamente presentar ((44)) esta petición 
al Ministro del Interior, para que, sin vacilaciones y eficazmente, provea a quitar la causa de tanta depravación, siempre presente a los ojos 
de los 
golfillos. 

Senador Giulio.-Pido la palabra. 

Presidente.-Tiene la palabra el senador Giulio. 

Giulio.-Ciertamente, cada uno de nosotros participa de los sentimientos de humanidad manifestados por el peticionario, y que aplaude la 
Comisión, cuya relación acabamos de oír; ciertamente todos expresamos el mismo deseo de que se ponga remedio eficaz a los males, que 
el peticionario y la Comisión lamentan con razón. Pero, cabe dudar, es más, es cosa cierta, que los medios propuestos por el peticionario, y 
que el Senado en cierto modo aprobaría remitiendo la petición al Ministro, lejos de extirpar el mal que se lamenta, lo agravaría y lo 
aumentaría con males mayores. 

Antes de formular la presentación propuesta, el Senado en su prudencia considerará ciertamente si es posible que el Gobierno se 
encargue directamente de la educación de todos estos muchachos; si es deseable que lo haga cuando pueda, y, si el estímulo que con esto se 
daría a la negligencia de los padres, no sería mucho peor que lo que se quiere evitar. 

Yo no extenderé más estas observaciones, que ciertamente bastarán 
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para poner en guardia al Senado contra un sentimiento de humanidad, cuyo efecto podría resultar muy diverso del que se propone evitar. 

Dicho esto, el senador Giulio proponía la llamada orden del día contra la petición del profesor Bruno, es decir, proponía que el Senado 
pasara a otra cosa, sin tomarla en consideración y sin presentarla ni recomendarla al Gobierno del Rey. 

((45)) Presidente.-Como el senador Giulio propuso la orden del día, yo la paso a votación, porque tiene la precedencia. Los que deseen 
pasar a la orden del día tengan la bondad de ponerse en pie. 

Efectuada la prueba y contraprueba quedó aprobada la orden del día del senador Giulio y, en consecuencia, quedó desatendida la 
mencionada petición. 

El mal resultado de la primera petición hacía temer que tocara la misma suerte a la segunda; pero el resultado fue muy otro. Y he aquí el 
afortunado éxito de la petición de don Bosco, a pesar de la oposición del senador Giulio. 

Senador Pallavicini.-Parecida, por el objeto y el fin que se propone, a la petición que tuve el honor de presentaros, aunque difiere algún 
tanto en los medios a emplear, es la petición número 48, perteneciente al distinguido y celoso eclesiástico de esta ciudad, el sacerdote Juan 
Bosco. 

También él, deseoso del bien de los muchachos descarriados y de toda la sociedad, dedicóse desde hace ya algún tiempo, con aprobación 
de la Autoridad Eclesiástica y Civil, a reunir en los días festivos y en distintos lugares, a jovencitos de doce a veinte años, y son más de 
quinientos los que asisten al Oratorio situado en Valdocco. 

Como allí no cabían, por su creciente número, hace tres años abrió otro en Puerta Nueva, y últimamente un tercero en Vanchiglia; en 
estos tres lugares con instrucciones, clases y recreos, se inculcan las buenas costumbres, el amor al bien, el respeto a las autoridades y a las 
leyes, según los principios de nuestra santa Religión; a todo eso se añaden las clases de elementos de la lengua italiana, aritmética y 
sistema métrico; y finalmente abrió un hogar para albergar veinte o treinta jóvenes de los más abandonados y necesitados. 

La santa obra se sostiene con los socorros de celosas y caritativas personas eclesiásticas y seglares, ya que la ciudad de ((46)) Turín no se 
queda atrás cuando se trata de instituciones piadosas y de donativos en favor del pobre y del ignorante. 

Pero los gastos van creciendo cada año, y el Postulante se encuentra gravado con el arriendo de los locales, que asciende a dos 
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mil cuatrocientas liras; con los gastos de manutención del Asilo y su correspondiente capilla, a los que hay que añadir los gastos ordinarios 
indispensables por la extrema miseria de algunos muchachos; y con todo esto, se ve obligado a terminar con tan laudable Institución, ya 
que debe recurrir con demasiada frecuencia a las personas que hasta ahora le ayudaron. Desearía él, por tanto, que el Senado se interesara 
benévolamente por una obra tan provechosa, y la apoyase con sus deliberaciones. 

La Comisión, no contenta con lo expuesto por el peticionario, y, aunque ya conocía Institución tan benéfica, quiso, sin embargo, obtener 
mayores informes. Y resultó que, a más de los deberes religiosos que allí se practican en los días festivos para bien de tales muchachos, a 
quienes se proporciona además la instrucción necesaria, los benéficos fundadores se han propuesto otro fin, a saber: enseñarles, a más de lo 
dicho, dibujo lineal, historia sagrada, historia patria y las nociones de la ley al alcance del pueblo, a las que hay que añadir gimnasia, 
juegos de destreza, carreras, etc. etc. 

Se pensaba también excitar la emulación con alguna exposición de objetos de arte, de industria, con alguna academia y distribución de 
premios. Todo esto quería hacerse, pero no todo pudo llevarse a cabo por falta de medios y las críticas eventualidades que se presentaron. 
La idea que os expuse de esta Institución se presenta por sí misma como eminentemente religiosa, social, provechosa, y no se necesitan 
muchas palabras para convenceros de ello. Sería un gravísimo daño para toda la ciudad, si en vez de prosperar Institución tal, y conseguir 
((47)) el desarrollo que se habían propuesto esos buenos amigos del pueblo que la cuidan, tuviera que interrumpirse o perderse por 
completo, por no encontrar una mano bienhechora que sostenga ese bien, incompleto, 
que hasta ahora se conserva. Vuestra Comisión creería faltar a sí misma, al Senado que la honró con encargo tan preciado, a la Sociedad, si 
con toda la convicción de su ánimo no os propusiera enviar instancia como ésta al Ministerio del Interior, para que se decida a socorrer 
eficazmente Obra tan útil y provechosa. 

Giulio.-Con mi profundo disgusto cumplo de nuevo el desagradable deber de impediros entrar por un camino al que todos somos 
arrastrados por el corazón, el camino de la caridad legal, camino que yo creo funesto, camino por el que espero no querrá el Senado entrar 
a propósito de una petición. 

Yo vuelvo a proponer sobre esta petición la orden del día. 

Sclopis.-Las consideraciones expuestas, por segunda vez, por 
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mi respetable colega, el senador Giulio, afectan ciertamente a una de las más grandes cuestiones que hoy se ventilan en la Sociedad 
Europea. No es éste el lugar ni el momento para discutirla: pero, tal vez sería, no diré yo prejuzgar la cuestión, pero sí desanimar a aquellas 
Instituciones que (procedentes de la beneficencia privada) tratan de llenar un inmenso vacío que existe en nuestra sociedad actual, si el 
Gobierno no le proporciona alguna ayuda. 

Y me parece que no conviene ver resuelta la cuestión de la caridad legal, cuando se pide un socorro, una ayuda en parte solamente 
subsidiaria. Cuando en otros países se trató la gran cuestión de la beneficencia pública, creo que los que con toda razón querían excluir los 
principios absolutos, reconocieron, no obstante, que donde hay imposibilidad de ((48)) socorrerlas por parte de las personas privadas, el 
Gobierno, sin comprometerse con instituciones propias, puede al menos llenar temporalmente algún vacío: puede y debe hacerlo. 

Por mi parte veo una necesidad urgente, apremiante, de proveer a esta clase de muchachos, que al salir de las escuelas elementales, de las 
que tenemos aquí presente al benemérito promotor, se encuentran después casi abandonados en el momento en que se despiertan las 
pasiones y hierve la sangre. Creo importa que el Gobierno subvencione las obras más urgentes de beneficencia sin comprometerse, sin 
embargo, de modo permanente con estas instituciones. 

Por tanto, en este caso invitaría al Gobierno a hacer esto y proveer de modo que haya un medio para suplir estas gravísimas exigencias. Y 
así, declarando que la Comisión (la cual creo sea de mi parecer) no ha pensado entrar en una discusión de caridad legal, sino solamente 
pedir un subsidio, que el Gobierno proporcione como a tantos otros establecimientos de beneficencia pública, insistiré en la propuesta de 
enviar la petición al Ministro del Interior. 

Y lo digo profundamente convencido, precisamente porque, (como ya tuve el honor de expresarme en esta Asamblea en otra 
circunstancia) debiendo el Consejo Municipal examinar la condición de los obreros, ha debido observar que falta mucha atención en este 
punto, y se puede, sin exponer al Gobierno a tomar una determinación absoluta, ayudar a mantener vivas estas fundaciones, las cuales 
podrán quizá en adelante resultar más duraderas con otros medios. El Gobierno debe hacerlo; es un gran remedio para el mal presente, una 
gran anticipación de un bien futuro. 

((49)) Giulio.-Sólo dos palabras para responder primero a las observaciones del Senador Sclopis. Los Gobiernos están obligados a 
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distribuir justicia a los ciudadanos, no a repartir limosnas, porque, no disponiendo de bienes propios, sino de los bienes de los ciudadanos, 
no pueden disponer de ellos si no es por motivos de justicia. Esta consideración, que no creo admita duda, me parece suficiente para 
demostrar que no es obligación de un Gobierno concurrir con sus fondos a mantener las obras de beneficencia, por muy recomendables que 
sean, por sentimientos de humanidad y religión. 

Sclopis.-El Gobierrno ante todo debe ser justo; sí, pero también debe ser próvido; el Gobierno no debe tomar a su cargo establecimiento 
de caridad legal, pero debe proporcionar subsidios en ocasiones extraordinarias. En este punto, lo absoluto no es el mejor medio a emplear. 
El exclusivismo, máxime en las actuales circunstancias, podría inducir a tener que desistir del bien a muchas instituciones que se nos 
encomiendan, no sólo por la voz de la caridad, sino también por la de la prevención política. 

Sauli.-Añadiré que estas instituciones no son de simples limosnas, sino instituciones de educación moral y religiosa, a las que creo debe 
atender el Gobierno. 

Pallavicini-Mossi.-Me permito recordar al Senado, que, no ha mucho tiempo, él pensó conveniente dar una educación forzosa a los 
muchachos vagabundos de la calle; pensamiento que manifestó con el voto dado a tal efecto para un proyecto de ley presentado por el 
Ministro a la Cámara. Ahora bien, »qué se propone la petición presentada? Se propone dar educación semejante en todo a la indicada. Por 
consiguiente, si el Gobierno estaba dispuesto a sostener ((50)) esta educación, puede muy bien también ahora ayudar a los gastos 
necesarios, sin entrar en la teoría de la caridad legal. 

Sclopis.-El Gobierno lo ha hecho con ocasión de los calefactores, y ha sido recompensado con el agradecimiento de todos los 
ciudadanos. 

Presidente.-Se han hecho dos propuestas. Una la de la Comisión, que recomienda la petición de un subsidio al Gobierno; otra, la del 
caballero Senador Giulio, que opina que el Senado pase a la orden del día. Yo pongo a votación la orden del día, que debe tener 
precedencia. 

Puesta a votación la orden del día no es aprobada. 

Presidente.-Pongo a votación las conclusiones de la Comisión. 

Estas fueron aprobadas; y, por tanto, la petición de don Bosco fue mandada por el Senado al Ministro del Interior, para que se le 
proporcionara ayuda para el sostenimiento de su Institución. 

Esta deliberación de la Alta Cámara tuvo una gran importancia; 
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porque, a partir de aquel día, el Oratorio y el asilo anejo fueron tomados en consideración por el mismo Gobierno, el cual empezó, de vez 
en cuando, a manifestar complacencia, ya alabando su noble fin, ya mandándole subsidios, ya recomendándole muchachos pobres, como 
lugar seguro donde podían aprender a hacerse honrados ciudadanos, útiles a sí mismos, a la familia y al Estado. 

Hasta hubo varios diarios irreligiosos de la ciudad que, haciéndose eco del Senado, publicaron artículos en alabanza de don Bosco, y, por 
lo pronto, ya no se atrevieron a hablar mal de él. 

Pero, si don Bosco tenía motivo para alegrarse del buen efecto producido por la discusión del Senado, no se apenaba menos por las 
noticias que le llegaban de su Arzobispo. El rey Víctor Manuel le había escrito, de su puño y letra, una ((51)) carta, diciéndole que, antes 
de volver a la diócesis, debería esperar que se le llamara; y como se sabía que era poco inclinado a un gobierno constitucional, le parecía 
necesario que manifestara con una pastoral que no era contrario. Y el Arzobispo, con cartas del cuatro de marzo, anunciaba su inminente 
llegada a Turín, agradecía al clero y a los seglares las pruebas de adhesión que le habían dado, alababa su firmeza en la fe católica, y con 
palabras de elogio a la excelsa estirpe saboyana, declaraba que todos debían creerse obligados al Estatuto dado por el rey Carlos Alberto, 
puesto que su primer artículo declara textualmente: La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la única religión del Estado. 
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)


CAPITULO VI 

FIESTA DESAGRADABLE DEL ESTATUTO -EL PARLAMENTO APRUEBA LA LEY SICCARDI -MONSEÑOR FRANSONI 
VUELVE A TURIN -DOLOROSA SEMANA SANTA -LA COMUNION PASCUAL EN LOS ORATORIOS FESTIVOS 
RECUERDOS A LOS JOVENES -EL EJEMPLO DE LOS HIJOS ARRASTRA A LOS PADRES -INSULTOS AL ARZOBISPO -EL 
SENADO Y LA ABOLICION DE LAS INMUNIDADES ECLESIASTICAS -RETORNO DE PIO IX A ROMA -SE DESCUBRE UNA 
CONSPIRACION CONTRA LA VIDA DEL PAPA -VELADA-ACADEMIA EN EL ORATORIO EN HONOR DE PIO IX 

EL mes de marzo, que los buenos cristianos santificaban con la preparación a la Pascua, se entristeció aquel año con dolorosos sucesos. El 
día cuatro, aniversario de la promulgación del Estatuto, hubo una fiesta oficial en la iglesia de la Gran Madre de Dios: se celebró la santa 
misa y se cantó el tedéum. En la magnífica e inmensa plaza de Víctor Manuel, formaban los batallones de la guardia nacional y los 
Institutos masculinos de la ciudad. También se había reservado un espacio para los muchachos del Hogar de Valdocco, pero éstos no 
comparecieron. Don Bosco estaba resuelto a impedir, aun a los muchachos del Oratorio festivo, cualquier manifestación política, porque 
sabía en que iban a concluir. Le tocó industriarse de mil modos, de 1850 a 1855, para 
conseguir su intento, según afirma el canónigo Anfossi; ((53)) pero se mantuvo siempre firme, y salió bien de ello. 

Efectivamente, aquel mismo día, cuatro de marzo, el desenfreno anticlerical de la chusma por plazas y calles contra los sacerdotes, y los 
insultos, bajo las ventanas del Legado Pontificio monseñor Antonucci, fueron muy tristes. Con amenazas obligaron a propietarios e 
inquilinos a engalanar las casas con banderas; y, con pedradas a las ventanas, lograron una «espontánea» y general iluminación. 

Entretanto se terminaba en el Parlamento la discusión que quitaba al clero el privilegio del foro. Los mejores oradores de la Cámara 
combatían tal designio, pero la mayor parte de los diputados, hombres sin fe y sin religión, se preocupaban muy poco de los derechos y 
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deberes religiosos. Respondían a las razones de los católicos con alborotos, risas, murmullos de desaprobación y aplaudían los violentos 
discursos de Brofferio y compadraje. Y el nueve de marzo aprobaban el proyecto por ciento treinta votos contra veintiséis. Nada valieron 
las enérgicas reclamaciones del Cardenal Antonelli, del Nuncio y de los Obispos, y de los diarios católicos, para que no se perjudicasen los 
derechos públicos de la Iglesia y se respetara el primer artículo del Estatuto. El periódico Armonía fue secuestrado y condenado; los 
predicadores cuaresmales amenazados y molestados, y echado de Turín el de San Dámaso. Se prohibía al clero elevar instancias contra la 
abolición de este privilegio y se alentaban las de los seglares en favor de la ley. La Gaceta del Pueblo, dueña de la calle y consejera del 
Parlamento, juntamente con otros periódicos liberales, se burlaba rabiosamente de los senadores y diputados mantenedores de la justicia. 

En medio de esta difícil situación, el quince de marzo, volvía finalmente a Turín monseñor Fransoni, se establecía en el palacio 
arzobispal ((54)) y se presentaba a saludar al Soberano en su palacio. 
Pero Víctor Manuel le recibió con frialdad y un tanto resentido. 

El veinticinco era jueves santo. Aquella mañana dijo don Bosco a don Juan Giacomelli: 

-Vamos a la catedral, a ver si hay novedades. 

Fueron y asistieron a la consagración de los santos óleos. En la plaza, cerca del coche de su Excelencia, estaba el gerente del diario 
católico La Campana, con algunos de los muchachos más robustos de Valdocco, dispuestos a cualquier contingencia si insultaban al 
Arzobispo. Con todo, le silbaron mientras volvía de la Catedral al palacio. El viernes santo recibió la misma ofensa por las calles. Fue 
respetado el sábado, al ir y volver de la Capilla Real, donde administró la comunión pascual al Rey y a su familia. 

Y, mientras en el centro de Turín había alborotos e insultaban a monseñor Fransoni, en la periferia de la ciudad, en los tres Oratorios de 
Puerta Nueva, Vanchiglia y Valdocco, casi dos mil muchachos del pueblo, bien instruidos en el catecismo y después de tres días de plática 
y una buena confesión, se acercaban a la mesa eucarística, para cumplir con Pascua. Muchos recibían la santa comunión por vez primera. 

Don Bosco había hecho imprimir al tipógrafo Paravía seis mil ejemplares para distribuir a sus queridos alumnos. En ellos se leía: 
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«Tres recuerdos a los jóvenes para conservar el fruto de la comunión pascual. 

«Queridos jóvenes, si queréis conservar el fruto de la Santa Comunión que habéis recibido en esta Pascua, practicad estos tres avisos. 
Serán la alegría de vuestro corazón y la felicidad de vuestra alma. 

»1º Santificad el día festivo, no dejando nunca de asistir devotamente a la santa misa y a la palabra de Dios, esto es, al sermón, la 
instrucción y el catecismo. 

((55)) »2º Huid de los malos compañeros como de la peste, esto es, manteneos alejados de los jóvenes que blasfeman o profieren el santo 
nombre de Dios en vano; que hacen o hablan de cosas deshonestas. Huid también de los que hablan mal de nuestra santa Religión, critican 
a los ministros sagrados, y sobre todo al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo. Lo mismo que el que censura la conducta de su padre es 
un mal hijo, así que el que censura al Papa, padre de los cristianos extendidos por todo el mundo, es un mal cristiano. 

»3º Acercaos con frecuencia al sacramento de la penitencia. No dejéis pasar un mes sin confesaros y comulgad según el consejo del 
confesor. 

»Después de la comunión deteneos cuanto podáis para dar gracias al Señor y pedirle la gracia de no morir en pecado mortal. 

»Un solo Dios: si está contra mí, »quién me salvará? 

»Una sola alma: si la pierdo, »qué será de mí? 

»Un solo pecado mortal merece el infierno: »qué será de mí, si muriese en tal estado? 

»Esta verdad esté siempre contigo: 

El mundo es falso, Dios es buen amigo». 

Pero no eran solamente los muchachos los beneficiarios de la caridad apostólica de don Bosco; muchos de sus padres acudían también al 
Oratorio para arreglar con Dios las cuentas de su conciencia, descuidadas hacía años. Observaban que, a medida que adelantaba la 
cuaresma, la enseñanza del catecismo llevaba a sus casas más respeto y más obediencia. Preguntaban a sus hijos y les oían contar lo que 
don Bosco les recomendaba, a saber: docilidad y amor a los padres y obligación ((56)) de rezar por ellos, porque así lo quiere Dios, y 
porque hay que agradecer los muchos trabajos que sobrellevan por la familia. Estas enseñanzas les inspiraban simpatía y estima del 
sacerdote. 
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Cuando veían a sus hijos, la tarde de la confesión, llegar a casa, tan alegres, se disipaba todo prejuicio contra el sacramento de la 
penitencia, al conocer la felicidad de una conciencia tranquila. Y cuando los tenían ante sí, impulsados por el consejo de don Bosco, 
pidiéndoles perdón de los disgustos ocasionados en el pasado y prometiendo obediencia en todo para el porvenir, se despertaba en sus 
conciencias el remordimiento, recordando los ejemplos menos buenos que les habían dado, y profundamente conmovidos los abrazaban. 

Muchos, el día de la primera comunión, invitados también por don Bosco, los acompañaban al Oratorio, y al observar su compostura en 
la iglesia, sus rostros resplandecientes y hermosos como los de los ángeles, cuando volvían del altar, sentían despertar en su corazón algo 
inconcebible, envidiaban la alegría del hijo, y sus ojos se arrasaban de lágrimas, recordando los años de su inocencia. Aquel día no 
aparecían por la taberna; tenían la mesa puesta en su casa y disfrutaban de la vida familiar y de la felicidad de una alma tranquila y amada. 
Y empezaban a experimentar repugnancia por desórdenes que muchas veces les habían ocasionado amarguras; una saludable melancolía 
les obligaba a reflexionar; se entablaba en su corazón la lucha entre el bien y el 
mal, y triunfaba la gracia del Señor por la eficacia de las oraciones de sus hijos. 

Unos iban a la capilla a esperar que don Bosco llegara al coro, otros se presentaban a él en la sacristía después de celebrar la santa misa, 
algunos subían a su habitación, ya entrada la noche, para que nadie les estorbara. Y don Bosco, que sólo con verlos entendía lo que 
querían, ((57)) los recibía con rostro alegre, los invitaba a arrodillarse y los confesaba. 

Así lo hacían. Y volvían contentos y felices a su casa para ser en adelante el consuelo de sus familias. Desde aquel día rezaban con los 
suyos por la mañana y por la noche, asistían los domingos a las funciones sagradas, frecuentaban la confesión y comunión, y, de vez en 
cuando, iban al Oratorio a pasar la tarde en agradable recreo. 

Era éste otro de los grandes beneficios que proporcionaban a Turín los Oratorios festivos. 

Pero, si don Bosco veía coronados sus trabajos con frutos tan hermosos, el corazón del buen Arzobispoo recibía nuevas heridas el 
domingo de Pascua. Al salir por la puerta principal de la Catedral, a pesar de que dos filas de carabineros le escoltaban hasta el coche y de 
que estaban allí formados un escuadrón de caballería y un batallón de la guardia nacional, fue acogido con una furiosa tempestad de 
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silbidos, gritos y amenazas, que ahogaban las vivas, aplausos y demás expresiones de respeto del público católico. Estaban entre estos 
valientes los muchachos mayores y más fieles del Oratorio de san Francisco de Sales, enviados por don Bosco, unas horas antes, para que, 
si no podían hacer más, al menos aplaudieran. Nos dio testimonio de ello el teólogo Félix Reviglio. El sabía el insulto sacrílego que 
preparaban aquellos facinerosos. En efecto, se lanzaron contra el coche, golpearon con los puños los cristales e intentaron cortar los tirantes 
del carruaje. Y las tropas miraban impasibles. Afortunadamente el Arzobispo se vio libre de aquel gran peligro, gracias a la sagacidad 
((58)) del cochero, que arreó unos fuertes latigazos a las manos y las orejas de aquellos granujas con lo que impidió el corte de los tirantes 
y echó a andar a los caballos. 

A toda costa se quería obligar a monseñor Fransoni a alejarse de Turín. En efecto, el Senado debía decidir acerca de las Inmunidades 
Eclesiásticas, y el ocho de abril se aprobaba la ley con la oposición de veintinueve senadores sobre ochenta. Por la tarde de aquel día y 
varios más, una turba de patriotas emigrados, amparados por el Gobierno, y mozalbetes pagados e instigados por los agitadores, que ya 
habían silbado al obispo de Chambery camino del Senado, recorrían las calles de la ciudad, maldiciendo al clero y gritando: íViva Siccardi 
Lo peor de la algazara lo dejaron para el palacio arzobispal. A los gritos de abajo el Arzobispo, abajo la Curia, abajo el Delegado 
Pontificio, rompieron a pedradas muchos vidrios de las ventanas e intentaron descerrajar la puerta principal. Para poner fin a la salvaje 
demostración, acudieron soldados de infantería y de caballería. 

El día nueve sancionaba su Majestad la ley, que, entre otras odiosas disposiciones, sometía obispos y sacerdotes a los tribunales civiles. 
El Nuncio Apostólico pidió los pasaportes, despidióse del Rey, y el doce partía para Roma. 

En las secretas intenciones de las sectas ya se contaba con la desautorización del episcopado y la rebelión del clero. Esperaban que los 
sacerdotes y párrocos rurales quebrantarían la disciplina y se formaría un clero civil, un clero pagado y al servicio del Estado. Pero la 
Iglesia debía resplandecer con nuevo fulgor; nuevos ejemplos de sacrificio, de generosidad y de firmeza florecieron en el clero y los 
seglares. 

Un hecho providencial alivió el dolor de los católicos y llenó de alegría sus corazones: la vuelta de Pío IX a Roma. Una vez que los 
franceses liberaron ((59)) la capital del mundo católico de manos de los republicanos, y transcurrido algún tiempo para reorganizar un 
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poco las cosas, transtornadas por los rebeldes, el desterrado Pontífice se determinaba a volver entre su querido pueblo, que lo esperaba con 
ansias. Dirigióse, pues, de Gaeta a Pórtici y Nápoles, desde donde, el cuatro de abril, se encaminó a Roma. El viaje duró ocho días, que 
fueron ocho días de triunfo. El día doce entraba en la santa ciudad, entre preparativos, fiestas y aclamaciones cordiales y esplendorosas, 
que ningún Soberano y tal vez ningún Papa había recibido hasta entonces. Y no sólo Roma, el mundo entero lo celebró. Por su parte, 
cuando los muchachos del Oratorio supieron por don Bosco el fausto acontecimiento, experimentaron tan gran alegría que derramaban 
lágrimas de gozo. 

Don Bosco, que recibió de Roma la narración detallada del memorable viaje, procuró que fuese publicada por Armonía, que reprodujo 
los artículos del Osservatore Romano. Monseñor Fransoni mandó que en todas las iglesias de la Archidiócesis (y naturalmente, en el 
Oratorio de Valdocco) se rindiera acción de gracias a la Divina Providencia, con sincera alegría y vivo agradecimiento, durante ocho días. 

Pero no todos los favores, concedidos por el Señor para conservar al Pontífice eran conocidos entonces. Estaba todavía el Papa en Gaeta, 
cuando un grupo de anarquistas y republicanos, inspirados por Mazzini, había decidido en Ginebra asesinar al Papa por medio de cuatro 
asesinos disfrazados de sacerdotes. La policía de París lo comunicó al Gabinete de Turín, y el abogado Juan Bautista Gal, empleado del 
Ministerio de Asuntos Exteriores, que recibía aquellos despachos, se lo dijo confidencialmente a don José Cafasso; y, tal vez, don Bosco 
estuvo en el secreto, ya que el mismo abogado nos manifestaba en 1890 la gran confianza que tenía también con él desde 1841. 

((60)) Don José Cafasso escribió enseguida a Gaeta y el intento quedó descubierto 1 pero se mantuvo en secreto hasta 1898, cuando 
murió el abogado Gal. El hecho es auténtico y se pueden encontrar las pruebas en la correspondencia y notas diplomáticas del ministerio de 
Asuntos Exteriores. 

Por todo esto quiso don Bosco manifestar solemnemente su afecto al Papa. Publicóse por aquellos días en Roma una oda estupenda para 
celebrar este hecho memorando: Don Bosco se la explicó a los muchachos y la hizo declamar varias veces en diversas veladas. Nos parece 
conveniente enriquecer nuestras páginas con ella. 

1 Italia Real -Correo Nacional 18-19 mayo 1898. 
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Hela aquí: 2 

Ei ritorn\_... di Roma Por fin volvió... De Roma
S'eleva fino al ciel plaudente grido... Nuestro aplauso hasta el cielo se levanta..
.
Il Tevere orgoglioso El Tíber orgulloso
Al mar vicino rivolgendo I'onde Dando al mar el estruendo de sus ondas:
Ei ritorn\_... risponde... Por fin volvió..,responde..
.
Il Tago, il Gariglian, la Senna, il Reno El Tajo, el Garellano, el Rin, el Sena
La fronte innalzan dal nativo seno; Alzan su frente del nativo seno;
E i lieti accenti repitendo a gara Voces gozosas cantan a porfía
Dall'uno all'altro polo Del uno al otro polo
Un eco, un eco solo Un eco, un eco solo
Annunzia al mondo intiero: Anuncia al mundo entero:
Ritorn\_ a Roma il Succesor di Piero! íRetorno a Roma el Sucesor de Pedro!


Non di catene cinti No hay siervos con cadenas 
Miseri schiavi ingombrano la via, Cubriendo esclavizados el camino... 
Il trionfal carro seguitando vinti... Tras el carro triunfal del vencedor... 
Un Angelo del Cielo lo precede: Un ángel de los cielos lo precede 
Intorno van, facendogli corona, Y, en torno, van haciéndole corona, 
La carità, la fede, La caridad, la fe, 
La speranza divina, La divina esperanza 
Che come eterna pianta Que cual eterna planta 
Nacque a piè della Croce Sacrosanta! íBrotó del mismo pie de la Cruz santa! 
((61)) ((61)) 
Silenzio!... Udite!... Il religioso íSilencio...! íOíd...! El canto religioso canto 
Nell'antica Basilica risuona, En la antigua Basílica resuena 
Qual doce mormorio, Cual suave murmullo 
Che fanno degli Arcangeli le piume, Nacido de las plumas de los ángeles 
Quando il trono circondano d'Iddio! Cuando cercan el trono del Señor. 
Tace il concorso inmenso. Calla el concurso inmenso. 
Il Pontifice Augusto, El Pontífice Augusto 
Fra nuvole d'incenso, Entre nubes de incienso, 
Umido il ciglio, timido cammina, Sumido en llanto, tímido camina 
E di Pietro alla tomba s'avvicina... Y de Pedro a la tumba se avecina. 
La triplice corona, Y la triple corona 
Che leggi al'orbe impone, Que al orbe ley impone 
Dell'ara al piè depone; Del ara al pie depone; 
La sacra fronte inchina, La augusta frente inclina, 

2 La traducción castellana es tal y como se pueden traducir los versos, si se quiere conservar el original (N. del T.). 

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Mentre del sole un ragio, Mientras del sol un rayo 
Per la cupola inmensa penetrando, Por la cúpula inmensa 
Qual iride de pace e di speranza, Tal un iris de paz y de 
Al voto aggiunge maestà divina! al rostro añade majestad 
penetrando, 
esperanza, 
divina. 
Salve, Eletto di Dio! íSalve, salve de Dios el 
Salve, dell'almo Ciel sublime dono! íSalve, del alto Cielo 
Salve, clemente, pio, íSalve, clemente y pío! 
Sereno contrastando il fatto rio, Contrastando sereno al 
Pi¨ grande ancor che sull'eccelso íMás grande eres aún que 
elegido! 
don sublime! 
acto impío, 
en trono excelso! 
Vieni, o Padre! Dall'alto Vaticano íVen, oh Padre! Del alto 
Tendi la sacra mano... Tiende la sacra mano... 
Vaticano 
In umile contegno En humilde actitud, la 
La terra aspetta il venerando Tu bendición espera; 
segno; 
E di Sionne il cantico intonando, Y de Sión el cántico 
Ripeta il mondo intiero: Repita el mundo entero: 
Ritorn\_ a Roma il Successor íRetornó a Roma el 
di Piero! Sucesor de Pedro! 
57 
tierra entera 
entonando, 

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((62)
)


CAPITULO VII


MONSEÑOR FRANSONI PRISIONERO EN LA CIUDADELA DE LA CIUDAD -LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO VISITAN 
AL ARZOBISPO -SUSCRIPCION PARA UN BACULO PASTORAL -MONSEÑOR FRANSONI Y DON BOSCO EN PIANEZZA 
NUEVA SOCIEDAD DE APOSTOLADO EN EL CLERO -FUNDACION DE LAS CONFERENCIAS DE SAN VICENTE DE PAUL 
EN TURIN -DON BOSCO Y LAS CONFERENCIAS 

SE habían preparado nuevas amarguras para el Arzobispo de Turín. El intrépido sucesor de San Máximo, cumpliendo con prudente valor 
su apostólico ministerio, y sin aludir a los que habían votado y aprobado la ley de Siccardi, escribía el 15 de abril a los párrocos de la 
diócesis una pastoral secreta, que debían comunicar a todos los sacerdotes de sus parroquias. Daba en ella normas precisas de conducta al 
clero para que no se toparan con la nueva ley, que no podía dispensarles de sus obligaciones, y así conservar a salvo la conciencia; al 
mismo tiempo les ordenaba que, en el caso de ser citados, no comparecieran ante el juez sin permiso del Superior Eclesiástico. 

Pero la policía sospechó, hizo que los alcaldes espiaran si el clero había recibido de los Obispos instrucciones contrarias a la ley sobre 
inmunidades y llegó muy pronto a conocer ((63)) la carta de monseñor Fransoni. En consecuencia, el 21 de abril, la secuestraba en la 
imprenta Botta, en las oficinas postales y en el palacio arzobispal, dando órdenes para registrar el mismo gabinete de estudio del 
Arzobispo. 

No se tardó en citar a monseñor Fransoni ante el tribunal civil para dar cuentas de su pastoral; él respondió que pediría permiso al Papa, y 
que si éste llegaba, se presentaría. Los jueces no consideraron satisfactoria la razón. Fue condenado, por ausencia, a quientas liras de multa 
y un mes de cárcel, y el cuatro de mayo, fiesta de la Sabana Santa de Turín, a la una de la tarde, fue conducido a purgar la condena en la 
ciudadela de la ciudad. 

Es indescriptible la pena que experimentaron todos los buenos al enterarse del hecho; muchos lloraron amargamente: los alumnos de 
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don Bosco entre ellos porque amaban al Arzobispo como a su protector y padre. El mismo comandante de la fortaleza, conde Viallardi, al 
recibirlo no pudo contener las lágrimas, y el comandante general Imperor le cedió su propia vivienda. Aquella misma tarde, por cortesía de 
comandante, Monseñor pudo recibir las condolencias de una comisión del Cabildo Metropolitano, y en los días sucesivos, pudieron llegar a 
él muchos personajes de la nobleza turinesa y del clero. 

Don Bosco fue uno de los primeros, y dispuso, además, que varios en representación de sus muchachos fueran a consolar al venerado 
prisionero. Fueron Félix Reviglio y otro compañero, y al volver a casa, contaban que habían atravesado dos o tres patios cercados de 
murallas con centinelas y guardias a cada paso, y que al fin llegaron hasta el generoso defensor de los derechos de la Iglesia. Monseñor 
Fransoni recibió bondadosamente en el departamento que se le había destinado, los homenajes que le presentaban en nombre de don 
Bosco, y regaló un rosario a cada uno. 

((64)) Unos días más tarde fueron a la ciudadela cinco muchachos del Oratorio. Bellisio y tres más quedaron detenidos en el último patio 
al aire libre por los soldados que custodiaban las estancias de antesala. Sólo dejaron pasar a Ritner, el joyero: al salir, profundamente 
conmovido, entregaba a los compañeros cuatro rosarios de cuentas azules, obsequio del santo Arzobispo. Bellisio, que había entrado en el 
Oratorio aquel año, conservaba todavía cuidadosamente en 1902 el precioso rosario y lo empleaba para rezar. 

El Vicario General ordenó oraciones públicas en todas las iglesias de la Archidiócesis, y seguían las demostraciones de afecto y estima al 
Arzobispo. 

El 27 de mayo de 1850 invitaba Armonía a los piamonteses a ofrecer un báculo pastoral a monseñor Fransoni. Los más distinguidos del 
clero y de los seglares respondieron gustosos a la propuesta. Los sectarios se llenaron de indignación. Y cuando Armonía publicaba los 
nombres de los suscriptores, ellos los reimprimían y los hacían vender por la ciudad, a través de los golfillos que gritaban a voz en cuello: 
«Lista de los reaccionarios y retrógados». Por su parte La Gaceta del Pueblo, con palabras soeces, injuriaba a los que promovían el 
testimonio de afecto, entre ellos al canónigo Gastaldi, pero no pudo impedir que se recogieran rápidamente más de ocho mil liras; se 
obtuvo un báculo precioso aún artísticamente. El nombre de don Juan Bosco apareció el diez de junio en la primera lista de donantes, con 
la oferta de cinco liras. 
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El dos de junio, que era domingo, se cumplían los treinta días de la sentencia; muy de mañana fue puesto en libertad monseñor Fransoni. 
Dijo él aquel día: 

-íOtra vez no me llevarán a la ciudadela, sino a Fenestrelle! 

Estuvo unos días en Turín y se retiró a Pianezza ((65)) para descansar del ajetreo ocasionado con estas vicisitudes. 

Don Bosco fue allá para escuchar su juicio definitivo sobre el método empleado en la dirección del Oratorio, y saber si podía ser una 
especie de pauta o fundamento de las reglas de una sociedad religiosa; y, al mismo tiempo, recibir sus palabras de aliento y apoyo. 

Monseñor aprobó las ideas de don Bosco y añadió: 

-Quisiera prestaros mi apoyo, pero, como veis, yo mismo no estoy seguro del mañana. Haced lo que podáis; seguid valientemente la obra 
emprendida; os doy todas mis facultades, os doy mi bendición, os doy todo lo que puedo. Una sola cosa no puedo daros, esto es, libraros 
de las dificultades que podrán sobreveniros. 

Pero el encarcelamiento del Arzobispo fue aliviado por dos acontecimientos, que debían proporcionar inestimables bienes a las almas. 

A principios de aquel año se fundaba, entre los sacerdotes más celosos que se reunían en las conferencias espirituales semanales, que se 
celebraban en la iglesia del Cottolengo, una especie de sociedad, que tomaba el nombre de San Vicente de Paúl, y se reunía en una sala del 
Seminario. Participaban en esas reuniones hombres de mucha ciencia y santidad: el canónigo Vogliotti, el teólogo Borel, el teólogo Luis 
Anglesio, rector de la Pequeña Casa, don José Cafasso, el teólogo Vola, el señor Durando, Superior de los sacerdotes de la Misión, el 
canónigo Eugenio Galetti, el profesor de Historia Eclesiástica Francisco Barone, el canónigo Bottino, los sacerdotes Ponsati, Destefanis, 
Cocchi y nuestro don Bosco. El teólogo Roberto Murialdo era el secretario de la Sociedad. Estos activos eclesiásticos estudiaban medios 
más eficaces para enfervorizar a los sacerdotes en la práctica de sus deberes, y promovían una ((66)) intensa acción católica. Se 
preocupaban especialmente de la catequesis, un tanto descuidada entonces en las parroquias, y ponían particular empeño en promover la 
instrucción religiosa en los dos suburbios de San Salvario y San Donato, en aquellos años bastante alejados del centro de la ciudad y casi 
abandonados. Se buscaban 
predicadores para las misiones, cuando era necesario, y suministraban catequistas para los Oratorios festivos, que reconocían eran muy 
necesarios en aquel momento. Ponían los cimientos de varias asociaciones entre las cuales 
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estaba la sociedad contra la blasfemia, contra la profanación de las fiestas, y la edición de buenos libros contra la propaganda valdense. 
Iniciaban las lecciones de catecismo en los correccionales y en la Generala, paradero de tantos muchachos díscolos. 

Don Bosco era tan asiduo como podía a estas reuniones. En el discurso de nuestra narración se vera evidentemente que era miembro 
celoso en secundar todas las obras propuestas o ya iniciadas, sin excluir ninguna. 

Al mismo tiempo, unos buenos cristianos seglares se organizaban y formaban una especie de legión sagrada al lado del clero: el trece de 
mayo se fundaba en Turín la primera Conferencia de San Vicente de Paúl, de acuerdo con las instituidas por Ozanam en Francia el 1833. 
Llegó desde Génova el conde Roque Bianchi, presidente de la primera Conferencia genovesa fundada en 1846, ya que por su instigación 
comenzaba en Turín obra tan provechosa. Don Bosco le había apoyado con sus consejos después que el Conde había promovido otras 
conferencias en Italia. La inauguración tuvo lugar en la sacristía de la iglesia parroquial de los Santos Mártires. Los socios fundadores 
fueron siete: don Bautista Bruno, cura párroco de los Santos Mártires, el padre Andrés Barrera, sacerdote doctrinario, el marqués Domingo 
del Carretto de Balestrino, el abogado Francisco Luis Rossi, el caballero Luis ((67)) Ripa de Meana, coronel retirado, el ingeniero Guido 
Goano, y el conde Roque Bianchi. Don Bosco fue invitado y ocupó el puesto de honor. La conferencia se reunió en nombre de Dios y se 
puso bajo los extraordinarios auspicios de María Inmaculada y el patrocino de los Santos Solutor, Adventor y Octavio. El abogado Rossi 
fue elegido presidente. Aceptaron ser primeros socios de honor S. E. monseñor Luis Fransoni, Silvio Péllico y don Bosco, el cual asistía en 
los comienzos a las conferencias y fue siempre socio de honor, amigo y venerado protector. La Obra de San Vicente fue desarrollándose 
despacio, pero con perseverante constancia. Las visitas que hacían los socios a los míseros y, frecuentemente, sucios tugurios de los 
pobres, con socorros materiales, consejos, consuelos y amonestaciones, eran otras tantas apariciones de ángeles que llevaban salud y paz. 
Daban instrucción 
religiosa, cristianizaban uniones ilegítimas. Se lanzaron a practicar obras de caridad sin tener más que veinticuatro liras con quince 
céntimos; empezaron a visitar a los pobres y distribuir socorros después de la tercera reunión, tenida el 26 de mayo de 1850. Sus primeras 
bienhechoras fueron las augustas y piadosas reinas María Teresa y María Adelaida y la marquesa de Barolo. 
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La Conferencia de los Santos Mártires fue agregada a la Sociedad del Consejo General residente en París, el 1º de septiembre de 1850. 
En 1853 llegaban a sesenta y tres los miembros activos y a treinta y cinco los honorarios, por lo que se formaron en la ciudad cuatro 
Conferencias distintas, y el 15 de septiembre fue elegido primer presidente del Consejo Particular el conde Cays, que había sido miembro 
celosísimo. En 1856 había en Turín once Conferencias y diecinueve fuera de la ciudad, y el Consejo General de París instituyó un Consejo 
Superior para todo el Piamonte, del que fue presidente, hasta 1868, el conde Cays. 

((68)) Don Bosco, que tanta parte tuvo en la fundación de la primera Conferencia, también la tuvo en la de otras, a las que protegió y 
ayudó de mil modos, especialmente cuando surgieron fuertes contradicciones contra ellas. Sostenía íntima relación con la benéfica 
Sociedad, y ponía bajo su protección a los jóvenes salidos de la cárcel que él había hecho volver al buen camino. Aún más, algunos 
miembros de la Sociedad de San Vicente se unieron a él, dentro de un protectorado legalmente constituido, destinado a vigilar eficazmente 
y educar a los jóvenes corrigendos, puestos en libertad por la Comisaría de Policía. 

Don Bosco les recomendaba además que amasen con amor de padres a los hijos de los pobrecitos a quienes visitaban, y ellos, generosos, 
ayudaban a la erección de oratorios festivos, promovían las catequesis y las escuelas. No es posible contar los servicios que prestaron a la 
Patria y a la Iglesia. Casi llegaron a cien mil los jovencitos que atendieron en cincuenta años. 

Durante muchos años asistía don Bosco a la reunión general de las conferencias, que se celebraba solemnemente en diciembre, en la 
iglesia de los Mártires, o en la de los Mercaderes, y siempre tomaba la palabra. Conocía a fondo el espíritu de San Vicente de Paúl y 
exponía sus ejemplos y sus máximas. A veces, trataba de la obligación de la limosna, de la manera de hacerla y del premio preparado por e 
Señor; otras, demostraba cómo la fe sin obras no vale nada, y que es necesario cortar hacer el bien mientras tenemos tiempo. Algunas 
exhortaciones dirigidas a los socios giraban sobre la necesidad de formarse un carácter cristiano y religioso, de modo que las palabras y las 
acciones estén siempre reguladas por las máximas del Evangelio, y sobre la importancia de emplear afabilidad y dulzura a la hora de 
aconsejar en religión; otras veces se refería a los pobrecitos visitados y ((69)) socorridos, inculcando se les recordara que la Divina 
Providencia, invocada, acude maravillosamente en ayuda de sus amigos 
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que padecen; y la promesa infalible del Señor de que el que sufre resignado con Jesucristo, tendrá parte para siempre en su gloria. 

Sus palabras producían un efecto admirable, pues las personas de toda clase y condición, lo mismo del clero que seglares, le 
consideraban como un hombre totalmente de Dios, y muchos socios de las Conferencias iban a porfía también para socorrer sus obras. 

Pero llegó por fin un día en que ya no se oyó su voz en aquellas reuniones. En los últimos años de su vida se retiró y no apareció más. 
Había cumplido su misión, y ya no se necesitaba su labor. Las Conferencias de San Vicente prosperaban maravillosamente. En efecto, en 
1900 eran diecisiete en Turín y treinta y una en Piamonte. En cincuenta años habían visitado más de cuarenta mil pobres y les habían 
suministrado en limosnas un millón y medio de liras. Don Juan Bautista Francesia preguntó un día a don Bosco por qué no iba ya a las 
conferencias generales, contando allí con tantos amigos, y recibió esta respuesta: 

-Ya no tengo nada que hacer allí. Ahora sería ir para hacer número. 

Rehuía los aplausos con los que seguramente hubiera sido recibido. 

Pero sus queridos amigos y bienhechores no le olvidaron, por cierto: el 6 de mayo de 1900 se reunían cuatrocientos socios de la Sociedad 
de San Vicente de Paúl en la casa salesiana de Valsálice, para asistir a una devota función religiosa junto a la tumba de don Juan Bosco. 
Conmemoraban el quincuagésimo aniversario de la institución de las Conferencias en Turín y en Piamonte. S. E. el Cardenal Richelmy 
celebraba la santa misa y distribuía el Pan Eucarístico. Los representantes de las Conferencias eran ((70)) en su mayoría obreros y 
agricultores. Se reunieron los socios en una sala de Valsálice para la asamblea plenaria y luego se sentaron juntos a la mesa en alegre 
ágape. Se ensalzó repetidamente a don Bosco, cuyos restos mortales debieron regocijarse en medio de aquel triunfo de la caridad. 

Todas las frases de este capítulo las hemos recogido de los relatos oficiales de las Conferencias, o de noticias impresas, manuscritas y 
orales, de los socios de la Obra de San Vicente, y también de varios antiguos alumnos, que fueron testigos, y nos refirieron cuanto hemos 
expuesto. 
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((71)) 

CAPITULO VIII 

FIESTAS Y CANCIONES EN EL ORATORIO -DECADENCIA DE LOS ANTIGUOS GREMIOS -SOCIEDADES OBRERAS Y 
RELIGIOSAS -SOCIEDAD DE SOCORROS MUTUOS FUNDADA POR DON BOSCO -SU REGLAMENTO -GUERRA CONTRA 
ESTA SOCIEDAD -BIENES PRODUCIDOS POR ELLA -LAS CLASES OBRERAS: ASPIRACIONES, NECESIDADES, 
SEDUCCIONES Y ACCION CATOLICA 

LAS fiestas de San Luis y de San Juan Bautista se celebraban en el Oratorio con gran solemnidad desde sus comienzos: resonaban por los 
patios los himnos a don Bosco, y llegó hasta nosotros el eco de las antiguas canciones que se siguieron repitiendo durante muchos años. 
Son versos vulgares, pero nos resultan tan agradables como los que más tarde escribieron hábiles poetas inspirados por las musas. Por 
miedo de que se pasen al olvido, honramos nuestras pobres páginas, con la hermosura de los caros sentimientos de nuestros antiguos 
compañeros. 

Mostremos en este día
Corazón agradecido
A don Bosco, nuestro guía
Por todo el bien recibido.
Con trompetas y campana
Nuestra fiesta pregonad;
A las gentes más cercanas
Con nosotros invitad.


Y lancemos este grito:
Es don Bosco clara luz,
Providente, que ilumina
A inexperta juventud.
El ayuda al padre pobre,
Da a su hijo pan y abrigo
Y le conduce consigo
Camino de la virtud.


((72)) 

Todos los necesitados
Vuestros himnos entonad


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Y entre sones acordados
Este día celebrad.


Ante Dios arrodillados
De corazón supliquemos
Que por años prolongados
Nos lo quiera conservar.


Don Bosco correspondía al cariño de sus muchachos con una nueva muestra de su amor; para juzgar de su importancia hay que 
retroceder unos años. 

En 1847 existían todavía en Turín restos medievales de las antiguas universidades: gremios de las artes, oficios y profesiones con sus 
correspondientes hermandades, y un sacerdote como moderador. Cuidaban las hermandades del alma de los socios, facilitándoles el 
cumplimiento de sus deberes religiosos. Las universidades, de lo temporal, preocupándose de la instrucción de los aprendices, buscando 
trabajo, estableciendo cajas de ahorro, atendiendo a los enfermos, asistiendo a los ancianos, a las 
viudas, a los huérfanos, fijando la pensión para los muchachos tomados a todo servicio precaviendo al público contra los fraudes de 
artesanos y negociantes, procurando fondos para las funciones de sus magníficos oratorios. 

Pero el espíritu liberal no tardó en contaminar la mayor parte de estas asociaciones, quitándoles el carácter religioso del pasado, y 
sustrayéndoles a la dependencia de las autoridades eclesiásticas. Más aún, viose en ellas con frecuencia que los miembros andaban como 
divididos en dos categorías: una, la de los liberales, que administraban el patrimonio y las obras de caridad, y otra, la de los hermanos 
católicos, que vestían el hábito y asistían a los oficios religiosos. 

Juntamente con la decadencia, hija del mal espíritu de estas asociaciones, iban apareciendo varias asociaciones inspiradas por la 
masonería, las cuales, bajo el disfraz ((73)) de la caridad o filantropía, ocultaban el torcido propósito de pervertir en sus 
reuniones las ideas políticas y religiosas de los socios. 

En ellas se contaban fábulas contra la Iglesia Católica, se inventaban, publicaban y difundían historietas infamantes contra obispos, 
sacerdotes y religiosos, sin perdonar ocasión para ponerlos sobre ojos ante el pueblo. Parte de éste quedó, en poco tiempo, tan pervertido 
de ideas y tan mal impresionado, que un sacerdote ya no andaba seguro por las calles de la misma cultísima ciudad de Turín. 

Una de estas asociaciones fue la llamada Sociedad de los Obreros. Algunos de los que ya se habían alistado en ella no tardaron en 
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Fin de Página 65 


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darse cuenta de que habían metido el pie en una trampa, y se dieron prisa para sacarlo a tiempo; pero muchos, por desgracia, siguieron en 
ella y muy pronto naufragaron miserablemente sus costumbres y su fe. Los buenos católicos no se habían preocupado todavía de 
conquistarse a los obreros, empezando a proteger sus intereses, porque, hasta hacía pocos años, los amparaban los gremios. 

Por esto don Bosco, después de haber organizado con la Compañía de San Luis una hermandad, se dio cuenta de que ésta no bastaba de 
por sí para unir a los obreros, y que era necesario atraerlos con alguna ventaja material. Entonces, para evitar que los externos del Oratorio 
quisieran inscribirse en sociedades peligrosas, proyectó don Bosco establecer una entre ellos, que se preocupara del bienestar material de 
sus miembros, mas sin estar ajena a su bien espiritual. A tal fin pensó imponer a los socios la condición de estar previamente inscritos en la 
Compañía de San Luis, en la cual se inculcaba la práctica de recibir los sacramentos cada quince días. Empezó, pues, a ((74)) hablar de ello 
con los mayores, les explicó el fin, las ventajas y las condiciones, y su proyecto fue acogido con unánime aplauso. Luego les propuso que 
una comisión de entre ellos tomara la iniciativa, y lo aceptaron. 

La asociación quedó inaugurada en la capilla, el primero de julio de 1850, con el título de Sociedad de Socorros Mutuos y cumplió a 
maravilla el fin prefijado. Aquí se ve cómo la primera simiente de las innumerables Sociedades o Uniones de Obreros Católicos, que en 
estos últimos años aparecieron por muchas ciudades de Italia, fue arrojada por el mismo don Bosco entre los jóvenes de su Oratorio. Me 
parece útil presentar aquí su reglamento, para memoria del hecho y como norma de quien quisiera 
instituirla en otra parte, con las modificaciones y añadiduras que los tiempos y las personas requieren. 

Precedía al reglamento una Advertencia, con la firma de don Bosco: 

«Queridos jóvenes, he aquí un reglamento para vuestra Sociedad. El os servirá de norma, para que la Sociedad se desenvuelva con orden 
y provecho. No puedo dejar de alabar, y alabo, vuestro empeño y vuestra diligencia en promoverla. Ella es verdadera prudencia. Depositáis 
cada semana cinco céntimos, que se gastan casi sin pensarlo, pero que os producen bastante, si os encontráis necesitados. Tenéis, por tanto 
toda mi aprobación. 

»Sólo os recomiendo que, al paso que os intereséis por el bien de 
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la Sociedad, no olvidéis las reglas de la Compañía de San Luis, que os proporcionan la ventaja principal, que es la del alma. 
»Que el Señor infunda en vuestros corazones la verdadera caridad y la verdadera alegría y el temor de Dios acompañen todos vuestros 

actos». 

Y seguía el reglamento. 

1º El fin de esta sociedad es prestar ayuda a ((75)) los compañeros que caigan enfermos o se encuentren necesitados, por hallarse 

involuntariamente sin trabajo. 

2º Nadie podrá ser admitido en la Sociedad si no está inscrito en la Compañía de San Luis, y el que, por cualquier motivo, dejara de ser 
socio de esa Compañía, tampoco será considerado miembro de la Sociedad. 

3º Cada socio pagará cinco céntimos todos los domingos y no podrá gozar de los beneficios de la Sociedad, hasta después de seis meses 
de haber sido aceptado en ella. Pero, podrá tener inmediatamente derecho a la ayuda de la Sociedad, si, al entrar, paga 1,50 liras, con tal 

que entonces no esté enfermo ni sin trabajo. 

4º La ayuda para cada enfermo será de cincuenta céntimos diarios hasta su completo restablecimiento. 

Si el enfermo estuviere internado en alguna obra benéfica, cesará la ayuda, que no le sería prestada hasta salir de ella en el tiempo de su 

convalecencia. 
5º Los que sin culpa suya quedaran sin trabajo, empezarán a recibir dicha ayuda ocho días después de estar desocupados. Si el subsidio 

debiera sobrepasar los veinte días, tomará el Consejo las oportunas determinaciones para aumentarlo o reducirlo. 

6º Se aceptarán con reconocimiento todas las ofertas que se hagan en favor de la Sociedad, y cada año se hará una colecta especial. 

7º El que se descuidara en pagar su cuota por tiempo notable, no podrá gozar de las ventajas de la Sociedad, hasta que haya satisfecho la 

cuota atrasada, y durante un mes no podrá pretender nada. 

8º La Sociedad es administrada por un director, un vicedirector, un secretario, un vicesecretario, cuatro consejeros, un visitador y 
sustituto, y un tesorero. 

((76)) 9º Todos los administradores de la Sociedad, a más de cotizar con exactitud los cinco céntimos de cada domingo, se preocuparán 
de observar las reglas de la Compañía de San Luis, para atender así a su propia santificación y animar a los demás a la virtud. 

10º El director nato de la Sociedad es el Superior del Oratorio. Este cuidará que los administradores cumplan su deber, y que se 
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atienda la necesidad de los socios, de acuerdo con el presente reglamento. 

11º El vicedirector ayudará al director, dará al secretario las órdenes oportunas para las reuniones y expondrá en el Consejo todo lo que 
pueda ser ventajoso para la Sociedad. 

12º El secretario se cuidará de recoger dominicalmente las cuotas y tomará nota de los que cumplen su obligación, para lo cual usará gran 
caridad y cortesía. También es incumbencia del secretario enviar al tesorero las papeletas con el nombre, apellido y dirección del enfermo; 
hará constar en el registro todas las determinaciones de alguna importancia tomadas por el Consejo. En todo esto será ayudado por el 
vicesecretario, el cual, cuando haya necesidad, hará sus veces. 

13º Los cuatro consejeros manifestarán su parecer sobre todo lo que se refiere al bien de la Sociedad y darán su voto, tanto en lo relativo 
a la administración de las cuotas como para el nombramiento de cualquier miembro. 

14º El visitador nato de la Sociedad es el Director Espiritual de la Compañía de San Luis. Se personará en la casa del enfermo, para 
cerciorarse de la necesidad y pasar el debido informe al secretario. Recibida la correspondiente papeleta, la presentará al tesorero, y luego 
llevará al enfermo el socorro asignado. Al entregárselo tendrá sumo cuidado de recordarle alguna máxima de nuestra santa religión y de 
animarle a recibir ((77)) los santos sacramentos, si la enfermedad se agravara. Le auxiliará en todo esto el sustituto, que pondrá la mayor 
diligencia para ayudar al visitador, especialmente en lo de llevar el socorro y consolar a los enfermos. 

15º El tesorero cuidará los fondos de la Sociedad y dará cuenta de ello cada tres meses. Pero no podrá entregar dinero a ninguno sin una 
papeleta que le pase el visitador, firmada por el director, en la que se declare la verdad de la necesidad. 

16º Cada uno de los encargados durará un año en su cargo pero podrá ser reelegido. 

17º El Consejo dará cuenta de su administración cada tres meses. 

18º Este reglamento empezará a entrar en vigor el primero de julio de 1850. 

Se entregó a cada socio, como carnet, un librito titulado Sociedad de Socorros Mutuos, compuesta por algunos socios de la Compañía de 
San Luis establecida en el Oratorio de San Francisco 
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de Sales. Turín, Tipografía Speirani y Ferrero, 1850. En la portada se leía: «íOh, qué bueno, qué dulce, habitar los hermanos todos 
juntos!». (Salmo 133). 

Al final del libro iba unido un módulo de inscripción que decía así: 

El joven ..........................................................
.
hijo de ..............................................................
.
con domicilio en .........................de oficio ..................
.
fue admitido en la Sociedad el día ...................................
.
de .........................................del año ..................
.


De acuerdo con el Reglamento ha pagado 15 ctms. 

EL SECRETARIO EL DIRECTOR 

((78)) Esta Sociedad, así organizada, cumplió a las mil maravillas su objetivo, pero suscitó la ira de los que ponían todo su esfuerzo en 
corromper al pueblo y contar con él para determinadas ocasiones. 

Escribía José Brosio a don Juan Bonetti: «Frente a la puerta de entrada de nuestra iglesita de Valdocco, y separada del patio por una 
tapia, estaba la taberna La Jardinera. Era un refugio de ladrones y escondrijo de tunantes. Allí se reunían zánganos, jugadores, borrachines, 
músicos ambulantes, domadores de osos, ociosos de todo género, y con ellos los miembros de las sociedades obreras liberales, que 
entonces empezaban, y cuya sede principal estaba en el callejón de Santa María, en una cantina subterránea. Los cabecillas secretos de esta 
sociedad eran algunos protestantes y ciertos señores de pésima conducta. Hasta entonces las orgías de los antiguos clientes de La Jardinera 
estorbaban ciertamente, pero no eran abiertamente hostiles al Oratorio. Mas aquel año los alborotos, a la hora de las funciones religiosas, 
pretendían hacer rabiar a don Bosco y mofarse de él con palabrotas vulgares. Aquella gente estaba pagada por los agitadores para descargar 
su rabia sobre el Oratorio. 

»Don Bosco veía la necesidad de alejar de Valdocco aquella batería avanzada del demonio; pero no era empresa fácil, por lo cuantioso de 
los gastos, y lo peligroso de ofender a aquella gentualla, dispuesta a cualquier violencia antes que permitirle la ocupación de una casa que 
consideraban totalmente suya. 

»Don Bosco tuvo de ello pruebas bien amargas en varias ocasiones. Un día le llamaron a la sacristía, donde le esperaban varios 
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hombres y él acudió enseguida creyendo que querían confesarse. Apenas entró, cerraron ellos la puerta. Entonces varios ((79)) muchachos 
mayores, entre ellos Buzzetti y Arnaud, sospechando alguna trampa, entraron en el presbiterio y desde allí estuvieron escuchando y 
mirando por la cerradura de la puerta que daba a la sacristía. Al cabo de un rato oyeron palabras fuertes y acaloradas de aquellos malvados, 
que habían ido para discutir con don Bosco. Con pocas palabras los acalló y como no sabían qué responderle, empezaron a soltar 
rabiosamente mil insultos. Trataba don Bosco de calmarlos, pero ellos se enfurecían más y sacaron las navajas. Entonces, los jóvenes 
apostados, hicieron ruido, derribaron la puerta y aquellos desgraciados escaparon por la que daba al patio. 

»Entre tanto, había ciertas deserciones misteriosas de muchachos mayores, pertenecientes a nuestra Sociedad de Socorros Mutuos, sin 
que se supiera la razón. Cuando he aquí que un día dos señores, elegantemente vestidos, me detuvieron. Hablaban en francés, lengua que 
yo conocía bien, y después de una franca conversación me ofrecieron una gran cantidad de dinero, cerca de seiscientas liras, con la 
promesa de que me procurarían un pingüe empleo, si abandonaba el Oratorio y arrastraba conmigo a mis compañeros, sobre los cuales 
estaban informados de que yo tenía gran influencia. Me indigné ante el ofrecimiento y, con pocas palabras, les respondí: -íDon Bosco es m 
padre; no lo abandonaré ni le traicionaré, por todo el oro del mundo!-Aquellos señores, que según supe después, eran el alma de aquel 
conventículo obrero, no se ofendieron; me rogaron que lo pensara bien y, a intervalos, renovaron varias otras veces su oferta de dinero, que 
yo siempre rechacé. Entonces me di cuenta de que el vil metal había seducido a algunos desgraciados compañeros para abandonar el 
Oratorio. 

»Yo le conté todo solamente a don Bosco, y creímos prudente guardar secreto para no ((80)) despertar la codicia del que no estuviera 
firme en la virtud, y al mismo tiempo rezar, redoblar la vigilancia y aumentar los atractivos del Oratorio». 

Pero, a pesar de esta guerra, la Sociedad obrera de don Bosco aumentó en número durante varios años y excepcionalmente se admitieron 
en ella algunos artesanos de la ciudad, cristianos excelentes, para que su ejemplo sirviera de norma a los principiantes. En 1856 la 
Sociedad estaba floreciente y el mismo Juan Villa quiso inscribirse, invitado por su compañero Gravano. En 1857 la Sociedad se trocó en 
Conferencia y, con sede en el Oratorio, fue agregada a las de San Vicente de Paúl durante bastante tiempo. 
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Don Bosco se había metido también en esta institución, atraído por otros dos motivos importantísimos. Era él uno de los pocos que 
comprendieron desde el principio, y lo dijo mil veces, que el movimiento revolucionario no era una borrasca pasajera, porque todas las 
promesas hechas al pueblo eran deshonestas, y muchas respondían a las aspiraciones y libertades vividas de los proletarios. Deseaban 
conseguir igualdad para todos, sin distinción de clases mayor justicia y mejora de las condiciones de vida. 

Veía, por otra parte, que las riquezas empezaban a convertirse en monopolio del capitalismo sin entrañas de compasión; que los amos 
imponían al obrero, aislado y sin defensa, contratos injustos sobre salarios y duración de la jornada; que la santificación de las fiestas era 
con frecuencia totalmente imposible, y que todas estas causas debían surtir los tristes efectos de la pérdida de fe de los obreros, la miseria 
de sus familias y la adhesión a las máximas subversivas. 

Por todo esto, consideraba como medio necesario para guiar y refrenar a la clase obrera, que el clero se interesara por ella. El no podía 
dar a la Sociedad de Socorros Mutuos el ((81)) desarrollo que requerían las necesidades del tiempo, aunque tuviera en programa abrir un 
gran número de hogares para los jóvenes artesanos. Pero preveía que la dirección, la vigilancia de los registros y las cantidades entregadas, 
la administración, la distribución de los socorros, a la larga, no le serían posibles. Aguantó, fue adelante; mas, al fin, tuvo que detenerse, 
tanto más cuanto que su empresa no fue secundada por quien no podía hacerlo; peor aún, no estaba exenta de críticas. Fue mérito suyo sin 
embargo, haber dado el primer impulso y el modelo para tantas otras asociaciones de obreros católicos, destinadas a mejorar sus 
condiciones, satisfacer sus justas exigencias y sustraerlas así a la tiránica influencia de los revolucionarios. 

La primera de las Uniones obreras católicas establecida en Italia, fue la de Turín, en 1871, por el empuje de un puñado de jóvenes 
generosos. Desgraciadamente las sectas ya habían reunido a los obreros y establecido entre ellos, para provecho propio, el socorro mutuo; 
al fin, más vale tarde que nunca. Aquellas cristianas asociaciones crecieron en número por todo el Piamonte y otras partes de Italia y 
tuvieron un asesor eclesiástico, con gran provecho para la causa católica y satisfacción de don Bosco. Varias de ellas le proclamaron, con e 
correspondiente diploma, su Presidente Honorario. El Espíritu del Señor aleteaba sobre el mundo y proveía con nuevas instituciones a las 
nuevas necesidades. El sacerdote Kolping fundaba en Alemania la Sociedad Católica de muchachos aprendices, los 
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cuales, con sede propia en muchas ciudades, llegan hoy a decenas de millares. Francia daba también noble ejemplo; ricos industriales 
concurrieron generosamente e introdujeron en sus inmensos talleres el bienestar de un trabajo remunerado cristiano y sin angustias para el 
porvenir. Entre otros León Harmel, llamado Le bon pèree, el padre del obrero, íntimo amigo de don Bosco por su coincidencia de 
sentimientos. 

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((82)) 

CAPITULO IX 

UN REGALO DEL PAPA A LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO -LA FIESTA DE LOS ROSARIOS -ARTICULO DE UN DIARIO 
CATOLICO -CARTA DEL CARDENAL ANTONELLI -INDULGENCIAS 

MIENTRAS en Valdocco se quería mucho al sacerdote, en otras partes se recrudecía la animadversación contra la Iglesia. Benedicto XIV 
había concedido al Piamonte, como Vicario perpetuo, algunos feudos eclesiásticos, con la obligación de pagar cada año a Roma, el 28 de 
junio, un cáliz de dos mil escudos: el pacto fue confirmado en solemne convención el 5 de enero de 1740, y siempre se cumplió. 

En 1850 no se quiso pagar el cáliz, porque el Estado se proclamaba dueño de todo y la Iglesia una asociación sin derecho alguno. Pero el 
angélico Pío IX, aunque por tantos modos ofendido, amaba a los piamonteses y ofrecía a los hijos de don Bosco una nueva ocasión de gran 
regocijo. Recordarán los lectores que, cuando el Papa desterrado recibió el pequeño óbolo de treinta y tres liras, lo puso aparte, para hacer 
de él a su tiempo, como dijo, un uso particular. Durante su estancia en Gaeta, el Santo Padre habló varias veces de aquella ofrenda y con 
gran complacencia la mostró a algunos viajeros, que habían ido a cumplimentarle. Pues bien, un día llamo al eminentísimo cardenal 
Antonelli, tomó aquella pequeña cantidad, añadió lo que era ((83)) 
necesario, y le dijo: «Mandad comprar con este dinero los rosarios que os den por él». Se cumplió enseguida el encargo y se compraron 
sesenta docenas, envueltas en dos grandes paquetes. Cuando los tuvo Pío IX, los bendijo, y por su mano los entregó a su Eminencia, 
diciendo: «Enviad estos rosarios a los aprendices del sacerdote Bosco y sean ellos una prueba de amor del padre a sus hijos». El cardenal 
Antonelli, apenas recibió el augusto encargo, envió el regalo al Nuncio Apostólico de Turín, acompañado de la siguiente carta: 
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Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

Con el recuerdo de cuanto comunicaba a V. S. Ilustrísima y Reverendísima en mi despacho el 14 de mayo del año pasado, remítole, por 
medio del Cónsul General Pontificio de Génova, dos paquetes de rosarios bendecidos por su Santidad, para distribuirlos a los buenos 
aprendices del sacerdote Bosco. 

Hubiera querido enviar antes este obsequio del Santo Padre, pero muchos y graves asuntos me lo han impedido. 

Tenga la bondad de procurar se agradezca el regalo que de tan alto viene, y con las muestras de la más distinguida estima, me repito, 

De V. S. Ilustrísima y Reverendísima. 

P\_rtici, 2 de abril de 1850 

G. Card. ANTONELLI 
Quien considere que el Papa es la persona más excelsa y venerada de la tierra, quien se fije en los incontables y gravísimos asuntos que 
Pío IX llevaba entre manos por aquellos días, no tardará en reconocer que esta ((84)) delicadeza en favor de unos pobres muchachos tenía 
un valor incalculable. Por eso, cuando don Bosco les anunció que el amabilísimo Pontífice, antes de dejar su destierro, no solamente se 
había acordado de lo poco que ellos significaban, sino que les había mandado un regalo, sus 
corazones juveniles rebosaron de alegría y les parecía que tardaba mil años en llegar a su poder. Bien ponderado lo singular del caso, don 
Bosco, que volvía de unos Ejercicios en San Ignacio, predicados por el párroco de San Dalmacio de Turín, las instrucciones, y por el 
Vicario General de Fossano las meditaciones, determinó distribuir los rosarios con toda solemnidad, celebrando una fiesta especial para 
perpetuo recuerdo. Quiso don Bosco recordar, además, el hecho escribiendo y publicando un librito que tituló: Breve reseña de la fiesta 
celebrada para distribuir el regalo de Pío IX a los jóvenes de los Oratorios de Turín. Turín 1850. Tipografía Herederos Botta. 

Llegó, pues, el domingo 21 de julio; la iglesia estaba adornada como en las fiestas. Por la tarde se reunieron los muchachos de los tres 
Oratorios en el de San Francisco de Sales. Aunque muchos de ellos quedaron fuera de la capilla, ésta estaba completamente llena. José 
Brosio, el bersagliere, guardaba el orden con su «batallón armado». El distinguido padre Barrera, de la Doctrina Cristiana, orador de altos 
vuelos, pronunció un hermosísimo discurso de ocasión. 
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Su palabra clara y persuasiva, las afectuosas expresiones que empleó al hablar del supremo Pastor de la Iglesia, cautivaron la atención de 
los muchachos y les conmovieron profundamente. Les dijo, entre otras cosas: «»Sabéis, querido muchachos, por qué Pío IX os mandó este 
regalo? Yo os lo diré: Pío IX es todo amabilidad con los muchachos; antes de ser Papa, los instruía de mil modos, los educaba y los guiaba 
por el sendero de la virtud. Os manda un rosario, porque, cuando no era más que un sencillo ((85)) cristiano, ya era devotísimo de María 
Santísima. Yo, yo mismo le vi muchas veces, en público y en privado, dando muestras extraordinarias de devoción a la Madre de Dios». 

Después del sermón y de recibir la bendición con el Santísimo, desfilaron los muchachos ante el altar, y fueron recibiendo un rosario de 
manos del canónigo José Ortalda, que los distribuía ayudado por el teólogo Simonino y el padre Barrera. Las cuentas del rosario eran rojas 
engarzadas con alambre de metal blanco. Además de los jóvenes, entre los cuales estaban Miguel Rúa y Ascanio Savio, se encontraban 
también algunos sacerdotes y otros adscritos al Oratorio. Era un espectáculo edificante ver acercarse a todos con respeto y considerarse 
afortunados al tener un objeto regalado por el Vicario de Jesucristo. Dado el número de los que acudieron, no bastaron los rosarios 
mandados por el Papa. Hubo que comprar algunos centenares más en Turín y distribuirlos con los otros, para no dejar descontento a 
ninguno. 

Después de la distribución, y ya fuera de la iglesia, un muchacho se presentó ante los ministros sagrados, cercados por varios 
distinguidos personajes, y, en nombre de sus compañeros, dijo así: 

Ilustrísimos Señores: 

«Si un príncipe, un rey, un emperador, dirigiendo bondadoso su mirada a uno de sus súbditos, se dignara hacerle un regalo, sería, un 
favor tan grande que el afortunado súbdito quedaría satisfechísimo y honrado sobre manera. 

»Pero que el sucesor del Príncipe de los Apóstoles, el Jefe de la Religión Católica, el Vicario de Jesucristo, en medio de las múltiples 
atenciones que debe emplear para regir y gobernar todo el mundo católico, nos dedique un ((86)) momento a nosotros pobres aprendices, 
ísí! es una dignación tan grande, que nos confunde y, en nuestra poquedad, no somos capaces de hablar más que con los afectos de la 
gratitud. 
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»Mas, si en nuestra poquedad, pudiéramos hacer llegar nuestra voz a los oídos de un buen Padre, nos atreveríamos a dar desahogo a 
nuestro corazón, diciéndole: Beatísimo Padre, comprendemos la alta procedencia y la magnitud del regalo que nos habéis hecho y 
conocemos, al mismo tiempo, el deber de gratitud que nos obliga. Pero, »cómo cumplirlo? »Con dinero? No, ni podemos ni Vos lo deseáis 
»Con un elegante discurso? No somos capaces de hacerlo. íAh, sí! Sabemos muy bien, Beatísimo Padre, lo que Vos queréis. 

»El amor de padre os ha llevado a acordaros de nosotros, y nosotros, como amantes hijos, guardaremos todo nuestro amor para Vos y 
para Dios, a quien representáis en la tierra. Que jamás se abran nuestros labios para pronunciar una palabra que pueda desagradar a tan 
buen bienhechor, que jamás conciba nuestra mente un pensamiento indigno de la bondad de tan tierno Padre. 

»El deseo de que progresemos en la virtud, os impulsó a acordaros de nosotros, y nosotros os aseguramos que, unidos estrechamente a la 
divina religión, de la que sois Jefe supremo, sabremos sostenerla, dispuestos a perderlo todo, aún la vida, antes que vivir separados de ella 
por un solo momento. 

»Por lo demás, dejando a la sublime sabiduría de Vuestra Santidad suplir nuestra insuficiencia, declaramos unánimes que, reconociendo 
en Vos al sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Cabeza de la Iglesia Católica y única y verdadera Religión, a la que quien rehúsa estar 
unido perece eternamente, ((87)) suplicamos a Vuestra Santidad se digne añadir un nuevo beneficio, impartiendo a estos vuestros humildes 
hijos la bendición apostólica. 

»De este modo, recordando siempre este afortunado día, conservaremos todo el tiempo de nuestra vida vuestro hermoso y querido regalo 
y en nuestra última hora, nos será grato decir: el Vicario de Jesucristo, el gran Pío IX, en un rasgo de su inmensa bondad, me regaló un 
rosario que lleva pendiente un crucifijo al que beso con devoción por última vez, mientras expira mi vida en paz. 

»Y vosotros, ilustrísimos señores, si de algún modo podéis hacer llegar estos nuestros sentimientos al supremo Jerarca, os quedaremos 
para siempre reconocidos ante Dios y ante los hombres, dándoos por ello las más sinceras y rendidas gracias». 

Después de estas palabras, unos muchachos ofrecieron un ramillete de flores, mientras los demás cantaban alegremente: 
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Rogamos aceptéis,
De gratitud en prenda
Que tanto merecéis,
Señores, nuestra ofrenda.


Al despuntar el día
Las hemos recogido
Con plácida alegría
En el jardín florido.


Aceptadlas, señores,
Que en este fausto día
El don nos entregáis
Que el Papa nos envía.


De Pío el amor tierno
Jamás olvidaremos;
Y fe y amor eterno
Por él siempre tendremos.


((88)) Terminado el canto, se oía por todas partes: íVIVA PIO IX, VIVA EL VICARIO DE CRISTO! y no se hubieran terminado los 
aplausos, si el bersagliere no hubiese sonado la trompeta, llamando a los compañeros a la diversión de las maniobras militares. Para dar 
más variedad a la fiesta se simuló una batalla, o sea, la defensa y asalto de una fortaleza rodeada de pequeños montículos, que 
representaban los baluartes. Defensores y asaltantes desplegaron tanta energía, agilidad y obediencia a las órdenes de los comandantes, que 
los invitados quedaron muy satisfechos. Un general del ejército que asistía, exclamó: -Los muchachos de don Bosco serían capaces de 
defender la patria. 

La fiesta de los rosarios hizo mucho ruido en Turín. Por todas partes se hablaba de ella: se ensalzaba hasta las nubes la bondad de Pío IX 
y crecía la estima de los Oratorios festivos, tan favorecidos y bendecidos por el Papa. También se ocuparon de ella los periódicos: uno de 
los más acreditados publicó un artículo tan bien concebido que faltaríamos al deber de historiadores, si no lo presentáramos. Helo, pues, 
aquí: 

«Un nuevo rasgo, decía Armonía del 26 de julio de 1850, un nuevo rasgo de generosidad acaba de mostrar al mundo, que el corazón tan 
aplaudido del Vicario de Jesucristo sigue siendo el mismo. Se trata del regalo que ha querido hacer a los muchachos de los tres Oratorios 
de esta capital. Confiamos que no desagradará a los lectores conocer algunos detalles. 

Es por demás sabido que algunos celosos sacerdotes están renovando entre nosotros los ejemplos de Vicente de Paúl y Jerónimo 
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Emiliani. Se dedican a salvar de los peligros de calles y plazas a todos los chiquillos que, abandonados a sí mismos, emplearían 
inútilmente, por no decir ((89)) malamente, el día festivo: los reúnen en un lugar a propósito para instruirlos en las verdades religiosas, en 
lo más necesario para la vida de sociedad y entretenerlos durante el día en honestas diversiones. Esta obra caritativa, que tuvo comienzos 
humildísimos, ha sido bendecida por el Señor y crece sin cesar. No cuenta todavía dos lustros de vida y ya pasan del millar los muchachos 
que acuden asiduamente a ella. Como no bastaba un solo centro para dar cabida a todos, se han abierto tres en los principales puntos de la 
ciudad. El Senado del Reino, por deliberación unánime, ha instado al Gobierno del Rey para que sostenga una institución tan benemérita 
de la religión y de la socidad. Y el Municipio ha enviado una Comisión para reconocer el bien que en ella se hace y ayudarla. 

Finalmente, el mismo sumo Pontífice Pío IX, que desde su alto trono pontificio contempla tan paternalmente las pequeñas obras de 
beneficencia cristiana como las grandes, se ha complacido en bendecirla y promoverla de este modo. 

Cuando el glorioso Sucesor de San Pedro estaba desterrado en Gaeta, los fieles, imitando lo que hacían los primeros cristianos con el 
Príncipe de los Apóstoles, iban a porfía no sólo en elevar fervorosas preces al Altísimo para que aliviara sus sufrimientos, endulzara las 
amarguras del destierro y los restituyera pronto a su sede, sino que, además se preocupaban según sus fuerzas, de suministrarle los medios 
materiales, que le eran indispensables para llevar una vida menos dura en tierra extraña. No fueron los últimos de ellos los muchachos de 
los tres Oratorios de Turín. Pusieron su óbolo en manos del sacerdote Juan Bosco (así se llama el celoso eclesiástico que dirige esta obra), 
rogándole lo hiciese llegar al Santo Padre por medio de S. E. Nuncio Apostólico. 

((90)) Pío IX, a imitación de Aquel a quien representa en la tierra, vio, en la pequeña pero generosa ofrenda, los dos centavos de la viuda 
del Evangelio, y dijo: -Es éste un don demasiado precioso para que se gaste como los demás; debe ser tenido como un grato recuerdo. Y 
diciendo esto, escribía sobre él el nombre de los donantes y lo guardaba aparte. Al volver a verlo, en circunstancias menos angustiosas, dio 
orden de que compraran dos grandes paquetes de rosarios con una crucecita colgante y, 
bendecidos por su propia mano, los envió al mencionado sacerdote, para que los distribuyera a los muchachos de los Oratorios. 
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Este acto se realizó el domingo pasado, veintiuno de julio, en el Oratorio central, emplazado en la zona de Valdocco. 

Reunidos todos, el benemérito Padre Barrera, con ese su decir claro y fervoroso, que ilumina la mente y arrebata el corazón, les explicó 
el precioso regalo. Empezó aludiendo al hecho bíblico del joven Daniel y sus compañeros que, frente a todas las maquinaciones de 
seducción empleadas con ellos por la corte del rey de Babilonia, quisieron mantenerse fieles a la religión y a las leyes de sus padres, por lo 
que alcanzaron de Dios un premio temporal como prenda y arras del eterno. 

-Así vosotros, continuaba, por haberos conservado fieles a la religión de Jesucristo, amantes de su Vicario, no sólo en la prosperidad, 
sino también en la situación adversa, sin prestar oídos a seducidos y seductores, que se empeñaban en aconsejaros lo contrario, merecisteis 
esta dulcísima muestra que os manda el Redentor por medio de su Vicario. 

Pasó luego, a razonar el regalo: recordó ligeramente cómo los antiguos romanos acostumbraban coronar con laurel a los que de un modo 
heroico se habían distinguido prestando ayuda o salvando a los conciudadanos, e hizo ver cómo Pío IX, al regalarles aquel rosario, trataba 
de coronar el valor que ellos habían desplegado: que lo tuvieran en ((91)) gran aprecio, que se sirvieran de él para cobrar ánimos en toda 
suerte de luchas que tuvieran que sostener por la causa de Dios y, al mirar la crucecita que 
llevaba colgada, recordaran que sólo el padecer con Cristo abre el camino a la gloria que El nos ha merecido. 

La brevedad de un artículo no nos permite reproducir todo el discurso, singularmente cómo trató su tema predilecto, la devoción a la 
Virgen María, y cómo les recordaba, para exhortarles a amarla cada día más, el ejemplo del amado Pontífice, que desde los más tiernos 
años había sido su gran devoto. 

Era un espectáculo conmovedor contemplar a tantos jovencitos atentísimos y pendientes de los labios del fecundo orador y sorbiendo 
ávidamente sus palabras. Su modo de hablar emocionaba los corazones juveniles, sobre todo cuando les decía: 

-Amor con amor se paga; pensad en el amor que os ha tenido Pío IX: entre tantos hijos como cuenta, desde donde nace el sol hasta su 
ocaso, en medio de tantas ocupaciones como asedian continuamente su corazón, se acordó de vosotros, os envió un regalo; debéis quererle, 
íquererle mucho!, pues quien está con él está con Cristo; por tanto, prometedle, juradle amor y fidelidad hasta la muerte. 
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Aunque al oír aquellas expresiones, los labios de los muchachos permanecían mudos, hablaban claramente sus rostros inflamados, su 
mirada, las lágrimas que a muchos se les escapaban de los ojos, de modo que uno podía cerciorarse de que el Sumo Pío era correspondido 
con ardiente amor por aquellos corazones. Apenas terminado el sermón, rezaron agradecidos, en alta voz, a Jesús Sacramentado por el 
Sumo Pontífice, por el Soberano y la familia real y por todos sus súbditos. Recibieron la bendición con el Santísimo, y, a continuación, 
fueron pasando ante el altar, donde les entregaban el regalo de Pío IX. 

((92)) Era hermoso ver cómo al tener en sus manos el rosario lo besaban y lo estrechaban al corazón. 

Salieron del templo: una compañía de la milicia ciudadana, formada en el mismo Oratorio, que había guardado el orden durante la 
función, ejecutó algunas evoluciones militares; un coro juvenil cantó un himno de gratitud al inmortal Pontífice, mientras resonaban por 
los aires alegres vivas que llevaban a los cielos el nombre venerado del Vicario de Jesucristo. 

Así se cerraba una alegre fiesta familiar promovida por el Padre de los creyentes. Las muchas personas eclesiásticas y seglares que 
habían acudido a presenciarla, al ver tan profundamente arraigada la religión en aquellos tiernos corazones, auguraban grandes bienes para 
la misma, y a nosotros, que también nos encontrábamos allí, nos parecía ver cumplido aquel versículo del salmo: Ex ore infantium et 
lactentium perfecisti laudem propter inimicos tuos, ut destruas inimicum et ultorem. (Por la boca de los niños y lactantes afirmas tú tu 
fortaleza frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes) 1». 

Hasta aquí el egregio periódico. 

Algún tiempo después de la fiesta de los rosarios, don Bosco envió al Santo Padre, por medio del cardenal Antonelli, la expresión de su 
gratitud y la de sus hijos por el regalo recibido, acompañada de la relación de la fiesta. Su Eminencia, después de haber informado a Pío 
IX, comunicaba a don Bosco la augusta satisfacción del Pontífice y le daba las gracias con esta afectuosa carta: 

Ilustrísimo Señor: 

Informé al Santo Padre del contenido del escrito de V. S. Ilma. del 

1 Salmos, VIII, 3. 
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veintiocho del mes pasado, expresando los sentimientos de su gratitud y la de sus alumnos por el regalo de los rosarios bendecidos. Su 
Santidad experimentó verdadera satisfacción, y espera que los muchachos, confiados a sus cuidados, prosigan por el sendero de la virtud. 

((93)) Acogió además benignamente la súplica que V. S. me incluía, la cual sigue su curso 1. 

1 Las concesiones otorgadas a don Bosco por la Autoridad Eclesiástica de Turín y por la Santa Sede hasta el 1850, eran personales. El 
Director del Oratorio las comunicaba, con limitaciones y a las personas a quienes habían sido concedidas. La concesión siguiente es la 
primera otorgada al Superior de la Congregación Salesiana. Es la primera vez que don Bosco, en la súplica al Papa, habla de Congregación 
de San Francisco de Sales, bajo cuyo nombre estaban incluidos todos los que dirigían los Oratorios 
y que, sacerdotes o seglares trabajaban en favor de los muchachos que los frecuentaban. Roma aceptaba esta denominación. 

Beatísimo Padre: 

El sacerdote turinés Juan Bosco respetuosamente expone a Vuestra Santidad que en esta ciudad ha sido erigida legítimamente una 
Congregación bajo el título y protección de San Francisco de Sales, de la que él es Director, y que no tiene más fin que el de instruir en la 
religión y en la piedad a la juventud abandonada. Suplica a Vuestra Santidad se digne otorgarle las siguientes gracias espirituales: 

1º Indulgencia Plenaria a ganarse por todos los que se inscriban en la mencionada Congregación, previa confesión sacramental y 
comunión; 

2º Igualmente, el día de la fiesta del Santo, a los Adscritos, que en ese día se acerquen a los santos sacramentos; 

3º Indulgencia Plenaria en la solemnidad de la Asunción de María Santísima, para todos los Adscritos que, confesados y comulgados, 
rueguen por la gloria y exaltación de la Santa Madre Iglesia; 

4º Indulgencia Parcial de 300 días, a lucrar por todos que, aunque no estén adscritos, toman parte en la procesión que en honor del 
mencionado santo, suele hacerse el primer domingo de cada mes. 

Ex audientia S. S. Die 28 de septembris 1850 

Sanctissimus Dominus Noster Pius Providentia Papa IX Oratoris precibus per me infrascriptum relatis benigne annuit juxta petita absque 
ulla Brevis expeditione. 

DOMINICUS FIORAMONTI
SS. D. N. S. ab Epistolis Latinis


De la audiencia de S. S. -28 de septiembre de 1850 

Nuestro Señor Santísimo Pío por la Divina Providencia Papa IX, a ruegos del solicitante por mí referidos, consintió benignamente según 
la petición, sin ninguna expedición de Breve. 

DOMINGO FIORAMONTI
SS. D. N. S., para las Cartas Latinas


En la audiencia del veintiocho de septiembre, Su Santidad, queriendo dar una muestra de su paternal afecto a los muchachos que 
frecuentan los Oratorios de la ciudad de Turín, extendía de palabra a la Compañía de San Luis las mismas indulgencias concedidas a la 
Congregación 

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He recibido los ejemplares enviados del folleto publicado en la misma ocasión, y agradezco su cortesía. Esperamos que el Señor, movido 
también por las oraciones que continuamente se elevan en los Oratorios por V. S. dirigidos, se digne conceder a la Iglesia días mejores. 

Con esta confianza tengo la satisfacción de confirmarle mi más sentida estima. 

De V. S. Ilma. 

Roma, 13 de septiembre de 1850 

Afmo. Servidor
SANTIAGO, Card. ANTONELLI


((94)) Son éstas una prueba bien clara de la inmensa bondad el Romano Pontífice para con don Bosco y sus jovencitos. 

De este modo la Iglesia, ya desde entonces, manifestaba su conplacencia por una obra, que prometía llegar a ser altamente ventajosa para 
la sociedad civil y para la religión católica. 

de San Francisco de Sales, y esta extensión de gracias la comunicaba al Relator en una carta a don Bosco, juntamente con el Rescripto. El 
Papa, además, había otorgado indulgencia plenaria a los que dedicaran seis domingos seguidos en honor de San Luis; y estos domingos 
podían escogerse antes o después de la fiesta del Santo, o en el curso del año. Esa indulgencia se puede ganar en cada uno de esos 
domingos con tal de que se reciban los Santos Sacramentos y se practique aquel día algún acto de piedad. Asimismo concedía 300 días de 
indulgencia a todos los fieles que asistieran a la procesión mensual en honor de San Luis y en el día de la fiesta del santo titular de cada 
Oratorio. Todas esas indulgencias eran concedidas para siempre. 
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((95)
)


CAPITULO X 

MUERTE DEL CABALLERO SANTAROSA -EXPULSION DE LOS SERVITAS -MONSEÑOR FRANSONI EN FENESTRELLE 
CONDENA DE OTROS OBISPOS -REGISTROS A LOS OBLATOS Y TUMULTOS POPULARES -DON BOSCO Y LOS 
OBLATOS -MANIFESTACION CONTRA EL ORATORIO DESHECHA -RESTITUCION A LOS SERVITAS DE LOS BIENES 
ARREBATADOS POR EL FISCO -HEREJIA DE GRIGNASCHI -DON BOSCO LE VISITA EN LA CARCEL DE IVREA 

DECIA monseñor Fransoni en Pianezza al Padre Carlos Baima, Superior de la Orden de los Siervos de María que había ido con él: 

-La hidra se ha soltado, se verán cosas tristes; el plan está dispuesto y los medios preparados. 

Después, aludiendo a la expulsión de los hijos de San Ignacio, continuaba: 

-Primero Jesús (los jesuitas), después María (los servitas) y finalmente todos los demás santos (las órdenes religiosas), y yo... yo también 
tendré que ir al destierro. íYa lo veréis! 

Y las tristes previsiones se cumplieron, recrudeciendo en don Bosco y en sus jovencitos los sufrimientos pasados. 

Uno de los que votaron la ley Siccardi, incurriendo en excomunión, fue el Caballero Pedro Derossi de Santarosa, ministro de agricultura 
y comercio. Era feligrés de la parroquia de San Carlos, regida por los siervos de María, ((96)) de la que era párroco, superior y provincial e 
Padre Buonfiglio Pittavino, religioso de gran bondad de corazón, unida a una fidelidad inquebrantable a su deber. A fines de julio, caía 
gravemente enfermo Santarosa y pidió los sacramentos. Se confesó, sí; mas he aquí que, para recibir el Santo Viático, el párroco le exigía 
una retractación del mal obrado contra la Iglesia. Santarosa se resistía; a última hora se rindió, pero moría la tarde del cinco de agosto sin 
haber podido ser viaticado. 

Parientes, amigos, ministros, senadores, diputados, entre los cuales el conde Camilo de Cavour, periodistas y vendedores de diarios 
alborotados gritaban contra la intolerancia del Párroco y del Arzobispo 
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y les acusaban de haber violentado la conciencia del difunto. Una turba de zánganos y asalariados, casi todos desterrados de los varios 
Estados de Italia, voceaban por las plazas, asaltaban el convento de los Servitas y con palabras salvajes amenazaban matar al Párroco. Poco 
faltó para que no lo hicieran pedazos. Durante el entierro no cesaron de injuriarle y amenazarle. Los gritos y silbidos eran constantes y tan 
fuertes que ahogaban el canto del Miserere. 

El siete de agosto eran expulsados del Convento el Padre Pittavino y todos los religiosos. El Gobierno se apoderaba del mismo y, 
haciendo subir a los religiosos a unos carruajes, ya preparados y escoltados por los carabineros, les condujeron, a Alessandria unos, y a 
Saluzzo otros. 

Después de los Siervos de María, le llegó el turno a monseñor Fransoni. Al día siguiente de la muerte de Santarosa, se presentó en 
Pianezza, donde se encontraba el Arzobispo descansando, el conde Ponza de San Martín con el caballero Alfonso La Mármora, ministro de 
la guerra. Iban en nombre del Gobierno y le pedían su renuncia al arzobispado. El respondió con entereza que no lo hacía y, con palabra 
franca, añadió: 

-«Me tendría por un cobarde, si en los ((97)) críticos momentos que atraviesa la Religión, renunciara a la diócesis». 

Y he aquí que, al día siguiente, siete de agosto, se presentan los guardias en Pianezza y le llevan prisionero a la fortaleza de Fenestrelle, 
sobre los Alpes, donde reina un largo y riguroso invierno con vientos, nieves y nieblas espantosas. El gobernador Alfonso de Sonnaz le 
recibió cortésmente, pero se vio obligado a encerrarle en unas pocas habitaciones y vigilarle estrechamente. El Ministerio no le permitió 
confesarse con uno de los capuchinos capellanes del castillo. Poco después quitaban al teólogo Guillermo Audisio, célebre por la 
educación que daba al clero, la presidencia de la Academia de Superga, como castigo por escribir en Armonía; la Academia quedó desde 
entonces sin alumnos. Al mismo tiempo, el arzobispo de Sássari era condenado, por la ley 
Siccardi, a un mes de cárcel, que pasó encerrado en su palacio, por estar enfermo; y el arzobispo de Cágliari, despojado de sus rentas y 
expulsado del reino, era conducido por la fuerza a Civitavecchia. 

Una parte de la población de Turín estaba fuera de sí por el miedo, otra perturbada por las inventivas de los periódicos y las horribles 
narraciones de las calumnias que se propagaban. Un ciego iba cantando, en medio de la chusma, por calles y plazas, al son de su guitarra, 
una canción llena de injurias contra monseñor Fransoni. 
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El 12 de agosto de 1850 se presentaba solemnemente el Jefe de Policía con doce guardias a registrar la casa de los Oblatos en Ntra. Sra. 
de la Consolación de Turín, en busca de pruebas de la culpabilidad de Fransoni, pero no encontró nada. Se pretendía que los Oblatos eran 
sus cómplices contra el Estado. La plebe de siempre armaba tumultos, pues corrían voces de conjuras tan furibundas, que hubo de 
aumentarse el número de policías y carabineros, y llamar al ejército y, por último, a la guardia nacional, 
((98)) sin disolver la aglomeración de la chusma y de tunantes. Al atardecer llegó a tal punto el tumulto, que la policía tuvo que emplear la 
fuerza para contener la avalancha de la multitud. Entonces, el Jefe de Policía se presentó ante la puerta del Convento y leyó una 
declaración, en la que constaba que, cumplidas las más minuciosas pesquisas, no se había encontrado el menor indicio de culpabilidad en 
aquellos religiosos. 

Las turbas se dispersaron, pero los periódicos al servicio de la revolución publicaron que había pruebas de conjuración, aunque los 
culpables habían hecho desaparecer todo rastro de conspiración. 

Fue en esta ocasión cuando, según cuenta el teólogo Reviglio, don Bosco escribió un folleto, o bien algún artículo, en defensa de las 
órdenes religiosas; y además, dada la influencia de que gozaba ante autorizados personajes, pudo impedir la expulsión de los Oblatos, 
apartando por entonces de su cabeza un decidido e inmerecido quebranto. Es sabido el gran afecto que profesaba a aquellos religiosos y 
cómo más de uno de sus muchachos, movido por las alabanzas que les tributaba, ingresó en aquella congregación. 

Pero mientras defendía a los Oblatos, tuvo que pensar en defenderse a sí mismo de los furiosos ataques que le preparaban en las 
madrigueras de las sectas. El era conocido como fervoroso defensor de los derechos de la Iglesia, y los enemigos de ésta habían decidido, y 
llevaron a efecto su plan, tratar de aminorar la influencia de su acción, cada vez que tramaban nuevas ofensas contra ella y contra el Papa. 
Le presentaban ante el pueblo como enemigo de las nuevas Instituciones y como un sacerdote inspirado por el espíritu jesuítico, educador 
fanático de santurrones y enemigo de la libertad. Le consideraban también como cómplice del Arzobispo en conspiraciones reaccionarias. 
Prepararon, pues, para el catorce del mismo mes una odiosa demostración contra el pequeño hogar de San Francisco de Sales, para ((99)) 
destruirlo y echar fuera a don Bosco. Nada se había traslucido al público sobre este plan, cuando el señor Valpotto, el que había mandado 
la instancia a la Alta Cámara en nombre de don Bosco, se presentó el mismo día a advertirle del peligro que le amenazaba, 
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a fin de que pudiera escapar. Don Bosco llamó a su madre y le dijo que preparara la cena para aquella noche. 

-íVaya ocurrencia!, replicó Margarita; »por qué me mandas esto? »Temes que no la prepare? 

-Porque suceda lo que suceda, añadió don Bosco, esté usted segura de que yo no me iré de Turín. 

Hacia las cuatro de la tarde, según lo convenido, debía llegar al Oratorio la turba alborotadora, pero no apareció nadie. Ni tampoco al día 
siguiente, ni al tercero. »Qué había sucedido? La chusma, después de haber gritado contra los Oblatos de María, se había propuesto 
marchar hacia Valdocco. Estaba ya la muchadumbre para dirigirse allá, cuando uno de los manifestantes, que conocía a don Bosco y había 
recibido de él pruebas de afecto, subió al guardarruedas de una esquina, alzó la voz y dijo: 

-Amigos, oídme. Algunos de vosotros quieren bajar a Valdocco para gritar contra don Bosco. Seguid mi consejo, no vayáis. Como hoy e 
día laborable, allí no están más que él, su madre, ya vieja, y unos cuantos pobres muchachos asilados. En vez de muera deberíamos gritar 
viva, porque don Bosco quiere y ayuda a los hijos del pueblo. 

Después de éste, subió otro orador y dijo a gritos: 

-íDon Bosco no es amigo de Austria! íEs un filántropo! íEs un hombre del pueblo! íDejémosle en paz! No vayamos a gritar viva ni 
muera y vayamos a otra parte. 

Estas palabras calmaron y detuvieron a la pandilla, que marchó a aturdir los oídos de los dominicos y barnabitas. 

Entre tanto, recibía don Bosco una sorpresa imprevista y desagradable. El Gobierno, que se había incautado hasta de los ((100)) muebles 
del convento de los servitas, envió parte de ellos al Oratorio. Hubieran querido algunos que don Bosco rehusara aquel mobiliario. En 
cambio don Bosco lo aceptó, pero sin dar las gracias, y avisó enseguida al padre Pittavino, que estaba en Saluzzo, mandara retirar lo que 
era de su propiedad; le rogaba tan sólo le cediera una mesa, que necesitaba para sus jóvenes y que le fuera concedida de buen grado. Así 
recobraron lo suyo los Padres Servitas, y don Bosco, sin faltar a la justicia, evitó un choque con el Gobierno, que le hubiera podido 
acarrear grave daño. Este hecho se lo contó al canónigo Anfossi el reverendo Padre Francisco Faccio, de la orden de los Siervos de María, 
antes párroco de San Carlos. 

Pero mientras sucedían estos acontecimientos gloriosos para el clero, desde que Jesús enseñó ser bienaventurado el que sufre por la 
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justicia, caía sobre el orden sacerdotal un gran deshonor con la condena de don Antonio Grignaschi. Había éste nacido en Corconio, en la 
ribera de San Giulio, cerca de Orta, diócesis de Novara. Ordenado sacerdote, alcanzó la parroquia de Cimamulera en 1843. Empezó, con 
sacrílego engaño, a hacer creer que él era Dios que hacía su tercera manifestación, esto es, el mismo Jesucristo nuevamente encarnado. 
Decía que había bajado a la tierra para fundar una nueva Iglesia, que debía sustituir al Catolicismo, 
y en consecuencia, predicaba máximas contrarias a la verdadera fe. Realizaba, además, cosas maravillosas y extrañas que no podían 
atribuirse más que a intervención diabólica, pero sus admiradores decían que eran milagros divinos. Decía que una mujer, por él seducida, 
Lana, era la Virgen María. La mujerzuela se prestaba a representar la comedia: ostentaba vestidos y actitudes que, a su entender, eran 
propias de la Virgen; y Grignaschi hacía que se subiera sobre un escaño en medio de la iglesia, con velas encendidas ante ella, como si 
fuera una estatua. ((101)) Las mujerucas afiliadas a la nueva secta se arrodillaban ante ella y le rezaban. 

Un eclesiástico, mandado por la Curia, entró en la iglesia y vio la impía veneración tributada a aquella despreciable mujer; pero no dijo 
nada para no armar jaleo. Se dirigió a la sacristía y preguntó al sacristán: 

-»Qué fiesta celebráis hoy? 

-Aquí no hay ninguna fiesta ahora. 

-»Cómo se llama la Virgen de la estatua que hay en la iglesia? 

-íAh!, añadió el sacristán levantando los hombros; es la Virgen roja. 

-»Cómo? »La virgen roja? 

-Sí, sí, la Virgen del reverendo Grignaschi. 

El obispo de Novara que se enteró de estas patrañas sacrílegas, destituyó a Grignaschi de la parroquia y le suspendió del ministerio 
sacerdotal. Este marchó a Turín, se presentó en el Oratorio y expuso su doctrina a don Bosco, el cual, horrorizado, trató con razones y 
promesas sacarlo del mal camino. Pero no lo consiguió, y Grignaschi, después de haber vagado por varios lugares de la zona de Casale, se 
estableció finalmente en una aldea cerca de Viarigi, pequeño lugar de la región de Asti, acompañado de la Virgen roja, que era su criada. 
Este fue el teatro principal de sus hazañas, poco gloriosas. Con nuevas artes de maravillas espiritistas, engañó al administrador de la 
parroquia y a los sacerdotes de los alrededores, y con sus herejías enloquecía y pervertía a gran parte de aquella población. 
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Grignaschi abusaba pérfidamente de los sacramentos, aparecía en las casas a puertas cerradas, adivinaba los pensamientos más ocultos, 
hacía creer en mandatos recibidos del cielo y cometía acciones nefandas. La gente parecía hipnotizada. Cuando se ausentaba, era de ver a 
los hombres, y aún jóvenes, ir a pie y recorrer dieciocho, veinte y más millas ((102)) de camino difícil y en ayunas, sólo para verle y oír 
una palabra suya. Recibía sentado a sus adeptos, los cuales se arrodillaban ante él y los 
absolvía diciendo: Ego Dominus Jesus Christus te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen. (Yo, el Señor 
Jesucristo, te absuelvo de tus pecados, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén). Y esparcía sus impías doctrinas a través 
de personas a las que había engañado e inducido a fingir santidad y virtud, con el malvado intento de ser declarado un hombre 
extraordinario y un segundo Salvador. 

Su mirada tenía un no se qué que fascinaba y arrastraba las almas. La gente hablaba mucho de esto. Un tal B... se burlaba de lo que se 
decía sobre su mirada mágica y quiso visitar a Grignaschi. Apenas entró en la casa se sintió víctima de un horror misterioso, y cuando 
estuvo en presencia de aquel desgraciado, éste fijó los ojos en su cara, de tal suerte que quedó conquistado; y al oír su voz: -Te esperaba; 
sabía que ibas a venir-, cayó de rodillas. Desde aquel momento fue todo suyo. Hizo creer al mismo B..., que era San Pablo y a otro amigo 
suyo que era San Pedro. B..., creía realmente que era San Pablo, se dejó crecer la barba y, juntamente con el compañero, se prestó con toda 
obediencia a cuanto quería Grignaschi: oraciones, largas penitencias, ir a las tabernas y ponerse de rodillas entre las mesas, suplicar a la 
gente que no ofendiera al Señor con blasfemias, intemperancias, juegos; y otras cosas semejantes que ciertamente se hubiera negado a 
hacer, si se las hubieran mandado antes de enloquecer de aquel modo. Y como aquellos dos, todos los demás habitantes, salvo poquísimos 

o casi sin ninguna excepción. El mismo B..., contándonoslo a nosotros, no sabía explicarse aquella obsesión. Y era una persona rica, 
inteligente, caritativa y bastante instruida. 
Se convirtió, gracias a la predicación de don Bosco. 

((103)) Mientras tanto, las desvergüenzas de la secta llegaron a tal punto de notoriedad, que el Procurador del Rey encarceló a 
Grignaschi, con trece de sus principales cómplices, entre ellos la Virgen roja, y los llevó ante los Magistrados de Apelación de Casale. Los 
periódicos de aquel año están llenos del escandaloso proceso. 

El 15 de julio de 1850, a pesar de la defensa del abogado Angel 
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Brofferio, Grignaschi fue condenado a la cárcel, y a sus afiliados les fueron impuestas otras penas. La prisión de Grignaschi excitó la 
sublevación de la villa de Viarigi, cuyos habitantes eran en su mayoría fanáticos de la nueva secta; tanto que el Gobierno, para tutelar el 
orden, estableció allí una guarnición militar. Y como no bastaba la fuerza para restablecer la calma, se presentaron los Obispos de Casale y 
de Asti, para dirigirles palabras de caridad y de paz. Se quedó monseñor Artico, y después de cincuenta días de predicación, de generosas 
limosnas a los pobres y visitas a los enfermos, logró que cesaran las contiendas y los escándalos, recibió la abjuración de muchos y obtuvo 
la retirada de la guarnición militar. Volvió la tranquilidad; pero muchos de los sectarios persistían en sus errores. Grignaschi fue llevado al 
Castillo de Ivrea,para cumplir siete años de condena por su falso y vergonzoso misticismo. El, como si estuviera poseído por el demonio, 
se empeñaba en 
mostrarse convencido de una misión divina; pero la soledad de la prisión debía resultarle bastante pesada. Don Bosco pensaba en él; y, 
según nos refirió el teólogo Ascanio Savio, como iba dos o tres veces al año a Ivrea, se apresuró a ir a la prisión. Pudo hablar varias veces 
con el infeliz heresiarca y supo insinuarse de tal modo su corazón, que logró persuadirle del mal que se había causado a sí mismo y a los 
demás con sus gravísimos escándalos; y acabó ((104)) obteniendo de él la promesa de cambiar de vida, empezando por expiar sus yerros, 
con resignación cristiana. Al ver que el prisionero agradecía sus visitas, volvió a verle y llevarle oportunas ayudas de dinero, cada vez que 
iba a la ciudad a predicar en la catedral, o a dar ejercicios espirituales a los seminaristas, o a hablar con el Obispo sobre las Lecturas 
Católicas y asuntos referentes al bien de la Iglesia. 
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((105)) 

CAPITULO XI 

DON BOSCO Y EL CONDE DE CAVOUR -UNA SUPOSICION -DON BOSCO VISITA A MONSEÑOR FRANSONI EN EL 
DESTIERRO -LOS SECRETARIOS DEL CONDE 

POR aquellos tiempos el conde Camilo de Cavour estaba del todo volcado hacia el Oratorio. Resulta admirable ver cómo don Bosco 
lograba la ayuda de personajes ilustres, enemigos de la Iglesia. Parecería que éstos, con su trato exquisito y seductor, con sus generosas 
promesas de ayuda para sus piadosas empresas, con el ofrecimiento de insignes distinciones y la condescendencia a muchas de sus 
peticiones, podían poner en peligro su amor y fidelidad a la Santa Sede y a los principios religiosos. Sus muchachos fueron preferidos a los 
de otros centros benéficos beneméritos para extraer los números de la Lotería Regia, y, en efecto, dos de los más pequeños, vestidos con 
especiales distintivos, fueron cada quince días a cumplir este encargo durante muchos años. El Gobierno daba por ello una retribución al 
Oratorio. Pero don Bosco, con heroica fortaleza, se mostraba siempre defensor de la causa de Dios, sin sombra de respeto humano. 

Con todo, como nosotros mismos hemos admirado muchas veces, él seguía en estos casos las normas del Eclesiástico: 

((106)) «Cuando te llame un poderoso, quédate a distancia, que tanto más te llamará. No te presentes por ti mismo, no sea que te rechace 
ni te quedes muy lejos, para no pasar inadvertido. No pretendas hablar con él de igual a igual, ni te fíes de sus muchas palabras. Que con su 
mucho hablar te pondrá a prueba, como quien pasa el rato, te examinará. Despiadado es quien no guarda tus palabras, no te ahorrará ni 
golpes ni cadenas. Observa y ponte bien en guardia, porque caminas junto a tu propia ruina» 1. 

1 Ecles. XIII, 9-13. 
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Pues bien, el conde Camilo, profundo conocedor de los hombres y de las pasiones, y que poseía el dificilísimo arte de saber aprovecharlo 
todo con destreza para sus propios designios, iba con cierta frecuencia a visitar a don Bosco en Valdocco, y quería que él fuera de vez en 
cuando a comer o cenar a su casa. Así lo atestigua Carlos Tomatis. Daba a entender que experimentaba un gran placer oyéndole hablar de 
los Oratorios festivos, le preguntaba sobre sus proyectos y sus esperanzas del futuro desarrollo de su obra, y le aseguraba, al mismo tiempo 
que le prestaría toda la ayuda que pudiera. Don Bosco le hablaba con la forma respetuosa que conviene a un inferior, con respuestas franca 
a veces y circunspectas otras; pero siempre con una amabilidad que ganaba los corazones. El Conde no dejó de mostrarse benévolo cuando 
sucedió a Santarosa en el ministerio del comercio y cuando llegó a ser Presidente del Gabinete y alma del Gobierno. 

((107)) «El conde Camilo, nos contaba después don Bosco, que fue en Piamonte uno de los Jefes dirigentes de las sectas y que hizo un 
mal inmenso, me consideraba como uno de sus amigos. Varias veces me aconsejó convertir en un ente moral la obra de los Oratorios. Un 
día, para animarme a seguir su consejo, me prometía nada menos que un millón como ayuda de mi obra. Yo, no sabiendo qué pensar ante 
semejante oferta y qué responder, me quedé en silencio, sonriendo entre mí. Y él insistió: 

-»Qué resuelve, pues? 

Yo le respondí con gracia que sentía no poder aceptar tan gran regalo. 

-»Y por qué?, insistió el Conde, mirándome con extrañeza. Y continuó: »por qué rehusar una cantidad tan grande, cuando tiene necesidad 
de todo y de todos? 

-Señor Ministro, respondí con tranquilidad, porque si yo la aceptase, mañana me la quitarían, y tal vez usted mismo me reclamaría el 
millón que hoy me ofrece con tanta generosidad. 

El Conde no se molestó por mi sinceridad y cambió la conversación». 

»No parece como que don Bosco leyera el porvenir de un hombre, que, más adelante, promovería la supresión de las órdenes religiosas y 
la confiscación del patrimonio de la Iglesia? »No resulta también admirable su franqueza diciendo la verdad? »Y no cabe suponer que en 
este ofrecimiento de ayuda, varias veces repetido hasta por parte del Gobierno, tuviera Cavour un secreto propósito, un plan premeditado? 
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Fue el mismo don Bosco quien nos refirió: «Yo no me prestaba fácilmente a sentarme a la mesa del Conde, pese a sus insistentes 
invitaciones; pero, como a veces tenía que tratar con él asuntos importantes, era necesario ir a su casa o al Ministerio. Pero muchas veces, 
siendo ya ministro, me dijo resueltamente que no me daba audiencia sino a la hora de comer o de cenar y que ((108)) si yo necesitaba algún 
favor de su parte, recordara que en su mesa había siempre un puesto para mí. -Es el momento, me decía, en que podemos hablar más 
libremente. En los despachos hay mucha gente, y apenas si podemos decirnos dos palabras a toda prisa, casi a disgusto, y separarnos 
enseguida. También su hermano, el marqués Gustavo, me había señalado las mismas horas y no 
admitía otro tiempo para hablar de mis asuntos. Y yo tuve que ceder a tan cortés, pero pesada condición para mí. Tanto más cuanto que un 
día, habiéndome presentado en el despacho del Conde para asuntos urgentes, no quiso recibirme, y ordenó a un empleado que me llevara a 
una salita. Y allí me invitó a esperarle porque quería a toda costa que comiera con él, y prometía escucharme. Entonces me concedía todo 
lo que le pedía». 

Hemos pensado muchas veces qué cosas importantes podía don Bosco pedir al conde Camilo. Es presumible que patrocinara ante él, la 
causa de los Oblatos; y es cierto que, por su mediación, obtuvo del Gobierno los locales para la primera lotería, y la exención del impuesto 
postal; no nos consta otra cosa. No parece se tratara de donativos, pues no hemos encontrado señal en los papeles de don Bosco, y él nunca 
habló de esto; ni tampoco de defensa contra alguna vejación, puesto que entonces las 
autoridades se mostraban favorables al Oratorio. Ahora bien, dado que don Bosco no añadió explicación alguna acerca de las señaladas 
concesiones, nos parece poder deducir que hayan sido peticiones y concesiones guardadas bajo secreto prometido y mantenido. Tanto más 
que sabemos con certeza que empleó este método con otros personajes en asuntos de gravísima importancia. Y ahora nos preguntamos: 
»No intentaría don Bosco algo para aliviar la prisión de su Arzobispo? El iba de cuando en cuando a Fenestrelle a casa del párroco, ((109)) 
don Juan Bautista Guigas, amigo suyo, y predicaba un sermón. Se sabe, según atestiguan antiguos alumnos, que también fue allí en 1850. 
Nuestros apuntes, tomados hace ya treinta y cinco años, no señalan el día ni el mes. Con todo, repasando los lugares donde estuvo don 
Bosco aquel año y en donde fechó sus cartas, nos convencemos de que ese viaje sólo pudo realizarlo en los últimos días de agosto o en los 
primeros de septiembre. 
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Habiéndole preguntado, muchos años después, para qué fue aquel año a Fenestrelle, respondió sin más: 

-Quería ver las cimas de los montes, donde tuvo lugar la batalla de Assietta, porque pensaba escribir la historia de Italia. 

Ya desde entonces nos pareció extraño aquel paseo por pura diversión, contrario a las costumbres de don Bosco, sobre todo en un 
momento en que estaba tan cargado de ocupaciones; y también extraña la razón que aducía, puesto que la Historia de Italia no vio la luz 
pública hasta 1856. Sin embargo, no pensamos entonces en hacer más averiguaciones, sin sospechar que pudiese haber algún misterio. Pero 
ahora, reflexionando que dentro de los negros muros de la fortaleza estaba encerrado su Arzobispo, que él 
tenía trato con la familia del comandante del fuerte, Alfonso de Sonnaz, »no podría tener relación su viaje con aquellas palabras: entonces 
Cavour me concedía todo lo que pedía? »No habrá buscado penetrar en la cárcel de su Pastor, o bien hacerle llegar de viva voz o por 
escrito, a través de personas de su confianza, alguna noticia deseada? Puede ser una suposición nuestra, pero lo cierto es que un día don 
Bosco nos aseguraba: «íNadie sabrá nunca una gran parte de lo que he hecho en mi vida!». 

Entre tanto en aquellos días, por orden de Máximo de Azeglio, monseñor 
Fransoni era ((110)) desposeído de sus bienes y desterrado del Reino, sin pruebas de culpabilidad y sin proceso. Y, así, el 28 de septiembre 
era sacado de la cárcel y conducido a través de los Alpes, hasta la frontera. El ilustre campeón de la Iglesia escogió para lugar de su 
destierro la ciudad de Lyon, cuyas autoridades civiles y militares, eclesiásticas y seculares anduvieron a porfía para tributarle honores. Allí 
recibió el 
magnífico báculo pastoral, obsequio de los piamonteses. Desde Lyon siguió gobernando la Archidiócesis, del mejor modo que pudo, hasta 
la muerte. Los enemigos de este gran Arzobispo inventaron toda suerte de noticias para denigrar su fama, y hasta le señalaron como 
conspirador contra el Gobierno de Rey; pero fueron inútiles sus esfuerzos. El Papa, los Obispos de Piamonte, de Saboya, de Liguria y de 
otras partes, los católicos, diríamos, de todo el mundo, alabaron su conducta y le ofrecieron preciosos regalos, como muestra de gran 
admiración. La historia verdadera ya ha puesto en claro su inocencia, y mientras tendrá para siempre una página gloriosa, dedicada a su 
inmortal memoria, no dejará de infligir un estigma de infamia indeleble para sus perseguidores. 

Monseñor Fransoni, aún en el destierro, no dejó nunca de proteger al Oratorio, de favorecerlo en todas las formas, y de recomendar 
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a don Bosco la necesidad de proveer a la continuidad de su obra para el caso de su muerte. Repitióle esta recomendación por medio de los 
teólogos Juan Borel y Roberto Murialdo, que fueron a Lyon. Don Bosco, por su parte, acudía siempre a él en busca de consejo. Y asegura 
el canónigo Anfossi, como cosa cierta, que don Bosco, no mucho después, fue a Lyon a visitar a su Arzobispo, demostrando sinceridad de 
espíritu hasta frente a los que le habían desterrado. 

Terminaremos diciendo que las amistosas relaciones con el ministro Cavour cesaron en 1855, cuando fueron cerradas ((111)) muchas 
casas religiosas. Pero el Conde no declaró nunca la menor hostilidad a don Bosco. La Divina Providencia, como jugando, había puesto 
oportunamente a su lado dos cordiales admiradores del Oratorio y excelentes católicos. El primero, ya citado, era el abogado Juan Bautista 
Gal, el cual, al caer Gioberti del poder, fue tomado por el conde Camilo como secretario particular, y pudo conocer hasta el 1861 todas las 
secretas intrigas de la política. Adscrito después a los Asuntos Exteriores, durante diez largos años, se retiró del Gobierno en 1870, e iba 
varias veces al año a visitar a su amigo don Bosco, desde Torgnon, su patria, en el Valle de Aosta, y desde San Remo, donde solía pasar el 
invierno. El segundo fue el caballero Cugia Delitala, sucesor de Gal como secretario particular, puesto que ocupó hasta la muerte de 
Cavour. Conservamos las afectuosas y bellas poesías que Delitala dedicaba a don Bosco en su día onomástico. Don Bosco tenía amigos po 
todas partes. 
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((112)) 

CAPITULO XII 

EJERCICIOS ESPIRITUALES EN GIAVENO -CARTA DE DON BOSCO AL TEOLOGO BOREL -AMABILIDAD DE DON 
BOSCO CON LOS EJERCITANTES -EL MERCADER Y LOS MONOS -LOS SERMONES DE DON BOSCO -VISITA AL 
SANTUARIO DE SAN MIGUEL -VUELTA A TURIN -CURACION DE UNA FIEBRE OBSTINADA -AMENAZAS A LOS 
MUCHACHOS DEL ORATORIO Y PERDON 

EN el mes de septiembre, don Bosco llevó un grupo de muchachos para hacer una semana de retiro espiritual en el seminario menor de 
Giaveno, vacío por estar los alumnos de vacaciones. Fueron a pie los internos de Valdocco y un buen número de los que asistían a los tres 
Oratorios, que obtuvieron el permiso de sus padres o de sus patronos. Acompañados por el óptimo teólogo Roberto Murialdo, hicieron el 
viaje la mar de alegres, entonando canciones a María Santísima y otras aprendidas en el Oratorio. Don Bosco marchó en coche, ya fuera 
para preparar la comida en Avigliana, ya fuera para acompañar a alguno, que no podía hacer el viaje a pie. Pararon en Avigliana y 
repararon las fuerzas con un discreto almuerzo a orillas del precioso lago. En aquella ocasión tuvieron la fortuna de contraer íntima 
relación con el piadoso y caritativo sacerdote don Víctor Alasonatti, que apreciaba mucho el Oratorio y quería muchísimo a don Bosco. 

((113)) Para todos los gastos de los ejercicios, había obtenido don Bosco un subsidio de la Obra de San Pablo, que fue una verdadera 
providencia. Predicaron el canónigo Arduino, arcipreste de la colegiata de Giaveno, famosísimo por su cultura y por su celo, el teólogo 
Giorda y don Bosco. Su ayudante para confesar era el teólogo Roberto Murialdo, director del Oratorio del Angel Custodio. Y para que el 
piadoso ejercicio resultara provechoso al mayor número de almas, se convino que tomaran también parte los muchachos de la población. E 
bien que se obtuvo fue muy grande para todos. 

Don Miguel Rúa, después de muchos años, nos cuenta muy conmovido todavía, los cuidados paternales de don Bosco con él y con todos 
los demás, aguantando las juveniles ligerezas de muchos y obteniendo 
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con su amabilidad, silencio y atención en los tiempos designados. 

De estos ejercicios escribía don Bosco al teólogo Borel: 

Carísimo Señor Teólogo: 

Creo hacer cosa grata a V. S. carísima participándole que nuestros ejercicios han empezado estupendamente. Inter totum son ciento 
treinta; a comer somos solamente ciento cinco, los otros vienen de fuera para las funciones sagradas. Predican, las meditaciones el señor 
Arcipreste y el teólogo Giorda junior, las instrucciones: ambos satisfacen plenamente mi expectación y la de los chicos. 

De las cuatro a las cinco hay recreo; pero hoy, al salir de la capilla, ni uno solo siquiera quiso aprovecharlo: todos se fueron a la sala de 
reflexión. 

Querría dar a estos muchachos un recuerdo: dejo en sus manos me provea de lo que crea mejor, medallas, crucifijos, etc. Olvidaba decirle 
que en mi habitación ((114)) del Oratorio, bajo el escritorio, hay rosarios que se compraron hace tiempo: »no vendría bien dar uno a cada 
uno? Haga usted así: vaya a mi casa, tome ciento treinta rosarios; junto a ellos hay varios ejemplares de el Joven Instruido, encuadernados 
con corte dorado: mándeme una docena. Haga con todo ello un solo paquete, entréguelo a la diligencia de Giaveno, que sale cada día a las 
cuatro de Turín, desde la fonda de la Fucina y dígale también a mi madre que yo estoy bastante mejor. El teólogo Murialdo está un poco 
ronco, Savio y el portero de Vanchiglia tienen fiebre; los demás, estupendos. Rece para que todo vaya bien. Saludos a don Sebastián 
Pacchiotti, don Bosio y demás sacerdotes del Oratorio. 

No tengo tiempo para escribir más: haga saber todo esto a don José Cafasso. El Señor le asista: Dominus det. 

Giaveno, 12 de septiembre de 1850 

Afectísimo amigo 

J. BOSCO, Pbro. 
P.S. Dejé olvidado en la cocina un pequeño fardo, junto con un paquete de papel que ruego junte a lo anterior. 
En esta carta se habla del recreo. Don Bosco se entretenía frecuentemente con sus ejercitantes, los cuales, después de comer y de 
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cenar, iban todos a su alrededor. Escribe José Brosio: «Tenía siempre algún hecho ameno que contar, alguna nueva broma con que 
alegrarnos. El no tomaba rapé, ni quería que sus alumnos lo tomaran; pero uno de los primeros días sacó del bolsillo una gran tabaquera 
llena. Se arremolinaron todos los muchachos ((115)) pidiéndole un poco y don Bosco respondió: 

-Sí lo daré con mucho gusto cuando sea necesario: ahora solamente a los que tengan petaca. 

Enseguida algunos, ya mayores, como Juan Gillardi y José Randú, presentaron su tabaquera, pues tomaban rapé, por consejo del médico, 
contra el mal de ojos o de cabeza, o por una antigua costumbre. Don Bosco se las llenó y les proveyó de rapé para todo el tiempo de los 
ejercicios. Atenciones como ésta le ganaban admirablemente los corazones». 

Pero en este recreo don Bosco iba sobre todo preguntando, ora a uno, ora a otro, de qué había tratado el sermón, o cuáles habían sido los 
hechos más importantes. Una mañana había él hablado en la instrucción sobre el escándalo; en el recreo de la tarde, rodeado de muchos 
jóvenes, entre los que había varios de la parroquia, empezó a preguntar qué había dicho. Preguntó a uno y no respondió; preguntó a otro y 
se quedó apurado; pasó a un tercero, un cuarto, un quinto y todos se rascaban la frente pero no daban respuesta satisfactoria. 

-íPobre de mí!, exclamó entonces don Bosco. O he hablado en alemán o vosotros dormíais. 

Saltó un muchacho y dijo: 

-Yo; yo me acuerdo. 

-»De qué te acuerdas? 

-Del ejemplo de los monos. 

A manera de comparación había contado don Bosco que un mercader, con un cesto a la espalda, cargado de varias mercancías, iba 
vendiendo de pueblo en pueblo. Una vez, le sorprendió la noche antes de llegar a cierta población. Era verano; brillaba la luna en el 
firmamento, y el mercader, cansado del largo camino, resolvió descansar ((116)) tumbado en el suelo, junto a un árbol gigantesco. Para 
proteger la cabeza de la humedad de la noche, abrió su cesto, sacó una gorra blanca, de las que llevaba buena provisión, se la puso a la 
cabeza y se durmió. Era aquel lugar el país de los monos, y las ramas de aquel árbol estaban cargadas de ellos. Cuando los monos vieron a 
aquel hombre con la gorra en la cabeza, guiados por su instinto, quisieron imitarle. »Cómo? Bajó uno despacio, despacito, removió con 
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sus patas el cesto abierto, sacó una gorra, se la puso en la cabeza y volvió a subir al árbol. Entonces todos, uno tras otro, hicieron lo mismo 
y no acabó el juego hasta que se acabaron las gorras. El mercader dormía a pierna suelta y también los monos durmieron, por vez primera, 
con la gorra a la cabeza, como delicados señoritos. Pasó la noche. Por el oriente se asomaba hermosa y sonrosada la matutina aurora, 
precursora del astro rey, y nuestro mercader despertó y se levantó para reemprender el camino. Pero ícuál no fue su sorpresa y su angustia 
al ver que le habían robado las gorras! 

-Pobre de mí, exclamó, han venido los ladrones, estoy arruinado. 

Pero observó mejor, reflexionó atentamente, y se dijo: 

-Parece que no es eso; si hubieran sido los ladrones, se hubieran llevado todo y no sólo las gorras: no entiendo este misterio. 

En aquel instante levantó casualmente los ojos y vio a los monos con la gorra puesta. 

-íAh, dijo, son esos pícaros! 

Y se puso a asustarlos, tirándoles piedras para obligarles a dejar su mercancía; pero los monos saltaban de rama en rama y no se daban 
por entendidos. Tras varias horas de inútiles esfuerzos, el pobre mercader, no sabiendo ya que hacer, se llevó las manos a la cabeza medio 
desesperado, y arrojó con furia al suelo la gorra que todavía llevaba puesta. Los monos que lo vieron hicieron lo mismo ((117)) y en un 
abrir y cerrar de ojos cayó del árbol una lluvia de gorras, que consoló al apenado mercader. 

Los muchachos, había terminado diciendo don Bosco, hacen poco más o menos lo mismo que los monos. Si ven que otros hacen algo 
bueno, ellos también lo hacen; si ven hacer algo malo, lo imitan más deprisa. Por eso es necesario poner ante sus ojos ejemplos edificantes 
y alejarlos a mil kilómetros de los escándalos. 

Cuando don Bosco vio que de tantas cosas como había dicho en su plática, apenas si se acordaban los muchachos de ciertos hechos, puso 
gran empeño en tejer sus instrucciones con muchos ejemplos y comparaciones, que impresionaran su fantasía para, de este 
modo, abrirse camino e iluminar su mente y mover su corazón; lo que le dio un feliz resultado. 

Realmente predicaba y acompañaba sus narraciones con tanto afán de salvación, que un día se emocionó hasta estallar en grandes 
sollozos, y al bajar del púlpito dijo al clérigo Ascanio Savio humildemente y casi mortificado: -No he podido contenerme. 

Pero produjo un efecto indecible en los oyentes conmovidos. 
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Le tocó hacer la clausura de aquel retiro espiritual y dio el siguiente recuerdo, que más tarde nos refirió don Miguel Rúa. 

-Haced todos los meses el ejercicio de la buena muerte. Haced bien todos los meses el ejercicio de la buena muerte. Haced sin faltar y 
bien el ejercicio de la buena muerte. 

Como premio a su buena voluntad y para descanso de la mente, al día siguiente de la clausura de los santos ejercicios, llevó don Bosco a 
sus jóvenes de paseo hasta el Santuario de San Miguel. La banda de música de Giaveno quiso ir con ellos para alegrarles con sus dulces 
armonías. El trayecto de la pendiente subida fue una deliciosa diversión. 

El capitán montaba un pequeño jumento, y los ((118)) jóvenes le rodeaban, bromeaban con el borriquillo, y repetían la canción, entonces 
familiarísima, que empieza: 

Viva don Bosco
Que nos conduce
Día tras día
A la virtud,
Que en él se muestra
A plena luz.


Pero don Bosco, cambiaba el primer verso por: Viva Roberto, y dirigía la canción al teólogo Murialdo, compañero de viaje. De vez en 
cuando se hacía una breve parada; los músicos hacían sonar los instrumentos, y las armoniosas notas, chocando de roca en roca producían 
por el valle un eco majestuoso. Ante el insólito ruido volaban asustados los pajarillos de un árbol a otro; salían los campesinos de sus 
viviendas para escuchar; alzaba el borriquillo las orejas e intentaba, con su descompasado rebuzno, concertarse con la banda: eran escenas 
graciosísimas. Al llegar a la meta suspirada, fueron recibidos con amable complacencia por los atentos Padres Rosminianos, que se 
cuidaban religiosamente del célebre santuario. Don Bosco tenía estrecha amistad con estos Padres, los cuales, cuando iban de viaje, como 
no tenían casa en Turín, se hospedaban en Valdocco. Después los jóvenes visitaron la iglesia, el edificio y sus viejos recuerdos, cuya 
historia oyeron de boca de don Bosco, y sacaron utilísimos conocimientos. 

Doquiera iba don Bosco con sus jóvenes solía contarles la historia del lugar y algún hecho memorable allí acaecido. Y así les contó: 
«Este Santuario de San Miguel, llamado comúnmente La Sacra de San Miguel por estar dedicado a este Arcángel, es una de las 
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más celebres abadías de los Benedictinos en Piamonte. De ((119)) una simple ermita, construida hacia el año 990, por inspiración de San 
Miguel, a un tal Juan de Rávena, santo varón que allí vivía retirado, fue transformada, pocos años después, en una majestuosa iglesia de 
estilo gótico, con un gran convento anejo para los monjes, por Hugo de Montboisier apodado Scucito (desprendido), gentilhombre de 
Auvernia. Hugo, que hizo construir este monasterio a sus expensas, en penitencia a sus pecados, para satisfacción de los cuales había 
peregrinado a Roma, encargó los trabajos de construcción a Atverto o Avverto 1, abad de Lusathe en Francia, el cual, terminadas las obras, 
llamó para ocupar el convento a los monjes benedictinos, que eligieron al mismo Atverto como abad. Corrió de tal modo, en poco tiempo, 
la fama de su santidad, que el monasterio llegó a contar hasta trescientos monjes; el Papa y los Obispos, el Rey y los Duques fueron a 
porfía para concederle privilegios y donativos. Habiendo decaído la primitiva disciplina regular, el año 1383 pasó a ser abadía 
comendaticia 2 bajo el protectorado de los condes de Saboya, y como tal continuó hasta la invasión francesa, al principio de este siglo, 
cuando, con todo lo demás, fue suprimida también esta célebre abadía. Nuestros buenos soberanos Carlos Félix y Carlos Alberto 
restauraron los daños causados por el tiempo, la embellecieron y fue cedida a los padres rosminianos, que hoy os reciben con tanto afecto y 
generosidad. Entre este monte donde nos encontramos, que se llama Pircheriano 3, y el que veis enfrente, llamado Caprasio, contempláis 
en el fondo ese valle de poco más de mil pasos de anchura. Ese valle forma la presa o garganta de Susa, llamada así porque cierra en cierto 
modo el 
paso a los ejércitos que por él bajaran de Francia. Este paso es célebre en la historia por la estratagema de Carlomagno, el cual, para 
socorrer al Pontífice de Roma atravesó esa garganta y atrapó por la espalda a Desiderio, rey de los Longobardos, lo venció y puso fin a su 
reino en Italia». 

((120)) Aunque no desagradaba a los jóvenes aprender cosas ignoradas, otra curiosidad les preocupaba más a aquella hora del mediodía. 
El paseo de la mañana, el aire puro que se respiraba por aquellas sierras alpinas, habían excitado en sus adentros esa necesidad 

1 No hemos logrado aclarar estos nombres, por lo que los dejamos como en el original. (N. del T.) 

2 Abad comendaticio: es el que, por merced papal, disfrutaba de ciertas rentas sobre una abadía, sin regirla ni residir en ella. (N. del T.) 

3 Al pie de la letra significa «monte de los puercos». (N. del T.) 
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que se llama apetito, que en su caso podía llamarse hambre. Por eso, al hacer la visita de un lugar a otro, no podían menos de dirigir de vez 
en cuando una mirada furtiva al refectorio, y les tardaba mil años en llegar la hora de la comida. Por fin llegó, y comieron todos con buen 
apetito. 

Como no tenían con qué corresponder a sus caritativos anfitriones, quisieron complacerles con cantos y músicas. De modo que, si los 
hijos de don Bosco gozaron aquel día, también mostraron su satisfacción los buenos padres, que se unieron a ellos y los llevaron a visitar 
los alrededores y otras curiosidades dignas de especial atención. Después de algunas horas de diversión, se reunieron todos al pie del altar, 
cantaron las letanías y recibieron la bendición con el Santísimo. 

Después de implorar la bendición del Cielo, se tocó un poco de música, se hizo una cordial despedida a los diligentes guardianes del 
renombrado santuario y, hacia las cinco de la tarde, aquellos buenos Padres les repartían pan y excelente fruta. Los jóvenes agradecidos se 
despidieron de ellos y emprendieron la bajada. Llegados a San Ambrosio, donde el camino se bifurca, se hizo una breve parada. Los 
músicos tocaron una larga sinfonía; al terminar gritaron los de Turín íVivan los de Giaveno! y éstos respondieron íVivan los de Turín! y, 
con muestras de la más afectuosa amistad, se separaron: los unos, hacia Giaveno y los otros, hacia Turín, por Rívoli. Caminaron ((121)) al 
son de alegres cantos, devotas plegarias y escuchando los amenos episodios que contaban don Bosco y el teólogo Murialdo. Este volvió a 
hablarles de los santos Ejercicios, dejándoles por recuerdo, que todos los días de su vida rezaran una Avemaría, para obtener la gracia de 
que ninguno de los que lo habían hecho, pudiera llegar a condenarse eternamente. 

-íQué delicia, les decía el buen sacerdote, qué alegría experimentaremos cuando, todos juntos, podamos dar nuestros hermosos paseos 
por los eternos y amenísimos collados del Paraíso! 

Llegaron a Rívoli algo avanzada la noche, cansados a más no poder en su mayoría. Y quedaban todavía doce kilómetros. Don Bosco se 
resistía a proseguir el camino hasta Turín en aquel estado, así que los llevó a una fonda y alquiló todos los coches y ómnibus que pudo 
encontrar para transportarlos. Pero no se hallaron suficientes vehículos y unos veinte jóvenes tuvieron que resignarse a seguir el viaje a pie. 
Para éstos tuvo don Bosco una idea: animóles con buenas palabras, llamó a Brosio el 
bersagliere, le entregó dinero para que les diera una buena cena, y así se hizo. Toca de nuevo recordar al buen 
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Jesús, cuando vio a las turbas desfallecidas por haberle seguido hasta el desierto, y exclamó cual padre amoroso: Tengo compasión de esta 
gente: Miséreor super turbas; y les atendió para que no desfallecieran en el desierto. 

La retaguardia descansó, se refociló y se puso de nuevo en camino hacia Turín. La noche estaba ya muy avanzada; para disipar el miedo 
de los más tímidos y hacerles parecer menos largo el trayecto, el Bersagliere ideó una estratagema: agarró dos piedras, invitó a los demás a 
hacer lo mismo, y, todos a una, empezaron a chocarlas entre sí. Se improvisó de ese modo una música y una ((122)) luminaria de nuevo 
cuño, y entre el martilleo y el centelleo de las piedras llegaron al Oratorio hacia las once de la noche. 

El 21 de septiembre de 1850 don Bosco firmaba y presentaba en papel sellado a la dirección de la Obra Pía de San Pablo una nota con 
los nombres del centenar de ejercitantes, y dicha obra pagó el importe de los ejercicios. Otra lista, con nueve nombres completaba la 
anterior, de modo que gracias a nuestros archivos todavía se puede conocer el nombre y la edad de los que fueron a Giaverno 1. 

1 Leemos en un autógrafo de don Bosco: EJERCICIOS DE GIAVENO. 1850. 

José Brosio, 21 años -José Cumino, 17 -Bartolomé Diato, 18 -Germán Reffo, 18 -Tomás Gaspardone, 18 -Miguel Testore, 17 
Eugenio Costa, 19 -Domingo Tirone, 18 -Juan Piumatti, 18 -Santiago Beglia, 17 -José Buzzetti, 18 -Juan Rastelli, 19 -Félix Reviglio, 
18 -José Reviglio, 17 -Jacinto Caglieri, 18 -Carlos Gastini, 18 -José Chiosi, 16 -José Canale, 22 -Clemente Fornasio, 21 -Miguel 
Libois, 18 -Francisco Borselli, 20 -Esteban Gotti, 18 -Micheletti mayor, 19 -Micheletti menor, 17 -Félix Pagani, 16 -Lorenzo 
Montanaro, 25 -Lorenzo Porporato, 16 -Antonio Ghiotti, 28 -Miguel Pasquale, 16 -Juan Gillardi, 48 -Mateo Manuele, 17 -César 
Chiala, 16 -Jorge Bruno, 17 -Santiago Bertolino, 17 -Juan Bta. Boselli, 16 -Esteban Margaratelli, 16 
-José Bruna, 16 -Angel Savio, 17 -Francisco Bargetti, 20 -Ceferino Costante, 17 -Juan Valfrè, 20 -Alejandro Croce, 16 -clérigo 
Francisco Casetti, 16 -Juan Bardissone, 17 -José Comoglio, 23 -José Rovetti, 38 -Domingo Marchisio, 16 -Francisco Locatelli, 17 -
Juan Ferrero, 16 -Miguel Rúa, 16 -Clérigo Ascanio Savio, 18 -José Odasso, 16 -Francisco Rossi, 17 -Juan Bracotti, 18 -José 
Battagliotti, 18 -Víctor Audenino, 16 -Luis Ippolito, 17 -Juan Perim, 16 -Víctor Vaschetti, 17 -Francisco Falchero, 19 -Lorenzo Pasero 
17 -Félix Alasia, 17 -José Casassa, 16 -Pedro Gorino, 33 -Bernardo Forno, 38 -Pedro Piovano, 25 -Dositeo Gilardi, 40 -Alfonso 
Casanova, 26 -Juan Gauter, 22 -Julio Rovere, 19 -Juan Bajetti, 25 -Pedro Serale, 16 -Santiago Castagna, 16 -Bernardo Gatta, 22 
Antonio Rovaretto, 17 -José Reviglio, 16 -Agustín Giovannino, 16 -Antonio Giacomelli, 21 -José Barrucco, 35 -Francisco Lione, 17 
Eugenio Costa, 19* -Antonio Comba, 18 -Juan Usseglio, 19 -Carlos Tessa, 17 -Juan Brunelli, 19 -Francisco Ricci, 16 -Jorge Vesso, 17 
-Félix Rosso, 21 -Félix Ferro, 17 -Juan Demateis, 22 -Miguel Ferro, 20 -Juan Bta. Picco, 20 -Rolando, 17 -Delfín Luciano, 20 -Pablo 
Marnetto, 25 -José Rand¨, 45 -Jacinto Rosa, 18 -Guardi, 19 -Santiago Cagno, 16 -Alberto Pezziardi, 16 -Modesto Santi, 17 -
Gaudencio Giovale, 17 -Juan Plano, 16 -Depetris, 21 -Francisco Dalmasso, 17 -Francisco Ruffino, 17 -Irineo Giay, 19 -Luis Davico, 
23 -Luis Usseglio, 20. 

*Este Eugenio Costa aparece repetido (N. del T.). 
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((123)) Hemos querido narrar extensamente lo referente a estos Ejercicios y a este paseo, porque en los jóvenes quedaron grabados como 
uno de los más gratos recuerdos y, además, para que se conozcan las industrias de don Bosco para hacer servir a Dios con santa alegría. 

Este paseo fue para algunos una manifestación de las singulares virtudes de don Bosco. Solía él, para alcanzar de Dios curaciones y otras 
gracias, sugerir, a los que acudían a él oraciones especiales y, en ocasiones, alguna promesa. Félix Reviglio había sufrido fiebres tercianas 
durante varios meses, y tantas fuerzas perdió que los médicos le declararon tísico. Don Bosco lo llevó a Giaveno y en la confesión, según 
nos contó el mismo Reviglio, le sugirió hacer la promesa de confesarse cada ocho días durante seis meses. Al mismo tiempo le aconsejaba 
algunas prácticas piadosas. El remedio fue más eficaz que todas las medicinas, que hasta entonces nada le habían valido y, en breve 
tiempo, el jovencito volvió a encontrarse en perfecta salud. 

Otro joven de 27 años, uno de los mayores que asistían por entonces al Oratorio, que también hacía los Ejercicios, y cuyo nombre es 
mejor callar, entró en la sacristía cuando ((124)) don Bosco se disponía a salir para celebrar la santa misa. José Brosio tenía en las manos e 
misal, dispuesto a ayudarle, y aquel joven se lo quitó groseramente y, sin más, se encaminó al altar. Don Bosco, que fue siempre hombre 
del perdón, al ver a Brosio contrariado, le hizo señas con los ojos para que cediera y quedase tranquilo. Pero después de misa, le tomó 
aparte y le dijo: 

-Brosio, has hecho muy bien en ceder. íA tiempo verás quién es ese joven! 

Y realmente don Bosco fue profeta. 

En efecto, después de algún tiempo, aquel joven se vendía a los protestantes, abandonaba el Oratorio y sobresalía entre los alborotadores 
y blasfemos de la Jardinera. Varias veces se presentó amenazador por los alrededores del Oratorio para atemorizar a los muchachos e 
inducirlos a alejarse de don Bosco; pero éste ya había dicho a Brosio algo sobre la conducta de este desgraciado y el bersagliere lo vigilaba 
Un día se presentó en el cancel de entrada al patio, con un afilado puñal en la mano, dispuesto a emplearlo si alguien hubiera tratado de 
oponérsele. Un muchacho corrió enseguida a avisar al bersagliere, mientras los demás compañeros, llenos de miedo, escaparon a la otra 
punta del patio. Brosio se acercó a él rogándole que se retirara, primero con amabilidad y después con cierta energía; 
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pero, viendo que no lograba nada porque el pendenciero y borracho joven buscaba un pretexto para llegar a las manos, se retiró y se quedó 
observándole a respetable distancia. El pobre loco no tardó en caer en manos de la justicia: don Bosco, llamado a deponer en su contra, le 
alcanzó el perdón y la remisión de la pena; sólo recomendó al tribunal que protegiese su persona y el Oratorio: lo que se llevó a efecto 
alejando a aquel individuo de Turín, reconocido como un sujeto peligroso. Esto lo supo don Miguel Rúa de labios de quien acompañó a 
don Bosco al tribunal. 

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((125)) 

CAPITULO XIII 

COMPRA DEL CAMPO DE LOS SUEÑOS -GESTIONES CON ROSMINI PARA UN EMPRESTITO Y PROYECTO DE UNA 
CONSTRUCCION EN VALDOCCO -DON BOSCO VA POR SEGUNDA VEZ A STRESA -EN CASTELNUOVO -INDULGENCIA 
PARA LA CAPILLA DE I BECCHI -CARTA DE DON BOSCO AL TEOLOGO BOREL -JUAN CAGLIERO SE ENCUENTRA CON 
DON BOSCO 

DURANTE los meses anteriores no había olvidado don Bosco las propuestas hechas al abate Rosmini. Por eso, el 20 de junio, con 
escritura notarial de Turvano, compraba en siete mil quinientas liras al seminario de Turín un jornal de terreno (treinta y ocho áreas) de 
forma triangular, destinado a huerta. Es el mismo lugar donde, después de otras ventas y compras, se levantan hoy la iglesia de María 
Auxiliadora y los talleres de imprenta con el patio anejo. 

El padre Carlos Gilardi había escrito mientras tanto a don Bosco, desde Stresa, que el abate Rosmini accedía gustoso a su petición de 
prestarle una cantidad. Don Bosco le respondió: 

Ilmo. Señor: 

Con gran satisfacción he recibido la muy atenta carta de V. S. Ilma. manifestando los sentimientos del Rvdmo. Sr. Abate Rosmini, y me 
agradó mucho porque el ofrecimiento superó mi esperanza. 

((126)) Acepto, pues, el préstamo de veinte mil francos para el edificio del que ya hemos hablado, asegurándolo por hipoteca, y dejando 
para mejor ocasión el determinar tiempos, lugares y personas. Pero, como al presente estoy muy agobiado con los alquileres, pediría tan 
sólo se me perdonara el interés durante tres años, a fin de que al entrar en posesión del nuevo Oratorio me vea descargado en parte de la 
renta presente. Digo esto solamente por conveniencia y no como condición del contrato, pues yo agradezco la propuesta, aún sin más 
ventajas. 

Para entendernos debidamente, y creyendo necesaria la presencia 
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de ambas partes, esperaré solamente a que se terminen los planos de la nueva construcción, ya empezados, para llevarlos ahí personalmente 
y conocer el sabio parecer del Ilmo. Abate Rosmini. 

Tenga la bondad de expresar a su veneradísimo Superior los sentimientos de mi más vivo agradecimiento y con la esperanza de que el 
Señor, que dispuso empezaran nuestras gestiones, quiera se lleven a efecto para su mayor gloria y bien espiritual de nuestras almas y otras 
muchas, tengo el honor de poder profesarme, 

De V. S. Ilma. 

Turín, 13 de julio de 1850 

S.S.S. y amigo 
JUAN BOSCO, Pbro.
(Jefe de los Pilluelos) 
1


El padre Gilardi, como procurador de los Rosminianos, respondía así al Director del piadoso Asilo en Valdocco: 

((127)) Stresa, 26 de julio de 1850 

Pidiendo perdón por haber tardado hasta ahora el contestar a su muy atenta del 13 del corriente, he de manifestarle que, mi Rvdmo. P. D. 
Antonio Rosmini no podría privarse del interés sobre el capital convenido, ni aún durante los tres primeros años; pero sí podría concederle 
prorrogar, aún por más de tres años, la entrega efectiva, de acuerdo con la orden de pago o pagaré, que usted extendería. 

Mi mencionado Superior ha sabido con gran satisfacción su propósito de venir pronto a vernos, y desea que no lo demore mucho, 
también por el motivo de que el dinero estaría casi todo a su disposición cuando quiera, etc., etc. 

C. GILARDI P. 
Don Bosco le respondía: 

Carísimo señor don Carlos: 

Temo que mi demora en ir a Stresa ocasione alguna duda sobre lo que tenemos acordado; por eso me parece conveniente escribir a V. S. 
carísima para hacerle saber que el único motivo de mi retraso 

1 El mismo se apoda JEFE DE LOS PILLUELOS (Capo dei Biricchini): no será la única vez, como iremos viendo a lo largo de estas 
Memorias (N. del T.). 

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es que estoy esperando el dibujo de los planos de la casa a construir. El señor Bocca me ha asegurado que en la semana corriente terminará 
el deseado trabajo, así que espero poder ir a Stresa la semana próxima. Pero, como el día 9 estoy comprometido para predicar unos 
Ejercicios Espirituales, sucederá que, si no voy ahí la semana próxima, ya no podré hacerlo hasta el 16 de septiembre. 

((128)) Este es el motivo de no haber podido realizar mi viaje a Stresa, como deseaba. Ruégole presente mis excusas al Rvdmo. Sr. Abate 
Rosmini y le asegure que sigo con el mismo propósito. 

Con los sentimientos de la máxima veneración, tengo a gran honor poder profesarme de corazón en el Señor, 

De V. S. Ilma. y Car.ma 

Turín, 27 de agosto de 1850 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
El 16 de septiembre de 1850 partía don Bosco de Turín a Stresa. Iba 
allí para asuntos y construcciones; pero, al mismo tiempo, quería observar mejor el reglamento y disciplina de aquella casa, que era la 
principal de la Congregación de los sacerdotes de la caridad, y el noviciado. 

Hacia medianoche llegaba a Santhià y confesaba al conductor de la diligencia; pasaba después por Vercelli y Novara, y bajaba en Arona. 
Tenía proyectado ir a Stresa en barca. Pero en la oficina de la diligencia se encontró con un amigo y bienhechor, el marqués Arconati, el 
cual le propuso dejara el viaje en barca y subiera a su coche, que él le acompañaría. Creía el Marqués que de este modo el viaje sería 
menos molesto para don Bosco. Propúsole hacer una visita a Alejandro Manzoni y don Bosco aceptó la cordial invitación. Enganchados 
los caballos, llegaron en poco tiempo a Lesa, donde entonces veraneaba Manzoni. Fueron recibidos con gran cortesía, y don Bosco almorzó 
con el gran escritor, el cual tenía consigo algunos parientes, y le ((129)) mostró sus 
manuescritos garrapateados por las muchas correcciones. No tuvo don Bosco en su vida ningún otro contacto con Manzoni, más que 
aquella parada de unas horas; pero le bastó para persuadirse, una vez más de que el escribir con sencillez es fruto de largos estudios. 

Siguió viaje con el Marqués, que le acompañó hasta Stresa, donde fue recibido con mucha alegría por el abate Rosmini y sus religiosos, 
que se comprometían a tenerlo para siempre como hermano. Se 
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detuvo allí solamente cinco o seis días y sostuvo largas conversaciones con el Abate. Hablaron también de los bienes eclesiásticos, 
insidiosamente codiciados. Era cosa clara que las antiguas formas de las órdenes religiosas no podían subsistir frente a las usurpaciones 
con que los Gobiernos amenazaban sus propiedades comunitarias. Había, pues, que buscar un modo para asegurar la existencia de una 
sociedad, de forma que un Gobierno se encontrara frente al derecho común de todo ciudadano y, al mismo tiempo, continuara el sagrado 
vínculo de los votos. Don Bosco había resuelto el problema en su mente, pero el abate Rosmini había sido uno de los primeros en conciliar 
las reglas de su Instituto el voto de pobreza y la propiedad personal. Presentó a don Bosco las Constituciones de los Sacerdotes de la 
Caridad, y le relató su historia, sus motivos y la aprobación obtenida de Roma. Había establecido que todo miembro conservase el dominio 
de sus bienes ante la autoridad civil, pero que no podía enajenarlos ni disponer de ellos sin el permiso del superior; y así, al paso que el 
voto de pobreza quedaba esencialmente a salvo, se evitaban los peligros de la propiedad colectiva. Al principio, la cosa pareció tan nueva 
que la Congregación romana, a la que se encomendó el examen de las constituciones, puso graves dificultades. Pero, habiendo observado 
que la esencia de la virtud reside en el alma y no en las cosas exteriores y que la pobreza religiosa ((130)) consiste en el desapego de todo 
afecto a las riquezas y en la pronta disposición de privarse de ellas y profesar la pobreza efectiva, aquéllas fueron aprobadas. Y terminaba 
diciendo: 

-Nuestra Congregación no será nunca suprimida, porque no ganarían nada con ello. 

Sucedió en Stresa un hecho digno de mención. Una rica y culta señora, Ana María Bolongaro, había regalado al abate Rosmini una 
quinta, de las mejor situadas, a orillas del Lago Mayor, con un jardín y un bosquecillo anejos. Como quiera que eran muchos los eruditos 
que iban a visitarlo para conocerle personalmente, hablar con él y oír sus enseñanzas, él, para no ocasionar molestias en la casa del 
noviciado, había pasado aquel año su residencia al palacete. Allí se reunía con sus huéspedes para tratar de cuestiones científicas, y se 
albergaban con mayor comodidad. Como don Bosco moraba en el convento, Rosmini le convidó un día a comer en la casa de la señora 
Bolongaro. Aceptó y se encontró allí con una reunión de doctos y filósofos de aquel tiempo, algunos de los alrededores, otros llegados de 
lejos. Eran unos treinta comensales. Estaban entre ellos Nicolás Tommaseo, el poeta y novelista Grossi, el napolitano Rogelio Bonghi, 
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el médico Carlos Luis Farini de Russi y otros que, más tarde, se distinguieron en las revoluciones italianas. Farini había publicado la 
Historia del Estado Romano, y parecía moderado en sus ideas. Don Bosco había leído el libro, pero no conocía a su autor y ni por asomo 
sospechaba estuviera presente en la reunión. 

Hablóse durante la comida de temas políticos y religiosos; pero los juicios expresados por los comensales no eran muy rectos. Todos se 
inclinaban hacia el liberalismo en el verdadero sentido que hoy tiene esta palabra; se criticaban las disposiciones de la Corte romana y se 
alababa a los Gobiernos de Italia, que, con actos ilegítimos, habían obstaculizado los derechos de la Santa Sede. 

((131)) El abate Rosmini no se opuso a ninguna de las observaciones referentes a política; don Bosco, cuyo corazón latía al compás de la 
Santa Sede y del Papa en particular, estaba desazonado; pero como se encontraba en casa ajena y entre hombres famosos por su saber, 
escuchaba sin soltar palabra. A cierto punto se pasó a hablar de las nuevas relaciones de la Iglesia con el Estado en Piamonte; se defendía 
el opúsculo de Rosmini La Constitución según la justicia social, publicado en 1848 y puesto por la Sagrada Congregación en el Indice; se 
hablaba de las elecciones de los Obispos, que debían serlo por el clero y el pueblo. Las discusiones se acaloraron y subieron de tono entre 
los comensales. Don Bosco estaba como quien no se interesa por las opiniones ajenas. A cierto punto, Rosmini hizo señal a los convidados 
para que hablasen más bajo y se interrumpiera el tema, y dijo en voz baja a Bonghi: 

-íEstá aquí don Bosco! 

Pero Bonghi respondió con juvenil insolencia, creyendo que don Bosco no le oía: 

-íEse tonto de capirote no entiende nada! 

Don Bosco simuló no haber oído el insulto; pero Rosmini, a quien no gustaban aquellas conversaciones, y que sabía muy bien cuánto 
valía don Bosco, se hacía el distraído. Y he aquí que, al levantarse de los manteles, recayó la conversación sobre la historia del Estado 
Romano de Farini, que acababa de publicarse. Rosmini, que había observado como don Bosco había estado callado durante todo el tiempo 
de la comida, lo invitó a que también él expusiera su opinión. Don Bosco aceptó de buen grado y cogió la pelota al vuelo. Sin aspereza, 
con franqueza, en medio de la curiosidad de todos, observó que la historia de Farini no merecía grandes alabanzas, por ciertas inexactitudes 
históricas y por la deshonra que hacía recaer sobre el dominio temporal de los Papas, ((132)) demostrando conocer 
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a fondo los escritos de Farini. Todos los convidados se echaron a reír ante la inesperada crítica, aprobando intencionadamente lo que decía 
y animándole a continuar sus observaciones. Don Bosco, que no sospechaba nada, seguía hablando. Cuando se trataba del honor de la 
Iglesia y del Papa no transigía. Farini, sin pestañear, callaba; los demás se divertían locamente con el incidente. Finalmente, pensad la 
sorpresa de don Bosco cuando le dijeron: 

-»Conoce usted al doctor Farini? 

