Memorias Biográficas de San Juan Bosco vol 3
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CAPITULO I 

LA INDEPENDENCIA DE LA PATRIA TAN DESEADA POR LOS ITALIANOS -LOS LIBERALES -TAIMADA LABOR DE LAS 
SECTAS COSMOPOLITAS 

A comienzos de 1847 había una universal expectación de novedades políticas. Libros, opúsculos y folletos, encendidos de amor patrio, 
proclamaban la necesidad de romper el yugo extranjero que pesaba sobre las mejores provincias italianas, y de hacer una confederación de 
los distinto Estados de la península para conquistar y defender la propia independencia. Estas aspiraciones no ofendían por sí mismas a la 
religión ni a la moral; como respondían a un deseo latente en todos los corazones, fueron la razón de que muchos, de todo orden y 
condición, secundaran el movimiento que se llamaba nacional. Silvio Péllico, con su novela Mis prisiones, ingenua y sin rencores, había 
despertado y mantenía vivo en el corazón de la juventud italiana un fermento de odio 
inextinguible contra Austria. 

Mientras tanto, los entonces designados con el nombre de liberales, aprovechándose de la excitación de los ánimos, empujaban ((2)) a lo 
pueblos, al socaire de las grandes palabras Religión y Patria, para predisponerlo de mil modos a los sucesos que iban preparando. El 
cambio de forma de gobierno era el primer desarrollo de sus ideales. 

Muchos de ellos eran gente honesta, adeptos a su soberano y procedían de buena fe, aun cuando sintiesen fervor por alguna idea no del 
todo recta y exenta de error; se profesaban cristianos y ciertamente lo eran, porque el liberalismo todavía no se había presentado como un 
sistema contra la Iglesia Católica, la Fe y el Decálogo del Señor. Ellos, por el bien de los pueblos, pedían instituciones políticas, fundadas 
en principios de una libertad más sana y más amplia, una autonomía mayor de las autoridades centrales 
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para los Municipios y desaprobaban los movimientos clamorosos preparados por los Conjurados. 

Pero otros del mismo partido no eran tan leales como éstos. La educación, las malas lecturas, la ambición y el no tascar el freno les 
hacían desear un gobierno constitucional, muerto antes de nacer en 1821, no tanto por amor a la libertad, cuanto por escalar los puestos má 
elevados del poder y gozar del monopolio de los intereses nacionales. No rechazaban las maquinaciones secretas y los tumultos, con tal d 
alcanzar su fin. En efecto, ya que no podían obtener nada por sí solos, se habían unido a los sectarios, los cuales, aunque pocos todavía, 
eran muy astutos y les habían prometido su ayuda. En contrapartida, sin embargo, quisieron y obtuvieron la seguridad de que el Estado se 
colcaría en las vías del progreso moderno, rompiendo sus relaciones con la Santa Sede y acabando con la inmunidad y otros derechos 
eclesiásticos. Pero escondían sus últimas aspiraciones, esto es, su idea republicana. Pronto aparecieron escritores sagaces y disimulados 
que, con formas suaves y engañosas, buscaron cómo conducir a los católicos a la revolución y disfrazar con atuendos religiosos las 
doctrinas sectarias para seducir a los incautos; y mientras, a lo mejor, asaltaban ((3)) las instituciones de la Iglesia para hacer odiar el clero 
señalaban y alababan 
hipócritamente a la misma religión como fuente e instrumento de amor patrio. 

Sin embargo, esta alizanza no podía innovar nada en el Piamonte sin el consemiento de Carlos Alberto, a quien amaba el pueblo y 
prestaba fidelidad el ejército. El, por su parte, era celosísimo y de inmutables propósitos en todo lo que tocaba a las prerrogativas de la 
corona y a las pertenencias de la Religión. Los liberales habían llegado ya a ganarse el ánimo del Rey, tal como hemos narrado, y le 
aconsejaban secretamente, aprobaban su proyecto de fundar un reino italiano, pero no era eso lo único que ellos habían ideado. Querían 
servirse de él como de arma y bandera contra todos los príncipes de Italia, y especialmente contra el Romano Pontífice, mientras el Rey de 
la Casa de Saboya, enemigo de la supremacía austríaca, planeaba unir a sus dominios solamente Parma, Piacenza, Módena, Reggio, 
Lombardía y Venecia. El pretendía con esta conquista formar un baluarte para defender el Papado que, según declaraba, defendería hasta 
último instante. 

Por otra parte, los liberales habían podido obtener la gran ventaja de disminuir en la corte la influencia de los conservadores 
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del orden establecido, que eran fervorosos católicos y devotos a toda prueba de la dinastía de Saboya y de su política. Gioberti, con sus 
detestables libelos, lograba fueran tenidos como una secta Austro-Jesuítica, enemiga de la patria. A más, juntamente con los sectarios del 
Piamonte, esperaban un triunfo próximo, ya que estaban amparados por todas las sectas cosmopolitas republicanas, unidas entre sí por una 
alianza defensiva y ofensiva. Protegidas eficazmente por Lord Palmerston, Ministro de Asuntos Exteriores de Inglaterra y jefe de la 
Masonería, habían prendido en su red calladamente a Europa ((4)) con sus tramas subversivas e iban preparando movimientos populares 
imprevistos. Su pensamiento y sus trabajos se dirigían a derribar los tronos y la Iglesia Católica, primera representante y custodio de la 
autoridad. Francia, con sus doctrinas revolucionarias, causa de grandes daños morales; Austria, debilitada con las doctrinas de José II y su 
pretensión de servirse de la Iglesia como de instrumento para gobernar, en vez de escucharla como a maestra y de obedecerla como a madr 
los Estados protestantes de Alemania, con su principio de libre examen, demoledor de todo principio de respeto a la autoridad divina y 
humana, parecía que 
llegarían a ser fácil presa de los conjurados. Toscana y Nápoles, con las doctrinas de Leopoldo y Tanucci, habían logrado levantar una 
generación de intelectuales contra la legislación eclesiástica. Con todos estos elementos crecían fácilmente y se multiplicaban por toda 
Europa los conciliábulos; al pie de cada trono se preparaba una mina. Los jefes habían acordado que, por cuanto ello fuera posible, se 
desatasen simultáneamente las insurrecciones, de modo que ningún gobierno establecido pudiera ser ayudado por los otros; y así quedarse 
ellos como señores de la tierra y de los pueblos. Al urdir todas estas maquinaciones, dirigían su mirada llena de odio hacia la Sede del 
Romano Pontífice para destruir su poder temporal y espiritual, al mismo 
tiempo que Roma reunía tras sus muros a muchos de los más audaces sectarios, a cara descubierta unos, escondidos los otros, y repartidos 
por todas partes. La paz pública ya dependía de esto y el angelical Pío IX, casi sin darse cuenta de ello, estaba asediado en su propia 
capital, mientras se celebraban en su honor y sin cesar ensordecedores festejos públicos. 

A pesar de esto, en general reinaban la paz y el orden en Europa, salvo en Suiza, donde ya hacía tiempo que los radicales, rotos los 
antiguos estatutos y pactos ((5)) jurados, habían cambiado la constitución federal con inauditas violencias. Quedaban, como último 
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obstáculo para solidificar su tiranía, los Siete Cantones católicos. Por eso, recogiendo en sus filas a cuantos malvados se habían refugiado 
por aquellas regiones, huyendo de la justicia de esos países, los incitaron para apoderarse del gobierno supremo de toda la confederación. 
Así que aquel año comenzaron los tumultos por todas las tierras helvéticas: bandas armadas de millares de malhechores recorrían montes y 
valles de los territorios católicos cometiendo toda suerte de infamias y crímenes. Los Siete Cantones, previendo entonces que pronto serían 
ocupados por el ejército regular, se aliaron entre sí e invocaron la intervención de las Potencias para defender su justa causa. Pidieron 
armas, que no tenían, a Carlos Alberto el cual, con su magnánima generosidad, se las concedió, siendo el único rey que intentó apoyarlos a 
la hora de desgracia. Sin embargo, en noviembre del 1847 los católicos sucumbieron. Se defendieron valerosamente del ejército radical 
invasor con 118.000 hombres, pero 
las traiciones, las treguas violadas, les pusieron en manos de su enemigo. Asesinatos de sacerdotes, saqueos de conventos, incendios de 
iglesias, leyes inicuas que despojaban y ataban a la Iglesia Católica, detenciones de Obispos, lograron, acompañaron y establecieron la 
conquista, al grito de íViva la libertad! 

Este golpe sangriento formaba parte de los propósitos de la revolución universal. Como quiera que Suiza confinaba con Alemania, 
Francia e Italia, y era nación independiente, se prestaba maravillosamente para establecer en ella el cuartel general de todos los jefes 
sectarios: allí se podría mantener impunemente la llama que propagaría incendios de revoluciones por los reinos circundantes; y este lugar 
serviría de refugio seguro y de asilo para todos los cómplices y emisarios de las ((6)) conspiraciones, cuando no se triunfase en sus 
criminales intentos. Y así sucedió, porque los hijos de este mundo son más astutos para sus cosas que los hijos de la luz1. Todo, pues, 
había sido preparado: se habían ajustado los últimos hilos de la trama; no faltaba más que la señal para levantarse. Aguardaban el triunfo, 
olvidándose de que la suerte de la Iglesia y de todas las naciones de la tierra está en manos de Dios y que nada sucede sin que El lo permit 
y que El sabe, según su querer, cambiar el curso de los acontecimientos: que las pruebas más o menos largas para los unos, los castigos pa 
los 

1 Lucas, XVI, 8. 
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otros, se sucederán, pero el triunfo estará siempre con su ley. A cada paso El demostrará a los rebeldes que non est sapientia, non est 
prudentia, non est consilium contra Dominum Equus paratur ad diem belli; Dominus autem salutem tribuit. (Sabiduria, prudencia y consej 
nada son ante Yahvéh. Se prepara el caballo para el día del combate, pero Yahvéh da la victoria)1. 

1 Proverbios XXI, 30, 31. 

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CAPITULO II 

ESPIRITU DE PIEDAD Y "EL JOVEN CRISTIANO" 

MIENTRAS el enemigo del género humano, homicida que fue desde el principio, se afanaba para descristianizar el mundo, don Bosco 
proseguía trabajando sin descanso para formar un ejército de juventudes, amantes prácticos de la religión de Jesucristo, y estudiando el 
modo y manera para conducir a muchos a una vida perfecta. El apoyaba su educación cristiana en la oración, que practicó siempre con gra 
fervor, convirtiéndose en modelo constante y ejemplar de las almas. 

Sus apremiantes ocupaciones no le permitían entregarse a ella muchas horas al día; pero puede decirse que la que hacía era perfecta. Su 
compostura recogida y devota transparentaba su fe. No dejaba nunca de celebrar la santa misa, ni siquiera cuando estaba enfermo. Rezab 
regularmente el breviario. Oraba varias veces al día por sí mismo, por las almas que le habían sido confiadas y particularmente por sus 
penitentes. Los que entraban en su habitación le encontraban muchas veces rezando con el rosario en la mano. Cuando rezaba en alta voz 
pronunciaba las palabras con una especie de vibración amorosa, que daba a entender cómo salían de un corazón inflamado de amor y de un 
alma que poseía el gran don de sabiduría. A veces ((8)) cuando estaba 
muy cansado, suspendía sus trabajos y se hacía leer un buen libro. Frecuentemente se lamentaba de no poder dedicar más tiempo a la 
oración vocal y mental; y suplía con muchas jaculatorias, cuyo sonido no salía de sus labios. Así lo atestiguan los primeros alumnos del 
Oratorio, don Miguel Rúa y don Juan Turchi entre ellos. 

Fruto de la riqueza de su espiritú de oración es el devoto, fácil y breve devocionario, para uso de la juventud, que don Bosco ideó. Eran 
innumerables los libros de piedad que corrían por las manos 
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de los fieles, pero generalmente se adaptaban muy poco a las necesidades de los tiempos y de juventud. Para llenar este vacío se entregó a 
ello con empeño y compuso IL GIOVANE PROVVEDUTO, en la práctica de sus deberes, de los ejercicios de piedad cristiana, y de las 
principales Vísperas del año, con un apéndice de cánticos sagrados 1. 

Presentó su manuscrito a la tipografía Marietti, donde le hicieron un avance de presupuesto, según el cual cada ejemplar encuadernado y 
dorado le iba a costar 4,50 liras. La imprenta Paravía, para colaborar en aquella buena obra, se conformaba con 25 céntimos por ejemplar, 
base de entregar solamente los pliegos impresos en rama para que luego Don Bosco los hiciera encuadernar a su gusto. Don Bosco aceptó 
la proposición de Paravía y, como no contaba con dinero para los gastos de imprensión, comenzó a valerse de uno de aquellos recursos, qu 
después, multiplicados por su ingenio práctico, dieron tan felices resultados. Lo mismo que tal vez habría hecho cuando publicó la Histor 
Eclesiástica, la Historia Sagrada y el Sistema Métrico, lanzó una circular anunciando su nuevo libro. Cuando se aseguró de que, según 
convenio con Speirani, serían vendidos diez mil ejemplares, empezó la impresión. Era un libro en formato de 16° con 352 páginas. Se hi 
el envío a cuantos habían suscrito la circular e inmediatamente ((9)) hubo que imprimir cinco mil ejemplares más para satisfacer las 
peticiones que continuamente llegaban. Avisó entonces don Bosco a Paravía que no deshiciese la composición de tipos, y éste le respondió 

-Ya entendí yo que este libro tendría una venta extraordinaria. 

En efecto, aquel mismo año hubo que imprimir cinco mil ejemplares más. Marietti se ocupó de encuadernar elegantemente los ejemplare 
destinados a regalo para los bienhechores o a la venta para personas acomodadas. 

Con el andar del tiempo fueron creciendo las peticiones y la necesidad de proveer a los Oratorios festivos y a los colegios. En vida de d 
Bosco se hicieron hasta ciento veintidós ediciones, con unos cincuenta mil ejemplares cada una, como atestigua don Miguel Rúa. 
Añadiéronse luego las traducciones hechas al español, al francés y a otras lenguas, con lo que se pasó con mucho la 

1 Este devocionario fue traducido al castellano y publicado por la Librería Salesiana de Barcelona, con el título de EL JOVEN 
INSTRUIDO. Posteriormente se ha publicado con el título de EL JOVEN CRISTIANO y con algunas variaciones sobre el texto original. 

(N. del T.) 
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cifra de seis millones de ejemplares, esparcidos hasta el día de hoy entre el pueblo cristiano. Puede decirse que EL JOVEN CRISTIANO 
entró en todos los institutos de educación, en todas las casas de trabajo, en todas las familias cristianas, colaboró eficazmente a promover l 
piedad y a conservar la fe en el pueblo. 

En las primeras páginas de este libro imprimía don Bosco, en el año 1847 la siguiente llamada: 

A LA JUVENTUD 

Dos son los ardides principales de que se vale el demonio para alejar a los jóvenes de la virtud. El primero consiste en persuadirlos de 
que el servicio del Señor exige una vida melancólica y exenta de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Voy a indicaros un 
plan de vida cristiana que puede manteneros alegres y contentos, haciéndoos conocer, al mismo tiempo, cuáles son las verdaderas 
diversiones y los verdaderos placeres, para que podáis exclamar con el santo profeta David: ((10)) "Sirvamos al Señor con alegría: Servite 
Domino in laetitia". Tal es el objeto de este devocionario; esto es: deciros cómo habéis de servir al Señor sin perder la alegría. 

El otro ardid de que se vale el demonio para engañaros, es haceros concebir una falsa esperanza de vida larga, persuadiéndoos de que 
tendréis tiempo de convertiros en la vejez o en la hora de la muerte. íSabedlo, hijos míos; así se han perdido infinidad de jóvenes! »Quién 
os asegura larga vida? »Podéis acaso hacer un pacto con la muerte para que os espere hasta una edad avanzada? Acordaros de que la vida 
la muerte están en manos de Dios, quien puede disponer de ellas como le plazca. 

Aun cuando quisiera el Señor concederos muchos años de vida, escuchad, no obstante, la advertencia que os dirige: "El hombre sigue en 
la vejez, y hasta la muerte, el mismo camino que ha emprendido en su adolescencia: Adolescens juxta viam suam, etiam cum senuerit, non 
recedet ab ea". Esto significa que, si empezamos temprano una vida cristiana, la continuaremos hasta la vejez y tendremos una muerte 
santa, que será el principio de nuestra bienaventuranza eterna. Si, por el contrario, nos conducimos 
mal en nuestra juventud, es muy probable que continuemos así hasta la muerte, momento terrible que decidirá nuestra eterna condenación. 
Para prevenir una desgracia tan irreparable, os 
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ofrezco un método de vida corto y fácil, pero suficiente, para que podáis ser el consuelo de vuestros padres, buenos ciudadanos en la tierra 
después felices poseedores del Cielo. 

Este devocionario está dividido en tres partes. Trata la primera de los que habéis de practicar y de lo que debéis evitar para vivir 
cristianamente. En la segunda hallaréis las principales oraciones del cristiano, como se rezan ordinariamente en las iglesias y casas de 
educación. La tercera, en fin, contiene el Oficio de la Santísima Virgen, las Vísperas del Domingo y varios himnos litúrgicos. ((11)) 

Queridos jóvenes: os amo con todo mi corazón, y me basta que seáis aún de corta edad para amaros con ardor. Hallaréis escritores much 
más virtuosos y doctos que yo, pero difícilmente encontraréis quien os ame en Jesucristo más que yo y que desee más vuestra felicidad. Y 
os amo particularmente, porque en vuestros corazones conserváis aún el inapreciable tesoro de la virtud, con el cual lo tenéis todo, y cuya 
pérdida os haría los más infelices y desventurados del mundo. 

Que el Señor sea siempre con vosotros y os conceda la gracia de poner en práctica mis consejos, para poder salvar vuestras almas y 
aumentar así la gloria de Dios, único fin que me he propuesto al escribir este librito. 

Que el cielo os dé largos años de vida feliz, y el santo temor de Dios sea siempre el gran tesoro que os colme de celestiales favores en el 
tiempo y en la eternidad. 

Afmo. in C. J.
,
JUAN BOSCO, Pbro.


íHay que ver la ardiente caridad de este prólogo! Alguna frase puede parecer exagerada; pero era necesario que, desde el principio de su 
misión, manifestase toda la fuerza de un amor paternal a las almas hasta entonces refractarias, díria salvajes, que no podían ser atraídas y 
conducidas a los caminos del bien nada más que por un cariño, cuyas pruebas debían ser tan fuerte que no pudieran desmentirse. Su afect 
se demostró casi en cada una de las páginas de este nuevo libro, en el que se dirigía a sus alumnos con el apelativo de hijitos. Escribía lo 
mismo que hablaba. Los muchachos, convencidos de que eran amados, se rendían a sus suaves invitaciones y se consideraban como 
hermanos, de forma tal que 
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durante los tres primeros lustros prevaleció entre ellos la costumbre de llamarse hijos, y ((12)) de repetir y escribir, refiriéndose a sus 
compañeros: el hijo fulano de tal, el hijo mengano de tal. Eran, en efecto, los hijos del Oratorio, los hijos de don Bosco, mas sólo para 
convertirse en hijos de Dios. 

Y eso pretendía El Joven Cristiano, ya que las normas que le prescribía para ser virtuosos y huir de las ocasiones de pecado no se 
quedaban en letra muerta. Don Bosco, que se las iba recordando a diario de mil diversos modos, en toda ocasión, se preocupaba de que se 
convirtieran en realidad. No es este el lugar para exponer detalladamente los tesoros celestiales de un libro puesto al alcance de todos, per 
nos parece que no debemos omitir algunas de las intenciones de don Bosco al escribirlo y algunos puntos históricos que a él se refieren. 

En primer lugar, prescribe, para las oraciones de la mañana y de la tarde, que se rece el credo, los actos de fe, esperanza y caridad, los 
mandamientos de Dios y de la Iglesia, para que, a fuerza de repetirlos cada día, se grabaran en la mente de los muchachos las verdades que 
debían creer y los preceptos que debían cumplir. 

Expone a continuación la manera de asistir con fruto a la santa misa; durante ella hace orar tres veces por toda la Iglesia y por el Sumo 
Pontífice, invocando la paz, la concordia y la bendición para todas las autoridades espirituales y temporales. Así afirmaban los muchachos 
su gran suerte de pertenecer a la Iglesia Católica. Esas y otras oraciones, todas muy breves y jugosas, las hacía leer a voz alterna, durante 
santo sacrificio de los domingos. También los alumnos de los Hermanos de las Escuelas Cristianas las recitaban con gusto desde que sus 
superiores adoptaron El Joven Cristiano para las Congregaciones dominicales. Su antiguo manual de piedad tenía unas oraciones, un tanto 
largas, que les cansaban. 

Añade, además, las partes que se cantan durante las misas solemnes y las de difuntos para acostumbrar ((13)) a sus cantores a sus notas 
sencillas y a todos los demás muchachos para que aprendiesen aquellos cantos fácilmente a fuerza de oírlos. No omite la descripción del 
modo de ayudar a misa, ejercicio en el que ponía después mucho cuidado para que fueran numerosos los muchachos destinados a tan santo 
servicio. 

Además de esto, después de una clara y precisa instrucción sobre el modo de confesarse bien, objeto constante de sus predicaciones y 
exhortaciones, sugería motivos a propósito para excitar 
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en las almas verdadero dolor de sus culpas. Acostumbraban ciertos libros piadosos, muy difundidos entonces en el pueblo, a tratar 
demasiado teológicamente el tema de la confesión. Se lamentaban los muchachos de no saber cómo arrepentirse de sus pecados; y de que 
las oraciones de aquellos libros eran demasiado abstrusas y prolijas. Por consiguiente no es para decir cómo se alegraron cuando don Bos 
les presentó El Joven Cristiano. 

Seguían a las oraciones del sacramento de la penitencia otras para prepararse y dar gracias después de la comunión. Estas se leían en alt 
voz después de la consagración, en los días de comunión general, interrumpiendo las preces para asistir a la santa misa y repitiendo la 
multitud en alta voz las frases pronunciadas por el lector. Para aquéllos que, por cualquier motivo, no podían acercarse a la Mesa 
Eucarística, añadía don Bosco: «Si no podéis comulgar sacramentalmente, haced por lo menos la comunión espiritual, que consiste en un 
ardiente deseo de recibir a Jesús en vuestro corazón». Este deseo, por él suscitado, conducía cada domingo a más de un centenar de 
muchachos a la santa comunión. 

No se olvidó de presentar una hermosísima oración para la visita al Santísimo Sacramento, seguida ((14)) de la Corona en honor del 
Sagrado Corazón de Jesús, y las vísperas propias de esta fiesta. Esta devoción, a la que en aquellos tiempos se oponían muchos, 
influenciados por errores y prejuicios jansenistas, y que más tarde fue origen de los más hermosos triunfos de don Bosco, empezaba ya 
entonces a enraizarla en los corazones, y advertía cómo la Corona en honor del Sagrado Corazón de Jesús podía también servir para hacer 
las novenas de todas las fiestas de nuestro Señor Jesucristo. »Quién podría enumerar las veces en que millares y millares de niños, 
turnándose ante el santo tabernáculo, repitieron y repetirán constantemente estas afectuosas plegarias de fe y de reparación por las ofensas 
recibidas por el Divino Corazón en la Santa Eucaristía de los herejes, infieles y malos cristianos? Recordemos también que don Bosco fue 
el apóstol de la visita al Santísimo Sacramento. 

Pero el amor de Jesús a los hombres hay que celebrarlo con los misterios de su nacimiento, su pasión y muerte. Y El Joven Cristiano 
contiene las llamadas profecías de Navidad, los cánticos, los himnos, las antífonas solemnes propias de la novena, que debían cantarse con 
toda la grandiosidad y ternura del rito. En cuanto a la pasión, don Bosco mismo compiló una manera práctica para hacer el Vía Crucis, 
cuya catorce estaciones están redactadas 
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brevemente, pero con una eficacia incomparable para la reforma de las costumbres. Tal y como quedó impreso, lo practicó a partir de aqu 
año y se sigue parcticando todavía. Durante los primeros veinte años se celebró todos los viernes de cuaresma. Al principio, casi en 
privado con unos pocos, y, después, cuando fueron muchos los muchachos asistentes, el mismo don Bosco, precedido de la cruz y dos 
ciriales, revestido de roquete y estola, iba delante, de estación en estación, leyendo de rodillas con voz emocionante que conmovía a los 
otros, las narraciones, reflexiones y propósitos de su querido devocionario. Cada una de ellas terminaba ((15)) con un pequeño recuerdo e 
latín de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, quizá para que luego fuera recitado junto al lecho de los niños enfermos o agonizantes. 

Junto a las devociones al Divino Salvador no podían faltar las dedicadas a su Santísima Madre. Escribía don Bosco a los jóvenes: "Esta 
íntimamente persuadidos de que todas las gracias que pidáis a la Santísima Virgen os serán concedidas, con tal de que no pidáis nada que 
sea para vuestro mal". Con tesón aconsejaba se invocara continuamente a María. La devoción al sagrado Corazón de María molestaba a 
muchos de los así llamados espíritus fuertes, imbuídos de ideas ultramontanas; y don Bosco, con su fe sencilla, convertido en 
propagandista, terminaba la visita al Santísimo Sacramento y la Corona al sagrado Corazón de Jesús con la oración al sacratísimo Corazón 
de María, escrita por San Bernardo. Y de este modo se convirtió ésta en una devoción cotidiana de los más fervorosos. Insistía para que p 
la mañana, por la noche y durante el día se repitiese: "Madre querida, Virgen María, haced que yo salve el alma mía", y previendo la 
definición dogmática, enseñaba para repetirla cada día, la jaculatoria: "Bendita sea la Concepción purísima de la Madre de Dios, Virgen 
santísima". 

Imprimía también el Oficio en honor de la Virgen. Quería se hiciesen en el Oratorio las prácticas de piedad que muchos jóvenes del 
campo habían practicado en sus propios pueblos. Por esto, apenas contó con un número de alumnos internos que pudieran leer en latín, 
empezó a cantar primero las Vísperas de la Virgen María por la tarde, entre el catecismo y la plática, y más tarde a recitar los Maitines y 
Laudes antes de la única misa, mientras él confesaba. Cuando contó con otro sacerdote en casa, se empezaron a cantar los Maitines y 
Laudes durante la segunda misa. ((16)) Se reservaba el Oficio entero para los días de los Ejercicios Espirituales. 

Pero lo que más le interesaba a don Bosco era el santo rosario 
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y por eso escribió unas brevísimas consideraciones para cada uno de los quince misterios. Hacía recitar la tercera parte del rosario cada dí 
de fiesta, animando fervorosamente a sus muchachos para que siguieran rezándolo en sus casas, a diario, a ser posible. El, mientras estuvo 
solo, rezaba diariamente la tercera parte con su madre; después, al juntarse los primeros muchachos asilados, se rezaba diariamente durant 
la santa misa. Desde que se abrió el Oratorio de Valdocco hasta nuestros días, resonó esta oración tan querida de María y tan eficaz en las 
horas angustiosas de la Iglesia, dentro de su querido recinto, al despertar de cada aurora. Sólo una vez al año, por la tarde de Todos los 
Santos, se recitó siempre por entero el rosario en sufragio de las almas del purgatorio; y don Bosco no dejó nunca de participar, arrodillado 
en el presbiterio y dirigiendo él mismo, a menudo, la plegaría. 

Añadió, además, a estos actos piadosos en honor de la Madre de Dios los dos opusculitos ya impresos años antes: Los dolores de María 
Santísima y Los siete gozos de María en el Cielo. Algunos años después, un grupo de muchachos que se distinguían por su piedad, iban 
todos los domingos a la capilla para recitar, después de las funciones de la tarde, estos gozos ante la imagen de María, y así se siguió 
haciendo hasta 1867. Frecuentemente se veía a don Bosco con ellos, animándoles con su ejemplo. 

Resulta fácil comprender que todas las devociones que don Bosco recomendaba no tenían más fin que el de hacer a sus muchachos 
semejantes a los ángeles, con una vida inmaculada: Erunt sicut ((17)) Angeli Dei in coelo! (íSerán como los ángeles de Dios en el Cielo!). 
Añadía después a El Joven Cristiano otros opúsculos, que habían sido impresos por separado: Ejercicio de devoción al santo Angel 
Custodio y Los seis domingos y la novena de San Luis Gonzaga. 

íLos Angeles, protectores de la juventud; San Luis su modelo! Los seis Domingos del angelical joven se celebraron en la capilla desde 
los primeros tiempos, y don Bosco exhortaba a todos a hacer la novena en sus casas. El día de la Fiesta se celebraba una hermosa 
procesión. Cita él los ejemplos de este Santo imitados por Comollo, y los recuerda a los muchachos contantemente, sugiriéndoles su 
invocación: 

«-La obediencia a vuestros padres es lo mismo que la obediencia a Jesucristo, a María Santísima y a San Luis. -Examinad cómo os 
portasteis hasta ahora en vuestras oraciones y procurad ser cada día más fervorosos, sobre todo rezando diariamente alguna 
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jaculatoria a Dios y a vuestro abogado San Luis. -Si no podéis libraros de una tentación, santiguaos, besad una medalla bendecida, invoca 
a María, o bien a San Luis, diciéndole: San Luis, haced que yo no ofenda a Dios. -Al acercaros al sacramento de la confesión, decid: 
Virgen Santísima, San Luis Gozaga, rogad por mí para que haga una buena confesión. -Y añadía: invocad a San Luis para hacer una buen 
comunión y sacar mucho fruto de ella. -Rezad al acabar la misa una Salve a María Santísima y un Padrenuestro a San Luis para que os 
ayude a cumplir vuestros propósitos, especialmente el de evitar las malas conversaciones. Decid durante el día la jaculatoria: Virgen María 
Madre de Jesús, y San Luis Gonzaga, hacedme santo.» 

Finalmente, añadía una oración a San Luis, después de las oraciones de la mañana y de la noche, para alcanzar su protección en la vida y 
en la hora de la muerte. 

((18)) De este modo ponía don Bosco a San Luis ante los ojos de los muchachos, se lo colocaba a su lado, para que continuamente se 
entretuviesen con él, lo mismo que con un compañero y amigo, para que viviesen con él la vida del paraíso y para que, rodeados del 
perfume de sus virtudes, sintiesen aversión a lo que de alguna forma pudiera empañar la pureza del alma. Así los preparaba también para 
seguir la voz de Dios como había hecho San Luis, y así los elegidos podían abrazar con seguridad la vida religiosa cuyo decoro, 
sustancialmente indispensable, es la castidad. En efecto, escribió en el octavo día de la novena a San Luis: «Roguemos también al Señor 
que nos dé a conocer el estado en que quiere le sirvamos, a fin de que empleemos bien el tiempo que nos concede para trabajar en nuestra 
eterna salvación». Y también había escrito este aviso en la meditación del infierno: «Si Dios te llama para dejar el mundo, obedécele con 
prontitud. Todo lo que se hace para evitar una eternidad de tormentos es poco, es nada: nulla nimia securitas ubi periclitatur aeternitas (S. 
BERNARDO). íOh, cuántos jóvenes, en la flor de su edad, han abandonado el mundo, la patria, la familia, y han ido a sepultarse en las 
grutas y desiertos, no viviendo más que de pan y agua y, con frecuencia, sólo de algunas raíces...! íY todo por no condenarse! Y tú, »qué 
haces?». 

A más, a fin de que el que poseyera la gracia de Dios no la perdiese y quien la había perdido la reconquistase lo antes posible, he aquí un 
práctica conmovedora por él establecida; el Ejercicio de la Buena Muerte. 
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-No olvidéis, les decía, que, a la hora de la muerte, se recoge el fruto de lo que hemos sembrado durante nuestra vida. Bienaventurados 
nosotros si hemos obrado bien; la muerte nos llenará de alegría; las puertas del Paraíso estarán abiertas para nosotros. Por el contrario, íay 
((19)) de nosotros! Remordimientos de conciencia en punto de muerte y un infierno abierto que nos espera: Quae seminaverit homo haec e 
metet (El hombre recogerá lo que sembrare). Y repetía: La vida del hombre debe ser una continua preparación para la muerte. 

En el año 1847 empezó don Bosco a fijar el primer domingo de cada mes para este tan saludable ejercicio, invitando a todos a comulgar 
recomendándoles hicieran una confesión, como si fuera la última de su vida. Para que aquel día se distinguiera de los demás con una señal 
de especial alegría, añadía algún companaje al pan del desayuno. Con ello buscaba directamente darles una ocasión para que se 
acostumbraran a la frecuencia de los sacramentos, y por la tarde de los sábados y la mañana de los domingos, atendía a una multitud de 
penitentes, que se renovaba cada hora, con caridad y paciencia inalterables. 

Al acabar la misa, don Bosco se quitaba los ornamentos sagrados, salía al pie del altar, donde tenía preparado un reclinatorio, y allí 
recitaba una afectuosa plegaria para implorar de Dios la gracia de no morir de muerte repentina y una oración a San José para conseguir su 
asistencia en los últimos momentos. Siempre insistió a sus muchachos para que, junto con los nombres de María Santísima y San Luis, 
invocaran también el de San José. Después leía con gran devoción las letanías que recuerdan las 
distintas fases de la agonía de un cristiano, a las que respondían los muchachos: «íJesús misericordioso, tened piedad de mí!» Terminaba 
con una oración por las almas del purgatorio. 

Tenía mucha devoción a estas benditas almas: por eso insertó en su devocionario las Vísperas de los difuntos para cantarlas el día de 
Todos los Santos, después de las vísperas de la solemnidad, y los salmos y preces para las exequias de los difuntos y los entierros. 
Anotaba, además, las indulgencias concedidas por los Sumos Pontífices ((20)) a aquellas prácticas de piedad, tanto por la ganancia 
espiritual que podían alcanzar los muchachos, como por los sufragios que muchos de ellos proporcionarían a las almas de los difuntos. 

Imprimió, además, las Completas Mayores para las festividades cuaresmales en las que, según el rito, deben recitarse las vísperas 
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antes del mediodía. Más tarde, cantadas por nuestros alumnos franceses, fueron la delicia de algunas iglesias en aquella generosa nación. 
Junto con las Completas iban los siete Salmos Penitenciales y las Letanías de los Santos que se recitaban después de la misa en las fiestas 
de San Marco y durante los tres días de rogativas, cuando hubo alumnos internos en el Oratorio. Finalmente ponía los salmos, himnos y 
versículos de las vísperas para todos los domingos y las fiestas del Señor y de la Virgen, de San José, de los Angeles, de los Apóstoles y d 
los Santos principales. Omitió las antífonas para disminuir el volumen del libro y porque éstas debían ser cantadas solamente por el coro. 
Para ello se proveyó de un antifonario y, con toda paciencia, comenzó a enseñar las notas musicales a algunos muchachos. José Turco le 
sorprendió una tarde mientras daba la lección a tres de sus alumnos: tenía en la mano un caramelo y se lo enseñaba como premio para el q 
cantara mejor la antífona: Dixit pater familias. 

No podía don Bosco completar su libro mejor que añadiendo una serie de cánticos religiosos. Entre los de la Virgen intercaló uno 
dedicado al sagrado Corazón de María, original de Silvio Péllico, y otro a la Virgen de la Consolación, que los muchachos cantaban en 
muchas ocasiones, especialmente cuando iban en procesión, dos veces al año, a visitar el famoso Santuario a Ella dedicado (La Consolata) 
Frecuentemente los hacía cantar en el patio; y siempre se entonaba alguna estrofa al entrar y salir de la iglesia, para cubrir ((21)) el 
desagradable rumor producido por el movimiento de tantos. Y lo mismo se hacía antes de las oraciones de la noche para romper el 
murmullo inevitable al amontonarse los muchachos. También quería don Bosco que se cantase durante la comunión, dado que los que no 
comulgaban no hubieran mantenido perfecto silencio, por la ligereza de sus años. Y era algo encantador oír a aquellos centenares de voce 
juveniles cantando. Parecían repetir: Cantabiles mihi erant / justificationes tuae in loco peregrinationis meae. (Tus preceptos son cantares 
para mí, en mi mansión de forastero) 1. 

Por cuanto hemos dicho se puede juzgar el espíritu de piedad que animaba a don Bosco y cómo sabía comunicárselo a sus alumnos. Al 
escribir estas páginas, sólo hemos tenido en cuenta la primera edición de El Joven Cristiano. Cuando hablemos de las ediciones 

1 Salmo CXVIII, 54 
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siguientes, iremos contando las que fue haciendo, de acuerdo con las necesidades o conveniencias. Resulta algo maravilloso que los hijos 
del pueblo tuvieran este libro como el código de su conducta y cómo, aunque no acostumbrados antes a frecuentar la iglesia, ahora asistían 
tranquila y alegremente a los actos religiosos y al rezo de las oraciones, a veces, un tanto largas. El amor hacía este milagro. 

Se servía también don Bosco de El Joven Cristiano para señalar, con una o con parte de sus diversas prácticas de piedad, la penitencia 
sacramental. Con este método, oportunamente empleado a lo largo de su vida, hacía beneficiosas las satisfacciones debidas a la divina 
Justicia. El Joven Cristiano fue siempre el vademécum de los mejores muchachos en todas las circunstancias de su vida. Lo llevaban 
durante el día en el bolsillo y de noche lo colocaban bajo la almohada y reclinaban sobre él su cabeza. Alguno de ellos, al no tener el 
sacerdote a su lado en punto de muerte, se lo hizo leer por alguno de los circunstantes ((22)) y otros pidieron se lo pusieran sobre el pecho 
cuando fuera colocado su cadáver en el ataúd. Los muchachos apreciaban este librito porque sabían que don Bosco lo había escrito 
precisamente para ellos y cada una de sus máximas hallaba eco en su corazón. Cada frase, más aún, diríase que cada palabra había sido 
calculada por él para que correspondiese a sus santos 
propósitos. Sobre todo, quería huir de toda expresión que no fuese rigurosamente delicada. 

Como no se fiaba de su propio juicio en la versión italiana de algunas oraciones en las que había juzgado se debía modificar alguna 
palabra y queriendo prevenir las observaciones que la revisión eclesiástica le pudiera hacer sobre cualquier otro punto, una vez compilado 
su libro, presentó las pruebas de imprenta al canónigo Zappata, pidiéndole su parecer. 

Acogió cortésmente las observaciones del buen canónigo, el cual, bromeando sobre algunas minuciosas observaciones y correcciones, le 
dijo: 

-»Ha terminado ya el estudio anatómico de su libro? 

Y don Bosco, en tono festivo, replicó: 

-Todavía no; quiero pedirle permiso para poner con O mayúscula la palabra Oriens del cántico de Zacarías, allí donde se lee: Visitavit no 
oriens ex alto. Porque el término oriens en este lugar no es participio, sino el nombre propio del Salvador. Así lo demuestra el sentido del 
texto griego y la antífona de la novena de Navidad, con la cual invoca la Iglesia al Mesías: O Oriens. 
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Y el canónigo Zappata le respondió sonriendo: 

-íOh, eso lo puede usted cambiar en su libro sin necesidad de reunir comisiones! Usted mismo. 

Recordamos este hecho para resaltar la exactitud de don Bosco en todo y el empeño que ponía, lo mismo al escribir una carta que al leer 
las que recibía: pesaba ((23)) atentamente toda frase. Igual diligencia empleaba para exponer un proyecto, dar una orden, pedir una 
explicación, escuchar un informe, leer un libro, realizar un encargo o un trabajo de cualquier clase. Al hablar o tratar un asunto con él no 
dejaba de hacer sus observaciones, siempre corteses, hasta en la pronunciación. A la mejor, 
alguno puede tildarle de importuno, y, sin embargo, ésta era una de las causas por las que él realizaba proyectos tan grandiosos que 
admiraban a todos. Y es que los había estudiado hasta en sus más nimios detalles, sopesando dificultades y buscando los medios más 
seguros para resolverlas y las ventajas y seguridad de los resultados. No dejaba nada al acaso; pero todo lo esperaba de la ayuda de Dios. 

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((24)
)


CAPITULO III 

POBREZA Y MORTIFICACION -LA TERCERA ORDEN DE SAN FRANCISCO -EXAMENES EN LAS ESCUELAS 
DOMINICALES Y NOCTURNAS -VISITAS Y PREMIOS -ESTRAGOS DIABOLICOS -COLOQUIO MISTERIOSO -EL PRECIO 
DE UN CALIZ -SUEÑO: LA PERGOLA DE ROSAS. 

ATENDIA don Bosco, con El Joven Cristiano, las necesidades espirituales de sus muchachos, pero no cejaba en la prosecución de su 
propia satisfacción. Cuanto más se desentiende el corazón del hombre de las cosas de esta tierra, más se aproxima a las del cielo y más se 
convierte en verdadero seguidor de Jesucristo. Por eso aparece tan claramente, en lo que hemos narrado, el sacrificio que don Bosco había 
hecho a Dios con la mortificación de su propia voluntad, de las inclinaciones del corazón, de las tendencias más atractivas de la naturaleza 
y con la mortificación externa había crucificado constantemente sus sentidos. Por consiguiente, él, que amó la pobreza evangélica desde 
sus más tiernos años, seguía creciendo continuamente en este amor. Por eso tenía a gala la limpieza de su ropa, que, sin embargo, quería 
fuera, lo mismo que el calzado, barata y corriente. Durante muchos años llevó en casa los zuecos y un sobretodo tan raído que ya no tenía 
color. Llevaba la sotana todo el tiempo que podía resistir, y cuando se la quitaba, apenas si se podía hacer con ella una sotanilla para los 
monaguillos ((25)) de su capilla. Por eso, como él no se preocupaba nada del vestir, era necesario, de vez en cuando, que algún bienhecho 
pensara en proveerle. 

Su habitación no tenía el menor ornato. Una cama, una mesa escritorio sin tapete y sin esterilla para los pies, las paredes desnudas con 
alguna estampa de papel y un crucifijo, una o dos sillas de anea; una estufa pequeña que se encendía pocas veces en lo más duro del 
invierno y ícon mucha parsimonia para ahorrar la leña que se pudiere! Nacía tanta economía de su deseo de emplear en el Oratorio todo lo 
que sustraía a sus necesidades, diciendo que los haberes del sacerdote son patrimonio de los 
pobres. 
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Su alimento se parecía a su vestimenta y a su habitación. Nunca se pudo saber cuáles eran las comidas de su gusto; y comía muy poco, n 
por falta de apetito, sino porque se había impuesto la obligación de no darle gusto. 

Era su mesa tan frugal, que alguno de sus colegas probó convivir con él durante algunos días y no pudo resistir ni acostumbrarse a ella. 
Su sopa no estaba mejor condimentada que la de un campesino pobre. Comía además otro plato, que la madre, según sus órdenes, le 
preparaba los domingos y se lo servía para comer y cenar hasta el jueves por la noche. El viernes le preparaba otro de vigilia, y con él 
terminaba la semana. El famoso plato consistía generalmente en una torta, que bastaba calentarla para tenerla a punto. En verano, a veces, 
se ponía rancia; pero don Bosco no hacía caso a ello, imaginándose que su madre la hubiese aliñado con un poco de vinagre, se la comía 
como si fuese un plato exquisito. Este fue el alimento cotidiano de don Bosco hasta que empezó a tener consigo clérigos y sacerdotes, los 
cuales, en razón de los estudios y de sus ocupaciones, tuvieron necesidad de una alimentación más sustanciosa y nutritiva. 

((26)) Parece que por este su afecto a la santa pobreza y en recuerdo de su juventud se inscribió por aquel tiempo en la Tercera Orden de 
San Francisco de Asís. En efecto, aunque no aparece su nombre en los registros de esta Congregación, sin embargo, está anotado en su list 
desde aquellos años. Por eso, el director de la Tercera Orden en Turín, P. Cándido Mondo M.O., con diploma fechado el 1º de julio de 
1886, en el convento de Santo Tomás, declaraba que don Juan Bosco, Patriarca de los Salesianos, vestía el hábito de los Terciarios hacia 
1848, y que, después del noviciado, profesaba en tiempo hábil la Santa Regla a tenor de las Constituciones Pontificias, y que, por tanto, lo 
declaraba verdadero hermano de todos los religiosos de las Tres Ordenes instituídas por el Seráfico Padre. 

Mientras tanto, seguían prosperando las escuelas del Oratorio. Figuraban en su programa la declamación, el canto y la música, porque do 
Bosco entendía que contribuían a la educación religiosa y moral de los muchachos. Por eso, siempre que se presentaba la ocasión de 
recitar, ya por recreo, ya por la llegada de insignes personajes a visitar el Oratorio, ya por veladas escolares para dar prueba de su 
instrucción, quería que se expusieran los principios y las máximas de nuestra Santa Fe, o que las poesías se refirieran a algún misterio de l 
religión o a los privilegios y las glorias de la Santísima 
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Virgen o a algunos hechos de la Sagrada Escritura. El mismo señalaba a los más adelantados lo que debían aprender de memoria, les 
enseñaba a recitarlo y les prometía un regalo para animarlos. 

Pronto vio coronadas felizmente sus fatigas. En efecto, después de algunos meses de las escuelas dominicales, a principios de 1847, 
quiso don Bosco que los que habían asistido a ellas sufrieran un examen de catecismo, Historia Sagrada ((27)) y la geografía 
correspondiente. Invitó a asistir a los exámenes a algunas personalidades de Turín, entre ellas el abate Aporti, al diputado Boncompagni, a 
teólogo Baricco, al profesor José Rayneri, al Superior de las Escuelas Cristianas, Hermano Miguel, y a otros más. Interrogaron estas 
celebridades a los alumnos sobre dichas materias; quedaron satisfechos de sus respuestas, aplaudieron la experiencia hecha y entregaron, a 
los mejores, premios y recuerdos. El profesor Rayneri, el más famoso profesor de Pedagogía en la Universidad Real, quedó entusiasmado 
Y repitió varias veces en clase a sus alumnos, futuros maestros: «Si queréis ver admirablemente puesta en práctica la Pedagogía, id al 
Oratorio de San Francisco de Sales y contemplad lo que hace don Bosco». 

Animados por esta primera prueba, poco más tarde se prepararon los muchachos para otros exámenes sobre las distintas materias, 
estudiadas en las escuelas nocturnas. Esta segunda prueba se hizo con gran solemnidad. Y como por todas partes de la ciudad se hablaba 
de estas escuelas como de una novedad, y muchos profesores y otros personajes conspicuos iban con frecuencia a visitarlas, el Municipio, 
enterado de ello, envió una comisión compuesta por los señores Cotta y Capello, llamado Moncalvo, 
presididos por el Comendador José Dupré, expresamente encargado de comprobar si los resultados, que tanto se alababan, eran realidad o 
una exageración. Aquellos señores examinaron por sí mismos, a los alumnos de lectura y correcta pronunciación, de aritmética y sistema 
métrico, de declamación y de todo lo demás. No podían comprender, cómo aquellos mozalbetes, analfabetos hasta los dieciséis y diecioch 
años, hubieran podido avanzar tanto en unos pocos meses. Además, al constatar que muchos de aquellos jóvenes, en vez de rodar por las 
calles de la ciudad, estaban allí recogidos para instruirse, la honorable Comisión se despidió llena de admiración y entusiasmo. 

((28)) Dieron cuenta fiel de su visita a todo el Municipio, el cual quedó tan satisfecho que concedió a las escuelas de don Bosco una 
subvención de trescientas liras al año, que él empleó enseguida 
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en favor de sus protegidos. Percibió esta suma hasta 1878, año en que se la suprimían sin dar ninguna razón. 

El caballero Gonella, cuya caridad y celo por el bien dejaron en Turín imperecedera memoria, era a la sazón, director de la obra pía La 
Mendicidad Instruída. Pues bien, oyó este noble señor, contar las maravillas de las escuelas nocturnas y fue también a visitarlas. Interrog 
a los muchachos, se informó del método que se seguía y quedó la mar de satisfecho. Tanto, que al referírselo a los administradores de su 
Obra, obtuvo que éstos acordasen un donativo de mil liras, para entregar a don Bosco en favor de las escuelas y como premio y estímulo d 
los alumnos que a ellas asistían. Al año siguiente, esto es, en 1848, las introdujo con los mismos métodos en el Instituto que él dirigía, y 
también el Municipio seguía sus ejemplos. 

El rey Carlos Alberto y el arzobispo Fransoni, por su parte, le prodigaban aliento y subsidios. Por eso escribía don Bosco en sus 
memorias: «Los plácemes que recibía de las autoridades civiles y eclesiásticas, el celo con que muchas personas acudían a ayudarme con 
medios materiales y con su propio trabajo, son señales seguras de las bendiciones del Señor y del público agradecimiento de los hombres» 

Pero el bien que hacía don Bosco no agradaba al principe de las tinieblas el cual, por permisión de Dios, había empezado a manifestar su 
mal humor. Es el mismo don Bosco quien nos confió cuanto vamos a narrar. Desde que trasladó su vivienda del Refugio a casa Pinardi, 
todas las noches, en cuanto se acostaba, oía sobre el ((29)) techo de la habitación un rumor continuado que retumbaba y que no le dejaba 
cerrar los ojos en toda la noche. Parecía que alguien echaba a rodar grandes piedras sobre el cielo raso de madera. Las primeras veces 
probó colocar unas trampas por si se trataba de ratas, garduñas o gatos; pero no cazó ningún animal. Esparció por el techado nueces, trocit 
de pan y queso; subía a ver a la mañana siguiente; pero, con gran maravilla, todo seguía intacto. Hizo transportar a otra parte todo lo que 
había en el desván -leña, maderas sueltas, trastos viejos-para quitar, a quien fuere el importuno, el medio con que hacer aquel ruido; mas, 
de nada sirvió esta precaución. Habló de ello con don José Cafasso y éste, sospechando cuál pudiera ser la causa de broma tan pesada, 
aconsejóle rociara el desván con agua bendita. Pero, pese a la bendición dada, cada noche se renovaba el pavoroso fenómeno. Entonces 
don Bosco se decidió a cambiar de habitación, 
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y trasladó sus pobres enseres a la última de la misma planta, hacia levante. De nada sirvió este expediente: el endiablado ruido se trasladó 
la nueva habitación. Y don Bosco, en tanto, enflaquecía y se resentía en su salud al no poder dormir, ni descansar. Entraba, de cuando en 
cuando, su madre por la noche en su habitación y alzando los ojos gritaba: «íFeas bestias, dejad en paz a don Bosco, acabad de una vez!». 

Un día, por fin, llamó a un albañil. Ordenóle don Bosco que abriese un ancho boquete, junto a la pared, en el cielo raso de su habitación 
en forma de claraboya, que pudiese prestar fácil acceso al desván; acercó después una escalera, preparó lo necesario para, al primer golpe 
que se oyera de noche, subir con una luz, asomar la cabeza ((30)) al desván e intentar descubrir qué había. 

Y he aquí que se oyó el primer golpe a la hora de costumbre. En menos que se dice, sube don Bosco a la escalera, levanta con la 
izquierda la tapa de madera y con la luz en la diestra se asoma al desván: mira en derredor y... 

Afligido entonces al reconocer evidentemente de quien se trataba, tomó un cuadrito de la santísima Virgen y lo clavó en la pared del 
desván rogándole lo librara de aquella pertubación. íIdea feliz! A partir de aquel momento ya no se volvió a oír nada y el cuadrito quedó 
allí colgado hasta que se deshizo la casa vieja y se construyó la actual. Don Bosco, tranquilo, por así decir, bajo el manto de María, ocupó 
durante seis años aquella pieza que le servía, a la par, de salita de estudio y recibidor. Sobre el dintel de la puerta quiso se escribiera el 
saludo: «Alabado sea Jesucristo», a fin de que fuera leído y pronunciado con devoción por quien se acercase a verle. Quería él de este 
modo hacer un acto de desagravio por las blasfemias que, desgraciadamente, se iban repitiendo cada vez con más frecuencia por el vulgo y 
que a él le horrorizaban, tan profundamente que palidecía y temblaba al mismo tiempo. 

Parecía, en tanto, que allí se reonovaba lo que narra el Evangelio cuando Jesús ayunó cuarenta días. Al retirarse vencido el demonio, los 
ángeles se acercaron. 

El aposento ocupado por don Bosco siempre fue tenido por los muchachos como un recinto misterioso de las más bellas virtudes, como 
un santuario donde la Virgen se complacía en darle a conocer su voluntad, como un vestíbulo de comunicación entre el Oratorio y las 
regiones celestiales. Mamá Margarita pensaba lo mismo. Ella había transportado su cama a la ((31)) habitación más 
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próxima a la de su hijo. Estaba persuadida, por varios indicios, de que don Bosco se pasaba una parte de la noche rezando, y sospechaba 
que en aquel tiempo, ocurrían, de vez en cuando, cosas sorprendentes que ella no sabía explicar. En efecto, le contaba una vez al joven 
Santiago Bellia que, en cierta ocasión, algunas horas antes del alba, había oído a su hijo hablar en su aposento. Tan pronto aprecía que 
preguntase como que respondiese. Ella prestó atención, pero no pudo entender nada. Por la 
mañana aunque persuadida de que, sin ella advertirlo, era imposible que nadie pudiera entrar en el dormitorio de don Bosco, le preguntó 
con quién había estado hablando. Y don Bosco le contestó: 

-Con Luis Comollo... 

-Pero, si Comollo hace años que murió... 

-Y, sin embargo, es así. 

Don Bosco no dio más explicaciones, pero se veía que una gran idea dominaba su mente. Tenía el rostro encendido como una brasa y 
brillaban sus ojos. Una emoción especial le agitó durante varios días. 

Hacía algún tiempo que don Bosco necesitaba un cáliz, mas no sabía cómo adquirirlo, pues no tenía dinero para comprarlo. Cuando he 
aquí que una noche soñó que en su baúl había depositada una cantidad suficiente para ello. Salió a Turín, por la mañana, para varios 
asuntos y, mientras caminaba, le vino a la memoria el sueño; pensó en la alegría que iba a tener si el sueño fuera realidad, y fue tal la 
impresión que experimentó que se determinó a volver a casa para registrar el baúl. Así lo hizo y 
encontró en él ocho escudos, precisamente el importe del cáliz. Nadie había podido ponerlos allí, pues el baúl estaba siempre cerrado. 
Margarita, su madre, no tenía dineros como para darle semejantes sorpresas y también ella quedó extrañada cuando supo lo ocurrido. 

((32)) Pero el hecho más sorprendente lo marró don Bosco, diecisiete años después de sucedido. Una noche de 1864, después de las 
oraciones, reunió en su antecámara para la conferencia que solía dar de vez en cuando, a los que ya pertenecían a su Congregación. Estaba 
entre ellos don Víctor Alasonatti, don Miguel Rúa, don Juan Cagliero, don Celestino Durando, don José Lazzero y don Julio Barberis. 
Después de hablarles del despego del mundo y de la propia familia, para seguir el ejemplo de 
Nuestro Señor Jesucristo, continuó de esta manera: 

»Os he contado ya diversas cosas, en forma de sueños, de las 
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que podemos concluir lo mucho que nos quiere y ayuda la Santísima Virgen. Pero ahora que estamos aquí solos, para que cada uno de 
nosotros esté bien seguro de que la Virgen Santísima ama a nuestra Congregación y para que nos animemos cada vez más a trabajar por la 
mayor gloria de Dios, no os voy a contar un sueño, sino que la misma bienaventurada Virgen María quiso que yo viera. Quiere Ella que 
pongamos en su protección toda nuestra esperanza. Os hablo en confianza y deseo que lo que voy a deciros no se propague entre los demá 
de la casa o fuera del Oratorio, para no dar pie a críticas de los maliciosos. 

»Un día del año 1847, después de haber meditado mucho sobre la manera de hacer el bien a la juventud, se me apareción la Reina del 
Cielo y me llevó a un jardín encantador. Había un rústico, pero hermosísimo y amplio soportal en forma de vestíbulo. Enredaderas 
cargadas de hojas y de flores envolvían y adornaban las columnas trepando hacia arriba y se entrecruzaban formando un gracioso toldo. 
Dada este soportal a un camino hermoso sobre el cual, a todo el alcance de la mirada, se extendía una 
pérgola encantadora, ((33)) flanqueada y cubierta de maravillosos rosales en plena floración. Todo el suelo estaba cubierto de rosas. La 
bienaventurada Virgen María me dijo: 

»-Quítate los zapatos. 

»Y cuando me los hube quitado, agregó: 

»-Echate a andar bajo la pérgola: es el camino que debes seguir. 

»Me gustó quitarme los zapatos: me hubiera sabido muy mal pisotear aquellas rosas tan hermosas. Empecé a andar y advertí enseguida 
que las rosas escondían agudísimas espinas que hacían sangrar mis pies. Así que me tuve que para a los pocos pasos y volverme atrás. 

»-Aquí hacen falta los zapatos, dije a mi guía. 

»-Ciertamente, me respondió; hacen falta buenos zapatos. 

»Me calcé y me puse de nuevo en camino con cierto número de compañeros que aparecieron en aquel momento, pidiendo caminar 
conmigo. 

»Ellos me seguían bajo la pérgola, que era de una hermosura increíble. Pero, según avanzábamos, se hacía más estrecha y baja. Colgaba 
muchas ramas de lo alto y volvían a levantarse como festones; otras caían perpendicularmente sobre el camino. De los troncos de los 
rosales salían ramas que, a intervalos, avanzaban horizontalmente de acá para allá; otras, formando un tupido seto, 

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invadían una parte del camino; algunas serpenteaban a poca altura del suelo. Todas estaban cubiertas de rosas y yo no veía más que rosas 
por todas partes: rosas por encima, rosas a los lados, rosas bajo mis pies. Yo, aunque experimentaba agudos dolores en los pies y hacía 
contorsiones, tocaba las rosas de una y otra parte y sentí que todavía había espinas más punzantes escondidas por debajo. Pero seguí 
caminando. Mis piernas se enredaban en los mismos ramos extendidos por el suelo y se llenaban de 
rasguños; movía un ramo transversal, que me impedía el paso o me agachaba para esquivarlo y me pinchaba, me sangraban las manos y 
((34)) toda mi persona. Todas las rosas escondían una enorme cantidad de espinas. A pesar de todo, animado por la Virgen, proseguí mi 
camino. De vez en cuando, sin embargo, recibía pinchazos más punzantes que me producían dolorosos espamos. 

»Los que me veían, y eran muchísimos, caminar bajo aquella pérgola, decían: "íDon Bosco marcha siempre entre rosas! íTodo le va 
bien!". No veían cómo las espinas herían mi pobre cuerpo. 

»Muchos clérigos, sacerdotes y seglares, invitados por mí, se habían puesto a seguirme alegres, por la belleza de las flores; pero al darse 
cuenta de que había que caminar sobre las espinas y que éstas pinchaban por todas partes, empezaron a gritar: "íNos hemos equivocado!". 

»Yo les respondí: 

»-El que quiera caminar deliciosamente sobre rosas, vuélvase atrás y síganme los demás. 

» Muchos se volvieron atrás. Después de un buen trecho de camino, me volví para echar un vistazo a mis compañeros. Qué pena tuve a 
ver que unos habían desaparecido y otros me volvían las espaldas y se alejaban. Volví yo también hacia atrás para llamarlos, pero fue 
inútil; ni siquiera me escuchaban. Entonces me eché a llorar: "»Es posible que tenga que andar este camino yo solo?" 

»Pero pronto hallé consuelo. Vi llegar hacia mí un tropel de sacerdotes, clérigos y seglares, los cuales me dijeron: "Somos tuyos, estamo 
dispuestos a seguirte". Poniéndome a la cabeza reemprendí el camino. Solamente algunos se descorazonaron y se detuvieron. Una gran 
parte de ellos llegó conmigo hasta la meta. 

((35)) »-Después de pasar la pérgola, me encontré en un hermosísimo jardín. Mis pocos seguidores habían enflaquecido, estaban 
desgreñados, ensangrentados. Se levantó entonces una brisa ligera y, a su soplo, todos quedaron sanos. Corrió otro viento y, como 
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por encanto, me encontré rodeado de un número inmenso de jóvenes y clérigos, seglares, coadjutores y también sacerdotes que se pusieron 
a trabajar conmigo guiando a aquellos jóvenes. Conocí a varios por la fisonomía, pero a muchos no los conocía. 