-No, no le conozco. 

-íAquí lo tiene usted! Tengo el honor de presentárselo. 

Don Bosco no se turbó; saludó cortésmente a Farini, pidióle excusa, diciendo que no había tenido intención de ofender a nadie, pero 
mantuvo lo dicho, y siguió haciéndole notar, con buenas maneras, algunos errores graves en que había incurrido en el capítulo de los Casi 
di Romagna. Todos creían que Farini se picaría, montaría en cólera y se defendería pero, muy al contrario, manifestó agradecer mucho la 
sensata crítica, y dio las gracias a don Bosco diciéndole: 

-Se ve que usted está bien enterado y conoce la historia: me gusta su franqueza; nadie, hasta ahora, me había hecho esas observaciones. 

El mismo Rosmini quedó sorprendido del valor de don Bosco, y cuando estuvieron a solas, exclamó: 

-Yo no me hubiera atrevido a decir todo eso a Farini. 

También Nicolás Tommaseo quedó admirado de don Bosco. 

Al acabarse la semana, don Bosco volvió a Turín en diligencia, pues quería estar el domingo entre sus muchachos del Oratorio Festivo. 

Al acabar septiembre, salió para Castelnuovo. No hay que olvidar el trabajo soportado aquel año, dando clase continua de latín a los 
cuatro jóvenes Buzzetti, Gastini, Bellia y Reviglio. Y ahora se los ((133)) llevaba consigo a I Becchi para las fiestas del Rosario, que 
debían celebrarse con especial solemnidad, por los favores espirituales pedidos y concedidos por el Papa 1; y además para que descansaran 
un poco, pues lo merecía su intensa aplicación, según hemos expuesto 

1 Beatísimo Padre: 

En el pueblo de Castelnuovo, de la diócesis de Turín, hay una capilla en la que se celebra la santa misa y se da la bendición con el 
Santísimo Sacramento. Le parecería conveniente al orador, sacerdote Juan Bosco, que para acrecentar la devoción de los fieles, concediera 
Su Santidad las gracias espirituales siguientes: 
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puesto en el volumen anterior. Llevaba con ellos, además, otros varios alumnos. 

En los pueblos por donde pasaba, al ir o volver de la casa paterna, se entretenía con las personas que encontraba, y después de 
preguntarles amablemente como iba el campo, ((134)) no dejaba de insinuar en su conversación un pensamiento espiritual: 

-íQué hermoso es el cielo! pero no está hecho para los tontos... 
íánimo! 

1º Indulgencia parcial de 300 días a los que asistieren al sermón y a la bendición, durante los días de la novena de Nuestra Señora del 
Rosario, que suelen darse en dicha capilla; 

2º Indulgencia plenaria a todos los que, confesados y comulgados, visitaren dicha capilla, rogando según la intención del Romano 
Pontífice, por las necesidades de la S. Iglesia. 

Con la esperanza, etc. 

Ex audientia SS.-Die 28 Septembris 1850 

Sanctissimus Dominus Noster Pius Divina Providentia Papa IX Oratoris precibus per me infrascriptum relatis benigne annuit iuxte petita 
absque ulla Brevis expeditione. 

DOMINICUS FIORAMONTI
SS.D.N. ab Epistolis Latinis


De la audiencia de SS.-28 de septiembre de 1850. 

Nuestro Señor Santísimo Pío por la Divina Providencia Papa IX, a ruegos del solicitante, por mí referidos, consintió benignamente según 
la petición, sin ninguna expedición de Breve. 

DOMINGO FIORAMONTI 

SS.D.N. para las Cartas Latinas 

Beatísimo Padre: 

El sacerdote turinés J. Bosco, Director de los Oratorios establecidos en Turín con los títulos de Santo Angel Custodio, San Luis Gonzaga 
y San Francisco de Sales, destinados a instruir en la religión y en la piedad a la juventud abandonada, suplica a Vuestra Santidad tenga a 
bien dignarse concederle, al menos ad triennium, (para un trienio), la facultad de bendecir rosarios, crucifijos, medallas, con aplicación de 
santas indulgencias. 

Gracia que, etc. 

Ex audientia SS.-Die 28 Septembris 1850 

Sanctissimus Dominus Noster Divina Providentia Pius Papa IX Oratoris precibus per me infrascriptum benigne annuit, eidemque petitam 
facultatem ad triennium tantum valituram indulsit, absque, ulla Brevis expeditione. 

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VOLUMEN IV Página: 111 

DOMINICUS FIORAMONTI SS.D.N. ab Epistolis Latinis 
De la audiencia de SS.-28 de septiembre de 1850 

Nuestro Santísimo Señor por la Divina Providencia Pío Papa IX, a ruegos del solicitante por mí referidos, consintió benignamente y le 
concedió facultades sólo para un trienio, sin ninguna expedición de Breve. 

DOMINGO FIORAMONTI
SS.D.N. para las Cartas Latinas


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Otras veces:
-íQué suerte cuando veamos a Dios cara a cara!
Con frecuencia repetía:
-»Enviáis vuestros hijos a la catequesis y a recibir los sacramentos?
-Poned plena confianza en nuestra buena madre María Santísima. Huid del pecado, si queréis que Dios bendiga vuestros sembrados 
y


viñedos. 
Sus palabras eran un continuo sermón, en cualquier asunto que llevara entre manos. Aún recuerdan todos, en Buttigliera, lo que don 
Bosco dijo a uno o a otro en aquella ocasión. 
Al llegar a I Becchi, escribía una carta al teólogo Borel, siempre dispuesto a velar por el Oratorio cuando el amigo se ausentaba: 

Carísimo señor Teólogo: 

Aprovecho el viaje de Comba que va a Turín para algunos encargos, pues creo le gustará saber de nosotros. 

En los cinco días que llevo aquí me parece que mi salud ha ganado mucho, aunque no tanto como ((135)) otros años. Senescimus annis. 
(Envejecemos con los años). Savio está ya sin fiebre. También Reviglio parece que mejora; los demás siguen bien, menos la desazón de un 
apetito insaciable; pero la polenta es buena. 

Yo voy corrigiendo un compendio de Historia de la Casa Real de Saboya, que el señor Marietti quiere volver a imprimir. Tuvimos poco 
tiempo para hablar, antes de salir de ahí, pero haga usted de buen padre de familia de su casa y de la mía: si necesita dinero, vaya a don 
José Cafasso y él le entregará lo que haga falta. 

Me parece necesario que haga una excursión a Castelnuovo: nos iría muy bien a usted y a mí; si lo cree oportuno, forme grupo con el 
teólogo Vola, Carpano, Murialdo, (que me dijo vendría con mucho gusto desde Moncalieri) y también Ponte. Fije el día para la salida, 
temprano para el vapor, y yo espero poder enviar un guía para el camino, que seguramente no les dejará poner el pie en el suelo. O quam 
bonum et quam jucundum habitare fratres in unum! (íOh, qué bueno y qué hermoso es que los hermanos vivan unidos!). 

Cuénteme muchas cosas de usted, del Oratorio y del Refugio, mientras pido al Señor que le acompañe. Ruégole salude a nuestros amigos 
del Oratorio y me crea siempre, 

De V.S. 

Afectísimo amigo
JUAN BOSCO, Pbro.


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Castelnuovo de Asti, 30 de septiembre de 1850 

P.S. He recibido a tiempo la facultad para dar la bendición con el Santísimo; mil gracias. 
Mientras escribo, recibo su carta, en la que me comunica tantas cosas que deseaba saber. Le recomiendo a nuestro pupilo José Rossi, 
zapatero, y a Constantino, que ya hace algunos ((136)) días se pasea por Turín, sin preocuparse de trabajar. 

Don Bosco escribía al teólogo Borel diciéndole se dirigiera a don José Cafasso para obtener dinero: seguramente su necesidad debía ser 
grande, pues había encargado a su procurador vender algunos trozos de terreno de su propiedad en Valdocco. En efecto, el 6 de octubre de 
1850, con escritura ante el notario Turvano, vendía a Miguel Nicco un terreno de 38 centiáreas por 250 liras; a Mariana Franco, viuda de 
Audagnotto, 3,89 áreas, por 2250,62 liras y a Santiago Ferrero y Juvenal Mo, 6 centiáreas por 37,16 liras. 

Durante ese tiempo don Bosco se encontró, por vez primera, en Castelnuovo por Juan Cagliero, muchacho de unos doce años, natural de 
aquel pueblo. Se lo presentó el párroco don Antonio Cinzano para que examinara su vocación y le admitiera en el Oratorio de Turín. El 
mismo Cagliero, ahora obispo, nos contaba su primer encuentro con don Bosco: 

-La impresión que recibí fue la de ver en don Bosco un sacerdote singular, ya por el modo y la gracia con que me acogió, ya por el 
respeto y el honor con que le trataban mi buen párroco, mis maestros de Castelnuovo y los demás sacerdotes. Jamás se borró ni disminuyó 
mi primera impresión, sino que se acrecentó durante los treinta y tres años que viví a su lado. Don Bosco me hizo unas preguntas y fijó mi 
ingreso en el Oratorio para el curso siguiente. 

Después de la admisión de Cagliero, don Bosco siguió todavía en I Becchi por algún tiempo, que aprovechó para terminar sus gestiones 
con el abate Rosmini, a quien escribía: 

((137)) Al Ilustrísimo y Distinguido Señor Abate Don Antonio Rosmini, Superior General del Instituto de la Caridad -Stresa 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

Participo a V. S. Ilustrísima que mis condiciones de salud me han obligado a pasar unas semanas más en el campo. Al presente estoy 
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restablecido, gracias a Dios, y espero poder volver mañana a la Capital. Por tanto, V. S. puede dar las disposiciones que crea del caso sobre 
el préstamo de que hemos hablado. Me parece que la garantía podría hacerse con la hipoteca sobre el inmueble, o por disposición 
testamentaria formalizada desde ahora: me remito a lo que V. S. crea mejor. 

No puedo menos de renovar con la presente la expresión del más cordial agradecimiento por la amable acogida y atenciones dispensadas 
en los felices días que pasé en Stresa; y mientras le auguro todo bien del Señor, tanto para la conservación de su venerada persona, como 
para el incremento del Instituto, me considero honradísimo en poder declararme, 

De V. S. Ilma. y Rvdma. 

Castelnuovo de Asti, 25 de octubre de 1850 

Humilde Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.
(Junto al Refugio)
.


Al día siguiente recibía respuesta: 

Stresa, 26 de octubre de 1850 

Muy Reverendo y Carísimo Señor Don Juan: 

Respondo a su grata del 25 próximo pasado, por encargo de mi Superior el abate Rosmini, que afectuosamente le saluda. 

((138)) Está dispuesto a dar las disposiciones oportunas para el empréstito concertado; pero desearía que antes cuidara V. S. de que un 
hábil arquitecto hiciera un plano normal de la casa que desea construir, de acuerdo con las conversaciones tenidas, y tal, que pueda ser 
aprobado por el mismo señor abate Rosmini. 

Los 20.000 francos se le entregarían de una vez, en el momento de recibir la correspondiente escritura de garantía que V. S. presentara; y 
esto para evitar la multiplicidad de documentos que precisarían si se entregara la suma en varios plazos. V. S. podría después colocar a 
interés, por cuenta propia, la parte que no necesitara enseguida. Lo que resultaría ventajoso para V. S., porque así podría obtener una 
ganancia mayor que el interés a que se obligaría con el 
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Fin de Página 114 


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mismo señor Abate. Finalmente, éste preferiría que V. S. asegurase dicha suma con hipoteca sobre el terreno o sobre el edificio a construir, 
mejor que por testamento, ya que en este segundo caso V. S. o quien le sustituya, quedaría obligado al impuesto de sucesión no familiar de 
diez por ciento, etc. 

C. GILARDI 
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((139)) 

CAPITULO XIV 

EL ARZOBISPO PERMITE VESTIR LA SOTANA A LOS CUATRO PRIMEROS ESTUDIANTES DEL ORATORIO -MIGUEL RUA 
ALUMNO DE LAS CLASES DE LATIN -EL CANONIGO GASTALDI RECOMIENDA A SU MADRE EL ORATORIO, ANTES DE 
ENTRAR EN LOS ROSMINIANOS -METODO FACIL PARA APRENDER LA HISTORIA SAGRADA, PARA USO DEL PUEBLO 
CRISTIANO 

DON Bosco creía que sus cuatro discípulos de latín estaban suficientemente preparados para vestir la sotana, y como tenía urgente 
necesidad de su ayuda en los Oratorios, escribió al Arzobispo, desde Castelnuovo, para alcanzar las oportunas licencias. Monseñor 
Fransoni respondía a don Bosco desde Lyon el 23 de octubre de 1850: 

Carísimo don Bosco: 

Me disgusta no poder satisfacer su petición para admitir fuera de tiempo al examen para tomar la sotana a sus recomendados Félix 
Reviglio, Santiago Bellia, José Buzzetti y Carlos Gastini, puesto que si abriese esta puerta acabaría con la disposición de mi antecesor que 
fijaba una sola fecha al año para los exámenes de todos los postulantes. En alguna que otra ocasión tomé la disposición de ((140)) permitir 
que alguno vistiese la sotana sin previo examen, y que se presentase a él en la fecha establecida para todos. Es lo que, por consiguiente, 
puedo hacer en favor de sus recomendados, y me parece que de este modo queda resuelta su finalidad, ya que así alcanza usted su intento. 
Guarde, pues, la presente carta para su justificación, y, mientras tanto, haga repasar a los jóvenes para asegurar más el éxito del examen. 

Ruegue por mí que soy de todo corazón, 

su atento seguro servidor
» LUIS, Arzbpo. de Turín.


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Agradeció don Bosco la bondad del Arzobispo. Volvió a Turín y continuó sus lecciones hasta fin de año. Durante catorce meses había 
dado clase de latín diaria, antes del mediodía, y durante cinco o seis horas consecutivas. Había llegado, por consiguiente, el momento de 
presentar a sus alumnos al menos a un examen privado. Encargó de ello al doctor en teología Chiaves y al profesor de retórica don Mateo 
Picco, los cuales no pudieron comprender de ningún modo, cómo le había sido posible a don Bosco preparar en tan poco tiempo a alumnos 
tan bien instruidos. Y los declararon capaces para seguir los estudios de filosofía. 

La satisfacción experimentada por don Bosco por este examen había sido precedida por una hermosa ganancia y una no pequeña pérdida. 
Hemos visto al jovencito Miguel Rúa asistir a los ejercicios espirituales de Giaveno. Había terminado el curso elemental en las escuelas de 
los Hermanos de la Salle; durante el año, su maestro el Hermano Miguel, muy querido por los alumnos, sabedor de su inteligencia y de su 
espíritu de piedad, su amabilidad, prudencia y amor por el trabajo, le había propuesto entrar como hermano en ((141)) su Instituto 
Religioso. El jovencito, que le quería mucho, aceptó la cordial invitación, y respondió: -Si el próximo curso, vuelve usted a su clase, haré 
lo que me aconseja. 

Habitaba Rúa en Valdocco, no lejos del Oratorio: su padre, hortelano, era un cristiano de buena cepa, y su madre no demostraba ser 
inferior a mamá Margarita en la buena educación de sus hijos. La cercanía de las dos casas hacía que Miguel fuera al Oratorio también 
entre semana. Como había terminado los exámenes y se había acabado el curso, don Bosco, que, con ojo certero había pronosticado sus 
valiosas condiciones, preguntóle si no le gustaría hacerse sacerdote. Respondió Miguel: 

-íYa lo creo, mucho! 

-Pues entonces, prepárate para estudiar latín. 

El muchacho le expuso la invitación que le había hecho su maestro y la respuesta que le había dado. Al oír esto don Bosco no añadió 
más, pero sus palabras habían producido una viva impresión. Dios guiaba, en tanto, el porvenir. El Hermano Maestro había salido de la 
escuela por orden de los superiores, y había sido trasladado para enseñar en otro lugar lejano. Miguel, libre así de su compromiso, pidió y 
obtuvo de sus padres poder seguir el consejo de don Bosco. Al dar la agradable noticia al padre espiritual de su alma, Miguel le presentó 
las papeletas de mención honorífica mensual, durante el primero y segundo grado, obtenidas en la clase elemental superior durante los 
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cursos 1848-49, 1849-50, por su conducta óptima y su aplicación. Tanto le gustaron a don Bosco, que quiso guardarlas consigo y las 
conservó mientras vivió, y todavía existen en nuestros archivos. 

Durante los tres meses de vacaciones otoñales, don Bosco puso a Miguel Rúa, juntamente con Ferrero y Marchisio, con don Pedro Merla 
el cual les enseñó los primeros rudimentos de latín. Pero después de la fiesta ((142)) de Todos los Santos, como quiera que don Bosco ya 
no podía enseñarles él mismo regularmente, empezó a enviarles a la escuela privada del profesor José Bonzanino, titulado, para los tres 
cursos inferiores del gimnasio. Tenía éste su clase, junto a la plaza de San Francisco de Asís, en una casa que pertenecía a la familia Péllico 
y precisamente en las mismas habitaciones donde Silvio escribió Mis prisiones. Bonzanino aceptó con gusto la petición de don Bosco, el 
cual les repasaba la gramática por la noche, les enseñaba el sistema métrico y les adiestraba en cuentas. 

Miguel Rúa siguió viviendo con sus padres todavía durante más de un año, mientras se unía a sus condiscípulos, pero como alumno no 
interno en el Oratorio, Angel Savio. Miguel, asiduo a clase, adelantaba mucho en los estudios; tanto que, al acabar el curso 1850-51, con 
maravilla de los maestros, hizo unos exámenes brillantes, con grandes alabanzas, de los tres cursos inferiores del gimnasio. 

Desde entonces le enviaba don Bosco, juntamente con Angel Savio y otros, a asistir y enseñar catecismo a los muchachos de Vanchiglia 
y de Puerta Nueva, y así continuó durante varios años. 

Don Bosco iba a menudo al profesor Bonzanino a informarse de sus alumnos. Un día iban Ascanio Savio y Miguel Rúa al Oratorio de 
San Luis, y díjole Savio a Rúa: 

-Oye, Miguel; me ha dicho don Bosco que fue a pedir informes tuyos al profesor Bonzanino y que se los dio muy halagüeños. Y añadió 
que se había hecho planes sobre ti y que en el porvenir tú le ibas a ayudar mucho. 

Miguel Rúa no olvidó jamás estas palabras. 

En efecto, don Bosco había adquirido un nuevo y estupendo alumno, pero al mismo tiempo perdía un amigo querido. El teólogo 
colegiado Lorenzo Gastaldi, canónigo de San Lorenzo ((143)) en Turín, que había empezado un provechoso apostolado de predicación, 
estaba decidido a renunciar al canonicato, ansioso de una vida más austera y de mayor dedicación al estudio. Como era admirador de 
Rosmini, seguidor de su filosofía, defensor de sus doctrinas en la prensa, se sentía atraído por una viva simpatía hacia la congregación de 
los Sacerdotes de la Caridad; así que, abandonando comodidades. 
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y honores, fue a Stresa y entró en aquel noviciado. Pero, una vez allí, fue cambiando poco a poco sus principios filosóficos y, al terminar la 
prueba, los superiores le quitaron, al cabo de poco tiempo, de profesor de Lógica, y, de acuerdo con su petición, le enviaron como 
misionero a Inglaterra. Una vez allí, le permitieron mantener correspondencia con los periódicos italianos, pero le prohibieron escribir 
sobre temas filosóficos. En efecto, todas las noticias de Inglaterra, publicadas en Armonía de Turín y firmadas por él, tocan solamente 
temas históricos. Mientras tanto, empujado por un vivo celo de la gloria de Dios y adornado de singular ingenio, se había familiarizado con 
el inglés, predicando durante varios años el catolicismo a los anglicanos. 

Pero no se olvidaba de don Bosco a quien quería: antes de partir para Stresa e Inglaterra, dijo a su madre: 

-Para seguir mi vocación me separo de usted; pero no se entristezca por mi partida: resígnese al querer divino, y considere como hijo 
suyo, en mi lugar, a don Bosco y a sus pobres muchachos. Dedique a esta naciente familia los cuidados que se tomaría por mí, lo cual será 
muy satisfactorio y de gran mérito ante el Señor. 

Y tal como el hijo se lo indicó, así lo hizo la madre: a partir de entonces no dejó escapar un día sin acercarse, pese a su avanzada edad, a 
visitar el Oratorio, acompañada de la hermana del Teólogo y de una hija de ésta, para atender de modo especial al buen orden de la ropa 
blanca, remendarla y proveer de prendas nuevas ((144)) cuando era necesario. Mientras vivió, fue una bienhechora insigne de las obras de 
don Bosco. 

Pero si el canónigo Gastaldi deseaba con ardor las misiones de Inglaterra, don Bosco se entregaba continuamente a la conservación de la 
fe en Italia. De los puntos de su pluma salió otro opúsculo titulado: Método fácil para aprender la Historia Sagrada, para uso del pueblo 
cristiano. Exponía en forma de diálogo los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento en treinta breves capítulos, con preguntas y 
respuestas muy concisas, pero claras, de modo que quedaban inmediatamente impresas en la mente del lector. Explicaba de este modo la 
razón de su trabajo: 

«La presente Historia Sagrada está destinada al uso de los cristianos, especialmente aquéllos que, por su mucho trabajo o falta de 
estudios, no pueden leer libros más voluminosos y eruditos. 

»Sólo pretendo hacer notar cómo en la Biblia están contenidas muchas verdades profesadas por los católicos y negadas por los enemigos 
de nuestra santa Religión. Este librito es un compendio de mi 
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Historia Sagrada, en uso ya en diversas escuelas públicas. Al escribirlo he procurado seguir, por cuanto me fue posible, los compendios de 
Historia Sagrada, anejos a algunos catecismos aprobados en diversas diócesis. Espero que cuantos lean esta Historia se apresuren a 
difundirla en escuelas y familias, persuadido de que resultará provechosa para nuestra santa Religión. Bendiga el Señor a todos los que 
trabajan en bien de las almas, infunda en sus corazones fuerza y valor para poder perseverar en el camino de la verdad y les colme de las 
bendiciones celestiales necesarias para la vida presente y la futura». 

Para atraer a los judíos a Jesucristo exponía la profetizada y realizada destrucción de Jerusalén, y para convencer a los fieles de los 
errores de los protestantes manejaba la ((145)) Biblia y la tradición, el gobierno y caracteres de la verdadera Iglesia y de las sociedades 
separadas de la Iglesia católica. 

Hacía estudiar a sus muchachos estos diálogos, y se oía repetir en las veladas: 

-San Pedro fue establecido por Jesucristo como cabeza de la Iglesia y su Vicario. 

-Los apóstoles y los obispos reconocieron a San Pedro por su cabeza. 

-A San Pedro le suceden los Papas, investidos con la plenitud de su autoridad. 

-La explicación de la Biblia y el testimonio de la tradición, debemos recibirlo solamente de la Iglesia católica, porque Jesucristo le dio a 
ella, y no a otro, la autoridad infalible para la conservación de la fe. 

-Los errores contra la fe fueron condenados siempre por los Papas, y sus sentencias fueron respetadas por los verdaderos cristianos como 
salidas de la misma boca de Jesucristo. 

-Jesucristo ha prometido que asistirá a su Iglesia hasta el fin de los siglos. 

Añadía don Bosco a este librito un mapa geográfico de Tierra Santa, y hacía una segunda edición en 1855. Resulta incalculable el 
número de ejemplares difundidos entre el pueblo con las siete ediciones que siguieron. 
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((146)) 

CAPITULO XV 

DON BOSCO MODELO DE AMOR FILIAL -DIA ONOMASTICO DE LA MADRE -HUMILDAD DE MAMA MARGARITA Y SU 
SENCILLEZ -COMO RECIBIA A PERSONAS DISTINGUIDAS -SU AGRADECIMIENTO A LOS BIENHECHORES -ESPIRITU 
DE POBREZA Y DE JUSTICIA 

HONRA A TU PADRE Y A TU MADRE, dijo el Señor. Don Bosco era un modelo ante sus muchachos en la guarda de este 
mandamiento, pues fue siempre cariñosísimo con sus padres. Hablaba con frecuencia y afecto de su padre, al que, se puede decir, ni 
siquiera conoció, y rezaba a diario por el eterno descanso de su alma. Tenía con su madre todas las atenciones propias del hijo más 
respetuoso, y la consolaba en su vejez con una piedad conmovedora. Si, por una parte, nunca antepuso su amor al de Dios, por otra, la 
atendía y ayudaba en cuanto de él dependía. La obedecía, se sometía dócilmente a sus consejos y no emprendía nada importante sin 
comunicárselo. Era feliz con su deseo satisfecho de verla colaborar al bien de los alumnos y hacer de madre de todos. Hablaba de ella con 
veneración y le profesaba un reconocimiento vivísimo por los trabajos y esfuerzos que había realizado para educarle. La alababa 
especialmente por haberle enseñado a tiempo a amar y servir a Dios, insinuándole gran ((147)) horror al pecado. Avanzado en años, aún 
recordaba a su madre con ternura, con filial respeto y verdadera conmoción del corazón. Aunque en su profunda humildad contaba con 
mucho gusto su bajo origen, en el que mamá Margarita aparecía como una vulgar campesina, sin embargo, él la honraba enormemente 
frente a cualquier condición de personas. 

Quería también que los muchachos la obedeciesen y respetasen, y, si en alguna ocasión había alguno que por ligereza o capricho, sometía 
la menor falta de respeto, él decía en la platiquita de la noche, inculcándoles la obediencia: 

-Yo que soy el Director de la casa, obedezco a la madre y la respeto: íhaced vosotros lo mismo! 
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Y, a la par, ponía de relieve a los muchachos los trabajos que ella llevaba a cabo y enumeraba los grandes servicios que le prestaba. 
Aprovechaba la ocasión para recordar a las madres que habían dejado en su casa, y les repetía las palabras de Tobías: «Acuérdate, hijo, de 
que ella pasó muchos trabajos por ti, cuando te llevaba en su seno» 1. 

Don Bosco no perdía ocasión para honrarla. La afable sencillez de su madre aparecía constantemente hasta en los momentos más 
solemnes. El día de su santo caía en el mes de noviembre, y los muchachos lo celebraban cariñosamente; la víspera por la noche, les 
acompañaba don Bosco mismo para entregarle un ramillete de flores. La buena madre les recibía sonriendo, y escuchaba serena, sin hacer 
el menor movimiento, los discursos y poesías que le iban leyendo. Al terminar la lectura, respondía con pocas palabras: 

-íBien! Os agradezco todo, aunque yo no hago nada ((148)) por vosotros. Es don Bosco quien lo hace todo. Sin embargo, agradezco 
vuestras felicitaciones y cumplidos, y mañana, si don Bosco lo permite, os daré un plato más. 

Resonaba entonces un frenético grito de íviva la mamá! y se disolvía la reunión. 

De las palabras de Margarita se deduce bien claro que ella no tenía más cuidado que el de levantar a su don Juan ante los ojos de los 
muchachos y tenerlo como única autoridad. 

Su humildad hacía que todos la quisiesen, y era, por tanto, venerada por cuantos la conocían, aún por aquéllos que se habían entretenido 
con ella sólo un momento en el Oratorio. Desde que llegó a Turín, apenas fue conocida por los vecinos del barrio, no se le llamó con otro 
nombre más que con el de mamá. Trataba con la misma dulzura y caridad a duques, marqueses y ricos banqueros que a sencillos zapateros 
remendones y limpiachimeneas. 

Muchos señores y señoras de la nobleza y los mismos obispos bienhechores insignes de la casa, al ir a visitar a don Bosco no dejaban 
nunca de asomarse a la puerta de Margarita y saludarla, lo mismo al entrar que al salir. Su sincera virtud, sus sencillos modales y su 
singular sensatez causaban la más viva complacencia. Cuando no encontraban a don Bosco en casa, o cuando estaba de visita con alguien, 
ellos se decidían a esperar entreteniéndose con mamá Margarita. Porque en aquellos tiempos no había sala de espera, y a aquellos señores, 
no atreviéndose a entrar para no causar molestia alguna, no 

1 Tobías IV, 3. 
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les resultaba muy agradable sentarse sobre un poyo a cielo descubierto, aguantando el sol o la lluvia. 

Llamaban, pues, a la puerta de Margarita: 

-Mamá, »se puede? 

La buena mujer, sentada en medio de unas pocas sillas, sobre las cuales amontonaba las pobres y gastadas prendas de los muchachos, 
para remendar, respondía sonriente: 

-Pasen, pasen, señores; ((149)) que Dios les bendiga. 

Y, desocupando las sillas, se las presentaba a ellos invitándoles a sentarse. Eran personas ricas, distinguidas, dotadas de saber, conocidas 
por su fama en toda la ciudad; pero ella no se apuraba, no perdía su habitual desenvoltura; más aún, solía decir con toda sencillez: 

-Si me lo permiten, termino tres avemarías, que he empezado y estoy con ustedes. 

-íEs usted muy dueña!, respondían sonriendo, puesto que habían entrado a propósito para disfrutar de su sencillez. 

Margarita acababa tranquilamente su oración. Empezaban después la conversación; pero si ésta languidecía, ella seguía en voz baja sus 
oraciones. 

Aquellos señores pasaban a veces con ella horas enteras, haciéndole preguntas para que hablase. Se gozaban infinitamente con sus 
respuestas, sus pensamientos y los refranes a propósito que brotaban constantemente de sus labios. Por la familiaridad que con ella tenían, 
hasta le proponían cuestiones de moral, de historia, de política. Margarita conservaba siempre una perfecta y serena tranquilidad. No se 
apuraba, ni se impacientaba o avergonzaba. Sus respuestas no eran necias, presuntuosas ni ligeras. El buen sentido y el catecismo eran su 
mejor ayuda; un chascarrillo o un refrán sobre su propia ignorancia, el relato de un hecho o de algo visto u oído narrar, o que le había 
sucedido a ella misma, le daban pie para escapar de las preguntas que no entendía. 
Sus nobles visitantes se reían placenteramente, porque, de propósito presentaban aquellos temas, por el gusto de admirar la manera de 
cómo se defendía una vulgar campesina que hasta entonces, puede decirse, era la primera vez que salía de su aldea. También Margarita reía 
a gusto. 

((150)) Es de advertir que la buena mujer sabía mantenerse siempre igual en todas las circunstancias, lo mismo si era objeto de burlas, 
que si era provocada con palabras poco reverentes, o contrariada en sus intenciones. 

Tenía un agradecimiento vivísimo e inmutable en favor de los bienhechores de la casa y de su hijo. Hubiera querido poderles pagar 
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su caridad; pero, »cómo? Manifestaba con palabras todo su corazón, lamentándose de la imposibilidad en que se encontraba para cumplir 
este deber, y buscaba con sus simpáticas maneras hacer de modo que todo fuera de su agrado. Cuando le parecía que, por el frío o por el 
calor, sus visitantes necesitaban un alivio, inmediatamente proponía: 

-»Les apetecería una taza de café? 

Aquellos señores se lo agradecían, diciendo que no lo necesitaban o que ya lo habían tomado. Pero ella insistía tan cordialmente, con un 
que sí, que sí, tan suplicante y premuroso, que ellos aceptaban, y ella, la mar de satisfecha, corría a prepararlo. 

Si llegaba algún párroco hacia el mediodía, no encontraba cortesía más agradable que la de invitarle a comer. E iba repitiendo 
amablemente: 

-Si me hubieran avisado de su llegada, si yo lo hubiera sabido antes, habría preparado algo mejor; pero, quédese: será un placer para mi 
hijo. 

Aquellos buenos sacerdotes, solamente por darle gusto y por entretenerse a sus anchas con don Bosco, aceptaban la invitación. Pero, los 
que eran de la ciudad volvían luego a comer a su casa y los que eran forasteros buscaban, luego, una fonda donde refocilarse. En aquellos 
tiempos no se servía en el Oratorio más que lo justo para un ermitaño. Sin embargo, Margarita sabía espabilarse para presentar alguna 
sorpresa agradable a los que ella consideraba, y lo eran, ((151)) los ángeles de la Providencia. Cuando le llevaban del pueblo fruta 
temprana o poco corriente, o cuando José le traía una liebre o una ave de valor, estaba satisfecha y enviaba inmediatamente su regalo a 
aquellas familias, a las que profesaba tanto afecto. 

Pero mantenía sobre todo la promesa que frecuentemente hacía a los bienhechores: 

-Rogaré por ustedes al Señor: que El se lo pague y les conceda toda suerte de prosperidades, como ustedes se merecen. 

Estas delicadas atenciones no cambiaron en nada sus ideas y sus costumbres. Inspirada en el amor a la vida de privaciones, soportada por 
Nuestro Señor Jesucristo, repetía a menudo: Pobre nací, pobre quiero vivir y morir. 

De vez en cuando, solía devolver las visitas e ir a las casas de los bienhechores, donde era recibida con gran alegría. A pesar de ello 
nunca quiso cambiar su indumentaria campesina, ni permitió que se empleasen en ella tejidos o lienzos de algún valor. 

-Saben muy bien esos señores que yo soy pobre, exclamaba, y, por consiguiente, perdonarán la ordinariez de mis vestidos. 
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Pero aquellas telas estaban siempre tan pulcras que agradaban a todo el que trataba con ella.
Con el andar del tiempo, y después de varios años de llevar el mismo vestido, aunque sin manchas, resultaba que éste se veía desteñido 
y


remendado. Un día le dijo don Bosco: 

-Mamá, por favor, cámbiese de vestido. íHace ya tantos años que lleva el mismo encima! 

-íQué gracia! »Y no te parece que todavía me va bien este vestido? 

-»Bien? Le aseguro que no es ni decente. Viene a usted el conde Giriodi y la marquesa Fassati, y ciertamente no conviene que los reciba 

con ese vestido. Ni los barrenderos de la calle van peor vestidos que usted. 

((152)) -Pero, »cómo quieres que haga para comprarme un vestido cuando no tenemos nada? 

-Es verdad, no tenemos nada; pero, antes que verla hecha una lástima, dejaremos el vino y la carne; y usted provéase. 

-Cuando las cosas sean así, haremos este gasto. 

-»Cuánto costará un vestido? 

-íVeinte liras! 

-Aquí las tiene. 

Margarita tomó las veinte liras y se retiró a sus labores. Pasó una semana, pasaron dos, pasó un mes y Margarita siempre con el mismo 

vestido encima. Hasta que finalmente don Bosco preguntó: 

-Mamá, »y el vestido nuevo? 

-íAh! Es verdad. Pero »cómo comprarlo, si no tengo un céntimo? 

-»Y las veinte liras? 

-íAy, ya están gastadas! Compré sal, azúcar, cebollas y otras cosas por el estilo. Vi, además, a un pobre muchacho descalzo y tuve que 

comprarle un par de zapatos. Con lo que me quedó compré unos pantalones a fulano y una corbata a mengano. 

-Bueno, ha hecho usted bien; pero no puedo soportar el verla así: íva en ello mi honor! 

-Me sabe mal: hay que remediarlo; pero, »cómo hacer? 

-Pues bien; le daré otras veinte liras, pero esta vez quiero que se cuide de usted misma. 

-Lo haré, si así te place. 

-Tenga las veinte liras; pero no olvide que deseo verla vestida finalmente con más decoro. 

-íTranquilo, tranquilo! 

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Pero estábamos en las mismas: todo se gastaba para los muchachos. 

Una bienhechora le regaló una hermosa mantilla de seda muy larga. ((153)) Después de examinarla atentamente, dijo Margarita a la 

hermana de don Francisco Giacomelli: 

-»Para qué podría servir esto tan elegante? »Una pobre campesina como yo, vestida de seda? íNo quiero que nadie se burle de mí! 

Y tomó las tijeras, descosió la mantilla y cortó unos justillos para los muchachos asilados. 

Cuando llegó el momento en que don Bosco tuvo en casa algunos clérigos y sacerdotes, en atención a ellos, debió añadir un plato de 

carne a la comida. Habría podido ella comer igual que los Superiores, que también le hubiera llegado. Sin embargo no comía más que la 
polenta fría, con un pimiento, una cebolla y algunos rabanitos, sin más condimento que la sal; y estaba la mar de contenta. 

-Los pobrecitos, exclamaba a menudo, no siempre tienen qué comer, mientras a mí no me falta; por consiguiente, puedo llamarme 
señora. 

A lo mejor llegaba al Oratorio un gran personaje, como un obispo, un párroco, y se acercaba a ella presentándole una tabaquera de alto 
precio y le invitaba a tomar un poquito de rapé. 

Margarita lo rechazaba siempre, agradeciendo el gesto. 

-Pero, »no le parece que, teniendo que estar siempre sentada y ocupada, esto le podría aliviar? 

-íSeñor, tengo que comprar calcetines para los muchachos! 

-íPues yo le regalo esta tabaquera! 

-Su Señoría es demasiado bueno, pero usted sabe que cuestan mucho las costumbres... y nosotros somos pobres. 

Sin embargo, aunque reinaba la pobreza en la casa, ella era de una justicia rigurosa para dar a cada cual lo que por derecho le 
correspondía, y el corazón de aquella mujer estaba lleno de delicadas atenciones con todos en cualquier ocasión. 

Un día, fue de compras con la jovencita Giacomelli. Llegaron hasta una tienda frente a la iglesia del Corpus Christi, para proveerse de 
agujas, hilo y botones. Pagaron y volvieron a casa con sus ((154)) compras. Repasando las cuentas, por el camino, encontró una diferencia 
de tres o cuatro liras en perjuicio del tendero. Perdió la calma y, al entrar en casa, dijo a la Giacomelli: 

-Vuelve enseguida a la tienda, a ver si de veras se han equivocado; pero cuida de llamar aparte al dependiente que nos ha atendido y 
habla con él de forma que no le llame la atención al amo. 
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La jovencita hizo el recado fielmente, contó las palabras de Margarita al dependiente y le devolvió las liras. Quedó éste sorprendido y 
preguntóle quién era la que le había amaestrado tan bien: 

-Es la mamá de don Bosco, respondió la Giacomelli. 

-Pues bien; dígale que se lo agradezco mucho, sobre todo la atención que ha tenido. Si se hubiera dirigido al amo, me había hundido, 
porque me habría echado fuera sin más contemplaciones, y yo me hubiera quedado en la calle. Agradézcaselo, pues, en mi nombre a esa 
buena señora, y dígale que venga siempre a comprar a esta tienda, que yo la serviré mejor y a más bajo precio que nadie. 

Nos contaron todos estos sucesos el teólogo Ascanio Savio, Tomatis, 
Buzzetti y sobre todo el mismo don Bosco. 

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((155)) 

CAPITULO XVI 

DON BOSCO ASISTE A LOS ENFERMOS Y MORIBUNDOS -ADMIRABLE CONVERSION DE UN ATEO -OTRA 
CONVERSION DE UN SECTARIO -UN MOLESTO ENCUENTRO CON LAS SECTAS 

LAS amables virtudes de Margarita, copiadas y perfeccionadas por el hijo hasta el heroísmo, inspiraban a la gente, en todas sus angustias, 
una ilimitada confianza en don Bosco. Particularmente, su caridad con los enfermos y moribundos era tan conocida en Turín que, 
frecuentemente, no sólo los muchachos externos del Oratorio, sino los enfermos de los hospitales y de la ciudad le mandaban llamar para 
confiarle los secretos de su alma. Era apreciadísimo por las familias, porque sabía consolar a sus seres queridos y, de forma delicada, 
animarles a recibir el santo Viático fácilmente y sin asustarse. Con su viva fe se apresuraba a que se les administrase la extremaunción y la 
bendición papal, de forma que morían confortados con la esperanza cristiana. No era raro, atestigua don Miguel Rúa, que el Señor 
recompensara su fe y solicitud, otorgando la salud corporal a los enfermos por él atendidos, apenas recibían los santos óleos. 

Era también admirable cómo sabía disipar las angustias de ciertas almas piadosas, que, al llegar al último extremo, ((156)) tenían un gran 
miedo a las penas de purgatorio. Sabía hablarles tan bien de los méritos que se ganan con las indulgencias, de las penas que se descuentan 
sufriendo resignadamente los dolores de la enfermedad, de la ofrenda generosa a Dios de la propia vida, de la perfecta caridad que limpia 
toda mancha, que llenaba el ánimo de confianza consoladora en la misericordia de Dios. Les añadía que se celebrarían muchas misas de 
sufragio y que él mismo rezaría por ellos. Y cuando alguno no se rendía a razones, él llevado de su caridad, le aseguraba, para 
tranquilizarle y animarle, que él mismo tomaba sobre sí, al menos una parte de la expiación que él debía rendir en el otro 
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mundo. Y, en efecto, sucedió en alguna ocasión que fue acometido por un fortísimo dolor de muelas, que no le dejó descansar de día ni de 
noche, durante toda una semana. Habiéndole preguntado don Miguel Rúa, qué le pasaba, manifestóle confidencialmente que, para consolar 
a un pobre moribundo, le había prometido cargarse él mismo con las penas que el otro debería haber sufrido en el purgatorio. 

Por esta su bondad y pericia para cumplir el sagrado ministerio, sucedía que muy a menudo era llamado por parientes o amigos de 
enfermos que rechazaban obstinadamente o diferían el reconciliarse con Dios. Era preferido entre los sacerdotes, por el convencimiento 
que había de que él llegaba a persuadir con sus buenos consejos y a ayudar a bien morir. Poseía en grado eminente lo que san Pablo llama 
Gratias curationum. 

Cierto abogado, feligrés de la parroquia de San Agustín, cayó enfermo, y llegó a tal punto la enfermedad que se perdió toda esperanza de 
curación por su avanzada edad. La vida de este abogado no había sido la de un modelo cristiano, sino más bien la de un ateo, puesto que 
aborrecía ((157)) las cuestiones religiosas. Apenas supo el párroco su situación, corrió a visitarle e hizo todo lo que la caridad y la 
prudencia le sugirieron para renovar en él los sentimientos cristianos y poderle confesar; pero todo resultó inútil, y el párroco fue rechazado 
groseramente. Acudieron otros celosos sacerdotes, hicieron cuanto pudieron y supieron: todo en vano; algunos que quisieron insistir fueron 
rechazados de mala manera. El enfermo repetía que no quería saber nada de 
curas ni de confesión. Terminó por intimar a sus familiares, que por ningún motivo, permitieran se le acercase un sacerdote. Parecía 
totalmente desesperada su conversión. Pero la caridad sacerdotal supo encontrar nuevos medios. 

El teólogo Roberto Murialdo, uno de los pocos que le habían visitado, fue una mañana al Oratorio a comunicar el caso a don Bosco, para 
que fuese él a intentar la salvación de aquella alma que amenazaba perderse. Dijo don Bosco que haría con mucho gusto todos los posibles 
Pensó el modo y manera para visitar al enfermo, pero no encontraba razón o pretexto para entrar en aquella casa. Sin embargo, salió del 
Oratorio, se puso en camino, y al pasar junto al Santuario de la Consolación, entró en él y estuvo rezando a María Santísima por el enfermo 
un momento. Después, se dirigió a casa del abogado. Entró, subio las escaleras. Estaba ya en el rellano, junto a la puerta, y aún no hallaba 
la razón para entrar, calculando la acogida que iba a tener, cuando, de repente, salió por un corredor un 
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muchacho que iba al Oratorio, el cual apenas le vio comenzó a gritar: 

-íDon Bosco, don Bosco!, »cómo está usted? 

Y se acercó a saludarle respetuosamente. 

-Muy bien, respondió don Bosco. »Vives tú aquí? 

((158)) -Sí, ésa es mi casa. Venga a ver a mi madre, venga. íMamá, mamá, don Bosco está aquí! 

Don Bosco acompañó a su casa al muchacho, el cual, la mar de contento, se lo presentó a su madre que salió al encuentro. 

Se sentaron, hablaron un rato y de repente dijo el chiquillo: 

-»Sabe usted, don Bosco, que aquí al lado hay un enfermo? 

Y él, disimulando, preguntó: 

-»Y cómo está? 

-Está muy grave; venga a verlo. 

-Sí; »Pero, querrá recibirme? Hay que saber primero si él lo quiere; si no le molesta mi visita. Vete tú a ver; pregunta, dile: don Bosco ha 

venido a ver a mi madre; le hemos dicho que usted estaba enfermo y que, si usted quería, vendría a visitarle. 

-Voy corriendo, respondió el muchacho. 

Va, abre la puerta de la casa del abogado, y sin proferir palabra ni preguntar a nadie, atraviesa las habitaciones, se presenta ante el 

enfermo y le dice: 

-Señor abogado, don Bosco está en mi casa; le hemos hablado de usted y le gustaría verlo. Está en mi casa, »sabe?. »Quiere que pase a 
verlo? Mire, le dará la bendición y le pondrá bueno, porque yo sé de muchos que estaban enfermos, y que, después de darles don Bosco la 

bendición, se curaron. 

Preguntó el enfermo: 

-»Quién es ese don Bosco? 

-Es aquel cura que reúne en Valdocco a tantos muchachos en el Oratorio todos los domingos, respondió el muchacho: tiene en su casa a 

los más pobres y los mantiene y les enseña un oficio. 

-íAh, ya! replicó el enfermo, ya sé quién es don Bosco... 

Se detuvo un momento pensando y añadió: 

-Bueno, que venga; sí, que venga, si es don Bosco. 

((159)) Dicho esto, corrió el muchacho a don Bosco, que todavía hablaba con su madre, y le dijo que el enfermo le esperaba. Don Bosco, 

sin detenerse, fue y se presentó al enfermo, el cual, apenas le vio, exclamó saludándole graciosamente: 
-íOh don Bosco! estoy muy contento de verle. Le agradezco su molestia y atención. 

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Y él replicó:
-Aquí estoy. Y añadió riendo: Míreme bien: »tengo cara de hombre honrado?
Respondió el enfermo:
-Vaya, no está mal, no está mal.
-»Y cómo es eso, que un hombre tan fuerte y valiente como usted esté ahora en la cama?
-Hubo un tiempo en que podía hacer mi voluntad: ahora hay que ceder...; pero, siéntese.
-No se preocupe; si no le molesta, yo estaré de pie.
-De ningún modo, siéntese; sufro al verle de pie.
Don Bosco, entonces, se sentó junto al enfermo y empezó a charlar con él sin tocar para nada la confesión. La conversación fue


variadísima; allí salieron todas las cuestiones: política, leyes, medicina, milicia, filosofía, etc. Don Bosco le seguía, y supo corresponderle 
tan perfectamente, que el abogado, estupefacto, dijo al fin: 
-Parece usted una enciclopedia. 
Habían pasado tres cuartos de hora y don Bosco quería despedirse; levantóse, intentó saludar al enfermo, pero éste dijo: 
-»Ya se quiere marchar? Quédese un rato, si no le es molesto. 
Y don Bosco: 
-Ya es hora de que vuelva a casa para algunos asuntos; no puedo quedarme más. 
-Sí, quédese todavía un poco más. 
-No, no, tengo que marcharme; pero, si usted quiere, volveré a verle. 
-Bueno, vuelva otra vez. 
Mientras tanto había tomado entre sus manos las de don Bosco y las sostenía apretadas. 
((160)) Animóle don Bosco y de nuevo le saludó, como quien va a partir. 
Aquel señor, sin responder palabra, seguía entreteniéndole y mirándole fijamente a la cara. Entonces don Bosco, sonriendo, le dijo: 
-Yo sé lo que usted quiere. 
-»Qué quiero? »Será posible? íVeámoslo! 
-Usted quiere que yo le dé mi bendición. 
Y entonces, maravillado, exclamó el abogado: 
-íEso es! Pero, »cómo es posible que usted lo sepa? Hace treinta y cinco años que aborrezco a los curas y a la religión; es ésta la primera 
vez que pasa por mi mente este pensamiento, y don Bosco me lo adivina enseguida. Démela, pues. 

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-Con mucho gusto; »y qué quiere que pidamos al Señor? 

-Que me cure. 

-Siento decírselo; »y si estuviera decretado ya allá arriba, que usted debe pasar a la eternidad? 

-»Cómo sabe usted eso? Todos los médicos dicen que voy mejor, que me anime, que pronto estaré curado. 

-También yo le animo, replicó don Bosco amablemente; pero está establecido así: usted no curará. Yo no puedo alcanzar nada para su 

curación; pero puedo darle la bendición, y lo que yo pediré será que el Señor le conceda tiempo para ajustar las cuentas de su conciencia, 
poner en gracia de Dios su alma y tener una buena muerte. 

Estas palabras, sin embargo, no hicieron gran efecto; el enfermo se quedó casi indiferente. Pero recibió la bendición y, antes de que don 
Bosco le dejase, con cierta ilusión, le dijo: 

-Vuelva a verme, »sabe? 

Hacía cuatro o cinco horas que don Bosco había vuelto al Oratorio, cuando llegó en su busca un criado, llamándole de ((161)) parte del 
enfermo y diciendo que el abogado insistía en que fuera a verle de nuevo. Casi era de noche; don Bosco fue. Apenas le vio el abogado, le 
dijo muy contento: 

-íAh!, tenía muchas ganas de que volviera otra vez. Esta mañana me ha divertido y me ha hecho reír. 

-Pues lo de esta mañana no es nada; esta noche quiero hacerle reír más. Dígame: yo sé que en su casa hacen buen café y, si me lo da, 

tomaría con mucho gusto una taza. 

-Es un gran honor el que me hace. 

Y llamó inmediatamente al personal de servicio: 

-Pronto, pronto, una tacita de café para don Bosco. 

Y aunque aquella bebida más le fastidiaba que le convenía, don Bosco la tomó; después dijo a los de la casa: 

-Pueden retirarse, queremos charlar nosotros dos. 

Ya a solas con el enfermo, se sentó y empezó a darle la bendición, diciendo: Dominus sit in corde tuo... (El Señor esté en tu corazón...). 

Pero el abogado no entendía ni se santiguaba... y preguntó: 

-»Qué hace usted? 

-Nada; haga usted la señal de la cruz. 

-»Por qué? 

-No pregunte por qué, haga lo que le digo. 

-»Acaso quiere confesarme? 

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-No hable ahora de confesión; santígüese, »es malo santiguarse? Sería bueno que un abogado, docto y apreciado como usted, no supiera 
hacer la señal de la cruz... 

-Ciertamente sé. 

-Vamos a verlo. Yo no creo, si no veo. 

-»Y quiere esto? Pues mire. 

Y empezó a hacer la señal de la cruz. En el nombre del Padre, etcétera. 

Entonces don Bosco, sirviéndose de su don especial de conocer exactamente, cuanto era necesario, el estado de conciencia del ((162)) 
penitente sin que hablase, y sin haber sido antes confesado por él, comenzó a preguntarle: 

-Dígame, señor abogado: »cuánto tiempo hace que no se ha confesado? 

-»Pero, quiere confesarme? 

-Ahora no hablamos de eso; déjeme a mí: ya sabe usted lo que le he prometido: quiero tenerle contento; escúcheme, entonces: »hace 
tantos años (y precisó el número) que no se ha confesado? 

-Precisamente el tiempo que usted ha dicho; pero, »usted sabe que yo no quiero confesarme? 

-íNo hable de eso! 

Y, mientras tanto, seguíale diciendo: 

-Por aquel tiempo sus asuntos iban de esta manera y de la otra. Su estado era así y asá. 

Y precisaba las cosas a las mil maravillas. 

-Justo, justo; ísi parece que sepa usted mi vida! 

-Después, en aquella circunstancia, hizo esto e hizo aquello. 

-Es verdad, es verdad; me sabe mal, pero lo hice. No quisiera haberlo hecho. 

De este modo, uno tras otro, iba don Bosco diciendo todos sus pecados al enfermo, el cual, cada vez más pensativo y conmovido, 
exclamaba a cada pecado que don Bosco le recordaba: 

-Esto me sabe mal; esto me avergüenza; ílo hice mal! 

A cada expresión de arrepentimiento, tomábale don Bosco de la mano y le decía: 

-Amigo mío, sea valiente. 

Estas palabras parecían herir su corazón, y cada vez que don Bosco las repetía más le conmovían y le hacían saltar las lágrimas. Así llegó 
al término de su confesión, llorando a lágrima viva como un niño sinceramente arrepentido. Recibida la absolución exclamó: 

-íDon Bosco! íUsted me ha salvado! En principio no me hubiera 

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confesado por nada del mundo; estaba dispuesto a hacer cualquier ((163)) animalada, antes que ceder; pero usted ha sabido cazarme con 
arte, me ha vencido; gracias; ahora haría mil confesiones: mi corazón está quebrantado por el dolor, y, sin embargo, experimento un 
consuelo que nunca había tenido ni podido imaginar. Tráigame por favor el santo Viático. 

En aquel momento llegaban para visitarle dos o tres amigos suyos, que ciertamente hubieran intentado deshacer todo lo que se había 
logrado. 

Entonces don Bosco, avisado de ello, dijo al enfermo: 

-Si viniere alguno a visitarle, »quiere que le digamos que le dejen 
tranquilo y que vuelva mañana, porque ahora necesita descansar? 

-Dé órdenes en este sentido, respondió el enfermo. 

Y así se hizo. Aquellos tales recibieron bien la cosa y se marcharon para volver al día siguiente. Salió entonces don Bosco y entró en la 
habitación toda la familia, llena de satisfacción al oír contar al enfermo cuanto había hecho don Bosco para volverle a Dios. 

A la mañana siguiente, después de haber recibido el santo Viático y la extremaunción, volvieron sus antiguos amigos, compañeros de 
incredulidad y de vida libre y entraron. Al saber que había cumplido con sus deberes de buen cristiano, empezaron a burlarse de él, que por 
debilidad había doblado el cuello a las intimidaciones del cura. Pero el enfermo, a quien don Bosco había sugerido lo que debía decir a 
éstos, respondió con franqueza: 

-A la hora de la muerte se ven las cosas desde otros puntos de vista, y esta hora también está cerca para vosotros. Después de la vida 
presente, hay otra y un infierno de penas eternas. »Pretenderíais acaso que fuera yo tan estúpido como para arrojarme en aquellas llamas? 
Podéis reíros: pero reirá mejor el que ría el último. Decís que no creéis en la vida futura ni en la eternidad; pero hay muchos otros que 
atestiguan su existencia, y por consiguiente, no sois razonables ((164)) si no pensáis en ello. Aunque sólo se supusiera que es dudosa la 
existencia del infierno, »no es una locura vivir con tanta indiferencia y con manifiesto peligro de caer en él, si realmente existe? »Acaso no 
es de sabios, tratándose de la eternidad, tomar el camino más seguro? »Por qué os habéis de burlar? íYo soy más prudente que vosotros! 

Ante aquella declaración, sus amigos no supieron qué responder, y, tras unas cortas y vanas palabras, se retiraron. El abogado vivió 
todavía una semana, durante la cual fue don Bosco a visitarle y confortarle 
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cada día; y agradeciéndoselo, expiró con el ósculo del Señor. 

En otra ocasión fue al Oratorio una distinguida señora en busca de don Bosco, rogándole encarecidamente fuese a visitar a un sujeto 
gravemente enfermo y al final de la vida. Se trataba de un personaje mezclado con la política, de muchos grados dentro de las sectas. Había 
rechazado decididamente al sacerdote, asegurando que saldría mal de allí, si alguno intentase acercarse a su lecho. A duras penas permitió 
que invitasen a don Bosco. Y don Bosco, confiando en Dios y en la protección de la Santísima Virgen, fue allí. Apenas entró en la 
habitación y entornó la puerta, aquel señor, recogiendo las fuerzas que aún le quedaban, díjole bruscamente: 

-He cedido a las suplicantes instancias de una persona a la que quiero; pero »viene usted como amigo o como cura? No me gustan las 
farsas, no soy amigo de comedias. íAy de usted, si me nombra la confesión! 

Y, así diciendo, empuñó dos pistolas, que tenía colocadas una a cada lado de la almohada. Apuntó al pecho de don Bosco y exclamó: 

-Recuérdelo bien, apenas nombre la confesión, el primer tiro de esta pistola será para usted y el de esta otra para mí: porque a mí no me 
quedan más que unos pocos días de vida. 

((165)) Don Bosco le respondió con calma y sonriente que estuviese tranquilo, porque no le hablaría nunca de confesión, sin su permiso. 
Preguntóle, a continuación, por su enfermedad, qué decían los médicos y qué tratamiento habían prescrito. 

Era tan amable su hablar, tan interesante y consolador, que no se cansaba su oyente, ablandaba los corazones más duros y despertaba en 
ellos simpatía y confianza con su persona. Con los hombres más cultivados empleaba un método con el que muchas veces alcanzó su 
intento. Se refería a cualquier hecho contemporáneo interesante, lo comparaba con otro hecho histórico anterior, y lo elegía de forma que 
coincidiese con la vida de algún impío famoso, conocido por sus hechos o por sus escritos. Su arte estaba en hacer que le preguntasen. Al 
describir la muerte de aquel personaje, que según todas las apariencias, había muerto impenitente, concluía: 

-Dicen algunos, al llegar a este punto de su historia, que se ha condenado; yo no lo digo, o al menos, no me atrevo a decirlo, porque sé 
que la misericordia de Dios es infinita y no descubre sus secretos a los hombres. 

Y así se ingeniaba don Bosco con aquel enfermo, que sorprendido y conmovido le interrumpió: 
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-»Cómo? »También hay esperanza para éste?
-»Y por qué no?
Y le demostraba con pocas, pero persuasivas palabras, cómo Dios está dispuesto a perdonar los pecados, por muchos y graves que sean, 
a


quien se arrepiente de corazón, y que la mayor ofensa que se le puede hacer es la de dudar de su misericordia. 
Aquel señor permaneció absorto en sus pensamientos durante un rato, después le tomó de la mano y le dijo: 
-Si es así, ítenga la bondad de confesarme! 
Don Bosco le preparó, le confesó y el enfermo, apenas hubo recibido la absolución, anegado en llanto, prorrumpió en ((166)) 

exclamaciones de alegría, afirmando que en toda su vida no había gozado de tanta paz, como en aquel momento. Al mismo tiempo se 
sometía de buen grado a todas las prescripciones de la Iglesia. Fue avisado en tanto el enfermo de que habían llegado dos señores de rostro 
ceñudo, y que esperaban a la puerta. Eran dos miembros de la logia. Ordenó el enfermo que pasaran a la estancia, y apenas aparecieron, les 
gritó: 

-Fuera enseguida; fuera de mi casa.
-Está bien, le respondieron; nuestros pactos son..
.
Sacó entonces el enfermo de la mesita de noche una de las pistolas y enseñándosela, replicó:
-Estaba preparada para los curas, pero ahora está destinada para vosotros, si no os marcháis. íNi una palabra más!
-Si es así, nos vamos, respondieron aquéllos, lanzando una mirada amenazadora al sacerdote.
Y se alejaron.
A la mañana siguiente le llevaron el Santo Viático; pero antes de comulgar, llamó a su habitación a todos los de casa y pidió


públicamente perdón del escándalo que les había dado. Después de recibir el Viático, mejoró mucho. Vivió todavía dos o tres meses, que é 
dedicó a la oración, a pedir frecuentemente perdón por sus escándalos, a quienes le visitaban, y a recibir varias veces a Jesús Sacramentado 
con lo que edificó al vecindario. 

Pero esta conversión ponía a don Bosco en un molesto apuro. Aquel señor le había consignado, poco antes de morir, los diplomas e 
insignias de sus grados en la secta y unos papeles, con las listas de los cómplices, que tenía celosamente guardados. Don Bosco las leyó y 
quedó estupefacto ante aquellos nombres. Había personas que aparecían ante el mundo como buenos católicos y que más tarde jugaron 
papeles importantes en las revoluciones italianas. Entre ellos, algunos eclesiásticos extradiocesanos, llegados para establecer su domicilio 
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en Turín. Don Bosco llamó ((167)) enseguida a su confidente José Buzzetti, que era un joven circunspecto a toda prueba. Había trabajado 
hasta 1849 de albañil y, ahora a la par que estudiaba, ayudaba en todo a mamá Margarita en los quehaceres de la casa y en las atenciones de 
la enfermería. El guardaba el dinero para los gastos, y una vez que don Bosco le daba un escudo, sin acordarse de que ya se lo había dado 
antes, oyó que le dijo: 

-»Quiere dármelo dos veces? 

Su fidelidad era proverbial. Así que don Bosco le hizo sacar dos copias de aquellos papeles fatales, ordenóle que quemara una de ellas y 
que guardara la otra él mismo escondida con los originales y sin decir al mismo don Bosco dónde la había guardado. Necesitaba diferir la 
cosa para pedir consejo a sus Superiores. Había pensado que era mejor consignar a la Curia aquella copia, que obrar de otro modo para no 
provocar odios y violencias contra ella en tiempos tan procelosos. 

Mientras tanto, algunos sectarios, enviados por sus jefes, acudieron a casa del difunto, apenas expiró, para adueñarse de aquellos 
delicados documentos; pero habiéndolos buscado inútilmente, enseguida imaginaron en qué manos podían estar. Aquel mismo día se 
presentaron a don Bosco dos señores y, primero muy cortésmente, después imperiosamente, le pidieron aquellos papeles. Don Bosco buscó 
cómo defenderse, encontró pretextos y afirmó haber visto los papeles que ellos pedían, pero que no sabía en aquel momento dónde podían 
estar guardados. Como llegaron otras personas acabó por despedirlos; y ellos partieron barbotando. 

Don Bosco se apresuró a pedir instrucciones a la Curia. Y, como él preveía, los dos señores volvieron pocas horas más tarde con tono 
amenazador. Don Bosco respondía que no sabía qué derechos podían tener sobre unos papeles, que le habían sido confiados por un amigo, 
y que, por tanto, no se creía ((168)) autorizado para violar semejante secreto. Por otra parte afirmaba que aquellos papeles carecían de 
importancia, pues no contenían más que unos nombres. 

Aquellos señores se calmaron, al ver que don Bosco no demostraba tener mucho interés, y pasaron, con buenas formas, a la súplica, 
demostrando que si aquellos nombres fueran revelados podrían deshonrar y causar algún perjuicio a los individuos y a sus familias. 

Don Bosco se dejó persuadir y les entregó los papeles auténticos. Aprovechó sus propias palabras para argumentar y demostrarles el mal 
camino en que se habían puesto, los peligros que en él había para su alma, y para la misma sociedad civil. 
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Ellos le dejaron decir, murmuraron unas excusas y partieron. Pero no tardaron en aparecer por tercera vez, y, después de muchas vueltas, 
le preguntaron si había sacado copia de aquellos papeles. Al mismo tiempo le hacían saber que la secta tenía medios para vengarse. 

Don Bosco respondió francamente que no. En efecto, la única copia se la había entregado a quien debía. Insistían los otros y don Bosco 
aseguró que en verdad había sacado otra copia, pero que la había quemado; así que podían quedar tranquilos. Hablaba de igual a igual, sin 
dejarse intimidar. 

Estaban aquellos señores para marcharse, cuando volvieron atrás pidiéndole jurase guardar secreto. Don Bosco se mostró ofendido de 
que le creyesen capaz de causar daño a nadie y se negó a jurar; pero prometió que nadie sabría por él nada que les pudiera comprometer. Y 
así parece que terminó la peligrosa molestia. 

Pero aún acaeció un suceso, que no aseguramos fuera consecuencia de aquel altercado. En aquel mismo año, ((169)) mientras don Bosco 
atravesaba una noche un trozo oscuro de la Plaza Castillo, dos desconocidos se acercaron a él, sacaron los puñales y le acometieron. Pero 
un tal Rolando, que después contó lo sucedido a don Miguel Rúa, pasaba con un amigo cerca: advirtieron la celada, a los primeros 
movimientos de aquellos granujas y acudieron enarbolando los bastones de que iban provistos y les obligaron a escapar. 
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((170)) 

CAPITULO XVII 

PIA UNIO PROVISIONAL DE SEGLARES CATOLICOS PARA IMPEDIR LOS PROGRESOS DE LA IMPIEDAD -DON BOSCO 
PREDICA EL JUBILEO EN MILLAN -HECHOS EDIFICANTES -CONFERENCIA ANUAL DE AGRADECIMIENTO A LA 
INMACULADA CONCEPCION -LA VIRGEN DE RIMINI 

LA vida de don Bosco se enriquecía cada día con nuevos trabajos y méritos. A fines de 1850 se preparaba para ir a Milán. El Sumo 
Pontífice había publicado un nuevo Jubileo, para reparar los daños ocasionados a las almas, con el odio de los partidos, las guerras y las 
rebeliones. Don Serafín Allievi, Director del Oratorio de San Luis, en la calle Santa Cristina de Milán, invitó a don Bosco para que fuera a 
predicarlo a sus muchachos. Aquel floreciente Oratorio festivo se dedicaba a instruir a los niños pobres, abandonados e ignorantes de la 
ciudad, recogía a los que andaban sueltos y los alejaba deljuego y los figones para, en una palabra, educarlos cristianamente. Convivía con 
don Serafín don Blas Verri, sacerdote modelo en la oración, en el confesonario y en el púlpito, que sabía despertar entre los muchachos 
multitud de vocaciones eclesiásticas y religiosas; era muy amigo de don Bosco, a quien había conocido de cerca y lo esperaba con viva 
impaciencia. La invitación se había ((171)) hecho de acuerdo con el arzobispo Monseñor Romilli. El párroco de san Simpliciano, en cuya 
iglesia parroquial estaba enclavado el Oratorio de San Luis, no sólo había aprobado el plan sino que renovaba por su parte la invitación a 
don Bosco, ya que esperaba servirse de su sagrado ministerio en provecho de sus propios feligreses. 

Don Bosco accedió gustoso al viaje. Pidió, por tanto, licencia a la autoridad eclesiástica y el permiso de la autoridad civil y de la 
Legación Austríaca. Nos place mostrar las contraseñas del pasaporte: edad, 35 años; estatura, 38 pulgadas 1; cabellos, castaño oscuros; 

1 Resulta difícil sacar la estatura exacta de don Bosco con este dato, ya que la pulgada equivale 
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frente, media; cejas, castañas, ojos, id.; rostro, ovalado; tez, morena; profesión, maestro elemental. 

Pero antes de partir, quiso asistir al resultado de unas conferencias que se habían celebrado para oponer un dique eficaz al error que todo 
lo invadía. Desde los principios del Oratorio, tenía fijo en su mente el programa de las obras que le pedía la bondad divina. Se percataba 
-sólo más tarde lo comprendieron otros-de la ayuda que podía prestar a los Obispos y al Clero el laicado católico organizado para defender 
a la sociedad cristiana amenazada. Y al mismo tiempo no escapaba a su mente la 
importancia de una asociación que uniese a sus bienhechores para alcanzar sus fines. Bullía, pues, en su pensamiento la intención de 
iniciar, aunque en pequeño y con prudente reserva, la pía unión de los que más tarde se llamaron Cooperadores Salesianos. Este documento 
explica el plan fomentado por don Bosco. 

((172)) Copia del acuerdo de constitución 

Se extiende el presente escrito para que sirva de positivo y solemne testimonio de la reunión de los amigos católicos seglares que lo 
suscriben, los cuales, dolidos por los abusos de la prensa libre en materia de religión, por la sacrílega guerra declarada por muchos malos 
cristianos a la Iglesia y a sus ministros, y por el peligro de ver en el Piamonte suplantada la verdadera religión por el Protestantismo, 
después de obtener el favorable parecer de cinco doctísimos eclesiásticos de los más distinguidos y celosos del clero de esta Capital, han 
llegado a las siguientes determinaciones: 

1º Constituirse ellos mismos en Pía unión provisional, bajo el patrocinio de San Francisco de Sales, prefiriendo este Santo en razón de 
analogía entre las circunstancias actuales de nuestro país y las de Saboya, en los tiempos de dicho Santo, el cual, con su iluminado celo, la 
prudente predicación y la caridad sin límites libró a su tierra de los errores del protestantismo. 

2º Que esta asociación provisional sea el principio de un consorcio mayor, el cual, con la contribución de todos sus socios y otros medios 
lícitos, legales y oportunos que se podrán emplear. 

a 23 mm. (!). Y la pulgada (oncia), según el diccionario de la Lengua Italiana de Cerruti-Rostagno, es una medida lineal del largo de la 
última falange del dedo pulgar de la mano, pero diversa en cada lugar. (N. del T.). 
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atienda a todas las obras de beneficencia educativa, moral y material, que se consideren más adaptadas y expeditivas para impedir que la 
impiedad progrese, y, si es posible, la desarraigue donde ya haya brotado. 

3º Que, comenzando por esta unión provisional, la Sociedad o Consorcio a que se llegare, sea una institución seglar, a fin de que los mal 
intencionados no puedan llamarla, en su jerga de moda, un invento clerical del negocio. Pero que, ((173)) a pesar de esto, no queden 
excluidos aquellos buenos y fervorosos eclesiásticos que quieran favorecer la sociedad con su adhesión, con su apoyo, su cooperación, 
según el espíritu y los fines de esta institución. 

4º Para regularizar la existencia moral y la obra de esta sociedad provisional, los pocos que han intervenido, aquí presentes, se han 
repartido entre sí, con el consentimiento recíproco, los cargos de la sociedad, del siguiente modo: 

Primer Promotor: José María Bognier
Segundo Promotor: Domingo Roggieri
Tercer Promotor: Domingo Donna
Cuarto Promotor: Pedro Battistolo
Quinto Promotor: Leandro Bognier
Sexto Promotor: Juan Bta. Gilardi
Séptimo Promotor: Amadeo Bosco


Se delega para las funciones de secretario al Promotor Bognier. Se elige para Tesorero al Promotor Domingo Roggieri. 

Se levanta acta de la colecta hecha entre nosotros, que alcanza a cinco liras, que fueron entregadas al Promotor Roggieri, en su calidad de 
Tesorero, como primer óbolo de la sociedad, a emplear solamente por orden regular de la misma. 

5º Todos los Promotores que anteceden y que han intervenido, a los que se ha añadido, durante la sesión, el aquí presente don José Borel 
se comprometen a dedicarse, por cuanto les sea posible, a buscar el mayor número de nuevos socios para la sociedad, con la cautela 
necesaria para que no entren miembros falsos, hermanos de equívoca catolicidad, o de celo exagerado. 

6º Se celebrará una nueva reunión el domingo próximo, en la que se presentarán los nuevos socios que se hubieren ((174)) ganado, a la 
hora y en el lugar que indicare el Primer Promotor. 

7º Durante la semana, el Promotor Bognier presentará una copia de esta Acta a los señores seglares y eclesiásticos, que creyere capaces 
de favorecer nuestra Institución, rogándoles su adhesión, 
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prescindiendo inmediatamente de todo otro paso, con quien se muestre más bien contrario que favorable. 

Dan fe: 

Turín a diecisiete de noviembre de mil ochocientos cincuenta, a las ocho horas de la noche. 

Firman en el original: 

José Bognier Juan Bta. Gilardi 
Domingo Roggieri Leandro Bognier 
Domingo Donna José Borel 

Pedro Battistolo 

Siguen las firmas de los adheridos y las cantidades de las oblaciones voluntarias. 

Al pie de la página está adscrita esta Advertencia: 

Se propondrá primeramente la cuestión como un deseo, después como una necesidad, a continuación como un proyecto, a medida del 
favor que preste el oyente; pero, por poco reacio que se muestre, prescíndase inmediatamente de todo otro paso aunque se trate de persona 
piadosa y excelente. Mas, para norma de la Sociedad, se anotarán las respuestas y observaciones tenidas. 

Aquellas personas, que por motivos particulares consientan dar su nombre, sólo a condición de que se guarde secreto, quedarán 
conocidas únicamente por el Promotor que las haya inscrito. Figurarán como anónimos ((175)) con una inicial en el registro de la 
Sociedad, o bien con el apelativo de bienhechor. 

Tal vez se hagan tres categorías: Socios, adheridos y bienhechores. Prevéngase a todos de que: los socios deberán cotizar 20 centavos 
(moneda de cinco céntimos) al menos mensuales, a más de la primera oblación. Los demás, cualquier otra moneda pequeña, a su voluntad, 
semanalmente. 

Terminadas estas conferencias, don Bosco salió de Turín el 28 de noviembre a las dos de la tarde. Hizo el viaje directo, pasando por 
Novara y Magenta, y llegó a Milán al día siguiente a las once de la mañana. Sufrió mucho en el viaje con el movimiento del coche. 

Eran tiempos dificilísimos. Milán, después de las famosas jornadas, parecía asentada sobre un volcán en llamas. Los liberales y las sectas 
habían organizado siempre sus proyectos en Lombardía a la espera y búsqueda de una ocasión para expulsar a los germanos. Estos 
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espiaban y conocían casi todos los planes e intrigas de los conjurados y redoblaban la vigilancia. De cuando en cuando llegaban los 
arrestos y gravísimas condenas por delitos de lesa majestad, que amedrentaban a los ciudadanos. La policía austríaca estaba ojo avizor, 
hasta sobre el clero y predicadores, porque temía que desde los púlpitos se hicieran llamadas a la insurrección acabada de domar. Los 
párrocos, por miedo al Gobierno, no se atrevían a empezar las misiones de preparación para ganar el Jubileo; las numerosas reuniones en 
las iglesias hubieran podido apoyar efervescencias políticas o provocar sospechas, prohibiciones y represiones. Los oradores sagrados no 
osaban subir al púlpito, por miedo a que una frase pudiera ser mal interpretada. 

En tan críticas circunstancias se alojaba don Bosco ((176)) en casa de don Serafín Allievi y don Blas Verri, y anunciaba al párroco de 
San Simpliciano que empezaría enseguida la predicación del Jubileo en su iglesia. Pero el párroco, quizá por sugestión de tímidos 
consejeros, había cambiado de parecer: observó que era muy distinto predicar en el interior y como en privado, en el Oratorio de San Luis, 
a predicar a una gran muchedumbre en una iglesia pública, y declaró que, de ningún modo, permitiría empezar la misión si hablar antes con 
el Arzobispo. 

-De eso me ocupo yo, respondió don Bosco. 

Y sin más, se presentó a monseñor Romilli, para pedirle permiso. 

El Prelado, que era bien visto por la Corte de Viena, no se lo negó, aunque primero, intentó disuadirle. Mas al verle tan animado y sin 
miedo, le dijo: 

-Señor Abate, no tengo nada en contra; pero predique bajo su responsabilidad. Si pasa algo, yo no sé nada. Recuerde que vivimos 
tiempos peligrosos. 

-Yo predicaré, respondió don Bosco, como se acostumbraba hace quinientos años. 

-Es usted libre, le repito, concluyó el Arzobispo. Si se siente con ánimos vaya y predique. Yo no se lo mando, ni se lo aconsejo, pero se 
lo 
permito de buen grado. Recuerde, sin embargo, que por mucha prudencia que use, nunca será demasiada. 

Y don Bosco empezó a predicar en San Simpliciano. Desde el primer sermón acudió un gran gentío, lleno de curiosidad y ansia difícil de 
describir. Parecía imposible la indiferencia política en medio de aquella fiebre revolucionaria. Se esperaba una cosa y era otra muy distinta. 
El predicaba ni más ni menos que como lo habría hecho 
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un orador sagrado dos o tres siglos antes. Invitaba a los pecadores a hacer penitencia, con todo afecto y franqueza; y lo que había que decir 
en cuanto a ((177)) la reforma de costumbres lo exponía sin ambages, sin preocuparse de nadie. En cuanto a lo que se agitaba en los 
corazones del pueblo, y que desvelaba la vigilancia decidida del Gobierno, no hizo la menor referencia y huyó de poner la menor 
comparación o contar ningún hecho antiguo que hubiera podido parecer que tenía lejana relación con las circunstancias actuales: se 
comportaba en todo, como si no existieran cuestiones políticas ni hubieran existido jamás. Así que, ninguna autoridad tuvo que hacerle la 
menor observación. Todos los oyentes no encontraron a lo largo de sus pláticas más que la meditación de los novísimos y las normas para 
confesarse y comulgar. Milán quedó maravillada de su forma de predicar. 

Su estilo era el de San Alfonso de Ligorio. Lástima que no conservamos los guiones que él mismo escribió para estos ejercicios dados en 
Milán; porque con ellos se entendería mejor la fuerza irresistible de su palabra. Hablaba lentamente e imprimía sus sentencias en el corazón 
de los fieles. Baste, como muestra, el exordio de su sermón sobre el juicio universal: 

«»Y hasta cuándo, pecadores, abusaréis de la bondad de Dios, hasta cuándo seguiréis ofendiéndole? Ya piden venganza los compañeros 
escandalizados por vosotros; ya piden venganza las iglesias donde cometisteis tantas irreverencias; ya piden venganza los sacramentos 
profanados con tantos sacrilegios; ya piden venganza el sol, la luna, las estrellas, testigos de vuestra rebelión contra su Creador; ya pide 
venganza la tierra, convertida por vosotros en teatro de vuestras iniquidades; ya piden venganza los mismos ángeles que querrían vengar 
los insultos lanzados por vosotros a Dios. »Y hasta cuándo abusaréis de la paciencia de este misericordioso Señor? »Os duele, tal vez, 
cambiar de vida? »No tembláis ante la espada de la justicia celestial, desenvainada ya para heriros? ((178)) Pues bien, seguid blasfemando 
de su Santo Nombre, seguid hablando mal de nuestra Santa Religión y contra sus ministros, seguid murmurando de vuestro prójimo, seguid 
sosteniendo conversaciones malas, seguid profanando los días festivos, daos prisa para crucificar de nuevo a Jesús sobre un madero, 
porque es poco el tiempo que os queda, avanza la eternidad, ya está encima, ya brilla su fulgor por los aires, ya está a punto de caer sobre 
vosotros, ya se levanta el tribunal donde se sentará el Juez Eterno. No os hagáis ilusiones; no esperéis salvación: el brazo del Señor está 
tendido y no hay posible escape. En el juicio os 
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espero, en el juicio, donde todos hemos de comparecer y rendir estrecha cuenta de nuestras acciones; de todo lo que hemos hecho, del bien 
que no hicimos, del mal que realizamos...». 

Así hablaba sobre la eternidad. 

Resultaba curioso contemplar en la iglesia ciertos rostros, apostados solamente para observar si se le escapaba una palabra contra el 
Gobierno o contra la situación del momento. Y aún éstos, de vez en cuando se enjugaban alguna lágrima, aterrorizados por el pensamiento 
del juicio y del infierno. 

Todavía no había terminado el triduo de predicación de San Simpliciano cuando el día dos de diciembre, lunes después del primer 
domingo de adviento, comenzaban, a horas diversas, los Ejercicios Espirituales en el Oratorio de San Luis, que también debían durar tres 
días. Don Serafín había reunido a centenares de muchachos. 

Don Bosco, que hacía maravillas con los suyos en Valdocco, tuvo que ganarse también los corazones juveniles de Milán. Don Serafín 
Allievi lo atestiguaba muchos años más tarde, ante nosotros. Guardamos todavía los puntos principales de los sermones de don Bosco, 
anotados por él ((179)) en un pedazo de papel. Sus primeras palabras fueron la leyenda de una madre que envía a sus dos hijos de viaje, en 
compañía de dos amigos, y les da los avisos necesarios para que lleguen sanos y salvos, con el tesoro que les ha entregado, a la lejana 
ciudad donde les aguarda su padre. Parten, pasan varias aventuras y se encuentran con un enemigo que se empeña en hacerles menosprecia 
los avisos maternos. Uno los sigue y logra el triunfo, el otro los desprecia y fracasa. Aplicación. Los dos hijos somos nosotros; la madre, la 
Iglesia; los compañeros, los ángeles custodios; el viaje, nuestra vida mortal; la ciudad, el Paraíso; el padre que les espera, el Señor; el 
enemigo, el demonio; el gran tesoro, nuestra alma. Sobre esta idea fundamental desarrolló los temas del fin del hombre, de la salvación del 
alma, del escándalo, de la muerte que se puede presentar de improviso, del sacramento de la confesión y del paraíso. 

Sus últimas palabras fueron las de los ejercicios de Giaveno. Les dejaba como recuerdo: «Preparación mensual para una buena muerte». 

Entre tanto, sucedió que varios Rectores de iglesias, convencidos de que su predicación en San Simpliciano, no sólo no había 
proporcionado el menor pretexto para desórdenes ni violencias, sino que había alcanzado un gran fruto para las almas, le llamaron a sus 
iglesias. 
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El aceptó de buena gana, y predicó en Santa María la Nueva, en San Carlos, San Luis y San Eustorgio, como asegura don Luis Rocca por 
haber oído hablar de ello a sus parientes y paisanos milaneses. En alguna de aquellas iglesias no predicaba más que una sola vez al día, 
pero en otras hasta cinco sermones diarios. 

Mientras predicaba un triduo a San Roque, fue invitado por los padres Barnabitas, a algunos de los cuales había conocido en Moncalieri, 
((180)) a predicar unos Ejercicios Espirituales en Monza. Había entonces entre Milán y Monza el único ferrocarril que existía por tierras 
lombardas. Don Bosco salía de Milán a las diez y media de la mañana, predicaba en Monza, y a la una de la tarde estaba de vuelta en Milán 
para el triduo de San Roque. Eran muchísimos los que acudían a confesarse. 

Un día, mientras don Bosco se dirigía a su confesonario asediado de penitentes, un mocetón le agarró por la sotana, le arrimó a un banco 
en medio de la iglesia, un poco oscura por tener bajadas las cortinas, y le dijo: 

-íConfiéseme aquí! 

Don Bosco se sentó, se arrodilló el joven y se confesó. Terminada la confesión, dijo el mozo: 

-Usted confiesa igual, con las mismas palabras que cierto cura con el cual me confesaba yo en Turín hace años. 

-»Y si fuera el mismo?, respondió don Bosco. 

-íUsted es don Bosco!, exclamó el joven mirándole a la cara. 

-íPrecisamente!, replicó el buen sacerdote. 

Rompió en llanto el mozarrón, víctima de la ternura y la alegría que experimentaba en aquel instante. 

Con su predicación no sólo no incurrió don Bosco en ningún peligro, sino que, en varios lugares, se encontró con soldados y oficiales 
austríacos los cuales le miraban con satisfacción. Tanto más cuanto que él aprovechaba el poco alemán, aprendido en 1846, para inspirarles 
algún buen sentimiento. 

Mientras tanto, siguiendo su buen ejemplo, hubo otros sacerdotes que se lanzaron a predicar, y el Arzobispo le agradeció más tarde su 
labor. 

Dieciocho días duró la predicación. Don Bosco volvió a Turín pasando por Magenta y Novara. Según su costumbre, confesó al conducto 
del carruaje y, en la ((181)) venta de parada, a un mozo de cuadra de la caballeriza. Con los hosteleros se sucedieron las mismas graciosas 
escenas: tuvieron sermones e invitaciones a pensar seriamente en el alma. 
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En el fielato 1, llamado Puerta de Milán, le esperaban Miguel Rúa y Angel Savio. 

Su primer pensamiento, apenas llegado a Turín, fue testimoniar su agradecimiento a María Santísima, por las abundantes gracias que Ella 
había concedido al Oratorio. Era una de sus típicas costumbres, casi diría un acto de confianza familiar. Desde 1842 acostumbraba dar una 
conferencia a los suyos, sobre este tema, el día de la Inmaculada: la primera vez se la dio a los muchachos, después a los catequistas solos, 
luego a los clérigos, y finalmente a los Salesianos, durante todos los años de su vida. Es decir, que según se iba desarrollando su 
Institución, iban adquiriendo mayor importancia y autoridad los unos sobre los otros. Si alguna vez no podía darla en ese día, no dejaba de 
hacerlo antes de que terminase el año. 

Y aquel, para encender cada día más en los suyos la devoción a la Madre del Divino Salvador, le prestó ocasión un suceso que corría por 
toda Italia. En la iglesita de Santa Clara de Rimini se veneraba un cuadro de la Santísima Virgen, bajo la advocación de: Reina Madre de 
Misericordia. Al anochecer del once de mayo estaban rezando ante él, tres buenas mujeres. Con gran maravilla y satisfacción, observaron 
un movimiento en las pupilas de la santa imagen, unas veces en sentido horizontal y vertical, y, otras elevándose suavemente hasta 
esconderse bajo los párpados, con un ligero cambio de color en el rostro. Corrió la sorprendente noticia por la ciudad como un relámpago; 
todos se agolpaban ante el altar. El delicadísimo y evidente prodigio se repitió durante casi ocho meses ((182)) ante millares y millares de 
testigos. El cambio de costumbres en el pueblo, la frecuencia maravillosa de los sacramentos, la incesante lluvia de gracias que, a partir de 
entonces, empezó a darse, el riguroso progreso diocesano aprobado por la Sagrada Congregación de Ritos, el Oficio y Misa propios 
autorizados por el portento, el rosario de oro regalado por el Sumo Pontífice, la iglesia convertida en elegante arquitectura de cruz latina y 
dedicada en noviembre de aquel año mismo, eran otros tantos testimonios de la verdad del prodigio. 

Con la alegría de aquella nueva gloria de la Virgen y las dulces emociones de las fiestas navideñas, llegaba a don Bosco al término del 
1850. 

1 Fielato: era una oficina a la entrada de las poblaciones donde se pagaban los derechos de consumo o impuesto municipal sobre 
comestibles y otros géneros que en ellas se introducían. (N. del T.). 
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((183)) 

CAPITULO XVIII 

ESPIRITU DE PENITENCIA DE DON BOSCO -SUS RECOMENDACIONES A LOS MUCHACHOS -CONTINUOS 
TESTIMONIOS DE SU VIDA -SU REPOSO Y SU ALIMENTACION -EL ABATE STELLARDI Y EL CANONIGO RONZINO EN 
LA MESA DE DON BOSCO -SUS DISTRACCIONES -EL FIRMAMENTO EN UNA NOCHE SERENA 

LAS virtudes de don Bosco eran tan distinguidas como sus obras. Había tomado por modelo la vida mortificada interior y exterior del 
divino Salvador y crucificaba sus pasiones y naturales inclinaciones. Recomendaba también a sus alumnos esta mortificación y les repetía 
que el que quiere gozar con Jesucristo en el cielo, es preciso que padezca con él en la tierra. Insistía particularmente en que fueran sobrios 
en la comida, la bebida y el descanso, y decía que el demonio tienta preferentemente a los faltos de templanza. Aunque estableció que la 
comida fuese abundante, para que todos se alimentaran sin detrimento de la salud, sobre todo porque sus comensales eran jóvenes, sin 
embargo, dispuso que se alejara todo abastecimiento superfluo. No admitía que nadie se quejase del cocinero y de las comidas, que eran las 
mismas que las suyas; pero, si alguno necesitaba una comida especial, con mucho gusto le proveía. Exhortaba a todos a evitar la glotonería 
y la avidez en el comer, repitiendo la sentencia: prima digestio fit ((184)) in ore (la primera digestión se hace en la boca). Disponía se diera 
vino a los clérigos en medida discreta y afirmaba que el agua buena apaga la sed y ayuda a la salud. Insistía mucho en la templanza sobre e 
vino. Cuando predicaba solía repetir las palabras de la Escritura: In vino luxuria (En el vino, la lujuria). Llamaba la atención a quien, por el 
gusto de saborear el vino, lo tomaba a sorbitos, o bebía el vino generoso sin aguarlo: esto sucedía rara vez, a saber, en las fiestas solemnes 
y cuando había algún forastero a la mesa. Sobre todo esto hacía sus recomendaciones a los alumnos. Les exhortaba también a no echarse en 
cama después de comer, previniéndoles, como él decía, ab incursu et demonio meridiano (del ataque del demonio del mediodía). Pero 
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les dejaba que, durante el verano, durmiesen una media hora o tres cuartos en la sala de estudio o en clase, apoyando los brazos o la cabeza 
sobre la mesa o sobre el banco. 

Solía decir: -Dadme un joven con sobriedad para comer, beber y dormir y le veréis virtuoso, asiduo en sus deberes, dispuesto siempre a 
hacer el bien y, amante de todas las virtudes; pero, si un muchacho es glotón, bebedor, dormilón, poquito a poco tendrá todos los demás 
vicios. Se hará un atolondrado, un holgazán, un inquieto y todo le irá mal. Cuántos jóvenes se perdieron por el vicio de la gula. Juventud y 
vino son dos fuegos. Vino y castidad íno pueden estar juntos! 

Sus palabras eran eficacísimas, porque sus discípulos siempre le vieron a él sobrio en todo. Sin embargo, aunque su espíritu penitente 
fuese heroico, como el de San Felipe Neri, por su saber hacer y para mayor mérito, no pudieron advertirlo durante años y años, muchísimos 
ajenos a la casa, que le conocían sin serle familiares. Los mismos que estaban constantemente a su lado, sólo se formaron un seguro juicio 
de ello después de muchas y largas ((185)) observaciones, dado que él era tan jovial y chispeante. Estos fueron, desde el principio hasta el 
fin de su vida, testigos continuos y a veces importunos, de día y de noche, en casa y fuera de ella, y hasta de su más mínima acción. José 
Buzzetti desde 1841, Ascanio Savio desde 1848, y desde 1852 Miguel Rúa, Juan Cagliero, Francisco Cerruti, Juan Bonetti y finalmente 
Joaquín Berto, que fue su secretario íntimo desde 1864 y su confidente, hasta casi 1888: con ellos, millares y millares de cuyas bocas 
hemos recibido lo que vamos diciendo. 

No faltaron desde los primeros momentos los críticos que interpretaban menos rectamente algunos de sus actos, juzgándolos solamente 
por las apariencias; pero tuvieron que volver sobre sí después de un examen apasionado. Vamos a contar un hecho, sucedido hacia 1850, 
del cual nos escribió José Brosio: 

«Acudían también al Oratorio jóvenes externos, bastante mayores, muy propensos a la crítica; por ligereza, censuraban hasta lo más 
mínimo, no solamente entre ellos, sino también entre las personas ajenas al Oratorio. Don Bosco, por cierta indisposición, los días de 
ayuno, tomaba sopa para cenar; sin más adobo que la pura sal, y yo lo sabía. Pero la costumbre general de entonces imponía que, en la 
pequeña colación de la noche de los días de vigilia, no se tomara sopa. Ahora bien, sucedió que un jueves santo, después del lavatorio de 
los pies, que el propio don Bosco hacía, invitó a cenar con él a trece muchachos que habían representado a los apóstoles: yo representé 
aquel año a San Pedro. Puso para ellos en la mesa una abundante 
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cena de abstinencia, y, de acuerdo con la costumbre, mamá Margarita llevó a don Bosco su sopa. Enseguida dijo un muchacho a otro: 

»-Mira: don Bosco come sopa esta noche que es ayuno. 

»Al oír yo estas palabras, quise ((186)) que don Bosco diera una buena lección a aquellos ridículos escrupulosos y dije en alta voz a 
Margarita: 

»-íHola, mamá! »Cómo es que le pone sopa a don Bosco, hoy que es ayuno? »No sabe que no la puede comer? 

»A mi ocurrencia todos empezaron a reír. La mamá y la tía de don Bosco se defendían diciendo que la sopa estaba adobada sólo con sal y 
que no era muy apetitosa. Don Bosco no soltaba prenda, mas yo, deseando que hablase, fingía no entender y, erre que erre, repetía que no 
se debía poner aquella noche sopa en la mesa. Entonces don Bosco, que tal vez comprendió lo que yo quería, dijo unas palabras tan 
conmovedoras sobre el tema en cuestión, sobre la necesidad que dispensa también de la ley, sobre la debilidad de su estómago después de 
las confesiones hechas, que el muchacho que había lanzado la imprudente frase, lloraba. De entonces en adelante no volvía a oír criticar la 
marcha del Oratorio». 

Después de estas aclaraciones, vamos a exponer unos hechos y testimonios referentes al espíritu de mortificación de don Bosco, aunque 
se refieran a años distintos. 

«Yo, dice el teólogo Ascanio Savio, que fue el primer clérigo del Oratorio, nunca le vi hacer penitencias extraordinarias; pero, a mi 
juicio, parecía extraordinaria su vida ordinaria de buen sacerdote. No me consta que llevase cilicio, que se diera sangrientas disciplinas, 
que realizara largos ayunos y otras mortificaciones; pero era la suya una mortificación corporal tan asidua, constante y minuciosa, tan 
llevadera y tan grata, que su vida puede compararse con la de los más austeros monjes y los más rigurosos penitentes. Basta considerar sus 
enfermedades, sus continuos trabajos, preocupaciones, afanes, adversidades, persecuciones de cada día, mejor aún, de cada hora, para 
conocer la cruz que tan pacientemente llevaba.» 

((187)) Añadía el mismo: «Tengo la firme convicción de que pasaba noches enteras sin dormir, rezando, escribiendo libros, estudiando, 
atendiendo a la correspondencia y preparando con Dios sus obras». 

-«Me confió una vez don Bosco, decía don Miguel Rúa, que hasta la edad de cincuenta años no durmió más de cinco horas y que velaba 
una noche entera semanalmente trabajando en el escritorio; 
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yo fui testigo de ello hasta 1866, porque veía siempre la luz encendida en su habitación hasta después de las doce de la noche. Del 1866 al 
1871 empezó a hacer seis horas de descanso, pero siguió velando una noche por semana. De ordinario, en el buen tiempo, se levantaba a 
las tres de la mañana y se acostaba a las once y media de la noche. Dábase cuenta de esto su secretario Joaquín Berto, que dormía en la 
habitación contigua. Después de la enfermedad de Varazze, en 1872, tuvo que resignarse a descansar siete horas y renunciar a la vigilia de 
una noche cada semana. Lo cual no quitaba que alguna vez tornase a la antigua costumbre». 

Juan Bisio por su parte nos contó: «Yo, encargado del arreglo de su habitación, desde 1864 hasta 1871, encontré bastantes veces su cama 
sin deshacer, y diciéndole que por qué no se había acostado, me respondía que no había podido hacerlo por el mucho 
trabajo». 

Por las mañanas siempre estaba dispuesto a levantarse, como los demás a las cinco o bien a las cinco y media, aún en el tiempo más 
crudo, apenas sonaba el primer toque de campana para la comunidad. Saltaba de su pobre cama, que casi hasta los últimos años tuvo en la 
misma habitación donde recibía las audiencias y, aunque por su mucha debilidad le costaba trabajo el vestirse, siempre lo hacía por sí 
mismo. Cuando los muchachos bajaban a la iglesia, ya estaba él en su puesto para confesar, y antes y ((188)) durante la misa de la 
comunidad, atendía cada día a los penitentes, y esto mientras las fuerzas se lo permitieron. Solamente durante los últimos años prorrogaba 
su descanso hasta las seis, para no contristar a sus hijos, obrando de otro modo. 

Si le sorprendía el alba sentado a la mesa, donde había pasado la noche trabajando, se levantaba de la silla e iba a confesar a los 
muchachos para volver a su escritorio una vez celebrada la santa misa. Si ninguna otra cosa se lo impedía, atendía a continuación el 
despacho de sus trabajos, con toda la intensidad de su mente y con todo el sacrificio. «En invierno, nos dijo el ya nombrado Bisio, se ponía 
a trabajar sin calefacción. Me parecía a mí imposible que con el intenso frío pudiera escribir sin que se le cayera la pluma de la mano. Y 
jamás le oí lamentarse del frío, ni del calor, ni de ninguna incomodidad». 

No tomó para desayunar durante muchos años más que una pequeña taza de café mezclado con achicoria, bebida que a ninguno atraía, y 
con la que mezclaba un poquito de leche solamente cuando se veía obligado a ello por alguna indisposición. Durante algún tiempo, y rara 
vez, mojaba un trocito de pan corriente tan pequeño 
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que no rompía ni siquiera el ayuno, y finalmente también esto lo dejó. Notaremos que observaba rigurosamente las abstinencias prescritas 
por la Iglesia, y que ayunaba todos los sábados, ayuno que posteriormente cambió por el del viernes en las reglas dadas a los salesianos. 

Al sonar de las doce, ocupado a lo mejor en la habitación por visitas, que fueron causa, como veremos, de la mayor de sus 
mortificaciones, resultaba que, de ordinario, llegaba muy tarde al refectorio. Tanto más que, durante el trayecto, le detenían algunas 
personas, que una tras otra querían decirle u oír una palabra suya; y a lo mejor se encontraba con algunas que no sabían de ((189)) 
discreción y le entretenían por lo largo. Y él, con admirable calma y paciencia, escuchaba, respondía y buscaba cómo dar satisfacción a 
cada uno. Si el que le hacía de secretario, protestaba nerviosamente a los indiscretos, don Bosco le decía que aguantase y dejase que todos 
pudieran llegar a él, sintiendo mucho que tuvieran que partir insatisfechos. 

Al llegar al refectorio, si ya habían salido los comensales, comía, rodeado de los muchachos que llegaban y le circundaban quitándole 
casi la respiración, ensordecido por su bulla, en medio del polvo y de un ambiente poco agradable a los sentidos, pero de gran satisfacción 
para él, que no buscaba comodidades, sino el bien de sus hijitos. 

Nos decía monseñor Juan Cagliero: 

«La mesa de don Bosco siempre fue frugal, por no decir miserable. De jovencito, durante 1852 y 1853 asistía yo a su comida y a su cena. 
La sopa y el pan eran lo mismo que para nosotros, y el plato que le preparaba su buena mamá Margarita generalmente consistía en 
legumbres frecuentemente de calabaza cocida con trocitos de carne o de huevo, y yo veía que el mismo plato que le presentaba al mediodía 
volvía a la noche recalentado. Más aún, a veces lo veía volver durante varios días y aún hasta el jueves, cuando era una torta de miel». Pero 
él nunca se ocupaba de las prevenciones de su madre. Siempre guardó la máxima de San Francisco de Sales: «Nada pedir, nada rehusar» y 
también el consejo del Señor: Manducate quae apponuntur vobis (comed lo que se os ponga) 1. 

Algún tiempo más tarde, en atención a sus comensales, añadió a la sopa y al cocido un poco de fruta o de queso, y en 1855 un segundo 
plato en la comida, cuando llegaron algunos sacerdotes a convivir 

1 Luc. X, 8. 
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con él. Solamente el ((190)) primer plato tenía carne, el segundo era de legumbres cocidas, o bien ensalada. Si había polenta como sopa, 
con algún acompañamiento, ésta servía de plato. Don Bosco solía recomendar a los cocineros que evitasen las viandas excitantes, y parece 
que esto era por amor a la castidad. 

El prefería patatas, nabos y hierbas bien cocidas, aunque fueran insípidas, dando como razón que eran más convenientes para su 
estómago; y repetía frecuentemente la máxima: «el hombre debe comer para vivir y no vivir para comer». De cuando en cuando, 
procuraban sus clérigos proveerle de alguna vianda más a propósito para su delicada salud; pero, si él advertía aquella singularidad, se 
molestaba y recomendaba al Prefecto de la casa diese órdenes en la cocina para evitar que se repitiesen semejantes atenciones. Era 
admirable su indiferencia respecto a la calidad y condimento de los alimentos. Los más sabrosos eran los que menos le gustaban. Jamás se 
le oyó lamentarse de la comida. Sucedió a veces que alguno, después de haberse servido él la sopa, la probara y la dejara por su repugnante 
sabor, cuando él, sin hacer ningún caso, se la había comido. Le presentaban a veces huevos u otras comidas, medio echadas a perder y él se 
lo comía todo tan tranquilamente, sin dar muestras de haberse dado cuenta de ello. Así cumplía el propósito tomado de nunca decir: «Esto 
me gusta, esto no me gusta». Pero, cuando la sopa era mejor, ya fuera por el caldo, ya fuera por la sustancia, se le veía muchas veces echar 
agua de la jarra, con la excusa de que la tenía que enfriar porque estaba ardiendo. Hasta el pan le servía para ejercitar la mortificación y, 
promover a la par, el espíritu de economía. Había establecido una especie de compañía, llamada de los mendrugos de pan, y cuyos socios 
se propondrían servirse con preferencia de todos los ((191)) trozos de pan, dejados en las comidas anteriores, aún por otros, antes de 
empezar un pan todavía entero. Y don Bosco era el primero en dar ejemplo. Comía en medida tan parca, que estábamos maravillados de 
cómo podía 
resistir tanto trabajo. Su alimentación bastaba solamente para mantenerlo en pie. Preguntado por qué se sometía a tantas privaciones, 
respondió con humildad al que escribe estas memorias: 

-Con tantos asuntos como tengo que resolver y con el grande y constante trabajo de mi mente, de no haber hecho así, mis días se 
hubieran acabado pronto. 

Y esta fue su usanza mientras vivió. Más aún, frecuentemente se sometía a abstinencias extraordinarias. 

«A veces, nos repetía José Buzzetti, atento observador de las más 
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pequeñas acciones de don Bosco, si se acababan las provisiones de la cocina, a la comida o a la cena, y llegaba de repente un amigo 
forastero, se privaba él de su propio plato para dárselo entero al huésped. Pero sabía hacerlo con tanta gracia y tanta 
franqueza de pretextos, que el comensal no advertía su ardid». 

También fue modelo de templanza en la bebida. Bebía un poco de vino propter stomachum, como dice San Pablo, pero tan aguado, que 
casi perdía su condición. Hasta 1858 y más tarde, su bodega era, en cierto modo, el Ayuntamiento, que enviaba al Oratorio casi todas las 
semanas una provisión de muestras, restos de cubas que quedaban en el mercado del vino, mezclas de blanco y tinto, dulce y seco, y a 
veces avinagrado. Y aunque él procedía de una región de excelentes vinos, usaba éste. Muchas veces se olvidaba de beber, absorto como 
estaba en otros pensamientos, y tocaba a sus vecinos de mesa llenarle el vaso. Entonces él, si el vino era bueno, buscaba enseguida agua 
para hacerlo mejor, según decía. Y añadía sonriendo: ((192)) -He renunciado al mundo y al demonio, pero no a las pompas 1, aludiendo a 
las bombas que extraen el agua de los pozos. Solía beber un solo vaso en cada comida. 

Monseñor Juan Bertagna, que conoció muy bien la vida íntima de don Bosco, nos aseguraba un día: «Fue un raro ejemplo de templanza: 
no buscó nunca delicadeza en su casa; parece que podía haberse permitido un mejor trato con él y para los demás». Pero don Bosco no 
tenía más que un ideal de perfección. Hacia 1860, al tener que mejorar la comida, según las necesidades de los que convivían en él, comía 
sin dificultad lo que le presentaban. Sin embargo, a menudo le oímos exclamar: 

-Yo esperaba que en mi casa todos se contentarían con una sopa y pan o a lo más, con un plato de legumbres. Pero veo que me engañé. 
Mi ideal era una congregación, modelo de frugalidad, y así habría dejado a mi muerte la que yo pensaba fundar. Pero, ahora me he 
persuadido de que mi idea no era realizable. Mil causas me empujaron poco a poco a seguir el ejemplo de otras órdenes religiosas. Sopa, 
dos platos y postre. La misma Sagrada Congregación no había aprobado las reglas, si hubiera sido demasiado riguroso, limitando la calidad 
de los alimentos; sin embargo, aún ahora, me parece que se podría vivir como yo vivía en los primeros tiempos del Oratorio. 

1 Pompa: en italiano la palabra pompa es lo mismo que bomba aspirante de agua o pompa u ostentación. (N. del T.). 
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A pesar de todo ícosa increíble! en los primeros lustros del Oratorio, narra don Juan Turchi, decían algunos en Turín que don Bosco era 
pobre de palabra, pero que en casa se permitía un trato señorial. Peor aún, hubo quien se atrevió a decir, y no sin mala intención: 

-Don Bosco trata mal a sus muchachos, pero él bien que zampa. 

Hubo quien quiso conocer las esplendideces de don Bosco. El abate Stellardi había sido convidado con otros varios señores ((193)) a 
comer por el conde de Agliano, cuando he aquí que cayó la conversación sobre don Bosco. Decía al Abate que las comidas de don Bosco 
eran como corresponde a persona que maneja mucho dinero. Entre los convidados, unos opinaban que sí y otros que no. Decían algunos 
que don Bosco comía paupérrimamente; otros, en cambio, que su mesa era opípara. Para poner término a la cuestión se ofreció el Abate a 
presentarse inesperadamente ante don Bosco, cuando éste se sentara a comer. Y en efecto, compareció un día en el Oratorio, poco antes del 
mediodía, so pretexto de que iba a pedirle unos informes; y después de haberse entretenido un rato con don Bosco, le dijo, que se vería 
muy honrado si le invitaba a comer en su compañía, ya que sus asuntos no le permitían volver a Superga. 

-Con mucho gusto, respondió don Bosco; pero antes, permita que avise a mi madre del honor que nos hace, porque nosotros no tenemos 
de repente con qué tratar a usted como se merece, ni comidas como las que usted acostumbra a ver sobre su mesa. 

-No; déme este gusto; no avise nada a la cocina. Me bastará su comida ordinaria. 

Después de un poco de insistencia, por una y otra parte, fueron a comer. Don Bosco, dirigiéndose a mamá Margarita le dijo: 

-Mire, tenemos con nosotros al abate Stellardi. 

-Podías haberme avisado antes; ahora no tengo nada preparado, dijo Margarita. 

-Pero es que él no quiere nada más que nuestra comida, exclamó don Bosco sonriendo. 

-Sí, sí, añadió el Abate, me conformo con comer lo mismo que don Bosco. 

-íAsí sea!, replicó mamá Margarita, que puso la mesa enseguida. 

La sopa era de arroz con castañas y harina de maíz. Don Bosco comió con buen apetito, pero el Abate probó media cucharada y, 
torciendo el rostro hacia otra ((194)) parte, no pudo tragarla y dijo: 

-Bueno, bueno, comeré el otro plato. 

Como primer plato llegó un pedazo de merluza cocida con un 
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poco de aceite sin refinar. Don Bosco siguió comiendo; pero aquel señor, al oler el aceite, hizo un gesto de desagrado y lo dejó todo. Los 
clérigos que comían con él, y que luego describieron esta escena, a duras penas contenían la risa. Como segundo plato, llegó a la mesa un 
poco de cardillo cocido con sal y como postre una loncha de queso fresco. El Abate no pudo tragar nada y, a salir del Oratorio, se fue 
derecho a casa del conde Agliano diciendo: 

-Por favor, dénme algo de comer porque no me tengo en pie. 

Y contó lo sucedido, mientras todos se reían a su gusto. El conde de Agliano conocía a don Bosco y, en el entretanto, ya había bromeado 
sobre la prevista desilusión del Abate, acostumbrado a la abundante cocina de su casa con selectos manjares. Así se pudo convencer, y lo 
dijo después en muchos lugares, de que la comida de don Bosco era poco envidiable. 

Otro famoso eclesiástico, y por fines diversos, pero persuadido de que algo de verdad había en lo que se decía de don Bosco, llegó al 
Oratorio para tratar no sé qué asuntos. Era el canónigo de la catedral César Ronzini. Al llegar la hora de comer, don Bosco le invitó. De 
momento el canónigo se excusó, pero después aceptó. El servicio, como siempre, modesto y pobre: cocido y berzas. Pero don Bosco, para 
honrar a su comensal hizo poner unos entremeses. El canónigo agradeció mucho su atención, y al despedirse dijo a su huésped: 

-Me habían hecho creer que en el Oratorio había una buena mesa para usted; pero ahora me persuado de que la cosa es muy distinta. 

Y mirándole con los ojos arrasados de lágrimas y ((195)) estrechándole la mano repitió: 

-Don Bosco, estoy contento, muy contento. 

Más tarde, con motivo de que algunos carecían de energía física, hizo añadir algo más de carne a la comida y mejoró la cena. Era ello 
necesario para los que se entregaban al estudio y a los trabajos del ministerio sacerdotal, y para complacer a los que, procedentes de 
familias más acomodadas, deseaban formar parte de la del Oratorio. Había visto cómo algunos sacerdotes y seglares que fueron a convivir 
con él, después de probarlo durante varios meses, al fin, por no poderse adaptar a su método de vida, habían tenido que retirarse e 
inscribirse en otra orden religiosa. 

Sin embargo, dejó que la sopa y el pan fueran siempre lo mismo que para los muchachos asilados. 

Y le hemos oído muchas veces lamentarse de la abundancia de 
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carne, como él decía, porque advertía que podría fomentar las pasiones. Fue con tal motivo cuando, sin quererlo, hizo una ingenua 
confesión de su espíritu penitente, diciendo: «que él se había abstenido siempre de comer carne, por miedo a la rebelión de la 
concupiscencia». Y añadía maravillado: «-Tal vez los demás no son tan sensibles como yo, y no necesitan emplear las mismas 
precauciones...». 

En general él se abstenía de toda suerte carne; más aún, parecía que la tuviese horror, y, por cuanto le era posible, evitaba comerla, so 
pretexto de que su dentadura, muy gastada, le dolía y no podía masticar. Pero, enemigo de toda singularidad, solía aceptar lo que se ofrecía 
Si le preguntaban qué porción prefería, acostumbraba decir: -íPara mí, la porción de carne más agradable es la más pequeña!-Pero dejaba 
una parte en el ((196)) plato, y el trozo que comía no lo sazonaba con sal. Solamente, en los últimos años de su vida, se avino a tomarla con 
mayor frecuencia, obligado por las prescripciones de los médicos. 

Después de comer, cansado de las malas noches de insomnio, de trabajo, o de diabólicas vejaciones, tal como se lo confió a monseñor 
Cagliero y a varios de sus íntimos, rendido de cansancio, vencido por la fatiga, a veces dormía un rato en la mesa, sentado sobre la silla y 
sin apoyo, reclinando la cabeza sobre el pecho. Entonces los presentes, de puntillas, salían del refectorio para no despertarlo. Pero nunca 
durmió la siesta en la cama, ni siquiera en los últimos años. Era éste el momento más pesado del día para él, porque acostumbraba salir a la 
ciudad, a visitar bienhechores, cumplir asuntos urgentes y buscar socorros para su obra. Atormentado por el sueño, tomaba por compañero 
a un muchacho conocedor de la ciudad y le decía: 

-Llévame a tal y tal sitio; pero, atento, porque puede vencerme el sueño y hacerme tropezar. 

Y, apoyando la mano sobre el brazo del muchacho, caminaba, dormitaba, como si le bastara aquel movimiento y aquel momento de 
sopor para reparar el cansancio por no haber dormido. 

Una vez, después de haber pasado varias noches de insomnio, se olvidó de tal precaución y se encontró, totalmente solo, en la placeta de 
Ntra. Sra. de la Consolación, casi sin saber dónde estaba y adónde quería ir. Un zapatero, que vivía allí al lado, se acercó y le preguntó qué 
le pasaba: si se encontraba mal, o si estaba de mal humor: 

-No, le respondió don Bosco; pero tengo sueño. 
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-Bueno, pues venga a mi casa; duerma un poco y luego vuelva a sus negocios. 

((197)) Aceptó don Bosco, entró en la pequeña zapatería, sentóse junto a la mesita del taller y durmió, desde las dos y media hasta las 
cinco. Al despertarse, quejóse al zapatero de que no le hubiera despabilado. 

-Mi querido señor, respondió el zapatero: íle veía tan rendido, dormía tan profundamente apoyado contra la pared! íYo le miraba con 
devoción, pensando en los muchos trabajos que tiene que haber soportado! 

Sucedió otras veces que, al sentirse falto de fuerzas, entraba en una tienda rogando al dueño le dejara descansar un instante. Si el tendero 
le conocía, inmediatamente le acercaba con gusto una silla, porque sabía qué le pasaba. Si el tendero no le conocía, don Bosco, 

interrumpiendo las acostumbradas ofertas mercantiles, en una acto de confianza le decía: 

-Por favor, déjeme estar aquí; déme una silla para descansar un poco. 

Solía responder el dueño: 

-Bueno, bueno; siéntese usted. 

Apenas se sentaba, don Bosco se dormía. Entraban y salían, mientras tanto, los parroquianos extrañados al ver a un sacerdote durmiendo 

en aquel lugar. Pero bastaban unos minutos para reanimarle. Daba las gracias al despedirse y: 

-Perdone: »quién es usted?, le preguntaban. 

-íSoy don Bosco! 

-»Y por qué no me lo dijo? »Quiere una tacita de café, un vaso de vino? 

Y los buenos tenderos se quedaban satisfechos de poder contar la pequeña aventura. 

No bebía nunca, ni tomaba nada fuera de las comidas, excepto en los últimos años de su vida, en los cuales, por la gran dificultad para 
digerir, tomaba, por prescripción facultativa, un ligero vermut, antes de sentarse a la mesa; pero sin comprarlo, sino regalado por la 
caritativa familia del teólogo Carpano, y, si no se lo servían, tampoco lo pedía. También se permitía, en aquellos tiempos tomar un poco de 
manzanilla, cuando se la ofrecían ((198)) durante sus largas horas de confesonario. Durante el día, aunque cansado y deshecho por las 
audiencias, y resecas las fauces por la sed, pues padecía de inflamación en la boca, ni siquiera pedía agua, y si por un casual su secretario 
don Joaquín Berto se la llevaba compadecido, insistiéndole en que 
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bebiese al menos para darle gusto, tomaba solamente un sorbo, pretextando que le hacía sudar. Narraba Juan Bisio que nunca le había visto 
tomar un refresco, y que un día caluroso de verano le presentaron una bebida con trocitos de hielo y limón y él la rechazó con gracia 
diciendo: 

-íTómatelo tú! 

Nunca tuvo en su habitación vinos, jarabes ni licores; si se los regalaban, los enviaba a la despensa general, a la enfermería para los 
enfermos o los guardaba para regalarlos, a su vez, a los bienhechores. De cuando en cuando recomendaba a los alumnos jóvenes, a los 
clérigos y a los sacerdotes que no guardaran bebidas, frecuentemente peligrosas; no se cansaba de repetir esta recomendación y hasta 
castigaba a los transgresores. Cuando era huésped en alguna casa y le ofrecían vino, lo rechazaba graciosamente con la excusa de que podía 
subírsele a la cabeza. 

Tenía suprimida la merienda con vino, fruta u otros comestibles y decía que venter pinguis non gignit mentem tenuem. (El vientre 
hinchado no engendra una mente perspicaz). Nunca hizo una refección entre comida y comida, ni en su casa ni en la ajena, ni siquiera 
cuando era invitado, lo mismo que fuera solo que con sus muchachos. En esas ocasiones, si estaba solo, y la invitación era un caso 
extraordinario, se conformaba con entretenerse en útiles conversaciones con las personas de casa. Si le acompañaban sus muchachos, se 
daba prisa para que les sirvieran a su gusto y el del que invitaba, de acuerdo con las circunstancias; pero él no tomaba nada, diciendo que 
tenía que preocuparse de ellos. ((199)) A lo sumo se limitaba a un vasito de vino aguado para condescender, de algún modo, con las 
cortesías de los demás. «Durante tantos años como viví con él, dice don Miguel Rúa, solamente recuerdo haberle visto una vez fuera de 
comida con un racimo de uvas durante la vendimia, y, aún entonces, para animar a los muchachos que había llevado consigo expresamente 
al campo». 

Nunca hablaba de comidas ni bebidas, y con su ejemplo y su consejo apartaba también a los jóvenes de semejantes conversaciones y 
deseos. Asistía con el mismo ánimo a un banquete, al que se sentía obligado a asistir, que a una sencilla comida del Oratorio. Todos veían 
que comía por necesidad. No aparecía en él la menor sombra de inmortificación, ni de avidez. Quien se sentó a su lado durante muchos 
años, puede atestiguar que comía como distraído, ocupado siempre en otras cosas, sin distinguir entre alimento y alimento. Sucedió que, 
habiéndole preguntado durante la comida, si ya 
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había tomado el segundo plato o solamente el primero, no supo responder. Lo mismo sucedía si, inmediatamente después de levantarse de 
la mesa, se hablaba por cualquier circunstancia de lo que habían servido. Estaba tan acostumbrado al dominio del sentido del gusto, que 
casi había perdido su estímulo. 

En efecto, predicaba en cierta ocasión ejercicios en una parroquia del campo; hacia el final de los mismos se levantó bastante tarde una 
noche del confesonario y fue a la casa parroquial cuando todos, incluido el párroco, se habían retirado a dormir. Como tenía hambre, entró 
en la cocina para cenar un poco. Al resplandor de una lamparilla allí encendida, miró a ver si le habían guardado un plato de sopa, y vio un 
pucherito en el hornillo, sobre la ceniza caliente. Pensando que aquello fuera la sopa, lo sacó, tomó una cuchara y comió tranquilamente lo 
que él creyó una sopita de sémola. Pero ((200)) ícuál no sería, a la mañana siguiente, el asombro de la cocinera, al buscar el almidón, que 
había preparado para planchar, y no encontrarlo! La buena mujer no acababa de lamentarse. El párroco sospechándolo, preguntó a don 
Bosco y supo, con gran maravilla de su parte, como él no se había dado cuenta de que había comido el almidón. Después contaba a 
menudo el caso y describía a sus amigos la admirable mortificación del siervo de Dios. 

Andaba don Bosco tan lejos de dar gusto a su paladar, que, como los santos, parecía experimentar una especie de repugnancia cada vez 
que debía sentarse a la mesa. En más de una ocasión hizo como quien se enfada por tener que sujetarse a esta necesidad y decía: 

-íQue todos los días tenga el hombre que sujetarse a esta bajeza de alimentarse! 

Y repetía frecuentemente: 

-De dos cosas me gustaría prescindir: de dormir y de comer. 

Necesitaba a menudo que alguien le avisase a la hora de comer, porque de otro modo se olvidaba. 

Muchas veces no se acordaba de si ya había comido. Salía a lo mejor por la mañana a la ciudad, volvía hacia las dos de la tarde y se 
sentaba al escritorio. Margarita, creída que ya había comido en casa de algún bienhechor, recogía lo que había preparado, levantaba los 
manteles y apagaba el fuego. Hacia las cuatro, no aguantaba su mente, se le enturbiaban los ojos y decaían sus fuerzas; entonces dejaba don 
Bosco la pluma y pensaba: 

-Pero »por qué me da vueltas la cabeza? »No estaré bien de salud? 
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Intentaba pasear un poco para distraerse. Mas, al no poder tenerse en pie, llamaba a la madre.
-»Necesitas algo?, preguntábale Margarita asomándose a la puerta.
-Me siento débil; me da vueltas la cabeza; me encuentro algo mal.
-»Dónde has comido hoy?
((201)) -íCuriosa pregunta! íEn casa! »Ya se ha olvidado usted?
-íAh!, en casa ciertamente que no; doy fe de ello.
-»Entonces?
-Entonces no has comido: al mediodía no estuviste en casa y hasta las dos tuve la sopa al fuego. Creí que habías comido en otra parte.
-Ahora entiendo por qué me encuentro tan débil.
Y mamá Margarita iba riendo a arrimar el puchero al fuego.
Nos contaba don Félix Reviglio que, siendo ya párroco en Turín, entró un día en el Oratorio mientras don Bosco estaba comiendo, él


solo, hacia las cinco de la tarde, después de haber trabajado muchas horas en el escritorio. Tenía ante sí una escudilla de estaño, comía 
habichuelas secas sin condimento alguno, y toda su comida se redujo a tan poca cosa, que el mismo Reviglio sintió una opresión de 
corazón. 

Por la noche acostumbraba tomar algo menos que al mediodía, enseñando con el ejemplo lo que recomendaba a sus muchachos, esto es, 
no llenar del todo el buche en la cena. Sucedíale a menudo que cenaba muy tarde, particularmente los sábados, las vigilias de las fiestas y 
con ocasión del ejercicio de la buena muerte. Mientras vivió su madre, al menos estaba caliente el alimento, y alguna rara vez, un poco más 
sustancioso que de costumbre. 

Un día, contaba el teólogo Ascanio Savio, como viera Margarita al hijo tan sin fuerzas, le preparó una sopa en la que echó un huevo. 
Pero él considerando que también yo estaba muy cansado, la partió conmigo. 

Cuando faltó la madre, el cocinero no siempre previsor, ponía aparte para él una sopa, cocida hacía casi cuatro horas, y don Bosco se 
conformaba con ella, hecha ya una pasta y, a lo mejor, demasiado salada. El plato de hierbas fritas, de verdura hervida, era tan poco 
apetitoso, como para dejarlo. Aún recordamos cómo él, satisfecho y sin pedir otra cosa, ((202)) rompía la costra de aquella pasta que se 
había formado al calor del horno; empezaba a extraer debajo de aquella corteza y después comía también ésta, aunque estuviera fría 
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y dura, sin la menor señal de disgusto. Al mismo tiempo hablaba de cosas útiles, ajenas a la cena, con alguno de sus clérigos o sacerdotes, 
que le habían esperado para acompañarle a aquellas horas, y sin pensar para nada en el trabajo hecho, mientras ellos le veían tan fatigado. 
Hubieran deseado hacerle preparar algo mejor, pero él no tenía preferencias, el cocinero se había ido ya a dormir según sus órdenes, y el 
fuego de la cocina estaba apagado. Si alguno le proponía tomar un huevo pasado por agua, respondía infaliblemente: 

-Me basta la sopa de los muchachos, y si este plato fue suficiente para los demás, »por qué no debe serlo para don Bosco? 

Y rechazaba cualquier otra cosa, pese a las largas horas de confesonario, la misa y el sermón que al día siguiente no le permitirían tomar 
alimento hasta las once de la mañana o el mediodía. 

Por la noche era el último en acostarse. Visitaba antes los dormitorios, se detenía a dar cualquier disposición para la buena marcha de la 
casa o una conferencia a los clérigos. Cuando quedaba solo, el pensamiento de Dios le sacaba fuera de sí y le dejaba como aturdido. Nos 
contaba: 

-Durante los años 1850-51-52, después de haber pasado todo el sábado trabajando y confesando y haberme entretenido contando cosas 
curiosas a los muchachos, que servían en el comedor, después de la cena, o a los clérigos después de las oraciones, subía a mi habitación 
hacia las once. Al llegar al mirador me paraba para contemplar los infinitos espacios del firmamento. Me orientaba por la Osa Mayor, 
fijaba mis ojos en la luna, después en los planetas y en las estrellas; pensaba, contemplaba la ((203)) hermosura, la grandeza, la multitud de 
los astros, la lejanía sin fin que existe entre ellos, la enorme distancia hasta mí mismo; y dando la vuelta a estos pensamientos, llegaba a las 
nebulosas y más lejos aún. Reflexionaba en la última estrella de la última nebulosa; pensaba que cada una de los millones que forman 
aquel grupo podía ser como un centro desde donde se podía gozar el mismo espectáculo que se goza desde la tierra, desde cualquier parte, 
desde cualquier punto adonde se dirija la mirada en una noche serena y me quedaba tan impresionado que sentía vértigo. El universo me 
parecía una obra tan grande, tan divina que no podía resistir aquel espectáculo, y mi única escapatoria era encerrarme deprisa en mi 
habitación... 

Todos los muchachos, al llegar a este punto, estaban en suspenso, contenían la respiración, esperando qué iba a añadir don Bosco; y él, 
después de una breve pausa, seguía: 

-... y corría a esconderme bajo las sábanas. 
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Los muchachos reían con esta salida y don Bosco terminaba: 

-Solamente allí debajo, en aquel hoyo, me parecía no ser tan pequeño y despreciable. 

Don Bosco estaba tan impresionado ante tales maravillas siderales, que a menudo hablaba con los amigos de la enorme distancia de los 
astros tan próximos a nosotros, tan lejos de la tierra y visibles, y de su inmenso volumen. Y se complacía en contar los diez millones de 
años que se necesitarían, con la velocidad de la luz, de trescientos mil kilómetros por segundo, para llegar a algunas estrellas. 

-Nuestra mente se pierde, exclamaba, y no puede formarse una pequeña idea. íQué maravillosa es la omnipotencia de Dios! 

Con estos sublimes pensamientos entraba en la habitación; pero no descansaba, más que cuando la fatiga le constreñía. Entonces, vestido 
como estaba y sin darse cuenta de ello, se echaba sobre la cama y así se quedaba durmiendo hasta la mañana. A veces era atormentado por 
el insomnio y en aquellas pocas ((204)) horas que estaba en el lecho rezando, daba rienda suelta a la fantasía en torno a sus proyectos y a la 
forma de realizarlos: se comportaba de noche, lo mismo que de día. El que dormía en la habitación contigua, al oír un grito, y temiendo que 
a don Bosco le pasase algo, entró varias veces en su cuarto improvisadamente y de puntillas. Y le vio acostado, dormido, boca arriba, con 
la cabeza un poco levantada, las manos juntas sobre el pecho y, tan bien compuesto, que parecía uno de esos cuerpos de santos, que se 
conservan en los altares para veneración de los fieles dentro de una urna de cristal. Nosotros mismos podemos atestiguarlo a la par de 
muchos otros. 
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((205)
)


CAPITULO XIX 

COMO FRENABA DON BOSCO SUS SENTIDOS -SU MORTIFICACION AL HABLAR, ESCUCHAR Y TRABAJAR 
MAGNIFICO ELOGIO DE DON BOSCO, ESCRITO POR MONSEÑOR CAGLIERO -PENITENCIAS EXTRAORDINARIAS Y 
SECRETAS DE DON BOSCO -NO SE LAS PERMITE A SUS ALUMNOS -SUS DOLOROSAS Y CONTINUAS ENFERMEDADES 

EL aspecto de don Bosco revelaba su modestia y mortificación. Hasta cuando estaba arrodillado, se le veía derecho. Si estaba sentado, 
jamás colocaba una pierna sobre otra; no apoyaba la espalda contra el respaldo de la silla o del sofá: cuando no escribía, tenía las manos 
juntas sobre el pecho con los dedos cruzados. Nunca se le vio buscar una posición más cómoda, o tumbado sobre un sofá, sino cuando se 
veía obligado a ello por un grave malestar. Se sentaba con un porte tan digno, que imponía respeto. Le sorprendieron mil veces de día y de 
noche; le espiaron, a través de las rendijas de la puerta, mientras trabajaba a solas, o meditaba y tuvieron siempre que admirar una modestia 
tal, que no podía ser mayor. Su aspecto era el mismo cuando estaba de pie o paseaba. Nunca se apoyaba en el brazo de otro, aún en la edad 
avanzada; sólo en aquellas ocasiones en que, faltándole las fuerzas, amenazaba caerse. Y entonces se apoyaba por breves instantes. 

((206)) Una vez, en muchos años, después de haber rechazado el brazo que le ofreció alguien que le vio arrastrar penosamente los pies, lo 
aceptó y se apoyó en él, porque de otro modo hubiera caído redondo sobre el empedrado de la calle. Pero, mientras pudo, mantuvo su 
equilibrio, con los brazos cruzados a la espalda. 

Prueba de que estos actos eran hijos de la virtud de la templanza, son las recomendaciones que hacía a sus muchachos de no abandonar 
las pequeñas mortificaciones, ocasionadas por la compostura y modestia, cuando rezaban, se sentaban, estudiaban o paseaban, y su firme 
propósito, practicado toda la vida sin fallar, de no conceder descanso a sus sentidos. 

Confesaba a los muchachos sentado sobre una simple silla, incómodo, 
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sin apoyo alguno y con los brazos libres para cubrir su rostro y el del penitente con un pañuelo blanco. En el invierno aguantaba largas 
horas en el helado ambiente del coro o de la sacristía, y en verano el aliento de todos los muchachos que le rodeaban y que casi no dejaba 
respirar. Sumada a los internos la gran multitud de externos, no hay que extrañarse de que fuera atormentado por ciertos insectos, que 
abundaban. Pero él los aguantaba con indiferencia, sin dar muestras de la más mínima molestia. 

Cuando, posteriormente, confesaba en las casas de la costa, picaban su cara y sus manos los mosquitos, y mientras los penitentes los 
espantaban con el pañuelo, don Bosco dejaba que le punzaran a su gusto; después, al ir a cenar mostraba sus manos cubiertas de picaduras 
y decía bromeando a los superiores de la casa: 

-íMirad cuánto quieren a don Bosco los mosquitos! 

Por la misma razón salió una mañana de la habitación con la cara hinchada y sanguinolenta. Todos los que le encontraban le 
compadecían; pero su rostro siempre estaba alegre. 

((207)) Tenía una paciencia a toda prueba para soportar las incomodidades de las estaciones y animaba a sus hijos a que las aceptasen 
como fuente de méritos venida de las manos de Dios. Sufría un frío intenso en los pies, mas no quiso nunca usar brasero. 

Todos apreciaban constantemente su mortificación en el hablar. Era moderado, hablaba con calma, despacio y con dulce gravedad. 
Evitaba toda palabra inútil; huía de conversaciones profanas, formas demasiado vivaces, expresiones mordaces y agitadas. Hablaba poco, 
acentuaba las palabras, que así no caían en vano, sino que instruían y edificaban siempre. Si decía algo ameno o agudo, para levantar el 
ánimo propio o ajeno, lo hacía con mucha parsimonia, sazonada con algún pensamiento del todo espiritual. De tal modo frenaba la lengua, 
que no soltaba mordacidades, ironías, ni bromas más o menos inconvenientes en labios de un sacerdote. No soportaba ofensas contra la 
caridad, y una de sus más repetidas recomendaciones era precisamente la de huir de toda descortesía al obrar y al hablar. No permitía las 
murmuraciones y, sin que los interlocutores se dieran cuenta, cambiaba con destreza de conversación a otros temas. Hablaba largo tiempo 
si lo requería el caso; pero, si no había una necesidad particular, sabía guardar silencio, especialmente para atender a sus ocupaciones. 

Era de una templanza sin límites con las personas que, por enfado o por error, le contrariaban o le trataban injustamente. En estas 
ocasiones, cuanto más ásperas e insolentes eran las expresiones del 
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adversario, más suaves y mansas eran las de don Bosco. «Recuerdo, declara monseñor Cagliero, que habiendo llegado a cierto sujeto a 
hablarle en la escalera airadamente y con palabras inconvenientes, vencido por sus respuestas afables y sus corteses modales, se calmó y le 
pidió ((208)) perdón delante de nosotros mismos, que éramos unos muchachos». Cuando no podía persuadir a su oponente, callaba del 
todo. 

Su templanza le infundía vigor también cuando recibía cartas injuriosas. Acostumbraba no responder o, más frecuentemente todavía, 
responder con dulzura. íCuántas veces intercambió los insultos por favores! 

Al que no sabía mantenerse en calma a la hora de responder, le daba este recuerdo: -No escribir palabras ofensivas: scripta manent (lo 
escrito, permanece). 

-Os lo recomiendo encarecidamente, decía frecuentemente a los suyos; evitad en vuestro hablar las formas ásperas y mordaces: 
compadeceos los unos de los otros, como buenos hermanos. 

Estaba un sacerdote para publicar un libro sobre instrucción y educación y le pedía normas y consejos. 

-Te recomiendo, le respondió, una cosa: no ofender la caridad. 

Brilla su templanza en todos sus escritos, en los que todo es calma y limpieza, sin sombra de acritud. 

Frenaba el natural apetito de ver y saber lo que no le pertenecía. Aunque tenía un gusto exquisito para juzgar las obras de arte, no se 
dejaba seducir por la curiosidad de visitar monumentos, palacios, pinacotecas, museos. Doquiera se encontrase, solía llevar los ojos 
clavados en el suelo, de forma que no miraba a las personas, ni aún cuando le saludaban. Era una mortificación costosa para él la renuncia 
a leer libros que excitaban sus deseos de ciencia, literatura o historia. Sin embargo, para atender a las obras de caridad que la divina 
Providencia le había confiado, se abstenía de ello casi siempre, salvo que le fuera necesario. Raras veces leía o se hacía leer periódicos, y 
solamente con ocasión de noticias sobre hechos gloriosos o dolorosos para la Iglesia Católica o ((209)) que se referían directamente a sus 
instituciones. Pedía, sin embargo, de vez en cuando, que alguno le contase las principales noticias del día, especialmente en los momentos 
de mayores transtornos políticos, para dirigir a los demás a la hora de juzgar ciertos hechos públicos y para no estar totalmente ajeno a las 
conversaciones, en las que debía encontrarse por su condición. Sin embargo se veía claramente que no padecía curiosidad de saber. No 
admitía, además, periódicos que no fueran 
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sinceramente católicos; y recomendaba con insistencia a sus alumnos que se liberaran de la inútil curiosidad de leer libros o periódicos que 
no fuesen provechosos para su propio estado. 

No tomaba rapé, aun cuando lo necesitara para el mal de ojos y el continuo dolor de cabeza; dolores causados por la sangre que le subían 
a la cabeza, como consecuencia de sus asiduas y graves ocupaciones. Como el médico se lo había aconsejado, tenía un poquito en una 
tabaquera microscópica de cartón piedra, que le habían regalado los amigos, en la cual apenas entraban las puntas de los dedos; pero, o se 
olvidaba de abrirla, o tomaba rara vez alguna pizca. Se conformaba, casi siempre, con acercársela a la nariz para recibir el olor y provocar 
el estornudo. Lo aprovechaba en las conversaciones y en los viajes para ganarse amigos, como él decía, ofreciéndolo, cuando parecía 
conveniente, a los compañeros de viaje y abriendo de este modo el camino para entablar conversación; especialmente para decir una buena 
palabra a personas poco religiosas. Así que, en ocasiones, la tabaquera le sirvió de lazo con el que cazar almas para Dios. Alguna rarísima 
vez lo ofrecía a alguno de sus muchachos, diciendo: 

-Toma; esto echa fuera los peores pensamientos. 

Tan poquito rapé tomaba, que el teólogo Pechenino que se lo regalaba, solíale llenar la tabaquera una sola vez al año. Si algún otro le 
ofrecía, él, ((210)) bromeando, introducía el dedo meñique y aspiraba el pulgar. Mientras tanto recomendaba a sus alumnos no tomar 
tabaco, sin prescripción médica, y prohibía totalmente a todos el fumar, al extremo de poner esta costumbre como impedimento para ser 
admitido en el Oratorio y en la Congregación. 

Nunca olía las flores. Si un muchacho le ofrecía una, la aceptaba y agradecía; y sonriendo se la acercaba a las narices y espiraba sobre 
ella en vez de aspirar su olor. Después exclamaba: 

-íOh, qué fragancia, qué agradable perfume despide esta flor! 

Lo mismo hacía al recibir de manos de personas benévolas el regalo de un ramo de flores para complacer a quien se lo ofrecía; e 
inmediatamente lo enviaba al altar de la Virgen en la iglesia. 

Era amante de la limpieza, pero no usaba jabón para lavarse y acostumbraba recomendar a los clérigos, a los sacerdotes y a los 
coadjutores, que no usaran perfumes, que sólo son buenos para la vanidad. 

Así tampoco tomaba baños, ni siquiera en lo más cálido del verano y con dificultad se resignó a ello por orden de los médicos. Se privaba 
de los paseos por simple distracción, aunque le estaban recomendados 
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a diario, como una gran ayuda para su delicada salud. Pero él, fiel a los propósitos de su ordenación sacerdotal, sólo salía de casa para 
visitar a un enfermo, ir a un hospital o buscar socorros para sus hijos. Salía también en busca de un escondite donde poner al día la 
correspondencia o revisar las obras que iba publicando; trabajo que difícilmente hubiera podido realizar en el Oratorio, donde estaba 
asediado por las visitas. Al salir, se hacía acompañar por alguno de sus muchachos o de sus 
coadjutores y hablaba de cosas útiles o instructivas. 

En los viajes, no descansaba su mente: corregía ((211)) pruebas de imprenta, leía y apostillaba cartas para su respuesta, rezaba o 
meditaba. 

«Un día, narraba don Miguel Rúa, tuve que acompañarle en el barco de Troffarello a Villastellone. Mientras nos acercábamos al 
embarcadero se oyó la señal de partida del vapor. Don Bosco no se inmutó, sacó del bolso un cuaderno, siguió caminando y, con el lápiz en 
la mano, no levantó los ojos de aquellas páginas hasta llegar a Villastellone. Al llegar allá me dijo: 

-Ciertamente no todas las desgracias hacen daño; si hubiéramos tomado el vapor, no habría podido corregir este volumen. Así he logrado 
terminarlo y hoy podré enviarlo a la imprenta. 

Lo mismo solía hacer en todos sus viajes; y, cuando la vista ya no se lo permitió, frecuentemente entablaba conversaciones edificantes. 

Diríase que eran un descanso las jiras campestres que hacía con sus muchachos y los paseos con ellos, durante los primeros años del 
Oratorio, por las colinas de los alrededores de Castelnuovo. Pero, si eran una diversión para los demás, para él resultaban una fuente de 
serias preocupaciones, fatigas y solicitudes, dado que tenía que pensar en todo y en todos. Pero servían de verdadera misión para los 
alumnos y para los pueblecitos por los que pasaba. 

Siempre se privó de toda suerte de diversiones, y nunca asistió a festejos públicos de pura recreación, espectáculos decentes, revistas 
militares, iluminaciones, entradas de príncipes en la ciudad, aún cuando fue invitado muchas veces para tomar parte en ellos. Mortificaba 
tanto sus ojos que, mientras permitía fuegos artificiales para divertir a los muchachos, él no los miraba, si estaba en el patio, y no salía al 
balcón, si estaba en su habitación. Si le rogaban que fuera a verlos, se excusaba diciendo ((212)) que sus pupilas no resistían aquellos rayos 
de luz tan viva. Recordamos una noche en la que todo el interior del Oratorio estaba artísticamente iluminado: estuvo él más de una hora 
junto a la ventana para que los muchachos le vieran, 
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pero siempre de espaldas al lado donde más llamativos y variados eran los juegos de luz. A lo largo del año asistía algunas veces a las 
representaciones dramáticas del Oratorio; pero lo hacía para instruir y alegrar a sus muchachos, darles satisfacción, animarles a estudiar, 
demostrarles que la piedad no es enemiga de la sana alegría, acompañar y honrar a las personas de consideración a las que invitaba; pero no 
lo hacía para divertirse. Le gustaba, aplaudía, pero advertimos que su tranquila mirada no se fijaba en la escena ni en los actores. Por lo 
demás, si no reclamaban su asistencia, prefería retirarse a la soledad de su habitación. 

Era admirable el perfecto dominio de sus pasiones y el señorío de su corazón, para moderar los afectos de simpatía y sensibilidad, de 
cólera o aversión, y tenerlos siempre sujetos a la recta razón, a las enseñanzas de la fe y dirigirlos a mayor gloria de Dios. Cuantos le 
conocieron de cerca, tuvieron que admirarle. Una vida tan extraordinaria y seria, le resultaba tan espontánea, que le hubiera costado obrar 
de otro modo. Eran hábitos que poseía en grado heroico. 

Y digamos ahora algo de sus ocupaciones. No se le vio un momento ocioso. Al hablar del cansancio y del trabajo y al responder a quien 
le preguntaba cómo podía resistir, decía: 

-Dios me ha hecho la gracia de que el trabajo y la fatiga no me pesen, sino que, por el contrario, me sirvan de recreo y desahogo. 

La importancia y multitud de ((213)) cartas que, en 1885, requerían una contestación de su puño y letra le obligaron a estar en su 
habitación semanas enteras de la mañana a la noche. Le preguntaron: 

-»Es posible que no se aburra con ese pesado trabajo sin salir a respirar un poco de aire sano? 

-Mirad, respondió: lo hago con el mayor gusto del mundo. No hay nada que me guste más. 

Y lo mismo respondía en ocasiones muy distintas, cuando le compadecían por las inacabables confesiones, la predicación, las loterías, la 
imprenta u otras de sus múltiples ocupaciones: 

-No hay nada que me guste más. 

«Experimentaba, escribe don Juan Bonetti, una grandísima satisfacción, que saltaba a sus mejillas, en los padecimientos; por eso no 
cejaba en sus empresas, ni desistía de un trabajo por desagradable y cansado que fuera, demostrando que experimentaba mayor pena 
dejándolo que siguiéndolo». 

Y escribía monseñor Cagliero: «Todos mis hermanos y yo estamos convencidos de que nuestro querido padre, aunque ocultase 
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celosamente sus mortificaciones, abstinencias y penitencias, hasta parecernos que su virtud era la ordinaria y común de cualquier sacerdote 
ejemplar, y no amedrentaba a ninguno, sino que infundía en los demás el ánimo y la esperanza de poder imitarle, sin embargo, al juntar su 
delicada salud, las escondidas incomodidades, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la durísima pobreza, especialmente durante los 
primeros veinticinco años de su Oratorio, la escasez de alimento, la privación de distracciones, desahogos, diversiones y de toda 
comodidad, y sobre todo las continuas fatigas materiales y espirituales, podemos afirmar con toda verdad que don Bosco llevó una vida tan 
mortificada y penitente, como no la llevan más que las almas que alcanzaron la máxima perfección y santidad. Y todas estas 
mortificaciones le eran tan fáciles y naturales que nos persuadieron de que el siervo de Dios poseía la virtud de la templanza en grado 
heroico». 

((214)) De conformidad con esta afirmación de monseñor Cagliero, aprovechamos para manifestar nuestra persuasión de que don Bosco 
practicaba también penitencias extraordinarias. Comenzamos a conjeturarlo cuando un día nos dijo que, para alcanzar del Señor una gracia 
señaladísima y necesaria, había tenido que recurrir a medios proporcionados, con los que había obtenido su fin. Pero no quiso decirnos, 
aunque se lo rogamos, de qué medios se trataba. No se debe ocultar que él, tan compuesto en todo movimiento de su persona, de vez en 
cuando alzaba ligeramente los hombros, como si tuviese algo que le molestase o doliese. Se requería muy poco para formar un pequeño 
cilicio punzante, que no hiciera sospechar el uso a que estaba destinado; y don Bosco tenía una epidermis muy delicada. Nuestra opinión se 
reforzó a lo largo de más de treinta años seguidos a su lado. Carlos Gastini, al hacerle la cama, encontró una mañana esparcidos sobre el 
colchón y cubiertos por las sábanas, algunos trocitos de hierro, que seguramente había dejado olvidados don Bosco, con las prisas, al 
levantarse para ir a la iglesia. No pensó más el joven en ello y, dejando los hierrecitos sobre la mesita de noche, no hizo mención a don 
Bosco. Al día siguiente ya no vio casquillo alguno ni volvieron a aparecer durante los varios meses que continuó encargado del aseo de su 
habitación. Don Bosco no le dijo nada sobre el particular y sólo después de muchos años, reflexionando Gastini sobre aquellos extraños 
trebejos, entendió para qué debieron servir. «Otra vez, cuenta monseñor Cagliero, se encontraron sobre la cama unos guijarros y trocitos de 
madera». Don Bosco había encontrado, por consiguiente, la manera de atormentar durante 
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la noche su ya debilitado cuerpo y hacer difíciles las pocas horas de su sueño. 

Sin embargo, dudando de que alguien pudiera haber descubierto su secreto, prestó más atención y, a menudo, él mismo se hacía la cama, 
barría, arreglaba ((215)) su habitación y sacudía el polvo de los pobres muebles. José Brosio le sorprendió un día en esta labor y don Bosco 
le dio una hermosísima lección a propósito de la habitación bien puesta; pero Brosio observó con sorpresa que solamente en semejantes 
circunstancias solía tener cerrada la puerta con llave. 

Parece, sin embargo, que las mayores austeridades las reservaba para cuando iba a pasar algún día en casa de sus insignes bienhechores. 
Allí, la amplitud de los edificios y la distancia de su habitación hasta las de la familia que le hospedaba, le ofrecían mayor seguridad contra 
toda investigación indiscreta. Así aceptaba, a lo mejor, la invitación de una veneranda y noble matrona, e iba a su quinta, tranquilo y 
alegre, pero he aquí que una persona de la familia, avanzada la noche, quizá en el año 1879, al atravesar la sala a la que daba la puerta de la 
habitación de don Bosco, oyó dentro un rumor sordo, monótono y prolongado como de golpes. Sospechó, pero no dijo nada a nadie; vigiló 
y constató que el fenómeno aquel se repetía cada vez que don Bosco se hospedaba allí, y se convenció, de que don Bosco imitaba a San 
Vicente de Paúl, para obtener del Señor muchas gracias. Habiendo comunicado después de algunos años todo esto a algunos otros señores, 
acostumbrados a recibir a don Bosco, supo que también ellos habían observado lo mismo, y estaban persuadidos de que el siervo de Dios 
se disciplinaba. Pero, prudentes y corteses, ninguno de ellos hizo nunca alusión a este descubrimiento. Guardaba celosamente algunas de 
sus penitencias, ya fuera por humildad, ya fuera porque no era éste el ejemplo que quería dejar a los miembros de su congregación. No 
acostumbraba él a recomendar estas prácticas y era todo bondad y compasión con sus penitentes. 

La misma persona anteriormente nombrada solía aprovecharse de él para confesarse y un día le pidió permiso para ((216)) imponerse una 
penitencia corporal, como habían hecho algunos santos, cuya biografía había leído. Era ella de una constitución delicada y enfermiza. Don 
Bosco no aprobó lo que le pedía, y ante su insistencia para conocer la manera de aplicarse los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo, le 
respondió: 

-íMire usted! No faltan medios. El calor, el frío, las enfermedades, 
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las cosas, las personas, los sucesos... son más que medios para vivir mortificados. 

También prohibía a sus muchachos que se entregaran a austeridades demasiado rigurosas y les añadía que a lo mejor el mismo demonio 
les sugería para sus fines aquellas penitencias extraordinarias. Cuando alguno de sus alumnos o penitentes le pedía permiso para realizar 
ayunos prolongados, dormir sobre el desnudo suelo, o practicar otras duras mortificaciones, solía conmutárselas por mortificación de los 
ojos, de la lengua, de la voluntad o por obras de caridad. A lo sumo, les permitía que dejaran la merienda o una parte de la cena. Por lo 
demás seguía repitiendo: 

-Mis queridos muchachos: no os recomiendo penitencias y disciplinas, sino trabajo, trabajo, trabajo. 

Y esta su mortificación continua, laboriosa, tranquila, aparece no sólo como heroica sino casi sobrehumana, al pensar que era víctima de 
enfermedades que le atormentaron sin tregua durante toda su vida, y que aguantó con fortaleza de santo. Ya a principios de su apostolado 
esputaba sangre, malestar que se renovaba de cuando en cuando; y por ello los médicos le habían prescrito un paseo diario por encima de 
todo, porque de otro modo no podía durar muchos años. Desde 1843 empezaron a dolerle los ojos, con un escozor causado por las largas 
vigilias y el continuo leer, escribir y corregir pruebas de imprenta, mal que fue creciendo lentamente hasta el extremo de perder la visión 
del ojo derecho. 

((217)) En el 1846 le corrió por las piernas una ligera hinchazón que aumentó mucho en 1853, produciéndole dolores y extendiéndosele 
hasta los pies; le fue creciendo de año en año, de tal forma que en los últimos tiempos le era difícil caminar y tuvo que emplear medias de 
goma. En la imposibilidad de descalzarse por sí solo era menester que alguien le prestara este servicio. Quien le prestó este acto de filial 
caridad, se maravilló al ver cómo la carne se doblaba sobre el borde de las botas, y no comprendía cómo podría resistir para permanecer 
tantas horas de pie. Don Bosco solía llamar con gracia a esta hinchazón dolorosa: su cruz de cada día. 

Al mismo tiempo sufría muy a menudo fuertes dolores de cabeza, tales que le parecía se le ensanchaba el cráneo, como él mismo 
manifestó en alguna ocasión a don Miguel Rúa; y don Joaquín Berto constató tal ensanchamiento. Padecía también atroces dolores de 
muelas, que muchas veces duraban varias semanas, y pertinaces insomnios que no le dejaban descansar. 

Le llegó una palpitación de corazón, que le impedía respirar y 
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hasta pareció que una de sus costillas había cedido a aquel impulso. 

Durante los últimos quince años de su vida se añadieron nuevos males a los antiguos. De cuando en cuando le afectaban fiebres miliares, 
acompañadas de erupciones cutáneas. Se le había formado sobre el hueso sacro una excrecencia de carne viva, del tamaño de una nuez, y a 
apoyarse sobre ella, lo mismo al sentarse que al echarse en la cama, el cuerpo experimentaba gran dolor. Nunca habló con nadie de esta 
tribulación, ni buscó cómo librarse de ella manifestándoselo al médico, que habría podido fácilmente remediarlo con un ligero corte; pero 
no quiso hacerlo por amor a la modestia cristiana. Los que estaban a su alrededor años y años se daban cuenta de que parecía sufrir cuando 
se sentaba, y habiéndoselo preguntado, él se conformó con responder: 

-Me encuentro mejor de ((218)) pie o paseando. Me molesta estar sentado. 

Y siguió usando una sencilla silla de madera. Finalmente, durante los últimos cinco años, la debilidad de la espina dorsal le obligó a 
curvarse bajo el peso de sus cruces. 

Con tantas incomodidades, otro cualquiera se hubiera comportado como un enfermo o se hubiera abstenido de todo trabajo, pero él no 
disminuyó su acostumbrado paso de gigante para emprender y acabar sus maravillosas empresas. Cuanto más crecían las dificultades y las 
enfermedades, más aumentaba él sus ánimos, diciendo: 

-íDon Bosco hace lo que puede! 

Y tanto pudo, que las obras de su celo se extendieron por todo el mundo. 

Y todo esto sin quejarse de sus tribulaciones, sin presentar el menor indicio de impaciencia, de modo que, siempre de buen humor y 
alegre, parecía gozar de óptima salud. Con su aspecto habitualmente alegre y sonriente, y con sus amenas y edificantes conversaciones 
infundía valor y alegría a todos los que se le acercaban, y todos quedaban satisfechos. 

Aún cuando reconocía que la vida era un don de Dios y quisiera vivir mucho tiempo para trabajar a su mayor gloria, sin embargo, 
pensaba siempre con alegría en el día de la muerte que le abriría las puertas del cielo. Por eso nunca rezó por su propia curación, dejando 
que lo hicieran los demás como un ejercicio de caridad. Los médicos que iban a casa regularmente a visitar a los enfermos, particularmente 
el doctor Gribaudo, su compañero de escuela, cuando sabían que estaba muy oprimido y desmejorado, le exhortaban a cuidarse. El, muy 
rara vez daba importancia a su consejo o se atenía 
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a sus ordenanzas y respondía: 

-Pero si estoy bien: yo no necesito tantos cuidados. Y se ponía a hablar de temas médicos, en forma que los doctores decían que cuando 
se encontraban con don Bosco, tenían que sufrir un examen. 

((219)) En las enfermedades declaradas nunca se ponía en manos de los médicos, a no ser obligado por los suyos; y sólo entonces se 
sometía a sus prescripciones, pero se manifestaba indiferente a la mejoría o al empeoramiento. De todos modos, si por razón de caridad o 
de religión se veía obligado a un trabajo o a un viaje, se aventuraba valerosamente, aún en contra del parecer de los doctores, dispuesto a 
perder la vida por la Iglesia y por las almas. 

Hemos traído a estas páginas los testimonios de algunos de nuestros hermanos, anticipando en varios años la aparición en la escena de 
nuestros sucesos. Pero era necesario que los lectores tuvieran ante sí, en cada uno de los instantes y circunstancias que expondremos, la 
vida constantemente mortificada de nuestro admirable fundador. 
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((220)) 

CAPITULO XX 

ATAQUE DE LOS VALDENSES AL CATOLICISMO Y DEFENSA DE DON BOSCO -SEGUNDA EDICION DE EL JOVEN 
CRISTIANO Y FUNDAMENTOS DE LA RELIGION CATOLICA -UN LIBRERO VALDENSE -UN CENTINELA VIGILANTE 
-CONSTRUCCION DE UN TEMPLO VALDENSE EN TURIN -AVISOS A LOS CATOLICOS -FUROR DE LOS SECTARIOS 
CONTRA LA ENSEÑANZA DE LA TEOLOGIA -NEPOMUCENO NUYTZ -IMPOSICION DE SOTANA A LOS PRIMEROS 
CUATRO ALUMNOS DEL ORATORIO -RETRAIMIENTO Y HEROISMO DE MAMA MARGARITA -DOS CARTAS DE UN 
ANTIGUO ALUMNO -INDULGENCIAS 

EL rey Carlos como ya hemos dicho, había emancipado a los protestantes. Pareció que con aquel acto él entendía solamente concederles la 
libertad de profesar externamente su propio culto, sin detrimento de la religión católica. Pero los herejes no lo entendieron así y, en 
consecuencia, apenas obtuvieron la libertad de imprenta, se dieron a una agitada propaganda de sus errores entre el pueblo por todos los 
medios posibles, particularmente con libros y hojas volantes. Aparecieron entre otros los periódicos: La Buona Novella, La Luce 
Evangelica y el Rogantino Piemontese; y después, todo un montón de libros bíblicos adulterados, de pequeño tamaño, a propósito para 
inundar los pueblos, penetrar en las ((221)) familias, correr de mano en mano, pervirtiendo la mente, corrompiendo el corazón, inoculando 
en las almas el veneno de las más perniciosas doctrinas. 

Al mismo tiempo, criminales y traficantes de las almas se presentaban a todos los que sabían eran víctimas de la indigencia o estaban 
cargados de deudas, y les ofrecían una cantidad para que se inscribiesen en su secta y abandonasen la verdadera fe de sus mayores. Y 
siempre había, entre aquellos desgraciados, quienes atraídos por el brillo de las monedas, no sabían resistir a la tentación. 

Ayudaba a la herética propaganda el periódico La Opinión, en el cual, entre otros enemigos de la Iglesia, seguía escribiendo más 
descaradamente que ninguno Bianchi-Giovini, autor de una repugnante 
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y calumniosa Historia de los Papas y de otras obras infames. Añadíase que los protestantes estaban preparados para esta propaganda y los 
católicos no lo estaban para oponer un dique, impedirla o al menos menguar las desastrosas consecuencias. Fiándose de las leyes civiles, 
que hasta entonces habían protegido a la religión católica contra los asaltos de la herejía; fiándose sobre todo del primer artículo del 
Estatuto que dice: La religión católica, apostólica, romana es la única religión del Estado, los católicos se encontraron como soldados 
sacudidos de repente por el sonido del clarín de guerra y llamados al campo de batalla, sin armas a propósito para combatir a los enemigos 
bien armados. En efecto, los católicos necesitaban periodiquitos de buena ley para ser difundidos profusamente, pero eran muy pocos los 
que los poseían; se necesitaban, sobre todo, libritos sencillos y de poco coste, y en cambio, no se tenían más que obras voluminosas de gran 
erudición. Estaban en peligro de perder la fe no solamente los jovencitos, sino todo el pueblo bajo, al que intentaban seducir los enemigos 
de la Iglesia. 

((222)) Ante aquel cuadro, el corazón de don Bosco se encendió en caridad y celo y, con el fin de preservar a sus queridos muchachos de 
los errores que circulaban, preparó un medio saludable para millares y hasta millones de personas. 

Compuso y publicó unas tablas sinópticas de la Iglesia Católica, hojas sueltas, llenas de recuerdos y máximas morales y religiosas 
adaptadas a los tiempos y las repartió gratuitamente entre jóvenes y adultos, por millares de ejemplares, especialmente con ocasión de 
ejercicios espirituales, misiones, novenas, triduos y fiestas. 

Pero la industriosa caridad de nuestro buen padre no se limitó a las simples hojas; en 1851 imprimió la segunda edición de El Joven 
Cristiano, con la imagen de San Luis en la portada y estas palabras: Venid, jóvenes, ofreced al Divino Corazón el virginal candor, que yo 
os protegeré. Y añadió al final seis capítulos, en forma de diálogo, con este título: Fundamentos de la religión católica. Estos demostraban 
que no había más que una verdadera religión: que las sectas valdenses y protestantes no tenían los caracteres de la Divinidad, y por tanto no 
se encontraba en ellas la verdadera Iglesia de Jesucristo; que los protestantes estaban separados de la fuente de la vida verdadera, que es el 
Divino Salvador, y convenían ellos mismos que los católicos se pueden salvar y que se encuentran en la Iglesia verdadera. No olvidaba un 
aviso sobre lo que deben hacer los hebreos, los mahometanos y los protestantes para salvar su alma. 