»Mientras tanto habiendo llegado a un lugar elevado del jardín, me encontré frente a un edificio monumental, sorprendente por la 
magnificencia de su arte. Atravesé el umbral y entré en una sala espaciosísima cuya riqueza no podía igualar ningún palacio del mundo. 
Toda ella estaba cubierta y adornada por rosas fresquísimas y sin espinas que exhalaban un suavísimo aroma. Entonces la Santísima Virge 
que había sido mi guía, me preguntó: 

»-»Sabes qué significa lo que ahora ves y lo que has visto antes? 

»-No, le respondí: os ruego me lo expliquéis. 

»Entonces Ella me dijo: 

»-Has de saber, que el camino por ti recorrido, entre rosas y espinas, significa el trabajo que deberás realizar en favor de los jóvenes. 
Tendrás que andar con los zapatos de la mortificación. Las espinas del suelo significan los afectos sensibles, las simpatías o antipatías 
humanas, que distraen al educador de su verdadero fin, lo hieren, y lo detienen en su misión, impidiéndole caminar y tejer coronas para la 
vida eterna. 

»Las rosas son símbolo de la caridad ardiente que debe ser tu distintivo y el de todos sus colaboradores. Las otras espinas significan los 
obstáculos, los sufrimientos, los disgustos que os esperan. Pero no perdáis el ánimo. Con la caridad y la mortificación, lo superaréis todo 
llegaréis a las rosas sin espinas. 

((36)) »Apenas terminó de hablar la Madre de Dios, volví en mí y me encontré en mi habitación». 

Don Bosco, que había comprendido el sueño, concluía asegurando que, a partir de entonces, se percató del todo del camino que debía 
recorrer; que las oposiciones y las artes con que se le quería detener le eran ya conocidas y, si bien serían muchas las espinas sobre las 
cuales debería caminar, estab cierto, seguro de la voluntad de Dios y del éxito de su gran empresa. 

Con este sueño quedaba también don Bosco prevenido para no desanimarse ante las defecciones de los que parecían destinados a ayudar 
en su misión. Los primeros que se alejaron de la pérgola fueron los sacerdores diocesanos y los seglares que, al principio, se habían 
entregado al Oratorio festivo. Los que se le agregan después representan a los salesianos, a los que les está 
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prometido el auxilio y la ayuda divina, figurada por las ráfagas de viento. 

Más tarde manifestó don Bosco que se le había repetido este sueño o visión en diversas ocasiones, a saber, en 1848 y en 1856 y que, cad 
vez, se le presentaba con alguna variación de circunstancias. Nosotros los hemos reunido aquí, en un solo relato, para evitar repeticiones 
superfluas. 

Pero, aunque don Bosco hubiera reservado para sí en el 1847 este secreto, sin embargo, como nos hacía observar José Buzzetti, desde 
entonces se le notaba cada vez más viva su devoción a María Santísima y cómo buscaba siempre maneras más insinuantes para que los 
muchachos celebraban con fruto las fiestas de la Virgen y el mes de María. Era evidente que se había arrojado en brazos de la divina 
Providencia como un niño en brazos de su madre. La decisión con que tomaba una resolución en las cuestiones más graves y díficiles 
demostraba muy a las claras ((37)) que ya tenía trazado un programa a seguir y un modelo que reproducir y que le fue dicho como a Moisé 
«Inspice et fac secundum exemplar» (Fíjate para que lo hagas según el modelo) 1. Añádase, en fin, que, de vez en cuando, se le escapaban 
exclamaciones, en las que sus confidentes entreveían algo misterioso. Parecía que él contemplase una imagen de María Santísima, 
resplandeciente en lo alto, a la vista de todo el mundo e invitando a todos a recurrir a su protección. 

1 Exodo, XXV, 40. 
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((38)
)


CAPITULO IV


DON BOSCO POR LAS CALLES DE TURIN, EN BUSCA DE MUCHACHOS, Y SUS INDUSTRIAS PARA LLEVARLOS AL 
ORATORIO FESTIVO -ENTRE LOS GOLFILLOS DE LA PLAZA DE MANUEL FILIBERTO -ESCENAS MEMORABLES Y 
EXHORTACIONES DE DON BOSCO AL PUEBLO -SU VUELTA A LA CASA PINARDI 

LA seguridad de que la Virgen le asistía siempre, aumentaba los ánimos y la incapacidad de cansancio de don Bosco. Uno de los 
principales medios de que se sirvió para aumentar el número de sus muchachos fue el de ir a buscarlos por plazas, calles y avenidas. Si se 
encontraba con un muchacho vagabundo, con un ocioso que no había podido colocarse, los detenía amablemente y enseguida les pregunta 
si sabían santiguarse. Cuando no sabían, se los llevaba a un rincón de la calle o les invitaba a 
sentarse en un banco de la avenida y con toda paciencia les enseñaba. En cuanto lo habían aprendido, rezaban con él una avemaría, les 
hacía un regalito y les invitaba a ir al Oratorio. Miguel Rúa fue testigo muchas veces, en su juventud, de este tipo de escenas edificantes 
que se desarrollaban en público, sin que don Bosco se preocupara de la gente que iba y venía. 

Al pasar por delante de los talleres, a la hora del descanso o de comer, no dudaba en acercarse al ((39)) grupo de muchachos aprendices; 
les saludaba cordialmente y les preguntaba de dónde eran, cómo se llamaba su párroco, si aún vivían sus padres, cuánto tiempo hacía que 
habían empezado a aprender el oficio. Y así, después de ganarse su confianza, les preguntaba si todavía recordaban lo que habían 
aprendido en la catequesis parroquial, si habían recibido los Sacramentos en la última Pascua, si rezaban sus oraciones de la mañana y de l 
noche. 

A las francas respuestas de los muchachos correspondía don Bosco con la misma franqueza, dándoles la dirección de su casa en Valdocc 
y manifestándoles el deseo de querer ser amigo suyo para bien de su alma. Ellos aceptaban y, al domingo siguiente, de 
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acuerdo con lo prometido, los veía don Bosco a su alrededor, atentos a sus instrucciones. 

Si se tropezaba con algún muchacho conocido de antes, pero que hacía meses no le había visto los domingos, le preguntaba desde cuánd 
no se confesaba, si iba a misa los días festivos, si seguía siendo bueno, y concluía: «No dejes de venir; me darás una alegría y, si puedes, 
tráete a tus amigos». 

Cuando descubría un grupo de golfillos por los prados, se les acercaba, dando a entender que quería altenar con ellos. Los muchachos 
acudían y él les preguntaba si estaban contentos y si eran buenos, cómo pasaban el día, dónde vivían, en qué trabajaban sus padres, qué 
juegos preferían. Después les describía los pasatiempos de toda clase que él tenía en su patio y el tambor y la trompeta y los paseos y cien 
maravillas más. Añadía que, si fueran, oirían episodios interesantes y un poco de doctrina cristiana. Al despedirse, cuando era convenien 
les daba unas perras. Los muchachos quedaban encantados y gritaban: «íHasta el domingo!» 

((40)) Sucedió algunas veces que, en una plaza de poco tránsito, se encontró con una pandilla de muchachos sentados en tierra, jugando 
la baraja, a las apuestas, a la oca o a juegos análogos. Sobre un pañuelo, extendido en medio, estaban las monedas. Don Bosco se 
acercaba: 

-»Quién es este cura?, preguntaba uno de ellos, con el tono burlón que tan fácilmente suena en labios de la gente del pueblo. 

-íMe gustaría jugar con vosotros!, respondía don Bosco. »Quien va ganando, quién pierde, cuánto se juega? íEa, pongo mi apuesta! 

Y echaba una moneda al pañuelo. 

El nuevo jugador era recibido con agrado. Y él, después de jugar unos minutos, empezaba a interrogarles sobre las verdades esenciales d 
nuestra religión y, al ver su ignorancia, los instruía con palabras sencillas y claras; y terminaba su brevísimo pasatiempo, invitándoles a ir 
Oratorio, y a confesarse. 

En una ocasión atravesaba la plazoleta junto a la Iglesia de un suburbio de la ciudad, donde una partida de muchachos jugaban a correr 
uno tras otro. Llevaba en la mano un cartucho de galletas que le habían pocos momentos antes. Se paró, llamó a los chiquillos y les dijo: 

-Aquí tengo galletas; íel que me pille se las gana! 

Y echó a correr. Todos le persiguieron. Se metió en la iglesia, 
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les hizo señas para que dejaran de gritar, les invitó a sentarse en los bancos junto a la puerta y les dijo: 

-Ahora daré a cada uno su parte; pero, antes, escuchad un poco de catecismo. 

Y dirigiéndose al mayorcito le preguntó: 

-Dime tú, que pareces el más sabio: ((41)) »Qué suerte le espera en la 

eternidad al que muere en pecado mortal? »Cómo se quita el alma el pecado cometido después del bautismo? 

Los ojos de los chavales estaban fijos en el cartucho que don Bosco tenía en la mano, y con la esperanza de que les tocara una buena 
porción de galletas, hacían lo posible por responder lo mejor que sabían. Los entretuvo un poco más con otras preguntas y la gracia de sus 
equivocaciones, hasta que les condujo fuera de la iglesia, les distribuyó las galletas, les contó un ejemplito moral y gracioso y los invitó a 
al Oratorio. Cuando se marchó, los muchachos quedaron maravillados de haber encontrado un cura distinto, como ellos decían, que los 
había divertido, les había obsequiado y, al mismo tiempo, les había contando cosas tan bonitas. Chicos así difícilmente faltaban después a 
su catecismo. 

La franqueza con que don Bosco invitaba a los muchachos tenía algo 
extraordinario. Don Guillermo Garigliano, compañero de don Bosco en las escuelas de Chieri, recordaba con ternura su antigua amistad y 
contaba a don Carlos M.ª Viglietti en 1889, entre otras cosas, el siguiente episodio: 

«Acompañaba un día a don Bosco por Turín cuando, al llegar a la 

iglesia de la Trinidad, en la calle Doragrossa, nos encontramos con un joven mal trajeado y de aspecto arrogante. 

Don Bosco lo saludó amablemente, lo detuvo y le dijo: 

-»Quién eres tú? 

-»Que quién soy yo? »Y usted quién es? »Qué quiere de mí?, contestó el joven. 

-Pues, mira, respondió don Bosco; yo soy un sacerdote que quiero mucho a los muchachos y los reúno los domingos en un hermoso loca 

cerca del Dora, junto al Refugio; les reparto cosas buenas, los divierto y ellos me quieren mucho; yo ((42)) soy don Bosco. Pero ahora qu 
te he dicho quién soy yo, tengo derecho a saber quién eres tú. 

-Yo soy un pobre muchacho sin trabajo; no tengo padre ni madre y busco empleo. 

-Pues bien, mira: yo quiero ayudarte... »cómo te llamas? 

-Me llamo... 
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Y dijo su nombre.
-Bueno, escucha; el domingo te espero con mis hijos... ven, te divertirás; después te buscaré trabajo... y haré que estés contento.
El joven se quedó mirándole, con los ojos fijos en la cara de don Bosco, y contestó bruscamente:
-íNo es verdad!
Don Bosco echó mano al bolsillo, sacó una moneda de diez céntimos, la puso en la mano del muchacho y le dijo:
-Sí... sí, es verdad; ven y lo verás.
El muchacho miró la moneda conmovido y respondió:
-Don Bosco..., iré... Si el domingo falto, llámeme: "busiard" (tramposo)
.
Fue, continuó asistiendo asiduamente al Oratorio y creo que hoy es uno de los sacerdotes de la Congregación, ya que cuando vine alguna


veces, después, al Oratorio, lo vi vestido con sotana». 
También se valió don Bosco en muchas ocasiones del industrioso modo de invitar a comer a algún muchacho a quien se encontraba por 
calle; lo sentaba a su lado y condividía con él sus pobres manjares. Así se comportó hasta que estuvo en marcha el internado. Esta 
amabilidad le ganaba de tal modo a los muchachos, que no se puede decir cuán estrechamente quedaban unidos a él y con qué felices 
resultados para sus almas. Baste un hecho entre muchos. 
Era el mediodía. Volvía don Bosco a casa. Junto a la cancela que cerraba su patio y su huerto, vió al muchacho B..., que vivía no lejos d 
allí. Tenía las manos y la cara sucias y llevaba un blusón sobado y grasiento. Hasta entonces don Bosco no había tenido mucho trato con 
él, porque siempre se negaba ((43)) a asistir a las funciones; sólo se habían cruzado algunas palabras. Sin embargo, lo conocía de fama, 
porque el pobre muchacho las había hecho de todos los colores y hasta se le atribuían graves delitos. Don Bosco, sin más, se le acercó y le 

saludó: 
-Buenos días, amigo. 
-íBuenos días!, respondió B..., agachando la cabeza, cuyos pelos le cubría la frente. 
-Me alegro mucho de haberte encontrado. Hoy tienes que ser complaciente..., no me digas que no. 
-Si puedo, com mucho gusto. 
-Sí que puedes; ven a comer conmigo. 
-»Comer yo con don Bosco? 

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-Sí, tú: hoy estoy solo.
-Usted se equivoca y me confunde con otro. Usted no me conoce.
-Sí que te conozco. »No eres tú el hijo de fulano?
-»Yo, que he hecho tantas y tan gordas, como usted no se puede imaginar?
-Precísamente tú.
-Pero, »se va a molestar usted por mí?..
.
-Sin más cumplidos... Decídete... Vamos.
-No me atrevo a ir así, tal como me encuentro. íSi al menos pudiera ir a confesarme antes!
-Ya irás, si te parece, el sábado y el domingo por la mañana; pero hoy debes venir a comer conmigo.
-Otra vez será. Mi madre no lo sabe y me espera en casa.
-Le mandaré decir a tu madre que hoy comes con don Bosco. El señor Pinardi me hará ese favor.
-Pero, mire: íestoy tan sucio! Tendría que lavarme y cambiarme de ropa. Me da vergüenza ir así.
((44)) -No; quiero que sea hoy y tal como estás; tendré mucho gusto en que pasemos juntos una hora.
-Pero..
.
-No hay pero que valga. Vamos, la sopa está en la mesa.
-Pues si usted se empeña... vamos.
Y entraron en casa. Cuando mamá Margarita vio entrar a aquel huésped le dijo a don Bosco por lo bajo:
-»Por qué has traído a ese asqueroso? »Dónde lo has encontrado?
-No diga eso, respondió don Bosco. Es un gran amigo mío, sépalo. Trátelo bien.
Y se sentaron a la mesa. Desde aquel día, B... comenzó a mudar de vida y llegó a ser un excelente joven.
Con todo, aunque las almas por él pescadas en la red del Señor eran muchas, no podían comparase en número con las redadas que, según


su acostumbrada expresión, hacía en la plaza de Manuel Filiberto. La parte que daba a Puerta Palacio hormigueaba de vendedores 

ambulantes, limpiabotas, limpiachimeneas, mozos de mulas, expendedores de papeles, faquines, todos muchachos pobres que iban tirando 

como podían con su triste negocio. Es fácil imaginar la clase de gente que podía llegar a ser aquella pobre juventud en la edad adulta, sin 

nadie que los cuidara, los instruyera y aconsejara, abandonada a sí misma y recibiendo malos ejemplos 

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de toda especie. La mayor parte de ellos pertenecía a las llamadas «Cocche di Borgo Vanchiglia» (Pandillas del Barrio Vanchiglia), 
numerosas pandas de muchachotes juramentados entre sí con pactos de defensa mutua, capitaneados por los mayores y más audaces. Eran 
insolentes y vengativos, prontos a llegar a las manos con el menor pretexto de una ofensa recibida. Como no tenían ningún trabajo, crecían 
ociosos y entregados al juego y al hurto de bolsas y fardeles. Las más de las ((45)) veces acababan en la cárcel y, cumplida la pena de sus 
fechorías, volvían a Puerta Palacio, donde continuaban con mayor maestría y malicia sus bajas costumbres. 

Don Bosco, pues, solía ir cada mañana a esta plaza, donde había conocido a cierto número de aquellos jóvenes, cuando su Oratorio festi 
se trasladó desde el Refugio hasta la Iglesia de los Molinos. Empezó a tratar con alguno de ellos, primero, con la excusa de preguntarles l 
dirección de alguna calle o de hacerse limpiar los zapatos, y después, saludándoles al pasar a su lado. Tanto más que a algunos los había 
conocido en las cárceles, que siempre seguían siendo parte de su campo de apostolado. 

Se detenía aquí o allí con algún grupo, haciéndoles reír con algún chiste, interesándose por su salud, o por la ganancia hecha el día 
anterior y, al mismo tiempo, les manifestaba su suerte por haberse encontrado con ellos; aún más, a veces les decía que había pasado apost 
por allí por el gusto de verles y saludarles. Poco a poco, llegó a conocer a todos por su nombre y hablaba con ellos, con la confianza de un 
padre con sus hijos, de la necesidad de ganarse el paraíso. 

Cuando se encontraba con alguno a solas, con una habilidad totalmente suya, que nadie conseguirá describir dignamente, le preguntaba 
cómo iban las cosas de su alma y si se confesaba. El joven respondía con sinceridad, pero en cuanto a la confesión rara vez decía que sí, 
porque casi no sabía qué fuese el sacramento de la confesión. 

-Bueno, respondía don Bosco; ven a visitarme y yo te enseñaré a confesarte y quedarás muy contento. 

Para ganárselos más, alguna vez compraba en aquel ((46)) mercado uno o dos cestos de fruta. Decía a los más próximos: 

-Llamad a los otros. Ea, una manzana para cada uno. 

Y era inmensa la alegría de los que recibían el inesperado regalo. 

Mientras recorría el trozo de calle que va de Puerta Palacio a 
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la iglesia de Santo Domingo, le asaltaban los vendedores de cerillas, aturdiéndole con sus voces: 

-íFósforos de cera!, íse los doy a prueba! íCómpreme a mí... que aún no he podido vender nada... déme a ganar algo para poder comprar 
desayuno! 

Pedíales don Bosco no vocearan de aquel modo, iba hablando con uno y con otro y empleaba casi media hora para recorrer el corto 

espacio de calle. De pronto, se volvía a la pandilla y les decía: 

-íBueno! Esta vez quiero que todos ganéis algo, pero con una condición: íque el domingo vengáis todos al Oratorio! 

Ellos lo prometían y don Bosco compraba una cajita a cada uno diciendo a sus nuevos amigos: 

-También yo voy a colgarme una caja al cuello y vendré a Puerta Palacio con vosotros a vender cerillas. 

Todos se reían y agradecían satisfechos a don Bosco las dos perrillas recibidas; y don Bosco volvía a casa con las faltriqueras llenas de 

cajitas de fósforos, que algunos buenos señores le compraban después para él para su uso propio. 
Muchas veces, daba a aquellos granujillas medallas de la Virgen, que ellos mismos le habían pedido insistentemente, y mientras alargab 

la mano, don Bosco repetía: 

-Ponéosla al cuello... acordaros que la Virgen os quiere mucho y pedidle de corazón que os ayude. 

Imposible decir el cariño que tenían a don Bosco aquellos muchachos y las graciosas escenas a que daban lugar. Cada vez que debía 
atravesar la plaza de ((47)) Milán, no podía proseguir el camino sin pararse. Apenas aparecía, corrían a su encuentro los primeros chiquill 
que le veían, iban llegando poco a poco unos tras otros, hasta que se corría la voz, y dejaban todos sus puestos para acudir a su alrededor y 
saludarle. Entonces don Bosco les decía: 

-»Queréis que os cuente un cuento de risa? 

-Sí, sí, cuéntelo; gritaban los muchachos. 

El corro numeroso de chicos atraía la curiosidad de las mujerucas que vendían frutas y legumbres, las cuales se unían también al corro. 

Los soldados, los mozos de cuerda y mucha otra gente se sumaban a la reunión. 

-»Qué pasa?, preguntaban los últimos en llegar. 

-No lo sé; yo me he parado al ver tanta gente,respondía el de al lado. 

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-íBah! íEs un cura!, decía un tercero poniéndose de puntillas. 

-íEs don Bosco!, aclaraba uno que lo conocía. 

-»Y quién es don Bosco?, interrogaba un campesino llegado al mercado. 

-íQué sé yo!, contestaba el preguntado. 

Siempre había alguien que satisfacía la curiosidad de los forasteros diciéndoles lo que sabía de don Bosco. Con todo esto crecía el 
murmullo hasta convertirse en un confuso vocerío. 

-íSilencio!, gritaban los muchachos. 

-íSilencio!, repetían los otros. 

Y para imponer silencio, como suele acontecer, aumentaban los gritos. 

Don Bosco, entonces, subía sobre un escalón o sobre una silla que le traían de algún tenducho vecino; ((48)) o bien buscaba un apoyo 
para no ser empujado y caer. La gente se arremolinaba cada vez más para oír y entonces empezaba a predicar. A veces llegaban a juntarse 
centenares de personas. Hasta los tenderos se asomaban a la puerta de sus tiendas para escucharle. Acudían también los municipales y la 
policía, por miedo a que aquel cura ocasionara un desorden y, después, ellos mismos se quedaban a escuchar. Seguro que, difícilmente, se 
podían oír sermones más populares y eficaces. Don Bosco contaba un ejemplito ameno o un episodio de la historia antigua y 
contemporánea, y sacaba siempre una moraleja práctica para su auditorio. Ninguno siseaba. Hasta los más alejados, que nada podían 
entender, no se atrevían a proferir palabra, para no molestar. Cuando concluía, la gente comentaba: 

-Tiene razón don Bosco; lo primero es salvar el alma. 

Y muchos se retiraban, silenciosos y pensativos. A veces repartía medallas y entonces la cola que se hacía no tenía fin. 

En tales ocasiones lo difícil era escapar de aquel lugar, porque todos querían seguirlo e ir con él. Así que, cada vez tenía que inventar un 
estratagema para desentenderse de tanta gente. Ya se quitaba el sombrero y, simulando que se le caía, se inclinaba y, así agachado, pasaba 
por entre uno y otro. Ya escondiéndoselo bajo la capa, se inclinaba, pedía a un muchacho que le prestara su gorra, se la calaba y así, 
parapetado entre sus pilluelos, daba la vuelta a la esquina, desaparecía y se 
plantaba lejos, antes de que la turba cayera en la cuenta. Ya se escabullía por los soportales; ya entraba sin ser visto en una tienda y salía p 
detrás par ir a sus asuntos. 
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((49)) La masa de gente que quedaba allí inmóvil un rato y, al ver que había desaparecido, preguntaba: 

-»Dónde está, dónde está? 

Alguna buena mujer exclamaba: 

-Los ángeles se lo han llevado. 

En tanto la asamblea se dividía en pequeños grupos y los que no habían podido enterarse, se hacían contar lo que el cura había dicho. Y 
todos daban su aprobación, porque, en aquellos tiempos, la gente sencilla tenía una fe muy viva en el corazón. 

Era divertido escuchar los comentarios que hacían a la hora de separarse, sobre las palabras y modos originales de aquel sacerdote. A 
unos les parecía un santo; a otros un insensato. Muchos le conocían y daban al hecho su justo valor; otros le llamaban loco. Don Bosco 
echaba todo a buena parte, y estaba satisfecho de que aquella gente, que casi nunca iba a la iglesia, hubiera escuchado un sermón de esos 
que difícilmente se borran de la memoria. Solía decir: 

-El sacerdote, si quiere hacer mucho el bien, debe unir a su caridad una gran franqueza. 

Cuando después volvía don Bosco del centro de la ciudad, no sólo se repetía, de vez en cuando, el mismo espectáculo, sino que los 
muchachos, después de oírle un cuento gracioso, le acompañaban hasta su casa. No se cansaban de estar a su lado y de oírle hablar. A lo 
mejor entonaba una canción religiosa popular y todo un coro de voces se unía a la suya. Don Bosco renovaba la escena del divino Salvado 
rodeado por las turbas y recorriendo los caminos de Galilea. Andaba despacio. Respondía a lo que le preguntaban, o bien tomaba él la 
palabra. Finalmente llegaban todos hasta la puerta de su casita. Desde el portal se volvía a los que le habían acompañado, los exhortaba a 
permanecer siempre fieles a la Iglesia Católica y a las verdades de la fe, e invitaba ((50)) a los chiquillos a ir al catecismo e domingo 
próximo. Por fin, se retiraban con fuertes gritos de «íViva don Bosco!» 

Hemos escrito estas anécdotas al dictado de unos y de otros antiguos alumnos, que fueron testigos de las mismas. Semejantes 
espectáculos se renovaron a menudo hasta 1856. 

Algunos, sin embargo, prudentes según el mundo, mas sin experiencia de los caminos por los que el Señor conduce a sus siervos fieles, 
censuraban a don Bosco sin reparar en sus buenas intenciones. 

El señor Scanagatti, amigo del Oratorio y antiguo conocido de 
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don Bosco, no veía con buenos ojos, al principio, ciertas formas del buen sacerdote, ciertas costumbres del Oratorio, y la reunión de 
tantísimos muchachos. Habló de ello con don José Cafasso, su confesor, rogándole aconsejera a don Bosco que se dejase de muchas 
cosillas que no le gustaban. Pero don José Cafasso le respondió: 

-Déjele hacer. Don Bosco tiene dones extraordinarios; y, aunque a usted le parezca lo contrario, actúa por un impulso superior: 
ayudémosle cuanto podamos. 

El Arzobispo, que preveía cómo la Iglesia perdería pronto el apoyo de la autoridad civil, juzgaba humanamente necesario remediarlo con 
el del pueblo y que el sacerdote se acercara cada día más a las multitudes de los fieles, atrayéndolas con el socorro de sus necesidades, con 
la persuasión de la divina palabra, con la influencia de su autoridad y la santidad de su vida. 

Por eso él aprobaba que don Bosco se valiera a este fin de todo medio lícito, aunque fuera extraordinario, sugerido por una prudente 
caridad. Tanto más, cuanto que en todas las actuaciones de don Bosco triunfaba el don de la palabra, que había pedido y ((51)) obtenido d 
Señor el día de su ordenación sacerdotal. Verdaderamente se podía decir de él: «La sabiduría clama por las calles, por las plazas alza su 
voz. Llama en la esquina de las calles concurridas, a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus dircusos».1 

1 Prov. I, 20, 21. 
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CAPITULO V 

SIGUE EL MISMO TEMA -DON BOSCO POR CANTINAS, FONDAS, CAFES Y BARBERIAS 

SI alguien se propusiera describir todas las industrias empleadas por don Bosco para conseguir salvar el mayor número de almas posible 
especialmente para conducir al buen camino a la juventud, podría componer un libro de los más amnenos y sugestivos. 

Sin el menor respeto humano, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, a abajarse y humillarse, sin desconcertarse por las críticas de los poco 
avizores, cuando no mal pensados, con tal de promomer la gloria de Dios. 

-Para hacer el bien, solía repetir, hay que tener un poco de valor, estar dispuestos a sufrir cualquier mortificación, no mortificar a nadie y 
ser siempre amables. Los efectos que he obtenido con este sistema son consoladores y hasta magníficos. Cualquiera, hoy en día, podía 
conseguir lo mismo que yo, con tal de emplear la desenvoltura y la dulzura de San Francisco de Sales. 

Y recordando en ocasiones sus primeros tiempos, le oímos muchas veces exclamar conmovido: 

-íAy, qué tiempos, qué hermosos tiempos aquéllos! 

Al pasar por las calles, las plazas y los alrededores de Turín se había dado cuenta de la existencia de otros lugares donde no era ((53)) 
fácil la presencia de un sacerdote. Había en ellos fondas, posadas, bares; entraba él allí para acompañar a un viajero que le preguntaba 
dónde refocilarse, o un amigo que le pedía la dirección de una fonda decorosa, o un estudiante que necesitaba una pensión modesta. A 
veces, al acabársele la corta provisión de vino, que su hermano José le mandaba, iba allí a comprar medio barril, que guardaba para convid 
a ciertos señores, cuya amistad 
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quería ganarse, o bien para los obreros a quienes encomendaba algún trabajo en su casa. Tampoco dudaba a veces en entrar, para pedir un 
bebida caliente o simplemente un vaso de agua. Eran sólo pretextos y nada más. En efecto, la entrada de un sacerdote en ciertos 
establecimientos de aquéllos llamaba poderosamente la atención. Se le acercaba el dueño para recibir sus órdenes y, ganado por sus 
maneras afables, entraba en conversación con él. Los clientes esparcidos por aquí y por allá, dejaban sus mesas y le hacían corro. Don 
Bosco, al principio, los entretenía con una conversación alegre, chistes, frases ingeniosas, anécdotas y, por último, remataba con unas 
palabras sobre la salvación eterna. Entraba audazmente en el tema, pero con pocas 
palabras y manifestando siempre el interés que tenía por sus almas. Preguntaba con aquella su circunspecta sonrisa: 

-»Hace mucho tiempo que no os habéis confesado? »Habéis cumplido con Pascua? 

Las repuestas de los presentes eran tan sinceras como amables y francas las preguntas. A veces don Bosco tenía que aguantar disputas, 
resolver objeciones, disipar prejuicios; pero lo hacía con tal garbo, que nadie se ofendía y ni la menor frase hiriente turbaba la pacífica 
conversación. El aseguraba no haber recibido en aquellos lugares, frecuentados por toda suerte de personas, ni un insulto ni una burla de 
mal gusto. Cuando se iba, todos eran muchos, como lo habían prometido, iban a buscarle al confesionario. 

Durante estas conversaciones observaba si había algún niño; preguntaba al dueño del establecimiento si tenía hijos, se interesaba por 
saber si eran buenos, si obedecían a sus padres; pedía, por favor, que se los dejaran ver y, por último, les recomendaba que se los mandara 
al Oratorio para asistir a las funciones sagradas. Las madres, al enterarse de la novedad de su presencia en el establecimiento, llevadas por 
la curiosidad, salían de sus habitaciones, se sumaban al corrillo y, emocionadas a la par de sus maridos, al ver el interés que demostraba 
hasta por el bien temporal de sus hijos, accedían a su petición, especialmente a la de mandarlos al Oratorio a confesarse. Los hijos, a su ve 
en cuanto conocían a don Bosco, ya no acertaban a separarse de él. 