En las siguientes ediciones de El Joven Cristiano amplió don 
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Bosco estas sólidas instrucciones hasta diez capítulos, que quiso acompañaran siempre al libro, a fin de que los cristianos lo tuviesen de 
continuo a mano, con las explicaciones del dogma de la infalibilidad pontificia. Más tarde se quiso hacer con estos Fundamentos un 
opúsculo aparte, pero don Bosco se opuso radicalmente, persuadido de que, separados de su libro, ((223)) nadie los leería. 

-íHan de ser un vademécum!, exclamó. 

Estos Fundamentos, tal y como estaban compendiados en 1851, les debieron parecer a los protestantes un golpe bastante serio para sus 
falsas doctrinas, porque corrían, como la Historia Eclesiástica y la Historia Sagrada, de mano en mano de muchos millares de jóvenes, a los 
cuales tendían sus redes con preferencia. Decía don Bosco al final de los mismos: «Todos los que persiguieron a la Iglesia en tiempos 
pasados ya no existen, la Iglesia de Jesucristo todavía existe. Todos los que persiguen a la Iglesia al presente, de aquí a poco tiempo 
tampoco existirán; pero la Iglesia de Jesucristo será siempre la misma, porque Dios ha empeñado su palabra de protegerla y estar siempre 
con ella hasta el fin del mundo». 

Mientras trabajaba para esta segunda edición, experimentó don Bosco un gran consuelo. Una tarde, al volver a casa desde la imprenta y 
pasar por la llamada Puerta Palacio, se detuvo bajo los pórticos de la izquierda para contemplar un puesto de libros a la venta. Díjole el 
vendedor que aquellos libros no eran para él, pues eran protestantes. Y él respondió: 

-Ya veo que no son para mí; pero »estará usted contento a la hora de la muerte, de haber vendido estos libros? 

Le saludó y se fue. Mientras se alejaba don Bosco, preguntó el vendedor a los más próximos quién era aquel sacerdote, y le respondieron 
que era don Bosco. A la mañana siguiente se presentó a él y después de sostener una conversación, acabó por enviarle todos sus libros y 
volver al buen sendero. 

Se enteraba mientras tanto don Bosco de que los herejes valdenses se insinuaban y se abrían cada día más camino por varios pueblos. 
Llegaban a Valdocco personas de toda clase, atraídas a don Bosco por una simpatía providencial, y algunas de ellas ((224)) le contaban lo 
que sucedía en las reuniones sectarias o protestantes, sus esperanzas, sus desastrosos sucesos, con singular familiaridad. Hubo quien avisó 
a don Bosco que no se fiara; pero él estaba alerta, se informaba y advertía fielmente de ello a la Curia. Un distinguido eclesiástico, sin 
embargo, estaba molesto, por la importancia que don Bosco parecía dar a aquellas revelaciones. Sin embargo, el buen 
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sacerdote no dejó de cumplir su deber, aún a costa de humillaciones.
Entre otras, se habían infiltrado los protestantes sin hacer ruido en Cirié, y empezaban a ganar adeptos. Lo supo don Bosco y no lo calló.


-»Y qué?, le repuso aquel eclesiástico: »acaso usted sabe lo que no saben los demás? En Cirié hay dos párrocos: »es que estos no tienen 
ojos? »Cree que no estamos informados de lo que sucede? »Acaso ha de venir la luz sólo de Valdocco? 

Don Bosco no replicó; pero pasó poco tiempo y la cizaña creció visiblemente, tanto que hubo que apresurarse para empezar en Cirié una 
misión para oponerse a los herejes y deshacer sus errores. 

Otras varias parroquias tuvieron también que prevenirse, gracias a la intervención de don Bosco. 

En medio de estos solícitos cuidados, y gracias a un pobre infeliz llamado Wolff que había apostatado, y que, por las frecuentes 
contradicciones del corazón humano, le contaba todas las decisiones y pasos de sus correligionarios, supo que los valdenses estaban 
dispuestos a levantar un templo en Turín. En efecto, habían pedido al Municipio les concediera un terreno edificable junto al jardín 
público. Los protestantes eran poco más de doscientos en Turín. El Municipio no lo consintió, aún cuando el proyecto estaba apoyado por 
el abogado general de la Audiencia Territorial. Entonces los herejes compraron a sus expensas otro terreno junto a la avenida del Rey, 
cerca del Oratorio de San Luis, autorizados por los ((225)) decretos reales del 17 de diciembre de 1850 y del 17 de enero de 1851, para 
construir el proyectado templo. Una vez aprobados los planos del mismo y de los edificios anejos por la comisión de urbanismo, el 
Municipio quería ganar tiempo declinando toda responsabiliad frente a los católicos; pero el ministro del Interior, Galvagno, anunció las 
disposiciones soberanas, e hizo fuerza para que cesasen las nobles oposiciones a la deshonra que se quería causar a la ciudad. Apenas se 
hizo público, los turineses, más aún, todos los católicos del Piamonte se sintieron dolidos y rogaron al Señor para que alejase del país tan 
grave escándalo. Los obispos reclamaron ante el Rey con una carta colectiva, en nombre de la Religión, del Estatuto, del honor de la casa 
de Saboya, citando las disposiciones del código civil. 
Pero no se tuvieron en cuenta estas reclamaciones y se empezó enseguida la construcción del templo para el culto reformado protestante. 
De esta forma se apoyaba a quien tramaba fiera guerra contra la Religión Católica. 

Apenas se enteró don Bosco de esas maniobras, no satisfecho de 
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lo que ya había hecho, compuso y publicó un librito titulado: Avisos a los católicos. Vale la pena reproducir aquí el preámbulo. 

«Pueblos católicos, escribía, abrid los ojos. Se os tienden muchísimas insidias para intentar alejaros de la única, verdadera y santa 
religión, que solamente se conserva en la Iglesia de Jesucristo. 

»Este peligro ya fue advertido de mil modos por nuestros legítimos pastores, por los obispos puestos por Dios para defendernos del error 
y enseñarnos la verdad. 

»La misma infalible voz del Vicario de Jesucristo nos avisó de este engañoso lazo tendido a los católicos, esto es, de que muchos 
malvados querrían arrancar de vuestros corazones la ((226)) religión de Jesucristo. Estos se engañan a sí mismos y engañan a los demás; no 
les creáis. 

»Uníos más bien en un solo corazón y una sola alma a vuestros Pastores, que siempre os enseñaron la verdad. 

»Jesús dijo a San Pedro: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán, porque yo 

estaré con sus pastores hasta la consumación de los siglos. 

»Esto dijo a San Pedro y a sus sucesores, los Romanos Pontífices, y no a ningún otro. 

»A quien os diga algo diferente de cuanto yo os digo, no le creáis; 

os engaña. 
»Estad íntimamente persuadidos de estas grandes verdades: donde está el sucesor de San Pedro, está la verdadera Iglesia de Jesucristo. 

No se está en la verdadera religión, si no se es católico; no se es católico, sin el Papa. 

»Nuestros pastores, y especialmente los Obispos, nos unen al Papa; y el Papa nos une a Dios. 

»Por ahora leed atentamente los siguientes avisos, los cuales, impresos en vuestro corazón, bastarán para preservaros del error. 

»Todo lo que a continuación os será brevemente expuesto, lo tandréis ampliamente explicado, dentro de poco, en un libro expresamente 

preparado. 

»Que el Señor misericordioso infunda en todos los católicos valor y constancia, para ser fieles cumplidores de la religión, en la que 
afortunadamente hemos nacido y hemos sido educados. 

»Valor y constancia, que nos mantengan siempre dispuestos a soportar cualquier mal, aun cuando fuese la muerte, antes de decir o hacer 
algo contra la religión católica, la única verdadera religión de Jesucristo, fuera de la cual nadie puede salvarse». 
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A esta especie de proclama, dirigida no solamente a la juventud, sino en general a los piamonteses y muy particularmente a los turineses, 
((227)) seguían los Fundamentos de la Religión Católica, impresos poco antes en la segunda edición de El Joven Cristiano; y, mientras 
tanto, prometía otro libro nuevo, que estaba escribiendo ex profeso. Tendría éste por fin poner en guardia a las almas contra las insidias 
heréticas, amaestrarlas en la verdades de necesidad que hay que saber, desvelar los errores de los seductores, detener su pérfida influencia y 
de este modo confirmar en la fe a los católicos. Era el libro que tituló: El Católico instruido en su religión. 

La venta de los Avisos a los católicos fue extraordinaria: en dos años se vendieron más de 200.000 ejemplares. Pero si este opúsculo 
agradó mucho a los buenos, exasperó a los protestantes y les hizo montar en cólera. Mientras creían que podían destrozar a su gusto, como 
los antiguos filisteos, el campo del Señor, veían llegar en su contra a un nuevo Sansón, que descubría sus artes, rompía sus filas y deshacía 
sus tropas en defensa del pueblo de Dios. 

Con esta publicación, y muchas otras que le siguieron, indicaba don Bosco al mundo el arma más poderosa para combatir contra los 
enemigos de la religión y señalaba el camino a cuantos quisieran acudir en defensa de la sociedad cristiana amenazada. Durante estos años 
todo parecía haber muerto en el campo católico y don Bosco lo volvió a la vida en Turín. 
No se cansaba de difundir por doquiera su última obrita. Enviaba, entre otros, ciento cincuenta ejemplares al padre Scesa, maestro de 
novicios en Stresa, según carta del 3 de marzo de 1851; y escribía sobre ella a su profesor, el teólogo Appendino, en Villastellone. 

Muy querido señor Teólogo: 

Envío a V. S. apreciadísima cien ejemplares de los Avisos a los Católicos, haciéndole solamente la observación de que, si se ocupa de 
((228)) estos libros, pierde la protección de la Gaceta del Pueblo y quién sabe si aún más, ya que este librito, aunque apenas se ve, es su 
enemigo y hace lo que puede para que le tenga entre ceja y ceja. 

Sin embargo, si se ocupa de propagar libros buenos (y lo tengo por la mejor limosna) estará a fulmine tutus (seguro del rayo). 

Todo el importe es: libros ya enviados . . . . . . . . . . . 1,95 Avisos a los católicos: cien ejemplares . . . . . . . . . . . . 5,00 

6,95 

que espero poder ir a cobrar ahí, yo mismo en persona. 
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Quiérame en el Señor, mándeme, y si valgo para algo, será para mí un gran placer poderle servir con el mismo afecto filial con que me 
suscribo. 

De S. V. ilustrísima y queridísima, 

afectísmo servidor y alumno
JUAN BOSCO, Pbro.
Jefe de los pilluelos.


Mientras tanto, los protestantes contaban con sus cómplices entre los legisladores, los cuales no perdían ocasión para proponer y agitar 
acusaciones contra la Iglesia. En el mes de marzo tuvo lugar en el Parlamento una rabiosa discusión contra la enseñanza teológica, que 
decían estar llena de errores, de rancias doctrinas y de una moral baja y corruptora. Gritaban que era mejor se activaran los estudios 
bíblicos, como lo hacían los protestantes. Querían se atribuyese al Gobierno el nombramiento de los profesores en los colegios episcopales 
y se arrancase a los Obispos la dirección de la enseñanza teológica: pretendían se aboliera ésta, en las universidades y en los colegios, los 
oratorios y las congregaciones y se dejase a los jóvenes en plena libertad de ser ateos o creyentes. Pero el conde Camilo de Cavour, que 
todavía no se había ((229)) declarado enemigo del clero, habló a favor de la enseñanza episcopal, con lo que aqueIlos arrebatos no 
alcanzaron, por el momento, más resultado que una carta del Ministro de Instrucción Pública a los Obispos, con la que intentaba 
imponerles algunas condiciones para la enseñanza de la teología y que provocó fuertes censuras de su parte. 

La irritación de los sectarios procedía de que todos los doctores de la facultad teológica en la universidad de Turín eran ortodoxos, salvo 
el profesor de derecho canónico Nepomuceno Nuytz, teólogo seglar de escaso valer, casi un ignorante en historia, formado en las doctrinas 
de Febronio 1 y Van Espen, jansenista por imitación. Hacía años que enseñaba y estaba al frente de aquella cátedra precisamente para 
pervertir a la juventud eclesiástica con sus pésimas enseñanzas. Propugnaba gravísimos errores sobre los derechos del sacerdocio y del 
imperio, sobre el sacramento del matrimonio y las excomuniones. Algunos de sus tratados habían sido condenados por un Breve 
Ponfificio. Los periódicos gubernamentales le apoyaban. Los Obispos dirigieron un memorial al Rey para que cortase aquel 

1 Juan Nicolás Febronio Hontheim: la doctrina de este autor rebajaba la potestad pontifícia y exaltaba la autoridad de los Obispos 
(doctrina febroniana). (N. del T.). 
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escándalo, y fueron de algún modo oídos. Se suspendió la enseñanza del Derecho Canónico; y poco después Nuytz fue sustituido por 
Filiberto Pateri, no menos regalista que él y enemigo de los derechos de la Iglesia, pero más cauto. Nuytz moría en el 1876 sin recibir los 
sacramentos y negándose a retractarse. 

Mientras tanto, aquel año el Ministro animaba a los clérigos a frecuentar la universidad, invitando a la Curia Metropolitana a que les 
advirtiera que, para nombramiento de los beneficios, el Gobierno seguiría prefiriendo aquellos eclesiásticos que se hubieran graduado en 
los estudios universitarios. Los Obispos no consintieron que los seminaristas frecuentasen aquellas escuelas de derecho canónico. 

((230)) Mas no bastaba esto. El error debía conseguir su premio, a más de la libertad. El 16 de marzo de 1851, un decreto real declaraba 
institución civil a la orden de caballería de San Mauricio y San Lázaro, fundada por la autoridad de los Pontífices que la habían dotado de 
bienes y rentas eclesiásticas, y abolía la profesión religiosa que los comendadores y los provistos de bienes en la orden debían prestar. Y 
esto se hacía para, de ese modo, poder conferir los honores y las rentas a hebreos, protestantes y heterodoxos. 

Hemos escrito esta página, solamente para que se entienda mejor la lucha en que don Bosco andaba envuelto. Había visto, entre tanto, 
cumplirse un ardiente deseo suyo. El dos de febrero, día de la Purificación de María, en el que se celebró aquel año en el Oratorio la fiesta 
de San Francisco de Sales, vistieron la sotana los jóvenes José Buzzetti, Félix Reviglio, Santiago Bellia y Carlos Gastini. Presidió la fiesta 
el teólogo colegiado José Ortalda, canónigo lectoral de la Metropolitana, el cual desarrolló en tan hermosa ocasión el texto evangélico de 
aquel día: positus est hic in resurrectionem et in ruinam multorum (fue colocado para resurrección y ruina de muchos), y explicó a los 
nuevos clérigos cuál sería su misión si correspondían a la gracia recibida. 

Don Bosco, lleno de inmensa alegría, no se conformó con la solemnidad de la capilla, sino que quiso servir un banquete, al que invitó 
también al canónigo Ortalda, al teólogo Nicco, al canónigo Nasi y al doctor colegiado canónigo Berta. Fue un convite inolvidable. Los 
cocineros demostraron sus habilidades, puesto que don Bosco nunca fue tacaño con los amigos, pero ninguno de los comensales pudo 
comer el cocido y tomar café. Mientras mamá Margarita se ocupaba de preparar la mesa y había hecho ya hervir el café en un puchero, su 
hermana Mariana Occhiena, que después de la muerte de don José Lacqua, ((231)) a quien sirvió, moraba en el Oratorio, había 
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puesto inadvertidamente a hervir la carne en el mismo puchero. Ignoramos cómo anduvo la presentación a la mesa de todas aquellas 
exquisiteces; pero el canónigo Berta, todavía en 1901, nos contaba el extraño sabor que tenían, sin que se supiera el porqué; y cómo 
ninguno de los convidados pudiera tragar aquello, aunque por ser personas educadas no demostraban su repugnancia. Entonces le 
explicamos nosotros el misterio y él riendo, pero con admiración, añadió que don Bosco comió con indiferencia un trozo de aquella carne 
nauseabunda y bebió su taza de café condimentado con carne. 

Al día siguiente de vestir la sotana, los cuatro nuevos clérigos empezaron sus estudios de filosofía con los teólogos Farina y Mottura, y 
de repaso con el canónigo Berta, y después de unos meses, para subvenir a los gastos que de todo ello se derivaban, don Bosco hizo 
escribir a cada uno de ellos una instancia la Rey para alcanzar una beca, que les fue concedida 1. 

Don Bosco podía por fin esperar que los nuevos clérigos fueran suyos; pero también este esfuerzo, preparado por él con ((232)) tanto 
celo, no resultaría, porque, como contaremos, dos de ellos, después de algún tiempo, dejaron los hábitos y los otros dos salieron del 
Oratorio por diversas razones, ajenas a ellos, y fueron celosos sacerdotes en sus diócesis. Pero Reviglio se convirtió enseguida en un 
poderoso auxiliar de don Bosco para el Oratorio de San Francisco y para el internado hasta 1857. 

También los otros tres le ayudaron eficazmente en la obra de los Oratorios Festivos, ya para catequizar e instruir a los muchachos 
externos e internos, ya para asistirlos en la iglesia y en los recreos, ya para darles clases de canto. 

Margarita gozaba también al ver crecer en derredor de don Bosco las vocaciones eclesiásticas; pero le gustaba vivir retirada, y con su 
gran perspicacia comprendía lo que era conveniente y lo que no lo 

1 He aquí una de las cuatro respuestas recibidas: 

Al Clérigo Carlos Gastini-Turín 

Con un despacho de la Secretaría Real del Estado para los asuntos eclesiásticos de Gracia y Justicia del 30 de septiembre ppdo. se 
notificó a Hacienda General del R. Economato Apostólico, que S. M. se dignaba conceder a V. S. una beca en esta caja, por valor de 90 
liras. 

Lo que comunico a V. S., a fin de que se presente personalmente, o bien encargue a persona conocida, prevista de autorización de V. S., 
debidamente legalizada, para cobrar el importe del correspondiente Mandato. 

Turín, 3 de octubre de 1851
El Ecónomo General Apostólico Real
Ab. MORENO


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era. Desde que se estableció la casa y empezó don Bosco a sentar a su mesa a los primeros clérigos y sacerdotes, no se la vio comer a su 
lado. Hubiera deseado don Bosco que lo hiciera alguna vez, pero ella sabía excusarse siempre. Y, como quiera que acostumbraba invitar a 
los muchachos mejores a comer en su compañía, insistió para que ella se sentara en medio de ellos y con su asistencia procurase impedir 
las faltas de urbanidad, al vocear demasiado fuerte, y el que se mancharan, o comieran con demasiada avidez. Particularmente cuando 
había comensales forasteros, por él invitados, deseaba evitar todo lo que a aquellos señores le pudiera dar motivo de críticas. Por fin, muy a 
su pesar, mamá Margarita consintió; fue durante casi una semana, pero después no se la volvió a ver. 

-Ese no es mi puesto, dijo a don Bosco; la presencia de una mujer en ese lugar desentona. 

Sin embargo, y pese a su aspecto tranquilo, no hay que creer que pasase su vida en Valdocco sin tribulaciones. Una mujer amante del 
orden y de la economía doméstica no podía ver con buenos ojos que se echara a perder lo que tanto había costado. Mas »cómo impedir que 
muchachos llenos de vida, sin mala intención pero por irreflexión, ocasionasen más de una vez notables perjuicios y, por consiguiente, 
fastidio a la buena mamá? 

Como estos sucesos se repitieran, un día del 1851, penetró Margarita en la habitación del hijo y: 

-Escúchame, le dijo. Ya ves que es imposible que yo lleve adelante las cosas de esta casa. Tus muchachos hacen cada día una nueva 
faena. Unos me tiran por tierra la ropa blanca recién lavada y tendida al sol, otros me pisotean la huerta y todas las verduras. No se 
preocupan para nada de sus vestidos y los destrozan de tal manera que luego es imposible remendarlos. Pierden los moqueros, las corbatas, 
las medias; esconden las camisas y calzoncillos y no hay quien los pueda encontrar; se llevan fuera los utensilios de cocina para sus 
caprichosas diversiones y me hacen dar vueltas medio día para buscarlos. En fin, yo pierdo la cabeza en medio de toda esta confusión. 
Estaba yo mucho más tranquila cuando cosía en mi establo sin rompecabezas y sin preocupaciones. íMira! casi, casi me volvería allá, a 
nuestra casita de I Becchi, para acabar en paz los pocos días de vida que me quedan. 

Miró don Bosco a su madre, y conmovido, sin pronunciar palabra, le señaló el crucifijo colgado de la pared. 

Margarita miró; sus ojos se arrasaron de lágrimas: 

-íTienes razón, tienes razón!, exclamó. 
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Y sin más, volvió a sus quehaceres. 

A partir de aquel instante ya no se escapó de sus labios ni una palabra de disgusto. 

En efecto, desde aquel momento pareció insensible a todo aquello. Cierto día, un chaval espantaba las gallinas y las perseguía 
haciéndolas correr a la desbandada por los prados vecinos. Mariana, la hermana de Margarita, gritaba con toda ((234)) su voz, para que el 
chiquillo dejase en paz a las gallinas, y se afanaba para volverlas al gallinero. 

Margarita, al oír aquellos gritos, salió afuera, y viendo el panorama, dijo con toda calma a su hermana: 

-íBah! íCállate! íTen paciencia! íQué quieres hacer! íSon un azogue! 

Pero, aunque había en el Oratorio algún botarate, el corazón de todos los muchachos latía lleno de amor por don Bosco: un amor que 
seguían manteniéndolo al salir del Oratorio para volver a sus familias y emprender una carrera o una nueva situación. De entre las muchas 
pruebas que podíamos aducir elegimos, por el momento, las dos cartas siguientes, escritas por el alumno Antonio Comba, en momentos 
distintos. 

La primera en Rumilly (Saboya), con fecha del 16 de febrero de 1851 y dirigida a don Bosco: 

«No sabría cómo expresar la alegría y satisfacción que experimento al recibir una de sus queridas cartas, deseada después de tanto 
tiempo. íCuántas veces vuelvo con el pensamiento a aquel recinto sonriente y alegre! íCuántas veces me encuentro mentalmente en él! 
Unas veces de una forma, otras de otra. No crea que mi memoria sea tan desagradecida como para olvidarme tan deprisa del hermoso 
Oratorio, que siempre recordaré; siempre estarán conmigo los felices días pasados en él. 

»Me gozo y me alegro muchísimo de la suerte de mis compañeros, esto es, de que hayan tomado la sotana, lo que espero hacer yo más 
tarde con la ayuda de Dios. Trabajo mucho en esta escuela de retórica; pero estoy contentísimo de ello, porque ya he alcanzado el segundo 
puesto... Tenemos un superior bonísimo, que ha estado mucho tiempo en Roma; sabe perfectamente el italiano. Todos los viernes nos da 
clase. Alguna vez voy a verle, y hablamos en italiano; somos muy amigos; le he escogido por confesor. Tenemos ((235)) óptimos 
profesores... somos 57 internos. El martes, el jueves y el domingo, después de comer, vamos todos juntos de paseo... Sin nada 
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más que decirle, sino que salude de mi parte a su madre, a su hermano José, al P. Grassino, Savio, Bellia, Buzzetti, Gastini, Reviglio, 
Angeleri, Piumatis, Aellisio, Tomatis, Canale, Arnaud, etc. etc., sin olvidar al teólogo Vola, el teólogo Borel, el teólogo Carpano, etc. 
etc. Me gustaría mucho recibir una carta de mi compañero Bellia, con noticias de Turín y que hiciera el favor de enviarme una copia de la 
canción: Se ha consumado el cáliz, con la primera estrofa en música. Creo que Buzzetti la debe tener impresa. Cuando me escriba, ruégole 
no franquee las cartas». 

Este afecto no fue cosa de los primeros años, después de salir del Oratorio; el 11 de septiembre de 1882 escribía una carta desde 
Montauroux, departamento francés de Var. 

Muy querido amigo y compañero Sr. D. Miguel Rúa: 

Ante todo le agradezco infinitamente, lo mismo que al Sr. Lago su cariñosísima carta del 15 de agosto pasado, que tanta alegría nos dio. 
Gracias, muchas gracias. 

Hemos rezado en familia las oraciones prescritas, y gracias a Jesús Sacramentado y a la Bienaventurada Virgen María Auxiliadora, a las 
poderosas oraciones de nuestro queridísimo padre, don Bosco, y a las de todos vosotros, mis queridos amigos y óptimos hermanos, hemos 
tenido el consuelo de ver que mi buena esposa ha podido ir a misa el hermoso día de la Natividad de la Virgen María. Ya una vez me 
escribía don Bosco a Saboya: Guarda el santo temor de Dios, quiéreme en el Señor, y si puedo servirte en algo, siempre me encontrarás 
como afectísimo amigo. Juan Bosco. Y ((236)) yo siempre he querido al carísimo don Bosco; nunca he olvidado el Oratorio y a mis 
queridos compañeros, y recuerdo con gozo aquellas canciones de tiempos lejanos: 

Con alegría, Viva don Bosco,
de gozo llenos, que nos conduce
todos cantemos día tras día
himnos de amor a la virtud,
a nuestro amable que en él se muestra
caro pastor a plena luz.


Sea siempre bendecido
nuestro padre tan querido (bis)
,
nuestro gozo y nuestro amor.


íGracias a él
caminamos al Edén! (bis)
.


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En virtudes creceremos
y en el estudio seremos (bis)
diligentes con tesón.


íGracias a él
caminamos al Edén (bis)
.


Si repasas lo que has hecho
contémplanos satisfecho: (bis)
somos hijos de tu amor.


íGracias a él
en las alas de la fe! (bis)
.


Una juventud unida
pasará alegre la vida (bis)
y contenta en el Señor.


íGracias a él
en las alas de la fe! (bis)
íViva don Bosco!


Adiós, don Miguel Rúa, adiós a todos mis queridos compañeros y amigos; adiós, 

Siempre vuestro afectísimo
ANTONIO COMBA


((237)) Siguiendo el hilo del relato hay que notar aquí cómo don Bosco obtuvo durante el mes de febrero otro favor espiritual del Santo 
Padre, bien sentado que indulgentiae tantum valent quantum sonant, y que, cuando se dice remisión plena y total, lo es de hecho. 

-Haced gran caso de las indulgencias, decía él a los jóvenes. 

Y con este espíritu escribía así al Papa: 

Beatísimo Padre, 

El sacerdote Juan Bosco, con sus compañeros sacerdotes adictos a los Oratorios para los artesanos de la ciudad de Turín, humildemente 
suplica a V. S. se digne otorgar indulgencia plenaria a todos los jóvenes que asisten en los días festivos a dichos Oratorios, y hayan 
recibido la confesión y la comunión, en el último domingo de cada mes. 

Gracia que etc. 

«Ex audientia SS. mi SS. mus Dominus Noster Pius Papa IX omnibus 
Christi fidelibus, de quibus tantum in precibus, Plenariam Indulgentiam semel in mense, in ultima nempe cujuslibet mensis dominica 
acquitendam, dunmodo vere poenitentes et confessi SS. 

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mum Eucaristiae Sacramentum sumpserint, nec non aliquam ecclesiam seu oratorium publicum visitaverint, ibique per aliquod temporis 
spatium juxta mentem Sanctitatis Suae oraverint, benigne concessit, Praesenti ad septennium valituro absque ulla Brevis expeditione. 

Datum Romae ex Secreteria S. Congregationis Indulgentiarum die 18 februari 1851. 

(L. S.) F. Card. ASQUINIUS Bp. 
A. Archipr. Prinzivalli Substitutus». 
(Por audiencia de Nuestro Santísimo Supremo Señor Pío Papa IX, a todos los fieles, que se citan en la relación, concedió benignamente, 
sin expedición de Breve, valedera solamente para siete años, Indulgencia Plenaria una vez en el último domingo de cada mes, a lucrar 
siempre que, sinceramente arrepentidos y confesados, recibieran el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y visitaran alguna iglesia u 
oratorio público y allí rezaren por algún tiempo, según la intención de su Santidad. 

Dado en Roma, por la Secretaría de la S. Congregación de las Indulgencias, el día 18 de febrero de 1851. 

F. Car. ASQUlNlO Bp. 
A. Archipr. Prinzivalli, sustituto). 
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((238)) 

CAPITULO XXI 

EL SEÑOR PINARDI PROPONE A DON BOSCO LA COMPRA DE SU CASA EN VALDOCCO -EMPRESTITO DEL ABATE 
ROSMINI A DON BOSCO -VISIBLE RASGO DE LA DIVINA PR0VIDENCIA -CONTRATO Y COMPRA DE LA CASA 
-AGRADECIMIENTO A ROSMINI 

EL Oratorio de San Francisco estaba instalado, hasta el presente, en terreno ajeno. El arriendo de toda la casa Pinardi, aunque 
materialmente gravoso, sin embargo había sido muy beneficioso moralmente; pero todavía no bastaba para tranquilizar del todo a don 
Bosco. Los desalojados de aquel tugurio, no podían resignarse y andaban gritando: »no llama la atención que una casa, que durante tanto 
tiempo era un lugar de reunión, de recreo, de alegría, haya caído en manos de un cura intolerante? 

Hubo entretanto alguien, que por entrar de nuevo en aquel sitio y por ansias de lucro, para que volviera a ser lugar de juergas y malas 
costumbres, propuso al señor Pinardi un alquiler casi el doble del que pagaba don Bosco. Pero aquel hombre honrado no quiso faltar a su 
palabra; aún más, por su condición de buen cristiano, satisfecho de ver su casa al servicio de una obra santa, había manifestado muchas 
veces el deseo de vendérsela, en cuanto don Bosco quisiera comprarla; pero, fuese porque creía ser dueño de un tesoro o porque necesitaba 
dinero, pedía ni más ni menos que la ingente suma de ochenta mil liras. 

((239)) A su demanda don Bosco respondíale siempre que le era totalmente imposible empeñarse en tal cantidad. 

-Ponga usted un precio y veremos, insistía el señor Pinardi. 

-No puedo dárselo después de una petición tan enorme, replicaba don Bosco. 

-»Se conforma con sesenta mil liras? 

-Perdone, no puedo hacer ofertas. 

-Pues allá va la última propuesta, la última palabra: ícincuenta mil liras! 
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-No hablemos más de ello, pero sigamos siendo siempre amigos. 

Por aquellos días había un joven ingeniero, Spezia, que habitaba en el vecindario del Oratorio. Una mañana se lo encontró don Bosco; al 
ver su rostro con un aire de gran inocencia quedó prendado de él y, deteniéndolo, le preguntó a qué se dedicaba en Turín. 

-He terminado, hace pocos días, respondió el joven, la carrera de arquitecto, y espero colocarme para ejercer mi profesión. 

Al oír esto invitóle don Bosco a visitar la casa Pinardi y hacer una estimación del precio honesto a fijar para comprar aquel edificio, con 
el cobertizo y el campo circundante. Se excusaba el joven arquitecto, porque, en efecto, no sabía todavía cuánto costaban las 
construcciones y los terrenos. Pero tuvo que condescender, y su estimación, más bien alta, fue la de que aquella propiedad podía valer de 
veinticinco a treinta mil liras. Don Bosco, al despedirse de él, le dijo: 

-Mire; otro día necesitaré de usted. 

-Y el arquitecto Spezia recordó estas palabras, cuando don Bosco le confió los planos para la construcción de la iglesia de María 
Auxiliadora. 

No parecía pues fácil, por el momento, adquirir la casa de Valdocco, puesto que don Bosco no tenía probabilidad de conseguir la gran 
cantidad de dinero ((240)) que preveía necesaria. El y su madre ya habían enajenado todos sus haberes en favor de los jovencitos y no 
tenían en casa el más mínimo recurso. Peor aún, hasta les faltaba el dinero necesario para comprar pan aquellos días. 

Pero a primeros de 1851 manifestaba claramente el Señor que era El el dueño de los corazones y que había destinado aquel lugar para 
Oratorio. He aquí de qué modo. 

Era por la tarde de un día festivo. Estaban ya los muchachos recogidos en la capilla; predicaba el teólogo Borel y don Bosco andaba junto 
a la puerta del patio, para impedir disturbios y jaleos de los muchachos que seguían llegando. 

En aquella casa mala, de al lado, había habido una riña violenta hacía unos instantes. Un oficial yacía tendido en el suelo a pocos metros 
de allí con la cabeza rota y empapado en sangre: daba lástima verlo. En aquel momento apareció el señor Pinardi, irritado porque había 
sido llamado muchas veces a la comisaría, por sucesos sangrientos similares, como testigo, con la consiguiente pérdida de tiempo y el 
riesgo de la enemistad con los criminales. Se presentó, pues, a don Bosco la mar de preocupado y con los brazos cruzados. 
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-Es hora de acabar con esto -dijo-esto no va; es una continua desesperación: riñas y siempre riñas. 

-Yo quería comprar esta casa, observó don Bosco; pero usted no quiere vendérmela; y, por tanto, como propietario que es, tiene que 

sufrir todavía los fastidios de ciertas vecindades. 

-»Que yo no quiero venderla? Alto ahí, exclamó Pinardi, como bromeando, pero con resolución; ídon Bosco comprará mi casa! 

-Alto ahí, respondió don Bosco; es preciso que el señor Pinardi me la quiera vender por su precio y yo la compro enseguida. 

-((241)) Sí; se la vendo por lo que vale. 

-»Cuánto? 

-Lo que le he pedido: ochenta mil liras. 

-No puedo ofrecer nada. 

-Ofrezca, ofrezca. 

-No puedo. 

-»Por qué? 

-Porque es un precio exagerado, y yo no quiero ofender a quien pide. 

-Entonces ofrezca lo que quiera. 

-»Me la da por su valor? 

-Palabra de honor que se la doy. 

-Déme la mano, y luego haré la oferta. 

-»De cuánto? 

-Durante los meses pasados, añadió don Bosco, la he hecho valorar por un amigo suyo y mío, el cual me aseguró que, en el estado actual, 

esta casa debe valorarse entre las veintiséis y las veintiocho mil liras; y yo, para que ello se realice, le ofrezco treinta mil. 

-»Y regalará además un broche de quinientas liras a mi mujer? 

-Haré también ese regalo. 

-»Me pagará al contado? 

-Pagaré al contado. 

-»Cuándo hacemos el contrato? 

-Cuando le plazca. 

-De mañana en quince, y con un solo pago. 

-Como quiera. 

-Cien mil liras de multa a quien se eche atrás. 

-Así sea, concluyó con Bosco; si usted quiere, daré una comida a la que estarán invitadas las personas que usted indique. 

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((242)) -»Hasta nueve o diez?
-Sí, hasta nueve o diez.
Y el negocio quedó cerrado en pocos minutos.


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Estaba muy interesado don Bosco en adquirir aquella casa, y temía que, si no lo hacía pronto, cambiara de idea el señor Pinardi y se la 
vendiese al mejor postor. Pero »dónde encontrar treinta mil liras, y en tan pocos días? 

Escribió enseguida al abate Rosmini que se encontraba en Stresa. 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

Me creo en el deber de participar a V. S. Ilustrísima y Reverendísima que, mientras se ejecutaba el plano del nuevo futuro edificio, se me 
presentó otra solución más ventajosa. El dueño de la casa que actualmente habito, por causa de circunstancias privadas, está dispuesto a 
vender, y habiendo hablado sobre el particular, podría cerrarse el contrato, con el cual adquiriría toda una edificación con veinte 
departamentos habitables y un espacio de noventa y cinco tablas cercadas de tapial. El Precio es de veintiocho mil quinientas liras. 

Advierta que la compra del nuevo edificio, vendiéndolo sin prisas, no costaría menos de treinta mil liras: así que, se cambiaría un sitio 
por otro que tiene casi la misma extensión, cercado y edificado. La posición de ambos es semejante y están colocados a la misma distancia 
de la ciudad. 

Si V. S. estuviera dispuesta a prestar la cantidad que en otras ocasiones habíamos concertado, haría un gran bien al Oratorio. La nueva 
compra sería totalmente pagada, y usted podría asegurar su dinero sobre una casa y finca libres de cargas. Al mejorar ((243)) después el 
edificio, una parte cualquiera se podría reducir a nuestro gusto para el mencionado hospicio. 

Los padres Puecher, Scesa, Pauli, conocen perfectamente el lugar, que es precisamente donde hoy está el Oratorio de San Francisco de 
Sales, y el albergue para muchachos abandonados, etc. Espero solamente sus noticias para cerrar el contrato. 

Con la esperanza de que quiera cooperar a esta obra, que entiendo es para la mayor gloria de Dios, le aseguro toda suerte de bienes con el 
gran honor de poderme declarar, 

De V. S. Ilustrísima y Reverendísima. 

Turín, 7 de enero de 1851 

Humildísimo Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


1 Una tabla de terreno, en Turín, equivalía a 0,38 áreas. (N. del T.) 
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El padre Carlos Gilardi se apresuraba a responderle: 

Muy reverendo y queridísimo don Juan Bosco: 

Como respuesta a su atenta del 7 de enero del corriente, mi reverendísimo superior don Antonio Rosmini, que afectuosamente le saluda, 
me ordena escribirle que, cuando el local y edificación, que al presente ocupa usted en Valdocco, y que le sería vendido por su dueño, esté 
realmente libre de toda carga, él estará dispuesto a suministrarle la cantidad de veinte mil liras en las condiciones que se estipularon por 
ambas partes: por consiguiente, puede usted contar para la compra con dicha suma, la cual le será entregada, parte en metálico y parte en 
cédulas u obligaciones rentables del Estado, según usted indique, y se estipulará el contrato de préstamo. 

((244)) Aprovecho la ocasión para augurarle todas las bendiciones del 
Señor para el nuevo año empezado y muchos otros sobre usted y las obras de caridad por usted emprendidas. Muchos recuerdos para su 
bonísima madre, y créame siempre, 

Stresa, 10 de enero de 1851 

S. S. S. y afmo. amigo
CARLOS GlLARDI, Pbro.
Veinte mil liras no eran treinta mil: había que buscar todavía diez mil. Pero Dios no falta nunca a las necesidades de sus siervos; y El, 
que había empezado la obra, la llevó a buen término. He aquí un visible rasgo de su Divina Providencia en favor de nuestro Oratorio. 

Al atardecer de un domingo entró en el Oratorio don José Cafasso. Era algo insólito que el ilustre eclesiástico fuera al Oratorio en día 
festivo, ya que siempre estaba ocupado en la iglesia de San Francisco de Asís. Llegóse a don Bosco y le dijo: 

-He venido a daros una noticia que no os disgustará. Una piadosa persona (la condesa Casazza-Riccardi) me ha encargado traeros diez 
mil liras, para emplearlas en lo que juzguéis de la mayor gloria de Dios. 

-Deo gracias, respondió don Bosco; esto es miel sobre hojuelas. 

Y le contó cómo había convenido la compra de casa Pinardi y que andaba medio loco para encontrar la suma convenida. Los dos 
sacerdotes vieron en aquel suceso la mano de Dios. Y cuál no fue la maravilla de Pinardi cuando, apenas pasada una semana de la palabra 
recibida, vio aparecer ante sí, el 14 de enero, a don Bosco, que le decía: 
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-Cuando usted quiera hacemos la escritura; el dinero está pronto. 

((245)) Se estableció el día para estipular el contrato; Pinardi recibió como garantía, sin recibo, dos mil liras; y fue invitado a la comida 
según lo prometido. 

Don Bosco, mientras tanto, se apresuraba a dar todos los pasos necesarios para extender la escritura pública y escribía a don Carlos 
Gilardi: 

Muy Reverendo y queridísimo Señor: 

En virtud de su apreciadísima carta, escrita de parte del Ilustrísimo y Reverendísimo abate Rosmini, he inquirido sobre los gravámenes 
de la casa Pinardi, de que se trata, y la he encontrado libre, en el Registro de la Propiedad, de toda carga e hipoteca, por lo que he llegado a 
la conclusión del contrato. En la estipulación de la Escritura pública no se pondrá sobre dicha casa y lugar más hipoteca que la de veinte 
mil liras prestadas por el abate Rosmini. Sólo falta que el referido señor Rosmini quiera delegar en persona que le represente, para 
comprobar que la finca está verdaderamente libre de cargas y para firmar la Escritura. 

Presente, mientras tanto, mi más sincero agradecimiento a su veneradísimo Superior por todo lo que quiere hacer por nosotros, y espero 
que esta obra de caridad, al tiempo que sirva a la mayor gloria de Dios, haga descender sobre él y sobre todo el Instituto las bendiciones de 
Cielo. 

Casi todos los días paso un rato con los queridos don Constantino y don Nicolino. Quiérame en el Señor y créame como de todo corazón 
me profeso en el Señor, 

Turín, a 15 de enero de 1851 

Su Seguro Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


P. S. Un poco deprisa y con el ruido de los pilluelos. 
((246)) Llegó finalmente a Turín el sacerdote Carlos Gilardi, procurador general de los Rosminianos, con las veinte mil liras. 

-El Señor me las ha enviado, exclamó don Bosco. 

Y lo dijo con tal sentimiento que conmovió al buen religioso. 

Se lee en la minuta notarial: «El 19 de febrero de 1851, con escritura ante el notario Turvano, Francisco Pinardi, vende conjuntamente 

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a los sacerdotes Juan Bosco, teólogo Juan Borel, teólogo Roberto Murialdo y José Cafasso unos terrenos y edificios, que limitan con los 
hermanos Filippi, a levante y norte; con el camino de La Jardinera al sur; y con la señora María Bellezza a poniente. El precio establecido 
es de veintiocho mil quinientas liras, que se paga con veinte mil liras por parte del reverendo señor don Carlos Gilardi, como representante 
del abate Antonio Rosmini-Serbati; y para el resto se libra una escritura privada». 

Aún se necesitaban tres mil quinientas liras más, para los gastos accesorios, las cuales fueron puestas por el comendador José Cotta, en 
cuya banca se firmó la escritura. Era este señor el primer patrono y apoyo del Oratorio, y lo fue mientras vivió. 

Como se ve, nuestro don Bosco tuvo en aquella ocasión una nueva prueba de la bondad divina en favor de su obra y concibió una 
confianza y seguridad mucho mayor de que la Providencia no le faltaría en el porvenir. Y nosotros creemos que esa confianza ilimitada, 
que ese convencimiento, no desmentido en el curso de casi cincuenta años, fue una de las causas principales de la laboriosidad de don 
Bosco. El mundo tal vez quisiera llamarle hombre audaz; pero, después del feliz éxito de sus empresas, se ve obligado a llamarle hombre 
providencial; y lleva toda la razón. 

El era así, gracias al concurso generoso de muchos corazones cristianos; y entre éstos fue el abate Rosmini quien proveyó la ((247)) 
mayor parte de los medios necesarios para que el Oratorio de San Francisco de Sales contase con sede propia. Y al entregar aquel préstamo 
al cuatro por ciento, advirtió que los intereses se pagarían cuando él los reclamase, cosa que no hizo jamás ni con el capital ni con los 
intereses. Sin embargo don Bosco, fiel a sus obligaciones, arreglaba cada año las cuentas con el procurador C. Gilardi. Rosmini fue amigo 
de don Bosco hasta el último instante de su vida, y el mismo afecto le tenían sus religiosos; don Bosco les correspondía, reconocido, como 
ya se ha visto en sus cartas, y en la que acompañamos a continuación, en la que se refiere también a sus predicaciones durante aquellos 
meses. Está dirigida a otro sacerdote del Instituto de la Caridad, transferido al Santuario de San Miguel. 

Muy querido P. Fradelizio: 

Me acuso de pecado de negligencia: entre ocupaciones, fastidios, algunas excursiones y que soy un picaruelo, no he respondido a sus 
atentísimas cartas: por lo que, sin buscar excusas, me declaro reo y pido benigna compasión. 
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Le envío, mientras tanto, los libros que me pidió, a los que uno otras cositas que entiendo pueden servir en ésa de aliciente para los 
hijitos que en su persona encuentran un padre. Adjunto la nota de lo gastado en los encargos hechos en Turín. 

Siento mucho no haberme encontrado en casa cuando estuvo en Turín; ahora, hallándome a menos distancia que en Stresa, espero verle 
pronto por aquí en la casa de los pilluelos. Estimo como un rasgo de la Providencia que haya ido usted a San Miguel; creo que hará mucho 
bien a esos ((248)) poblados; así lo puede y lo quiere su buen corazón; y esas gentes corresponden. 

Muchos saludos para don César y los demás conocidos; quiérame en el Señor; si para algo valgo, mándeme, que no volveré a ser tan 
negligente. 

Turín, a 18 de enero de 1851
Afectísimo amigo
JUAN BOSCO, Pbro.


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((249)) 

CAPITULO XXII 

LOS FINANCIEROS DEL SIGLO -DON BOSCO Y LA BANCA DE LA DIVINA PR0VIDENCIA -PR0YECTO DE LA IGLESIA DE 
SAN FRANCISCO DE SALES -EL CARNAVAL EN VALDOCCO -CATEQUESIS CUARESMAL -DON BOSCO EN EL ORATORIO 
DE SAN LUIS -PLANES DE LOS DIPUTADOS CONTRA LAS ORDENES RELIGIOSAS Y LA LEY DE LA MANO MORTA 1 
-EXCAVACIONES PARA LOS CIMIENTOS DE LA NUEVA IGLESIA 

DON Bosco, al comprar y revender la casa Moretta, al adquirir el campo que nosotros llamaremos de María Auxiliadora, al convertirse en 
propietario de la casa Pinardi, mientras los pocos sagaces podían creerle interesado en su propia ventaja, daba por el contrario los primeros 
pasos para salir a la nueva palestra a que le llamaba el Señor. 

Frente a un siglo materialista y financiero, en el que ocupan los primeros puestos las ciencias llamadas económicas, la mecánica con sus 
variadas máquinas, los monopolios con la acumulación de millones; en medio de tantos hombres especuladores, banqueros, egoístas, 
despreocupados y soberbios despreciadores de la Divina Providencia, únicamente preocupados de acumular riquezas, porque todo lo allana 
el dinero 2, hacía Dios aparecer un hombre ((250)) el cual, sin capital, sin nombradía en el comercio, sin asociaciones de accionistas, sin 
conocimientos de los modernos sistemas económicos, realizará obras de colosales proporciones, manejará millones y millones, abastecidos 
por la caridad, y que él empleará para gloria del Señor y salvación de las almas. El dinero, al que no tendrá ni sombra de afecto, no será 
más que un medio para alcanzar el fin. 

Reflexiónese un momento en la vida de don Bosco. Tenía conciencia de la dignidad y seguridad de ser administrador de los tesoros de la 
Divina Providencia; pero, como siervo fiel, empezó a negociar los talentos que el Padre de familias le había entregado. Su regla fue 

1 Mano Morta: Así se llamó -ley de las Manos Muertas-a la ley a propósito de las posesiones de fincas, cuyo dominio no se puede 
enajenar. (N. del T.). 

2 Eclesiastés, X, 19. 
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la máxima de San Ignacio de Loyola: «Trabajar como si el éxito de un negocio dependiese únicamente de nuestros sudores y, al mismo 
tiempo, desconfiar de nosotros mismos como si todo dependiese únicamente del Señor». Este principio es la causa de los mil medios que é 
escogió para apelar a la beneficencia cristiana de los fieles, sin cansarse nunca hasta acabar la empresa y a costa de muy graves trabajos y 
sufrimientos. Y el siervo fiel no vio nunca que ninguna fallase, porque Dios premiaba sus virtudes. Cuando le faltaba el dinero, recurría al 
banco de la Divina Providencia, y para alcanzar de ésta las órdenes de pago vivió, y quiso que vivieran también sus alumnos, en una 
verdadera pobreza evangélica. Antes de emprender sus muchas obras, las había meditado largamente en la oración, las había recomendado 
a las oraciones de sus hijos y de otras almas piadosas, y para más asegurar la voluntad del Señor, fue constante hasta sus últimos días en 
pedir consejo a sacerdotes prudentes, a los superiores eclesiásticos y al mismo Romano Pontífice. Dan testimonio de ello don Miguel Rúa 
y cuantos convivieron con don Bosco. 

((251)) Así que la pobreza voluntaria, la oración continua, la humildad sincera le hacían ser digno de esta su misión. Añádase la 
seguridad de su confianza en Dios. Por eso monseñor Cagliero y don Miguel Rúa nos pudieron dictar la siguiente página: 

«Don Bosco solía decir, y se lo oímos muchas veces: -El amo de mis obras es Dios, Dios el inspirador y el sostenedor, y don Bosco no es 
más que su instrumento; por eso Dios está comprometido en no hacer mal papel. La Virgen Santísima es mi protectora, mi tesorera. Y 
cuanto mayor era la falta de medios, o mayores las dificultades y tribulaciones, veíasele más alegre que de costumbre, tanto que cuando 
con más frecuencia gastaba bromas ocurrentes, decíamos: -Don Bosco debe estar pasando muchos disgustos, porque anda muy sonriente. 
En efecto, examinando las circunstancias en las que entonces se encontraba y preguntándole, llegábamos a descubrir los nuevos y graves 
obstáculos que se le ponían por delante. Pero don Bosco repetía siempre las palabras de San Pablo: -Omnia possum in eo qui me confortat 
(todo lo puedo en aquel que me da fuerzas). Estaba seguro de que Dios, como otras veces, después de haberle probado, le atendería. Nadie 
descubría en él fastidio o cansancio. Estas continuas solicitudes eran para don Bosco algo tan natural, que casi no se advertía, y las resistía 
de la mañana a la noche un día tras otro; y siempre como si no le tocase a él aguantarlas. No era pretencioso, y se mostraba humilde como 
quien no tiene nada que hacer o no ha hecho nada». 
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Sin embargo, no podía decirse que era fácil el manejo de los tesoros que la Divina Providencia ponía en sus manos, porque en esta 
administración debía servirse necesariamente del trabajo ajeno. Era prudente al organizar cualquier plan, cuidaba mucho la elección de las 
personas, era minucioso en los detalles para que se ahorrase todo lo posible, exacto al pedir se examinasen los contratos, pero al mismo 
tiempo no era desconfiado. Elegida una ((252)) persona con fama de honrada, se comportaba como el sacerdote Yehoyadá en tiempos del 
rey Joás cuando la restauración del templo. «No se pedían cuentas a los hombres, en cuyas manos se ponía el dinero para que lo dieran a 
los que hacían el trabajo, porque trabajaban con fidelidad»1. 

Sin embargo él, con su corazón abierto, era incapaz de una trampa. Creía que los demás tenían el mismo amor que él a la justicia que 
empleaba en todo contrato; y, desconocedor de las tramas usadas por la gente del mundo, le engañaron muchas veces en sus negocios, al 
hacer sus cálculos preventivos que, luego, vio elevarse a cantidades mucho más altas. En ocasiones, especialmente al principio, los 
proveedores le engañaron de diversos modos; otras veces, obligado por circunstancias imperiosas, se encontró con personas poco delicadas 
que le obligaron a vender por poco lo que valía mucho y a comprar por mucho lo que valía poco. No le faltaron fraudes y hurtos, puesto 
que don Bosco no podía estar a la vista de todo. Y esto no debe maravillarnos. »No había confiado Jesús la bolsa de las limosnas a un 
Judas? Al multiplicarse las obras buscó personas de su Instituto que le ayudasen en las diversas necesidades, y finalmente encontró 
hombres, honrados a carta cabal, pero no todos, ni siempre expertos en los negocios, ni aptos para ciertas operaciones comerciales, y 
desprovistos a menudo del dinero indispensable, porque don Bosco tenía la caja vacía. Hay que añadir que las deudas del Oratorio 
sumaban a menudo enormes cantidades. 

Sin embargo, don Bosco, que caminaba casi siempre al borde de la quiebra, supo hacer frente ((253))a todos sus compromisos; sus 
acreedores jamás perdieron un céntimo; levantó continuamente edificios; y nunca faltó nada a sus muchachos que aumentaban en número 
constantemente. Para que las fábricas de Francia, de Austria, de Inglaterra, enviaran a sus casas mercancías, bastaba la garantía de su 
nombre; se le concedieron muchos empréstitos sin más prenda 

1 II Reyes, XII, 16. 
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que su palabra o una carta sin legalizar, y hubo bancos, en América, que entregaron a los salesianos grandes cantidades y enviaron después 
a don Bosco, a cuyo nombre figuraba el préstamo, las letras de cambio en blanco para que las firmase, como él hizo. 

»No es todo esto un milagro llamativo y continuo durante casi medio siglo? »No resulta evidente que don Bosco fue el hombre que Dios 
quiso presentar ante el siglo materialista, para hacerle ver de cerca lo que puede, sin cálculos y artes humanas, el apoyo de la Divina 
Providencia, a quien pone en ella una ilimitada confianza? 

También hay que tener en cuenta esta misión de don Bosco en la marcha de nuestra narración, mientras debemos decir aquí que ya en 
1851 y ante don José Cafasso, el teólogo Borel y don Francisco Giacomelli había manifestado muchas veces su pensamiento de construir 
su futuro y grandioso Oratorio. Más aún, un día a primeros de año, rodeado de sus muchachos, les habló del espléndido porvenir de la casa 
de Valdocco, con un amplio patio cercado de soportales, y describió, como si ya estuvieran a punto de suceder, las fiestas que se 
celebrarían en una gran iglesia, las estupendas músicas que allí resonarían y el concurso de fieles a los pies de los altares. 

Sin embargo, en el mes de marzo, se decidía don Bosco a empezar la edificación de una capilla más decorosa ((254)) para el culto divino 
y más capaz para la creciente necesidad. La antigua, como ya hemos visto, se había agrandado un poco con el añadido de unas 
habitaciones, pero seguía siendo insuficiente y poco adecuada. Para entrar había que bajar dos escalones, así que en los días de lluvia 
fácilmente se anegaba y humedecía. En el verano, en cambio, como era tan baja de techo y tenía tan poca ventilación, sofocaba el excesivo 
calor y eran pocos los días festivos en los que algún muchacho no se marease y hubiera que sacarlo fuera. Por tanto, no sólo era 
conveniente, sino necesario construir un nuevo edificio más devoto, capaz y saludable. 

Pero, »con qué medios contaba don Bosco, que, hacía pocas semanas, acababa de pagar la casa Pinardi? Escribía José Brosio a don Juan 
Bonetti: 

«Fui un día entre semana a visitarle y le encontré en el patio pensativo y con una carta en la mano. Deseoso de saber cuál fuera la causa 
de su preocupación, le pregunté, y don Bosco me extendió la carta para que la leyera. Era de un proveedor que amenazaba con llevarle a lo 
tribunales, si no desembolsaba inmediatamente cerca de dos mil liras, a cuenta de su deuda. La leí, incliné mi cabeza pensando en el 
disgusto y vergüenza de don Bosco, si tenía que comparecer 
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ante los tribunales y verse condenado por deudas, y se me escapó un suspiro. Don Bosco, sereno del todo, me dijo: 

»-»Cómo se entiende, querido Brosio, suspiras por esto? »Crees que la Divina Providencia va a abandonarme? Vamos a rezar y verás lo 
que hará la Virgen por el Oratorio. 

»Y fuimos a la Capilla a rezar. Acabada la oración, se presentó un señor, que deseaba hablar con don Bosco y le engregó el dinero 
necesario para aquel pago. 

((255)) »Aquella suma tapaba solamente un agujero y le quedaban todavía otros por cerrar, sin contar los gastos continuos que tenía que 
realizar. La iglesita era demasiado pequeña para tantos muchachos, los locales estrechísimos para albergar a los internos. »Cómo hacer? 
»Dónde hallar dinero para cubrir todas las necesidades? Expuse estas dificultades a don Bosco y él me respondió: 

»-Quiero hacer en su día una tómbola; pero me faltan el local y los objetos que han de servir de premio para los compradores de números 

»Cómo adquirir todo esto? 

»Y al decirlo, sonreía. Yo le respondí: 

»-Usted conoce a muchos señores, pídales lo necesario y yo haré cuanto pueda entre los comerciantes que conozco; verá qué tómbola 

más sorprendente. 

»Quedamos de acuerdo en ello. Pero don Bosco tenía sus planes, para el fin y el modo de recurrir a la caridad pública. La construcción de 
la iglesia debía proveer también del capital necesario para levantar el Asilo y albergar a los muchachos. Y él supo conseguir todos sus 

fines, siempre que se metió en una empresa grandiosa, que era la principal: ésta debía sostener las otras, también importantes». 

Por aquellos mismos días decía don Bosco a su madre: 

-Quiero que levantemos una hermosa iglesia en honor de San Francisco de Sales. 

-»Y dónde vas a encontrar el dinero?, le preguntó la buena Margarita. Ya sabes que no tenemos nada nuestro: todo se gastó para dar de 

comer y vestir a estos pobres muchachos. Por tanto, antes de meterte en los gastos de una iglesia, debes pensarlo dos veces y entendértelas 
bien con el Señor. 

-Así lo haremos. »Si usted dispusiera de dinero, me lo daría? 

-Puedes imaginar con cuánto gusto. 

-Pues bien, terminó el hijo; Dios, que es mejor y más generoso que usted, ((256)) tiene dinero para todo el mundo y espero que lo enviará 
en su día y momento para una obra que es para su mayor gloria. 
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Con esta confianza llamó un día al ingeniero Blachier, le llevó al lugar destinado para el sagrado edificio, y le rogó hiciera unos planos. 
Casi a la par, convocó al contratista Federico Bocca y le preguntó si quería encargarse de la construcción. 

-Con mucho gusto, respondió éste. 

-Pero le advierto, añadió don Bosco, que podría darse que alguna vez yo no cuente con el dinero necesario para los gastos. 

-Entonces iremos más despacio en los trabajos. 

-Eso no, porque yo querría que fuesen deprisa, y que dentro de un año tuviéramos acabada la iglesia. 

-Pues iremos deprisa, repuso el empresario. 

-Entonces empiece, terminó don Bosco. Algo ya hay en caja; el resto nos lo proporcionará la Divina Providencia a su tiempo. 

Mientras se tomaban estas disposiciones, se acercaba la cuaresma, y en los últimos días de carnaval cumplían con el ejercicio de la buena 
muerte, en mañanas diversas, los muchachos internos y los externos del Oratorio. «Recuerdo, escribía el canónigo Anfossi, que durante el 
carnaval, en desagravio de tantos desórdenes como se cometen, don Bosco nos exhortaba a recibir la Santa Eucaristía y a hacer horas de 
adoración ante el tabernáculo. Y mientras hablaba de los insultos que recibía Jesús Sacramentado, particularmente durante aquellos días, 
lloraba y nos hacía llorar también a nosotros. Nos recomendaba cumplir nuestras prácticas de piedad lo más devotamente posible con la 
intención de ganar la indulgencia plenaria aneja, y decía: 

»-Proporcionemos un buen carnaval a las pobrecitas almas del purgatorio, cooperemos para hacerlas entrar lo antes posible en el gozo de 
paraíso. 

((257)) »E insistía para que no olvidásemos en nuestras oraciones a los bienhechores. Así, que, aún cuando se hiciera en Turín 
ostentación de muchas diversiones públicas y anduviese en movimiento toda la ciudad con sus máscaras, nosotros, unos muchachos, no 
sentíamos necesidad de ir a la ciudad; ni nos pasaba por la mente pedir permiso para ello. Pero don Bosco, en compensación, nos 
proporcionaba diversiones en el patio y en el teatro». 

El 11 de marzo se organizaron los catecismos cuaresmales. Don Pedro Ponte, director del Oratorio de San Luis, tuvo consigo al joven 
teólogo don Félix Rossi. El teólogo Leonardo Murialdo comenzó a ir al Oratorio del Angel Custodio en Vanchiglia, dirigido por su primo 
el teólogo Roberto Murialdo, y allí siguió enseñando el catecismo todos los días festivos. Para ayudar a éstos y otros celosos 
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sacerdotes enviaba don Bosco, desde Valdocco, no sólo clérigos sino muchachos formales y seguros, que ejercían el oficio de catequistas 
durante todos los domingos del año. Por deferencia con el párroco de Borgo Dora, en cuya parroquia se encontraba el Oratorio de 
Valdocco, empezó también a enviarlos, a partir de 1851, para enseñar el catecismo en su iglesia de San Simón y San Judas y siguió 
haciéndolo durante muchos años, salvo cortas interrupciones. 

Don Bosco llevaba la catequesis del Oratorio de Valdocco, pero vigilaba las demás en todo. 

Tenemos el testimonio que nos dio Nicolás Cristino: «Fui uno de los primeros que asistieron al Oratorio de San Luis y acudí a él 
bastantes años. Venía muchas veces don Bosco, lo mismo en cuaresma que durante el año, a veces acompañado de nobles y distinguidos 
personajes de la ciudad que le ayudaban, y era recibido con un entusiasmo difícil de describir. Presidía el catecismo y las funciones 
sagradas, predicaba y excitaba el celo de sus colaboradores. Yo admiré frecuentemente el ascendiente que don Bosco tenía sobre aquellos 
muchachos. ((258)) A lo mejor había unos pegándose; don Bosco se acercaba a ellos con toda calma y les decía: 

»-íEa, bueno! íEa, basta! 

Los tomaba, como acariciándolos, por una oreja y en el instante hacían las paces. 

»A veces, como premio a los más diligentes, se los llevaba a comer con él o de paseo a la finca del teólogo Vola, en Santa Margarita o a 
Sassi, en casa de algún párroco. Mientras estaba entre los muchachos, estudiaba atentamente sus inclinaciones, su piedad y su conducta, 
para ver si descubría indicios de vocación eclesiástica. Entre otros, pareciéndole que yo podía dar resultado, me confió al teólogo Pedro 
Ponte, para que comenzara a enseñarme los rudimentos del latín. Pero no cuajé, porque mi hermano mayor no aguantó a que el curso de los 
estudios manifestara claramente mi vocación, y tuve que dedicarme a una arte liberal. Algunos, ayudados directamente por don Bosco, 
llegaron al sacerdocio y otros emprendieron honradas profesiones. Todos le querían, muchos, agradecidos, iban frecuentemente a visitarle a 
Valdocco. Yo, a partir del día de su muerte, no puedo dejar pasar una semana sin ir hasta su tumba en Valsálice». 

Los mismos cuidados prestaba don Bosco al Oratorio de Vanchiglia. 

Al acercarse la fiesta de Pascua, que cayó en el 20 de abril el año 1851, ardía la santa obra en triduos y confesiones. Los capuchinos del 
Monte en Puertanueva y los oblatos de María de la Consolación 
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en Valdocco, se prestaban como en otras ocasiones del año, a ejercer el ministerio, aún a trueque de molestias. Los coros de los niños 
preparados para la primera comunión cantaban la canción que don Bosco les había enseñado y que añadió aquel año al Joven Cristiano: 

Por fin hoy nos acercamos
al angélico banquete, etc.


((259)) Y lo mismo el clero secular que el regular trabajaba en la ciudad y en la provincia para santificar las almas y a un tiempo, 
conviene decirlo, formar buenos ciudadanos, fieles al Soberano y obedientes a las leyes del Estado, y eso sin mencionar otras innumerables 
ventajas morales y materiales que proporcionaban a los pueblos. Pero los sectarios no querían, o lo que es peor, odiaban el bien verdadero 
y querían quitar toda influencia religiosa. 

El Parlamento, que tenía por entonces todo el aspecto de un sanedrín protestante, a fines de marzo, entre injurias e insultos al clero, se 
había propuesto reformar las órdenes monásticas; quería suprimir la emisión de los votos solemnes a los novicios, antes de los veintiún 
años, e imponer que, durante los dos años que preceden a la profesión, novicios y novicias viviesen, al menos seis meses seguidos, fuera 
del claustro: y que el que aceptara una profesión religiosa, no permitida por las leyes, fuera condenado a destierro y el que profesara, 
privado de los derechos civiles. No se llegó a la votación, y pocos días después, sin estar todavía maduros los planes de supresión de los 
beneficios de las órdenes religiosas, se empezó a gravarlas con tributos, y, a excepción de las iglesias, pusieron cargas a las casas 
parroquiales y de los beneficiados. El quince de abril firmaba el Rey una nueva ley aboliendo los diezmos en Cerdeña, y el veintitrés de 
mayo ratificaba la de las manos muertas, la cual se extendía a las provincias, ayuntamientos e instituciones de caridad y beneficencia; pero, 
mientras para éstas últimas la cuota era del medio por ciento, para las instituciones eclesiásticas fue elevada al cuatro. 

En tanto, don Bosco, a fines de mayo, después de demoler parte de la tapia interna que dividía los dos patios, hizo empezar las 
excavaciones para levantar la iglesia proyectada, de modo que, a primeros del verano, se pudieron echar los cimientos. Como los albañiles 
se permitían de vez en cuando ((260)) soltar alguna blasfemia, don Bosco les llamó y les rogó que no blasfemaran y, para impedir la ofensa 
del Señor, les prometió dar uno o dos vasos de vino a cada 
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uno, todos los sábados, con tal que dejaran tan fea costumbre. Los albañiles prometieron y mantuvieron su palabra y, durante más de un 
año, estuvo Margarita llevándoles una botella que se vaciaba en honor de Dios, gracias a don Bosco y para refrigerio del garguero de 
aquellos obreros. 

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((261)) 

CAPITULO XXIII 

DON BOSCO PIDE DONATIVOS A LOS BIENHECHORES PARA CONSTRUIR UNA NUEVA IGLESIA -RESPUESTA DEL 
ABATE ROSMINI -DON BOSCO EN BIELLA Y SU ENCUENTRO CON EL PADRE GOGGIA -EN EL SANTUARIO DE OROPA 
-CARTAS ALENTADORAS DE LOS OBISPOS -LAS FIESTAS DE SAN JUAN Y DE SAN LUIS EN VALD0CCO-DON BOSCO EN 
SAN IGNACIO Y EN LANZO: SUS PREVISIONES 

DON Bosco no había fijado fecha para empezar a pedir donativos a los fieles en favor de la iglesia proyectada. 

Entre otros, recurrió al abate Rosmini. 

Iltmo. y Rvdmo. Señor: 

El poco tiempo que su Señoría Ilustrísima pudo detenerse en Turín, no nos permitió explicarle cómo se piensa levantar nuestra iglesia y 
reparar nuestra casa; con tal motivo, una vez terminados los planos, reuní a unas diez personas peritas en esas materias, para examinar los 
trabajos a realizar. 

En consecuencia, se estudiaron los planos y el modo de ejecutarlos: y después de algunas observaciones higiénicas y económicas, se 
decidió empezar la construcción de la iglesia. Pero, ((262)) dado que los medios con que se cuenta para realizar esta obra son únicamente 
las ofertas privadas, de acuerdo con el modo y cantidad que cada uno desee concurrir libremente, me permito, con el máximo respeto, 
invitar a su Señoría a que nos preste su benéfico apoyo. Los gastos calculados por el arquitecto para la iglesia suben a treinta mil liras; 
contamos ya con quince mil, gracias a las ofertas hechas en materiales, dinero y mano de obra. Faltaría todavía otro tanto. Pero advierta 
que cualquier cantidad, por pequeña que fuere, será recibida con el mayor de los agradecimientos, y tendré un gran placer en poderle contar 
entre los bienhechores que concurrieron a la construcción de una iglesia en honor de San Francisco de Sales, la primera que se levanta en 
Piamonte a favor de la juventud abandonada. 

En cuanto a la reforma de la casa, se decidió levantar un piso más, con lo que se duplica el espacio de las presentes dependencias; 
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los medios para este segundo trabajo, vendrán de la pieza de terreno puesta a la venta (ya en parte realizada), cuyo precio nos parece bueno 

Persuadido de que, en su bondad, se digne seguir con su benéfica ayuda le agradezco de corazón cuanto ha hecho sobre el particular y 
ruego al Señor le quiera favorecer en sus santos deseos y prosperar del modo que mejor resulte para la gloria de Dios. 

Mientras me recomiendo de corazón a sus devotas oraciones, me declaro, con los sentimientos de la más viva gratitud y con todo respeto 

De V. S. Ilma. y Rvdma. 

Turín, a 28 de mayo de 1851 

Su Seguro Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


((263)) Respondíale desde Stresa el P. Gilardi el 1 de junio de 1851: 

Muy Reverendo y Carísimo don Juan: 

Fue muy grande el consuelo del M. R. P. D. Antonio Rosmini al leer en su respetable del 28 ppdo., cómo le bendice Dios en sus 
diligentes atenciones, ofreciéndole los medios para edificar la iglesia y ampliar la casa destinada a la pía obra que El mismo le inspiró 
realizar: también él desearía poder concurrir con alguna respetable cantidad; pero las actuales circunstancias y los muchos gastos que ha 
debido sufragar en estos últimos años, y que todavía continúan, no le permiten colaborar según sus deseos. Sin embargo, si a V. S. le 
agradase, él le ofrecería cierto número de ejemplares de sus obras, que usted podría vender y convertir el precio en subsidio para su 
edificación. Si ello le conviniere, indíquemelo, para poder llevarlo a efecto... 

P. GILARDI 
Don Bosco agradecido enviaba su respuesta. 

Carísimo y Reverendísimo Don Carlos: 

Por su medio agradezco al Rvdmo. Sr. Abate Rosmini la participación que quiere tomar en nuestro ya comenzado edificio, destinado a 
casa del Señor. 
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VOLUMEN IV Página: 208 

Dado que es una oferta caritativa, todo se acepta; espero que los libros se puedan convertir fácilmente en dinero. Dígame sólo, por favor, 
cómo desea Usted mandármelos, y yo estaré ((264)) preparado para recibirlos; para mi norma, me ayudaría mucho saber aproximadamente 
el precio a que se venden esos libros en otras partes. 

Siento mucho la noticia de don Carlos Rusca; espero in Domino (en el Señor) que la enfermedad no sea ad mortem (de muerte). De todos 
modos he rezado y sigo haciéndolo para que se cumpla la santísima voluntad de Dios en todo. 

Le saludo de corazón y le doy gracias, profesándome, 

De V. S. Carísima, 

Turín, 4 de junio de 1851 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Mientras tanto don Bosco, como siempre que debía emprender algo importante, había decidido ir al Santuario de Nuestra Señora de 
Oropa a implorar su ayuda maternal con toda la expansión de su alma. «De acuerdo con mi petición, escribe don Santiago Bellia, vino a 
Pettinengo para la clausura del mes de María. Era la primera vez que se celebraba en este pueblo tan conmovedora función. Don Bosco 
aprovechó para su sermón un ramillete de lirios, rosas, violetas y otras flores y habló de las virtudes con cuya práctica se puede agradar a 
María Santísima. Pasó una semana entre nosotros, nos edificó a todos, y varios se confesaron con él. 

»Fue luego a Biella, y en la iglesia de San Felipe le pidieron el célebret 1, pero no lo llevaba consigo. Preguntado si conocía a alguien 
que pudiera responder de él, dijo: 

»-Sí, por ejemplo, el Padre Goggia. 

»No le conocía más que de fama. Y he aquí que el Padre Goggia entró en la sacristía. Apenas se vieron los dos sacerdotes se abrazaron, 
lo que rara vez hizo don Bosco en su vida, llamándose el uno al otro por su ((265)) nombre, aunque nunca se habían visto. Quedé 
maravillado, porque no se había pronunciado el nombre de don Bosco, y comenté con otros cómo un santo abrazaba a otro, sin haberse 
visto nunca antes. 

»En este mismo viaje llegó hasta el Santuario de Oropa, donde celebró la santa misa y fue invitado por el Rector a volver y quedarse 

1 El célebret es un documento firmado y sellado por el Obispado, exigible a todo sacerdote que quiere celebrar la santa misa en una 
parroquia donde no es conocido. También se llama Admittatur: palabra latina que significa «admítasele». (N. del T.). 
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VOLUMEN IV Página: 209 

allí tres meses, trabajando en sus manuscritos, y sin más pago por la estancia que aplicar la misa en favor del Santuario. Don Bosco aceptó 
agradecido, pensando que una semana de descanso y oración, ante la santa imagen, si ello le fuera posible, le proporcionaría gran alivio. Y 
en efecto, algún tiempo después, volvió; pero había cambiado la administración y no le concedieron la estancia». 

De vuelta del Santuario de Oropa, don Bosco preparó los planos de la iglesia y, acompañados de una instancia pidiendo su aprobación, 
los presentó al Ayuntamiento. Inmediatamente empezó a escribir cartas a muchas personas propicias a la beneficencia, exponiéndoles la 
necesidad en que se encontraba el barrio de Valdocco de un edificio consagrado al culto divino y pidiéndoles su ayuda, para lo cual les 
incluía un boleto de suscripción 1. 

Durante varios meses seguidos no paró de escribir y obtuvo respuestas de los obispos de Piamonte, a los que había dirigido su calurosa 
petición, rogándoles ((266)) quisieran ser promotores de la suscripción en sus diócesis. Los prelados respondían estar dispuestos a 
ayudarle; pero lamentaban la dificultad de obtener las limosnas pedidas, ya que ellos tenían muchos gastos imposibles de cubrir por falta de 
unos fondos que la mermada caridad hacía desear. Uno tenía iglesias que levantar o reparar; otro se encontraba muy apurado 
económicamente; alguno estaba oprimido con instituciones que había de sostener en la ciudad, y la diócesis era muy pobre, o asediado por 
múltiples peticiones para distintas obras pías. A pesar de todo, le prometían que, con el tiempo, no defraudarían su espera y uno le 
mandaba su óbolo, otro aceptaba misas a celebrar, dejando la limosna de las mismas a disposición de don Bosco. 

Es digna de notar la deferencia que respiran sus respuestas. El obispo de Fossano escribía: «Le animo, en el Señor, a proseguir con celo 
su obra; no le faltará la Providencia del Señor. Siga dispensándome su amistad». El obispo de Alba: «Dios no le faltará a V. S., que realiza 
una obra tan buena. No dejo de orar a S. D. M. para que le bendiga». El obispo de Susa: «El teólogo Gey me ha entregado la 

1 Para la construcción de una iglesia en el Oratorio de Valdocco, dedicada a San Francisco de Sales, para la juventud abandonada: 

Ofrezcolalimosnadeliras. . .. . .. . .. . .. entotal 

O bien dividida como sigue. Por el año corriente diez liras pagadas. 

Para el año próximo 1852, diez liras a pagar. 

Turín, 20 de junio de 1851 

N. N. 
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muy apreciada carta de V. S. Rvma. en la que me informa del proyecto de añadir una iglesia a las grandes obras que el Señor le inspira en 
favor de la juventud abandonada». El obispo de Saluzzo: «No es posible hacer todo lo que uno quiere. De todas formas, le envío un 
testimonio de mi estima de la santa obra, hija de su celo». El obispo de Vigevano: «Siempre ocupado en obras buenas, adquirirá un nuevo 
título de benemerencia y las bendiciones del Cielo por la iglesia pública que se propone levantar para especial beneficio de los habitantes 
del barrio entre Borgo Dora y Martinetto». 

Pero todas estas cartas parece resumirlas la del obispo de Mondoví. 

((267))M. Rdo. Señor: 

Nunca he oído hablar de Su Reverendísma y apreciadísima Señoría y de las santas obras de que se ocupa en favor de la juventud, sin dar 
verdaderamente gracias al Señor con toda el alma por haber suscitado, en tiempos tan perversos como los presentes, un sacerdote como 
usted lleno del espíritu de Dios y de santo celo por la salvación de las almas. Puede usted imaginar fácilmente mi buena disposición para 
ayudarle al triunfo de la empresa de que me habla. Pero son tantos los compromisos que tengo, tantos los gastos a que debo atender, que es 
fuerza limitar por ahora, mi buen querer. Solamente en cuanto a iglesias le diré que estamos construyendo, al presente, en esta mi diócesis, 
cuatro, dos de ellas parroquiales. Y no puedo, de ningún modo, dispensarme de contribuir, cuanto lo permitan mis fuerzas, a estas 
construcciones, que se empezaron por mi consejo y mi promesa de ayuda. No quiero hablar de los pobres sin fin, a quienes me toca 
proveer, en muchas ocasiones, de comida, alojamiento y ropa; ni de las dificultades que todos, y yo en particular, sentimos en estos días 
por falta de dinero, con que atender apremiantes necesidades. Por todos estos motivos no me es posible ahora socorrer a V. M. R. y 
apreciadísima Señoría como de mí espera para levantar la nueva iglesia que pretende. Pero no crea que yo olvide su petición. Siempre le 
tendré presente para ayudarle, si no ahora, en la primera circunstancia favorable. Procuraré recomendar su generosa empresa a personas 
piadosas y caritativas de las que pueda esperar alguna ofrenda. Mas, de lo que no debo en este momento dispensarme, es de felicitarle 
cordialmente por el gran bien que está haciendo, y de rogar ((268)) al Señor que bendiga cada vez más y haga prosperar las obras que lleva 
entre manos. Recuérdeme en sus fervorosas plegarias 
210 

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y acepte el testimonio de la más distinguida y afectuosa consideración, con la que tengo el placer de profesarme... 

Mondoví, 12 de agosto 1851 

» Fr. JUAN TOMAS, Obispo 

En medio de este intercambio de cartas llegó el 24 de junio. Los muchachos de Valdocco celebraban el día onomástico de don Bosco, y 
el Consejo municipal se reunía, aprobaba los planos de la nueva iglesia de San Francisco de Sales y autorizaba su construcción. El día 
treinta, el alcalde Bursarelli enviaba a don Bosco una copia de la esperada deliberación recién tomada. 

A la fiesta de San Juan Bautista sucedió la de San Luis. Se cubrieron con tableros las excavaciones de los cimientos para la nueva iglesia 
y se levantó un gran palco para los invitados frente a la puerta de la antigua. Lo mismo éste que el patio estaban adornados con alfombras y 
colgaduras; dos hileras de altos mástiles, revestidos con lienzos de diversos colores, y de los que pendían oriflamas que se mecían al 
viento, se extendían desde la puerta de la iglesia hasta el cancel, señalando el camino que había de seguir la procesión. 

Había sido invitado para esta solemnidad el Obispo de Fossano, el cual, por no poder asistir, enviaba sus excusas a don Bosco 1; ((269)) 
en su lugar presidía el Obispo de Pinerolo. El periódico Armonía, del 4 de julio de 1851, refiere así la fiesta: 

«El domingo pasado (29 de junio) se celebró en el Oratorio de San Francisco de Sales la fiesta de San Luis Gonzaga, con toda devoción y 
solemnidad. Por la mañana recibieron muchos los Santos Sacramentos; monseñor Renaldi administró, previa calurosa exhortación, la 
Confirmación a casi cuatrocientas personas entre muchachos y adultos. Por la tarde, en la magnífica fiesta, celebrada por una 

1 Muy querido don Bosco: 

Puede usted imaginar con qué gusto y satisfacción iría a su Instituto el 29 de los corrientes para la fiesta de San Luis y para administrar la 
Confirmación; pero, asuntos urgentes, por un lado, y el haberme comprometido por otro a ir en el mismo día a una parroquia de la diócesis 
para el mismo fin, me lo impiden. Resérveme, por consiguiente, para otra ocasión y convénzase que será de gran satisfacción para mí 
prestarme a todos sus deseos. íOh! será ciertamente un día de fiesta cuando pueda encontrarme en medio de sus buenos discípulos. Dios les 
bendiga a todos, como yo les bendigo de corazón. Presente mis deferentes excusas a los generosos señores que V. S. me nombra y que por 
su medio me invitan y comuníqueles el disgusto que experimento al no poder asistir. Me consuelan las buenas noticias que me da sobre los 
de Fossano: 
cuídemelos siempre; salúdeme al amigo Borel y créame... 

» L. V. DE FOSSANO 

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juventud sólidamente cristiana, no faltaron los coros de voces juveniles; la representación escénica de diálogos; un decorado modesto 
realizado con verdadera maestría; un globo aerostático, cohetes y fuegos artificiales que cerraron la amena jornada. La alegría, el gozo, la 
serenidad brillaba en el rostro de los numerosos muchachos, que con pena dejaban el festivo lugar. Era la fiesta de más de 1.500 
muchachos que, entre cordiales y religiosos vítores que escapaban de sus corazones unidos, pendían de los labios de su querido padre. Para 
la magnificencia de esta solemnidad faltaba una iglesia mayor, ya que dos tercios de los asistentes hubieron de quedarse fuera, por la 
angostura del presente edificio; pero se llena el alma de gozo al ver cómo la divina Providencia parece ((270)) preparar los medios para una 
nueva iglesia más adecuada para el culto divino y más adaptada a las necesidades presentes». 

Queremos recordar todavía que el clérigo Reviglio, sugerido por don Bosco, había colocado en el balcón tres barriles llenos de agua, en 
cada uno de los cuales había echado cierta materia colorante. Partían de ellos tres canalitos, que bajaban hasta el patio, pasaban bajo tierra 
y llegaban hasta un estanque. 

Por la tarde brotaron de repente los tres chorros a tres colores con gran sorpresa e inmensa alegría de los muchachos. Bastaba poco para 
contentarles. 

Poco después de esta fiesta iba don Bosco a San Ignacio, junto a Lanzo, para hacer los Ejercicios, en los que el teólogo Gastaldi 
predicaba las instrucciones y el Padre Molina di Calvarista las meditaciones. Es José Brosio quien nos cuenta esta excursión en los 
siguientes términos: 

«Imposible describir la benevolencia y el cariño que don Bosco nos profesaba. Siempre tenía miedo de que sus hijos padecieran la menor 
privación o de que no estuvieran contentos de él 1. Por espacio 

1 El interés que don Bosco tenía por sus muchachos aparece en esta carta suya, escrita el 29 de agosto de 1851, al Señor Chiatellino, 
maestro de escuela en Carignano: -«Creo conveniente participar a usted que José B..., padre de su recomendado, en virtud de la carta 
adjunta, llamó a casa a su hijo por consejo del señor Miguel Chiusano. 

»Aunque esto me haya gustado, pues supongo que los padres de dicho joven no se encuentran en grave necesidad, y porque así me queda 
un puesto para otro de los muchos peticionarios, me ha sabido mal, porque el muchacho, después de muchos cuidados, había mejorado 
bastante en su conducta y sobre todo en el trabajo. 

»Usted, el señor Chiusano y yo, hemos hecho todo lo que hemos podido; que continúe el Señor lo que nosotros hemos intentado hacer... 

»Salúdeme cariñosamente a su primo Miguel Chiusano, a los de su casa, también de parte de los de nuestro Oratorio, y quiérame en el 
Señor, mientras me profeso, etc. 
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de cuarenta y seis años ((271)) que he conocido a don Bosco, nunca vi escatimar nada para favorecer a los muchachos, que deseaba 
estuvieran siempre alegres, y buscaba continuamente los medios más a propósito para satisfacer sus deseos, cuando éstos eran realizables y 
justos. Podría contar más de un suceso. 

»Don Bosco nos aconsejaba también a nosotros, los externos, que hiciéramos cada año los ejercicios espirituales y, siempre que nuestras 
ocupaciones nos lo permitieran, dedicáramos un día al mes para ajustar los negocios de nuestra alma, como hubiéramos deseado 
encontrarnos en punto de muerte. Pues bien, tenía yo mucho gusto en ir a San Ignacio, junto a Lanzo, para hacer los ejercicios espirituales, 
y don Bosco me llevó con él y me quiso por compañero de mesa, de recreo y de paseo. Estábamos juntos casi siempre. A la hora de comer 
y de cenar tenía miedo de que comiese y bebiese poco y procuraba que mi ración de carne fuese abundante. A lo mejor me decía por la 
noche: -También hoy has comido poco. Eres joven. No hagas padecer a tu estómago. 

»Después de los ejercicios, bajamos a Lanzo y visitamos el pueblo y sus alrededores. Al llegar a una hermosa colina, nos paramos a 
contemplar el lugar. Don Bosco estuvo absorto unos momentos. Yo le contemplaba y no sabía qué pensar de su repentino cambio. Tras un 
largo silencio, me tomó por la mano y exclamó: -íQué bien estaría aquí un Oratorio y qué hermosa posición para un colegio! íCatorce años 
después se elevaba allí su Colegio! 

»Al llegar a Turín me dijo: -Escucha, querido Brosio; si tú estudiaras, podrías sacar el título de maestro y podrías enseñar... Piensa que te 
quiero mucho, como a un hijo, y te prometo que mientras don Bosco tenga un trozo de pan lo dividiré contigo. 

»Me repitió estas palabras muchas veces. ((272)) Notaba que su mente estaba fija en unas escuelas elementales y un colegio, y finalmente 
un día le dije: 

»-Pues bien, don Bosco, sí, estudiaré para maestro. 

»Y estudié; pero me cansé pronto y seguí mi profesión de comerciante, mas sin perder nada de la familiar confianza con don Bosco. 

»También me gustaba ir al Santuario de Oropa y, como don Bosco no podía acompañarme, me entregó una tarjetita para el Rector, el 
cual me recibió como si yo fuera un distinguido personaje. Me hospedaron en las habitaciones destinadas a los sacerdotes y me asignaron 
un criado para que me sirviera... Y lo mismo que yo, hubo muchísimos otros que, en diversas ocasiones, experimentaron los efectos de 
tratos semejantes de la bondad de don Bosco». 
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((273)
)


CAPITULO XXIV


MAS GESTIONES DE DON BOSCO PARA OBTENER LIMOSNAS -PROMESAS GENEROSAS DEL REY -BENDICION Y 
COL0CACION DE LA PRIMERA PIEDRA DE LA IGLESIA -DISCURSO DEL PADRE BARRERA -FIESTA, DIALOGO Y NUEVA 
PREDICCION -DON BOSCO Y LOS JUDIOS 

DURANTE los meses de junio y julio don Bosco no cesó un instante en sus preocupaciones por la erección de su iglesia. 

Pareció a alguno que don Bosco era hasta importuno en su limosnear y molesto con tal de alcanzar dinero. Pero hay que observar que no 
pedía para sí mismo, que padecía gran necesidad, que no podía acabar con todas sus deudas, que sin una virtud heroica no hubiera podido 
someterse a tantos sacrificios de todo género. 

En efecto, el 18 de junio, con escritura otorgada por el notario Porta se había visto obligado a vender a Juan Bautista Coriasso por valor 
de 2.500 liras, un terreno de 0,0343 hectáreas junto a la casa Moretta, lindante, a poniente, con el campo de los sueños. Coriasso edificó 
allí una casita con un taller de carpintería en el lugar ocupado hoy por la portería del Oratorio. 

Hecha esta venta, don Bosco expedía, a más de las cédulas de suscripción, invitaciones familiares a sus amigos, de las que presentamos 
un ejemplo con la que dirigió al Santuario de San Miguel. 

((274)) Queridísimo señor don Fradelizio: 

Mi deseo de volar hasta el Pircheriano 1, se ve impedido por mis ocupaciones. La causa principal de éstas es la iglesia que estamos 
construyendo en la que V. S. queridísima debe (non sub gravi -no bajo pena grave) tomar parte. »De qué modo? Ni con ladrillos que pesan 
mucho; ni con dinero, porque en Turín está la Casa de la Moneda: 

1 Pircheriano es el monte sobre el cual se encuentra el Santuario (Sacra) de San Miguel (N del T.). 
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deberá tomar parte enviándome algún haz de leña, alguna viga de alerce, algunos listones o montantes para cubrir mi pobre iglesia. 
Recomiéndeme lo mismo al señor Cura de San Ambrosio; e inter totos et omnes (entre todo el mundo) me ayuden a acabar el ya 
comenzado edificio. Carece mi carta de muchas calidades, pero perdónemela como escrita por un pilluelo; déme una zurra con tal de que 
me envíe un haz de leña. 

Presente mis más cordiales saludos a los padres Puecher, Gagliardi, Costantino, Flecchia; y con augurios de todo bien del Señor, me 
recomiendo de todo corazón a sus oraciones, repitiéndome, 

Turín, 4 de julio de 1851 

Su seguro servidor y amigo
JUAN BOSCO, Pbro.
(próximo al Refugio)


P. S. El clérigo Nicolini ha salido muy bien en el examen; aún debe pasar el examen público el lunes. 
Tampoco dejaba de dirigirse a personajes muy ricos, no acostumbrados a dar limosna. A veces no obtenía respuesta, y volvía a escribir, 
aún previendo ((275)) una negativa. Pero, confiando en Dios, decía: -Hagamos nosotros todo lo posible, que el Señor ya hará, en su 
bondad, lo que nosotros no podemos. -Y después de haber dejado transcurrir algún tiempo, renovaba de otra forma sus pruebas. 

En la segunda mitad de junio elevó una súplica al rey Víctor Manuel. Recordándole con gratitud su soberana benevolencia con los chicos 
del Oratorio, informábale de la construcción de la nueva iglesia, rogábale se dignase acudir a colocar la primera piedra y, si ello no pudiera 
ser, suplicaba a su Majestad que, siguiendo como había hecho hasta entonces, las gloriosas huellas de su augusto Padre, quisiera prestar su 
apoyo soberano al Instituto. Poco después, recibía don Bosco la siguiente e importantísima carta de la Real Secretaría de Estado: 

Muy Reverendo y Honorabilísimo Señor: 

Su Excelencia el duque Pasqua, gobernador del Palacio Real, a quien este ministerio ha debido transmitir, en razón de competencia, la 
instancia presentada por V. S. Rvdma., ha notificado, en comunicación del 25 ppdo. que, habiendo presentado la antedicha instancia 
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a la decisión real, Su Majestad vio con gran satisfacción la determinación tomada por V. S. y otras piadosas personas, de rocoger jóvenes 
en el Oratorio aquí establecido, donde darles educación religiosa y moral. 

Que, deseando promover la realización de la piadosa obra, y no pudiendo, por sus múltiples ocupaciones, acudir a la colocación de la 
primera piedra de la ((276)) nueva iglesia, cuya construcción ha sido proyectada, se ha dignado dar una prueba de su generoso y Real 
corazón, manifestando la intención de concurrir de algún modo a la referida obra, llegado el caso. 

Tengo la satisfacción de dar a conocer a S. V. Rvdma. la favorable disposición manifestada por su Majestad respecto a una institución 
tan recomendable por su finalidad; y, añadiendo mi particular tributo de encomio por los celosos cuidados, con que usted la promueve y 
dirige, aprovecho la ocasión que se me presenta, para profesarme con todo aprecio, 

De V. S. Reverendísima. 

Turín, a 5 dejulio de 1851 

Su Seguro Servidor
por el Ministro
DE ANDREIS, primer Oficial


Mientras tanto, como se trabajaba con todo empeño, los cimientos de la iglesia estaban ya a flor de tierra, y don Bosco y los otros 
eclesiásticos encargados de los Oratorios, presentaban en la Curia una instancia al Arzobispo, pidiendo la facultad para bendecir la primera 
piedra. El 18 de julio, el canónigo Celestino Fissore, Provicario General, en nombre de monseñor Fransoni, ausente, respondía por escrito a 
la demanda, concediendo a don Bosco, o a otro sacerdote por él requerido, la facultad de la bendición, de acuerdo con el Ritual Romano. 

Se determinó colocar la primera piedra el 20 de julio. Los seiscientos y más muchachos del Oratorio, como en tromba, esparcieron la 
noticia por toda la ciudad, así que el 20 por la tarde se reunió en el lugar una multitud de gente, como nunca se había visto por aquellas 
partes. 

Hubiera sido seguramente monseñor Luis Fransoni, que tanto quería a don Bosco y a su obra, quien hubiera bendecido la primera piedra; 
((277)) pero desgraciadamente el intrépido prelado seguía desterrado 
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en Lyon. La bendijo en su lugar el canónigo Moreno, Administrador General; y la colocó en su sitio el Comendador José Cotta, gran amigo 
de los pobres e insigne bienhechor de las obras de don Bosco. Se redactó el acta a propósito, cuya copia, juntamente con monedas grandes 
y pequeñas, medallas y otros recuerdos, se depositó dentro de la misma piedra. El alcalde Bellono echó la primera paletada de mortero. 

El célebre padre Barrera de la Doctrina Cristiana, conmovido al contemplar el gran concurso de fieles y los muchos sacerdotes, patricios 
y matronas turineses, que les hacían corona, subióse a un montón de tierra, e improvisó un estupendo discurso. Comenzó con estas 
palabras: 

-Señores, la piedra que acaba de ser bendecida y colocada en los cimientos de esta futura iglesia, tiene dos grandes significados. Significa 
el granito de mostaza, que crecerá hasta convertirse en un árbol místico, bajo el cual innumerables muchachos, como pájaros del aire, 
vendrán a buscar refugio. Significa también que la obra de los Oratorios, basada en el fe y en la caridad de Jesucristo, será como un 
peñasco inconmovible contra el que en vano lucharán los enemigos de la religión y los espíritus de las tinieblas. 

Demostró el orador, a continuación, una y otra proposición con tal elocuencia, que todo el auditorio pendía estático de sus labios. Pero el 
meollo del discurso fue una semejanza y una plegaria. Comparó los tiempos con un huracán, que amenaza devastar y arruinar la ciudad y 
los pueblos. 

-»Qué vemos nosotros, señores, en esta peligrosa prueba?, preguntó el ilustre orador. Vemos a los vivientes miedosos y temblorosos 
buscando un refugio La gente se retira a sus casas; las fieras del campo huyen a sus guaridas; y los pájaros del cielo vuelan a su nido, 
afortunados ((278)) si lo hicieron sobre un árbol sólido y seguro. Los tiempos que corren son malos, malos sobre todo para la pobre 
juventud. He aquí un árbol que echará profundas raíces, y no cimbrará su copa al soplo de los vientos. A la sombra de este árbol, en el 
recinto de este sagrado edificio, se reunirán millares de jóvenes para encontrar en él refugio y defensa contra los errores, sembrados hoy 
por hombres impíos y escritores mercenarios; refugio y defensa contra las máximas destructoras de toda idea de virtud y de moral; refugio 
y defensa contra las saetas encendidas por las ardientes pasiones juveniles, excitadas por los malos ejemplos y los escándalos de todo tipo 
de personas. Me parece contemplar bandadas de jovencitos, como palomas espantadas, levantar el vuelo por una y otra 
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parte, y dirigirse aquí como a lugar seguro y reunirse, no solamente para encontrar en él refugio y defensa, sino también alimento para la 
vida temporal y eterna. íAh!, señores que me escucháis, prestaos con vuestra palabra y vuestras obras para que este árbol crezca pronto 
como un gigante, tienda sus ramas sobre toda la ciudad, y recoja bajo ellas a tantos pobres muchachos, que para vergüenza de la religión y 
baldón de la moral, se ven brincar en los días festivos por calles y plazas, con peligro de convertirse en deshonor de sí mismos, vergüenza 
de las familias, desconcierto y desolación de la sociedad civil. Vuestra caridad, señores, no podría jamás emplearse en una obra más 
ventajosa para la Iglesia y para el Estado; porque de la juventud, bien o mal educada, depende la vida o la muerte de las familias, de los 
reinos y del mundo. 

Por fin el buen Padre, dirigiéndose a Jesucristo, hizo una oración tan hermosa, que arrancó las lágrimas a muchos. 

-Y Vos, Dios mío, dijo, Vos, Salvador nuestro Jesucristo, simbolizado en la piedra que acabamos de colocar, íah!, con la virtud de 
vuestro omnipotente brazo proteged la obra de este Oratorio. Quizá puedan los impíos maldecirla: ((279)) bendecidla Vos. Quizá la 
combatan: defendedla Vos. Quizá la odien: amadla Vos como a la pupila de vuestros ojos. Tiene todos los títulos para vuestro bien querer, 
puesto que su finalidad es recoger, instruir, educar, a los niños, que en vuestra vida mortal formaban la delicia de vuestro corazón y son y 
serán siempre el objeto de vuestras amorosas delicadezas, como corderillos de vuestro rebaño, como la flor más dintinguida del jardín de 
vuestra Iglesia. Sí, bajo vuestro amparo esta obra será imperecedera; más aún, su simiente, arrastrada por el viento de vuestra gracia, se 
esparcirá por todas partes y antes tendrán que derrumbarse las columnas que sostienen el firmamento que ella desaparezca de la tierra. 

Las palabras del elocuente religioso alcanzaron un efecto admirable, y al presente parecen como inspiradas por el mismo cielo, parecen 
proféticas, porque se cumplieron y siguen cumpliéndose maravillosamente. 

Después que el abate Antonio Moreno firmó la declaración que atestiguaba que la piedra había sido bendecida por él, tuvo lugar una 
graciosa fiesta. El clérigo Bellia leyó un discursito, algunos alumnos declamaron unas poesías y seis chavalines, de los más pequeños de 
los externos, recitaron un dialoguito, escrito por don Bosco, a la par que llevaban un ramo de flores para entregar al Alcalde. 
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Juanito, Carlos, César, Agustín, Pedro, Manfredo.


César.-íJuanito! »Has pensado ya lo que debes decir a estos señores antes de presentarles nuestra humildísima ofrenda?
Juanito.-Ya sabes que yo no soy capaz de ello.
César.-»Pero, al menos, has estudiado la lección que te pusieron en la escuela para este hermoso día?
Juanito.-Sí, la he estudiado, pero..
.
((280)) César.-»Qué pero, ni qué? »Ya la has olvidado?
Juanito.-Apúntame la primera palabra y luego sigo yo.
César.-En la escuela no se puede apuntar. Así que haz el ofrecimiento o repite la lección. Si ya la has estudiado, di lo que sepas.
Juanito.-Como no me la sé toda, diré lo que pueda. Señores, yo les agradezco, en nombre de mis compañeros, todas las molestias que


ustedes se han tomado por nosotros. 
Agustín.-Yo doy las gracias al señor Alcalde y en su persona agradezco al Ayuntamiento todos los favores que ha hecho a nuestro 

Oratorio. 
Carlos.-Lo mismo digo al canónigo Moreno, al caballero Cotta y a todos estos nuestros bienhechores. Gracias a todos. 
Pedro.-Yo digo también en nombre de mis compañeros. Amamos la religión, amamos la patria, amamos la ciencia y la virtud. 
Manfredo.-Y yo, no sabiendo qué más decir, invito a mis compañeros a gritar en alta voz: íViva el señor Alcalde! íVivan siempre felices 

todos estos señores que hoy nos acompañan! 

Gustó a todos la desenvoltura e ingenuidad de aquellos sencillos hijos del pueblo. La milicia gimnástica del Oratorio festivo, al mando de 
Brosio el bersagliere, que había participado en la fiesta manteniendo el orden, cerraba las diversiones ejecutando unas evoluciones 
militares, como solía hacer en todas las fiestas. 

Caída la noche, y después de haberse retirado la multitud, don Bosco se encontró a solas con los alumnos internos, a los que la 
construcción de aquella iglesia parecía la obra más grande que don Bosco podía hacer. Y, dirigiéndose al clérigo Reviglio, que manifestaba 
((281)) su estupor por la iglesia de San Francisco, le dijo con la seguridad de quien posee tesoros en sus manos: 

-Esto no es nada; ya verás cómo aquí... delante... en derredor... se levantará... 

Y describió la casa colosal que, al presente se levanta. Mientras hablaba, los muchachos apuntaban atentamente sus palabras, y esperaban 
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el cumplimiento de sus predicciones, aún cuando entonces no se veía la menor probabilidad de éxito. 

Pero la nueva construcción bastaba para acrecentar el entusiasmo de los jóvenes del Oratorio festivo, con los que, de vez en cuando, 
venían muchachos judíos. Don Bosco, que había demostrado tanto cariño a éstos, siendo condiscípulos suyos en Chieri, y que había 
ayudado a la conversión de Abraham y de Jonás, les acogía con mucho gusto. Un día, presentó uno de ellos al clérigo Ascanio Savio para 
que lo instruyese, y el muchacho fue bautizado. De buen grado se hubieran convertido muchos otros, pero estaba de por medio la dificultad 
de los padres. Después de la emancipación, como asistían a las escuelas públicas, quisieran o no, oían alguna instrucción catequística, y 
debían experimentar cierta atracción hacia el cristianismo. Pero los padres no cesaban de prevenirles para que se librasen de los cristianos 
como de enemigos, contra los cuales era forzoso mantener un odio implacable. Y cuando alguno presentaba indicios de propensión hacia 
los católicos, inmediatamente lo sacaban de la escuela. 

«Yo conocía a muchos de estos muchachos, nos decía don Bosco en sus últimos años, que deseaban ardientemente abrazar nuestra 
religión; pero, si insistían en hacerse cristianos, sus familias empezaban a llamarlos ingratos, traidores a su religión, difamadores de su 
parentela y a amenazarles con que les desheredarían y les expulsarían de la casa paterna, si no cambiaban de propósito. Conozco a algunos 
que ((282)) fueron encerrados durante mucho tiempo en una habitación, como en una cárcel, para impedirles que se hicieran cristianos. 
Esto no debe sorprendernos. El judaísmo moderno no es la santa ley de otrora, anunciada por los profetas y confirmada con milagros. 
Tiene la Biblia, pero aprecia más el Talmud, inspirador de odio contra los cristianos y blasfemador de Dios, cuya existencia niega 
directamente. 

»No pocas veces me tocó, durante el curso de mi vida, tratar con judíos adultos, y sostuvimos conversación sobre cuestiones de religión; 
daba lástima, al hablar del Mesías, oírles cómo razonaban sobre verdad tan grande. Algunos, preguntados por mí, me llegaron casi a 
indignar con sus cínicas respuestas. Hubo quien preguntado si creía en el Mesías, me respondió: «Mi Mesías es el dinero en mi bolsa». 
Otro me replicó a semejante pregunta: «Para mí el verdadero Mesías es una buena comida». »Qué responder a personas semejantes? El 
mayor número de ellas pasa la vida en la ignorancia de la propia religión, sin preocuparse del Mesías, y huyendo de quien pretende 
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instruirlos. Por otra parte los Rabinos rehuían siempre el tratar este tema. 

»No todos desconocían a nuestro Señor Jesucristo, pero permanecían en el judaísmo sólo por interés. No hace mucho que cierto judío, 
instruido en la religión cristiana, estaba del todo dispuesto a recibir el bautismo, con tal de que se le pagaran algunas deudas que había 
contraído. Otro me aseguró que habría abrazado nuestra religión, con tal de que no hubiera sido obligado a renunciar a la herencia del 
padre. Un tercero, hombre doctísimo, estaba dispuesto a convertirse a condición de que le asegurasen los medios de subsistencia con una 
gran cantidad: era Rabino. A pesar de esto, encontré entre los judíos personas honradas ((283)) en los contratos y benéficas, y algunas que 
vivían según la ley de Dios, y me pareció que esperaban al Mesías de buena fe». 

Don Bosco contaba con amigos entre los judíos; a su debido tiempo hablaremos, especialmente de dos. Por el momento diré que un día, 
acompañando a don Bosco por Turín, vi a un señor de aspecto respetable que se acercó reverentemente a él y empezó a hablar de tal forma 
que yo estaba persuadido de que era católico. Cuando se despidió, don Bosco me dijo: 

-»Has visto a ese señor? Siempre que me encuentra, habla conmigo un rato. »Sabes quién es? íEs un Rabino! Conoce la verdad, pero no 
la abraza por miedo a la pobreza a que se vería reducido, si perdiese los pingües honorarios que le proporciona la Sinagoga. Le he 
exhortado muchas veces a confiar en la Providencia, pero le falta valor. 

Don Bosco sentía verdadera compasión por los judíos, rezaba por ellos y animaba a los demás a orar en favor de una nación que un día 
fue el pueblo de Dios, destinado a entrar al fin de los tiempos en el seno de la Iglesia. 

Mientras vivió, siguió procurando su salvación, dentro de sus posibles. Atendió a los adultos, como ya hemos visto y como expondremos 
en el curso de esta historia. Los trataba con caridad y los hospedaba cuando se lo pedían. Acogió a algunos muchachos, los instruyó y 
bautizó. 

El 17 de julio de 1851 el obispo de Casale, monseñor Luis Calabiana, le recomendaba un muchacho judío apellidado Deángelis, por 
sobrenombre Juan de los Fariseos. Se trasladaba de Casale a Turín, para ver si encontraba plaza en el Hospicio de los Catecúmenos, 
instruirse en la religión católica y sustraerse a la persecución de sus correligionarios, ya que se había echado encima la Judería de Casale 
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para ((284)) impedir que el joven siguiera su vocación. Rogaba el Obispo a don Bosco que, si no había plaza en el Hospicio, recibiese entre 
sus hijos a Deángelis, al menos por un tiempo, seguro de que lo entregaba a un padre, y prometiendo pagar todos los gastos de 
mantenimiento. 

Don Bosco era feliz recibiendo a tales muchachos, y presentándoselos a Jonás de Chieri, el cual, siempre buen amigo suyo, iba a visitarlo 
muchas veces al Oratorio. 

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((285)) 

CAPITULO XXV 

JUAN CAGLIERO -IMPRESIONES Y OPINIONES DEL JOVEN TURCHI INGRESADO EN EL ORATORIO -LA 
CONMEMORACION DE LOS DIFUNTOS EN CASTELNUOVO -CAGLIERO VA CON DON BOSCO A VALDOCCO -SU 
TESTIMONIO SOBRE LA POBREZA DE LA CASA Y LA BONDAD Y CELO DE DON BOSCO -CAGLIERO Y RUA EN LA 
ESCUELA -CONTRATOS DE TRABAJO PARA LOS ARTESANOS 

A primeros del mes de octubre llegaba don Bosco al caserío de I Becchi para la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, acompañado de 
varios de sus alumnos. El niño Juan Cagliero le había esperado con impaciencia. Era el capitán de las diversiones de los chiquillos en 
Castelnuovo. Habiendo ido allí el Obispo para administrar la confirmación en la parroquia, quedóse admirado el chiquillo de las 
vestimentas del Monseñor. Hízose una mitra y un pluvial de papel, formó un báculo con una caña y, luego, sentado sobre una escalera de 
mano, se hacía llevar sobre los hombros de los compañeros, en medio de una turba de chavales que aplaudían al pequeño obispo, mientras 
él los bendecía con toda seriedad. Este niño vivaracho, pero bueno, gozaba de las simpatías del señor cura, el cual le dejaba entrar 
libremente en la casa rectoral y le encargaba pequeños recados, sobre todo desde que don Bosco le prometió llevarlo al Oratorio. ((286)) Es 
aquí donde Juan Cagliero empezó a encariñarse y entusiasmarse con don Bosco. 

Nos lo contaba él mismo: 

-Constantemente oía alabanzas de don Bosco. Mis paisanos, particularmente mi dre, mis primos y amigos, me decían que siempre habían 
visto en la infancia del jovencito Bosco algo extraordinario que le distinguía de los de su tiempo; que su porte, su modestia y su dulzura 
eran los de un muchacho virtuoso por demás. Yo conocía en Castelnuovo a algunos de sus condiscípulos en la escuela y en el Seminario, 
tales como el Señor Matta de Morialdo, el doctor Allora y el abogado Musso. Me hablaban del siervo de Dios con tal reverencia y elogio 
de su bondad y su virtud, que le consideraban más que un modelo de perfección cristiana, un modelo de vida santa. El 
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médico Allora nos dijo después, a mí y a otros, que en Chieri era tenido por los compañeros en concepto de santo. El Vicario de 
Castelnuovo, don Antonio Cinzano, me repetía al hablar de él: «Siempre vi en don Bosco algo que no era ordinario: no era ordinaria su 
piedad, su jovialidad, su circunspección, su obediencia, su humildad, etc. Era extraordinario en todo.» Y, aludiendo a su tenacidad en el 
bien y en las obras emprendidas, solía decirme bromeando: -Don Bosco fue siempre extravagante y testarudo como los santos. 

Apenas supo Cagliero la llegada de don Bosco, corrió a I Becchi y, por el aspecto exterior modesto y educado del buen sacerdote, 
inmediatamente reconoció que estaba adornado de todas las virtudes de que había oído hablar. De vuelta a casa, invitó a un compañero, un 
tal Juan Turchi, que ya tenía dieciséis años, para que fuera él también. Y nos contaba Juan Turchi, hoy caballero y profesor de literatura: 

-«Cagliero me dijo tantas cosas bonitas sobre don Bosco, que yo me fui de Castelnuovo a I Becchi. Apenas llegué allí, me llamó la 
atención el encuentro con un sacerdote ((287)) tan convencido de su ministerio y tan afable, a lo que no estaba yo acostumbrado, que desde 
entonces concebí de él una idea y una impresión imborrables. Cuando luego vi el cariño con que nos hablaba, a mí y a los otros 
muchachos, me quedé entusiasmado con él. Me hizo un pequeño examen sobre las materias que yo estudiaba y sobre la elección de estado 
y terminó diciéndome: 

»-Yo conozco a tu padre y somos buenos amigos; dile que venga mañana a hablar conmigo. 

»Mi padre fue y acordaron mi entrada en el Oratorio para mediados de octubre. 

»Fui a estudiar a Valdocco y oí a mis compañeros las cosas extraordinarias que don Bosco hacía. Hube de constatar por mí mismo que la 
fama de ello aumentaba de día en día; vi las escuelas nocturnas que él dirigía, y, entre otros, a los maestros teólogo Chiaves y un tal 
Geninatti. Los muros de la nueva iglesia de San Francisco llegaban a la altura de los ventanales, y lo mismo yo que mis compañeros 
subíamos ladrillos hasta los andamios. En las fiestas intervenían en las funciones de iglesia muchísimos jóvenes externos, y nos 
divertíamos la mar, con diversos juegos y con los ejercicios militares que hacíamos con unos fusiles de madera, regalados por el arsenal. 
Pero lo que más me llamó la atención, al entrar en el Oratorio, fue encontrarme con una piedad, de la que no tenía idea, y he de asegurar 
que entonces entendí qué quería decir confesarse. Había una gran frecuencia 
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de sacramentos, no sólo en los días festivos, sino también entre semana. Nos recomendaba don Bosco que, a lo largo de la misma, nos 
repartiéramos los días para las comuniones, a fin de que éstas fueran continuas. La mayoría íbamos a confesarnos con él, aunque en los 
días festivos hubiese también algún otro sacerdote para ayudarle. Era tal la delicadeza de muchos jóvenes para acercarse a la sagrada mesa, 
que entre semana, mientras él se preparaba para la santa misa, había casi siempre alguno ((288)) que, acercándosele, le confiaba al oído 
alguna pena o escrúpulo para asegurarse de que podía recibir tranquilamente la comunión. Entonces y siempre he visto en el Oratorio una 
gran cantidad de muchachos con un piedad tan sólida y admirable, que entonaba toda la casa y atraía a los demás al bien. 

»Don Bosco era celosísimo de que se enseñara bien el catecismo. Sus predicaciones eran del todo interesantes. Solía exponer la Historia 
Eclesiástica de una manera fácil, clara, atrayente, y, antes de acabar su plática, acostumbraba preguntar a alguno de los oyentes para que 
hiciese alguna observación o dedujese alguna consecuencia práctica. Por la noche, después de las oraciones, nos daba unos avisos tan 
apropiados, que yo, al retirarme a mi habitación, me sentía impresionado y lleno de un gozo que no puedo expresar. Don Bosco educaba a 
los muchachos y los conducía al bien a través de la persuasión, y ellos lo hacían transportados de alegría. Procedía siempre con dulzura; al 
dar órdenes casi nos rogaba, y nosotros nos hubiéramos sometido a cualquier sacrificio para contentarlo. Así, de bien en mejor, vi 
progresar el Oratorio durante los diez años que estuve en él, hasta mi ordenación sacerdotal; y, después de haber visitado muchos Centros, 
no he encontrado ninguno con tanta piedad como el de don Bosco, de cuya benevolencia gocé siempre aún de lejos». 

El primero de noviembre de 1851 aceptaba definitivamente don Bosco en Castelnuovo a otro muchacho, que dejará eterno recuerdo en 
los anales del Oratorio. Fue Juan Cagliero, huérfano de padre hacía pocos días. 

Aquel mismo año de 1851 fue don Bosco a Castelnuovo de Asti el día de Todos los Santos para predicar el sermón de los difuntos. 
Cagliero llegó a la sacristía antes que sus compañeros, con ansias locas de que empezase la función. Quería ser elegido para ((289)) 
acompañar como monaguillo al predicador hasta el púlpito. Se revistió la sotana y el roquete y esperó pacientemente, mientras sus 
compañeros habían ido a buscar a don Bosco. Y cuando éste llegó, tuvo la satisfacción de ver cumplido su deseo. 
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Don Bosco hizo uno de aquellos sermones admirables que no se olvidan nunca. Dijo que había pasado, al ir allí, por delante de la puerta 
del camposanto y que había oído unos lamentos llamándole por su nombre. Se acercó y vio, en medio de las cruces, salir las almas de las 
fosas: 

-Di a mi hijo, me decía una, di a mi hija, me decía otra, que me encuentro en el purgatorio, que yo siempre la he querido, y sin embargo, 
ella no piensa nunca en mí. 

Era un marido, una mujer, un hijo, un amigo, que le daban recados para llevar a los del pueblo a fin de que se interesasen para liberarlos 
de tan atroces tormentos. 

Don Bosco describía aquellas escenas piadosas, aquellas tiernas lamentaciones, aquellos recuerdos del pasado, con tanta viveza, candor y 
verdad, que los oyentes lloraban. Las limosnas recogidas en el cepillo fueron abundantísimas, casi ciento cincuenta liras. A los que se 
extrañaban de las abundantes limosnas alcanzadas por su predicación, respondía: 

-Para obtener la caridad del pueblo, hay que hacerle comprender que es de su interés ser generosos en las limosnas, aún para obtener del 
Señor ventajas temporales y cómo, por el contrario, es en su propio perjuicio el ser avaros con las benditas almas del purgatorio o con la 
Iglesia: que el tener protectores en el cielo es ventajoso hasta para el campo. Ellos alejan los castigos, las desgracias, las tempestades, las 
enfermedades, los insectos de las plantas, la sequía, etc., etc. Ese es el secreto para inducir a la gente a dar limosna, de otro modo se saca 
poco o nada 1. 

Al terminar el sermón, volvió don Bosco a la sacristía y con aire dulce y afable se dirigió a su pequeño acompañante y le dijo: 

-Me parece que tú tienes algo que ((290)) decirme y manifestarme, algo que tú deseas mucho. »No es verdad? 

-Sí, señor, respondió el chiquillo con el rostro teñido de rubor; quiero decirle una cosa que hace tiempo deseo; quiero ir con usted a 
Turín, a estudiar y hacerme cura. 

-Muy bien, vendrás conmigo, dijo don Bosco: el señor cura ya me ha hablado de ti; di a tu madre que venga contigo esta tarde a la casa 
rectoral y nos entenderemos. 

1 Es de recordar que, en aquellos tiempos, en Italia, solía el predicador, al llegar a cierto punto del sermón, detenerse y decir: -Os 
recomiendo la limosna. Acto seguido se pasaba el cepillo entre todos los oyentes. (N. del T.). 
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Al lúgubre son de las campanas, invitando a los fieles a rogar por los difuntos, en medio del recogido silencio de la población, entraban 
en casa del párroco madre e hijo. 

-Mi buena Teresa, dijo entonces bromeando aquel sacerdote y padre de tantos huérfanos, ha venido usted a tiempo: ya le esperaba; 
hablemos, por tanto, de nuestro negocio.»Es verdad que quiere usted venderme a su hijo? 

-íOh no! Venderlo no, exclamó la buena madre; pero si usted quiere, se lo regalo. 

-Todavía mejor, repuso don Bosco; entonces prepárele su hatillo. Y mañana me lo llevaré conmigo y yo le haré de padre. 

A la mañana siguiente Juan Cagliero estaba listo. Al romper el alba ya esperaba en la iglesia para ayudar a misa a don Bosco. En todos 
sus movimientos demostraba una extrema vivacidad. Don Bosco hacía el viaje de Castelnuovo a Turín a pie. 

-Bueno, Cagliero, »vamos a Turín? 

-Vamos. 

-»Y tu madre? 

-Está muy contenta; ahora yo estoy con don Bosco. 

Se pusieron en camino. Cagliero marchaba al lado de don Bosco. A veces corría un poco más adelante, a veces lo esperaba, a veces se 
quedaba más atrás para arrancar alguna fruta desde el vallado ((291)) y después se unía a él, saltaba una zanja y brincaba por los prados. 
Don Boscó le interrogaba de vez en cuando y sus respuestas eran de un candor admirable. Hablaba de su presente, de su pasado, de sus 
proyectos para el porvenir. Contaba lo que había hecho en casa, descubría los secretos más recónditos de su corazón. Era tan sincero, que 
don Bosco tuvo que decir que le había conocido tan perfectamente en pocas horas, que, si hubiese tratado de confesarlo, no habría 
necesitado más que darle la absolución. 

Cagliero nos hablaba de sus impresiones de este viaje y decía: 

«Don Bosco no me hablaba más que de Dios, de la Santísima Virgen, de si me acercaba a los sacramentos, de si era devoto de la Virgen, 
y de otras cosas espirituales. Y también, bromeando, me invitaba a ser bueno. Finalmente llegamos a Turín. 

»Siempre recuerdo con placer el momento de mi entrada en el Oratorio la noche del dos de noviembre. Don Bosco me presentó a la 

buena mamá Margarita, diciendo: 

»-Aquí tiene, mamá, un chiquito de Castelnuovo, con grandes deseos de ser bueno y estudiar. 

»Respondió la mamá: 

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»-Sí, sí, tú no haces más que buscar muchachos, sabiendo como sabes que aquí no tenemos lugar. 

»Don Bosco sonriendo, añadió: 

»-íYa le encontraré un rinconcito! 

»-Poniéndolo en tu habitación, respondió la mamá. 

»-No es necesario. El chiquillo, como usted ve, no abulta mucho; le pondremos a dormir en el cesto del pan y con una cuerda lo 
subiremos arriba, bajo la viga, como una jaula de canarios. 

»La madre se echó a reír y me buscó un puesto. Aquella noche me tocó dormir a los pies de la cama de otro compañero. 

((292)) »A la mañana siguiente vi la pobreza que reinaba en aquella casita. La estancia de don Bosco era baja y angosta. Nuestro 
dormitorio, en la planta baja, era estrecho y tenía por pavimento un embaldosado de adoquines, y sin más muebles, que nuestros jergones 
de paja, sábana y mantas. La cocina era paupérrima, sin vajillas, salvo unas pocas escudillas de estaño con sus correspondientes cucharas. 
Tenedores, cuchillos y servilletas llegaron muchos años después, comprados o regalados por alguna persona piadosa y caritativa. Nuestro 
comedor era un sotechado, y el de don Bosco una pequeña habitación, junto al pozo, que servía de clase y de salón de recreo. Todo aquel 
conjunto ayudaba a mantenernos en la humilde y pobre condición en que habíamos nacido y en la que nos encontrábamos educados con el 
ejemplo del siervo de Dios, el cual gozaba repartiéndonos la comida, prestándose a poner en orden el dormitorio, limpiando y 
remendándonos la ropa, y haciendo los más humildes servicios. 

»La vida común que hacía con nosotros, nos persuadía de que más que en un colegio o asilo, nos encontrábamos como en familia, bajo la 
dirección de un padre que nos quería, y sólo se preocupaba de nuestro bien espiritual y material. 

»Le gustaba hacerse pequeño con los pequeños, y sucedía a veces que alguno de nosotros olvidaba el respeto que le era debido; y 
entonces, más que por don Bosco, que toleraba todo a los muchachos, uno era avisado por los mayorcitos, los cuales decían: -íCuidado! 
»no ves que al ofendernos, ofendes y molestas también a don Bosco? íSi él es tan bueno con nosotros, también nosotros debemos ser 
buenos con él! 

»Veíamos a menudo a ciertos señores que venían a visitar a don Bosco, atraídos por la fama de sus obras, y no pocos se maravillaban al 
encontrarle sentado sobre un caballete de ((293)) madera y aún en el suelo y como escondido en medio de una cuadrilla de muchachos, 
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a los que nos entretenía con amenas descripciones y agradables donaires o mientras jugaba con nosotros al calientamanos 1, o bien ganaba 
en agilidad dando palmadas con sus manos y después con las del compañero (la izquierda contra la derecha, la derecha contra la izquierda) 

»Lo que más le importaba era que los jóvenes salvaran su alma. Si veía que uno era menos bueno, él se las apañaba para acercárselo, 
decirle una buena palabra al oído y después le hacía vigilar para conducirle al buen camino y fortalecerle en la piedad. Tenía plena 
confianza de que Dios le ayudaría en la educación e instrucción cristiana de muchos jovencitos. 

»Recuerdo que, siendo aún pequeño en el Oratorio, le oí contar con santa sencillez y repetidas veces, que había pedido al Señor un lugar 
en el paraíso para diez mil de sus muchachos. Y añadía que lo había conseguido, con una condición: que no ofendiésemos al Señor: 

-íAh!, hijitos míos, decía: saltad, corred, jugad, alborotad, pero no hagáis pecados, y tenéis un puesto seguro en el paraíso. 

»Al ver más tarde que los muchachos crecían en número, le preguntábamos si serían bastante los diez mil puestos del cielo para nosotros 
Entonces añadió que había pedido un lugar más amplio para muchos otros jóvenes, que vendrían y obtendrían su eterna salvación con la 
ayuda de Dios y la protección de María Santísima. 

»Sus palabras causaban tanto mayor efecto cuanto que su espíritu profético era manifiesto de mil modos y en mil circunstancias y 
ocasiones, y era persuasión común en el Oratorio que don Bosco sabía las cosas ocultas». 

Y hasta aquí el mismo monseñor Cagliero. 

((294)) Así pues, tras la conmemoración de los fieles difuntos, Cagliero comenzó el curso clásico de latinidad en la escuela del profesor 
Bonzanino, juntamente con Turchi, Angel Savio y otros. Al mismo tiempo era admitido Miguel Rúa en la escuela privada de don Mateo 
Picco, profesor de humanidades y retórica, que daba clases en un apartamento de una casa junto a la parroquia de San Agustín. Este eximio 
profesor, a ruegos del mismo don Bosco, se encargó, de buena gana de atenderlo en la clase de humanidades. El éxito de Rúa que vivía en 
casa de sus padres fue extraordinario. Don Bosco seguía siempre ayudando a sus alumnos de los estudios clásicos. 

1 Ese juego simple y universal, de uno que pone las manos encima de las de otro en sentido inverso, para ver si es capaz de golpear el de 
abajo al de arriba, o bien se golpea la propia, al retirar el otro la suya. (N. del T.). 
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Era todo un maestro en sus consejos, a fin de que estudiaran provechosamente la gramática latina. Da testimonio de ello el profesor don 
Francisco Cerruti. Les decía don Bosco y particularmente a Miguel Rúa: -»Quieres aprender bien el latín? Traduce primero al italiano un 
párrafo de un autor clásico; después, sin volver a mirar el texto, vierte al latín tu traducción y, por último, compara tu composición latina 
con el texto. Con este ejercicio, hecho cada día durante un mes, te aseguro que comprenderás muchísimas dificultades sin necesidad de 
diccionario. 

A la par que colocaba a los estudiantes en la escuela, don Bosco atendía con el mismo cuidado al aprovechamiento en el oficio de sus 
artesanos, que enviaba desde el Oratorio a los talleres de Turín para aprender y trabajar. A fin de que no sufriese ningún perjuicio su 
conducta, educación e instrucción, siempre vigilante, no solamente seguía yendo diversas veces a visitarlos, sino que llegaba a firmar con 
los patronos contratos especiales que quería fueran rigurosamente observados. En prenda del hecho, copiamos aquí algunos, que nos dan 
una idea de aquellos tiempos y nos ahorran útiles observaciones. 

((295)) Contratos de trabajo 

En virtud del presente contrato, con posibilidad de ser presentado ante el juez competente por cuaquiera de las partes, extendido en la 
Casa del Oratorio de San Francisco de Sales, entre el Señor Carlos Aimino y el joven José Bordone, alumno de dicho Oratorio, asistido po 
su fiador señor Víctor Ritner, se convine lo siguiente: 

1.° El señor Carlos Aimino recibe como aprendiz en su arte de vidriero al joven José Bordone, natural de Biella, promete y se obliga a 
enseñarle dicha arte, en el espacio de tres años, que terminarán el primero de diciembre de mil ochocientos cincuenta y cuatro, y a darle 
durante el curso de su aprendizaje las instrucciones necesarias y las mejores reglas referentes a su arte, juntamente con los oportunos avisos 
respecto a su buena conducta, y a corregirle, cuando fuere necesario, con palabras y no de otro modo; y se obliga también a tenerle 
ocupado constantemente en los trabajos referentes a su arte y no en los ajenos a ella, con cuidado de que no sobrepase sus fuerzas. 

2.° El mismo maestro deberá dejar por entero libres todos los días festivos del año al aprendiz, a fin de que pueda en los mismos acudir a 
las sagradas funciones, a la escuela dominical y a otros deberes, como alumno de dicho Oratorio. 

Si el aprendiz, por enfermedad (u otro legítimo motivo) se ausentase 
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de su deber, el maestro tendrá derecho a una compensación por todo el tiempo que exceda los quince días durante el curso del año. Esta 
indemnización será hecha por el aprendiz con otros tantos días de trabajo, una vez terminado su aprendizaje. 

((296)) 3.° El mismo maestro se obliga a pagar diariamente al aprendiz, durante los años de su aprendizaje, a saber, una lira durante el 
primer año, una y media durante el segundo, dos liras durante el tercero, cada semana (de acuerdo con la costumbre, se le conceden al año 
quince días de vacaciones). 

4.° El patrono se obliga también a señalar sinceramente al final de cada mes la conducta de su aprendiz, en la hoja que a tal efecto se le 
presentará. 

5.° El joven José Bordone promete y se obliga a prestar, durante todo el tiempo del aprendizaje, su servicio al maestro patrono con 
prontitud, asiduidad y atención; a ser dócil, respetuoso y obediente con el mismo y a comportarse con él como debe hacerlo un buen 
aprendiz, y como cautela y garantía de esta su obligación pone al aquí presente y aceptante señor Víctor Ritner, joyero, el cual se obliga a 
la reparación de todo daño causado al maestro patrono, siempre que este daño sea por culpa del aprendiz. 

6.° En el caso de que el aprendiz incurriese en falta por la cual fuera expulsado del Oratorio, (cesando toda su relación con el director del 
Oratorio), cesará también toda influencia y relación entre el director de dicho Oratorio y el maestro patrono; pero si la culpa del aprendiz 
no se refiriera particularmente al maestro, éste deberá, a pesar de ello, cumplir el presente contrato hecho con el aprendiz y éste 
cumplimentar sus deberes con el maestro hasta el término convenido, bajo la única garantía prestada. 

7.° El director del Oratorio promete prestar su asistencia para el buen éxito de la conducta del aprendiz y atender con premura cualquier 
queja que el ((297)) patrono pudiere presentar con motivo del aprendiz por él acogido. 

Lo que, tanto el maestro patrono como el aprendiz alumno, asistido como arriba se dice, y por cuanto a cada uno de ellos toca y 
corresponde, prometen cumplir y observar bajo las penas consiguientes. 

Turín, noviembre de 1851 

Carlos Aimino Juan Bautista Vola, teólogo
José Bordone Víctor Ritner, fiador


Juan Bosco, Pbro.
Director del Oratorio.


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Los primeros contratos se extendieron sobre papel corriente, pero los del año siguiente en papel sellado: así está el contrato entre el señor 
José Bertolino, maestro carpintero, con domicilio en Turín y el joven José Odasso, natural de Mondoví, con la intervención del reverendo 
sacerdote Juan Bosco y la asistencia y garantía del padre de dicho joven, Vicente Odasso, natural de Garessio y con domicilio en Turín. Se 
pide en él que se extiende la escritura por duplicado: se especifica que el patrono está obligado a dar al alumno, de acuerdo con su 
conducta moral y civil, los oportunos y provechosos avisos que debería dar un buen padre a su propio hijo: corregirlo amablemente en caso 
de falta, pero siempre con sencillas palabras de amonestación y nunca con malos tratos: se declara con términos expresos que el fiador 
queda sólo obligado cuando el daño causado por el aprendiz al patrono pueda serle imputado justamente a él, ((298)) ya fuere por proceder 
de una voluntad manifiesta y maliciosa y no por un simple efecto accidental, o como consecuencia de impericia en el arte: se declara que la 
asistencia de don Bosco, prestada para la buena conducta del joven, cesará en el momento en que el joven deje de pertenecer al Oratorio. 
Siguen las firmas de José Bertolino, José Odasso, Vicente Odasso y Juan Bosco, pbro. El contrato lleva fecha del 8 de febrero de 1825. 

Estos contratos varían en cuanto a su duración y su jornal, de acuerdo con la edad y la habilidad del muchacho, y también según la 
importancia y la dificultad del arte que debía aprender. Mas, por la lectura de estos artículos, se podrá comprender cuántas contrariedades, 
cuántas dificultades debían preocupar a don Bosco a cada instante. Fastidios y disgustos que no llegaban a turbar su serenidad. Se trataba, a 
veces de patronos demasiado exigentes y de muchachos irreflexivos. Pero su caridad lo remediaba todo: una caridad la suya, especialmente 
con los jóvenes, que aparece luminosa en cada una de las líneas de estos contratos, redactados o adoptados por él mismo. 
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((299)) 

CAPITULO XXVI 

LA COMPAÑIA DE SAN LUIS -CONFERENCIAS -MARAVILLAS DE DON BOSCO -PREDICE EL PORVENIR DE LA CASA DE 
VALDOCCO Y DE LOS 0TROS ORATORIOS FESTIVOS -ANUNCIA LA MUERTE PROXIMA DE ALGUNOS JOVENES Y UNA 
CURACION INESPERADA -DESCUBRE EL INTERIOR DE LAS CONCIENCIAS -EL DON DE LAS LAGRIMAS 

LA Compañía de San Luis Gonzaga florecía en los Oratorios de Puerta Nueva y de Vanchiglia, enriquecidos con indulgencias que debían 
extenderse a los otros Oratorios que se abrirían en el porvenir; pero donde producía los mejores y más abundantes frutos era en Valdocco. 
Allí presidía don Bosco, que la amaba como a las pupilas de sus ojos, y una vez al año invitaba a comer a su mesa a los socios de los 
muchachos externos. Tenía de vez en cuando sus reuniones en la capilla, y un secretario levantaba el acta. Pertenecían a ella los mejores 
muchachos externos y todos los internos, porque don Bosco quería que éstos estuvieran todos inscritos. Y ellos se apresuraban para 
apuntarse y ponerse la medalla de San Luis. 

Estaban agregados a esta Compañía, como miembros honorarios, algunos ilustres personajes de la nobleza turinesa, los cuales no se 
avergonzaban de tomar parte en la fiesta, condecorarse con la medalla de San Luis y acompañar la ((300)) procesión. Los miembros de la 
Compañía debían, juntamente con el prioste 1 de la misma, ajustar los gastos para la fiesta de San Franciso de Sales y de San Luis. Durante 
los nueve días precedentes a estas dos fiestas se cantaba en la iglesia el Iste confessor o el Infensus hostis 2, con alguna oración o un 
sermoncito, o al menos una corta lectura de la vida del Santo, o de alguna verdad de la fe. En la funciones de la mañana y de la tarde 

1 Prioste: Así se llama al mayordomo de una hermandad o cofradia. (N. del T.). 

2 Iste confessor (este confesor): Es el himno latino propio del oficio de un santo confesor, como San Francisco de Sales. Infensus hostis 
(el funesto enemigo), es el correspondiente a San Luis Gonzaga. (N. del T.). 
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del domingo anterior a la solemnidad, se animaba a los muchachos a recibir los sacramentos de la confesión y comunión. Y no se omitía 
jamás la advertencia de que podían ganar en aquellos días indulgencia plenaria. Estas disposiciones quedaron después registradas en el 
Reglamento de los Oratorios festivos. Junto a la Compañía de San Luis seguía prosperando la Sociedad de Socorros Mutuos, cuya junta y 
los miembros más distinguidos eran invitados a comer por don Bosco una vez al año. 

Don Bosco solía reunir en su habitación a los más fieles y distinguidos por su bondad, para instruirles particularmente sobre la marcha de 
la Casa y del Oratorio y sobre la manera de realizar una vigilancia fraterna. Don Bosco los educaba de acuerdo con su fin, a base de 
ejemplos de San Luis, y les decía: 

-Recordad que San Luis pasaba horas enteras ante el Santísimo Sacramento. 

-Quería más que a los otros, a los compañeros que le despreciaban. 

-Cuando aún era seglar, iba a la iglesia a enseñar el catecismo a los ignorantes, corregía sus costumbres y buscaba cómo separarlos en sus 
riñas y discordias. 

-San Luis, cuando enseñaba a los pobrecitos en Roma, les acompañaba a algún confesor para que les absolviera de sus culpas y les 
pusiera en gracia de Dios. 

-Cuando nosotros no podemos enseñar el catecismo a los niños pobres, llevémosles a otros para que se lo enseñen. Cuántas almas 
podremos apartar de este modo del camino de la perdición para ponerlas en aquél que las ((301)) conducirá a la salvación. Y entonces 
cuántas gracias nos obtendrá San Luis de Dios. 

No es para decir lo eficaces que resultaban las palabras de don Bosco, lo mismo para la santidad de su vida, que para la persuasión de 
que él realizaba cosas maravillosas. Y era natural, según dice San Pablo: El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con El 1. Por 
consiguiente, no hay ninguna dificultad en admitir que puedan conocerse ciertos secretos y ayudarse en ocasiones de su omnipotencia. 

En cuanto a don Bosco, es incontestable que Dios quiso acompañar sus eximias virtudes con dones sobrenaturales y gracias gratis datae 
(dadas gratuitamente), las cuales, a la par que le ayudaban enormemente para lograr la gloria de Dios y la salvación de las almas, 
manifestaban a los hombres su celeste misión. En efecto, él 

1 1.ª Corintios, VI, 17. 
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estaba adornado de espíritu profético, del conocimiento de los corazones y de lo más oculto y secreto, del don de lágrimas, curaciones y 
milagros. 

Don Ascanio Savio, que vivió en el Oratorio de 1848 a 1852, y el sacerdote Vacchetta, su compañero, nos aseguraron que, desde los 
primeros tiempos de la casa, don Bosco anunciaba que Dios bendeciría sus planes y sus obras, y les hablaba del Oratorio que ellos verían 
crecer de un modo maravilloso. 

Don Juan Turchi, que llegó al internado en 1851, nos confirmaba que ya entonces hablaba don Bosco de una casa amplia, con grandes 
talleres y especialmente con una imprenta propia, para promover la gloria de Dios difundiendo buenos libros, destinados a propagar y 
conservar la religión y la virtud entre la juventud y a oponerse a los errores de los protestantes y a la excesiva abundancia de libros malos. 

((302)) Oímos al señor Juan Villa, el cual empezó a asistir al Oratorio como externo en 1855, que también él vio confirmadas estas 
profecías por muchos de sus compañeros, que iban a las reuniones dominicales de Valdocco desde hacía varios años antes, y que habían 
sido testigos de las mismas. Y aún otros añadieron: «Don Bosco, para animar a los socios de la Compañía de San Luis, les contaba algunas 
veces que había visto en sueños el crecimiento y maravilloso desarrollo de la obra de los Oratorios festivos, con lo que, sin nombrarla, 
señalaba su futura Congregación. De este modo daba a conocer su importancia y la extensión que alcanzaría la Compañía. El, por 
humildad, hablaba de sueños; pero los muchachos estaban íntimamente persuadidos de que don Bosco les comunicaba todo lo que había 
conocido por el don de profecía». 

Y una prueba que aducían, era la de las predicciones de sucesos próximos, que habían visto con sus propios ojos. 

Cuenta don Miguel Rúa: 

«Desde los primeros días en que yo fui al Oratorio festivo, de 1847 a 1852, recuerdo que, cada vez que iba a morirse algún muchacho de 
la Compañía de San Luis, don Bosco anunciaba tal suceso bastante antes. Nunca pronunciaba el nombre del interesado, sino que decía: 

»-Dentro de quince días, o bien, dentro de un mes, uno de la Compañía será llamado a la eternidad; puedo ser yo, puede ser uno de 
vosotros. íEstemos preparados! 

»Un saludable temor mantenía atentos a los muchachos para ver si el anuncio se cumplía. En la época de las predicciones, aquéllos a 
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los que don Bosco aludía como llamados a la eternidad, a veces estaban sanos y robustos y a veces enfermuchos; pero las muertes sucedían 
en el tiempo determinado. Yo mismo le oí semejantes anuncios en varias ocasiones, en otras me lo contaron los compañeros, y siempre vi 
cumplirse las predicciones. El predijo la muerte de mi hermano y de otros a quienes recuerdo». Luis Rúa, hermano ((303)) mayor de 
Miguel, murió el 29 de marzo de 1851, a los diecinueve años. Frecuentaba el Oratorio festivo y tenía una conducta admirable. 

José Buzzetti nos dictaba también el siguiente testimonio de un hecho sucedido en el 1850. 

«Una tarde, don Bosco, después de haber hablado a algunos jóvenes de la Compañía de San Luis, a los que reunía en conferencia 
particular, mientras estaban despidiéndose de él, les dijo: 

»-Contaos: la primera vez que nos volvamos a reunir faltará uno. 

»Todos entendieron que la palabra -faltará-indicaba el paso al otro mundo. Entonces los de mayor confianza, entre ellos el hermano de 
don Miguel Rúa, le llevaron aparte y le preguntaron quién de ellos faltaría. Don Bosco, al principio, dio respuestas evasivas, pero al verse 
acorralado, dijo: 

»-El nombre del que ha de morir empieza por la letra B. 

»Los muchachos, al oír aquella respuesta franca, se miraron unos a otros. -»Quién sería aquél?-Entre los asistentes a la conferencia sólo 
había dos, cuyo apellido empezaba por la letra B, pero ícaso singular; aunque no eran parientes, los dos se llamaban Burzio! Los 
muchachos se recomendaron el secreto unos a otros y anduvieron alerta para ver a quién de los dos le tocaba la suerte. Ambos gozaban de 
óptima salud. 

»El menor de los dos Burzio era un santito como San Luis, y don Bosco le tenía conceptuado como muy virtuoso. Un domingo, mientras 
don Bosco celebraba y asistían los muchachos al santo sacrificio, el tal Burzio quedóse como absorto, lanzó después unos gritos 
quejumbrosos y finalmente se desmayó. Los compañeros creyeron que era un simple malestar; pero don Bosco, que había oído los gritos, 
quiso interrogarle el porqué de los mismos. El muchacho respondió: 

»-Durante la elevación he visto la hostia manando sangre, y al mismo tiempo he oído una voz ((304)) formidable que decía: -Esta es una 
imagen de cómo será tratado Jesús en Piamonte con sacrilegios. 

»Y este santo jovencito fue el primero en morir antes de la siguiente conferencia». 
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Contaba Buzzetti otros hechos semejantes, acaecidos cuando don Bosco vivía todavía en el Refugio. 

«Y no solamente la muerte, añadía don Miguel Rúa, sino que también anunció muchas veces la curación de casos desesperados. 

-Recuerdo que cierto clérigo compañero mío, Viale, cayó una vez gravemente enfermo en 1853. No había esperanza de salvación. Fue 
don Bosco a visitarle al hospital, y después de haberle recomendado que recurriera a un santo, no sé cual, tal vez San Luis, le prometió que 
al cabo de tres días volvería a verle y le encontraría sentado en la cama, comiendo, y que muy pronto se levantaría totalmente curado. Así 
lo predijo y así se cumplió al pie de la letra». 

Todos los nombres que hemos citado son de muchachos que pertenecían a la compañía de San Luis, a los cuales, y a muchos otros, 
hemos oído contar que don Bosco, ya entonces, estaba dotado por Dios del conocimiento de los corazones. Nos narraba revelaciones 
sucedidas en el momento de la confesión y fuera de ella. Les había descubierto sus pensamientos más íntimos y todo lo que habían 
olvidado o callado en confesiones anteriores. El consejo en el corazón del hombre, dicen los Proverbios, es agua profunda; el hombre 
inteligente sabrá sacarla 1. 

Los muchachos estaban convencidos de ello y algunos, que tenían líos graves de conciencia, esquivaban encontrarse con ((305)) don 
Bosco creyendo que así él no lo advertiría y no conocería su obstinación en el mal o su interior desgracia. 

«Muchos, lo atestigua un eximio profesor sobre sí mismo, sintiendo que la conciencia les remordía por alguna falta, se mantenían 
alejados de don Bosco, por una fuerza misteriosa, durante las conversaciones privadas, pero se sentían arrastrados a ir lo más pronto 
posible a postrarse a sus pies para confesarse. Y entonces oían muchas veces a don Bosco que les recordaba precisamente sus culpas de 
varios años, no sin gran sorpresa suya; y a más, la confesión les resultaba facilísima y les dejaba totalmente satisfechos, porque, gracias a 
su sugerencia, podían exponer sus culpas con todas las circunstancias, sin omitir una sola. Otros, en cambio, acudían a él con ansia y 
alegría para alcanzar la seguridad de encontrarse en gracia de Dios o bien para que la confesión que iban a hacer fuera del todo agradable a 
Señor, con la ayuda de don Bosco». 

Hubo algún ilustre y docto personaje que, habiendo sabido por 

1 Proverbios XX, 5. 
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muchos otros que don Bosco profetizaba, que leía en los corazones y manifestaba cosas ocultas, pensó que, puesto que era de una 
inteligencia finísima y conocía perfectamente las cosas del Oratorio, la índole y costumbres de los muchachos y de los que le rodeaban, 
pudiese naturalmente prever ciertas cosas imprevistas a los demás y que intuyese con sagacidad lo que permanecía escondido a los menos 
expertos. Nosotros concedemos que don Bosco poseía ese natural discernimiento, y añadiremos que era portentosa su memoria de 
nombres, personas, fisonomías, hechos y palabras, y que seguramente es posible que se haya aprovechado de estos conocimientos en favor 
del prójimo. Pero, las muchas cosas extraordinarias que se dijeron, lo mismo por los de fuera de casa que por los alumnos, y las 
innumerables que nosotros mismos hemos visto nos obligan a ((306)) concluir que en todo ello ciertamente había muchísimo de 
sobrenatural. Por lo demás, las mismas dotes naturales de don Bosco, empleadas heroicamente para gloria de Dios, es lógico que fueran 
recompensadas con dones tan eminentes para que su celo diera mayores frutos. El buen siervo del Evangelio dijo a su amo: 

-`Señor, tu mina ha producido diez minas'. Le respondió: `íMuy bien, siervo bueno; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno 
de diez ciudades'1. 

Don Ascanio Savio nos dejó un testimonio clarísimo. 

«Era voz común en el Oratorio, desde 1848, que don Bosco descubría los pecados de los muchachos y los leía en su frente. Los 
muchachos le ponían a prueba diciendo: 

»-Don Bosco, adivíneme los pecados. 

»Y don Bosco, alguna vez, se ponía a hablar confidencialmente al oído de alguno, y éste daba a entender que se los había adivinado, 
porque no hablaba más. Una tarde estaba en la conversación cierto muchacho de Vercelli, llamado Julio. Dijo éste a don Bosco 
insistentemente: 

»-Adivine también los pecados que yo he cometido. 

»Y don Bosco le habló secretamente al oído como hacía con los otros. Este, al oír las palabras de don Bosco, se puso a llorar 
exclamando: 

»-Es él, es él el que predicó la misión en tal iglesia, -aludiendo a cierta iglesia de Vercelli. 

»Como este joven procedía de un lejano pueblo, y era aquél el primer día que estaba ante don Bosco a quien no conocía, y no habiendo 

1 Lucas XIX, 16-17. 
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éste confesado nunca en la iglesia indicada, yo creo que don Bosco conoció el interior del muchacho por luz sobrenatural. Era tan corriente 
la opinión de que don Bosco leía los ((307)) pecados en la frente, que algunos buscaban curiosos modos para tapársela, a fin de que no 
pudiera leérselos. 

»Me contó mi hermano Angel, que, una vez don Bosco, al levantarse por la mañana, escribió algunos papelitos para varios muchachos 
del Oratorio, entre los cuales uno para mi hermano. Yo le pregunté: -»Te ha adivinado tus defectos? Y me respondió que sí. Por la forma 
con que me habló se veía que se trataba de defectos ocultos, y que no se podían conocer nada más que por una luz sobrenatural». 

En don Bosco no había ficción ni respeto humano, y lo que decía era movido por un sagrado deber, tanto mayor, cuanto más 
misericordiosos eran los designios de Dios. Y los jóvenes estaban seguros de él, al ver que todos sus actos, todas sus palabras, estaban 
inspiradas por un celo tranquilo, prudente, sereno. Además, el don de las lágrimas, era una prueba evidente de la gran unión que tenía con 
Dios y del tiemo amor que le profesaba. Vertía dulces lágrimas, a veces, durante la celebración de la santa misa, otras, mientras 
administraba la santa comunión, y hasta, simplemente, al bendecir al pueblo después del santo sacrificio. Cuando hablaba por la noche a 
los jóvenes y en las conferencias a los coadjutores, o al dar sus breves y eficaces recuerdos al fin de los ejercicios espirituales y referirse al 
pecado, al escándalo, a la modestia, a la escasa o nula correspondencia de los hombres al amor de Jesucristo, o al temor de que alguno de 
los suyos hubiera de perderse para siempre, muy a menudo se conmovía y se ahogaba su palabra con el llanto hasta excitarlo en sus 
oyentes. A veces, en medio de las lágrimas, los buenos muchachos vieron radiante su rostro, según nos lo aseguraba don Juan Bonetti. 
Monseñor Cagliero escribió: «Mientras don Bosco predicaba sobre el amor de Dios, sobre la pérdida de las almas, sobre la pasión de 
Jesucristo el viemes santo, sobre la santísima Eucaristía, sobre la buena muerte y sobre la ((308)) la esperanza del paraíso, yo le vi muchas 
veces, y lo vieron mis compañeros, derramar lágrimas de amor, de dolor, de alegría, y de un santo arrobamiento cuando hablaba de la 
Santísima Virgen, de su bondad y de su inmaculada pureza». 

Esto sucedía a menudo cuando predicaba en las iglesias públicas. Don Félix Reviglio le vio derramar lágrimas en el santuario de Nuestra 
Señora de la Consolación, predicando sobre el juicio universal, al describir la separación de los condenados y los elegidos. 
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Don Francisco Dalmazzo observó sus lágrimas muchas veces, especialmente hablando de la vida eterna, de tal modo que movía al dolor a 
los pecadores obstinados, los cuales, después del sermón, iban a confesarse con él. 

Nosotros mismos, que escribimos esta páginas, fuimos testigos, juntamente con mil otros, de este don divino que Dios concedió a don 
Bosco desde que empezó el Oratorio y aún antes y que le duró hasta su muerte. 

Ya hemos hablado del don de las curaciones y de los milagros; pero esto no es nada frente a lo que nos resta por decir; y todo lo que 
hemos contado en este capítulo no es más que un esbozo de un tema inagotable. 

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((309)) 

CAPITULO XXVII 

ARTICULO DE GODOFREDO CASALIS -SINTOMAS DE DISGUSTO EN LOS ORATORIOS -INSOLENCIA PERDONADA 
-PRETENSION IRRACIONAL -CARTA DEL TEOLOGO BOREL A DON PEDRO PONTE -RESPUESTA -LA FIESTA DE LA 
INMACULADA -EL PRIMER DECENIO 

GODOFREDO Casalis, en su diccionario geográfico, histórico, estadístico, comercial, escribió un artículo titulado: Instituto de 
beneficencia, en el volumen XIX, impreso en 1851. Después de narrar elogiosamente la fundación de los tres Oratorios festivos de don 
Bosco en Turín, concluye así: 

«Las ventajas obtenidas por los muchachos que asisten a estos Oratorios son la educación de costumbres y la cultura del entendimiento y 
del corazón, de forma que, en poco tiempo, adquieren un trato afectuoso y humano, se aficionan al trabajo y se convierten en buenos 
cristianos y óptimos ciudadanos. Estos frutos, que son abundantes, terminarán ciertamente por mover al Gobierno a tomar en consideración 
una obra que ayuda grandemente a la clase más pobre del pueblo, usufructuando el celo que anima a muchos sacerdotes entregados a este 
género de beneficencia, con el cual se pueden apartar del ocio, y convertir en útiles para la patria y la sociedad a muchos jóvenes que, sin 
los cuidados que ellos les prodigan, tendrían sin duda ((310)) mal fin. No queremos callar que el benemérito teólogo Carpano ha concebido 
la idea de abrir un establecimiento para recoger a los obreros que, recién salidos de un hospital, no encuentran enseguida trabajo o todavía 
son incapaces del mismo por su delicada salud, y no tardará en llevar a cabo la feliz idea, si no le faltan los apoyos en que firmemente 
confía. 

»Tal vez diga alguien que somos demasiado minuciosos al hablar de estas instituciones; pero se formarán otra opinión todos los que 
saben el reconocimiento existente por parte del público, único premio que reciben de sus continuas y pesadas fatigas los beneméritos 
personajes, que desgastan su vida en favor de estos muchachos. Sería 
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injusto negar este tributo de agradecimiento al que tienen un merecido derecho». 

El teólogo Carpano se había retirado y, con gran pena, abandonaba la obra que había visto nacer y crecer con su cooperación. En el 
Oratorio de San Luis estaba a la cabeza, en el 1851, don Pedro Ponte, ayudado por le abate Carlos Morozzo, el sacerdote Ignacio Demonte 
el abogado Bellingeri, el teólogo Rossi y el abogado Berardi. Pero don Pedro Ponte, ejemplarísimo sacerdote, era un hombre fácilmente 
impresionable, y se dejaba enredar por algunos catequistas, descontentos de los métodos empleados por don Bosco para regular la marcha 
de los Oratorios de Vanchiglia y Puerta Nueva. Atribuían éstos la obra de su celo a espíritu de ambición, a ansias de dominio, «aunque a 
mí, afirmaba el teólogo Leonardo Murialdo, no me pareciese nunca que fuera esa su intención, más aún, debiendo admirar el benéfico y 
feliz desarrollo de su obra». 

Pero esta prosperidad debía atribuirse a la unidad de mando que don Bosco quería se respetase, mientras los murmuradores habrían 
querido romperla. Desdichadamente, ((311)) hablando en general, los hombres no aprecian más que lo que ellos mismos creen poder hacer 
y no ven con buenos ojos que haya quien marcha mucho más adelante que los demás en uno u otro género de cosas, particularmente si es 
su igual. Se creerían humillados si lo admitiesen. La envidia, camuflada de celo, la define Tommaseo así: «admiración reprimida por el 
odio y la tristeza» 1. 

Por esto, se interpretaban con poca benevolencia las órdenes, aunque fueran muy prudentes, que don Bosco daba, y se difundían 
continuamente murmuraciones maliciosas, aunque en círculos cerrados, de un Oratorio a otro. La pasión cegaba los ánimos. Se 
manifestaban síntomas de rechazo de obediencia. Don Bosco sufría y callaba para no llevar las cosas al extremo; pero también se le 
culpaba de su silencio. Sin embargo, estaba dispuesto a actuar, llegado el momento, porque empezaba a despuntar la cizaña. 

José Brosio escribió a don Juan Bonetti: 

«Un domingo después de las funciones de la tarde, al no ver a don Bosco en el patio e ignorar el motivo de su desacostumbrada ausencia 
fui a buscarlo por todos los rincones de la casa. Le encontré, al fin, en una habitación, triste y casi lloroso. Al verle tan abatido, insistí para 
que me dijese el motivo de su pena. Don Bosco, que 

1 Nicolás Tommaseo, es un filósofo italiano, autor del Diccionario de la Lengua Italiana, Diccionario de sinónimos (1802-1874). (N. del 
T.). 
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nunca me había negado nada, cedió a mis repetidas instancias y me contó que un joven (y me dijo el nombre) le había insultado de tal 
forma que le había disgustado mucho. 

»-Pero a mí, añadió, no me importa; lo que me duele es que ese imprudente se encuentre en el camino de la perdición. 

»Estas palabras hirieron gravemente mi corazón y me preparé inmediatamente para pedir explicaciones a aquel joven y hacerle tragar sus 
insolencias. Pero don Bosco, que ((312)) advirtió mi airado movimiento, me detuvo y sonriendo me dijo: 

»-Tú quieres castigar al que ha ofendido a don Bosco y tienes razón; pero nos vengaremos juntos; »te gusta así? 

»-Sí, le respondí. 

»Pero la indignación del momento no me dejó entrever que don Bosco entendía vengarse con el perdón. En efecto, me invitó a rezar con 
él por el ofensor, y creo que él rezó también por mí, puesto que experimenté un repentino cambio de ideas, y mi indignación contra el 
compañero se cambió en amor al extremo de que, de haber estado allí presente, hasta le hubiera abrazado. 

»Al terminar la oración, conté a don Bosco la mudanza de mi interior y él me dijo: 

»-La venganza de un buen cristiano es el perdón y la plegaria por la persona que nos ofende; así que, habiendo rezado por este 
compañero, has hecho lo que le agrada al Señor, y por eso ahora te encuentras satisfecho. Si haces siempre así, pasarás una vida feliz». 

Esa era la actitud de don Bosco frente a las contrariedades; y el hecho narrado manifestaba que también había alguno en Valdocco que 
participaba en las disidencias. Y, como se iba acentuando el peligro de un cisma, hubo un grupo de sacerdotes que buscó el modo de 
deshacerlo. Estaban en él el teólogo Roberto Murialdo, el teólogo Tasca, los profesores Barone y Verizzi, el P. Cocchis y el canónigo 
Saccarelli, fundador de la Sagrada Familia. El padre Ponte, invitado a exponer sus quejas, se mantuvo firme en sus pretensiones y no quiso 
asistir a la reunión. Don Bosco estaba bien dispuesto a hacer alguna concesión, pero no a abdicar de la supremacía a la que tenía derecho. 

Hubo un momento de tregua. Como la marquesa de Barolo buscaba un capellán para su casa, don Bosco recomendó a don José Cafasso 
eligiera a don Pedro Ponte, que deseaba aquel empleo; y la Marquesa aceptó ((313)) la propuesta del Rector del Colegio Eclesiástico. La 
noble señora partía, a mitad de octubre, hacia Roma, acompañada por Silvio Péllico y don Pedro Ponte, el cual manifestaba en una carta al 
teólogo Borel su resolución y se lamentaba de los agravios 
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que decía no poder sufrir. Don Bosco recomendó entonces al teólogo Rossi el Oratorio de San Luis. 

El teólogo Borel se apresuró a responder a don Pedro Ponte para no ofender su susceptibilidad, y de su carta se deducen algunas 
explicaciones de las discordias nacidas. 

Muy querido y Reverendo Señor Don Pedro Ponte: 

Cada vez nos preocupa más el bien de los Oratorios; por eso entendemos que la unión entre los miembros, de cualquier orden que ellos 
sean, es el mejor consejo, porque así tendremos a Dios con nosotros. Por tanto estemos todos de acuerdo, con la ayuda Divina, para 
promover esta unión tan deseada, ya sea estrechando cada vez más entre nosotros este espíritu, ya sea quitando todo lo que a ello se 
oponga. Entre otras cosas no dudamos de que es un notable perjuicio para la unión, el retener y reservarse la propiedad y el uso de las 
cosas que se han adquirido para beneficio de un Oratorio, excluyendo a los otros Oratorios de su empleo; como también el que, en un 
mismo Oratorio, pueda un miembro servirse de los objetos allí existentes para uso del Oratorio, excluyendo a los otros miembros, en su 
ausencia. Estamos todos de acuerdo en pensar y querer que todo Oratorio, en la persona de su director, tenga como hechas para los tres las 
ofrendas por él recibidas, tocando a nosotros, en tal caso, informar a las personas bienhechoras del espíritu que nos rige y de las 
fundaciones del Oratorio. A esta determinación nos ha conducido el contenido de la carta de V. R. y el hecho análogo subsiguiente. Por 
tanto, como puede suceder, dada ((314)) nuestra escasez de aparejos, que en una fiesta determinada falte algo en el Oratorio, será bueno 
que los otros concurran, como estamos acostumbrados a hacer, con las personas y con el trabajo, y se avenga a que alguno de nosotros crea 
oportuno prestar algo suyo o tomar de los otros lo que convenga; además de quedar muy reconocidos, es nuestra intención que se lo 
devuelva y lleve a su casa cuanto antes, como hasta ahora se ha hecho: tenemos un ejemplo de ello en el nacimiento, que fue prestado 
generosamente varias veces por el Oratorio de San Luis. 