Citamos un caso entre muchos. Había ido repetidas veces, para sus fines, a una fonda del barrio de Valdocco, donde tenía estrecha 
amistad con el hijo del fondista. El muchacho, aunque de buena voluntad, tenía poco tiempo los domingos para ir a la iglesia, 
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a causa del continuo ajetreo de la gente alegre, a la que tenía obligación de servir. Estaba un día conversando con don Bosco, se acercó su 
padre y se sentó en medio para participar en la conversación. Don Bosco aprovechó la ocasión y le rogó que dejara a su hijo y a su familia 
ir a confesarse al Oratorio. Aquel hombre, que hacía años no se había acercado a los sacramentos, condescendió enseguida. 

-Pero esto no basta, exclamó don Bosco; ha de venir también el papá.
El fondista se quedó un rato pensativo y después respondió:
-Sí, iré; pero con una condición.
-Veámosla.
((55)) -Que usted acepte almorzar conmigo.
-Acepto.
El fondista, loco de alegría, preparó todo lo mejor que pudo y supo. Don Bosco se presentó el día convenido y el almuerzo resultó


estupendo, asistiendo sólo la familia. El fondista repetía a cada instante que aquél era el día más feliz de su vida. Al retirarse, agradecióle 
don Bosco sus atenciones y terminó diciendo: 
-Espero que mantenga su palabra, »eh? 
-La cumpliré, respondió el fondista. 
Pocos días después mandó su familia a confesarse, pero él no apareció. Don Bosco se lo encontró varias veces y le dijo: 
-Bueno, »cuándo...? 
El fondista buscaba mil pretextos; pero, al cabo de algunos meses, cumplió su palabra y se confesó con el mismo don Bosco, con quien 
siempre mantuvo una gran amistad. 

Pero don Bosco sabía recompensar a fondistas y hosteleros por la buena acogida que daban a sus consejos y por su buena conducta. Por 
eso, cuando escribía o hablaba con las personas de mayor relieve de los pueblos, les notificaba y garantizaba el trato esmerado y económic 
que encontrarían en las fondas que indicaba: y así les atrajo numerosos forasteros y no pocos húespedes. 

También ejercía don Bosco su eficaz apostolado en los cafés de Turín. 
El pedía un café, pero el objeto de sus solicitudes era, claro está, alguno de los muchachos que servían las bebidas. Entablaba 
conversación, en voz baja, con uno o con otro, en el momento en que presentaban la bandeja y ellos le abrían enseguida el corazón, sin qu 
ninguno de los que ocupaban las mesitas próximas pudiera imaginar de qué hablaban. 
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((56)) Eran muy pocas las palabras para no llamar la atención, pero eran eficaces. Al domingo siguiente, muy de mañana, aquellos 
muchachos estaban en el Oratorio. Después, cuando estuvo abierto el internado, hasta dejaban el café para ir a vivir con él. 

Llamaba entonces don Bosco al dueño y le decía: 

-»Me quisiera hacer un favor? 

-Usted dirá: tendré mucho gusto en servirle. 

-»Daría usted permiso a este muchacho para que viniese a visitarme alguna vez? 

-»Adónde? 

-Al Oratorio, en Valdocco. Allí podría aprender un poco de catecismo y hacerse un buen chico. 

-íBuena falta le hace! íEs un bribón, un descarado, un holgazán...! Tiene todos los defectos imaginables. 

-»Posible? íNo será tanto! 

Y volviéndose al muchacho, que se mordía los labios y dirigía su mirada a otra parte, añadía: 

-»Es verdad? 

Y continuaba su conversación con el dueño: 

-De todos modos, quedamos entendidos; usted me da este gusto y yo le quedaré muy agradecido. 

-íBueno! Si no quiere otra cosa, de acuerdo; contentísimo. 

Y el muchacho comparecía en el Oratorio. 

Alguna vez don Bosco intentaba invitar al mismo dueño y a sus hijos a confesarse, especialmente en tiempo de Pascua: 

-Y bien, amigo, »cuándo vamos a cumplir con Pascua? 

-Somos buenos cristianos, ya lo sabe usted. Sabemos nuestros deberes... pero, claro... las muchas ocupaciones... No tiene uno tiempo pa 
nada.. Pero, bueno, lo veremos. 

-Y sus hijos, »cumplieron ya con Pascua? 

-Quiero que mis hijos marchen bien; ya les arreglaría yo si faltaran a esta obligación. 

((57)) -Entonces, »los enviará? 

-Seguro. »Cuándo le va a usted mejor? 

-Por las mañanas; mas, para mayor seguridad de encontrarme, que vengan el sábado por la tarde. 

-Así será. 

Algunas veces repetía la invitación a los dueños, los cuales, por fin, cedían e iban con sus hijos a confesarse. 

Había otra categoría de jovencitos que recibía los cuidados de don Bosco: eran los aprendices de las peluquerías. Cuando necesitaba 

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afeitarse, escogía una barbería preferentemente de las más frecuentadas en aquel momento. El barbero recibía al recién llegado con las 
atenciones proverbiales de los turineses y, acercándole una silla, le rogaba esperase turno hasta que terminara de servir a los que ya 
aguardaban. Don Bosco echaba una mirada alrededor, se fijaba en el aprendiz que preparaba las navajas y replicaba: 

-Tengo prisa, no puedo esperar. Usted atienda tranquilamente a estos señores. Ese muchachos que está desocupado, podrá afeitarme a la 
mil maravillas. 

-Por favor, respondía el barbero; »cómo se va a hacer usted desollar por ese mocoso? Hace muy pocas semanas que empieza a manejar l 
navaja: pasaría un mal cuarto de hora. Además, es tan parado, y tiene tan pocas ganas de aprender... 

-Si embargo, replicaba don Bosco, me parece un muchacho inteligente. Mi barba no es muy difícil. Si usted permitiese que empezase a 
ensayarse con mi cara, me daría un gran gusto. Ya verá usted como todo acaba bien. 

-Bueno, sea como usted quiere, concluía el barbero; yo ya le he avisado, y hombre avisado... 

-Gracias, respondía don Bosco. 

Y después, volviéndose al jovencito, que se había puesto como la grana de vergüenza por los elogios ((58)) de su amo le decía: 

-Ven aquí; ea, a ver cómo te luces: Estoy seguro de que tu maestro tendrá que cambiar de opinión sobre ti. 

Y el muchachos, reanimado, dudaba primero y después tomaba tranquilamente la navaja y comenzaba a rasurar al pobre cura. No es fáci 
decir lo que aquella mano inexperta hacía sufrir a don Bosco. La navaja no afeitaba y muchas veces arrancaba los pelos. Don Bosco, que 
sufría hasta cuando el barbero era muy hábil en su oficio, aguantaba en aquel momento una verdadera tortura. Y, siempre tranquilo, no dab 
la menor señal de dolor; el muchachos se serenaba cada vez más, creyendo que lo hacía bien, y aumentaba su simpatía para quien le había 
dado tan buena señal de aprecio. No faltaban las pullas del maestro burlándose del novicio y compadeciendo al cura, pero don Bosco 
protestaba que el muchacho cumplía muy bien su oficio. Terminada la dolorosa operación, no siempre sin que las mejillas de don Bosco 
hubieran recibido algunos cortes, los elogios, que el muchacho recibía del buen siervo de Dios, eran otros tantos vínculos que prendían el 
corazón de quien estaba acostumbrado a no oir más que reproches. Don Bosco 
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salía de la barbería prometiendo que volvería otra vez, pero a condición de que le afeitara aquel muchacho y no otro. 

De vez en cuando cambiaba de barbería y se comportaba del mimo modo. Cuando entraba por segunda vez en la misma barbería, 
empezaba a decir alguna palabra sobre la vida eterna al muchacho aprendiz y concluía: 

-»Cuánto tiempo hace que no te confiesas? 

El muchacho respondía con la verdad al que ya tenía por amigo suyo y no dejaba muchas veces de manifestarle el interior de su alma. 
Bastaban pocas palabras para que don Bosco entendiese cómo andaban las cosas y para invitarle a ir al Oratorio al domingo siguiente para 
aprender allí el catecismo y confesarse. A lo mejor el muchacho respondía ((59)) que iría de buena gana, pero que el amo no se lo 
permitiría; y entonces don Bosco se entendía con el patrono, el cual, para no perder un cliente, 
consentía en la demanda. A veces, cuando estaba sola la barbería, don Bosco preguntaba al aprendiz delante del propio maestro, con la 
intención de llevar a Dios al maestro y al aprendiz. Preguntábale, pues, si había cumplido con pascua, si iba a misa los domingos y cosas 
semejantes. El maestro, que dejaba de tomar parte en la conversación, haciendo gala de virtudes, protestaba: que él también deseaba que e 
muchacho fuera un buen cristiano, que ésos eran sus consejos, etc., etc. Don Bosco, a la par que convencía al joven con sus maneras 
insinuantes y obtenía la promesa de que iría al Oratorio, al salir soltaba una miradita y una palabrita al barbero y, a veces, lograba verlo 
después en el Oratorio, arrodillado a sus pies. 

De la misma manera se comportaba don Bosco en cualquier otro establecimiento, donde encontrase muchachos; y así tenía todos los día 
el mérito de llevar las almas a Dios. 
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((60)) 

CAPITULO VI 

DON BOSCO PREDICADOR -SU PREPARACION DE LOS SERMONES Y SU METODO PARA IMPROVISAR -PREDICACION 
CONTINUA -SUFRIMIENTOS EN LOS VIAJES -BUEN EJEMPLO Y CELO EN LAS MISIONES ESPIRITUALES AL PUEBLO 
LA MIES RECOGIDA, EL AFECTO Y LA ESTIMA DE LAS GENTES -PREDICA EN QUASSOLO, EN STRAMBINO, EN 
VILLAFALLETO Y LAGNASCO -PANEGIRICO DE NUEVO ESTILO EN UN CONVENTO DE MONJAS 

EL más vivo deseo de don Bosco, el único fin de su vida era destruir el pecado y alcanzar que Dios fuera más conocido, servido y amado 
por todo el mundo. Como ministro consagrado del Señor que era, sentía dentro de sí toda la fuerza de aquel dicho del Divino Maestro: «El 
espíritu del Señor sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación de los 
cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos».1 Por esto añadía al 
estudio de los libros santos la lectura de los autores sagrados más insignes, teniendo siempre por modelo al Divino Salvador que, siendo la 
sabiduría encarnada, hablaba con admirable sencillez, para adaptarse a la inteligencia del pueblo. ((61)) En 1844 llevaba ya escritos y 
corregidos más de cien sermones nuevos. Se había preparado las instrucciones y meditaciones para dieciocho días de misión al pueblo; 
varios sermonarios de ejercicios espirituales para religiosos, seminaristas, monjas y jóvenes; algunas novenas, triduos para las cuarenta 
horas y muchos panegíricos y sermones para las principales fiestas del año. 

Al principio de su apostolado no subía al púlpito, especialmente en las ciudades y poblaciones importantes, sin haber escrito cuanto 
quería decir. Su lema, mil veces repetido era: «El sermón que produce mejores frutos es el mejor preparado y aprendido». Aseguraron 
haberlo oído de sus propios labios monseñor Manacorda, obispo de Fossano y don Albino Carmagnola. 

1 Lucas IV, 18. 
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Sólo que, al multiplicarse sus ocupaciones, toda con la exigencia de su tiempo, y sintiendo verdaderas ansias de predicar la palabra de 
Dios, se tuvo que conformar, para todo nuevo tema, con escribir unos guiones en cuartillas, muchos de los cuales tenemos la fortuna de 
poseer. 

Ultimamente ni siquiera esos guiones pudo preparar. Y a veces predicaba después de reflexionar un rato sobre lo que quería decir; pero 
otras, rezaba el avemaría mientras subía al púlpito e improvisaba. íQué felices eran sus improvisaciones! Hablaba con lentitud, casi sin 
gestos, pero su voz argentina penetraba en los corazones y los conmovía con sencillos razonamientos. 

En lugares donde el auditorio era gente muy ajena a lo religioso y llegaba a la iglesia por curiosidad, para oír a un famoso orador, o para 
criticar a determinado sacerdote como cabeza de un partido contrario a sus opiniones, nosotros mismos los hemos oído, al acabar el sermó 
repetir al unísono, en la iglesia y en la plaza: «Ha estado bien; ha estado bien». 

((62)) Pero, aún en estas ocasiones, su exposición estaba perfectamente ordenada. Comenzaba con un texto de la Sagrada Escritura: en e 
exordio exponía con precisión el tema a tratar, o bien anunciaba con claridad el objeto de la fiesta o el misterio que se celebraba. A 
continuación desarrollaba el tema propuesto, aducía una brevísima razón teológica, narraba un hecho histórico, una comparación o una 
parábola que se convertían en la parte principal de su discurso, sin olvidarse nunca de algunas prácticas para la vida. Añadiremos que estab 
admirablemente preparado para cambiar el tema apenas subía al púlpito, de acuerdo con las circunstancias o la imprevista condición del 
auditorio. Claro que para conseguir un buen resultado con tal método, no basta la ciencia de orador sagrado; es necesario poseer, con 
anterioridad, un gran ascendiente moral sobre los fieles. 

Cuando don Bosco predicaba, donde quiera se le presentaba la ocasión y ante cualquier ceto de personas que lo esperaban con vivo dese 
era escuchado como se le escucha a un santo. 

Su predicación era continua. Resulta difícil enumerar las poblaciones, no sólo de Piamonte, sino también de Italia Central, donde oyeron 
su voz. Pero, desde luego, casi no hay ciudad o pueblo del Piamonte donde no haya predicado. Cuando podía confiar en la diligencia y 
vigilancia de los que tenía al frente de las distintas secciones del Oratorio, se alejaba de Turín, mas sin dejar de volver los días en que se 
requería su presencia. Por doquiera 
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andaba, sucedían mil sorprendentes anécdotas cada una a cuál más graciosa, que difícilmente se creerían por la posteridad, de no haberlas 
acreditado testigos serios que iremos citando a lo largo de estas memorias. Aún está vivo su recuerdo en Alba, Biella, Ivrea, Novara, 
Vercelli, Asti, Alessandria, Cúneo, Mondoví, Nizza ((63)) Monferrato, Rívoli, Racconigi, Carmagnola, Bra, Foglizzo, Pettinengo, 
Fenestrello... 

Como nuestro Señor Jesucristo, se preparaba para predicar con una fervorosa oración. Prefería ir a los poblados del campo. Al ponerse e 
marcha, hacía siempre la señal de la cruz, invocaba el auxilio del Señor y recitaba alguna oración a la Virgen Santísima. Y así como estand 
en Turín se confesaba regularmente cada semana, durante estas peregrinaciones se humillaba con más frecuencia ante el tribunal de la 
penitencia. Aunque no era escrupuloso, no sufría la más pequeña imperfección y, por eso, ponía cuidado especial para agradar a Dios hast 
en las cosas más pequeñas. Por ello sus fatigas eran siempre recompensadas con frutos copiosos. 

Tenía, además, el raro mérito de un gran espíritu de sacrificio habitual. Pocas veces y para trayectos cortos usaba el ferrocarril, que en 
aquellos años se empezaba a construir. Había que viajar en tartanas o en las llamadas diligencias; y él que, con el bamboleo del carruaje 
padecía lo indecible del estómago, casi no pasaba semana sin someterse a aquel tormento. Según su costumbre, hubiera deseado continuar 
escribiendo y corrigiendo sus opúsculos durante el viaje; pero su malestar se lo impedía frecuentemente. Subía entonces al pescante junto 
cochero; pero cada sacudida le excitaba al vómito. El cochero se compadecía: 

-íPobre cura, repetía una y otra vez, si yo pudiera ayudarle en algo! 

Y al llegar a una parada le proporcionaba atentamente una bebida caliente, que ocasionábale, después, peores consecuencias. Muchas 
veces recorría a pie algún trayecto largo y difícil, pero no siempre se lo permitían las distancias entre lugar y lugar. 

Llegado al campo de su apostolado, era recibido alegremente por el párroco del pueblo y se comportaba como un sacerdote modelo, segú 
todos los que habitaban en la casa parroquial. Todos le observaban ((64)) y después, más de uno de los que entonces le acompañaron, nos 
dijeron: 

«De tal modo vigilaba sus palabras y sus actos que, para actuar como él, hubiera sido preciso no ser hombres». 
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Efectivamente, nunca se quejaba de la habitación que le destinaban, o de la comida que le preparaban. Parecía no sentir el rigor de las 
estaciones, aunque, a veces, la habitación y la iglesia no estuviesen acondicionadas. Manifestaba una paciencia a toda prueba aguantando l 
verborrea de las audiencias, las confesiones y las funciones sagradas. Su humilde paciencia era invencible para soportar contradicciones, 
falta de atenciones y rusticidad de las personas con las que debía tratar. Era indiferente en todo lo que a su persona se refería, nunca exigía 
más de lo que le diesen; nada pretendía, aceptaba cualquier sitio o tiempo que le señalaran; cedía humildemente una ocupación o un puesto 
más honorífico, aún a los inferiores en dignidad o en años; y, si el demonio ponía obstáculos a su ministerio, con una perfecta confianza en 
Dios, continuaba sereno e impertérrito y no cedía. 

En el púlpito, su celo sin amargura ni violencia, inspiraba viva confianza en el auditorio, al que decía toda la verdad sin halago alguno. E 
tiempo de misiones o de ejercicios, no se perdía en discusiones inútiles. Sus temas ordinarios eran: la importancia de salvar el alma, el fin 
del hombre, la brevedad de la vida y la incertidumbre de la hora de la muerte, la gravedad del pecado y las consecuencias funestas que trae 
consigo, la impenitencia final, el perdón de las injurias, la restitución de los fraudes, la falsa vergüenza al confesarse, la gula, la blasfemia, 
el buen uso de la pobreza y de las aflicciones, la santificación de los domingos y de las fiestas, la necesidad de orar y ((65)) el modo de 
hacerlo y de frecuentar los sacramentos, de asistir al santo sacrificio de la misa, la imitación de nuestro Señor Jesucristo, la devoción a la 
Santísima Virgen María, la felicidad de la perseverancia. Hemos recogido los títulos de estos sermones de algunos de aquellos autógrafos, 
que sus viejos amigos y condiscípulos poseían, y que nos lo entregaron el año 1900 para que no se extraviaran. 

Y como quiera que los sermones se daban por la mañana temprano y por la noche, a fin de que la gente del campo pudiera ir a sus labore 
don Bosco, una vez que terminaba las confesiones, se daba durante el día una vuelta por la población. Iba a saludar a las autoridades 
municipales, a visitar y consolar a los enfermos, a poner paz en las familias que estaban desunidas, a conciliar con buenas palabras a los 
enemistados por intereses encontrados. Mostraba gran respeto a los ancianos y deferencia con los criados y los pobres. Empleaba todos los 
medios para atraer a la gente a los sermones: entraba a las tiendas para invitar a dueños y dependientes 
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a acudir a la iglesia y ellos se dejaban convencer fácilmente por sus invitaciones. Acudían en tropel a escucharle y hasta los mismos niños, 
que fácilmente se cansan de serios razonamientos, oían con avidez su palabra. Cuando le invitaban, se prestaba la mar de contento para 
enseñarles catecismo y de tal modo se los ganaba que, siempre que podían, se arremolinaban junto a él y no acertaban a separarse. A más d 
uno se le vio llorara al irse don Bosco del pueblo. 

Ni era menos tierna y profunda la gratitud de los mayores, al llegar el momento de despedirse de aquel sacerdote que, con tanto afecto, 
había devuelto la paz a sus almas, la gracia de Dios, la certera esperanza del paraíso, la alegría en las familias y la caridad de los vecinos 
para con los pobres. ((66)) En estas peregrinaciones por todo el Piamonte difundió la práctica de recitar los tres gloria Patri después del 
ángelus. 

Hemos dicho que don Bosco no simpatizaba con la discusión desde el púlpito; sin embargo, sabía defender, como él sólo, la causa de la 
Religión cuando le obligaban las circunstancias del lugar o le invitaba a ello un superior eclesiástico. En Quassolo, cerca de Ivrea, se había 
instalado algunas personas a la que los del lugar motejaban de protestantes por su conducta poco cristiana. Se desentendían de las leyes 
eclesiásticas y eran la preocupación del párroco,don Santiago Giacoletti, por el escándalo que podían recibir sus feligreses y porque con su 
conversaciones esparcían graves errores contra las verdades de la Religión. Aquellos sectarios habían conquistado algunos adeptos por 
varios pueblos. Monseñor Luis Moreno escribió a don Bosco para que 
fuera a Quassolo a dar una misión. Don Bosco aceptó: la fama de su nombre le precedió y, cuando se presentó, se retiraron sus opositores. 
Don Bosco, empezó a explicar el catecismo en las pláticas de la noche, entreteniéndose en aquellos puntos sobre los que el error había 
esparcido el veneno de la duda o de la negación. Con toda humildad y prudencia no se desató en invectivas ni hizo alusiones odiosas; 
solamente buscó que la gente sencilla quedara convencida de la verdad, de modo que nadie pudiera 
engañarlos. Los adversarios, sorprendidos de su dulzura, volvieron al pueblo, y ya no se atrevieron a decir ni a hacer nada contra el que los 
combatía triunfalmente, aplaudido por todos los del pueblo. Tenía su hablar, tal unción y persuasión, que transfundía su propia fe al 
auditorio. 

Realmente era infatigable. Baste un ejemplo. 
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Predicaba en Ivrea unos ejercicios espirituales al pueblo, en la parroquia de San Salvador; pronunciaba cuatro sermones al día. Al mismo 
((67)) tiempo fue invitado a predicar dos sermones más en el seminario a los seminaristas y aceptó. Pero cayó enfermo el predicador que e 
aquellos mismos días predicaba ejercicios en el colegio municipal y rogaron a don Bosco que le supliera. Y fue, y predicaba allí otras dos 
veces al día. Eran por tanto ocho los sermones que le tocaba hacer diariamente. Y, encima, todos querían confesarse con él en el tiempo qu 
le quedaba libre durante la jornada y parte de la noche. 

Cuando volvía a casa deshecho de cansancio, su madre le reprochaba amorosamente por aquellos esfuerzos excesivos, pero él le 
respondía: 

-En el paraíso tendré tiempo para descansar. 

Siguió predicando hasta 1860, año en el que su presencia en el 
Oratorio se hizo necesario por el crecido número de internos, y tuvo que disminuir poco a poco sus ausencias de casa. Hacia 1865 ya no se 
ausentaba más que para algún triduo, panegírico, sermón o conferencia. 

Tendrá sin duda el lector curiosidad de saber alguna anécdota de este período de la vida de nuestro don Bosco, para hacerse una idea del 
poder de su palabra y henos aquí dispuestos a satisfacerla. 

Entre 1850 y 1855 fue a Strambino el día de la Asunción. Se entreraron en los pueblos vecinos de que predicaba don Bosco y hubo una 
afluencia extraordinaria. Cuando llegó la hora de subir al púlpito estaba la iglesia atestada de gente y todavía quedaban fuera muchos de lo 
que habían acudido. Fue preciso predicar en la plaza, donde, a toda prisa, se levantó una especie de tribuna. Caía el sol de plomo sobre las 
cabezas descubiertas; pero todos estaban tan atentos que nadie se movía y ni siquiera sacaban el pañuelo para limpiarse el sudor que 
chorreaba por su rostro. El sermón duró una hora enterita. ((68)) Pero muchas personas no habían llegado a tiempo para oírlo y expresaron 
su deseo de que al día siguiente predicara el panegírico de San Roque. Se celebraba esta fiesta en una ermita de las afueras del pueblo, en 
medio de los campos y praderas. El párroco, don Gaudencio Comola, invitó a don Bosco en nombre del pueblo y don Bosco accedió 
gustoso. Al día siguiente, aunque era día de trabajo, se reunieron varios miles de personas en la explanada de delante de la ermita, a cuya 
puerta, al aire libre, habían colocado el púlpito. Pero, apenas profirió 
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don Bosco las primeras palabras, empezó a nublarse el cielo, que desde hacía varias semanas se mantenía sereno y claro; llegaron los 
relámpagos y los truenos y aquello parecía el fin del mundo; en un instante cayó un chaparrón torrencial, un diluvio. Los campesinos 
miraban a ver si don Bosco se bajara para ponerse a cubierto; como no se movía, tampoco ellos se movieron. El predicador se detuvo un 
rato, pasó el temporal, que no fue muy largo, y continuó como si nada hubiera sucedido. La atención del 
auditorio no disminuyó; al contrario, creció más y más, porque todos daban gracias a Dios por la lluvia tan oportuna y abundante. En efect 
los campos estaban sedientos por la pertinaz sequía: tanto que se habían hecho plegarias y rogativas. Así que faltó poco para que el pueblo 
gritara ímilagro! 

Otra vez había sido invitado a predicar el panegírico de Santa Ana en Villafalletto, diócesis de Fossano. Corrióse la voz de que iba don 
Bosco y acudió tal gentío, que había fuera de la iglesia diez veces más que dentro. Los mayordomos querían contentar a todos. Unos decía 

((69)) -Sería mejor predicar en la plaza. 

-En la plaza no, replicaban otros; hace mucho calor y nos asaríamos todos; vámonos al prado. 

Y dicho y hecho. Improvisaron un púlpito a la buena de Dios en mitad de un prado, sombreado por árboles altísimos, y allá se fueron las 
hermandades con sus estandartes y los millares de oyentes. Empezó do Bosco el sermón, pero su voz se la llevaba el viento y se perdía ent 
el follaje de los árboles y el murmullo de la multitud. Aunque gritaba a todo pulmón no podía ser oído ni por la mitad de los presentes. 
Oyóse entonces una voz estentórea entre la multitud: 

-Es imposible oír el sermón; vamos a la plaza; allí se oirá mejor. 

Los más alejados gritaron como un solo hombre: 

-íA la plaza! íA la plaza! 

Los más próximos al púlpito se oponían a la proposición. Era una escena difícil de resolver. Unos gritaban ísí! y otros voceaban íno!; 
unos se retiraban, otros se acercaban. Estos miraban al predicador a ver qué actitud tomaba. Aquéllos se acercaban a persuadirle que bajas 
y casi lo empujaban para que descendiera. El predicador descendió y los cofrades se echaron a cuestas aquella especie de púlpito y lo 
llevaron procesionalmente a la plaza. La multitud se apiñó a su alrededor y formó una masa tan compacta 
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que, por mucho que gritaban: «íHacer sitio, hacer sitio!», el predicador no podía avanzar. Finalmente, como Dios quiso, llegó don Bosco 
hasta el púlpito. Pero sucedió entonces otra escena. Al transportarlo, se había roto la escalerilla del púlpito, que era bastante alto y al que n 
podía subir sin ella. Los próximos resolvieron la dificultad: uno puso sus manos como primer escalón, otro las espaldas, aquél empujó hac 
arriba y éste lo sostuvo para que no cayera y he a nuestro hombre en el púlpito. El murmullo continuaba tan fuerte que apenas si podían oí 
a don Bosco los más cercanos. Entonces gritó: 

-Si queréis que os predique ((70)) guardad silencio. 

Fue una palabra mágica. En un minuto todo el mundo se calló. Era el 26 de julio. Iban todos con la cabeza descubierta y lucía un sol 
abrasador. Con todo, aunque no fue aquel un sermón breve, no se vio a nadie que diera muestras de cansancio o de impaciencia. Acabada 
función, no cesaban de encomiar las cosas magníficas que don Bosoc había expuesto. El párroco, teólogo y abogado, don Juan Mandillo, 
recordaba siempre con fruición la visita de don Bosco. 

Una prueba más del dominio que don Bosco ejercía sobre las multitudes fue su panegírico de San Cándido y San Severo en la parroquia 
de Lagnasco, diócesis de Saluzzo, junto a Savigliano. 

Llegó tarde y, por las prisas, sin haber comido. El público aguardaba en la iglesia al predicador y ya se habían cantado las vísperas. Se 
revestía del roquete el párroco para subir él mismo al púlpito, cuando don Bosco entraba en la sacristía. Sin más tardanza, casi en ayunas y 
fatigado, empezó el sermón. Habló durante una hora de San Cándido; y, al ver que había transcurrido el tiempo, dijo que aún le quedaba la 
segunda parte, referente a San Severo, pero que terminaba el sermón para no cansar al auditorio. El pueblo pidió a voz en grito que 
continuase. Don Bosco reflexionó un instante; el párroco, teólogo José Eaudi, dijo en tono solemne desde el altar: «Vox populi vox Dei» ( 
voz del pueblo es la voz de Dios); y don Bosco continuó por otra buena hora, dejando a todos admirados y complacidos de haberle oído. 

Era una complacencia que juntamente producía una impresión saludable, porque cualquiera fuese su auditorio, aún en presencia de 
obispos, sacerdotes, nobles o sabios, tratara el tema que tratara, su idea dominante era la ((71)) necesidad de salvar el alma. Más aún; a 
veces, contra la expectación de todos, en las fiestas más solemnes, en vez de tejer las alabanzas del santo titular de la iglesia, 
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acabado el exordio, desarrollaba unos puntos sobre los novísimos o sobre los mandamientos de la ley de Dios. 

Fue invitado un día a predicar a las religiosas de un ilustre monasterio. Era la fiesta de una santa mártir, su patrona principal. Como sabí 
lo bien que poseía la historia eclesiástica, esperaban les presentara a su santa bajo un aspecto nuevo o pusiera de relieve circunstancias de 
vida por ellas desconocidas, o reflexiones ascéticas y místicas que dieran prueba de su ciencia. 

Fue todo al contrario. Don Bosco, que vio la iglesia llena de conspicuos señores e ilustres damas, empezó diciendo que hacía muchos 
años, más de un siglo, que aquel día y en aquel lugar se venía narrando la vida y tejiendo los elogios de la santa mártir: y que, por tanto, se 
preguntaba a sí mismo qué ventajas se podrían sacar repitiendo hechos que todos sabían. Después, pidió licencia a la santa mártir y le 
preguntó si no sería el caso de cambiar aquel año, al menos para variar, el tema del 
sermón: y, sin más, expuso el tema que iba a desarrollar, a saber: «hay que tender a la perfección y salvar el alma por medio de la confesió 
bien hecha». íImagine el lector cómo se quedaría el auditorio! 