No hemos de temer por esto que cese la asistencia divina a los Oratorios. Por el contrario, son de esperar mayores bendiciones. Cada uno 
de los miembros aumenta su caridad, ensancha el camino para hacer mayor bien a la juventud, estaría por decir que se introduce más dentro 
en la comunión de los santos, que se libra de todo lo que sabe a propiedad, o a propia voluntad, para adentrarse en el espíritu puro de 
caridad sin ser estorbado por particulares miramientos. 
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No es menor el interés de cada socio, porque nada es sustraído al bien particular del Oratorio al que él se dedica, más aún, tiene la ventaja 
de que, si los otros disfrutan de su comunión, él también goza de la comunión de los demás. Quede esto dicho ahora y para siempre. 
Bendito sea el Señor, cuando todos vivamos del mismo espíritu, y así juntos elevemos a la juventud por todos los rincones de la ciudad. 

Tengo gran alegría al poderle comunicar que los Oratorios están suficientemente atendidos y que los jóvenes siguen con la misma 
afluencia, docilidad y religiosidad. Después de la ausencia del queridísimo P. Grassino, el Señor ha movido el corazón del teólogo 
Murialdo para asumir su cargo en Vanchiglia y ya ha tomado posesión. El queridísimo teólogo Rossi se cuida del Oratorio de San Luis, y 
dará la plática de la tarde, hasta Todos Santos, mientras yo sigo con la de la mañana. Don Bosco se ocupa del de San Francisco de Sales; de 
otro modo, suple él. 

((315)) La iglesia nueva ya ha llegado al término de sus muros y, antes del invierno, quédará cubierta con las tejas. 

He recibido noticias de la feliz llegada a Florencia, de la señora Marquesa y de V. R. Siento que el señor Péllico haya sufrido lo suyo. 
Ayer, 22, las hermanas Magdalenas renovaron sus plegarias para la nueva partida hacia Roma de su fundadora y bienhechora. No pasa un 
día sin que yo presente al Señor mis votos por la prosperidad, larga vida y satisfacción de la misma. No tengo nada importante que 
comunicar respecto al Monasterio o al Refugio. Me parece que todo marcha bastante bien, por lo que la señora Marquesa puede estar 
tranquila con esta palabra. 

Todos los sacerdotes están bien, como el que esto escribe, que se encuentra ahora en casa y se esfuerza por permanecer en ella lo más 
posible, para bien de las familias y para complacer a quien tanto las ama y beneficia. 

Una cosa quiero rogar a V. R., y es que me haga saber, cuanto antes, su determinación en cuanto a lo que le escribí sobre los Oratorios y 
nuestro espíritu para gobernarlos; y qué órdenes quiere dar referente a todo lo que no es de pertenencia de los Oratorios. 

A la espera de tan grato favor y renovándole mis sentimientos de gran estima y sincera caridad, tengo el honor de declararme de V. R. 

Turín, 23 de octubre de 1851 

Afectísimo amigo y servidor
JUAN BOREL, Pbro.
Director del Refugio


Al Reverendo Don pedro ponte -Roma. 
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((316)) He aquí la respuesta que recibió el teólogo Borel: 

Al teólogo Juan Borel, Director del Refugio: 

Muy querido y Reverendo Señor Teólogo: 

Recibí con gran placer la carta que V. R. se dignó escribirme; su lectura ha alegrado mi corazón. Necesitaba mucho recibir noticias de los 
Oratorios: la carencia de éstas me inquietaba; gracias a Dios, ya estoy tranquilo. 

Pasemos al objeto principal de la carta. La unión que V. S. tanto quiere entre los directores de los Oratorios, es el objeto principal de mis 
deseos; anhelo de todo corazón el momento en que, disipadas las diferencias y todos de acuerdo, podremos esperar seguramente una ayuda 
del Señor más abundante y mayor mérito por nuestras fatigas. Yo creo que el origen de la desunión, que hasta ahora se deplora en nosotros 
procede de no tener una cabeza adonde dirigirse y del demasiado mutismo que reina; y no soy yo sólo quien deplora esto. Procure V. R. 
remediar estos inconvenientes y habrá desaparecido la causa de la desunión. 

Tras maduro examen y plena conciencia, tomé la resolución que ya he manifestado y que no puedo cambiar; si, por casualidad, los 
objetos que yo dejé en el Oratorio de Puerta Nueva incomodasen de alguna manera, los haré sacar apenas llegue a Turín. Pero, si ahora 
estorbasen, daré las órdenes oportunas, para que sean sacados en mi ausencia. Para el porvenir (si el Señor quiere que yo emplee todavía 
mis débiles fuerzas en favor de los Oratorios) con mucho gusto me adaptaré a la determinación tomada de hacer causa común; esto es, que 
en la persona del correspondiente director se tengan como hechas a todos los Oratorios las ofrendas ((317)) recibidas en cada uno y, si se 
presentare el caso, informaré a las personas bienhechoras del espíritu que nos rige y de las condiciones de los Oratorios. 

Mucho me gusta saber que, gracias a los cuidados de V. R. y del carísimo teólogo Rossi, marche siempre bien el Oratorio de Puerta 
Nueva. Por mi parte, aunque lejos con el cuerpo, estoy siempre en medio de ellos con el corazón y, en mis pobres oraciones, no ceso de 
recomendar esta obra a Dios; y cuando dentro de poco, como espero, sea recibido en audiencia por el Vicario de Jesucristo, le pediré su 
santa bendición para los Directores y para los muchachos. 

Nuestro viaje hasta ahora ha sido bueno. La señora Marquesa goza de buena salud y quedó muy satisfecha de las buenas noticias de sus 
establecimientos. El señor Péllico ya está bien, después de 
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unos pocos días de enfermedad. Ruegue V. R. por mí y haga rogar a los muchachos. Salude a todos los sacerdotes de los Oratorios y con la 
consoladora esperanza de recibir dentro de poco más noticias sobre la marcha de los mismos, por bondad de V. R., me declaro, con todo 
respeto y con la más sentida efusión del corazón, 

De V. S. carísima, 

Roma, 4 de noviembre de 1851 

S. S. S. y siempre afectísimo amigo
PEDRO PONTE, Pbro.
Mientras tanto, don Bosco había experimentado una gran satisfacción con la encíclica del 21 de noviembre, por medio de la cual había 
concedido el Papa un jubileo: y con esto se preparó para una alegría todavía mayor. 

El 8 de diciembre de aquel mismo año 1851 se cumplía el primer decenio del comienzo del Oratorio, y el domingo anterior lo recordó 
don Bosco a los muchachos con ((318)) cariñosas palabras. El habría querido celebrar el décimo aniversario de su institución con singular 
solemnidad; pero, como no tenía aún a punto la iglesia nueva, se limitó a enfervorizar a sus alumnos par dar gracias juntamente con él a la 
Inmaculada Concepción por la maternal benevolencia, con la que hasta el presente les había rodeado y protegido, y contarles muy por 
encima las mayores gracias recibidas durante aquel tiempo; recomendó que, como manifestación de su filial agradecimiento, se acercasen 
aquel día a recibir los santos sacramentos en honor de María. 

Todos condescendieron; y, bajo el manto de la Reina celestial, comenzaba el segundo decenio. Puede llamarse el primero, período de 
nacimiento e infancia, el segundo, de crecimiento y adolescencia. Pero el primero terminaba con un hecho que se puede decir marca una 
fecha. Escribía así el profesor Rayneri el 1898, en su homenaje a don Bosco: 

«Era por la tarde de un domingo del 1851: se había hecho una lotería; eran muchos los agraciados y por tanto, muchos los que estaban 
contentos. Por último, don Bosco arrojó desde el balcón, a diestra y siniestra, caramelos y más caramelos... Nos era fácil redoblar los 
vítores. Descendió don Bosco del balcón y fue llevado a hombros triunfalmente, en señal de la máxima alegría. Un joven estudiante y 
futuro clérigo dijo: 

-Don Bosco, ísi pudiese contemplar todas las partes del mundo y 
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muchos Oratorios en cada una de ellas! 
Y don Bosco (me parece verlo) volvió la mirada noble y bondadosa en derredor y respondió: 
`-íQuién sabe si no llegará un día en que los hijos del Oratorio estén esparcidos por todo el mundo!' 
»Fue profeta». 

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((319)) 

CAPITULO XXVIII 

FALTA DE MEDIOS PARA ACABAR LA IGLESIA -CIRCULAR DEL OBISPO DE BIELLA -GENEROSAS SUBVENCIONES DEL 
REY -UNA TOMBOLA 

DURANTE los meses transcurridos de aquel año, don Bosco no cesó un instante de ingeniarse para acabar su iglesia. En agosto, cuando el 
sagrado edificio se levantaba ya unos metros por encima del suelo, se dio cuenta de que casi se habían agotado sus finanzas. Con ayuda de 
algunas beneméritas personas había recogido treinta y cinco mil liras; pero desaparecieron como la nieve al sol. Tuvo que recurrir entonces 
a la beneficencia pública. Monseñor Pedro Losanna, obispo de Biella, considerando que el nuevo edificio y la institución de los Oratorios 
resultaban singularmente benéficas para los muchachos albañiles de su diócesis, residentes durante la mayor parte del año en Turín, invitó 
a sus párrocos para que le ayudaran con sus limosnas. Con tal fin repartió la siguiente circular: 

Muy Reverendo Señor: 

El insigne y piadoso sacerdote don Bosco, animado por una caridad totalmente evangélica, empezó a recoger en los días festivos en Turín 
a cuantos jóvenes encontraba abandonados y ((320)) perdidos por calles y plazas, en el populoso barrio existente entre Borgo Dora y 
Martinetto, y reunirlos en un lugar a propósito, para su diversión, su instrucción y educación cristiana. Fue tal el éxito de su santa industria 
que el local destinado a capilla se ha quedado tan reducido para su finalidad, que en la actualidad no sirve para albergar más que una 
tercera parte de los seiscientos y pico muchachos que allí acuden. Empujado por el ansia de tan gran bien, se enfrascó en la ardua empresa 
de construir una iglesia capaz para las necesidades 
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de su piadoso plan, y se dirigió a la caridad de los fieles, a fin de poder subvenir a los graves gastos que se requieren. Acude ahora, con 
particular confianza, a esta provincia y diócesis, por mi medio, dado que de los muchachos que se reúnen en su Oratorio, más de un tercio 
(unos doscientos) son bielleses, algunos de los cuales están internados en su casa y atendidos gratuitamente en cuanto necesitan para comer 
y vestir, a fin de que puedan aprender un oficio. Por consiguiente, no sólo la caridad, sino también la justicia reclaman de nosotros esta 
ayuda, por lo que ruego a usted tenga a bien comunicar a sus buenos parroquianos tan interesante asunto, como es el de favorecer a los 
demás necesitados, y destinar un día festivo para una colecta en la iglesia, cuyo importe será enviado inmediatamente a la Curia, por un 
medio seguro, indicando la cantidad que encierra y el lugar de su procedencia. 

Mientras los hijos de las tinieblas intentan abrir un templo y enseñar en él el error para perdición de sus hermanos 1, ((321)) »van a ser 
menos los afortunados hijos de la luz para levantar una iglesia, donde enseñarles la verdad para su salvación y la de sus hermanos y 
compatriotas? 

Con la viva esperanza de poder dar cuanto antes una consoladora ayuda, con las ofrendas que nos llegarán, a la empresa del celebrado 
hombre de Dios, y a la vez un testimonio público de la piedad iluminada y agradecida de mis diocesanos para con una obra tan santa, tan 
útil y tan necesaria en los tiempos que corren, aprovecho esta oportunidad para repetirme, con la mayor estima y afecto, 

De V. S. M. Rev. 

Biella, a 13 de septiembre de 1851 

Su Seguro Servidor
» JUAN PEDRO, Obispo


Esta invitación produjo la cantidad de mil liras. No era una gran cosa, pero el Soberano cumplía la promesa del 5 de julio. 

Economato General Regio Apostólico 

Al Reverendo Sacerdote Juan Bosco: 

Por disposición de la Real Secretaría de Estado para los Asuntos Eclesiásticos de Gracia y Justicia del 30 de septiembre pasado, se 
comunicó 

1 Alude al templo que los protestantes construían en Turín en la avenida Víctor Manuel. 
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a la Hacienda General del Economato R. Apostólico que S. M. se digna conceder a V. S. M. R. la cantidad de diez mil liras con cargo a 
esta caja, para entregarle a plazos, esto es, tres mil ahora y el resto en años sucesivos y en los momentos en que esta caja se encuentre en 
situación de poder hacer frente a los relativos pagos, subsidio a emplear particularmente en la edificación de una iglesia para el centro 
filantrópico ((322)) por usted establecido en favor de la juventud obrera en la zona de Valdocco, y también para los gastos emanantes de la 
educación religiosa de esos muchachos; así como para la manutención de los individuos que, por encontrarse abandonados, son ahí 
albergados. 

Lo que comunico a V. S. para que se presente personalmente, o encargue a persona conocida, por usted autorizada con su sello, 
debidamente legalizado, para recibir el montante del correspondiente Mandato. 

Turín, a dos de Octubre de 1851
El Ecónomo General Regio Apostólico
Ab. MORENO


Pocos días después concedía Víctor Manuel otra oportunísima subvención 
a don Bosco. 

Superintendencia General de la Dotación de la Corona 

Al señor teólogo Bosco: 

Me apresuro a participar a V. S. Ilustrísima que S. M., en audiencia del 5 de los corrientes, se ha dignado tomar en consideración las 
circunstancias señaladas en su muy apreciada carta que tuve el honor de presentarle, y acordar una subvención de mil liras, para la erección 
de la iglesia aneja a su Centro. 

Me apresuro a comunicar a V. S. Ilustrísima este nuevo gesto de la Soberana Munificencia para su oportuno gobierno, rogándole se digne 
darme a conocer la época en que usted desee se realice el correspondiente pago, y ((323)) rogándole quiera indicarme la persona, a cuyo 
nombre y a su tiempo debido, podrá ser expedida la correspondiente orden de pago. Tengo la satisfacción de repetirme con toda 
consideración, 

De V. S. Ilustrísima, 

Turín, a 10 de octubre de octubre de 1851 

S.S.S. 
S. M. PAMPARA 
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Don Bosco agradecía al Rey sus ofertas, y buscaba ahorrar gastos por cuanto le era posible; como todavía debía pagar al Ayuntamiento 
los impuestos de concesión del permiso de construcción, pidió la dispensa de los mismos en carta del 22 de octubre. El Alcalde le 
respondía de este modo: 

No siendo posible, de acuerdo con las disposiciones de costumbre, condonar los impuestos de concesión del permiso, que V. S. M. 
Ilustre y M. R. debería haber retirado antes de emprender la construcción de la iglesia, de que se trata, he previsto la gratuita concesión, 
reintegrando a la caja con fondos destinados a la beneficencia, tenido en cuenta el piadoso destino al que va dirigida esta disposición. 

Acompáñole, pues, la hoja de permiso, que debe conservar el vigilante de la construcción, para evitar la multa que podría serle impuesta 
por no tener tal documento a la vista de la Inspección de los agentes municipales autorizados para ello. 

Y con la esperanza de que sus religiosas solicitudes puedan encontrar el correspondiente cumplimiento, tengo la satisfacción de repetirme 
con toda consideración... 

Turín, al 23 de octubre de 1851 

El Alcalde, G. BELLONE 

((324)) Pero el dinero nunca era bastante, y el 20 de noviembre de 
1851 vendía a Manuel Giovanni, con escritura del 20 de noviembre de 1851, ante el notario Turvano, 0,0199 hectáreas del terreno 
procedente del Seminario por 1.573 liras. Todas estas sumas no fueron más que unas gotitas de agua sobre un terreno reseco. Así que hubo 
que buscar más medios. Fue entonces cuando don Bosco puso manos a su primera idea de organizar una gran tómbola con los muchos 
regalos que esperaba de la generosidad de los católicos. La realización de este plan era trabajosísima, pero él ya la había preparado 
indirectamente. Don Bosco era incansable en pedir socorros a las autoridades gubernativas, con modos sencillos, pero con la franqueza de 
quien trabajaba eficazmente para el bien público. Así que llamaba a todas las puertas, entraba en todos los despachos, se presentaba en 
todos los ministerios, acudía a los organismos de la provincia y del Ayuntamiento, se dirigía a los miembros de la familia real. Todas las 
secciones de la administración del Estado recibieron sus múltiples peticiones. A veces escribía hasta diez a la semana, y, por lo general, era 
atendido. Muchos donativos eran solamente de 
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diez, quince, o veinte liras, pero él acudía a la caja correspondiente para percibir el importe, y siempre era recibido con todas las 
atenciones. 

Mas para alcanzar su intento había de someterse a muchos trabajos, humillaciones y fastidios. Se requerían conocimientos, amistades, 
personas que le recomendasen, y por tanto, continuas visitas y cartas. Cada vez que cambiaba un ministro, un gobernador, un alcalde, un 
jefe de oficina, había de buscar modo y manera para ganarse al sucesor. Y por tanto, llamar a conocidos y protectores y andar siempre con 
cartas y visitas. Más que el subsidio recibido, pequeño o grande, lo que le importaba era que éste ((325)) equivaliese a una aprobación de la 
autoridad para su obra. Preveía el caso de hostilidad, y quería poder responder: 

-Sois vosotros los que me habéis ayudado hasta ahora, y no debéis destruir lo que un día creíais estar de acuerdo con las leyes y ser digno 
de vuestra protección. 

Y, en efecto, lograba su intento, y prueba de ello fue la tómbola. 

Buscó primero personas beneméritas, que quisieran ayudarle en su empresa de caridad. Cuarenta y seis de diversa condición social, 
artesanos, señores y sacerdotes, (entre los cuales figuraba, el primero, el caballero teólogo Anglesio, director de las Pequeña Casa de la 
Divina Providencia), aceptaron ser los promotores. Ochenta y seis señoras de la burguesía y la nobleza (entre éstas no era la última la 
marquesa María Fassati, hija de la familia De-Maistre, dama de S. M. la reina María Adelaida), condescendieron gustosas para ser las 
promotoras. Al mismo tiempo don Bosco formaba y establecía la Comisión, que debía presidir. Fueron miembros de ésta: 

Arnaud de S. Salvador, conde César. 

Baricco, T. Pedro, teniente alcalde, secretario 

Bellingeri, Abog. Cayetano 

Blanchier, Cab. Federico, ingeniero 

Bocca, Federico, empresario 

Borel, T. Juan, rector del Refugio 

Bosco, D. Juan, director del Oratorio 

Bossi, Amadeo, comerciante 

Cappello, Cab. Gabriel, llamado Moncalvo, concejal 

Cotta, Cab. José, senador del Reino, concejal, tesorero 

Cotti, Jacinto, intend., concejal 

((326)) D'Agliano de Carabonica, Cab. Lorenzo 

Dupré, Cab. José, concejal 
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Gagliardi, José, quincallero 

Murialdo, T. Roberto, capellán de la corte 

Ortalda, T. José, canónigo, director de la piadosa obra de la Prop. de la Fe. 

Ritner, Víctor, joyero 

Rocca, Ab. Luis, concejal 

Ropolo, Pedro,fabr., cerraj., concejal 

Scanagatti, Miguel 

Dados todos los pasos para esta organización, presentó la documentación pidiendo la aprobación gubernativa. 

Ilustrísimo Sr. Administrador de la Renta Pública: 

Los abajo firmantes, con el deseo de procurar una larga duración al Oratorio de San Francisco de Sales, al que se alude en la circular 
aneja a la presente, viendo que cada día se hace más angosto el local hasta ahora destinado a capilla, por el creciente número de muchachos 
que allí se reúnen para cumplir con los deberes religiosos en los días festivos y para recibir una buena educación intelectual y moral, 
determinaron levantar una iglesia más decorosa y más amplia. Empezaron valerosamente su construcción con obsequios particulares y se 
encuentra hoy a punto de techar. Pero, dado que los trabajos a llevar a cabo, suponen todavía una respetable suma, y no queriendo dejar 
inconclusa la obra emprendida, convinieron hacer una llamada a la beneficencia pública, para recoger, de las personas caritativas, el mayor 
número de objetos posible, a fin de hacer con ellos una tómbola. 

((327)) En cumplimiento de la ley del 24 de febrero de 1820, modificada por real orden del 10 de enero de 1833 y por las instrucciones 
publicadas por la Hacienda General, con fecha 24 de agosto de 1834, recurren los abajo firmantes a V. S. Ilma. invocando la aprobación de 
la proyectada tómbola. 

Con tal fin, tienen el honor de presentarle, a tenor de las citadas instrucciones, un proyecto de Circular en la que brevemente se traza la 
historia y el fin de la Pía Institución y se indican los medios que se pretenden emplear para la recogida de objetos: se adjunta también el 
plan de la tómbola. 

Todas las ventajas, que se podrán sacar de la prevista tómbola, se dedicarán a la conclusión de la nueva capilla; el capital que se recoja 
quedará en poder del senador Cotta, firmante también de la presente, el cual ejercerá las funciones de tesorero. 
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Dispuestos a dar toda suerte de explicaciones sobre el particular, declaran los abajo firmantes sujetarse en todo a lo dispuesto por las 
precitadas instrucciones de la Administración de la Renta Pública. 

En la persuasión de que V. S. querrá conceder la implorada aprobación para el bien de una obra modesta, pero ventajosa para la juventud 
pobre y popular, anticipamos nuestro más vivo reconocimiento. 

Turín, diciembre de 1851
(Siguen las firmas.
)


El plan presentado para la tómbola era el siguiente: 

1. Se recibirá con reconocimiento cualquier objeto artístico e industrial, como por ejemplo, trabajos de bordado, labores de punto, 
cuadros, libros, tejidos, telas y cosas semejantes. 
2. Al recibir un objeto, se entregará un recibo en el que se describirá la calidad del donativo ((328)) y el nombre del donante, a menos 
que éste quiera guardar el anonimato. 
3. Los billetes de la tómbola serán proporcionados en número al valor de los objetos, y dentro de los límites señalados por la ley, esto es, 
con un beneficio de un cuatro por ciento. 
4. Los billetes serán desprendidos de un libro talonario con matriz, y deberán ir firmados por dos miembros de la comisión. Su importe e 
de cincuenta céntimos. 
5. Se hará una exposición pública de todos los objetos en el próximo mes de marzo y durará por lo menos un mes. Se publicará en la 
Gaceta Oficial del Reino el tiempo y el lugar donde se hará esta exposición. También se indicará el día fijado para la pública extracción de 
los números premiados. 
6. Los números serán sacados uno a uno. Si, por error, se sacaran dos, no se leerán, sino que serán vueltos a poner dentro de la urna. 
7. Se extraerán tantos números cuantos premios haya a repartir. 
El primer número extraído obtendrá el objeto correspondiente señalado con el número 1; lo mismo el segundo, y así sucesivamente hasta 
extraer tantos números como premios hay. 
8. Se publicarán los números agraciados en el Diario Oficial del Reino, y tres días más tarde se empezará la distribución de los premios. 
9. Los premios no retirados después de tres meses, se entenderá que son cedidos al Oratorio. 
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El Administrador General de la Renta Pública de Turín, por decreto del 9 de diciembre de 1851, concedía el deseado permiso, que era 
comunicado por el Municipio a don Bosco. 

((329)) Al Señor don Bosco, director del Oratorio Festivo de San Francisco de Sales, fuera de la Puerta Susa, en la zona de Valdocco. 

CIUDAD DE TURIN 

Transmito a S. M. Rda. S. copia del decreto de la Administración de la Renta por el que se autoriza la tómbola, por usted solicitada, en 
favor del Oratorio Festivo de San Francisco de Sales. 

Como quiera que establece el decreto que la Dirección de esta tómbola debe estar de acuerdo con el señor Alcalde de Turín, el cual está 
encargado de vigilar el cumplimiento de las correspondientes disposiciones, ruego a S. S. tenga a bien presentar en este Municipio copia de 
la documentación por usted enviada a la Administración General de la Renta Pública, y de cualquier otro documento para la realización de 
la misma, a fin de que se pueda cumplir la vigilancia impuesta, y que 
todo proceda con la debida regularidad. 

Aprovecho la ocasión para repetirme con todo aprecio, 

Turín, 17 de diciembre de 1851
El teniente de alcalde
BARICCO


Don Bosco se apresuró a publicar, con fecha 20 de diciembre de 1851 una carta-circular de la Comisión a los ciudadanos, aprobada por 
la de la Renta Pública. 

Ilustrísimo Señor: 

Cúmplense ahora diez años de los comienzos de una modesta obra benéfica, en el distrito de Valdocco de esta ciudad bajo el título de 
Oratorio de San Francisco de Sales, dirigida únicamente al bien intelectual y moral de esa parte de la juventud que, ((330)) por incuria de 
los padres, por contacto con amistades perversas, o por falta de medios de fortuna, se encuentra expuesta de continuo al peligro de la 
corrupción. Algunas personas, amantes de la buena educación del pueblo, vieron con dolor que aumentaba cada día el número de jóvenes 
ociosos y mal aconsejados que, viviendo de limosna o del fraude en la vía pública, constituyen un peso social y son a menudo, 
instrumentos del delito. Vieron también, con sentimiento de profunda 
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tristeza, que muchos de los dedicados al ejercicio de las artes e industrias ciudadanas, empleaban los días festivos para gastar en el juego y 
en desordenadas diversiones los escasos dineros ganados durante la semana, y deseosos de remediar un mal que puede acarrear funestas 
consecuencias, determinaron abrir una casa para reuniones dominicales, en las que unos y otros pudieran tener comodidad para cumplir con 
los deberes religiosos, y a la vez recibir instrucción, dirección y consejo para organizar cristiana y honestamente la vida. Por eso se 
instituyó un Oratorio dedicado a San Francisco de Sales con los medios que suministró la caridad de personas generosas, que suelen 
contribuir en todo lo que se refiere al bien público; se proveyó de cuanto era necesario para la celebración de las funciones religiosas, y 
para dar a los muchachos una educación moral y cívica; se adoptaron juegos a propósito para el desarrollo de las facultades físicas y para 
distraer honestamente el espíritu, y así se logró que sus reuniones en aquel lugar fueran útiles y agradables. 

Difícil resulta decir el éxito que obtuvo al invitar a los muchachos sin hacer más propaganda que la requerida entre familiares para acudir 
los días festivos al Oratorio; lo que animó a agrandar el recinto y a introducir, con el andar del tiempo, ((331)) las mejoras que la caridad 
ingeniosa y prudente pudo sugerir; empezóse después a enseñar, primero los domingos y luego por las tardes de la estación invernal, a leer, 
escribir, elementos de aritmética y de italiano, y se puso una clase especial para enseñar a los muchachos que lo deseaban el empleo de las 
medidas legales, de las que, dado que la mayor parte de ellos son artesanos, sentían gran necesidad. 

Durante dos lustros se han dedicado asiduamente y han consagrado sus días celosos sacerdotes y seglares a infundir en sus corazones 
amor a los padres, afecto fraterno, respeto a la autoridad, agradecimiento a los bienhechores, entusiasmo por el trabajo y más que nada, a 
instruir su mente con doctrinas católicas y morales, apartarlos de la mala vida, infundirles un santo temor de Dios y acostumbrarles, poco a 
poco, a la observancia de los mandamientos religiosos. Así, mientras hay quien laudablemente se ocupa en la difusión de medios 
científicos, para el progreso de las artes y de las industrias y para educar a los jóvenes pudientes en escuelas y colegios, en el modesto 
Oratorio de San Franciso de Sales se reparte ampliamente la instrucción religiosa y civil a los que, aunque menos favorecidos por la 
fortuna, tienen también ganas y deseos de ser útiles a sí mismos, a sus familias y a la patria. 

Pero, reconociendo que, dado el número siempre creciente de 
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muchachos, resulta muy estrecho el local hasta ahora destinado a capilla, y no queriendo dejar a medio camino una empresa de tan buenos 
resultados, los Promotores, confiados en la generosidad de sus conciudadanos, determinaron ampliar y mejorar para tal fin un edificio, 
asegurando de este modo la duración de un instituto educativo tan útil. Se cortó toda demora, se superó ((332)) toda incertidumbre, y con 
todo valor se pusieron los cimientos del nuevo Oratorio. 

Las limosnas, los regalos, los alientos de toda suerte no han faltado hasta el momento, y tanto progresaron los trabajos, que, al cabo de 
pocos meses, nos encontramos a punto de techar. 

Mas, para terminar el edificio no son suficientes los medios ordinarios; es necesario que la inagotable caridad del público venga en ayuda 
de la beneficencia privada. Por esto, los abajo firmantes, Promotores de tan piadosa obra, se dirigen a V. S. Ilustrísima implorando su 
concurso y proponiéndole un medio que, habiendo sido ya empleado con éxito en otras beneméritas instituciones, ciertamente no dejará de 
serlo para el Oratorio de San Francisco de Sales. Consiste éste en una tómbola, que los abajo firmantes pensaron emprender para subvenir 
a los gastos exigidos para la terminación de la nueva capilla, a los cuales V. S. querrá, sin lugar a duda, prestar su ayuda, vista la excelencia 
de la finalidad a que se dirige. 

Agradeceremos cualquier objeto que a V. S. le plazca ofrendar, en seda o en lana, de metal o de madera, ya sea trabajo de un reputado 
artista, o de un modesto obrero, de un laborioso artesano, o de una caritativa dama. La menor ayuda, en el campo de la beneficencia, es 
algo muy grande, y las pequeñas ofrendas de muchos pueden ser suficientes para cumplir la obra deseada. Los abajo firmantes confían en 
la bondad de V. S., seguros de que el pensamiento de cooperar a la buena educación de la juventud abandonada no dejará de influir en su 
ánimo para contribuir con alguna subvención. Sirva, además, para recomendar ante usted el piadoso instituto, la singular benevolencia con 
que personas de todo género y condición ((333)) han promovido y favorecido la ampliación del establecimiento. Valga sobre todo el voto 
emitido por el primer Cuerpo Legislativo del Estado, que, después de haberlo tomado en consideración, nombró una comisión especial 
para obtener información completa, y, después de conocer su utilidad, lo recomendó calurosamente al Gobierno de su Majestad. Valga 
también la generosa subvención decretada, para dos años seguidos, con voto unánime por el Ayuntamiento turinés; la singular generosidad 
con que su Majestad el Rey y 
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su Majestad la Reina se dignaron acudir en su ayuda, y la especial benignidad con la que venerandos Prelados y distinguidísimos 
personajes se complacieron recomendarlo a la pública caridad. Los abajo firmantes dan a V. S. Ilustrísima anticipadas gracias por la cortés 
cooperación que querrá prestar para el buen éxito de la proyectada tómbola, y piden al Cielo sus bendiciones en favor de V. S. Ilustrísima, 

SS. SS. SS.
LOS PROMOTORES Y PROMOTORAS


Al pie del documento iban impresos los nombres de los Promotores y Promotoras, con la siguiente posdata: 

«Los objetos serán entregados a las señoras y señores Promotores y, para mayor comodidad, podrán ser depositados en las siguientes 
direcciones: 

José Gagliardi, tienda, frente a la iglesia de la Basílica; Carlos Chiotti, tienda de loza y porcelana en Dora Grossa, frente a la iglesia de 
los Santos Mártires; Pianca y Serra, comercio, calle de Nuestra Señora de los Angeles, casa Pomba, número 6; Jacinto Marietti, tipografía 
y librería, bajo los pórticos de la Universidad». 

Con el envío de algunos millares de estas invitaciones a la caridad, repartidos por todas partes, santificaba don Bosco las fiestas de 
Navidad. 
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((334)) 

CAPITULO XXIX 

EL PRIMER COMEDOR DE LOS MUCHACHOS -CAMBIA EL SISTEMA PARA LA DISTRIBUCION DE LA COMIDA -VARIAS 
CLASES DE MUCHACHOS -EL PRIMER REGLAMENTO PARA LOS INTERNOS: LOS DORMITORIOS -DOS CARTAS PARA 
LA ACEPTACION DE LOS MUCHACHOS ERANCIA PATERNAL -CAGLIERO EMPIEZA A ESTUDIAR MUSICA -TERNURA 
MATERNAL -MARGARITA Y LOS ENFERMOS 

A primeros de 1851 los internos ya no se desparramaban por el patio o por la casa para comer y cenar, sino que empezaron a sentarse a una 
mesa preparada bajo techo, y como muchos eran ya mayorcitos, se les entregaba un panecillo a cada uno al desayuno. Pero en 1852 hubo 
otro progreso. Don Bosco dejó de entregar los veinticinco céntimos diarios a cada muchacho, porque algunos no sabían administrarlos y 
los gastaban en chucherías, quedándose luego sin pan. Se abolieron las escudillas, fueron sustituidas por platos de estaño, y, a partir de 
aquel momento, era la despensa de la casa la que proveía de pan, añadiendo regularmente algo de carne a la comida de jueves y domingos. 
Poco más tarde había carne o fruta todos los días al mediodía y un vaso de vino en las fiestas. Don Bosco se las arreglaba, por cuanto 
podía, para dar a sus muchachos la comida necesaria, que nunca llegó a faltar ((335)) y que si no muy exquisita, sí era sana y abundante. La 
menestra y el pan estaban siempre a disposición de todos, que comían hasta saciarse. Pero se vigilaba a fin de que no sacaran nada fuera 
del comedor, y para conseguirlo, se dio medio panecillo a la merienda. 

Don Bosco quería que el pan fuera de primera calidad: habiéndole sugerido el Caballero Cotta que diese a sus muchachos colines 1, 
quiso hacer la prueba durante una semana. Pero al ver que aquel pan, aunque más fino, no les satisfacía, porque como no tenía miga había 
que comerlo despacio, lo dejó enseguida. En las solemnidades y en las fiestas de la casa solía darles algo más, que consistía, de ordinario, 

1 Colin: pan que se desmenuza fácilmente, en forma de barritas largas del grueso de un dedo. (N. del T.). 
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en companaje al desayuno y en un modesto entremés y vino a la comida. Tampoco dejaba faltara ninguna prenda de vestir a losmás pobres 

La mayor parte de los muchachos recibían en el Oratorio mejor trato que el que podían tener en sus propias casas, aunque estaban de 
balde. En general, don Bosco prefería a los huérfanos más necesitados y abandonados, expuestos al peligro de la delincuencia, a ser 
víctimas de los escándalos familiares o a caer en las redes de las malas compañías. Decía conmovido hasta las lágrimas: 

-Estoy dispuesto a cualquier sacrificio en favor de estos muchachos: hasta daría con gusto mi sangre con tal de salvarlos. 

Y recomendaba la misma compasión a sus colaboradores. 

Sin embargo, exigía una pequeña cuota a los que todavía tenían padres, o poseían algo, o tenían bienhechores, y acostumbraba a decir 
que no era justo fueran mantenidos por la beneficencia pública, la cual solamente debe servir para los que se encuentran en verdadera 
necesidad. Su manutención, sin embargo, era más costosa de lo que ((336)) cualquiera de ellos aportaba; lo cual suplía don Bosco con los 
socorros que le suministraba la Divina Providencia. 

Lo que él les daba era superior a lo que pudieran pretender, aunque censuraba muchas veces el sistema de ciertas instituciones modernas 
en las que muchachos pobres, por ellas atendidos, reciben un trato muy superior a su condición y, después, al tener que salir de la 
institución, no se adaptan a ciertas privaciones, aún con daño material y moral. 

Había en el Oratorio otros jovencitos, en aquellos primeros tiempos, pertenecientes a familias en cierto modo acomodadas, las cuales 
rogaban a don Bosco aceptase a sus hijos para educarles, y que estaban dispuestas a colaborar con una cuota relativamente alta: éstos 
recibían un trato especial. Don Bosco les sentaba a la mesa de sus clérigos para que recibieran buen ejemplo. Pero la excepción no duró 
mucho; sólo hasta que don Bosco abrió otros colegios para este fin, en 1860 y 1863. 

Entre estudiantes y artesanos, lo mismo los que pagaban una pensión que los que no la pagaban o la tenían muy reducida; entre clérigos e 
internos, reinaba la más sincera amistad e igualdad. Don Bosco aunaba todos los corazones. Porque era bueno como la más amorosa de las 
madres, justo sin parcialidad alguna, afectuoso con las personas destinadas al servicio, apreciador y buen pagador de los trabajos, solícito 
con los enfermos, protector de los necesitados, inigualable pacificador de las pequeñas discordias. Acostumbraba 
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repetir: el que tenga más prudencia, que la emplee. Sufría cuando los muchachos se alejaban del Oratorio, aunque fuera por poco tiempo, y 
empleaba toda suerte de industrias para tenerlos junto a sí durante las vacaciones, aún gratuitamente, porque temía que, marchándose con 
alas, volviesen con cuernos. 

Pero la extraña tranquilidad que aquellos muchachos, generalmente sanos y robustos, gozaban con sus atenciones, no era sino a costa de 
alguna ((337)) incomodidad. La menestra, dada su gran cantidad, no siempre era del gusto de todos; los locales eran estrechos y pobres; los 
alumnos, demasiado numerosos para albergarlos cómodamente; y existían otras molestias, ajenas a la voluntad y a la diligencia de don 
Bosco. Sin embargo, el cariño que los muchachos tenían al Oratorio, aún los que pagaban pensión, era algo increíble. Todavía hoy cuentan 
los antiguos alumnos, y entre éstos el canónigo Ballesio: «La menestra y la carne no estaban a la altura de los tiempos. Recordando cómo 
se comía y cómo se dormía, todavía hoy nos maravillamos de haber podido soportarlo entonces, sin sufrir ni lamentarnos de ello. Eramos 
felices, porque vivíamos de cariño. Nos envolvía una atmósfera de ideas maravillosas, que nos llenaban del todo, y no pensábamos en nada 
más». 

Aquel año comenzó don Bosco a establecer algunas normas reglamentarias, ya que en los principios del Oratorio, no había ningún 
reglamento escrito. Como no había en él todavía escuelas, ni talleres, los muchachos estaban clasificados por dormitorios; por esto, en cada 
uno de ellos se puso a un clérigo o a un joven como asistente y se colocó una tablilla con los artículos a cumplir en la casa. Por este estilo. 

1. Todo joven deberá someterse al asistente, o a quien le supla, el cual rendirá cuenta de lo que se hace y dice en el dormitorio. 
2. No podrá entrar en el dormitorio nadie, aunque sea pariente, sin permiso: ni siquiera los jóvenes de un dormitorio pueden pasar a otro, 
sin permiso especial de los Superiores. 
3. Procure cada uno dar buen ejemplo a los compañeros, ((338)) particularmente en la frecuencia de los sacramentos, acercándose a ellos 
al menos cada quince días. 
4. Cuide cada uno de la limpieza de su persona y de la del dormitorio. 
5. Por la noche, una vez rezadas las oraciones, váyase inmediatamente a la habitación y no a pasear por el patio: se guardará riguroso 
silencio para no molestar a los que necesitan reposo. 
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6. Por la mañana, a la señal de levantarse, todos se vestirán con la máxima modestia y guardando riguroso silencio. 
7. Está severamente prohibido vender o comprar cualquier objeto o guardar dinero consigo. Quien lo tuviese, debe consignarlo al 
Prefecto, que lo guardará y suministrará en caso de necesidad. 
8. Está terminantemente prohibido escribir en las paredes de la casa, clavar clavos o hacer agujeros con cualquier pretexto. 
9. Se recomienda la caridad fraterna y, por tanto, soportar 
pacientemente los defectos de los compañeros y no despreciarlos ni ofenderlos. 
10. Está rigurosamente prohibido todo acto inconveniente y toda suerte de conversaciones malas. 
11. Bendiga el Señor a quien observare estas normas. Recuerden todos que el que empieza a vivir como buen cristiano en la juventud, 
llevará una buena vida hasta la vejez y Dios le guardará hasta aquella edad. 
N. B. Este reglamento será leído en alta voz el primer domingo de cada mes a todos los del dormitorio. 
JUAN BOSCO, Pbro. 

El reglamento, en el que los jóvenes eran llamados hijos de casa en el primer original, fue modificándose y reduciéndose poco a poco 
hasta la forma expuesta. 

((339)) En aquellos tiempos memorables gozaban los muchachos de mucha libertad, ya que vivían como en familia. Pero, a medida que 
surgía una necesidad o nacía un desorden, iba don Bosco restringiéndola gradualmente con nuevas y oportunas normas. Los muchachos 
reconocían la necesidad de las nuevas disposiciones y se sometían con gusto a ellas, pero se encaraban con aquéllos, cuyas faltas las 
motivaban. De esta forma, una tras otra, a intervalos, fueron estableciéndose las normas disciplinares que hoy forman el reglamento de las 
casas salesianas. 

Cada dormitorio tenía un santo titular y patrono, cuyo nombre estaba escrito sobre le dintel de la puerta. Los muchachos pertenecientes a 
él celebraban cada año su fiesta: recibían todos ellos los santos sacramentos y, con el permiso correspondiente, adornaban con colgaduras y 
luces la imagen del Santo, le cantaban himnos y recitaban oraciones ante ella. Elegían una hora del día o de la noche que no interrumpiese 
el horario general e invitaban a los Superiores. Presidía el prioste por ellos elegido y uno de ellos o un clérigo hacía 
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el panegírico. Cuando era posible, se daba a besar la reliquia. Este medio, unido a muchos otros, hacía crecer cada vez más el fervor y la 
devoción. El dormitorio era una especie de santuario. En cada uno, como más tarde en los salones de estudio, prescribió don Bosco que 
hubiera una pileta con agua bendita. Había también un altarcito con la estatua de la Virgen y el crucifijo. Durante el mes de mayo se 
recitaba cada día, antes de acostarse, una corta oración ante la imagen de María, adornada con tapices y luces. Estas costumbres se fueron 
reduciendo por culpa de los muchos clavos que se empleaban, pero duraron bastante tiempo. A veces las fiestas del titular del dormitorio 
daban lugar a una bonita velada que se celebraba en él y a la que asistía el mismo don Bosco. Hemos encontrado y guardamos algunos 
((340)) sonetos compuestos y recitados varios años por los jóvenes estudiantes del dormitorio de San Agustín, en honor del gran Obispo de 
Hipona y dedicados a don Bosco, a don Víctor Alasonatti y a Juan Berruto uno de sus priostes. 

Para mantener el orden general, entendió don Bosco que era importante hubiese en la casa permanentemente un representante de su 
autoridad; por eso, cuando él debía salir de Turín durante unos días, invitaba, como lo había hecho durante el año transcurrido, también en 
el año 1852, al sacerdote Grassino a habitar en Valdocco. 

Su celo y su prudencia le sugerían esas disposiciones, mientras su 
caridad con los muchachos aparecía hasta en las cartas que escribía a los que se los recomendaban. 

El reverendo don Francisco Puecher, del Instituto de la Caridad, le escribía desde Stresa una carta augurándole las bendiciones de Dios 
para su tómbola, le saludaba juntamente con el teólogo Gastaldi y, en nombre del abate Rosmini, le recomendaba un jovencito cuya cuota 
mensual estaba éste dispuesto a pagar. Respondía don Bosco el 16 febrero de 1852: 

«A continuación de la carta de V. S. Ilustrísima he llamado al jovencito C... Me conmoví al verlo; tiene el aspecto de quien pasa hambre 
material y espiritual; pero me pareció de estupenda índole, tanto que le dije viniese durante la semana en curso, para tenerle unos días a 
prueba, sin más. Entiendo que habrá que enviarle todavía durante algún tiempo a la escuela, para mejor saber si el Señor le llama a los 
estudios o al aprendizaje de un oficio... Sea ello como fuere, cuento tener aquí a ese joven, porque me parece que pasa grave necesidad». 

Y más tarde escribía al reverendo P. Gilardi: 
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«El jovencito C... se distingue por su buena conducta y piedad: 
demuestra inclinación el estado eclesiástico, es de los primeros en el tercer curso de gramática latina; da buenas esperanzas ((341)) para el 
porvenir; pero sólo tiene catorce años; es preciso que continúe sus estudios». 

Dirigía otra carta al conde Javier Provana de Collegno. 

Ilustrísimo Señor: 
Entiendo cuán importante es que nos ocupemos del muchacho recomendado por la bondad de V. S. Ilustrísima, y le aseguro que pondré 
todo mi empeño. 
Pero, como me encuentro en un momento difícil, falto de medios y también de local, déme todavía cinco o seis días de tiempo, y yo haré 
de modo que se le pueda colocar de alguna forma aquí o en casa de una familia segura. 
Agradezco de todo corazón el buen recuerdo que de mí conserva. 
Recomiéndeme al Señor y acepte me repita con la máxima veneración, 
De V. S. Ilustrísima, 
Turín, 21 febrero 1852 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Mientras tanto, las clases de latín daban excelentes frutos. El muchacho Cagliero demostraba gran talento y buen humor. Era siempre el 
primero en los juegos, jefe y maestro de gimnasia y emprendedor en sumo grado. 

Pero, al principio, parecía que su fogosa índole no se podía frenar. Particularmente cuando iba a la escuela, no había modo de que 
pudiera plegarse a ir en compañía con los otros. El clérigo Rúa, que era el encargado de la vigilancia, no lograba tenerlo a raya. El, apenas 
salían del Oratorio, ((342)) corría hasta la plaza de Milán, donde siempre había titiriteros, echaba una ojeada a los juegos, y cuando sus 
compañeros llegaban a la puerta del profesor Bonzanino, se encontraban con Cagliero que les esperaba allí, impregnado de sudor. 

Le decía Rúa a menudo: 

-»Por qué no vienes con los demás? 

-íVaya! Porque a mí me gusta así; »qué mal hay en ir por una calle mejor que por otra? 

-»Y la obediencia? 
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-»La obediencia? »No llego a punto a la escuela? »Acaso no llego antes que los demás? Yo hago los trabajos, me sé la lección; »a qué 
molestarse por estas niñerías? 

Y seguía yendo solo, por el gustazo de ver a los titiriteros. 

Alguien propuso a don Bosco que sería mejor enviar a su casa a un muchacho tan poco amigo de la disciplina; pero don Bosco, que tenía 
muy en cuenta la franqueza de Cagliero, no hizo ningún caso. En efecto, al año siguiente Cagliero, tras algunas amonestaciones de don 
Bosco, empezó a cumplir mejor las normas y no tardó en convertirse en modelo de todos. 

Estaba adornado de muy buenas cualidades, y don Bosco, que había descubierto en él una gran disposición para la música, le enseñó los 
primeros rudimentos y encargó al clérigo Bellia que siguiera instruyéndole. Deseaba él formar un maestro que escribiese música fácil para 
el pueblo, e hizo que se dedicara formalmente a este estudio, gracias a un buen método cuyos resultados se vieron muy pronto. Cierto día 
faltó el que acostumbraba a tocar el armonio en las fiestas de iglesia. »Quién haría sus veces el domingo? »Cuál sería el aspecto de la 
iglesia sin música y sin cantos? Cagliero vio el apuro, no quiso que se dijera que por la ausencia de uno se perdía ((343)) el Oratorio. Y con 
energía superior a su edad, tanto hizo y tanto se afanó que, al domingo siguiente, se sentó al armonio y con mano segura acompañó las 
melodías de costumbre. Tras aquel éxito, su pasión por la música se hizo cada día mayor, y se pasaba las horas muertas sobre el teclado del 
desvencijado piano. Tocaba, con tal ardor, notas poco armónicas para un oído profano, que un día la buena Margarita perdió un tanto la 
paciencia, y no dudó en amenazar, en broma, con la escoba, al músico en ciernes, a quien quería como una madre. En efecto, ella siempre 
dulce, afable, paciente en toda ocasión, demostraba el gran cariño que nutría a sus pobres jovencitos. Sucedía frecuentemente en el invierno 
que alguno, obligado por el patrono a trabajar hasta muy tarde, no le veía con los demás a la hora de la cena y al enterarse de ello, 
exclamaba: 

-íPobres hijos míos! íHay que guardarles la sopa al fuego! 

Y no tenía valor para irse a la cama. Les esperaba hastas las once dadas y, a veces, hasta medianoche, temblando de frío. Cuando 
llegaban, les alegraba con una tajadita más de carne que les había reservado. 

Los domingos por la tarde, a lo mejor se acercaba a la cocina uno de los más pequeños, después de las funciones de iglesia. 

-»Qué quieres, chiquito? 
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-Mamá, déme un panecillo.
-»No te has comido ya tu merienda?
-Sí; pero íaún tengo hambre!
-Pobrecito, toma. -Y se lo daba-.Pero no se lo digas a nadie, porque entonces vienen otros compañeros tuyos, y después me dejan los


mendrugos en mitad del patio. 

-Mamá, esté tranquila, no se lo diré a nadie. 

((344)) Y corría al patio con su panecillo en la mano. Los compañeros, al ver que comía, le rodeaban: 

-»Quién te ha dado ese pan? 

El chiquillo respondía a boca llena: 

-Mamá Margarita. 

Y corrían los otros como una exhalación hasta ella, que nunca sabía decir no. 

Volvía al domingo siguiente el mismo chiquillo a pedir pan y Margarita le decía: 

-Oye, la semana pasada dijiste a todos que yo te había dado pan, y me pusiste en un apuro. Así que hoy no te lo doy. 

-»Entonces tenía yo que decir una mentira? Me preguntaron y tuve que decir la vedad. 

-Llevas razón, la mentira nunca está bien. 

Y sin más, le contentaba. 

Como se ve, los buenos muchachos tenían gran ascendiente en su corazón. Cuando comenzaron las clases para los estudiantes en el 

Oratorio, alguno de ellos, después de salir de la escuela y tomar el pan para la merienda, iba a la habitación de Margarita y le decía: 

-»Nada más? 

-»Y no te basta?, respondía Margarita. 

El chiquillo empezaba a comer su pan y después repetía. 

-Mamá, no puedo engullirlo. 

-»Y por qué? 

-íEstá seco! Si tuviera un poco de queso o una loncha de salchichón, sabría mejor. 

-íHale, hale, comilón! Da gracias a la Providencia de que tienes pan blanco. 

-íOh, mamá! -contestaba casi gimiendo el picaruelo, mirándola piadosamente a la cara. 

Y Margarita terminaba dándole lo que le pedía. 

Hemos contado estos dos sencillos hechos, que tal vez parezcan a alguien demasiado corrientes, porque nos es más grata una ((345)) 

gotita de amor que todo un piélago de glorias, grandezas y maravillas, 

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y porque se refieren a dos compañeros nuestros, que más tarde fueron honrados con altísimas dignidades. 

Ante ello, puédese preguntar qué hacía con los muchachos, cuando estaban tristes o enfermos. Con los primeros, no perdía ocasión para 
devolver la sonrisa a sus labios; con los segundos, competía en espíritu de sacrificio y continuos cuidados con la madre más cariñosa que 
pueda darse. Un mal de cabeza, un dolor de muelas, que cualquiera tuviese, era para ella una gran pena. Los muchachos, apenas sentían el 
más ligero malestar, acudían a ella, siempre dispuesta a servirles, lo mismo de día que de noche. Si oía un gemido, un llanto, no estaba 
tranquila hasta no saber la razón. Si uno se veía obligado a ir a la cama enfermo, ya estaba ella al lado; preparaba las medicinas, iba a 
trabajar junto a su cama, le velaba cuando los otros iban a dormir. 

Baste, para decirlo todo en pocas palabras, el siguiente hecho. Cayó enfermo un muchacho con una enfermedad infecciosa; como el 
médico prescribiera que se le aislara totalmente, Margarita se puso a su lado como una amable enfermera. Cuando determinaron que fuera 
llevado al hospital y vio que le subían por las escaleras, siguióle silenciosa hasta el umbral y al ver a los empleados levantar la camilla y 
ponerse en marcha, rompió a llorar. 

Margarita era el ángel custodio del Oratorio. 
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((346)) 

CAPITULO XXX 

APOSTASIAS -SERMON SOBRE LA VIRGINIDAD DE MARIA SANTISIMA -CELO Y CARIDAD DE N BOSCO CON LOS 
ENGAÑADOS POR LOS HEREJES -DISCUSIONES CON LOS PARTIDARIOS DE LOS VALDENSES Y SUS MINISTR0S -UN 
SERMON INFIEL: EL AGUILA Y LA ZORRA -EL JUBILEO EN EL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES 
-CONSTRUCCIONES DE LOS VALDENSES EN DERREDOR DE SU TEMPLO 

LOS valdenses continuaban esparciendo sus errores entre el pueblo a través de la palabra y de la prensa, y regalando ochenta liras a 
quienes se inscribían en su secta. Algunos muchachos de los Oratorios festivos, que habían proporcionado graves disgustos a Don Bosco, y 
habían participado en cuestiones en su contra, se dejaron arrastrar por la apostasía, a cambio de aquellas viles monedas. Víctimas de su 
odio, buscaban la forma de desahogarse contra sus antiguos compañeros, los cuales, según les advertía su propia conciencia, les 
conceptuarían en adelante como renegados. Sorían las nueve de la noche cuando aquel día volvía Tomatis a casa. Al pasar cerca de la 
iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, camino del Oratorio, advirtió que dos sujetos le seguían. 
Asustado, apretó el paso, y ellos también. Se echó a correr y logró entrar en el patio y cerrar la puerta a tiempo, ya que, de haber tardado un 
instante más, le hubieran alcanzado. Fue inmediatamente a contar lo sucedido ((347)) a don Bosco, el cual dispuso se tomaran las debidas 
precauciones para tutelar la seguridad de la comunidad. 

«Don Bosco, nos escribió José Brosio, sufría mucho con estas deslealtades y traiciones. Predicando un domingo en Valdocco contra los 
errores protestantes, se lamentaba, con encendidas palabras, de aquellos jóvenes que se dejaban engañar por los corifeos de la impiedad y 
desenmascaraba las engañosas artes que éstos empleaban para arrastrar a la juventud a una segura perdición. De repente interrumpió el 
sermón, como acostumbraba a hacer en algunas ocasiones, y empezó a interrogar a los muchachos, a fin de que todos entendieran bien la 
cuestión. Aclaró de este modo las razones que, de forma irrefutable defendían algunos dogmas negados por los 
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protestantes, principalmente el de la virginidad de Nuestra Señora. on Bosco se acaloró de tal forma, al desarrollar el tema, que su rostro se 
encendió, como si fuera la llama de un potente faro. Yo mismo lo vi». 

A su tiempo diremos cómo, en otra circunstancia, también nosotros fuimos testigos de semejante maravilla. 

En tanto, había empezado don Bosco a entregarse con gran solicitud a la tarea de convertir a los herejes. Fue tan grande su constancia, 
durante muchos años, que tuvo el consuelo de recibir un considerable número de abjuraciones de apóstatas y de otros nacidos en la herejía. 
No es para contar cómo gozaba cuando podía agregar a alguien a la Iglesia verdadera. 

Frecuentemente iban a visitarle algunos de los engañados por los valdenses, que habían renegado de la fe. El los recibía con afabilidad, 
les explicaba las verdades católicas con toda claridad, les mostraba cómo habían sido seducidos, ponía ante sus ojos el mal paso que habían 
dado y los animaba a no desesperar nunca de la misericordia divina. Al mismo tiempo les ayudaba en cuanto le era posible. Algunos eran 
necesitados y él les socorría, después de haberlos instruido. A otros ((348)) los acogió en el Oratorio, para librarles de la ocasión de recaer 
en el error y poder catequizarlos mejor. Recogió, instruyó y convirtió a algunos pobres muchachos protestantes. Hubo familias enteras que 
volvieron, gracias a él a la grey de Cristo, y proporcionó a algunas un medio para vivir honradamente con su propio trabajo. Don Miguel 
Rúa atestigua cuanto dejamos dicho. 

Algunos neófitos valdenses acudían al Oratorio para discutir, más que con ánimo de convertirse, pero don Bosco los aceptaba. 

«Yo mismo, nos dijo el canónigo Anfossi, asistí varias veces a estas discusiones por él mantenidas. Era admirable la sutileza de los 
argumentos que empleaba; mostraba claramente que no sólo había estudiado al detalle la forma de rechazar los errores del protestantismo, 
sino que, además, gozaba de luces especiales del cielo, que brotaban de la misma gran caridad con que se entretenía con aquellos ilusos. 
Ellos no siempre empleaban modos corteses, pero él no se excusó nunca de tratarles con dulzura. Decía que ésta era la virtud más 
necesaria, particularmente para tratar con los herejes». Porque, en efecto, si se dan cuenta de que se quiere prevalecer sobre ellos, entonces 
se preparan, más que para conocer la verdad, para combatirla: y las contestaciones fuertes cierran las puertas de su corazón, mientras que la 
afabilidad las deja abiertas. Así San Francisco 
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de Sales, aunque muy hábil en la controversia, ganaba más herejes con su dulzura que con la ciencia. La eficacia de una discusión sin 
dulzura, jamás convirtió a nadie. 

Más de uno de los presuntuosos a que nos referimos, fue persuadido por don Bosco y volvió a subir a la barca de Pedro. 

Los así llamados pastores valdenses no tardaron en advertir el celo empleado por don Bosco para reconquistar a la fe católica a los 
extraviados. Así que algunos de ellos fueron a verle con la esperanza de rebatirle y ((349)) alardear públicamente de ello. Pero no lo 
lograron: no solamente por la solidez de sus razones, sino también porque sabía cortar sus divagaciones, en lo que son verdaderos 
maestros, ya sea por su ignorancia, ya sea por el arte de imposibilitar la conclusión de una tesis determinada. A veces, don Bosco pasaba, 
de la argumentación directa y positiva, a la interrogación, particularmente cuando se trataba de la Historia Eclesiástica, de los Concilios y 
de los Santos Padres. Sus respuestas, sin ton ni son, caían en tales anacronismos que causaban risa. Era, además, muy experto para alcanza 
del adversario más culto concesiones cuyas consecuencias no había podido éste prever, con lo que le creaba grandes embarazos y 
dificultades de los que no podía liberarse. Aquellos señores salían, por tanto, avergonzados. 

Mientras tanto, seguía difundiendo durante aquel año una nueva edición del opúsculo titulado Avisos a los Católicos, que, con millares 
de ejemplares, hacía muchísimo bien por todo el Piamonte y particularmente en Turín. Pero, a la par que don Bosco luchaba contra la 
herejía, acampada tras los muros de Valdocco, los fanáticos valdenses intentaban sembrar la cizaña en el mismísimo Oratorio. 

Cierto frailecillo franciscano reformado del convento de Santo Tomás de Turín, el padre Vidal Ferrero, hermano de algunos chiquillos 
que frecuentaban el Oratorio, se había hecho muy amigo de don Bosco. Supo disimular tan bien la maldad de su corazón que don Bosco, 
creyéndole persona de confianza, le había invitado a comer con él en varias ocasiones. Así que, aquel año de 1852, le encargó el panegírico 
de San Francisco de Sales en el día de la fiesta. Subió el fraile al púlpito y empezó a hablar en diálogo piamontés, que poseía bastante bien 
Comenzó haciendo vivas descripciones. Pintó a San Francisco a pie, rendido, subiendo la montaña ((350)) para salvar las almas, 
remendando, por su mano, las vestiduras rotas y comparándole con otros que van en coche y envían sus ropas al sastre. Al decir otros 
aludía a los obispos. 

Presentó después una parábola del águila y la zorra. Estaba el 
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águila sobre un árbol, y la zorra se arrastraba por el suelo, cubierta de llagas repugnantes, pestilentes: queriendo ésta esconderlas, buscaba 
cómo ocultarse entre los setos, para mezclarse, luego, con los animales e infectarlos. Pero el águila, que estuvo contemplando durante un 
rato los pasos engañosos de la zorra, gritó a toda suerte de animales: -íLibraos de la zorra! -Y concluía el infiel predicador: -Hijitos, »sabéi 
quién era el águila? íLutero! »Sabéis quién era la zorra? íLa Iglesia Católica! 

Ante semejante conclusión, don Bosco, que había estado oyendo sus palabras con inmensa pena, avanzó hacia el púlpito mientras bajaba 
el fraile y agarrándole por una manga del hábito, le dijo con voz enérgica, de forma que todos los muchachos lo oyeron: 

-íUsted es indigno de llevar este hábito! 

Poco tiempo después, salía del convento aquel desgraciado, con permiso de los superiores, so pretexto de asistir a su anciano padre. Pero 
al llegar a casa, vestido de sacerdote secular, dejó a su padre en la calle, colgó luego los hábitos, y terminó entregándose al protestantismo, 
haciendo pública profesión de fe heterodoxa, bajo la guía del pastor valdense Amadeo Bert. Fue enviado a Londres para pervertir a los 
emigrantes italianos, y murió el mismo año de una cuchillada que le propinó un compatriota. 

El desgraciado había ido a predicar al Oratorio de acuerdo con los protestantes; pero no supo obrar con sagacidad y se quitó enseguida la 
piel de cordero. Los muchachos que le oyeron ((351)) recordaban cuarenta años más tarde, con todos los pormenores, la impía parábola. 
Tal fue la impresión que dejó en sus ánimos el relato. 

Y don Bosco, con gran pena, les había contado la apostasía de aquel infeliz recomendándole a sus oraciones. 

Con el fracaso del golpe, la herejía se ganó la antipatía de los del Oratorio y don Bosco aprovechó un infeliz acontecimiento para 
confirmarles en sus buenos propósitos. 

En 1851 había concedido el Papa un Jubileo Universal. Se podía lucrar fuera de Roma al año siguiente. El teólogo Borel pidió a la Curia 
en nombre de don Bosco consentimiento para que los muchachos de los Oratorios, asistidos por los sacerdotes que los dirigían, alcanzasen 
las indulgencias en sus propias capillas. Si se les otorgaba esta providencia, concebía la esperanza de mayores frutos espirituales. El 
Vicario General, canónigo Felipe Ravina, concedía el 2 de febrero de 1852 la facultad pedida. Las visitas, como se siguió haciendo después 
en el Oratorio, se efectuaron de acuerdo con el número prescrito, saliendo y entrando procesionalmente en la capilla. 
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Los muchachos pusieron todo su empeño para ganar la indulgencia, enfervorizados con la predicación de don Bosco, el cual aconsejó a los 
alumnos internos y a cierto número de externos, que, para no olvidar aquellos solemnes días, escribieran en un papelito los propósitos 
hechos, y lo guardasen consigo mismo o se lo entregasen a él, que los custodiaría. 

Gustó a los muchachos la propuesta. Fueron muchos los que los escribieron, encabezando su papel con el título de: Mi jubileo, o bien 
con su propio nombre. Otros firmaban su propósito, como por ejemplo éste: -Soy Juan Bautista Sacco. Prometo y espero cumplir. 

Los pocos papeles que todavía se conservan, manifiestan, con la simplicidad de su expresión, ((352)) sus repeticiones y errores 
gramaticales, que sus escritores eran artesanos principiantes o noveles estudiantes, recién entrados en el Oratorio. 

He aquí la copia de algunos: 

-Yo debo huir de los que blasfeman. 

-Yo debo huir de los que acostumbran reñir, y prometo no reñir con nadie. 

-Yo debo prometer que no blasfemaré ni diré cosas malas. 

-Yo debo huir de los malos compañeros con los que voy siempre. 

-Yo prometo ser diligente en mis deberes y más devoto en la iglesia. 

-Yo debo acercarme con más frecuencia a los Santos Sacramentos. 

-Yo debo prometer apartarme de los que hablan mal de la Iglesia. 

Esta frase se lee en todos los papelitos, prueba evidente de que se la había sugerido y explicado don Bosco. Lo mismo hay que decir en 
cuanto a la uniformidad y el orden de ideas, que ciertamente es el mismo sostenido por él en su predicación. Copiamos un papel entero 
como ejemplo documental, un tanto corregido: 

«ESTE ES EL JUBILEO DE ROCCHIETTI 

HUIR: 

1.° Yo debo huir de las malas compañías. 

2.° Yo debo huir de los que hablan mal de la Religión Católica. 

3.° Yo debo huir de las malas conversaciones. 

IMITAR:
1.° Yo debo imitar a San Luis Gonzaga.


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2.° Yo debo imitar a los que son muy devotos del Señor y de los santos y seguir sus buenos consejos. 

3.° Yo debo imitar a los que hablan bien de la Religión Católica. 

((353)) PROMETER: 

1.° Yo debo prometer al Señor no pecar en toda mi vida. 

2.° Yo debo prometer huir de las malas compañías y las malas conversaciones y de los que acostumbran blasfemar contra el santo 
Nombre de Dios y nombrarlo en vano. 

3.° Yo debo prometer no decir mentiras ni por excusa, ni por ningún otro motivo, ni blasfemar o decir cosas malas, y huir del mal. 
Pedro Rocchietti, lo prometo y espero cumplirlo durante toda mi vida». 

Este papelito fue entregado juntamente con muchos otros a don Bosco por los mismos muchachos, para que les recordase sus promesas, 
si por azar las olvidasen. Esa gran confianza con el buen padre constituía su salvaguardia. 

Los Valdenses, mientras tanto, empezaron a organizar en derredor del templo que edificaban, escuelas para niñas de familias 
acomodadas, otras, para muchachos pobres de ambos sexos, un asilo de infancia, un hospital, una Diaconía para distribuir socorros a los 
pobres y, a poca distancia, un colegio para artesanos valdenses. Inglaterra contribuía generosamente para esta labor del mal. Don Bosco 
oponía su laboriosidad en el bien con grandes sacrificios: frente a construcciones profanas, donde se enseñaría el error y resonarían las 
blasfemias, levantaba edificios sagrados, donde se predicaría la verdad y se alabaría el santo nombre de Dios; frente a los tesoros 
acumulados por las Sociedades Bíblicas, él amontonaba el óbolo de la fe y de la caridad. 

Mientras tanto, proseguía activamente los preparativos de la tómbola. 
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((354)) 

CAPITULO XXXI 

REGALOS PARA LA TOMBOLA -EN BUSCA DE UN LOCAL PARA LA EXPOSICION -DONATIVO DEL REY -EXPOSICION DE 
LOS PREMIOS PARA LA TOMBOLA -CONDONACION DE LOS GASTOS DE CORREOS -LA TASACION DE LOS REGALOS 
-APERTURA DE LA EXPOSICION -EL CONDE DE CAVOUR -UNA DESGRACIA 

DON Bosco se pasó los primeros días del año 1852 ocupado en los trabajos de su tómbola. Hizo una segunda edición de la Carta Circular, 
con fecha del dieciséis de enero, pidiendo regalos a todas partes. Esto supuso tener que escribir miles y miles de direcciones. Era la primera 
vez que se acudía a este medio implorando la beneficencia pública para la construcción de una iglesia, y la Circular fue bien acogida. 

«Don Bosco, que me hacía partícipe de todos sus asuntos, escribe José Brosio, me encargó varias incumbencias para la tómbola de 1852 
y después para la de Puerta Nueva, así que me tocó acompañarle a las visitas que hacía a grandes señores y, al mismo tiempo, a casas 
donde había enfermos». 

Mientras tanto iban llegando regalos. S. M. la Reina María Adelaida envió una copa de vidrio rojo con su tapadera; un acerico de 
terciopelo rojo, guarnecido de bronce dorado a guisa de un pequeño sillón; otro en terciopelo verde, guarnecido de marfil; una copa de 
cristal blanco y azul; ((355)) un juego de café y leche para dos personas en porcelana blanca con flores en relieve, con un total de ocho 
piezas. S. M. la Reina Viuda María Teresa regaló dos vasos de bronce dorado y plateado, un pequeño escritorio de madera con 
incrustaciones y otros doce objetos. S. A. R. la Duquesa de Génova entregó un pisapapeles de bronce, con un grupo de tres estatuitas. Toda 
la corte real y la nobleza turinesa se destacaron con sus regalos. El Sumo Pontífice Pío IX, Su Majestad el Rey Víctor Manuel hicieron 
saber que querían contribuir de algún modo. Y crecían los trabajos para don Bosco. Porque había que llevar registro de todos y cada uno de 
los regalos recibidos, con el nombre de los donantes, numerarlos, 
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guardarlos y escribir cartas de agradecimiento a los principales donantes. 

Pero »dónde exponerlos a fin de que el público pudiera contemplarlos? La mísera casa de Valdocco no tenía ciertamente salones que 
pudieran servir para tal fin. Así que don Bosco, con permiso del superior de los dominicos, pidió un local al Marqués Alfonso La 
Mármora, a través del Teniente de Alcalde, el teólogo D. Pedro Baricco. Respondióle a éste el Ministro: 

Ministerio de la Guerra. División Adm. Militar. 

En contestación a la instancia presentada por el Rev. Don Juan Bosco, Director del Oratorio de San Francisco de Sales, en Valdocco, 
para poder disponer en la parte del convento de Santo Domingo de esta Capital, todavía a disposición de la Administración militar, de tres 
locales para exponer los objetos regalados para una tómbola, con que terminar la nueva capilla del Oratorio antes nombrado, y visto el 
filantrópico y benéfico fin a que se refiere la antedicha instancia, me apresuro a apoyarla ((356)) y, en consecuencia, he dispuesto, ante la 
administración General de Guerra, le sean entregados temporalmente los locales en cuestión al arriba nombrado Don Bosco o a quien se 
presentare por él. 

Comunico a V. S. Ilma. esta determinación para norma de la Comisión de la Tómbola de referencia y del sacerdote Bosco. 

Turín, a 16 de enero de 1852 

El Ministro Secretario de Estado
ALFONSO LA MARMORA


Pero tanto creció el número de regalos que los tres locales resultaban insuficientes. Entonces don Bosco se dirigió al Abate Gazzelli de 
Rossana, Limosnero de Su Majestad, para que apoyase ante el Soberano una súplica en la que pedía se le concediera el empleo de alguna 
sala de los edificios pertenecientes a la Corona. El Abate Gazzelli recibió la siguiente respuesta: 

Administración General de la Dotación de la Corona 

Ilustrísimo Señor: 

Dado que en los edificios de la Corona no hay ningún local disponible para la exposición de los objetos de la tómbola que se 
276 

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pretende hacer a favor del Oratorio de San Francisco de Sales en Valdocco, no sabría de qué otro modo se podría atender la petición
presentada a tal fin por el Rev. Don Bosco y apoyada por V. S. Ilma.
y Revdma., salvo que se arrendara para dicho uso el local de juego del Trinquete o frontón, contiguo a la Academia filodramática.


((357)) El arrendatario de este local estaría dispuesto a dejárselo a don Bosco durante todo el mes de marzo, a condición de que esté 
totalmente libre el primero de abril, porque ya está alquilado para aquella fecha, como en años anteriores, a la sociedad promotora de 
Bellas Artes, para su exposición anual. 

Ruego a V. S. Ilma. comunique este proyecto a don Bosco, y, si lo cree oportuno, yo tendré el honor de hablar de ello a S. M. y 
proponerle se digne autorizar el pago del alquiler correspondiente de los fondos de su caja particular. 

Dado también que el referido arrendatario ha manifestado que los marcos de las ventanas del local del Trinquete son de propiedad 
exclusiva de la Sociedad promotora de Bellas Artes, y que, por tanto, él no estaría autorizado para ponerlos en su lugar, convendrá que V. 

S. Ilma. informe también de esto a don Bosco, para que pueda con tiempo, cumplir los requisitos que estime oportunos ante dicha Sociedad 
a fin de que se los presten. 
A la espera de sus noticias, para mi oportuno gobierno, me cabe el honor de profesarme con toda la consideración, 

De V. S. Ilma. 

Turín, a 18 de febrero de 1852 

Su Seguro Servidor 

S. M. PAMPARA 
Y el Rey hacía librar una orden de 200 liras, para pagar el arriendo pedido por el usuario del Trinquete. Mas, como era muy corto el 
tiempo que el arrendatario podía conceder para la exposición, se dieron pasos en el Ayuntamiento, el cual puso bondadosamente a 
disposición de don Bosco un amplio salón detrás de la iglesia de Santo Domingo. Don Bosco se lo comunicaba al abate Gazzelli por carta, 
acompañada ((358)) de otra súplica al Rey, y el Abate transmitía los dos folios al marqués Pampará. La respuesta que obtuvo el Limosnero 
del Rey fue ésta: 
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Administración General de la Dotación de la Corona 

Ilustrísimo Señor: 

Dados los motivos expresados por el Rdo. sacerdote Don Bosco, en carta que V. S. Ilma. me ha transmitido el 25 de febrero pasado, de 
que no puede aprovecharse de la oferta del local del Trinquete para exponer al público los objetos de la Tómbola en favor del Oratorio de 
San Francisco de Sales en Valdocco, ya que el benemérito sacerdote ha obtenido otro local para ese fin, S. M., a quien he tenido el honor 
de referir las súplicas de don Bosco, avaloradas por la carta de recomendación de V. S. Ilma., a fin de que le sea entregada, sin embargo, la 
cantidad correspondiente al propietario del Trinquete, se ha dignado acogerlas favorablemente y destinar que las 200 L.convenidas para el 
arriendo del referido local, sean entregadas a dicho Sacerdote de los fondos de la caja real privada, para que las emplee en la piadosa obra 
emprendida. 

Mientras respondo a la muy apreciada comunicación de V. S. Ilma., arriba citada, me encargo de prevenirle que ya se transmitió a la 
Tesorería de la Casa Civil la correspondiente orden en favor de don Bosco y aprovecho la ocasión para presentarle mi más distinguida 
consideración, 

De V. S. Ilma. 

Turín, a 15 de marzo de 1852 

Su Seguro Servidor 

S. M. PAMPARA 
((359)) Se percibió el donativo real. Y en el salón, concedido por el Municipio, se dispusieron en derredor unas mesas en escalinata 
adornadas decorosamente. Sobre ellas se colocaron todos los donativos numerados, 3.007, con el nombre de los donantes. Y de acuerdo 
con este mismo orden fueron registrados en un cuidadoso catálogo. Por orden de don Bosco se imprimió un folleto de 158 páginas, con la 
primera circular de la comisión, el plano de la tómbola y la lista de promotores y promotoras. Se vendía al precio de 50 céntimos, a favor 
del Oratorio de San Francisco de Sales, en la misma sala de la Exposición y en las librerías de Jacinto Marietti y Paravía. 

En las primeras páginas, a manera de dedicatoria, colocó finamente don Bosco estas palabras: 
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A LOS
ILUSTRES Y BENEMERITOS SEÑORES
Y A LAS
AMABLES Y CARITATIVAS DAMAS
QUE CONCURRIERON GENEROSAMENTE CON SU PIEDAD
A LA RIQUEZA Y ABUNDANCIA DE OBJETOS
DE LA TOMBOLA
PARA ACABAR LA IGLESIA DEL ORATORIO MASCULINO
DE SAN FRANCISCO DE SALES
EN VALDOCCO
COMO TESTIMONIO DE LA MAS VIVA GRATITUD
LOS PROMOTORES Y LAS PROMOTORAS


D.D.D. 
En medio de todo este sucederse de cosas, don Bosco escribió al conde Camilo de Cavour, rogándole ((360)) le exonerase de los gastos 
del correo. El marqués Gustavo respondió en estos términos: 

Al Señor Don Bosco. 

Rvdmo. Don Bosco: 

Habiendo examinado mi hermano la petición de V. M. R. S. en favor de la tómbola benéfica para la obra de los muchachos abandonados 
me encarga hacerle saber que está totalmente decidido a concederle sin demora la autorización pedida para este fin, apenas haya llegado a 
sus manos regularmente, la oportuna petición. Por consiguiente, solicite, por oficio adecuado, su despacho para cumplir las formalidades 
necesarias. De este modo podrá, donde quiera, presentar, a quien conviniere, esta mi carta, y asegurar que el Ministro de Hacienda ya se ha 
comprometido a conceder dicha autorización. 

Aprovecho la ocasión para profesarme con los más distinguidos sentimientos de consideración, 

De V.R.S. 

Turín, al 16 de febrero el 1.852 

S.S.S. 
G. DE CAVOUR 
Don Bosco envió la solicitud y el Gobierno le eximió de varias costas de correo para circulares e impresos y para enviar y recibir regalos 
y billetes. Pero, mientras los planes de don Bosco marchaban a velas desplegadas, de pronto se encallaron. De acuerdo con las 
prescripciones de la ley, los papelitos con los números a extraer debían ser proporcionados en número al valor de los donativos. Por ello, la 

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autoridad nombró un tasador. ((361)) Se hizo la peritación; pero don Bosco creyóse lesionado y presentó una reclamación en papel sellado 
a la Administración General de Hacienda. 

Ilustrísimo Señor Administrador General: 

El que suscribe, en nombre de la comisión instituida para la tómbola en favor del Oratorio de San Francisco de Sales en Valdocco, 
respetuosamente expone a V. S. Ilustrísima que, aunque dicha comisión está muy satisfecha de la premura con la que el tasador enviado 
por V. S. hizo la peritación de los objetos comerciales, sin embargo, siente deber atenerse a la valoración dada a los objetos de arte, que 
están fuera del campo de un tasador ordinario, por los siguientes motivos: 

1.° Porque muchos de los objetos de arte fueron valorados en menos de un quinto del valor dado por personas de notoria capacidad, lo 
que sería en perjuicio de la obra, que los distinguidos miembros de la comisión y la caridad pública quieren proteger. 

2.° Algunas personas, informadas del precio inexacto concedido a los objetos por ellas entregados, dejan de concurrir con sus ofrendas. 

3.° Porque la tal peritación ocasiona continuamente inconvenientes y retrasos para la buena marcha de la tómbola, con público 
sentimiento y perjuicio de la obra. 

Por tales motivos, el recurrente suplica a V. S. Ilustrísima quiera tomar en benigna consideración al beneficio de esta obra delegando a la 
persona, que crea más oportuna para el caso, a fin de fijar el justo valor de los objetos de arte, que la beneficencia pública ha ofrecido y 
todavía sigue ofreciendo. 

De este modo el señor Angel Olivero, dejando aparte los objetos de arte, puede continuar la peritación de los objetos comerciales, y los 
miembros de la comisión, contentos de ((362)) promover el bien de esta piadosa institución podrán de este modo salir al paso de las 
lamentaciones del público. 

En la confianza de su generosa atención, y en nombre de la Comisión, el que suscribe se declara 

Humilde recurrente
JUAN BOSCO, Pbro.
Director del Oratorio de
San Francisco de Sales


La petición de don Bosco fue acogida favorablemente. 
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El Administrador General de Hacienda de Turín. 

Visto el presente recurso con el que el sacerdote Juan Bosco, director del Oratorio de San Francisco de Sales, al que se concedió, por 
decreto de esta administración general del 5 de marzo corriente, la apertura de una tómbola de objetos, de acuerdo con el cual debería pedir 
el nombramiento de un perito especial para los objetos de arte, no pareciendo suficientes los precios puestos a los regalos de tal género por 
el tasador Olivero: 

Se nombra perito, para la estimación de los objetos de arte, ofrecidos en favor de dicha tómbola, al profesor señor Cusa, secretario de la 
Academia Albertina, el cual deberá ver cuidadosamente los donativos señalados y colocar al lado de cada uno, en nota especial sobre papel 
sellado, el precio correspondiente, y hacer después, de acuerdo con el presente oficio, su relación jurada. 

Turín, a 22 de marzo de 1852 

Por el Administrador General
RADICATI


((363)) Una vez dados todos estos pasos el periódico Armonía, del 21 de marzo, domingo, publicaba, en un suplemento al número 34, el 
siguiente anuncio: «Ayer (19 de marzo) se abrió la exposición de la tómbola de objetos destinada a terminar el Oratorio masculino de 
Valdocco dirigido por don Bosco. Los objetos expuestos pasarán pronto de los tres mil; no hablaremos del valor de los mismos, que sería 
algo largo; solamente diremos que concurrieron a ella respetables personajes, entre los que nos resulta agradable nombrar a S. M. la Reina 
consorte, S. M. la Reina madre, el duque de Pasqua, gobernador del Palacio Real, el ilustrísimo Alcalde de la ciudad, etc. Estamos 
satisfechos al decir que la Gaceta Piamontesa de hoy tributa a esta obra benéfica los más merecidos elogios». 

Mientras tanto, aceptada la segunda peritación de los donativos, promotores y promotoras siguieron desplegando un celo admirable 
buscando regalos y distribuyendo billetes para la tómbola. El total de los objetos recogidos alcanzó muy pronto la cifra de 3.251, por lo 
que se añadió un suplemento a la lista ya impresa. En razón de su valor se obtuvo autorización para emitir cien mil billetes. Lo cual 
representaba también un trabajo ímprobo, de no haber estado amparado por un gran amor. La impresión de cuadernos enteros, la doble 
numeración progresiva, el corte de los billetes de la matriz, 
281 

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poner el sello del Oratorio y la firma de dos miembros de la comisión sobre cada billete y sobre la matriz, los envíos y registros sin fin; 
y después las continuas circulares, los recibos de pagos realizados, no dejaban ni un instante de reposo. Hubo una noble competición en 
todas las principales ciudades y pueblos del Estado entre eclesiásticos y seglares que concurrieron a la caritativa obra, unos quedándose con 
los billetes, otros colocándolos entre conocidos y amigos y enviando su importe a don Bosco. ((364)) Fueron aceptados por senadores, 
diputados y concejales del ayuntamiento. 

El, como un don nadie en medio de todo aquel trabajo, no cesaba de enviar autógrafos a las personas caritativas de mayor relieve con 
billetes de la tómbola. 

Envió uno al canónigo Vogliotti, por medio de Juan Francesia. Leyólo el Canónigo y dijo al portador: «No quería yo aceptar estos 
billetes; pero don Bosco me escribe una carta tan hermosa y conmovedora que no puedo menos de enviarle la cantidad correspondiente. 
Aquí tiene cincuenta liras. Pero dígale que su carta es tan hermosa que me ha convencido y vencido». 

Acudían los ciudadanos en gran número a ver los premios de la tómbola. También el marqués Gustavo de Cavour le prometió ir. 

A DON BOSCO 

Muy respetable Señor: 

La premura de distintas ocupaciones me ha obligado a aplazar hasta hoy el volver a encontrarme con su apreciadísima carta del 18 de los 
corrientes. Celebro que la tómbola por usted emprendida en favor de la santa y benéfica obra, a la que consagra tantos trabajos, se presente 
bien. No dejaré de ir a visitar la exposición de los objetos entregados para este piadoso fin y de comprar algunos billetes, y espero que la 
misma obra tendrá un valioso resultado con esta decisión. Desde el principio pensé que el local del que podía disponer para esta tómbola 
era poco a propósito para tal objeto, y celebro que el Gobierno le haya concedido otro más conveniente. 

((365)) Aprovecho esta oportunidad para repetirme, con toda consideración, 

De V.R.S. 

Turín, a 22 de febrero de 1852 

S.S.S. 
G. DE CAVOUR 
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VOLUMEN IV Página: 283 

El Marqués mantuvo la palabra y también el conde Camilo fue a la exposición, acompañado por el conde Brozzolo. Don Bosco salió al 
encuentro del Conde hasta la puerta del salón, con la cabeza descubierta, y le acompañó a examinar los objetos más preciosos, siempre con 
el bonete en la mano. 

Para evitar que en los locales donde estaban expuestos los premios entrasen los ladrones, dispuso don Bosco que el clérigo Buzzetti, 
juntamente con otro muchacho mayor, fuera allí a pasar la noche. Para mayor seguridad, solían éstos llevar consigo una pistolita cargada de 
pólvora, a fin de poder alarmar a los vecinos con un disparo, si hubiera necesidad. Pues bien, una noche, a primeros de marzo, mientras 
cargaba Buzzetti en el Oratorio su pistola para ir a hacer la guardia acostumbrada, aquélla se disparó, y el taco le descarnó totalmente el 
índice de su mano izquierda. Fue conducido inmediatamente al Hospital Mauriciano, situado entonces junto a Puerta Palacio, donde hubo 
que amputarle el dedo. De vuelta con su brazo en cabestrillo, después de dos o tres días, reemprendió inmediatamente sus acostumbrada 
labor, enseñando a cantar las antífonas para las vísperas del domingo y no dejando de atender a los pesados trabajos que iban en aumento 
para la tómbola. A partir de este año, Buzzetti se convirtió en el brazo derecho de don Bosco en todas las muchas rifas que hizo y adquirió 
una maravillosa habilidad y perspicacia en sus complicados preparativos. 
283 

Fin de Página 283 


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((366)
)


CAPITULO XXXII 

UNA ESPINA PARA DON BOSCO -LA PASION CIEGA EL ENTENDIMIENTO -PRUDEN TE OBSERVACION DEL TEOLOGO 
LEONARDO MURIALDO -CARTA DE DON JOSE CAFASSO A DON PEDRO PONTE -ASAMBLEA PERVERSA Y 
TEMPESTUOSA -DESERCION Y GUERRA DECLARADA -INSULTOS, FIRMEZA Y PACIENCIA 

A la par que organizaba don Bosco la tómbola, con su rostro siempre sonriente, disimulaba una aguda espina, la cual no tenía fuerzas para 
disminuir la energía de su acción. Ya hemos expuesto los malentendidos que, a fines de 1851, empezaron a dividir los ánimos de algunos 
de los que se interesaban por los Oratorios festivos. Había entre ellos personas que parecían contrarias a la buena marcha del Oratorio de 
Valdocco, porque don Bosco no tenía en cuenta sus pretensiones. Iban a porfía esparciendo cizaña entre los muchachos que acudían a él, 
sin perder ocasión de hallar pretextos para la maledicencia. Sobresalía uno, cuyo verdadero nombre, respetaremos apodándole don 
Rodrigo. Hubo quien le prestaba oídos, porque «las palabras del delator son golosinas, que bajan hasta el fondo de las entrañas» 1. 

((367)) Alguno se preguntará: »Y por qué don Bosco se había asociado tales colaboradores? Porque eran buenos y celosos; solamente 
que la pasión velaba su inteligencia y ya no razonaban. Pero »no eran testigos de las muchas virtudes que adornaban a don Bosco? Aunque 
las hubieran conocido, no podían apreciarlas en el estado de ánimo en que se encontraban. Por lo demás, estaban con don Bosco solamente 
en los días festivos, ocupados en sus catecismos y en medio del alboroto de toda una turba de muchachos, de modo que no tenían tiempo 
para estudiarle ponderadamente. Además, don Bosco era tan sencillo en sus palabras, en sus acciones, hasta en sus hechos más 
extraordinarios, daba tan poca importancia a cuanto 

1 Prov. XXVI, 22. 
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hacía, que, si llegaban a sus oídos, los juzgaba simplemente con criterio común o como ilusión de una fantasía. 

El teólogo Leonardo Murialdo, ajeno a toda disensión, apoyo durante muchos años de los Oratorios del Angel Custodio y de San Luis, 
sincero y acérrimo amigo de don Bosco, aunque no le trataba frecuentemente, en razón de las graves ocupaciones propias, a lo largo de la 
semana, contaba la opinión que de él se había formado durante estos años y cómo le tenía por lo que era después de profundo estudio. 

«Desde el principio observé en don Bosco a un sacerdote bastante celoso, pero sin encontrar en él a un santo. Empecé a sospechar que lo 
era, y mi estima fue creciendo cada vez más, cuando comenzaron a hablar en su favor sus obras, que revelaban un hombre extraordinario, 
capaz de hacer repetir: -íDigitus Dei est hic! (íEl dedo de Dios está aquí!); y que, de algún modo, al menos, recordaban el dicho de Nuestro 
Señor Jesucristo: -Opera quae ego facio in nomine Patris mei, haec testimonium perhibent de me (Las obras que yo hago en el nombre de 
mi Padre, dan testimonio de mí). 

»Por otra parte, don Bosco fue uno de esos siervos de Dios, que hacen consistir la santidad en sacrificios por la salvación ((368)) de las 
almas y la gloria de Dios, de acuerdo con el lema que, si no yerro, le era familiar a San José de Calasanz: -Qui orat bene facit, qui juvat 
melius facit (El que ora, bien hace; el que ayuda, mejor hace). A mí, no me constan prolongadas oraciones ni penitencias extraordinarias de 
don Bosco; pero sí me consta su trabajo incansable, sin reposo, durante una larga serie de años en obras para gloria de Dios, con fatigas sin 
interrupción, entre cruces y contradicciones de toda suerte, con una calma y una tranquilidad singulares, y con un resultado prodigioso para 
la gloria divina y el bien de las almas. Ahora bien, Dios no acostumbra elegir, como instrumento especial de la gran obra de la santificación 
de las almas, a hombres malvados ni mediocres en virtud». Así escribe el teólogo Murialdo. 

Si, por consiguiente, don Rodrigo y sus compañeros no vieron entonces lo que tampoco veía el doctísimo y ya muy avanzado en vida 
espiritual, teólogo Murialdo, no hay que maravillarse. Don José Cafasso buscaba cómo armonizar los ánimos agitados y escribía la 
siguiente carta: 
285 

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VOLUMEN IV Página: 286 

Al M. Rvdo. Sr. D. Pedro Ponte, en casa de la Señora Marquesa de Barolo. Nápoles. 

Mi muy apreciado don Pedro: 

Creía haber podido responder a su apreciadísima, antes de que usted saliera de Roma, pero no tuve ese gusto, y no me fue de ningún 
modo posible por una continua serie de ocupaciones y dificultades. Yendo, pues, en seguida, y en este momento, al tema más importante, 
empiezo por recomendarle deponga toda suerte de inquietud y afán sobre la resolución a tomar en el asunto de que me habla, porque estoy 
seguro de que los compañeros no lo hacen por tesón, ni ((369)) por animadversión hacia usted, ni por ganas de romper, pues sé que esperan 
siempre su colaboración, en cuanto el Señor le quiera de nuevo en Turín, y ojalá fuera muy pronto. V. S. puede, en conciencia, 
determinarse como crea oportuno, ya que es dueño de ello, y si quiere que yo le adelante mi opinión, en el presente estado de cosas, pienso 
que haría usted muy bien cediéndolo todo, no ya a un individuo, sino para el uso de los Oratorios, pero con la facultad de servirse usted 
mismo de ello antes que nadie mientras pueda prestarse, como así lo espero, a esa obra del Señor. Si piensa obrar de otro modo, hágalo con 
plena libertad, y tome por no dicho cuanto le he sugerido. 

Vuelvo a repetirle que esté alegre, sereno y tranquilo; por doquiera hay cruces, pero agrada al Señor la tranquilidad y la paz en todas 
partes. 

Ruégole diga a la Señora Marquesa que, también desde lejos, se puede rezar recíprocamente, y que yo no la olvido en mis pocas 
oraciones. Muchos saludos al señor Péllico y me tenga siempre, como de corazón lo soy, por, 

Turín, a 6 de enero de 1852 

Su afectísimo
JOSE CAFASSO, Pbro.


Pero las amables instancias de don José Cafasso no dieron resultado, y mientras tanto, se desarrollaba en el Oratorio una escena tan 
desagradable como nunca más se vio, ni antes ni después. Don Rodrigo con sus compañeros había urdido una conjuración secreta para 
reducir el Oratorio a la nada, como ellos mismos decían; querían quitarle a don Bosco los muchachos mayores, Germano, Gastini y otros 
externos, que actuaban como catequistas en las clases. 
286 

Fin de Página 286 


VOLUMEN IV Página: 287 

«Un día de fiesta, escribe José Brosio, después de las funciones de la tarde, fuimos invitados por ciertos señores a una conferencia para 
resolver una ((370)) cuestión que, según decían, tenía que ver con nuestro honor. Algunos de los más instruidos e inteligentes sospecharon 
una celada y no intervinieron. En efecto, se trataba, ni más ni menos, de acusar a don Bosco de habernos insultado y deshonrado 
públicamente tildándonos de vagabundos y ladrones: Era una cuestión desleal, con la que estaban seguros de sembrar el desorden, y en 
parte lo alcanzaban, en una obra que prosperaba en el nombre del Señor. Reunidos, nosotros los catequistas, en una estancia de la planta 
baja del Oratorio, don Rodrigo sacó y leyó la circular escrita e impresa por don Bosco para la tómbola. Acabada la lectura llamó nuestra 
atención sobre este párrafo: «Algunas personas, amantes de la buena educación del pueblo, vieron con dolor que aumentaba cada día el 
número de jóvenes ociosos y mal aconsejados, que, viviendo de limosna o de fraude en la vía pública, constituyen un peso social y son, a 
menudo instrumentos del delito... Determinaron abrir una casa para reuniones domincales». La mayor parte de los catequistas eran jóvenes 
honrados, pertenecientes a buenas y hasta acomodadas familias de obreros y comerciantes, y otros de su misma condición frecuentaban el 
Oratorio. Como es evidente, la carta-circular no mencionaba a éstos, puesto que no era ése su fin. Pero, terminaba el orador: -íA vosotros, a 
vosotros precisamente alude don Bosco y es una infame injuria de la que hemos de pedirle reparación! 

»Cuando él acabó, estalló una violenta agitación entre aquellos muchachos irreflexivos. Yo pedí la palabra y se hizo el silencio en la sala 
Para conocer y deshacer las tramas de aquellas cabezas calenturientas, era preciso no mostrarse su enemigo; así que empecé a hablar en los 
siguientes términos: 

»-Compañeros, ninguno de vosotros podrá acusarme de tener nuestro honor en menos de lo que cada uno de vosotros lo tiene. Sin 
embargo, para no aventurarnos a una prematura resolución, yo aconsejaría que ((371)) pensáramos nosotros mismos ahora, lo que debe 
hacerse. Si don Bosco, reconocido el error, se inclinara ante nuestros deseos, queda terminada toda cuestión; si, por el contrario, rechazara 
retractarse, será inevitable en tal caso actuar, y yo pretendo daros ejemplo de hombre que sabe el respeto que a sí mismo y a la propia 
familia se debe; vosotros me veréis defender, el primero, lo que más nos interesa: el aprecio de nuestros conciudadanos. Pero, antes de 
llegar a este extremo, examinemos con calma si las frases de 
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VOLUMEN IV Página: 288 

esa circular requieren una protesta violenta de nuestra parte. Me temo que somos demasiado susceptibles. Obsérvese verdaderamente si 
esas frases nos ofenden y deshonran. Se les ha dado una interpretación que no me parece legítima. Yo creo que, si en la circular no hay un 
período que distinga las dos categorías de jóvenes del Oratorio, tal vez se debe a un error de imprenta, o a una omisión involuntaria de un 
copista, porque me parecería ser demasiado audaz y malicioso, creyéndo que don Bosco haya querido de este modo atentar contra el honor 
de jóvenes a quienes tanto ama. Veamos, pues, si la cuestión puede arreglarse amigablemente. Mi parecer es que una simple queja, 
presentada por nosotros a don Bosco, es más que suficiente para alcanzar explicaciones, y también una satisfacción, si honrada y realmente 
nos corresponde. El mismo será el primero en proponer una reconciliación, tan deseada por él, y que no debemos rechazar. De este modo 
se ahorrarán graves disgustos para él y para nosotros, que podían ser causa de males mayores para ambas partes, sin ningún buen resultado 
y con peligro de obtener nosotros la peor. 

»Me callé porque me parecía que había hecho demasiadas concesiones a su fogoso e irracional resentimiento. Un silencio glacial acogió 
mis palabras, y después, tras un murmullo de desaprobación, siguió un vocerío tal que ((372)) la reunión parecía un conciliábulo de 
endemoniados. Los promotores y fautores de aquella especie de revolución no dejaron escapar una ocasión tan propicia para sus intentos. 
Habían tolerado que yo hablase a favor de la paz y de la concordia para más fácilmente esconder sus insidias, para probar el ánimo de la 
asamblea, y para asegurarse la victoria. 

»Por eso, apenas disminuyó un poco el griterío, levantóse don Rodrigo, e impuesto un riguroso silencio, habló de este modo: 

»-Queridos amigos, amo vuestro honor tanto como aquél al que habéis escuchado hasta ahora, pero yo lo amo de otro modo. Yo quiero 
veros manteniendo en alto el sentimiento de vuestra dignidad. (Voces: íbravo!). Ciertamente yo soy amigo de la paz (»?) y me creeríais 
digno del rechazo de todos, si yo incitara a nuestros amigos a una discordia sin motivo: pero »quién no descubre motivos en el presente 
caso? »Sois vosotros acaso, mis queridos amigos, quienes habéis provocado a don Bosco, o es él quien, con su imprudente circular, ha 
llevado al extremo vuestra paciencia? (íEs verdad: bravo!), Vuestro compañero Brosio, que acaba de hablar, ha dicho que bastarían 
amigables observaciones para hacer corregir las frases de esa circular y reparar de ese modo vuestro honor. »Sabéis vosotros, mis queridos 
amigos, cómo terminarían los diálogos amigables en las 
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presentes circunstancias? En una mascarada, en una farsa humillante más; veríais rechazar esta misma conferencia en la que estamos 
tratando de nuestros derechos, y seríais invitados a pedir perdón (tumulto). íSí! íExcusas! »Queréis enviar a los que pisotean vuestro honor 
una comisión encargada de presentarles excusas? Decid: »lo queréis? 

»Estalló en la estancia en aquel momento un rugido de furor y se decidió que todos abandonasen el Oratorio y a don Bosco. Quedó 
proclamado el cisma». 

Don Rodrigo y sus cómplices tenían su plan ((373)) preparado. Don Juan Cocchi, habiendo vuelto a su antiguo proyecto de Oratorio 
festivo, había pedido la capellanía de San Martín de los Molinos de la ciudad y el permiso para reunir allí a los muchachos en los días 
festivos; y el Municipio se la concedió, según Orden del 15 de febrero de 1852. Esta iglesita había sido una de las primeras estaciones de 
don Bosco, cuando iba en busca de un lugar para establecer su obra. Aquellos señores plantaron su cuartel general para guerrear contra don 
Bosco en San Martín, y ya no se les volvió a ver el pelo en Valdocco. Don Juan Cocchi, que no tenía razones suficientes para juzgar sus 
litigios, a causa de la necesidad en que se encontraba de colaboradores, los asoció a la dirección de su nuevo Oratorio. Empezaron a acudir 
allí los desertores de Valdocco para prestar su oficio de catequistas el domingo siguiente al día de la desgraciada conferencia. Por la tarde 
tres jóvenes mayores, de los más descarados, se presentaron a don Bosco, so pretexto de hablar con él sobre la carta-circular de la tómbola. 

«Estaba yo en el patio, sigue escribiendo José Brosio, entreteniendo a los muchachos con marchas militares, cuando, al pasar 
casualmente junto a la sacristía, oí que allí dentro se voceaba. Entré para ver qué sucedía, y vi a un muchachote que acababa de hablar. En 
su cara descompuesta aparecían el enfado y el desprecio. Me detuve y oí que don Bosco le respondía tranquilamente, que en la 
carta-circular no se ba de un modo expreso de las varias clases de muchachos que acudían al atorio, sino de un modo general, esto es, de la 
mayoría de los que acudían, y de que, en general, había en el Oratorio jóvenes de aquéllos a los que la circular se refería. Por consiguiente 
el joven honrado y bondadoso, tenido por tal por todos, y al que se le había confiado el cargo de catequista, no debía dar mal sentido a un 
párrafo que no era para él; más aún, debía gloriarse de acudir a ((374)) un Oratorio tal para cooperar a una buena obra. 

»Y así diciendo, citaba don Bosco los nombres de muchos jóvenes 
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distinguidos, hijos de honorables familias, y de respetables señores que iban al Oratorio para este fin: y terminaba observando que ninguno 
de ellos había pensado haber sido ofendido por él, y que era imposible suponer que don Bosco concibiese la loca idea de quererlos ofender 
injustamente y para su propio perjuicio. 

»Pero aquel mozalbete, que juntamente con los otros dos, había sido enviado por los adversarios para imponer una reparación de honor, 
inflamado por la ira y sin entender ni escuchar las razones de don Bosco, profería palabras injuriosas y vulgares contra él y contra todos los 
muchachos del Oratorio, diciendo que don Bosco se había pintado verdaderamente a sí mismo y a los suyos en aquella circular, y que, por 
tanto, habían hecho muy bien sus propios compañeros en alejarse de una madriguera de semejante gentualla. El guante del desafío había 
sido arrojado y yo lo recogí en nombre de todos los muchachos que se habían acercado y bramaban de cólera. Con los puños cerrados 
avancé contra aquel mal nacido, pero don Bosco me detuvo con la benevolencia de un padre amantísimo, que sabía compadecer. Y 
tomando la defensa de los hijos ultrajados, reconvino severamente al insensato, llamándole pilluelo, y amenazándole con echarlo del 
Oratorio. Visto el panorama poco halagüeño, plegó alas y se retiró con los otros dos; pero, poco tiempo más tarde, se dio a conocer por lo 
que era; se juntó a compañías tan escandalosas que, irreparablemente, perdió entre los que lo conocían, aquel honor, del que se 
vanagloriaba tan celosamente.» 

Los clérigos del Oratorio no tomaron parte alguna en estos alborotos, y a don Bosco no le gustaba hablar de ello. El clérigo Ascanio 
Savio decía: 

-Nunca oí a don Bosco hablar mal de ningún enemigo suyo. A mí, que dejé escapar en una ocasión una pequeña crítica, me hizo una 
pronta y benévola corrección. 
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((375)) 

CAPITULO XXXIII 

ASECHANZAS DE LOS ADVERSARIOS DE DON BOSCO -COMIDAS Y MERIENDAS A COSTA AJENA -EFECTOS DE LAS 
MURMURACIONES -EL ARZOBISPO NOMBRA A DON BOSCO DIRECTOR JEFE DE LOS TRES ORATORIOS -CARTA 
LAUDATORIA DE MONSEÑOR FRANSONI PARA EL DIRECTOR DEL ORATORIO DE VANCHIGLIA -DON BOSCO 
DESPACHA A LOS PERTURBADORES -NUEVOS METODOS Y NUEVOS CATEQUISTAS -RECONCILIACION -UNA CAJA DE 
FOSFOROS 

DON Rodrigo y sus emisarios no cesaban de acercarse de vez en cuando al Oratorio de Valdocco para invitar a los mayores a ir de paseo 
con ellos fuera de la ciudad, pagándoles la comida y la merienda en restaurantes; así que en casi todas las fiestas faltaba a las funciones 
cierto número de muchachos. Tenían particularmente la manía de separar de don Bosco a Brosio, que parecía ser, y lo era, su brazo 
derecho. Le ofrecieron dinero y regalos a fin de que sirviera a su partido, pero quedando como vigía en Valdocco. Un beneficiado de San 
Juan le prometió muchas ventajas, si se inscribía y frecuentaba el Oratorio de los filipenses. Pero Brosio, que quería preparar su ofensiva, 
les hacía buena cara y les daba respuestas ambiguas. 

Así describe él las asechanzas de los adversarios de don Bosco. 

«Vino don Rodrigo cierto día de fiesta a invitarme para un paseo al campo, y yo se lo comuniqué inmediatamente a don Bosco, ((376)) 
aún cuando él mismo me había prohibido le hablase de aquellas desagradables reuniones. Don Bosco me permitió aceptar, y yo fui con 
gusto para ver el cariz que tomaban las cosas. Al domingo siguiente, después de las funciones de la mañana, salí del Oratorio para 
encontrarme en el punto convenido, esto es en Puerta Palacio. Allí estaban ya los otros compañeros que me esperaban con los señores jefes 
de la pandilla, los cuales creían que yo no me presentaría. Al verme aparecer, lo celebraron y, satisfechos, me besaron y abrazaron. Don 
Rodrigo exclamó: 

»-Hoy será mayor nuestra fiesta, porque contamos con nosotros a nuestro íntimo amigo, a nuestro querido bersagliere. 

»Salimos, tomamos la carretera de Milán, fuimos andando hasta 
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el mesón del Centauro, donde, apenas llegados, nos sirvieron unos refrescos. Al mediodía nos presentaron una comida estupenda: no se 
podía esperar más. Exquisitos y abundantes vinos. Después de comer, empezaron las diversiones. 

»Jugamos a las bochas, cantamos, corrimos y siempre se nos sirvieron óptimos vinos. Pasóse así toda la jornada. Al anochecer volvimos 
a la ciudad y, al llegar a Puerta Palacio, nos fuimos todos no a la Bendición, sino a tomar un café, y después nos separamos para ir cada 
cual a su casa con la invitación de volver a encontrarnos todos el próximo domingo por la mañana, en la iglesia de San Martín. 

»Yo, en vez de irme a casa, fui al Oratorio para contar a don Bosco todo lo sucedido y preguntarle qué debía hacer al domingo siguiente. 
Don Bosco, después de oírme hasta acabar, me dijo que acudiera allí. Al domingo siguiente nos encontramos en la iglesia indicada. 
Acabada la misa, nos llevaron al café llamado de las Galerías de San Carlos, que se encontraba en Puerta Nueva (hoy vía de Roma) para 
desayunar. 

((377)) »En estas dos ocasiones, nos insistieron en los sermones para que abandonáramos el Oratorio; nos decían que Dios está en todas 
partes y que en cualquier lugar podíamos santificarnos, si queríamos. 

»Volví por la tarde al Oratorio para dar cuenta de todo a don Bosco y le comuniqué la nueva invitación para una merienda al domingo 
siguiente: pero don Bosco no me dejó que volviera con aquella gente. 

»Don Rodrigo me regaló seis escudos de plata (treinta liras) creyendo que de este modo lograría mejor su deseo de afiliarme para siempre 
a su grupo. Yo no quería aceptarlos; pero tantas razones me dio, al poner las monedas en mi mano, que me quedé helado y de piedra, como 
una estatua de mármol. Apenas tuve los dineros, perdí la tranquilidad, me entró remordimiento creyendo que había traicionado a don 
Bosco sólo con haberlos aceptado, y los entregué como limosna inmediatamente a un pobre padre de familia que andaba muy necesitado. 
Corrí después al Oratorio para exponer a don Bosco lo sucedido, y él me dijo que podía haberme quedado el dinero sin ningún escrúpulo, 
pero que había hecho una obra buena al darlo de limosna». Hasta aquí Brosio. 

A don Rodrigo no le faltaba el dinero: lo tuvo en abundancia durante mucho tiempo, gracias a personas riquísimas, que creían 
sinceramente estar ayudando a obras de caridad. Pero, como siempre 
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se le va a uno la boca a donde está el corazón, sucedió que don Rodrigo, que tenía muchas relaciones en la ciudad, desprestigiaba al pobre 
don Bosco, con pasión que él llamaba celo; y con ello perdió las amistades de muchos de los que le socorrían. Creemos pertenece a 
aquellos tiempos el hecho que narró el teólogo Leonardo Murialdo, con relación a la mansedumbre de don Bosco: 

«Me refería un día confidencialmente el perjuicio ocasionado por personas que ((378)) habían murmurado de él y lo que él mismo se 
creyó obligado a decir al jefe de los murmuradores: -Considere el perjuicio que usted me ha hecho, le dije: me ha obligado a cambiar de 
bienhechores. -Don Bosco no dudaba del crecimiento de sus obras, porque estaba seguro de que siempre contaría con cooperadores, pero 
sentía el cambio, ya que se le apartaban algunos de sus primeros y queridos apoyos». 

Pero monseñor Fransoni se sumaba a la ayuda de don Bosco en esta lucha. Informado en el destierro, de aquellas malas artes, animó 
primero a don Bosco y después quiso defenderle. Le nombró oficialmente Director General de todos los Oratorios por él fundados, con el 
siguiente decreto. 

LUIS DEI MARCHESI Y FRANSONI
Caballero de la Suprema Orden de la Anunciación
por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica
Arzobispo de Turín


Saluda 

Al Muy Rvdo. Sr. don Juan Bosco, de Castelnuovo, secerdote de nuestra Diócesis: 

Al congratularnos con Vos, digno sacerdote del Señor, que con industriosa caridad habéis sabido organizar la nunca bastante alabada 
Congregación en favor de los muchachos pobres del Oratorio público de San Francisco de Sales, en Valdocco, creemos justo testimoniaros 
por la presente, nuestro total agradecimiento, nombrándoos efectivamente Director General Espiritual del Oratorio de San Francisco de 
Sales, al que queremos sigan unidos y dependientes del mismo, los de San Luis Gonzaga y del Santo Angel Custodio, a fin de que la obra, 
emprendida con tan felices ((379)) auspicios, progrese y se amplíe en el vínculo de la caridad, para verdadera gloria de Dios, y edificación 
del prójimo, confiriéndoos todas las facultades, que para tan santo fin son necesarias y oportunas. 

Mandamos mientras tanto insertar en las actas de nuestra Curia 
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Arzobispal el presente decreto original, facultando a nuestro Canciller para sacar copias del mismo. 

Dado en Turín, al treinta y uno de marzo del año mil ochocientos cincuenta y dos. 

Firmado: FELIPE RAVINA, Vic. General,
y suscribe: VALLADORE, Canciller


Copia, conforme con el original. 

Turín, 12 de mayo de 1868
Doy fe
Teól. GAUDE Pro Canciller 1.


((380)) El Arzobispo enviaba también el siguiente testimonio de aprecio al teólogo Murialdo, que tanto colaboraba para la realización de 
los proyectos de don Bosco en el Oratorio de Vanchiglia. 

LUIS DEI MARCHESI Y FRANSONI
Caballero de la Suprema Orden de la Anunciación
Caballero de la Gran Cruz


Condecorado con la gran insignia
de la Orden de San Mauricio y de San Lázaro
por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica


Arzobispo de Turín 

Saluda: 

Al Muy Rvdo. Sr. Teólogo Norberto Murialdo 1, sacerdote de Turín. 

Considerando la voluntaria diligencia y caluroso celo, con que, como digno sacerdote, atendéis diligente y asiduamente a la institución 

1 Los favores y facultades concedidos por la Autoridad Eclesiástica de Turín al Oratorio de San Francisco de Sales eran éstos: 

1.° Celebrar la Santa Misa, rezada y cantada, dar la Bendición con el Santísimo, hacer Triduos, Novenas, Ejercicios Espirituales; 

2.° Enseñar el Catecismo, predicar, preparar a los niños para la Primera Comunión, para la Confesión y Confirmación; 

3.° Facultad para cumplir en cualquiera de nuestras iglesias el precepto Pascual, tanto los niños, como los adultos que allí acudieren. 
Bendecir ornamentos sagrados, hábitos eclesiásticos e imponérselos a los jóvenes que manifestasen vocación sacerdotal, pero destinados al 
servicio de los Oratorios e internados en el Hogar anejo. 

Estas facultades dejaban a veces incertidumbres a la hora de ejecutarlas. Por esto el mismo monseñor Fransoni, con decreto del 31 de 
marzo de 1852, las concedía absolutas y sin limitación, es decir, concedía todas aquellas facultades que fueran útiles o necesarias para la 
buena marcha de todo lo que sucedía en la dirección del Oratorio de San Francisco de Sales, en Valdocco, de San Luis, en Puerta Nueva y 
del Angel Custodio en Vanchiglia. 

1 Norberto Murialdo. No es el Leonardo Murialdo de la página 377. Son personas distintas, aunque parientes. Leonardo -hoy San 
Leonardo-, ayudaba a don Bosco en el Oratorio de San Luis; Norberto, en el Oratorio del Santo Angel. (N. del T.). 

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cristiana de los muchachos pobres, que se reúnen en el Oratorio público del Santo Angel Custodio, en la zona de Vanchiglia de esta 
ciudad, creemos apreciar vuestro trabajo dándoos, por la Presente, público testimonio de nuestro pleno agradecimiento, nombrándoos 
Director Espiritual efectivo de dicho Oratorio, con la única condición de que a través de Vos se conserve siempre fielmente la unidad y la 
dependencia del señor Juan Bosco, Director General del Oratorio de San Francisco de Sales en Valdocco y fundador de esta pía institución 
confiriéndoos las facultades necesarias y oportunas para tan santo fin. 

Mandamos mientras tanto insertar en las actas de nuestra Curia ((381)) Arzobispal este decreto original, facultando a nuestro Canciller 
para sacar copia. 

Dado en Turín al treinta y uno de marzo de mil ochocientos cincuenta y dos. 

Firmado en el original por: FELIPE RAVINA, Vic. Gen. 

Sellado y suscrito: VALLADORE, Canciller 

Es copia del original 

VALLADORE, Canciller 

Una derrota más clara no podían esperarla los adversarios de don Bosco. Todas sus pretensiones de supremacía en los tres Oratorios se 
habían convertido en humo. «Seis cosas hay, dicen los Proverbios, que aborrece Yahvéh, y siete son abominación para su alma: ....el 
testigo falso que respira calumnias y el que siembra pleitos entre los hermanos»1. 

Pero »qué sucedía mientras tanto con los antiguos catequistas? 

No se habían atrevido a abandonar del todo a don Bosco; sino que los domingos por la mañana se presentaban a él un instante y luego 
acudían al nuevo centro, donde les esperaba don Rodrigo. Por la tarde no aparecían, ya que todos se reunían en el Oratorio de San Martín. 
Un día dijo don Bosco a Carlos Gastini estas textuales palabras: 

-Me abandonan todos, pero yo cuento con Dios y »qué puedo temer? La obra no es mía, sino suya: El pensará cómo llevarla adelante. 

Durante algunos domingos don Bosco aguantó; pero viendo que la pesada broma continuaba, decidió acabar con ((382)) los que querían, 

1 Prov. VI, 16-19. 
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como vulgarmente se dice, meter un pie en dos zapatos. Un día de fiesta, por la mañana, aparecieron según su costumbre y él los reunió en 
su comedorcito. Le habían regalado una campana de mano para que, al tocarla en el patio, acudieran todos los muchachos a misa. Don 
Bosco calculó que había un segundo fin en la intención del regalo por parte de algunos de ellos. Sin embargo comenzó dándoles las 
gracias, pero terminó diciéndoles francamente y con calma: 

-No estoy contento de vosotros: el que se quiera ir, váyase; el que no quiera venir más por aquí, quédese donde más le guste. Yo me 
formaré nuevos catequistas. He empezado otras veces desde el principio y también hoy estoy dispuesto a comenzar. 

Dicho esto, les miró fijamente con cara sonriente y se retiró. 

Aquéllos, mal aconsejados, volvieron todavía al domingo siguiente: se acercaron a don Bosco, sin darle ninguna señal de afecto, después 
desaparecieron y no se dejaron ver más en el Oratorio de San Francisco de Sales. 

En el de San Martín merendaban pollo, salchichón, dulces, fruta, vino y otros manjares. Pero »estaban verdaderamente contentos? Uno 
de ellos se encontró un día con el compañero Francesia y le dijo: 

-Allí en San Martín estamos bien; pero nos falta algo que nos hacía ir con más gusto al Oratorio de Valdocco. 

Este algo era don Bosco con su paternal afabilidad y su cariño, totalmente desinteresado. 

En efecto, aquellos jóvenes, pasados los ímpetus de los primeros años, revivieron de tal modo su afecto hacia don Bosco, que, vueltos a 
su lado, fueron amigos suyos afectuosos y fieles durante toda su vida. Don Bosco se lo recompensaba. No había olvidado los servicios que 
le habían prestado como catequistas a él y al Oratorio; y olvidó los disgustos que le habían proporcionado en un momento de 
apasionamiento. Así que, recibía siempre con gran satisfacción a los que, después de haber conseguido ((383)) honrosos puestos en la 
sociedad, iban a visitarlo o a pasar el día a su lado; colocó en su casa a otros necesitados, y alguno obtuvo empleo y el sueldo 
correspondiente en los talleres del Oratorio, ya que, por su escaso valer para el trabajo, no habría podido ganar lo necesario para su propia 
familia. 

Brosio, al ver que en aquellos momentos no era posible una reconciliación, lleno de indignación, rompió toda amistad con los 
innovadores. Y sigue escribiendo: 

«A la gran masa de muchachos no le importaban nada los caprichos 
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de aquellos señores, y todos estaban por don Bosco. Don Rodrigo andaba enojado por ello al ver su fracaso, y don Bosco para desinflar sus 
artificios aumentó las atracciones con juegos nuevos y divertidos. Como quiera que el patio no era lo suficientemente ancho para nuestras 
maniobras y las partidas de bochas, salíamos a jugar y a hacer los ejercicios militares en el campo vecino, donde ahora está la iglesia de 
María Auxiliadora. Muchas veces, para dar mayor desahogo a nuestro batallón, llegábamos hasta los prados del barrio de San Donato, 
siempre a través del campo, lo que resultaba un paseo militar. Al llegar allí, iba yo a comprar dos grandes cestos de fruta con el dinero que 
me había dado don Bosco para este fin y la distribuía entre todos mis soldados. La gimnasia y las carreras estaban a la orden del día. A 
menudo invitaba también a correr a don Bosco, el cual aceptaba y, lo que dejaba a todos estupefactos era que, casi siempre, alcanzaba el 
premio señalado para el que llegase primero a la meta». 

Don Bosco, entretanto, con su férrea voluntad, se había rehecho del todo proveyéndose de nuevos catequistas, tanto más cuanto que una 
parte de los sucesos había tenido lugar a principios de la instrucción cuaresmal. La Cuaresma había comenzado el 25 de febrero y 
terminaba con la Pascua el 11 de abril, y no podía él distraer el personal del Oratorio de San Luis, ni el del Santo Angel Custodio, donde se 
reunía cerca de ((384)) un millar de chiquillos, a los que además se les daba un poco de clase. De los antiguos catequistas de Valdocco no 
le había quedado más que un jovencito de catorce años, Juan Francesia, que todavía vivía con sus padres. Entonces añadió a éste a Juan 
Cagliero y otros internos de su tiempo y a algún clérigo, todos ellos siempre prontos a seguir sus indicaciones. Puede decirse que eran unos 
muchachos; sin embargo, cada uno de ellos atendía a una clase de veinte o veinticinco granujillas y todos se esforzaban por cumplir su 
oficio. Así que, aunque alguno de los alumnos era mayor que su catequista, a ninguno se le pasaba por las mientes querer molestar. 
Además, don Bosco daba vueltas vigilándolo todo. Había ordenado se enseñase el catecismo al pie de la letra, haciendo de vez en cuando 
certámenes públicos y distribuyendo pequeños premios. Los nuevos catequistas, con desenvoltura y prudencia superiores a su edad, 
asistían durante los días festivos a los externos mientras se preparaban para confesarse, durante la santa misa y la plática (que se hacía a 
continuación), las funciones de la tarde y durante los recreos. Frecuentemente se encargaban de repartir el pan a los externos, sobre todo si 
habían comulgado, ya que 
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para muchos de ellos era un gran fastidio permanecer en ayunas hasta ir a comer a casa. Don Bosco estaba satisfecho al ver sus buenos 
resultados, y no se cansaba de repetirles: 

-Por favor, os recomiendo que no dejéis nunca solos a los muchachos, sino que los asistáis siempre, constantemente y en todas partes. 

Y para animarles, les explicaba el lema de San Agustín: Animam 
salvasti, animam tuam praedestinasti (Salvaste un alma: predestinaste la tuya). 

La catequesis cuaresmal tocaba a su fin, bendecida evidentemente por el Señor, y se empezaba el triduo de preparación para la Pascua, 
que quedó impreso en los jóvenes con la siguiente anécdota, así descrita por el profesor Raineri. 

«Estaba próxima la Pascua: Un día de entre semana, por la tarde, don ((385)) Bosco daba la instrucción sobre el tema: Huir de las 
ocasiones de pecado, huir de los peligros. Al llegar a cierto punto dijo: 

»-El que no quiere quemarse, se mantiene lejos del fuego. 

»Y he aquí que, precisamente en aquel instante, se le encendieron unas cajitas de cerillas a cierto chiquillo hortelano, que las guardaba en 
el bolsillo para llevarlas a su casa. Inmediatamente, el humo y el intenso chisporroteo llamaron la atención de todos. Nunca se entendió tan 
rápidamente un precepto, ni se consiguió confirmarlo tan deprisa con un ejemplo. Estallaron las risas y dieron la razón al maestro, que 
también rió; pero su risa se veía, no se oía nunca». 

También se obtenían óptimos frutos en los otros Oratorios. En ellos don Bosco era siempre ayudado por celosos sacerdotes y por el 
teólogo Borel, el cual pasaba a menudo de un Oratorio a otro catequizando y predicando con admirable ardor y eficacia. El, sin embargo, 
iba a ellos de vez en cuando, y ícon qué alegría, con qué vítores era recibido por los muchachos! En estas ocasiones solía predicar él 
mismo, y después de las funciones, procuraba tener junto a sí a los muchachos, a cada uno de los cuales daba un consejo particular, tan a 
propósito y conveniente a su índole, como si siempre hubiera sido su amigo íntimo. Y Dios le bendecía, y muchos muchachos que en 
principio daban pocas esperanzas de un buen resultado, salían mejorados de los Oratorios, y se convertían en hombres fieles y honorables 
en los empleos que ocupaban. 

Terminadas las fiestas pascuales, los nuevos catequistas, que pertenecían a la Compañía de San Luis, siguieron con mayor ardor y 
extendieron su misión a los alumnos internos. Don Bosco quería que todos aprendiesen los oficios sagrados y el canto gregoriano, y en 
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1852, lo mismo que había hecho durante el año anterior, el sábado por la tarde no se daba clase, para que aprendiesen las antífonas y los 
salmos de las vísperas del domingo. Todas las tardes, sin embargo, se enseñaba el catecismo ((386)) a los más atrasados en religión, ya que 
don Bosco quería se les admitiera para recibir la comunión apenas fueran capaces de ello. 

-Conviene, decía, que el Señor tome posesión de sus corazones antes que entre en ellos el pecado. 

Esto lo hacía él por sí mismo o a través de sus catequistas, los cuales, suplían también a cualquier maestro que faltase a las escuelas 
nocturnas. 

Se preparaban, además, para las funciones de iglesia. El año 1851, don Miguel Angel Chiatellino escribió una partitura musical, para una 
misa y unas Letanías, que luego regaló a don Bosco. Los muchachos las aprendieron y ejecutaron con mucho gusto, y después siguieron 
interpretándolas los nuevos coros que se formaron año tras año. A más de esto, aprendieron a asistirse mutuamente, motivo por el cual no 
había desórdenes de importancia. A veces, podían sorprender a algunos, ciertas libertades. Como entonces no había edificaciones en torno 
al Oratorio, los muchachos, correteando, llegaban hasta los prados de la ciudadela, casi a medio kilómetro; pero siempre corría con ellos y 
conducía la carrera uno de los más celosos, él les conducía de nuevo atrás, para reunirlos afectuosamente en torno a don Bosco. 

Habíase calmado toda la borrasca en el Oratorio, cuando en el periódico moderado, pero católico, La Patria, apareció un magnífico 
artículo alabando la Historia Sagrada de don Bosco. El sacerdote Cocchis, ocupado entre tanto en otras fundaciones, particularmente en la 
de los Pequeños Artesanos, había confiado la dirección del Oratorio de San Martín a don Pedro Ponte. Este, de vuelta ya del viaje con la 
marquesa Barolo, se dedicó con entusiasmo a la instrucción de los hijos del pueblo hasta 1866. Aquel año se retiró y entregó su Oratorio a 
la sociedad de San Vicente de Paúl, la cual confió al Rector de los Pequeños Artesanos la dirección espiritual. Hoy, trasladado a la otra 
parte del Dora, con local propio, recoge en las fiestas a más de cuatrocientos muchachos. 
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((387)) 

CAPITULO XXXIV 

EXPLOTA EL POLVORIN -HEROISMO DEL SARGENTO SACCHI -EL SOMBRERO DE DON BOSCO -VISIBLE PROTECCION 
DE MARIA -SUCESOS DIVERSOS -UNA PALOMA -UNA VIGA ENCENDIDA -EL NIÑO GABRIEL FASSIO -EL 
PADRENUESTRO Y EL AVEMARIA A SAN LUIS -DESPERFECTOS EN EL ORATORIO -VALDOCCO, LUGAR DE REFUGIO 
-SUBVENCIONES -UNA ESTATUA CONMEMORATIVA -DON BOSCO Y LA PEQUEÑA CASA DE LA DIVINA PR0VIDENCIA 

EL año 1852 aconteció una terrible desgracia. Poco faltó para que la ciudad de Turín se convirtiera en tumba de todos sus habitantes bajo 
un montón de ruinas. 

En el arrabal del Dora, y junto al cementerio de San Pedro ad Víncula, se levantaba una fábrica de pólvora con tres almacenes, en los que 
había varios millares de kilos de explosivos. El barrio y la ciudad entera tenían en su seno un gran peligro. 

Eran las once y cuarenta y cinco minutos de la mañana del veintiséis de abril. La imperfección de una máquina hizo que estallara una 
chispa en uno de los laboratorios. En menos que se dice amén, el fuego llegó a dos cribas laterales, pasó a las clasificadoras y de éstas a la 
pólvora extendida por el suelo. Corrieron las llamas a un pequeño almacén, de éste a otro ((388)) muy próximo y ambos estallaron con un 
tremendo estruendo, que se oyó a quince millas alrededor. Se bamboleó la ciudad, se desquiciaron las puertas y se rompieron los vidrios de 
las ventanas. La enorme fábrica de pólvora saltó por los aires, hundiéronse las casas vecinas, dos filas de añosas moreras saltaron de cuajo 
como tiernas hierbecillas; piedras, clavos, barras de hierro, vigas encendidas volaban por los aires y caían sobre los edificios, por las calles 
y plazas, como proyectiles de una inmensa bomba, llevando ruinas y muerte. A unos cuatrocientos metros de distancia cayeron piedras de 
diez, quince y veinte quintales cada una. Veintiún hombres de la fábrica murieron sepultados bajo los escombros, y treinta y cinco 
quedaron malheridos. Una densa nube de humo se extendió, como fúnebre manto, sobre la ciudad, ocultó los rayos del sol y la llenó de 
espanto: parecía llegado el fin del mundo. Gritaban unos, lloraban otros, algunos huían sin saber adónde 
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porque se ignoraba el origen y la causa del desastre. Poquito a poco iba cundiendo la voz, y eran muchos los que corrían desde el centro de 
la ciudad hacia el polvorín, pero, al llegar cerca del mismo, eran empujados hacia atrás por la muchedumbre que huía de los barrios 
próximos anunciando inminentes y más graves desastres. Algunos valientes, juntamente con los soldados y los guardias, el alcalde Bellone 
con las autoridades civiles, y el mismo rey Víctor Manuel con el duque de Génova y los ministros, se presentaron en el lugar de la 
desolación. Y con ellos, nuestro don Bosco. 

Se hallaba él, en el preciso momento del primer estruendo en el salón de exposiciones de objetos para la Tómbola. Al oír la explosión, 
que sacudió todos los edificios, descendió a la calle para saber qué había sucedido. En aquel instante se oyó el segundo estruendo, y un 
momento ((389)) después cayó a su lado un saco de arena, faltando poco para darle encima. No tardó en saber que había estallado el 
polvorín, a poco más de quinientos metros del Oratorio. Corrió enseguida a casa, temiendo hubiera sucedido alguna desgracia, pero la 
encontró vacía. Todos, sanos y salvos, habían escapado a los campos y prados vecinos. Entonces, sin tardanza y sin calcular el peligro, 
voló al lugar del desastre, para prestar a algún desgraciado los socorros del caso. Por el camino se encontró con su madre que, en vano, 
intentó detenerle. Tropezóse también con Carlos Torratis y le ordenó: 

-Vuelve atrás, ve a buscar a las monjas que han salido de sus conventos y andan por calles y plazas; acompáñalas a todas a la plaza 
Paesana. Allí hay un ómnibus para llevarlas a Moncalieri, a casa de la marquesa de Barolo. 

Tomatis corrió y cumplió el encargo recibido, sin poder comprender cómo don Bosco, sin comunicación anterior alguna, conociese lo 
dispuesto por la Marquesa en aquella apurada situación. Mientras tanto, llegó don Bosco al lugar y se abrió paso por entre las inmensas 
ruinas. 

íEra un espectáculo desgarrador! íCadáveres despedazados, piernas y brazos esparcidos por uno y otro lado! íGritos desgarradores que 
salían todavía de las humeantes ruinas! Y, lo que era más espantoso aún: el miedo a un tercer estallido inminente, que habría causado la 
muerte a los más próximos y también a los lejanos. Afortunadamente los dos almacenes, que se habían incendiado y producido tan 
horrendo estrago y ruina, no contenían más que unos pocos quintales de pólvora; pero a pocos metros de ellos había todavía un tercero, ya 
sin techo, y con todos los edificios circundantes en llamas 
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que llenaban el aire de chispas, y que guardaba más de cuarenta mil kilos de pólvora... 

Era un terrible volcán, que, si se encendía, haría estallar de punta a cabo, no sólo el arrabal del Dora, sino una buena parte de Turín. 
((390)) El peligro era inminente. »Cómo salvar a la ciudad? La salvaría María Santísima por mano de un devoto suyo, cuyo nombre es de 
justicia destacar para la posteridad. 

Fue éste el sargento Pablo Sacchi de Voghera, jefe de los obreros de la fábrica, liberado milagrosamente del horrible estrago. Dos veces 
cayó a tierra, como muerto, por la violencia de las explosiones. Pero se levantó, e invocando a la Santísima Virgen, con los miembros 
magullados, la cara, la cabeza y las manos chamuscadas, sangrando por los oídos reventados, en medio de una indescriptible confusión, 
entre los cadáveres de sus compañeros, y los llantos y gritos desesperarados de los heridos, demostró una perspicacia y desplegó un coraje 
superiores a todo encomio. Después de vencer los repetidos desalientos que le habían ocasionado los horrendos estruendos, advirtió que 
todavía estaba indemne el tercer almacén, pero que el fuego llegaba a una manta que se encontraba cerca. No se amedrentó ante el peligro 
de una muerte próxima: empujado por una fuerza superior corrió, entró jadeante, agarró la manta, la arrastró fuera y permaneció impávido 
en el lugar reclamando ayuda. Inflamados por su heroísmo acudieron inmediatamentea algunos ciudadanos; sumáronse soldados y 
bomberos y se organizó un rápido servicio. Unos intentaban apagar el fuego, que brotaba aquí y allá y otros sacaban del gran almacén los 
ochocientos barriles de pólvora que allí había. 

El conde Cays allí presente aconsejaba, ayudaba, transportaba heridos. Sacchi se apresuraba a cubrir los barriles con mantas impregnadas 
de agua. Los trabajos, en medio de un temblor general de todos, duraron hasta las cuatro de la tarde. Turín se salvó de la angustia de aquel 
día ((391)) por intervención de María Santísima y gracias al heroico comportamiento de un hombre que, en tan atroz aprieto, puso en Ella 
toda su confianza. Era digno de verle, mientras vivió, postrado cada sábado ante el altar de nuestra Señora de la Consolación cumpliendo 
un voto de agradecimiento, no sólo por haberle salvado, sino por haberle convertido en el salvador de sus hermanos. Este hombre sencillo 
y honorable, en medio de singularísimos sucesos de su vida juvenil, que parece haber sido guardado y preparado por Dios para la noble 
misión de salvar a Turín, recibió durante los primeros días lisonjeras demostraciones de aprecio y honor 
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por parte de todos los ciudadanos, pero no tardó en sufrir las amarguras de la ingratitud. Había cometido para algunos el error de atribuir 
públicamente su heroísmo a la Virgen Santísima. En efecto, repetía: 

-No, yo no soy el salvador de Turín. Es la Virgen de la Consolación quien la ha salvado. 

Por ello fue pronto víctima de sarcasmos, burlas mordaces y escarnios por parte de aquéllos en cuyos oídos suena mal el nombre de Dios 
y de su Santísima Madre. Los periódicos ilustrados le trataron de hipócrita y santurrón. Sin embargo, el Gobierno le concedió la medalla de 
oro, que le fue impuesta ante las tropas; la Guardia Nacional le otorgó una medalla de plata y el Municipio le rindió honores de ciudadano 
esclarecido, dedicóle una calle con su nombre y una pensión vitalicia de mil doscientas liras anuales. Pero ni alabanzas ni burlas, ni 
honores ni insultos lograron cambiar los sentimientos de Pablo Sacchi ni alteraron su profunda devoción a la Virgen. Así se mantuvo hasta 
el 24 de mayo de 1884, fiesta de María Auxiliadora, último día de su vida. Con el grado de capitán había acudido como cada día, en 
compañía de otro capitán, natural de San Jorge Canavese, amigo suyo, para hacer la adoración en la iglesia de las Sacramentinas. Como 
quiera que ((392)) el Arzobispo Gastaldi había prohibido servir a las funciones sagradas sin revestirse de sotana, él y su compañero se 
hicieron afeitar los bigotes a fin de ponérsela para poder ayudar a misa. Lo cual no era fácil sacrificio para viejos militares. 

Don Bosco tuvo el consuelo de impartir todavía la absolución a un pobre obrero que, sacado de entre las ruinas, con una costilla rota y 
todo el cuerpo magullado, exhalaba a poco el último suspiro. Aunque no le permitieron ayudar en los difíciles trabajos materiales, sin 
embargo, su sombrero prestó un buen servicio. Había urgente necesidad de llevar agua en lo más recio del peligro, para impedir que el 
fuego llegase a las mantas extendidas sobre los barriles de pólvora. Como no encontrara ningún otro recipiente, Sacchi agarró el sombrero 
de don Bosco y se sirvió de él como pudo, hasta que llegaron los cubos y las bombas. «Hace todavía poco, escribe don Juan Bonetti, me 
hablaba en 1877 el valiente sargento de este episodio con gran satisfacción». 

Verdaderamente reinó la general persuasión de que sólo una especial protección del cielo salvó a Turín de ulteriores desastres. Los 
primeros en experimentar los efectos de la celestial intervención fueron los asilados en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, 
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llamada el Cottolengo. El piadoso Instituto se levantaba a poca distancia del polvorín; algunos de sus edificios distaban solamente de 
ochenta a cien metros. En consecuencia la terrible explosión derribó tejados, paredes y cielos rasos. Muebles, armarios y cómodas 
quedaron desbaratados. Enseres de todo orden saltaron por los aires con gran estrépito. Puertas y ventanas fueron arrancadas de cuajo. Por 
todas partes llovían vigas, trozos de madera y de hierro, piedras, ladrillos y escombros de todo género. Pero, en medio de tanta ruina, en 
medio de una lluvia de mortales proyectiles, en medio de ((393)) tan grandes peligros, ni uno solo, de los mil trescientos asilados en el 
Instituto, fue herido. Allí había enfermos, ciegos, tullidos, locos, niños y ni uno solo sufrió el menor golpe o rasguño. Muchos vieron pasar 
la muerte antes sus ojos; viéronla blandir la terrible guadaña sobre su cabeza; mas sin tocar a ninguno. Sobre el lecho donde yacía un 
enfermo, rompíase un trozo de cielo raso, que caía a los pies o a los lados. Estaba a punto de derribarse en otra parte la pared, mas se quedó 
como suspendida en el aire, dando tiempo para apartar la cama con su enfermo. En los dormitorios de los niños se hundió el tejado, 
cayeron muchísimas tejas, pero ni una sobre las camitas y las cunas de los inocentes. La enfermería de las muchachas subnormales tenía 
más de veinte camas y hacía tres años que nunca había estado vacía, sobre todo antes del mediodía. Pues bien, aquella mañana, como sí 
presintieran lo que iba a suceder, todas se habían levantado y se habían reunido en la habitación contigua. Mientras tanto tuvo lugar la 
explosión y cayó sobre aquella enfermería una larga y gruesa viga que rompió el techo y fue a parar en mitad de la habitación, arrastrando 
tras de sí la mayor parte del cielo raso y destrozando hasta las camas de hierro. Pero las camas estaban vacías. 

Hubo unos hechos inexplicables y consoladores, que demuestran la visible protección de la Virgen, y que se refieren a sus imágenes. Por 
todas las habitaciones se veían alacenas, armarios caídos por tierra y puertas desgajadas de los muros con el violento estallido: sin 
embargo, en todas se veía colgado todavía de la pared el cuadro de la Virgen. En la enfermería, llamada de Santa Teresa, había una estatua 
de María dentro de una campana de cristal a la altura de dos metros: campana y estatua cayeron sobre el pavimento, ((394)) pero quedaron 
totalmente intactas. Las ventanas del largo dormitorio de los huérfanos, que daban hacia el polvorín, estaban tapiadas con ladrillos. Llegó 
la catástrofe, aquellos muretes se cayeron, salvo dos en los que colgaba el cuadro de María Santísima. En un corredor subterráneo, que une 
una parte de la casa con la otra, había, a la altura de 
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más de tres metros, una estatua de madera de la augusta Reina de los Cielos colocada en un nicho. A la explosión, la pared vino a tierra y la 
estatua, como si hubiera descendido lentamente de su nicho, apareció derecha sobre su base y rodeaba de escombros. Daba la impresión de 
que estaba viva y de que había bajado a consolar desde más cerca a los que buscando salida y refugio, transitaban por aquel corredor. En el 
Oratorio privado, llamado el Santuario, muy querido de siempre por el venerable Cottolengo, había colgados de la pared cerca de 
trescientos cuadros de varias dimensiones, con su correspondiente vidrio o cristal, con fotografias de los santuarios más célebres y 
milagrosos, levantados por el mundo en honor de la madre de Jesús. Estaba situado enfrente del polvorín, expuesto por consiguiente al 
primer ímpetu de la violenta explosión y sin defensa. Pues bien: estalló cerca el tremendo volcán; en la habitación contigua al Santuario, 
protegido por el muro, cayeron por tierra grandes y pesados armarios, se arruinó una parte del techo, se destrozó la puerta, y la tranca de 
hierro que la cerraba se retorció como una cuerda o blanda cera. »Y los cuadros? Los cuadros del Santuario permanecieron en su puesto 
con sus correspondientes cristales intactos. En la iglesia de la comunidad y en la capilla del Santo Rosario había también una estatua de 
María, encerrada en un nicho. A la distancia de seis metros se abrió el gran arco que sostenía la cúpula de la iglesia; el órgano, colocado en 
lo alto de una tribuna, cayó por tierra a la distancia de unos pasos; quedó abierto de par en par ((395)) el marco con grandes cristales que 
cerraba el nicho; pero la estatua de María, como Señora y Reina, permaneció inmóvil con su corona en la cabeza y apenas si permitió que 
le cayera de la oreja uno de sus pendientes. 

Pero, con lenguaje todavía más elocuente, demostró la poderosísima Virgen su visible protección aquel día. He aquí dos hechos. 

En el atrio de entrada al pío Instituto del Cottolengo, junto a las dos puertas que dan a la vía pública, había, y hay hoy todavía, colgado 
de la pared, un cuadro de un metro de altura con la imagen de nuestra Señora de la Consolación pintada por mano maestra. El cuadro 
estaba, como hoy lo está, defendido por un cristal cercado de flores, de corazones de plata y otros lindos adornos. Los que entran y salen 
suelen recitar una avemaría ante la venerada imagen. El atrio se encontraba, por la parte interior que da al patio, frente al polvorín y sin 
ninguna protección de por medio. Así que, al estallar los dos almacenes se produjo tal sacudida, que se abrieron violentamente hasta las 
puertas cerradas del Instituto: más de diez mil cristales 
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de sus ventanas se hicieron añicos juntamente con los marcos desvencijados y apedazados; por toda la calle Dora Grossa y otras de la 
ciudad, a más de un kilómetro, no quedó un cristal intacto en las ventanas; en el atrio mencionado cayó una lluvia de proyectiles de toda 
suerte: ladrillos, piedras, hierros y maderas. Los altos y pesados armarios, que allí cerca estaban, vinieron al suelo en un instante. A la parte 
opuesta, esto es, detrás del cuadro, la fortísima puerta de nogal, que da paso a la calle, cerrada con una gruesa cadena de hierro, se abrió en 
dos destrozando la misma cadena, y se rompió el ángulo de la pared, en la cual ((396)) estaba colgado el cuadro de la Virgen... 

Y algo admirable. El cuadro entero, con su cristal y con todos sus adornos, siguió inmóvil. Parecía que la hermosa imagen de María, con 
amable aspecto, dijese a todos sus hijos espantados: Ego sum, nolite timere: aquí estoy yo, vuestra Madre, no temáis, seré vuestro escudo, 
vuestra defensa. 

Un señor que, pocas horas después, entraba por aquel atrio, procedente del interior de la ciudad, al contemplar todavía intacto el cristal 
ante la imagen de María, cuando no se veía uno solo en las casas y se caminaba por las calles sobre vidrios, sintió un misterioso escalofrío 
por todo su cuerpo, y, lleno el corazón de inmensa alegría, se echó a llorar como un niño. Ninguno alcanzó a explicar con las leyes de la 
física, por más que se afanara en ello, todo este conjunto de sucesos, por lo que fue necesario, y aún lo es, acogerse a la mano poderosa del 
Señor y a la protección de su divina Madre, que de esta forma demostraba que velaba por la suerte de Turín. 

Pero hay un hecho que resplandece por encima de todos los demás y que hace palpar el patrocinio de María Santísima en aquel día 
espantoso: es el que vamos a exponer con las mismas palabras del jamás bastante llorado monseñor Luis Anglesio, a la sazón Superior del 
portentoso instituto del Cottolengo desde hacía diez años. 

«Entre la hilera de casas (escribe él mismo) que flanqueaban las dos partes del polvorín, la más próxima, apenas a la distancia de ochenta 
metros, era nuestra humilde casuca de dos plantas llamada Nazaret. Había en la planta baja una veintena de muchachos pacientes de idiocia 
y en la planta superior unos treinta pobres niños, de cuatro a nueve años, enfermos crónicos. Todas las vigas del techo se apoyaban sobre 
una columna colocada en medio de la amplia cámara: sobre ((397)) esta columna y el techo se había levantado otra columna de arcilla dura 
(terracota), una de las que habían servido para uso de las estufas, y sobre esta columna se apoyaba una estatua de la Inmaculada de un 
metro de alta, hueca, 
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de escayola, coronada con un aro de doce estrellas. Habríase dicho que estaba allí como centinela y escudo de la Pequeña Casa, casi como 
para imponer la ley a la naturaleza, al desastre, y marcarles los caminos y sus límites. En efecto, explotaron los dos almacenes de pólvora a 
aquella tan breve distancia y con la larga y dolorosa serie de consecuencias más arriba señaladas; una continua tempestad de proyectiles de 
todo género y peso cayó por todas partes contra la casuca de Nazaret. La columna guarda todavía las huellas de los proyectiles que la 
golpearon, pero la estatua de la Virgen apenas si se movió una pulgada de su base. Allí está intacta e ilesa con su cabeza coronada pero, así 
como antes miraba hacia el atrio de la casa, ahora mira hacia el polvorín. »Cómo no reconocer, saludar y agradecer su fiel custodia y 
amorosa defensa? Porque, en efecto, el tejado quedó totalmente desvencijado y cayó sobre el cielo raso, y éste, rotas las vigas, se desplomó 
juntamente con las tejas en la habitación donde estaban recogidos todos los bebés, unos en sus camitas o sus cunas, otros de pie o sentados 
en sus silletas. Era para pensar que ninguno o muy pocos habrían podido escapar a tanta ruina. Así lo creían y temían todos los que habían 
visto y presenciado el suceso. Corrieron, pues, al lugar para prestar socorro a las inocentes criaturas y ayudar a las monjas enfermeras; 
pero, gracias a la Madre vigilante, que desde lo alto los contemplaba, ni siquiera uno escapó a sus amorosos cuidados. ((398)) Los 
chiquitos más ágiles corrieron fuera de la puerta, al primer estallido, los otros, con dificultad para huir o que de un modo u otro yacían en 
sus camitas, no se sabe cómo, fueron protegidos y se encontraron ilesos e incólumes. Uno de ellos rodó por tierra juntamente con la cuna, 
pero ésta dio una vuelta de campana y quedó cubriendo al niño, defendiéndole de las tejas y de las escombros que le hubieran aplastado. 
Era una escena conmovedora oír en medio de los gritos y gemidos a aquellos chiquillos que repetían: Perdón, Virgen Santísima perdón, 
seremos buenos, seremos buenos». Hasta aquí la pluma de monseñor Anglesio 1. 

Las maravillas narradas, y sobre todo la de la débil columna pareció un hecho tan sigular y tan fuera de lo normal, que hasta unos judíos 
que, atraídos por la curiosidad la vieron, dijeron se trataba de un verdadero milagro. Al día siguiente, giraba por aquellos contornos, 
lanzando blasfemias contra Dios por culpa de aquel desastre, 

1 Maravillas de la Divina Providencia en su Pequeña Casa, etc., por intercesión de la Santísima Virgen. Turín, Pedro Marietti, 1877. 
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un hombre de vida poco ejemplar; pero al llegar frente a la delicada estatua y verla allí inmóvil, con su ligera corona en la cabeza, 
enmudeció: contemplóla un largo rato y soltó estas texuales palabras: 
íAquí debe andar el demonio! De otro modo no podía estar así. Nosotros compadecemos a aquel desgraciado y decimos: El diablo no 
solamente hubiera hecho añicos las imágenes de la Virgen, sino que hubiera derribado de su trono celestial a la mismísima Virgen, si esto 
le hubiere sido concedido. Está, pues, fuera de duda, que la frágil estatua en aquel alto, cercada de tantas ruinas, era un signo visible de la 
invisible presencia ((399)) de María que, cual Madre amorosa, velaba por sus hijos y por toda la ciudad de Turín, a la que salvaba de una 
ruina total. 

La Santísima Virgen no limitó sus vigilantes cuidados a los maravillosos hechos que acabamos de narrar: dio prueba indubitable de su 
maternal solicitud en otros lugares piadosos, expuestos también a graves peligros. Como a unos cuatrocientos metros de distancia del 
polvorín se levantaban tres instituciones de la marquesa de Barolo, el monasterio de las Magdalenas, el Hospitalillo de Santa Filomena y el 
contiguo Colegio, en las cuales había más de quinientas personas entre monjas y jovencitas, sanas o enfermas: todas ellas, de la primera a 
la última, quedaron libres de toda desgracia. En las paredes del Hospitalillo que miran al norte, se veían las señales profundas de los 
proyectiles estallados contra ellas; en el monasterio de las Magdalenas cayó un peñasco de unos diez quintales y todavía se conserva en él 
un armario lleno de piedras, de barras de hierro retorcidas y objetos similares que llovieron sobre el patio, sobre el edificio, y que 
penetraron hasta en las habitaciones y corredores; 
pero ninguna de las más de cien personas que en él se albergaban fue tocada. En el enfermería había dos religiosas enfermas que no se 
levantaban de la cama hacía mucho tiempo. Aquella mañana, hacia las once, pidieron levantarse y salir a tomar un poco de aire en el jardín 
y la superiora, contra su costumbre, se lo concedió. Pues bien, apenas salieron, una enorme viga cayó sobre el techo de la enfermería, lo 
abrió y penetró con tal ímpetu, que destrozó las camas de las dos enfermas. Además, mientras las Magdalenas estaban a punto de romper la 
clausura, con inmenso dolor, y salir en busca de un lugar más seguro, vieron volar una blanca paloma que fue a posarse sobre la cruz que 
coronaba el tejado de su sagrado asilo. Lo tomaron por un feliz presagio y dijeron: 

-Si la paloma levanta el vuelo de allí, ((400)) también nosotras saldremos; y si no, nos quedaremos. 
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El ave permaneció en aquel lugar hasta las cuatro de la tarde, hora en que llegaba un mensajero del Gobierno para advertirles que había 
desaparecido el peligro de nuevas explosiones. 

»Qué sucedió mientras tanto en el Oratorio? 

Una viga encendida, de seis a siete metros de larga, fue a caer a pocos pasos de la casita de don Bosco, la cual, dada su pobre 
construcción, hubiera ardido y se hubiera arruinado, si la mano de Dios hubiera dejado que la viga cayera encima. La nueva iglesia, fresca 
todavía, quitados los andamios poco antes y con la bóveda aún sin tejas, habría podido desplomarse o resquebrajarse; pero la Divina 
Providencia dispuso que, aunque faltaba poco para bendecirla, todavía no tuviera colocadas puertas ni ventanas. Así que, como estaba 
abierta a todos los vientos, el estampido no la sacudió con tanto ímpetu ni le causó daño alguno. La parte del Oratorio más castigada fue la 
destinada a vivienda, ya que sufrió espantosas hendiduras. No es menester decir que no quedó un vidrio sano: las ventanas cerradas se 
abrieron con tal violencia que, al chocar contra el muro, se hicieron pedazos. Una puerta de la capilla que daba al norte, hinchada con la 
humedad del invierno y con la cerradura enmohecida, no se podía abrir hacía algunos meses; pero el estallido liberó al sacristán de toda 
suerte de preocupaciones, porque no solo la abrió sino que la arrancó de quicio, arrojándola en medio de la capilla. Lo mismo sucedió en 
una habitación de la planta baja que servía de cantina. También fue arrancada la puerta de la pared, y durante algunos días los muchachos 
hubieran podido entrar tranquilamente a beberse el vino de mamá Margarita; mas, por desgracia, no había. 

Se dio otro suceso extraordinario y hasta sobrehumano que vamos a contar. 

Había entre los internos ((401)) un tal Gabriel Fassio, muchacho de trece años de excelentes costumbres y eximia piedad. Trabajaba de 
herrero. Don Bosco había predicho que moriría pronto, le apreciaba mucho y solía ponerlo por modelo. Decía muchas veces: 

-íQué bueno es! 

Sucedió, pues, que este jovencito cayó enfermo, un año antes del fatal suceso y llegó a las puertas de la muerte. Había recibido los 
últimos sacramentos, cuando de pronto un día, iluminado por el Cielo, empezó a repetir: 

-íAy de Turín, ay de Turín! 

Algunos compañeros que estaban a su lado, le preguntaron: 

-»Y por qué esos ayes? 

-Porque un grave desastre amenaza a la ciudad. 
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-»Cuál?
-Un terremoto horrible.
-»Cuándo será?
-Para otro año. íAy, ay de Turín el veintitrés de abril!
-»Y que tenemos que hacer?
-Rezar a San Luis para que proteja al Oratorio y a los que habitan en él.
Poco más tarde moría santamente en el hospital del Cottolengo.
Dadas sus grandes virtudes y aquel acento, como inspirado, con el que pronunciaba sus lamentos (íay, ay!) los jovencitos de la Casa


quedaron profundamente impresionados y aceptaron respetuosamente el consejo. A petición de los mismos se añadió a las oraciones 
comunitarias de la mañana y de la noche un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, a San Luis, con la jaculatoria: Ab omni malo libera nos, 
Domine (Iíbranos Señor, de todo mal), práctica que dura todavía en nuestras Casas. El periódico A rmonía publicó el hecho y otro 
periódico impío dedujo que los curas eran los que habían prendido fuego al polvorín: era una loca insinuación, que podía encender 
sangrientas pasiones de venganza en ciertos casos. 

El daño material ocasionado por la explosión del polvorín fue inmenso; muchos edificios de los alrededores sufrieron tanto, que hubo 
que derribarlos porque no admitían reparación. El Gobierno nombró una Comisión, encargada de examinar las casas más perjudicadas, 
para conceder una ((402)) subvención a los propietarios más pobres y hacer las reparaciones necesarias. La Comisión fue tambien al 
Oratorio de don Bosco y, vistos los daños, le concedió trescientas liras. La Cámara de Diputados le envió otras doscientas 1. 

No podemos callar otro suceso.
Después de las dos explosiones descritas y el anuncio de una tercera


1 Cámara de Diputados -Comisión de los Cuestores (eran éstos los diputados encargados del orden de la Asamblea). 

Habiendo deliberado esta Comisión de la Presidencia que con motivo de la fiesta del Estatuto, ha poco celebrada, fueran retiradas de los 
fondos de la Cámara y concedidas al Instituto de los Pequeños Artesanos, por vuestra V. S. Ilma. tan dignamente dirigido, doscientas liras, 
me apresuro a ponerlo en su conocimiento, enviándole al mismo tiempo una orden de pago de dicha suma que V. S. podrá retirar, cuando 
le plazca, en la Secretaría de esta Comisión con la simple presentación de la mentada orden. 

Aprovecho la oportunidad para presentar a V. S. Ilma. los sentimientos de mi más profundo aprecio. 

Turín, 14 de mayo de 1852 

El Cuestor
VALVASSORI


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más terrible, que parecía inminente, muchos habitantes de las casas más o menos próximas y hasta algunos enfermos, que apenas si podían 
tenerse en pie, fueron llevados a un campo junto al Oratorio, casi frente a la iglesia en construcción. Allí se reflexionaba sobre el poder, la 
justicia y la misericordia de Dios; allí había unos que pedían perdón, otros que prometían cambiar de vida y otros que se encomendaban a 
todos los santos del cielo. Todos manifestaban gran confianza en el valioso patrocinio de la Virgen María; recordaban los antiguos favores 
por Ella concedidos a la ciudad de Turín, la invocaban en aquel terrible caso, rezaban el santo rosario y lanzaban al aire sus loas. 

((403)) Resultaba hermoso considerar que en aquel campo se levantó más tarde la Basílica de María Auxiliadora, a la que siguen 
acudiendo los afligidos y atribulados de todas partes en busca de ayuda y consuelo, y son escuchados. 

En el entretanto, vuelto don Bosco del lugar del desastre, acogía en su casa y animaba a muchos jovencitos de otros centros que, llenos 
de terror, fueron allí a refugiarse. Durante horas y horas se oía el rumor de los carros que llevaban a otras partes los barriles de pólvora. 
Después de la puesta del sol, llamó don Bosco junto a sí a los internos, temerosos de un nuevo desastre durante la noche, y antes de ir a 
dormir, les exhortó a que fueran buenos, estuvieran tranquilos y confiasen en Dios. Les dio tales razones que los dejó totalmente 
tranquilos. 

La estampa de María Inmaculada con la inscripción Auxilium Christianorum, ora pro nobis, que tenía en su habitación y que nosotros 
guardamos como un tesoro, nos demuestra el motivo de su segura confianza. 

En efecto, como recuerdo de la gracia hizo imprimir en la litografía Doyen cinco mil ejemplares de una hermosa estampa, que distribuyó 
después a los muchachos a fines de junio. Figura en ella, como fondo, la ciudad de Turín y el polvorín en llamas. En lo alto, está Nuestra 
Señora de la Consolación, entre nubes y ángeles, y se ve su santuario entre el caserío. Delante hay unos muchachos de rodillas y en pie, 
con las manos juntas o extendidas a María, y un sacerdote que le señala con la mano derecha, mientras apoya la izquierda sobre el hombro 
de un niño, que contempla extasiado a la Virgen. Se leen dos inscripciones. 

ARRIBA DE LA IMAGEN: Acudid a María en los peligros y necesidades. 
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DEBAJO DE LA IMAGEN: Los hijos del Oratorio de San Francisco de Sales a Nuestra Señora de la Consolación: 

((404))«De la pólvora inflamada
Por tus mercedes salvados,
Ante tus pies, gran Señora,
Te damos gracias postrados»
.


Pero no contento con esto, quiso testimoniar al Señor su agradecimiento con un acto de singular generosidad. 

Léese en el número cincuenta y seis de Armonía, del martes once de mayo de 1852: 

«La Junta Directiva de la Tómbola en favor de la iglesia que se está construyendo en Valdocco para la instrucción religiosa y moral de la 
juventud, en sesión del seis de los corrientes, reconociendo como especial favor del cielo el haberse conservado ilesos los muros del nuevo 
edificio, pese a su proximidad al lugar del desastre, acaecido en el barrio del Dora, y no sabiendo manifestar su agradecimiento a la Divina 
Providencia mejor que ayudando a ese maravilloso Hospital, que lleva el mismo título, y que tanto daño sufrió con el desgraciado 
infortunio, ha deliberado que la mitad de la ganancia acordada por la ley a toda Lotería de beneficencia pública se ceda, a partir de hoy, en 
favor de la Obra del Cottolengo. 

»De esta forma, los generosos bienhechores que todavía quieran enviar algún objeto para enriquecer la ya abundante colección o adquirir 
las papeletas disponíbles, alcanzarán de este modo un doble fin: el bienestar de la juventud pobre que podrá ser educada en la piedad y la 
virtud en la nueva iglesia, y el socorro de un establecimiento que por sus principios y por su conservación resulta un milagro de la 
Providencia. 

»La exposición pública seguirá abierta todos los días, desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde, en el local de la calle de la 
Basílica, número tres, primera planta; a primeros de junio tendrá lugar el sorteo». 
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((405)) 

CAPITULO XXXV 

EL MES DE MAYO EN EL ORATORIO -CARTA DE DON BOSCO AL OBISPO DE BIELLA -LOS OBISPOS Y LA TOMBOLA 
-VELADA MUSICO-LITERARIA DE LOS ALUMNOS DE LAS ESCUELAS NOCTURNAS -ALABANZAS DEL PE-RIODICO 
ARMONIA -APROBACION DEL ABATE APORTI -OPINION DE UN EMIGRADO POLITICO SOBRE LA OBRA DE DON BOSCO 

LA prodigiosa preservación del estallido del polvorín aumentó la devoción de los alumnos de don Bosco a la Virgen. Antes, durante el mes 
de mayo, se hacía diariamente en la capilla del Oratorio, alguna práctica de piedad en su honor, y especialmente los sábados se tenía una 
lectura de las glorias de María o se daba un sermoncito. Pero, a partir de este año, empezóse a ofrecerle regularmente cada noche flores en 
los dormitorios, flores espirituales, en el mes de las flores materiales. Don Bosco anunciaba cada noche la florecilla y la jaculatoria para el 
día siguiente. 

El amor a María avivaba en él el agradecimiento a los bienhechores que promovían su gloria, y así escribía esta hermosa carta a 
monseñor Losana Obispo de Biella. 

Ilustrísimo y Reverendísimo Monseñor: 

Lleno de los sentimientos de la más viva gratitud hacia la Divina Providencia, que se dignó suscitar en la persona de V. S. Ilma. y 
Rvdma. un insigne bienhechor ((406)) del Oratorio de San Francisco de Sales, agradezco humildemente, Monseñor, haya recomendado mi 
iglesia con tanto celo, en su especial circular del trece de septiembre del año pasado, a la caridad de sus diocesanos. Las limosnas recibidas 
que alcanzan a mil liras, y que declaro haber recibido, son una prueba evidente de que todos reconocieron la necesidad de guardar intacta la 
moralidad de la juventud y de promover su instrucción cristiana, y por esto respondieron solícitos a la piadosa insinuación de su Pastor. 
Puede estar satisfecho, Monseñor, de haber 
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prestado este favor a la juventud de Turín, y alégrese, porque éste alcanza también a muchísimos jóvenes de su Diócesis, los cuales, 
teniendo que pasar una gran parte del año en la capital, en razón de su oficio, acuden en número ejemplarmente considerable a este 
Oratorio para divertirse, instruirse y santificar los días dedicados al Señor. Ya sabe, Monseñor, que, a pesar de las generosas limosnas de 
piadosas y caritativas personas, llegaron a faltarme los medios para continuar el sagrado edificio, pero la Divina Providencia tendió 
benignamente su mano y me procuró nuevos medios a través de una tómbola. Apenas fue ésta anunciada, la acogió favorablemente la 
caridad pública, y hubo muchísimos distinguidos personajes y beneméritas señoras que, con celo verdaderamente católico, tomaron parte 
en ella, y de tal forma la promovieron que, gracias a ellos, los regalos superaron todas mis esperanzas, lo mismo por su valor que por su 
número, de tal modo que, al día de hoy, pasan de tres mil ciento; ahora espero que las personas piadosas y pudientes seguirán haciéndome 
el favor de adquirir los boletos de los que depende la terminación de la santa obra. 

Confortado y ayudado de este modo, tengo la satisfacción de anunciarle que los trabajos de construcción siguen con toda la rapidez 
((407)) posible y confío en el Señor que el veinte de junio próximo, día dedicado por nosotros a Nuestra Señora de la Consolación, se 
podrá, para satisfacer nuestra urgente necesidad, entrar en la nueva iglesia, bendecirla y celebrar en ella las sagradas funciones. Imagínese, 
Monseñor, la alegría y la satisfacción que me embargan al pensar en la solemnidad que tendrá lugar ese tan suspirado día. 

No pudiendo, como yo querría, demostrar mi agradecimiento a V. S. Ilma. y Rvdma. y a sus diocesanos, por sus limosnas y por haber 
ayudado eficazmente a la tómbola, me empeñaré en recibir con la mayor amabilidad posible a todos los jóvenes de Biella que acudan al 
Oratorio, y no ahorraré nada para que puedan aprovecharse de las escuelas y de la instrucción religiosa. 

Lo que puedo y no dejaré de hacer es unirme a los muchachos, que la Divina Providencia me confía, y rogar con ellos constantemente al 
Señor para que compense generosamente con sus bendiciones a V. S. Ilma. y Rvdma. y a cuantos con su caridad ayudaron y siguen 
ayudando a esta obra benéfica. Permítame, Monseñor, que le ruegue quiera seguir todavía protegiendo al Oratorio y otorgar su bendición a 
la nueva iglesia, a la tómbola, y a todos los hijitos del Oratorio; y con ellos también a mi persona, que lo necesita más que todos ellos. 

Dígnese entretanto aceptar los sentimientos de mi sincera gratitud, 
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de la más profunda y reverente veneración con la que tengo el honor de declararme, 

De V. S. Ilma. y Rvdma. 

Turín, 4 de mayo de 1852 

Humilde y Obediente Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


((408)) Mientras tanto, no perdía de vista ni un solo momento los trabajos referentes a la tómbola. Los obispos piamonteses, con caridad 
admirable, la habían promovido y escribían a don Bosco. 

«Veré la manera de distribuir los doscientos boletos que V. S. M. R. me ha enviado y, si como temo, no alcanzo a despacharlos todos, le 
enviaré el importe de los distribuidos antes del veinte de los corrientes. Mientras tanto, encomendándome a sus oraciones y rogando al 
Señor bendiga sus trabajos... 

Alba, 2 de mayo de 1852 

» C.M.V.» 

«Ha hecho muy bien V. S. M. R. mandándome trescientos boletos para su lotería. Hace ya mucho tiempo que los deseaba y no sabía 
cómo adquirirlos. Yo me quedo con un centenar y procuraré repartir los otros doscientos. Me daré prisa para enviarle el importe, y, si fuere 
del caso, pediré más. 

Si por cualquier circunstancia fuere a Turín, ruégole, desde ahora, me permita visitar el Oratorio que se está fabricando, lo mismo que los 
otros Oratorios de que me habla y que todavía no conozco. Mientras tanto, pidiendo al Señor las más abundantes bendiciones que se 
merece la Santa Obra a que se dedica, me profeso... 

Saluzzo, a 4 de mayo de 1852 

» JUAN, Arzobispo-Obispo» 

«He recibido la atenta carta de V. S. Ilma. y Rvdma. del 13 de los corrientes y los trescientos boletos de la tómbola en ella incluidos. 
Tome buena nota a mi cargo del valor de dichos boletos por un total de ciento cincuenta liras ((409)) que le haré entregar en la primera 
ocasión que se presente. 
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Bendiga el Señor los trabajos de V. S. para alzar una nueva iglesia para su culto y agradezca... 

Vigevano, a 21 de mayo de 1852
» PIO VINC., Obispo»
.


«He recibido, juntamente con la apreciada carta de V. S. M. R. del veintiuno de los corrientes, un paquete con doscientos billetes de la 
tómbola, y aunque aquí no sea posible poderlos despachar por las circunstancias del momento y por la extraordinaria necesidad reinante, 
que cada día se hace mayor, sin embargo, por tratarse de la erección de un iglesia, me los quedaré todos y durante la próxima semana le 
enviaré su importe total de cien liras. 

Acqui, a 24 de mayo de 1852
» F. MODESTO, Obispo»
.


«Antes de recibir los doscientos boletos que V. S. M. R. me envió, ya me habían llegado otros doscientos, de los que había dispuesto 
adquirir un discreto número: por tanto, no tengo mucha confianza de que puedan repartirse los que ha tenido el gusto de enviarme. Haré 
todo lo posible, pero, repito, no espero que la suerte acompañe mis deseos. En tal caso no me quedará más que devolver a V. S. 
oportunamente los billetes no repartidos. 

Me encomiendo, mientras tanto, a sus fervorosas oraciones... 

Mondoví, a 7 de junio de 1852
» F. JUAN TOMAS, Obispo»
.


«Además de los cien boletos que ya tomé por mi cuenta, he recibido también los que usted me envió por medio de la diligencia; ya los he 
((410)) entregado a varias personas para que los distribuyan; haré todo lo posible para favorecer el asunto. 
También a mí me disgusta no haber podido asistir a su velada; otra vez sera. 
Ruegue por mí para que el Señor me devuelva la salud; siga dispensándome su afecto... 

Fossano, a 20 de mayo de 1852
» L. V.
»


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La velada músico-literaria a la que se refiere el Obispo de Fossano, tuvo lugar en el Oratorio de San Francisco de Sales. Don Bosco había 
invitado a los bienhechores y a otros eximios personajes con la siguiente carta-circular: 

Ilustrísimo Señor: 

Dada la deferencia tenida por V. S. Ilma. hasta el presente, con todo lo referente al Oratorio de San Francisco de Sales, espero le gustará 
recibir la presente invitación para asistir el domingo próximo, dieciséis del corriente mayo, de las dos a las cinco de la tarde, y honrarnos 
con su presencia, a la velada literario-musical, con la que los alumnos de nuestras escuelas nocturnas darán prueba de sus estudios durante 
este año escolástico. 

No verá grandes cosas, pero descubrirá, sin lugar a dudas, el buen corazón y la buena voluntad de nuestros muchachos. 

El programa de la velada es: 

1.° Lectura y escritura. Elementos de aritmética, sistema métrico decimal y gramática italiana. Canción con acompañamiento musical. 

2.° Un poco de geografía e historia sagrada del nuevo testamento. Canción con acompañamiento musical. 

3.° Dos diálogos: Viajes por Palestina y Un joven sin premio. Entre las diversas materias escolares se recitarán varios fragmentos 
literarios y algunas poesías. 

((411)) Persuadido de que aceptará esta mi humilde invitación, agradezco cuanto ha hecho y espero siga haciendo en favor de mis 
jovencitos, y le presento mi más sincera gratitud declarándome con todo respeto, 

De V. S. Ilma. 

Turín, a 14 de mayo de 1852 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Famosos profesores, entre los que se encontraba Aporti, algunos miembros de la Junta Municipal, distinguidos y nobles personajes y 
monseñor Calabiana, Obispo de Casale, honraron el acto con su presencia. Imposible decir la sorpresa de los asistentes al escuchar las 
desenvueltas declamaciones, los cantos de aquellos buenos muchachos del pueblo, encallecidos en el trabajo y duro ejercicio de los más 
humildes oficios, los cuales demostraban que, bajo una rústica blusa, se esconde muchas veces un ingenio despejado. Los frecuentes 
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y prolongados aplausos con que se acogían sus respuestas y las distintas y no siempre fáciles preguntas, eran una prueba cierta y segura de 
la satisfacción universal. 

La maravilla de los asistentes iba en aumento, puesto que, habiendo acudido con el pensamiento de que iban a asistir a una demostración 
infantil, se encontraron con muchachos mayorcetes y llenos de vida, los cuales, no dejándose arrastrar por los malos ejemplos de sus 
coetáneos, dedicaban al estudio el tiempo que les dejaba libre el trabajo y que otros consumían en extravíos. En efecto, no es fácil domar 
en la juventud el poderoso estímulo que la lleva a las diversiones y conducirla al estudio serio y paciente. Pero esto que resulta difícil para 
los que se burlan de nuestro método de instrucción, le es fácil al sacerdote católico, el cual no tiene más método que el sugerido por la 
caridad cristiana. Al ((412)) contemplar a centenares de muchachos artesanos, que renuncian a las diversiones para oír la palabra de un 
sencillo sacerdote: »preguntáis qué es lo que sostiene a esa juventud, ansiosa de libertad? El amor que tienen a su padre en Cristo. »Y qué 
es lo que alimenta y fomenta este amor hacia su padre? íEl amor que éste tiene por sus hijos! Y estos dos amores se identifican en el amor 
a Jesucristo 1. 

Recordamos haber sabido que el abate Aporti, senador del Reino, embelesado por las respuestas rápidas y exactas que daban aquellos 
jóvenes artesanos, tuvo que decir que no se podía esperar más, no sólo de unos mozalbetes, que durante todo el día manejaban la paleta de 
albañil, la lezna o la aguja, sino de aquellos mismos que pasaban la mayor parte del año sobre los bancos de la escuela, pendientes horas y 
horas de los labios de un maestro. 

Al final se distribuyeron los premios, que no consistieron sólo en aplausos, sino en objetos útiles, obsequio de los bienhechores. 

Esta velada se hizo famosa puesto que, queriendo borrar la acusación movida contra el Oratorio sobre política, un jovencito recitó una 
larga poesía en piamontés, compuesta por don Bosco, que comenzaba así: 

Nui parluma nen d'politica
A le niente nost'affè:
E nui fumma mac la critica
Al pan brun del panaté 2.


1 Véase Armonía, del martes 18 de mayo de 1852. 

2 Nosotros no hablamos de política, 

No es asunto nuestro: 

Nosotros tan sólo criticamos 

El pan negro del panadero. (N. del T.). 
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Una noble señora, que no pudo asistir a este entretenimiento, manifestaba así a don Bosco su pesar. 

((413)) Desde mi quinta en Chieri, al 23 de mayo de 1852 

Muy Rvdo. Señor: 

La honrosa invitación de V. S. M. R. no me llegó hasta ayer por la tarde, por la acostumbrada negligencia del portero, y lo siento, tanto 
más cuanto que he debido parecerle no solamente descortés, sino ingrata, al no asistir a la interesantísima reunión y no presentándole al 
menos, conforme era mi deber, el más sentido agradecimiento. Ruego a V. S. perdone mi involuntaria ausencia y me conceda la esperanza 
de admirar en cualquier otra ocasión, su santa Obra. 

Ruégole, mientras tanto, agradezca la publicación; con la que un joven Abogado de la Emigración ha querido dar a conocer a Italia la 
gracia de Dios, al renovarse entre nosotros el gran ejemplo de los Calasanz y los Vicente de Paúl: que el sacerdote, cuando sigue las 
máximas del Evangelio, es querido y apreciado como merece por todos indistintamente, aún por los que, poco preocupados por la religión, 
lo serían, si el clero siguiere más generalmente las normas caritativas de nuestro Salvador. 

Y renovando a V. S. M. R. mi más vivo agradecimiento por el alto honor de haberme recordado, pese a mi poquedad, me honro 
profesándome con el más profundo respeto y veneración... 

De V.S.M.R. 

S.S.S.
OCTAVIA MASINO-BORGHESE
Aunque no sea muy justa la crítica del clero, hecha en esta carta, la hemos presentado, porque el elogio a don Bosco es verdadero y para 
que se comprenda el espíritu y las opiniones de aquellos tiempos y por qué la emigración política debía su reconocimiento al Oratorio. 
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((414)
)


CAPITULO XXXVI


CARIDAD DE DON BOSCO CON LOS POBRECITOS -ALGUNOS TESTIMONIOS -LOS EMIGRADOS POLITICOS -LOS 
CANARIOS AMAESTRADOS -FRANCISCO CRISPI -OTROS PROFUGOS BENEFICIADOS -UNA TRAMPA QUE NO RESULTA 
-BENEFICENCIA ESPIRITUAL 

«NO rechaces al suplicante atribulado, y serás como un hijo del Altísimo; él te amará más que tu madre»1. 

La invitación y la promesa del Espíritu Santo inflamaban la caridad de don Bosco con el prójimo. íCuántos muchachos fueron recogidos 
por él gratuitamente! íCuántos huérfanos se le presentaron pidiendo ayuda y él los recogió entre sus hijos! íCuántos aceptó con la promesa 
de bienhechores o parientes de que contribuirían mensualmente con una cuota mínima, y, aún cuando ésta no fuera pagada, él los retuvo, 
con tal de verles cumplir bien con su deber! íY cuántos del Oratorio festivo recibieron calzado, vestido, alimento y empleo! 

Aunque era pobre, asegura don Miguel Rúa, extendía también su generosa confianza a los adultos extraños a la casa. «La bondad de su 
corazón, dice monseñor Cagliero, no tenía límites. Sensibilísimo a las desgracias ajenas, estaba lleno de ((415)) compasión para con los 
pobres y enfermos. La amabilidad y la dulzura con ellos fueron las virtudes características de su vida. Su caridad fue en ocasiones 
admirable, sobre todo teniendo en cuenta los calamitosos tiempos en que vivió. Muchos, de los que andaban totalmente necesitados de 
medios para vivir, fueron acogidos en su casa en distintas ocasiones, provisionalmente hasta encontrar trabajo, o de una forma estable; a 
otros lograba colocarlos en centros de beneficencia». 

Nunca despedía a un pobre sin socorrerlo. «Recuerdo, dice monseñor Piano, que un día, siendo yo estudiante de moral en Turín y estando 
con don Bosco, nos encontramos con un pobre que le pidió 

1 Eclesiástico, IV, 4 y 11. 
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limosna. Don Bosco no llevaba dinero, como solía sucederle, por lo que se dirigió a mí y me preguntó si yo tenía algo. Respondíle 
abriendo mi cartera, y al ver que yo llevaba un billete de dos liras, me rogó se lo diese a aquel pobre, prometiéndome que me lo devolvería. 
En efecto, unos meses después me dijo que tenía una deuda conmigo, refiriéndose al billete de las dos liras, y me las ofreció. Pero yo no 
acepté, considerándome feliz de poder colaborar en su caridad». 

Escribía don Francisco Dalmazzo: «He visto muchas veces a don Bosco dar grandes limosnas, particularmente cuando se trataba de 
personas arruinadas o de mujeres en peligro. Diversas veces le vi entregar escudos, monedas de veinte liras y, en más de tres ocasiones, 
billetes de cien liras. Sucedía esto particularmente cuando se trataba de apóstatas convertidos y sin medios de subsistencia; o bien, de 
personas no católicas acabadas de entrar en el seno de la Iglesia y faltas de apoyo». 

Don Joaquín Berto añade: «Acompañaba yo a don Bosco un día de 1874. Un pobrecito pidióle limosna; otros ya la habían recibido antes 
Se volvió don Bosco a mí para ver si llevaba una moneda ((416)) para darle; pero no teniéndola y habiéndole hecho observar, por otra 
parte, que eran muchos los pobres que se acercaban para poder socorrer a todos, me dijo: 

-»No sabes que está escrito: Date et dabitur vobis (Dad y se os dará)?» 

No veía una desgracia, que él no intentase remediar. Andaba un día con don Miguel Rúa y don Francisco Dalmazzo por una de las calles 
principales de Turín. Se encontraron con un peón de albañil, que arrastraba una carretilla muy cargada, sin fuerzas para ello, y lo 
demostraba llorando. Don Bosco, sin decir nada a sus compañeros, se separó de ellos, y, con gran estupor, viéronle empujar hacia adelante 
la carretilla durante un trayecto bastante largo. 

No veía en las criaturas más que a su Creador, sin hacer distinción ninguna: prestaba su benéfica ayuda a todo el mundo, ricos o pobres, y 
lo mismo espiritual que corporalmente; no se preocupaba de errores, culpas, enemistades, ingratitudes u opiniones contrarias, ni del partido 
a que pertenecían los peticionarios. No prevalecían en él simpatías o antipatías. Si en alguna ocasión se podía decir que manifestaba alguna 
predilección, era en favor de los más desgraciados, con los cuales, ya antes de abrir su internado, tenía una admirable generosidad, como 
tantas veces nos lo repetía don Félix Reviglio. De 1849 a 1860 hubo otra nueva clase de personas que experimentó su beneficencia y fue la 
de los emigrados políticos, 
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llegados al Piamonte desde distintos estados de Italia, particularmente de las tierras de Venecia y Lombardía para escapar a los rigores de 
los gobiernos restaurados. 

Fue el primero de éstos un notario de Pavía, que había puesto en peligro su cómoda situación familiar y, para poder vivir, ofrecía un 
espectáculo singular en la plaza de San Carlos en Turín. Había amaestrado muchos canarios con los que hacía juegos originales. Los 
colocaba sobre una mesa y, a una señal suya, ((417)) cantaba un canario mientras los otros callaban. Entablaba luego un desafío entre dos 
de aquellos pajaritos y resultaba maravilloso ver los esfuerzos de cada uno para vencer a su adversario. De pronto cantaban todos juntos a 
coro, seguía luego uno solo; a continuación renovaban sus gorjeos hasta que, hecho el silencio, dejaba que un dueto interpretase sus 
armoniosos trinos y, luego, un gran coro final cerraba el concierto. Una constante multitud asistía a las proezas de los pequeños cantores 
que callaban, cantaban a solo o al unísono, a la señal de su maestro. 

Se recuerda todavía con particular deleite una escena que representaban con gran comicidad artística. Aparecían dos canarios, uno contra 
otro, armados de una espadita de cartón atada a una patita y empezaban el duelo. Era gracioso el gesto de alzar la espada y golpear al 
adversario. Uno, el que era tocado, cojeaba como si hubiera sido herido. El otro, daba vueltas en derredor de él, mientras el herido giraba 
sobre sí mismo espiando los movimientos del enemigo. Alzaba, por fin, la patita el asaltante, sacudíale un segundo golpe y el otro, al ser 
tocado, caía como muerto y permanecía inmóvil. Salían entonces los demás canarios, corrían a su encuentro y, cantando con sonido 
lastimero daban vueltas alrededor. Agarrábanle con el pico y lo arrastraban hasta una pequeña elevación colocada en mitad de la mesa; y, 
siempre inmóvil el fingido muerto, dejaba que le tendieran con el pico sobre un papel en forma de paño fúnebre y sobre este papel 
colocaban el alpiste que estaba amontonado en una esquina de la mesa. Una vez sepultado y enterrado el compañero, íbanse al extremo de 
la mesa haciendo movimientos de cabeza, con desgarrados y lentos gorjeos, simulando espanto y dolor; desde allí, levantaban el pico, 
como para contemplar el túmulo, y, moviendo siempre la cabeza, reemprendían el canto fúnebre. Pero, de repente, el muerto apartaba de sí 
((418)) el papel y el alpiste, se ponía en pie y empezaba un alegre gorjeo. Entonces todos los demás canarios corrían junto a él y coreaban 
su festivo canto. 

De no haberlo visto, parece imposible que se pudiera amaestrar 
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hasta aquel punto a una partida de pajaritos. Don Bosco había oído hablar de ello, por lo que, mientras recogía muchachos para llevarlos al 
Oratorio de Puerta Nueva, al pasar por la plaza de San Carlos se detuvo un poco para contemplar la habilidad de aquel notario. Sucedió 
entonces algo extraño. Mientras los canarios huían cuando algún espectador se acercaba demasiado, no se espantaron al acercárseles don 
Bosco, sino que volaron sobre sus hombros, sobre sus brazos y sus manos, y se dejaron acariciar por él. No tardó don Bosco en trabar 
amistar con el canaricultor, haciendo que le contara cómo se las arreglaba para amaestrar a los pájaros, las pruebas hechas con diferentes 
especies y particularmente el éxito alcanzado con los canarios, que siguieron mejor que los demás su amaestramiento. Era ése el arte de 
don Bosco para ganarse a las personas: seguirles la corriente. El notario fue muchas veces a Valdocco, y don Bosco le invitó a cumplir con 
Pascua y a enviar al Oratorio festivo a un hijito suyo que le había acompañado en el destierro. Estaba contentísimo de su resultado en aque 
trabajo y de la amistad con don Bosco, pero vino a enlutarlo la malicia y la envidia. Una mañana se encontró con todos sus canarios 
muertos asfixiados en la jaula, en la que un malvado había introducido una densa humareda de tabaco. Don Bosco quiso tomar sobre sí 
parte de los gastos para el sostenimiento del hijo del pobre desgraciado, y el chiquito, llegado al Oratorio, decía a don Bosco: 

-íHabía trabajado tanto mi padre para amaestrar a aquellos pájaros! íCuánto ha sufrido con esta malvada acción! 

((419)) El segundo emigrado favorecido por don Bosco fue uno cuya fama correría luego por todo el mundo 1. D'Azeglio y Cavour no 
tenían todavía en el 1852 la delicadeza que, meses más tarde, mostraron con los emigrados políticos. Habían propuesto a Francisco Crispi 
que escribiera en el Risorgimento, órgano oficioso moderado, tan moderado que contaba entre sus abonados un buen número de católicos 
sinceros; pero Crispi se opuso altivamente. Así que, habiendo pedido más tarde el puesto de secretario municipal en Verolengo, no le fue 
concedido. Le tocó entonces a Crispi conocer la miseria. Un día, en Turín, se paró para contemplar el paso de un grupo de muchachos 
acompañados por don Bosco, el cual al advertir los rasgos de sufrimiento de aquel observador y comprendiendo que padecía hambre, le 
invitó a su casa y le dio de comer. Durante 

1 Se refiere a Francisco Crispi ( 1819 -1901 ), gran estadista italiano, que fue socorrido por don Bosco en 1852. (N. del T.). 
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mes y medio le hizo sentarse a su mesa con frecuencia; hablaba con él de sus vastos proyectos para la educación de la juventud, pues veía 
que el pobre emigrado no había podido todavía, en el curso de su agitada existencia, liberarse completamente de la influencia de su 
cristiana educación primitiva. Crispi tenía alquilada una pequeña habitación junto a nuestra Señora de la Consolación, y don Bosco solía 
encargar al señor Bargetti de Castelnuovo, que le llevara la comida. Diole además dinero, y un día, al ver que sus zapatos estaban ya 
gastados, encargó al zapatero que le llevase, como regalo suyo, un par nuevo. Crispi se confesó con don Bosco y pasaba muchas fiestas en 
su compañía. Tuvo así ocasión de estudiar los milagros que acompañan a la fe y a la caridad cristiana, experimentando él mismo sus 
beneficios, que nunca olvidó, aunque durante largos años no pareciera acordarse de ello. Cuando, cambiadas las cosas, volvió a Turín y se 
alojó en una noble vivienda, fue a visitarle para congratularse con él una señora que le había socorrido en los momentos de desgracia, pero 
no quiso reconocerla. Don ((420)) Bosco, sin embargo, no se le presentó: era un perfecto conocedor y apreciador de los hombres. 

Un tal M... fue también acogido por don Bosco en el Oratorio, mientras anduvo falto de lo necesario. Pero hay gente que no cambia de 
costumbres, porque su corazón endurecido no es sensible a las saludables influencias de la religión. M..., pues, mostró al jovencito 
Francesia un librito de memorias de su vida, en el que se describían escenas eróticas poco honorables. Francesia dio cuenta de ello a don 
Bosco, el cual determinó inmediatamente apartarlo de los muchachos. Sin embargo no tuvo valor para ponerlo de patitas en la calle, y lo 
trasladó, en el 1853, a dos habitaciones que tenía alquiladas en La Jardinera. Era él un sectario, que más tarde alcanzó un lucrativo empleo 
como escritor en L'Opinione. Pesaban también sobre él graves sospechas de ser un espía. Estaba un día en compañía de un amigo, cuando 
se encontró con Francesia, ya clérigo, y, con cierto aire de importancia, dijo al otro: 

-íAquí tienes una de las futuras esperanzas de la patria! 

Tal vez había intentado con el librito de sus memorias comenzar una educación patriótica. Pero, quitado el escándalo, don Bosco seguía 
haciendo su caridad por amor de Nuestro Señor Jesucristo. 

A estos tres va unido un cuarto. Lo escribe así nuestro hermano sacerdote Caimo. «Un célebre Profesor de un Instituto Superior, cuyo 
nombre no recuerdo, me declaró lo que sigue. 

«Era yo estudiante en Turín. Tenía mis deudas y no sabía a 
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quién dirigirme para poder vivir. Fui al Oratorio, le conté todo a don Bosco y le rogué me ayudará. Yo podía compensarle dando clase a 
sus muchachos. Don Bosco me recibió con paternal bondad, me socorrió como pudo, dijo que el Oratorio estaba abierto para mí... pero a 
condición de que me adaptase a la vida comunitaria y cumpliese ((421)) los deberes... Comprenderá que mis ideas religiosas y políticas, 
decía el profesor, eran y son diametralmente opuestas a las de mi bienhechor. No pude quedarme con él; mi educación, mis convicciones 
me lo impedían. Me fui, pero persuadido y seguro de que don Bosco era un hombre singular, sagaz y profundo conocedor de los hombres, 
un verdadero y habilísimo educador. Todavía tengo esta convicción y no me avergüenzo de reconocerlo, declararle mi bienhechor y 
proclamarle un gran italiano y un santo sacerdote». 

Evidentemente se ve que la caridad de don Bosco era semejante a la bondad del Padre Celestial que hace salir el sol y envía la lluvia, lo 
mismo a justos que a pecadores. Hubo, sin embargo, emigrados políticos que le proporcionaron grandes consuelos. Fue a llamar a la puerta 
del Oratorio, y permaneció en él largo tiempo, el sacerdote de Brescia Zattini, hombre docto y profesor de filosofía, el cual había sido 
ahorcado en efigie y condenado por rebelde. Jamás salió de sus labios en el Oratorio una palabra sobre política, y aceptó con gusto enseñar 
a leer y a escribir a los rudos muchachos externos. Era un modelo de humildad y de piedad. También acudió en busca de refugio el joven y 
famoso músico Jerónimo de Suttil, a quien buscaba en Venecia la policía por sus palabras imprudentes. Se encariñó de don Bosco, alegró 
durante muchos años el Oratorio con sus canciones venecianas y, después de haber pasado un tiempo en Francia, volvió a Valdocco, donde 
acabó sus días como un fervoroso cristiano. Omitimos otros varios. 

Parecía que don Bosco tuviese un instinto especial para distinguir a los pobres verdaderos de los que fingían serlo. Una tarde, a hora ya 
avanzada, paseaba por una calle de las afueras de Roma, pobremente iluminada por un farol, cuando de le acercó una mujer que parecía 
sostener en los brazos ((422)) un niño fajado y bien tapado. Pedía aquella mujer, con temblorosa voz, compasión para una pobre madre en 
extrema miseria. Don Bosco no respondía y seguía su camino. Nosotros, que íbamos al lado, conmovidos ante los repetidos ruegos, le 
hicimos observar la conveniencia de darle una limosna. Entonces don Bosco, que ya tenía una vista muy débil, levantó un poco la voz y 
dijo: 
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-»Pero no veis que esa mujer os engaña? No es un niño lo que lleva en brazos, sino un trozo de madera revestido. 

Al oír aquellas palabras la mujer escapó a toda prisa y desapareció por la calle próxima. 

Salvo el caso evidente de engaño, don Bosco era siempre generoso con los pobres. Nosotros podemos asegurar, con conocimiento de 
ello, que cada año distribuía varios miles de liras en favor de los necesitados, ya en dinero entregado como limosna, ya perdonando deudas 
a quien pasaba apuros. Y no solamente a éstos, sino también a los pudientes, particularmente a los campesinos y obreros que iban de los 
pueblos a Turín, les socorría de mil diversos modos, y les daba hospitalidad. Se había propuesto impedir las transgresiones a la ley de Dios 
y de la Iglesia con las tristes consecuencias del respeto humano. Entre los diversos testimonios de nuestra afirmación, traemos el del 
comerciante Juan Filippello de Castelnuovo, el cual nos traza este boceto de don Bosco y del Oratorio de aquellos años. 

«Como yo iba muchas veces a Turín, bajaba de vez en cuando a Valdocco para visitar a don Bosco, y cada año me encontraba con que 
había crecido el número de sus muchachos internos. Le encontré un día junto al palacio real y, como era viernes, me insistió para que fuese 
a comer al Oratorio, por miedo, me decía, de que en la fonda me dieran alimentos condimentados con manteca. ((423)) De camino, a cada 
instante, me hacía señal de pararme y de tener paciencia, ya que él se detenía a hablar con toda clase de personas. Llegados al Oratorio, 
todos los muchachos se amontonaban a su alrededor para besarle la mano, dando tales muestras de respeto y de cariño que me 
conmovieron. Me quedé a dormir en el Oratorio, y vi, por la mañana, a todos los muchachos ir a la iglesia para oír la misa celebrada por 
don Bosco, que, también yo, tuve el placer de oír en la antigua iglesita. Me convencí entonces de que los muchachos eran muy buenos y 
creo que muchos de ellos, de no haberlos recogido y dirigido don Bosco, hubieran acabado mal». 

Así es como la caridad de don Bosco era recompensada puesto que Dios le amó siempre más que una madre. 
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((424)) 

CAPITULO XXXVII 

DESEO DE CONVERTIR EL MUNDO -ESPIRITU DE VIDA RELIGIOSA INSINUADO A LOS MUCHACHOS -LA NUEVA 
IGLESIA DE SAN FRANCISCO DE SALES TERMINADA -BENDICION DE UN SAGRARIO Y DE UNA CAMPANA -LOS 
OBISPOS DE VERCELLI E IVREA NO PUEDEN ASISTIR A LA DEDICACION DE LA IGLESIA -INVITACION Y RESPUESTA 
DEL ALCALDE, DEL TENIENTE DE ALCALDE Y DEL PROFESOR BARUFFI -POESIA -DON BOSCO NUESTRO REY 

MIENTRAS tanto don Bosco no perdía de vista la Congregación que debía fundar. A menudo, y eso durante muchos años, encontrándose 
en medio de un corro de muchachos o de clérigos, bromeaba según su costumbre y terminaba por sentarse en tierra con las piernas 
cruzadas. Los alumnos se sentaban con él en su derredor. Sacaba entonces un pañuelo blanco y, formando con él una pelota, la hacía saltar 
de una a otra mano. Los muchachos contemplaban en silencio el juego. Y de pronto, exclamaba él: 

-íAh! Si yo pudiera tener conmigo doce muchachos, ser su amo y disponer de ellos como dispongo de este pañuelo, querría esparcir el 
nombre de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo por toda Europa, sino más allá de sus confines, por tierras lejanas, lejanas... 

Y no añadía más explicaciones. El año 1857 repetía las mismas palabras en presencia del muchacho Piano, hoy (1904) párroco en la 
iglesia de la Gran Madre de Dios, en Turín. 

((425)) Al mismo tiempo intentaba don Bosco, en sermones, conferencias y discursos, insinuar el amor hacia una vida del todo 
consagrada a Dios y a la salvación de las almas. Hablaba a los muchachos de las ventajas de la vida de comunidad, de no tener que pensar 
en el porvenir, de no haberse de preocupar de lo necesario para la vida y de la bondad de la Providencia, que jamás abandona a sus siervos. 
Pero siempre razonaba indirectamente, sin hacer alusión a la vida religiosa. Describía alguna escena brillante de los santos que habían 
consagrado a Dios su vida en un convento; mas, sólo por el lado poético y atrayente, de modo que se comprendiese la perfección 
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de aquel estado, y sin parecer que lo recomendaba de ninguna manera. Unicamente invitaba a los alumnos a querer ayudarle; y, apoyándose 
en el amor que le profesaban, expresaba el deseo de tenerlos siempre a su lado, de poderlos acompañar hasta el paraíso, estar un día, y para 
siempre, junto a ellos en la eterna bienaventuranza. 

A veces empleaba palabras misteriosas para provocar su curiosidad. 

-Necesito de ti una cosa: »cuándo harás la confesión de la vida futura? 

A otro: 

-»Estás contento? »Estás bien? Entonces conviene que te prepares para hacer la confesión de toda tu vida futura. 

Entendía con esto hablarles especialmente de su vocación eclesiástica, insistiendo en la importancia de pensar seriamente y con tiempo 
en ello. 

De vez en cuando decía a uno u a otro: 

-»Quieres que te corte la cabeza? íNecesito que te dejes cortar la cabeza! 

Quería indicar con esto la obediencia total al Director del Oratorio, cuyas ventajas y méritos describía a menudo, mas sin indicar en qué 
estado se puede ejercitar ésta especialmente. 

((426)) Tocante a la virtud, se propuso no exigir más de lo que se requiere para ser un buen cristiano y salvar el alma. Así que no hablaba 
de meditaciones metódicas, ni de retiros espirituales prolongados. Ya entonces, suplía plenamente con otros medios, y viose a los 
muchachos escalar los más altos grados de perfección. Si hubiera dado a su casa un aspecto de vida muy regular y monástica, lo habría 
perdido todo. En el decurso de esta historia le veremos ascender siempre, pero insensiblemente, hacia su ideal, esto es hasta llevar las cosas 
al punto de colocar a la Pía Sociedad Salesiana a la par de las demás Congregaciones. 

Trabajaba incansablemente para ello, mas la palabra Congregación no llegó a pronunciarla hasta después de catorce años de haber 
empezado a preparar el terreno. Preveía también que, apenas levantara el velo que cubría su proyecto, no pocos se le opondrían y harían 
guerra, y no sólo el mundo, sino hasta los Obispos y párrocos, los padres de los muchachos y éstos mismos. Tenía razones para preverlo. Y 
así fue. En efecto, si hubo muchos al principio que lo admiraban y tenían por un hombre grande y santo, después dijeron que era un 
fanático, un obstinado, un presuntuoso, un creador de 
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discordias, un hombre que quería escapar a toda jurisdicción y hacer un mundo nuevo. Pero Dios lo quería así. 

Para vencer, pues, los obstáculos previstos, estudiaba y se valía de todas las industrias posibles para ganarse a los muchachos; ésta es la 
razón por la que, de vez en cuando, hablaba de su persona, de lo que el Señor hacía por su medio; por eso, contaba ciertos sueños que se 
cumplían a la vista de todos, daba a entender que había recibido de El una misión especial en favor de los muchachos, demostraba a cada 
instante la protección especial de la Virgen sobre el Oratorio. Todo ello debía servir para hacer comprender lo afortunados que serían 
quienes ((427)) se quedasen a ayudarle en un lugar tan querido por María Santísima. 

Sin embargo, cuando contaba a sus muchachos los antiguos sucesos del Oratorio, para apartar de sus mentes la idea de que pudiera 
hacerlo por vanidad, decía: 

-Cuento de vez en cuando las cosas del antiguo Oratorio y que también se refieren a mí. Me parece poder decir: Meminisse iuvabit, 
porque estos hechos demuestran admirablemente el poder de Dios. Me parece que con estos relatos no nos entra la vanidad; no, 
ciertamente no, dando gracias al Señor. Estos relatos nos enseñan muchas cosas. Dios ha querido complacerse haciendo cosas grandes, a 
través de un mísero instrumento. Quiero que esto se sepa, para que levantemos nuestro pensamiento a Dios y le agradezcamos cuanto quiso 
hacer en favor nuestro. El daba gracias continuamente al Señor, no solamente por los beneficios que le había concedido, sino también por 
los muchos dones que sabía le estaban preparados. Basta recordar lo que ya hemos dicho. 

Cuando se reunía don Bosco en 1846 y 1849 con don Sebastián Pacchiotti y los otros sacerdotes, empleados con él en el Refugio, con 
don Juan Cocchis y algunos más, y se hablaba y se discutía sobre la manera de organizar de forma estable el Oratorio festivo, él respondía 
siempre a las dificultades que le presentaban diciendo que un día vendrían en su ayuda clérigos y sacerdotes suyos, que realizarían todo 
aquello. Entonces algunos de los sacerdotes que parecían tan celosos por los Oratorios, le abandonaron uno tras otro, como desmintiendo 
anticipadamente la profecía, que tanta risa les causaba. Y, sin, embargo, no tardaron en aparecer los primeros clérigos anunciados. Estos 
eran bien vistos por toda clase de personas, puesto que, lo mismo en público que en privado, se prestaban para muchas ((428)) obras de 
caridad, igual para asistir a sus compañeros, que para dar clases nocturnas y catecismo en los diversos 
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Oratorios festivos, recoger a los muchachos, esparcidos los domingos por los prados, buscar patrono a los sin trabajo, visitarles en el tajo, 
llevarles a sus casas cuando caían enfermos, de acuerdo con las indicaciones de don Bosco, y al mismo tiempo estudiaban, asistiendo a sus 
escuelas correspondientes. 

Predicaba el teólogo Pacchiotti la novena del Espíritu Santo en el Oratorio, el año 1852. Le querían mucho los muchachos, y el día de la 
fiesta, después del sermón, le acompañaron a tomar un refresco en una habitación de la planta baja. Fueron con él ocho clérigos, y se 
sentaron en derredor suyo. Entró entonces don Bosco, y el teólogo Pacchiotti, dándole unas palmaditas en el hombro y mirándole 
conmovido, le dijo: 

-Ahora creo que tendrás curas y clérigos. 

-Ahora creo que tienes una iglesia y una casa, repitió al volver otra vez a Turín, cuando la construcción de la casa nueva estaba algo 
adelantada. 

Y algunos de los que le tomaron antes por loco, habiendo ido a predicar en la iglesia de San Francisco, tuvieron que recordar cómo 
habían creído imposible lo que ahora contemplaban sus ojos. Y lo que ellos veían no era más que el principio, un ensayo de lo que más 
tarde verían. 

Don Bosco se preocupaba mucho de preparar para aquel día suspirado a algunos de los mejores y más fervorosos, habituándoles a 
algunas de las piadosas prácticas de las sociedades religiosas. 

Y, de cuando en cuando, seguía dándoles, a ellos solos, alguna conferencia. Estaba entre éstos el diácono Joaquín Guanti, que daba clase 
de latín. El cinco de junio de 1852 don Bosco les reunió y les exhortó a escoger entre los compañeros un monitor secreto, para que 
caritativamente ((429)) les advirtiese de los defectos en que hubieren caído para corregirse. Miguel Rúa escogió a Reviglio, y nos 
aseguraba que los avisos dados por el amigo le ayudaron enormemente. Tenemos recuerdo de esta conferencia en una hoja escrita por 
Miguel Rúa en los siguientes términos: 

Don Bosco, diácono Guanti, Bellia, Buzzetti, Gianinati, Angel Savio, Esteban Savio, Marchisio, Turchi, Rocchietti 1.°, Francesia, 
Francisco Bosco, Cagliero, Germano, Rúa. 

Todos éstos se reunieron para la conferencia del sábado por la noche, 5 de junio de 1852. En esta conferencia se estableció el rezo de los 
siete gozos de la Santísima Virgen todos los domingos. Al año próximo se verá quién de ellos ha perseverado en el cumplimiento 
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de lo establecido hasta el sábado señalado, esto es, el primer sábado del mes de mayo. 

Jesús y María, haced santos a todos los apuntados en esta pequeña hoja. 

El motivo no manifestado de estas plegarias era el poder dar vida a la Pía Sociedad Salesiana. Y fueron perseverantes cumplidores de lo 
que don Bosco les había aconsejado; persuadidos de que ello les haría un gran bien. 

Mientras tanto, los trabajos de la iglesia de San Francisco se realizaron con tal actividad, que en el mes de junio de 1852 estaba ésta 
terminada. El doctor Francisco Vallauri, su esposa y su dignísimo hijo don Pedro pagaron el altar mayor. El comendador José Dupré hizo 
embellecer la capilla de la izquierda, según se entra, dedicada a San Luis Gonzaga, y pagó un altar de mármol. Los nobles esposos, 
marqueses Domingo y María Fassati, se sumaron para pagar los gastos del segundo altar lateral en honor de la Santísima ((430)) Virgen y 
lo adornaron con una hermosa estatua de Nuestra Señora. El señor Miguel Scanagatti regaló elegantes candelabros; don José Cafasso pagó 
el púlpito; otro bienhechor, el coro, dotado después con un pequeño órgano. En fin, si es verdad que don Bosco desplegó en aquella 
ocasión una gran actividad y un celo extraordinario, también lo es que la piedad cristiana, o mejor dicho, la Divina Providencia le prestó 
siempre su valiosísimo apoyo. 

El 7 de abril había concedido a don Bosco el Provicario General Celestino Fissore la facultad para bendecir un sagrario nuevo para 
servicio de los Oratorios, y el domingo 22 de mayo por la tarde el reverendo señor Gattino, párroco de San Simón y San Judas, bendijo la 
nueva campana, colocada en el campanario construido al lado de la iglesia de San Francisco de Sales. 

También ésta tenía que ser bendecida, y don Bosco deseaba que algún Prelado realizase la ceremonia con toda la solemnidad. Dirigióse 
primero al Arzobispo de Vercelli, y después al Obispo de Ivrea, con el cual ya había tratado para su proyecto de publicación de libros 
populares. Pero ninguno de los dos pudo asistir, por las razones que se leen en sus cartas. 

Muy Reverendo e Ilustre Señor: 

Con mucho gusto habría querido acudir para satisfacción de V. S. M. R., a cuyo celo debe esta Capital el nuevo Oratorio de San 
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Francisco de Sales, destinado a la instrucción de la juventud turinesa, y encontrarme de este modo entre los numerosos muchachos, que se 
regocijan con una fiesta tan conmovedora. Pero la víspera de cumplir los setenta y dos años, fastidiado por la tos y otras incomodidades 
hijas de la edad avanzada, no me dejan responder a su agradable invitación. Por tanto, doy a usted las gracias, con la esperanza de que 
((431)) admitirá conmigo la razón del motivo que me lo impide, y repito mi agradecimiento, profesándome con profundo aprecio... 

Vercelli, 8 de junio de 1852 

ALEJANDRO, Arzobispo 

Muy apreciado don Bosco: 

Hubiera sido para mí un gran placer en otras circunstancias haber acudido para realizar las sagradas funciones de la bendición e 
inauguración de la nueva iglesia levantada por V. S. y sus celosos cooperadores, y esto lo habría hecho con gran satisfacción, por la misma 
obra, por usted y por el doctor Vallauri, Prior de este año, a quien tanto aprecio. Pero: non possum venire (no puedo ir). Estoy 
comprometido ese día para otro acto público en la ciudad, la administración de la sagrada confirmación; al día siguiente es mi día 
onomástico y hay otra función en el Seminario Menor; después el aniversario de mi bautismo: son días éstos que voluntariamente paso 
retirado en casa; al mismo tiempo se celebran los exámenes finales de los seminaristas estudiantes de filosofía y de teología. Lo siento 
mucho; non possum. 

Me gustará mucho leer el manuscrito: Aviso a los católicos. Recibí también por medio de mi secretario una nota sobre las dos Filadelfias 
Hablé con un sacerdote forastero sobre la pequeña Biblioteca y todos están convencidos de su necesidad y su seguro éxito. 

Deseo vivamente y ruego al Señor resulte hermosa y fecunda en bien, esa fiesta a la que asistiré espiritualmente, y, mientras tanto, tengo 
el gusto de profesarme con particular estima... 

Ivrea, 12 de junio de 1852 

LUIS, Obispo de Ivrea. 

((432)) Al recibir estas cartas, don Bosco presentó su petición a la Curia. 
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Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Vicario: 

Habiendo llegado la construcción de la nueva Iglesia para el Oratorio de San Francisco de Sales en Valdocco a punto de poder celebrar 
en ella los divinos misterios, el sacerdote Juan Bosco suplica humildemente a V. S. Ilma. y Rvdma. se le permita trasladar los piadosos 
ejercicios del primer Oratorio a dicha iglesia, dedicando el primero a uso profano, como así mismo se digne V. S. Ilma. bendecir la nueva 
iglesia, o bien delegar para ello en algún eclesiástico. 

El antedicho. 

La Curia envió solícitamente su respuesta. 

«Se delega al señor Cura Párroco de Borgo Dora para bendecir el nuevo Oratorio, de acuerdo con el Ritual Romano, tras cuya bendición 
se declaran transportados al mismo los piadosos ejercicios y facultades concedidas al anterior, el cual puede dedicarse a usos profanos. 

Turín, a 19 de junio de 1852 

FELIPE RAVINA, Vic. Gen. 

T. J. CAVIASSI, Secr.». 
Mientras tanto, don Bosco había enviado a los bienhechores una invitación para acudir a la función. 

Ilustrísimo Señor: 

Es un día de gran consuelo para mí, y lo mismo creo será para V. S. Ilustrísima, el domingo 20 de los corrientes, en el cual se verán 
cumplidos nuestros deseos ((433)) con la bendición de la nueva iglesia de San Francisco de Sales, en cuyo favor quiso emplear de tantos 
modos su celo y caridad. 

Verdad es que el sagrado edificio no está del todo acabado, pero los trabajos han llegado ya a tal punto que se puede bendecir, celebrar 
en él convenientemente las sagradas funciones, y satisfacer de este modo nuestra grave necesidad. 

La sagrada función empezará a las ocho y media de la mañana. Después de la bendición se celebrará la santa misa para todos los 
bienhechores del Oratorio, en la que también comulgarán los muchachos. Después se pronunciará un discurso a propósito y terminarán 
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las funciones con la bendición del Santísimo Sacramento. Por la tarde, a las tres y media, habrá vísperas, la plática de costumbre y 
bendición con el Santísimo Sacramento. Al salir de la iglesia, ruégole se sirva pasar por el local de la antigua capilla para entretenerse unos 
minutos con los otros bienhechores del Oratorio, y, juntos, dar gracias al Señor que de un modo tan extraordinario nos ha ayudado a 
realizar su obra. Usted tendrá un lugar reservado para asistir cómodamente a la sagrada función, pues es mi intención tributarle ese día 
todas las atenciones que su manifiesta caridad y condición se merecen; mas, si por la multiplicidad de las cosas, no se le rindiesen las 
muestras de respeto que, por muchas razones, usted se merece, ruégole me perdone bondadosamente, ya que ciertamente no será por falta 
de buena voluntad. 

Acuda con las personas que V. S. sabe han ayudado de algún modo a esta obra de cristiana piedad. Puesto que la fiesta es de todos, sea 
también de todos la gloria que ese día se tributa al Señor y sea también de todos, según espero, el bien que redundará en favor de nuestras 
almas. 

Persuadido de que su caridad quiera continuar promoviendo el bien de este nuestro Oratorio con los sentimientos ((434)) de la más viva 
gratitud, doy a usted gracias de todo corazón, asegurándole que será siempre para mí un gran honor el poderme repetir. 

De V. S. Ilustrísima, 

En el Oratorio, a 16 de junio de 1852 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Invitó también don Bosco al señor Alcalde de Turín. Habría éste acudido con gusto, como lo hizo para la colocación de la primera 
piedra; pero, diversos asuntos se le impidieron, según manifestó por carta, la cual es un testimonio de religiosidad del presidente del 
Ayuntamiento de Turín y del aprecio en que tenía a la obra de don Bosco. He aquí cómo se expresaba, con fecha del 18 de junio: 

Con mucha satisfacción recibió el Alcalde abajo firmante, la amable invitación que V. S. Ilma. y Rvdma. le hizo, por medio de su carta; 
grande es también su sentimiento de que la función religiosa de la mañana con motivo de la festividad de nuestra Señora de la Consolación 
a la que debe asistir con la representación municipal, más la junta de después de comer de la Congregación de Caridad de 
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Reaglie, a la que también está invitado a asistir, le privan de acudir como sería su gran deseo. Está satisfecho de ver instaurada la 
institución del Oratorio de San Francisco de Sales, hija de su celosa solicitud en favor de nuestra juventud trabajadora, que de este modo 
podrá educarse religiosa y cívicamente. 

Ruega a V. S. acepte el testimonio de su atto. s. s. 

BELLONE, Alcalde 

((435)) Semejantes motivos manifestó también el Teniente de alcalde. 

Alcaldía de Turín. Despacho del Teniente de Alcalde. 

Como quiera que el domingo veinte, a las nueve de la mañana se celebra una misa en el Santuario de Nuestra Señora de la Consolación, 
con asistencia del Ayuntamiento, el que sucribe, muy a su pesar, no podrá asistir a la función a la que gentilmente ha sido invitado por el 
venerable sacerdote don Juan Bosco, en carta del dieciséis de los corrientes. Pasada alguna hora en el palacio municipal, para despachar 
asuntos urgentes, y después de que los deberes familiares le dejen libre, irá con mucho gusto a las tres y media de la tarde al Oratorio y 
asistirá a la reunión en el local de la vieja iglesia. 

Sabe muy bien el abajo firmante distinguir en la muy cortés invitación la parte que justamente corresponde a sus colegas y no a él: puesto 
que él no sólo ha sido el último de los cooperadores para tan santa obra, sino que también, como último, se da cuenta de que está mucho 
más atrás de los que menos hayan trabajado. Si cuenta con una parte igual a la de los demás, es solamente en la alegría del éxito de la 
empresa y de la sincera estimación del promotor y autor de la misma, el venerable sacerdote Bosco, al cual profesa la mayor consideración 
y la gratitud ciudadana, y el afecto de buen cristiano por todo el bien que realiza, guiado y protegido por Dios. 

Turín, a 17 de junio de 1852 

COTTIN 

También el famoso naturalista y arqueólogo Baruffi escribía así a don Bosco en la misma ocasión. 
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((436)) Distinguido Señor: 

Doy a V. S. las más rendidas gracias por su atenta invitación a la hermosa fiesta del domingo, a la que de veras siento no poder asistir, 
puesto que debo ausentarme de Turín por unos cuantos días. 

Unome de todo corazón a esta santa obra, y pido al Cielo continúe otorgando sus favores, a fin de que usted pueda tener el consuelo de 
ver cumplidos tan evangélicos y honrosos deseos. 

El nombre de V. S. quedará esculpido con caracteres indelebles en el corazón de los turineses y de todos los que conocen y saben 
apreciar la caritativa solicitud y los constantes sacrificios que usted realiza en favor de la pobre juventud abandonada, para ponerla en el 
buen camino y procurarle el pan material juntamente con el del alma. 

Acepte mis respetuosos y cordiales augurios de prosperidad para su digna persona, a fin de que el Oratorio, por usted fundado, pueda 
desarrollarse cada día más y producir los frutos que la sociedad y la religión esperan. 

Aprovecho la presente ocasión para repetirle la expresión de los sentimientos de mi alta consideración y profesarme, 

De V. S. M. Rvda. 

Turín, a 18 de junio de 1852 

Atto. y S. S. 

J. T. BARUFFI 
Aunque ocupadísimo durante aquellos días, pudo don Bosco invocar a sus musas, y compuso una oda de ocasión, muy agradable por su 
sencillez, y que nosotros reproducimos. Llevaba este encabezamiento: En el día de la bendición de la nueva iglesia del Oratorio de San 
Francisco de Sales, los muchachos ((437)) pertenecientes al mismo expresaban de este modo, llenos de alegría, los sentimientos del más 
sincero agradecimiento a sus bienhechores. 

Como el pájaro en las ramas Así por más de diez años
busca el albergue querido nuestro nido hemos buscado,
donde construir su nido mas ni el cielo nos ha dado
y tranquilo reposar. donde poderlo encontrar.


No se para en valle o montes, Un prado, un jardín, un patio,
en la floresta o el campo, la habitación o la calle,
y no le detiene el rayo la plaza o lo que se halle
hasta que el nido formó: nuestro Oratorio será.
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Por fin, piadoso el Señor Oh, Señor omnipotente,
contempló benigno el caso, que nada al mezquino niegas,
y dos lustros de retraso escucha a los que te ruegan,
ampliamente compensó. postrados ante tu altar.


Compensó...y nos dio escuelas, Haz de modo que este templo
un patio para los juegos; a tu nombre consagrado,
y como un nido de ensueño nunca sea profanado
una casa apareció. por corazón desleal.


Compensó... »qué más decir? Haz que cuantos aquí vengan,
se cumplió toda esperanza, suplicantes y devotos,
la iglesia está consagrada, vean cumplidos sus votos;
satisfecho el corazón. presta ayuda, merced da.


Es verdad, amigos míos, Y tú, Santísima Virgen,
varios meses trabajasteis, que puedes todo ante Dios,
frío y calor aguantasteis, bendice hoy a tus hijos
por la casa del Señor: dales fe, esperanza, amor.


Ni sueño, ni diversiones, Y haz que nunca por nada
fatigas, pesar o penas, cesemos de ser tus hijos,
ni las nubes de agua llenas líbranos de los peligros
vuestro celo retardó. de nuestra incauta edad.


Ahora alegres festejad, »Y qué les vas a entregar
tras la ganada victoria, a estos tan buenos señores,
a quien una santa gloria cuyas penas y sudores
sólo el mérito alcanzó. dedicaron a tu honor?


((438)) 
El Señor ha compensado Tejerás, Virgen hermosa, 
nuestra labor coronada un ramillete en el cielo 
con la iglesia consagrada, que les sirva de consuelo 
»qué más se pudo soñar? del bien que aquí les faltó. 

Démonos prisa, hijos míos, Y nuestra alma agradecida 
corramos al templo santo, con caracteres dorados 
cantemos a Dios un canto, escrito por todos lados, 
por su otorgado favor. ESTE DIA DEJARA. 

Nunca el tiempo con sus cambios
podrá borrar esta fecha
que está de hermosuras hecha
y no es posible olvidar.


Se imprimió en millares de ejemplares, fue puesta en música y la aprendieron los muchachos. 

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Durante los preparativos para la fiesta en el Oratorio, lo mismo internos que externos estallaban de alegría, la cual se manifestó de un 
modo llamativo el día 14 de junio. 

El profesor Raineri, que frecuentó el Oratorio de 1846 a 1853, 

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escribía así. «Fue la tarde de un domingo; don Bosco nos había contado con gran evidencia, con su peculiar y encantadora manera, la 
historia del pastorcillo David convertido en rey, y terminó diciendo: 

»-íY he aquí al pastorcillo convertido en rey! 

»Nosotros exclamamos de repente: 

»-íViva don Bosco, nuestro rey! 

»Y fue aquello de decir y hacer. Los muchachos más altos y más fuertes levantaron con gala y bizarría sobre sus hombros a don Bosco y 
lo pasearon triunfalmente por el patio, mientras nosotros siguiéndoles, cantábamos la canción aprendida aquellas días: 

«Como el pájaro en las ramas 

busca el albergue querido...» 

»con inmenso gozo de nuestra parte, y quizá de la suya. Los mismo hacían los pueblos antiguos cuando elegían a uno de sus valientes y 
lo levantaban por caudillo sobre el pavés. íSí, don Bosco podía muy bien ser nuestro caudillo, nuestro rey! Don Bosco nos daba con sus 
normas verdaderas reglas de oro, que sirven para todos, pero que son más a propósito para la juventud, y que es bueno recordarlas. He aquí 
algunas: 

((439)) »-Hacedlo todo hoy de modo que no tengáis que avergonzaros mañana. 

»-No dejéis para mañana el bien que podéis hacer hoy, porque, a lo mejor, no tendréis tiempo. 

»-Hagamos las cosas para estar bien en este mundo y en el otro. 

»-Sed lentos en juzgar. 

»-»Deseáis que vuestro compañero os aprecie? Pensad siempre bien de todos, estad dispuestos a ayudar a vuestro prójimo y seréis felices 

»Después de las funciones de iglesia se entretenía con todos los muchachos, de diferente edad, costumbres, condición y educación, llenos 
de vida y absorbidos por su juegos, observaba la índole de cada uno, les dirigía una palabra individual, una palabra querida, una palabra 
que consolaba, que nos daba alegría y parecía que leyese dentro de nuestro corazón. Cada uno de nosotros decía para sí: ícómo nos quiere 
don Bosco! 

»Ah, sí, don Bosco quería a todos... íQué hermoso resulta volver con el pensamiento a aquellos nuestros años juveniles!». 

«Y don Bosco, añadía monseñor Cagliero, les acompañaba él mismo a última hora hasta la entrada de la ciudad, para asegurarse 
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de que iban deprisa a sus casas en grupos. Al pasar por el Rond\_, donde todavía se ahorcaba a los condenados a muerte, se oyó más de una 
vez cómo repetían aquellos muchachos hijos del pueblo: -Don Bosco nos quiere tanto que, si nos llevaran a la horca, aún encontraría la 
manera de salvarnos». 

Lo mismo afirmaba Félix Reviglio. 

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((440)) 

CAPITULO XXXVIII 

BENDICION DE LA IGLESIA DE SAN FRANCISCO DE SALES -PRIMERA MISA -LAS FUNCIONES DE LA TARDE 
-AGRADECIMIENTOS -MUSICA Y POESIA -EL PERIODICO «LA PATRIA» 

UNA vez terminados los trabajos y preparados todos los objetos necesarios para bendecir e inaugurar el sagrado edificio para el culto 
divino, se eligió el 20 de junio, tercer domingo después de Pentecostés y fiesta en Turín de Nuestra Señora de la Consolación. Muy largo 
sería describir los detalles de aquel memorable día, que fue para el Oratorio más único que raro. Se elevó a la entrada del patio un arco de 
altura colosal, que llevaba escritas en la cumbre estas palabras con letras cubitales: 

CON CARACTERES DORADOS
ESCRITO POR TODOS LADOS
ESTE DIA QUEDARA.


Al romper el alba, ya se oían por los prados y campos de los alrededores las voces de los muchachos que acudían al Oratorio cantando 
los versos escritos por don Bosco: 

((441)) 

Antes el sol del ocaso 

de nuevo estará en Oriente; 

todo río hacia su fuente 

antes atrás volverá; 

que esta inolvidable historia 

por siempre en nuestra memoria 

indeleble vivirá 

Bendijo la iglesia, conforme al rito, el Cura Párroco de Borgo Dora, M. R. Dr. D. Agustín Gattino, el cual celebró a continuación 
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la primera misa y dirigió un docto discurso a la multitud de muchachos y señores asistentes de la ciudad. 

Pero lo más hermoso de la fiesta tuvo lugar por la tarde. A pesar de su capacidad, la nueva iglesia se llenó a rebosar. Predicó don Bosco 
y, entre otras cosas, puso de relieve el admirable cambio que había sufrido aquel sitio: de lugar de recreo, convertido en lugar de oración; 
de lugar de alboroto, en lugar de plegarias y agradecimiento al Señor; de lugar de jarana y hasta de pecado, en lugar de amor a Dios y de 
santa alegría. Exhortó después a los muchachos, a que honrasen a partir de aquel día, tan bendito lugar con su devoto comportamiento, con 
la asistencia a las funciones religiosas y la recepción de los santos sacramentos. Finalmente, después de hacer reflexionar que las iglesias 
materiales son una representación de las almas, llamadas templos del Espíritu Santo, invitó a todos a conservarlas siempre limpias, esto es, 
sin pecado, para que el Señor se complaciese en poner en ellas su agradable morada durante la vida y las hiciese dignas de entrar después 
de la muerte en el grandioso templo de su bienaventurada eternidad. 

Asistió también una escuadra de la Guardia Nacional, para mantener el orden, que con dificultad pudo lograr, dado el inmenso gentío, 
para honrar la fiesta y hacer las salvas con la descarga de fusilería, en el momento de la bendición con el Santísimo Sacramento, que 
resultó de un efecto admirable. Con ella intentaba competir la Guardia del Oratorio y sus fusiles ((442)) de madera. Estos y otros pequeños 
detalles dieron a la fiesta un colorido característico, que dejó satisfechas a las almas sencillas y llenos de admiración a los hombres del 
mundo. 

Aquella misma tarde asistieron al Oratorio los promotores y promotoras de la Tómbola, distinguidos miembros del Clero y de la nobleza 
turinesa y muchas otras personas que habían participado en la construcción de la iglesia. Después de las funciones religiosas don Bosco 
reunió a todos en un lugar preparado para el caso: era la antigua capilla, donde ilustres bienhechores habían preparado lo necesario para el 
servicio de café y refrescos. Dirigióles unas palabras de agradecimiento; hizo un resumen de cuanto se había realizado; señaló la solicitud 
de unos y la caridad de otros, para el éxito de la piadosa empresa; y se complació en mostrar cómo los esfuerzos de todos se habían visto 
coronados aquella mañana con la bendición del sagrado edificio. Dijo que le habría gustado poder recompensar los sacrificios realizados y 
las penas sufridas; pero que, ya que él no podía hacerlo, rogaría y haría rogar a los muchachos del Oratorio 
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ante el buen Dios, para que se lo recompensase con la abundancia de sus bendiciones en la vida presente y con la más espléndida corona en 
la vida futura. 

Al breve discurso de don Bosco siguió una composición musical del célebre maestro José Blanchi, de feliz recordación, ejecutada por un 
coro de muchachos del Oratorio. Perdura el recuerdo de un jovencito de unos quince años, llamado Segundo Pettiva, el cual cantó el solo, 
con una voz tan hermosa, que conmovió las fibras de todos los corazones y alcanzó grandes aplausos. 

Don Bosco, estallando de gozo indecible, hacía recordar la figura del profeta ((443)) David, cuando, al trasladar el arca del Señor, se le 
oyó, mezclado con el pueblo, cantar y tocar con toda devoción. En su nombre, en el de sus ayudantes y el de todos los hijos del Oratorio, 
un jovencito leyó la oda, compuesta para tal ocasión, a dichos señores, los cuales la escucharon con visible complacencia. La feliz jornada 
se cerró con fuegos artificiales, preparados y dirigidos por el teólogo Chiaves, en el campo frente a la entrada del Oratorio. 

El orden con que se desenvolvió la fiesta y el fin de la misma alcanzaron tal importancia que hasta un periódico político de aquellos días, 
titulado La Patria, se hizo eco de ella con un artículo que creemos oportuno insertar en estas páginas, como complemento de las noticias de 
aquel día memorando y para poner de relieve el criterio con que los políticos de entonces juzgaban la obra del Oratorio de cara al bien de la 
sociedad. 

«Entendemos que es una gran suerte para nosotros -dice La Patria-enriquecer el espacio literario de nuestro periódico hablando de una 
de esas obras que surgen entre nosotros y nos presentan problemas tan interesantes como son los de las obras de beneficencia. Es una 
suerte poder, en medio de esta sociedad, cuyos defectos buscamos a diario y que de cuando en cuando hemos de criticar, dejar por un 
momento la pluma poco suave de la política, para tratar de un tema que siempre encontró en nuestro pueblo general simpatía. 

»Pero donde se halla una alma generosa, »cómo no simpatizar con aquél, cuyo celo filantrópico, cuya perseverancia apostólica, cuya fe 
cristiana sacrifica los más hermosos años de su vida, supera toda suerte de obstáculos con una fuerza de voluntad firme y resignada, y 
alcanza a realizar, tras muchos años de fatiga, una de esas ((444)) empresas, que honrosamente pueden colocarse sobre las huellas de las 
instituciones de un Epée 1, un Assarotti, un Cottolengo? 

1 Epée. Carlos Miguel de L'Epée (1712-89), sacerdote francés nacido en Versalles y muerto 
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Pero, si queremos recordar los humildes principios de las obras de aquellos hombres eminentes, fácilmente descubriremos cómo se asemeja 
a ellos la de don Bosco, y cómo, por sus inmensos beneficios, es digna de ser colocada junto a la de esos hombres que acabamos de citar. 
Después de haber hablado de las dificultades encontradas, es nuestra obligación no callar las ayudas, que en estos tiempos calamitosos, en 
medio de las tempestades políticas, que estremecen la bolsa del rico y el corazón de todo el mundo, llegaron de todas partes a las manos de 
incansable cultivador del campo del Señor. Nada diremos de los hombres, que se unieron a don Bosco y le secundaron, llenos de iluminado 
celo, pero nos place recordar las mil diversas formas con que se revistió la inagotable caridad ciudadana para acudir en socorro de esta 
santa obra; socorro de toda edad y condición, de ricos y pobres, de grandes y pequeños; socialismo inmenso, solamente realizable y justo, 
porque nace del santo y admirable sentimiento con el que contribuyó cada uno, de acuerdo con sus propias fuerzas: el pintor con su cuadro 
el comerciante con los objetos de su negocio, en el que la mujer, siempre grande, siempre la primera cuando se trata de caridad, supo 
colocar toda la delicadeza de su inagotable bondad. 

»En efecto, pueden verse en la exposición objetos entregados para la tómbola, con la que se ayuda efizcazmente al Oratorio, el sacrificio 
de diversiones, de paseos, de juguetes dedicados, según la edad, para el entretenimiento de los pobres; puede verse esa caridad multiforme 
e indirecta, como conviene a los seres sensibles y delicados, que forman la parte más hermosa de las obras de beneficencia, patrocinándolas 
y manteniéndolas para dejar al hombre en su clase más tosca y menos inteligente, la ayuda brutal del dinero. 

((445))»Hemos dicho brutal, porque creemos que el que provee el medio material para realizar una obra, está en el que la inicia y la lleva 
a término, como el soldado que combate está en el general que manda; pero, al decir brutal, no queremos de ningún modo mermar la 
santidad de su oficio. En efecto, la misión que don Bosco ha puesto, bajo la invocación de San Francisco de Sales, es grande y digna de 
consideración. Apartar a la juventud del ocio dominical, para mantenerla honesta y religiosamente ocupada, es algo tan grande, que 

en París, que ideó un sistema de signos manuales para comunicarse con los sordomudos. La Asamblea Nacional hizo incluir su nombre 
entre los bienhechores de la humanidad. Es autor de un libro para la instrucción de los sordomudos, a través de signos (1776). 

Assarotti. Lo mismo que Cottolengo -hoy San José Benito Cottolengo-es uno de los muchos fundadores de obras pías, contemporáneas 
de don Bosco. (N. del T.). 
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nosotros nos vemos precisados a recurrir a la sencilla y sublime pluma de su autor para bosquejarla. 

»Confiesa él haber visto ``con profunda tristeza a muchos que, entregados durante la semana al ejercicio de las artes y de la industria, se 
gastan los días festivos, en juegos y desórdenes, el pequeño sueldo ganado; y deseoso de remediar un mal cuyas consecuencias son 
funestas, determinó abrir una casa para reunirlos los domingos a fin de que en ella tuvieran comodidad unos y otros para cumplir los 
deberes religiosos y al mismo tiempo recibir instrucción, dirección, consejo para vivir cristiana y honestamente''. 

»He aquí la obra que don Bosco nos anuncia tan sencillamente, y que se empezaba ayer, al consagrar el Oratorio de San Francisco de 
Sales en Valdocco. El Oratorio es sencillo y modesto, como corresponde a quien espera y recibe su decoro de la generosidad pública, pero 
sus naves están llenas de fieles y la fe es el más hermoso ornamento de la casa de Dios. Había ayer allí una multitud de fieles iluminados 
por aquel sol, cuyos rayos parecen una bendición para quienes se visten de una alegría tranquila y religiosa. Todo concurría para dejar 
eternamente grabado aquel día en el corazón ((446)) de todos, en el de los arrancados del vicio, acreedores al reconocimiento, y en el de los 
que patrocinaron la obra y que recibían este tributo de gratitud. 

»La función religiosa resultó solemne, como suele ser en semejantes circunstancias. Un personaje que por sus eminentes virtudes y sus 
amplios conocimientos honra al clero turinés, el pastor del redil de Borgo Dora leyó una admirable composición, en la que desarrolló los 
saludables caracteres de la iglesia, como casa de Dios y casa de oración. 

»Confesamos que al oír sus palabras con las que, despojando la lógica de pretenciosos conceptos de vana elocuencia, nos expuso la 
santidad de nuestra fe, la superioridad de nuestra religión comparada con las creencias de otros pueblos, nos creíamos transportados a 
aquellos tiempos en los que se predicaba a los pueblos reunidos bajo la inmensa bóveda del cielo o en las entrañas de la tierra la palabra de 
Dios, que murió para nuestra salvación. 

»Terminada la función religiosa, todos los miembros de la comisión directiva se reunieron en una sala donde se entretuvieron 
comentando la hermosa jornada y donde fueron agasajados con una oda cantada por un coro de muchachos que supo interpretarla 
perfectamente. La Guardia Nacional prestó mayor brillantez a la fiesta. Honor a esta joven institución, que merece el reconocimiento del 
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Estado y sabe aprovechar la oportunidad de mezclarse con el pueblo en las ocasiones de común alegría. El Oratorio está en marcha, la idea 
de don Bosco se ha realizado. 

»No queremos decirlo, porque tememos que la caridad ciudadana disminuya con este anuncio. Sin embargo, son increíbles los grandes 
socorros que necesita esta naciente institución, en la cual espera encontrar nuestra ciudad una grande ayuda y un gran ejemplo a imitar en 
otras partes del Reino. Por tanto, si no hemos podido ocultar la alegría que ((447)) hemos experimentado al anunciar la consagración del 
Oratorio, no queremos que nuestras mismas palabras sirvan para enfriar el celo de los ciudadanos, que pudieron creerse que la obra está 
totalmente terminada. 

»Don Bosco ha emprendido una noble obra y la ha desarrollado con perseverancia e inteligencia; la población de Turín, que aprecia las 
ventajas de una institución cuya finalidad es apartar del vicio a tantos corazones jóvenes sin experiencia ni educación para esquivarlo, no 
querrá dejar su obra incompleta, y sabrá mantenerse a la altura de aquel amor de caridad de la que está justamente satisfecha» 1. 

1 La Patria, periódico político y literario, 21 de junio de 1852. 
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((448)
)


CAPITULO XXXIX


NUEVOS REGLAMENTOS PARA LA IGLESIA Y EL INTERNADO -DON BOSCO Y EL SANTISIMO SACRAMENTO -LAS 
IGLESIAS -LA MUSICA SAGRADA -LAS SOLEMNIDADES -EL SERVICIO DEL ALTAR -LA SANTA MISA -PREPARACION Y 
ACCION DE GRACIAS -LAS SAGRADAS CEREMONIAS -LA COMUNION Y LA VISITA A LA IGLESIA -UNION CON DIOS 

UNA vez bendecida la iglesia de San Francisco de Sales, don Bosco precisó más en el reglamento del Oratorio festivo algunas 
incumbencias de los diversos cargos, de las cuales nacen las normas de aquellos tiempos. Se celebraba una sola misa, antes de la cual 
recitaban y cantaban los alumnos internos los Maitines del Oficio de la Santísima Virgen. Don Bosco ordenaba: 

«Los sacristanes, al empezar el oficio de la Santísima Virgen o, lo más tarde, al entonar el himno, invitan al sacerdote a revestirse para 
celebrar la santa misa. 

»El entonador, los días festivos, acabado el oficio de la Santísima Virgen, recitará en alta voz y alternativamente las oraciones de 
costumbre y luego, seguirá leyendo las oraciones que acompañan a la santa misa. Después de ésta, los actos de fe, esperanza y caridad. 
Terminado el sermón, recitará cinco Padrenuestros y cinco Avemarías por los bienhechores del Oratorio; otro Padrenuestro y Avemaría a 
San Luis y acabará entonando el Por siempre sea alabado, etc. En las fiestas más solemnes, al llegar al Sanctus leerá ((449)) las oraciones 
de preparación para la Comunión y después la acción de gracias». (Art. 2, 3, 4 del primer Reglamento. 

»Los vigilantes serán cuatro. Uno para la parte próxima al altar de la Santísima Virgen; otro, para el lado del altar de San Luis; los otros 
dos, para el resto de la iglesia, desde la mitad hasta la puerta grande». 

Por lo que toca a la catequesis: «En el coro se colocarán los admitidos para siempre a la comunión y que ya han cumplido los quince 
años. En la capilla de la Virgen y de San Luis, los que fueron admitidos definitivamente a la comunión, pero que aún no han cumplido 
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los quince años. Las otras clases se dividirán de acuerdo con los conocimientos y edad, hasta los más pequeños». 

»El archivero se encargará de anotar en un registro especial la lista de los objetos destinados o regalados para el altar de la Santísima 
Virgen y de San Luis». 

También sufrió varios cambios en aquella ocasión la casa Pinardi. La antigua capilla-cobertizo se convirtió en dormitorio, clases y salón 
de estudio. En e reunía don Bosco a los estudiantes, y como Deus Scientiarum Dominus (Dios es el señor de la ciencia), quiso, desde el 
principio, que se continuara recitando, al empezar, el Veni Sancte Spiritus (Ven, Espíritu Santo) con el Avemaría y la invocación a la 
Santísima Virgen Sedes Sapientiae, ora pro nobis (Asiento de la sabiduría, ruega por nosotros). Al llegar el último cuarto de hora, antes de 
cenar, se leía públicamente un libro de hechos edificantes, costumbre que duró muchos años. Mientras pudo, don Bosco iba juntamente con 
los muchachos, a escribir y pensar sus escritos en el salón de estudio general. 

Mas para él, que tan profundamente tenía enraizado en su corazón el hábito de la fe, la nueva iglesia se convirtió en el centro de sus 
afectos. Pidió y alcanzó enseguida permiso para guardar continuamente el Santísimo Sacramento, y es indecible con qué entusiasmo 
comunicó la noticia a los alumnos. A partir de aquel momento, apenas tenía un rato de descanso, acudía a adorar ((450)) al Divino 
Salvador y entonces más parecía un serafín que un hombre. Por eso todo lo que se relacionaba con el culto divino, constituía el anhelo de 
su alma. Lo mismo que cuando fue sacristán en el seminario de Chieri, así era ahora de solícito exigiendo limpieza y orden en los vasos 
sagrados y en los ornamentos, y vigilando para que, ni de día ni de noche, estuviera apagada la lámpara del sagrario. Le gustaba quitar las 
telarañas, limpiar el polvo del altar, barrer la iglesia, fregar el presbiterio. 

El, tan pobre, primero soñaba y, luego, levantaba iglesias de sorprendente magnificencia, y exigía en ellas, como hasta ahora en sus 
Oratorios, el mayor decoro posible y la máxima limpieza, hasta en la sacristía. Se preocupaba de su adorno y del porte devoto de los 
muchachos. Insistía para que hicieran bien la señal de la cruz y las genuflexiones. No podía tolerar que se faltase a la debida reverencia del 
lugar sagrado y de los santos misterios, y recomendaba a todos que reflexionaran quién estaba en el sagrario. Experimentaba una gran pena 
cuando veía o sabía que alguno estaba con poca devoción, y sin respeto humano avisaba al negligente, aunque fuese un extraño. 
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Cumplía escrupulosamente las órdenes del Superior Eclesiástico Diocesano referentes al culto. En las grandes solemnidades no quería que 
se llamaran músicos del teatro o de poca piedad, porque no sabían guardar la debida compostura y perdían el respeto a la presencia real de 
Jesucristo. El visitaba todas las iglesias ante las cuales pasaba, aún en aquellos lugares donde se encontraba con una a cada paso, y, estando 
enfermo, se le vio santiguarse frecuentemente y volverse hacia la iglesia en acto de adoración. Recomendaba a los sacerdotes que ((451)) 
fueran a recitar el breviario ante el Santísimo Sacramento. Le afligía el pensamiento de que Jesús fuese poco honrado en muchas partes de 
la tierra, y animaba a las personas caritativas y piadosas para proveer de ornamentos y vasos sagrados a las iglesias pobres y a las capillas 
de las lejanas misiones y para ayudar a su construcción y conservación. 

No recordamos haberle visto nunca sentado en la iglesia, salvo para escuchar los sermones. No se veía la menor afectación en su porte. 
Siempre de rodillas, el cuerpo inmóvil, derecho, con las manos juntas sobre el reclinatorio o sobre el pecho, la cabeza ligeramente 
inclinada, la mirada fija, el rostro sonriente. Ni el menor rumor a su alrededor le distraía. El que estaba a su lado se veía obligado a rezar 
bien como él. En su rostro se reflejaban la fe y la caridad ante la presencia del Divino Salvador. 

El estudio de la música en el Oratorio estaba al servicio de la iglesia; a veces, el mismo don Bosco enseñaba un cántico aún cuando 
hubiese otros a quienes encomendar aquel trabajo. Para animar a esta enseñanza, se resolvió a pedir a Pío IX indulgencias especiales en 
favor de maestros y alumnos, y tenía una gran alegría cuando los muchachos interpretaban bien el canto gregoriano. 

En efecto, daba la máxima importancia a todas las solemnidades religiosas. No dejó de celebrar la misa de Nochebuena él mismo, hasta 
los últimos años de su vida, y excitaba a todos a la más viva devoción la alegría que se transparentaba en su rostro. Durante la semana santa 
celebraba también todas las funciones prescritas para la mañana y los oficios de las tinieblas por la tarde, con tal recogimiento que 
conmovía a los asistentes. Pero antes explicaba con gran complacencia a sus muchachos todas aquellas admirables ceremonias. ((452)) Nos 
hablaba de ello Juan Villa, que le oyó en 1855. La bendición de las candelas, de la garganta, de la ceniza y de los ramos y palmas nunca las 
omitía. Había establecido que hubiera en el Oratorio cada año tres días para la exposición de las Cuarenta Horas, y que un grupo de 
artesanos y de estudiantes, con sacerdotes y clérigos, 
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se alternasen continuamente para la adoración. Entonces se abría también la iglesia al público y él acudía como los demás para hacer su 
hora. Mientras las fuerzas se lo permitieron, iba a la procesión del Santísimo Sacramento de la catedral con sus muchachos, a los cuales 
enviaba también a la parroquia y, aún a otras iglesias, en los días fijados para esa procesión, con el fin de hacerla más solemne. 

Pero, si en muchas de estas funciones reservaba don Bosco para sí en el Oratorio el papel principal, no rehusaba el cumplir con otros 
servicios menores. Invitó en una ocasión a un Canónigo para dar la Bendición y él hizo de turiferario. Si, al pasar junto a una iglesia, oía la 
campanilla indicando que faltaba un monaguillo, entraba él inmediatamente, tomaba el misal e invitaba al sacerdote a salir al altar. Varias 
veces cumplió con el oficio de acólito en diversas centros de educación. 

Mas, como era delicadísimo en su trato, nunca habría invitado para un ministerio inferior a quien era superior a él, aunque reconociese en 
él sus propios sentimientos. Sabía apañárselas para no faltar al debido respeto. 

«Un día, alrededor de 1851, cuenta el M. R. D. Santiago Bellia, me encontraba yo con don José Cafasso y don Bosco en la calle Dora 
Grossa y era precisamente la fiesta de la Conversión de San Pablo. De repente, don Bosco se golpeó la frente con la mano y dijo: «-Pobre 
de mí; me he olvidado de enviar cuatro clérigos a la Central de la Obra de San Pablo para ayudar como acólitos a la bendición del 
Santísimo. 

»-Todavía estamos a tiempo, observó don José Cafasso. »Por qué no podemos ir nosotros? Si ((453)) es verdad que no somos cuatro, 
somos tres, que es mejor que ninguno. 

»Dicho y hecho. Estábamos cerca, volvimos atrás y llegamos precisamente cuando el sacerdote salía al altar con el turiferario. Tomamos 
cada uno de nosotros un hachón y salimos reverentemente al altar. Don José Cafasso se quedó a la derecha, don Bosco a la izquierda, yo en 
medio y asistimos a la Bendición. Después de esto el piadoso Giacomelli, director del Instituto, no acababa de agradecer a don José 
Cafasso su atención; pero él le respondió que era siempre una suerte poder ejercer el más bajo ministerio en la casa de Dios. -íQué lección 
para los melindres de ciertos clérigos!». 

Hasta aquí don Santiago Bellia. 

Del gran espíritu de fe para estos ministerios inferiores, se puede deducir el ardor de nuestro buen Padre para los servicios mayores. 
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Cuando celebraba la santa misa estaba tan bien compuesto, tan concentrado, tan devoto, tan exacto, que edificaba grandemente a los fieles. 
Pronunciaba las oraciones y las partes de la santa misa, que se deben proferir en alta voz, con gran claridad para que las oyesen todos los 
asistentes, y con mucha unción. Nunca empleaba más de media hora ni menos de la tercera parte de la hora, de acuerdo con las normas de 
Benedicto XIV; recomendaba lo mismo a sus sacerdotes. Le gustaba que se distribuyera la comunión a los fieles a continuación de la del 
sacerdote y no antes o después de la misa, para secundar el espíritu de la Iglesia y uniformarse con el uso de los primeros siglos del 
cristianismo. Experimentaba un gusto especialísimo en administrar la santa comunión y se le oía pronunciar las palabras con gran fervor de 
espíritu. No dejaba de celebrar la misa, si no era realmente por gravísima necesidad. Cuando debía emprender un viaje muy de mañana, 
anticipaba la misa acortando su descanso, o la decía, con gran incomodidad, al llegar a su destino, aun cuando ((454)) fuese muy tarde. De 
cuando en cuando surcaban sus rostro las lágrimas. Quedaba cortado, no sabemos si en éxtasis o a causa de fervores extraordinarios. 
Sucedió, en alguna ocasión, que, después de la elevación, apareció arrebatado, dando la impresión de que veía a Jesucristo con sus propios 
ojos. Frecuentemente, en el momento de la consagración, se cambiaba su rostro de color y tomaba tal expresión que parecía un santo, al 
decir de la gente. Sin embargo, no había en él la más mínima afectación; siempre tranquilo y natural en sus movimientos, no dejaba 
entrever, particularmente en las iglesias públicas, nada de extraordinario. Pero los fieles, lo mismo en Turín que allí adonde fuere, acudían 
premurosos en gran número y experimentaban un gran placer en ir, si sabían la hora, para verle celebrar y alcanzar el socorro de sus 
oraciones. Las personas que gozaban de altar privado, se consideraban afortunadas cuando podían tenerle para celebrar la misa en su casa. 

Hablaba siempre de la importancia del Santo Sacrificio. Sugería a los suyos por regla, y a los demás como consejo, la asistencia diaria a 
la misa, recordando las palabras de San Agustín, de que no perecerá de mala muerte el que oye devotamente y con asiduidad la santa misa. 
Recomendaba, a quienes deseaban alcanzar gracias y recurrían a él, que la hiciesen celebrar, la oyesen y participaran en ella con la 
frecuente comunión. Decía, además, que el Señor atiende de un modo especial las oraciones bien hechas en el momento de la elevación de 
la santa hostia. 

Era exactísimo, al mismo tiempo, en tomar nota de las limosnas 
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para misas y en cumplir con esa obligación de justicia. Pero, al encontrarse, años después, frecuentemente apremiado por muchas personas 
que le ofrecían limosnas para este fin, ante la duda de que alguna pudiera ser olvidada, se acostumbró a hacer celebrar cada día una misa, 
como compensación de las que por azar no se hubiese recordado. 

((455)) Este su celoso empeño para que ninguno de los fieles se privase de tantas gracias celestiales a ellos debidas y su constante fervor 
en el altar, ciertamente deben ser atribuidos al pensamiento fijo y continuo del gran acto que debía realizar cada mañana. Diremos, en 
primer lugar, que a veces iba a rezar a la iglesia de San Francisco de Asís, en la capilla donde había celebrado su primera misa, y allí 
renovaba los propósitos hechos en aquel solemne día. Llevaba siempre consigo el manual de las ceremonias de la misa y lo leía a menudo 
para no olvidar las más mínimas rúbricas. De acuerdo con este modelo se formaron sus sacerdotes. El buen marqués Scarampi dijo a 
monseñor Cagliero: 

-Yo vengo muy a gusto a oír la misa en el Oratorio, porque los sacerdotes jóvenes de don Bosco dicen la misa lo mismo que los viejos: 
en cambio, veo en otras partes a sacerdotes viejos que la dicen como los jóvenes, esto es, apresuradamente. Y don Bosco les exhortaba, 
durante los ejercicios espirituales, a que se ayudasen la misa unos a otros, para descubrir los defectos contraídos por la costumbre, sin darse 
cuenta de ello, y se avisasen fraternalmente. También él lo hacía así y les corregía hasta de los detalles más pequeños y recomendaba que 
alguno tuviese la caridad de observarle a él y corregirle los defectos que encontrase. 

Antes del santo Sacrificio hacía la necesaria preparación y daba gracias después,de no ser impedido por una grave necesidad, espiritual o 
moral. Entonces sacrificaba su gusto espiritual por la caridad del prójimo. Pero, decía don Ascanio Savio íntimamente convencido, que 
después don Bosco, a solas, en su habitación o en la iglesia, daba libre expansión a su corazón para desahogarse con Dios. Cuidaba que los 
sacerdotes de su casa cumplieran con estos deberes y, como preparación remota, observaba y hacía observar riguroso ((456)) silencio en la 
iglesia y en la misma sacristía, como todavía se observa al presente. Si se veía obligado a tratar de algo espiritual, lo hacía en voz baja, 
desaprobando a quien actuare de otro modo. 

Ya cuando estábamos en el Seminario, afirmaba don Juan Giacomelli, me explicó el significado de las letras S. T. que se ven en los 
antiguos claustros, a saber: Silentium tene! (íGuarda silencio!). 
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Había mandado, además, que desde las oraciones de la noche hasta después de la misa del día siguiente, no se dijera nada. Nos sucedió 
varias veces encontrarnos con él por la mañana, a tiempo de que bajaba de su habitación para ir a la iglesia. En aquel momento aceptaba el 
saludo con una sonrisa, se dejaba besar la mano, pero no profería una palabra: tal era su recogimiento como preparación a la misa. 

Quería que ésta fuese servida con exactitud y fue siempre una de sus preocupaciones enseñar a los muchachos a ayudarla. 

El año 1902 contaban en Sassi a don Juan Garino algunos ancianos que ellos habían aprendido con don Bosco a ayudar a misa, cuando 
estuvo delicado y fue huésped de su párroco durante unas semanas. Determinó, en efecto, que todos los jueves se enseñase a los clérigos a 
ayudar a la misa cantada y que todas las tardes se hiciera lo mismo con los muchachos estudiantes y artesanos a fin de que aprendiesen a 
ayudar bien a la misa rezada y a pronunciar despacio todas las palabras. Si alguno, al ayudarle a él a misa, no lo hacía perfectamente, al 
volver a la sacristía le avisaba y le animaba a aprender mejor; le decía los fallos que había cometido y le prometía un hermoso regalo, si se 
corregía. Todo esto y siempre con aquellos modos corteses, tan suyos. 

Ayudaba cierto día un muchacho la misa a don Bosco y se comía las palabras. Don Bosco, de vuelta a la sacristía, y habiéndose quitado 

los ornamentos sagrados, le dijo en voz baja: 

-íTú tienes demasiado apetito! 

((457)) -»Por qué? 

-Porque te comes hasta las palabras de la misa. 

El muchacho no respondió y se pasó el día repitiendo las palabras que estaba acostumbrado a engarbullar. Al día siguiente le llamaron de 

nuevo para ayudar la misa. 

Al acabar dijo el muchacho a don Bosco: 

-»Y qué me dice ahora del apetito? 

-Disminuye, disminuye, respondió don Bosco. 

Otro día, contaba don Domingo Milanesio, avisó don Bosco al monaguillo de una falta por él cometida al ayudar la misa. El muchacho, 

que era muy agudo y franco, le respondió: 

-íTambién usted ha cometido una falta! 

Y le dijo cuál era. Quizá por inadvertencia, cosa rara, había bendecido el agua para mezclarla con el vino aunque se trataba de una misa 

de difuntos. Don Bosco le respondió cariñosamente: 

-íQué quieres! Somos dos sciapin, esto es, dos chapuceros. 
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Su respuesta es un prueba de su gran humildad. 

Recordaremos también que don Bosco fue un apóstol de la comunión frecuente y de la visita cotidiana al Santísimo Sacramento. 
Frecuentemente, cuando predicaba y describía el inmenso amor de Jesús a los hombres, lloraba de emoción y hacía llorar a los demás. 
Hasta durante el recreo, si hablaba de la Santísima Eucaristía, se encendía su rostro con santo ardor y repetía a los muchachos: 

-Queridos muchachos, »queremos estar alegres y contentos? Amemos con todo el corazón a Jesús Sacramentado. 

Con sus palabras se sentían los corazones penetrados de la verdad de la presencia real de Jesucristo. Imposible describir su alegría 
cuando llegó a ver en la iglesia todos los días cierto número de muchachos que comulgaban por turno. Recomendaba a jóvenes y adultos 
vivir en tal estado de conciencia que pudieran acercarse, con el consejo del confesor, a la sagrada ((458)) mesa diariamente. No dudaba en 
autorizar para ello a quien estaba suficientemente dispuesto. Pero, cuando hablaba sobre la comunión sacrílega, lo hacía con tales acentos 
que a los muchachos se les helaba el corazón y concebían verdadero espanto de tan enorme pecado. 

Habiéndole observado un día el padre Giacomelli su fácil propensión para permitir la comunión a los muchachos, respondió 
inmediatamente que la Iglesia, como se lee en las actas del Concilio Tridentino, exhorta a que siempre que se celebre la santa misa, haya 
fieles que comulguen. Y para alcanzar este fin, fundaba asociaciones y compañías, invitaba a la asistencia insistentemente con motivo de 
triduos, novenas y fiestas, imprimía numerosos opúsculos para repartir entre el pueblo, gratis o a bajo precio, por millares de ejemplares, 
recomendando su lectura a los muchachos. Por eso no se cansaba de confesar y se dedicaba ardorosamente a preparar niños para la primera 
comunión, preocupado de que este acto revistiese la máxima importancia y hasta, si era posible, singular solemnidad. 

No es de extrañar, pues, que las comuniones de los muchachos resultasen agradables al Señor. A menudo, al darles las buenas noches, 
invitaba a rezar y a hacer al día siguiente con gran fe la comunión a todos los que pudieran, diciéndoles que necesitaba grandes gracias para 
la Casa, y muchas veces se le oía decir al día siguiente que el Señor les había oído. Decía que el bien que él y los suyos hacían, que las 
gracias concedidas por la Virgen y las limosnas de los bienhechores eran un efecto de la intercesión y de las comuniones de sus alumnos. 
No atribuía nada a su mérito. Cuántas veces le oímos exclamar: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo 
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da gloriam (No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria), y repetir: la Divina Providencia nos ha enviado este o aque 
socorro. 

((459)) Finalmente, queremos hacer observar, como resulta de lo ya dicho, cuán grande era su unión con Dios, hasta en lo que 
llamaríamos su vida exterior. Al examinar su prodigiosa actividad, siempre ocupada en incontables obras de caridad y de religión, se siente 
uno inclinado a creer que se trataba de un hombre calculador y de acción, y que se contentaba con las oraciones obligatorias. «Pero no era 
así, nos decía el profesor Maranzana, alumno suyo; observé siempre en él un recogimiento tal, un ánimo tan sereno y tranquilo, que parecía 
estar en continua contemplación de las cosas celestiales: andaba por la tierra para hacer el bien, pero su espíritu volaba por la otra vida». Su 
vida era Jesucristo. 

Sus secretarios le vieron empezar siempre el trabajo con una intensa elevación de la mente a Dios. Mientras pudo y se lo permitieron las 
fuerzas, rezaba juntamente con los muchachos las oraciones de la noche, de rodillas sobre el duro pavimento de los pórticos, con el cuerpo 
recto, y si veía que algún muchacho no hacía bien la señal de la cruz no dejaba de advertírselo. Hasta las cortas plegarias, que se solían 
hacer antes y depués de comer, las recitaba con gran compostura. 

Muchas veces, escribe don Miguel Rúa, le sorprendí recogido en oración en los cortos instantes en que se encontraba solo, necesitado de 
un poco de descanso. 

El mismo dijo un día a cierto hermano, con el que tenía mucha confianza: 

-A veces no puedo atender normalmente a la lectura espiritual, y entonces, antes de acostarme, de rodillas en el suelo, releo o al menos 
recuerdo despaciosamente algunos versículos de la Imitación de Cristo. 

En fin, con el espíritu y el corazón fijos en Jesús Sacramentado, vivía en continua plegaria. 
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)


CAPITULO XL 

SOLEMNE FIESTA EN HONOR DE SAN LUIS -OCURRENCIA GRACIOSA Y CASO DOLOROSO -CARTAS DE LOS OBISPOS 
PARA LA TOMBOLA -EL OBISPO DE FOSSANO EN EL ORATORIO -MEMORABLE DISCURSO DEL OBISPO DE BIELLA 
-SORTEO DE LA TOMBOLA -MONSEÑOR FRANSONI SE CONGRATULA CON DON BOSCO 

LAS fiestas se sucedían continuamente en el Oratorio. El día de San Juan vio por última vez aquel año la tradicional hoguera en la plaza 
del Castillo y el 29 de junio dejaba atrás a San Luis, al que don Bosco había dedicado un altar en la nueva iglesia. 

En aquellos días, decía don Ascanio Savio, no hacía más que hablar a 
los muchachos, con gran ternura, de la pureza de conciencia de este Santo, proponiéndolo como modelo a imitar, y nosotros podíamos 
deducir de sus mismas palabras la pureza de su alma. Y como desahogo de su vivísima devoción, cuando estaba entre nosotros, entonaba 
frecuentemente él mismo la canción a San Luis. 

Dejó escrito Brosio: «La fiesta fue el non plus ultra. Toda la iglesia, por dentro y por fuera, estaba tapizada; había tal cantidad de velas en 
el altar mayor y en los dos altares laterales, que aquello parecía el paraíso. Hubo más de trescientas comuniones, número bastante grande, 
puesto que durante las semanas precedentes ya había habido dos comuniones generales. Más de ochocientos muchachos recibieron pan y 
salchichón para el desayuno. Un Obispo, cuyo nombre no recuerdo, ((461)) celebró los ritos sagrados. No faltó el religioso espectáculo de 
una hermosa procesión. Hubo muchos invitados. Durante las sagradas funciones yo mismo pasaba de vez en cuando la bandeja para la 
colecta, dentro y fuera de la iglesia, y recogí cerca de ochenta liras. 

»Para atender y guardar el orden no sólo estuvo mi escuadrón con sus fusiles de madera y la simple trompeta del bersagliere, sino hasta 
una compañía de la guardia nacional uniformada, con sus tambores, mandada por el oficial señor Dasso, dueño de una mercería 
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y amigo nuestro. Todos los colegios y Oratorios del pasado, presentes y futuros no tuvieron ni tendrán nunca tantas diversiones como 
nosotros tuvimos la tarde de aquel día; muy sencillas, es cierto, pero causa de una gran unión, de una gran alegría y cordialidad entre los 
que tomaron parte. Hubo carreras de sacos, juegos de prestidigitación, evoluciones militares, gimnásticas, fuentes en el patio con chorros 
blancos y encarnados, merced a los polvos mezclados con el agua, y globos aerostáticos. Además, un sinfín de juegos más pequeños. 

»Había un tenderete bien provisto, donde, con ciertas condiciones, repartían caramelos, confeti, fruta, gaseosas, cerveza, bebidas dulces, 
etc., etc. Por todos los rincones del patio veíanse otros tenderetes ambulantes para comodidad de los compradores. El conde Cays, el barón 
Bianco de Barbania, el caballero Marcos Gonella, el caballero Dupré, el conde de Agliano, un general de la armada, el marqués Gustavo de 
Cavour, el conde Viancino, los teólogos Carpano, Chiaves, Roberto Murialdo, Borel, Vola el joven, Marengo, y los sacerdotes Giacomelli, 
Merlo, Trivero, capellanes de la basílica de San Mauricio y muchísimos otros enviaban a comprar a cada instante algo para repartir a los 
muchachos. Yo solo distribuí, puñadito a puñadito, casi diez liras de caramelos por orden de don Bosco y de otros señores. Estos y muchos 
otros dulces se añadían a los del gran depósito que había dispuesto en el tenderete fijo. 

((462)) »En medio de tanta abundancia, don Bosco no probó ni la menor cosa. Yo le entregué un caramelo para refrescar la garganta, 
dado el calor sofocante que hacía, pero él regaló la mitad a un chaval. Todo para nosotros, nada para él. 

»Había un arco triunfal de ramaje, levantado en medio del prado, junto al cobertizo alquilado al señor Visca: al oscurecer, apareció 
espléndidamente iluminado con lamparillas, y se cerró la fiesta con hermosísimos fuegos artificiales y grandes vítores a don Bosco. Más de 
mil jóvenes, trescientos de los cuales al menos, andaban cerca o pasaban de los veinte años, encerrados en un patio, no tuvieron la más 
mínima cuestión; todos estaban de acuerdo y unidos como hermanos». Hasta aquí Brosio. 

Sin embargo, como suele suceder en todo lo humano, que en medio de la mayor alegría siempre hay alguna triste circunstancia, así 
aquella hermosa fiesta comenzó con una graciosa ocurrencia y terminó con un caso doloroso. 

Por la mañana había hecho llevar don Bosco al Oratorio, desde una cafetería de la plaza de Ntra. Sra. de la Consolación, chocolate, 
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café, leche y pasteles para unas veinte personas. Pagaba el banquero caballero Cotta, mayordomo de la fiesta. El camarero de la cafetería 
fue a oír la santa misa y dejó sin guardián la habitación donde había depositado el desayuno. Al acabar la misa, los invitados encontraron 
las cafeteras casi vacías y muy pocos pasteles. Unos gritaban, otros reían, algunos decían que se dejara a los cantores sin desayuno. En esto 
llegó don Bosco de la capilla. Hubo que mandar a todo correr a la cafetería, que estaba bastante lejos, en busca de lo necesario. El dueño 
no sabía qué decir, se impacientó, pero sirvió. Mientras tanto, aunque confusamente, advertían a don Bosco de que el muchacho externo 
Vilietti estaba enfermo, tendido en un campo vecino. Acudió y le encontró en una zanja: 

-»Qué te pasa?, le dijo. 

((463)) -Estoy malo; íconfiéseme! 

-»Qué has comido? 

-Nada, nada. 

-Di la verdad. »Has comido algo que te ha hecho daño? 

-No he comido más que un poco de aquello que había en la sacristía. 

El pobrecito, de prisa y corriendo para no ser pillado; había devorado y sorbido, al menos la mitad de lo que había preparado en un 
puchero para veinte. 

Sonrió don Bosco a su respuesta, y Vilietti, ayudado por él, se levantó para ir a su casa. Pero todo lo que se había tragado había 
empezado a fermentar. Estaba a pleno aire y allí había pocos árboles. Buscaba cómo esconderse tras de uno, pero llegaba gente por todos 
lados. Los muchachos le miraban desde el patio, riéndose de su apuro y de las consecuencias de su glotonería. Fue llevado a casa y estuvo 
enfermo varios días. Cuando sanó, volvió pocas veces al Oratorio, porque todos se burlaban de él. Había sido catequista, sacristán, cantor, 
factótum y confidente de los superiores, y ahora nació entre los compañeros una reacción en su contra, tan grande como la admiración y 
envidia que antes le habían tenido. Le cambiaron el nombre y le apodaron el chocolatero; al encontrarse con él le preguntaban: 

-»Qué, te gusta el chocolate? 

Otro muchacho, Juan Chiesa, por la tarde, giraba entre la multitud del Oratorio vendiendo pequeños petardos que llevaba en un canasto 
colgado al cuello. Al encenderlos y lanzarlos al aire aumentaban el ambiente de fiesta con su estallido. Cuando he aquí que unas chispas 
salidas de uno de los petardos, que imprudentemente 
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sostenía un compañero en la mano, fueron a caer en el canasto. En un instante estalló toda la pólvora, las telas que tapizaban la iglesia 
((464)) se encendieron y él, tirando el canasto, y cubierto de quemaduras, corrió a zambullirse en el agua de un canal. Fue llevado al 
hospital. En tal estado se encontraba, que los médicos creyeron moriría aquella misma noche e hicieron que un convaleciente le cediera la 
cama, puesto que no había ninguna libre. Don Bosco fue inmediatamente a visitarlo y le bendijo. Chiesa curó lentamente, pero cuando, por 
sí mismas, cayeron de su cara las costras y la piel tenía la forma de una verdadera máscara. Y fue, lo diremos, un milagro que sus ojos 
quedaran ilesos. 

Estas fiestas no interrumpieron las exigencias propias de la tómbola. Miles de circulares fueron anunciando el sorteo de los premios para 
el treinta de junio, fecha que fue aplazada posteriormente al doce de julio. 

Los obispos seguían prestando a don Bosco su ayuda. 

Monseñor Galvano le escribía: «Aplaudo sinceramente el laudable y edificante celo que V. S. M. R. despliega para levantar un Oratorio 
acertado, que a ningún otro santo se podía dedicar mejor que al protector generosísimo de estos Estados, liberador de una parte importante 
de Saboya de la peste de la herejía, que ahora parece quiere arrojar su venenosa baba sobre nuestro Piamonte. Reciba, pues, la debida 
alabanza por su honrada piedad, que estoy cierto encontrará obstáculos para el cumplimiento de la noble empresa; pero tampoco le faltarán 
las ayudas que la Divina Providencia no niega nunca a quienes ponen en ella plena confianza. Acepto, mientras tanto, de buen grado los 
doscientos boletos que me ha enviado y que procuraré repartir entre mis diocesanos; pronto recibirá usted el importe de los mismos por 
medio de algún amigo. Siga activamente la obra tan bien empezada y que verá bendecida muy particularmente por el Señor, ya que no 
((465)) podía darse otra más oportuna para los tiempos presentes. Con mis más cordiales felicitaciones, etc., etc. 

Niza, 22 de julio de 1852 

» DOMINGO, Obispo». 

Y monseñor Jourdain: «He recibido su carta con los cien billetes de la lotería. Procuraré venderlos, y en todo caso, pondré a su cuenta 
cincuenta liras. Me alegro de que su iglesia esté terminada, y que 
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ya se celebre en ella la santa misa. Ello debe resultar de gran consuelo para usted y las personas de bien. La amable Providencia ha 
bendecido su obra y recompensado su celo. 

Le agradezco sinceramente lo que ya he hecho, lo que está haciendo y lo que hará en el porvenir por mis pobres diocesanos. 

Aosta, 28 de junio de 1852 

» ANDRES, Obispo». 

(Traducción del francés). 

También monseñor Gentile le escribía: «Habiendo pedido cuentas en estos días a quien había encargado de la venta de los boletos de su 
tómbola, me encuentro con que apenas si ha vendido una docena, porque me dice que ya había usted enviado más por otro medio con este 
fin. 

»Como ya está cerca el día del sorteo, no puedo retardar más el dar a V. S. M. R. noticias de la venta. Teniendo en cuenta especialmente 
que algunos muchachos de esta diócesis, como usted señalaba, acudirán al Oratorio levantado por el celo de V. S., yo me había reservado, 
como ya le escribí en otra ocasión, un centenar de dichos boletos, y hoy me determiné a tomar otros tantos. 

((466)) »Con el correo de mañana le enviaré su importe. 

»Me es grato, etc., etc. 

Gozzano, 9 de julio de 1852 

» FELIPE, Obispo de Novara». 

Y monseñor Biale: «Juntamente con su apreciadísima del nueve de junio último he recibido los doscientos boletos que usted ha querido 
confiarme, con tanto celo y caridad, para venderlos en mi diócesis. Mientras aplaudo la buena obra, por usted emprendida en estos tiempos 
me satisface poder comunicarle que se han vendido todos los boletos, cuyo importe no está aún totalmente en mis manos, por lo que espero 
todavía un poco para podérselo enviar de un golpe, o bien entregarlo a quien V. S. quiera indicarme. 

Ruégole, mientras tanto, que apenas se haya realizado el sorteo de los objetos indicados, se sirva enviarme, en un solo paquete a mi 
dirección, los que hubieren correspondido en suerte a quienes compraron 
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los doscientos boletos antedichos, indicando el número de cada uno y yo se lo haré llegar inmediatamente. 

»Me es muy grato, etc., etc. 

Ventimiglia, 10 de julio de 1852 

» LORENZO, Obispo». 

Pero los Obispos no se conformaban con las cartas y ofrendas, sino que honraban la pobrecita casa de Valdocco con su propia persona. 
Estaba presente Carlos Tomatis cuando llegó monseñor Fantini, Obispo de Fossano. Don Bosco le recibió alegremente e hizo cantar a 
Carlos Gastini, que poseía una hermosísima voz, algunas estrofas, que el mismo don Bosco había escrito en honor del Prelado. 

((467)) Pocos domingos después de la solemne bendición de la iglesia llegaba al Oratorio el Obispo de Biella, monseñor Losanna. Subió 
al púlpito, pronunció una estupenda alocución, entusiasmado al saber que un centenar de aquellos muchachos eran peones albañiles de 
Biella. Dio gracias a la Providencia, dio gracias a don Bosco, animó a aquellos muchachos a frecuentar el Oratorio, escudo y defensa 
contra la inmoralidad y la iniquidad protestante. Y terminó exclamando: 

-Pero no es solamente aquí adonde don Bosco es llamado para levantar una iglesia. Allá, junto a la avenida el Rey, allá en Puerta Nueva, 
allá junto a la sinagoga de los secuaces de Lutero, Calvino y Pedro Valdo, debe don Bosco levantar otra. Es necesario, Dios lo quiere y don 
Bosco lo hará. 

Y fue profeta. 

Mientras tanto todos los billetes para la tómbola habían sido despachados. Hubo quien andaba en su busca ofreciendo pagar cinco liras 
por cada uno, pero no pudo encontrarlos; puesto que los promotores aún no habían restituido los no vendidos. Finalmente, llegó la fecha 
del sorteo público de los premios en la Casa Consistorial. Para comprender los pasos y trabajos que esta operación costó, basta leer el acta 
que con tal motivo se redactó 1, pensar en las circulares 

1 Acta del sorteo de la tómbola-lotería en favor del Oratorio masculino de San Francisco de Sales en Valdocco. 

En el año del Señor mil ochocientos cincuenta y dos, a doce de julio, y a las dos y media de la tarde, en Turín y en el balcón de la Casa 
Consistorial, se empezó el sorteo de la tómbola, autorizada por decreto del 9 de diciembre de 1951 por el señor Administrador General de 
la División, en favor del Oratorio masculino de San Francisco de Sales en Valdocco. 
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de agradecimiento ((468)) a los donantes, en las hojas impresas con la lista de los numerosos afortunados y la correspondiente indicación 
del premio obtenido, en el envío de los regalos, en las respuestas, por carta manuscrita, a los que pedían informes, explicaciones o que 
reclamaban. ((469)) Muchos de los que ganaron algún premio lo dejaron gustosamente a beneficio de la iglesia, para poder de este modo 
recabar nuevos ingresos. Pero no habían sido pocos los gastos. Se perdieron muchísimos billetes y se obtuvo de ellos la considerable 
cantidad 

A continuación de la prórroga, otorgada por el antedicho señor Administrador General, previo anuncio publicado en la Gaceta Oficial, y 
a la vista pública, se reunió la Dirección Promotora en presencia del ilustrísimo señor teólogo colegiado don Pedro Baricco, vicealcalde 
delegado, y con la intervención de este secretario encargado que suscribe. 

Como la dirección había sido autorizada para emitir 99.999 billetes, reconoció el señor Vicealcalde la existencia de cuatro bombos 
giratorios. en el primero de los cuales, de color azul turquí, debían depositarse tantas bolitas, totalmente iguales y del mismo color, como 
billetes fueron emitidos, esto es, del 0 al 99. En el segundo, de color rojo, debían colocarse diez bolitas, del 0 al 9; en el tercero, de color 
amarillo, diez números, del 0 al 9; finalmente en el cuarto, de color gris, otras diez, del 0 al 9. Después de haber reconocido el antedicho 
señor Vicealcalde que estos bombos estaban totalmente vacíos fueron colocadas las bolitas otra vez por él mismo. Terminada esta 
operación se cerraron los cuatro bombos y se hicieron girar para que se mezclaran las bolitas. Después, ocho muchachos del Oratorio, por 
turno, empezaron a extraer un número del primer bombo, es decir, el de los millares; después del segundo, las centenas; a continuación del 
tercero, las decenas; finalmente del cuarto, las unidades. La operación se repitió tantas veces cuantos objetos componían la tómbola, a 
saber 3.251. Cada número extraído fue proclamado en alta voz por un miembro de la dirección y repetido ampliamente por otra persona 
puesta para este servicio, y a la vez fue anotado por tres escrutadores en un registro a propósito junto al número del premio obtenido. 

Como la operación no se pudo terminar en la jornada, el señor Vicealcalde prorrogó el sorteo para el día siguiente a las nueve de la 
mañana y selló el bombo con lacre, colocando en lugar seguro los registros. 

Reanudada la operación al día siguiente, a la hora establecida, en presencia y con intervención de los que arriba se citan, no habiéndose 
podido llegar al término del sorteo, de nuevo fue prorrogado por el antedicho señor Vicealcalde para el dia siguiente a las ocho y media de 
la mañana. 

Siguió la operación al día siguiente, de igual forma, en presencia y con intervención de los arriba citados, y quedó terminada a las cinco y 
media de la tarde. 

El señor Vicealcalde delegado reconoció la regularidad de la operación, y llamado yo, en calidad de secretario encargado, he redactado la 
presente acta, de acuerdo con lo prescrito en el decreto del Señor Administrador General y juntamente con el antedicho señor Vicealcalde y 
los señores componentes de la dirección firmo al pie de la misma. 

Dan fe: Turín, a 14 de julio de 1852 

Teól. PEDRO BARICCO, Vicealcalde 

JUAN BOSCO, Pbro. 

FEDERICO BOCCA 

Teól. JUAN BOREL 

LORENZO D'AGLIANO 

El Secretario Encargado
CAYETANO BELLINGERI, Abogado.


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de setenta y cuatro mil liras. Pero don Bosco, como lo había prometido, hizo partícipe de ello generosamente a la Pequeña Casa de la 
Divina Providencia, consignándolo al canónigo Luis Anglesio. 

Unos días después del sorteo de la tómbola-lotería, dio don Bosco noticia a monseñor Luis Fransoni de la solemne bendición de la nueva 
iglesia. Y éste le mostró su agradecimiento con una carta que transpira la gran estimación y paternal benevolencia que el ilustre prelado 
mantenía siempre en favor del Oratorio. Faltaríamos a nuestro deber, si no la diéramos a conocer a nuestros lectores. 

Queridísimo don Bosco: 

Quiero suponer que la iglesia es sencilla, pero pensar que ha sido fabricada y puesta en marcha en once meses, me parece un prodigio. 
Bendito sea ((470)) el Señor, que le inspiró levantarla y le ayudó a poder terminarla en favor de tantos muchachos como a ella acuden. 

Me disgusta no haya podido despachar los cien mil billetes, porque los setenta y cuatro mil vendidos, además de que deben sufrir la 
deducción de los gastos de la tómbola, quedan muy lejos de producir para su iglesia treinta y dos mil liras, después de haber cedido 
generosamente la mitad en favor de la Pequeña Casa. Son dos centros vecinos, en los que se puede decir está visible la mano del Señor. 
Ignoro todavía si mis cien billetes han ganado algún objeto. En la lista, o catálogo, he visto cierto número de ellos que me agradarían, pero 
generalmente a mí me suele tocar alguna pantalla de chimenea o un toallero. Me gustaría fuese de tal valor que pudiera obsequiarlo para su 
iglesia. 

Con el deseo de que todos sus oratorios sigan prosperando y confiando en la misericordia del Señor, me reitero con el más cordial cariño 

Lyon, 29 de julio de 1852 

Su afectísimo y Seguro Servidor
» LUIS, Arzobispo de Turín


Don Bosco recibió esta apreciada carta al volver con don José Cafasso de los ejercicios espirituales en San Ignacio. Durante algún tiempo 
se habían predicado allí cuatro tandas por año, pero en el 1852 hubo que reducirlas a dos, una para sacerdotes y otra para seglares, puesto 
que faltaban los subsidios que solía conceder la Obra de San Pablo. Era un triunfo del enemigo del bien. 
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La Compañía de San Pablo había alcanzado frutos prodigiosos manteniendo la unidad y la pureza de la fe en el pueblo y librando de la 
miseria a todas las generaciones. ((471)) Pero acababan de correr voces calumniosas contra sus administradores, ciudadanos muy 
recomendables por su honestidad y fervor religioso. Los sectarios querían introducirse en la administración del rico patrimonio de la Obra, 
que pasaba de los seis millones. El Alcalde, pues, había otorgado al Ayuntamiento la administración de aquel Instituto de beneficencia, de 
acuerdo con una ley del 1848: y un decreto real establecía que la nueva dirección se compondría de veinticinco miembros ajenos a la 
Compañía, nombrados por el Municipio, más quince elegidos entre los socios del Instituto. Era ésta una flagrante violación de la voluntad 
de los testadores. Los socios de la Compañía protestaron y rechazaron las pretensiones del Municipio y el decreto real; pidieron después 
que, al menos los consejeros a elegir, fueran igual en número a los nombrados por el Municipio. Pero no se admitieron razones. Y el 17 de 
enero de 1852 el Rector era obligado a consignar a un Comisario regio las actas y los libros de cuentas. 

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CAPITULO XLI


CONSTRUCCION DE UN NUEVO HOGAR -OTROS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN GIAVENO -UN SANTO ARTESANITO 
-SERMON DE DON BOSCO SOBRE LA CASTIDAD -UN TESTIMONIO DE LA VIDA DE DON BOSCO DURANTE AQUELLOS 
AÑOS Y DE SU CARIDAD 

A la vuelta de Lanzo a Turín comenzó inmediatamente don Bosco los trabajos de otro plan. Con la nueva iglesia de San Francisco de Sales 
se tenía un edificio suficiente para los muchachos que, en los días festivos, acudían a las funciones religiosas de diversas partes de la 
ciudad. En la antigua capilla se habían adaptado locales para las escuelas nocturnas y diurnas, a las que asistían más de cien jóvenes de 
toda edad y condición. Pero faltaba todavía un lugar para albergar a muchos pobres muchachos abandonados, que, a cualquier hora del día, 
se presentaban a don Bosco pidiéndole les sacara de la calle y les albergase caritativamente. Las pocas habitaciones existentes, algunas casi 
en ruinas después de la explosión del polvorín, no eran suficientes para cubrir la necesidad. Por lo que un día, después de considerar bien la 
cuestión, dijo don Bosco: 

-Después de haber provisto una casa para el Señor, hay que preparar otra para sus hijos. Por consiguiente, manos a la obra. 

Se hicieron los planos. La nueva construcción debía ocupar el espacio de la casa Pinardi, y alargarse hasta ((473)) la casa Filippi, con una 
doble fila de habitaciones y un estrecho corredor en medio en tres plantas, y con sótanos. En el extremo, un brazo paralelo e igual en 
longitud al saliente de San Francisco de Sales, con tres habitaciones en cada planta, limitaba con el patio por levante. Para una edificación 
de campo, podíase decir que era amplia. Tenía buhardillas y pórticos, sostenidos por columnas, en la planta baja. Un arco en medio dejaba 
paso a los carros para entrar hasta la franja de terreno de detrás de la casa. A la derecha del mismo, estaba la única escalera interior, por la 
que se subía hasta las buhardillas que daban a unos balcones de la fachada y se descendía a los sótanos, parte de los cuales 
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debía más tarde destinarse a cocinas, bodegas y comedores. Otra segunda escalera, en la torre del campanario, debía conducir también a los 
corredores, a las buhardillas y a dos habitaciones, colocadas sobre la capilla de la Virgen y la sacristía. A todo lo largo de las dos plantas 
superiores, por delante y por detrás de la casa, corrían dos balcones en piedra, con barandilla de hierro, a través de los cuales se entraba en 
las habitaciones con sus puertas vidrieras. El cuerpo principal de la casa medía casi cuarenta metros de largo por once metros y sesenta y 
cuatro centímetros de ancho. El brazo de levante era de doce y medio metros de largo y seis de ancho. La altura hasta el tejado llegaba a los 
dieciséis metros. 

El plan no tenía nada de grandioso, y hasta faltaban las comodidades necesarias. Los clérigos y los mismos muchachos, especialmente 
Juan Cagliero, habían hecho observar a don Bosco que los corredores eran demasiado angostos y oscuros, las escaleras y las puertas 
demasiado estrechas para un colegio de muchachos y los dormitorios de la buhardilla muy incómodos por su poca altura. Pero el 
respondió: 

-Contentémonos con poco, dejemos la hermosura y la comodidad, y seremos bien vistos y ayudados por la Divina Providencia. 

Y añadió más; les dijo que la nueva casa, precisamente por su mezquindad y ((474)) pobreza, sería un día respetada por las autoridades 
civiles y militares que, así no echarían fuera a los muchachos. En efecto, años después, en el 1859, pedía el Ayuntamiento de Turín a don 
Bosco, a título de patriotismo, los dormitorios del Oratorio para colocar en ellos a los heridos de la batalla de Solferino. Condescendió don 
Bosco, pero los comisarios encontraron demasiado estrechas las escaleras, corredores y puertas, se lo agradecieron y le dejaron en paz. 

Pero no se podía destruir la primitiva casucha, ya que no había otro local para dormir. Por tanto, pensó don Bosco levantar primero el 
trozo que miraba a levante, empezando por donde estaba dibujada la escalera, junto al portón. Se dio a ello aquel mismo verano, pocos días 
después de la bendición de la iglesia. 

Empezadas las obras, progresaron los trabajos febrilmente. El que no conocía del todo los caminos y las fuentes de la Divina Providencia 
en su favor, al ver cada día tantos obreros y materiales reunidos y que el edificio se levantaba como por ensalmo, preguntaba: 

-Pero, »de dónde va a sacar don Bosco el dinero para pagar a tanta gente y hacer una casa tan deprisa? 

La misma pregunta siguióse repitiendo por los profanos en todas 
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las empresa de aquel hombre de Dios, que siempre respondía: 

-La Providencia lo enviará. El Señor conoce nuestras necesidades y nos ayudará. 

Los trabajos seguían hacia adelante, y en los primeros días de septiembre acompañaba don Bosco a más de cincuenta de sus jóvenes para 
hacer los ejercicios espirituales en el seminario de Giaveno. Algunos eran alumnos internos, otros del Oratorio festivo. Fueron todos en el 
ómnibus hasta Rívoli y, pasando por Avigliana, siguieron el camino a pie. No queremos entrar en detalles; solamente diremos que Cagliero 
y Turchi aseguraron que ellos y sus compañeros quedaron impresionados con los sermones del ((475)) canónigo Arduino y de don Bosco, 
y que entre los artesanos externos había verdaderos modelos de virtud. Estaba entre ellos José Morello, el cual asistía a los recreos del 
Oratorio los domingos, se gozaba con las diversiones de los demás, pero rara vez tomaba parte en ellas; y cuando todo el patio estaba en 
movimiento, graciosamente, creyendo que nadie le veía, se retiraba a la iglesia, y, sin que nadie le estorbase, rezaba por las almas del 
purgatorio, hacía la visita al Santísimo Sacramento, recitaba la tercera parte del rosario y recorría las estaciones del Vía Crucis. Sin 
embargo, pese a sus precauciones para evitar miradas ajenas, algunos compañeros, también devotos, se dieron cuenta de ello y siguieron su 
ejemplo. De donde nació la costumbre, que se conservó en el Oratorio, de recitar la tercera parte del rosario despues de la bendición con el 
Santísimo Sacramento, y en la que tomaban parte los que querían, sin que hubiese ninguna obligación de ello. 

Don Bosco contaba así de Morello: «Una tarde, al anochecer, iba yo a casa, por el camino que va desde el Po hasta Puerta Palacio. Al 
llegar a cierto punto de la calle, me encontré con un jovencito que llevaba a cuestas un largo y pesado tronco de madera, cubierto de 
gruesas clavijas de hierro. Daba la impresión de que el portante, oprimido por el peso, gemía y parecía que hablaba. 

»-Pobre muchacho, dije para mí, debe estar muy cansado. 

»Al llegar más cerca de él, observé que, de cuando en cuando, inclinaba la cabeza, como suele hacerse al Gloria Patri, o cuando se 
nombra algo de gran veneración: así que me di cuenta de que rezaba. Era Morello. 

»-José, le dije, íme parece que estás muy cansado! 

»-No mucho, he ido a hacer un recado para mi amo: le llevo el cilindro de una máquina, que se había averiado y que ha habido que 
arreglar. 
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»-Me parecía que hablabas; »con quién? 

((476)) »-Pues mire: esta mañana no pude ir a misa, por lo que no he rezado el rosario, y como me encuentro solo por este camino, lo voy 
rezando, y me doy prisa para ello, porque hoy es martes, día en que murió una tía mía que me quería mucho y que me había hecho muchos 
favores. Como no puedo agradecérselo de otro modo, rezo hoy martes la tercera parte del rosario por su alma». 

En aquellos ejercicios espirituales de Giaveno hubo dos maravillas. La primera fue el mismo Morello, de quien don Bosco decía: 

«Al principio de cada semón, Morello se colocaba en un rinconcito como 
para observar el tema que iba a tratar el predicador. Yo veía que, a lo mejor, se adelantaba un poco más hacia el predicador y salía de la 
iglesia rápidamente. Habiendo notado que esto lo repetía, quise saber la razón. 

»-José, le dije un día, »por qué esa novedad y no te estás con los demás en el puesto señalado? »Por qué te quedas en el fondo de la 
iglesia? 

»-Lo hago así, respondió, para no molestar a mis compañeros. 

»-»Por qué, repliqué, temes estorbar a tus compañeros? 

»Y él respondió: 

»-Mire, si el predicador habla del pecado mortal, yo no puedo resistir; siento desgarrárseme el corazón de tal manera, que tengo que salir 

o gritar. 
»Entonces entendí por qué salía de repente de la iglesia del Oratorio, a toda prisa, y empezaba a gritar o pronunciar palabras extrañas. Po 
este motivo, si yo me daba cuenta de que estaba presente al sermón procuraba templar mis expresiones; pero bastaba ((477)) proferir la 
palabra pecado mortal con cierta emoción para que él se levantara del banco y saliera. Por esta razón, a la hora de predicar solía quedarse 
junto a la puerta de la iglesia. 

»Su corazón era tan bueno y afectuoso, que experimentaba la más tierna y sensible impresión cuando oía hablar de cosas espirituales. 
Bastaba hablarle del paraíso, del amor de Dios o de sus beneficios, para que se sintiera totalmente conmovido. Un día que estaba junto a 
mí, con otros compañeros, le dirigí estas palabras: 

»-José, si sigues siendo siempre bueno, íqué banquete vamos a hacer un día allá arriba en el cielo con el Señor! íEstaremos siempre con 
él, gozaremos con él y lo amaremos eternamente! 

»Estas palabras, pronunciadas casi al acaso, produjeron en él tal impresión que palideció, se desmayó y hubiera caído al suelo, de no 
haberle sostenido sus compañeros». 

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La segunda maravilla fue un sermón de don Bosco sobre la castidad. Monseñor Cagliero lo recordaba así: 

«En los santos ejercicios espirituales que don Bosco nos dio en el seminario de Giaveno, durante las vacaciones otoñales de 1852, nos 
habló de la castidad con tal calor y arrebato, que nos hizo llorar a todos y nos propusimos querer guardar tan bella virtud hasta la muerte». 

Y añadía: 

«Me puse bajo su dirección espiritual y encontré en él más que un director, un padre celosísimo por el bien de las almas y deseoso de 
infundir en nuestros corazones un amor grande y puro por la hermosa virtud de la castidad. 

»Recuerdo que durante los sermones y conferencias que a menudo nos daba era tan delicado, que no se atrevía a hablar de la 
deshonestidad y durante varios años nunca le oí hablar sobre este tema, que era tratado por el teólogo Borel, el canónigo Borsarelli y otros 
sacerdotes cooperadores y amigos suyos. 

((478)) »El prefería entretenernos con la virtud de la castidad, que llamaba flor hermosísima del paraíso, digna de ser colocada en 
nuestros corazones juveniles, y lirio purísimo que con su candor inmaculado nos haría semejantes a los ángeles del cielo. A través de estas 
y otras hermosas imágenes don Bosco nos enamoraba de esta querida virtud, mientras su rostro brillaba con santa alegría; su voz argentina 
resonaba con calor y persuasión, y sus ojos se humedecían con las lágrimas, por miedo a que empañáramos la hermosura y preciosidad con 
un solo pensamiento malo o una mala conversación. Nosotros, jovencitos, que le queríamos como a un padre ternísimo y teníamos con él 
filial confianza y familiaridad, alimentábamos tal respeto y veneración hacia él, que estábamos en su presencia con un porte religioso; y eso 
porque teníamos la íntima convicción de la santidad de su vida». 

Don Bosco, de vuelta de Giaveno donde, como en otras ocasiones, había acompañado a los jóvenes a visitar el santuario de Trana, supo 
que Bartolomé Bellisio, alumno suyo y de la escuela de pintura, había sido llamado al servicio militar. El, que en todas las necesidades de 
sus jovenes, por cuanto le era posible les prestaba su ayuda, le escribió a Cherasco, donde pasaba sus vacaciones otoñales. Pero se las había 
apañado para no ser llamado al cuartel, mientras duraran algunas circunstancias de familia. Así respondió don Bosco a una carta suya: 
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Queridísimo Bellisio: 

He recibido tu carta y, a la par que admiro y alabo tu disposición para adaptarte a la divina Providencia, que te llama al servicio militar, 
he creído oportuno recomendarte al señor conde Lunel, tu gran bienhechor, para hacer todavía una prueba. 

((479)) Mientras tanto, ruégale y encomiéndate de nuevo a él, y al mismo tiempo no dejes de reforzar y duplicar las instancias a nuestra 
buena y querida madre María, para que en todo se cumpla la Divina voluntad. 

Que el Señor te acompañe; ruega por mí y créeme siempre, 

Tu afectísimo amigo en Cristo
JUAN BOSCO, Pbro.


P. S. Te saludan muchos de tus amigos. 
Al señor Bartolomé Bellisio. -Cherasco 

Y Bellisio fue a filas. La primera noche, ya en el cuartel de la ciudadela de Turín, después de tocar a silencio, oyó junto a sí como un 
murmullo en voz baja. Era la oración de su vecino, que pronto reconoció como fervoroso católico. No tardó en descubrir otro, e hicieron 
juntos como un rosario viviente, eligiendo cada uno un día del mes para rezarlo. A él le tocó el día veintitrés. Otros dos, provistos de una 
cajetilla que se cerraba herméticamente, la llenaban de agua bendita en las iglesias y después, a escondidas, se santiguaban con ella. 
Bellisio obtuvo la licencia al cabo de ocho meses, gracias a la intervención de don Bosco. Decía éste de él: 

-íDesafío a todos los jóvenes juntos a encontrar un solo defecto en Bellisio! 

A él se debe la fotografía de don Bosco confesando y el retrato de mamá Magarita, que hizo en 1855, y lo presentó a don Bosco en el día 
de su onomástico. De no haberlo hecho Bellisio, se hubiera perdido para siempre el recuerdo de aquella simpática fisonomía. 

((480))Recordamos a Bellisio, porque es uno de los antiguos alumnos que transmitió muchas noticias a don Juan Bonetti para escribir los 
Cinco lustros de historia del Oratorio salesiano y porque la carta que acabamos de transcribir, es una de las más antiguas que poseemos, 
escritas por don Bosco a uno de sus hijos. 

Bellisio se expresaba así al enviárnosla: 
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Muy Reverendo Señor: 

He leído en el Boletín que desea se envíen a S. R. para el proceso de beatificación de nuestro queridísimo don Bosco, de venerable 
memoria, las cartas o escritos que se pudieren poseer; por esto, como yo tengo la adjunta, cumplo con el deber de enviársela. No hay en 
ella ninguna fecha, porque, si mal no recuerdo, me fue enviada dentro de otra carta dirigida a mi gran bienhechor el abate conde Lunel, el 
cual me colocó en el Oratorio en abril de 1850. Confrontando la época en que fui al cuartel, esa debió escribirse durante mis vacaciones 
otoñales de 1852. Se ha puesto amarilla con el tiempo, a pesar de que siempre la he tenido cuidadosamente guardada entre las cartas más 
queridas. Los muchos sucesos vistos u oídos, tocantes a otros o a mí, relativos a don Bosco, durante la estancia de más de seis años en su 
pacífica compañía, los notifiqué ya en relación escrita que hice cuando, hace años, se pidió por circular a los antiguos alumnos comunicar 
cuanto vieron, oyeron o experimentaron. -Relación que se conservará en los archivos del Oratorio-.Como leí que serán devueltos los 
originales, agradeceré muchísimo volverla a recibir y será siempre mi mayor y mejor tesoro la realización de su esperada elevación al 
honor de los altares. Es mi mayor gloria la de haber sido bienquisto y favorecido por él. 

((481)) Lo que siento y me aflige es leer la necesidad y demanda de ayuda para su Obra en general y no poder corresponder, como 
cordialmente desearía, por las críticas circunstancias y enfermedades, por lo que no me queda más que ofrecer a Dios mi deseo y esperar de 
El tiempo más propicio para satisfacerlo. 

Ofreciéndole, mientras tanto, mis más cordiales respetos, de los que espero haga partícipe al queridísimo Superior General don Miguel 
Rúa, etc..., me honro en profesarme de S. M. R. S. 

Cherasco, 4 de marzo de 1891 

Su Atto. S. S. en don Bosco
BARTOLOME BELLISIO, Pintor 
1


1 Bellisio. Es el mismo que hizo el primer retrato de don Bosco y un dibujo del Oratorio primitivo. (N. del T.). 
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((482)) 

CAPITULO XLII 

DON BOSCO EN I BECCHI -GENEROSIDAD DEL HERMANO JOSE Y SU AFECTO A LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO 
-CARTA DE DON BOSCO AL CLERIGO BUZZETTI -IMPOSICION DE SOTANA A MIGUEL RUA Y JOSE ROCCHIETTI 
-GENEROSA OFERTA DEL REY -DON BOSCO NO ACEPTA LA CRUZ DE CABALLERO -EL COMENDADOR LUIS CIBRARIO 
-LAS CONDECORACIONES, PREMIO DE BENEFICENCIA 

EL veintidós de septiembre, después de haber consultado a don José Cafasso sobre su vocación, y según consejo de don Bosco, entraba 
definitivamente Miguel Rúa como alumno interno en el Oratorio de San Francisco de Sales. Desde sus primeros años había sentido un gran 
cariño por don Bosco, que iba creciendo junto con una gran veneración a medida que, con la edad, podía valorar mejor sus virtudes y sus 
obras. El veintitrés salía de Turín, en compañía de don Bosco, mamá Margarita y veintiséis compañeros más, camino de I Becchi. Allí vio 
cuán apreciada era la buena Margarita no sólo en la aldea, sino también en Castelnuovo. 

De este aprecio de los lugareños hacía gala la familia de aquella santa mujer, ya que, fuera de las virtudes personales, no se descubría en 
su condición ninguna otra mejora que pudiere causar envidia. 

Aún cuando los parientes de don Bosco fuesen de escasa fortuna y él les amase entrañablemente, nunca quiso ((483)) ayudarles con 
donativo alguno, diciendo que las limosnas de sus bienhechores eran para sus muchachos y no para sus parientes. Don Bosco se juzgaba un 
simple distribuidor de los bienes de la Providencia, de los que entendía debería darle estrecha cuenta. Experimentaba un gusto particular 
con la pobreza de sus parientes, hablaba de ella con satisfacción y expresaba la más grande confianza de que, viviendo separados de los 
bienes de este mundo, poseerían un día el reino de los cielos, de acuerdo con la prómesa de Jesucristo. 

Su hermano José, aun cuando pasara por grandes estrecheces, nunca pidió nada a Juan, el cual reconoció lo mucho que él había 
contribuido dejándole seguir los estudios de la carrera sacerdotal y habiéndole cedido su parte del patrimonio paterno para poder presentar 
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en la Curia el capital necesario para recibir las órdenes mayores. Sin embargo, don Bosco tenía en su hermano mayor confianza absoluta y 
afectuosa, le ponía al corriente de sus alegrías y sus penas y formaba con él un solo corazón y una sola alma. 

Pese a que las obligaciones de su estado obligaron a José a vivir lejos de su madre, no dejaba de ir varias veces al año a Turín y alojarse 
en el Oratorio más o menos tiempo, según sus posibilidades. Su finalidad era la de pasar unas horas en compañía de Juan y Margarita, la 
cual experimentaba una gran alegría a su llegada. Tenía motivos la buena madre para estar satisfecha también de este hijo, que era 
fervoroso cristiano, hacendoso y cariñoso padre de familia, de corazón generoso y espléndido sin medida. Aunque de prole numerosa, 
siempre consideró como suyos a los muchachos del Oratorio. 

No satisfecho con mandar cada año comestibles de su propia cosecha, en la época de la recolección, iba en busca ((484)) de socorros por 
casa de parientes y amigos; y sabía moverlos de tal forma a la caridad con los hijos de don Bosco, que lograba cargar varios carros de 
nueces, trigo, patatas, uva, para enviar al Oratorio. 

Llegó en una ocasión a Valdocco para visitar a su hermano y con el plan de comprar dos terneros en el mercado de Moncalieri. Pero, al 
ver la penuria del Oratorio y enterarse de que aquel día había que pagar urgentísimas deudas: 

-Mira, dijo a don Bosco, sacando su bolsa de la faltriquera: yo he venido para gastar trescientas liras en la feria de Moncalieri; pero veo 
que tu necesidad es más urgente que la mía. Así que, de todo corazón, te cedo este dinero. 

Don Bosco detuvo a duras penas unas lágrimas de agradecimiento. 

-»Y tú? 

-Aguardaré otra ocasión para hacer mi compra. 

-»Y no sería mejor que solamente me lo prestases? Yo te lo devolveré, apenas posea esa cantidad. 

-»Y cuándo vas a tener trescientas liras, tú que siempre andas cargado de deudas? íNo, no! Te las doy y basta. Ya me las apañaré yo. Ya 
encontraré el modo para tener lo que necesito y tú no pienses más en ello. 

Era de un trato tan amable que, cuando aparecía en el Oratorio, acudían a él todos los muchachos con la misma confianza y afecto que a 
un padre. Le llamaban el señor José. Sus facciones eran muy semejantes a las de don Bosco y eran casi iguales de estatura. En su aspecto 
aparecía la bondad de su gran corazón. Don Bosco le honraba 
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siempre, hasta delante de los más distinguidos personajes. De cuando en cuando le invitaba a hablar a los muchachos, desde la tribuna en la 
que él acostumbraba dar la plática después de las oraciones de la noche. José, que no era más que un simple campesino, imaginamos que 
fuera primeramente un tanto reacio, pero terminaba por subir a ella, y en dialecto piamontés ((485)) les hablaba un rato, desarrollando 
alguna buena máxima. Estaba animado del mismo espíritu de su hermano. Don Juan Garino estuvo presente una vez en el año 1858. 

Tenía José su casa a disposición de don Bosco, el cual llevaba cada año a I Becchi lo mismo treinta, cincuenta, que cien de sus 
muchachos, para pasar allí unos días de vacaciones. José se las apañaba para proveer de todo a todos. Aquella visita era una gran fiesta para 
él. Los muchachos que iban por vez primera a aquellos lugares, quedaban tan prendados de su trato llano y cordial, que se convertían 
enseguida en amigos suyos. Nunca quiso aceptar nada por tanto gasto. 

Alcanzó, sin embargo, una ventaja, ya que su casa experimentó una ampliación indispensable y relativamente grande, aunque siguió 
siendo pobre. Fue esta la de una sala grande, levantada sobre la misma casa, para albergar a los muchachos que iban a la fiesta del Rosario. 
Pero don Bosco no mejoró ni embelleció las primitivas estancias. Mas, como amplió el local, creció el número de huéspedes, y fueron 
mayores, por tanto, los cuidados de José hasta para vigilarlos, porque se estaban en I Becchi unos quince o veinte días. Y como hasta entre 
los sabios nunca falta un distraído, él se preocupaba de que ninguno de los propietarios colindantes tuviese motivo de queja. Por eso, 
después de avisarles, vigilaba a los muchachos para que no se desbandasen por los campos y viñas ajenas. Era obedecido, pero no dejó de 
existir alguna rara infracción a sus órdenes. Un domingo por la mañana vio a un muchachito en la era, y, sin más, le riñó por haber ido a las 
viñas. Aquel lo negaba, y él replicó: 

-Pero »no ves que tienes contigo un espía? »No ves la hierba que ha quedado pegada a tus pantalones? 

Don Bosco contaba mucho con la prudente asistencia de su hermano y podía atender con tranquilidad ((486)) a la predicación de la 
novena del santo Rosario. No se olvidaba, sin embargo, de los muchachos que habían quedado en Turín, atendidos por el teólogo Borel, y 
como un buen padre, se preocupaba de los que estaban con él en I Becchi. 
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Queridísimo Buzzetti:
Antes de salir de Turín conviene que hagas algunos recados.
1.º Di a Juan Ferrero si quiere venir contigo. Tú le pagarás el barco, lo mismo que a Pettiva.
2.º Trae una botella de vino blanco para la misa.
3.º Haz un paquete con seis pares de ghette 1, un par de pantalones, una chaqueta, tres pares de calcetines; si te resulta demasiado pesado


puedes consignarlo al Minín 2 de costumbre, si está: o bien, al ómnibus. 
4.º Saluda al señor Gagliardi de mi parte y dile que encomiendo a su bondad el Oratorio, singularmente el domingo. Recomiendo la 
vigilancia durante el recreo y lo que pueda en la iglesia, a José Marchisio. A Arnaud, que atienda el canto. A Fumero, que he cumplido su 
encargo. 
5.º Saluda atentamente al teólogo Borel y díle que, si el tiempo lo permite, venga a verme aquí, pues nos dará un gran gusto, y su venida 
no será inútil para el sagrado ministerio. 
Aquí estamos todos bien; la iglesia siempre atestada de gente, pero somos prisioneros de la lluvia. Deo gracias. Saluda a todos los hijos 
de la casa y considérame en el Señor, 

Castelnuovo, de Asti, 29 de septiembre de 1852 

Tu afectísimo 

J. BOSCO, Pbro. 
((487)) Al muy apreciado señor, 
Clérigo José Buzzetti, del Oratorio de San Francisco de Sales. Valdocco. -Turín. 

Llegó mientras tanto, el tres de octubre, domingo de la Virgen del Rosario, en el que debía imponerse la sotana solemnemente a dos 
jovencitos. Los muchachos participaban de la gran satisfacción de don Bosco. El Vicario teólogo Cinzano celebró la misa solemne en I 
Becchi y bendijo a continuación las dos sotanas. Impuso él la del joven José Rocchietti, y don Juan Bertagna ayudó a Miguel Rúa a vestir 
la suya. El Vicario, durante la comida, se dirigió a don Bosco diciendo: 

1 Ghette: eran una especie de polainas de paño. (N. del T.)
.
2 Minín: es un diminutivo de Doménico: Mini o Minín. Algo así como Dominguín, en español. (N. del T.)
.


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-»Te acuerdas de cuando, siendo todavía seminarista me dijiste. 
tendré clérigos, sacerdotes, muchachos estudiantes, artesanos, banda de música y una hermosa iglesia, y que yo te decía que estabas loco? 
íAhora se ve bien claro que sabías lo que decías! 

Y fijó un día para comer en Castelnuovo con todos los muchachos de I Becchi. Juan Cagliero hizo los honores de la casa. Nos escribía el 
notario Juan Germano en 1887: 

«Guardo impresa en mi memoria la imagen de monseñor Cagliero en su juventud, en la primera ocasión que nos vimos en Castelnuovo, 
adonde fueron veintiséis muchachos en compañía de don Bosco a casa del párroco del lugar. Allí se les preparó una gran polenta (a mi 
cargo especialmente) que llegó para todos; y el joven Cagliero nos acompañó, por las buenas, a la bodega del párroco, convidándonos 
como si fuera suyo, al vino de las cubas, también el blanco, que servía para la misa. Imposible olvidar la cordialidad juvenil de Cagliero». 

((488)) Tras el hermoso día, pasado en compañía del teólogo Cinzano, don Bosco se dispuso a acompañar al Oratorio a los muchachos, 
con los dos nuevos clérigos, cuya gran ayuda esperaba. 

En efecto, Rúa se entregó totalmente a la misión que el Señor había destinado a don Bosco, y su nombre será siempre el de una alma 
adornada de toda suerte de virtudes, sencillo, pero de gran inteligencia, infatigable, capaz de aprender todas las ciencias en las que deberá 
entender. Se cumplían los sueños. Don Bosco pudo decir finalmente: este clérigo es mío. Muchas veces hizo de él este espléndido elogio: 
«Si Dios me hubiese dicho: imagínate un joven, dotado de todas las virtudes y mayores habilidades que tú podrías desear, pídemelo y yo te 
lo daré, nunca habría imaginado un don Miguel Rúa». 

También José Rocchietti era un joven de gran inteligencia y honestas costumbres, alimentaba los mismos ideales para dedicarse 
totalmente al Oratorio; pero su salud era endeble. 

Mientras tanto don Bosco, a su vuelta de Castelnuovo, se encontró con una carta de la Secretaría Real del Maestrazgo de la Orden de San 
Mauricio y de San Lázaro. 

«Su Majestad, reconociendo el noble y piadoso fin de la institución de los Oratorios fundados por V. M. R. S. en favor de la juventud 
abandonada en esta capital, las ventajas morales que de ello se derivan y el incansable celo con que usted se dedica a promover su 
desarrollo, se ha complacido en acoger con particular bondad sus instancias y conceder para el corriente año en favor de esa excelente 
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obra, una subvención de trescientas liras con cargo al tesoro de la Orden de los santos Mauricio y Lázaro. 

((489)) Al dar esta noticia a V. S. M. R. aprovecho con gusto la ocasión para ofrecerle el testimonio de mi más distinguida consideracion 

Turín, 11 de octubre de 1852 

El primer secretario de 

S. M. para el Maestrazgo.
CIBRARIO, Senador del Reino»
.
Dio las gracias don Bosco, mientras el conde Cibrario le preparaba una simpática sorpresa, poco tiempo después. Como testimonio de 
sus méritos quiso conferirle la cruz de caballero de la Orden de San Mauricio y de San Lázaro. Pero don Bosco no estimaba los honores de 
este mundo, aunque le gustara mucho reconocer y llamar por sus títulos a los bienhechores y personajes con los que debía tratar. Cuando 
he aquí que una mañana llegó al Oratorio un señor, mientras don Bosco hablaba con Francesia y Cagliero, y le presentó un sobre con el 
diploma firmado por el Rey y la cruz. Don Bosco no lo abrió en presencia de los muchachos, porque había adivinado de qué se trataba, 
merced a los sellos y al apretar el sobre con los dedos. Acudió, pues, al Maestrazgo de la Orden de San Mauricio, se presentó al conde 
Cibrario, agradecióle el honor que se le concedía, y después, suavemente, le dio a entender, sin cumplidos y con la más delicada sencillez, 
que a él no le convenían aquellos honores. Y le dijo: 

-Si hacen esto por mi pobre persona, no entiendo qué méritos ven en mí para distinguirme de muchos otros; y por tanto es mi deber, aun 
testimoniando mi reconocimiento, no aceptar este título. Si con esta cruz pretende el Gobierno agradecer y aprobar la obra que don Bosco 
instituyó en favor de la pobre juventud de Turín y favorecerla, acepto agradecido, pidiendo, sin embargo, que el título ((490)) de caballero 
sea sustituido por una subvención en favor de mis muchachos. 

Insistió Cibrario para que don Bosco aceptase; pero él, aludiendo a las deudas que sobre él pesaban, respondió bromeando: 

-Oiga, señor Conde: si yo fuese caballero, creería la gente que don Bosco no necesitaba ayudas; además, cruces ya tengo bastantes... 
Déme mejor algo de dinero para comprar pan a los huérfanos. 

Terminó el Conde por aceptar sus excusas. El decreto no apareció 
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en la gaceta oficial y agradó a la Corte la caridad de don Bosco. La Orden de San Mauricio fijóle, entonces, la pensión de quinientas liras 
al año, que le fueron puntualmente pagadas hasta 1885; en el 1886 la redujeron a trescientas y en 1887 a ciento cincuenta, aduciendo como 
razón de esta disminución la falta de fondos, por haber alquilado a muy bajo precio las casas propiedad de la Orden. Esta pensión cesó en 
1894, cuando ya hacía seis años que había muerto don Bosco. 

Pero él nunca condecoró jamás su pecho con la insignia concedida, ni se refirió jamás a la distinción que el Gobierno le había ofrecido. 
Su amable humildad conquistó el corazón del conde Cibrario, el cual mantuvo relaciones de cordial amistad con él durante veinticinco 
años. 

Había respondido un día el pobre Vicente Gioberti a don Bosco, al presentarle alguna queja sobre su Jesuita Moderno: 

-Pero »qué puede usted saber de política, de intrigas de partidos y de las causas de tantos sucesos, usted confinado en aquel rincón de 
Valdocco? 

Cibrario, en cambio, estaba persuadido de que en el rincón de Valdocco había algo que aprender, y, por eso, iba frecuentemente a pasar 
unas horas con don Bosco, con su gruesa pipa en la boca, como le vio monseñor Cagliero. Hizo mucho por don Bosco. Como era el primer 
secretario de la Orden de San Mauricio, podía disponer ((491)) de condecoraciones a su gusto y las hacía conceder al Rey, en favor de 
aquéllos que don Bosco le indicaba como dignos de ellas, por sus obras benéficas. Era éste un medio valiosísimo para abrir las arcas de 
ciertos señores, los cuales habrían pagado cualquier cantidad con tal de ver satisfecho su amor propio y premiados sus méritos. Don Bosco 
sabía hacer ofrecer en el momento oportuno a cualquiera de sus acreedores una cruz de caballero, con tal de que le pagase una deuda 
totalmente o en parte. Entonces llegaba improvisadamente una condecoración a quien le había hecho generosas limosnas. Se puede calcula 
la agradable sorpresa de quien la deseaba. Invitaba a veces don Bosco a comer a alguno, a quien, sin él saberlo, le había preparado un título 
honorífico, y, al llegar a los postres, al son de la banda de música y los aplausos de los comensales, le dirigía unas afectuosas palabras y le 
presentaba la cruz de caballero. Fueron muchas las condecoraciones que don Bosco obtuvo y distribuyó por medio del Conde, las cuales 
dieron como fruto grandes limosnas para los huerfanitos o sirvieron como recompensa de señalados servicios prestados al Oratorio. 
Nosotros mismos hemos 
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oído a Cibrario, ministro que fue varias veces, complacerse hacia 1875 de las ayudas que con tales medios había prestado a don Bosco y 
nos contaba que él mismo había puesto por condición a ciertos extraños ambiciosos personajes, que se volvían locos por ser nombrados 
caballeros, que entregasen antes una cantidad considerable que luego él destinaba a don Bosco. 

Este hecho es una prueba más de cómo Dios había preparado para don Bosco poderosos protectores en todos los departamentos del 
Gobierno. Si uno fallaba, surgía otro. 

Pero don Bosco procuraba no abusar; aguantaba pacientemente en las dificultades, y, sobre todo, no olvidaba nunca su condición y las 
susceptibilidades de ellos. Escribe monseñor Cagliero: «Recuerdo que, siendo yo un chiquillo todavía en el Oratorio, me ((492)) 
maravillaba de la manera respetuosa, reverente y del humilde porte con el que él, sacerdote, visitaba o recibía a ciertos personajes seglares. 
Solamente salía de mi estupor cuando llegaba a saber que se trataba de una autoridad, un ministro, un gobernador, un magistrado, un 
alcalde, un concejal del Ayuntamiento, un delegado provincial de estudios o sencillamente alguno de sus secretarios. Por lo demás, lo 
mismo en sus escritos que en sus palabras o en sus hechos, fue siempre atento con los administradores del Estado, aún cuando le 
contrariasen, reconociendo en ellos el principio de autoridad procedente de Dios. Repetidas veces le oí decir: Obedite praepositis vestris 
etiam discolis (Obedeced a vuestros superiores aunque sean esquinados). Otras veces añadía: «Muchos se nos oponen, nos persiguen, 
querrían anularnos, pero nosotros hemos de tener paciencia. Mientras no nos exijan algo contra la conciencia, sometámonos a sus órdenes. 
Sostengamos, sin embargo, siempre en todas circunstancias, los derechos de Dios y de la Iglesia, que son superiores a las autoridades de la 
tierra». 
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((493)) 

CAPITULO XLIII 

CLERIGOS QUE ABANDONAN EL ORATORIO -PREDICCIONES DE DON BOSCO CUMPLIDAS -SU BONDAD -OTROS 
MUCHACHOS INICIAN LOS ESTUDIOS -MEMORABLE ACEPTACION Y CONVERSION DE UN MUCHACHO 

DON Bosco había conseguido dos nuevos clérigos, pero desgraciadamente perdía cuatro. Carlos Gastini, por su poca salud, abandonó los 
estudios y dejó la sotana. Otros dos, casi a la vez, se decidieron a entrar en la congregación de los Oblatos de María, atraídos por el fervor y 
espíritu allí reinantes y persuadidos de que ésa era su vocación. Don Bosco, a quien consultaron, les respondió que era una buena idea y un 
deseo óptimo pero, que Dios no les llamaba por allí. A pesar de ello, quisieron entrar. Don Miguel Rúa es testigo de lo que vamos a narrar 
y de cómo don Bosco previó certeramente el porvenir. 

«Una mañana, escribe C. Tomatis, Ascanio Savio, víctima de una santa envidia por su amor al estudio y a la virtud, había desaparecido 
del Oratorio: se supo, después, que se había hecho Oblato de María, en Nuestra Señora de la Consolación. Don Bosco le dijo al despedirle: 

-Vete, pero no estarás allí mucho tiempo. 

En efecto, unos años después, a causa de unos atroces dolores de cabeza, que le parecía tener dividida en dos y, amenazado a juicio de 
los médicos, de ((494)) un ataque apoplético, se vio obligado a salir. 
Mejoró su salud y llegó a ser en Turín, una lumbrera sacerdotal por sus conocimientos teólogicos. El mismo teólogo Savio nos contó su 
caso, en sus visitas al Oratorio, para dar clase de moral a los sacerdotes. 

Poco tiempo después el clérigo Vacchetta quiso seguir a Savio, y don Bosco le dijo a la hora de partir: 

-Vete también tú ya que quieres irte; pero, si ahora no te falta el juicio, sábete que llegarás a perderlo. 
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El pobre joven, abstraído por sus planes, no hizo caso de estas palabras, partió para el noviciado, hizo su profesión religiosa y perseveró. 
Pero enloqueció, fue encerrado en un manicomio y se convirtió en un ser casi inútil para su congregación; tanto que, después de muchos 
cuidados, apenas si podía dar catecismo a los niños. Así lo atestigua don Pablo Albera, el cual le encontró en Nizza Marittima, en San 
Pons, después de la muerte de don Bosco. 

Así se habían cumplido las predicciones de don Bosco. 

Del cuarto clérigo daremos más detalles para que se comprendan las frecuentes contrariedades que más de un muchacho, deseoso de 
consagrarse a la Obra de don Bosco, encontró. El cura párroco del Barrio, don Agustín Gattino, exigía que los clérigos del Oratorio fueran, 
cada vez en mayor número y siempre que él lo quería, a ayudar en la parroquia: acudió a la Curia y presentó sus quejas. El canónigo 
Vogliotti le respondió: 

-Comprenda usted que don Bosco se ha formado él mismo esos clérigos, y es lógico que se sirva de ellos para atender a la nidada de 
muchachos que tiene allá abajo en Valdocco. Si usted quiere clérigos a sus órdenes, hágaselos y los tendrá. 