»Habló don Bosco por humildad, o movido por una luz superior para tratar aquel tema? Sea como fuere, hay que recordar que el fin de 
sus predicaciones era siempre la conquista de almas para el Señor. 
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((72)
)


CAPITULO VII 

DON BOSCO Y EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA -EL CONTINUO CONCURSO DE FIELES -TODA PALABRA DE DON 
BOSCO ES UNA CONTINUA INVITACION A SALVAR EL ALMA POR MEDIO DE LA CONFESION -ADMIRABLE 
FRANQUEZA EN PUERTA NUEVA, PLAZA DEL CASTILLO, PLAZA DE ARMAS Y OTROS SITIOS PARA CONDUCIR A DIOS 
A LOS PECADORES -LOS INQUILINOS DEL COBERTIZO VISCA -RICA MIES DE ALMAS ENTRE LOS COCHEROS 

DIJO Jesús a los apóstoles: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres».1 Y don Bosco estaba totalmente convencido de la dignid 
y el mérito de la vocación. Eran habituales en él las santas aspiraciones que manifestaban su ardiente deseo de alcanzar la eterna 
bienaventuranza para él y, en cuanto le fuera posible, para todos los hombres. Había hecho suyas las palabras de San Juan Bautista de 
Rossi, apodado en Roma, el cazador de almas: «El camino más corto que yo he conocido para el Cielo, es el de confesar, que reporta 
grandísimo bien para el confesor». Por eso don Bosco predicaba, para después poder confesar; rezaba y hacía rezar ((73)) por los pobres 
pecadores y ordenaba que los muchachos rezaran todos los días una Salve por su conversión. 

El tribunal de la penitencia fue para él un lugar de reposo y de satisfacción y no de fatiga. 

En efecto, nunca dejó de ejercer este sagrado ministerio, al que dedicaba dos y tres horas diarias y, en ocasiones especiales, hasta días 
enteros y alguna vez toda la noche. Ni siquiera durante su enfermedad dejó de confesar. Varias iglesias de Turín fueron campo para el 
ejercicio de su celo incansable. En sus frecuentes predicaciones por los pueblos y ciudades del Piamonte, arrastraba a las multitudes con la 
ciencia y la dulzura, la prudente perspicacia y los dones sobrenaturales que, en el decir de las gentes, le adornaban. Desde las primeras hor 
del día hasta avanzada la 

1 Mateo IV, 19. 
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noche, escuchaba en ocasiones una muchedumbre de penitentes sin cuento; y esto por años, desde 1844 a 1865. Su nombre era sinónimo d 
confesión para los que le conocían. Por eso era normal, en cualquier lugar a donde fuera, aunque no subiera al púlpito, el que acudieran a é 
personas deseosas de reconciliarse con Dios, especialmente aquéllas que, a punto de sucumbir en la desesperación, necesitaba más de su 
caridad sacerdotal. Muchos iban a Valdocco. «Cuántas veces, nos contaba don Francisco Dalmazzo, me dijeron y yo mismo vi, llegar a alt 
horas de la noche al Oratorio hombres de rostro sombrío que, habiendo oído hablar de la santidad de don Bosco, venían a sus pies para 
confesar sus pecados. Con frecuencia entraban desconfiando de obtener el perdón y se les veía después, al salir de la estancia del hombre d 
Dios, con el rostro radiante de alegría y el corazón rebosando de consuelo. Y don Bosco les había invitado a ((74)) volver con frecuencia, 
asegurándoles que Dios en su infinita misericordia había cancelado todas sus culpas». 

Estas visitas llenaban de gozo a don Bosco, tanto más cuanto que él se preocupaba con perenne solicitud de la eterna salvación de cuanto 
encontraba a su paso, hasta de aquéllos que nunca había conocido. No aceptaba hablar más que de asuntos espirituales y tenía gran facilida 
para introducir esta clase de conversación en cualquier ocasión y sugerir pensamientos eficaces para consuelo de los buenos y conversión d 
los pecadores. A estos no sólo los atendía, recibiéndoles con alegría, sino que a menudo iba en su busca, y los animaba, ora con consejos, 
ora con una invitación, ora con una palabra casual, pero penetrante, a arreglar las cosas del alma. Era en esto de una sorprendente franquez 

-»Ha cumplido ya con Pascua? »Cómo andamos del alma? »Cuánto tiempo hace que no se ha confesado? 

Estas salidas y otras semejantes, directas o indirectas, siempre adaptadas a la condición de las personas con quienes trataba, las tenía a fl 
de labio. 

Nosotros mismos le hemos oído preguntas o insinuaciones de esta índole, dirigidas a personas del pueblo, comerciantes, literatos y 
señores de la nobleza, lo mismo que a príncipes, duques, senadores, diputados, generales del ejército, ministros del Estado y otros 
personajes renombrados por sus ideas, obras y escritos contrarios a la Iglesia. Y siempre hemos comprobado, con gran maravilla, que 
ninguno se ofendió por aquella su apostólica libertad, siempre acompañada de exquisita cortesía en los modales, de una 
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expresión de estima y respeto, de pruebas de sentido afecto y, a veces, de una frase oportuna y graciosa. Don Bosco acostumbraba a decir, 
más tarde, a sus salesianos: 

-El sacerdote siempre es sacerdote y debe manifestarse así en todas sus palabras. Ser sacerdote quiere decir tener ((75)) continuamente la 
obligación de mirar por los intereses de Dios y la salvación de las almas. Un sacerdote no ha de permitir nunca que quien se acerque a él s 
aleje, sin haber oído una palabra que manifieste el deseo de la salvación eterna de su alma. 

Y don Bosco lograba su intento con gran habilidad y provecho. Sabía descubrir bonitamente en su conversación el estado moral de cierta 
personas de cualquier grado o condición, que, de ordinario, tienen poco tiempo o poca voluntad para acercarse a los Santos Sacramentos. Y 
de este modo, por su habilidad, los disponía de manera que, casi sin darse cuenta, manifestaban sus ocultas miserias y así le ofrecían la 
oportunidad de enderezarlos por el buen camino. Cuando se encontraba con faquines, obreros, u otros que habitualmente ofendían al Seño 
con blasfemias, imprecauciones o conversaciones obscenas, sabía acercarse a ellos y, con su gran dulzura, los inducía poco a poco a 
reconocer su culpa y frecuentemente a confesarse con él mismo. Citemos algunos 
hechos. 

Cuenta un señor de Cambiano, que iba don Bosco una mañana, hacia 1847, por las afueras de Puerta Nueva, entre montones de 
escombros, zanjas y tierras baldías, que después desaparecieron cuando allí se construyó el Barrio Nuevo. Volvía de la parroquia de la 
Crocetta. Se encontró con cuatro jóvenes de veintidós a veintiséis años, de facha poco recomendable. Le detuvieron ellos con fingida 
cortesía y le dijeron: 

-Oiga, por favor, señor cura; dice éste que yo estoy equivocado y yo digo que llevo razón: decida usted quién la tiene y quién anda 
equivocado. 

Echó don Bosco un vistazo a su alrededor y al no ver a nadie por aquel descampado, aunque ya fueran las dos de la tarde, temió cualquie 
agresión. Y se encomendó a Dios, mientras el uno y el otro, contando ridículas patrañas y sin llegar nunca a exponer ((76)) la cuestión a 
decidir, seguían repitiendo: 

-Decida usted quién tiene razón y quién se equivoca. 

Don Bosco al verse blanco de sus burlas, pensó: aquí hace falta astucia para salir con suerte. Y les dijo: 

-Miren, señores: aquí, de pie, no puedo decirlo; vamos a tomar un café al San Carlos y allí decidiremos. 
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Don Bosco pensaba: si logro entrar en Turín, ya no tengo nada que temer. Replicó uno a la invitación:
-»Paga usted?
-Claro que pago yo, pues soy yo quien convida.
-Bueno; vamos.
Y se encaminaron hacia la zona edificada, hablando entre sí como antiguos conocidos. Cuando llegaron frente a la iglesia de San Carlos


les dijo: 
-Miren, señores, prometí pagarles un café y mantengo mi palabra, lo pago; pero soy sacerdote y lo quiero pagar como tal; entremos antes 

en esta iglesia a rezar una avemaría. 

-Usted busca disculpas para... 

-No; no busco excusas, lo pago; pero antes quiero que digamos una sola 

avemaría. 

-Y después sacará el rosario... 

-He dicho sólo una avemaría. 

-Bueno, vamos. 

Entraron, se arrodillaron, y recitada la oración, dijo don Bosco: 

-Ahora vamos. 

Entraron en el café, tomaron su tacita, pagó don Bosco y al salir del establecimiento, don Bosco les hizo otra invitación: 

-Ya que he tenido el honor de conocer a los señores, ahora deseo que vengan a mi casa a tomar un refresco. 

Aceptado. Les condujo don Bosco a Valdocco y, como ya había empezado a tratarlos familiarmente, les dijo: 

-Díganme con toda confianza; »cuánto tiempo hace que no se han ((77)) confesado? Y con la vida que llevan, »qué sería de ustedes, si la 

muerte les sorprendiera en ese estado? 

Se miraron el uno al otro a la cara y después a don Bosco, que continuaba su sermoncito. Uno de ellos exclamó finalmente: 

-Si encontráramos un cura como usted..., sí que iríamos a confesarnos, pero... 

-Siendo así, aquí estoy yo. 

-Pero ahora no estamos preparados. 

-Yo les prepararé. 

Y tomando a uno de la mano y llevándolo a un reclinatorio le dijo: 

-Aquí, aquí; menos rodeos con los amigos; y mientras tanto, prepárense los otros tres, que yo estoy aquí para todos. 

Tres de ellos se confesaron con sentimiento de verdadera compunción. 

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El cuarto no quiso, diciendo que, por el momento, no se encontraba dispuesto. Al marcharse, prometieron los cuatro volver a visitarlo. Un 
avemaría recitada por don Bosco siempre producía efectos sorprendentes. 

Otra vez, ya entrada la noche, volvía él desde los pórticos del Po hacia la Plaza del Castillo; se le acercó un desconocido que sin más, le 
pidió dinero. Don Bosco lo entretuvo con sus buenas maneras, le arrancó todos sus secretos, le hizo ver las consecuencias de su mala vida 
y después, sentándose en el parapeto del foso de detrás del palacio Madama, lugar en aquellos tiempos más bien solitario y oscuro, porque 
eran raros los faroles, confesó a aquel su nuevo amigo, del momento, arrodillado a su vera. El canónigo Borzarelli, tío del canónigo Anton 
Nasi, atravesaba en aquel instante la inmensa plaza y presenció el extraño espectáculo en aquel lugar público. Se acercó a uno de los que 
contemplaban el hecho desde lejos y le preguntó que quién era aquel sacerdote: 

-íEs don Bosco!, le respondió. ((78)) El canónigo aguardó a que don Bosco terminase; y cuando el otro se alejó, acercándosele le 
acompañó al Oratorio y ya fue su bienhechor y amigo. 

Sucedió en cierta ocasión que don Bosco se encontró en la Plaza de Armas, con unos bribones, hombres ya de edad madura, los cuales, a 
ver que nadie los oía, empezaron a insultarlo. Don Bosco les respondió cordialmente. Amansados por sus palabras y reconociendo su 
equivocación, algunos se marcharon. Sólo se quedaron dos, uno de los cuales airado contra don Bosco, y promotor de la desagradable 
escena, le pedía razones de no sé qué. También éste acabó por cansarse, vencido por la calma del sacerdote y se alejó. El único que 
quedaba, seguía con sus insultos contra los sacerdotes y religiosos y profiriendo palabrotas. 

-Mire, le interrumpió don Bosco; usted habla mal de los sacerdotes, y por consiguiente de mí, que soy amigo suyo. Y esto es porque no 
me conoce; si me conociera, hablaría de modo muy distinto. 

Aquel tal, desconcertado, se quedó mirando de pies a cabeza a don Bosco para recordar si realmente y alguna vez se había encontrado co 
él. Y don Bosco proseguía: 

-Yo soy uno de sus mejores amigos y tiene una prueba de mi sincero afecto, porque mientras usted me insulta, yo no me ofendo y, si 
pudiera hacerle cualquier favor, se lo haría gustoso inmediatamente. Ojalá pudiera yo colmarlo, como deseo, de toda felicidad en esta tierr 
y en la otra vida. 
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Estas palabras redujeron a aquel pobre hombre a hablar con moderación. Y entonces don Bosco, con franqueza, le dijo: 

-Crea, amigo mío, que la felicidad no se encuentra en este mundo, si no se está en paz con Dios. Si usted está tan disgustado y enfadado 
es porque no piensa un poco en la ((79)) salvación de su alma. Si la muerte viniera a quitarle la vida en este momento, ciertamente que no 
estaría muy contento. 

El amigo se quedó pensativo y conmovido. Don Bosco le fue persuadiendo a que fuera a confesarse, ya que hacía mucho tiempo no lo 
hacía. Pero temiendo que las buenas disposiciones del momento se quedaran en humo de pajas y que, una vez lejos, no cumpliera su actua 
propósito, le invitó a hacerlo enseguida. 

-Estoy dispuesto, respondió; pero, »dónde? 

-Aquí mismo. 

-»Se puede? 

-Claro que se puede. 

Hablando, hablando, habían caminado un poquito y, aunque siempre en la Plaza de Armas, estaban en un sitio donde no había nadie y 
donde unos árboles le servían de pantalla. Allí confesó don Bosco a aquel pobre hombre que, fuera de sí por la alegría, no acertaba a 
separarse del que había procurado tal paz a su corazón. 

Le ocurrieron otros casos por el estilo que sería prolijo añadir. 

También nos contó cierto buen señor que él se había confesado con don Bosco cerca de los torreones de la Plaza de Manuel Filiberto. 

En aquellos primeros años del Oratorio, había a lo largo de la calle de La Jardinera, como ya hemos dicho, un amplio cobertizo de los 
señores Filippi alquilado al contratista Visco, donde se guardaban los carros del Municipio. Allí iban por las noches los carreros y una 
pobretería de toda especie, borrachos, blasfemos, que, particularmente en el buen tiempo, bailoteaban sin medida. Eran vecinos que no 
inspiraban demasiada confianza. 

Estaba un día mamá Margarita en la galería, limpiando la sotana nueva de su hijo, la tendió ((80)) sobre la baranda de madera, y se retiró 
un momento a su habitación. La galería no estaba muy alta del suelo y, cuando volvió, ya no se encontró la sotana. Se la habían robado. V 
la pobre mujer en busca de su hijo y se lamenta de la fatal y desagradable sorpresa: 

-Seguro que ha sido alguno de ésos que se pasan todo el día en ese almacén sin hacer nada. 
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-»Y entonces? 

-Había que ir allí para recuperar lo que me han quitado. 

-»Y sólo por esto quiere usted exponerse a hacer un mal papel? 

-»Y te dejarías quitar una sotana nueva, la única que tienes? 

-»Qué le vamos a hacer? 

-Siempre serás el mismo. Nada te importa. 

-Deje que pase un poco el disgusto. No se preocupe. La persona que ha robado la sotana quizá tenía más necesidad que yo. Mire: si el qu 
me ha robado viniera a confesarse conmigo, yo me aseguraría de su firme propósito de no volver a hacerlo más, después le regalaría la 
sotana y le daría la absolución general. 

Efectivamente conquistó mucho amigos en aquél barracón. Solía acercarse en tiempo pascual a aquella chusma y con sus suaves manera 
los invitaba a confesarse. 

-Venid, amigos míos, les decía, cuando os parezca bien; cuando tengáis oportunidad, por la mañana o por la tarde, hasta de noche, aunqu 
sea muy tarde; siempre estaré dispuesto a atenderos. No os preocupéis por mí; somos amigos y a los amigos se les trata con toda confianza 
Más os digo: descorcharé alguna botella de las buenas y, después de ajustar las cuentas del alma, brindaremos juntos. 

((81)) Y eran muchos los pobrecillos que acudían con buena voluntad y encotraban una acogida generosa. Acabadas las confesiones, 
tocaba a mamá Margarita agotar sus provisiones de vino, para apagar la sed de aquella buena gente. Don Bosco quedaba satisfecho porque 
sabía encender con sus palabras eficaces el amor de Dios en aquellos corazones, aún los más insensibles. Era éste un don especial con el 
que había favorecido el Señor. En cualquier lugar donde se presentase don Bosco, siempre ocurrían 
escenas que le ofrecían ocasión de confesar a alguno: en las diligencias, en las casas particulares, en las fondas, en el campo, por las calles 
y siempre a personas a quienes inducía con sus amables exhortaciones. Podríamos compilar un grueso volumen con sólo recoger estas 
anécdotas. Nos limitaremos a indicar cómo se comportaba don Bosco con los cocheros. 

Siempre guardó muchas atenciones con ellos, ya que solía viajar en diligencias públicas. Al fin del viaje añadía unas monedas más al pa 
estipulado y decía con gracia: 

-Eso es para usted. 

Y al que no se explicaba la razón de su largueza le decía: 
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-Yo aprovecho la ocasión para dar alguna limosna a esta pobre gente y decirles esa buena palabra que tanto necesitan. 

Sucedía a veces que alguno abusaba al pedir el pago, pero él siempre daba lo que le pedían, para evitar altercados o blasfemias, y así no 
ofender al Señor. E igual quería que hiciesen sus subordinados. Por más de veinte años fue testigo de esta generosidad don Joaquín Berto, 
su secretario. 

Don Bosco, con su caridad, se hacía bien querer de aquella gente poco educada. En sus viajes a Novara, ((82)) a Vercelli, a Casale, a As 
y a otras cien ciudades y pueblos, se las apañaba para conseguir un puesto en el pescante, junto al cochero y después aguardaba el moment 
oportuno para ganar su alma. No tardaba el cochero en dejar escapar de su boca una blasfemia y entonces don Bosco, bromeando, 
preguntaba: 

-»Qué ha dicho usted? Estoy persuadido de que usted profiere esas palabras sin darse cuenta. Usted, no es malo. Se ve en su cara que es 
buena persona. 

-Tiene usted razón, respondía el cochero; es una costumbre. Odio esta forma de hablar: pero en cuanto me descuido, vuelta la burra al 

trigo. Cuando estoy delante de un sacerdote, siento mucho que se me escapen estas palabrotas. 

-Entonces hay que prestar atención para corregirse. 

-Sí, señor, lo quiero de veras, »sabe usted?, lo quiero, repetía. 

Pero pasaba un poco de tiempo y, al mismo tropiezo, a un antojo del caballo, casi como muletilla, otra blasfemia que soltaba. 

Don Bosco le miraba; el pobre hombre quedaba avergonzado y oía atentamente lo que el cura le decía sobre la bondad de Dios y sus 
castigos, sobre la importancia de enmendarse y salvar el alma. Y las reflexiones acababan siempre con una invitación a confesarse. Las 
exhortaciones estaban tan bien llevadas, que los cocheros se sometían siempre. Muchos se confesaban en el mismo pescante, mientras 
conducían el coche; otros, mientras se cambiaban los caballos, en la cuadra, en la fonda o en los alrededores. 

Un día iba don Bosco a Carignano y, conversando con el conductor de la calesa, entre otras cosas, llegó a decirle: 

-Creo que usted ya habrá cumplido con Pascua... 

Y el cochero: 

-Todavía no; hace mucho tiempo que no me he confesado: me confesaría de buena gana con el cura con quien me confesé la última vez; 

ísi pudiera encontrarlo! 

((83)) Le había confesado don Bosco en la cárcel de Turín, pero 
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en aquel momento no lo había reconocido, y tampoco don Bosco se recordaba haberlo visto. 

Don Bosco continuó preguntándole: 

-»Y quién es ese sacerdote con el que usted se confesaría? 

-íDon Bosco! No sé si usted lo conoce. 

-íQue si lo conozco! íSoy yo mismo! 

Lo miró el cochero fijamente, hizo memoria, lo reconoció y lleno de alegría exclamó: 

-Pero. »cómo hacer ahora para confesarme? 

-Déjeme las bridas del caballo y póngase de rodillas, le contestó don Bosco. 

El cochero obedeció enseguida y, mientras el caballo caminaba lentamente, se confesó. Fue don Miguel Angel Chiatellino quien nos 

contó este hecho, ocurrido, como la mayor parte de los que hemos expuesto, antes del 1850. 

Don Bosco mismo nos contó este otro: «Venía yo de Ivrea a Turín en un ómnibus, todavía no estaba construído el ferrocarril, cuando me 
dí cuenta de que el cochero, cada vez que arreaba a los caballos, soltaba una o dos blasfemias. Entonces le rogué que me dejara subir con é 

al pescante. Condescendió de buen grado y me senté a su lado. Entonces le dije: 

»-Le pediría un favor... 

»El me interrumpió diciendo: 

»-»Quiere llegar pronto a Turín? Muy bien. 

»Y se puso a arrear con toda su alma a los caballos, soltando a cada lagitazo una blasfemia. 

»-No es esto lo que quiero, le dije; me importa poco llegar a Turín un cuarto de hora antes o después. Lo que quiero es que no blasfeme 

más. »Me lo promete? 

»-íOh, si es sólo esto, dé por seguro que ya no blasfemo más: y yo soy un hombre de palabra! 

((84)) »-Pues bien; si así lo hace, »qué premio quiere? 

»-Ninguno, respondió. Mi obligación es ésa y no blasfemaré más. 

»Como yo insistía, pidió la propina de cuatro sueldos y yo le prometí veinte. Arreó un latigazo, y una blasfemia. Se lo avisé y exclamó: 

»-íSoy una bestia! He perdido la cabeza. 

»-No se desanime por eso, añadí. Mire: le daré igualmente los veinte sueldos; pero, cada vez que suelte una blasfemia, le disminuiré 

cuatro. 

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»-Está bien, respondió él. Esté seguro que los ganaré todos.
»Después de un buen rato de camino, empezaban los caballos a reducir la marcha. Dióles el cohero un latigazo y con él otra blasfemia qu


se les escapó. 

»-Dieciséis sueldos, amigo mío, le dije. 

»El pobre hombre, lleno de vergüenza, decía: 

»-Verdaderamente, las malas costumbres no pueden quitarse. 

»Y así continuaba murmurando con pena. Después de caminar otro poco, nuevo latigazo y dos blasfemias más. 

»-Ocho, amigo; estamos ya en los ocho sueldos. 

»-»Será posible?, gritaba él enojado; »posible que las malas costumbres sean tan rebeldes?, estoy avergonzado. »Será posible que no 

pueda ser dueño de mí mismo? Y ahora este maldito vicio me ha hecho perder doce sueldos. 

»-Sí, amigo mío; pero no debe entristecerse por tan poca cosa; sino, sobre todo, por el mal que acarrea a su alma. 

»-Sí, es verdad, respondió él; es verdad; hago un mal muy grande; pero el sábado iré a confesarme. »Es usted de aquí, de Turín? 

»-Sí, soy del Oratorio de San Francisco de Sales. 

»-Pues bien, iré a confesarme con usted. »Su nombre por favor? 

((85)) »-Muy bien: nos volveremos a ver otra vez. 

»Y durante el camino hacia Turín aún se le escapó otra blasfemia. Por tanto, sólo le debía cuatro perras; pero le obligué a aceptar veinte, 

alegando que el esfuerzo por no blasfemar lo había hecho. Nos despedimos, volví a mi casa y le esperé un sábado tras otro. Por fin, al 
cuarto después de aquel encuentro, se presentó. 

»Yo le vi mezclarse entre los muchachos; pero, de pronto, no le conocí. Y cuando le llegó su turno me dijo: 

»-»No me conoce? Soy el cochero aquél... »Recuerda? Pues sepa que los días transcurridos, en un momento de inadvertencia, pronuncié 
en vano el nombre de Dios: pero, después, no he vuelto a blasfemar. Me he propuesto ayunar a pan y agua cada vez que se me escapara un 
blasfemia; he tenido que hacerlo una sola vez y, no quiero repetirlo». 

Algunos de éstos, contaban años después a don Miguel Rúa el afortunado encuentro que habían tenido con don Bosco y mostraban 
todavía su agradecimiento a quien les había puesto en gracia de Dios. 
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((86)
)


CAPITULO VIII


DON BOSCO ESTUDIA Y REDACTA EL REGLAMENTO DEL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES PARA LOS 
EXTERNOS -FINALIDAD DEL ORATORIO -CONDICIONES PARA LA ADMISION DE ALUMNOS 

DON Bosco estudiaba atentamente y sin descanso los medios para desarrollar y hacer progresar el Oratorio. Reunía muchachos de diversa 
índole, costumbres, educación, instrucción y condición social, pero no pretendía amontonar un tropel sin orden ni disciplina. Por esto no s 
cansaba de promover la unidad de espíritu y de dirección. Y por eso veía la necesidad de establecer unas normas fijas a seguir por los 
eclesiásticos, que tan caritativa y solícitamente dedicaban sus energías al ejercicio de aquella parte del sagrado ministerio. Por otra parte, i 
educando de una manera especial a los jóvenes elegidos para ayudarle; prescribíales minuciosamente la conducta que debían observar en l 
iglesia, en la clase, en el recreo, mas sin poner nada por escrito. Lo había intentado varias veces, pero siempre hubo de desistir por algunas 
dificultades bastante graves, hijas de los distintos modos de opinar de sus colaboradores, y de las condiciones de los lugares de emigración 
de su Oratorio. 

Pero hacía muchos años que tenía tomada su decisión. Se había hecho mandar muchos reglamentos de oratorios festivos, más o menos 
antiguos, fundados por hombres celosos de la gloria de Dios, y que ya habían ((87)) florecido en distintas regiones de Italia. Quería 
examinar lo que otros habían experimentado. 

Entre sus papeles todavía hemos encontrado las Reglas del Oratorio de San Luis, erigido en Milán en 1842, en la barriada de Santa 
Cristina, y Las Reglas para los «hijitos» del Oratorio, bajo el patronato de la Sagrada Familia. 

Estos Reglamentos, compilados para otro fin y con otro método, imponían a don Bosco una atenta meditación para sacar una justa 
apreciación y adaptarlos a su fin. Algunos de ellos habían sido escritos 
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cuando las familias, en general, daban a sus hijos la primera educación cristiana, vigilaban para que no sufriera menoscabo su inocencia y 
los acompañaban a la iglesia y a los sacramentos. Entonces era fácil la misión del Director de un Oratorio. Bastaba reunir a los muchachos 
ciertas horas de los días festivos, entretenerlos con honestas diversiones, catequizarlos, darles en particular consejos o reprensiones para 
enderezar las tendencias aviesas y hacer crecer la buena semilla que ya había sido depositada en sus corazones. Pero, al presente, no se 
trataba sólo de cultivar, porque muchos jóvenes de ciertas clases sociales ya no recíbian instrucción religiosa en su casa y vivían alejados d 
la Iglesia; se precisaba, por tanto, y ante todo, recobrar su corazón, extirpar las malas raíces que el mal ejemplo y la corrupción precoz 
habían hecho germinar en él y, después, sembrar gérmenes de virtud. Más aún, había que añadir que, para que muchos de ellos perseverase 
en la virtud, era totalmente imprescindible apartarlos del ambiente corrompido en que vivían. Una mente sagaz podía fácilmente prever 
cómo el mal iría creciendo de manera espantosa. 

Se necesitaba, por consiguiente, que el Oratorio moderno, popular, fuera un campo de verdadero apostolado, en el que aplicasen ((88)) l 
medios de santificación instituídos por Jesucristo administrados según el espiritú de la Iglesia. 

Debía sustituir a la parroquia en todas sus funciones, como establece el Concilio de Trento. Debía se la sede de una autoridad paterna, q 
remediase con todas sus fuerzas la negligencia de los padres y que supiera ganar de tal modo a los muchachos que ejerciera una influencia 
moral y continuada en su conducta. 

Ya había Patronatos que se acercaban al ideal de don Bosco. En ellos se celebraba la misa, se explicaba el catecismo, tenían confesores, 
recomendaba la santa comunión una vez al mes, se vigilaba a los muchachos durante el recreo. Pero el Oratorio se cerraba a media mañana 
y los jóvenes quedaban abandonados a sí mismos porque no tenían dónde reunirse por la tarde. Y don Bosco, que sabía los peligros más 
graves para los jóvenes, particularmente si eran obreros, aparecían por la tarde, quería que su Oratorio estuviera abierto toda la jornada. 

Había Oratorios festivos que procuraban a los muchachos tods los auxilios espirituales y también los recogían por la tarde; pero no 
admitían más que a los de una conducta digna y probada; debían ser presentados por sus padres a la dirección y se les obligaba a retirarse, 
no se comportaban bien. Pero don Bosco quería 
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que acudieran a su Oratorio no sólo los más ignorantes para instruírlos, sino también los que no eran buenos para convertirlos, con tal de 
que no escandalizaran a los buenos: quería que éstos sirvieran de modelo y estímulo para la virtud. Por tanto, consideraba inútil poner 
condiciones para la aceptación a los que necesitaban una caritativa violencia moral para introducirlos al convite del Padre Celestial; y no 
permitía que se despidiera a los que, ((89)) tal vez, dejaban de asistir al Oratorio meses y meses, pues estimaba era una fortuna su vuelta, 
aunque durara poco tiempo. 

Era además evidente que no se podían exigir garantías de buena conducta a unos padres, que no se preocupaban para nada de la suerte de 
sus hijos, ni tenían prestigio alguno sobre ellos o a lo mejor los apartaban de frecuentar la iglesia. 

Don Bosco recogió también algunos Reglamentos de Oratorios destinados a muchachos díscolos, internados en reformatorios, en los que 
a la par, se admitían muchachos externos de la misma categoría. Pero no le gustaba el sistema disciplinario allí impuesto y la vigilancia ca 
policial, aunque fuese necesaria, y la obligación de la asistencia. Este sistema ya no podía emplearse porque no lo aceptaba la opinión 
pública y además don Bosco quería que sus alumnos practicaran el bien libremente y por 
amor. 