El Cura no supo qué responder. Investigó las condiciones sociales y económicas de los clérigos del Oratorio y llegó a saber que el clérigo 
G... pertenecía a una familia desahogada, que era hijo de un maestro de obras y, por consiguiente, no necesitaba de la caridad de nadie: de 
donde concluyó ((495)) que don Bosco no se había hecho aquel clérigo. El razonamiento no era justo, ya que si G... había estudiado el 
latín, era porque don Bosco se lo había enseñado; si había vestido la sotana, era porque don Bosco había alcanzado el permiso del 
Arzobispo. Además, el jovencito estaba totalmente por don Bosco, que le trataba con singular confianza y le había puesto a estudiar 
filosofía. Pasaba la jornada entera en el Oratorio e iba a dormir a su casa, próxima al Refugio. Su padre estaba dispuesto a pagarle una 
pensión. 

El clérigo vivía feliz. Mas hubo quien, tomando aparte a su padre, intentó persuadirle de que sacara a su hijo del Oratorio, porque, le 
decía, no podía albergar esperanza alguna estando con don Bosco, de que pudiera llegar a ser sacerdote, párroco, canónigo; y afirmaba que 
el joven no tenía más camino para ello que hacer sus estudios como alumno de un seminario. 

El maestro de obras era un hombre leal y amigo de don Bosco, al cual se complacía en llamarle con el nombre de padre. Había realizado 
los primeros trabajos del Oratorio y se había asociado con el 
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empresario Bocca para la construcción de la iglesia de San Francisco. Pero se retiró, después de avisar a don Bosco, porque veía que los 
negocios del Oratorio no iban bien, a pesar de que el ingeniero hiciese gratuitamente los planos. Y el encargado, puesto por don Bosco para 
vigilar la contrata y la ejecución de los trabajos, quizá estaba más de parte del empresario que de él. 

Si embargo, aquel buen padre estaba herido en su amor propio por las hábiles insinuaciones arriba dichas; mas, como era un hombre 
prudente, antes de determinarse, fue al seminario de Chieri a pedir el parecer del Rector. 

La respuesta fue: que ciertamente era el seminario el lugar donde el joven podía esperar con mayor seguridad ((496)) hacer carrera; que 
siendo él maestro de obras del seminario, no le parecía conveniente que tuviese a su hijo seminarista en otro centro de educación; que en el 
seminario podría obtener una plaza a media pensión y hasta totalmente gratuita. 

El hombre se dio por vencido. De vuelta a casa, fue en coche al patio del Oratorio, llamó a su hijo y le dijo: 

-Toma el sombrero y ven conmigo. 

Obedeció el hijo sin saber las intenciones del padre y fue llevado inmediatamente al seminario de Chieri. Don Bosco sufrió mucho al ver 
que le arrebataban tan bruscamente un joven al que quería, en el que había puesto muchas esperanzas y que había sido su secretario, 
escribiendo al dictado sus primeras obras. Le había regalado, unos meses antes, un breviario y las Institutiones de Rebaudengo. 

El clérigo, hecho a las costumbres del Oratorio, no se encontraba bien en el seminario. Don Bosco fue a visitarle varias veces, y según su 
costumbre, no intentó disuadirle de la nueva vida a la que se había sometido, sino que le animó a continuar, poniéndose siempre en manos 
de la Divina Providencia. Eran conocidas en el seminario las fórmulas conciliadoras de don Bosco, de modo que el Rector le permitía sacar 
a la ciudad a su joven amigo, y una vez fue con él a comer en casa del canónigo Luis Cottolengo. El buen clérigo quedaba entusiasmado de 
aquellas visitas; pero al mismo tiempo le hacían suspirar por sus ideales deshechos; hasta que, por su delicada salud, fue enviado a casa. En 
ella le prohibieron que fuera al Oratorio y a confesarse con don Bosco. Empezó entonces a frecuentar el Santuario de Nuestra Señora de la 
Consolación, y, poquito a poco, se enamoró de la paz en que vivían los Oblatos de María, en aquel convento. Como le pareció que Dios le 
llamaba a aquella comunidad, ((497)) fue a visitar a don Bosco para manifestarle su pensamiento. 
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Don Bosco le desaconsejó que diera aquel paso: 

-Tú estás llamado, le dijo, a pertenecer a don Bosco. 

Y le contó cómo don José Cafasso le aconsejó a él mismo en su vocación; después le animó a tener paciencia y esperar, y le repitió que 

lo que él soñaba no era la mejor solución. Pero el seminarista prefirió seguir la opinión de otros consejeros; pidió ser aceptado en el 
noviciado de los Oblatos, y su padre, aunque a regañadientes, le otorgó su consentimiento. 

Pero antes de partir para Nizza Marittima,.donde estaba la casa del noviciado, quiso despedirse de don Bosco, el cual le dijo: 

-Bueno, vete; tu cabeza padecerá, y no podrás perseverar en ese estado. 

Próximo a la profesión religiosa, escribió una carta a don Bosco pidiéndole, una vez más, consejo. Y éste le respondió: 

-Harás el bien, pero no el que quiere el Señor de ti. 

Hizo votos perpetuos, no pasó mucho tiempo cuando fue víctima de los escrúpulos y, después, de tal exaltación mental que se creyó 
llamado a una gran perfección en la virtud, al extremo, de enloquecer. Por esta razón y motivos de familia, diez años más tarde de la 
profesión y, aconsejado por el padre Berchialla que le tenía por secretario, pidió y obtuvo salir de la congregación de los Oblatos. De 
vuelta a Turín, curó del todo, reconociendo que había obtenido una gracia señalada del Señor. 

Los hechos daban la razón a don Bosco, y G..., que había sido ordenado sacerdote, daba a menudo testimonio de ello: «Es un gran 
imprudente el que se arriesga a elegir por sí mismo su vocación». Era su ardiente deseo volver al Oratorio; pero el arzobispo Fransoni no le 
recibió en la Diócesis, pues había establecido no admitir ((498)) en ella a los que salían de una orden religiosa. Entonces don Bosco mismo 
le recomendó al obispo de Biella, que le aceptó, a condición de que se quedase con él. 

Pasaron muchos años, y, al mudar las condiciones de la diócesis de Turín, el buen sacerdote, siempre encariñado con el Oratorio, sintió 
despertarse todavía en él la idea de juntarse con don Bosco, inscribiéndose en la Pía Sociedad e hizo la petición por carta. Don Bosco le 
respondió: 

-Espera a que el Señor llame a tu padre a la eternidad, y entonces Dios dirá. 

Rondaba el padre los ochenta años y, por las muchas desgracias sufridas, necesitaba para su consuelo la presencia del hijo sacerdote. 

íQué delicada era la bondad de don Bosco, aún con los que, voluntariamente 

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u obligados, le abandonaban en los momentos en que más los necesitaba para su obra! Su disgusto al perder a aquellos clérigos era grande, 
porque apreciaba las eximias virtudes que los adornaban; pero aún de esta pérdida supo sacar una lección de humildad. Cuando Ascanio 
Savio marchaba, oyóle exclamar Giacomelli: -Vana salus hominis!, dando a entender que debía confiar más en Dios que en los hombres. 
Después, con una calma inalterable, siguió escogiendo nuevos alumnos para estudiar. 

En octubre eran treinta y seis los muchachos del internado, ya que los seminaristas de la diócesis ocupaban parte de la pobre casa. 
Sacamos de los registros de don Bosco algunos nombres, que interesa no olvidar. En el 1851 ingresaron Gioliti, Calamaro, Pedro Gurgo; 
en el 1852, Francisco Mattone, Bonino, Bernardo Savio de Castelnuovo de Asti, Juan Turco de Montafía, Bartolomé Fusero de 
Caramagna, Juan Benovía, Víctor Turvano, Bertagna, Fontana, Juan Bautista Bonone. Casi todos ellos iban a clase con el profesor 
Bonzanino, junto con el jovencito ((499)) Juan Francesia, que empezaba los cursos de latín, y que acababa de entrar como interno en el 
Oratorio, aunque hacía ya tiempo que asistía a las reuniones festivas. 

Hubo uno entre aquellos jóvenes, cuyo ingreso es digno de mención. El año anterior no había seguido su padre el consejo de personas 
prudentes y amigas de ingresarlo en el Oratorio. Le puso, en cambio, en uno de esos colegios de moda, con fama de ciencia y disciplina, 
donde la oración es cortísima y no se reza más que una sola vez al día y de pie; no se asiste a misa más que los días festivos y sólo se 
reciben los sacramentos por Pascua. El pobre muchacho, aunque de índole piadosa y suave carácter, falto de los socorros espirituales, trabó 
amistad poquito a poco con malos compañeros, se entregó a lecturas peligrosas, se aburrió del estudio y de la religión y, al acabar el año, 
no fue aprobado para pasar al curso superior. 

De vuelta a su casa para las vacaciones otoñales, su padre se llevó las manos a la cabeza al reconocer el fracaso obtenido por su culpa, al 
colocar a su hijo con profesores poco religiosos. El muchacho, antes muy bueno, era ahora desobediente, descarado, jugador, contrario a la 
Iglesia y aún peor. No admitía riñas ni castigos. Ya estaba su padre a punto de encerrarlo en un correccional, pero se doblegó a una opinión 
más suave. Dado que el jovencito guardaba todavía un gran cariño hacia su madre, muerta hacía poco, y que todos los días solía rezar por 
su alma antes de acostarse, quiso hacer una última prueba, persuadido de que sin religión es imposible educar 
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a la juventud. Se terminaba el mes de octubre y era forzoso elegir otro colegio para su hijo. Así que, dejando de lado toda reprensión, le 
hizo unos regalos de su gusto, se fue con él a una hermosa ((500)) excursión y, al volver a casa, tomóle aparte y empezó a recordarle los 
últimos instantes de su santa madre. El jovencito rompió a llorar ante aquellos recuerdos y, entonces, el padre le manifestó cómo su madre 
había siempre deseado que fuera el Oratorio de San Francisco de Sales el centro de su instrucción y educación. Le preguntaba en 
consecuencia, si le gustaría entrar allí aquel año. El hijo, sin dudarlo un momento, le respondió: 

-Estoy en sus manos. Todo lo que haga para dar gusto a mi madre, me gusta también a mí; estoy dispuesto a cualquier sacrificio para 
seguirlo. 

No creía el padre que hubiera podido obtener tan deprisa aquel cambio 
del hijo y lo reconoció como una bendición del cielo. Para que con la tardanza no nacieran dificultades, quiso llevarlo al día siguiente al 
Oratorio de Valdocco para tratar de su admisión. 

Don Bosco se extrañó un tanto al encontrarse con aquel muchacho, que se llamaba Juan. Llevaba un traje nuevo y elegante, un 
sombrerito calabrés, un bastoncito en la mano y una cadenita brillante en el pecho; los cabellos, elegantemente peinados con la raya en 
medio, eran indicio del espíritu de vanidad que reinaba en el corazón de aquel muchacho. El padre aceptó fácilmente las condiciones de 
entrada; después, añadiendo que tenía algo urgente que hacer, dejó a su hijo hablando con don Bosco. Este, a la vista de un muchacho tan 
peripuesto, no creyó oportuno hablarle de religión; hablóle de paseos, de carreras, de gimnasia, de esgrima, de canto, de música. Cosas que 
hacían bullir la sangre por las venas del vanidoso muchacho, al oír hablar de ellas. Volvió el padre y, apenas pudo conversar libremente 
con Juan le preguntó: 

-»Qué te parece: te gusta este lugar? »Qué me dices del Director? 

((501)) -El lugar me agrada, el Director es de mi temple; pero hay algo que no me gusta. 

-»Y qué es ese algo? Dímelo, estamos todavía a tiempo para hacer de otro modo. 

-Todo lo suyo me gusta, pero es un sacerdote, y esto hace que le mire con aversion. 

-No hay que fijarse en su condición sacerdotal: fíjate más en las dotes y virtudes que posee. 

-Pero quedarme con un sacerdote quiere decir rezar, confesar, 
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comulgar... Por algunas palabras que me dijo, me da la impresión de que ya conoce mis defectos... Pero basta: lo he prometido y mantendré 
mi palabra, lo demás ya se verá. 

Pocos días más tarde, entraba Juan en el Oratorio. Su padre creyó oportuno informar a don Bosco de lo que había sucedido con su hijo, y 
de que conservaba todavía un gran cariño por su difunta madre. Separado de los compañeros, libres de las malas lecturas; la compañía de 
buenos condiscípulos, la emulación en clase, la música, la declamación, y algunas representaciones dramáticas en el teatrito, le hicieron 
olvidar pronto la vida disipada que llevaba hacía casi un año. Además, el recuerdo de su madre -huye del ocio y de los malos compañeros-, 
acudía con frecuencia a su memoria. Le fue fácil volver a la antigua costumbre de las prácticas de piedad. La dificultad radicaba en 
determinarse a hacer su confesión. Llevaba ya dos meses en el colegio. Se habían celebrado novenas, fiestas, en las que los otros alumnos 
procuraban recibir los santos sacramentos; pero Juan no se resolvió a confesarse. Una noche le llamó don Bosco a su habitación, y 
acordándose de la gran impresión que ejercía en su corazón el recuerdo de su madre, empezó a hablarle así: 

-Amigo Juan, »qué te recuerda el día de mañana? 

-Me recuerda el aniversario de la muerte de ((502)) mi madre. íAh, mi querida madre: si yo pudiera volver a verla y oír su voz al menos 
una vez! 

-»Harías mañana algo que le agradaría a ella y te iría muy bien a ti? 

-Claro que lo haría. íCostara lo que costara! 

-Haz mañana una santa comunión en sufragio de su alma y le prestarás una gran ayuda, si todavía se encontrase en las dolorosas llamas 
del purgatorio. 

-Con mucho gusto lo haría, pero tendría que confesarme antes... Mas, si esto gusta a mi madre, lo haré, y, si cree que es posible, ahora 
mismo me confieso con usted. 

Don Bosco, que no esperaba más, alabó su decisión, dejó que se serenara y con gran consuelo por ambas partes le preparó y le confesó. 
Al día siguiente se acercó Juan a la sagrada Mesa e hizo muchas plegarias por el alma de su llorada madre. 

A partir de aquel día su vida satisfizo a don Bosco. Guardaba todavía Juan algunos libros, en parte prohibidos y en parte perjudiciales 
para los muchachos: se los llevó al director para que los tirase al fuego, y le dijo: 
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-Quemándolos, creo que ya no serán ocasión de que mi alma arda en el infierno. 

Guardaba también algunas cartas de los antiguos compañeros, en las que le daban malos consejos, y las hizo pedacitos. 

Se entregó después con todo afán a los estudios, y escribió sobre la cubierta de los libros los recuerdos de su madre, huye del ocio y de 
los malos compañeros. Por año nuevo mandó a su padre una carta de felicitación que le consoló mucho al ver que su hijo volvía a los 
mismos pensamientos que durante tanto tiempo había alimentado. Así pasó los años de su bachillerato. 

((503)) Recordando que también en la casa paterna había libros y periódicos malos, Juan escribió tantas cartas a su padre; supo, sobre 
todo, complacerle tanto durante las vacaciones; le hizo tantas promesas, que le convenció para que se deshiciera de todo. Más aún, con 
frívolos pretextos, el padre comía carne en los días de vigilia. Juan, con su comportamiento, con sus palabras, contando ejemplos y con 
humildes solicitudes al padre, logró hacerle cambiar y le indujo a guardar los días de vigilia señalados por la Iglesia, como debe hacer todo 
buen cristiano. 

La educación dada por don Bosco produjo muchas veces transformaciones semejantes. 
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((504)) 

CAPITULO XLIV 

CONTINUA LA CONSTRUCCION DEL INTERNADO -INGENIOSOS Y SALUDABLES AVISOS DE DON BOSCO A LOS 
ALBAÑILES -EL CANONIGO GASTALDI Y SU INTERES POR EL ORATORIO -LA CASA NUEVA SE ARRUINA -VISIBLE 
PROTECCION DEL CIELO -TRANQUILIDAD Y RESIGNACION DE DON BOSCO -ESCUELAS IMPROVISADAS -POESIA 

LOS trabajos de albañilería iban muy de prisa y don Bosco se preocupaba de la reforma moral de los albañiles. Hacía varios meses que, 
después de comer, estaba en medio de los muchachos y les contaba parábolas, cuentos y anécdotas para que estuvieran alegres. Los 
albañiles y sus peones se juntaban con los alumnos; y mientras duraba el tiempo de su descanso, le escuchaban y reían satisfechos con sus 
gracias. Pero don Bosco, de cuando en cuando, casi sin que pareciese que se fijaba en los obreros, en medio de las bromas dirigidas a los 
muchachos y con recomendaciones más o menos explícitas, señalaba con poquísimas palabras, la hermosura y los premios de la virtud, la 
fealdad y el castigo del pecado, la satisfacción de una buena confesión, el pensamiento de la eternidad, el peligro de una llamada imprevista 
al tribunal de Dios. Todo esto producía un gran efecto y la mayor parte de los albañiles fueron a confesarse. Pero alguno de ellos 
demostraba claramente, por la expresión de su rostro, que no le gustaba el recuerdo de ciertas verdades, y un día en que don Bosco había 
comenzado sus narraciones, ((505)) uno de ellos le interrumpió, diciendo fríamente: 

-»Usted cree que yo no me doy cuenta de adónde van a parar sus discursos? A mí no me pesca, »sabe usted? 

El clérigo Buzzetti, allí presente, tuvo lástima del infeliz. Don Bosco no respondió. 

Estaba para acabarse el mes de octubre cuando el canónigo Lorenzo Gastaldi llegó de Stresa, para hacer una visita cariñosísima a don 
Bosco: se entretuvo con él hablando por lo largo del porvenir del Oratorio, que tanto apreciaba. Por eso, ya de vuelta al noviciado de los 
Rosminianos, como le hubiera quedado algún temor sobre la 
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propiedad legal de la casa Pinardi, escribió una carta a don Bosco, para tranquilizarse. Don Bosco, le respondió de este modo: 

Muy querido señor Canónigo: 

Respondo a V. S. Carísima, sobre lo referente a mi posición frente al Gobierno. Como el local es de mi propiedad, creo yo que, ante 
cualquier contingencia, todo nuevo edificio siempre será del dueño del terreno; sin embargo, para evitar cualquier duda, he hecho de forma 
que las ofrendas procedentes de la caridad privada, la tómbola comprendida, se emplearan totalmente en la construcción de la iglesia, salvo 
lo obtenido de una pequeña parte de la casa, vendida hace unos años por estas vecindades, lo mismo que lo que voy sacando del paraje 
puesto en venta allí, todo ello dedicado a la construcción de la casa. Me han asegurado los mejores abogados que de este modo el Gobierno 
no puede entrometerse en esta propiedad. 

Pero... »y una vez muerto don Bosco? Ahí estaba la dificultad. 
Atendidas las circunstancias de los tiempos y no pudiéndose asegurar de otro modo la perpetuidad de la propiedad, invité al teólogo Borel, 
al teólogo Murialdo y a don José Cafasso a intervenir en la compra de todo ello; luego se hizo testamento de mancomún, ((506)) en 
beneficio recíproco, de modo que, a la muerte de uno, la propiedad pasa a los tres supervivientes, los cuales quedan libres para asociarse 
con otro individuo: bien entendido que de este modo hay que pagar el derecho de sucesión por la parte del difunto. He consultado a varios 
jurisperitos de mi confianza y no he podido encontrar otro expediente sobre el particular. En cuanto a la nueva adquisición de que se trata, 
me someto totalmente a cuanto el señor abate Rosmini estime conveniente, según su prudencia, ofreciéndome con todas mis débiles fuerza 
a cooperar en cuanto pueda redundar a mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Ruégole presente mis más humildes respetos al 
antedicho señor abate Rosmini, y encomendándome a sus oraciones, le deseo todo bien del Señor declarándome, 

De V. S. Carísima 

Turín, 24 de noviembre de 1852 

Afectísimo servidor y amigo
JUAN BOSCO, Pbro.


P. S. Mientras escribo la presente, su señora madre trabaja en el salón de los objetos limpiándolos y arreglándolos: está encantada de su 
visita. 
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Al leer esta carta, se ve que don Bosco confiaba ciegamente en la firmeza de su fundación; pero no podía sospechar siquiera que, en 
aquellos días, se encontraba a punto de sufrir una prueba inesperada, muy dolorosa por cierto. El sábado día veinte de noviembre, en la 
esquina del brazo del edificio en construcción, hacia levante, se arruinaba un trozo de la tercera planta por rotura de un andamio. Tres 
obreros quedaron gravemente heridos, uno de ellos con pocas esperanzas de curación. Fue grande la pena y el susto ((507)) de todos; pero 
don Bosco, en medio de la angustia del momento, alzó sus ojos al cielo y pronunció las palabras que siempre brotaban de sus labios: 
íHágase la voluntad de Dios! íSea todo como Dios quiere! 

Su dolor, sin embargo, era inmenso, ya que amaba mucho a sus obreros. 

Pero él, para quien todos los sacrificios eran pequeños, ante la esperanza de ver terminado aquel particularmente estimado edificio para 
las escuelas nocturnas de los artesanos, sin desalentarse por el grave daño sufrido, mandó que se levantase a toda prisa el trozo de pared 
caído. 

Sin embargo, otra pérdida mayor les esperaba a él y a las almas caritativas que, en nombre de Dios, le prestaban su apoyo. 

Estaba ya la obra a punto de techar. Las armaduras puestas, clavados los listones, amontonadas las tejas en la cumbre para ser colocadas, 
cuando un violento y prolongado aguacero hizo que se interrumpiesen los trabajos. Y no fue eso todo; siguió diluviando días y noches, y el 
agua, corriendo y colándose por entre vigas y listones, deshizo y arrastró el todavía fresco y quizá mal mortero, dejando los muros 
convertidos en un montón de ladrillos y piedra, sin argamasa y unión. 

Ya avanzada la noche del primero de diciembre, varios centenares de muchachos de la ciudad estaban todavía en el Oratorio en las 
escuelas nocturnas. Al salir de sus respectivas clases, hacia las nueve, antes de irse a sus casas, se entretuvieron un poco, según costumbre, 
con los internos, danzando y correteando por los huecos del nuevo edificio. Es verdad que don Bosco, como estaba todo mojado, les había 
prohibido andar por allí, por miedo a que resbalaran y se hicieran daño; pero aquella noche los irreflexivos muchachos no se acordaron; 
subieron por las escaleras de los albañiles, corrieron de un lado para otro, de una ((508)) a otra parte de los andamios, mientras muchos 
jugaban en tierra, entre tablones y vigas muy mojadas. 

Por fin, los alumnos externos se fueron a la ciudad. Don Bosco y sus jóvenes dormían profundamente el primer sueño, cuando, un 
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poco más tarde de las once, un espantoso estruendo, que crecía por instantes y se hacía cada vez más ruidoso, les despertó repentinamente. 
El estruendo hizo temblar la antigua casa pegada a la construcción, cuya pared al sur se derrumbaba en parte y rodaba por tierra. Fue una 
terrible catástrofe; pero hasta en la misma hora señalada para el desastre, empezó a verse la misericordia del Señor con todos. De haber 
sucedido el derrumbamiento dos horas antes, quién sabe la de víctimas que hubiera habido. Pero el buen Dios velaba por la suerte de don 
Bosco y sus muchachos. 

Estaba en aquel momento la madre de don Bosco a punto de ir a descansar y salió presurosa y llorando de su cuartito. Temía, no sin 
razón, que su hijo hubiera quedado sepultado bajo las ruinas y gritaba con toda su voz: 

-íDon Bosco, don Bosco, levántate, sal, sálvate! 

Corrió a su habitación; llamó y nadie respondía; empujó la puerta y no se abría. Vió entonces que había caído una enorme piedra sobre 
un ángulo de la habitación y que, rompiendo las tejas, había hecho un agujero por el que caía la lluvia. Bajó a toda prisa la escalera hasta la 
cocina, para tomar una llave e intentar abrir la puerta. 

El clérigo Rúa, se despertó con el estruendo y oyó aquella voz desesperada, mas no supo discernir en el primer momento de quién era y 
de dónde venía; luego reconoció que era la de mamá Margarita y, temiendo que alguien hubiera caído gravemente herido, se vistió y salió a 
su encuentro. 

Mientras tanto los jóvenes, espantados, saltaron de la cama ((509)) unos en calzoncillos, otros en camisón, en medio de una gran 
batahola, sin saber lo que había sucedido. Envueltos como podían entre mantas y sábanas, salieron de sus pobres dormitorios al patio sin 
saber adónde ir. Corrían unos hacia la puerta del portón para escapar, otros a la iglesia buscando refugio al pie de los altares; algunos se 
acurrucaban junto a los árboles próximos, otros finalmente se quedaban en mitad del patio. Era un espectáculo que daba lástima, ver, en 
medio del tétrico horror de la noche, bajo el constante rumor de la lluvia que caía torrencialmente, a cincuenta muchachos, huyendo de un 
lado para otro. Este sollozaba por un lado, aquél gritaba por otro, quién daba con las rodillas contra un banco, quién tropezaba con una 
zarza y caía, uno se hundía y se embarraba en el fango, otro se empantanaba en un gran charco. En tanto, se iban dando cuenta de la causa 
del estruendo, puesto que en el suelo se amontonaban vigas, tejas y materiales. 

»Y don Bosco? Mientras todos gritaban y estaban esperando a 
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mamá Margarita, que volvía a subir la escalera con las llaves, se oyó el conocido sonido de una campanilla y, a poco, vieron aparecer una 
luz en el fondo de la galería. Era don Bosco, que salía tranquilo, tranquilo de su habitación y bajaba a contemplar las ruinas. El, en un 
duermevela, había oído confusamente el primer estruendo; se puso a la escucha y oyó tronar otro nuevo y enorme golpe. Pensaba: íque 
truene todavía en esta estación! 

Mas, al no ver relámpago alguno, comprendió su peligro, ya que su habitación estaba tocando a la obra nueva. Saltó de la cama, pero le 
costó orientarse, encontrar la puerta de salida y las cerillas para encender la luz. 

Apenas apareció, gritaron por todas partes los muchachos: 

-íDon Bosco! íEs don Bosco! íDon Bosco está a salvo! 

Y olvidándose del barro y de los estorbos corrieron a su encuentro. 

((510)) Uno le decía: 

-Don Bosco, »no ha oído desplomarse las paredes y gritar a su madre? 

Otro: 

-Don Bosco, »ha sufrido mucho? »Se ha hecho daño? 

Un tercero: 

-»Por qué no ha salido enseguida? 

Un cuarto: 

-Mire qué sucios tenemos los pies y las piernas. 

Y todos iban a porfía para contar su habilidad, los juegos gimnásticos y saltos mortales de aquella noche. Y don Bosco, sin 
descomponerse, con esa calma que solamente tienen los verdaderos siervos de Dios y los hombres apodados pacíficos, oía a todos y a todo 
dirigía palabras consoladoras. Preguntó en primer lugar si había habido alguna desgracia personal; y al saber que no y que solamente el 
derrumbamiento de la obra había asustado a los hijos del Oratorio, lleno de alegría empezó a bromear, chanceándose de sus extrañas 
figuras, riéndose del miedo de uno, del improvisado atavío de otro, e invitando, por fin a todos a echar una partida, corriendo por el patio 
para juntarlos. Su calma contribuyó muchísimo a serenar a los muchachos en medio del gran susto. Les llevó después al comedor y les fue 
contando las persecuciones sufridas por el Oratorio, los cambios realizados, y cómo, a pesar de todo, había ido creciendo y floreciendo 
hasta el presente. Por lo cual, animaba a todos a mantener una firme confianza en la divina Providencia. Y les decía: 

-Ea, arriba los corazones; ahora que hemos recibido una gracia 
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tan señalada y que todos estamos sanos y salvos, recitemos las letanías. 

A su invitación se arrodillaron y recitaron con él las letanías, dando gracias al Señor, que no había permitido que ni uno solo sufriera el 
menor daño. 

Pero don Bosco pensaba seriamente en aquel instante: 

-Y ahora »a dónde ir? »qué hacer? 

La noche era oscura, seguía lloviendo sin cesar, hacía frío. No se ((511)) oía el menor rumor. Y continuaba pensando don Bosco: 

-Entonces, lo que se ha desgajado ya acabó de caer. En la parte de la casa donde se duerme parece que no hay daños importantes. 

Era ya media hora después de la media noche, y don Bosco, queriendo que todos fueran a descansar, dijo a los muchachos: 

-Ya es hora de que vayáis tranquilamente a dormir. Estad seguros de que no habrá ninguna desgracia. Por tanto, recoged las camas del 
dormitorio que amenaza peligro, y con toda cautela transportadlas, unas a la sacristía y otras aquí al comedor. 

Fue dicho y hecho. En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron todos y corrieron a cargar sobre los hombros el propio camastro. Era de 
ver con qué facilidad y rapidez transportaban los artesanos sus bagajes: parecían soldados de primera línea (bersaglieri), tan rápidos 
andaban. En menos de un cuarto de hora se prepararon veinte camas en el lugar provisionalmente destinado a dormitorio. 

Mamá Margarita daba pruebas de un coraje digno del mayor encomio. Vigilaba para que ninguno se acercase al lugar del peligro, repartía 
a los muchachos, unos a una habitación, otros a otra y anduvo velando hasta el alba, pasando intrépida de un lugar a otro, como un general 
en campo de batalla. Era una madre amorosa que se olvidaba de sí misma y no pensaba más que en sus hijos. También don Bosco, por su 
parte, demostró ser hijo de tan gran mujer; porque, para asegurar la vida de sus hijos, puso en riesgo varias veces la suya, yendo a 
comprobar si había peligro de nuevos derrumbamientos. Y solamente se retiró, cuando la tierna y valerosa Margarita le obligó, casi por 
fuerza, a entrar en casa. 

Volvió don Bosco adonde los muchachos acababan de asentar sus dormitorios; cada uno de ellos revolvía la bolsa de sus pertenencias, 
por miedo a haber perdido algo en medio de aquella barahúnda. ((512)) Un gracioso hecho sucedió, que hizo reír a todos. Había entre los 
internos un tal Inocencio Brunengo, sastre de profesión; estaba lisiado de las piernas y era medio calvo, por lo que llevaba peluca; pero 
tenía muy buen humor y era muy gracioso. En 
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el momento del peligro, al igual de los demás, saltó a toda prisa de la cama, dejando bajo la almohada el chusco de pan para el desayuno, 
que se repartía la víspera por la noche, ya que algunos jóvenes debían acudir al trabajo antes del alba. Y sucedió que, al mover su colchón, 
sin que él se diese cuenta, el chusco cayó al suelo. Apenado por el olvido, no se preocupaba de sí mismo ni atendía a las voces de los que 
querían disuadirlo; a despecho de todos, volvió a la habitación abandonada, encontró su querido chusco, lo tomó y, tan rápidamente como 
puede hacerlo un cojo, echó a correr. Alegre como unas castañuelas llegó junto a los compañeros y exclamó feliz: 

-íCaramba! he salvado mi desayuno. Don Bosco, don Bosco, íhe salvado mi desayuno! 

Y con sus voces hizo estallar de risa a los compañeros que estaban allí cerca. En adelante, mientras vivió, el primer saludo que le daban 
al encontrarle era el de: íLo he salvado, lo he salvado! Y así bromeaban alegremente con su heroica hazaña de aquella noche, por amor de 
un chusco. 

Mientras tanto don Bosco, pasada ya la una de la mañana de aquel dos de diciembre, animó a los jóvenes a acostarse y, después de hacer 
una breve plegaria, se retiró también él a su habitación, que era la más expuesta al peligro. Todos los demás le fueron imitando uno tras 
otro, salvo alguno que se fue a la iglesia a rezar. Acostados en sus pobres camas, intentaron reanudar el sueño. íSingular fenómeno! En las 
habitaciones de la planta superior había tres clérigos, Viale, Reviglio y Esteban Vacchetta, que después entró en los Oblatos de María, los 
cuales no se enteraron del alboroto y dormían plácidamente. El clérigo ((513)) Miguel Rúa, después de haber ayudado a don Bosco a 
restablecer el orden, subió a su habitación con otros dos. Vacchetta narraba después, con fecha 25 de diciembre de 1852, minuciosamente 
este hecho en una carta, que poseemos, dirigida al seminarista Bellia, residente en el venerando seminario de Chieri: 

«Entraron en mi habitación los clérigos Danussi, Buzzetti y Rúa, los cuales, tronchándose de risa, porque yo no me había despertado, 
interrumpieron mi sueño. Pregunté entonces si ya había sonado la hora de levantarse y quedé estupefacto de no haber oído el largo tintineo 
de la campana. Pero Danussi, entre grandes carcajadas dijo: 

»-»Pero no has oído desplomarse la casa nueva? 

»-No, no, respondí; pero estoy contentísimo, porque así el maestro de obras la volverá a hacer de arriba abajo. Esto es lo que se llama 
providencia, providencia. El Señor quiere que el Oratorio se 
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levante sobre piedra y no sobre arena. Ha hecho caer, o mejor, ha permitido que con motivo de una cal poco fuerte por sí misma se 
derribase la construcción, y ha hecho muy bien. Veía El que don Bosco es demasiado bueno y que, a lo mejor, se arreglaban las cosas con 
perjuicio del Oratorio, y ha provisto sabiamente. íProvidencia, providencia! 

»Dicho esto se impuso el silencio y todos callaron. Los muchachos se habían acostado para descansar; pero puedes imaginarte el 
descanso que los pobrecitos tuvieron sabiendo que, por la mañana, todos contaban los constantes ruidos causados por la caída de ladrillos o 
de piedras, de vigas y traviesas que habían quedado suspendidas en alto. 

»Después de las cinco, cuando ya la mayor parte de los muchachos estaba en el patio contemplando las ruinas y los otros estaban todavía 
amodorrados por el sueño, oyóse desplomarse la parte situada hacia el norte, la cual, al caer sobre otra pared, de media altura, hizo que 
también ésta se derribara ((514)) con un ruido mucho mayor que el primero, con una sacudida tal, que hizo temblar la casa contigua 
durante unos segundos. Los que todavía dormían en la cama saltaron rápidamente y, vistiéndose a toda prisa, bajaron corriendo a juntarse y 
hacer compañía a todos los curiosos». 

Pero don Bosco, abandonado en las manos de Dios, tranquilo e impasible, había ya bajado a la iglesia, e hizo reunir en ella a todos los 
jóvenes, invitándoles de nuevo a dar gracias al Señor por haberlos liberado tan milagrosamente, y celebró la santa misa. Al salir de la 
iglesia, cercado de todos los alumnos, exclamó sonriendo: 

-Me la ha hecho buena el diablo: no quiere que ensanche el Instituto y que recoja más muchachos; pero lo haremos, aunque rabie. 

Y añadió después: 

-El demonio ha querido darnos un puntapié; pero estad tranquilos, el Señor es más fuerte que él y el demonio no logrará impedir su obra. 

Poco después se llenó el patio de gente, que acudía por curiosidad a ver el edificio derrumbado. Llegó también el alcalde con dos 
ingenieros municipales, el cual quiso consolar a don Bosco, asegurándole que el Oratorio no sufriría ningún perjuicio por aquella 
desgracia. Inmediatamente empezaron los dos ingenieros a estudiar la causa y las condiciones del desastre. La nueva construcción, como ya 
hemos dicho, iba unida a la vieja y humilde casa antigua y sobre la habitación de don Bosco aparecía una columna gruesa y de varios 
metros de altura del nuevo edificio, la cual, en medio del derrumbamiento, 
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movida en su base, pendía aparatosamente sobre la pobre casucha. El caballero Gabbetti, que era uno de los ingenieros, examinó 
atentamente la columna, se mordió los labios y preguntó a don Bosco: 

-»Quién dormía esta noche en ese sitio? 

-Yo, contestó don Bosco, y unos treinta jovencitos. 

El ingeniero tomó del brazo a don Bosco y le dijo: 

-Vaya, pues, con sus ((515)) jóvenes a dar gracias a la Virgen, porque tiene motivo para ello. Esa columna se sostiene contra todas las 
razones de la técnica y, de haberse derrumbado, hubiera aplastado a usted y a los jóvenes en la misma cama. Desafío a todos los ingenieros 
del mundo a sostener en pie una torre con esa inclinación. íEs un verdadero milagro! 

Diose orden inmediatamente de derribarla; pero, »cómo realizarlo sin riesgo para la vida de los obreros? Con las necesarias precauciones 
atáronla los albañiles con gruesas cuerdas, la aseguraron bien y, después, subieron a los andamios, la fueron deshaciendo poco a poco, 
librando a la pobre casucha de una ruina total. 

Otro rasgo visible de la protección del cielo fue éste. Eran ya las ocho de la mañana. Todavía quedaba en pie, en la nueva casa, una parte 
de la pared que miraba hacia el patio con las arcadas de los pórticos todavía intactas. Pues bien, mientras la comisión municipal, don Bosco 
y varios muchachos, entre los que se encontraban Cagliero, Turchi, Tomatis, Arnaud, estaban como asombrados, contemplando y 
lamentando la inmensa ruina, uno de ellos, al ver moverse las columnas, gritó: ícorred, corred! 

Corrieron todos como un rayo al medio del patio. Apenas llegaron, cayó la pared con un ruido espantoso, lanzando vigas, piedras y 
ladrillos a varios metros de distancia. Es fácil imaginar su impresión. Enmudecieron y el mismo don Bosco se quedó atónito y con el rostro 
pálido un instante. Tembló el suelo como por la sacudida de un terremoto y acudió una turba de vecinos. Todos cercaban a don Bosco 
lamentando la desgracia. Pero él, tranquilo ya y sonriente, dijo al señor Duina: 

-íHemos jugado al juego de los ladrillos!, aludiendo a la diversión de los muchachos que ponen de pie toda un fila de ladrillos, uno junto 
a otro, y al empujar el primero van cayendo los demás. 

La impresión que tan gran desastre dejó en los internos fue tal, que durante varios meses, al menor rumor, como por ejemplo el paso de 
((516)) un carro, o la descarga de una carretilla de piedras, les sobresaltaba, les hacía temblar y quedaban pálidos como la muerte. 
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Pero don Bosco, siempre dispuesto a someterse profundamente a las disposiciones del Señor, lo mismo entonces que en mil otras 
circunstancias dolorosas, no soltó un lamento, no se le vio triste y melancólico, ni asustado, sino que, con el rostro alegre, animaba a los 
alumnos con sus dulces palabras. Repetía públicamente: 

-Sicut Domino placuit; sit nomen Domini benedictum (Así lo quiso el Señor; bendito sea su nombre). Aceptamos todo lo que nos sucede 
como permitido por su mano y os aseguro que el Señor tendrá muy en cuenta nuestra sumisión. 

-Sí, repetía, hemos de dar gracias al Señor y a la Santísima Virgen para que, en medio de los tristes sucesos que oprimen a la humanidad, 
tienda siempre su mano benéfica y providencial para mitigar nuestras desventuras. 

Solía repetir para sí mismo: Nada te turbe, quien a Dios tiene nada le falta. El Señor es el amo de casa; yo soy su humilde criado. Lo que 
gusta al Señor debe gustarme también a mí. 

Una carta suya al párroco de Capriglio, nos da testimonio fehaciente de la santa paz que reinaba en su alma. 

Queridísimo Señor Cura: 

Ya he hablado con el Señor Curtine, Oficial Primero de la Orden de San Mauricio y le encontré muy propicio sobre el particular: hágase 
el valiente y, sin nombrarme a mí, escriba otra carta al citado señor y otra al señor Cibrario; espero un buen resultado: repetita iuvant (a 
fuerza de repetir, se alcanza). 

Tengo aquí una clase de griego y necesito algunos libros que están en mi casa, en I Becchi. 

Me hará un gran favor si va por allí o envía a alguien, por ejemplo al señor Duino, a buscar esos libros y me los remite lo antes ((517)) 
posible, y de este modo me ahorraré unos céntimos, comprando otros. He tenido una desgracia: la casa en construcción se arruinó casi del 
todo, cuando ya estaba casi cubierta: sólo hubo tres heridos graves y ningún muerto; pero, un susto y una pena tal, como para llevar al 
pobre don Bosco al otro mundo. 

Sic Domino placuit (Así lo quiso el Señor). 

Quiérame en el Señor, salúdeme a su estupendo señor vicepárroco y mándeme, si para algo valgo, como guste. Siempre, 

De V.S. 

Turín, 6 de diciembre de 1852 

Afectísimo amigo
JUAN BOSCO, Pbro.


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El hundimiento de la casa ocasionó otras desgracias a más de los daños materiales. Debido a lo avanzado de la estación, no se podían 
acabar y ni siquiera continuar los trabajos. Apenas si se podía cubrir y reparar el brazo de levante, todavía no acabado, y que permanecía en 
pie. Por tanto, »cómo arreglárselas con la estrechez de locales? El amor hace milagros y tal era el de don Bosco. Se aseguraron las paredes 
de la antigua capilla y se convirtió en dormitorio; las escuelas diurnas y nocturnas se trasladaron, con las debidas cautelas y piadosos 
cuidados, a la iglesia nueva, la cual, sin embargo, se empleaba para el culto divino y las prácticas religiosas en los días festivos, y durante 
la semana se convertía en escuelas. 

Se puso una clase en el coro, otra en el presbiterio; una tercera y una cuarta, en las capillas de los altares laterales; y otras, en la nave de 
la iglesia. Resultaba un conjunto enredado y desordenado, pero de apariencias tan románticas y singulares, que todos los muchachos 
acudían allí con ((518)) verdadero entusiasmo. El ambiente no era muy propicio, ciertamente. Pero don Bosco tuvo siempre como norma: 
vivir contento frente a toda contrariedad, y saber encontrar en ellas la parte cómica; al prescribir alguna variación en el orden de la casa 
quería se hiciese con cierto aire de alegría, como prueba de la gran utilidad que nacería de aquella disposición. Con este sistema todos los 
jóvenes acogían siempre de buena gana cualquier cambio, por extraño e incómodo que resultase. 

Ellos mismos, sin darse cuenta, seguían su ejemplo y se sentían inclinados habitualmente a buscar motivos de broma en las propias 
adversidades. Así, después de pasado el miedo y la pena de aquel desastre, Carlos Tomatis, que era de ingenio fácil y alegre, compuso una 
poesía en piamontés, que se recitó muchas veces en el teatro y que hacía reír a mandíbula batiente. 

Los célebres versos aparecieron impresos en el Boletín Salesiano. Los traemos aquí, traducidos por nuestro hermano el doctor don Juan 
Bautista Francesia, para que puedan ser entendidos por quienes desconocen el dialecto piamontés. 

Estaba yo soñando: parecía
Que humeaba un caldero en la cocina
Con la rica polenta, que me hacía
Estallar de placer y de alegría:
Cuando mamá gritó con triste voz:
íQue la casa se cae, esto es atroz!


Me despierto asustado y aturdido
Al tronar de un estruendo pavoroso;


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Y casi todavía sin sentido 
Tomo, en vez de la gorra, presuroso, 
La peluca del sastre, de Brunengo, 
Y con ella cubierto al patio vengo. 
((519)) 
Ya fuera, busco en vano las estrellas, 
La Luna luminosa por el cielo, 
Porque llueve con furia, caen centellas; 
Y me encuentro a don Bosco que, con celo 
Paternal busca y cuenta a sus hijos 
Salvados por milagro del peligro. 
Nos reúne en la iglesia y nos exhorta 
A confiar en el celeste auxilio: 
Cada uno al oírle se conforta 
Y no teme la muerte ni el exilio: 
Cuando resuena un golpe en los oídos 
Cual si el mundo cayera en el vacío. 
íAy!, »qué es esto? gritamos espantados 
Mirándonos temblando de terror; 
»Bajo escombros seremos enterrados? 
Y las vigas crujiendo con rumor, 
Como las pajas que se lleva el viento, 
Cayeron con el muro en un momento. 
Allí tenía yo mi blanca cama, 
La cama de mis sueños juveniles: 
»Qué sería de mí y de mi fama, 
Y qué de mis pinceles y buriles? 
A la fosa a parar igual que un viejo, 
No podría salvar ya mi pellejo. 
»Qué dices tú, Gastini, tú Buzzetti? 
»Qué opinión os merece este peligro? 
Tiembla mi alma pensando en Rocchietti; 
Pero ríe mirando a Reviglio 
Que no cesa de orar y de pedir, 
Mas sin quitarse el gorro de dormir. 
Con Arnaud el guantero, y con Bautista 
El que pela zanahorias y patatas, 
Están Marchisio y una larga lista 
con el rostro más blanco que la nata. 
íNo merece la pena que la historia 
guarde de aquella noche la memoria! 
Al despertar el alba, se arruinaba 
Aquella mole con ruidoso estruendo, 
Y el buen padre a todos nos hablaba 
y decía, recuerdo, casi riendo, 
Con acentos serenos y seguros: 
íOtra vez alzaremos estos muros! 
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((520)) 

CAPITULO XLV 

MAQUINACIONES CONTRA EL PAPA -UNA GRACIA DE NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACION -UN MINISTRO 
PROTESTANTE CONFUNDIDO POR DON BOSCO-PROYECTO DE LAS LECTURAS CATOLICAS -MONSEÑOR FRANSONI Y 
MONSEÑOR MORENO -SECRETOS DE DON BOSCO PARA HALLAR TIEMPO PARA TANTOS TRABAJOS -EN EL 
SANTUARIO DE OROPA: SU HUMILDAD -CARTA DEL OBISPO DE IVREA A DON BOSCO Y CONSULTAS PARA 
COMENZAR LAS LECTURAS CATOLICAS -DOS RESCRIPTOS DEL PAPA A DON BOSCO 

SIEMPRE nuevas tramas y siempre la guerra contra la Iglesia. 
El cuatro de noviembre era nombrado Presidente de Ministros el conde Camilo Benso de Cavour. En agosto iba a Londres a conferenciar 
con los lores Palmerston, Russel y Gladstone, de los que resulta difícil decir, quién odiaba más a la Iglesia Romana o ayudaba con más 
medios a la revolución. A su paso por París, conferenció largamente con el Presidente de la República, Luis Bonaparte, y se pusieron de 
acuerdo sobre la Unidad de Italia y la Cuestión Romana. Los sectarios de Europa le empujaban a pedir al Papa una guerra de religión, y el 
uno de diciembre Bonaparte era proclamado Emperador con el nombre de Napoleón III. 

Mientras tanto, seguía en el Piamonte la lucha contra los derechos de Dios; el cinco de julio habían aprobado los diputados la ley sobre e 
matrimonio civil, por noventa y cuatro votos contra treinta y cuatro. ((521)) Llegaban al Parlamento peticiones firmadas por innumerables 
ciudadanos, pidiendo que no se pusiera en vigor aquella ley; y el gobierno había intentado impedirla acusando al clero de emplear fraudes, 
artificios y violencias para engañar al pueblo sobre las intenciones del legislador. Tres celosos párrocos de la diócesis de Ivrea fueron 
encarcelados. Algunos señores fueron procesados y destituidos de sus cargos, por haber impreso opúsculos demostrando que la ley era 
anticatólica. El Papa había escrito al Rey recordándole la doctrina católica sobre el matrimonio y los Obispos de la Provincia Piamontesa 
habían protestado anunciando las penas canónicas impuestas contra los que intentasen contraer matrimonio civil; y, sin 
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embargo, en el Senado se abrió la discusión. Pero Nuestra Señora de la Consolación no permitió, por entonces, semejante escándalo. El 
veinte de diciembre, aunque Camilo Cavour habló calurosamente en favor de la ley, el Senado rechazó el primer artículo, por treinta y 
nueve votos contra veintiocho, y el día veintidós un decreto real retiraba el infausto proyecto. Los ciudadanos, de acuerdo con la promesa 
hecha, dieron gracias a la Santísima Virgen, construyendo la fachada del Santuario de Nuestra Señora de la Consolación, con más de 
sesenta mil liras de limosnas. 

Al mismo tiempo, seguían los protestantes su propaganda y habían intentado varias veces acercarse a discutir con don Bosco. 

«En el 1852, narra don Bosco, vino al Oratorio un famoso protestante, y, tras unas palabras, me presentó un libro y me dijo: 

-Este sí que es un buen libro que pone al descubierto las infamias de la Iglesia Romana. 

Y me mostraba uno de Trivier, cuyas mentiras y calumnias superan con mucho el número de palabras. Habiéndole pedido que me 

señalara algunas de las infamias, me respondió: 

-»No es una infamia que el Papa se haga adorar como Dios y más que Dios? »No es una infamia pagana adorar a los santos y ((522)) a 
las imágenes, como otros tantos dioses? »No es una infamia prohibir la lectura del Evangelio? 

Ante tales acusaciones roguéle pacíficamente me buscara en el libro, que tenía entre manos, un sólo decreto de los Papas, los Obispos, 
los Concilios o los Santos Padres, donde se encontrase una sola expresión confirmando alguna de las tres cosas por él indicadas. En efecto, 
quien acusa debe presentar las pruebas de lo que afirma. 

Aquel señor comenzó a volver y revolver páginas y más páginas, recorrió párrafos y capítulos; pero, como no podía encontrar lo que yo 

le pedía, me dijo: 

-Volveré otro día y traeré los textos y razones para convencerle. 

-Bien, repliqué, vaya tranquilo; lea a su comodidad todos los libros del mundo, los manuscritos o impresos que quiera; y, si logra probar 

lo que asegura, le daré la razón; de lo contrario... 

-De lo contrario, »qué?... 

-De lo contrario tendré todísima la razón para afirmar que los protestantes son unos calumniadores. 

El ministro protestante se marchó. Le esperé. Pero aún no ha vuelto». 

Mas don Bosco no se contentaba con discutir. Ponderaba las injusticias, las calumnias y los errores con los que se falseaba la idea de 

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la Iglesia de Jesucristo, de sus derechos y de su doctrina en la mente de los pueblos por obra de politicastros, sectarios y valdenses; y 
meditaba nuevas empresas, mayores que las que había empezado, con las cuales alcanzaría poco a poco asombrar e iluminar al mundo, con 
su genio bienhechor. 

«La senda de los justos es como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» 1. 

((523)) A fines del año 1850 don Bosco se había determinado a levantar un dique contra la irrupción de la prensa herética, publicando 
una colección de libritos populares, bajo el título de Lecturas Católicas. La inspiración de fundarlas fue totalmente suya. Pero como no 
emprendía nunca nada sin recurrir a Dios, sin pedir y escuchar el parecer de personajes autorizados, y ponderar largamente el pro y el 
contra, había sido algo remiso a determinarse. Pero ahora la resolución estaba tomada y no había ningún obstáculo capaz de disuadirle. 
Devoto y obediente con su Arzobispo, después de redactar un programa de asociación, se lo había remitido a monseñor Luis Fransoni a 
Lyon, y el egregio Prelado no solamente lo aprobó, sino que alabó grandemente su providencial pensamiento. 

La Dirección de las Lecturas Católicas tendría su sede en Turín. 

Pero don Bosco solo no podía hacer frente a todos los compromisos de la empresa; era preciso unir a su voluntad la de muchas otras 
personas semejantes a él, para la necesaria cooperación, pero que, tal vez, no quisieran tolerar su supremacía y su reputación crecida a su 
costa. Por eso él, en algunas circunstancias, llegaba a vencer toda resistencia, escondiéndose a sí mismo y proponiendo una cosa, como si 
no fuera suya, sino sugerida por otro. Sabía en ocasiones insinuar con tal destreza las propias ideas y las correspondientes razones en la 
mente de personas acaudaladas o de gran autoridad e influencia, que ellas se las apropiaban, persuadidas de tener el honor y la gloria de 
aquel proyecto, y por consiguiente las sostenían diligentemente, como si fueran propias. Eran éstos verdaderos sacrificios de humildad, 
pero ampliamente recompensados con la gloria que a través de ellos se tributaba al Señor. 

Había ya don Bosco hablado con monseñor Moreno, Obispo de Ivrea, sobre el plan de la proyectada publicación, rogándole la 
favoreciese con su autoridad, y se había ((524)) decidido el plan a seguir, porque con las Lecturas Católicas se quería llegar a la lucha a 
campo 

1 Prov. IV, 18. 
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abierto contra le Protestantismo. Monseñor Moreno lo aprobó entusiasmado y tomó bajo su patrocinio la ejecución del plan, con lo que 
don Bosco tuvo un poderosísimo y celosísimo aliado. 

La fundación de esta colección proporcionó a don Bosco un trabajo inmenso; mas su fe le hacía pasar noches enteras escribiendo libros 
de religión e instrucción popular, sobre las doctrinas católicas más atacadas por los protestantes, desenmascarando el error con argumentos 
sencillos y al alcance de la gente más ignorante. 

Alguien puede preguntar dónde encontraba tiempo don Bosco para salir a flote de tantos asuntos que asombran por su número. Este era, 
le respondemos, su secreto, secreto que había aprendido en la Residencia Sacerdotal en la escuela de don José Cafasso. Don Bosco, sin 
quererlo, se pinta a sí mismo, al escribir sobre don José Cafasso en una de sus memorias: 

«Su primer secreto era la constante tranquilad. Le era familiar el dicho de Santa Teresa: -íNada te turbe! Por eso, con la dulzura propia de 
las almas santas, resolvía enérgicamente cualquier asunto, por largo, arduo y sembrado de espinosas dificultades que fuera; pero todo, sin 
afanarse, sin que la multitud o gravedad de las cosas proporcionara la menor turbación a su alma noble y grande. Esta maravillosa 
tranquilidad le permitía poder tratar muchos y variados asuntos sin preocupaciones y sin detrimento de las facultades intelectuales. 

»El segundo secreto era la gran práctica que tenía en los negocios, adquirida a fuerza de paciencia, unida a una gran confianza en Dios. 
Su prudencia, su experiencia, su profundo estudio del corazón humano le habían familiarizado con las más altas cuestiones. Las dudas, las 
dificultades, las preguntas más ((525)) complicadas desaparecían ante él. Entendía una pregunta en cuanto se le anunciaba; levantaba un 
momento su corazón a Dios y respondía con tal prontitud y justeza, como no se hubiera logrado tras una larga reflexión. 

»El tercer secreto para hacer muchas cosas era la constante y exacta ocupación del tiempo. Durante los treinta y pico de años que le 
conocí, no recuerdo haberle visto un momento ocioso. Apenas terminaba una tarea, emprendía otra inmediatamaente. No descansaba 
jamás, nunca buscaba un entretenimiento para distraer el espíritu, nunca una broma o una palabra inútil. Solamente, para agradar a los 
residentes, asistía a veces a sus diversiones, y esto constituía para él un deber. 

»Su único y verdadero solaz era el cambio de ocupación, cuando estaba agotado por el cansancio. Si se cansaba de predicar, iba a rezar. 
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Si se cansaba de escribir, iba a visitar a los enfermos o a confesar en las cárceles y otros lugares. 

»El cuarto secreto era la templanza, que mejor sería decir su inflexible penitencia. Desde jovencito fue sobrio en el comer y el beber; 
tanto que, después de la comida, siempre se encontraba dispuesto a emprender cualquier ocupación científica o literaría. Alguna vez le 
dijeron que descansase por su salud, pero él respondía: 

»-Descansaremos en el paraíso. íAh, paraíso! El que piensa en ti en este mundo, no sufre cansancio. 

»Otras veces decía: 

»-El hombre es verdaderamente infeliz en este mundo. Lo único que le podría consolar, sería poder vivir sin comer, sin dormir para 
ocuparse únicamente de trabajar para el paraíso. 

»Un día, reprendiendo a un sacristán por haberse levantado ((526)) demasiado tarde de la cama, le dijo: 

»-Para un hombre dedicado al servicio de Dios, basta un sueño, y, una vez despierto, hay que levantarse, sea la hora que fuere. 

»Era ciertamente la norma que seguía don José Cafasso». 

Pero don Bosco no dice nada sobre un quinto secreto, que era el premio de una vida incansable y mortificada por la gloria de Dios. 
Quiera que no, la jornada de estos admirables sacerdotes estaba tan llena de trabajos, que habrían sido suficientes para ocupar, de la 
mañana a la noche, a cinco o diez hombres voluntariosos e inteligentes. »Entonces? En la biografía del general Gastón de Sonis, hombre 
totalmente de Dios, se lee que había comprobado, por su propia experiencia, una gran verdad: «El Señor multiplica el tiempo de los que le 
sirven». 

Mientras tanto, él había puesto bajo la protección de María Santísima el plan de las Lecturas Católicas. Como se acordara de la invitación 
que le había hecho el Rector del Santuario de Ntra. Sra. de Oropa fue a él, en el mes de julio, para pasar allí algún tiempo y ultimar 
determinados manuscritos; pero se encontró con que había sido cambiado el Rector y no tuvo la alegre acogida que se esperaba. 
Probablemente fue entonces cuando sucedió lo que vamos a contar, cuya fecha es incierta, aunque sea cierto el hecho. Había ido don Bosco 
al citado Santuario juntamente con el teólogo Golzio y había pedido al canónigo Bernardino Pezzia algunos documentos, deseoso de 
publicar un librito sobre la historia del Santuario. El Canónigo no accedió a su demanda, diciendo que ya estaba todo divulgado. Pidió 
además hospitalidad para él y para su compañero; pero el administrador 
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se negó a darle alojamiento en las habitaciones destinadas a los sacerdotes, por lo que ambos hubieron de contentarse con las celdas 
preparadas para peregrinos seglares. Don Bosco y el teólogo Golzio sufrieron con paciencia aquella contrariedad, no soltaron ni una 
palabra de queja y se quedaron algún día para satisfacer su devoción. 

((527)) Fue también don Bosco a San Ignacio, desde donde escribió a monseñor Moreno y le envió su manuscrito: El católico instruido, 
para que lo examinase y corrigiese. Era el primer ejemplar de las Lecturas Católicas. 

El Obispo de Ivrea le respondió: 

«Su muy apreciada carta, con la que V. S., me honra desde el lugar de los Ejercicios, me llegó al Santuario de Piova, donde precisamente 
estaba yo también haciéndolos. Le agradezco cuanto en ella me dice, y me alegro de que su iglesia esté ya tan bien arreglada; le aseguro 
que pasaré con singular placer a verla, cuando tenga ocasión de ir a Turín. Con mucho gusto he leído el manuscrito que tuvo a bien 
enviarme: en él encontrará una hoja con variaciones y pequeñas añadiduras, que, me parece, se pueden hacer. Pero no les doy la menor 
importancia, así que usted puede servirse de ellas o no, a su gusto. Muchísimo me agradará conocer el plan que ha ideado para programar 
los libritos a imprimir y para su divulgación mensual. Es un asunto que me urge mucho, y le ruego se ocupe de él con el mayor interés 
posible. Ya he obtenido la colaboración de personas celosas, alguna de las cuales me prestó su firma en blanco, para concurrir a los gastos. 
Termino dándole gracias por los ejemplares que tuvo a bien enviarme de su hermosa poesía con ocasión de la bendición de la iglesia. 
También se los agradecen y le saludan el abogado y el padre Gallenga, mientras yo tengo la satisfacción de repetirme, etcétera. 

Desde el Castillo de Agliano, a 4 de agosto de 1852 

» LUIS, Obispo de Ivrea». 

Pocos días después, escribía monseñor Moreno otra carta a don Bosco. 

((528)) «El señor Mateo Rho, director de la biblioteca del ejército, Sub-Secretario en el Ministerio de la Guerra, me comunicó en carta 
del nueve de los corrientes que, a partir de esta semana, se empezaba 
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a imprimir El soldado cristiano; antes de responderle y tomar una decisión sobre la misma, ruego a V. S. me diga si esta obrita es aquélla, 
cuya traducción se empezó bajo sus cuidados, y de la que me informó el teólogo Vallinotti. 

Cada día es mayor la necesidad: entreguémonos, pues, a poner en marcha la pequeña colección. 

Ruégole se sirva comunicarme, a la vuelta del portador, las modificaciones que me indicaba podía necesitar el programa. 

Con todo mi aprecio, etc. 

Ivrea, 16 de agosto de 1852
» LUIS, Obispo de Ivrea»
.


Don Bosco hizo saber a Monseñor que él iría a Ivrea para pedirle su opinión respecto al programa, selección de folletos y orden con que 
conviniere entregarlos a la imprenta. Pero, como tardaba en cumplir su promesa, he aquí que le llegó otra carta. 

«Espero con impaciencia a V. S., de acuerdo con la promesa que me hizo, y creo que podremos terminar definitivamente lo de la 
colección. 

No le escribo más por hoy. Si le place, o mejor, si puede, ruégole acepte el predicar los Ejercicios a las Hermanas de la Caridad, aquí en 
Ivrea; en tal caso tráigase sus manuscritos. 

Celebro repetirme, etc. 

Ivrea, 4 de septiembre de 1852
» LUIS, Obispo de Ivrea»
.


((529)) Acabados los ejercicios espirituales en Giaveno, fue don Bosco a Ivrea, para complacer al Prelado y recibir sus órdenes, y se 
decidieron las últimas normas para comenzar las Lecturas Católicas. Monseñor Moreno, después de tomar las disposiciones que se había 
reservado, notificaba a don Bosco: 

«Todo está dispuesto para empezar la conocida publicación periódica. En consecuencia pido a V. S., complete el programa con el 
canónigo Vallinotti y me lo envíe enseguida, para poderlo imprimir y distribuir. Si uno u otro vienen a traérmelo, será mejor todavía. 

Conviene pensar en una tercera persona, eclesiástica o seglar, 
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que nos ayude. Supongo habrá terminado el trabajo de ampliación de los avisos a los católicos y que habrá hablado con los personajes con 
quienes deseaba dialogar, ya que en este momento ninguno estará en el campo. La propaganda protestante es cada día más atrevida: 
hagamos nosotros una propaganda católica. 

Con pena supe el derrumbamiento de una parte de su nuevo edificio; celebraré tener noticias suyas, porque supongo le habrá ocasionado 
muchas incomodidades. 

Ruegue y haga rogar por mí, que celebro repetirme con particular estima, etc. 

Ivrea, 13 de diciembre de 1852 

» LUIS, Obispo». 

Don Bosco le envió el programa pedido y al mismo tiempo testimoniaba su obediencia a la Suprema Autoridad de la Iglesia, la cual 
prohíbe a los católicos las obras heréticas. La facultad de leer y guardar libros prohibidos le había sido ya ((530)) concedida con 
restricción. Pero ahora, con motivo de tener que escribir contra los protestantes, le era indispensable una facultad ilimitada, y pidió al Santo 
Padre le fuera concedida. 

«Beatísimo Padre: 

Al sacerdote Juan Bosco de Turín, por causa de la dirección de los Oratorios para la juventud, establecidos en esta ciudad, le sucede, 
muy a menudo, que los jóvenes le presentan toda suerte de libros perversos, que en estos calamitosos tiempos se propagan 
abundantemente. 

Humildemente postrado a los pies de S. S., implora la facultad de leer y conservar cualquier libro prohibido, cuando haya tal necesidad. 

Gracia que, etc. 

Humildemente suplica...» 

A Su Santidad, Señor Nuestro
PIO PP. IX.


Auctoritate SS. D. N., Pii PP. IX Nobis commissa liceat Oratori (si vera sunt exposita) attentis litteris testimonialibus, et quoad vixerit, 
legere ac retinere, sub custodia tamen ne ad aliorum manus 
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perveniant, libros quoscumque prohibitos, exceptis de obscenis ex professo tractantibus. 

In quorum fidem 

Feria sexta, die 17 decembris 1852 

FR. A. N. MODENA 

S. I. C. a Secretis. 
Loco sigilli. 

Por autoridad de SS. Señor Nuestro Pío Papa IX, se ha concedido licencia el demandante (si es verdad lo expuesto) de acuerdo con las 
letras testimoniales y mientras viva, para leer y guardar bien custodiados, pero que no lleguen a manos de otros, cualquier clase de libros 
prohibidos, salvo los que expresamente tratan de cosas obscenas. 

En fe de lo cual 

Viernes, día 17 de diciembre de 1852 

FR. A. N. MODENA 

S. I. C. Secretario
Lugar del sello.
Llegábale al mismo tiempo, desde Roma, el mayor consuelo y compensación que pudiera desear. Era la firma ((531)) autógrafa de Pío IX 
en un documento que solía firmar un secretario. Con ello le demostraba el Papa su extraordinario afecto. No es fácil explicar cómo 
apreciaba don Bosco los autógrafos del Sumo Pontífice y cómo se alegraba al recibirlos, con muestras de la mayor reverencia. Fuimos 
testigos muchas veces de sus afectuosas manifestaciones. Un segundo Rescripto respondía a una nueva súplica de don Bosco. 

« Beatísimo Padre: 

El sacerdote Juan Bosco, Director del Oratorio de San Francisco de Sales, postrado a los pies de Vuestra Beatitud, suplica humildemente 
le sea renovada la facultad de distribuir la santa comunión durante la misa solemne de media noche, en la vigilia solemne de Navidad, 
como suele hacer desde hace varios años, asegurando a V. B. que tal favor será de gran utilidad y estímulo para los jóvenes que a ella 
asisten. 
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Humildemente postrado espera la gracia.
El suplicante
»


Roma, 16 decembris, 1852
Pro gratia ad triennium


PIUS PP. IX 

Así terminaba el año 1852 con sus alegrías y sus dolores, señalado por la confianza de los turineses en Nuestra Señora de la Consolación 
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((532)) 

CAPITULO XLVI 

LECTURAS CATOLICAS -PLAN DE SUSCRIPCION -IMPORTANCIA DE ESTA OBRA -EL PRIMER FOLLETO DE 
INTRODUCCION -EL OBISPO DE IVREA -INCESANTE ACTIVIDAD DE DON BOSCO -SUS CARTAS -SIMULTANEAS Y 
DIVERSAS OPERACIONES EN LA MENTE DE DON BOSCO -EL PRIMER REGLAMENTO PARA EL INTERNADO DE SAN 
FRANCISCO DE SALES 

TODO estaba a punto para la publicación de las Lecturas Católicas en 1853. Don Bosco había buscado y obtenido la colaboración de 
varios sacerdotes y otros doctos personajes, dispuestos a ayudarle en la preparación de opúsculos. Era incesante su ocupación: viajar, 
visitar personas influyentes de varias ciudades y pueblos, conferenciar con ellas para dar a conocer y difundir la nueva suscripción entre las 
familias, encontrar corresponsales que se encargaran de buscar suscriptores, recibir las cuotas, escribir, imprimir y enviar circulares a todas 
partes, estipular contratos con las imprentas. 

Después de haber informado a los obispos del Piamonte y obtenido su consentimiento, repartió el siguiente programa, por millares de 
ejemplares. 

Plan de suscripción a las Lecturas Católicas 

1. Los libros, cuya difusión se propone, serán de estilo sencillo, lenguaje popular, y contendrán temas, exclusivamente pertenecientes a la 
religión católica. 
((533)) 2. Cada mes se publicará un opúsculo de cien a ciento ocho páginas y aún más, si lo exigiere la materia que se trate. El papel, el 
tipo de imprenta y el formato serán iguales al presente. 

3. El precio de suscripción es de noventa céntimos por semestre, a pagar anticipadamente, lo que alcanza la pequeña cantidad anual de 
1,80 liras. Los que deseen recibir los opúsculos por correo pagarán 1,40 liras cada seis meses y 2,80 liras por año. 
4. Para dar todas las facilidades posibles a los beneméritos eclesiásticos 
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y seglares, que quieran ayudar a esta obra de caridad, les serán enviados ejemplares a portes pagados, para todos los estados del Reino y 
para el extranjero, con tal de que los asociados formen un grupo, al que se puedan enviar cincuenta ejemplares por lo menos. 

5. En las ciudades y pueblos de la provincia, se reciben las suscripciones a través de las personas, designadas por los respectivos 
Ordinarios Diocesanos, a quienes está encomendada de un modo particular la Obra, cuyo nombre y dirección damos, etc. 
A partir de este momento, en todas sus cartas, de cualquier tema que fuese, en todos los paquetes que debía enviar, metía una hoja 
impresa con el plan de suscripción y escribía encima de su puño y letra: recomiendo calurosamente su difusión. Y, adonde quiera que 
fuese, repartía hojas de propaganda, lo que siguió haciendo durante toda su vida. Encargó además a un buen hombre, vendedor ambulante, 
el cual, provisto de estos folletos, los llevaba por plazas y mercados de muchos pueblos para venderlos a muy bajo precio y hasta 
distribuirlos gratuitamente cuando lo creyere oportuno. 

Crecía su celo, cada vez más, pensando en el bien que se obtendría; pero no sabemos si, entonces, comprendía todo su alcance. De los 
puntos de su pluma saldría un centenar de obras morales, apologéticas, de controversia ((534)) contra los protestantes, particularmente 
contra los valdenses, para confirmar al pueblo en la fe, infundir máximas católicas entre la juventud y aumentar el amor a la Iglesia y al 
Papa. A él se debe que el protestantismo no progresara en Turín y en el Piamonte, o mejor, que no pudiera arraigar firmemente, gracias a 
que supo hacer llegar a toda Italia e islas adyacentes sus Lecturas Católicas. 

De 1853 a 1860, de acuerdo con los registros, pasaron cada año los suscriptores de nueve mil, y muchos de ellos representan grupos de 
familias numerosas que pertenecían a una sola suscripción; en 1861 crecieron hasta cerca de diez mil, y a partir de 1870, se mantuvieron de 
doce a catorce mil. 

La tirada de cada opúsculo sobrepasaba por término medio los quince mil ejemplares mensuales. Se imprimieron, además, otras 
quinientas obras diversas, compuestas por los colaboradores, y de éstas y de las de don Bosco se hicieron aparte numerosas ediciones, que 
corrieron continuamente por las manos del pueblo cristiano. En el primer cincuentenario de la fundación, el total de estos opúsculos 
sobrepasaba los nueve millones doscientos mil. Añádase que estas Lecturas empezaron a publicarse más tarde en francés, español y 
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portugués, con varios millares de suscriptores en cada lengua. En Buenos Aires (Argentina) empezaron en 1883; en Nictheroy (Brasil) en 
1889; en Barcelona-Sarriá (España) en 1893; en Marsella (Francia) y en Bogotá (Colombia) en 1896. Era una obra colosal la que se 
diponía a hacer don Bosco. Mientras tanto, la propaganda valdense hacía esfuerzos desesperados en el Piamonte. Repartía ingentes sumas 
para ganar prosélitos, sobre todo entre los obreros. Los sectarios empleaban artes inicuamente ocultas, pero tan eficaces que se contaban 
por millares ((535)) los apóstatas. En los teatros de Turín se representaban impunemente infames comedias, que hacían la apología de las 
más bajas pasiones y se burlaban hasta del principio de la autoridad doméstica. Se insultaba y calumniaba sin cesar al clero en periódicos 
que se habían vendido al cisma, en libros, conferencias de predicantes enviados por los alrededores. Se despachaban abundantemente 
biblias adulteradas, y se abrían bibliotecas de libros heterodoxos. Y el atrevimiento de los sectarios iba creciendo en connivencia con 
quienes deberían haberles puesto un freno. En una reunión general, tenida en la Casa Consistorial de Turín para el nombramiento de una 
junta de beneficencia para aliviar la miseria de los pobres, fueron elegidos miembros el rabino judío y el pastor de la iglesia valdense, pero 
ningún sacerdote católico. Asistieron a esta reunión el Presidente de Ministros, el Ministro del Interior, el Presidente de la Cámara de 
Diputados y otros personajes. 

Los Obispos hacía tiempo que combatían con firmeza apostólica tantas fuerzas mortíferas reunidas, haciendo frente a toda suerte de 
amenazas, peligros y daños. Conferencias, sermones, cartas pastorales al pueblo, protestas al Gobierno, reclamaciones al soberano, libros 
impresos, todo lo aprovechaban para detener el mal, ayudados por un clero fiel. Y sin embargo, parecía que triunfaban los enemigos. 

En esto, mientras los católicos entristecidos contemplaban el progreso de las doctrinas impías, que cada día penetraban más 
profundamente en el seno de las multitudes, pervirtiendo mentes, corrompiendo corazones, adueñándose de las almas, como último sonido 
de trompeta que desafía al enemigo, apareció la tercera edición de los Avisos a los católicos, que debían servir de prólogo al primer 
ejemplar de las Lecturas Católicas, Había dicho don Bosco: 

-No temo a los protestantes, y sería muy feliz si pudiera entregar ((536)) mi vida por la fe. 

Algún personaje, demasiado prudente, había intentado apartarlo 
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de esta nueva empresa, pero él, en vez de desalentarse, decidió poner y puso su nombre en los opúsculos salidos de su propia pluma. 

Volvieron de nuevo a aparecer los Avisos a los católicos y Fundamentos de la religión católica, llevando en la portada las palabras: 
«Nuestros pastores nos unen al Papa; el Papa nos une con Dios». En este libro, después de poner su firma, añadió don Bosco tres recuerdos 
particulares para la juventud. 

« 1. Huíd, por cuanto sea posible, de la compañía de quienes hablan de cosas inmodestas o buscan burlarse de nuestra santa religión. 
2. Si, por razón de estudio, profesión o parentesco, os tocase tener que tratar con ellos, no discutáis nunca sobre religión; y, si intentan 
crearos dificultades al respecto, decidles sencillamente: cuando estoy enfermo voy al médico, cuando tengo pleitos voy al abogado o al 
procurador, si necesito remedios voy al farmacéutico, cuando se trata de religión voy a los sacerdotes, que estudiaron las cuestiones 
religiosas. 
3. Nunca leáis libros o periódicos malos. Si, por casualidad, alguien os ofreciese libros o periódicos irreligiosos, rechazadlos y apartadlos 
con el horror y desprecio con que rechazaríais un vaso lleno de veneno. Si al azar tuviéseis alguno, arrojadlo al fuego. Es mejor que el libro 
o el periódico se queme en el fuego de este mundo, que no el que vaya vuestra alma a arder para siempre en las llamas del infierno». 
Las Lecturas Católicas se imprimían en Turín en la tipografía de P. De-Agostini, calle de la Zecca, número 25, casa Birago, planta baja. 
Allí mismo estaba la oficina del periódico Armonía, el cual publicaba el siguiente artículo en su número correspondiente al martes, día 8 de 
febrero de 1853. 

((537)) Las Lecturas Católicas 

Nuestros suscriptores habrán recibido con el último número y suplemento de Armonía, un librito que sirve de introducción para las 
Lecturas Católicas. 

Este y el programa distribuido hace algún tiempo, presentan la idea de esos generosos católicos que han empezado una obra que les va a 
costar muchos y grandes sacrificios, pero que será muy ventajosa para el Piamonte. 

Esta asociación se propone difundir libros, en estilo sencillo y lenguaje popular, referentes únicamente a la religión católica. Cada 
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mes saldrá un folleto de ciento ocho páginas, cuyo precio de sucripción es de 1,80 liras al año. De modo que los suscriptores recibirán un 
volumen de 1296 páginas por sólo 1,80 liras. Esto, como bien se ve, no podrá resultar nada más que con mengua económica de la 
Sociedad. Pero ésta está dispuesta a emplear en ello parte de lo suyo. Recomendamos a nuestros conciudadanos suscribirse a esta nueva 
producción, acudiendo a nuestra tipografía, al señor Jacinto Marietti o a los herederos Ormea. 

Don Bosco se vio obligado a cambiar ligeramente su programa, condescendiendo con las proposiciones del Obispo de Ivrea. 
Manteniendo el número de páginas prometido al año, saldrían veinticuatro fascículos en vez de doce, es decir, dos al mes. Había otros 
proyectos sobre la disposición de los temas a tratar, pero los hechos demuestran que el Obispo no insistió, y don Bosco siguió el orden que 
creyó más conveniente. Así decía la carta de Monseñor: 

«El lunes pedí al teólogo Vallinotti comunicara la petición de algunos para que se hicieran publicaciones más frecuentes, de veinticuatro 

o treinta y seis páginas cada una; y de este modo no ((538)) aumentaría el coste de la suscripción. Le comunico también una idea mía, que 
puede participar a los colegas. Como hay algunos a quienes no les gustan los escritos polémicos contra el error y desean mucho más 
lecturas edificantes, se podría, para satisfacer a éstos, publicar alguna cada mes. Calculo que en un fascículo de las Lecturas cabrían las 
vidas de los santos de todo el mes, compendiadas como hacen los padres Filipenses. Si se quisiera juntar lo teórico y lo práctico, se podrían 
publicar las vidas de los primeros quince días del mes, y al año siguiente se pondrían las de los otros quince días. Y como el fascículo de 
treinta y seis páginas no contendría otra cosa, cada suscriptor podría luego reunir todos los fascículos en dos volúmenes. Además de las 
Vidas, impresas por los Filipenses, he recibido el Diario Cristiano, publicado por Marietti, que, según creo, sirve para dos años. Haré 
preparar aquí con mucho gusto el manuscrito para no aumentar su trabajo y el de los colegas. Piénselo, pues, y la próxima semana puede 
escribirme algo sobre ello. 
El teólogo Vallinotti le comunicará los muy favorables encuentros que hemos tenido. 

Ahora es preciso procurar corresponder a la simpatía que se nos ha demostrado. 

Me encomiendo a usted para que no ahorre diligencia y cautela 
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en la próxima publicación. Supongo se habrá puesto en relación con el canónigo Zappata y que éste querrá prestarse para revisar 
atentamente todo lo que se ha de publicar: no me gustaría que hubiese observaciones y críticas. 

Como usted dijo, envíeme también aquí los escritos o impresos que se desea sean examinados con cierta prisa. 

Celebro repetirme, etc. 

Ivrea, 10 de febrero de 1853 

» LUIS, Obispo». 

((539)) Recibía don Bosco esta carta a tiempo de que estaba ocupado, como si no tuviese nada más que hacer, en corregir la segunda 
edición de su Historia Sagrada. Se imprimía, lo mismo que la primera, aún sin el mapa geográfico, pero mejorada; la redacción cambiaba 
de forma y empleaba la expositiva, en vez del diálogo de la anterior. No es para decir su atención para que no se le escapase una palabra 
menos correcta. En cada nueva edición tenía que corregir algo que antes había creído más castizo; su alma sencilla no podía sufrir que el 
más pequeño defecto impresionara a sus hijos. De su palabra puede en cierto modo decirse: «-Plata pura, fundida a la entrada de la tierra, 
siete veces purgada» 1. (La palabra de Dios está absolutamente limpia de mentira). 

El que no le conocía, al verle dar a la luz tantas obras, ciertamente debía estar persuadido de que tenía mucho tiempo libre, y el que no 
las había leído, debía suponer que estaban escritas con poco cuidado. Sin embargo, no se permitía publicaciones sin antes haber consultado 
muchos autores y aún de fama; escribía, además, todo de su puño y letra o dictaba, examinando luego atentamente el trabajo de su 
amanuense. Enriquecía sus páginas con notas fidedignas. El mismo corregía las pruebas de imprenta con escrupulosa diligencia. 

»Cómo podía llegar a tanto? Es interesante saberlo y lo haremos recorriendo, con una mirada rápida, varios años de su vida. 

Doquiera se encontrase, en casa o fuera de ella, dedicaba el menor retazo de tiempo a este fin. Cuando estaba en casa, si no tenía tiempo 
durante el día, dedicaba parte de la noche. ((540)) Cuando salía de ella e iba a predicar, se llevaba en la maleta cuadernos, pruebas de 
imprenta y una buena provisión de lápices; y, cuando viajaba en coche, escribía continuamente mientras había luz. Cuando 

1 Salmo XII, 7. 
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llegaba la noche y no podía escribir o leer, subía al pescante con el cochero; hablaba con él, primeramente de temas alegres o indiferentes, 
y después de cosas espirituales. Si había que cambiar de coche o de caballos, entonces, sobre un murete o en una sala de la posada, seguía 
escribiendo en medio del alboroto de la gente. Hasta cuando andaba a pie, si iba solo, seguía meditando y tomando notas en sus papeles. 
En los departamentos de los coches del ferrocarril, se colocaba tranquilo como si estuviese en su aposento, y, sacando fuera sus 
manuscritos, los ponía sobre el asiento y los iba repasando a su gusto uno por uno. En las estaciones no dejaba su estudio, como si se 
encontrase en un salón de lectura. Y, al llegar a término, entre sermón y sermón, no perdía un minuto y se sentaba al escritorio. De este 
modo, sin darse cuenta de ello, llegaba al final de un opúsculo, de un volumen, maravillado y satisfecho. 

Sucedió alguna vez que, acercándose el día en que debía entregar un opúsculo a la imprenta, insistía el tipógrafo para que le enviase el 
manuscrito. Y don Bosco aún no había escrito ni una línea; entonces, aquella misma noche se sentaba al escritorio, escribía durante toda la 
noche y, a la mañana siguiente, hacia el mediodía, entregaba el opúsculo terminado o casi terminado al jefe de tipógrafos. 

Nos viene aquí al pelo añadir que estas composiciones no le impedían cumplir con su inacabable correspondencia epistolar. El trabajo no 
era una fatiga para don Bosco, sino una pasión. 

Son incalculables las cartas que recibió o expidió. Entre el día y la noche apostillaba hasta doscientas cincuenta. ((541)) Aturde la 
multitud y variedad de asuntos que debía tratar o responder, y estaban todas sus cartas llenas del espíritu del que las escribía. La humildad, 
la dulzura, el desinterés, el amor por la justicia, la prudencia, la rectitud, la caridad, la sumisión total a la voluntad de Dios, son la huella 
uniforme que les sirve de contraseña. Recibió cartas de todas las partes del mundo, y estamos persuadidos de que casi no hay ciudad en 
Europa a la que no hayan llegado, pocas o muchas, algunas de sus cartas. También en esto está su vida de acuerdo con lo que él había 
escrito sobre San Vicente de Paúl. No dejaba nunca de responder a todos, fueran prelados, príncipes, nobles, comunidades, obreros, 
mujercitas o niños. De tantísimas cartas no nos queda más que una pequeña parte, casi un millar y medio, precioso tesoro que nos permite 
conocer, cada vez más y mejor, a don Bosco. Durante el curso de nuestra historia se verá cuán amplio debió ser el tiempo por él dedicado a 
esta ocupación. 

Pero lo que hace resaltar más sorprendentemente su actividad es 
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otro don con el que, además de una memoria prodigiosa, un gran entendimiento y una mente difícil de distraer, había dotado el Señor a su 
siervo fiel. Diole Dios una facultad, más única que rara, para ocuparse, a un mismo tiempo, de cosas diversas y dispares, rigiendo sin 
esfuerzo su mente firme y serena cuando le presentaban a la vez varias ideas, y sin confundir una con otra. Confesaba durante días enteros 
y al mismo tiempo organizaba todo el plan de una Lectura Católica, preparaba un sermón, desarrollaba un nuevo proyecto, pensaba en una 

o varias respuestas a dar o en varias cartas a escribir, sin faltar a la necesaria atención de lo que en aquel momento realizaba. Un domingo 
del 1869, decía a don Joaquín Berto: 
-Esta mañana, mientras predicaba exponiendo la Historia Eclesiástica, ((542)) he compuesto en mi mente un folleto para las Lecturas 
Católicas y he pensado en la manera más eficaz de proveer a tal necesidad de la casa. 

A la multiplicidad de sus operaciones mentales correspondía la multiplicidad de sus obras, para las que aprovechaba todos los 
conocimientos adquiridos. Era tan grande la seguridad y amplitud de sus ideas que causaba estupor. En cuanto a las cartas, podía dictar o 
escribir hasta diez a la par, interrumpiendo, o continuando una ahora, otra después, sin confundir los asuntos, los razonamientos, los 
detalles, y recordando lo que había puesto antes en cada una o lo que debía exponer después. 

Pero en medio de estos pensamientos, dominaba siempre el del bien de sus muchachos, lo mismo que el sol descuella por encima de las 
estrellas. En efecto, sobre su escritorio, entre opúsculos, cartas y programas, había un Reglamento para el internado de San Francisco de 
Sales, empezado en 1852 y que no terminó de redactar hasta 1854, después de largas meditaciones. 

Ya hemos dicho que al principio de la fundación del Oratorio no había en él más reglas que las que ligan naturalmente a los miembros de 
una familia. Cinco años después, escribió algunos artículos para norma de cada dormitorio; en ellos se marcaban las reglas más necesarias 
para la buena conducta moral, religiosa y laboral de los alumnos. Mientras tanto don Bosco, a medida que iba viendo la necesidad de 
prevenir un desorden, no dejaba de tomar algunas notas, cuyo desarrollo iba produciendo la organización del internado. Estas fueron las 
reglas primitivas, que después fue retocando, mejorando, ampliando como fruto de la experiencia, mientras borraba algunas prescripciones 
que, con el andar del tiempo, se habían convertido en inútiles por distintas circunstancias. Este ((543)) Reglamento estuvo 
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en vigor durante el año escolástico 1854 y 1855; al principio de curso se leía solemnemente en público, y cada domingo se hacía leer un 
capítulo a los alumnos. Hasta 1877 no se imprimió, pero con muchas variaciones; por eso colocaremos, como apéndice de este volumen, el 
de 1852, porque es un documento histórico de aquel tiempo y en él se manifiesta el espíritu de nuestro admirable fundador. La base de este 
Reglamento era el santo temor de Dios. No había en él castigos corporales ni celdas de arresto. Don Bosco, representante de Dios, 
mandaba en su nombre y ello bastaba para que los muchachos se apartasen del mal y se entregasen al bien. Y convertía en muy fácil el 
cumplimiento de sus deberes la afectuosa y continua vigilancia del buen director, el cual infundía en sus subalternos la caridad con los 
alumnos, no sólo con el ejemplo, sino también con un escrito titulado: EL SISTEMA PREVENTIVO PARA LA EDUCACION DE LA 
JUVENTUD. Este reglamento y este sistema, con el cual lograba guiar sin esfuerzos ni violencias a millares de muchachos, tenía su 
principio en la ley del Señor. Dios había reprendido a los antiguos sacerdotes porque mandaban a su rebaño con rigor y violencia, y decía: 
«Yo pastorearé a mis ovejas por los montes, por los barrancos; las apacentaré en buenos pastos, allí reposarán en buena majada, y yo las 
llevaré a reposar; buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma; pero exterminaré a la que está 
gorda y robusta. Las pastorearé con justicia»'. 

1 Ezequiel XXXIV, 13-14-15-16. 
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((544)
)


CAPITULO XLVII 

EL SISTEMA PREVENTIVO -SU APLICACION -SUS VENTAJAS 

DEL complejo de cuanto hemos expuesto en los volúmenes precedentes, nuestros lectores se habrán formado un criterio completo del 
sistema empleado por don Bosco para educar a la juventud. No era el así llamado sistema represivo, sino más bien el preventivo, sistema 
más de acuerdo con la razón y la religión. En efecto, la religión enseña la caridad que combate la soberbia, el egoísmo, hace sociables, 
agradables y respetuosos a los unos con los otros, obedientes espontáneamente a los que tienen derecho y obligación de mandar, y adorna 
con cierta candorosa donosura hasta a los más rudos, porque excluye el temor. 

Por otra parte, la razón y la experiencia demuestran que, sin verdadero cariño, es inútil el ministerio del educador. La primera alegría de 
un muchacho es saber que se le quiere. El corresponde a este cariño, se persuade de lo que el maestro asegura, ama todo lo que él enseña, 
le gusta lo que a él le gusta, se aficiona para toda la vida a las verdades y a la doctrina de él aprendidas, y hasta se siente inclinado a la 
misma profesión, aún sacerdotal o religiosa, de su educador, y lo ama como al padre de su alma. 

Por añadidura, en aquellos años, el Sistema Preventivo se había convertido en una necesidad. Las aspiraciones populares a un gobierno 
((545)) más suave, secundadas por los respectivos Príncipes, hacían que los muchachos también exigieran de sus superiores una dirección 
más cariñosa y paternal. Por consiguiente, un sistema de educación áspero y represivo, como se había practicado en otros tiempos, hubiera 
repugnado a la naturaleza del momento, y habría producido dos males gravísimos, entre otros: habría alejado a los jóvenes del Oratorio, 
adonde iban espontáneamente, y de donde 
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podían también marcharse a su arbitrio, sin que ninguna ley o autoridad se lo impidiese; y, además, habría confirmado entre ellos las 
habladurías que periodistas comprados, saltabancos e hipócritas, iban esparciendo a todo viento, de que los sacerdotes eran unos tiranos, 
enemigos de la libertad y del pueblo. Pero, con su sistema, don Bosco impidió que un mal tan grande se infiltrase entre sus jovencitos. Por 
esto, el Oratorio fue frecuentadísimo siempre, hasta hacer necesaria la apertura de otros nuevos en varias partes de la ciudad; y, por otro 
lado, si una lengua maldiciente se atrevía a difamar a los sacerdotes en presencia de los jóvenes, que a ellos asistían, les bastaba recordar 
los rasgos de la exquisita bondad, empleada por don Bosco, para dar a los maldicientes un solemne mentís. En efecto, sucedió algunas 
veces en los talleres, oponer este argumento a los que azuzaban los ánimos contra los sacerdotes, y algunos recuerdan que, entonces, no 
sabiendo qué responder, decían los murmuradores: -Si todos los curas fueran como vuestro don Bosco, tendríais razón; pero no es así. Mas 
ellos, que veían a los teólogos Borel, Chiaves, Carpano, Murialdo, Vola, Marengo y a muchísimos otros ejemplares sacerdotes, que 
formaban espléndida corona a don Bosco, y que se empeñaban en imitarlo en el bien querer y tratar a los jóvenes y hasta hacer de amigos y 
padres de los golfillos, persistían firmes en sus convicciones, y ((546)) juzgaban las maledicencias como calumnias que eran, y seguían 
adelante. De este modo, juntamente con el amor y afición a la religión católica, crecía en ellos un gran aprecio y una profunda veneración 
por sus ministros; y no se puede titubear diciendo que éstos eran los frutos de la educación que don Bosco y sus pacientes colaboradores 
les impartían. 

Había experimentado don Bosco tan felices resultados con este sistema para el bienestar moral de los muchachos, que, después de haber 
acostumbrado a todos sus ayudantes a practicarlo, y después de sostener algunas conferencias con el teólogo Eugenio Galletti, canónigo de 
Corpus Christi, terminó por escribir un breve tratadito, demostrando en qué consisten los dos sistemas, preventivo y represivo, aduciendo 
las razones por las que debe preferirse el primero, enseñando su aplicación práctica y mostrando sus grandes ventajas. Este utilísimo escrito 
vio la luz más tarde en el Reglamento para las Casas Salesianas; y creemos satisfacer el interés de los lectores reproduciéndolo aquí para su 
norma y gobierno. 

«Dos sistemas se han usado en todos los tiempos para educar a la juventud: el preventivo y el represivo. El represivo consiste en dar a 
conocer las leyes a los súbditos, y vigilar después para conocer a los 
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transgresores, y aplicarles, cuando sea necesario, el correspondiente castigo. Basándose en este sistema, la palabra y la mirada del superior 
deben ser en todo momento, más que severas, amenazadoras. El mismo superior debe evitar toda familiaridad con los subordinados. 

»El director, para aumentar su autoridad, debe dejarse ver raras veces de los que de él dependen, y, por lo general, sólo cuando se trate de 
imponer castigos o de amenazar. 

»Este sistema es fácil, poco trabajoso y sirve principalmente para el ejército y, en general, para los adultos juiciosos, en condición de 
saber y recordar las leyes y prescripciones. 

((547)) »Diverso, y casi diré opuesto, es el sistema preventivo. 
Consiste en dar a conocer las prescripciones y reglamentos de un Instituto y vigilar después de manera que los alumnos tengan siempre 
sobre sí el ojo vigilante del director o de los asistentes, los cuales, como padres amorosos, hablen, sirvan de guía en toda circunstancia, den 
consejos y corrijan con amabilidad; que es como decir: consiste en poner a los niños en la imposibilidad de faltar. 

»Este sistema descansa por entero en la razón, en la religión y en el amor; excluye, por consiguiente, todo castigo violento y procura 
alejar aún los suaves. 

»El sistema preventivo parece preferible por las razones siguientes: 

»1. El alumno, avisado según este sistema, no queda avergonzado por las faltas cometidas, como acaece cuando se las refieren al 
Superior. No se enfada por la corrección que le hacen ni por el castigo con que le amenazan, o que tal vez le imponen, porque éste va 
acompañado siempre de un aviso amistoso y preventivo, que lo hace razonable, y termina, ordinariamente, por ganarle de tal manera el 
corazón, que él mismo comprende la necesidad del castigo y casi lo desea. 

»2. La razón más fundamental es la ligereza infantil, por la cual fácilmente se olvidan los niños de las reglas disciplinarias y de los 
castigos con que van sancionadas. A esta ligereza se debe sea, a menudo, culpable el jovencito de una falta y merecedor de un castigo, al 
que no había nunca prestado atención y del que no se acordaba en el momento de cometer la falta; y ciertamente no la habría cometido, si 
una voz amiga se lo hubiese advertido. 

»3. El sistema represivo puede impedir un desorden, mas con dificultad hacer mejores a los que delinquen. Se ha observado que los 
alumnos no se olvidan de los castigos que se les han dado y que, por lo general, conservan rencor, acompañado del deseo de sacudir el 
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yugo de la autoridad y aún de tomar venganza. Parece a veces que hacen caso omiso; mas, quien sigue sus pasos sabe muy bien cuán 
terribles son las reminiscencias de la juventud, y cómo olvidan fácilmente los castigos que les han dado ((548)) los padres, mas, con mucha 
dificultad, los que les imponen los maestros. Algunos ha habido que, en la vejez, se vengaron brutalmente de castigos que les dieron 
cuando se educaban. 

»El sistema preventivo, por el contrario, gana al alumno, el cual ve en el asistente a un bienhechor que le avisa, desea hacerle bueno y 
librarle de sinsabores, de castigos y de la deshonra. 

»4. El sistema preventivo dispone y persuade de tal modo al alumno, que el educador podrá, en cualquier ocasión, ya sea cuando se 
educa, ya después, hablarle con el lenguaje del amor. Conquistado el corazón del discípulo, el educador puede ejercer sobre él gran 
influencia y avisarle, aconsejarle y corregirle, aún después de colocado en empleos, en cargos o en ocupaciones comerciales. 

»Por estas y otras muchas razones, parece debe prevalecer el sistema preventivo sobre el represivo». 

Después de lo cual pasa don Bosco a la aplicación de este sistema y continúa así: 

»La práctica de este sistema está apoyada en las palabras de San Pablo: «Charitas patiens est, benigna est, omnia suffert, omnia sperat, 
omnia sustinet (la caridad es benigna y paciente, todo lo sufre, todo lo espera y lo soporta todo); y también sobre éstas otras, dirigidas a los 
padres: Padres, no provoquéis la ira de vuestros hijos, para que no se desalienten. 

»Por consiguiente, solamente el cristianismo puede practicar con éxito el sistema preventivo. Razón y religión son los medios de que ha 
de valerse continuamente el educador, enseñándolos y practicándolos, si desea ser obedecido y alcanzar su fin. 

» 1. El director debe, en consecuencia, vivir consagrado a sus educandos y no aceptar nunca ocupaciones que le alejen de su cargo; aún 
más; ha de encontrarse siempre con sus alumnos, de no impedírselo graves ocupaciones, a no ser que estén por otros debidamente asistidos 

((549)) »2. Los maestros y los asistentes han de ser de acrisolada moralidad. Procuren evitar, como la peste, toda clase de aficiones o 
amistades particulares con los alumnos, y recuerden que el desliz de uno solo puede comprometer a un Instituto educativo. Los alumnos no 
han de estar nunca solos. Siempre que sea posible, los asistentes han de llegar antes que los alumnos a los sitios donde tengan que 
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reunirse, y estar con ellos hasta que vayan otros a sustituirlos en la asistencia; no los dejen nunca desocupados, ni siquiera en tiempo de 
recreo. 

»3. Debe darse a los alumnos amplia libertad de saltar, correr y gritar a su gusto. La gimnasia, la música, la declamación, el teatro, los 
paseos, son medios eficacísimos para conseguir la disciplina y favorecer la moralidad y la salud. Procúrese únicamente que la materia de 
los entretenimientos, las personas que intervienen y las conversaciones que sostengan, no sean vituperables. Haced lo que queráis, decía el 
gran amigo de la juventud San Felipe Neri; a mí me basta que no cometáis pecados. 

»4. La confesión y comunión frecuentes son las columnas que deben sostener el edificio educativo del cual se quieren tener alejados la 
amenaza y el palo. No se ha de obligar jamás a los alumnos a frecuentar los santos sacramentos; pero sí se les debe animar y darles 
comodidad para aprovecharse de ellos. Con ocasión de los ejercicios espirituales, triduos, novenas, pláticas y catequesis, póngase de 
manifiesto la belleza, sublimidad y santidad de una religión que ofrece medios tan fáciles, como son los santos sacramentos, y a la vez tan 
útiles para la sociedad civil, para la tranquilidad del corazón y para la salvación de las almas. Así quedarán los niños espontáneamente 
prendados de estas prácticas de piedad y las frecuentarán de buena gana y con placer y fruto. 

»5. Debe vigilarse, con el mayor cuidado, que ((550)) no entren en una casa de educación compañeros, libros o personas que tengan 
malas palabras. Un buen portero es un tesoro para una casa de educación. 

»6. Terminadas las oraciones de la noche, el director, o quien haga sus veces, diga algunas palabras afectuosas en público a los alumnos, 
antes de que vayan a dormir, para avisarles o aconsejarles sobre lo que han de hacer o evitar. Sáquense avisos o consejos de lo ocurrido 
durante el día, dentro o fuera del colegio; y no dure la platiquita más de cinco minutos. En ella está la clave de la moralidad y de la buena 
marcha y éxito de la educación. 

»7. Téngase como pestilencial la opinión de retardar la primera comunión hasta una edad harto crecida, cuando por lo general, el 
demonio se ha posesionado del corazón del jovencito con incalculable daño de su inocencia. Según la disciplina de la Iglesia primitiva, 
debían darse a los niños las hostias consagradas que sobraban de la comunión de los adultos. Esto nos hace conocer lo mucho que desea la 
Iglesia sean admitidos pronto los niños a la santa comunión. Cuando 
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un jovencito sabe distinguir entre Pan y pan revela suficiente instrucción, no se mida la edad: entre el Soberano celestial a reinar en su 
bendita alma. 

»8. Los catecismos recomiendan la comunión frecuente; San Felipe Neri la aconsejaba semanal, y aún más a menudo. El Concilio 
Tridentino dice bien claro que desea ardientemente que todo fiel cristiano, cuando oye la santa misa, reciba también la comunión. Pero esta 
comunión no sea tan sólo espiritual, sino sacramental, a fin de sacar mayor fruto del augusto y divino sacrificio». 

La utilidad de este sistema educativo no puede escapar a la consideración de una persona juiciosa; sin embargo, para mejor persuadirles, 
sigue diciendo don Bosco: 

((551)) «Tal vez diga alguno que es difícil este sistema en la práctica; a lo que respondo que para los alumnos es bastante más fácil, 
agradable y ventajoso. Para los educadores encierra, eso sí, algunas dificultades, que disminuirán ciertamente si se entregan por entero a su 
misión. El educador es una persona consagrada al bien de sus discípulos, por lo que debe estar pronto a soportar cualquier contratiempo o 
fatiga, con tal de conseguir el fin que se propone; a saber: la educación moral, intelectual y ciudadana de sus alumnos. 

»A las ventajas arriba expuestas, añado aquí estas otras: 

»1. El alumno tendrá siempre gran respeto a su educador, recordará complacido la dirección de él recibida y considerará en todo tiempo, 
a sus maestros y superiores como padres y hermanos suyos. 

»2. Cualquiera que sea el carácter, la índole y el estado moral de un jovencito al entrar en el colegio, los padres pueden vivir seguros de 
que su hijo no empeorará de conducta, antes mejorará. Muchos jovencitos que fueron por largo tiempo tormento de sus padres y hasta 
expulsados de correccionales, tratados según estos principios, cambiaron su manera de ser: se dieron a una vida cristiana, ocupan ahora en 
la sociedad honrosos puestos, y son apoyo de la familia y ornamento del lugar donde viven. 

»3. Los alumnos maleados que, por casualidad entraren en un colegio, no pueden dañar a sus compañeros, ni los niños buenos ser por 
ellos perjudicados; porque no habrá tiempo, ni ocasión, ni lugar a propósito; pues el asistente, a quien suponemos siempre con los niños, 
pondría enseguida remedio». 

Cierra don Bosco su tratadito con una palabra sobre los castigos. »Qué regla hay que seguir, pregunta, para castigar? 

Y responde: a ser posible no se castigue nunca; ((552)) cuando la necesidad lo exigiere, recuérdese lo siguiente: 
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«1. Procure el educador hacerse amar de los alumnos, si quiere hacerse temer. Así, el no darles un muestra de benevolencia es castigo 
que emula, anima y jamás deprime. 
»2. Para los niños es castigo lo que se hace pasar por tal. Se ha observado que una mirada no cariñosa, en algunos produce mayor efecto 
que un bofetón. La alabanza, cuando se obra bien, y la reprensión, en los descuidos, constituyen, ya de por sí, un gran premio o castigo. 

»3. Exceptuados rarísimos casos, no se corrija ni se castigue jamás en público, sino en privado, lejos de sus compañeros y usando la 
mayor prudencia y la mayor paciencia para hacer comprender, valiéndose de la razón y de la religión, la falta al culpable. 

»4. El insultar, el pegar, de cualquier modo que sea, poner de rodillas en posición dolorosa, tirar de las orejas y otros castigos semejantes 
se deben absolutamente evitar, porque están prohibidos por las leyes civiles, y rebajan al educador. 

»5. Dé a conocer bien el director las reglas y los premios y castigos establecidos por las normas disciplinarias, a fin de que el alumno no 
pueda disculparse diciendo: ``No sabía que estuviera esto mandado o prohibido''. 

»6. Antes de imponer cualquier castigo obsérvese el grado de culpabilidad del alumno, y cuando baste una amonestación no se emplee la 
reprensión, y, cuando ésta sea suficiente, no se siga más adelante. 

»7. No se castigue nunca, ni de palabra ni de obra, cuando el ánimo está todavía irritado, ni por fallos de simple inadvertencia; ni 
demasiado a menudo». 

Hasta aquí don Bosco. 

((553)) El sistema descrito, por él empleado y recomendado desde los principios del Oratorio y del internado, es el mismo que se estudia 
y se aplica todavía hoy, en todas las casas salesianas; saben muy bien los superiores que éstas florecen y dan buenos frutos, tanto mayores 
cuanto mejor conocido y más exactamente cumplido sea dicho sistema. 

Los principios de este sistema educativo prestaban tema a don Bosco para las conferencias que daba a sus ayudantes. Recordaba a 
menudo las palabras de San Francisco de Sales: «Más moscas se atrapan con una cucharita de miel que con todo un barril de vinagre». 
Sufría cuando alguien actuaba severamente con los muchachos y con los empleados, pues quería que todos fueran conquistados por la 
caridad. 
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No olvidéis, decía continuamente a los que tenían algo de autoridad sobre los alumnos, que los muchachos faltan más por ligereza que 
por malicia, más por no estar bien asistidos que por perversidad. Hay que atenderlos con solicitud, asistirlos atentamente, sin parecer que se 
les vigila, y participar en sus juegos, aguantar sus gritos y los fastidios que acarrean, porque también el divino Salvador dijo en semejantes 
circunstancias: Sinite parvulos venire ad me (dejad que los niños vengan a mí). 

El les vigilaba atentamente dondequiera que estuviesen. Iba a su salón de estudio frecuentemente y pasaba por sus talleres. Nunca 
sucedía que hubiera la menor infracción en las reglas, sin que él no se diese cuenta inmediatamente y lo remediase con prontitud. 
Conferenciaba a menudo con los otros superiores, para informarse de la conducta de los muchachos y para dar normas sobre la buena 
marcha de la disciplina. Prescribió que se diera semanalmente a los alumnos la calificación correspondiente por su conducta, estudio y 
trabajo, y él mismo las leía públicamente los domingos por la noche, alentando a los diligentes y amonestando a los perezosos. Tenía don 
Bosco la certidumbre de que, de ordinario, con la reflexión, todos los muchachos se someten a la obediencia, reconocen las propias ((554)) 
faltas y se corrigen. En consecuencia, no se cansaba de avisar y aconsejar; su paciencia era verdaderamente heroica. Cuando un superior 
dudaba del éxito de un muchacho para aceptarlo o licenciarlo, sugería, aún en este caso, poner en práctica la máxima de San Pablo: 
Omnia probate, quod bonum est tenete (probadlo todo, quedaos con lo bueno); y a esto debía añadirse la vigilancia y el oportuno aviso. A 
principios de curso, si barruntaba que alguno de los nuevos matriculados pudiera perjudicar a los compañeros, le llamaba, le ponía en 
guardia con las más vivas expresiones de dolor y hacía que le vigilasen de un modo especial. De este modo logró corregir a muchos que, al 
llegar de la calle, llevaban consigo el hábito, demasiado corriente, del mal hablar. 

Resulta difícil expresar con palabras el secreto de don Bosco para ganarse a los muchachos y llevarlos al servicio del Señor. Por 
naturaleza y por gracia, poseía tales dotes y prerrogativas que, si tomaba a un muchacho aparte y le hablaba confidencialmente al oído, por 
muy díscolo o rebelde que fuera a la gracia, era difícil que no se rindiese a sus paternales consejos y avisos. Y éstos no podían resultar 
ineficaces, porque don Bosco era capaz de dar la vida cien veces, si fuera menester, para salvar una alma. 

Sus palabras abrían los corazones y él insistía frecuentemente sobre 
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la sinceridad que hay que tener, particularmente con los superiores, en los asuntos del alma; describía sus ventajas y la llamaba llave de la 
paz interior, arma eficacísima para liberarse de la tristeza, secreto el más seguro para estar satisfechos en la vida y a la hora de muerte y 
para alcanzar una gran perfección. Con esta recomendación no intentaba más que impedir el pecado, o destruirlo con todas sus 
consecuencias. 

Acostumbraba decir a sus ayudantes: 

-Hemos de alejar de casa el pecado y lograr que nuestros muchachos ((555)) vivan todos en gracia de Dios: sin esto, no pueden ir bien 
las cosas. 

Y añadía frecuentemente: 

-Recordad que el primer método para educar bien, es hacer buenas confesiones y buenas comuniones. 

Ponía toda la fuerza de su misión entre la juventud, en la frecuencia de estos sacramentos. Procuraba que sus alumnos se acercaran a 
ellos regularmente, más aún, muy a menudo, pero sin presión alguna. Les exhortaba y quería que fueran exhortados, pero no les obligaba. 
Aunque él estaba confesando todas las mañanas, y era deseo general confesarse con él, al extremo de no tener tiempo para satisfacer el 
deseo de todos, quería sin embargo, que hubiera otros confesores externos, particularmente en los días de fiesta y sus vigilias. Dejaba a 
todos la máxima libertad; no hacía observación alguna ni quería que se hiciese sobre quién se confesaba con él y quién con otro sacerdote. 
Y, años más tarde, dio esta norma a un sacerdote de los suyos: 

-Actúa de manera que no des la menor señal de parcialidad con quien se confiesa preferentemente con uno más que con otro. 

Tampoco se doblegó nunca a permitir que en los días de comunión general salieran los muchachos ordenadamente por filas de bancos 
para acercarse al altar, a fin de que el que no estaba preparado, no se dejase vencer, con grave daño para él, por el respeto humano, o fuese 
señalado con el dedo por los demás. Prefería la libertad y un poco de desorden. En la misa diaria de comunidad eran tan numerosas las 
comuniones, que algunos forasteros preguntaron alguna vez qué fiesta se celebraba porque les parecía haber asistido a una comunión 
general. 

Por lo demás, el bien operado por don Bosco con la confesión es tan grande, que nos atreveríamos a llamarle el apóstol de la confesión. 
Inspiraba tal tranquilidad y confianza en Dios y en su misericordia que, muchos, aún después de salir del Oratorio, encontraban 
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dificultad ((556)) para habituarse a otros confesores. El inculcaba a los penitentes aquella máxima de San Felipe Neri: -«Pecado y 
melancolía fuera de casa mía»-, queriendo con ello que confiasen del todo en su eterna salvación. 

Y la frecuencia de los sacramentos era un resorte poderoso para llevar a todos por el camino de la obediencia con paz y alegría. En 
consecuencia, la nota característica del Oratorio era una ruidosa desenvoltura de modos, una vivaz distribución de juegos, unida a una 
religiosidad y moral totales junto a una gran diligencia en el cumplimiento de sus deberes. Eran muchos los muchachos estupendos, 
modelos verdaderos y ejemplares para los demás compañeros que en él había. Centenares de antiguos alumnos, sacerdotes y seglares, 
aseguran que no recuerdan sucediera en sus tiempos ningún desorden grave. 

El canónigo Ballesio escribió: «El freno contra el mal, la animación hacia el bien, nuestra alegría y satisfacción, el orden de la casa, 
nuestros éxitos en el estudio y en el trabajo, nacían de la piedad racional, íntima y fervorosa que el siervo de Dios sabía infundir en 
nosotros, con su ejemplo, sus pláticas, la frecuencia de los sacramentos, verdadera novedad en aquellos tiempos para los muchachos, con 
sus charlas y narraciones edificantes llenas de vida. Al mismo tiempo, con sus palabras, sus gestos, sus miradas, disipaba las tinieblas, las 
ansiedades del espíritu, inundaba nuestra alma de alegría y nos impregnaba de amor a la virtud, al sacrificio y a la obediencia». 

Con qué gusto saltaban a sus labios aquellas expresiones que le eran tan familiares, mientras aparecía en su rostro la fe que inflamaba su 
corazón: 

-íQué bueno es el Señor con nosotros, al no permitir que nos falte nunca nada! Sirvámosle agradecidos. íAmenos a Dios; amémosle 
porque es nuestro Padre! íTodo pasa: lo que no es eterno, no vale nada! 

Evidentemente resalta, y en muchas otras páginas volveremos a hablar de ello, cómo el método de educación elegido por don Bosco 
((557)) era la bondad, sabia y suavemente adaptada a la edad juvenil. íCuánto sería de desear que este sistema se introdujera en todas las 
familias salesianas, en todos los centros de educación públicos y privados, masculinos y femeninos! Mucho más fácil resultaría la práctica 
del bien para la juventud; más rápida sería la medicina, apenas apareciese el mal, como seguridad para los niños buenos e inocentes, frente 
a los malos ejemplos de los pervertidos. Entonces no se tardaría en alcanzar una juventud más morigerada y piadosa, una 
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juventud que sería el consuelo de las familias y un válido apoyo para la sociedad civil. Así lo entendió un gran número de educadores de 
diversas naciones, particularmente de Inglaterra, donde muchos colegios, destinados a la juventud pobre y católica, tomaron por modelo, 
después de la muerte de don Bosco, el Oratorio de Turín y su reglamento: los fundadores estudiaron la vida de don Bosco y su sistema 
práctico de educación, siguieron sus ejemplos con gran fruto para las vocaciones eclesiásticas, y el retrato del hombre de Dios ocupa un 
puesto de honor en esos institutos y también en los seminarios. 

Hasta entre los protestantes tuvo don Bosco imitadores. Nos escribía desde nuestra casa de Londres, el 12 de junio de 1903, don Juvenal 
Bonavía: «Le envío dos periódicos que contienen alguna nota sobre don Bosco; no son católicos, pero pertenecen, a lo que parece, a la 
sección anglicana llamada Iglesia Alta, o sea ritualista o puseísta 1. Creo que el escritor, un tal Norman Potter, es el mismo a quien hace 
unos meses conoció uno de nuestros sacerdotes. Es el director de un hospicio para muchachos, próximo a nosotros, y tiene en su despacho 
el retrato de don Bosco con el lema Da mihi animas, caetera tolle (dame almas, llévate lo demás). Este señor ha viajado por Italia y ha 
visitado alguna de nuestras casas y el Oratorio de Turín. Imita a don Bosco cuanto puede. ((558)) Tiene un capellán (protestante) en su 
instituto. Creo que lee el Boletín Salesiano. 

»En los dos artículos a que me refiero, da un resumen histórico sobre don Bosco. 

»El primero, Goodurtl (Buen querer), aparecido en 1900, es el más corto y lleva un retrato. El segundo, Common wealth (Bien público), 
se publicó este año, ha sido más difundido y presenta también un esbozo del sistema preventivo, tomado del reglamento de nuestras casas. 
Donde se habla de la confesión y comunión frecuentes y de la misa diaria, traduce la palabra Misa por Eucharist, para evitar tal vez la 
palabra Mass que molesta a muchos anglicanos. Termina los dos artículos haciendo votos para que el Señor suscite aquí, en Inglaterra, 
hombres con el espíritu de don Bosco, de los que hay tanta necesidad». 

1 Es el puseísmo la doctrina del teólogo inglés Pusey (S. XIX), que tendía a un acercamiento de la Iglesia anglicana a la romana. (N. del 
T.). 
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((559)
)


CAPITULO XLVIII 

UNA PALABRA SOBRE LOS CASTIGOS 

DECIA, el teólogo Ascanio Savio: 

-De tal modo había sabido don Bosco dominar su temperamento bilioso, que parecía flemático y tan manso que condescendía siempre 
con sus alumnos, siempre y cuando no anduviese por medio la gloria de Dios o el bien de las almas. Era su norma que, a ser posible, se 
evitase todo castigo; pero, si un muchacho lo merecía, sabía corregirle en su tiempo y lugar. Ejercía la justicia en grado eminente; mas su 
celo estaba inspirado por la caridad y la dulzura, y el castigo era algo secundario, a emplear sólo cuando no eran suficientes los medios 
preventivos para corregir a un culpable. No se le veía inquieto cuando había de reprender a alguno, persuadido de que non in commotione 
Dominus (el Señor no está en la conmoción), y solía hacerlo siempre en privado. 

-Yo no recuerdo, afirmaba José Buzzetti, que don Bosco haya corregido nunca a nadie injustamente. Cuando nos corregía, nos veíamos 
obligados a confesar: don Bosco tiene razón. 

El primer castigo que daba era el de presentarse un tanto serio ante los jóvenes reacios a la obediencia, que habían faltado a sabiendas a 
alguna norma del reglamento, o no habían hecho caso de un aviso o de un consejo. Don Bosco, entonces, no les hacía partícipes de ciertos 
signos de benevolencia que ((560)) dedicaba a los mejores; les privaba de su amable mirada y simulaba no verlos; no permitía que le 
besasen la mano, que retiraba con calma, mientras sonriente dejaba que otros le manifestasen aquel signo de respeto; o no respondía, si se 
le acercaban a darle los buenos días o las buenas noches. En ocasiones les preguntaba si, de veras, no le querían. Si la falta era secreta, 
usaba estos modos, de forma que no se diera cuenta nadie 
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más que el culpable. Los muchachos reconocían en estos sus modos el más grave de los castigos, y eran muchos los que experimentaban ta 
pena que rompían a llorar, por largas horas, y a veces de la noche al alba. 

Juan Francesia dormía una noche, durante el tiempo de las grandes excursiones, junto a un joven de los mayores. Este temblaba, mordía 
las sábanas, suspiraba. 

-»Qué te pasa? le preguntó Francesia. 

-Que don Bosco me ha mirado. 

-»Y qué con eso? »Qué hay de extraño o de nuevo en que don Bosco te haya mirado? 

-íEs que me ha mirado de tal manera...! 

Y seguía gimiendo. 

A la mañana siguiente contó Francesia lo sucedido a don Bosco y el preguntó: 

-»Qué le pasaba a aquél? 

-íOh! ya lo sabe él, respondió don Bosco. 

Cierto día, dijo don Bosco a un muchacho desobediente unas palabras un poco fuertes. El muchacho se retiró pensativo; durante la noche 
le subió la fiebre, comenzó a delirar, y el delirio le duró hasta el día siguiente por la noche. Continuamente salía de sus labios el nombre de 
don Bosco acompañado de un gemido: 

-íDon Bosco no me quiere! 

Y don Bosco tuvo que ir a visitarle a la enfermería. El enfermo, al oír su voz, ((561)) se fue calmando poco a poco; don Bosco le aseguró 
que le seguía queriendo siempre igual y que se preocupase de curar, porque continuarían siendo siempre amigos. La alegría produjo en el 
joven tal cambio, que la fiebre cesó. Era un poquito soberbio, pero de íntegras costumbres, y así se mantuvo siempre. 

Le tocaba a don Bosco andar con suma precaución con muchos de sus queridos hijitos y medir cualquier palabra de justa reprensión, 
porque las faltas que, en apariencia, parecían tal vez algo graves, resultaba que, en la intención del muchacho y por la inadvertencia de la 
edad, no eran tales y, por tanto, algunos casi enloquecían temiendo haber causado pena a don Bosco. Empleaba, al mismo tiempo, un 
continuo y gran cuidado para corresponder a los actos de atención y afecto de los alumnos mejores, porque una sola distracción u olvido 
suyo hacían temer igualmente al jovencito haberle causado algún disgusto, y, aunque sintiese que no había cometido ninguna falta, 
quedaba, sin embargo, inquieto. 

Los que habían merecido la lección, casi todos cambiaban inmediatamente 
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de conducta. Don Bosco devolvía enseguida los signos externos de benevolencia al culpable que se humillaba y prometía sincera 
enmienda: no sufría menoscabo su interior bien querer, que era el que le llevaba a portarse de aquel modo para mejorarle y alejarle de los 
peligros del mal. 

Pero si alguno se mostraba indiferente a estas paternales reprensiones o era reincidente en sus faltas, no transigía y dejaba que le fuera 
aplicado algún pequeño castigo; secreto, si así era su falta; público y grave, aunque rara vez, si la culpa merecía tal medida para reparar el 
mal ejemplo. En estos casos no daba él mismo el castigo, dejaba que lo hicieran ((562)) sus subalternos, reservándose para sí el mitigarlo, 
para ser más dueño de los corazones y hacerles mayor bien. Pero quería que se excluyeran siempre los golpes, las privaciones del alimento 
necesario, los castigos humillantes o irritantes, las reprensiones acompañadas de expresiones ofensivas. Exigía gran benignidad en las 
formas, y decía: 

-No hay que humillar a los culpables, sino procurar que se humillen por sí mismos. 

Los castigos se reducían a la privación de parte del companaje para los gandules; al aislamiento y separación de los compañeros durante 
le recreo para los desobedientes; en estar fuera del comedor, pero con la porción correspondiente de comida, para los que saltaban la tapia 
para salir sin permiso. Estos castigos, aunque no muy graves, procuraba don Bosco que lo fueran en la apreciación de los muchachos. De 
este modo, con poco, ganaba mucho. 

Acostumbraba dar normas a asistentes y maestros para que supieran aplicar a los culpables un aumento gradual del castigo, sin salirse de 
los límites por él trazados, de acuerdo con la faltas. Decía: 

-Cuando es absolutamente necesario castigar, la primera vez oblíguese a los castigados a estar de pie en su puesto, durante el tiempo de la 
comida, pero con la comida. Si recaen en la falta, castígueseles haciéndoles ir a comer al refectorio, después de los demás. Finalmente, si 
no bastan estos castigos, póngaseles en una mesa aparte en medio del comedor. Pero la comida será lo último a quitar y rara vez. Y en este 
caso dígase en privado a los muchachos mismos que no se sirvan, pero colóqueseles delante la comida, como a todos los demás. 
Generalmente obedecen, porque entienden que el superior emplea con ellos la atención de ahorrarles una mala figura ante toda la 
comunidad. 

Aún en estos casos, si don Bosco veía que un alumno era sincero, al reconocerse culpable de una falta de la ((563)) que había sido 
acusado, 
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después de darle los oportunos avisos, ordinariamente le perdonaba el castigo, salvo que los desórdenes fueran muy notables. Obraba al 
contrario, si descubría subterfugios, tergiversaciones o mentiras. Pero, tras una corrección, si el culpable se arrepentía, siempre le decía una 
palabra de aliento y olvidaba todo. Lo mismo recomendaba hacer con los que tenían alguna autoridad en casa. 

A pesar de su habitual bondad, recordaba en algunas ocasiones, muy pocas por cierto, que qui parcit virgae odit filium suum (el que 
ahorra el palo odia a su hijo). Le movía el amor de la justicia y de las almas y no la pasión. Entre las faltas más graves enumeraba don 
Bosco la desobediencia, cuando tomaba casi el aspecto de revuelta. Cierto día, un alumno ya mayor, pese a las repetidas órdenes, 
acompañadas de ruegos y pacientes exhortaciones, se negaba con obstinación e insolencia a obedecer, en un asunto de mucha importancia. 
Estaban presentes los compañeros. En aquel momento no podía ni debía ceder: era necesario impedir un escándalo, pero no admitía la idea 
de ocasionar ningún daño a aquel su hijito, despidiéndole. Así que, después de concentrarse un momento, invocó al Señor y le soltó una 
bofetada. Aquello fue como un rayo. Todos los muchachos concibieron vivo horror por la desobediencia, pues nunca habían visto al 
Superior castigar de aquel modo. Don Bosco se cubrió el rostro con las dos manos. El muchacho, estupefacto, bajó la cabeza, obedeció 
instantáneamente y, a partir de aquel momento, se convirtió en uno de los mejores del Oratorio. Muchos años después nos narraba don 
Bosco este caso y decía: 

-La cosa resultó bien, pero no aconsejaré a nadie que corra este riesgo. 

Pero le resultaba difícil frenarse cuando oía ciertos insultos ((564)) contra Dios, que parecían enseñados a los hombres por los 
mismísimos demonios. 

Escribe monseñor Cagliero: «Un golfillo de la calle, de los más descarados, para hacerle rabiar, soltó una sucia blasfemia ante él un 
domingo por la tarde. Don Bosco, saltando por encima de su inalterable calma y dulzura, ardiendo en un santo celo, le dio unos 
coscorrones, diciéndole: 

»-Toma, granuja, y aprende a no blasfemar el santo nombre de Dios, porque si no, el Señor te dará en su día otros coscorrones más 
fuertes. 

»No recuerdo haya empleado este medio en más ocasiones, lo mismo en casa que fuera de ella». 

«Otra vez, nos confirmaba don Miguel Rúa, durante los primeros 
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años que estuve con él, le vi dar un pescozón a unos impertinentes que habían proferido una blasfemia. Se veía en su rostro en aquel 
instante el horror que le inspiraba aquella monstruosidad. Me dijo un día: 

»-Hasta cuando oigo en confesión acusarse de una blasfemia, siento como herido el corazón y me faltan las fuerzas. 

»Por lo demás, con sus admirables virtudes de templanza y fortaleza, no le vi ni siquiera turbarse durante más de treinta años que estuve a 
su lado». 

Hemos hablado hasta ahora de los castigos individuales; pero cuando se trataba de faltas, cometidas por toda una clase o por una gran 
parte de la comunidad, »qué hacía don Bosco para poner orden y castigar a los irreflexivos? Nos apresuramos a responder que en el 
Oratorio no se dio nunca ese tipo de escenas molestas de insubordinación que se lamentan en ciertos colegios. No pasaban de chiquilladas, 
a las que, sin embargo, era menester poner remedio, según la regla de principiis obsta (opónte a los principios). 

En tales ocasiones don Bosco escuchaba con atención las quejas de los asistentes, investigaba las causas que le exponían sobre el 
desorden, les inculcaba justicia e imparcialidad y ((565)) tener muy en cuenta no dejarse guiar por la pasión de la cólera o por una amistad 
particular, y, sobre todo, huir de los castigos violentos. Rechazaba toda idea de castigo general, aunque fuera para un solo dormitorio, 
porque esto irrita a los inocentes que se encuentran siempre en tales ocasiones en medio de los culpables, y reservaba para sí mismo la 
corrección. 

»Se trataba de muchas opiniones que indicaban dejadez en el estudio, de poca observancia del reglamento para hablar con facilidad en 
los lugares donde estaba prescrito el silencio, de faltas repetidas contra el amor fraterno por cualquier fútil disensión, o también de 
desatención a los avisos de los asistentes? Don Bosco aplicaba un remedio que siempre le dio buen resultado. Empezaba a mostrarse frío, 
preocupado y de pocas palabras al encontrarse con los muchachos; no les contaba el hecho extraordinario, prometido y esperado con viva 
curiosidad. Más de una vez, después de las oraciones de la noche, subió a una especie de púlpito desde donde les hablaba, y en vez de 
darles la acostumbrada platiquita, dirigió en derredor muy seriamente, aquella mirada, que ejercía una fuerza especial sobre el alma de los 
muchachos, y pronunció estas únicas palabras: 

-íNo estoy contento de vosotros! íNo puedo deciros más esta noche! 
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Y bajaba del púlpito, escondía las manos en las mangas de la sotana, para impedir que se las besaran, y se dirigía despacio a la escalera 
que subía a su habitación, sin decir palabra a nadie. Entre la multitud de los muchachos se oía, acá y allá, algún sollozo reprimido; las 
lágrimas regaban muchos rostros e íbanse todos a dormir meditabundos y arrepentidos, porque para ellos ofender y disgustar a Don Bosco 
era lo mismo que ofender y disgustar al Señor. 

Esto bastaba para imponer en casa un orden perfecto ((566)) y sentirse todos felices cuando don Bosco reaparecía, si volvían a verle 
sonreír. 

Pero si don Bosco era fácil para perdonar las faltas de los arrepentidos, contra la disciplina, la caridad y el respeto debido a los 
superiores; si se reprimía y aguantaba con paciencia a alguno que sabía era malo con tal de que no causase daño a los otros, dedicándose a 
su conversión, era riguroso con los que robaban, ofendían gravemente a la religión o a la moral con su modo de hablar o de hacer. No sabía 
tolerar de ningún modo la ofensa de Dios. 

En sus deliberaciones, sin embargo, no se precipitaba nunca. No quería, en las denuncias hechas contra alguien, que se profiriese 
sentencia sin haber escuchado antes a las dos partes, o como él decía, sin antes oír las dos campanas. 

Sin embargo, en la mayoría de los casos no se llegaba a decisiones dolorosas, ya que el que era sordo a la voz de la conciencia, a los 
paternales avisos de don Bosco y de sus colaboradores, el que no sentía la fuerza del reproche de los compañeros, terminaba por marcharse 
por sí mismo. 

Cuando sólo se trataba de sospechas, pero bastante razonables, no se espantaba y buscaba la forma de prevenir el mal que se temía. 

Entraban a veces en el Oratorio muchachos corrompidos, con falsas ideas en la cabeza, incapaces de sufrir un reglamento, amigos de la 
juerga, poco preocupados de los asuntos religiosos, gandules y tenidos por peligrosos. La táctica que usaba don Bosco con éstos era la 
misma que después recomendó siempre a sus directores. La expulsión era lo último a que había que llegar, y sólo después de emplear y 
resultar vanos todos los demás medios. Lo primero era separarles de los más pequeños e ingenuos, de los que tuvieran semejantes 
inclinaciones, o fueran conocidos por su debilidad en la virtud, y cercarlos de amigos sinceros y seguros. ((567)) Después, no cansarse de 
avisarles por cualquier falta. La frase que empleaba don Bosco con los asistentes y prefectos, que se lamentaban de la conducta de alguno, 
era siempre la misma: 
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-íHablar, hablar! íAdvertir, advertir! Si faltaren todos los días, hay que llamarles al orden todos los días, y aún varias veces al día, si es 
necesario. Amables en las formas, pero firmes en exigirles el cumplimiento de los propios deberes. Haciendo así, cambiarán de conducta, o 
bien, cansados, acabarán por irse a su casa, sin necesidad de emplear con ellos medidas coercitivas. Y tiene mucha importancia que los 
muchachos no se vayan del Oratorio con la hiel en el corazón; porque, al llegar el tiempo del desengaño, recuerdan la caridad con que 
fueron tratados, vuelven sobre sí mismos, piensan en los buenos consejos recibidos, en el cariño que se les demostró, reconocen quiénes 
fueron sus verdaderos amigos, y, a menudo, después de años y años, se deciden a hacer una buena confesión, si les es posible, 
precisamente en la iglesia del Oratorio y con los que les acogieron en los años de su juventud. Vuelven porque saben que se marcharon 
espontáneamente. Por el contrario, si el Superior hubiese recurrido a un precipitado y poco aconsejado rigor, sin haberles avisado antes, 
entonces se enciende en muchos una aversión que no deja de tener sus consecuencias más pronto o más tarde. Y mucho más, si por 
casualidad algún asistente se hubiere dejado llevar de la mano en un momento de ira. 

Cuando ciertos jóvenes habían sido advertidos de amistades existentes entre ellos, que de uno o de otro modo, si no se rompen, terminan 
por ser una peste para la comunidad, y el mismo don Bosco les había hablado y avisado individualmente y sin éxito, acudía a otro medio. 
Les llamaba juntos a su habitación, y, después de hacerles esperar un rato en la antesala para que reflexionasen ((568)) sobre el motivo de 
la llamada, empezaba a hablarles tal como le sugería la caridad. 

-»No os he hecho avisar, y no os he avisado bastante? Se dice de vosotros esto y esto: »debo creerlo? »Y por qué queréis darme tantos 
disgustos? »Por qué queréis obligarme a dar un paso que tanto me molesta? »Por qué no ayudáis vosotros mismos a don Bosco a salvaros? 
Decís que no hacéis nada malo: »acaso es un bien la desobediencia? Obedeced al menos una vez. Haced para que no os vuelvan a ver 
juntos. íDejad esas conversaciones! Por favor, hacedlo. Es la última vez que os lo aviso. Marchaos antes de que tenga la pena de tener que 
expulsaros. Si veo que seguís siendo malos, mi decisión está tomada. íEntonces lloraréis! 

A veces usaba palabras más serias. Pero, por lo general, resultaba bien esta prueba, como nos lo aseguró el mismo don Bosco. 

Mas, si sucedía que alguno había dado un escándalo, entonces se 
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encendía en santo celo. Y él, que permanecía tranquilo y sereno en todas las desgracias materiales, apenas lo sabía, exclamaba entristecido: 

-íAh, qué desastre! íQué desastre! 

Y, sin más lamentos, se entregaba al trabajo de reparación, diciendo en ocasiones: 

-He rezado mucho al Señor para que no sucedieran nunca estas desgracias. íPaciencia! íHágase la voluntad de Dios en el bien y en el 
mal! 

Después, realizaba lo que muchas veces acostumbraba decir ante toda la comunidad reunida: 

-íMirad! don Bosco es el hombre más bonachón que haya en la tierra; pero no escandalicéis, no destrocéis las almas, porque entonces es 
inexorable. 

Y en efecto, reconocido y convicto cualquiera que fuese el escandaloso, lo alejaba sin más de casa, y no solamente a él, sino también a 
sus cómplices. 

Cuenta el canónigo Anfossi que quedóle impresa en el alma la plática que en su tiempo les dirigió una noche don Bosco hablando de 
cierta persona de edad algo avanzada, que él ((569)) había recogido y que durante mucho tiempo había dado pruebas de piedad, mas, en 
contra de ello, vino a saberse que era un lobo disfrazado de cordero, y que, a escondidas, había robado una alma al Señor por lo que fue 
inmediatamente alejado del Oratorio. 

Don Bosco, después de haber hecho comprender lo sucedido con mucha prudencia, habló de los graves daños que acarrea el escándalo 
con la pérdida de las almas; y lloraba. Don Bosco habló así, porque se había llegado a saber la cosa por otros. 

Cuando por circunstancias imperiosas, se veía obligado a suspender la ejecución de su sentencia, avisaba una sola vez al escandaloso, en 
ocasiones le aislaba rigurosamente de la compañía de los alumnos y procuraba que estuviese continuamente vigilado; pero si recaía, lo 
echaba de casa, aún a costa de cuanto pudiese suceder. Habiendo llegado a saber que un alumno tenía escondido cierto libro no muy 
correcto adquirido de tapadillo, le llamó, le reprendió, hizo que le presentara los libros y, como no dejó aquellas lecturas, le alejó del 
Oratorio, pese a estar dotado de singular talento. 

Usaba cautela con la víctima. Pensaba que, en medio del mundo, empeoraría su condición moral y religiosa y pudiera perder la fe y tener 
una mala muerte, hacía todos los posibles para reternerlo junto 
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a sí, pero si no lograba, en su caritativo intento, ponerle en el buen camino, no tardaba en expulsarlo. 

-De un canasto lleno de fruta sana, decía, hay que quitar la fruta podrida, para evitar que toda se corrompa. 

Brillaba, sin embargo su prudencia en tan delicadas circunstancias. El teólogo Leonardo Murialdo le preguntó un día cómo hacía cuando 
había faltas contra las buenas costumbres en el Instituto. Don Bosco le respondió: 

-Cuando esto sucede llamo aparte a mi ((570)) habitación al joven a quien se acusa, observándole que me obliga a hablar de un tema del 
que San Pablo no quiere se tenga conversación; después le hago notar la gravedad del mal cometido. Si así lo exige la caridad con los 
demás, a la chita callando, le envío a casa de sus padres. Pero no le doy ningún castigo, en evitación de mayores males, como serían las 
conversaciones que naturalmente harían sobre el particular los demás alumnos. 

Así, cuando le era posible, salvaba también el honor de los culpables. Se vio en ocasiones desaparecer de repente a algún alumno del 
Oratorio, y ninguno se preocupó de ello, ni siquiera los clérigos, porque permaneció oculto el verdadero motivo de su partida. A lo sumo se 
creyó que había sido voluntad de los padres, por asuntos de familia, o por enfermedad. 

Don Bosco, puesto en esta doble necesidad, a duras penas sostenía las lágrimas pensando en la mala suerte del culpable, y no le 
licenciaba sin darle un último recuerdo: «No tienes nada más que una alma: si la salvas, has salvado todo: si la pierdes, has perdido todo 
para siempre». 

Terminemos con la palabras de monseñor Cagliero: «Siempre observé que hasta los jóvenes que habían merecido la expulsión del 
Oratorio conservaban su afecto y gratitud a don Bosco, que había sido su padre y bienhechor». 
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((571)) 

CAPITULO XLIX 

DON BOSCO EN MEDIO DE LOS MUCHACHOS Y DE LA GENTE DEL PUEBLO -LOS ORATORIOS FESTIVOS -LAS 
PRIMERAS LECTURAS CATOLICAS -EL CATOLICO INSTRUIDO EN SU RELIGION -DIFICULTADES PARA LA CENSURA 
-LOS VALDENSES Y LA FIESTA DEL ESTATUTO -DATOS HISTORICOS SOBRE EL MILAGRO DEL SANTISIMO 
SACRAMENTO EN TURIN -REIMPRESION ORDENADA AL CLERIGO RUA, PARA EL AÑO 1903 -FIESTAS DEL CUARTO 
CENTENARIO DEL MILAGRO -DON MIGUEL ANGEL CHIA TELLINO EN BORGO CORNALENSE 

LAS atenciones de don Bosco al internado no impedían la prosperidad de los Oratorios festivos ni el que se entretuviera con los pilluelos 
(biricchini), los golfillos y la gente más despreciada. Esto era para él una delicia, no sólo en el Oratorio, sino por la ciudad de Turín. Por 
plazas y calles de la ciudad seguía haciendo oír la palabra del Señor. «Muchas veces, certifica don Miguel Rúa, me tocó acompañarle, 
durante varios años, por las calles de la ciudad. Al verle los muchachos, corrían a él para besarle la mano, pedirle medallas y rodearle. Los 
adultos al ver aquel corro de muchachos, en medio del cual permanecía un sacerdote, se detenían por curiosidad, y don Bosco no dejaba 
escapar tan hermosa ocasión para dirigir a todos exhortaciones apropiadas al estado de cada cual. ((572)) Otras veces era él quien se 
acercaba a un grupo de muchachos que se divertían y se mezclaba con ellos para tomar parte en sus juegos; pero a los pocos instantes, se le 
veía derecho, en medio de la numerosa turba silenciosa, a la que dirigía una saludable instrucción. En esa escuela crecía el celo de sus 
catequistas, entre ellos el de Juan Cagliero, que, primero como estudiante y después como clérigo, hará sus primeros ensayos de apostolado 
en el Oratorio, en San Luis de Puerta Nueva y en Vanchiglia. 

Con estos medios había obtenido el fruto de numerosísimas comuniones en la fiesta de San Francisco de Sales. Pero don Bosco 
lamentaba la ausencia de don Miguel Angel Chiatellino y en su nombre le escribió el clérigo Reviglio a Carignano, presentándole sus 
saludos y los del clérigo Danusso, mamá Margarita y toda la 
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casa: «Quedamos todos muy ofendidos; su ausencia ha sido una desilusión para muchos; y ícon esto basta!» 

Al llegar la cuaresma, que empezaba el nueve de febrero y terminaba el veintisiete de marzo, preparó a los muchachos para la catequesis 
de la Pascua, con la santificación de los últimos días de carnaval. En estos días enviaba al clérigo Rúa y a otros a buscar muchachos por 
todos los contornos, con el encargo de llevarlos a las funciones; y como cebo para atraerlos, les entregaba regalitos para que los 
distribuyeran. 

Pero el Oratorio que necesitaba una ayuda especial era el de San Luis de Puerta Nueva, ya fuera porque era el más próximo a los 
valdenses, ya fuera porque necesitaba más personal dirigente. Al sacerdote don Pedro Ponte había sucedido el teólogo Félix Rossi, hombre 
celosísimo, mas de precaria salud. 

Por este motivo, durante varios años, don Bosco, que no cesaba durante la cuaresma de confesar a los muchachos de Valdocco, se 
prestaba con gusto para oír las confesiones de una buena parte de los de San Luis. «Me acuerdo, narraba el teólogo Leonardo Murialdo, 
que cuando se trataba de ((573)) cumplir el precepto pascual, se reunían muchos muchachos en el Oratorio de San Luis de Puerta Nueva y 
desde allí, atravesando toda la ciudad, eran acompañados hasta el Oratorio de Valdocco donde don Bosco les confesaba. Estos muchachos 
eran ya grandecitos y generalmente díscolos y calaverillas. Pero don Bosco tenía unas condiciones especiales para atraerlos a los 
sacramentos y hacer mejores hasta a los peores». 

Además, don Bosco no dejaba de visitarlos en su Oratorio, lo mismo que a los de Vanchiglia. Solía avisarles una semana antes de su ida, 
y aquel día era una fiesta grande, que iba acompañada de un bocadillo de salchichón. 

Empezaba el mes de marzo de 1853, y mientras él instruía en la catequesis diaria de la cuaresma a una multitud de chicos del pueblo, 
salía a la luz, de la tipografía De Agostini, el primer número de las Lecturas Católicas. Se titulaba: El Católico instruido en su religión: 
entretenimientos de un padre de familia con sus hijos, de acuerdo con las necesidades del tiempo, resumidos por el sacerdote Juan Bosco. 
El padre de familia, para don Bosco, representaba al abogado Luis Gallo de Génova, con el que había sostenido amigables relaciones 
mientras componía este libro, de cuatrocientas cincuenta y dos páginas, dividido en seis fascículos, en treintaidosavo. Era un verdadero 
tratado, casi completo, pero popular, sobre la verdadera religión. Impugnaba los errores, la impiedad, las contradicciones 
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de los pastores protestantes y valdenses, demostraba su mala fe y los sacrílegos cambios introducidos en los textos de la Biblia; y narraba, 
mientras tanto, la vida pérfida y obscena de los jefes de la Reforma. Pero don Bosco pensaba que era deber suyo el hacer observar, de una 
parte, que las expresiones que pudieran parecer a algunos algo enérgicas, se referían únicamente a los escritos heréticos y excluían 
cualquier alusión a las personas de los valdenses. Terminaba su trabajo con unas palabras dirigidas a los pastores protestantes, demostrando 
la tremenda ((574)) responsabilidad que asumían ante el tribunal de Dios, arrebatando las ovejas de su redil. «Son estas las palabras de un 
hermano vuestro que os ama, y os ama mucho más de lo que creéis. Palabras de un hermano, que se ofrece a sí mismo y todo cuanto puede 
tener en este mundo para vuestro bien... Lleno de terror y de espanto ante la incertidumbre de la salvación de vuestra alma y de vuestros 
secuaces, levanto mis ojos y mis manos al cielo, invitándoos a vosotros y a todos los buenos a suplicar a Dios misericordioso quiera 
iluminaros con los rayos de su gracia celestial, de modo que, volviendo al paterno rebaño de Jesucristo, podamos llenar de alegría el 
paraíso, llevar la paz a vuestras almas, y alcanzar una fecunda esperanza de salvación para todos». 

Estos seis fascículos se publicaron de marzo a agosto distribuidos con otras obritas; y se recogieron después en un solo volumen, cuya 
edición se agotó muy presto. Mas don Bosco volvió a editarla en 1882, notablemente aumentada y corregida, con el nuevo título que hoy 
conserva: El Católico en el siglo, etc. Léase este precioso libro y se verá con cuánta justicia se haya llamado a don Bosco martillo de los 
protestantes. 

Durante el mes de abril se distribuía la biografía de Santa Zita, sirvienta, y San Isidro, labrador, con un apéndice de tres narraciones 
morales. 

Argumentaba de este modo contra los protestantes: «Entre las muchas razones que demuestran la santidad de la Iglesia Católica está 
también la de que, durante largo tiempo, muchos de sus miembros resplandecieron con sus insignes virtudes y milagros, y que todos sus 
hijos son llamados a la santidad. 

»Las otras religiones, por el contrario, llevan impreso consigo el marco del vicio. En su mismo origen, lejos de ser predicadas por 
hombres distinguidos por su virtud y santidad, ((575)) lo fueron por hombres viciosos o apóstatas; y, si se descubre alguna virtud en sus 
seguidores, débese atribuir a los sentimientos de Dios Creador, insertos 
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en el corazón del hombre al dotarle de razón, o bien a lo que retuvieron de la Santa Religión Católica. 

»Por lo demás, podemos desafiar a calvinistas, luteranos, valdenses, anglicanos, a todos los herejes juntos de todas las sectas a 
mostrarnos una sola persona de entre ellos, tan eminentemente virtuosa en grado heroico como exige la Iglesia romana a sus hijos para 
levantarlos al honor de los altares... »Y han sido capaces los protestantes de poder mostrar un milagro realizado por sus jefes o por alguno 
de sus seguidores? íNunca! En cambio, en el seno de la Iglesia Católica Romana, se han realizado y todavía se realizan verdaderos 
milagros, y quien lo desee, puede asegurarse de ello leyendo los procesos apostólicos... Ahora bien, »quién no sabe que los milagros son 
una prueba evidente de la verdad y de la santidad de la Religión?... Dios no puede concurrir con prodigios a la autorización de una Iglesia, 
que no sea la establecida por El, única fuente de verdad y de santidad; pues, de otro modo, él mismo empujaría al error. Pero en la Iglesia 
Católica Romana hay santos y verdaderos milagros; por consiguiente, necesariamente es ella la verdadera Iglesia de Dios, autor soberano 
de toda santidad y de todos los milagros». 

Esta libertad de palabra, inspirada en el praedicate super tecta (predicad por encima de los techos), mandado por el Divino Salvador, 
hacía pensar seriamente a la Curia Arzobispal, que conocía los feroces propósitos de las sectas. Don Bosco, después de haber preparado los 
fascículos y antes de darlos a la imprenta, los presentaba para la correspondiente censura; pero, íhecho singular! sólo los de los primeros 
seis meses llevan la nota: Con aprobación de la Censura Arzobispal, pero ninguno de los delegados había querido añadir su propia firma. 
Ninguno aceptaba asumir el cargo de censor. ((576)) Aducían la razón de que era un asunto peligroso, en aquellos momentos, trabar batalla 
con protestantes y masones que, para deshacerse de sus adversarios, aprovechaban cualquier medio. En prueba de ello, recordaban el 
asesinato del conde Peregrino Rossi, de monseñor Palma y del abate Ximenes, director del periódico Lábaro de Roma, y de muchos otros 
defensores de la verdad, apuñalados por aquellos tiempos. Por una parte no andaban del todo equivocados sus temores: porque lo que poco 
más tarde sucedió, en el mismo Turín, al intrépido director de Armonía de entonces, el teólogo Santiago Margotti, hizo ver lo que un 
escritor católico podía esperar de ciertos sectarios 1. Sin embargo, después 

1 El 28 de enero de 1856, hacia las nueve y media de la noche volvía el teólogo Margotti, 
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de algunas reflexiones de don Bosco, ((577)) el canónigo José Zapatta, se complació en ceder a sus demandas, y se encargó de censurar un 
manuscrito; pero, apenas si había leído medio fascículo, cuando espantado del todo, hízole llamar y le devolvió el cuaderno diciendo: 
«Corrija su trabajo. Usted ataca de frente y desafía a los enemigos. Yo no me atrevo a firmar y entablar combate, porque no puedo arriesga 
mi vida». 

»Qué hacer? De acuerdo con el Señor Vicario General, expuso don Bosco la cuestión al Arzobispo, el cual, desde el destierro no cesaba 
de prestarle toda ayuda posible. Al saber estas dificultades, el celoso Prelado envió una carta a don Bosco para que se presentara a 
monseñor Luis Moreno, Obispo de Ivrea. En ella rogaba el eximio Arzobispo a su sufragáneo que quisiera proteger las Lecturas Católicas 
con su Censura, y monseñor Moreno se prestó a ello de buen grado. Delegó para este fin al abogado Pinoli, su Vicario General, para revisa 
los fascículos a publicar, autorizándole, sin embargo, a callar su nombre. 

Don Bosco se mantenía firme en su puesto de batalla. «Había sido amenazado de palabra y por escrito, afirma don Miguel Rúa, pero él, 
confiando en Dios, no desistió. Tenía la satisfacción de que las Lecturas Católicas, apenas habían sido leídas, habían gustado a todos los 
asociados». Para los meses de abril y junio hizo imprimir un pequeño volumen anónimo, dividido en dos fascículos, que se titulaba: Una 
buena madre de familia: conversaciones morales ((578)) 

según su costumbre, a su casa, en la calle de la Zecca, casa Bitago. A la vuelta de la esquina, para pasar de la calle Vanchiglia a la de la 
Zecca, junto al café del Progteso, fue improvisamente atacado por cierto sujeto que, propinándole un golpe en la cabeza con un grueso 
leño, le hizo caer desplomado por el suelo. Aturdido y sorprendido por el estacazo, el teólogo Margotti, cayó por tierra, perdió los sentidos 
y quedó tendido de bruces hasta que, pasando por allí casualmente un buen hombre y viendo a un sacerdote tendido en tierra, acudió a él y 
lo levantó. El teólogo volvió en sí y preguntó dónde se encontraba. Aquel hombre le respondió que se encontraba en el ángulo de la casa 
Birago. Rogóle el teólogo que le acompañase a su casa, indicándosela. Acompañado y sostenido por el desconocido, pudo volver a entrar 
en su casa, donde se le aplicaron inmediatamente los primeros cuidados. Se llamó a los médicos, que no encontraron ninguna lesión grave. 
El golpe, dirigido a la sien izquierda, al caer de arriba a abajo, quedó amortiguado por el cabello, y sólo sufrió una contusión la región de la 
oreja, cuya parte exterior quedó rasgada. 

El asesino, que tal vez creyó que su víctima estaba muerta, huyó y dejó en el suelo el leño, con el que había cometido el crimen. Al ver 
aquel madero parecía imposible que el Teólogo hubiera podido escapar con tan poco daño. No se trataba de un leño ordinario, sino de un 
grueso garrote de fresno, más delgado por una punta y más grueso por la otra, toscamente cortado: como un leño ordinario para echar al 
fuego. 

Pero afortunadamente, el intento de los asesinos falló, y el valeroso escritor, totalmente restablecido al poco tiempo, volvió a tomar la 
pluma y siguió empleando su incomparable talento en favor de la Iglesia y de la Sociedad. 
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adaptadas a las clases populares más sencillas. Se trata de una señora, que reúne en casa a algunos vecinos de su pueblo a los que explica e 
Credo a través de consideraciones morales. El autor anónimo escribía así al cristiano lector: «Aunque nunca faltaron los enemigos de la 
salvación eterna de las almas, sin embargo se unieron en nuestros días de tal forma, como quizá nunca lo hicieron en el pasado. 

»Hombres licenciosos, incapaces de soportar el yugo de la verdad, guiados por bajos y viles instintos, con sutiles y pérfidas cavilaciones, 
no se avergüenzan de atacar y calumniar la Santa Religión en la que, por una gracia especial de la divina misericordia, nacieron y se 
educaron. Con la excusa de iluminar y conducir al pueblo a una sólida virtud, esparcen éstos, entre la clase más sencilla de obreros, 
artesanos y campesinos, las máximas de la más perversa y falsa doctrina; se afanan por propagar, con escritos y grabados inmorales, la 
incredulidad, insinuando el indiferentismo, el peor de todos los males; halagan las pasiones, y llevan a los incautos y sencillos a la 
perversión de costumbres, la seducción y corrupción de los corazones, haciéndoles partícipes de los vicios que acechan y arruinan 
sordamente a la humana sociedad... 

»Para ayudaros, oh cristianos lectores, en medio del torbellino de tan grandes tormentas, en medio del asalto de tantos enemigos, se os 
presenta para vuestro entretenimiento: El Católico instruido en su Religión, con los principios fundamentales de nuestra santa Religión, a 
la cual debéis permanecer inalterablemente unidos con la fe; se os dan, en las presentes sencillas conversaciones, saludables instrucciones, 
que os pondrán en situación de actuar constantemente de acuerdo con ella y de administrar la justicia de vuestra creencia por vosotros 
mismos...». 

Don Bosco combatía denodadamente la herejía, pero ésta levantaba la cabeza con arrogancia. El ocho de mayo por la noche, ((579)) 
fiesta del Estatuto, apareció iluminado con gran lujo y ostentación el nuevo templo de los valdenses, y los estudiantes, en grupos, guiados 
por sus profesores, acompañados por muchas sociedades obreras, instruidos según los principios de libertad de la Gaceta del Pueblo, 
después de una ruidosa ovación ante el monumento a Siccardi 1, con ultraje del Clero, llegaron al templo valdense, respondiendo con 
vítores 

1 Siccardi, es el ministro que promovió la ley que suprimió el fuero eclesiástico. Tiene un monolito dedicado, de unos diez metros de 
altura, en la plaza Savoia de Turín. (N. del T.). 
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a las voces estentóreas que proferían las aclamaciones de: íViva la libertad de cultos! í Viva la libertad de conciencia! 

En el mes de mayo escribía el mismo don Bosco el fascículo NOTICIAS HISTORICAS SOBRE EL MILAGRO DEL SANTISIMO 
SACRAMENTO que tuvo lugar en Turín el 6 de junio de 1453, con una alusión al cuarto centenario de 1853. 

«Al lector.-En medio de la común alegría de todos los buenos católicos en la solemnidad del Centenario del milagro del Santísimo 
Sacramento, obrado por Dios en esta nuestra ciudad, espero sea agradable una narración histórica, breve y sencilla, de modo que instruya lo 
suficiente a los menos cultos y faltos de libros oportunos, y que no tienen tiempo para leer los grandes volúmenes impresos sobre este 
glorioso suceso. 

El que deseare tener más amplio conocimiento de tal hecho puede leer alguno de los autores anotados al fin del librito, de donde hemos 
sacado estas noticias. Yo me limito a una narración histórica del milagro, añadiendo algo que se refiere a la próxima solemnidad y un 
diálogo familiar sobre los milagros. 

Bendiga el Señor a todos los turineses y conserve a todos los católicos dentro de la santa fe católica, única religión que puede presentar 
verdaderos milagros como confirmación de las verdades que profesa. 

JUAN BOSCO, Pbro.». 

((580)) Los turineses se preparaban para celebrar solemnemente el centenario del milagro. Atravesaba Turín la noche del 6 de junio de 
1453 un hombre, que conducía un mulo cargado de mercancías. Venía de Exilles, pueblo vecino a Susa que, por alborotos de guerra, había 
sido saqueado aquel año. Entre los despojos, cargados sobre el mulo, había una custodia, robada en la iglesia del lugar, con la forma 
consagrada en el viril. Al llegar frente a la iglesia de San Silvestre el animal se repropia, se para, tambalea y cae a tierra. El guía hace los 
imposibles para que el animal se levante y se ponga en marcha. Se rompen las cuerdas del envoltorio, se alza por los aires la custodia y 
aparece a la vista de todos los presentes más resplandeciente que el sol. Avisan al obispo monseñor Ludovico dei Marchesi Romagnano 
que acude con el clero y una gran multitud. A su presencia desciende la custodia quedando radiante en el aire la Hostia divina, la cual, 
mientras se oía gritar por todas partes: Quédate con nosotros 
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Señor, va descenciendo, poco a poco, para posarse en un cáliz que sostiene el Obispo, y es solemnemente llevada a la catedral. En el lugar 
donde sucedió tan prodigioso milagro se levantó la iglesia del Corpus Christi. 

Este fue el origen de la singular devoción que los turineses profesan al Santísimo Sacramento. 

No podía presentarse contra los valdenses una prueba más espléndida de la presencia real y permanente de Jesucristo en la Eucaristía. 
Don Bosco no olvidaba de transcribir en su librito algunas frases de la pastoral que, con tal motivo, había dirigido al clero y al pueblo 
monseñor Fransoni, desde Lyon. El Arzobispo, después de recordar los graves peligros en que se encontraban sus diocesanos por las 
insidias con que los herejes se esforzaban por seducir a los incautos, les recordaba que el primer medio y el más poderoso para no ser 
víctimas del error, era el «de unirse indisolublemente a la autoridad de la Iglesia católica y consiguientemente ((581)) al Romano Pontífice, 
su cabeza visible, sucesor de San Pedro». 

Don Bosco teminaba la obra, exponiendo el horario de las sagradas 
funciones del Corpus Christi, en el que se incluía un triduo y un octavario solemnísimos. 

El librito se agotó muy pronto; pero don Bosco, con aquella intuición de futuro que, bien puede decirse, era tan suya, volviendo un día 
con el clérigo Miguel Rúa del chalé del profesor don Mateo Picco, adonde solía retirarse por algunos días para atender a sus escritos, al 
llegar al barrio, entonces llamado de San Albino y San Evasio, detrás de la Gran Madre de Dios, hizo recaer la conversación sobre las 
fiestas centenarias de Turín y sobre la buena acogida y amplia difusión de su opúsculo. Después, dejando volar su pensamiento hacia el 
porvenir, dijo al clérigo, que le hacía de secretario: 

-El año 1903 se celebrará el cincuentenario del milagro y yo ya no estaré, pero tú, sí; te encargo desde ahora la reedición de este libro. 

-Con mucho gusto, respondió el clérigo Rúa, acepto tan dulce encargo; pero, »y si la muerte me hiciese una broma de las suyas y me 
llevase de este mundo, antes de esa fecha? 

-Puedes estar tranquilo: la muerte no te hará esa broma y tú podrás cumplir el encargo que ahora te confío. 

Miguel Rúa, cuando oyó hablar a don Bosco con tal seguridad, guardó aparte un ejemplar, y después de sufrir varias y graves 
enfermedades, lo sacó afuera en 1903 e hizo la reedición que se le había confiado. 
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Las fiestas resultaron espléndidas. La iglesia del Corpus Christi había sido restaurada ricamente. De todas las partes del Piamonte 
acudieron las cofradías y el pueblo para hacer su comunión. El día de la solemnidad asistió a la santa misa el Rey, de gran gala con toda su 
familia. Doce Arzobispos y Obispos acudieron al ((582)) triduo y al octavario. Se hicieron dos noches de luminarias públicas por toda la 
ciudad. Fue quizá la última vez que se vieron iluminados, con motivo de fiestas religiosas, el Palacio Municipal, el del Senado y el de la 
Academia de Ciencias. Solamente la Cámara de Diputados, el barrio de los judíos y el templo en construcción de los valdenses quedaron 
envueltos en la más completa oscuridad. Dos veces se empezó la procesión triunfal, el día seis de junio y el de la octava; tronaban los 
cañones, sonaban las campanas; pero violentas tormentas impidieron ambas veces que prosiguiese la procesión. Un grupo de libertinos, 
que se recomía de rabia ante aquel espectáculo de fe, se desquitó con aplausos ofensivos y grandes silbidos al ver deshacerse la procesión. 
Pero aquel desahogo de despectiva complacencia, merecía compasión. Creían que Turín era medio protestante y vieron que era totalmente 
católica. La Gaceta del Pueblo de aquellos días había sido obscena e impunemente blasfema y, al igual que ella, toda la prensa liberal. Don 
Bosco, que había tomado parte en el religioso cortejo, volvió las dos veces al Oratorio con los hábitos chorreando agua hasta mover a 
compasión a los muchachos. 

Don Bosco, en medio de aquellos días de cosas tan grandes no olvidaba las pequeñas. Quería dar una prueba de su agradecimiento a don 
Miguel Angel Chiatellino, profesor de didáctica en Carignano, y que en tantas ocasiones le había ayudado en el Oratorio. Se lo encontró 
por Turín y le dijo graciosamente: 

-»Me paga un café? 

Don Miguel Angel miró maravillado al amigo, que le hacía una pregunta 
tan extraña e inesperada por él, y le respondió: 

-Con mucho gusto, con mucho gusto. 

Entraron, pues, en un café y don Bosco le expuso que en Borgo Cornalense estaban sin maestro de escuela y que él había pensado que 
era un puesto muy apropiado para un sacerdote como él, amigo de la tranquilidad. ((583)) A la par sería capellán de la señora duquesa de 
Montmorency, propietaria de la escuela y que habitaba en su palacio de Borgo. Halagó la idea a don Miguel Angel y se lo agradeció; pero, 
propuso consultar a don José Cafasso antes de aceptar. Este fue el motivo de las siguientes cartas. 
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Muy querido Señor Don Miguel Angel Chiatellino: 

He hablado con don José Cafasso de nuestro asunto, sin decirle que ya había tratado de ello con usted, y, sin la menor duda, me 
respondió que era un puesto que le convenía y que le escribiera inmediatamente para saber su parecer; así que, por este lado, no tenga la 
menor dificultad. Piénselo, y en cuanto me comunique su asentimiento, iremos, statuto tempore (fijado el tiempo), a visitar a la Señora 
Duquesa. 

Deprisa, pero con todo el corazón, me ofrezco en el Señor. 

Turín, 16 de junio de 1853 

Afectísimo amigo, 

JUAN BOSCO, Pbro. 

Muy querido Señor Chiatellino: 

Ayer estuvo aquí en Turín la Señora Duquesa Laval Montmorency y se acordó lo referente a su escuela. Ella desea hablar con usted para 
entenderse sobre la escuela, el modo de llevarla, la manutención, la manera de preparársela, etc. Hay local para usted y una persona de 
servicio; parece que le gustaría también una hermana suya; pero, dice ella, que esta hermana sirviese al sacerdote y no que fuese servida. 
Estas son cosas de poca monta, que se arreglan fácilmente, hablando. Si puede darse un paseo hasta Borgo el jueves veintitrés del 
corriente, se le espera; yo no puedo acompañarle, pero ((584)) usted empezaría ya el camino. Si lo hace junto con el teólogo Appendini 
sería estupendo; aetatem habes, interroga et videbis (ya eres mayor, pregunta y resuelve). No tengo tiempo para escribir más. Saludos a sus 
parientes y a los demás amigos míos y quiérame en el Señor. 

Turín, 21 de junio de 1853 

Afectísimo
JUAN BOSCO, Pbro.


Y don Miguel Angel Chiatellino habitó en Borgo Cornalense, mientras vivió la Duquesa, edificando con sus virtudes en la escuela, en el 
pueblo y en el palacio. Eran dignas de admiración su especial santidad de costumbres y su exactitud en el cumplimiento de los deberes. Sus 
alumnos le querían como a un padre y aprendían la 
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manera de vivir en familia y en sociedad. De cuando en cuando iba a visitar a los muchachos de Valdocco a los que llevaba la alegría de un 
amigo. Don Bosco se servía de él durante las vacaciones, para la predicación de ejercicios espirituales, que nunca rechazó. Durante años y 
años predicó siempre la novena del santo Rosario en I Becchi. Su palabra, inspirada para la salvación de las almas, lograba arrastrar a 
muchas al Señor. 

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((585)
)


CAPITULO 
L


LA CASA PINARDI Y DON JOSE CAFASSO -DON BOSCO PENITENTE DE DON JOSE CAFASSO -SU FAMILIARIDAD Y 
UNION DE ESPIRITU CON EL DIRECTOR DE LA RESIDENCIA SACERDOTAL -GENEROSIDAD DE DON JOSE CAFASSO 
CON EL ORATORIO Y SUS LUCES SOBRENATURALES -LAS VOCACIONES -RECONOCIMIENTO DE DON BOSCO Y DE 
SUS MUCHACHOS 

DON Bosco, apenas lo permitió la estación, hizo quitar los escombros de la casa hundida en el espacio donde se debían reemprender los 
trabajos de construcción desde los cimientos. El perjuicio fue valorado en diez mil liras, aunque debió ser mucho mayor el del maestro de 
obras, que había aceptado la construcción por contrata y fue condenado por la comisión de obras del Ayuntamiento a rehacer mejor los 
trabajos. Pero don Bosco, lleno de compasión, prometió ayudarle. Mientras tanto, tal vez como consecuencia del desastre, por escritura del 
veintiséis de enero de 1853 ante el Notario Turvano, los derechos adquiridos por el teólogo Borel, el teólogo Murialdo, don José Cafasso y 
don Bosco, al comprar la casa Pinardi, se reunían ahora en los sacerdotes Juan Bosco y José Cafasso. Los otros se retiraban de la sociedad, 
cargando sobre los dos nuevos copropietarios su parte del débito Rosmini. 

Don José Cafasso, por tanto, continuaba siendo el fiador de ((586)) don Bosco; y, ya que aparece aquí este bendito nombre, queremos 
dedicar un recuerdo especial a quien, durante casi veinticinco años, guió y socorrió a don Bosco espiritual, moral y materialmente en todas 
sus necesidades. Un maestro santo, y santo el discípulo que le eligió por confesor, que acudía cada semana a él para manifestarle el estado 
de su conciencia. 

Tenía don José Cafasso su confesonario en la iglesia de San Francisco de Asís, junto al altar de Nuestra Señora de las Gracias, y siempre 
había en su derredor una turba apiñada que aguardaba turno. Don Bosco se arrodillaba en el suelo junto a una columna, enfrente del 
confesonario, para prepararse, y allí permanecía hasta 
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que don José Cafasso le veía. Entonces el confesor, a fin de que el venerando sacerdote no tuviera que perder mucho tiempo, hacíale una 
señal, levantaba la cortinilla, y él, con la cabeza inclinada y porte recogido, se acercaba y se confesaba por la parte delantera del 
confesonario, con edificación de los presentes. Le acompañaba siempre el clérigo Santiago Bellia, mientras frecuentó el Oratorio, y 
después, otros clérigos, todos los cuales admiraban el porte que transparentaba su fe y su humildad. 

Don Bosco amaba y veneraba a don José Cafasso y le quería con el cariño de un hijo, al que don José Cafasso correspondía con vivo 
amor paterno. 

Don Bosco iba casi cada día a la Residencia Sacerdotal, y asistía, siempre que podía, a las conferencias de moral. Al principio iba allí po 
la mañana; después, cambió de hora, y lo hacía hacia las cuatro de la tarde. No salía de allí hasta las nueve, acompañado por algún 
empleado de la misma Residencia. Pasaba casi las cinco horas en la biblioteca, donde estudiaba sin molestia alguna, y preparaba sus libros 
tan fecundos de espiritualidad en defensa de la religión. No dejaba nunca de visitar a don José Cafasso, que le dispensaba ((587)) toda su 
confianza. Algunas semanas, en las que se sentía tan ocupado que, a duras penas, tenía un momento de respiro, rehacía sus fuerzas con una 
palabra, una mirada, una sonrisa, un gesto de don José Cafasso, que le inspiraban siempre más energías para continuar su misión. Y de él 
dependía en todo, lo mismo para regular su propia conciencia, que para dirigir las obras externas que desarrollaba; a él obedeció, mientras 
vivió, por entero y sin observaciones. A menudo se entretenía don Bosco con él durante largos y secretos coloquios; fue durante uno de 
éstos, a principios de 1851, cuando dijo a don José Cafasso, que se lo había preguntado: 

-El tiempo de vida que aún le queda no pasará de diez años. 

Y se cumplió la previsión. 

Escribió don Ascanio Savio: «Allí, en la habitación de don José Cafasso, es donde don Bosco fue estudiando con él la compra de la casa 
y del patio Pinardi y la erección de la iglesia de San Francisco, que ahora se llama la antigua iglesia, la adquisición de otros terrenos para 
atender a la necesidad y a la instalación de los talleres y de una librería, y la fundación de las Lecturas Católicas. Cuando volvía a casa y 
hablaba con sus alumnos, se dejaba escapar alguna palabra sobre estos nuevos planes proyectados, y decía cosas que parecían sueños y 
ahora son realidad». 

Mas, con la ayuda de Dios, no podía ser de otro modo. Maestro y 
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discípulo caminaban de acuerdo: tenían el mismo fin, la misma idea, el mismo pensamiento. 

«En una sola cosa, dijo un día don Bosco a un personaje distinguido, pareció que no estábamos de acuerdo y por ella sostuvimos una 
discusión, paseando por la explanada del Santuario de San Ignacio. Decía él que el bien debe hacerse bien, y yo sostenía que bastaba 
hacerlo sencillamente en medio de tantos males». Y los dos tenían razón porque don José Cafasso hablaba de las cosas por sí mismas; don 
Bosco, en cambio, demostraba que, cuando no se puede hacer de otra manera, es ((588)) mejor hacerlo como se puede, pero con recto fin, 
antes que abandonar una empresa. 

Pero el buen acuerdo entre los dos no se rompía por una insignificancia de apreciación; don José Cafasso defendía siempre a su 
discípulo, cuando alguno se permitía criticarlo. 

Hubo respetables y doctos eclesiásticos que le presentaron sus quejas, porque don Bosco no se doblegaba a los consejos que ellos le 
daban, cuando éstos no iban de acuerdo con sus planes y sus ideas. Respondióles don José Cafasso poniendo de relieve la vida sacerdotal 
de su penitente: 

«-Pero, »sabéis bien vosotros quién es don Bosco? Yo, cuanto más lo estudio menos lo entiendo. Le veo sencillo y extraordinario, 
humilde y grande, pobre y ocupado en planes grandiosos, aparentemente irrealizables, y aunque contrariado, diría incapaz, triunfa 
esplendorosamente en todas sus empresas. Don Bosco es para mí íun misterio! Estoy seguro de que trabaja para la mayor gloria de Dios, 
que sólo Dios le guía, que sólo Dios es la finalidad de todas sus obras». 

Don José Cafasso estaba persuadido de que el Señor conducía a don Bosco por caminos nuevos y extraordinarios, y por eso era dadivoso 
al socorrerlo. 

Rara vez salía don Bosco de su habitación con las manos vacías, como él mismo aseguró. Frecuentemente, teniendo que pagar a fin de 
mes una deuda de pan de doscientas o trescientas liras, y no teniendo dinero, don José Cafasso se lo entregaba. Prometíale don Bosco que 
ya estudiaría el modo y manera de pagar él, al mes siguiente; pero, hete aquí, que al poco tiempo le presentaba con gracia otra factura del 
panadero. Don José Cafasso, en broma, le decía: 

-Usted don Bosco, no es un caballero. Los caballeros mantienen la palabra dada; usted, en cambio, promete pagar todos los meses, pero, 
mientras tanto, quien paga siempre soy yo. Amigo mío, piense ((589)) en ponerse a tono. 
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Y le entregaba la cantidad pedida. 

Experimentando la bondad de don José Cafasso, tuvo don Bosco una prueba más de los dones sobrenaturales con que Dios le había 
adornado. Expúsole un día la apretada necesidad de socorro en que se encontraba. Respondióle don Cafasso que sentía mucho no poder 
darle nada; pero luego, tras haber reflexionado un momento, le dijo: 

-Vaya a la plaza de San Carlos, siga a uno que le llamará por su nombre y encontrará lo que desea. 

Don Bosco obedeció, y, al llegar a la plaza de San Carlos, he aquí que le detuvo un criado y le dijo: 

-»Es usted don Bosco? 

Y, ante la respuesta afirmativa, añadió que su señora deseaba hablarle. Acompañó don Bosco al criado, entró en una casa palaciega, llegó 
hasta la habitación de una rica matrona enferma, la cual, después de pedirle informes sobre su Oratorio, le entregó una fuerte suma de 
dinero. 

Don Bosco mismo contó esto al clérigo Bellia, y, seguro de que su santo maestro estaba iluminado por el Señor cuando aconsejaba, 
muchas veces le enviaba a sus jóvenes para que él decidiese. 

El 1853 le presentó a los alumnos Juan Cagliero y Angel Savio para que examinara su vocación. «Don José Cafasso, escribe monseñor 
Cagliero, después de habernos examinado, nos habló de la vocación al estado eclesiástico con palabras y conceptos sublimes, y con tal 
sentido práctico y unción, que nos hizo comprender la grandeza de esa gracia y la dignidad del ministerio sacerdotal. Y después de 
animarnos a ser fieles, añadió lleno de santo entusiasmo: -Mirad: yo me hice sacerdote una vez; pero si fuese necesario, ívolvería a 
hacerme sacerdote cien veces más!». 

Otro día envió a la Residencia Sacerdotal a Massaia y Fusero. Por el camino discutieron sobre una cuestión ((590)), no sabemos si 
escolar o religiosa. Pero, apenas llegaron ante don José Cafasso, resultó que éste, sin dejarles abrir la boca, díjoles: 

-En cuanto a lo que discutíais durante el camino, es así y asá, tú tenías razón y tú te equivocas. Y en cuanto a la vocación, ateneos a lo 
que os diga don Bosco. 

Respuesta admirable y demostración con la que hacía comprender, iluminado por lo Alto, que don Bosco era un juez seguro en cuanto a 
la prudente elección de estado. 

De vuelta los muchachos en el Oratorio, contaron a don Bosco el maravilloso suceso que, a su vez, confirmaba la opinión de santidad en 
que todos tenían a don José Cafasso. En efecto, don Bosco, según 
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nos contó el canónigo Anfossi, hablaba frecuentemente de los hechos y palabras, de las heroicas virtudes y la generosidad del gran siervo 
de Dios. Y repetía a muchachos y a clérigos sus eficaces amonestaciones para hacer amar la mortificación cristiana: «Huíd de todo hábito, 
hasta del más indiferente: hemos de acostumbrarnos a hacer el bien y nada más: nuestro cuerpo es insaciable: cuanto más se le da, más pide 
y cuanto menos se le da, menos exige». 

Don Bosco no dejaba de animar a los suyos a trabajar con energía, sin deseo de solaz y descanso. Y añadía: 

-»A que no sabéis qué respondía don José Cafasso cuando le invitaban a tomarse alguna diversión? -Tengo bastante más que hacer, que 
divertirme. Cuando no tenga nada que me urja, entonces iré a divertirme-»Y eso cuándo será? -Cuando estemos en el paraíso. 

Lo presentaba también como ejemplo para la salvación de las almas y lo describía en las misiones populares, en la Residencia Sacerdotal 
en las cárceles, en los hospitales y en varios otros ejercicios del magisterio sacerdotal. Contaba un día: 

-«Habiendo sabido don José Cafasso (1856) que había en Vercelli un condenado a muerte desesperado y que no quería saber nada de 
sacramentos, ((591)) salió inmediatamente de Turín, en compañía de un cofrade de la Hermandad de la Misericordia, hacia las cuatro de la 
tarde. Llegó a donde estaba el condenado, logró calmarlo, le confesó, le dio la comunión y le acompañó hasta el lugar del suplicio. 
Después, tomó un piscolabis, volvió corriendo a Turín y llegó a la Residencia Sacerdotal hacia las seis y media de la tarde. En vez de ir a 
comer, acudió inmediatamente a dar su clase a los residentes, puesto que en aquel momento sonaba la campana. Como alguien le invitara a 
descansar un poco respondió: descansaremos en la tumba, regnum coelorum vim patitur (el reino de los cielos padece violencia). Esta era 
su respuesta habitual». 

De vez en cuando entretenía particularmente a sus alumnos contándoles las atenciones que don José Cafasso prestaba a los muchachos 
pobres, y cómo les enseñaba las verdades de la fe, cómo compraba ropa a algunos para que pudieran entrar decentemente vestidos en la 
iglesia y cómo buscaba trabajo a otros en casa de algún honrado patrón; pagaba a muchos los gastos del aprendizaje, o les daba de comer 
hasta que podían ganar con qué hacer frente a la vida con su propio trabajo. 

-Conozco a muchos, añadía, que, por su pobre condición o por los tristes sucesos acaecidos en su familia, no podían seguir ninguna 
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carrera. Hoy día algunos de ellos son párrocos, vicepárrocos o maestros de escuela. Otros son notarios, abogados, médicos, boticarios o 
procuradores. Los hay propietarios del campo, dueños de tiendas, negociantes y comerciantes. Y todos ellos deben su fortuna a don José 
Cafasso. 

Pero, además de esto, recordaba a los muchachos del Oratorio la obligación que también ellos tenían de ser agradecidos a don José 
Cafasso y de rezar por él. Nos escribía monseñor Cagliero: 

«-Recuerdo que don Bosco nos dijo muchas veces: -Si yo me quedé en Turín, fue por obedecer a don José Cafasso; gracias a su consejo y 
a su dirección, empecé a reunir en los días festivos a los galopines de ((592)) la calle para catequizarlos; gracias a su ayuda, fui recogiendo 
en el Oratorio de San Francisco de Sales a muchachos abandonados para preservarlos del vicio y formarles en la virtud. íNo lo olvidéis! El 
primer catequista de nuestro Oratorio fue don José Cafasso y sigue siendo constantemente su promotor y bienhechor. -Y nosotros amamos 
y veneramos a nuestro querido padre; pero no amamos menos ni veneramos menos al sacerdote José Cafasso». 
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((593)) 

CAPITULO LI 

SE REEMPRENDEN LOS TRABAJOS PARA LEVANTAR DE NUEVO EL EDIFICIO ARRUINAD0 -BIENHECHORES -UNA RIFA 
PEQUEÑA -CARIDAD DE DON BOSCO CON EL MAESTRO DE OBRAS -PREDICACIONES -ORNAMENTOS PARA LA NUEVA 
IGLESIA -UNA CAMPANA NUEVA -LAS CUARENTA HORAS -MONSEÑOR ARTICO, DON BOSCO Y LA FIESTA DE SAN 
LUIS 

AL llegar la primavera, se comenzaron de nuevo los trabajos para levantar el edificio arruinado. Las finanzas de don Bosco estaban 
exhaustas, andaba cargado de deudas. Mas éstas no le hacían perder el ánimo, ni su confianza en Dios. En efecto, se requería una fe viva, 
porque siempre se encontraba en medio de gravísimas angustias, debido también a las calamidades que continuamente oprimieron a las 
naciones. Estaba ahora en los principios, pero a medida que las dificultades irían aumentando, hasta agigantarse, él se convertiría también 
en un gigante para hacerles frente y superarlas, y lo mismo que ahora, así dirá entonces, bromeando en su dialecto piamontés: andand per la 
strà s'agiusta la somà. (Andando por el camino se asienta la carga del pollino). 

Y es que verdaderamente se cumplían en don Bosco, de continuo, las promesas hechas por Jesús a quien reza con fe. La Divina 
Providencia, que había inspirado a los bienhechores su generosidad con don Bosco para empezar el edificio, siguió ((594)) animándoles 
para ayudarle a reemprender las obras y acabarlas. Distinguiéronse entre éstos la egregia duquesa de Montmorency y los nobles señores 
marqueses de Fassati. También el conde Cays de Giletta y Caselette, que asiduamente acudía al Oratorio a enseñar el catecismo, en los días 
festivos, y daba a don Bosco aquel año una prueba de su caridad. Debía don Bosco, entre otras, mil doscientas liras al panadero, el cual 
amenazaba con dejarles pasar hambre, a él y a sus huérfanos, si no le pagaba. Cuando el Conde supo esto, cubrió aquella gran 
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deuda, y así pudieron seguir apagando su juvenil apetito. Hasta su Majestad el Rey Víctor Manuel le envió un subsidio 1. 

Sin embargo, estas sumas eran insuficientes, por lo que don Bosco iba realizando varios de sus planes. El primero fue el que publicó en 
el número del martes, 12 de abril de 1853, en Armonía. 

«Rifa de un caja de hierro con varios secretos regalada a beneficio del Oratorio masculino de Valdocco, aprobada por la Delegación de 
Hacienda, por decreto del 2 de marzo de 1853. 

»Está expuesta en el café de la Bolsa, calle de Puerta Nueva, junto a la plaza de San Carlos. 

»El sorteo se celebrará el treinta y uno del próximo mes de mayo, en la casa del Oratorio, arriba nombrado. 

»Cada número del sorteo vale una lira; el que tome cinco ganará la propina de dos liras». 

El clero concurría también generosamente, pero sus rentas iban menguando. El 28 de abril de 1853 acababa de introducirse la ley de la 
tasa mobiliaria y personal a los párrocos y a los beneficiados, y en septiembre aparecía un decreto real retocando las congruas parroquiales, 
establecidas por el Breve Pontificio de 1828. A la chita callando y sin alborotos, se procedía a la incautación de los bienes eclesiásticos. 

Mientras tanto, los muros rehechos del Oratorio estaban ya a cierta altura, cuando una orden del Ayuntamiento obligaba a suspender los 
trabajos. 

«Al Señor don Bosco. 

Por aviso de la Oficina de la Policía Municipal se notificaba el cinco de los corrientes al reverendo sacerdote don Juan Bosco, que: si 
quería obtener el permiso para continuar las obras emprendidas de construcción, era necesario que presentase certificado de un ingeniero o 
arquitecto colegiado, el cual asumiese la responsabilidad de 

1 Secretaría Real del Maestrazgo de la Orden de San Mauricio y San Lázaro. 

Habiendo autorizado S. M., por decreto de ayer, la entrega de 500 liras, a nombre de la Piadosa Obra de los Oratorios en favor de la 
juventud abandonada, cuyo director es el sacerdote don Juan Bosco, se informa al mismo para su norma, añadiendo que, en breve, será 
firmada la correspondiente orden de pago. 

Turín, 25 de febrero de 1853 

El primer Secretario de 

S. M. para el Maestrazgo:
CIBRARIO.
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la dirección de las obras a realizarse, de acuerdo con los planos aprobados por el Consejo Municipal, y que quedase consiguientemente 
ajeno del todo a la dirección de las obras quien no posee los necesarios conocimientos de la construcción. 

A pesar de la tal notificación, es del conocimiento del abajo firmante que continúan las obras de construcción, bajo la dirección del 
maestro de obras Bocca, el cual, aunque notificado ayer para cesar en el ((596)) trabajo, fue sorprendido esta mañana realizándolo, por lo 
que fue declarado por los guardias municipales en contravención a lo dispuesto. 

Así las cosas, importando a la seguridad pública que se suspenda absolutamente toda obra, invita el abajo firmante al reverendo sacerdote 
don Bosco, a que pare inmediatamente toda construcción, hasta tanto que, después de la presentación del certificado que se le ha pedido, 
no haya obtenido el permiso requerido por la oficina de la Policía Municipal. 

Al mismo tiempo, dado que la experiencia del año pasado demostró que el actual responsable de las obras no está en condiciones de 
poderlas dirigir con la requerida atención, el abajo firmante creería oportuno fuera sustituido por otro más capaz y activo. 

Desde el Palacio Municipal, a 21 de marzo de 1853 

El Alcalde
JUAN NOTTA»
.


Don Bosco admitió las órdenes del Alcalde, pero quiso interceder en favor del empresario. Este ciertamente no había correspondido a la 
confianza que en él se había puesto. Por su afán de ganancia, y por las prestaciones que cierta persona interesada exigía a los proveedores, 
la construcción de la iglesia de San Francisco había costado más de lo que valía. Pero don Bosco no quiso rescindir el contrato hasta que 
no estuvieran acabados todos los trabajos convenidos. Huía de todo pleito y era extremadamente delicado a la hora de juzgar al prójimo, 
aun con perjuicio de sus propios intereses. Cuando ponía la confianza en alguien, después de prudentes informaciones, no creía tan 
fácilmente poder ser traicionado o engañado. La caridad velaba su perspicacia, pese a ser tan grande. Con mucha facilidad ((597)) aceptaba 
razones y excusas en las cosas materiales, y dio prueba de ello en muchas ocasiones. Sin embargo, por su parte no admitía el despilfarro, ni 
de un céntimo, porque le parecía que era una ofensa a la justicia. Pero tenía en su favor una tesorera celestial 
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dispuesta a socorrerle, que garantizaba sus gastos y le permitía, de cuando en cuando, ciertas pérdidas, aún notables, porque quería que con 
ello quedara demostrada hasta la evidencia que no eran los hombres, sino ella misma quien edificaba. 

La confianza en María Santísima le quitaba toda preocupación para meterse en toda suerte de asuntos, por espinosos que ellos fueran. 
Frecuentemente iba por los pueblos de los alrededores de Turín, lo mismo para predicar un panegírico, que las cuarenta horas y a confesar 
y a tocar el órgano. Muchas veces le acompañaba su coro de cantores. Se recuerda que el dieciséis de mayo fue a San Vito, adonde habían 
ido los alumnos de las escuelas elementales para celebrar allí una fiesta en honor de San Luis Gonzaga. 

Mientras tanto, los albañiles habían reemprendido las obras, y don Bosco y sus bienhechores seguían pensando en la iglesia. El caballero 
Dupré compraba un comulgatorio de mármol para embellecer la capilla y el altar de San Luis. El señor marqués de Fassati proveía también 
de otro comulgatorio en mármol, más un juego de candelabros en latón bronceado, para la capilla de la Virgen. Faltaba en el campanario 
una campana adecuada, ya que la antigua era demasiado pequeña. Pero el conde Cays remedió la falta. Elegido, por segunda vez, 
mayordomo de la Compañía de San Luis, dejó un recuerdo perpetuo de su cargo, proveyendo al campanario de una sonora campana, que 
con su agudo tañido continuó llamando al Oratorio festivo durante muchos años, a los muchachos de la ciudad. El día de su colocación y 
bendición, se celebró una fiesta singular, con gran concurso de gente invitada para la ocasión. ((598)) Celebró la ceremonia religiosa el 
teólogo Gattino, cura párroco de Borgo Dora, delegado por monseñor Fransoni para aquella función, a petición de don Bosco 1. El mismo 
párroco pronunció después un 

1 ALOYSIUS EX MARCHIONIBUS FRANSONI 
SUPREMI ORDINIS SS. ANNUNCIATIONIS EQUES TORCUATUS ETC. ETC. 
DEI ET S. SEDIS APOSTOLICAE GRATIA 
ARCHIEPISCOPUS TAURINENSIS 

Dilecto Nobis in Christo admod. Rev.do D.no Augustino Gattino Curato Parochialis Ecclesiae SS. Simonis et ludae huius Civitatis, 
salutem in Domino. Viso memoriali subannexo Nobis exhibito, eiusque tenore considerato, CUM NOS AD BENEDICENDUM AES 
CAMPANUM IN PRECIBUS ENUNCIATUM ACCEDERE NON VALEAMUS, Apostolica Nobis commissa, et qua in hac parte 
fungimur, auctoritate, Te suprasalutatum ad hanc ipsam benedictionem peragendam delegamus, dummodo tamen et forma in Pontificali 
Romano praescripta utaris, et aquam adhibeas per Nos, vel per aliquem III.mum et Rev.mum D. D. Episcopum cum Sancta Sede 
Apostolica pacem et communionem habentem prius benedictam. 
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oportuno discurso, explicando el origen y los tres oficios principales de la campana, expresados en aquel verso: 

Laudo Deum verum, voco plebem, congrego clerum. 

(Alabo al Dios verdadero, llamo al pueblo, congrego al clero). 

Después del rito sagrado se representó una comedieta, que causó mucha alegría. 

El conde Cays regaló el dosel con su cenefa y varias colgaduras y tapices, y prestó ocho riquísimas lámparas, que habían servido de 
ornamentación y hecho ((599)) un gran servicio en los salones de la reina María Adelaida, con ocasión de sus bodas. Así que la nueva 
iglesia del Oratorio, dotada de los objetos más necesarios para el culto divino, estuvo a punto para la solemne exposición del Santísimo 
Sacramento durante las Cuarenta Horas, que se celebraron por tres días consecutivos, con extraordinaria concurrencia de muchachos y 
fieles. Para secundar el religioso celo y dar a todos la comodidad de satisfacer la propia devoción, se organizó a continuación de aquellos 
tres días, un octavario, predicado por las tardes, cuyo fruto fue un número incalculable de confesiones y comuniones, como si se hubiera 
tratado de unos Ejercicios Espirituales o de una Misión. El insólito fervor de piedad hizo que se continuaran las Cuarenta Horas 

Datum Lugduni die vigesima secunda mense Maio anno millesimo octingentesimo quinquagesimo tertio. 

» ALOYSIUS Ar.pus. 

I. Berruto Secretarius. 
(Hay un sello). 

LUIS, DE LOS MARQUESES FRANSONI,
DE LA SUPREMA ORDEN DE LA SMA. ANUNCIACION
CABALLERO DE LOS TORCUATOS, ETC. ETC.
POR LA GRACIA DE DIOS
Y DE LA SEDE APOSTOLICA ARZOBISPO DE TURIN


A Nuestro Amado en Cristo Muy Rdo. D. Agustín Gattino, Cura Párroco de la Iglesia Parroquial de San Simón y Judas de esta Ciudad, 
salud en el Señor. Visto el memorial anejo a Nos presentado, y considerando su tenor, NO SIENDONOS POSIBLE PROCEDER 
PERSONALMENTE A LA BENDICICION DE LAS CAMPANAS EXPRESADA EN LA PETICION, con la autoridad Apostólica a Nos 
otorgada, y que ahora ponemos en obra, Te delegamos para que lleves a efecto dicha bendición, con tal de que uses la fórmula prescrita en 
el Pontificial Romano y emplees agua previamente bendecida por Nos o por algún Ilmo. y Rdmo. St. Obispo que esté en paz y comunión 
con la Santa Sede Apostólica. 

Dado en Lyon el día 22 de mayo de 1852. 

» LUIS, Arzob. 

I. Berruto, Secretario 
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durante los años sucesivos, con predicación y otras prácticas devotas. 

Pero las alegrías del Oratorio no dejaban que don Bosco olvidara la aflicción de un venerando amigo. Seguía la guerra del periodismo 
sectario contra el Obispo de Asti, Monseñor Felipe Artico, y don Bosco intentaba consolarle cuanto le era posible en medio de sus 
amarguras. El buen Prelado había ido algunas veces al Oratorio de Valdocco, a pasar allí el día. En una ocasión hizo don Bosco representar 
a Francesia y a Tomatis el sainete por él compuesto titulado El deshollinador, y Monseñor quedó tan satisfecho que, con el permiso de don 
Bosco, regaló al protagonista un traje nuevo. 

Sucedió, pues, que entre los preparativos para la fiesta de San Luis y de San Juan, en Valdocco, invitó don Bosco a monseñor Artico para 
la solemnidad del Santo titular del Oratorio de Puerta Nueva. El Obispo asistió y, de una carta que escribió a don Bosco, se deduce la parte 
que él tomó en la fiesta, las bajas y continuas lindezas de los periódicos en su contra, el maligno espionaje a que estaba sometido, las 
calumniosas insinuaciones, las ((600)) angustias que habían desgastado las fuerzas de su abatido espíritu, y también el consuelo que recibía 
con las cartas y visitas de don Bosco. 

Muy querido don Juan: 

Oportunamente recibí su muy atenta y apreciada carta, que mitigó la amargura que me había producido la lectura del periodicucho soez 
L'Operaio d'Asti (El Obrero de Asti). Mucho más de lo que no logran ofenderme las injurias de los malvados, me consuelan las benévolas 
expresiones de los prudentes, y precisamente experimenté un agradable consuelo leyendo su afectuosa carta. 

El Señor ha querido, durante estos siete años, en los que he sido el blanco de las calumnias de mis perseguidores, concederme siempre la 
gracia de recibir, al mismo tiempo, insultos y consuelos, cartas o artículos infernales y cartas o visitas angelicales. Hasta el presente he 
callado poniendo mi causa en las manos del Señor, y puedo repetir, también yo, con el cántico de Zacarías: Salutem ex inimicis nostris 
(espero la salvación de nuestros enemigos). 

En efecto, el artículo que ya usted conoce de El Obrero, por haberlo leído en Turín, más el que salió el domingo pasado, prestan a usted, 
queridísimo don Juan, una ocasión oportuna, y le abren las puertas para escribir y publicar en la Gaceta Oficial, lo que su modestia no le 
hubiera permitido decir de sí mismo. En la cuarta 
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página, primera columna de El Obrero, del día tres de julio, número cuarenta (que tiene aquí el empleado Germando) se atrevió a escribir 
un corresponsal de esa capital, como usted verá, que yo no pude predicar, y puesto que tuvo el cinismo de mentir tan descaradamente, 
citando su nombre, tan respetado en Turín y fuera de la ciudad y su Oratorio, etc., creo que es necesario que usted, ((601)) de la manera 
más conveniente que crea oportuno, desenmascare y confunda al mentiroso corresponsal, y cuente lo que usted mismo y centenares de 
personas vieron y oyeron. El cielo sabe, si yo ambicionaba presidir y predicar; y usted también sabe, mi queridísimo don Juan, si, con la to 
que me atormentaba y el calor que me oprimía, tenía yo ganas de improvisar ningún discurso. 

En cambio, es un hecho que rechacé muchas invitaciones que se me hicieron en otras iglesias, y que sólo por el afecto que a usted y a sus 
queridos artesanitos profeso, asistí a su fiesta, a la que fui invitado, y no un intruso en ella. En fin, como usted se me ofreció 
espontáneamente a escribir a El Obrero, si éste se atrevía a hablar de mí con ocasión de la fiesta del Oratorio de San Luis, y porque el 
mismo abogado Torelli y otros se lo pidieron, me parece que todo lleva a obligarle a rechazar las mentiras y calumnias de mis eternos 
enemigos (aunque sean pocos) contando solamente lo sucedido y citando hechos. Ruégole, sin embargo, no hable del almuerzo de la 
mañana, ni de la lotería de la tarde, para que no parezca que yo he pagado el favor de sus artesanitos; además, puede decir que al 
marcharme después de la fiesta (como es verdad) quise yo también dejar un recuerdo al Pío Instituto, donde, a pesar de haber llegado de 
incógnito e imprevistamente el domingo (veintiséis de junio ppdo.), fui recibido y saludado con vítores espontáneos, por lo que se puede 
decir que mientras El Obrero de Asti imprimía y publicaba un crucifigatur (crucifíquesele) contra mí, en Turín se entonaba el hosanna de 
los hijos espirituales de don Bosco. Yo, por mi parte, imponía el silencio y rogaba no gritasen más: íViva Monseñor! 

Me parece que usted, en nombre de todos sus artesanitos, puede protestar contra El Obrero, y el calumniador corresponsal de Turín, un 
tal profesor Gatti, según se asegura. 

Incítese a recusar su nombre y, mientras tanto, denúnciesele públicamente como difamador y mentiroso, etc. Bastaría, ((602)) es cierto, la 
bendita carta que usted me escribió ayer, con fecha del seis de los corrientes y recibida por mí el día ocho, para tapar la boca de algunos; 
pero, ni puedo ni debo yo dejarla imprimir. Para impugnar, por otra parte, las indignas calumnias de El Obrero, que tantas falsedades 
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aseguró, y sobre todo, el que yo no fui recibido por los ministros, podría suscribir también el artículo el teólogo Granetti, testigo ocular de 
la acogida que me prestaron los Ministros; más aún, es necesario que el mismo Granetti, en su calidad de secretario o prosecretario del 
señor Obispo Renaldi, proteste contra la calumnia que aparece en la primera página del mismo El Obrero adjunto, contra mí y contra el 
Obispo de Pinerolo, a quien se hace decir lo que no dijo; y, por el contrario, atestigüe que me trató y abrazó como un hermano, que 
conversó conmigo durante casi tres horas y que, muy lejos de decirme abdicate (retírese), me añadió aún, etc... Puede que no le convenga a 
monseñor Renaldi hacer eso, aunque haría muy bien si se dignase insertar en la Gaceta Oficial dos líneas, diciendo: Declaro ser falso y 
calumnioso todo lo que el periódico El Obrero (tres de junio ppdo. n. 40) escribió referente a la conferencia sostenida por mí con monseño 
Artico Obispo de Asti, u otras semejantes expresiones. 

Si además quisiere el teólogo Granetti escribir un artículo aparte para insertarlo en la misma Gaceta Oficial, narrando lo que él presenció 
e impugnando la calumnia sobre Gioberti, ya que él ha leído las cartas que me escribió (lo que también puede hacer don Bosco si lo desea) 
quizá sería mejor. 

Entonces usted, antes que el teólogo Granetti, podría firmar la relación que usted escribirá, queridísimo don Juan, con el Rector del 
Oratorio, el conde Cays y el Regulador Radicati de Brozzolo. 

Pero, yo termino dejándolo todo en sus manos. 

Tempus tacendi et tempus loquendi; fiat lux; mentita est iniquitas sibi (tiempo de callar y tiempo de hablar; hágase la luz; la maldad se 
engañó a sí misma). ((603)) Salúdeme a sus clérigos y buenos artesanitos. Me encomiendo a sus oraciones y a las de usted, queridísimo 
don Juan. Lea y entregue al teólogo Granetti la hoja adjunta. 

Camarano, Palacio Episcopal, 9 de julio de 1853 

S.S.S.
» FELIPE, Obispo de Asti
Monseñor Artico y monseñor Fransoni fueron, mientras vivieron, los Obispos más odiados y perseguidos por los enemigos de la Iglesia. 
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((604)) 

CAPITULO LII 

LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS OBLIGADOS AL SERVICIO MILITAR -EL MINISTRO CIBRARIO; 
CATECISMO E HISTORIA SAGRADA EN LAS ESCUELAS ELEMENTALES -CIERRE DE UNA TABERNA -EL ORATORIO 
DUEÑO DEL CAMPO ENEMIGO 

SI las hermosas fiestas del Oratorio de don Bosco atraían millares de muchachos a la instrucción religiosa, había un número de hijos del 
pueblo todavía mayor que aprendía a vivir, según las leyes de Dios y de la Iglesia, con los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Mas he 
aquí que éstos recibían del Gobierno una desagradable comunicación. 

El treinta de julio les informaba el Ministro de la guerra, a través de una circular, que quedaban revocadas las concesiones hechas por 
Carlos Alberto en 1839 y 1842, librándoles de la obligación del servicio militar. Quedaban por tanto sujetos a la ley general. No se tuvo en 
cuenta su infatigable trabajo, su celo, su religiosidad, sus reconocidos merecimientos en favor de la educación del pueblo infantil. Era un 
golpe magistral contra las escuelas de los buenos Hermanos. Poco a poco, iría perdiendo la juventud turinesa muchos de sus catequistas. 

Pero, casi como para reparar los graves daños que habría causado la falta de tales maestros, el ministro Cibrario publicaba el 21 de agosto 
de 1853 una Instrucción para la actuación de los ((605)) programas de las escuelas elementales. Notamos aquí lo que se refiere al 
Catecismo y a la Historia Sagrada, mas no sin lamentar la exclusión de la autoridad eclesiástica de toda intervención en la enseñanza 
pública. Al mismo tiempo, ponemos de relieve la gran importancia que todavía se daba, en aquellos años, por un Ministro del Reino, a la 
educación religiosa de los estudiantes. 

Se leen los siguientes artículos para la primera elemental: 
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«Art. III. Explicación y estudio del Catecismo Breve. 

Dado que la primera parte del Catecismo no es la misma en las distintas Diócesis, a fin de quitar toda duda y mantener la uniformidad, se 
enseñará en la primera elemental: -Las oraciones del Cristiano de la mañana y de la noche, el padrenuestro y el ángelus, también en latín; 
las lecciones del Catecismo que tratan de la unidad de Dios, del misterio de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Hijo de Dios, de 
la venida de Jesucristo al fin del mundo, y de los juicios, universal y particular. 

Para enseñar bien el Catecismo y con fruto, debe el maestro atender a lo siguiente: 

1. ° Que esta enseñanza sea dada en las escuelas con la seriedad y recogimiento con que se enseña la oración. Por consiguiente, el 
maestro prepare diligentemente sus explicaciones para que no salgan de su boca palabras o ejemplos que no estén de acuerdo con el 
delicado sujeto que lleva entre manos; y cuando se encuentre con alguna proposición que no entienda bien, recurra a personas religiosas y 
doctas y cuide de hacerse buena cuenta de toda la verdad o precepto contenidos en el Catecismo. 
2.° No empiece a enseñarlo, sin haber antes explicado las primeras lecciones de Historia Sagrada, esto es, las que tratan de la ((606)) 
Creación del mundo, del pecado de Adán, de la promesa del Redentor, etc., porque la narración de estos hechos ayuda muchísimo a ilustrar 
las verdades fundamentales de la doctrina cristiana: por esto, la enseñanza de la Historia Sagrada debe darse conjuntamente con la del 
Catecismo. 

3.° No fuerce a los niños a aprender de memoria las preguntas y respuestas, sin antes haber explicado claramente unas y otras, de una 
manera fácil y sencilla, y sin haberse convencido, a través de diálogos magistralmente llevados, de que los alumnos dan un significado 
preciso a las palabras de que se componen pregunta y respuesta. 

4.° Es un precepto estupendo el recomendado por diversos escritores de reunir varias respuestas y recitarlas a continuación, a fin de que 
los alumnos se acostumbren a unir los conocimientos aprendidos y a pasar fácilmente de unos a otros, sin necesidad de las preguntas. 

Art. IV. HISTORIA SAGRADA -Narraciones hechas primeramente por el maestro y repetidas después por los alumnos, sobre algunos 
hechos importantes del Antiguo y Nuevo Testamento. 

La enseñanza de la Historia Sagrada debe darse a la par de la del 
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Catecismo. Y a fin de no amontonar en las mentes infantiles de los alumnos de la primera elemental tantos y tantos hechos y toda una larga 
serie de nombres y de fechas, expondrá el maestro con la máxima simplicidad y claridad: la creación del mundo y del hombre, el pecado de 
Adán y la promesa de un Redentor, la muerte de Abel, el diluvio, la dispersión de los pueblos, la vocación de Abraham, el sacrificio de 
Isaac, la esclavitud del pueblo hebreo en Egipto y su liberación por obra de Moisés, el nacimiento del Salvador. 

((607)) Para esta enseñanza debe servirse el maestro de autores «aprobados» y saber reducir sus lecciones a sencillas y breves 
narraciones. Expondrá cada una de ellas con precisión, y explicará, de acuerdo con este fin, los vocablos que fueren nuevos para los niños; 
después, por medio de preguntas, debe el maestro llevar a los alumnos a descomponer la narración, acompañándola con las reflexiones que 
oportunamente se presentaren, y sacando de ella los principios morales, que tanto sirven para la práctica dirección de la vida, y los 
documentos con los que se demuestra la verdad de la doctrina cristiana. Finalmente, hará recomponer la narración, así examinada, y se 
repetirá entera por uno o varios alumnos. 

El resto del Catecismo, hasta el fin, está repartido entre la segunda y la tercera elemental. De la Historia Sagrada se tomarán los hechos 
de los patriarcas hasta la división del reino de Judá durante la segunda elemental, y en la tercera, se llegará hasta el nacimiento del 
Redentor. 

Al principio del año el maestro de estas dos clases tenía que explicar y repetir más ampliamente las lecciones del curso anterior, lo 
mismo de Catecismo que de Historia Sagrada. 

Respecto del Catecismo, dice la Instrucción: «El maestro de la segunda podrá también ejercitar a los niños en preguntarse recíprocamente 
las partes del catecismo que ya fueron explicadas; de modo que así aprendan, no solamente las respuestas, sino también las preguntas, 
retengan su enlace y sepan discurrir con facilidad y prontitud desde el principio hasta el fin de cualquier párrafo. Para la cuarta clase 
elemental: -Instrucción religiosa, la tercera y cuarta parte del Catecismo mayor de la Diócesis, es decir, las que tratan ampliamente los 
mandamientos de Dios y de la Iglesia y los sacramentos y la Historia Sagrada del Nuevo Testamento». 

((608)) »Quién aconsejó con su experiencia y ayudó al ministro Cibrario a organizar un programa tan oportuno? »Quién le hizo incluir la 
prescripción de que los libros de Historia Sagrada estuvieran 
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aprobados y, naturalmente, por la única autoridad que tenía derecho a ello? 

Lo ignoramos; pero es cierto que Cibrario fue varias veces aquel año a Valdocco y que sostenía con don Bosco largas y serias 
conversaciones y que lo vieron todos los alumnos del Oratorio. Seguramente que no hablaban de política. 

Pero, si el Ministro daba disposiciones generales para el bien de la juventud, don Bosco tenía también que estudiar otras de más 
importancia, muy interesantes para él y sus muchachos. Había determinado acabar con La Jardinera, taberna establecida en casa Bellezza, 
separada por una sola pared del patio del Oratorio. Como ya hemos dicho, allí acudían, en los días festivos y durante el buen tiempo, 
jugadores y bebedores y otras gentes de esta ralea y, entre ellos, algunos discípulos de los protestantes, cuya bolsa estaba bien provista, 
gracias a la apostasía. Acordeones, flautines, clarinetes, guitarras, violines, bajos y contrabajos, y omne genus musicorum (toda suerte de 
músicos), populares y vulgares, se sucedían durante la jornada; más aún, frecuentemente y a ciertas horas de la tarde, se juntaban todos y 
daban tales conciertos, que los cantores de la capilla quedaban ahogados y confundidos por el ruido y los gritos. Era una representación 
práctica de los hijos del siglo por una parte y de los hijos de la luz por otra, la ciudad del diablo y la ciudad de Dios. Don Bosco, para 
quitar la mala impresión que aquel desorden podía dejar en el alma de los muchachos, solía recordarles frecuentemente las palabras del 
Evangelio: el mundo saltará de gozo y vosotros estaréis tristes; pero animaos, porque vuestra tristeza se convertirá en gozo: Mundus 
gaudebit; ((609)) vos autem contristabimini; sed tristitia vestra vertetur in gaudium. 

Pero había que acabar de una vez con aquel desorden, y don Bosco se entregó a ello con toda su alma. Veía los peligros para sus queridos 
muchachos y conocía también los que le amenazaban a él, si intentaba impedir aquellas escandalosas reuniones. Pero su virtud habitual le 
mantenía impertérrito. Intentó, primero, adquirir la casa; pero, como la dueña, la señora Tesesa Catalina Novo, viuda de Bellezza, no tenía 
la menor intención de venderla, no pudo lograr nada. Propúsole entonces alquilarla; pero el arrendatario, que tenía abierta la bodega, 
reclamaba a la dueña unos perjuicios fabulosos y pretendía una indemnización espantosa. Don Bosco, acostumbrado a confiar en la ayuda 
de la Divina Providencia y en la caridad de los bienhechores, no se detuvo ante las graves dificultades de los nuevos gastos. En el 
entretanto murió el ventero, y su mujer, aunque de honestidad 
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más delicada que el marido, seguía teniendo abierto aquel lugar de bochinche. Don Bosco empezó a relacionarse con ella saludándola, 
primero, después, pidiéndole le prestara utensilios de cocina; finalmente, comprándole, de cuando en cuando, comida ya preparada, 
particularmente en los días de fiesta. Poco a poco, aquella mujer comenzó a apreciar a don Bosco, el cual, un día en que la encontró a tiro, 
le preguntó, si pensaba continuar toda su vida al frente de la taberna y si no había reflexionado cómo estaba echando cada día un fajo más 
de leña para el infierno, en donde iba a caer. La mujer respondió: 

-Ya lo sé, ya lo entiendo; pero »cómo me las apaño, de otro modo, para vivir?
-Yo tengo un plan que le aseguraría una existencia sin remordientos.
((610)) -Dígamelo, porque yo estaría muy contenta de abandonar este oficio.
-Mi plan sería tomar a mi cargo los locales de su taberna.
-Habría que ver si la señora Bellezza estaba de acuerdo.
-Eso corre de mi cuenta; estoy seguro de que aceptará.
-Si es así, me parece muy bien; »y qué hago yo con todos los enseres de la taberna? »Qué hago con tantas botellas, jarros, platos, ollas,


sartenes, vasos, bancos, mesitas, toneles, sillas, etc.? 
-Se lo compraré yo todo; buscaremos dos peritos que lo tasen y yo le entregaré lo que ellos señalen. 
-íPero es que aún tengo que pagar algún mes de alquiler! 
-íLo pagaré yo! 
-Muy bien: por mí, negocio concluido. 
Se valoraron los enseres de la taberna, y todo fue generosamente pagado. Cuando mamá Margarita vio meter en su casa centenares de 

botellas vacías, de toda forma y estilo, jarros y más jarros, cubos y bancos y tantos objetos que de momento parecían inútiles, exclamó: 
-»Y qué hago yo con tanto tapón, tantas mesitas de café, tantas cafeteras y tantos vasos? 
-Deje hacer, madre, respondía don Bosco, que todo servirá en su día. Estamos haciendo lo más conveniente. 
Pero, mientras tanto, la tabernera seguía ocupando algunas habitaciones, y don Bosco, temiendo que se arrepintiese y se volviera atrás de 

contrato, hecho solamente de viva voz, le sugirió, a través de personas de su confianza, que la prudencia requería no poner confianza ciega 
en la promesa de la ventajosa indemnización que don Bosco debía desembolsarle y que, por tanto, obtuviese ((611)) por escrito 
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unas palabras de obligación. Y se firmó un contrato por ambas partes, a condición de que la tabernera desalojase. 

No es para decir el enfado de los parroquianos de la taberna ante la novedad. Y tanto y tanto dijeron, y con tanta malicia, a aquella pobre 
mujer contra los curas, que, al cabo de pocos días, se presentó llorando a don Bosco, diciéndole que había sido engañada. 

-No sé adonde ir, gritaba. Rompamos el contrato. 

-No es del caso, respondióle don Bosco. Procure buscar otra habitación. 

«Por aquellos días, nos contó Juan Cagliero, entré yo por casualidad en la pieza de detrás de la sacristía, donde estaban don Bosco, 
Buzzetti y una vieja mujer, a la que nosotros llamábamos La Jardinera. Estaba ésta irritada contra don Bosco, porque la había despedido de 
las habitaciones de su taberna. Don Bosco le respondía tranquilamente que necesitaba aquellas habitaciones para escuelas de los niños 
externos. En efecto, ése era su primer plan. Entonces la vieja gritó enfurecida: -íUsted es un mentiroso! -Don Bosco respondió: 
-íDesdichada! »Cómo se atreve una mujer a llamar mentiroso a un sacerdote? íBuzzetti, Buzzetti! íSaca fuera a esta mujer! -Y yo acudí 
inmediatamente a arrimarle una silla, porque le vi palidecer y necesitado de asiento, por la violencia y el esfuerzo que hubo de hacer para 
dominarse y mantenerse en calma». 

En efecto, más tranquila, y más serena, pudo don Bosco poco después quitar a aquella pobre mujer toda prevención de que hubiera en el 
contrato nada perjudicial para ella, y persuadirla para que buscara en Turín unas habitaciones. 

-íYo le pagaré el alquiler de tres meses, concluyó. 

Así lo hizo, y la mujer se tranquilizó. 

Una vez arreglada la cuestión de este modo, don Bosco fue inmediatamente a visitar a la propietaria, que habitaba en Turín, le contó todo 
lo que ((612)) había hecho y aquella buena cristiana lo aprobó. De este modo pasó don Bosco a ser casi el amo de la mitad de la casa. Se 
acabaron las blasfemias y las canciones escandalosas. Don Bosco realquiló inmediatamente las habitaciones a personas de conciencia 
tranquila y timorata: pero éstas, pese a las mil precedentes promesas, o no podían pagar el alquiler, o abusaban de la piadosa compasión de 
cura, sabedores de que no recurriría a los tribunales. Mientras tanto, la otra mitad de la casa, aunque más tranquila, continuaba siendo una 
madriguera de maldad. Por lo que don Bosco se presentó de nuevo a la dueña y le pidió alquilar él solo todo el edificio. La señora dudó. 
No entraba en sus cálculos conceder 
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todas las habitaciones a un solo inquilino, por miedo a que, de repente, le quedara desalquilada toda la casa. Ella acostumbraba a alquilar 
mes por mes cada habitación. Entonces don Bosco le propuso firmar un contrato de arriendo para varios años, con lo que la señora quedó 
satisfecha. 

«El edificio, escribió el notario, consistía en dos bodegas hacia el mediodía. En la planta baja había tres habitaciones al mediodía, otra en 
el corredor, y dos más al norte. En la primera planta, tres habitaciones al sur y tres más al norte. En la segunda planta, cuatro habitaciones 
al sur, una en el corredor y dos al norte. Había dos porches grandes, los dos en buen estado, sostenidos por los correspondientes postes 
también en buen estado; y un largo cercado de seto vivo, hacia el norte». 

El alquiler empezaba el día uno de octubre de 1853 hasta acabar septiembre de 1856, por la cantidad de 950 liras, al año. Fue renovado 
después por otros tres años, del uno de octubre de 1856 a todo el septiembre de 1859, en la cantidad de 800 liras anuales, con la cláusula de 
que el contrato fuera resoluble año por año, previo aviso de tres meses antes del vencimiento. 

((613)) Don Bosco, apenas logró tener para sí toda la casa, despidió a los antiguos inquilinos. Algunos no quisieron desalojar y otros se 
fueron ganados por grandes gratificaciones. Fue un trabajo largo y costoso, porque, encima, ninguno quiso pagar el alquiler atrasado que 
debía; más aún, hubo quien llegó a los insultos, a las amenazas y hasta a los atentados contra su vida, como más adelante diremos. Pero él 
no miraba sacrificios, con tal de alcanzar la seguridad de sus hijos. 

Una vez libres aquellas habitaciones, don Bosco tuvo que repararlas y limpiarlas 1, sin cuidarse de gastos, y puso enseguida en el las 

1 Ilustrísimo Señor: 

Al arreglar las cuentas con la señora Viuda Bellezza, tuve alguna discusión a propósito de los trabajos por mí realizados, con el 
consentimiento de dicha Señora, en su casa de La Jardinera. Los trabajos efectuados son indispensables para poder servirse del local, y yo 
asumo la mitad de los gastos. 

Ruego, por tanto, a V. S. Ilustrísima quiera interponer su benéfica influencia, para hacer ver la necesidad de estos trabajos, 
sometiéndome al juicio de persona entendida. 

Le incluyo la nota de 311,70 liras, que unidas a los gastos, según factura del cristalero, blanqueador y maestro de obras, alcanzan un 
montante de 475 liras, alquiler del semestre. 

Confiando en su reconocida bondad, me profeso con la máxima consideración, 

De V.S.I. 

Turín, 8 de febrero de 1854 

S.S.S. 
J. BOSCO, Pbro. 
Al señor Vicente Baldvoli, notario. 

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nuevos inquilinos de su confianza, para estar seguro de no tener al lado vecinos peligrosos. Pero deseaba, como era justo, ((614)) sacar de 
aquella casa la cantidad necesaria para pagar a la propietaria. Para no tener que intervenir personalmente en la cuestión de los arriendos, 
encargó de este asunto a un tal Mar..., pactando con él que se cuidaría de cobrar los alquileres. y que, por su trabajo, tendría el diez por 
ciento sobre los cobros. Pero el amigo se embolsaba y se guardaba todo para él. En vano le invitaba don Bosco a pagarle las cantidades 
debidas, en vano le mandaba llamar para que rindiese cuentas. Un día con un pretexto, otro día con otro, su agente retrasaba la cuestión. 
Así pasaron cuatro años, sin que don Bosco recogiera ni un céntimo de los inquilinos. Finalmente, apretó don Bosco las clavijas al tal 
Mar..., que habitaba en la misma casa, y éste le respondió: 

-Si usted quiere, me marcho. 

Y entregándole las llaves, sin restituir ni un céntimo a don Bosco, que debía pagar todo el alquiler a la señora Bellezza, se las piró. 

El dinero que hubo de gastar don Bosco, a causa de La Jardinera, una vez hechas las cuentas, pasó de 20.000 liras. Sin embargo, aunque 
falto de todo, alcanzó lo necesario siempre de una forma providencial. 

Finalmente, la señora le sacó de apuros trasladándose ella misma a habitar en aquella casa. Claro que, a causa de su carácter pretencioso, 
don Bosco tuvo que aguantar muchos pleitos y apremios, hasta con alguaciles de por medio, por ser colindantes; pero eso no era nada en 
comparación de las pasadas aventuras con los antiguos inquilinos. Intentó aún don Bosco comprar la casa, pero inútilmente porque la 
dueña no quiso saber nada de venderla. Sus hijos, favorables a la venta, una vez que ella murió el año 1883, firmaron contrato de venta con 
don Bosco el 22 de febrero de 1884, por 110.000 liras, con lo que finalmente pasó a ser dueño de la casa y de toda la finca adjunta, 
doblando así casi la superficie del Oratorio. 

((615)) De esta forma había destruido el segundo baluarte del diablo, que se levantaba junto a la casa del Señor, había secado la fuente de 
iniquidad, que corría por aquellos contornos y se había hecho dueño absoluto del campo enemigo. Hoy, en aquellos mismos campos, donde 
el Señor había recibido tantas ofensas en el pasado, se levantan al cielo plegarias y cantos de gloria. 
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((616)) 

CAPITULO LIII 

UN PADRE PROTESTANTE Y SU FAMILIA FIRME EN LA FE -CONVERSION DE UN MUCHACHO VALDENSE -EL 
PROTESTANTE DIODATI INTRODUCIDO EN LAS ESCUELAS -DON BOSCO EN SAN IGNACIO Y EN VILLASTELLONE 
-HECHOS CONTEMPORANEOS EXPUESTOS EN FORMA DE DIALOGO -LOS PROTESTANTES IRRITADOS -SUS DISPUTAS 
-SOBORNO Y AMENAZAS OS DE UNA CASA ROSMINIANA JUNTO AL ORATORIO 

MIENTRAS don Bosco se dedicaba con todas sus fuerzas a hacer desaparecer la taberna de La Jardinera, la Divina Providencia le 
recompensaba con los consuelos por él más deseados. 

Un tal señor L..., era contado entre los mejores comerciantes de la ciudad de Turín. Poseía una óptima mujer, una hija excelente y un hijo 
guapo, dócil y obediente, de unos catorce años, que se llamaba Luis. Pero él era un hombre dado a las juergas, que entraba siempre en casa 
acompañado de gente mala, lo que daba ocasión a graves sinsabores con su mujer. Todo lo que ganaba, lo gastaba en el juego y en comer y 
beber. Cuando tenía dinero, estaba siempre borracho; cuando no lo tenía, andaba como loco y maltrataba a los de casa. Había contraído 
muchas deudas y no sabía cómo pagarlas ni a dónde dirigirse. Su negocio andaba mal, tanto que muy pronto ((617)) se encontró en la 
miseria. Una buena persona le aconsejó recurriera al párroco y a la junta de beneficencia; pero él rechazó desdeñosamente la proposición. 
Nunca se había acercado a los sacerdotes y no se sentía con valor para tender la mano y pedir limosna. 

Por fin, un amigo malo, sabedor de su caso, díjole que entre los protestantes encontraría enseguida gran caridad fraterna, y que bastaba 
acudir a sus pláticas y apuntarse a ellas, para ser socorrido, sin ninguna clase de humillación. El desgraciado negociante lo hizo así; 
escuchó la predicación de los protestantes y, habiendo percibido las ventajas económicas de aquella religión, no dudó en alistarse, y así 
comenzó a ser protestante. A partir de aquel momento, no le faltó lo necesario para la familia. 
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Pero, un buen día, el pastor protestante le llamó y le dijo: 

-Amigo, tengo una cosa que decirle, y es que no podemos dar más subsidios a los que pertenecen a nuestra iglesia, si no se apunta a ella 
también su familia; así que, mientras su mujer, su hija y su hijo no se hayan hecho protestantes, me veo obligado a suspender lo que se le 
daba cada semana. 

Consintió el negociante, y persuadido de que la mujer no pondría ninguna dificultad para abrazar la religión de su marido, reunió a la 
familia, al volver a casa, y les hizo su propósición. 

La mujer no pudo contener su indignación y, llamando al marido apóstata y judas de su religión, terminó diciendo que antes se dejaría 
descuartizar, que hacerse protestante. 

Montó en cólera el marido, gritó diciendo que había determinado que toda la familia abrazaría la religión de la Reforma que el llamaba la 
santa reformada. 

((618)) -íCómo! respondió la mujer: la religión que se gloría de tener gente como tú, para mí no es una religión reformada, sino una 
religión de borrachones. 

íNo hubiera hablado nunca así la pobre mujer! Agarró su marido un garrote y, al primer golpe, la dejó como muerta en el suelo. Ella no 
dio un grito, no emitió un lamento. Pero su hijo Luis gritó: 

-Papá, papá, »qué quiere usted hacer?, »Quiere matar a mi mamá? 

Apenas hubo proferido estas palabras, cuando un violento puntapié le envió casi fuera de la puerta. Durante todo el día aquel hombre 
anduvo furioso. La mujer volvió en sí, pero resuelta a no renegar de su religión. Mientras le fue posible, toleró los brutales tratos del 
marido. Cada día había nuevas e infernales escenas. 

Una noche llegó a casa borracho, mientras la familia había pasado la jornada solamente con un poco de pan. Era ya después de 
medianoche y le acompañaban otras personas de su misma calaña; uno tocaba el acordeón. 

-Ea, dijo a grandes voces, arriba todo el mundo: es hora de bailar y no de dormir. 

Replicó la mujer que ya era muy tarde, que estaba algo enferma y que eso les dejaría en ridículo ante los vecinos. Todo en vano. Tuvo 
que levantarse de la cama, hacer levantar a los otros y ponerse a bailar. Imposible imaginar el disgusto que ocasionó a toda la familia locura 
semejante. Con estas necedades, más la continua amenaza de golpes y de muerte, si no abrazaba la religión protestante, la mujer huyó de 
casa, y la hija la siguió. Ambas se pusieron a servir, 
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prefiriendo exponerse a padecer cualquier mal, antes que vivir en peligro de perder el honor y la religión. 

El negociante se quedó en casa con su hijo Luis, al que llevaba cada semana a los sermones de los protestantes. ((619)) Al principio Luis 
lloraba y decía que no quería de ningún modo continuar así, pero después se calmó, y parecía que no iba de mala gana. Hasta que el padre 
un día le preguntó si estaba decidido a hacerse protestante también él, advirtiéndole que de aquel modo tendría un pedazo de pan. 

Luis se rió y no dijo nada. El padre, suponiendo que aquella risa era una señal de afirmación, avisó al pastor protestante de que al día 
siguiente su hijo renunciaría al catolicismo y se haría inscribir en su registro. Pero Luis tenía otro plan. Amaestrado por su prudente madre 
y por su hermana, aconsejado por don Bosco, cuando fue su padre a buscarle a casa para acompañarle al templo, ya no lo encontró. Sin 
decir nada a nadie, había huido de casa dejando escrito en un trozo de papel: antes morir que hacerme protestante. 

Es de imaginar la locura del padre al verse chasqueado de aquel modo. Reflexionando sobre la deshonra y las burlas de que podía ser 
objeto entre sus compañeros, se dio a buscar a su hijo por todas partes, para lograr su intento; mas, por fortuna, no pudo encontrarlo. 

»A dónde había escapado? Al Oratorio de San Francisco de Sales, con don Bosco. Allí permaneció escondido durante las primeras 
semanas; después, habiéndose mezclado con los compañeros que empezaban a hablar de aquel suceso, don Bosco recomendó más 
prudencia a Luis y secreto a los demás. Pero, habiendo sabido más tarde que el padre seguía obstinadamente sus investigaciones, lo alejó 
durante algún tiempo, enviándolo a un lugar seguro. Finalmente, cuando desapareció todo peligro, volvió a llamarlo y vivieron tranquilos. 

Poco tiempo después, presentaban los compañeros a don Bosco un joven de diecisiete años, que había nacido protestante valdense. Era 
un muchacho inteligente, aprovechado en los estudios y ((620)) había estudiado la Biblia y leído muchos libros contra el catolicismo: 
estaba lleno de prejuicios. Pero sintió atraído su noble y generoso corazón por la bondad de don Bosco. Sostuvo con él unas cuantas 
charlas, y le desapareció toda aversión contra la verdadera Iglesia de Jesucristo. Le aclararon las dudas sembradas en su cabeza por los 
pastores protestantes y, después de vencer muchas dificultades por parte de los padres, abjuró finalmente de sus errores y se hizo católico. 
Indignados los de su casa, le arrojaron fuera de la familia; pero él permaneció 
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firme en la fe. Don Bosco le albergó en el Oratorio; el joven aprendió un oficio y, con su trabajo, pudo ganarse honradamente el pan. 

Después de estas dos pérdidas, los protestantes y los que seguían su partido tuvieron que sufrir un fracaso mayor. Habían intentado 
insinuar su veneno con artes satánicas en la mente de los estudiantes católicos. 

La Junta encargada de la revisión de libros de texto para uso de las escuelas públicas, se encontró con que la traducción de los Hechos de 
la Historia Sagrada del canónigo Schmid no era muy buena literariamente, por lo que ordenó una nueva edición, que se hizo en Génova. Se 
empleó para ello, la traducción del hereje Diodati 1 en todos los textos que el canónigo Schmid había sacado de la Biblia. Cuando los 
Obispos descubrieron el fraude, lo advirtieron a los fieles, y, después, el mismo ministro Lanza prohibió se emplease en las escuelas 
aquella edición. 

Mientras tanto, don Bosco, que todos los años hacía predicar los ejercicios espirituales a sus muchachos para enfervorizarlos cada vez 
más en la piedad y en el amor de Dios, se trasladaba a San Ignacio. Nos escribió el señor Pascual Spinardi: 

«Yo hice los ejercicios espirituales en el santuario de San Ignacio, junto a Lanzo Torinese, y comía en la mesa de don Bosco, encargado 
por los superiores de guardar el ((621)) orden y la sobriedad. Durante aquellos diez santos días, don Bosco era nuestro Lumen Christi (luz 
de Cristo). Después de comer, íbamos de recreo a unos prados próximos al santuario, pero no podíamos pasar más allá de las tres casas 
situadas al extremo de los mismos. Don Bosco se sentaba sobre la verde hierba y nosotros hacíamos círculo en su derredor, para oír sus 
maravillosos ejemplos y sapientísimas máximas». 

Desde San Ignacio vigilaba constantemente su Oratorio: estaban firmemente persuadidos, muchachos y clérigos, de que durante aquellos 
días hacía varias visitas a la comunidad, y veía, aunque lejos de ella personalmente, todo lo que allí sucedía. En efecto, llegaron cartas de 
don Bosco avisando de desórdenes sucedidos; por ejemplo, que algunos, en vez de ir a rezar las oraciones de la noche con los compañeros, 
se habían apartado para jugar, y no era posible 

1 Juan Diodati (1576-1649) es un teólogo protestante suizo que nació y murió en Ginebra; procedía de una familia de refugiados 
protestantes italianos y tradujo la Biblia al italiano en 1607. (N. del T.). 
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de ningún modo que don Bosco hubiese recibido noticias de Turín, sobre lo sucedido, cuando llegó el aviso. 

Al volver a la ciudad, hizo distribuir, para el mes de agosto a los suscriptores de las Lecturas Católicas su nuevo opúsculo titulado: 
Sucesos contemporaneos expuestos en forma de dialogo. Empezaba así: 

«Al lector.-La materia contenida en este fascículo es de hechos históricos que yo mismo vi o que me fueron contados por personas que 
habían sido testigos oculares. Yo no he hecho más que exponerlos en forma de diálogo. 

Por motivos razonables, he creído oportuno omitir los nombres de las personas a que se refieren. 

Recomiendo a los padres y madres de familia hagan leer y expliquen a sus hijos estos hechos, que podrán servir de norma de acción y de 
preservativo para las críticas circunstancias en que la incauta juventud se encuentra en estos tempestuosos tiempos». 

((622)) Los diálogos eran siete: un ministro protestante que seduce con dinero a un infeliz para abandonar a la Iglesia Católica; un 
apóstata que cuenta a un hombre amigo las causas de su perversión; un arrepentido que narra los motivos de su vuelta al catolicismo, 
gracias a la lectura de los Avisos a los católicos y por las razones oídas a un buen sacerdote sobre el dogma del sacramento de la 
penitencia; un enfermo grave que, después de haber pedido en vano los socorros religiosos para bien morir a su pastor, manda llamar a un 
sacerdote, su antiguo confesor; un moribundo que, agitado por los remordimientos, suplica al pastor protestante le autorice la asistencia de 
un sacerdote católico, y, bárbaramente abandonado, muere sin sacramentos; por fin, los lamentos de una madre a un sacerdote, por el 
cambio de conducta de un hijo suyo que antes era un excelente cristiano; encuentro del hijo antes nombrado, engañado por la lectura de 
libros malos y adscrito a una sociedad impía de obreros, con el sacerdote que había sido su amigo íntimo desde la infancia, y su 
conmovedor arrepentimiento. 

Terminada la expedición de esta obra, y una vez entregada en la imprenta la del mes siguiente, escribía así a su profesor el teólogo 
Appendino, que estaba en Villastellone: 

»Dirección central de las Lecturas Católicas 

Muy apreciado Señor Teólogo: 

Estamos pendientes de V. S. apreciadísima. Mañana, en el vapor 
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de las diez, estaré con usted acompañado de un clérigo secretario, por dos fines: para descansar un poquito y escribir, y porque estoy 
sobrecargado de trabajo y sin fuerzas. 

((623)) Perdone esta molestia in nomine Domini y el Señor se lo recompensará. Le saludo con todo el afecto de mi corazón. 

De vuestra Señoría muy apreciada, 

Turín, 21 de agosto de 1853 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Jefe de los pilluelos
(``Biricchini''
)
Saludos respetuosos a su hermana». 

Don Bosco necesitaba pasar unos días tranquilamente. Había terminado los primeros diez opúsculos de las Lecturas Católicas. Casi 

120.000 ejemplares habían sido difundidos entre el pueblo y, a medida que salían, pasaban ávidamente de mano en mano. Para los 
protestantes fueron lo mismo que cañones de metralla en un combate. Por eso inflamóse su ira como un incendio. Intentaron combatir 
contra ellas en los periódicos y en sus Lecturas Evangélicas; pero resultaba imposible competir con la verdad y con la inalcanzable 
sencillez de estilo y claridad de don Bosco; así que hacían una mala figura entre sus afiliados. 
Entonces, con la idea de hacerle desistir de su trabajo, se agarraron como a un clavo ardiendo a discutir con él personalmente, 
persuadidos de que, cara a cara, le convencerían o le avergonzarían. Los mismos prosélitos, tan soberbios como ingnorantes, creían que 
ningún sacerdote católico era capaz de resistir a sus razonamientos. Así que empezaron a ir al Oratorio, por parejas y en grupos, para 
comenzar las discusiones religiosas. Generalmente, sus disputas se reducían a mucho gritar y pasar de una cuestión a otra, sin acabar 
ninguna. El, por su parte, no daba a entrever que estuviera harto de ellos; les recibía siempre cortésmente, oía con mucha ((624)) calma y 
paciencia las dificultades que le proponían, y, después les respondía con razonamientos tan claros y fuertes que les dejaba acorralados. Para 
lograrlo no les permitía andarse por los cerros de Ubeda y pasar de un tema a otro, como suelen hacer los herejes cuando disputan con los 
católicos; sino que les obligaba a seguir una cuestión hasta acabarla y lograr que reconocieran la verdad o el error. Algunos, 
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de buena voluntad, hasta se retractaban; otros, no sabiendo qué responder y no queriendo darse por vencidos, acababan gritando e 
insultando. Don Bosco se limitaba a añadir: 

-Amigos míos, los gritos y los insultos no son razonables. 

Y de esta manera, avergonzados, los despachaba. Les recomendaba, sin embargo, expusiesen las dificultades a sus pastores y tuvieran 
luego la cortesía de comunicarle la solución dada. 

Asistió a una de aquellas sesiones un interlocutor, llamado Pugno, el cual, después de confesar que no sabía hacer cara a don Bosco, 
terminó diciendo: 

-Nosotros no sabemos responder, porque no hemos estudiado bastante; pero íay si estuviera aquí nuestro Pastor! El es un pozo de ciencia 
y con dos palabras hace callar a todos los curas. 

Don Bosco replicó: 

-Pues hacedme el favor de rogarle que venga él con vosotros. Decidle que le espero con vivos deseos. 

Diéronle el recado y, he aquí que un día se presentó en el Oratorio el pastor Meille, en compañía de dos valdenses importantes, residentes 
en Turín. Después de los cumplidos ordinarios de la buena educación, se empezó una discusión, que duró desde las once de la mañana 
hasta las seis de la tarde. Sería demasiado largo referir en este lugar cuanto se dijo en aquella ocasión; pero es interesante mencionar un 
hecho. Se acabó la discusión, después de haber dado vueltas sobre la autenticidad de la Sagrada Escritura, la tradición, el primado de San 
Pedro y ((625)) sus Sucesores, la Confesión y el dogma del Purgatorio. Don Bosco había ya probado estas verdades de fe con argumentos 
de razón, de historia, de la Escritura del Antiguo Testamento y del Evangelio, sirviéndose para ello del texto latino y de la traducción 
italiana. 

Estas conversaciones fueron posteriormente escritas por don Bosco y publicadas en los opúsculos de las Lecturas Católicas en los 
primeros años de su existencia. 

Ahora bien, uno de los contradictores, que no se quería rendir, dijo: 

-No basta el texto latino ni el italiano; es preciso ir a la fuente verdadera; hay que consultar el texto griego. 

A estas palabras tomó don Bosco la Sagrada Biblia impresa en griego, y le dijo: 

-Aquí lo tiene, señor; he aquí el texto griego; consúltelo y verá cómo está totalmente de acuerdo con el texto latino e italiano. 

Aquel pobrecito que sabía menos griego que chino, no atreviéndose 
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a confesar su propia ignorancia, tomó con mucha gravedad el libro y se puso a hojearlo de arriúa a abajo, simulando que buscaba el pasaje 
en cuestión. íPero qué! Fue el caso que tomó el libro al revés. Don Bosco, que se había dado cuenta de ello, le dejó hojearlo durante un 
buen rato, y después, acercándosele, le dijo: 

-Perdone, amigo, no encuentra la cita porque tiene el libro del revés: vuélvalo así. 

Y se lo puso en la mano al derecho. Es más fácil imaginarlo que decir cómo quedó el tal. Pusiéronse sus carrillos más rojos que un 
cangrejo cocido, arrojó el libro sobre la mesa y se acabó la discusión. 

También fue a visitarle Amadeo Bert, para ver si lograba que dejara de una vez de publicar aquellas lecturas, que tanto hacían rabiar a los 
protestantes, pero no lo logró. 

Con éstas y otras pruebas semejantes se dieron cuenta los protestantes de que en vano acariciaban la idea de hacerle desistir, por la 
persuasión, de las publicaciones contra su secta. Resolvieron, pues, recurrir a otro medio, que creían ((626)) más eficaz; acudieron al 
soborno y a las amenazas. 

Erase un domingo del mes de agosto de 1853. A eso de las once de la mañana, se presentaron en el Oratorio dos señores pidiendo hablar 
con don Bosco. Aunque cansado, porque hacía poco había terminado de decir misa y predicar, les hizo pasar a su despacho, dispuesto a 
oírles. Barruntando algo malo por la pinta de los dos desconocidos, varios jóvenes internos, José Buzzetti entre ellos, montaron guardia a la 
puerta de don Bosco. Después de los primeros cumplidos, uno de los dos señores, que seguramente era un pastor valdense, empezó a habla 
de esta manera: 

Pastor. -Usted, señor teólogo, tiene el gran don de hacerse entender y leer por el pueblo: por eso hemos venido a rogarle que emplee tan 
precioso talento en algo útil para la ciencia, las artes y el comercio. 

Don Bosco. -La verdad es, que de acuerdo con mis débiles fuerzas, he hecho hasta ahora lo que ustedes sugieren; he publicado un 
compendio de Historia Sagrada, otro de Historia Eclesiástica, un opúsculo sobre el sistema métrico decimal y algunas obritas más que, 
dado el éxito que han tenido, me hacen pensar que de algo sirvieron. Ahora pienso y trabajo en las Lecturas Católicas, a las que quiero 
dedicarme con toda el alma, pues las creo muy interesantes para la juventud y para el pueblo. 

Pastor. -Mejor sería que se dedicase a componer algún libro para las escuelas, como por ejemplo, una obra de historia antigua, 
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trataditos de geografía, de física, de geometría y no de Lecturas Católicas. 

Don Bosco. -»Y por qué no estas Lecturas? 

Pastor. -Porque los temas que en ellas trata, están muy sobados; han sido tratados ya muchas veces y por muchos. 

((627)) Don Bosco. -Es verdad; hubo muchos que trataron estas materias y escribieron gruesos volúmenes muy eruditos, para los doctos, 

y no para el pueblo sencillo, al que van dirigidos estos pequeños opúsculos de Lecturas Católicas. 

Pastor. -Pero este trabajo no le produce a usted ninguna ventaja; si, por el contrario, se dedicase a las obras que le proponemos, sacaría 
incluso una ganancia para el maravilloso Instituto que la Divina Providencia le ha confiado. Tome usted; aquí tiene una ofrenda (eran 

cuatro billetes de a mil liras). Y no será la última; porque le prometemos que tendrá otras y aún mayores. 

Don Bosco. -»Y por qué motivo tanto dinero? 

Pastor. -Para empezar las obras propuestas, y para ayudar a su Institución, nunca bastante alabada. 

Don Bosco. -Perdónenme, señores, si les devuelvo su dinero. Por el momento no puedo dedicarme a otro trabajo científico, más que al de 

las Lecturas Católicas. 

Pastor. -Pero ése es un trabajo inútil. 

Don Bosco. -Y, si es un trabajo inútil, »qué les importa a ustedes? Si es un trabajo inútil, »por qué esta cantidad para impedirlo? 

Pastor. -Su señoría no calcula lo que hace; ocasiona con ello un grave daño a su Instituto y se expone personalmente a algunas 

consecuencias, a algunos peligros... 

Don Bosco. -Señores míos, entiendo lo que quieren indicar con estas palabras; pero les declaro sin ambages, que yo no temo nada por 
amor de la verdad. Me hice sacerdote para consagrarme al bien de la Iglesia Católica y la salvación de las almas, particularmente de la 
juventud. Por esto he empezado y quiero seguir la publicación de las Lecturas Católicas y promoverlas con todas mis fuerzas. 

((628)) -Hace usted mal, añadieron aquellas dos caras siniestras, con voz y aire alterados, y poniéndose en pie. Hace usted mal y nos 
ofende. »Quién sabe lo que le puede a usted pasar? »Si sale de casa, está seguro de volver a entrar en ella? 

Los dos desgraciados pronunciaron estas palabras con un tono amenazador tal, que los jóvenes que hacían guardia tras la puerta y habían 
oído todo aquel diálogo, temieron que le hicieran algún daño a don Bosco, y movieron el picaporte para dar a entender que había 
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gente dispuesta a penetrar a la primera señal. Pero nuestro buen padre, sin miedo alguno, les respondió: 

-Veo bien claro que ustedes no conocen a los sacerdotes católicos, porque, otro modo, no se hubieran atrevido a estas amenazas. Sepan, 
pues, que los sacerdotes de la Iglesia Católica trabajan por Dios hasta el fin de su vida; , si por un casual, hubieran de sucumbir en el 
cumplimiento del propio deber, mirarían a la muerte como la mayor fortuna, la máxima gloria. Dejen, por tanto, sus amenazas, que me 
hacen reír. 

Estas valientes palabras de don Bosco parecieron irritar a los dos herejes que, acercándosele, estaban a punto de ponerle las manos 
encima. El, que se dio cuenta de ello, tomó prudentemente una silla con la mano, y añadió: 

-Si yo quisiera emplear la fuerza, les haría probar cuán cara resulta la violación del domicilio de un ciudadano libre; pero no, la fuerza de 
sacerdote está en la paciencia y en el perdón. Es hora de acabar. Salgan de aquí. 

Y así diciendo, dio media vuelta en derredor de la silla que tenía en la mano, sirviéndose de ella como de un escudo, abrió la puerta de la 
habitación y, al ver a José Buzzetti, le dijo: 

-Acompaña a estos dos señores hasta el cancel, porque no conocen muy bien la escalera. 

Ante tal intimación se miraron los dos, el uno al otro, ((629)) y dijéronle a don Bosco: 

-Nos volveremos a ver en momento más oportuno. 

Y salieron con los carrillos encendidos y los ojos centelleantes de indignación. 

Pero no estaban menos indignados, y con razón, los muchachos del Oratorio, los cuales acudieron al oír las brabuconerías de aquellos 
dos satélites y escucharon sus amenazas a don Bosco. Si, por un casual, hubieran tenido el atrevimiento de llegar a los hechos, también 
ellos hubieran tenido el derecho, y se hubieran sentido con fuerzas suficientes, para demostrar el amor que albergaban en su pecho para 
defender al padre común. 

El atrevimiento de los herejes contra don Bosco llegaba a las amenazas, porque el Oratorio estaba aislado en medio de los campos, y casi 
desierto durante el día, puesto que los muchachos estudiantes y artesanos acudían a la ciudad a sus escuelas y talleres. Don Bosco, 
conocedor de que a las amenazas seguirían los hechos, pensaba también en la conveniencia de que hubiera en la vecindad algún edificio 
que le sirviese como de muralla con sus inquilinos. Su 
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deseo era el de otra casa religiosa. La única congregación que en aquellos tristes momentos hubiera podido secundar sus deseos, con 
seguridad de permanencia, era la de los Rosminianos. Había hablado con el abate Rosmini, y casi quedó resuelto el problema. Rosmini 
compraría un terreno próximo al Oratorio en Valdocco. Allí construiría un amplio edificio, para morada fija de una comunidad de sus 
religiosos. Estos sacerdotes ayudarían a don Bosco a confesar, predicar y hacer progresar la obra de los Oratorios. 

Teniendo en cuenta este proyecto, y después de una carta recibida sobre el particular, se determinó don Bosco a escribir la siguiente: 

((630)) «Dirección central de las Lecturas Católicas 

Muy querido don Carlos Gilardi: 

He recibido su muy apreciada carta, referente al asunto de un lugar a vender, y celebro mucho que el Padre General venga a Turín: así 
tendré el placer de hablarle y verle. Pero, como tengo varias peticiones de distintas personas que desean adquirir parte de ese lugar, 
necesitaría que usted pudiera decirme circum circiter (poco más o menos) en qué momento estará en Turín el Padre General, en cuyo caso 
yo podré prorrogar la conclusión de todo contrato parcial hasta una deliberación afirmativa o negativa del veneradísimo señor abate 
Rosmini. 

Si puede responderme sobre el particular, me dará una gran satisfacción, y yo diré a San Francisco de Sales que le quiera siempre mucho 
Quiérame en el Señor y téngame de V. S. I. 

Turín, 29 de agosto de 1853 

Afectísimo servidor
JUAN BOSCO, Pbro.
(El pícaro)
»


No tardó el abate Rosmini en ir a Turín, y después de haber hablado con don Bosco, ya que esperaba gran provecho espiritual de aquel 
proyecto, volvió a Stresa dejando a don Bosco tres mil liras en préstamo a corto plazo. Había sido testigo de sus estrecheces y le ayudaba 
en cuanto podía. Se ve esto muy claro, a través de las dos cartas siguientes. 
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((631)) «Dirección central de la Lecturas Católicas 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Abate Rosmini. Stresa 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

Las ventas del lugar que yo juzgaba terminadas no se cumplieron; los compradores, después de tantas investigaciones, no volvieron a 
aparecer. 

Por todo ello ruego a V. S. I. me prorrogue el tiempo de la devolución de la cantidad que tan bondadosamente me prestó, con ocasión de 
su viaje a Turín; el tiempo sería de cuatro meses más, bien entendido que lo devolveré con los intereses legales. Mas, si por sus asuntos, 
necesitare en caja ese importe, ya me las arreglaría para que lo pudiera recibir enseguida, ahí o donde V. S. indicare. 

Reconocido al favor y a la bondad que me dispensa, le auguro todo bien del Señor y me encomiendo de corazón a sus santas oraciones. 

De V. S. Ilma. 

Turín, 15 de octubre de 1853 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
La respuesta no se hizo esperar. 

Veneradísimo y carísimo don Juan: 

Como respuesta a su respetable, del quince de los corrientes, mi Superior don Antonio Rosmini me ordena escribirle comunicándole que 
le concede muy a gusto la prórroga de otros cuatro meses para ((632)) el pago de las tres mil liras que le prestó, de acuerdo con la petición 
de su carta, indicándole, sin embargo, que él, está seguro y cuenta con dicha cantidad para aquella fecha. 

Por encargo de mi mencionado Superior, que afectuosamente le saluda, me encomiendo a sus oraciones. Y con la manifestación de todo 
mi aprecio y sincera veneración, me honro en profesarme, 

De V.S.M.R. 

Stresa, 18 de octubre de 1853 

Su humilde y devoto servidor
CARLOS GILARDI, Pbro.»
.


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CAPITULO LIV 

ESTUDIOS DE LOS MUCHACHOS DURANTE LAS VACACIONES -EL LATIN DE LA IGLESIA Y DE LOS SANTOS PADRES 
-LECTURAS CATOLICAS -LA PROCESION DE NTRA. SRA. DE LA CONSOLACION -REDUCCION DEL NUMERO DE 
FIESTAS DE PRECEPTO -PREPARACION PARA LA FIESTA DEL SANTO ROSARIO -UN MUCHACHO DEL ORATORIO EN 
MORIALDO -UNA CURACION INESPERADA -EL HOMBRE DE BIEN 

LAS vacaciones otoñales de las escuelas duraban cuatro meses; y, como don Bosco no podía soportar que, durante aquel tiempo, 
estuvieran sus alumnos ociosos, estudiaba el modo y manera de tenerlos ocupados seriamente y alegres. En consecuencia, les mandaba 
repasar los estudios, hechos durante el año, o bien aprender alguna materia secundaria con algunos sacerdotes o con algún Hermano de las 
Escuelas Cristianas, buenos amigos suyos. Cagliero, Francesia y Turchi subían tres veces por semana a la colina donde tenía su chalé el 
profesor Picco para que les diera una hora de repaso. Entre ida y vuelta se daban un paseo de casi dos horas y media, muy provechoso para 
su salud. A muchos, don Bosco les cambiaba de estudios cada año. Tan pronto les aconsejaba aprender griego o francés, como historia 
antigua o moderna. Un año les proponía la aritmética, otro el dibujo, la astronomía, la geografía o hacer mapas topográficos de ((634)) 
algunos estados o provincias. Frecuentemente les ejercitaba en redactar cartas, dado que no es fácil escribirlas bien. Al mismo tiempo les 
exhortaba a buscar en sus escritos la sencillez de estilo, pero les advertía que esta sencillez debía ser fruto de largos estudios sobre los 
clásicos, y les proponía algunos ejemplos para que los meditasen atentamente. Les repetía el aviso que le dio Silvio Péllico de tener 
siempre sobre la mesa el diccionario y de no cansarse de usarlo constantemente en las dudas, para saber el significado exacto de una 
palabra o el valor de una frase, y para evitar inexactitudes y galicismos. Les aseguraba que de ese modo adquirirían una claridad envidiable 
para escribir y que, si el Señor les llamase al estado eclesiástico, sus predicaciones serían entendidas y consiguientemente muy apreciadas 
por todo el pueblo. 
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Era todavía más exigente con los clérigos, a fin de que aprovechasen bien su tiempo. La víspera de San Juan tenían éstos sus exámenes 
finales. El día de la fiesta no les decía nada y les dejaba en libertad; pero, al día siguiente, empezaba a llamarles uno por uno: 

-Bueno, estamos en vacaciones. Harás un trabajo práctico leyendo a Rohrbacher, a Salzano y a Bercastel. Hay en ellos muchas cosas 
bonitas que aprender. 

Y así siguió haciendo, cuando los clérigos ya iban a la universidad, después de haber cursado el latín en el Oratorio, y estudiado teología, 
examinándose regularmente en el Seminario. 

No satisfecho todavía con esto, mostraba siempre vivo deseo de que estudiasen los clásicos latinos eclesiásticos. Desde 1851 y 1852 
explicaba él mismo durante el tiempo de vacaciones, y muy bien, a Miguel Rúa y a otros alumnos suyos varios fragmentos de estos autores 
sagrados, especialmente las cartas de San Jerónimo, e insistía para que las tradujeran, aprendieran de memoria y comentaran. ((635)) 
Buscaba tranmitir a los demás su propio entusiasmo, y experimentaba una gran pena al saber que algunos profesores distinguidos se reían 
del latín de la Iglesia y de los Padres, llamándolo, con desprecio, latín de sacristía. Decía que los que despreciaban la lengua de la Iglesia 
demostraban desconocer las obras de los Santos Padres, los cuales, en buena parte, forman por sí mismos la literatura latina de varios 
siglos, y una literatura espléndida que, en muchos aspectos, iguala a la edad clásica y la supera infinitamente por la imagnificencia de 
ideas, como el cielo a la tierra, la virtud al vicio y Dios al hombre. Más aún, añadía que por la elegancia de estilo, la gracia del lenguaje, la 
fuerza y sublimidad de conceptos, algunos de ellos aventajan a los mismos escritos del siglo de Augusto; y lo demostraba. 

Le tocó discutir sobre estos temas con personajes muy doctos en Letras, aunque siempre con prudencia y caridad. Eran tales sus razones 
que les convencía de su propia opinión. Con un razonamiento muy suyo, decía: 

-Es un crimen despreciar el latín de los Santos Padres. »No formamos nosotros cristianos una verdadera sociedad, gloriosa, santa y 
digna? »No son estos escritores eclesiásticos nuestros escritores y nuestra gloria? »Por qué despreciar lo que nos pertenece y encontrar sólo 
la hermosura en nuestros enemigos, en el paganismo? »Y esto se llama amor a la propia bandera, a la Iglesia, al Papa? 

Y no ahorró reproches al mismo Vallauri, que había publicado alguna crítica sobre el estilo y la lengua de los Santos Padres, 
demostrándole 
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que se equivocaba al no querer ver la belleza de sus preciosos volúmenes. 

Cuando Pío IX en 1855 resolvió, en una de sus encíclicas, la cuestión habida entre monseñor Dupanloup y Gaume, decidiendo que había 
que unir hermosamente el estudio de los clásicos paganos con el de los clásicos cristianos, para revestir con lengua ((636)) latina, depurada 
y elegante, las ideas cristianas, dando normas sobre el particular, don Bosco repetía que sus ideas estaban totalmente de acuerdo con las de 
Papa. 

El no despreciaba los clásicos profanos latinos. Los había estudiado, sabía de memoria larguísimos párrafos y los comentaba 
magistralmente, pero veía, al mismo tiempo, cómo éstos podían resultar peligrosos, sin la corrección de los autores eclesiásticos y de sus 
enseñanzas. «La revolución francesa, observaba, tomó las máximas propias de los escritores del paganismo; más aún, en ellos se formó 
aquella generación depravada. Y de ello se derivaron las deplorables pérdidas que todos conocen. Las ideas de patria, de odio al extranjero 
de gloria conquistada con la fuerza brutal, de venganza alabada, de soberbia, del dios Estado, de conquista, etc., son las que desgastan las 
mentalidades aún tiernas de la juventud y hacen tomar por vileza la suave mansedumbre del cristianismo». 

Con todas estas enseñanzas, ocupaciones y estudios habían transcurrido dos meses de las vacaciones de 1853. 

En septiembre, don Bosco tenía preparada e impresa una obrita, sin el nombre del autor y dividida en dos partes, con el título de: 
Ejemplos de virtud cristiana, sacados de varios autores. Era como un descanso en medio del combate contra los valdenses, los cuales no 
dejaban escapar una ocasión sin insultar a la Iglesia. 

Solíase celebrar el ocho de septiembre una procesión solemne con la estatua de Nuestra Señora de la Consolación, cumpliendo el voto 
que recordaba la liberación de Turín contra un ejército poderoso en el 1706. La imagen de plata, que pesaba 140 Kg., había sido robada el 
dieciocho de abril, y no habiéndose encontrado a los ladrones, fue sustituida por otra muy hermosa de madera. La procesión de aquel año 
no revistió el aparato exterior de la pompa militar ((637)) y quedó abandonada a la mofa de la chusma. No hubo parada militar de las tropa 
de infantería ni asistió la guardia nacional para mantener el orden. Así lo había mandado la Gaceta del Pueblo. Y los malvados que, merced 
a las artes de la propaganda anglicana y valdense, eran muchos y audaces, pudieron impunemente, y a su gusto, divertirse atravesando en 
tropel la procesión, con el sombrero 
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en la cabeza y asquerosas lindezas en la boca, despreciando al clero y burlándose de los sagrados ritos. La estatua de la Virgen, así 
insultada, fue adquirida más tarde por el marqués Fassati, cuando el Santuario fue dotado de una estatua cubierta con una lámina de plata, y 
la regaló a nuestra iglesia de San Francisco de Sales, donde todavía se venera. 

Mientras tanto, el afligido Pontífice sabía condescender con las peticiones que no se oponían a su conciencia y quitaba la ocasión de 
muchos pecados. Víctor Manuel habíale expuesto la necesidad del pueblo y el deseo del Gobierno de disminuir en el Piamonte el número 
de días festivos de precepto, a fin de atender con el trabajo a las necesidades de los súbditos. El Papa consintió y, en un Breve del seis de 
septiembre, quitó del número de las fiestas de precepto la Circuncisión, San Mauricio, la Purificación, la Anunciación de María Santísima, 
San José, los lunes después de Pascua y de Pentecostés y San Esteban: en total, ocho días festivos, cuya liturgia, oficio y funciones no 
cambiaban en nada. 

Don Bosco sintió que la fiesta de San Mauricio y de los mártires de la Legión Tebea perdiese su importancia entre el pueblo, e hizo 
imprimir en la litografía Doyen una estampita del glorioso Santo, protector de muchas obras buenas en el Piamonte. El veintidós de 
septiembre, que era la conmemoración de su martirio, distribuyó muchos ejemplares ((638)) de aquella estampa. Los santos de la legión de 
este mártir contaban algo en la custodia del Oratorio, según aseguraba don Bosco. 

También quiso manifestar de un modo especial su devoción a la bienaventurada Virgen Santísima. En consecuencia, enviaba a la Curia 
Arzobispal de Turín la siguiente súplica. 

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Vicario General: 

El sacerdote Juan Bosco, en la iglesia de su propiedad, establecida en la aldea de Morialdo y perteneciente a la parroquia de Castelnuovo 
de Asti, suele celebrar desde hace tres años la fiesta del Santo Rosario, precedida de una novena. Se tenía además cada tarde una plática y 
se daba la bendición con el Santísimo Sacramento. La facultad de dar la bendición se extendía también a otras fiestas de la Santísima 
Virgen y de San José. Y todo a horas en que no estorbasen las funciones parroquiales, y con el pleno consentimiento del Párroco del lugar. 

El recurrente, deseando proporcionar los mismos beneficios a 
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aquellos campesinos (después de haber concedido el reinante Pío IX indulgencia plenaria en el día de la fiesta del Rosario, y trescientos 
días para cada día de la novena), suplica a V. S. Ilustrísima y Reverendísima se digne conceder y renovar la misma facultad con un decreto 
que dure tres años más. 

Con la confianza de ser atendido, 

JUAN BOSCO, Pbro. 

Recurrente. 

((639)) Respuesta del Vicario General. 

«Se concede permiso anual reservándonos dar un decreto expreso para los años futuros, recurriendo para ello con más anticipación. 

Turín, 20 de septiembre de 1853 

FELIPE RAVINA, Vic. G.». 

Mientras tanto, hacía enviar don Bosco a los abonados, en el mes de octubre, el opúsculo anónimo: Entretenimientos familiares sobre los 
mandamientos de la Iglesia. Un Párroco resuelve en el taller de un sastre, cuyo hijo adquirió malas costumbres durante su estancia en la 
capital, las objeciones que éste presenta, demostrándole cómo la Iglesia tiene derecho a imponer leyes, y las grandes ventajas que proceden 
de los cinco mandamientos registrados en el catecismo, en favor de la sociedad humana. 

Terminado este asunto, don Bosco salió para el paseo otoñal a fines de septiembre, y al llegar a Chieri con Francesia y varios más, 
justamente al bajar del coche, se encontró con un señor que le saludó y le preguntó si todavía le reconocía. Le miró fijamente don Bosco y 
respondió: 

-Sí; nos tropezamos, hace siete u ocho años en Turín, en el puente del Po. 

Aquel señor quedó maravillado, porque, en efecto, había sido así. Continuaba don Bosco teniendo una retentiva, que se diría maravillosa 
Recordaba el nombre y la fisonomía de los muchachos que habían estado en el Oratorio, y aún de sus padres, después de una larga serie de 
años. Su mente no descansaba. 

Llegado a I Becchi, donde le esperaban su hermano José y su madre, empezó la novena de la Virgen del Rosario, que ((640)) le daba 
ocasión para atender a muchos fieles en el confesonario. No tardaron 
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en llegar otros muchachos, juntamente con los cantores. Durante el viaje quedaban encantados al oír, por todas partes, repetir a todo el 
mundo las alabanzas de don Bosco, particularmente de cuando era jovencito. En supieron que las madres decían a sus hijos: -Te dejo ir 
con don Bosco, pero no quiero de ningún modo que vayas con otros. Y al mismo Juan: -Haz buenos a mis hijos como lo eres tú. 

Era admirable en toda suerte de virtudes, pero era sobre todo un ángel en la práctica de la castidad. Huía de los condiscípulos y jóvenes 
poco delicados en el hablar o en el obrar. El Señor Carlos Bertinetti, residente en Chieri, hablaba a menudo al joven Angel Savio muy 
favorablemente de don Bosco, por su aplicación y su piedad, que le distinguían de todos. 

El doctor Allora, los sacerdotes Luzerna y Francisco Oddenino le contaban que, en el Seminario, el clérigo Bosco era de una conducta 
tan ejemplar, que los condiscípulos solían llamarlo el santo, porque le tenían por tal; que, cuando veía un seminarista que llevaba conducta 
poco edificante, le servía de buen consejero; que los superiores del Seminario le presentaban como modelo de piedad y de templanza; que 
no buscaba, de ningún modo, ganar dinero para sí, y que era consultado siempre por los compañeros en los estudios. En Castelnuovo 
estaba todavía vivo el recuerdo de su imposición de sotana, de su primera misa en el pueblo, de su modo de estar en el altar, de su 
extraordinario recogimiento y de la multitud de muchachos que iban en su busca. Repetían las alabanzas de cuando era chiquillo, su 
delicadeza en las acciones y su mortificación en las palabras y cómo, también allí, aconsejaban los padres a sus hijos que anduviesen en 
compañía de Bosco, convencidos de sus buenas costumbres. 
Decían que era muy cuidadoso para huir de los que hablaban mal. 

((641)) En Castelnuovo, su hermano José lo pintaba en sus detalles, respondiendo a las preguntas de los muchachos: 

-Don Bosco, ya antes de vestir la sotana, aprovechaba cualquier ocasión para hablar de religión y de piedad con todos los chiquillos, sus 
amigos. Contaba ejemplos de santos. Rezaba mucho durante los trabajos del campo, y las madres se lo señalaban a sus hijos como modelo 
de oración; frecuentaba mucho los sacramentos. Según iba creciendo en edad, crecía en él el deseo de amar a Dios y de hacerlo amar a los 
demás. Acudía a la catequesis y a los sermones con verdadera alegría, y después los repetía en casa y a los compañeros. Estaba enamorado 
de la castidad desde su niñez; era puro y casto en 
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todas sus acciones y delicado en sus diversiones. No soltó jamás una palabra que aludiera en lo más mínimo a nada menos honesto; nunca 
se le vio jugar con las niñas de las casas vecinas. 

Este testimonio era confirmado por el teólogo Cinzano. 

Ni que decir tiene cómo gozaban los alumnos escuchando las loas de su buen padre y la satisfacción que experimentaban al encontrarse 
con él; de todo ello sabía él sacar fruto para hablar sobre el Señor. De las florecitas de la pradera, de las mieses de los campos, de la 
abundancia y riqueza de los frutos que pendían de los árboles y las parras y hasta de los descubrimientos hechos bajo tierra, sacaba tema 
para hablar de la divina bondad y de la Providencia. Muchas noches contemplaba el cielo estrellado desde la era, delante de su casita, y 
olvidándose del cansancio de haber estado confesando largas horas, entretenía a los muchachos hablándoles de la inmensidad, de la 
omnipotencia y de la sabiduría divinas. En todas las circunstancias elevaba su alma y la de los demás a la contemplación de Dios y de su 
infinita misericordia, de modo que, con frecuencia, asegura don Miguel Rúa, sucedía que ((642)) exclamaban los jóvenes al igual de los 
discípulos de Emmaús: -Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur nobis in via? (»Acaso no ardía nuestro corazón, mientras 
nos hablaba por el camino?). 

Las lecciones y ejemplos de don Bosco hacían también mucho bien a los lugareños presentes. La frecuente comunión de sus alumnos les 
animaba a ir a las iglesias y recibir los sacramentos y, así, lo mismo cuando estaban despabilados y alegres que después, sabían mantenerse 
recogidos y fervorosos y honraban a Dios con las prácticas religiosas. Don Bosco llevaba con su cuadrilla la alegría y la piedad por las 
parroquias vecinas, cuyas fiestas solemnizaba con la música. Se reunía en torno a él mucha gente, especialmente niños, y, pese a las largas 
caminatas, no dejaba de dar a todos una lección o aconsejar algún ejercicio devoto, que después practicaban. Estos paseos fueron uno de 
los medios que aumentaron el número de los alumnos del Oratorio y que le dieron gran fama. 

El día de la fiesta del santo Rosario bendijo don Bosco la sotana de Juan Francesia, el cual, lo mismo que los clérigos Rúa y Buzzetti, 
estaba decidido a quedarse en el Oratorio y ayudar a su Director durante toda la vida. Don Bosco esperaba su colaboración, lo mismo que 
la de otros tres, Juan Germano, Marchisio y Ferrero, que habían terminado los cursos de latín; sólo que uno, pocas semanas después, vestía 
el hábito eclesiástico y los otros dos, por distintas razones, renunciaban al estado que antes habían decidido abrazar. Sucedió por 
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aquellos días un hecho que aumentó el cariño que todos sentían por don Bosco. Así lo narra el profesor don Juan Turchi. 

«Era durante las vacaciones de 1853. Iba yo con otros compañeros a clase de retórica al chalé del profesor Picco, situado sobre las 
colinas de Turín. Aunque sudados, nos detuvimos imprudentemente ((643)) bajo una sombra fresca y perjudicial; yo me constipé. Al ver 
don Bosco que no comía y que me desmejoraba, me envió a casa, donde el médico me hizo cinco sangrías. Estaba superado el mal, pero yo 
seguía en la cama sin fuerzas, y aquel estado se prolongaba, amenazando, según creo, con la tisis. 

»Alguna semana después, habiendo llegado don Bosco a Castelnuovo para la fiesta del Rosario, vino a visitarme y, al enterarse y ver el 
estado en que me encontraba, me animó y me dio su bendición, diciéndome que debía levantarme, sanar pronto y volver al Oratorio. No 
recuerdo bien si fue al día siguiente o poco después cuando empecé a levantarme; pasé bien y rápidamente mi convalecencia, y volví al 
Oratorio. 

»A partir de entonces, gracias a Dios, no he vuelto a estar enfermo. Atribuyo mi curación a la bendición de don Bosco, tanto más cuanto 
que, después de recibirla, no tomé ninguna clase de remedios». 

Mientras tanto, terminaban los jóvenes alegremente sus vacaciones en I Becchi. Don Bosco estaba siempre con ellos, entregado del todo 
a la revisión de su almanaque. Desde el año anterior había visto, muy a disgusto suyo, que los protestantes, para introducirse más 
fácilmente en las familias obreras y esparcir la herejía, con menos ruido y más eficacia, habían impreso un almanaque, en el que había más 
errores que palabras. Lo llamaban El Amigo de Casa; pero, de amigo no tenía más que el nombre, puesto que llevaba a los lectores al 
mayor de los males que puede haber en la tierra, que es la irreligión y la impiedad. Lo regalaban a todo hijo de vecino, lo quisiera o no. Te 
lo encontrabas colgado del picaporte de la puerta; si dejabas la ventana abierta, una mano atrevida lo arrojaba dentro de la habitación; había 
quien entraba en los talleres a regalarlo y quien lo daba gratuitamente por la calle. Una vez adquirido este librejo, con tan poco trabajo, la 
gente lo leía sin temor o inquietud alguna, ((644)) y más de uno creía tener en sus manos un libro de piedad. Porque en él se invocaba el 
nombre de Dios, se refería la piadosa conversión de uno o de otro, la resignación que debe tener el pecador y la confianza en los frutos de 
la redención; pero no se hablaba para nada de la confesión, de la eucaristía, de la devoción a la Santísima Virgen, y se 
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descubría difícilmente el fallo, o bien, cuando ya era demasiado tarde. Entonces don Bosco, para estorbar la tenebrosa acción, que estos 
herejes realizaban para mal de las almas de Turín y del Piamonte, pensó poner sus manos en la edición de un almanaque, que ocupase el 
puesto de aquel falso Amigo, instruyendo y deleitando. 

En consecuencia, a primeros de año presentó un día su plan a algunos de los que se le habían ofrecido para ayudarle en la redacción y 
difusión de las Lecturas Católicas. Gustó a todos mucho y exclamaron a una: 

-íBien! íMuy bien! 

-Pero, »cómo titularemos nuestro almanaque?, dijo don Bosco. He sabido que la gente es víctima de la novedad. Un solo nombre, un 
tanto especioso, basta para convencer. Es lo mismo que el anuncio de una tienda. 

Hubo pareceres de toda suerte. Algunos querían que se llamase El Verdadero Amigo de Casa. Pero don Bosco observó enseguida que, 
con aquel título, se corría el peligro de sacarles las castañas del fuego, para que ellos no se quemaran las manos. 

-Es preciso, les decía, que nuestro título no tenga nada que ver con el de nuestros enemigos. 

Propusieron otros llamarlo El Almanaque del Pueblo; de la juventud; 
del Obrero; y muchísimos nombres más. Pero don Bosco, después de haberles dejado hablar, salió con uno hermoso y bien preparado. 
Hicieron todos profundo silencio y él, después de valorar el mérito de unos y otros, dijo que el almanaque en que había que ((645)) pensar, 
se llamaría sin más: Il Galantuomo (El Hombre de Bien) 1: aguinaldo, que se ofreció a los suscriptores de las Lecturas Católicas. 

Y así fue. Aquellos dos o tres sacerdotes prometieron su colaboración. 

El almanaque quedó preparado en el mes de octubre, porque había que ganar la partida al Amigo de Casa. Expondremos su título y su 
plan en pocas palabras. 

Il Galantuomo (El Hombre de Bien) -Almanaque Nacional para 1854, con variadas y útiles curiosidades. A continuación de la 
presentación, aparecían los nombres de los miembros de la familia real, anunciaba los eclipses, daba unas breves normas para los relojes 

1 El Hombre de Bien. Así se tituló, mientras se publicaron las Lecturas Católicas en castellano, por la Librería Salesiana de Sarriá 
(Barcelona), el correspondiente Almanaque anual de las mismas, siguiendo las normas de Il Galantuomo italiano. (N. del T.). 
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magistrales de acuerdo con el servicio de los ferrocarriles y diversas normas astronómicas sobre el año. Seguía el calendario con la 
indicación de las ferias estatales y extranjeras, de acuerdo con los nuevos establecimientos, la nueva tarifa de monedas y su paridad con las 
extranjeras. A continuación recetas de economía doméstica, reflexiones morales y religiosas, ejemplos y anécdotas interesantes para exalta 
las sublimes virtudes del clero y combatir algún error de lo valdenses. Finalmente, unas poesías en italiano y en piamontés. 

Este almanaque se ragaló a todos los suscriptores de las Lecturas Católicas. Después se fue renovando, y se imprimían más de dieciséis 
mil ejemplares cada año, hasta hoy. 

«Es verdaderamente admirable don Bosco, exclamaba don Miguel Rúa, viéndole sostener él solo y durante largos años, aquella 
publicación, que constituía una verdadera lucha contra los errores de los herejes, y que fue luego seguida, con ayuda de otros celosos 
escritores, durante toda su vida». 

Aquel otoño, como si esto no bastase para su actividad, se cuidó, a su vuelta a Turín de revisar la publicación encargada a Jacinto 
Marietti de dos mil ejemplares de tirada de una gramática griega, en opúsculos que se componían de cinco folios, de los que el tipógrafo 
Marietti presentaba factura a don Bosco el 10 de febrero de 1854. 
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CAPITULO LV 

MAS SOBRE LAS LECTURAS CATOLICAS -SENCILLEZ DE DON BOSCO ESCRITOR -SU HUMILDAD -EL PROFESOR 
PEYRON Y UNA REUNION DE SACERDOTES -TESTIMONIO DE LA HUMANIDAD DE DON BOSCO 

EL tipógrafo de las Lecturas Católicas, De Agostini, entregaba a don Bosco, dividida en dos opúsculos, una obrita para fin de octubre y 
principios de noviembre. Se titulaba: El Artesano de acuerdo con el Evangelio, o sea, la vida del buen Enrique, el Zapatero. Se trata de un 
pequeño volumen anónimo, dedicado a los artesanos. 

Enrique Buche nació a fines del siglo XVI, en la pequeña ciudad de Erlon, ducado de Luxemburgo, de unos pobres y oscuros obreros. 
Fue, desde niño, modelo de todas las virtudes cristianas y asiduo asistente a todas las instrucciones que se impartían a los fieles en la 
iglesia; se acercaba frecuentemente a los sacramentos. Muy pronto, llegó a ser habilísimo en su oficio. Tenía por patronos a San Crispín y 
San Crispiniano, cuyos ejemplos imitó dedicándose a la eterna salvación de los obreros. Salió de Erlon y trabajó durante muchos años en 
Luxemburgo, de donde pasó a París. Fue su primer cuidado buscar un maestro-zapatero, verdaderamente cristiano, y lo encontró; adonde 
quiera que fue se convirtió, con santas industrias, heroicos sacrificios y ((647)) limosnas, en apóstol de los artesanos, arrancando de los 
lazos del vicio a muchísimos, y asegurando su perseverancia en el bien. Llegó a ser Jefe de un taller, en el que trabajó más que un padre en 
favor de sus aprendices zapateros; eligió a siete de los mejores, y comenzó a hacer con ellos vida común y religiosa en su propia casa. 
Tenía entonces cincuenta años. Con aprobación del Arzobispo de París, redactó un reglamento y organizó la Pía Sociedad de los Hermanos 
Zapateros, la cual creció muy deprisa en París, se esparció por toda Francia y llegó a Italia. El buen Enrique fue elegido 
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Superior de la misma. Viose entonces crecer y consolidarse en medio del mundo una organización religiosa sin hábitos, sin votos y sin 
retiro claustral, gracias solamente al espíritu de caridad y al entusiasmo por el trabajo, y a unos buenos operarios que, libres por su gusto de 
vivir retirados de la sociedad y pese a las tentaciones y persecuciones, vivían unidos con la misma fuerza de un niño abrazado al cuello de 
su madre. Su amor a la regla y su cuidado para no faltar a ella, eran tales, como apenas puede uno esperarlo de fervorosos religiosos. 
Hacían todos los días oración en común, asistían a la santa misa, rezaban el rosario, leían la biografía de un santo del día y acompañaban 
con cantos espirituales el trabajo no interrumpido, durante las horas señaladas. Los domingos se confesaban, comulgaban y, después de las 
funciones sagradas, visitaban los hospitales, las cárceles y a los enfermos en sus casas y en los asilos de los pobres mendicantes. El buen 
Enrique ayudaba a la conversión de los pecadores. Fundó además la Pía Sociedad de los hermanos Sastres, siguiendo el modelo de la de lo 
zapateros, la cual llenó de santos trabajadores a Francia. Los artesanos más pobres encontraban trabajo y vestido en estos talleres, los 
huérfanos aprendían gratuitamente el ((648)) oficio, los aprendices eran atendidos, el viejo inhábil para el trabajo era asilado y se proveía a 
obrero enfermo y falto de toda ayuda. 

Pero uno de los méritos más señalados de Enrique fue el de haber colaborado eficazmente a desbaratar la impía sociedad llamada 
Hermandad de los Obreros, cuyos miembros se ligaban con juramento secreto. Todos los domingos hacían representaciones de los 
misterios y solemnidades cristianas para encubrir su maldad, y después se reunían para celebrar fraternales banquetes en sus antros, donde 
se entregaban a toda suerte de francachelas, impiedades, libertinajes y sacrílegos ultrajes a la santa Hostia. Estas reuniones clandestinas se 
habían esparcido por toda Francia y otros reinos, sin que nadie sospechase su perverso fin. Pero, finalmente, llegaron a enterarse las 
autoridades eclesiásticas y civiles, las cuales amenazaron y castigaron a aquellos desgraciados. Entonces Enrique, con riesgo de su vida y 
soportando toda suerte de insultos y calumnias, se las ingenió para arrancar de las manos de aquella secta infame e hipócrita a muchísimos 
obreros a los que convirtió. En pocos años desapareció de Francia la tal hermandad, y él obtuvo las bendiciones de todo el clero de París. 

El buen Enrique, sano y robusto hasta los noventa años, hizo a esta edad viajes, de hasta doscientas leguas a pie para visitar algunos 
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de sus centros, y, devotísimo siempre de la Virgen, incansable en su oficio, humilde como un santo, moría en el 1696. 

Fue este un libro muy adaptado al momento, y don Bosco lo distribuyó entre sus jovencitos, que quería leyesen las Lecturas Católicas 
para confirmarse en la fe. Tales obras hacían conocer cada vez más la abundante doctrina sagrada y eclesiástica, las santas y rectas 
intenciones del autor y aumentaban, en las poblaciones, la alta opinión de santidad de don Bosco. 

((649)) Para la segunda mitad de noviembre había preparado el siguiente volumen: Vida desgraciada de un nuevo apóstata. Se trata en él 
de tres conversaciones del apóstata con un amigo suyo, católico fervoroso, que llevan los siguientes títulos: Pérdida de la tranquilidad de la 
mente -Pérdida de la paz del corazón -Pérdida de la buena fama. -Se trata de una obrita anónima, pero las primeras pruebas de imprenta, 
que todavía conservamos, atestiguan, por las muchas correcciones hechas por don Bosco, su paciencia y diligencia. 

La revista Civiltà Cattolica, en su año cuarto, segunda serie, volumen tercero, año mil ochocientos cincuenta y tres, página 112, juzgaba 
así estas publicaciones: 

«Como contraposición a la propaganda heterodoxa, hay muchos celosos sacerdotes que no ahorran fatigas ni gastos. Ha alcanzado, entre 
éstos, señalado mérito un modesto eclesiástico, del que ya se hizo alguna reseña en Civiltà Cattolica, llamado don Bosco. Es el promotor 
de las Lecturas Católicas, que forman una colección de entretenimiento o diálogos sobre los puntos capitales de la religión. En el fascículo 
V se trata del mahometismo, del cisma griego y particularmente de la secta valdense, cuyo verdadero origen se examina, y se descubre su 
mala fe. Son libritos de poco bulto, llenos de sólida instrucción, adaptados a la capacidad del vulgo y muy oportunos para estos tiempos; 
ése es el mérito de las Lecturas Católicas». 

«Digno de alabanza es el ilustre don Bosco; y también lo son los padres de familia, por el aprecio con que guardan la fe de sus hijitos, 
valiéndose de ellas para sembrar en sus mentes los primeros gérmenes de una instrucción como la piden las condiciones de los tiempos». 

En efecto, don Bosco no tenía más fin, al escribirlas, que hacer el bien. No buscaba el aplauso de los hombres. 

-Mi afán, decía don Bosco, al predicar y al escribir ((650)) fue siempre y únicamente el de hacerme comprender por todos, lo mismo 
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en la exposición de los temas, que en el empleo de los vocablos más sencillos y conocidos. 

Hablaba lo mismo que escribía y escribía lo mismo que hablaba, siempre familiarmente. Para asegurarse de que todos le entendían bien, 
entregaba sus manuscritos a sencillos obreros para que los leyeran y le contaran luego su contenido. Un día leyó a su madre un panegírico 
de San Pedro, en el que llamaba al Santo Apóstol con el título del Gran Clavígero (gran llavero o portador de llaves). Su madre le 
interrumpió y le dijo: 

-íClavígero! »En dónde está ese pueblo? 

Enseguida comprendió don Bosco que aquélla era una palabra demasiado difícil para ser entendida por la gente del pueblo, y la cambió. 
Otra prueba de su humildad era que evitaba expresamente las formas elegantes y poéticas. «Recuerdo, dice monseñor Cagliero, que en las 
conversaciones familiares, para animarnos al estudio, nos recitaba de memoria hermosos pasajes de Horacio, de Virgilio, de Ovidio y de 
otros autores latinos y nos declamaba bellas poesías de nuestros poetas italianos. Y, sin embargo, no sucedió nunca que hiciera gala 
públicamente de estos sus conocimientos, o que los demostrase en sus libros con alguna cita. Quien no le era muy familiar, aún estando en 
casa, difícilmente podía llegar a conocer la gran riqueza literaria italiana, latina y griega que su mente poseía». Los sabios atesoran 
conocimiento, la boca del necio es ruina a la vista 1. 

A pesar de sus conocimientos históricos, geográficos y literarios, cuando tenía que enviar a la imprenta una obra, y aún cualquier escrito 
de escaso interés, siempre lo daba a revisar a personas doctas en literatura y ciencia, como por ejemplo ((651)) a Silvio Péllico, al abate 
Amadeo Peyron, al profesor Mateo Picco, pidiéndoles que le diesen su opinión y le corrigiesen cuanto quisieran. Recibía después muy 
agradecido sus observaciones, y aún las recordaba, muchos años después, a sus alumnos con viva gratitud. «A veces, dice monseñor 
Cagliero, se humillaba hasta hacer examinar a alguno de nosotros sus opúsculos y las cartas para publicar y enviar a los bienhechores de 
sus obras». 

Cuando, más tarde, algunos de sus hijos llegaron a ser licenciados en Letras, les encargaba corrigieran sus escritos, y aceptaba, 
humildemente reconocido, sus correcciones, hasta cuando no eran muy oportunas, ni siempre justas y de acuerdo con las opiniones de los 
mejores autores; y, a veces, ni siquiera pedidas. Y, si no le hacían 

1 Prov. X, 14. 
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correcciones, se quejaba, creyendo que, por respeto a él, se hubieran omitido. Hasta cuando sus adversarios le hacían ciertas críticas con 
mala intención, no se daba por ofendido. Solamente, si andaba de por medio el peligro de un erróneo conocimiento de la doctrina católica o 
la edificación del prójimo, entonces respondía con toda calma y respeto. 

Se pueden decir de él aquellas palabas de los Proverbios: «El sensato de corazón acepta mandato; el hombre charlatán corre a su ruina» 1 
por no atender a las amonestaciones. 

En octubre de 1853 se reunieron casi cuarenta sacerdotes turineses en casa del Capellán del Instituto para Huérfanas, presbítero Masucco 
la mayor parte de los más celosos por la educación cristiana de la juventud. Querían tratar del cariz que tomaban las cosas ((652)) del 
momento, respecto a la Iglesia y a la salvación de las almas. Buscaron aquel lugar para no llamar la atención de los vigilantes sectarios y 
protestantes. Estaban presentes el presbítero Masucco y el teólogo Leonardo Murialdo. Presidía la asamblea el abate Amadeo Peyron, 
hombre apreciadísimo en la ciudad por su ciencia y profesor de lenguas orientales en la Real Universidad de Turín. Sentábase a su lado don 
Bosco. Después de haberse discutido varias cuestiones, hubo alguien que propuso se debieran multiplicar las publicaciones de escritos 
educativos populares. El abate Peyron estuvo de acuerdo con esta necesidad. Don Bosco pidió la palabra y se encomendó a los sacerdotes 
presentes, para que le ayudasen a propagar las Lecturas Católicas, demostrando que éstas eran un medio eficacísimo para oponerse a la 
corriente de las falsas ideas divulgadas por los valdenses. 

Cuando don Bosco terminó, dijo el abate Peyron: 

-Está muy bien: yo he leído atentamente esos fascículos; pero, si usted quiere que hagan buen efecto, procure que estén escritos con 
mayor propiedad lingüística, con menos faltas gramaticales, menos inexactitudes en los términos, más diligencia en las correcciones... 

Aquel reproche, hecho por un pesonaje de tan grande importancia y autoridad, pareció áspero y cáustico a todos los reunidos, aún cuando 
fuera hijo del mismo celo; y el teólogo Murialdo, confuso por el mal papel de su amigo don Bosco, miróle para ver si se aguantaba o si 
respondía algo. Aquellas palabras resultaban punzantes y amargas, ya que no todos los sacerdotes presentes le eran en aquel 

1 Prov. X, 8. 
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momento benévolos. Pero don Bosco, sin mostrarse lo más mínimamente ofendido, respondió humildemente y con toda calma: 

-Por eso precisamente ruego a sus Señorías, que me ayuden y aconsejen en esta empresa. Yo me encomiendo a ustedes. Díganme todo lo 
que haya que corregir, y yo lo haré con mucho gusto. Más aún, me consideraré muy ((653)) afortunado si alguno, más perito que yo en la 
lengua italiana, quisiera revisar los escritos de las Lecturas Católicas, antes de publicarlas. 

Nos contaba el teólogo Murialdo en 1890, que al oír la respuesta de don Bosco, concluyó diciendo: -íDon Bosco es un santo!, y que 
nunca olvidó aquella escena. En efecto, quien observe la susceptibilidad humana ante las críticas de obras intelectuales, sobre todo cuando 
se es autor, no podrá menos de reconocer la heroicidad de don Bosco al aceptar aquella protesta. 

La verdad es que, en parte, era exagerada y, en parte, era real, porque algunos fascículos, ya anónimos, ya traducidos del francés por sus 
colaboradores, no podían tener la corrección que exigía un gusto clásico; y aún cuando don Bosco hubiese trabajado en ellos, no podía 
librarlos de las imperfecciones como hubiera deseado. Pero no se defendió, no adujo razones y siguió con su publicación sin desanimarse. 

Don Bosco era muy digno del elogio que hizo de él el nombrado teólogo Murialdo: «Desde que entré en confianza con don Bosco, no 
advertí nunca en él nada que de algún modo pudiera oscurecer la heroicidad de sus virtudes. Tenía un porte, un trato, un lenguaje, que 
revelaban en él un espíritu humilde. Si daba a conocer sus grandiosas obras, para justificar las frecuentes llamadas a la caridad pública, lo 
hacía de conformidad con aquella máxima del Evangelio: Videant opera vestra bona et glorificent patrem vestrum qui in coelis est (Vean 
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos)». 

El teólogo Reviglio atestiguó: «Si en ocasiones exponía don Bosco hechos personales, que podían redundar en su gloria, evidentemente 
lo hacía con el fin de instruirnos y estimularnos al bien. Por otra parte, no se envanecía de las extraordinarias pruebas de afecto que recibía, 
ni siquiera en medio de sus triunfos; puedo decir que, si permitía algunas de ((654)) nuestras grandiosas demostraciones de aprecio y 
afecto, era para que nosotros cumpliésemos con los deberes de gratitud y nos ejercitáramos en obras de piedad que nos alejaban del pecado 
y para tener una ocasión más de insinuarnos alguna máxima provechosa y más apreciada en aquellos momentos... 
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Resplandecía la humildad en su porte, en sus palabras, en el evitar cualquier aparición honorífica y no necesaria, dentro de su habitual 
pesuasión de su no ser nada». 

Añade monseñor Cagliero: «Don Bosco poseyó la virtud de la humildad y la practicó muy mucho en todos sus grados, sintiendo y 
hablando bajamente de sí mismo y abrazándose con gusto a las humillaciones. Solía hablarnos de la humilde condición de sus padres, de 
cómo le tocó ganarse el pan con el sudor de su frente, de cómo, después de mil peripecias, y con la ayuda de personas generosas, 
particularmente don José Cafasso, había podido llegar a terminar sus estudios. Hablaba de ello con gusto y satisfacción, como de una gloria 
y ambición familiar, al extremo de que llenaba nuestros corazones de amor hacia esta virtud, predicada y practicada por el mismo 
Jesucristo. 

»Nos recordaba, en sermones y conferencias, que el reino de Dios es el premio de los pobres de espíritu y que su misión predilecta era 
cuidarse de los niños, tan queridos por Jesús, y especialmente si estaban en la indigencia y desamparados. Sus palabras tenían una eficacia 
singular, porque las veíamos acompañadas de los hechos. Andaba, además, diciendo que él era el capitán de los pilluelos (biricchini) de 
Turín, y no por vanagloria, sino para conquistarse el corazón de los muchachos y atraerlos al bien. Le gustaba entretenerse con ellos, y 
algunas veces, al volver de visitas a grandes personajes y a personas de alta posición, nos decía: 

»-Aquí, con vosotros, me encuentro a mis anchas: mi vida es estar con vosotros». 

Observaba don Juan Turchi: «En su humildad recibía y trataba de igual modo al pobre que al rico. Ni siquiera ((655)) con sus muchachos 
acostumbraba a dar órdenes, sino que solía decir, por ejemplo: 

«-»Me harías tal cosa o tal otra, por favor? 

»Sus buenas maneras conquistaban nuestro corazón y ganaba con ellas más que con un mandato. Era muy agradecido al menor servicio 
prestado, como si no hubiera obligación de hacérselo. Le vi salir un día de la habitación como quien necesita algo. Me acerqué a él y le 
pregunté qué quería: 

»-Sí, mira, me respondió: tengo una sed abrasadora; necesitaría beber, pero no encuentro a nadie. 

»-Si le basta agua y azúcar, yo tengo en la celda y se lo puedo traer, dije. 

»-íMe harás un gran placer! 
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»Y se lo llevé. Bebió y me dio las gracias varias veces, como por un favor recibido». 

Don Miguel Rúa afirmaba, por su parte: «Podría él haber alcanzado una posición social honorífica, aún dentro del estado eclesiástico, y 
tuvo para ello distintas ocasiones e invitaciones; pero no aceptó. En aquellos tiempos le hubiera bastado una sola palabra y habría obtenido 
el título o diploma para enseñar; mas no quiso pronunciarla. Cuando acudían a verle jóvenes educados en el Oratorio, que acababan de 
obtener la licenciatura en Letras, les felicitaba y se complacía en manifestar que él, por el contrario, no tenía ni el título de maestro 
elemental. Al preguntarle alguno si era Monseñor o Caballero, le respondía: 

»-Soy don Bosco, sólo don Bosco. 

»Y es que siempre era indiferente a honores y menosprecios. 

»Tenía tan bajo concepto de sí mismo, que no se consideraba más que un simple instrumento en las manos de Dios y un tercero en la 
dirección y manejo de sus obras. Nunca hablaba en primera persona diciendo: yo he hecho, yo he dicho, ((656)) yo quiero, sino en tercera 
persona: don Bosco ha dicho, don Bosco desea, don Bosco recomienda. A menudo afirmaba su incapacidad para hacer algo y repetía que, 
de no haber sido por la vocación recibida del Señor, no habría podido ser más que un pobre cura de montaña. Todo lo que hacía lo atribuía 
a Dios y decía: -Por la gracia de Dios, hemos hecho esto. -Si Dios quiere, haremos aquello. -Dios nos ha enviado esta ayuda. -Demos 
gracias a Dios por todo. 

»A El sólo atribuía la gloria de todas sus empresas. Y hasta, considerándose un instrumento inútil del Señor, atribuía a sus sacerdotes y 
antiguos alumnos, ya salidos del Oratorio, el bien que hacía y que había hecho. Si sucedía alguna adversidad, que afectase a toda su 
Institución, entonces solía decir: 

»-Tal vez hemos hecho alguna al Señor y El nos castiga. Seamos buenos y nos bendecirá. 

»Por esto recibía con resignación toda suerte de tribulaciones y recomendaba a los jóvenes este acto de humildad. 

»Recuerdo que una vez vino al Oratorio el venerando Prior de la Orden 
de Santo Domingo. Don Bosco, que no dejaba escapar una ocasión para ejercitarse en la virtud y para instruir a sus hijos, pidióle se 
dignase sugerirnos una máxima útil para todos nosotros. Y él respondió con el texto de San Agustín: -Prima virtus est humilitas; secunda, 
humilitas; tertia, humilitas, (la primera virtud es la humildad; la segunda, la humildad; la tercera, la humildad). Entonces 
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entendimos nosotros mejor que nunca, por qué don Bosco nos recomendaba aquella virtud. El nos pedía con cierta frecuencia que le 
diéramos dos dedos de la cabeza, aludiendo a la renuncia de nuestra voluntad, y que nos haría santos. Y nos repetía, casi cada día, las 
palabras de San Agustín: Magnus esse vis? a minimo incipe. Cogitas magnam fabricam construere celsitudinis? de fundamento prius cogita 
humilitatis. (»Quieres ser grande? empieza por abajo. »Piensas construir una gran fábrica muy elevada? piensa primero en cimientos de 
humildad). Y otras sentencias semejantes». 

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((657)) 

CAPITULO LVI 

DON BOSCO Y LOS ALUMNOS OCUPAN EL NUEVO EDIFICIO -RESOLUCION TEMERARIA, PERO SEGURA -INSTALA EN 
CASA LOS TALLERES DE ZAPATERIA Y SASTRERIA-PRIMER REGLAMENTO PARA LOS TALLERES -PATRONOS Y 
OBREROS -PROYECTOS DE DON BOSCO EN FAVOR DE LA SOCIEDAD Y DE LOS ARTESANOS 

LOS trabajos de construcción en el Oratorio habíanse realizado tan deprisa que, en el mes de octubre, ya estaba terminada la mitad de la 
casa, con sus pórticos, tan necesarios para los días de intemperie. Apenas estuvo habitable, se trasladaron a ella las clases, el comedor y los 
dormitorios. La capilla antigua quedó destinada únicamente a salón de estudio. Y el número de internos llegó enseguida a sesenta y cinco. 
Don Bosco eligió para sí la parte paralela a la iglesia de San Francisco, que se componía de tres estancias seguidas, en la segunda planta. 
La que formaba ángulo con la parte principal del edificio fue ocupada por dos o tres jóvenes, que habitaban y dormían en ella, atentos a 
cualquier necesidad de Don Bosco; la segunda debía servir de biblioteca y era el escritorio del clérigo Rúa; la última, con una ventana que 
daba al sur, la eligió don Bosco para su aposento, y es la actual antecámara. El mobiliario de ésta, que no se cambió mientras él vivió, se 
componía de: una cama de hierro y unos ((658)) muebles, regalados en parte por los bienhechores, unas sillas más que ordinarias, una 
mesita estrecha y tosca sin tapete ni estanterías, para escritorio, un diván viejo y reviejo, un armario descantillado para guardar las cartas, 
un sencillísimo reclinatorio en madera de chopo, que servía para confesar, un crucifijo y algunos cuadros con estampas religiosas. Durante 
mucho tiempo aquella única estancia sirvió de dormitorio, recibidor, despacho y sala de espera. 

Por aquellos días, como la obra estaba todavía reciente, la habitación era muy húmeda, y por las mañanas tenía todo cubierto de vapor de 
agua. Un par de zapatos que se dejara dos días bajo la cama se cubría de moho. Don Bosco hizo empapelar las paredes con papel 
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muy grueso, para que los visitantes no adviertieran el inconveniente, pero, al poco tiempo, el papel quedó enmohecido y negro, y acabó por 
caerse a pedazos. Sin embargo no se podía hacer de otro modo. Dado que todos los muchachos no cabían en la casa Pinardi, había que 
colocar parte de ellos en el edificio nuevo. Para que éstos no se quejasen y estuvieran satisfechos del traslado, les entusiasmó exaltando la 
hermosura y las ventajas del nuevo edificio. Y como empezó él, antes que nadie, a aposentarse allí, todos los demás le siguieron 
alegremente. Si, por el contrario, hubiese continuado don Bosco ocupando la antigua habitación y no hubiese instalado en la casa nueva 
más que a los muchachos, ciertamente hubiese habido murmuraciones y descontentos. En realidad fue una determinación temeraria, vista 
de un modo humano, pues tantísima humedad pudo haber sido ocasión de serias enfermedades. Pero ni don Bosco, ni ningún otro sufrió el 
menor inconveniente, como ya él había anunciado públicamente. Don Bosco sabía que su promesa quedaría confirmada con los hechos. 

((659)) En cuanto estuvo alojada la comunidad, quiso realizar el plan que tenía trazado de abrir, aun a costa de cualquier sacrificio, 
talleres dentro del Oratorio. Aquel ir y venir cada día de sus muchachos a los talleres de la ciudad, por muy escogidos, vigilados y 
transformados que fueran, resultaba un peligro, cuando no un daño, para la disciplina y el aprovechamiento de los asilados. Las malas 
costumbres y la irreligiosidad iban creciendo entre los obreros, y don Bosco se daba cuenta de que las burlas, a que estaban sometidos sus 
alumnos, podían destruir en muchos de ellos el fruto de la educación moral y religiosa que procuraba impartirles. 

Las mismas calles que debían recorrer estaban repletas de vendedores de periódicos, pregoneros eternos y sistemáticos de una abusiva 
libertad e impiedad. Las vitrinas de las librerías y los tenderetes presentaban escandalosamente toda una sentina de grabados indecentes, 
obscenas estatuillas, noveluchas, otros productos asquerosos y hasta libros heréticos. 

Con todos estos incentivos corría grave riesgo su fe, a pesar de que don Bosco, además de sus normas y avisos, les dirigiese una 
platiquita cada noche, precisamente con la finalidad de exponerles y confirmarles alguna verdad que, por ventura, hubiese sido contradicha 
a lo largo de la jornada. Y no sólo en público, sino también privadamente, les hablaba sin cesar de los errores de los protestantes y de sus 
tristes consecuencias, exhortándoles a estar en guardia sobre ellos. 
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Quiso, pues, don Bosco evitar, en lo posible, a sus artesanos aquellos inconvenientes. Y para ello, ayudado por los bienhechores, compró 
unas mesitas y taburetes, las herramientas necesarias y montó un taller para los zapateros en un corredorcito de casa Pinardi, junto a la torre 
de la iglesia. 

A la vez, destinaba a algunos otros jóvenes al oficio de sastre. Y como había trasladado la cocina a la planta baja de los nuevos locales, 
((660)) al fondo del actual locutorio de invierno hacia el jardín, la antigua cocina se convirtió en sastrería. Un crucifijo y una estatua de la 
Virgen tomaron posesión de los dos talleres. Enseguida se vieron las grandes ventajas espirituales, morales y materiales en aquellos 
alumnos. Don Bosco fue el primer maestro de los sastres, cuyo arte conocía desde sus tiempos de estudiante; iba también, a veces, cuando 
los estudiantes estaban en clase en la ciudad, a sentarse en la banqueta de los zapateros para enseñar a los jóvenes el manejo de la lezna y 
del cabo 1, empecinado, para remendar los zapatos. De este modo cubría las necesidades de sus muchachos con menor gasto; en adelante, 
no tendría que acudir fuera de casa para proveerles de calzado y de vestido. Por esa misma razón, a medida que irá naciendo una nueva 
necesidad, le veremos abrir un nuevo taller. 

Decía el teólogo Ascanio Savio: «Yo visité estos talleres desde el principio, desde que se abrieron en 1853. Había visto don Bosco que su 
internado no podía obtener su verdadero fruto, sin instalar en casa los talleres de artes y oficios. Necesitaba completar su institución, para 
poder vivir dentro de sus tapias y desarrollar todos sus miembros como un cuerpo orgánico: necesitaba bastarse a sí misma». 

Don Bosco eligió enseguida los jefes de taller: puso a Domingo Goffi, que también hacía de portero, al frente de los zapateros y a un tal 
Papino como jefe de los sastres. Los jefes enseñaban el oficio y debían vigilar atentamente para impedir el menor desorden. Al mismo 
tiempo, componía don Bosco un reglamento, que había que observar en todos los talleres, como salvaguardia de la disciplina, la moralidad 
y el trabajo, 

1 Cabo. Así llaman los zapateros a la hebra de cáñamo, que emplean para coser, cubierta de pez. (N. del T.). 
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((661)) REGLAMENTO 

Maestros-Jefes de taller 

1. Los Jefes de taller están encargados de adiestrar a los jóvenes de la Casa en el arte a que han sido destinados por los Superiores. Su 
primer deber es el de la puntualidad e ir dando en el taller trabajo a sus alumnos a medida que entran. 
2. Sean cuidadosos en todo lo que mira al bien de la Casa y recuerden que su deber principal es el de enseñar a los aprendices y hacer que 
no les falte trabajo. Guarden, y por cuanto es posible, hagan guardar silencio durante el trabajo, no permitan que nadie hable, ría, bromee o 
cante, fuera del tiempo de recreo. No permitan nunca a sus alumnos salir para hacer recados. Si es menester, pídase el oportuno permiso al 
Prefecto. 
3. No deben hacer contratos con los jóvenes de la Casa, ni admitir, por su cuenta particular, ningún trabajo de su profesión. Lleven 
registro de todos los trabajos realizados en el taller. 
4. Los jefes de taller están estrechamente obligados a impedir toda clase de conversaciones malas, y si llegan a saber de un culpable, 
deberán avisar inmediatamente al Superior. 
5. Maestros y alumnos deben permanecer en su propio taller, y ninguno debe ir al de los otros sin absoluta necesidad. 
6. Está prohibido fumar, jugar y beber vino en los talleres, a los que se va a trabajar y no a divertirse. 
((662)) 7. Antes de empezar el trabajo se rezará el Actiones (Oración de ofrecimiento) y una Avemaría. Al mediodía se dirá el Angelus 
Domini, antes de salir del taller. 

8. Los aprendices deben ser dóciles y someterse a sus maestros, como a sus superiores, mostrando gran diligencia para complacerles y 
mucha atención para aprender lo que les enseñan. 
9. Cada quince días se leerán en alta voz estos artículos, por el Jefe o quien haga sus veces, y estarán siempre a la vista de todos en el 
taller. 
Todavía no se habla en este Reglamento del Asistente. No había otra autoridad más que la de don Bosco, a la que se añadió, al año 
siguiente, la del Prefecto. 

Le hubiera gustado a don Bosco, desde entonces, tener a todos sus artesanos constantemente bajo su mirada, pero todavía se veía 
obligado a enviar cierto número de ellos a Turín, pues le faltaban 
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locales a propósito. Por tanto, redoblaba sus cuidados y visitas a los talleres y repetía sus recomendaciones a los patronos para que 
atendiesen a sus protegidos. Pero pasaba sus angustias y trabajos para encontrar talleres verdaderamente cristianos. En ciertos oficios 
resultaba cada vez más difícil hallar jefes de probada religiosidad. Preocupados únicamente por el trabajo material y las ganancias, se 
hubieran extrañado, si alguien les hubiera hecho observar que Dios les pedirá cuenta del alma de sus obreros. Y los obreros, faltos de 
alguien que les recordase la dignidad de su propia alma, la necesidad de santificar el peso del duro trabajo, sus destinos inmortales y las 
esperanzas divinas; sin nadie que les diera un buen ejemplo, un aviso oportuno, que impusiese a los díscolos ((663)) la observancia de la 
Ley de Dios, dejaban corromper sus espíritus y su corazón con toda suerte de malvadas influencias. 

Escribía don Bosco en una de sus primeras Lecturas Católicas: 

«Entro en un taller o en un gran comercio atestado de empleados. »Cuáles son las primeras palabras que hieren mis oídos? El adorable 
nombre de Nuestro Señor Jesucristo, pronunciado en vano por un lado y por otro, maldiciones, frases de cólera y blasfemias. Me parece 
estar en una sima del infierno. Me acerco a unos jóvenes, cuyas conversaciones licenciosas y descaradas me dan escalofríos. Me vuelvo a 
otra parte y aquí un hombre maduro que desacredita a la religión y sus ministros; allí otro, que maldice a la Providencia; no falta más que 
aquel viejo de allá, sin fe y sin pudor, que actúa de maestro de corrupción y de impiedad ante una turba de aprendices que le escuchan con 
curiosidad y beben imprudentemente su veneno. 

»Y sin embargo, éste es el triste cuadro que, en nuestros días, presenta una gran parte de nuestros establecimientos y centros de trabajo. 
Pregúntese a aquellos hombres por qué tanto sudar y fatigarse, desde que sale el sol hasta su ocaso. Todos responden: 

»-Para ganarnos el pan. 

»-Magnífico, eso para el cuerpo. »Y para el alma? 

»Ríen. 

»-»Pensáis en la salvación del alma? 

»Vuelta a reír. 

»-Pero, »no teméis cargaros con una eterna desgracia? 

»-Lo que tememos es caer enfermos, encontrarnos sin trabajo, padecer y morirnos de hambre. 

»-»Y cuando muráis? 

»Risas. 
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»En fin: Todo para el cuerpo y nada para el alma». 

Las madres angustiadas acudían a don Bosco para sacar de aquellos talleres corruptores a sus hijos, rogándole les buscara un lugar donde 
pudieran aprender a ((664)) ganarse el pan, sin la triste perspectiva de perder el alma. Y don Bosco se afanaba para colocarlos, aún fuera de 
la ciudad, aprovechando las múltiples relaciones que tenía, decidido al mismo tiempo a no descansar hasta el día en que pudiera albergar a 
centenares de artesanos en el Oratorio, bajo sus inmediatos cuidados. 

Pero no era eso todo. Su mente profunda y perspicaz veía los peligros que amenazaban a las naciones y la necesidad de resolver la 
cuestión obrera con sentido cristiano. Ya se había manifestado el socialismo en los reinos vecinos y amenazaba a Italia. Los partidarios de 
las malsanas doctrinas, los jefes de las sociedades secretas, persuadidos de que el porvenir estaría ciertamente en manos de quienes 
hubieran sabido adueñarse del espíritu y del corazón del obrero, empezaban a desplegar un celo verdaderamente satánico, para embrutecer 
las masas, disponerlas a cualquier exceso y poder montarse sobre sus hombros. 

Don Bosco, por su parte, también se había propuesto impedir tan grandes desastres por medio de los mismos jóvenes obreros, llevándole 
a la única Religión que, juntando las vías del amor y del sacrificio, produce la satisfacción del propio estado. Les recordaba cómo el trabajo 
manual fue honrado y glorificado personalmente por Nuestro Señor Jesucristo, el cual quiso ser durante su vida mortal un simple obrero 
como ellos, y describía a menudo su entrada triunfal en el cielo y el premio eterno que les esperaba después de las penas y fatigas de este 
mundo. 

Pero él solo no podía realizar su plan de talleres cristianos, lugar de paz, de alegría, de trabajo querido y bendecido, de los cuales salieran 
después sus alumnos y se esparcieran por el mundo, dispuestos a enfrentarse valientemente con las dificultades de la vida y seguir sin 
torcerse la línea trazada ((665)) por Dios, y ser soldados de la Iglesia y, en consecuencia, del orden público, dentro de las sociedades 
católicas obreras. Por experiencia sabía que las obras individuales generalmente desaparecen con los hombres que las crean. Por eso don 
Bosco no dejaba un instante de acariciar el propósito de una Congregación religiosa organizada también para este fin. Era la divina 
Providencia quien le inspiraba esta idea, como ya se la había inspirado a centenares de fundadores y fundadoras contemporáneos de 
Piadosas Sociedades, que debían socorrer de mil maneras al obrero 
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en todas sus necesidades. El odio a su benéfica y poderosa influencia en el pueblo creemos es una de las causas de la atroz guerra con la 
que se busca su exterminio. 

Don Bosco, pues, el año 1853, sin tambores y trompetas, como hoy se acostumbra por una nonada, empezaba esta su gigantesca empresa 
con tan sutil mesura, que parecía, (íno lo era!), un simple experimento. Como si se le hubiese dicho: «Confía en Yahvéh de todo corazón y 
no te apoyes en tu propia inteligencia; reconócele en todos tus caminos y él enderezará tus sendas 1». 

Y en efecto, también esta obra abrazará los mundos. En el curso de cincuenta años salieron de sus escuelas-taller más de 300.000 obreros 
educados cristianamente que se esparcieron por doquier. Y millares de muchachos, que hubieron quedado abandonados en medio de los 
peligros de la calle, convirtiéndose en ciegos instrumentos de la tiranía sectaria, se transformaron continuamente en útiles y honestos 
ciudadanos, en hombres de bien y dignos de mérito. 

1 Prov. III, 5, 6. 
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((666)) 

CAPITULO LVII 

LA SECCION DE LOS ESTUDIANTES -LAS ESCUELAS PRIVADAS DE LOS PROFESORES DON MATEO PICCO Y DON JOSE 
BONZANINO -LOS CAPOTES MILITARES -NUEVOS TESTIMONIOS DE LAS MARAVILLAS DE DON BOSCO EN EL 
ORATORIO -LOS ALUMNOS ELEGANTES DE LAS ESCUELAS PRIVADAS Y DON BOSCO -LA FIESTA DE SAN MATEO Y 
UNA PEDREA -INFLUENCIA BENEFICA DE DON BOSCO SOBRE ALGUNOS PROFESORES -ELOGIOS MERECIDOS POR 
LOS ESTUDIANTES DEL ORATORIO -CORDIALIDAD ENTRE LOS HIJOS DEL PUEBLO Y LOS DE LOS SEÑORES 

A medida que aumentaban en el Oratorio los internos artesanos, crecía también el grupo de los estudiantes. El principio de esta sección fue 
algo providencial y, se puede decir, inspirado por Dios. Algunos de los muchachos recomendados a don Bosco por el Gobierno, Alcaldes, 
Párrocos y padres pertenecían a familias desahogadas o de posición acomodada que, por azares de la fortuna, habían caído en la miseria. 
No siempre les gustaba ni convenía a estos muchachos, criados en medio de las comodidades de la vida, el aprendizaje de un arte trabajoso 

o un duro oficio. Además, algunos estaban dotados de ingenio tal, que parecía un pecado dejarles como enterrados en un taller; muchachos 
como ellos, instruidos en las ciencias, podrían ((667)) con el tiempo prestar a la sociedad servicios más importantes. Don Bosco, que, por 
cuanto le era posible, conformaba su caridad con la necesidad, la conveniencia y las inclinaciones, destinaba a tales muchachos a los 
estudios, antes que a un trabajo manual. De este modo el grupo de estudiantes, que en 1850 era solamente de doce, llegó a igualar al de los 
artesanos en 1853. 
Con este novedad logró don Bosco que la beneficencia de su Oratorio alcanzase a mayor número de familias pobres; cultivó inteligencias 
privilegiadas que, de otro modo, privadas como estaban de los medios necesarios, hubieran quedado abandonados; dio a la sociedad no 
solamente buenos obreros y hábiles artistas, sino también empleados instruidos, y, lo que más vale, inauguró desde entonces 
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un vivero de seminaristas para las diócesis, y de ayudantes para su Oratorio, con los que debía extender el beneficio de la instrucción y de 
la educación moral a millares de pobres muchachos en uno y otro hemisferio. 

Ya hemos narrado cómo don Bosco, dado que no podía cuidarse personalmente de las clases de latín, había empezado, durante el año 
escolar 1851-52, a enviar a todos sus estudiantes de los cursos clásicos a la escuela privada del caballero José Bonzanino, profesor del 
gimnasio inferior y, poco tiempo después, a la del sacerdote don Mateo Picco, profesor de retórica. Estos dos ilustres señores se prestaron 
de buen grado a realizar aquella caridad y admitieron gratuitamente en sus clases a los alumnos de don Bosco, convirtiéndose en grandes 
bienhechores de nuestro Oratorio. Como eran hombres eximios, de trato exquisito, venerable aspecto y doctos en las materias que 
enseñaban, sus escuelas eran muy apreciadas en la ciudad: los alumnos alcanzaban estupendos resultados, y las familias de buena posición 
iban a porfía para confiarles sus propios hijos. 

Don Bosco enviaba a sus estudiantes divididos en dos grupos, ya que don Mateo Picco vivía junto a San Agustín y el ((668)) profesor 
Bonzanino al lado de San Francisco de Asís. Un grupo lo formaban los alumnos de las tres clases gimnasiales, el otro los que cursaban 
humanidades y retórica: y tenían un itinerario rigurosamente prescrito, lo mismo para la ida que para la vuelta. Esto alargaba algo el 
camino, pero los muchachos obedecían ciegamente sin saber el porqué; y, si alguna vez lo preguntaban, don Bosco se contentaba con 
responder: corrumpunt bonos mores colloquia prava (las malas conversaciones corrompen la buenas costumbres). Más tarde, ya mayores, 
supieron la razón de aquella prescripción. El clérigo Rúa estaba encargado de su vigilancia, durante el trayecto, y luego iba a clase de 
filosofía al Seminario con los profesores y teólogos Mutura y Farina. El canónigo Berta recordaba siempre con placer que él le había dado 
entonces repaso de las lecciones. 

Cuando los estudiantes llegaban al Colegio, se encontraban con condiscípulos pertenecientes a las principales familias de Turín, unos por 
su linaje y otros por su patrimonio. Resulta admirable ver cómo la Divina Providencia les llevaba a un lugar donde podían hacer amistad 
con jóvenes destinados a ocupar un día altos cargos en el Estado y en el Municipio, a los que los recuerdos imborrables de la niñez les 
inclinarían a ayudarles en cuanto les pidiesen su apoyo. Además, como los muchachos del Oratorio solían ser los primeros de la clase, por 
su virtud, su talento, su estudio y su diligencia, corría la fama de 
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su bondad por los espléndidos salones de los señores que eran o llegarían a ser bienhechores en lo porvenir. Llamó mucho la atención 
desde un principio, el que ninguna de las familias turinesas diese de baja a sus hijos de las escuelas adonde iban aquellos pobrecitos; que 
ninguna hiciese la menor lamentación, más aún, todas vieron, con gusto la actuación de los profesores. Hay que notar, además, que en 
aquellos tiempos aún no reinaba la democracia. ((669)) Pero, al mismo tiempo, hay que poner de relieve la caridad cristiana, casi heroica, 
de los señores Picco y Bonzanino, que, a riesgo de ver desaparecer de sus escuelas la flor y nata de la sociedad, que les proporcionaba 
pingüe ganancia, se arriesgaban a colocar en los mismos bancos a muchachos de humilde condición, modestamente vestidos, junto a 
señoritos elegantes, bien trajeados, sabedores de su propia condición social. El profesor Bonzanino tenía el cuidado de acercarse a la puerta 
de su casa para que los de don Bosco se quitaran los capotes de soldado que llevaban como abrigo, para resguardarse de la lluvia o de la 
nieve. Eran aquellos capotes un regalo del Ministro de la guerra a don Bosco; pero aunque defendían a la persona de la intemperie, estaban 
apolillados, y más parecían una manta que un abrigo, dando a los que lo llevaban un aire caricaturesco o de contrabandistas. En efecto, iba 
un día Tomatis a la escuela de dibujo con aquel uniforme; se sentó en un banco de la calle y se le acercaron inmediatamente dos guardias 
pidiéndole la tarjeta de identidad. Tomatis respondió ingenuamente que no llevaba más que la tarjeta de dibujo, y la sacó del bolsillo. A las 
preguntas de quién era, dónde vivía y qué hacía, respondió que se llamaba Tomatis, que era un estudiante y que vivía con don Bosco en 
Valdocco. Al interrogarle cómo se las apañaba don Bosco para mantener a sus muchachos, Tomatis pronunció una sola palabra: 

-íLa Providencia! 

-íNo hay Providencia que valga!, exclamaron los guardias con una sonrisa burlona. 

Y Tomatis replicó: 

-Si no hubiera Providencia, tampoco ustedes, señores míos, estarían tan fuertes. Ella es la que me provee a mí de este capote. 

Los guardias, después de algunas explicaciones más, le dejaron en paz. 

((670)) Al principio aquellos capotes y aquellos gorros militares fueron ocasión de indiscretas curiosidades y hasta de mofa; pero luego 
todo pasó y durante muchos años los jóvenes de don Bosco los llevaban lo mismo en casa que cuando salían fuera de ella. Sin embargo, 
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el profesor Bonzanino no los encontraba, con razón, presentables en una sociedad de señoritos fáciles a la risa y a la broma. 

El primer año los estudiantes de don Bosco no eran más que un pequeño grupo, pero, poco a poco, fueron creciendo hasta llegar a cien, 
terminando casi por llenar las aulas de quienes sacaban lo necesario para vivir de la escuela. Pero don Bosco no dejaba de obligar a pagar a 
los padres que podían hacerlo o a los que le habían recomendado a un muchacho, la cuota mensual prescrita por la escuela. El mismo 
empezó a retribuir a aquellos profesores con una anualidad, al principio de cincuenta liras y más tarde de mayor cantidad, de acuerdo con 
lo que le permitía su economía. 

Aquellos buenos profesores no rechazaron nunca a ningún muchacho recomendado por don Bosco, el cual, por otro lado, sabía pedir con 
tan sincera amistad, que era capaz de vencer cualquier dificultad, de haberla habido. Véase como prueba de ello la carta que escribía al 
profesor Bonzanino. 

Muy distinguido y apreciado señor Profesor: 

Todavía me quedan dos jovencitos para enviarle a su escuela: 
uno, llamado Carossi, el cual creo está preparado para la clase del Señor Pasquale, porque ya ha hecho la tercera elemental, y desea 
empezar el latín; éste pagará lo que sea necesario. El otro, llamado Anfossi, me parece que puede ir con los ((671)) de segundo de 
gramática. Me lo han recomendado las señoras Losana, hermana la una y cuñada la otra del Obispo de Biella, las cuales también espero 
pagarán toda la cuota escolar. 

Queda por ver si aún puede esconderlos en algún rinconcito para que sigan sus preciosas lecciones. Comience por verlos y después haga 
in Domino (en el Señor) lo que buenamente pueda. 

Bendiga el Señor a usted y a toda su respetable familia, y agradeciéndole todo lo que hace por estos mis pobres hijos, me ofrezco a usted 
en todo lo que valgo y puedo. 

De V.S.I. 

Turín, 28 de diciembre de 1853 

S.S.S.
JUAN BOSCO, Pbro.
Juan Bautista Anfossi, muchachito de trece años, había sido llevado al Oratorio el día veintidós de diciembre por la hermana de 
Monseñor Losana. Todo Turín conoce al eximio sacerdote, canónigo 
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honorario de la colegiata de la Santísima Trinidad, doctor en filosofía y letras, caballero de San Mauricio y de San Lázaro. Pues bien, él 
mismo, hacia 1900, nos exponía el aprecio que tuvo por don Bosco desde el primer instante. 