Estudiaba todos aquellos reglamentos, tomaba notas, modificaba, adaptaba, combinaba, según su punto de vista, y ateniéndose 
especialmente al de los Oratorios de San Felipe Neri en Roma y de San Carlos Borromeo en Milán, fundado hacia 1820. 

Sin embargo, eliminó ciertas disposiciones que no le parecían adaptadas a sus tiempos y que hubieran podido alejar más que atraer 
muchachos y animarlos para asistir. Excluyó solamente para la aceptación a los de muy tierna edad o con enfermedades contagiosas. En la 
práctica, cuando se trataba de insubordinación, estableció por principio una gran tolerancia y la admonición cordial, constante y eficaz, en 
vez de los castigos. Alejaba del Oratorio solamente a los que ofendían gravemente al Señor con el escándalo y no quería que hubiese 
registros oficiales donde quedasen anotadas las faltas de los culpables o de los indiferentes en las prácticas de piedad. En cuanto a la ((90) 
frecuencia de los sacramentos dejaba máxima libertad: ninguna obligación de pedir la cédula de confesión 1 ni el menor reproche a quien 
pasara mucho 

1 Así se llamaba la que se daba en las parroquias en tiempo del cumplimiento de iglesia, para que constare. (N. del T.) 
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tiempo sin confesarse; ninguna distinción de categoría para acercarse al tribunal de la penitencia: el que primero llega, se confiesa primero 
el que quiere retirarse, no llama la atención de nadie. Dígase lo mismo de la sagrada comunión y, por eso, en los días solemnes, lo mismo 
recibía el desayuno el que había comulgado que el que no se había acercado al sacramento. 

Establece el carné de asistencia, mas sólo para certificar si uno era digno de premio. Pero esta libertad, dirigida por el celo prudente de 
don Bosco y de sus continuas exhortaciones, debía producir admirables efectos. 

Don Bosco, pues, examinó los reglamentos que le habían proporcionado y anotó sus propias observaciones sobre un pliego que nos sirvi 
de guía para redactar estas páginas. 

A primeros del año 1847, cuando ya había organizado las clases nocturnas, en atención al consejo de diversas personas autorizadas, entr 
las que se encontraban el Arzobispo y don José Cafasso, se puso a redactar su reglamento, que terminó en pocas semanas. 

Expuso en él lo que tradicionalmente se hacía en el Oratorio; estableció los distintos cargos para la iglesia, el recreo, la escuela, y marcó 
los artículos oportunos para cada uno de ellos. Este reglamento se publicó hacia 1852 y después fue revisado y perfeccionado, en edicione 
posteriores, de acuerdo con las necesidades. Está dividido en tres partes. La primera señala la finalidad de los Oratorios festivos, los 
distintos cargos y sus respectivas reglas; la segunda contiene las prácticas de piedad que deben cumplir los muchachos y el comportamient 
que deben observar en la iglesia y fuera de ella; la tercera, que fue impresa posteriormente, se refiere a las escuelas diurnas y nocturnas y d 
advertencias generales a propósito para este fin. 

((91)) A partir de aquellos años hubo varios Obispos y párrocos que, al conocerlo, lo pidieron para introducir los Oratorios en sus propia 
diócesis y parroquias y organizarlos con el mismo método que el nuestro, por cuanto les fuera posible. Conocían la pericia de don Bosco 
para educar cristianamente a los hijos del pueblo y tenían una prueba más en este Reglamento.1 

1 Así expone don Bosco la finalidad de su Obra: 

El fin del Oratorio festivo es entretener a la juventud en los días festivos con agradables diversiones, después de haber asistido a las 
sagradas funciones de iglesia. 
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Se dice 1: Entretener a la juventud los días festivos, porque se tiene especialmente en consideración a los jóvenes obreros, los cuales, 
sobre todo en los días festivos, están expuestos a grandes peligros morales y corporales; pero no se excluye a los estudiantes que quieran 
asistir en los días festivos o de vacaciones.-2: Con agradables y honestas diversiones, aptas realmente para divertirse y no para cansarse. N 
se permiten, por tanto, juegos, diversiones, saltos, carreras, o cualquier otra manera de recreo que pueda comprometer la salud o la moral d 
los alumnos.-3: Después de haber asistido a las sagradas funciones de iglesia, porque la instrucción religiosa es lo primero que se pretende 
lo demás es accesorio y sólo un aliciente para atraer a la juventud. 

Este Oratorio está colocado bajo la protección de San Francisco de Sales, porque los que pretendan dedicarse a este género de ocupación 
deben proponerse a este Santo como modelo de caridad y buenos modales, que son las fuentes de las que brotan los frutos que se esperan d 
la Obra de los Oratorios. 

En el Capítulo II de la segunda parte se exponen las condiciones para la aceptación de muchachos en el Oratorio.-1. Puesto que el fin de 
este Oratorio es tener alejados a los muchachos del ocio y de las malas compañías, particularmente en los días festivos, todos pueden ser 
admitidos en él sin excepción de grado o condición.-2. Sin embargo, son preferentemente admitidos y atendidos los pobres, más 
abandonados y más ignorantes, porque tienen más necesidad de asistencia para mantenerse en el camino de la eterna salvación.-3. Se 
requiere tener la edad de ocho años; por tanto, quedan excluidos los chiquitos, que ocasionarían estorbo y no son capaces de entender lo 
que allí se enseña.-4. No cuentan los defectos físicos con tal de que ((92)) no sean contagiosos o de grave repugnancia a sus compañeros: e 
tal caso uno solo podía alejar a muchos del Oratorio.-5. Que trabajen en cualquier arte u oficio, porque el ocio y la desocupación arrastran 
todos los vicios y hacen inútil toda instrucción religiosa. El que estuviese desocupado y desease trabajar, puede dirigirse a los Protectores 
ellos le ayudarán.-6. El muchacho que entre en el Oratorio debe persuadirse de que éste es un lugar de religión, donde se desea formar 
buenos cristianos y honrados ciudadanos, por lo que está rigurosamente prohibido blasfemar, tener conversaciones contra las buenas 
costumbres o contra la santa Religión Católica. Quién cometiere algunas de estas faltas, será paternalmente avisado la primera vez; y si no 
se enmienda, se le notificará al Director, quien lo expulsará del Oratorio.-7. Los jóvenes díscolos pueden también ser admitidos, con tal de 
que no den escándalo y manifiesten voluntad de mejorar su conducta.-8. No se paga cuota alguna, ni para entrar, ni 
para permanecer en el Oratorio. El que deseare inscribirse en alguna sociedad lucrativa, puede hacerlo en la de Socorros Mutuos, cuyas 
reglas van aparte.-9. Todos son libres de frecuentar este Oratorio; pero todos deben someterse a las órdenes de los respectivos encargados, 
observar el debido comportamiento en el recreo, en la iglesia y fuera del Oratorio. 
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((93)) 

CAPITULO IX 

EL REGLAMENTO DEL ORATORIO FESTIVO PREANUNCIA LA PIA SOCIEDAD DE SAN FRANCISCO DE SALES 
DISTINTOS CARGOS DE LOS COLABORADORES DE DON BOSCO PARA ATENDER A LOS ALUMNOS EXTERNOS 
EXACTITUD DE LOS JOVENES A QUIENES SE LES CONFIAN CARGOS SECUNDARIOS -DIFICULTAD PARA ENCONTRAR 
SACERDOTES A QUIENES CONFIAR LA DIRECCION -COMPARACION DEL PRIMER MANUSCRITO DE LOS 
REGLAMENTOS CON EL DE SU ULTIMA EDICION -INCUMBENCIAS DE LOS DISTINTOS ENCARGADOS EN EL ORATORI 

A juicio de personas autorizadas y competentes, no será un trabajo inútil exponer el Reglamento establecido por don Bosco para su Orator 
Festivo y meditar las ideas genuinas de su mente organizadora. Después de considerar su primer manuscrito en el capítulo anterior, en el 
que hemos apreciado la finalidad de su obra y las condiciones impuestas a la juventud para poder ser aceptados en el Oratorio, se presenta 
inmediatamente una espontánea e importante reflexión, a saber: que la primera intención, constantemente acariciada por don Bosco y 
desarrollada con prudente lentitud, era la de preparar los cimientos de la pía Sociedad de San Francisco de Sales. El mismo descubrió en 
repetidas ocasiones su intención. En efecto, da a los sacerdotes superiores 
del Oratorio Festivo, los títulos correspondientes a los cargos con los que más tarde designará a los Superiores de su Congregación. Llama 
siempre RECTOR al que lleva la más alta dirección, y muda esta ((94)) denominación por la de DIRECTOR cuando la autoridad del 
Oratorio Festivo se convierte en secundaria, por haberla delegado él mismo en algún representante suyo. 

Se refiere en dos artículos a la perpetuidad y extensión de la Obra por él fundada. En la Parte I, Cap. I, art. 9 que habla del Rector, 
escribe: El puede designar un sucesor, pero este nombramiento debe recaer en un sacerdote y se aprobado por el obispo. Y para dar al 
Rector un firme apoyo, dice en el Cap. II, art. 6: El Prefecto colaborará con el Rector en todo lo que pueda y pondrá 
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sumo empeño para tener el mismo espíritu, el mismo ideal y celo para la gloria de Dios. Estos artículos desaparecieron posteriormente al 
sugir la pía Sociedad, pese a que aún permanece el art. 5: El Prefecto desempeñará además el cargo de Director Espiritual en los lugares 
donde quizá hubiere penuria de sacerdotes. Por consiguiente, él preveía que sus Oratorios se fundarían también en el porvenir fuera de la 
ciudad de Turín. Establecía además, como veremos, que los encargados de determinados puestos, fueran elegidos, como en un Capítulo, p 
mayoría de votos entre los que se ocupaban del mismo Oratorio y ya entonces establecía especiales sufragios, no sólo con ocasión de la 
muerte de los que le ayudaban en la santa empresa, sino también con ocasión de la muerte de sus padres. Finalmente en la Parte II, Cap. 
VII, art. 8, insinúa en el ánimo de los muchachos el gran pensamiento de la vocación divina: En los asuntos importantes, como sería el de 
elección de estado, consultad siempre al 
confesor. Dice el Señor que quien escucha la voz del confesor escucha la voz del mismo Dios. Qui vos audit me audit. 

Pero si en este Reglamento no se divisaba más que el simple esbozo de una futura sociedad religiosa, sin embargo, ya aparece en él 
resplandeciente el espíritu que debía animarla. Llama hijos a los muchachos, la mayor parte de las veces, de idéntica manera que el apósto 
((95)) San Juan llamaba hijos a sus discípulos. A los que presidían, se les inculcaba que estuvieran dispuestos a hacer grandes sacrificios, 
sin ahorrar nada ni descuidar nada de cuanto pudiera contribuir a la mayor gloria de Dios y a la salvación de las almas; y se añadía en cada 
página que el medio más a propósito para hacer el bien a los jóvenes es la caridad. 

Hechas estas observaciones generales, veamos la organización que don Bosco ideó para el buen funcionamiento del Oratorio. Escribía as 

«Los cargos a cumplir por los que desean trabajar con fruto en la Obra de los Oratorios, se pueden distribuir entre los siguientes 
encargados, que deben ser considerados como otros tantos superiores en sus respectivas incumbencias: 1. Director.-2. Prefecto.-3. 
Catequista o Director Espiritual.-4. Asistentes.-5. Sacristanes.-6. Entonador.-7. Celadores.-8. Catequistas.-9. Secretario.-10. 
Pacificadores.-11. Cantores.-12. Animadores de los recreos.-13. Protector». 

Puede que alguno crea que son demasiados cargos para la necesidad, pero téngase en cuenta que don Bosco lo disponía así, 
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para que fueran muchos los interesados en el bien de los muchachos y, por tanto, mayor y más amplia la vigilancia necesaria; para tener 
mayor oportunidad de ocupar a cada cual según sus aptitudes o habilidades; para dar a alguno una muestra de confianza especial, como 
premio merecido; para que ciertos temperamentos emprendedores, halagados por esta preeminencia sobre los demás, se aficionaran cada 
vez más al Instituto. 

Una vez que determinó los principales cargos y sus atribuciones, de los que pronto hablaremos, don Bosco se los confió a aquellos 
jóvenes que, por su conducta y buen juicio, le parecieron más idóneos para desempeñarlos, convirtiéndolos, por así decir, en sus oficiales 
ayudantes de campo. Les avisaba al mismo tiempo ((96)) que no quisieran imponer leyes o preceptos. Y lo mismo que él solía 
responsabilizarles del cargo confiado, limitando su labor a vigilar que cada uno cumpliese su propio deber, así como uno ponía todo su 
empeño en conocer y cumplir sus incumbencias del mejor modo que le fuere dado. De esta forma se fue ordenando todo el Oratorio con 
gran provecho para los muchachos y hasta con gran descanso de su mismo Director, el cual acostumbraba a reunir semanalmente a sus 
oficiales en torno a sí y, como experto general, los animaba con fervorosas palabras a permanecer fieles y perseverantes en su puesto, 
sugiriéndoles lo que había que hacer o rehuir para trabajar con éxito. Y en cualquier circunstancia que acudiesen a él, los recibía siempre 
con maneras agradables y alegres. No en balde había escrito para norma de un Director: «Debe estar dispuesto a acoger con bondad a los 
empleados que se dirigieren a él y darles las sugerencias que 
pueden ser útiles para el mantenimiento del orden y para promover la gloria de Dios y el provecho espiritual de las almas. Con la dulzura y 
la ejemplaridad procure ganarse su estima y benevolencia». A veces les daba cualquier regalillo, una estampa, un librito o algo semejante, 
siempre acababa señalándoles el hermoso premio que les esperaba en el Cielo. Estas palabras y estas muestras de confianza eran un gran 
estímulo, y rara vez sucedía que, por negligencia o mala conducta, hubiera que exonerar a alguno de su cargo o rebajarle de su graduación 

Pero, si no era difícil encontrar muchachos de buena voluntad a quienes confiar muchas incumbencias, no pasaba lo mismo con los cargo 
de Prefecto y Catequista o Director Espiritual. Había sacerdotes celosos que aceptaban estos cargos; pero se cansaban pronto o se los 
impedían las obligaciones personales en la ciudad, 
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cuando ((97)) era más necesaria su presencia en el Oratorio. En consecuencia, muy a menudo cambiaba estos Superiores. Don Bosco no se 
desalentaba por tan poca cosa y se encargaba de los trabajos de los otros, esperando, sin apurarse, los nuevos colaboradores que la 
Providencia le mandaría. 

Por esto había escrito un Reglamento completo, no sólo para el Oratorio del 1847, sino con previsión de futuro. En consecuencia, 
establecía al presente lo que había determinado hacer, conforme se le presentaron los medios para efectuarlo, por ejemplo, el rezo o el can 
de maitines del Oficio de la Virgen María cada domingo; organizaba la Compañía o Asociación de San Luis y una biblioteca circulante, a 
las que daría vida aquel año; y al mismo tiempo hacía alusión, como hemos visto en el capítulo anterior, a una sociedad de socorros mutuo 
que fundó posteriormente en el 1850. 

Resulta digna de nuestra admiración esta previsión; pero toca ahora a nuestra labor, más que nada, exponer en forma exhaustiva el 
empeño de don Bosco durante toda su vida para lograr que la misión de un Oratorio festivo diera sus frutos. Con este fin presentamos al 
lector la última edición del Reglamento impreso en 1887, comparándola con el manuscrito del 1847. Las diferencias no son muchas; pero, 
en interés de la historia, ofreceremos las distintas versiones, poniendo en cursiva lo que don Bosco 
suprimió de la primera edición y colocando entre paréntesis lo que añadió o empezó a practicar hacia 1852 y más tarde. Los capítulos y 
artículos destinados a la dirección de los jóvenes en su conducta moral o religiosa, los iremos colocando en otros lugares como notas, segú 
nos lo irá pidiendo el desarrollo de los hechos. No es superfluo el estudio atento de lo que debe constituir el fin principal de nuestra 
actividad religiosa. En nuestras Constituciones ((98)) está escrito: Primum charitatis exercitium in hoc versabitur, ut pauperiores ac derelic 
adolescentuli excipiantur, et sanctam Catholicam Religionem doceantur, praesertim vero diebus festis. (El primer ejercicio de caridad 
consistirá en acoger a los jóvenes pobres y abandonados y en formarlos en la santa religión católica, especialmente en los días festivos. 1 

Nosotros, pues, referiremos primero las atribuciones de los cargos que don Bosco había confiado a sus colaboradores, recordando 

1 Constituciones de la Sdad. de San Francisco de Sales -I, 3. (De la traducción española, anterior a la de 1924). (N. del T.). 
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lo que se lee en el libro de los Proverbios: «Escuchad, hijos, la instrucción del padre, estad atentos para aprender inteligencia».1 

1 Proverbios, 4, 1. 

CAPITULO I. El Director.-1. El Director, como superior principal, es el responsable de todo lo que sucede en el Oratorio.-2. Debe 
preceder a los demás encargados en piedad, caridad y paciencia, mostrarse constantemente amigo, compañero, hermano de todos; y, por 
tanto, estimular a cada uno en el cumplimiento de sus propios deberes en forma de ruego, nunca como severo mandato.-3. Al nombrar a 
alguno para desempeñar un cargo, que pedirá el parecer a los otros encargados, y, si son sacerdotes, consultará al Superior Eclesiástico (o 
Párroco de la parroquia en la que esté funcionando el Oratorio, a no ser que sean notoriamente conocidos, y se presuponga que nadie se 
opondrá).-4. Una vez al mes reunirá a sus encargados para oír y proponer cuanto juzgue cada uno ventajoso para los alumnos.-5. Es 
incumbencia del Director avisar y vigilar para que todos cumplan sus respectivos cargos, corregir y aún remover de sus puestos a los 
encargados, cuando fuese necesario.-6. Oye las confesiones de los que acuden a él; al terminar las confesiones el Director u otro sacerdote 
celebrará la santa misa, a la que seguirá la explicación del evangelio (con la exposición de un hecho sacado de la Historia Sagrada o de la 
Historia Eclesiástica).-7. El debe ser 
como el padre en medio de sus hijos, e industriarse de todas las maneras posibles, para insinuar en el corazón de los muchachos el amor de 
Dios, el respeto a las cosas sagradas, la frecuencia de los sacramentos, una filial devoción a María Santísima y todo lo que constituye la 
verdadera piedad. 

CAPITULO II. El Prefecto.-1. El Prefecto debe ser sacerdote y hará las veces del Director, siempre que sea necesario.-2. Recibirá las 
órdenes del Director y las comunicará a todos los demás encargados; ((99)) cuidará de que las clases de Religión estén provistas a tiempo 
su respectivo catequista y vigilará para que, durante el catecismo, no haya desorden o alboroto en las clases.-3. En ausencia de un 
encargado, debe procurar enseguida quien lo supla.-4. Debe procurar que los cantores estén ensayados para las antífonas, salmos e himnos 
que se deban cantar.-5. El Prefecto hará también de Director Espiritual en los pueblos donde escaseen los sacerdotes). El es confesor 
ordinario de los muchachos, dirá la misa, dará el catecismo, y si es necesario, también la explicación desde el púlpito.-6. Al Prefecto están 
además confiadas las escuelas (diurnas), nocturnas y dominicales. 

CAPITULO III. El Catequista o Director Espiritual.-1. Compete al Director Espiritual asistir y dirigir las funciones sagradas; por lo tant 
debe ser sacerdote, y, si en alguna ocasión no pudiere actuar directamente, entiéndase con el Prefecto para buscar quien lo supla en el 
desempeño de sus cargos.-2. (Por la mañana, a la hora establecida, iniciará o asistirá a los Maitines de la Virgen María; terminado el canto 
del Te Deum, irá a revestirse para celebrar la misa de la comunidad).-3. Explicará el Catecismo en el coro a los mayores, asistirá a las 
Vísperas y dispondrá cuanto precise para la Bendición 
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con el Santísimo Sacramento.-4. Deberá estar bien informado sobre la conducta de los muchachos para poder comunicar los informes 
pertinentes y extender los certificados de asistencia y buena conducta, cuando fuese necesario.-5. En las solemnidades procurará que haya 
un número conveniente de confesores y de misas; dispondrá lo que se necesite para el servicio de las funciones sagradas.-6. El Director 
Espiritual es además Director de la Compañía de San Luis, cuyas incumbencias se detallan, al tratar de esta compañía, y de la sociedad de 
socorros mutuos.-7. Si llega a su conocimiento que un joven ya mayorcito necesita instrucción religiosa, como ocurre con frecuencia, se 
preocupará de buscarle el lugar y tiempo más adecuado para enseñarle él mismo el 
catecismo, o disponer que lo haga con paciencia y caridad; se trata de ganar una alma para Dios.-8. Téngase presente que el cargo de 
Prefecto y el de Director Espiritual se pueden juntar con facilidad en la misma persona. Cuando no se disponga de un sacerdote para ocupa 
el cargo de Director Espiritual, todas las funciones que le atañen serán confiadas al Prefecto. 

CAPITULO IV. El Asistente.-1. Al Asistente, que debe ser un seglar lleno de caridad y de celo por la gloria de Dios, incumbe asistir a 
todas las funciones sagradas del Oratorio, y vigilar para que no haya desórdenes durante las mismas.-2. Procurará que no haya alboroto al 
entrar en la iglesia, y que tome cada uno agua bendita, ((100)) haga bien la señal de la Cruz y la genuflexión al altar del Santísimo 
Sacramento.-3. Si ocurriere que alguno lleva consigo a la iglesia niños pequeños, que distraigan con sus gritos o sus llantos, avisará con 
bondad a quien corresponda para que los saque fuera.-4. Para avisar alguno en la iglesia, use rara vez la voz; si tiene que corregir con un 
diálogo prolongado, déjelo para después de las funciones, o bien sáquelo 
fuera de la iglesia.-5. Para cantar las vísperas u otra canción sagrada, indique, si es el caso, la página del libro donde se encuentre lo que se 
ha entonado. 

CAPITULO V. Los Sacristanes.-1. Los Sacristanes deben ser tres; (un clérigo) y dos seglares, elegidos entre los muchachos más 
piadosos, más aseados y más capaces para este cargo.-2. (El clérigo es el sacristán primero y a él incumbe particularmente leer el añalejo, 
distribuir los registros en el misal, y enseñar, cuando sea menester, las cermonias para ayudar a la misa rezada y a la bendición con el 
Santísimo Sacramento).-3. Por la mañana, al llegar a la sacristía, su primer cuidado será preparar 
enseguida el altar para la santa misa, el agua, el vino, la hostia, el cáliz, el copón y la custodia, si se necesita, para la Bendición; (después, 
mientras se comienzan los laudes de la Santísima Virgen, o a más tardar cuando se entona el himno, invitan al Sacerdote para que se revist 
y celebre la santa misa).-4. A la hora del sermón avisan al predicador, lo acompañan al púlpito y lo conducen después a la sacristía.-5. Par 
la misa rezada enciendan sólo dos velas, cuatro para la misa de comunidad en los días festivos, seis para las misas solemnes. Para las 
vísperas en las fiestas ordinarias, cuatro, y en las solemnes, seis; para la Bendición con el Santísimo se deben encender no menos de 
catorce: (Sínodo Diocesano. Tít. X, 22.-Turín).-6. No se enciendan 
nunca las velas durante el sermón, porque esto molesta al predicador y al auditorio.-7. En la sacristía hay que guardar silencio y no se debe 
hablar más que de lo que se refiera a la iglesia o a las ocupaciones de los sacristanes.-8. Se recomienda muy encarecidamente a un sacristá 
se coloque cerca de las campanillas que se acostumbran a tocar, para dar la señal de cuando el sacerdote se 
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vuelve al público con el Santísimo para dar la bendición, y no tocarlas por segunda vez hasta que no se haya cerrado el sagrario; y esto par 
evitar a los niños una especie de porfía por levantarse y salir de la iglesia, con irreverencia del Santísimo Sacramento.-9. Deben encontrars 
en la sacristía antes de empezar las funciones sagradas y no retirarse hasta que los ornamentos no estén guardados y todos los demás objeto 
puestos en orden y bajo llave.-10. No deberán salir de la sacristía sin cerrar bien los armarios y las verjas. ((101)). 

Avisos para los encargados de la Sacristía.-1. Su primera y principal ocupación es la de abrir y cerrar las puertas de la iglesia, cuidar de l 
limpieza de la misma y de los ornamentos y objetos que se empleen en el altar para el sacrificio de la santa misa, como son: bandejas, 
vinajeras, candeleros, manteles, toallas, corporales, purificadores, y de avisar al Prefecto cuando sea preciso lavar las ropas, pulir algo o 
volverlo a hacer.-2. Uno de los sacristanes es el encargado de tocar las campanas o de avisar con la campanilla que es la hora de cortar el 
recreo y de entrar en la iglesia para las funciones sagradas.-3. (Por la tarde, un poco antes de dar la señal de entrada a la iglesia, arreglen lo 
bancos y los distribuyan para las distintas clases, de acuerdo con el número correspondiente, indicado en la pared de la iglesia).-4. (Mientr 
entran los muchachos en la iglesia, distribuyan los sacristanes a los catequistas los catecismos numerados, y cinco minutos antes de termin 
la catequesis, dos de ellos, uno a la derecha y otro a la izquierda, distribuyan los libros para las vísperas; hacia el fin del Magnificat, pasen 
recogerlos, y los lleven a su puesto; cierren el armario y entreguen la llave al jefe de Sacristía). 

CAPITULO VI. El Entonador.-1. El Entonador es el encargado de regular las oraciones vocales que se hacen en el Oratorio.-2. Todos lo 
días festivos, al entrar en la iglesia, comienza las oraciones de la mañana, sigue leyendo las que acompañan a la santa misa y dirige la 
tercera parte del rosario de la Santísima Virgen. Después de misa recita los actos de Fe, Esperanza y Caridad.-3. En las fiestas más 
solemnes, al llegar al Sanctus, leerá la preparación para la sagrada comunión y después la acción de gracias.-4. Después del sermón recita 
una avemaría, y por la mañana añade un padrenuestro y una avemaría por los bienhechores, y otro padrenuestro y avemaría a San Luis, y 
termina entonando: Alabado sea el Santísimo.-5. Por la tarde, antes del Catecismo, apenas haya entrado en la iglesia un número suficiente 
de muchachos, entonará el padrenuestro y el avemaría. Terminado el Catecismo, recitará los actos de fe, alternando las voces como por la 
mañana, procurando colocarse en aquella parte de la 
iglesia, desde donde más fácilmente pueda ser oído por todos.-6. Debe poner todo su empeño para leer en voz alta, clara y devota de modo 
que los oyentes comprendan que él está compenetrado de lo que lee.-7. Igualmente debe tener presente que en la santa misa, a la elevación 
de la Santa Hostia y del Cáliz, al Ite Missa est y en el momento que el sacerdote da la bendición, se suspenda las oraciones en común, para 
que cada cual pueda, en aquel solemne momento, dirigirse a Dios con los afectos de su corazón. -8. Lo mismo deberá observarse por la 
tarde en el momento en que se da la Bendición con el Santísimo Sacramento. ((102)). 

CAPITULO VII. Los Celadores.-1. Los Celadores son jóvenes elegidos entre los más ejemplares que tienen el cargo de ayudar al 
Asistente, especialmente en las funciones 
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sagradas de la iglesia por la tarde.-2. Deberán ser al menos cuatro y se colocarán en los cuatro puntos o ángulos principales de la iglesia 
(uno se cuidará de la parte próxima al altar de la Virgen, el otro de la del lado de San Luis, los otros dos la parte restante de la iglesia, desd 
la mitad hasta la puerta grande) y si no hay motivo, no se moverán de su puesto. Si necesitan avisar algo, deben evitar correr 
precipitadamente, pasar ante el altar mayor sin hacer la genuflexión. En los lugares donde 
se puede contar con los Catequistas desde el principio hasta el final de la función, bastará el asistente solo, ayudado por los catequistas de 
cada clase.-3. Vigilen para que los muchachos, al entrar en la iglesia, ocupen su puesto, hagan el acto de adoración y guarden respeto 
mientras esperan y cuando cantan.-4. Si alguno charla o duerme, corríjanle con buenos modales, moviéndose lo menos posible de su puest 
sin pegar jamás a nadie por ningún motivo; ni reñirle con palabras duras o en alta voz. En casos graves saque al culpable fuera de la iglesia 
y déle la debida corrección. 

CAPITULO VIII. Los Catequistas.-1. Uno de los cargos principales del Oratorio es precisamente el de Catequista, porque el objeto 
primario de este Oratorio es instruir en la doctrina a los jóvenes que acuden a él. «Vosotros, catequistas, al enseñar el catecismo, realizáis 
una obra muy meritoria ante Dios, porque cooperáis a la salvación de las almas redimidas con la preciosa sangre de Jesucristo, al mostrar 
los medios aptos para seguir el camino que conduce a la gloria eterna: muy meritoria también ante los hombres y vuestros oyentes, que 
siempre bendecirán vuestras palabras, con las que les enseñasteis el camino para llegar a ser buenos cristianos, honrados ciudadanos, útiles 
para la propia familia y para la misma sociedad civil».-2. Por cuanto sea posible, los catequistas sean sacerdotes o seminaristas. Pero, com 
las clases son tan numerosas y por fortuna contamos con algunos caballeros ejemplares que se prestan a esta obra, ofrézcaseles con 
agradecimiento una clase de catecismo. Para la de los mayores, en el coro, si es posible, haya siempre un sacerdote.-3. Cuando el número 
Catequistas sea inferior al de las clases, el Prefecto, de acuerdo con el Director, elegirá los jóvenes más instruídos y más aptos y, les 
confiará la clase donde falte 
un Catequista.-4. Mientras se canta el padrenuestro, cada Catequista deberá encontrarse en la clase que se le ha asignado. El Catequista 
deberá colocar a sus alumnos en semicírculo estando él en el centro; ((103)) no se incline hacia los alumnos para preguntar u oír sus 
respuestas sino manténgase derecho, paseando su mirada sobre todos los alumnos.-6. No se aleje nunca de su clase. Si le ocurriese cualqui 
cosa, avise al Prefecto o al Asistente.-7. Cada uno asista a su clase hasta después de los actos de Fe, Esperanza y Caridad y, si puede, no se 
retire de su puesto hasta terminar las sagradas funciones.-8. Cinco minutos antes de acabar el catecismo, al sonar la campanilla, se contará 
un ejemplo breve, entresacado de la Historia Sagrada o de la Historia Eclesiástica, o bien se expondrá con claridad y sencillez un apólogo 
una semejanza moral, cuyo fin sea poner de relieve la fealdad de un vicio o la hermosura de una virtud en particular.-9. Nadie empiece a 
explicar, antes de haber aprendido la materia que debe tratar, ni antes de que los alumnos sepan de memoria la pregunta a explicar. Sean 
breves las explicaciones y con pocas palabras.-10. No se metan en cuestiones difíciles ni entren en materias que no se sepan resolver clara 
sencillamente. -11. Los vicios que se deben combatir frecuentemente son: la blasfemia, la profanación de los días festivos, la deshonestida 
la falta de dolor, de propósito y de sinceridad en la confesión.-12. Las virtudes que se deben recomendar frecuentemente son: la caridad co 
los compañeros, la obediencia a los Superiores, el amor al trabajo, la 
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fuga del ocio y de las malas compañías, la frecuencia de la confesión y de la sagrada comunión.-13. Las clases de catecismo se dividen de 
manera siguiente: en el coro, los ya aprobados definitivamente para recibir la sagrada comunión y que han cumplido los quince años. (En 
las capillas de San Luis y de la Virgen, los aprobados definitivamente para la sagrada comunión: pero menores de quince años). Las demá 
clases estarán divididas por saber, por edad y, hasta los más pequeños. Para determinar la clases de los que, todavía no han sido aprobados 
para la Comunión, véase de no mezclar pequeños con mayores. Hágase, por ejemplo, una clase con los que son mayores de catorce años; 
otra con los de doce a catorce; otra con los de diez a doce. Ello contribuirá eficazmente a mantener el orden en las clases y a paliar el 
respeto humano, que tienen los mayores, puestos en medio de los pequeños.-14. El orden a guardar para enseñar la doctrina cristiana está 
señalado con números en las preguntas del Catecismo. Las señaladas con el número 1, hay que enseñarlas absolutamente a todos, pequeño 
y mayores. Las señaladas con el número 2, a los que se preparan para la Confirmación y para la primera Comunión; y las señaladas con el 
número 3 y 4, a quienes desean ser 
aprobados para todo el año. Las preguntas señaladas con los números 5 y 6 a los que desean aprobados para siempre.-15. El Catequista de 
coro, a lo sumo tiene muchachos admitidos ya para siempre a la sagrada Comunión; ((104)) por tanto no exigirá el catecismo al pie de la 
letra, sino que, anunciada una pregunta, la expondrá con brevedad y claridad; y para mantener la atención, podrá exponer casos prácticos 
correspondientes a la materia de que se trata, pero jamás de cosas que no se adapten a la edad 
y a la condición del auditorio.-16. Cada Catequista presente siempre su rostro alegre y dé a entender, como así es, la importancia de lo que 
está enseñando; al corregir o avisar use siempre palabras alentadoras y no deprimentes. Alabe al que lo merezca y sea parco en reprender. 
Todos los encargados, libres a la hora del Catecismo, son considerados como catequistas, puesto que ellos están en mejor condición que 
otros para conocer la índole y el modo de comportarse con los muchachos. 

CAPITULO IX. El Secretario.-1. Incumbencia del Secretario es llevar nota de cuanto concierne al Oratorio en general y en particular.-2. 
Escribirá un cartel con el nombre, apellido y cargo de cada uno de los encargados y los colgará en la sacristía. Hará un inventario de todos 
los objetos destinados al uso de la iglesia (particularmente los destinados y regalados para un altar determinado). Para todo esto seguirá las 
órdenes del Prefecto.-3. Cuidará y rendirá cuenta, cuando sea necesario, de los 
libros, registros, y todo lo perteneciente a la Compañía de San Luis y a la Sociedad de Socorros Mutuos.-4. En armario a propósito guarda 
bajo llave toda la música del Oratorio y no la entregará más que al maestro de los cantores. No prestará nunca música para llevarla fuera d 
Oratorio.-5. A él está confiada también una pequeña Biblioteca de libros selectos para la juventud, que él podrá libremente prestar para lee 
allí mismo y también para llevárselos a sus casas respectivas; pero deberá anotar el nombre, apellido y domicilio de aquél a quien fue 
prestado; y esto para saber adónde ir a reclamar el libro prestado, si no ha sido devuelto al cabo de un mes. (Véanse las reglas del 
bibliotecario en la parte III).-6. Corresponde en primer lugar al Secretario velar para que no se pierda nada propiedad del Oratorio o se reti 
algún objeto sin que él haya tomado nota.-7. Los deberes del Secretario corresponden propiamente al Prefecto, por esto sólo en el caso de 
que él no pueda atenderlos, se confiarán a otro. 
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CAPITULO X. Los Pacificadores.-1. El cargo de los Pacificadores consiste en impedir las riñas, los altercados, las blasfemias y cualqui 
conversación deshonesta.-2. Cuando se cometieren tales faltas que, gracias a Dios son rarísimas entre nosotros, avisen inmediatamente al 
culpable y con paciencia y caridad hágasele ver que tales faltas están ((105)) rigurosamente prohibidas por el Superior, que son contrarias 
la buena educación y, lo que es más, están prohibidas por la ley de Dios.-3. En el caso de tener que hacer correcciones, cuídese de que se 
hagan en privado y, por cuanto sea posible, nunca en presencia de otros, salvo que ésta sea necesaria para reparar un escándalo público.-4. 
Es también incumbencia de los Pacificadores recoger a los jóvenes que se acerquen al Oratorio, llevarlos a la iglesia, con la promesa de 
algún regalito, a lo que ciertamente no se opondrá el Director.-5. Los Pacificadores procuren impedir con gracia que nadie salga durante la 
funciones religiosas. Que ninguno se pare armando ruido o jugando cerca de la iglesia, durante las mismas; en tales casos se les exorte con 
paciencia a ir a la iglesia apenas suena la campanilla.-6. Toca también a los Pacificadores reconciliar con los Superiores a quien hubiera 
cometido alguna falta; devolver a los padres a los que hayan escapado de casa; animar durante la semana a los compañeros a que asistan al 
oratorio en los días festivos.-7. Finalmente es oficio de los Pacificadores, a base de mucha prudencia, conducir a un confesor y así 
reconciliar con Dios a quienes supieren necesitan confesarse.-8. Aunque todos los encargados del oratorio deben considerarse como otros 
tantos Pacificadores, con todo, hay dos especialmente encargados de ello y deben se elegidos, por mayoría de votos, por los encargados de 
Oratorio.-9. El Prior y el Viceprior de la Compañía de San Luis son Pacificadores natos del Oratorio. 

CAPITULO XI. Los Cantores.-1. Sería de desear que todos fuesen cantores, porque todos deben tomar parte en el canto; sin embargo, 
para impedir algunos incovenientes que podrían sobrevenir, se eligen algunos que posean buena voz y salud, y a ellos se les confía la 
dirección del canto.-2. Hay entre nosotros dos categorías de cantores: los del coro y los del altar. Sin embargo, nadie debe ser elegido 
cantor, si no tiene buena conducta y si no sabe leer correctamente en latín.-3. Para ser cantor del coro, se exige que el alumno sepa solfear 
conozca los tonos del canto llano.-4. El cuidado del canto está confiado a un Maestro de Capilla y a un suplente. Estos deben procurar que 
las distintas partes del canto se repartan entre los cantores, de modo que todos puedan actuar y se animen a cantar.-5. (Por la mañana se 
canta el Oficio de la Santísima Virgen por la masa coral y los himnos, las Lecciones, el Te Deum y el Benedictus siguiendo las reglas del 
canto llano. En las fiestas solemnes se canta todo en canto Gregoriano)1. Por la tarde se cantan las vísperas señaladas en el calendario de l 
Diócesis. Donde no 

1 No comprendemos la diferencia que parece intentó hacer «el autor» al hablar del canto llano y del canto Gregoriano. 

El canto Gregoriano o llano, propio de la liturgia cristiana, es unísono y con la escala arreglada en forma que se asemeja a la música 
griega y a la de la liturgia hebrea. Se llamó cantus planus, a diferencia del cantus mensurabilis y alcanzó su más alto desarrollo en el siglo 
VII, después del arreglo que de él hizo el Papa San Gregorio Magno (590-604). 

Fue restaurado por los monjes de Solesmes y con el «motu proprio» de Pío X en 1903. (n. del T.). 
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se puedan cantar los Maitines se cantarán, al menos, por la tarde, las Vísperas de la Santísima Virgen o bien solamente el Ave Maris Stella 
con el Magnificat y el Oremus, etc. ((106)) 6. Al entonar un salmo o una antífona, canten todos al unísono, evitando chillidos, entonacione 
demasiado altas o demasiado bajas. Cuando alguien se equivoque al cantar, no hay que reírse del compañero ni despreciarle; procure el 
maestro sostenerle con su voz para entonarlo.-7. Los cantores del altar deber estar atentos para responder, en el mismo tono y grado de vo 
todo lo que se entone en el coro o por los instrumentos. El maestro de capilla procure que salmos e himnos sean cantados alternativamente 
por el coro y la masa de fieles.-8. El último domingo de cada mes se canta el Oficio de Difuntos en sufragio de los compañeros y 
bienhechores difuntos; dicho oficio se cantará igualmente en sufragio de todo encargado o de su padre o de su madre, el domingo siguiente 
al día en que se participe su muerte.-9. Se recomienda encarecidamente a los cantores no sean vanidosos ni soberbios, vicios muy 
reprobables que hacer perder el fruto de lo que se está haciendo y causan enemistades entre los compañeros. (Un cantor verdaderamente 
cristiano no debería jamás darse por ofendido ni tener más fin que agradar a Dios y unir su voz a la de los ángeles que le bendicen y alaban 
en el cielo). 

CAPITULO XII. Moderadores de recreo.-1. Se desea vivamente que durante el recreo todos puedan tomar parte en cualquier juego 
permitido y a la hora establecida.-2. Los juegos permitidos son: bochas, tejo, columpios, zancos, tíovivo, pelota, salto a la cuerda; ejercicio 
de gimnasia, la oca, las damas, el ajedrez, la tómbola, el correo, el marro, los oficios, el comerciante y cualquier otro juego de destreza.-3. 
Están prohibidos los juegos de baraja, naipes piamonteses y cualquier otro juego que encierre peligro de ofender a Dios, perjudicar al 
prójimo o hacerse daño.-4. El tiempo ordinario para recreo está fijado por la mañana, de las diez a las doce; y por la tarde, de la una a las 
dos y media; y desde el final de las funciones religiosas hasta la noche, pero no más tarde de las ocho y siempre a las horas en que no se 
estorben las clases.-5. Los juegos se confiarán a cinco vigilantes, uno de los cuales será el jefe.-6. El jefe de los vigilantes conserva lista de 
número y calidad de los juegos y es el responsable. Cuando sean necesarios arreglos o reposición de los juegos lo hará saber al Prefecto.-7 
Dos vigilantes prestan su servicio cada domingo. El jefe sólo atenderá a que no haya desórdenes, pero no está obligado a prestar ningún 
servicio, 
salvo que falte algún vigilante.-8. Todos los juegos están marcados con un número, por ejemplo: si hubiese nueve juegos de bochas, se 
hacen nueve carteles y se escribe sobre cada uno su número 1-2-3-4-5-6-7-8-9. Si hubiese cinco pares de zancos, se señalarán con los 
números 10-11-12-13-14, y así ((107)) sucesivamente con los demás juegos.-9. Llegada la hora de la distribución, el que desee un juego, 
debe dejar alguna cosa en prenda, sobre la cual el vigilante pondrá el número correspondiente al juego tomado. En el caso de que un juego 
se haya roto o perdido, se lo hará presente al jefe de vigilantes o al Sr. Prefecto, con cuyo permiso, y nunca de otra forma, se devolverá la 
prenda.-10. Durante el recreo un vigilante paseará por el patio para procurar que nada se estropee o se lo lleven; el otro no se apartará de la 
sala de los juegos y no permitirá, bajo ningún pretexto, que nadie entre en el sitio donde se guardan.-11. Se recomienda particularmente a 
los vigilantes que todos puedan 
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participar de alguna diversión, prefiriendo siempre a los más conocidos por su mayor asistencia al Oratorio.-12. Terminado el recreo, y 
hecha la verificación de que no falta nada, se pondrán en orden los juegos; después, cerrada la sala, se entregará la llave al Prefecto. 

CAPITULO XIII. Los Patronos y Protectores.-1. Los Patronos y Protectores tienen el importantísimo cargo de buscar colocación a los 
más pobres y abandonados y vigilar que los aprendices y artesanos, que frecuentan el Oratorio, no estén bajo dueños que puedan poner en 
peligro su eterna salvación.-2. Es oficio de los Patronos llevar a su casa a los que se hubieren escapado e industriarse para colocar en algún 
taller a los que necesitan aprender un oficio o no tienen trabajo.-3. Los Protectores serán dos y se cuidarán de anotar el nombre, apellido y 
domicilio de los dueños que necesitan aprendices y obreros, para enviarles, cuando sea preciso, sus protegidos.-4. El Protector se cuidará d 
asistir y corregir a sus protegidos, pero no se compromete a 
ninguna obligación pecunaria ni siquiera con los distintos dueños.-5. En los contratos con los dueños póngase como primera condición qu 
han de dejar en libertad a los alumnos para santificar los días festivos.-6. Al advertir que un alumno está colocado en lugar peligroso, lo 
atienda para que no cometa desórdenes, avise al dueño si lo estima conveniente, y procure, mientras tanto, buscar un partido mejor para su 
protegido. 

PARTE III. CAPITULO V. El Bibliotecario.-1. Al Bibliotecario se le confiará una pequeña selección de libros útiles y amenos para 
distribuirlos entre los jóvenes, que desean sacar y dan esperanzas de lograr algún provecho.-2. Anotará en un registro el nombre y apellido 
de aquéllos a quienes presta un libro, avisándoles que, al terminar el mes, procuren devolver el libro prestado.-3. Llevará, además, cuenta d 
los libros que entran y salen de la Biblioteca para poder rendir cuentas a quien sea preciso.-((108)) 4. Los encargados de la Biblioteca será 
dos, a saber: el Bibliotecario, que distribuye los libros, y el Asistente general, que da el permiso y toma nota del nombre y dirección del 
alumno y del título del libro.-5. El oficio de Bibliotecario y Asistente se podrá reunir en la misma persona, como también se podrán suplir 
mutuamente al ausentarse uno u otro.-6. Se recomienda a todos que no pierdan los libros ni los deterioren, que no escriban en ellos sus 
propios nombres y que lo devuelvan dentro del mes. 

PARTE II. CAPITULO I. Incumbencias que atañen a todos los encargados de este Oratorio.-1. Los cargos de este Oratorio, puesto que 
todos se ejercen a título de caridad, deben cumplirse por cada uno con celo, ya que es un homenaje que se presta a su Divina Majestad; po 
tanto, deben todos animarse mutuamente a perseverar en su respectivos puestos y a cumplir los deberes concernientes.-2. Recomiendan la 
asiduidad a los jóvenes que ya frecuentan el Oratorio y, durante la semana, invitan a otros nuevos a que ventan. Nunca censuren los 
Reglamentos ni nada que se relacione con la marcha del Oratorio y jamás desaprueben, delante de los jóvenes, las disposiciones del 
Director y de los otros Superiores.-3. Es una gran suerte enseñar una verdad de la Fe a un ignorante e impedir aunque sea un solo pecado.-
Caridad y paciencia de unos con otros para soportar los defectos ajenos, promover la buena fama del Oratorio, de los encargados, y animar 
todos a la estima y confianza en el Rector, son cosas que se recomiendan encarecidamente 
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a todos; sin ellas no se logrará mantener el orden, promover la gloria de Dios y el bien de las almas.-5. (Dada la gran dificultad para 
conseguir individuos que ocupen tantos cargos, se pueden juntar varios en la misma persona: por ejemplo, el cargo de Pacificador, de 
Patrono y de Asistente se pueden juntar en la misma persona).-6. (Igualmente el cargo de Prefecto puede constituir uno solo con el de 
Director Espiritual. Pacificador, Vigilante, Entonador, pueden ser un solo cargo. Dígase lo mismo del Secretario, Asistente, Bibliotecario, 
que pueden confiarse a uno de los Sacristanes que tenga capacidad suficiente). 

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((109)) 

CAPITULO X 

LA MAÑANA DE UN DIA FESTIVO EN EL ORATORIO -COMPOSTURA DE LOS MUCHACHOS EN LA IGLESIA -LA SANTA 
MISA Y LAS COMUNIONES -REPASO ESCOLAR -CONTRARIEDADES DE DON BOSCO -DULZURA Y CARIDAD -UNA 
SANTA INDIGNACION NO ES CONTRARIA A LA VIRTUD DE LA MANSEDUMBRE 

NO desagrará al lector que volvamos sobre un tema que ya hemos tocado varias veces, pero en tiempos distintos; nos referimos al de los 
días festivos en el Oratorio de San Francisco de Sales. Nos gusta imaginar a Don Bosco en medio del campo de sus fatigas, contar algunos 
detalles de su caridad, de la que aún no hemos hablado, revivir aquellos tiempos primeros impregnados del espíritu vivificante que saltaba 
de su nuevo Reglamento. 

Para proceder con orden, vamos a comenzar por el modo cómo se santificaba de ordinario el domingo, y cómo, tras larga experiencia, 
prescribiera don Bosco en la parte segunda, capítulo sexto de las Reglas: 

«1. Nuestras prácticas religiosas son: la confesión y la comunión; a tal fin todos los domingos y fiestas de precepto se dará comodidad a 
los que quieran acercarse a estos dos augustos sacramentos. 
2. El Oficio de la Virgen Santísima, la santa misa, la lección de la Historia Sagrada o Eclesiástica, el Catecismo, las Vísperas, ((110)) la 
plática moral y la Bendición con el Santísimo Sacramento son las funciones religiosas de los días festivos». 
Añadiremos que también se rezaba una tercera parte del rosario, unas veces por la mañana y otras veces por la tarde. 

Hubo personas piadosas, y hasta religiosas, a quienes no parecían oportunas tantas funciones religiosas y objetaban tener razón para tem 
que los chiquillos llegaran a aburrirse de ellas. Pero don Bosco respondía siempre lo mismo: «Dí el nombre del Oratorio a esta casa para 
indicar muy claramente que sólo podemos apoyarnos 
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sobre la oración, y se reza el santo rosario porque, desde el primer momento, me coloqué, a mí mismo y a mis muchachos, bajo la 
protección de la Santísima Virgen». Por otra parte, había sabido poner tal variedad en estas prácticas, que la turba de muchachos no daba 
muestra de aburrimiento; tanto más cuanto que había sabido infundir en ellos la seguridad del sin número de gracias, también temporales, 
otorgadas por el Señor y por la Virgen en premio a su devoción. 

Así, por la mañana temprano se abría la iglesita de Valdocco; aparecía a la puerta de don Bosco, reunía a los muchachos que iban 
llegando puntuales por todos los senderos. Estos recordaban sus enseñanzas: «Somos cristianos, les había dicho, y por eso debemos venera 
todo lo relativo a la iglesia, que se llama templo del Señor, lugar de santidad, casa de oración. Todo lo que pidamos al Señor en la iglesia, 
alcanzaremos: In ea qui petit, accipit (Todo el que pide en ella, recibe). íAh, mis queridos hijos, qué alegría dais a Jesús, qué buen ejemplo 
dais al pueblo estando en ella con devoción y recogimiento! Cuando San Luis iba al templo, corría la gente a verle y todos quedaban 
impresionados de su modestia y compostura. Entrad en la iglesia sin correr y sin armar ruido. Haced una reverencia al altar, o ((111)) la 
genuflexión si está en él el Santísimo Sacramento, id a vuestro puesto, arrodillaos y adorad a la Santísima Trinidad rezando tres veces el 
gloria Patri. Si aún no es hora de las funciones sagradas, podéis recitar los Siete Gozos de María o cualquier otro devoto ejercicio de pieda 
Guardaos de reír en la iglesia o de hablar sin necesidad, porque basta una sonrisa o una palabra para escandalizar o molestar a los que 
asisten a las funciones sagradas».1 

1 REG. p. II, c. IV. Compostura en la iglesia.-1. Dada la señal para ir a la iglesia, diríjanse a ella todos enseguida, con orden, y bien 
compuestos; los que saben leer, no olviden su libro.-2. Al entrar en la iglesia tome cada cual el agua bendita, haga la señal de la cruz, vaya 
su puesto para hacer arrodillado una breve oración y piense que se encuentra en la casa de Dios, Señor de cielos y tierra.-3. En la iglesia no 
debería ser necesario ningún asistente; el pensamiento de encontrarse en la casa de Dios debería ser suficiente para impedir toda distracció 
Pero, como alguno puede olvidarse de sí mismo y del lugar donde se encuentra, por esto se recomienda a todos que ésten sumisos a las 
órdenes del asistente y de los celadores, que ninguno busque ausentarse sin grave motivo.-4. Se recomienda a todos el no dormir, ni charla 
bromear, o gritar de forma que se pueda causar risa o molestia. Tales faltas serán inmediatamente corregidas y hasta castigadas, siguiendo 
ejemplo de nuestro Salvador que arrojó del templo, a latigazos, a los que estaban allí negociando.-5. Cuando alguno sea corregido, con 
razón o sin 
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Los muchachos iban enseguida a arrodillarse en torno al lugar destinado para las confesiones y, a veces, don Bosco, con una exhortación 
brevísima, los preparaba para confesarse bien, recomendándoles filial confianza con su confesor hasta en ((112)) las dudas de conciencia, 
después se sentaba para atender a los penitentes. Iban también a confesarse con él muchas otras personas mayores, extrañas, que después 
oían también la santa misa y conmulgaban con los muchachos. Al terminar las confesiones, don Bosco celebraba la santa misa; cuando él 
debía ausentarse, la celebraba otro sacerdote, las más de las veces el teólogo Juan Vola. Asistían los muchachos con gran devoción. No 
toleraba don Bosco que se acercaran a los sacramentos por costumbre irreflexiva, sino 
que, como cuentan los alumnos de aquellos años, repitiendo lo que ya había escrito en El Joven Cristiano, les hablaba con ardor de la 
naturaleza y el infinito valor del sacrificio del altar. Exclamaba: «Es un espectáculo muy doloroso ver en el mundo a muchos chicos 
voluntariamente distraídos mientras asisten a la Santa Misa, sin reverencia, sin modestia ni respeto, que están de pie, mirando para acá y 
para allá. íAh! éstos renuevan, al igual de los judíos, los sufrimientos del Calvario, con grave escándalo para los compañeros y desdoro de 
nuestra religión. Asistid, pues, a la misa, queridos hijos míos, con las disposiciones del buen cristiano, estad en ella con tal modestia y 
recogimiento, que nada os pueda distraer. Vuestro espíritu, vuestro 
corazón, vuestros sentimientos, no están más que para honrar a Dios. Imaginad que estáis viendo a Jesucristo durante su dolorosa pasión, 
sufriendo y muriendo por vuestra salvación. Apresuraos a ir a la santa misa, aún entre semana y a costa de cualquier sacrificio. Con esto 
obtendréis del Señor toda suerte de bendiciones y vuestro trabajo resultará bien. Rogad por vosotros, por vuestros parientes y bienhechore 
y por las almas del purgatorio». 

Los muchachos entendían y, al llegar el momento de la comunión, era una escena conmovedora contemplar, ((113)) aún en las fiestas 
ordinarias, a doscientos y más chiquillos, señores de sí mismos, 

ella, reciba en silencio y de buen grado el aviso, y si tiene algo que alegar, hágalo después de las funciones de iglesia.-6. Por la mañana, 
nadie intente salir hasta que no se haya cantado: «Sean por siempre alabados los nombres de Jesús y María». Por la tarde nadie se levante 
hasta que no se haya cerrado el sagrario.-7. Se recomienda a todos procuren no salir de la iglesia durante la predicación por cuanto fuere 
posible. Terminadas las funciones sagradas, salga cada cual, sin armar ruido, a hacer recreo o a su casa. 
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los tan sin seso de antes, que se acercaban a comulgar con las manos juntas y con gran recogimiento. Brillaba la fe en sus ojos, y don Bosc 
les distribuía la comunión con alegría de cielo. 

Terminada la misa, subía don Bosco al púlpito, y los muchachos le escuchaban con gran atención y deleite. Aquel año empezó a contar l 
Historia Sagrada. Más tarde, cuando la terminó, pasó a exponer la Historia de la Iglesia y después la vida de los Papas. 

Todos comprendían sus narraciones y comentarios; solía preguntar al final, a algunos del público, y éstos no sólo repetían lo dicho, sino 
que, además, respondían a las graciosas e interesantes preguntas que les hacía. Tal nos lo refería monseñor Juan Bta. Bertagna, seminarista 
a la sazón, que iba a Valdocco a enseñar catecismo. 

Hemos dicho que don Bosco quería que, después del sermón de la mañana, se cantara la jaculatoria Sean por siempre alabados los 
nombres de Jesús y María. Con ello intentaba desagraviar al Señor de tantas blasfemias como se oían por el mundo. A veces la entonaba é 
mismo desde el púlpito sin aguardar a que empezase el maestro de canto. Terminada la jaculatoria, los muchachos salían de la iglesia 
cantando el himno Luis, rey de los jóvenes.1 

Después, la mayor parte iba a casa a desayunar. Algunos de los que se quedaban, siempre dentro de los posibles y de sus necesidades, 
según hemos dicho, acudían a clase; se daba repaso de gramática y del sistema métrico a algún estudiante. El mismo don Bosco se ocupab 
de ello o se lo encargaba a uno o dos amigos suyos, como nos lo aseguraba don Juan Giacomelli. Finalmente, 

1Luis, rey de los jóvenes
del coro angelical,
suavísimo ideal
de tus devotos,
acoge con amor
el juvenil ardor
de nuestros votos.
De tu razón clarísima
la aurora al despuntar,
sabías ya rezar
con fe asombrosa;
haz que en mi corazón
florezca la oración
como una rosa.


(N. del T.: Tomado del El Joven Cristiano) 
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después de un recreo muy variado ((114)) presidido por don Bosco, se despedía a todos al mediodía para que fueran a comer a casa. 

Don Bosco estaba la mar de satisfecho de la afectuosa correspondencia juvenil a sus cuidados; pero al principio del año se le enredó algú 
disgusto que sintió mucho. Fue con motivo de ver que los alumnos eran tratados duramente en ocasiones por alguno de sus colaboradores. 

El mismo lo contaba: «Un domingo por la tarde vi a un muchacho mayor maltratar a un compañero suyo más pequeño. Ante el hecho, m 
estremecí y tuve que hacerme violencia para callar. Mas, al día siguiente, cuando me encontré con el mocetón, no dejé de hacerle una 
amable reprensión». 

Pero, pese a los repetidos avisos, no siempre podía impedir semejantes incovenientes; a veces, porque algunos destinados a la asistencia 
eran de índole más bien dura y dominante; otras, porque su poca paciencia se sometía a dura prueba. Por esto, y especialmente en la iglesi 
propinaban fuertes coscorrones a los pocos que dormían o estorbaban durante el sermón y las oraciones. Con tal motivo, hubo disgustos 
dentro y fuera del Oratorio. Temiendo, sin embargo, don Bosco que algunos de sus 
colaboradores, que tenían buena voluntad, se disgustaran o se marcharan del Oratorio, si estaba predicando, disimulaba y procuraba 
dominarse; al fin, resuelto a acabar con aquel desorden, se puso de acuerdo con el joven José Brosio, que desde 1841 había empezado a 
ayudarle en San Francisco de Asís. Brosio, que por más de cuarenta años se mantuvo fiel y amigo, se sintió feliz de poder librar a don 
Bosco de aquella contrariedad. Dirigía él las oraciones desde el presbiterio; cuando éstas terminaban, se paseaba de arriba a abajo de la 
iglesia a fin de prevenir cualquier acto violento de sus compañeros asistentes. De vez en cuando sacudía ligeramente a los que dormían y s 
advertía que se entregaban voluntariamente al sueño los despabilaba con la ingrata sorpresa ((115)) de unos polvos de rape en las narices; 
los que estorbaban, charlando o moviéndose, se les quedaba mirando fijamente con una mirada severa que imponía obediencia, siendo com 
él era corpulento de estatura y con sus veinte años. Si alguno no se daba por enterado a la primera señal, bastaba entonces un gesto de 
amenaza. Entre tanto prometía algún pequeño premio aquí y allá al que se portarse mejor, y cuando don Bosco subía al púlpito, el auditori 
estaba perfectamente tranquilo. 

Añadíase a estas industrias la palabra persuasiva de don Bosco que en sus pláticas, en sus charlas por el patio, contaba anécdotas 
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que ponían de relieve la necesidad de la fraternidad que debía reinar entre los compañeros, y especialmente la unión de los hijos del 
Oratorio, para merecer las bendiciones de Dios. Y alcanzó su intento. En breve cesó el lamentado desorden y no se oyeron más 
murmuraciones sobre el particular. 

El joven Chiosso, que asistió al Oratorio por aquellos años, asegura que don Bosco no castigaba nunca, salvo rarísimas veces, cuando se 
trataba de un muchacho rebelde y descarado, blasfemo, o sorprendido en conversaciones inmorales. Y esto solamente en aquellos casos en 
los que, salvo el escándalo, hubiera sido fatal para el alma de aquel incauto el despacharlo del Oratorio. Difícilmente se enteraban los 
compañeros del castigo impuesto; pero, si se traslucía, todos se ponían de parte de don Bosco y decían: 

-Ha hecho bien. 

Y después los mismos culpables le daban la razón, porque jamás ocurría que se dejara llevar por el amor propio herido: su dulzura era 
habitual. 