«Cuando yo entré en el Oratorio, año 1853, reinaba en él la persuasión de que don Bosco había realizado milagros. Los más antiguos de 
mis compañeros me contaban, y existía la firme convicción en todos nosotros, que en aquellos días llegábamos a 51 sin contar a los 
clérigos, de que ciertamente había sucedido el hecho del muerto resucitado, y los de las castañas y las hostias multiplicadas. Contaban 
además lo de la distribución del pan y fiambre, que solía hacerse en el Oratorio muchas veces, con ocasión de una comunión general. 
Acudían en tales ocasiones centenares de muchachos externos, cuyo número no se podía ((672)) prever. Y sin embargo, aunque no hubiese 
en casa el pan suficiente, llegaba para todos. 

»También conocí a mamá Margarita; admiré su vida sacrificada, constantemente preocupada por el bienestar de los niños. Cuando 
necesitábamos algo, acostumbrábamos ir a ella, la cual, si podía, nos atendía inmediatamente y nos suministraba lo necesario, 
exhortándonos siempre a la oración y a la virtud. Era venerada por todos cuantos acudían al Oratorio, aún por personas de alta posición». 

El profesor Bonzanino le admitió en su escuela juntamente con Carossi. 

Don Bosco se entretenía a menudo hablando con aquellos buenos profesores, sobre los distintos clásicos latinos, y les recomendaba que 
corrigieran siempre los ejercicios de los alumnos, anotando los errores y dándoselos a conocer, pues juzgaba era éste el mejor modo para 
enseñar una lengua a la perfección. Más tarde repetía este mismo aviso con insistencia a los maestros del Oratorio. Y no abandonaba a sus 
muchachos al llegar el tiempo de los exámenes, lo mismo en las escuelas privadas que en las del Estado. Iba a visitar a los examinadores, 
los cuales le permitían bondadosamente ver los ejercicios escritos de sus alumnos. El los leía atentamente, examinaba las correcciones, 
defendía algunas impropiedades que habían sido tenidas por errores. Y lo hacía con tal erudición que causaba admiración a aquellos 
profesores, los cuales decían que nunca hubieran imaginado que don Bosco poseyera tal profundidad y variedad de conocimientos sobre la 
literatura latina. 

Don Bosco compensaba a los señores Picco y Bonzanino lo mejor que podía, atendiendo afectuosamente a todos sus discípulos. Como 
no había en sus escuelas clase de catecismo y de religión, él 
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fue a visitarlas regularmente todos los sábados, durante el año 1853, y siguió haciéndolo durante años sucesivos. Cuando entraba en ((673) 
una clase salía el profesor y él se entretenía durante una hora con los alumnos que allí había, pensionistas o externos. Les contaba un hecho 
de la historia eclesiástica, una parábola, una anécdota edificante, todo con la finalidad de llevar a aquellos muchachos a confesarse 
frecuentemente y bien. Explicaba, además, alguna pregunta del catecismo. 

Los recibía después en el Oratorio mensualmente para confesarse, y ejercía sobre ellos, aún sobre los de las familias más ilustres de la 
ciudad, una benéfica influencia. Nos contaba el profesor canónigo Anfossi sobre aquellos días: «Frecuentemente oigo contar estos hechos, 
con sentimientos de profundo agradecimiento a don Bosco, a ilustres personajes de la alta sociedad que entonces estudiaban conmigo en 
estas escuelas y oían sus instrucciones religiosas y se confesaban con él». 

Todos estos muchachos tenían gran confianza con don Bosco, lo mismo que sus padres, de modo que les tocó más de una vez poner paz 
en una o en otra familia, disgustada por algún mal entendimiento o también por el carácter rebelde y fogoso de un hijo. Un tal Cal..., que 
frecuentaba el Oratorio desde niño, aquel año se escapó de casa y fue al Oratorio, por haberle reñido ásperamente su padre. Don Bosco lo 
admitió, calmó su furia, pasó aviso al padre, preparó al muchacho para hacer una buena confesión, y al cabo de un mes lo devolvió a la 
familia, que le acogió con los brazos abiertos. Fue después un excelente caballero, estudió la carrera de abogado y llegó a ser miembro de 
la Audiencia Territorial. 

Eran también familiares las relaciones de don Bosco con sus maestros, a los que profesaba suma reverencia y agradecimiento. Con tal 
motivo, ocurrióle un episodio entre alegre y serio, digno de recuerdo. 

Acostumbraba don Bosco ir el veintiuno de septiembre a la casa de campo de don Mateo Picco, para celebrar su día onomástico, ya que 
((674)) el profesor gozaba del privilegio de capilla privada. Aquel año 1853, la vigilia de la fiesta por la tarde, se encaminó hacia ella, en 
compañía del jovencito Juan Francesia, que llevaba en las manos un fajo de cohetes para dispararlos al anochecer del día siguiente, y en el 
bolso una poesía de felicitación para leer después de la comida. Pasaron el fielato de Casale, llegaron a los pies de la colina de Superga y 
empezaron a subir por los collados del valle de San Martín. Sobre uno de ellos, en un amenísimo lugar, aparecía la casa 
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blanca del profesor. Con don Bosco no era posible el ocio; siempre tenía algo que decir, algún proyecto que proponer, y ello hacía que su 
compañía resultara útil y agradable. Al llegar al lugar llamado de San Albino y San Evasio, contaba él a Francesia la maravillosa vida de 
estos dos santos, y el muchacho le escuchaba pendiente de sus labios. En esto, tras una arboleda, apareció de repente un grupito de 
muchachos que asaltó a don Bosco a pedradas. Estaban acostumbrados a gastar la misma broma a todos los que pasaban por aquel camino 
y singularmente a los curas. Paróse don Bosco, e hizo frente con toda tranquilidad a aquellos descarados, que volvieron las espaldas 
corriendo. Entonces don Bosco gritó: 

-íParaos! Oíd, oíd: venid aquí; no quiero pegaros; yo no quiero reñiros.
A tales voces los muchachos se pararon.
-Os daré una medalla, siguió gritando don Bosco.
Y sacándolas del bolsillo, se las enseñaba.
Los más atrevidillos se acercaron, diciendo:
-Nosotros no hemos tirado las piedras. Son aquéllos de allá, que se han escondido detrás de las moreras.
-Venid también vosotros, gritó don Bosco a los más alejados. Somos buenos amigos y sé que lo habéis hecho de broma.
Y corrieron todos a su alrededor.
-Decidme, continuó don Bosco, »os gustan las cerezas?
((675)) -íYa lo creo! somos capaces de comernos cien kilos, respondieron.
(Decía don Bosco que estas bromas graciosas y otras semejantes acababan siempre por producir un efecto maravilloso y que así,


solamente con gastarse unos céntimos en fruta, se ganaba a los pilluelos). 
-»Con huesos y todo?, añadió don Bosco. 
-Con huesos y todo. 
-Entonces decidme; »iréis a misa y a la catequesis el domingo? 
-íSí, señor! 
-»A dónde? 
-Vamos a la parroquía, respondieron algunos. Y otros: vamos al Oratorio de don Bosco en Vanchiglia, donde nos dan para desayunar pan 

y salchichón en las fiestas gordas. 
Don Bosco sonriendo siguió preguntando: 
-íHola! »Con que vais al Oratorio de don Bosco y recibís a don Bosco a pedradas? 
-»Usted es don Bosco? 

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-Claro: soy yo. 

-íDon Bosco, don Bosco! 

Mientras tanto habían salido de sus casas los padres de los muchachos, habían oído el diálogo y empezaron a apostrofar a sus hijos: 

-íPillos, más que pillos, sinvergüenzas, tirad las piedras! Ya os arreglaremos... íPerdone, don Bosco! 

-No, no, les respondió don Bosco; no griten así a estos buenos muchachos: no lo hacían con mala intención. 

Y empezó a defenderlos, sabedor de que esto les gustaba mucho a padres y a hijos, mientras que las palabras duras hubieran irritado a 
unos y a otros. 

Sin embargo, al despedirse, don Bosco animó a los padres a custodiar a sus hijos, y a observar que cumpliesen sus deberes de buenos 
cristianos, y a recomendarles el respeto ((676)) a los sacerdotes, porque educados de este modo, respetarían también a sus padres y les 
ayudarían en la vejez. 

En tanto, se había hecho de noche. Don Bosco se despidió quitándose el sombrero y siguió su camino. Mientras se alejaba, la gente, en 
corros, empezó a comentar admirada las palabras de don Bosco, y la lección produjo su fruto. En efecto, don Mateo Picco, que varias veces 
había sido víctima de las pedreas por aquel valle, acostumbraba avisar a los que iban a visitarle a su casa que tomasen otro camino. A partir 
de aquel día, con gran maravilla de su parte, no tuvo que sufrir en aquel lugar la más mínima descortesía. Y cuando supo lo sucedido a don 
Bosco, dijo y repitió: 

-Ahora ya no me extraña el cambio. íSólo don Bosco era capaz de lograrlo! 

Otra ventaja tenían éstos y otros profesores, singularmente si eran sacerdotes, cuando trataban frecuentemente con don Bosco. Casi sin 
que se dieran cuenta de ello, cambiaban su conducta un tanto mundana, se hacían más cumplidores en la vida espiritual y sabían vencer los 
caprichos de su carácter. La conducta de don Bosco y su prudente palabra producían siempre estos consoladores resultados. Podríamos 
traer muchos ejemplos para demostrarlo, pero nos contentaremos con exponer lo que nos contó el profesor Francesia. 

«Conocí a un experto y buen profesor que era sacerdote, el cual, siguiendo la costumbre de hace muchos años, en vez de llevar la sotana 
iba in curtis (de corto), es decir, llevaba un hábito que apenas si le llegaba a la rodilla. Los sacerdotes amantes de las normas, lo llevaban 
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largo hasta media pierna. Fue suficiente que don Bosco empezase a alternar con aquel profesor para que, enseguida, sin que nadie le dijera 
nada, alargara las faldas del hábito hasta llegar poquito a poco a los pies y no dejar ninguna diferencia entre él y el que llevaba sotana. 

((677)) »Tenía este profesor un carácter tan impetuoso, que había días en que, pese a los esfuerzos que se hacía, resultaba molesto hasta 
para los de casa. En tales ocasiones, íay de quien le contrariase o contradijese! Me encontraba con él un día a punto de tomar el café. Se 
había olvidado su hermana de la cucharilla, y él, en vez de organizar una catástrofe, según su costumbre, volvióse a ella sonriente y, 
formando una concha con la mano le dijo: 

»-»Dónde queda el aparejo ese para el azúcar? 

»Lo hizo con tal gusto y novedad que su hermana, después de haberle servido, me dijo aparte: 

»-íVea usted el efecto del trato asiduo con don Bosco! Si lo de esta mañana me hubiera sucedido hace algún tiempo, se hubiera armado la 
de San Quintín. En cambio ahora, todo al revés. Bromea que da gusto y vivimos en paz». 

A su vez, los estudiantes del Oratorio llamaban poderosamente la atención por su edificante conducta, en medio de los compañeros. 
Estimaban a los señores Picco y Bonzanino y eran cordialmente apreciados por ellos. Estos dos profesores pueden llamarse los patriarcas 
de los maestros de las escuelas salesianas, porque instruyeron a muchos de los que el Señor destinaba para colaboradores de don Bosco en 
la enseñanza en favor de la juventud. Se gloriaban de haber tenido alumnos como Rúa, Cagliero, Francesia, Cerruti y otros, que siempre 
eran los primeros en la clase por su aplicación, diligencia, aprovechamiento, y que estimulaban con su ejemplo a los compañeros de 
familias burguesas a cumplir mejor los preceptos de sus educadores. En su ancianidad recordaban siempre con gran placer cómo los 
muchachos del Oratorio compensaban los trabajos y los desalientos ocasionados por la poca correspondencia de otros alumnos. 

Sin embargo, reinaba entre todos los alumnos, ricos y pobres, una alegre armonía, gracias a los hijos de don Bosco que eran queridos por 
los compañeros. Celebraban juntos las fiestas. Los unos acudían ((678)) a las del Oratorio, los otros participaban en las de las escuelas 
privadas de retórica y gramática, que se celebraban solemnemente en honor de San Luis Gonzaga en la Basílica Real Magistral. Era todavía 
la religión quien inspiraba y dominaba en el campo 
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educativo, y San Luis era el patrono y modelo de los estudiantes. Con ocasión de esta fiesta, nuestros estudiantes, en unión de los de las 
escuelas privadas, tenían la costumbre de componer y publicar algunos sonetos para manifestar su devoción a Aquél que había sido 
llamado ángel en carne humana. Don Bosco conservó los impresos de 1854. 

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((679)) 

CAPITULO LVIII 

VIDA INTIMA Y REGIMEN DEL ORATORIO -BONDAD DE LOS ALUMNOS -DON ANTONIO GRELLA -CARTA DEL 
CARDENAL ANTONELLI -PROYECTO DEL ABATE ROSMINI PARA UNA TIPOGRAFIA -SACERDOTES ACUSADOS DE 
REBELION -INAUGURACION DEL TEMPLO VALDENSE -ARTICULO DE UN PERIODICO Y PREDICCIONES DE DON BOSCO 
-UNA COMIDA A LOS OBREROS -CARTA DE DON BOSCO AL CARDENAL-ARZOBISPO DE FERRARA -DISCUSION ENTRE 
UN ABOGADO Y UN PASTOR PROTESTANTE: DRAMA -LAS GALLINAS DE MAMA MARGARITA 

VAMOS a hablar de la vida íntima de los alumnos de Valdocco. Hasta 1858 don Bosco gobernó y dirigió el Oratorio lo mismo que un 
padre regula su propia familia, de tal forma que los muchachos no encontraban diferencia entre el Oratorio y su casa paterna. No había filas 
organizadas para trasladarse de un lugar a otro, ni el rigor de los asistentes, ni el freno de los pequeños preceptos. Baste decir que por la 
mañana, para saber quien no se había levantado de la cama, había que colocar en un tablero, puesto junto a la puerta, al entrar en la iglesia, 
una pequeña clavija de madera en un agujerito junto al propio nombre. Y no había más control: la conciencia era la primera regla. 

((680)) Entre semana asistían diariamente a la santa misa: durante ella recitaban las oraciones, llamadas cotidianas, y el santo rosario, y 
se terminaba con una meditación o lectura de un cuarto de hora. Había cierto número que se acercaba libremente a la sagrada comunión, y 
la mayor parte todas las semanas. 

Al mediodía, al volver de las escuelas los estudiantes y de sus talleres los artesanos, se sentaban a la misma mesa, y luego, después de 
una larga hora de recreo, volvían a la escuela y al trabajo. Hacia las cuatro de la tarde llegaban los estudiantes a casa, merendaban y 
jugaban durante una hora. Los artesanos se llevaban consigo su ración de pan. 

Don Bosco, que no sabía estar sin sus muchachos e investigaba con paciencia el carácter de cada uno, asistía y tomaba parte en sus 
diversiones y en sus cantos durante todos los recreos. Era un espectáculo edificante y admirable ver a los alumnos en el patio como 
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iban a porfía para rodearle y gozar de su instructiva y sencilla conversación. Tenían a gran honor y era una gran suerte estar en compañía de 
don Bosco, a quien no sólo amaban, sino que veneraban y consideraban como un santo. El les contaba alguna anécdota amena o edificante, 
y aprovechaba la ocasión para avisarles o corregirles de acuerdo con las circunstancias, y sus palabras eran como caídas del cielo. A las 
cinco entraban los estudiantes en el salón de estudio, hasta la hora de cenar: pero, como dos horas y media de trabajo mental podían 
resultar muy pesadas, los últimos veinte minutos se destinaban a escuchar la lectura de alguna narración edificante que despertase vivo 
interés. Después de la cena, había escuela de canto para todos. 

A las nueve se rezaban las oraciones de la noche: durante el verano, bajo los pórticos; durante el invierno, en la antigua capilla-cobertizo, 
porque la ((681)) plática familiar que seguía a continuación, no quería don Bosco se hiciera en la iglesia a manera de sermón. Era un 
momento que él aprovechaba para dar un aviso o remediar algún pequeño desorden con sus suaves maneras y sus palabras insinuantes y, a 
veces, con una severidad paternal, que dejaba en todos la mejor impresión. 

Mientras se rezaban las oraciones, todos de rodillas en el suelo, don Bosco estaba siempre entre ellos. Después de un brevísimo examen 
de conciencia, subía sobre una silla, o sobre una cátedra a propósito para dar la breve, pero eficaz plática. 

Sabía estimular maravillosamente al amor de Dios y de María Santísima, infundiendo una u otra virtud, de acuerdo con la necesidad y la 
oportunidad, y dando normas para progresar por el camino del bien. Una veces horrorizaba a los muchachos hablándoles de la comunión 
sacrílega, otras les conmovía encomendándose a sus oraciones con gran humildad, porque ne cum aliis praedicaverim, decía, ipse reprobus 
efficiar (no sea que predicando a los demás, uno se condene). No todas las noches tocaba temas de suma importancia. Cuando no tenía 
nada que decir sobre el orden de la casa, explicaba el significado del nombre de un ornamento sagrado, por ejemplo, Dalmática, Amito, 
Planeta, etc., o bien comentaba una frase ritual y su empleo, como Dominus vobiscum, Kyrie eleison, Alleluia, Amen, etc., o hablaba de un 
arte, o un invento moderno; pero siempre aprovechaba la ocasión para decir lo que quería y le interesaba. No dejaba de narrar el origen de 
las fiestas establecidas en honor de la Madre de Dios, y contaba muchas veces la vida del Santo que celebraba la Iglesia al día siguiente. 
Recordaban los antiguos alumnos 
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cuán al vivo describía a San Isidro labrador, orando mientras araba los campos, con los ángeles que le ((682)) ayudaban en su trabajo, de 
forma tal que abundaban las prósperas cosechas, y del niño San Cirilo, de Cesarea de Capadocia, el cual por ser cristiano, burlado por los 
compañeros, echado de la casa paterna, presentado a los jueces, que en vano intentaban amedrentarle con una fingida condenación a las 
llamas, recibió finalmente la palma del martirio, diciendo a los presentes: «Alegraos de mi triunfo. íVosotros no sabéis el reino que se me 
abre y la felicidad que me espera!». 

Al descender don Bosco de su cátedra, decía una palabrita confidencial al oído de muchos jóvenes, que se acercaban para darle las 
buenas noches y pedirle un consejo. Don Bosco, para hacer el bien a sus almas, habría velado con gusto hasta el alba. Y los alumnos se 
retiraban a sus dormitorios llenos de santos pensamientos, y terminaban la jornada con una pequeña lectura espiritual, que hacía en voz alta 
un compañero, mientras los otros se acostaban. De esta forma se sucedían todas las horas del día llevándoles por los caminos de la bondad. 

Era ésta tanto más sólida, cuanto que crecían convencidos de las verdades de la religión. Los domingos narraba don Bosco desde el 
púlpito con admirable sencillez y naturalidad la Historia Eclesiástica y la vida de los Papas, que entusiasmaba y gustaba mucho a los 
muchachos, los cuales siempre sacaban alguna consecuencia moral adaptada a ellos y en relación con sus tiempos. Tanto les gustaban 
aquellas instrucciones, que deseaban llegara el domingo para escuchar la continuación y las explicaciones. 

Ayudábales a conservarse en la virtud constantemente la frecuencia de los sacramentos. Gozaba don Bosco de la ilimitada confianza de 
casi todos sus alumnos, y no se negaba nunca para confesarles en cualquier momento que se lo pidieran. Sin embargo, para garantizar 
mejor su libertad, iba a confesar, todos los sábados por la tarde, el teólogo Marengo, el cual se quedaba allí hasta muy tarde, a veces hasta 
las once, y con él otros sacerdotes invitados por don Bosco. 

((683)) Vivían los alumnos en la presencia de Dios, y en todas las paredes estaba escrito con gruesas letras: DIOS TE VE. Con tan 
importantísimo recuerdo sabía don Bosco inspirarles un gran recogimiento durante las oraciones, cuya eficacia hacía patente 
demostrándoles cómo eran un coloquio de tú a tú con el mismo Dios. Así que hasta las cortas oraciones, que precedían y cerraban las 
ocupaciones, el estudio y el trabajo, la comida y cena, se recitaban con 
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toda devoción. Y no podía ser de otro modo, porque veían la asiduidad y compostura de don Bosco en la iglesia, en las oraciones comunes, 
en la meditación, en el rezo de su breviario, aún en momentos de grave incomodidad, por cuanto le era posible. 

Por esto todos admiraban en muchos jóvenes del Oratorio, y siempre lo admiraron, un profundo sentimiento de piedad, que les convertía 
en acabados modelos de virtud; y por eso mismo don Bosco, cuando se encontraba en alguna dificultad en sus asuntos, hacía rezar a los 
muchachos de un modo particular, y obtenía las gracias que pedía. 

Muchas veces acudieron a él sacerdotes, directores de instituciones juveniles, para preguntarle qué prácticas piadosas realizaban de 
ordinario los alumnos del Oratorio. Hubo uno que casi le riñó por el exceso de oraciones con que entretenía a los muchachos, y don Bosco 
le respondió: 

-Yo no les exijo más que lo que hace un buen cristiano, pero procuro que estas oraciones estén bien hechas. 

Su devoción llamaba poderosamente la atención cuando, el primer jueves de cada mes, se celebraba el ejercicio de la buena muerte, 
práctica a la que don Bosco daba tanta importancia. Acostumbraba a decir: 

-Pienso que se puede asegurar la salvación del alma de un joven, que cada mes se confiesa y comulga, como si fuese la última vez de su 
vida. 

Los muchachos eran advertidos algún día antes para ((684)) prepararse, y lo hacían con un aprovechamiento y una seriedad superiores a 
su edad: íera muy grande el deseo que don Bosco había sabido inspirarles de hacer bien este ejercicio! Durante muchos años tomaban parte 
en la apreciada función insignes personajes de la ciudad. Después de la comunión general y las conocidas plegarias, pronunciadas en voz 
alta y despacio, no dejaba nunca don Bosco de recitar un Padrenuestro y Avemaría por aquél de los presentes que moriría primero. Los 
muchachos quedaban altamente impresionados, y se aumentaba increíblemente un nuevo fervor. Para dar un aire festivo a aquel jueves, se 
distribuía una ración de salchichón en el desayuno. Muchas veces acudía don Bosco en aquellos momentos al recreo y exclamaba en medio 
de un gran corro de muchachos: 

-íQué alegres estaríamos, si muriésemos hoy! 

De cuando en cuando, durante el buen tiempo, solía llevarles a hacer este ejercicio en alguna iglesia de los suburbios de la ciudad, con 
gran edificación de los que les contemplaban. 
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Y los muchachos no solamente ejecutaban exactamente las prácticas mandadas, sino que consideraban realmente aquel día como el 
último de su vida; y, hasta al acostarse, se colocaban como se acostumbra a poner a los difuntos. Deseaban dormirse con un crucifijo entre 
las manos; había algunos que hasta hubieran deseado que Dios se los llevase consigo aquella noche, en la que se consideraban bien 
preparados para el terrible paso. 

Dijo un día don Bosco a don Francisco Giacomelli: «Si el Oratorio marcha bien, debo atribuirlo especialmente al ejercicio de la buena 
muerte». 

Nos contaba el teólogo Leonardo Murialdo: «Fue en una ocasión don Bosco a mi casa de campo con unos sesenta muchachos para 
merendar allí. Hablando amigablemente entre nosotros, me declaró que, si alguno de ellos hubiese de morir imprevisiblemente, aquella 
noche, él estaría ((685)) tranquilo en cuanto a la salvación de su alma. Lo que probaba el fruto de su educación». Y el espíritu de oración, 
además de santificar a los individuos, hacía intervenir al Divino Pastor para proteger a su grey. En efecto, durante todas las principales 
novenas del año, especialmente en la de la Santísima Virgen, si se introducía en casa un lobo, aún vestido con piel de cordero, era 
descubierto y se le obligaba a huir. 

Mientras tanto, para mejor asegurar la buena marcha del Oratorio, don Bosco había llamado a Valdocco a don Antonio Grella para que 
asumiese el cargo de catequista. Don Antonio, que desde los principios de la Obra había sido un celoso cooperador y que gozaba de la 
confianza de don Bosco, aceptó y atendió con gran amor al pesado cargo durante los años 1853 y 1854. Pasó luego de capellán a la Borgata 
de la Gorra 1 junto a Carignano, donde estuvo hasta la muerte, venerado y llamado por todos el Santo de la Gorra, particularmente por la 
probada eficacia de sus continuas plegarias. 

Y por cierto, que sus oraciones y las de los muchachos no eran ajenas al desarrollo de aquella obra que ya hacía y debía seguir haciendo 
tanto bien, las Lecturas Católicas, que habían merecido la bendición del Sumo Pontífice. 

Al cumplirse el primer semestre de la publicación de las Lecturas Católicas, don Bosco mandó encuadernar elegantemente los seis 
primeros volúmenes y humildemente se los envió al Santo Padre Pío IX, a través del eminentísimo cardenal Antonelli, Secretario de 

1 Gorra en italiano es una especie de mimbre: nada de prenda para cubrir la cabeza. Aquí es un nombre propio. (N. del T.) 
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Estado. El glorioso Pontífice agradeció mucho el regalo y encargó al mismo Cardenal le escribiera la siguiente carta: 

((686)) «Ilustrísimo y Reverendísimo Señor: 

Con mucho gusto me apresuré a entregar al Santo Padre en nombre de V. S., los volúmenes correspondientes al primer semestre de la 
nueva publicación mensual por usted realizada, bajo el título de Lecturas Católicas, en favor de la clase menos culta, a fin de prevenirla 
contra las seducciones, que insisten en promover y difundir los enemigos de la fe y de la verdad. Su Santidad se alegró mucho conmigo del 
industrioso celo, con que usted constantemente se dedica a suministrar a los fieles los especiales socorros de dirección que corresponden a 
las necesidades de los tiempos. Mucho se complació al saber que el referido trabajo haya tenido enseguida una acogida superior a las 
esperanzas de V. S., y de todos los demás, que tan laudablemente empezaron a ayudarle. 

Al mismo tiempo, el Santo Padre, secundando gustoso el piadoso deseo que usted manifestaba al fin de su carta, dignóse impartir, a la 
óptima persona de V. S., y de cuantos le ayudan en las Lecturas Católicas, la bendición apostólica para que contribuya a la progresiva 
prosperidad de sus edificantes cuidados. 

Agradeciéndole por mi parte el cortés envío, de nuevo me complazco en confirmarle mi más distinguida estima. 

De V. S. Ilustrísima, 

Roma, 30 de noviembre de 1853 

Su servidor 

S. C. ANTONELLI». 
((687)) La carta del Cardenal aumentó su vigor; y, aunque falto de medios, estaba meditando la instalación de una imprenta propia, 
cuando he aquí que le llegó esta carta de Stresa. 

Mi Reverendo Señor y amigo: 

Pensando en su hermosa obra en favor de los artesanitos pobres, me acordé de una institución algo semejante, fundada por un celoso 
canónigo a quien conocí, y me parece que se llamaba Bellati, el cual, para dar trabajo a algunos pobres muchachos y ganar algo para el 
establecimiento, introdujo el arte tipográfico. Me vino, pues, el pensamiento de proponer a usted este ejemplo de Brescia, a fin de que 
piense si podría serle útil introducir ese arte en su institución de Valdocco. 
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Si usted lo creyere posible y oportuno, yo estaría dispuesto a suministrarle un capital modesto para los primeros gastos de montaje. Las 
mayores dificultades que yo veo serían las de encontrar un regente valiente y honrado, y un administrador activo e íntegro para sostener la 
correspondencia y dirigir la economía. 

Con una imprenta así se podrían difundir hojas, opúsculos y otras obras útiles, y no faltaría el trabajo, ya que suministraría una parte el 
mismo Instituto de la Caridad. 

Procure usted estudiar la cuestión y escríbame sobre el particular. Y, besando su mano, tiene el honor de profesarse, 

Stresa, 7 de diciembre de 1853 

Su S. S. y Hermano en Cristo 

A. ROSMINI 
((688)) Satisfizo muchísimo a don Bosco esta carta, pero como no era hombre que se entusiasmara tan fácilmente, respondió: 

Al Ilmo. y Rvdmo. Sr. Ab. D. Antonio Rosmini -Stresa 

Dirección central de las Lecturas Católicas. (Encarecidamente recomendadas al señor abate Rosmini). 

Ilmo. y Rvdmo. Señor: 

Antes de responder a la venerada carta de V. S. Ilma. y Rvdma. 
he querido hacer cálculos sobre mi situación económica del presente y las dificultades que podría encontrar el poner en marcha una 
imprenta en el sentido que nosotros la entendemos. 

Empiezo por decirle que esa idea forma parte principal de mis pensamientos desde hace varios años, y solamente la falta de medios y 
locales no me han permitido realizarla. Porque la verdad es que nos falta una imprenta de confianza, económica y buena. No habría 
dificultad en cuanto al regente de la misma, y creo que tampoco para hallar un director bueno y activo; la dificultad está en los dispendios 
que tendré que hacer para acomodar a este fin una parte del local en construcción y los primeros gastos de montaje. Pero, ya que usted está 
dispuesto a suministrar un modesto capital, yo ejecutaré la idea; necesito que V. S. se digne indicarme la cantidad hasta la que usted puede 
y quiere hacer llegar este capital y dentro de qué condiciones se me daría. Si estas dos últimas cláusulas son compatibles 
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con mi presente estado de cosas, creo que todo eso se podrá realizar, que ((689)) el trabajo no faltará, y yo podré colocar a un buen número 
de mis muchachos; bien entendido que me es indispensable su ayuda moral, quizá más que la material. 

Agradezco de todo corazón su bondad y el recuerdo en que me tiene a mí y a estos mis pobrecitos, y ya que no le puedo demostrar mi 
gratitud de otro modo, ruego al buen Dios quiera colmarle con sus celestiales bendiciones a usted y a su benemérito Instituto de la Caridad 

Beso respetuosamente su mano y me profeso, con la máxima veneracion, 

De V. S. Ilustrísima y Reverendísima 

Turín, 29 de diciembre de 1853 

Su seguro y afectísimo servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


Mientras don Bosco acariciaba el propósito de organizar una tipografía, que sería con el andar del tiempo una de las glorias del Oratorio, 
sucedían en el Piamonte nuevos ultrajes a los católicos. 

Durante la segunda mitad del año 1853, por culpa de los grandes aumentos de los impuestos y la carestía del pan, hubo diversos motines 
en Turín y provincias que fueron fácilmente contenidos; pero las sectas y los periódicos acusaban resueltamente al clero de haberlos 
promovido. Y he aquí que en diciembre, y por los mismos motivos, se levantó en armas una turba de montañeses en el Valle de Aosta. En 
vano salió a su encuentro intentando calmarlos el obispo Jourdan, en vano habló con ellos, porque bajaron furiosos hasta Aosta, 
esparciendo el terror por doquier. Al llegar aquí, se dispersaron tirando las armas, al ver las puertas custodiadas por la fuerza armada. Así 
terminó la insurrección; pero, una de sus consecuencias fue que encarcelaron a once sacerdotes, nueve de los cuales eran párrocos, que, por 
el peligro de una mortandad, habían seguido el ejemplo de su Obispo, buscando calmar los ánimos. Como Dios lo quiso, ((690)) tras un 
largo proceso, fueron todos absueltos por el tribunal. 

Mientras el clero calumniado se dolía, los valdenses gozaban una hora de triunfo. El quince de diciembre inauguraban públicamente su 
templo, con asistencia de la Guardia Nacional. El pastor Amadeo Bert habló en su discurso inaugural de las antiguas hogueras y patíbulos, 
tildando a los reyes de Saboya de bribones; pero la policía no 
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tuvo nada que decir. Más tarde, en 1855, aunque se quitó la asignación al clero del Piamonte, el gobierno confirmó la que antes había 
establecido para el culto valdense; y, entre otras pruebas de benevolencia, dispensó de examen a los profesores herejes del colegio de Torre 
di Luserna 1. 

Entre tanto, cosa singular, antes de la inauguración del templo, los valdenses dirigían sus escarnios contra don Bosco, reconociéndole 
como uno de los primeros enemigos. El Rogantino Piemontese, en su número del 2 de octubre de 1853, en un artículo titulado Fray 
Homero, después de vilipendiar a los católicos de la forma más estúpida, escribía: «Empiezo a persuadirme de que el nuevo templo 
valdense no servirá ya para el culto evangélico, porque será consagrado a alguna virgen con un nuevo título por el sacerdote Bosco. En 
efecto, tenía que abrirse para el veinte de octubre, pero alguno de los albañiles que trabajan en él ha dicho que será difícil. Basta: para 
verdades el tiempo y Fray Homero... quizás se está preparando para cantar una misa a toda orquesta el día de la apertura que será servida 
por acólitos y cantores protestantes y valdenses por él convertidos». 

Da la impresión de que habían llegado a los oídos de los valdenses las palabras de don Bosco, más tarde repetidas por él varias veces en 
el curso de los años, hasta 1886: «El templo de los protestantes se convertirá en una iglesia católica en honor de María Santísima ((691)) 
Inmaculada. El tiempo y la manera quedan en las manos de Dios, pero esto ciertamente sucederá». 

Así continuaba don Bosco sus batallas, como quien está seguro de la victoria, y su tranquilidad se manifestaba con la siguiente cartita, 
enviada a su profesor el teólogo Appendino a Villastellone. 

Dirección central de las Lecturas Católicas 

Muy querido señor Teólogo: 

La carta de don Miguel Angel Chiattellino me llegó demasiado tarde, por lo que no me fue posible organizar el viaje de los cantores a 
Villastellone, de acuerdo con los deseos de V. S. muy apreciada: 
aumentó las dificultades una comida celebrada hoy por la Sociedad Obrera de este Oratorio a la que pertenecen los cantores. 

Si, muy a pesar mío, no he podido esta vez cumplir mi deseo y el 

1 Pueblo próximo a Pinerolo, donde los valdenses tenían, y tienen un seminario. (N. del T.). 
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suyo, espero que me proporcionará otras ocasiones en las que pueda manifestarle visiblemente mi respetuoso agradecimiento, con el que 
augurándole todas las bendiciones del Señor, me declaro con todo el fervor de mi corazón, 

DeV. S. 

Turín, 18 de diciembre de 1853 

Afectísimo alumno
JUAN BOSCO, Pbro.


Su afecto por la clase obrera era uno de los móviles para escribir sus libritos, la mayor parte de los cuales se apoyaban en algún hecho 
verdaderamente deshonroso ((692)) para la herejía, del que él mismo había sido testigo. Para difundirlos más ampliamente por las 
poblaciones, escribía constantemente cartas a diversos personajes, a sacerdotes y Obispos de las distintas diócesis. Conservamos una 
dirigida al cardenal Luis Vannicelli Cossoni, arzobispo de Ferrara. 

Dirección central de las Lecturas Católicas 

Eminencia Reverendísima: 

Aprovechando la coyuntura de que el reverendísimo padre Novelli sale de esta capital camino de Ferrara, me tomo la libertad de 
recomendar al conocido celo de V. E. Rvdma. la difusión de las Lecturas Católicas; y no porque dude de su concurso, siempre dispuesto a 
cualquier obra de celo, sino para que tenga personalmente unos ejemplares, y de este modo pueda hacer que otros los vean. La publicación 
está bastante bien organizada y contamos ya con dieciocho mil suscriptores. 

El Rvdmo. Monseñor Luis Moreno, obispo de Ivrea, director jefe de estas Lecturas me dio el honroso encargo de escribir sobre el 
particular a V. E. y hubiera adjuntado una carta suya, si la partida del antedicho padre P. Novelli me hubiese dado tiempo para habérselo 
avisado. 

Convencido de que querrá aceptar esta mi carta, me encomiendo de todo corazón para que se digne suplicar al Señor tenga piedad del 
pobre Piamonte, por donde corren vientos verdaderamente calamitosos para nuestra santa y católica Religión: ruegue también por mí 
((693)) y por una cantidad de pobres jóvenes, que humildemente piden su santa y pastoral bendición. 
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Que el Señor colme a V. E. de sus celestiales bendiciones, y le conserve mucho tiempo para bien de la santa Iglesia. 

Con la máxima veneración me profeso, 

De V. E. Reverendísima, 

Turín, 19 de diciembre de 1853 

Seguro Servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


Pero, además de los libritos, don Bosco había empleado otra arma contra los protestantes, a fin de precaver a sus jóvenes de sus errores: 
ésta fue un drama de dos actos que él escribió con el título de: Disputa entre un abogado y un pastor protestante. Se representó muchas 
veces en el teatrito del Oratorio, y fue impreso en el mes de diciembre, con el siguiente prólogo: 

«AL LECTOR: 

Los ensayos realizados por los muchachos del Oratorio de San Francisco de Sales para representar este drama y la satisfacción 
demostrada por los que estaban presentes, hacen esperar que resulte agradable para nuestros lectores incluirlo en una entrega de las 
Lecturas Católicas. 

Los hechos referentes a la familia de Alejandro (un apóstata) son históricos; la discusión es un tejido de hechos también históricos, pero 
que han sucedido en otra parte, y que han sido colocados de acuerdo con las reglas dramáticas. 

En todo lo que aquí se dice sobre los protestantes, entiendo excluir toda alusión personal; no tengo otro punto de mira más que su 
doctrina y los errores contenidos en ella. 

((694)) Creo resulte fácil la representación de este drama, lo mismo en las ciudades que en los pueblos del campo, y mientras la verdad y 
la trama de las cosas harán agradable el entretenimiento, el error quedará al descubierto y será conocida la verdad para mayor gloria de 
Dios, ventaja de las almas y decoro de nuestra santa y católica religlón. 

JUAN BOSCO, Pbro.» 

Esta representación, a más de la instrucción que dio a los muchachos del Oratorio, les proporcionó un ameno recreo. 

Había ido Margarita en el mes de octubre a Catelnuovo para pasar 
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algunos días y resolver algunos asuntos. Una tarde, hacia las seis y media, con las gallinas ya en el gallinero, y mientras los muchachos del 
Oratorio estaban en sus estudios y trabajos, he aquí que volvió Margarita con la hermana de don Francisco Giacomelli. Corrió la noticia 
como un relámpago, se oyeron los vítores por todas partes, acudieron los muchachos a su encuentro, la rodearon palmoteando, mientras 
ella se esforzaba por repetir: íQuietos, quietos! Pero su voz produjo otro efecto, no imaginado. Las gallinas del gallinero se despertaron con 
tanto ruido y, al oír aquella voz conocida que hacía días no las llamaba, empezaron a cacarear, salieron todas del gallinero y corrieron 
también ellas en derredor de Margarita. Los muchachos se morían de risa ante el espectáculo e hicieron paso a las gallinas, a las cuales 
empezó Margarita a distribuir miguitas de pan. 

En efecto, el gallinero era su reino, y las gallinas, sus súbditos, le eran tan obedientes que, cuando quería tomar una, la llamaba, se le 
acercaba, le ponía la mano encima sin que ella intentase escapar. Su afición por las gallinas era ocasión de mucha broma en el Oratorio. 
Cuando se representó por vez primera ((695)) el drama antes dicho, mamá Margarita asistió con los demás a la representación. Un actor, 
describiendo cómo los protestantes, confundidos y vencidos por las razones del Abogado, habían desaparecido, decía: 

«Fue un hermoso juego: un juego verdadero. Uno a uno, uno tras otro, desaparecieron los tres. Me parece que hicieron lo mismo que 
hace la zorra con las gallinas. Da vueltas en torno a ellas; si ve que no están bien guardadas, se abalanza, y si puede echar el diente a una, la 
agarra y se la lleva fuera la mar de alegre. Pero si ve que el amo vigila con un bastón en la mano, íah! entonces no, no se atreve ni a 
olisquear, sino que enseguida huye a campo traviesa. Estos señores pastores pensaban encontrarse las gallinas abandonadas, pero se 
tropezaron con quien las defendía armado de un buen garrote, esto es, de buenas razones». 

Terminada la representación y despedidos los espectadores, don Bosco decía a los alumnos que le rodeaban: 

-Lo que mejor habrá captado la fantasía de mi madre, ciertamente habrá sido la comparación de la zorra y las gallinas. 

Y en efecto, llegó ella, le hicieron corro los muchachos y don Bosco le preguntó: 

-También usted ha venido al teatro. »Qué le ha parecido? 

-Muy bonito, respondió Margarita; aquello de la zorra y las gallinas me ha llegado al alma. 
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Y todos soltaron la risa. 

Pero no rieron así los valdenses, que conocían cómo verdaderamente, y para su vergüenza, se habían desarrollado aquellas disputas entre 
ellos y don Bosco. El drama fue recibido como un nuevo guante de desafío, levantó inmenso rumor en su campo, y don Bosco respondía a 
sus acusaciones con artículos en el periódico Armonía, que durante varios años estuvo anunciando el título de cada uno de los opúsculos de 
las Lecturas Católicas. Pero la guerra de los sectarios no era sólo de palabras; por fortuna, don Bosco estaba protegido maravillosamente 
por la divina Providencia. 

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((696)
)


CAPITULO LIX 

ATENTADOS -CASTAÑAS Y VINO ENVENENADO -CUCHILLO CARNICERO -REPRENSIBLE CONDUCTA DE LA FUERZA 
PUBLICA -BUEN OFICIO DE UN AMIGO -GRANIZADA DE GARROTAZOS -CAGLIERO DEFIENDE A DON BOSCO -PELIGRO 
EN LA CALLE DE MONCALIERI -CAUTELAS DE MAMA MARGARITA -AMISTAD DEL VECINDARIO 

EN uno de los capítulos precedentes hemos expuesto cómo dos pícaros, que habían ido al Oratorio para intimar a don Bosco que dejase de 
escribir Lecturas Católicas, al salir de su habitación profirieron con ceñudo aspecto: íNos volveremos a ver! Estas palabras, más que las 
oscuras amenazas que se dejaron escapar en el curso de su conversación, nos dan el hilo de la larga serie de atentados contra la vida de don 
Bosco. Fueron tantos y tan fraudulentamente preparados y violentos, que podemos decir sin dudarlo, que solamente por un cuidado 
extraordinario de la Divina Providencia, por un milagro, pudo don Bosco salir ileso cada vez. Da la impresión de que una amplia trama 
secreta estaba urdida por los herejes y malhechores contra él. Contaremos algunos de los principales hechos, de los que varios jóvenes 
fueron testigos oculares, u obtuvieron una fiel relación de los que lo habían sido. 

Una noche, después de cenar, estaba don Bosco dando la acostumbrada clase nocturna, cuando dos hombres de siniestro aspecto fueron 
((697)) a llamarle, pidiendo saliera a toda prisa para confesar a un moribundo, en un lugar un poco distante, llamado Corazón de oro. 
Siempre bien dispuesto al servicio de las almas, encargó enseguida a otro de su clase y se dispuso a partir incontinente. Al salir de casa, 
como era hora un poco avanzada, se le ocurrió llevar consigo algunos muchachos de los mayores para que le hicieran compañía, y los 
llamó. 

-No hace falta que lleve a nadie consigo, dijeron los dos desconocidos; nosotros mismos le acompañaremos para ir y volver; además el 
enfermo podría asustarse con su presencia. 

-No se preocupen, añadió don Bosco, mis muchachos tienen 
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gusto en darse un paseíto, y al llegar a la casa del enfermo, se quedarán fuera, al pie de la escalera, durante el tiempo que yo esté con él. 
Aquellos dos, aunque de mala gana, callaron y dejaron hacer. 
Llegaron a la casa destinada. 
-Pase un momento a esta habitación, le dijeron, y nosotros iremos a advertir al enfermo. 
Los muchachos, entre los que estaban Cigliuti, Gravano y Buzzetti, se quedaron fuera, mientras don Bosco entró en una habitación de la 

planta baja, donde se encontró con media docena de tipos alegres, que, después de una espléndida cena, comían o fingían comer castañas. 
Estos recibieron a don Bosco con abundantes señales de respeto, aplaudiendo y celebrando su llegada. 
-Haga el favor, don Bosco, de servirse de nuestras castañas, le dijo después uno de los de la cuadrilla presentándole un plato. 
-Gracias, no me apetecen, respondió él; hace poco que he cenado y no tomo nada más. 
-Pero al menos beberá un vaso de nuestro vino; verá qué bueno es; es de la parte de Asti. 
-No tengo ganas; no estoy acostumbrado a beber fuera de comida, y, si bebiese, me sentaría mal. 
-íVaya! un vasito de buen vino no le puede hacer ningún mal, le irá bien y le ayudará a hacer la digestión. Al menos, para darnos gusto, 
tiene que beberlo. 

((698)) Dicho lo cual, tomó una botella colocada sobre la mesa y fue sirviendo vino en los vasos. Como exprofeso se había puesto uno 
menos, una vez que llenó todos, fue a tomar aparte otro vaso y otra botella de la cual sirvió para don Bosco. No fue necesario más, porque 
éste se dio buena cuenta del perverso plan, que no era otro más que el de envenenarlo. Sin dar a entender que había descubierto su mala 
intención, tomó don Bosco en mano el vaso lleno de espumante vino y brindó a la salud de aquellos desgraciados; pero, en vez de 
acercárselo a los labios, quiso volverlo a poner sobre la mesa rehusando beber. 

-No nos dé este disgusto, dijo uno.
-No nos insulte así, añadió otro.
Y gritaron los otros:
-Es un vino excelente.
-Queremos que lo beba a nuestra salud.
-Ya he dicho que no tengo ganas, y añado ahora que no puedo ni quiero beber, replicó don Bosco.


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-Sin embargo es preciso que beba a toda costa, exclamaron a coro aquellos canallas.
Después, pasando de los dichos a los hechos, uno de ellos agarró al pobre cura por el hombro derecho, otro por el izquierdo, y dijeron:
-No podemos tolerar este insulto: si no quiere beber por las buenas, beberá por las malas.
Ante la violencia, don Bosco se encontró entre la espada y la pared. Era realmente un mal momento. Y como no parecía ni fácil ni


prudente emplear la fuerza, creyó mejor acudir a la astucia. Y así lo hizo; díjoles: 
-Bueno, si de todos modos queréis que beba dejadme libre, porque agarrado por los hombros y los brazos, me hacéis temblar la mano y 

se me va a caer el vino. 
-Tiene razón, respondieron ellos. Y se apartaron un poco. 
Entonces don Bosco, aprovechó el momento propicio, dio un largo paso hacia atrás, se acercó a la puerta, que por fortuna no estaba 

cerrada con llave, porque él, al atravesar el umbral, había colocado el pie ((699)) entre el muro y la puerta para que no se pudiera cerrar y 
aquella gentuza no se había dado cuenta. La abrió e invitó a sus jóvenes a entrar. El abrirse de par en par la puerta tan imprevistamente y la 
aparición de cuatro o cinco mozos, de dieciocho a veinte años, frenó la insolencia de aquéllos, cuyo jefe dijo moviendo mortificadamente 
la cabeza: 

-Vaya, paciencia; si no quiere beber déjelo y esté tranquilo.
-Ah, no; si no puedo beber yo, se lo daré a mis hijos que lo beberán en mi lugar.
-No, no hace falta que lo beban, replicaron aquellos malvados.
No es que don Bosco hubiera dado aquel vaso a los muchachos; obraba así, para mejor descubrir su trama.
-»Y dónde está el moribundo?, preguntó entonces don Bosco; conviene que al menos lo vea.
Para cubrir su vil atentado, uno de los malhechores le acompañó hasta una habitación de la segunda planta. Allí se encontró, acostado en


la cama, como si fuera el enfermo uno de los que habían ido a llamarlo al Oratorio. Don Bosco le hizo, sin embargo algunas preguntas, y 
aquel impostor de oficio, a pesar del hercúleo esfuerzo que hacía para contener la risa, no pudo más, soltó una carcajada y dijo: 
-Me confesaré mañana. 
Y don Bosco salió dando gracias al Señor en su corazón de haberlo librado de aquellas manos criminales por medio de sus hijos. 
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Supieron éstos entonces, punto por punto, cómo habían ido las cosas; hicieron, al día siguiente, indagaciones sobre el caso, y 
descubrieron que un fulano había pagado a aquellos bellacos una espléndida cena, a condición de que hicieran beber a don Bosco un poco 
de vino, que había preparado expresamente para él. Ellos eran, por tanto, unos criminales a sueldo. 

El santo varón nunca olvidó aquel sitio, y aún en los últimos meses de su vida, al salir con alguno de nosotros de paseo, al llegar a aquel 
lugar, nos lo indicaba diciendo: 

-Ahí está la habitación de las castañas. 

Otra tarde del mes de agosto, alrededor de las seis, estaba don Bosco junto al cancel que cerraba el patio del Oratorio, y hablaba 
tranquilamente con algunos de sus muchachos, cuando se oyó el grito de: íUn asesino, un asesino! 

En efecto, allí llegaba un tal Andreis, en mangas de camisa que corría furiosamente contra don Bosco blandiendo un cuchillo carnicero 
en la mano y gritando: 

-Que lo mato; quiero matar a don Bosco. 

Era este tipo bastante conocido por don Bosco, el cual le había beneficiado, siendo inquilino en casa Pinardi y ahora que lo era de casa 
Bellezza. 

El miedo se apoderó de los muchachos en el primer momento y se desbandaron a todo correr, unos hacia el campo abierto de delante y 
otros hacia el patio de la casa. Estaba entre los que huían el clérigo Félix Reviglio. Su fuga fue providencial y la salvación de don Bosco, 
porque el asesino, tomándolo por don Bosco, se echó tras él; pero, al darse cuenta de su fallo, volvió hacia el cancel. En el breve intervalo 
don Bosco tuvo tiempo para ponerse a salvo, subiendo a su habitación y cerrando con llave la pequeña puerta de hierro que había al pie de 
la escalera. Apenas estuvo ésta cerrada, llegó el tunante, el cual, comenzó a golpear con un pedrusco y a moverla y empujarla con fuerza 
para abrirla, pero en vano. Allí se estuvo más de tres horas, como un tigre que acecha la presa; parecía un loco; pero lo fingía 
interesadamente. Lo mismo llamaba a don Bosco para que bajase a abrir, que decía quería hablar con él. 

Mientras tanto, los muchachos, rehechos del primer susto, se habían reunido de nuevo. Al ver a aquél, que amenazaba la vida de su 
bienhechor y padre, sintieron hervir la sangre en sus venas. Siguiendo la voz ((701)) del corazón y dejándose llevar por el ardor juvenil, 
armóse cada uno de un instrumento, quién de un palo, quién de una piedra, quién de otro objeto, y se dispusieron a echarse sobre el 
desgraciado 
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y hacerlo pedazos; mas don Bosco, por miedo a que alguno de ellos sufriera una herida, les prohibió desde el balcón tocarlo. 

Pero con aquella fiera en casa, ninguno podía estar tranquilo. La buena Margarita, sobre todo, andaba preocupada por su hijo y los 
muchachos. »Qué hacer? Se avisó enseguida, y varias veces, a la comisaría; pero, es triste decirlo, no se vio aparecer ni un solo alguacil, ni 
un guardia hasta las nueve y media de la noche. A aquella hora se presentaron dos guardias, esposaron al malandrín y se lo llevaron al 
cuartelillo, liberando a don Bosco de una violencia, que honró muy poco a quien presidía por aquellos días a la fuerza pública. Y, como, si 
semejante indiferencia para defender a un ciudadano no hubiese sido suficiente para inquietar a cualquier persona honrada, he aquí que al 
día siguiente el comisario cometió otra imprudencia mayor. Mandó a un policía a preguntar a don Bosco si perdonaba el atropello. 
Respondió que, como cristiano y sacerdote, perdonaba el ultraje y muchos más; pero, como ciudadano y director de una institución, 
invocaba en nombre de la ley, que la autoridad pública garantizase algo más a la casa y a las personas. Pues, »quién lo creería? Al día 
siguiente el comisario ponía en libertad al criminal, el cual estaba, de nuevo, por la tarde apostado a poca distancia del Oratorio, esperando 
que don Bosco saliese, para realizar su sanguinario plan. 

Un día de primavera de 1854, volvía al caer de la tarde, el jovencito Cagliero de la escuela del profesor Bonzanino, cuando vio a lo lejos 
a don Bosco, en un recodo del camino que llevaba ((702)) al Oratorio; se dio prisa por alcanzarlo. Lo alcanzó, y entonces vio correr 
furiosamente hacia ellos dos, al Andreis en mangas de camisa. Creyeron que iba borracho y se retiraron a un lado para dejarle paso libre. E 
rápido movimiento realizado por don Bosco hacia el lado opuesto, hizo que el asaltante se pasara algunos pasos, ya que con el ímpetu que 
llevaba no pudo detenerse en aquel punto. Don Bosco, que vio brillar la hoja del cuchillo en la manga del mal intencionado sujeto, echó a 
correr hacia casa y llegó junto a la puerta; pero aquél se paró y reemprendió la carrera tras él con intención de herirlo. Cagliero, que al 
principio no se había dado cuenta de nada, comprendió entonces de qué se trataba y, huyendo, empezó a pedir socorro. El otro se detuvo 
perplejo y finalmente se volvió a su casa. 

Otra vez el mismo Andreis, vestido de otro modo, llegó al Oratorio, y al no ver a don Bosco entre los muchachos, pidió hablar con él y 
subió escaleras arriba hacia su habitación. Pero Cagliero le reconoció, y, al ver que llevaba la mano derecha en el bolso, quizá sobre el 
mango del cuchillo, avisó a los compañeros, y especialmente al clérigo 
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Reviglio y a Buzzetti, los cuales, fuertes como eran, corrieron hasta la galería, le impidieron la entrada en la habitación de don Bosco, le 
obligaron a bajar y, ayudados por los demás, le echaron fuera del patio. 

Este había sido encarcelado otra vez; pero don Bosco, que fue llamado a comisaría, declaró que no quería querellarse, y, gracias a su 
intervención, fue puesto inmediatamente en libertad. Así lo aconsejaba la prudencia, porque las autoridades hubieran sido indulgentes con 
el culpable y la odiosidad contra el sacerdote hubiera aumentado. 

Pero, »quién empujaba a aquel sujeto a tanta perfidia? 

El comendador Dupré, amigo de don Bosco e insigne bienhechor de sus hijos, nos puso en condiciones de poder responder a esta 
pregunta. ((703)) Este, al ver que no se podía alcanzar de la fuerza pública una defensa segura, se encargó de hablar con aquel 
desventurado, que día y noche mantenía en angustiosa aprensión al Oratorio. Yo soy un pagado, respondió el bellaco; denme lo que otros 
me dan, y me marcharé. 

Comprendida la respuesta, se le entregaron ochenta liras por alquiler vencido más otras ochenta anticipadas, y se acabó con la continua 
amenaza, que pudo haberse convertido en sangrienta tragedia. 

Y el Andreis se amansó, don Bosco le había perdonado todo, tratándole con la dulzura que solía emplear siempre con sus ofensores. 
«Más aún, nos dijo monseñor Cagliero, le benefició. Porque al alejar de casa Bellezza a todos los inquilinos que escandalizaban al 
vecindario, dejó que el Andreis y su familia siguieran viviendo en las habitaciones que ocupaban. Cuántas veces le he oído repetir: Diligite 
inimicos vestros, benefacite his qui oderunt vos (Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odiaron)». 

Más engañosa aún fue la agresión que vamos a describir, de la que don Bosco no salió totalmente incólume. 

Poco tiempo después de los hechos referidos, un domingo hacia el anochecer, fue llamado don Bosco por un hombre para confesar a una 
enferma en casa Sardi, casi enfrente del Refugio. Los hechos precedentes le sugirieron dejarse acompañar por dos jóvenes fuertes y 
valientes. 

-Deje, deje a sus jóvenes en casa, dijo aquel tal, no les moleste; 
ya le acompañaré yo mismo. 

Estas palabras aumentaron las sospechas y produjeron el efecto contrario; por tanto, don Bosco, llamó a cuatro más. Estaban entre ellos 
Jacinto Arnaud y Santiago Cerruti, tan robustos y forzudos, 
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que, en caso de necesidad, eran capaces de descuartizar un buey. Llegados al lugar designado, dejó a ((704)) dos de ellos al pie de la 
escalera. Ribaudi, José Buzzetti y los dos que acabamos de nombrar subieron con él hasta la primera planta y se quedaron en el rellano 
junto a la puerta de la habitación. Entró en ella don Bosco, vio en la cama a una mujer jadeante; fingía tan bien, que verdaderamente 
parecía se le iba a escapar el último aliento. A aquella vista invitó don Bosco a los allí presentes, que eran cuatro, y que estaban sentados, a 
que salieran, para poder hablar libremente con la enferma y ayudarla a confesarse. 

-Antes de confesarme, comenzó a decir aquella mujerzuela a grandes voces, quiero que ese granuja se retracte de las calumnias, que me 
ha imputado. 

Y señalaba al que estaba enfrente. 

-No, respondió uno poniéndose en pie. 

-Cállate, añadió otro. 

-Sí. 

-No. 

-Calla, infame, o te estrangulo. 

Estos y otros no menos graciosos vocablos, mezclados con horrendas imprecaciones, llegaron enseguida a producir una bulla espantosa 
en aquella cámara infernal. 

Todos estaban en pie. De repente, en medio de la jarana se apagan las luces, y, en plena oscuridad, cesa el trueno y se desata una 
granizada de trompazos, dirigidos al sitio donde estaba don Bosco. 

Pero él adivinó enseguida la broma que le querían gastar, que no era otra más que la de romperle los huesos. En tan imprevista situación, 
no sabiendo cómo defenderse, agarró a toda prisa la silla que estaba junto a la cama, se la puso sobre la cabeza patas arriba y, bajo aquel 
parachoques, buscó la puerta. Mientras tanto, aquellos locos descargaban golpes y más golpes mortales, que en vez de dar en la cabeza del 
pobre don Bosco, caían con gran ruido sobre la silla. Don Bosco logró llegar junto a la puerta, cerrada con llave; pero, aprovechando la 
fuerza muscular extraordinaria de que estaba ((705)) dotado, retorció y arrancó la cerradura con una sola mano, mientras los jóvenes 
apostados se dieron cuenta del ruido, empujaron con el hombro la puerta y la abrieron. Arnaud entró, agarró a don Bosco por un brazo, lo 
sacó fuera, y don Bosco se arrojó en medio de ellos, satisfecho de haber salvado las espaldas y la cabeza. Pero se llevó un garrotazo sobre 
el pulgar de la mano izquierda, que durante la pelea tenía apoyada en el respaldo de la silla. Aun cuando el golpe por sí 
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mismo no fue muy fuerte, sin embargo le arrancó la uña y le dejó aplastada la mitad de la falange; tanto que, aún después de treinta y más 
años, conservaba la cicatriz. Cuando don Bosco se vio al aire libre recomendó a sus muchachos que no hablaran de aquel suceso y no 
revelaran el lugar y las personas comprometidas. Y añadió: 

-Perdonémosles y roguemos por ellos, para que cambien de vida. Son unos pobres desgraciados enemigos de la religión. 

No resultan infundadas las sospechas de que éstos y muchísimos otros atentados estuvieran urdidos por la malicia o el dinero de aquéllos 
que veían con malos ojos las Lecturas Católicas y querían atemorizar al autor y acabar con él. Estaban furiosos porque deseaban que don 
Bosco terminase, como ellos decían, de calumniar a los protestantes. 

Por lo demás, los herejes de Turín no hacían más que seguir las huellas de sus antepasados, los cuales, por no citar a muchos otros 
asesinos, el día 9 de abril de 1374 mataron bárbaramete en Bricherasio, con una lluvia de golpes, al beato Pavonio de Savigliano, 
dominico, porque predicaba contra su doctrina y convertía a la Iglesia católica a muchos valdenses. 

Es una prueba de ello lo que todavía nos contaba monseñor Cagliero. 

Un domingo por la tarde, en enero de 1854, subieron dos señores elegantemente vestidos a la habitación de don Bosco, el cual los recibió 
con su acostumbrada cortesía. El patio se hallaba desierto, ((706)) porque los muchachos estaban cantando en el iglesia. Juan Cagliero, que 
vio a aquellos dos señores, sospechó, y fue a esconderse en la habitación contigua a la de don Bosco, y se colocó en guardia junto a una 
puerta interior. Se puso a la escucha, pero al principio no llegó a comprender bien, a pesar de que la conversación de aquellos señores con 
don Bosco era muy animada; le pareció que éste rechazaba adherirse a una proposición que le habían hecho. Pero los dos intrusos alzaron 
la voz y oyó Cagliero claramente estas palabras: 

-En fin de cuentas, »qué le importa a usted que prediquemos una cosa u otra? »Qué interés tiene usted en llevarnos la contraria? 

A lo que don Bosco respondió: 

-Es mi deber defender la verdadera religión con todas mis fuerzas. 

-»Y no dejará de escribir Lecturas Católicas? 

-íNo!, dijo resueltamente don Bosco. 

Empezaron entonces a amenazarle y uno, sacando dos pistolas, le intimó: 
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-Decídase a obedecer, o íes hombre muerto! 

-Dispare, dijo don Bosco tranquilo, clavando una mirada imponente en su rostro. 

En aquel instante se oyó un fuerte golpe que retumbó por la habitación y asustó a los dos señores, que metieron las pistolas en el bolso. 
»Qué había sucedido? Cagliero, al no poder captar el sentido de las últimas palabras pronunciadas con una voz ronca y baja, temió 
cualquier mal para don Bosco, por lo que dio un fuerte puñetazo en la puerta y voló en busca de Buzzetti, que acudió al instante. Juntos los 
dos, llegaron a la puerta de don Bosco, dispuestos a entrar; pero, en aquel mismo instante, salían los señores nerviosos y temblando. Don 
Bosco iba tras ellos con su bonete en la mano, despidiéndoles cortésmente y tranquilo. Dos veces más tuvo aún Cagliero ocasión de salvar 
la vida de don Bosco. 

((707)) «Sin embargo y pese a las continuas asechanzas, nos escribió el teólogo Reviglio, se veía que don Bosco permanecía siempre 
inmutable, y hasta alegre, cada vez que se encontraba con insultos y amenazas de los adversarios, por la gloria de Dios. Nunca llevó armas 
para defenderse, nunca aprovechó su poderosa fuerza para rechazar los asaltos. Y eso que, aunque dos hombres robustos le hubieran 
molestado tenía él un brazo y una mano tan fuertes, como para agarrar a uno por los costados y emplearlo como un látigo contra el otro. 
Sólo viéndose perdido recurrió a su destreza». Nos contó el señor Pascual Spinardi: «Una noche a hora muy tardía, volvía don Bosco de 
Moncalieri por la orilla del camino, cuando, hacia mitad del viaje, casi bajo Cavoretto, se dio cuenta de que un hombre le seguía con un 
grueso y largo garrote en la mano, levantado para abrirle la cabeza. Le alcanzó; pero, sin pensarlo el malvado, don Bosco le esquivó con un 
rápido movimiento y le dio tal empujón que le hizo dar una voltereta y fue a caer en una zanja bastante profunda llena de hierba. Apretó 
entonces el paso hasta alcanzar una comitiva, que le precedía a lo lejos». 

Resulta maravilloso ver la tranquilidad de don Bosco en tales encuentros, pero no se puede olvidar la ansiedad con que le tocaba vivir a 
mamá Margarita. íCuántas veces dio gracias al Señor al ver fallidos los golpes con que atentaban contra él! La casa del Oratorio estaba 
aislada en medio de huertas y prados y sin tapia continua alrededor; se vio obligado a poner un cancel de hierro al pie de la escalera, para 
cerrar el paso que a través de la galería conducía a la estancia de don Bosco. Allí colocaba a menudo en guardia, particularmente de noche, 
a algún joven fornido. Más aún, hizo venir de 
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Castelnuovo a otro hijo de José para defender a don Bosco de sus obstinados enemigos. Si al caer de la noche, aún no había vuelto a casa 
((708)) por estar asistiendo a un enfermo o cumpliendo cualquier otra obra de caridad, Margarita enviaba a su encuentro a los muchachos 
mayores para que le acompañasen a la vuelta hacia el Oratorio. Parecía que tuviese el don o la gracia de presentir los peligros que, de vez 
en cuando, amenazaban a su querido hijo. 

Juan Cagliero, durante 1853 y 1854, iba con dos compañeros de los mayores a esperar a don Bosco a las cercanías, al cruce de calles y 
senderos, cuando debía volver a casa de noche. Pero él era avisado a menudo por beneméritas personas, o por cartas anónimas, para que se 
defendiera de las asechanzas que le tendían los protestantes. Y Cagliero, haciendo de centinela, le encontró varias veces que volvía al 
Oratorio acompañado de bondadosos ciudadanos, que iban con él para defenderle de lo que pudiera ocurrir. Un vez le vio escoltado por un 
soldado armado, que él mismo había pedido al sargento de guardia del piquete de Puerta Palacio, por la seguridad que tenía de estar 
amenazado de muerte. 

Los atentados contra don Bosco que hemos descrito, y otros de los que todavía hablaremos, se sucedieron a intervalos durante cuatro 
años, a partir de 1852. Al mismo tiempo los autores de estos delitos tenían por auxiliares algunas pandillas de jovenzuelos que, incitados 
contra el Oratorio, iban los domingos a Valdocco a golpear con palos y piedras la puerta de la capilla a la hora del sermón. Don Bosco 
entonces no podía hacer oír su voz por sus golpes y sus gritos. Durante varios domingos reinó la paciencia, pero finalmente, hartos de 
aquella provocación, algunos jóvenes internos, sin pedir permiso, se armaron de garrotes y esperaron, tras la puerta medio cerrada, a que 
comenzase el acostumbrado ruido. No tardó éste en empezar y Juan Cagliero, acompañado de otros, se lanzó fuera. Tirado al suelo el 
primero ((709)) que encontraron, corrieron tras los demás que huían. Cinco o seis cayeron por el camino. Pero don Bosco suspendió el 
sermón para llamar a sus jóvenes, los cuales obedecieron enseguida, teniendo que aguantar entonces su parte de golpes, porque los 
alborotadores habían reaccionado. Desde aquel día, poquito a poco fue cesando aquella peste. 

Los enemigos de don Bosco y sus emisarios no eran de la zona de Valdocco, y los que le combatieron al principio ya se habían 
desengañado y pacificado. Por eso, cada vez que, en el buen tiempo y a horas tardías, pasaba por la calle Cottolengo se encontraba allí 
reunida muchísima gente, que tocaba, cantaba y bailaba; pero apenas 
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veían de lejos a don Bosco, paraban toda diversión y a una voz exclamaban con manifiesta satisfacción: íDon Bosco! íDon Bosco! 

Y cuando él llegaba en medio de ellos le agarraban por las manos, le trataban con la más reverente amabilidad y le acompañaban hasta el 
puerta del Oratorio. 

El saber que era tan malvadamente perseguido aumentaba las simpatías de todos los buenos, los cuales se maravillaban de verle salir 
siempre incólume de tantas asechanzas. El, por su parte, vivía seguro y con plena confianza se dirigía al Señor diciéndole: «Educes me de 
laqueo hoc quem absconderunt mihi: quoniam tu es protector meus» (Sácame de la red que me han tendido, que tú eres mi refugio) 1. 

En el capítulo siguiente veremos cómo escuchaba Dios su oración. 

1 Salmo XXXI, 5. 
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((710)
)


CAPITULO LX 

HISTORIA DE UN PERRO 

SE lee en la santa Biblia y en la Historia Eclesiástica que, en ocasiones, se sirvió Dios de medios extraordinarios, de los animales, para 
defender a sus siervos. 

Estaba burlándose del profeta Eliseo una pandilla de muchachos irreligiosos e insolentes, cuando he aquí que salieron dos osos de la 
floresta vecina e hicieron con ellos un horrible estrago. Durante setenta años, un cuervo llevaba cada día al desierto el alimento necesario 
para San Pablo, fundador de la vida eremítica. Cuando San Antonio tuvo que enterrar el cadáver de este habitante del desierto carecía de 
herramientas para cavar la fosa; se le presentaron entonces dos leones, excavaron con sus garras la tierra en su justa medida, y bendecidos 
por el santo desaparecieron como mansos corderillos. 

Pues bien, durante aquel tiempo de continuos peligros para don Bosco, plugo a la Divina Providencia darle un guardián y un defensor 
muy singular: un perro grande y hermosísimo, de color gris, que fue, y lo será siempre, tema de muchas conversaciones y suposiciones. 
Algunos jóvenes lo vieron, lo tocaron, lo acariciaron, y supieron detalles de él, dignos de especial recuerdo. 

Lo contamos de acuerdo con el relato de algunos de ellos, José Buzzetti, Carlos Tomatis y José Brosio entre otros. ((711)) Añadiremos 
que nosotros mismos interrogamos a don Bosco sobre algunas circunstancias, que él nos confirmó de viva voz. 

El perro gris se asemejaba por su forma y su tamaño a un perro de ganado o mastín de guardia. Ante todo hemos de notar que nadie, ni 
siquiera don Bosco, supo jamás de dónde venía o quién era su dueño. Pero, si no podemos presentar su partida de nacimiento, 
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muy bien podemos concederle un certificado de buena conducta, por el servicio incalculable que prestó, durante varios años a don Bosco y 
al Oratorio. 

Viendo que continuamente era acechado por los malvados y rogado por los amigos para que estuviera en guardia, don Bosco empleaba 
toda suerte de precauciones, para no encontrarse fuera de casa, avanzada ya la noche; pero, sucedía a veces, y muy a pesar suyo, que debía 
andar por la ciudad hasta entrada la noche al lado de un enfermo, con un señor para resolver necesidades de sus pupilos o con una familia 
engañada por los herejes y que ofrecía esperanza de volver al buen camino. Entonces, no se preocupaba de sí mismo y, después de cumplir 
su deber, se ponía en camino, aunque fuera de noche, hacia Valdocco. Esta zona era muy poco habitada por aquel tiempo. El último 
edificio en dirección del Oratorio era el Manicomio; el resto era todavía campo sin cultivar, desigual, obstruido, en parte, por acacias y 
malezas; todo muy oscuro y muy a propósito, por consiguiente, para esconderse fácilmente los malhechores. Por ello, aquel trozo de 
camino era muy peligroso, singularmente para don Bosco, convertido en blanco de la maldad de los enemigos de la religión, los cuales 
tenían por bueno cualquier medio con tal de eliminarlo, como ya hemos narrado. 

Volvía a casa, ya muy tarde, una noche del 1852. Iba solo, solito, con miedo a cualquier encuentro peligroso, cuando he aquí que se le 
presentó un gran perro. Al primer momento tuvo miedo, pero después viendo que no atacaba ((712)) y hasta le hacía fiestas, 
inmediatamente estableció buenas relaciones con él. El fiel animal le acompañó hasta el Oratorio y, sin entrar en él, se marchó. No fue 
aquella la única vez, sino que todas las noches en que él no podía llegar a casa a tiempo, o que iba sin una buena compañía, apenas pasaba 
las últimas construcciones, veía aparecer al gris, ora por un lado, ora por otro. Era entonces cuando mamá Margarita, al ver que su hijo no 
llegaba a tiempo a casa, estaba con ansia y enviaba a algún joven a esperarle. Alguno recuerda haberle encontrado varias veces junto con su 
guardián de cuatro patas. 

En el año 1855 Cigliutti, Gravano, Falchero, Gaspardone, Carlos Castagno, José Buzzetti y Félix Reviglio contaban a Juan Villa que 
ellos habían visto al gris y, lo mismo que éstos, muchísimos más, los cuales habían sido también testigos de las amenazas y atentados de 
los malvados contra don Bosco. Carlos Tomatis nos aseguró que él había encontrado por el camino al gris, al que don Bosco llamaba su 
fiel guardián, hacia las nueve de la noche y nos lo describió así: «Era 
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un perro de aspecto formidable. Muchas veces mamá Margarita exclamaba al verlo: -íYa está ahí el animalazo ese! Casi parecía un lobo, 
tenía el morro alargado, las orejas derechas, el pelo gris, la altura de un metro». 

Causaba miedo a los que no le conocían. Nos contó don Bosco: «Volvía yo a casa una noche, algo tarde. A cierto punto me encontré con 
un amigo que me acompañó hasta el Rond\_: al llegar allí me saludó para despedirse. Desde allí hasta el Oratorio era el trozo más peligroso 
para mí. Pero he aquí que apareció mi guardián, el gris. Aquél, al ver un perrazo tal, dio señales de gran extrañeza mezclada con un poco de 
miedo, y quiso arrojarlo lejos de mí, antes de marcharse. Yo insistía en que no se preocupase, puesto que yo conocía al perro y el perro me 
conocía a mí y que éramos buenos amigos, pero él no se tranquilizaba y dijo: 

((713)) -No permitiré que vaya usted solo a casa con este perro. 

Tomó dos gruesas piedras y se las tiró con toda su fuerza una tras otra. El perro no se movió, ni dio muestras del menor resentimiento, 
como si las piedras hubieran caído sobre una roca, y no sobre su cuerpo. Entonces aquel buen hombre se asustó y exclamó: 

-íEs un duende! íEs un duende! 

Es decir, un animal embrujado; y, no osando volver atrás, me acompañó hasta el Oratorio. Una vez allí tuve que enviarle dos muchachos 
mayores para que le acompañasen, porque no hubiese sabido volver solo a su casa, con el miedo que le había ocasionado la insensiblidad 
del perro y el temor de volver a encontrarlo otra vez. Pero el gris en cuanto me vio acompañado, desapareció». 

Así pues, el gris, al que también vio, al menos dos veces, el clérigo Miguel Rúa, acudía a defender a don Bosco en los momentos de 
mayor peligro, con su oportuna aparición que nosotros calificaríamos de prodigiosa. 

Una vez, en lugar de acompañarlo a casa, no le dejó atravesar el umbral. A causa de un olvido tenido durante el día, debía salir una tarde 
a hora ya muy avanzada. Intentaba mamá Margarita disuadirlo; pero él, después de animarla a que no tuviera miedo, se caló el sombrero, 
llamó a unos muchachos para que le acompañaran y salió hasta el cancel. Al llegar allí, se tropezó con el gris tendido a la larga. El portero, 
que no le conocía, había intentado varias veces alejarlo hasta con golpes, pero él volvía de nuevo, como si tuviera que esperar a alguien. 

-íHola, el gris!, exclamó don Bosco; mucho mejor, seremos uno más. Levántate, pues, dijo después al perro, y ven. 
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Pero el perro, en vez de obedecer, soltó una especie de gruñido y permaneció en su puesto. Por dos veces intentó don Bosco pasar por 
encima de él y por dos veces se negó el gris a dejarle pasar. Alguno de los muchachos le ((714)) tocó con el pie para que se moviera, pero 
él respondió con un espantoso ladrido. Intentó entonces don Bosco salir rozando las jambas de la puerta, pero el gris se arrojó a sus pies. 
La buena Margarita dijo entonces en dialecto piamontés: «Se t'veuli nen scuoteme mi, scuota almen 'l can; seurt nen»; que quiere decir: si 
no quieres escucharme a mí, escucha al menos al perro: no salgas. Al ver don Bosco a su madre con tanta zozobra, creyó prudente 
satisfacer sus deseos y volvió a entrar en casa. Aún no había pasado un cuarto de hora, cuando un vecino vino en su busca y le encomendó 
estuviera en guardia, porque había sabido que tres o cuatro invididuos giraban por los alrededores de Valdocco decididos a darle un golpe 
mortal. 

Don Bosco había escapado a sus asechanzas, pero aquellos desalmados no desistían de sus homicidas propósitos. Volvía una noche a 
casa, por la calle que va desde la plaza Manuel Filiberto hasta el llamado Rondó, hacia Valdocco. Al llegar un poco más allá de la mitad, 
advirtió don Bosco que alquien corría tras él; se volvió, y al ver a pocos pasos a un sujeto con un enorme garrote en la mano, se echó a 
correr con la esperanza de llegar al Oratorio antes de ser alcanzado. Estaba ya en la costanilla, que hoy da a la casa Delfino, cuando 
descubrió frente a él a unos cuantos más, que intentaban atraparle en medio. Al darse cuenta del peligro, quiso librarse del que le perseguía 
Estaba éste a punto de propinarle un golpe, don Bosco se detuvo repentinamente, y le dio con tal destreza y fuerza un codazo en el 
estómago que el desgraciado cayó por tierra gritando: 

-íAh, ay, me han matado! 

Con el éxito del golpe de judo, don Bosco habría podido salvarse de las manos de aquél; pero estaban ya los otros, con sus palos en alto, 
cercándolo. En aquel instante saltó al medio el gris providencialmente, se colocó junto a don Bosco, empezó a ladrar y a aullar, después a 
rebullirse de un lado para ((715)) otro con tal furia, que aquellos brutos, medio muertos de miedo y temiendo ser hechos pedazos, rogaban 
a don Bosco que lo amansase y lo tuviera a su lado. Mientras tanto, uno tras otro se desbandaron dejando que el sacerdote siguiese su 
camino. El perro no abandonó a don Bosco hasta que entró en el Oratorio. Fue entonces cuando, siguiéndole por el patio, y acercándose 
hasta la puerta de la cocina, recibió unas muy 
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bien merecidas caricias, aunque un tanto prudentes, de mamá Margarita, como ella misma y Buzzetti se lo contaban a Pedro Enría. 

Otra vez, también de noche, volvía él a casa por la avenida Reina Margarita, cuando un individuo, que espiaba sus pasos, escondido tras 
un olmo, le disparó a quemarropa dos tiros de pistola. Falló los dos y entonces el criminal se abalanzó sobre don Bosco para acabar con él 
de otro modo; pero, en aquel instante llegó el gris, saltó impetuosamente sobre el agresor, le puso en precipitada fuga y, después acompañó 
a don Bosco hasta el Oratorio. 

Una noche el gris entretuvo un rato a los internos. Estaba don Bosco cenando en compañía de sus clérigos y en presencia de su madre, 
cuando entró el perro en el patio. Algunos muchachos, que no le habían visto nunca, tuvieron miedo, y quisieron pegarle o echarle a 
pedradas. Buzzetti, que lo conocía, gritó enseguida: 

-No le peguéis, es el perro de don Bosco. 

A estas palabras se le acercaron todos, le acariciaron, le agarraron por las orejas, le apretaron el morro, le hicieron mil mimos, y por fin lo 
llevaron hasta el comedor. La inesperada visita de aquel gran animal asustó a algunos de los comensales de don Bosco, el cual dijo: 

-Es mi gris, no muerde: no temáis, dejadlo venir. 

El perro miró en derredor de la mesa, dio una vuelta y se acercó haciendo fiestas a don Bosco. Este le acarició y quiso darle algo de la 
cena; ((716)) le ofreció pan, sopa y cocido y hasta de beber, pero el gris rechazó todo y no se dignó olfatear nada. Así era de desinteresado 
en su servicio. 

-Entonces, »qué quieres? preguntó don Bosco. 

Y el perro estiró las orejas, meneó la cola, siguió dando señales de satisfacción y apoyó la cabeza sobre la mesa, mirando a don Bosco 
como si quisiera darle las buenas noches. Después, reemprendió el camino y salió acompañado de los muchachos hasta la puerta. 

«Recuerdo, nos aseguraba Buzzetti, que aquella noche había llegado don Bosco a casa bastante tarde, pero en coche con el señor marqués 
Domingo Fassati. Al no encontrarlo por el camino, parece como que el perro hubiese venido para manifestar su propósito de haberlo 
acompañado fielmente según costumbre». 

Monseñor Cagliero nos confirmaba estos hechos. «Yo vi al querido animal una noche de invierno; entró en el patio y después en la salita 
donde iba a comer don Bosco, y muy alegre se le acercó. Don Bosco le dijo: 
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»-íGris! no has llegado a tiempo para acompañarme: ya estoy en casa. 

»Y tomando un trozo de pan, se lo ofreció; pero el perro lo rechazó. Entonces dijo don Bosco: 

»-íGoloso! »Quieres carne? »No ves que don Bosco no la tiene? Si no quieres comer, que te vaya bien y largo de aquí. 

»Bajó la cabeza el perro, como algo mortificado, y tomó el camino de la puerta. Pero don Bosco le volvió a llamar diciendo: 

»-Ven aquí, gris, no te quiero castigar. Ven aquí... 

»Volvió el perro hasta don Bosco. Recibió sus caricias y las nuestras durante un buen rato y luego le dejó marcharse porque ya era tarde. 
Otros compañeros míos lo vieron en distintas ocasiones». 

Una tercera vez salvó el gris la vida de don Bosco. Era a fines de noviembre de 1854. Volvía a casa una noche muy oscura y nubosa 
desde el centro de la ciudad, de la Residencia Sacerdotal, y para ((717)) no caminar muy lejos de la parte habitada bajaba por la calle que, 
desde el santuario de Nuestra Señora de la Consolación, va hasta la institución del Cottolengo. Al llegar a cierto punto del camino advirtió 
don Bosco que dos hombres le precedían a poca distancia, y que aceleraban o detenían el paso a medida que él lo aceleraba o disminuía; 
más aún, si él atravesaba a la parte opuesta para esquivarlos, ellos hacían lo mismo para situarse delante de él. No quedaba ninguna duda 
de que se trataba de dos malintencionados. Intentó, pues, desandar lo andado para ponerse a salvo en cualquier casa del vecindario; pero no 
tuvo tiempo; porque aquellos dos, volviéndose repentinamente atrás y guardando profundo silencio, se le echaron encima y le cubrieron la 
cabeza con una manta. El pobre don Bosco se esforzó para no dejarse envolver; se agachó rápidamente, liberó por un instante su cabeza y 
se defendió. Pero los atacantes intentaron envolverlo más fuerte, mientras a él no le quedaba más que pedir socorro y no pudo, porque uno 
de los asesinos le tapó la boca con un pañuelo. »Qué sucedió entonces? 

En aquel momento terrible y de muerte segura, mientras invocaba al Señor, apareció el gris, el cual se puso a ladrar tan fuerte y con tales 
ladridos, que no parecía el ladrar de un perro o de un lobo, sino el aullar de un oso rabioso, que atemorizaba y ensordecía a la vez. No 
satisfecho con ello se lanzó con sus patas contra uno de aquellos maleantes, y le obligó a dejar la manta sobre la cabeza de don Bosco, para 
defenderse a sí mismo: se echó después sobre el otro, y, en menos que se dice, le mordió y le derribó por tierra. Cuando el primero vio la 
suerte del compañero, intentó huir, pero el gris no le dejó, 
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porque saltó sobre sus hombros y le arrojó también al fango. Hecho esto, se quedó allí inmóvil aullando y contemplando a aquel par de 
canallas, como si les dijese: íAy de vosotros si os movéis! 

Al llegar a este punto cambió totalmente la escena: los dos bribones se pusieron a gritar: 

((718)) -Don Bosco ípor favor! llame a ese perro, que no nos muerda. íPor favor, piedad de nosotros, llame a ese perro! 

-Lo llamaré, respondió don Bosco, si me dejáis en paz. 

-Sí, sí, vaya en paz, pero llámelo pronto, exclamaron de nuevo. 

-Gris, dijo entonces don Bosco, ven aquí: 

Y el perro, obediente, se acercó a él, dejando libres a aquellos malhechores que escaparon a todo correr. Sin embargo, pese a la 
inesperada defensa, don Bosco no se sintió con ánimos para proseguir el camino hasta casa. Entró en la vecina institución del Cottolengo. 
Allí se rehizo un poco del susto, le aliviaron caritativamente con una oportuna bebida y reemprendió el camino del Oratorio bien escoltado 
El perro le siguió hasta los pies de la escalera por la que se subía a su habitación. 

«Por aquel tiempo, dice Ascanio Savio, una impía Gaceta había amenazado de muerte a don Bosco por su celo en sostener la fe y 
desenmascarar los errores de los protestantes. Y otros periódicos liberales, disparatando en cosas de religión, para burlarse impunemente de 
don Bosco, le señalaban con el nombre de don Bosio». 

El gris, como hemos dicho más arriba, fue tema de muchas indagaciones y discusiones, dejando en el aire algo de curiosidad y de 
sobrenatural; nadie pudo saber jamás adonde se iba una vez cumplida su misión. Don Bosco decía: «De cuando en cuando me venía el 
pensamiento de buscar el origen de aquel perro y a quién pertenecía, pero después pensaba: Bah, sea de quien fuere con tal de que se porte 
conmigo como un buen amigo. No sé nada más, sino que aquel animal fue para mí una verdadera providencia, en muchos peligros en los 
que me encontré». 

((719)) Toda esta relación podrá parecer a alguno una fábula. Cada cual es libre de opinar como quiera. Nosotros creemos lícito y de 
acuerdo con la verdad, admitir que Dios en su paternal bondad quiso servirse de un perro, símbolo de la fidelidad, para defender y 
confortar a un hombre que desafiaba la ira del enemigo y se exponía a los más graves peligros para guardarse a sí mismo, a sus muchachos 
y al prójimo siempre fieles a Dios y a la Iglesia. 
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((720)
)


CAPITULO LXI


DON BOSCO, EL MAGNETISMO Y EL ESPIRITISMO -LAS MEDIUM -LOS CENTROS ESPIRITISTAS -LAS MESAS 
ROTATORIAS -LOS ESPIRITUS -EL DIABLO -COMUNICACIONES MISTERIOSAS -LIBROS CONTRA LAS NUEVAS FORMAS 
DE IMPIEDAD 

FIRME como un muro de bronce en la lucha contra los valdenses, don Bosco se disponía a aguantar una nueva batalla. 

En el 1852 aparecía por vez primera en Turín el espiritismo dando mucho que hablar. Era una mezcla de magnetismo animal, evocación 
diabólica e impostura. Era una renovación de la antiquísima superstición que invadió a América, pasó a la Alemania protestante, después a 
la volteriana Francia y finalmente a muchas partes de Italia. Afirma Balan que a sus secuaces se debe especialmente aquel vértigo que 
condujo a tan grande peligro a la sociedad europea del 1848 1. 

Pero en Turín se presentó tan astuta y seductoramente que, desde el principio, hubo algunas buenas personas, laicos y eclesiásticos, que 
no dudaron en tomar parte en sesiones de espiritismo y en ((721)) asistir a los extraños movimientos de las mesas giratorias y parlantes que 
revelaban la presencia de un ser extraterreno. Una vez descubierta su malicia, se fueron retrayendo; sólo que aquella peste seguía 
esparciendo con fecundidad sus tristes efectos, insinuando una larvada rebelión contra todas las enseñanzas de la Iglesia y convirtiéndose 
en fuente de abominables inmoralidades. Los magnetizadores y las médium habían empezado a dar sus respuestas. 

Don Bosco, aunque persuadido de que, en la mayor parte de los casos, no se trataba más que de embaucamientos para engañar a los 
tontos, temía que sirvieran de preludio para peores sucesos; particularmente, por cuanto dejaban en el pueblo la morbosa curiosidad de 
querer conocer cosas ocultas, lejanas o futuras y porque quitaban el 

1 St. Univ. della Chiesa Catt. Conde de Rohrbacher, vol. I, p. 911. 
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horror de la intervención diabólica. Por eso, con el consejo y permiso de los superiores eclesiásticos, asistió más de una vez a tales 
experimentos magnéticos o espiritistas. Era su intención descubrir la impostura y la impiedad para luego desengañar a los ilusos y alejarlos 
de ulteriores locuras. 

En la plaza del Castillo se reunía todo Turín para asistir a los espectáculos de magnetismo realizados por un famoso charlatán, puesto de 
pontifical, que había sabido ganarse la admiración del pueblo con sus revelaciones y predicciones. Un día don Bosco se mezcló entre la 
multitud que le circundaba, precisamente después de varios experimentos que le habían ganado muchos aplausos, al tiempo que hacía leer 
a la médium cartas cerradas. 

-Aquí hay un cura que quiere hablar con usted, gritó una voz al magnetizador. 

-Venga hacia delante, señor cura; respondió aquél. 

Don Bosco se presentó en el espacio que la gente dejó libre, en medio del cual había una mujer sentada que parecía dormir y con los ojos 

vendados. Llevaba él en la mano una carta sellada, recibida pocos instantes antes, que le acababa de escribir ((722)) monseñor Fransoni. 

-»Qué manda usted, señor abate?, preguntó el histrión. 

-Tengo aquí esta carta y desearía que la adivinadora me leyera el contenido, antes de que yo la abra: dijo don Bosco. 

-Será usted satisfecho, respondió el charlatán. 

Y dirigiéndose a la mujer, intimóle con voz imperiosa: 

-íLeed! 

La mujer dudó un poco; el juego era imprevisto: la inflexión de la voz del que la mandaba no le indicaba la respuesta; pero obligada a 

hablar, exclamó: 

-Veo... veo... ítodo! 

-»Y qué véis?, preguntó el hombre. 

-No puedo decirlo. 

-»Por qué no podéis decirlo? 

-Porque hay un secreto. 

-»Qué secreto? 

-El secreto del sello. 

-»Entienden, señores?, dijo el hombre al pueblo y a don Bosco: 

tiene razón la adivinadora: el secreto de las cartas selladas no puede ser violado. 
-Si es así, esto se arregla pronto, observó don Bosco, y rompió el sello. Ya no hay ningún secreto. 

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-Muy bien; ahora se podrá leer, replicó el charlatán. Os toca a vos: leed, ordenó a la mujer. 

-No puedo. 

-»Por qué no podéis? 

La médium hacía señales de viva impaciencia y replicó: 

-Porque... porque no puedo. Ya os he dicho que no quiero trabajar ante gente que pertenece al altar. 

Y profirió una blasfemia atroz. Ante tal conclusión el pueblo comenzó a silbar y se disolvió haciendo comentarios injuriosos contra el 
arte de aquel señor. 

((723)) Varias veces se presentó don Bosco con diversos recursos ante las multitudes para deshacer las artes de los magnetizadores, los 
cuales nunca pudieron realizar nada extraordinario en su presencia, y no ganaron más que desprecios y fama de impostores. Apagaron 
consiguientemente la manía de muchos por asistir a aquellos portentos y ya no hablaban de ellos más que para despreciarlos. 

De las plazas pasó don Bosco a las casas donde celebraban reuniones magnetizadores diplomados de los que, al igual de los otros, se 
había convertido en un verdadero perseguidor. 

Junto a San Pedro ad Víncula se había instalado un tal doctor Fiorio, el cual por medio de una médium pretendía poder descubrir un 
precioso tesoro que aseguraba estaba escondido por aquella zona. Don Bosco tomó consigo unos jóvenes para que fueran testigos, entre 
ellos los clérigos Reviglio y Serra, y después de haberles instruido y preparado, fue con ellos a las pruebas. La médium afirmaba ver el 
tesoro. Lo describía y hacía nacer en muchos espectadores el deseo de poseerlo. En consecuencia se hicieron varias excavaciones 
profundas; pero no aparecieron ni trazas del tesoro. Don Bosco, que observaba minuciosamente todo, no tardó en hacer correr la voz para 
que desacreditasen a aquel charlatán los mismos, con cuyo dinero se habían realizado las excavaciones y ahora se avergonzaban de haber 
sido tan crédulos. 

Había otro doctor, llamado Giurio, que había puesto despacho de magnetismo en la calle de Santa Teresa y la médium se llamaba 
Brancani. Gente víctima de gravísimas enfermedades, incurables, o no bien conocidas por los médicos, le enviaban hasta de pueblos 
lejanos un objeto que les perteneciese, y con esto él diagnosticaba la enfermedad, daba consejos y prescribía remedios. Pero las espantosas 
consecuencias morales y espirituales de aquellas consultas ya habían demostrado evidentemente que ciertos despachos magnéticos eran de 
índole diabólica. 
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((724)) Fue don Bosco allí en compañía de los teólogos Marengo y Motura. Estaba la sala completamente llena de espectadores. Después 
de asistir a varios experimentos, pidió al doctor que le pusiera en comunicación magnética con la Brancani. 

Giurio se apresuró a satisfacerle con la resolución de un hombre seguro de sí mismo. Don Bosco comenzó a preguntar; pero las 
respuestas de la sonámbula que primero giraban sobre San Petersburgo, de repente saltaron a hablar de cosas más próximas. Sacó entonces 
don Bosco un pelluzgón de pelos, que le había proporcionado el teólogo Nasi, y preguntó cuál era la enfermedad que padecía el amo de 
aquellos cabellos. 

-Justa y útil pregunta, observó el doctor; y volviéndose a la médium le intimó a que respondiera. 

-»De quién son estos cabellos?, preguntó don Bosco. 

-íPobre muchacho! íCómo debe sufrir!, murmuró la mujer. 

-»Quisiera despacharme presto, porque tengo poco tiempo?, observó don Bosco; estos cabellos no pertenecen a ningún joven. Dígame 

dónde vive. 

-Voy... voy... ya está... está allá en la calle de la Zecca. 

-No vive en la calle de la Zecca. 

-Es verdad... aún no he llegado... más abajo, más abajo, del otro lado del Po... 

-No vive por aquel lado. Pero dígame su enfermedad. 

-Espere, espere que la encuentre: ya lo veo... ícuántos sufrimientos... desgraciado! 

-Pero en fin, »cuál es su enfermedad? 

-La misma que yo padezco. 

-»Y cuál es? 

-La epilepsia. 

-Nunca estuvo epiléptico. 

((725)) Al llegar a este punto aquella mujer, sin saber qué decir al principio y furiosa después, pronunció una palabra tan obscena e 

insultante que estremeció y disolvió la reunión. La cosa estaba clara: 

o se trataba de un engaño, o bien el espíritu maligno temía a los buenos sacerdotes. 
Pero el mal más de moda era el de las mesas rotatorias cuando los reunidos en torno a ellas formaban cadena. Las mesas oscilaban, 
giraban, se levantaban impetuosamente del suelo, saltaban de acá para allá por la sala; después con golpes ligeros, convencionales, de uno 
de sus pies, respondían categóricamente a las preguntas que se les hacía. Frecuentemente se ataba a la extremidad de una de sus patas 
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un lapicero debajo del cual se colocaba un trozo de papel y éste se contraía con las respuestas en letras claras que correspondían a las 
preguntas. Caballetes minúsculos producían el mismo fenómeno. Esto hacía suponer la mano de un ser inteligente, que se anunciaba con el 
nombre de algún santo o de algún hombre célebre ya difunto y de fama. 

Se hablaba de estos hechos en las conversaciones señoriales, en las reuniones de los industriales y en los encuentros de los obreros. 
Habiéndose informado de ello don Bosco, se topó casualmente con uno de los actores más conocidos de aquellos enredos diabólicos, y, sin 
más, le presentó cara y le dijo que los fenómenos producidos por su arte no eran más que juegos de saltimbanqui. Desafió aquél a don 
Bosco invitándole a ir a su casa para ver y comprobar la verdad de la cuestión. Don Bosco, siempre con permiso de la autoridad 
eclesiástica, fue acompañado por los teólogos Marengo y Nasi, pero llevando consigo, escondida bajo la sotana, una reliquia de la santa 
cruz. Fue recibido con gran complacencia; brillaba en el rostro del magnetizador la seguridad del triunfo. Se colocó la mesa en medio del 
salón; sólo que, por más que él hizo e hicieron otros, la mesa no se dio por entendida ni ((726)) para moverse ni para responder. El 
desafiador, maravillado y enojado, tras haber repetido sus pruebas sin resultado, se volvió a don Bosco diciéndole que él era el causante de 
aquel fracaso, porque no consentía voluntariamente en aquellos fenómenos, porque no creía. Y concluyó: 

-íUsted no tiene fe! 

-»Fe en qué?, respondió don Bosco mirándole seriamente a la cara. 

Y se retiró convencido, con sus dos amigos, de que la reliquia de la santa cruz había sido la causa de la inmovilidad de aquella mesa. El 
mismo don Bosco narró este hecho a sus sacerdotes y a sus clérigos. 

Mientras tanto, sin embargo, iba creciendo la asistencia de personas cultas a los consultorios magnéticos donde, después de hipnotizar a 
uno de los presentes, se producían efectos espiritistas maravillosos o espantosos del todo; tinieblas y luces; músicas invisibles y manos 
misteriosas que apretaban, acariciaban y golpeaban; bailes repentinos y desenfrenados de todo el mobiliario de una habitación, apariciones 
agradables u horrendas de espectros y de almas de los difuntos. Y las consecuencias de estos innumerables espectáculos en Turín y en 
provincias eran delirios, suicidios, obsesiones, desesperaciones, muertes repentinas, hipocondrías incurables, parálisis, espasmos agudos y 
cien maldiciones más. 
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Don Bosco tuvo cierta prueba de que aquellos desventurados invocaban, al menos indirectamente, al demonio, como posteriormente lo 
narró a Buzzetti y a otros con estas palabras: 

«-Cierto sujeto que se había enrolado en determinadas sociedades, se me presentó y me dijo: 

»Yo que, hasta ahora, no había tenido tiempo para pensar en Dios, ni en el infierno, sino que precisamente por esto, desde hace mucho 
tiempo me había entregado a una vida llena de errores, ahora tengo de nuevo fe y temor de Dios. »Sabe cómo sucedió? Oiga la historia 
verdadera y sin sombra de exageración. Un amigo ((727)) empezó a llevarme a ciertas reuniones donde se encontraban hombres amigos del 
bien vivir: pero que, salvo el hablar mal de la religión, por lo demás parecía que pensaran en obras de beneficencia. Si se preparaba un 
baile, era para socorrer a lo pobres; si se organizaba un carnaval, no faltaba la colecta para los enfermos, etc.; en fin, que, a nuestro modo, 
se hacía el bien y yo estaba contento de ello. Había, sin embargo, un detalle que me desagradaba y era el de obrar con malignidad contra el 
Papa; pero, ya me había acostumbrado. Eran cosas que también se veían en otras partes; y, en mi opinión, no se hacía mal a ninguno. 

»Mas, después vino lo peor. La otra noche, invitado por un amigo mío a asistir a unos experimentos de espiritismo, tuve la desgracia de 
ver aparecer, vivo, verdadero y espantoso, ante mí, ése que se llama el gran arquitecto, es decir, el diablo. No le digo lo mucho que sufrí en 
aquel momento. Y cómo hubiera deseado no haber ido nunca a aquella reunión. Pero estaba en ella y tenía que permanecer. Me quedé 
mudo y sudé frío, durante el tiempo de aquella aparición. Todos tenían miedo y terror, por lo que el silencio reinante era general. Cuando 
el acto acabó, volví a casa, lamentándome con mi amigo del gran miedo que se me había metido en el cuerpo. Y volviendo a pensar en ello 
después, durante la noche, no pudiendo alejar de mi fantasía la figura de aquel horrendo Chivo, que seguía siempre en mis pupilas, me dije 
para mí mismo: íSi el diablo existe, también debe existir Dios! Y pasando de una cosa a otra, recordé que Dios tenía su ley, y que sería 
mejor volver a practicarla como había hecho durante los primeros años de mi juventud. 

»Por la mañana procuré poner en paz mi conciencia, y, después de muchos años que no lo había hecho, fui a confesarme. Aquel padre me 
consoló y sus palabras quedaron ((728)) impresas en mi corazón. Ahora amo a Dios, practico su santa religión y vivo la paz, ya no temo al 
diablo. Pero fue él, el feo monstruo, quien me habló, 
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quien hizo que me convirtiera, quien puso de nuevo en mí la imagen de Dios, que había olvidado y perdido». 

Se cumplía el axioma filosófico e histórico de Novalis 1 que donde no está Dios, reinan los espectros. Con el crecimiento de la impiedad 
y del vicio, crecía también la audacia del espíritu maligno, ansioso de recuperar el imperio que ejercía durante los siglos del paganismo; y 
Dios permitía que extendiese sus horrendas manifestaciones y vejámenes aún fuera del lugar de las evocaciones espiritistas. El teólogo 
Tomás Chiuso, en su apreciada obra La Iglesia en el Piamonte, de 1797 hasta nuestros días, da pruebas incontestables de comunicaciones 
diabólicas, sucedidas en Turín y en otras partes durante aquellos años 2. El mismo don Bosco se encontró varias veces frente a estas 
comunicaciones y obsesiones y venció a los espíritus malignos con armas espirituales. Exponemos a continuación sólo dos hechos; los 
demás, a su tiempo. 

El teólogo Ascanio Savio escribió a su hermano Angel, que moraba en el Oratorio, la siguiente carta para que don Bosco estuviese al 
corriente de lo que sucedía en su pueblo y pidiéndole consejos y oraciones. 

Queridísimo Angel: 

Te comunico el suceso de las piedras, del que tanto se ha hablado. El día 10 de este mes, al anochecer, encontrábanse en la cuadra 3 de 
mi madrina, la tía enferma en cama y la buena Angelina ((729)) que la asiste, cuando de repente sienten un ruido... tan, tan... contra la 
puerta de la habitación por la parte de fuera. Angelina abre y no ve a nadie. Tan, tan..., otra vez abre: observa más atentamente, pero, como 
antes, no hay nadie. Tan, tan..., por tercera vez. Angelina estaba intrigada y decía: «íEstos bribones de muchachos ponen a prueba la 
paciencia!». Salió con intención de amenazarlos, pero ni les vio ni les oyó. «Bueno, sea lo que fuere», dijo para sí; volvió a la habitación y 
quiso quedar tranquila. Pero mientras tanto oyó que caían piedras en la era, que golpeaban la ventana de la habitación, que entraban en ella 
aunque estaba bien cerrada la puerta de modo 

1 Novalis (Seudónimo de Federico Leopoldo Von Hardenberg, 1772-1801 ). Poeta y dramaturgo alemán. Fue quizás el más característico 
de los románticos alemanes, que ejerció gran influencia en los modernos neorrealismos. (N. del T.). 

2 Vol. IV, cap. II. 

3 La gente de las alquerías dormía en la cuadra de los animales, para defenderse del frío. Pero, aparte: media cuadra era para los animales 
y otra media para las personas. Y el calor animal para todos... (N. del T.). 
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que no podían pasar; que rodaban por sí mismas sobre el pavimento de la habitación. Los hombres, que acudieron a contemplar el caso, 
estaban asombrados. La tempestad se repitió durante cinco días, jueves, viernes, sábado, domingo y lunes. 

Caían piedras pequeñas como el dedo pulgar y otras gruesas que llegaban a pesar tres libras y ocho onzas; caían trozos de madera 
desgajada recientemente, tierra procedente de hoyos vecinos, trozos de tejas embarradas, un ramo de olivo envuelto en paja, un sarmiento 
de más de un palmo de largo. En total cayeron casi cuarenta kilos de material. La granizada venía de arriba abajo, de abajo arriba, en todas 
direcciones: daba contra la puerta, contra las paredes, sobre el tejado, contra el papel de las ventanas, que naturalmente debía quedar 
totalmente roto, y sin embargo no se veía en él ni una rendija; golpeaba las espaldas de los pobres cristianos, el estómago, las rodillas, la 
nuca, el sombrero, los carrillos, la barbilla, la mano, mas ni los pedazos más gordos hacían ningún mal; caían en la jofaina, en el cubo con 
gran ruido; ibas a ver si se habían roto y no encontrabas la menor señal de haber sido tocados. 

((730)) Una de las piedras cayó cubierta de un asqueroso salivazo, algunas estaban secas, otras mojadas por la lluvia; yo las tuve en mi 
mano, me dieron en el sombrero, en el estómago y en la rodilla izquierda y vi granizar durante casi una hora y media. Antes y después de 
mí, acudió mucha gente de la aldea, y vinieron de Castelnuovo, de Bardella, de Buttigliera, de Mondonio, etc., y lo vieron todos, viejos, 
jóvenes, hombres en sus cabales y hasta los más incrédulos. Nadie ha sabido explicarse la causa. Hay quien dice que se trata de alguna 
alma del purgatorio, hay quien cree que es cosa del diablo y hay quien, contra toda apariencia y contra el buen sentir de todos, se obstina en 
afirmar que se trata de un juego preparado. Pero la conclusión es ésta: primero, el hecho es certísimo, atestiguado por centenares de 
personas. Segundo, la causa del hecho no sabe explicarla nadie. Esta es, querido Angel, la historia de las piedras. En Turín hay personas 
doctas; diles que te lo expliquen y pregúntales si esto es naturalmente posible, por cuanto las piedras no podían entrar ni por encima, ni por 
las paredes, ni por la puerta, ni por la ventana, y que además el ruido era inocuo, de modo que sus golpes parecían una caricia que casi 
invitaba a reír... 

Castelnuovo de Asti, 18 de enero de 1867 

Tu afectísimo hermano
ASCANIO


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El profesor don Juan Turchi nos contaba también: 

«En un caserío de Bra (no recordamos el año) sucedió en casa de unos agricultores, que viven todavía casi todos, que en el invierno, 
mientras estaban durmiendo en la cuadra, despertóse una noche una hija ya mayor y comenzó a alborotar diciendo que veía una luz sobre la 
cabeza y los cuernos de un buey y que la luz se movía y caminaba hacia la puerta. Le dijeron todos que soñaba y que se tranquilizase. Pero 
la cosa siguió durante varias ((731)) otras noches. Después, empezaron a ver aquella luz durante la noche todos los de la familia con tal 
miedo que, hasta los hijos mayores, fuertes y animosos, se espantaron. Durante el día se hacían los valientes, pero de noche, en cuanto 
aparecía la extraña luz perdían su valor, tanto que la familia desmejoraba a ojos vistas. Rezaban y hacían rezar, y hasta me parece que 
encargaban misas, pero sin éxito. Aquello duraba ya meses, cuando uno aconsejó que recurrieran a don Bosco. Lo hicieron. Don Bosco, 
después de oírles todo, dijo: -Mañana no podré, pero pasado mañana a tal hora (y se la indicó) celebraré la santa misa por todos vosotros y 
espero que quedaréis libres de esas manifestaciones; id también vosotros pasado mañana a oír la misa en Bra a la hora en que yo la 
celebraré. Así lo hicieron, y desde entonces aquella familia no tuvo que sufrir más comunicaciones de este género. En Bra, y 
particularmente en aquel caserío, el caso es notorio. Todo esto me lo contó hace pocos años el piadoso, virtuoso, celoso y culto sacerdote 
señor Gazzani». 

Disturbios semejantes, y aún peores, se reprodujeron durante aquellos años en muchos otros lugares, y en vano intentó averiguar su causa 
la autoridad judicial. Las prácticas espiritistas seguían dando pábulo al orgullo y al odio de Satanás contra Dios y la humanidad. Periódicos 
y anuarios sobre el Espiritismo publicados por una sociedad turinesa, narraban hechos asombrosos y exponían perversas doctrinas. Estas 
hojas eran leídas ávidamente por muchos. Entonces don Bosco, para infundir horror entre el pueblo contra las prácticas espiritistas y el 
demonio, que era su causante, rogó con premurosas instancias a fray Carlos Felipe de Poirino, sacerdote capuchino, que escribiera un 
opúsculo que él imprimiría por su cuenta. El docto religioso aceptó el encargo y escribió un librito, en el que, con testimonios del Antiguo 
y del Nuevo Testamento y de la historia, probaba la existencia de los ((732)) ángeles rebeldes, su eterno castigo, su morada en este mundo, 
su formidable poder, limitado por Dios, sobre las cosas externas; demostraba que las tentaciones y obsesiones diabólicas son permitidas 
por el Señor para purificación 
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de los buenos y castigo o conversión de los malos; presentaba el imperio de la Iglesia sobre ellas con los exorcismos, la posible existencia 
del trato y amistad del hombre impío con el demonio, la realidad del hecho, castigado por la Iglesia con muy severas penas; y finalmente 
recordaba que el magnetismo, salvo el puramente mineral o animal, como ya lo definió la Sagrada Congregación de la Santa Inquisición, 
juntamente con los fenómenos de las mesas giratorias y parlantes, eran una magia diabólica, por cuanto producían efectos 
desproporcionados a la causa. Pero declaraba el autor que la impostura o la ignorancia de causas físicas podía crear en muchísimos casos 
falsos juicios; que Dios misericordioso no es fácil en permitir, en los países donde reina la fe católica, que el demonio se extralimite con 
perjuicio de los fieles o en favor de la superstición. Sugería además los medios y las armas para rechazar y huir de los espíritus malignos. 
Añadía un capítulo sobre los tristes efectos de las maldiciones, imprecaciones y blasfemias. 

Este libro apareció publicado en 1862 con el título de: El poder de las tinieblas, es decir, observaciones dogmático-morales sobre los 
espíritus maléficos, seguidas de la relación de una comunicación diabólica sucedida en el año 1858 en Val de la Torre. Es éste un pueblo 
de la montaña de la archidiócesis de Turín, en la Vicaría de Pianezza, donde la aparición de María Santísima liberó a una desdichada 
muchacha. 

Don Bosco publicó este libro, que tuvo una rápida venta, en las Lecturas Católicas, con más de 15.000 ejemplares. Agotada la primera 
edición, le llegaban de todas partes peticiones para una segunda, prueba del gran bien que había producido aquel trabajo. Y don Bosco 
volvía a editar en 1863 ((733)) otros 20.000 ejemplares que alcanzaron tal éxito que no queda ni uno solo de muestra. 

No satisfecho con esto, al ver a tantos ilusos, particularmente entre el pueblo, que seguían las extravagancias del magnetismo, encargó a 
un compañero de escuela y gran amigo suyo, doctor en medicina y cirugía, el turinés Gribaudo, que escribiera otro opúsculo titulado: El 
magnetismo animal y el espiritismo, dándole él mismo el primer esbozo y corrigiendo las pruebas. Salió a la luz el año 1865 en la 
colección de Lecturas Católicas. El doctor Gribaudo se apoyaba en la divina prohibición hecha al pueblo hebreo bajo la amenaza de 
exterminio: «No ha de haber en ti nadie que practique adivinación, astrología, hechicería o magia... ni evocador de muertos 1. 

1 Deuter, XVIII, 10. 
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»Eso es el espiritismo. Y Dios repitió sus amenazas por boca de Oseas, porque «mi pueblo consulta a su madero y su palo le adoctrina2». 
He ahí las mesas rotatorias y los caballetes que golpean y escriben. Probaba a continuación con la historia cómo todo el mundo pagano 
antiguo y moderno, y también ciertas épocas del mundo cristiano, han testimoniado la acción malvada, hipócrita, cruel, disimulada de mil 
maneras y ocasiones por un espíritu inteligente que no podía ser otro más que el demonio. Excluido, pues, de estos fenómenos, el elemento 
natural físico, fisiológico, sicológico y científico, cuyas leyes siempre conoció más o menos claramente la ciencia médica y naturalmente 
las admitió; dejando de lado toda charlatanería y magnetizadores embaucadores de las bolsas, concluía que el elemento sobrenatural 
((734)) en el espiritismo magnético era la nota dominante. Por esto, aludiendo a muchos hechos maravillosos, no conciliables con las leyes 
de la naturaleza, narrados por personajes autorizados y por los mismos magnetizadores, demuestra hasta la evidencia que ha habido 
necesariamente la intervención del demonio, y que, en esas condiciones, el sonambulismo es una obsesión temporal, pues tiene todas las 
contraseñas con las que la santa Iglesia caracteriza a los obsesos. 

Y esto es suficiente. Don Bosco imprimió varios millares más de ejemplares y los difundió por doquier, puesto que aquella impiedad 
como sierpe seductora, seguía abriéndose camino entre las familias, con gravísimo daño moral y material para los individuos, las familias y 
la sociedad. También el teólogo Marengo, su amigo, publicaba en el 1865, para las personas cultas, el Espiritismo desenmascarado de hoy, 
presentándolo como impío, insinuador y propagador del panteísmo y del materialismo y, por consiguiente, moral y físicamente maléfico, 
obra diabólica y emanación del infierno. 

»Se podía hacer más? Solamente rogar: ab insidiis diaboli libera nos, Domine (líbranos, Señor, de las asechanzas del demonio). 

2 Oseas, IV, 12. 
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((735)
)


APENDICE 

PRIMER PLAN DE REGLAMETO 

PARA LA CASA ANEJA AL ORATORIO DE SAN FRANCISO
DE SALES 
1


PRIMERA PARTE 

Fin de esta Casa 

Entre los jóvenes que asisten a los Oratorios de la ciudad, no pocos se encuentran en tal situación que se hace inútil todo medio moral sin 
alguna ayuda material. Algunos, ya avanzados en años, huérfanos o carentes de asistencia, porque los padres no pueden o no quieren 
cuidarse de ellos, sin profesión y sin instrucción, están expuestos a los peligros de un triste porvenir a no ser que encuentren quien los 
acoja, los encamine al trabajo, al orden y a la religión. La Casa aneja al Oratorio de San Francisco de Sales tiene por fin socorrer a los 
jóvenes en tal condición. Pero, como no es posible recibir a todos los que se encuentran en tan grave necesidad, es preciso establecer 
algunas normas que sirven para limitar la admisión de aquéllos, cuyas circunstancias aconsejan que se les prefiera, normas que incumben a 
cada superior de la Casa juntamente con algunas reglas disciplinares para la buena marcha espiritual y temporal de la misma. 

1 Véase el capítulo XLVI. 
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((736)) 

CAPITULO I 

La admisión 

Para admitir a un joven, deberá reunir las siguientes condiciones: 

1. Tener doce años cumplidos y no sobrepasar los dieciocho. La experiencia enseña que ordinariamente la juventud, antes de los doce 
años, no es capaz de realizar ningún gran bien, ni tampoco ningún gran mal, y que, pasados los dieciocho, resulta bastante difícil cambiar 
las costumbres adquiridas para uniformarse a un nuevo reglamento de vida. 
2. Ser huérfano de padre y madre y totalmente pobre y abandonado. Si tiene hermanos o tíos que puedan cuidarse de su educación, está 
fuera del fin de nuestra Casa. 
3. No tener ninguna enfermedad repugnante, o contagiosa, como son la sarna, la tiña, la escrófula y otras semejantes. 
4. Que frecuente alguno de los Oratorios de la ciudad, porque esta Casa está destinada a ayudar a los hijos de los Oratorios, y la 
experiencia ha dado a conocer que es de la máxima importancia conocer algo de la índole de los jovencitos, antes de aceptarlos. 
5. Todos, al entrar, deberán presentar un certificado del propio párroco sobre la edad y su estado de salud; de vacunación o de haber 
pasado la viruela, y de estar libre de enfermedades repugnantes o contagiosas, y de deformidades que le inutilicen para el trabajo. La falta 
del certificado de salud, puede ser suplida por la visita del médico. 
6. Si el solicitante es propietario de algo, lo llevará a la Casa y se empleará en su favor, porque no es conveniente que viva de la caridad e 
que no se encuentra en absoluta necesidad. Las personas a las que todos deberán estar sujetos y que son consideradas, en sus respectivas 
incumbencias, como superiores de la Casa son: 1. El director; 2. El prefecto; 3. El catequista; 4. El asistente; 5. El protector; 6. El jefe de 
dormitorio; 7. Las personas de servicio. 
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CAPITULO II 

El director 

1. El director es el jefe del establecimiento; a él corresponde la admisión, la expulsión de los jóvenes y es el responsable de cada uno de 
los empleados y de la moralidad de los hijos de la Casa. 
2. Sin permiso del director no se puede organizar ninguna novedad en cuanto al personal, en cuanto a las cosas y en cuanto al reglamento 
de la Casa. 
((737)) 
CAPITULO III 

El prefecto 

1. El prefecto, o sea, el ecónomo, hace las veces del director en su ausencia. De poder ser, este cargo se confiará al prefecto del Oratorio 
festivo. 
2. A él está confiada toda la administración de la casa; regula los talleres, atiende los contratos, lleva cuenta exacta de entradas y salidas, 
provee de todo lo necesario para la comida, vestido y combustible. 
3. Lleva el libro mayor, en el cual registra nombre y apellidos de los jóvenes y las necesidades particulares de los postulantes, anota 
especialmente si se encuentran en grave peligro de inmoralidad. Anota también si el individuo, directa o indirectamente, puede pagar o 
aportar algo en favor del establecimiento. 
4. Tomará nota del día y de los detalles particulares con que es recibido cada alumno, por ejemplo: si consignó algún dinero, ropa de 
cama, vestuario, si fue recibido para un tiempo determinado, o bien para un tiempo ilimitado. 
5. Se cuidará de que el catequista haga conocer al recién llegado cuáles son sus deberes y cuál es el reglamento de la Casa, y le señalará 
un puesto en la iglesia, en el comedor y en el dormitorio. Al hacerlo cuidará de que estén próximos en la iglesia y en el comedor, los de una 
misma edad y por cuanto sea posible, colocarlos en el mismo dormitorio. 
6. Lleva un registro de las ganancias y de las condiciones con las que cada hijo fue colocado en su correspondiente patrón, si por días 
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o por semanas y arreglará las cuentas que corresponden a cada uno. Al presente se acostumbra depositar en caja, a favor de cada hijo, lo 
que pasa de dieciséis sueldos diarios. A los que todavía no ganan esa suma, se les entregará la mitad de la ganancia de un día por semana. 
7. Cuando un hijo cese de pertenecer a la Casa, anotará el día y el motivo por el que salió. 
8. Se le ruega que vigile para que todos los demás empleados cumplan su deber y debe estar en condiciones de poder dar cuenta en 
cualquier momento sobre la conducta de hijos y empleados. 
9. A él corresponde regular la escuela nocturna, lo mismo la de música que la elemental. 
10. También le corresponderá proveer a las necesidades de la sacristía, regular las incumbencias de los sacristanes y enseñar las 
ceremonias a los clérigos de la Casa. Todo lo cual, de no poder cumplirlo por sí mismo, puede confiar las varias incumbencias a aquéllos 
que sean capaces de ayudarle. 
((738)) 
CAPITULO IV 

El catequista 

1. El catequista, o sea el director espiritual, tiene a su cargo vigilar y atender las necesidades espirituales de los jóvenes de la Casa; 
debe ser sacerdote o al menos debe haber empezado la carrera eclesiástica, y de una conducta ejemplar e intachable ante todos los hijos del 
Oratorio. 
2. Apenas sea admitido un joven, él le instruirá en cuanto a las reglas de la Casa, y con suaves y caritativas maneras averiguará la 
instrucción religiosa que necesite y se dará la máxima prisa para instruirle. 
3. Preocúpese de que todos aprendan, al menos, el catecismo breve de la diócesis, y a tal fin señalará cada semana una lección que hará 
recitar cada domingo por la mañana antes de comer. Llevará cuenta de los que ya han recibido la primera comunión y de los que han 
recibido el sacramento de la confirmación, anotando los que tienen mayor necesidad de instrucción para recibir dignamente este 
sacramento. 
4. Si alguno se quedase sin trabajo, o por cualquier motivo debiera permanecer desocupado, señálele algún trabajo material, o 
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bien estudiar, leer, escribir o cosas semejantes, pero no le deje nunca desocupado. 

5. Anote las pequeñas faltas de los jóvenes para estar en condición de corregirles oportunamente y de dar al fin de cada mes la 
calificación sobre la conducta moral de cada individuo. 
6. Vigile para que asistan con tiempo a las sagradas funciones, a las oraciones de la mañana y de la noche, y cuide de impedir todo lo que 
pueda estorbar los ejercicios de piedad cristiana. Por la noche, después de las oraciones, visitará los dormitorios para hacer guardar silencio 
y ver si falta alguno. Si esto sucediere, dará los oportunos avisos y, si fuere necesario, hará sabedor al director. 
7. Procure que los jefes de los dormitorios se encuentren a su tiempo en ellos. Observará atentamente quién falta a las sagradas funciones 
en los días festivos y aún entre semana; se hará ayudar para ello de los decuriones. 
8. Si alguno cayere enfermo, procure que no le falte nada en lo espiritual ni en lo material, pero se cuidará muy mucho de prescribir 
algún remedio, sin orden del médico. 
9. Mantendrá estrecha relación con el prefecto para conocer la conducta de los jóvenes con sus respectivos patronos, para prevenir 
cualquier desorden y proveer a su debido tiempo de trabajo a quien quedare desocupado, o un patrono donde colocarlo. 
((739)) 
CAPITULO V 

El asistente 

1. El asistente está encargado de todo lo que corresponde a la limpieza en la persona, en los vestidos y en las habitaciones, bajo la 
autoridad del prefecto. 
2. Al menos una vez a la semana, revisará para asegurarse de la limpieza de la cabeza, cuidando de que ninguno tenga la cabellera 
demasiado larga, porque ello influye mucho para criar piojos. 
3. El sábado por la noche colocará una camisa limpia sobre cada cama y el domingo por la mañana pasará a recoger las sucias. 
4. Lo mismo hará con las toallas cada quince días y con las sábanas una vez al mes. 
5. Tendrá mucho cuidado para que las prendas estén marcadas con una señal para que, a la hora del lavado, no se confundan las de 
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unos con las de otros. Antes de comprar o dar ropas o camisas a alguno, se cerciorará de la necesidad y después hará sabedor de ello al 
prefecto para su provisión. 

6. Se cuidará de que los dormitorios y todas las demás partes de la casa sean barridas cada día a su tiempo y que las camas estén bien 
hechas y ordenadas. Vigilará que las puertas, las cristaleras, las ventanas, las llaves y las cerraduras no estén estropeadas. Cuando algo esté 
estropeado, cuidará de hacerlo arreglar lo antes posible y del modo más ecomómico. 
7. Elegirá por turno cada semana a dos jóvenes de los que trabajan en Casa y les encargará de barrerla y de limpiarla bien. Pero cuando 
suceda que alguno quede desocupado de su propio deber ordinario, incumbe a éste inmediatamente el cuidado de la limpieza. 
8. Reparta el pan al desayuno, asista a la mesa y cuide para que ninguna clase de alimento pueda deteriorarse. Avise constantemente que 
el que no quiera comer algo, lo deje sobre la mesa. Quien estropease voluntariamente el pan o lo tirase, la menestra o la carne, se le 
advierta por una sola vez; si recae, sea inmediatamente expulsado de la Casa. 
9. Se ruega encarecidamente al asistente que vigile los talleres, a fin de que todos acudan a su propio trabajo, no armen alboroto y lleguen 
a tiempo. 
((740)) 
CAPITULO VI 

Los protectores 

1. El protector es un bienhechor que asume el importantísimo cargo de buscar a los hijos de Casa un patrono, de vigilar para que no haya 
patronos con los cuales, por culpa de ellos o de cualquier compañero, pueda encontrar peligro para su eterna salvación. 
2. Cuidará el protector de anotar nombre, apellido y dirección de los patronos que necesitan aprendices o artesanos para cubrir su 
necesidad con los hijos de la Casa que necesitan aprender una profesión o que se encuentran sin trabajo. 
3. El protector es un padre que trabaja para atender y corregir a sus protegidos, animándoles siempre a ser diligentes y recomendando a 
sus respectivos patronos que empleen caridad y paciencia. 
4. En los contratos con los patronos téngase como primera la 
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condición de que éstos sean católicos y que dejen al alumno en completa libertad los días festivos. 

5. Si advierte que algún alumno se encuentra en un lugar peligroso, atiéndalo para que no caiga en desórdenes, avise al patrono, si fuere 
conveniente, y, mientras tanto, sea solícito para buscar un puesto mejor a su protegido. 
6. Se mantendrá en perfecta relación con el prefecto y con el catequista para concertar y tomar las medidas que parezcan más ventajosas 
para los hijos de la Casa. 
7. Al menos cada quince días visitará a cada uno de los patronos de los hijos para informarse de la diligencia, del aprovechamiento y 
conducta de su protegido. 
CAPITULO VII 

Los jefes de dormitorio 

1. En toda habitación, dormitorio y taller, hay un jefe y su suplente, los cuales están obligados a rendir cuentas de cuanto se hace y dice 
en aquella habitación, dormitorio o taller. 
2. Debe ir en cabeza de todos por su buen ejemplo y mostrarse en todo justo, exacto, lleno de amor y temor de Dios. 
3. Debe corregir de cualquier defecto a los compañeros, pero sin aplicar ningún castigo; si es del caso, dará cuenta ((741)) al prefecto o a 
director. Por la noche, antes de acostarse, visite el propio dormitorio y, si advierte que falta alguno, avise al señor prefecto o catequista. 
4. Insista en la observancia del silencio a la hora señalada. Por la mañana, al oírse la señal para levantarse, sea puntual y hasta que no 
hayan salido todos los demás, no salga él de la habitación, que cerrará, y cuya llave colocará en el lugar señalado. Si alguno estuviere 
enfermo, avisará al catequista. Vigile con toda atención para impedir cualquier clase de malas conversaciones, palabras, gestos o signos y 
cualquier broma contraria a la virtud de la modestia. San Pablo quiere que estas cosas ni se nombren entre cristianos. Impudicitia ne 
quidem nominetur in vobis (ni siquiera se nombre lo impúdico entre vosotros). Si llega a descubrir alguna de estas faltas, está gravemente 
obligado a avisar de ello al director. 
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CAPITULO VIII 

El personal de servicio 

1. Tres son las personas de servicio: el cocinero, el camarero y el portero, los cuales deben ayudarse recíprocamente en todo lo que es 
compatible con sus respectivas ocupaciones. 
2. Se ruega encarecidamente al personal de servicio no asumir encargos ajenos a los propios deberes y tampoco comprometerse a cumplir 
encargos o contratos que no tengan que ver con los intereses de la casa. Si se presentase un asunto de su interés particular, hablen de ello 
con el prefecto. 
3. Sean fieles también en las cosas pequeñas; íay de aquel empleado que empieza a hacer pequeños hurtos en compras, ventas y 
ocasiones semejantes!; sin que él se dé cuenta de ello se convertirá en un ladrón. 
4. Sobriedad en la comida y sobre todo en la bebida: el que no sabe gobernar su propia gula es un empleado inútil. 
5. No contraiga ninguna familiaridad con los alumnos: respeto y caridad con todos en lo que toca a sus deberes, sin tener con ellos 
confianza o amistad particular. 
6. Reciban, al menos una vez al mes, con devoción los santos sacramentos de la confesión y comunión, y háganlo en la iglesia del 
Oratorio, para que los demás hijos de la Casa conozcan su cristiana conducta. He aquí además los deberes que corresponden directamente a 
cada una de las personas de servicio. 
((742)) 

Art. 1.º -El cocinero 

1. El cocinero debe procurar que la comida sea sana, económica y que esté preparada para la hora establecida: todo retardo, por pequeño 
que sea, molesta a la comunidad. 
2. Incumbe al cocinero mantener limpia la cocina y tener muchísimo cuidado en la limpieza, haciéndola de tal manera que no se estropee 
ningún alimento. 
3. Cualquier porción de alimento, fruta, manjar o bebida sobrante en la mesa, guárdese con cuidado y no se disponga de ella de ningún 
modo sin consentimiento del Superior. 
4. Debe prohibir rigurosamente la entrada en la cocina a todo 
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hijo de la Casa; tampoco debe permitir que ninguna persona ajena se entretenga allí, salvo permiso especial del Superior. Si alguien 
preguntara al cocinero por cualquier persona de la Casa, sea bondadosamente enviado al locutorio o al portero. 

5. Terminados los trabajos de la cocina, ayudará al camarero para preparar las luces y realizar otros trabajos de la Casa; pero no esté 
nunca ocioso. 
6. La más hermosa cualidad de un cocinero es que esté ajeno al vicio de la gula. 
Art. 2.º -El camarero 

1. El camarero, por la noche, irá media hora antes que los demás a acostarse y por la mañana se levantará media hora antes. Diez minutos 
antes de que se dé la señal para levantarse, despertará al portero, para que vaya a encender la luz en todos los dormitorios. Después de la 
señal para levantarse, irá a tocar al ángelus y a dar la señal para la santa misa. 
2. Corresponde al camarero preparar las habitaciones de los superiores, servir a la mesa, ayudar al cocinero para mantener limpia la 
cocina, fregar los platos y cazuelas y ponerlas en su lugar. 
3. Durante el día, si le quedare tiempo libre, estará a las órdenes del Prefecto. 
((743)) 

Art. 3.º -El portero 

1. La primera obligación del portero es la de estar siempre en la portería y recibir cortésmente a quien se presentare. Cuando deba salir de 
ella para cumplir con sus deberes religiosos, para ir a comer o por cualquier otro motivo, se hará suplir por una persona señalada por el 
Director. 
2. No introducirá en Casa nunca a nadie, sin conocimiento de los superiores, dirigiendo al Prefecto a los que se presenten por asuntos 
económicos o para tratar cosas referentes a los alumnos de la Casa; y al Director a los que le busquen directamente a él. 
3. No permitirá a ningún joven de la Casa salir sin estar provisto del oportuno permiso, salvo las excepciones recibidas del Superior en 
nota que deberá guardar secreta, anotando la hora de salida y de vuelta. 
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4. Toda carta o paquete dirigido a un joven de la Casa se presentará al Prefecto antes de llevarlo a su destino. 
5. Por la noche se cuidará de cerrar todos los postigos y puertas de la casa que dan al exterior. Un cuarto de hora después de las 
oraciones, dará un toque de campana y luego irá a apagar las lámparas de todos los dormitorios. 
6. Por la mañana, después de tocar para levantarse irá de nuevo a los dormitorios para encender las lámparas, despertando al jefe de 
dormitorio si fuese menester. 
7. También corresponde al portero dar las señales horarias y recibir todas las lámparas que se le lleven, tenerlas limpias y preparadas para 
el servicio de toda la casa y suministrarlas de acuerdo con la necesidad. 
8. Le está prohibido comprar o vender comestibles, guardar dinero y otras cosas para complacer a los jóvenes y a sus parientes. 
9. Cuídese de que haya paz, y estudie la forma para impedir todo 
desorden en el patio y en la Casa; prohíba todo griterío a la hora de las sagradas funciones, de escuela, de estudio y de trabajo. 
10. Guarde las llaves de los dormitorios, clases y otras que se le encomienden y no las entregue nada más que al encargado del servicio 
para el que son necesarias. 
11. El tiempo normalmente libre para hablar con los jóvenes de la Casa es todos los días, desde la una hasta las dos, después de comer. A 
otras horas está prohibido admitir gente para hablar con ellos, ya sean estudiantes, ya sean artesanos. Las mujeres deberán esperar en el 
locutorio a los jóvenes por quienes preguntan. 
12. Procure estar constantemente ocupado, ya sea con trabajos propios, ya sea con otros que le serán confiados y anote en un cuaderno 
((744)) todos los encargos; pero, lo mismo al recibirlos que al cumplirlos, use siempre palabras suaves, afables, recordando que la 
mansedumbre y la afabilidad son las virtudes características de un buen portero. N. B. El tiempo ordinario del Director para recibir 
audiencias es de las nueve a las once de la mañana, durante los días laborables. 
El tiempo más a propósito para tratar asuntos de administración, de clase y de economía doméstica con el Prefecto, o con quien haga sus 
veces, es también en los días laborables, de las nueve a las doce de la mañana y de las dos a las cinco de la tarde. 
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CAPITULO IX
Los maestros de taller


1. Los maestros de taller son los que enseñan a los jóvenes que aprenden cualquier oficio en los talleres de la casa. Su primer deber es la 
puntualidad para encontrarse al tiempo debido en ellos. 
2. Sean cuidadosos en todo lo que mira al bien de la Casa; y recuerden 
que su deber principal es el de enseñar a sus aprendices y hacer de modo que no les falte el trabajo. Observen, por cuanto es posible, 
silencio durante el trabajo y que no se cante fuera del tiempo de recreo. No se permitirá a los muchachos salir a hacer recados. Si fuere del 
caso, se pedirá el oportuno permiso al Prefecto. 
3. No deberán hacer contratos con los muchachos de la Casa ni comprometerse por cuenta propia a ningún trabajo de su profesión; lleven 
registro exacto de todos los trabajos que se efectúan en el propio taller. 
Cada semana darán relación detallada al Ecónomo de los gastos y de las entradas del trabajo de cada taller. 

4. Están rigurosamente obligados a impedir el ocio y toda clase de malas conversaciones, y si conocen a alguno dado a tales vicios, 
deberán inmediatamente avisar al Superior. 
5. Todo maestro y todo alumno esté en su propio taller y no vaya en ningún caso al de los otros sin absoluta necesidad. 
6. Está prohibido hacer meriendas, beber vino en los talleres, en los que se debe estar para trabajar y no para divertirse. 
7. El trabajo empezará con el ofrecimiento a Dios y el avemaría y se terminará con la acción de gracias y el avemaría. A mediodía y a la 
tarde se recitará el angelus antes de salir del taller. 
8. Los aprendices deben ser dóciles y obedientes a sus maestros, como a sus superiores, poniendo gran atención y diligencia en ((745)) 
cumplir sus deberes y aprender lo que les enseñan. 
9. Estos artículos se leerán en voz alta por el Jefe o por quien haga sus veces, cada quince días, y se tendrá siempre copia de los mismos 
en el taller. 
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APENDICE PARA LOS ESTUDIANTES 

La admisión 

1. Entre los jóvenes aceptados gratuitamente se encuentran algunos que manifiestan aptitud para el estudio o para una profesión liberal. 
La Casa del Oratorio se ingenia para ayudar, lo mismo a los que puedan pagar toda la pensión o parte de la misma, como a los que sean 
totalmente pobres. 
2. Los estudiantes deben uniformarse en todo al reglamento de la Casa, y proponerse ser de buen ejemplo para los artesanos, 
especialmente en las prácticas religiosas y en el ejercicio de la caridad. 
3. Ninguno será admitido para estudiar: 1.º) Si no tiene especial aptitud para el estudio y no ha ocupado los primeros puestos en las 
clases pasadas. 2.º) Si no tiene un certificado de excelente piedad. Estas dos condiciones deberán ser comprobadas por una buena conducta 
durante algún tiempo en la casa del Oratorio. 3.º) Ninguno será aceptado para estudiar latín si no desea abrazar el estado eclesiástico, pero 
dejándole en libertad de seguir su vocación al terminar los cursos de latinidad. 
4. Los estudiantes estarán obligados a prestar cualquier servicio que sea menester en la Casa, como por ejemplo, hacer recados, barrer, 
acarrear agua o leña, servir a la mesa, dar catecismo o cosas parecidas. 
CAPITULO I 

Conducta religiosa de los estudiantes 

1. Todo estudiante debe presentarse como un modelo de virtud ante todos los hijos de la Casa, lo mismo en el cumplimiemto de sus 
deberes que en la piedad. Sería deshonroso para un estudiante, ocupado constantemente en cosas del espíritu, llevar una conducta inferior a 
la de un artesano, ocupado todo el día en sus pesados trabajos. 
((746)) 2. El segundo jueves de cada mes harán todos juntos el ejercicio de la buena muerte, preparandose unos días antes con alguna 
práctica de piedad cristiana. 

3. Así como a todos les está recomendado el tener un confesor fijo, a los estudiantes se les marcará un confesor, que cada uno cuidará 
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de no cambiar sin comunicarlo al Superior; y esto para cerciorarse de que el alumno se acerca a los santos sacramentos, y también para que 
sea regularmente dirigido por el mismo Director; ya que necesitan mayor cultura espiritual los que se entregan al estudio, en el que todo es 
trabajo de espíritu. Pero aún es más necesario tener un mismo confesor, para que, al acabarse los cursos de latín, se encuentre él en 
situación de juzgar con fundamento sobre la propia vocación. 

4. Tenga cada uno plena confianza con el confesor y manifiéstele regularmente todo su interior y siga sus consejos: esto es de la máxima 
importancia, porque obrando de este modo el confesor podrá darle los avisos más adaptados al bien de su alma. 
CAPITULO II 

El estudio 

1. El horario del estudio varía de acuerdo con el horario de las escuelas, pero todos deben uniformarse a él. 
2. En el estudio habrá un asistente, el cual es el responsable de la conducta que cada uno observa en él, tanto en la diligencia como en la 
aplicación que pone. En cada banco de estudio hay un decurión para ayudar al asistente. 
3. Cada sábado se celebrará una reunión para los estudiantes, en la cual el asistente dará su parecer sobre la buena o mala conducta de 
cada uno y propondrá lo que mejor pueda contribuir al progreso en el estudio y la piedad. 
4. El que no sea asiduo en el estudio, o estorbe, será avisado; si no se enmienda, será destinado enseguida a otros quehaceres. El tiempo 
es precioso, por eso se deben quitar todos los obstáculos que pueden impedir aprovecharlo bien. 
5. Para ayudar al exacto aprovechamiento del mismo, y para que haya en la Casa un lugar, donde todos puedan tranquilamente leer o 
escribir según su necesidad sin ser estorbados, se deberá observar por todos y en todo tiempo, riguroso silencio en el estudio. 
6. Quien no tenga temor de Dios, abandone los estudios, porque trabaja en vano. La ciencia no entra en una alma malévola, ni habita en 
un ((747)) cuerpo esclavo del pecado. In malevolam animam non introibit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis (en alma 
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perversa no entra la sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado), dice el Señor (Sap. I, 4). 

7. La virtud que de un modo particular se aconseja a los estudiantes es la humildad. Un estudiante soberbio es un estúpido ignorante. El 
principio de la sabiduría es el temor de Dios: Initium sapientiae timor Domini, dice el Espíritu Santo. El principio de todo pecado es la 
soberbia: Initium omnis peccati superbia scribitur, dice San Agustín. 
SEGUNDA PARTE 

Disciplina de la Casa 

CAPITULO I 

La piedad 

1. Acordaos, jóvenes, de que hemos sido creados para amar y servir a Dios nuestro creador, y que de nada nos aprovecharían todas las 
riquezas del mundo sin el temor de Dios. De este santo temor depende todo nuestro bien temporal y eterno. 
2. A mantenerse en el temor de Dios y a asegurarnos la salvación del alma contribuyen la oración, los santos sacramentos y la palabra de 
Dios. 
3. La oración sea frecuente y fervorosa, y nunca se haga de mala gana o molestando a los compañeros; es mejor no rezar que rezar mal. 
Lo primero que debéis hacer por la mañana al despertaros es la señal de la santa cruz y elevar el pensamiento a Dios con alguna oración 
jaculatoria. 
Elegíos un confesor fijo y descubridle todos los secretos de vuestro corazón cada quince días o al menos una vez al mes. San Felipe Neri, 
el gran amigo de la juventud, recomendaba a sus hijos confesarse cada ocho días y comulgar aún más a menudo de acuerdo con el 
confesor. 

5. Asistid devotamente a la santa misa y no os olvidéis que la iglesia es la casa de Dios y lugar de oración. 
6. Haced a menudo lectura espiritual y oíd con atención los sermones y demás instrucciones morales. No salgáis nunca de los sermones 
sin llevaros alguna máxima que practicar durante vuestras ocupaciones. 
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((748)) 7. Entregaos desde jóvenes a la virtud, porque el esperar a darse a Dios en edad avanzada es ponerse en gravísimo peligro de 
perderse eternamente. Las virtudes que más adornan a un joven cristiano son: la modestia, la humildad, la obediencia y la caridad. 

8. Tened una devoción especial al Santísimo Sacramento, a la Santísima Virgen, a San Francisco de Sales, a San Luis Gonzaga, que son 
los patronos especiales de esta Casa. 
9. No abracéis nunca una devoción nueva, si no es con permiso de vuestro confesor y recordad lo que decía San Felipe Neri a sus hijos: 
No os carguéis con demasiadas devociones, sino sed perseverantes en las que habéis abrazado. 
10. Tened gran respeto a los sagrados ministros de la Iglesia y a todas las cosas de nuestra santa religión: considerad enemigo vuestro a 
quien sostuviere malas conversaciones sobre el particular y huíd de él. 
CAPITULO II 

El trabajo 

1. El hombre, mis queridos hijos, ha nacido para trabajar. Adán fue puesto en el paraíso terrenal para que lo cultivase. El apóstol San 
Pablo dice: No merece comer quien no quiere trabajar: Si quis non vult operari, nec manducet (2 Ts. III, 10). 
2.Por trabajo se entiende el cumplimiento de los deberes del propio estado, ya sea de estudio, ya sea de un arte u oficio. 

3. Pero recordaos que mediante el trabajo podéis llegar a ser beneméritos de la sociedad, de la religión, y hacer el bien a vuestra propia 
alma, especialmente si ofrecéis a Dios vuestras ocupaciones diarias. 
4. Preferid siempre entre vuestras ocupaciones las que están mandadas por la obediencia, manteniendo el principio de no omitir ninguna 
obligación vuestra para emprender cosas no mandadas. 
5. Si sabéis alguna cosa, dad por ello gloria a Dios, que es el autor de todo bien; pero no os ensoberbezcáis, porque la soberbia es un 
gusano que roe y quita el mérito a todas vuestras obras buenas. 
6. Recordad que vuestra edad es la primavera de la vida. Quien no se acostumbra al trabajo en su juventud, generalmente será un 
holgazán hasta la vejez, con baldón para su patria y los familiares y 
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quizá con irreparable daño de la propia alma, porque el ocio lleva consigo todos los vicios. 

((749)) 7. Quien está obligado a trabajar y no trabaja, roba a Dios y a sus superiores. Los ociosos, al fin de la vida, experimentarán 
grandísimos remordimientos por el tiempo perdido. 

8. Comenzad siempre el trabajo, el estudio y la clase con el ofrecimiento y una avemaría; concluid con una acción de gracias. Rezad bien 
estas pequeñas oraciones para que el Señor se digne guiar vuestros trabajos y vuestros estudios y podáis lucrar las indulgencias concedidas 
por los Sumos Pontífices a quien cumple estas prácticas de piedad. 
9. Por la mañana, antes de empezar el trabajo, a mediodía y por la tarde, una vez acabadas vuestras ocupaciones, decid el ángelus, 
añadiéndole al atardecer un sufragio por las almas de los fieles difuntos; decidlo siempre de rodillas, excepto el sábado por la noche y el 
domingo, en que lo diréis de pie. El Alégrate, Reina del Cielo, se dice en tiempo pascual, de pie. 
CAPITULO III 

Comportamiento con los Superiores 

1. El fundamento de toda virtud en un joven es la obediencia a sus Superiores. Reconoced en su voluntad la de Dios, sometiéndoos a 
ellos sin oposición de ningún género. 
2. Persuadíos de que vuestros Superiores sienten vivamente la grave obligación que les apremia para promover del mejor modo vuestro 
progreso, y que no tienen más mira que vuestro bien cuando os avisan, os mandan y os corrigen. 
3. Honradles y amadles como a quienes ocupan el lugar de Dios y de vuestros padres, y pensad al obedecerles, que obedecéis al mismo 
Dios. 
4. Sea vuestra obediencia pronta, respetuosa y alegre a cualquier mandato y no hagáis observaciones para eximiros de lo que Dios os 
mande. Obedeced aunque la cosa mandada no sea de vuestro agrado. 
5. Abridles libremente vuestro corazón viendo en ellos a padres amorosos que desean ardientemente vuestra felicidad. 
6. Escuchad con reconocimiento sus correcciones y, si fuere necesario, 
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recibid con humildad el castigo de vuestras faltas, sin mostrar odio ni desprecio hacia ellos. 

7. Guardaos bien de ser de aquéllos que, mientras vuestros Superiores trabajan incansablemente por vosotros, censuran sus disposiciones 
esto sería una señal de la peor de las ingratitudes. 
((750)) 8. Cuando algún Superior os pregunte sobre la conducta de algún compañero vuestro, contestad diciendo las cosas tal como 
vosotros las conocéis, especialmente cuando se trata de prevenir y remediar algún mal. Callar en estas circunstancias acarrearía daño a 
aquel compañero, y podría ser ocasión de desórdenes para toda la Casa. 

CAPITULO IV 

Comportamiento con los compañeros 

1. Respetad y amad a vuestros compañeros como hermanos, y procurad edificaros los unos a los otros con el buen ejemplo. 
2. Amaos todos recíprocamente, como dice el Señor, pero guardaos del escándalo. Aquel que escandalizare con palabras, conversaciones 
u obras, no es un amigo, es un asesino del alma. 
3. Si podéis prestaros algún servicio o daros algún buen consejo, hacedlo de buena gana. En el recreo, acoged de buen grado en vuestra 
conversación a cualquier compañero, sin distinción alguna, y ofrecedle gustosamente los objetos de vuestros juegos. No habléis nunca de 
los defectos de vuestros compañeros, a menos que vuestros Superiores os pregunten sobre ello. En este caso tened buen cuidado de no 
exagerar en lo que digáis. 
4. Debemos reconocer que de Dios viene todo bien y todo mal; así, pues, guardaos de burlaros de vuestros compañeros por sus defectos 
corporales o espirituales. Lo que hoy ridiculizáis en los demás, puede suceder que el día de mañana permita el Señor que os suceda a 
vosotros. 
5. La verdadera caridad manda soportar con paciencia los defectos ajenos y perdonar fácilmente cuando alguno os ofende; por lo tanto, 
no debemos insultar nunca a los demás, especialmente si son inferiores a nosotros. 
6. Hay que huir del todo de la soberbia; el soberbio se hace odioso a los ojos de Dios y despreciable ante los hombres. 
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CAPITULO V 

Sobre la modestia 

1. Por modestia se entiende un modo decente y ordenado de hablar, tratar y caminar. Esta virtud, hijitos míos, es uno de los más bellos 
adornos de vuestra edad, y debe manifestarse en toda acción y conversación vuestra. 
((751)) 2. El cuerpo y los vestidos deben estar limpios, la cara constantemente serena y alegre, sin mover las espaldas o el cuerpo, con 
ligereza, de acá para allá, excepto cuando lo exija alguna justa razón. 

3. Os recomiendo la modestia en los ojos: son las ventanas a través de las cuales el demonio introduce el pecado en el corazón. El 
caminar sea moderado, no rápido en exceso, a no ser que la necesidad exija lo contrario; las manos, cuando no están ocupadas, 
manténganse en posición decente, y durante la noche, en cuanto podáis, tenedlas juntas delante del pecho. 
4. Sed modestos en el hablar, no empleando nunca expresiones que puedan herir la caridad o la decencia: en vuestro estado, a vuestra 
edad, es más recomendable un pudoroso silencio que no el atrevimiento y la locuacidad. 
5. No critiquéis las acciones ajenas ni os vanagloriéis de vuestras cualidades. Recibid siempre con indiferencia la crítica y la alabanza, 
humillándoos ante Dios cuando se os hace algún reproche. 
6. Evitad toda acción, movimiento o palabra que tenga algo de grosero; procurad corregir a tiempo los defectos de temperamento y 
esforzaos por formar en vosotros una índole apacible y constantemente regulada según los principios de la modestia cristiana. 
7. Forma también parte de la modestia la manera de portarse en la mesa, pensando que el alimento se nos da, no como a los animales, 
solamente para satisfacer el gusto, sino más bien para mantener sano y vigoroso el cuerpo, como instrumento material que hay que emplear 
para servir a su Creador y conseguir la felicidad del alma. 
8. Antes y después de la comida, haced los acostumbrados actos de religión, y durante la misma procurad alimentar también el espíritu, 
escuchando en silencio la pequeña lectura que en ella se hace. 
9. No está permitido comer o beber más que las cosas que suministra la casa. Los que reciben fruta, comestibles o bebidas de cualquier 
clase, deberán entregarlos al Superior, el cual dispondrá que se empleen con moderación. 
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10. Se os recomienda encarecidamente que no estropeéis ni aun una mínima parte de sopa, pan o comida. Quien estropeara 
voluntariamente alguna cosa de comida, será castigado severamente, y debe temer mucho que el Señor le haga morir de hambre. 
((752)) 
CAPITULO VI 

Comportamiento en la marcha de la Casa 

1. Por la mañana, al toque de la campanilla, dejad prontamente la cama y proceded a vestiros con toda la decencia posible y siempre en 
silencio. Un vez vestidos y arreglada la cama, saldréis para vuestras necesidades, como lavarse y cosas semejantes. 
2. No os marchéis nunca del dormitorio sin dejar hecha la cama y sin 
peinaros y limpiar y ordenar la ropa y todas las cosas de vuestro uso personal. 
3. A la segunda señal de la campanilla, cada artesano irá a su lugar en la capilla para rezar las oraciones en común y asistir a la santa 
misa. Los estudiantes irán al estudio y luego a la misa, después de la cual se hará una breve meditación. 
4. Durante estas sagradas funciones guardaos por cuanto pudiereis de bostezar, dormir, volveros de un lado para otro, charlar y salir de la 
iglesia. Estos defectos demuestran poco deseo de las cosas de Dios y generalmente molestan mucho y hasta escandalizan a los compañeros 
5. Después de los actos de la iglesia, os dirigiréis con orden y sin ruido al lugar destinado para el trabajo, y procuraréis que no os falte 
nada en vuestras ocupaciones. 
Adviertan los estudiantes que, una vez empezado el estudio, no es lícito hablar, tomar o prestar cosas, aunque hubiere necesidad. Eviten 
también hacer ruido con el papel, con los libros, con los pies, dejando caer algo al suelo o de otro modo. 

Si surgiere alguna necesidad, haga una señal al asistente y todo se resolverá sin el menor estorbo. 

6. Nadie se mueva ni haga ruido hasta que la campanilla dé la señal 
para terminar el estudio. 
7. Los que van a trabajar, después de misa, tomarán sin alboroto su desayuno e irán inmediatamente a su taller sin entretenerse con 
juegos, ni diversiones y mucho menos no yendo al trabajo. Estas faltas al deber serán castigadas según su gravedad. Está prohibido 
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mirar y registrar en la mesilla o cajón ajeno. Durante el día no vaya nadie al dormitorio sin un permiso especial. 

8. Guardaos bien de apropiaros las cosas de los demás, aunque sean de ínfimo valor; y si encontráis alguna cosa, entregadla enseguida a 
los Superiores; el que se dejase engañar haciéndosela suya, será severamente castigado según la proporción del robo. 
((753)) 9. Las cartas e impresos que se reciben o envían, deben entregarse al Superior, el cual, si lo juzga conveniente, puede leerlos 
libremente. 

10. Está rigurosamente prohibido tener dinero en propio poder; 
deberá depositarse todo en manos del Prefecto, quien lo administrará según las necesidades del interesado. Está también prohibido 
severamente hacer ningún contrato de venta, compra o intercambio, y contraer deudas con nadie sin permiso del Superior. 
11. Está prohibido introducir en casa o en el dormitorio a personas externas. Para hablar con parientes u otras personas, se irá al locutorio 
común. No os paréis nunca al lado de otros cuando estén conversando en particular. Y no entréis en los talleres o en los dormitorios de los 
demás, porque esto molesta grandemente a quien está dentro y a quien trabaja allí. Está también prohibido encerrarse en la habitación, 
escribir en las paredes, clavar clavos o causar desperfectos de cualquier clase. Quien por propia culpa estropease alguna cosa, deberá 
hacerla reparar a su cargo. Finalmente, está también prohibido detenerse en la habitación del portero y en la cocina, a excepción de los que 
tienen allí algún cargo. 
12. Tened caridad con todos, compadeced los defectos ajenos, no pongáis nunca motes a nadie, no digáis ni hagáis nunca una cosa que, s 
os la dijeran o hicieran a vosotros, os pudiera desagradar. 
CAPITULO VII 

Comportamiento fuera de Casa 

1. Redordaos, hijos míos, que todo cristiano tiene la obligación de edificar a los demás, y que no hay predicación más eficaz que la del 
buen ejemplo. 
2. Fuera de casa, sed reservados en las miradas, en las conversaciones y en vuestras acciones. No hay nada más edificante que el ver a un 
hombre de buena conducta; demuestra que pertenece a una comunidad de jóvenes cristianos y bien educados. 
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3. Cuando tengáis que salir de paseo, o ir a clase, o a hacer algún encargo fuera del Oratorio, no os detengáis a señalar con el dedo a 
nadie, ni riáis descomedidamente; mucho menos tiréis piedras u os divirtáis saltando zanjas o canales. Estas cosas indican mala educación. 
4. Si os encontráis con personas que ocupan algún cargo público descubríos la cabeza y cededles la parte más cómoda de la calle; lo 
mismo haréis con los religiosos y con todas las personas constituidas en dignidad, sobre todo si vienen al Oratorio o se encontraran en él. 
((754)) 5. Al pasar delante de alguna iglesia o imagen religiosa, descubríos la cabeza en señal de reverencia. Y si os aconteciere pasar 
cerca de una iglesia en la cual se están celebrando los divinos oficios, haced silencio a la debida distancia para no estorbar a los que se 
hallan dentro. 

6. Al entrar en una iglesia tomad agua bendita y santiguaos; inclinad la cabeza si no hay más que la cruz o una imagen y haced la 
genuflexión si está el Santísimo Sacramento en el sagrario; y genuflexión doble si está expuesto. Pero guardaos de armar barullo, charlar o 
reír. Es mejor no entrar en la iglesia que hacerlo sin el debido respeto. 
7. Acordaos de que si no os portáis bien en la iglesia, en la escuela, en el trabajo o en la calle, además de tener que dar cuenta de ello al 
Señor echáis también una mancha sobre el colegio o casa a que pertenecéis. 
8. Si alguna vez un compañero tuviere con vosotros conversaciones reprobables, ponedlo enseguida en conocimiento del Superior para 
recibir las necesarias normas y proceder con prudencia sin ofender a Dios. 
9. No habléis nunca mal de vuestros compañeros, de la marcha de la casa, de vuestros superiores y de sus órdenes. Cada uno es 
plenamente libre de quedarse o de marcharse; por esto demostraría poca personalidad el que se quejase del lugar donde está y es 
mantenido, cuando goza de plena libertad para permanecer o irse a donde más le plazca. 
10. Lo mismo los estudiantes que los artesanos no podrán salir fuera nada más que para ir al trabajo o a la escuela y después volverán 
inmediatamente a casa. Cuando se va de paseo, está prohibido pararse en la calle, entrar en tiendas, hacer visitas e ir a divertirse o alejarse 
de las filas de la forma que sea. Tampoco es lícito aceptar invitaciones a comer, porque nunca se dará permiso para ello. 
11. Si queréis hacer un gran bien a vosotros mismos y a la casa, 
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hablad siempre bien de ésta, buscando incluso razones para justificar cuanto hacen o disponen los Superiores respecto a la buena marcha 
de la comunidad. 

12. Ya que se exige de vosotros una razonable y espontánea obediencia a todas estas reglas, sus transgresores serán debidamente 
castigados, y los que las observaren, además de la recompensa que deben esperar del Señor, serán también premiados por los Superiores 
según su perseverancia y diligencia. 
((755)) 

Tres males que deben evitarse con el máximo cuidado 

Aunque los hijos de la Casa deban hacer todo lo posible para evitar cualquier clase de pecado, con todo, hijos míos queridos, hay tres 
males que se han de evitar de modo particular, porque son los más funestos para la juventud y que arrastran a terribles consecuencias. 
Son éstos: 1.º, la blasfemia, y el nombrar el santo nombre de Dios en vano; 2.º, la impureza; 3.º, el robo. 

Creedme, hijos míos: uno solo de estos pecados es bastante para atraer las maldiciones del cielo para la Casa. Por el contrario. teniendo 
alejados estos males, tenemos los más fundados motivos para esperar las bendiciones celestiales sobre nosotros y sobre nuestra comunidad 
entera. 

Que Dios bendiga a quien observare estas reglas. 

Cada domingo por la tarde, o cualquier otro día de la semana, el Prefecto leerá algún artículo de este reglamento, haciendo una breve y 
oportuna reflexión moral y recomendando su observancia. 

Cosas rigurosamente prohibidas en la Casa 

1. Estando prohibido tener dinero en Casa, está igualmente prohibida cualquier clase de diversión en que se juegue dinero. 
2. Está también prohibido todo juego en el que haya peligro de hacerse daño o de ofender la modestia. 
3. El fumar o masticar tabaco está siempre prohibido bajo cualquier pretexto. El tomar rapé está permitido en los límites que establezca 
el Superior por consejo del médico. 
4. No se autorizará nunca salir con los parientes y amigos a comer o a proveerse de ropa. En caso de necesidad, pueden tomarse las 
medidas para comprarla hecha, o mandar que se haga en la Casa. 
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