Esa dulzura era el secreto de su sistema: estaba firmemente persuadido de que para educar a los muchachos es necesario abrir su corazón 
poder penetrar en ellos como en propia casa ((116)) para estirpar los gérmenes del vicio y cultivar las flores de las virtudes nacientes. Su 
empeño era formarlos, con sus buenos modales, para que fueran expansivos, sencillos, espontáneos. Para ganarse su confianza, procuraba 
por todos los medios que le amaran y estuvieran persuadidos de que eran amados. Los corazones 
cerrados, que escondían sus secretos, casi siempre sus vicios; los que se mantenían solitarios, misteriosos, disimulados, hipócritas, eran su 
tormento y estudiaba por todos los medios ganárselos y adueñarse de ellos. El teólogo Ascanio Savio que, como más adelante veremos, 
convivió con él aquellos años, aseguró que don Bosco usaba siempre buenos modales, paternales, delicados, inspirados en la mansedumbr 
para atraer a la virtud a los muchachos y que nunca se le vio tratar a ninguno con modos descompuestos o amenazar con castigos, ni 
siquiera a los más traviesos o díscolos. Por eso precisamente el Oratorio rebosaba de niños y de jóvenes, cuya mayor parte recibía los 
sacramentos cada domingo. 

Bastaba hablar con él una sola vez para quedar prendado de la dulzura y elegancia de sus modales, de la jovialidad de su trato, de la 
oportunidad y gracia de sus palabras. Esto explica, en parte, la fascinación que ejercía sobre sus muchachos, a los que atraía irrestiblement 
De sus corazones siempre abiertos y confiados, saltaba a sus rostros ese atractivo especial que contituye, diría yo, 
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la transparencia del alma. Lo rodeaban con alegría inefable, y les costaba tanto separarse de su lado, que no sabían decidirse a marchar: ca 
era preciso que el mismo don Bosco se los quitase de encima. 

José Buzzetti, y cien más con él, nos contaron muchas veces que la fisonomía de don Bosco tenía una expresión simpática, tan bella, tan 
amable, tan angelical, que no parecía de este mundo; su mirada y su sonrisa trasparentaban el encanto de la santidad que llevaba dentro de 
((117)) sí. Cientos de veces se oía repetir a los muchachos que le rodeaban: «íParece nuestro Señor!», frase que se les hizo habitual. 

Con todo, sería una ilusión creer que la gran amabilidad de don Bosco fuera tal vez un principio de debilidad o de defensa. Sabía 
enfadarse, que también la ira es instrumento de virtud, pero nunca fuera de sus límites y sólo cuando se trataba de un ultraje al honor divin 
El mismo Jesucristo se irritó varias veces contra los fariseos: Circumspiciens eos cum ira (mirándoles con ira)1 y la ira bien dominada no 
opone a la virtud de la mansedumbre. En el transcurso de estas Memorias también veremos brillar en este aspecto el celo de nuestro querid 
don Bosco. 

1 Mc. III, 5 
100 

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((118)
)


CAPITULO XI


EL ORATORIO FESTIVO DESPUES DEL MEDIODIA -LA VUELTA DE LOS MUCHACHOS -EL PRIMER RECREO -EL 
CATECISMO Y LAS FUNCIONES SAGRADAS -COMPELLE INTRARE -EL SEGUNDO RECREO Y LA COMPOSTURA 
PRESCRITA A LOS MUCHACHOS -DON BOSCO ALMA DEL JUEGO -SOLUCION DE PROBLEMAS -AVISOS 
PROVECHOSOS Y PROMESAS DE PREMIOS -LA HORA DE LA DESPEDIDA -CANSANCIO DE DON BOSCO 
MARAVILLOSO CAMBIO DE COSTUMBRES -ESPERANZAS PARA LA SOCIEDAD 

LAS horas de la tarde no eran menos cansadas para don Bosco que las de la mañana. Aligeraba su comida, porque, al cabo de una hora y 
hora y media, se abría de nuevo el Oratorio. Los muchachos volvían corriendo, medio locos por el vivo deseo de encontrarse con don 
Bosco, el cual los esperaba con el mismísimo deseo de encontrarse con ellos y los acogía con alegría. Tenía ya preparados en el patio 
cuantos juegos podía: el caballo de madera, el columpio, la garrocha para saltar y todos los demás aparatos de gimnasia. Para evitar 
discusiones, señalaba a cada grupo el lugar donde podían divertirse a su gusto. 

Mientras tanto, el teólogo Borel y el teólogo Carpano daban vueltas por los alrededores en busca de los muchachos que, procedentes de 
otro barrios de la ciudad, iban a divertirse por aquellos prados solitarios sin saber nada del Oratorio o sin querer saberlo. Al encontrarse co 
un ((119)) grupo de ellos, los invitaban amablemente a que les acompañasen, prometiendo a los más reacios un premio si se decidían. Poc 
veces no tenían éxito sus invitaciones. Cuando estos buenos sacerdotes no podían cumplir por sí mismos este acto de caridad, don Bosco 
encargaba de ello ora a uno ora a otro de los catequistas o de los clérigos. 

Mientras tanto, los muchachos empezaban el recreo y era el mismo don Bosco quien distribuía los juegos. El estaba siempre en medio d 
los niños, nos contaba don Félix Reviglio. Daba vueltas de aquí para allá, se acercaba ya a uno ya a otro, y, sin que se dieran cuenta de ello 
les hacía preguntas para conocer 
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su índole y sus necesidades. Hablaba en confianza al oído ora con éste, ora con aquél, les daba un buen consejo y les invitaba a recibir los 
sacramentos. Se detenía junto a los que le parecían tristes y procuraba despertar en ellos la alegría con alguna gracia. El, por su lado, 
siempre estaba contento y sonriente, pero nada de lo que ocurría escapaba a su atenta mirada, persuadido como estaba del peligro existente 
en toda aglomeración de muchachos de distinta edad y condición y de conductas diferentes. Jamás dejó esta vigilancia, ni cuando tenía 
clérigos y sacerdotes asiduos para la asistencia; quería él establecer, el primero, con su ejemplo, su tan importante método de no dejar nun 
solos a los muchachos. A este recreo llegaban invitados por don Bosco, a más de los sacerdotes de quien ya hemos hecho mención, el 
teólogo Rossi, el teólogo Juan Vola el joven, el P. Bologna y algunos sacerdotes más de la Residencia Sacerdotal. Estos dignos ministros 
del Señor se prestaban de buen grado a enseñar el catecismo y, unas veces uno otras veces otro, a predicar. Pero no todos podían siempre 
acudir al Oratorio cada domingo y pocas veces podían entretenerse con los muchachos, después de las funciones. Con todo, un extraño 
espectáculo ((120)) sorprendía a las personas de corazón. A la aparición de aquellos buenos sacerdotes se paraban casi todos los juegos y 
corrían los muchachos en tropel a rodearlos y con ellos don Bosco. Se pedía un cuento y se entonaba algún canto a la Virgen. Esto sucedía 
antes o después, en todos los recreos. 

Hacía las dos y media se reanudaban las funciones religiosas. Era admirable el orden reinante entre aquella multitud de chiquillos, aún e 
medio de los más clamorosos y divertidos juegos. Bastaba un toque de campana para que todos callaran, se ordenasen y, contentos, entrara 
en la capilla. 

Pero no hay que creer que aquella obediencia no sufriera alguna extraña excepción. Había algunos que, o por ser la primera vez que 
habían ido atraídos por los compañeros y la diversión, o por su propia índole, apenas oían la señal de parar los juegos, intentaban escapar 
del recinto del Oratorio, ya encogiéndose de hombros ante quien los llamaba, ya burlándose de las exhortaciones. En tales casos se 
precisaba un poco de energía para llevarlos a aprender el catecismo que ignoraban, e impedir que, dejándolos abandonados a su capricho, 
cayeran en algún peligro material o espiritual. 

Durante el verano, el afán de ir a nadar al Dora o a algunos canales profundos, había costado la vida a más de un incauto. 
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Algunas madres le habían confiado sus hijos, diciéndole que eran incorregibles y rogándole los hiciera buenos. Don Bosco se sentía 
responsable ante Dios de aquellas almas y, a veces, corría él mismo a detenerlos. A veces los alcanzaba enseguida, otras debía correr unos 
minutos. Algunos se resignaban y sonrientes se dejaban conducir al catecismo; otros se resistían y se precisaba la virtud de un santo para 
que no irritase con tanta obstinación. 

Corría un día don Bosco tras ((121)) dos de éstos; y con la carrera llevaba encendido el rostro y jadeaba. De pronto apareció don Juan 
Giacomelli entre el arbolado; al verlo, exclamó: 

-íHola! es la segunda vez que te veo alterado. 

En tanto, logró don Bosco atrapar a los dos fugitivos y, teniéndolos agarrados por la mano, dio a su compañero Giacomelli la respuesta 
que mostraba la calma de su espiritú: 

-Y »qué quieres? íEstos benditos muchachos quieren escaparse para no ir a la iglesia! 

Mientras tanto, en el Oratorio se rezaba el santo rosario, así había cambiado el orden don Bosco y se comenzaba el catecismo por clases, 
divididas por edades y conocimientos. Cada catequista estaba en su puesto y en pie atendía al grupo que se le había confiado. Don Bosco, 
metido en alma y cuerpo, ordenaba las clases para que resultaran provechosas, y confiaba los mayores a los sacerdotes de más experiencia 
y también a doctos señores seglares de la nobleza turinesa, algunos de los cuales le ayudaron también mucho para las escuelas, como el 
Conde Cays y el marqués Domingo Fassatti. 

Si podía, reservaba para sí el catecismo de los mayores en el coro y, cuando no podía ser, se lo encargaba siempre a un distinguido 
sacerdote y muy especialmente al teólogo Francisco Marengo. Bien puede decirse que don Bosco poseía en alto grado el don de 
entendimiento, para exponer las verdades de la fe, e impugnar los errores que comenzaban a penetrar en las mentes. Sabía hablar con gran 
claridad y facilidad, logrando que todas las inteligencias comprendieran la doctrina cristiana y tuvieran placer en escucharle. Su celo para 
esto, lo mismo que para promover el espíritu de piedad en el corazón de los jóvenes, era más único que raro, nos hacía notar el teólogo 
Leonardo Murialdo. 

El catecismo no duraba más de media hora; cinco minutos antes de acabar, sonaba la campanilla; ((122)) a esta señal todos gritaban a un 
«íEl ejemplo!» Entonces los catequistas narraban un hecho que habían leído u oído, de la vida de los santos, de la Historia 
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de la Iglesia, o de los milagros de la Virgen, y los muchachos lo escuchaban con mucho agrado. Aquel grito podía parecer poco reverente 
la iglesia; pero don Bosco, que sabía que los muchachos, después de un tiempo de inmovilidad y silencio, necesitaban un desahogo, lo 
permitió alegremente hasta 1868, persuadido, además, de que esto agradaba al Señor. 

Después del Catecismo, el mismo don Bosco daba por la tarde, si no había otro predicador, una instrucción popular, y después de la 
Bendición, antes de salir de la iglesia, hacía cantar una canción religiosa. Como tenía predilección por el nombre de Jesús, que invocaba 
frecuentemente y lo escribía con gusto, prefería la canción en honor de este Nombre Santísimo que comienza: Ea, niños, las voces.1 Cada 
estrofa terminaba con un estribillo por él ideado, para repetir más veces el nombre de Jesús. E insistía que se cantase esta copla con alegría 
de espíritu y devoción. 

1 Ea, niños, las voces juntad inocentes,
cantad reverentes:
íLoor a Jesús!


Loor a ese Nombre,
que es nuestra bandera,
que a todos supera
en gloria y virtud.


íLoor a ese Nombre!
íLoor a Jesús!


Tu Nombre es al alma
que es cándida y pura
un mar de dulzura:
íLoor a Jesús!


Y mientras lo invoca,
de amor se enardece
y siempre enaltece
tu Nombre, íoh Jesús!


íLoor a ese Nombre!
íLoor a Jesús!


Destruye, aniquila,
el reino del llanto,
un Nombre tan santo:
íLoor a Jesús!


Tu Nombre divino
el cielo ha franqueado
y el yugo ha quebrado
de la esclavitud.


íLoor a ese Nombre!
íLoor a Jesús!


(N. del T.. Tomado de «El Joven Cristiano») 
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No siempre asistía don Bosco a todas las funciones. Cuando tenía catequistas para todas las clases, incluída la del coro, y un predicador 
dispuesto para sustituírlo, recorría el amplio espacio de los alrededores, en busca de ovejas descarriadas, o sea, de muchachos a quienes no 
era fácil hacerles entrar en razón. 

Estos, en vez de ir a las parroquias, se reunían para jugar por los prados, las avenidas y especialmente bajo los soportales de las casas de 
campo. El se acercaba poco a poco a estos grupos y con aspecto indiferente se quedaba observando el juego. En el medio, sobre una silla, 
más frecuentemente en el mismo suelo, tenían colocado un pañuelo que servía de mantel sobre el cual ponían el dinero de la partida. 
Jugaban desesperadamente ((123)) a las cartas: al tresillo, al burro, a la cabra, y algunos de estos juegos, como por ejemplo la cabra, estab 
prohibidos por las leyes. Había en el pañuelo de 15 a 20 liras y aún más por jugada. No era raro el caso en que por cuestiones del juego se 
terminara a navajazos. 

Don Bosco, pues, se metía en el juego y, a veces, tomaba parte en él. Pero, cuando veía el pañuelo, bien cubierto de liras y los jugadores 
acalorados echando cartas, rápido como un relámpago, tomaba el pañuelo por las cuatro puntas y, envolviendo dinero y cartas se lo llevab 
a todo correr. 

Los muchachos sorprendidos se levantaban y corrían tras él gritando: 

-íEl dinero, devuélvanos el dinero! 

Pero no podían alcanzar a don Bosco, a quien pocos podían igualar en la carrera. De cuando en cuando se volvía hacia ellos y les decía: 

-No tengáis miedo; no quiero robaros el dinero; venid conmigo, corred, 
alcanzadme. Os devolveré el dinero y os daré otros regalos que os gustarán. Venid, corred. Y así, él corriendo y ellos siguiéndolo, llegaban 
a la puerta del Oratorio. 

La capilla estaba llena de muchachos. El teólogo Carpano, o el teólogo Borel estaba predicando en el púlpito. Pero, al llegar don Bosco 
con aquella caterva de golfillos, era indispensable cambiar de tono y ponerse en plan de burla. Había que calmar a los jugadores irritados 
con la desagradable sorpresa que les habían dado y atraerlos a la iglesia y retenerlos al sermón. Entraba don Bosco haciendo el papel de un 
vendedor o de un muchacho forzado por su madre a ir a la iglesia y que le obligaban a quedarse al sermón; fingía ser un invitado por el 
Director para ir al Oratorio; o un buen compañero que conducía a otros buenos amigos suyos. 
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Los jóvenes ((124)) que estaban en la iglesia, se volvían hacia la puerta sonrientes y, contentos de la escena que se preparaba, se ponían en 
pie para ver mejor. 

A lo mejor se adelantaba don Bosco haciéndose el vendedor y gritaba: 

-íTurrones, turrones! »Quién compra turrones? 

Y el predicador dirigiéndose a él desde el púlpito: 

-íEa, tunante, fuera de la iglesia! »Es ésta la plaza del mercado? 

-íVaya!, yo voy a vender donde hay negocio. He visto aquí a todos estos muchachos y he pensado vender aquí mis turrones. 

-»Y es éste el respeto que tienes a la casa de Dios? 

Los dos interlocutores hablaban en piamontés con los pintorescos modismos de este dialecto y, o bien se seguía el tema comenzado, o 
bien se interrumpía para hablar del respeto debido a la iglesia, de la santificación de las fiestas, del juego, de la blasfemia, de la confesión. 

Los jugadores, que habían entrado en la iglesia, al oír el inesperado altercado, se paraban, prestaban atención, reían, acababan por 
sentarse, si encontraban sitio, y permanecían tranquilos hasta el fin del diálogo. El teólogo Borel y don Bosco, el uno de maestro y el otro 
de discípulo, tenían tal destreza y gracia para este género de predicación que eran capaces de estar hablando una hora y media, y los 
muchachos mostraban disgusto cuando terminaban. 

Se cantaban después las letanías. Don Bosco se quedaba siempre al fondo de la iglesia, en medio de sus atrapados. Alguno de aquellos 
muchachos le decía en voz baja: 

-»Cuándo me devuelve el dinero? 

Y don Bosco: 

-Un momento nada más; espera a que den la Bendición. 

Después los invitaba a salir con él. Los acompañaba al patio, les devolvía el dinero, agregaba algún regalo, hacía ((125)) que le 
prometieran que irían todos los domingos al Oratorio y que no jugarían más como antes. Les mostraba los juegos del Oratorio y se separab 
de ellos de tal forma que, encantados de su trato, se hacían sus amigos. Al domingo siguiente empezaban a ir al Oratorio. 

Acabadas las funciones, daba a los muchachos un poco de recreo, seguían las clases para los obreros, antes o después de ponerse el sol, 
según la estación. Don Bosco, prestaba su acción personal 
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a estas clases. Reanudado el recreo, se prolongaba hasta anochecido 1 

((126)) Nos contaba el señor Castagno, testigo ocular: 

«Don Bosco era el primero en los juegos, era el alma del recreo. Su persona y sus ojos andaban por todas partes: por los rincones del 
patio, en medio de los grupos de muchachos, tomando parte en todos los juegos. Cuando estallaba una contienda en una partida, se acercab 
don Bosco al causante y le decía: -Vete a aquella parte, que falta un jugador, yo ocuparé tu puesto. -Y jugaba a los bolos, a las bochas, al 
volante, con aplauso de los que se sentían felices de tenerlo por compañero. Si veía en otro lugar que alguno empleaba modales o palabras 
groseras para ciertos ejercicios gimnásticos:-Oye, tú, le decía, ven a mi sitio, yo iré al tuyo.-Y se hacía el cambio. Así pasaba de un punto 
otro del patio, dejando en todas partes la fama de hábil jugador, lo que requería esfuerzo y fatiga continuos». 

«Nos enloquecía verle entre nosotros, contaba uno de aquellos alumnos, ya en edad avanzada. Algunos no tenían chaqueta, otros la tenían 
hecha jirones; éste apenas sí podía sujetarse el pantalón a la 

1 Reglamenteo, p.II, c.III.-Comportamiento durante el recreo.-1. El recreo es el mejor aliciente para la juventud, y es de desear que todo 
puedan participar, pero sólo en los juegos que nosotros acostumbramos.-2. Cada cual se debe conformar con los instrumentos de juego qu 
le entreguen y jugar en el espacio destinado para aquel tipo de juego.-3. (Está prohibido durante el recreo y en cualquier otro tiempo habla 
de política, introducir periódicos de cualquier clase, leer o guardar libros sin la debida aprobación del Director).-4. Está prohibido jugar 
dinero, comestibles y otros objetos sin permiso especial del Prefecto; hay graves motivos para que este artículo se observe con todo rigor.
En el caso de que, durante el recreo, entre en el Oratorio cualquier persona de porte distinguido, todos deben apresurarse a saludarle, 
descubriéndose y dejándole paso libre; si conviene, hasta suspendiendo el juego.-6. Generalmente está prohibido jugar a la baraja, a los 
naipes turineses ( a la palla, al pallone), gritar desaforadamente, estorbar el juego de los demás; tirar piedras, tarugos de madera o bolas de 
nieve, tronchar las plantas, estropear las inscripciones, las pinturas; manchar las paredes, romper muebles, pintar señales o figuras con 
carbón o con madera o con algo capaz de manchar.-7. Está particularmente prohibido pelearse, pegar y poner groseramente las manos sobr 
los compañeros; proferir palabras obscenas, usar modales de desprecio con los compañeros. Somos todos hijos de Dios y debemos amarno 
todos con cariño de hermanos.-8. Al sonido de la campanilla, un cuarto de hora antes de que se termine el recreo, todos deben acabar el 
juego o la partida que tienen entre manos, sin comenzar otra nueva. Al segundo toque lleve cada uno su juego al lugar de donde lo ha 
tomado y allí le será devuelto el objeto que dejó en prenda.-9. Nadie puede ir a jugar con los juegos del Oratorio fuera de su recinto.-10. 
Durante el tiempo de recreo todos deben mostrar el debido respeto a los encargados y sumisión a los vigilantes. 
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cintura, aquél iba sin sombrero, o enseñaba los dedos de los pies por los zapatos rotos. Unos desgreñados, otros sucios, mal educados, 
importunos, caprichosos; y él encontraba sus delicias en estar con los más miserables. Para los más pequeños tenía cariño de madre. A 
veces se peleaban dos chiquillos por cuestiones del juego y se insultaban y pegaban. Se presentaba don Bosco en medio de ellos y los 
invitaba a perdonarse. Ciegos de rabia, alguna vez no le hacían caso; entonces él levantaba la mano como quien va a pegar, pero de repent 
((127)) se paraba y tomándolos por un brazo, los separaba, y los pilluelos cortaban, como por encanto su altercado». 

Con frecuencia, dividía en dos bandos a los muchachos, para jugar al marro y, convirtiéndose él mismo en jefe de uno, se animaba de tal 
modo el juego que todos los muchachos, jugadores y espectadores, se enardecían con aquellas partidas. Los de un bando querían la gloria 
de vencer a don Bosco y los otros celebraban la seguridad del triunfo. 

No era extraño que desafiara a todos los muchachos a ver quién le ganaba a correr y fijaba la meta y el premio para el vencedor. Y helos 
ya alineados. Don Bosco se levantaba la sotana hasta las rodillas y gritaba: 

-íAtención: íuno, dos, tres! 

Una banda de muchachos se lanzaba a correr; pero don Bosco era siempre el primero en llegar a la meta. La última de estas carreras fue 
precisamente en el 1868: pese a la hinchazón de sus piernas, aún corría don Bosco con tanta rapidez que dejó atrás a ochocientos 
muchachos entre los que se contaban algunos de agilidad portentosa. Los que estábamos presentes, no podíamos creer a nuestros ojos. 

Sucedía alguna vez que el recreo perdía su vivacidad; iba don Bosco a llenarse los bolsillos de caramelos y los echaba a puñados en med 
de los corrillos. Son de imaginar los apretujones de unos sobre otros, los empujones, las volteretas para conseguir algún caramelo; cómo 
después rodeaban todos a don Bosco, gritando: -íA mí, a mí! -Pero don Bosco corría y los muchachos le perseguían; de vez en cuando se 
detenían ante un puñado de confites que les lanzaba y volvían a perseguirlo, hasta que se acababan las provisiones. 

Don Bosco quedaba agotado con aquel movimiento continuo; pero lo que más le cansaba era el hablar de la mañana a la noche, en el 
confesionario, en el púlpito, en el catecismo, en la ((128)) escuela y en el patio. Los muchachos, sobre todo algunos estudiantes, le hacían 
mil preguntas de todo género y sobre todas las materias: de arte, de oficios, de inventos, de lengua, de historia, de 
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geografía, de lo que había antes de la creación del mundo y de lo que quedaría después de su destrucción, dónde estaba recogida tanta agu 
antes del diluvio; toda una infinidad de porqués, cuando no acertaban a explicarse esto o aquello. Don Bosco tenía que responder con 
franqueza a todos, de modo que quedaran satisfechos, con cuidado de no equivocarse ni contradecirse, porque los muchachos tomaban sus 
respuestas por oráculos y después se las contaban a sus padres y a personas instruídas, las cuales 
coincidían con su aprobación. De este modo llegaron a fomarse un concepto elevadísimo de la ciencia de don Bosco que, según ellos, era 
única e inigualable. Era necesario, pues, que don Bosco estuviese siempre alerta para no caer en la trampa; una sola vez que hubiese 
titubeado o dicho que no sabía responder, habría perdido, al menos ante algunos, la aureola que le convenía conservar por el bien de las 
almas. Tanto más que los estudiantes preguntaban en la escuela a sus profesores. Esta fama de ciencia universal era un vínculo -íla estima! 
que le atraía a los estudiantes más inteligentes, y eran muchos los que, a su vez, influían sobre otros centenares más rudos; y así le resultab 
fácil a don Bosco imponerse paternalmente a todos. Se había impuesto la ley de no ignorar nada de lo que sus muchachos conocían o que 
necesariamente debieran tener que aprender. Era un estudio nuevo y constante que sólo podía aguantarlo una memoria maravillosa como l 
suya; creemos que algunas anotaciones suyas sobre álgebra, hasta las ecuaciones de segundo grado, pertenecen a aquellos tiempos. 

((129)) Sería con todo una quimera suponer que don Bosco poseyera todo el saber humano: por esto, cuando no sabía responder a una 
pregunta, con gran habilidad y sin desconcertarse, salía del apuro con una evasiva. Y exclamaba por ejemplo: 

-íHola, siempre me toca decirlo todo a mí! Pero »cómo, no sabéis estas cosas? íResponded al menos una vez! Si ahora no sabéis 
responder esta pregunta, pensadlo un poco, que no es tan difícil. Prometo un hermoso premio al que mejor responda el próximo domingo. 

Los muchachos se industriaban durante la semana para encontrar la solución al problema; iban a importunar a los maestros, al cura, a los 
peritos en la materia propuesta, y al domingo siguiente llevaban triunfantes la respuesta, que también don Bosco se había preparado. Pero 
él, además, sabía explicarla, presentándola en sus distintas partes, sacando las consecuencias y, si le venía bien, 
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añadiendo algún hecho histórico referente a la materia expuesta, revistiendo atrayentemente, en fin, lo que los demás habían dicho en poca 
palabras. Del mismo modo y con el mismo resultado hacia él a los muchachos preguntas de muy diversos temas, juzgando que era un med 
muy a propósito para librarlos del mal y tener siempre ocupada su mente y su fantasía con ideas singulares. 

También en la iglesia, después de la plática, les anunciaba muchas veces que iba a presentar un problema a resolver, sin omitir nunca la 
promesa de un premio. Había adquirido con sus predicaciones gran fama de orador ante los muchachos. En efecto, sabía describir tan bien 
la magnificencia de Dios Creador y conservador, su misericordia y su justicia, que los muchachos salían de la capilla casi sin saber por 
dónde caminaban, de lo asombrados que estaban. Por esto, aprovechándose de su entusiasmo, sacaba una pregunta del tema que había 
expuesto y decía: 

-Para la próxima fiesta ((130)) habéis de saber explicarme por qué el Santísimo Sacramento se llama Eucaristía; cuál es el significado 
natural de la palabra Paraíso... En otras ocasiones proponía le explicasen la palabra Muerte; otras, Purgatorio; después, los varios 
significados de la palabra Infierno. Muchas de sus preguntas las entresacaba de la Sagrada Escritura; por ejemplo: Buscadme a qué lengua 
pertenece la palabra parque, para indicar los bosques y jardines reales, usada ya por Salomón en sus libros. 

Durante la semana iban los muchachos a visitar a muchos teólogos de Turín y traían respuestas teológicas, las cuales, por no haber 
expuesto bien la pregunta en los términos exactos, no eran las que don Bosco pedía. El les decía: 

-No habéis acertado, estudiadla más. 

Y volvían a sus teólogos en busca de más explicaciones. 

Algunas veces no había premio. Un día había preguntado la etimología latina de la palabra peccatum. Ninguno llevó la respuesta exacta, 
aunque habían consultado a personas eruditas. Hizo don Bosco que le llevaran el Matthiae-Martini, lexicon philologicum, leyó que 
peccatum viene de pecu, o sea pecus pecoris, porque los impíos caminan como las ovejas, que no se guían por la luz de la razón, sino por 
sus instintos animales. 

Los problemas propuestos por don Bosco siempre tenían por objeto una máxima moral. 

A veces, por causas diversas, las respuestas no eran conformes, y entonces decía don Bosco: 

-Roetti, ve a buscar tal libro a mi habitación. 
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Y él lo hojeaba en medio de la viva atención de todos y les presentaba la respuesta exacta, y premiaba a los afortunados. El profesor 
teólogo Ghiringhello fue un día a verle y le dijo riendo que por favor dejase en paz a los teólogos de Turín, ya que no podían más con las 
continuas visitas de sus muchachos. Pero don Bosco ((131)) estaba contento, porque así acercaba a muchos de sus alumnos a aquellos 
santos y doctos sacerdotes de la ciudad, los cuales, con sus modales distinguidos, aumentaban y avivaban sus simpatías por el clero. 

Y tras estas escenas, que particularmente en verano duraban mucho, llegaba la noche. Antes de despedirlos, don Bosco daba todavía algú 
aviso a los jóvenes. Les exhortaba unas veces a no reñir con los compañeros ni ponerles motes; otras, a cumplir siempre bien sus deberes, 
más por amor que por miedo al castigo; a respetar a todos los superiores, quitándose el sombrero al encontrarlos, a besar reverentemente la 
mano de los sacerdotes que iban al Oratorio para hacerles el bien y responder con 
palabras humildes y con sinceridad a sus preguntas. Recomendaba a todos suma exactitud en el cumplimiento del reglamento, de modo qu 
cada cual tuviera a gala ser el más devoto, el más recatado, el más puntual en los ejercicios de piedad. 

Pero, más frecuentemente, después de informarse de que todos sus pequeños aprendices tenían trabajo, feliz de saber que ninguno sería 
víctima del ocio, los prevenía contra los peligros que se encuentran también los que han hecho el propósito de ser buenos. «Algunos de 
vosotros, les decía, se encontrarán en una casa, en una escuela, en una tienda, en una fábrica, donde se mantienen malas conversaciones; o 
voy a sugerir la manera de libraros de ellas sin ofender al Señor. Si son personas inferiores a vosotros, corregidles con valentía y severidad 
cuando se trate de personas a las que no sea conveniente reprochar, huid si podéis; y no pudiendo, manteneos firmes en no tomar parte, ni 
con palabras ni con sonrisas, y decid en vuestro interior: Jesús mío, 
misericordia... Nunca os dejéis vencer por el respeto humano. Puede ((132)) suceder que alguno os ponga en ridículo y se burle de vosotro 
pero no os importe. Llegará un tiempo en que el reírse y burlarse de los malos se cambiará en llanto en el infierno y el desprecio sufrido po 
los buenos se trocará en la más consoladora alegría en el paraíso. Notad además que, si os conserváis fieles al Señor, sucederá que los 
mismos que se burlan de vosotros se verán obligados a reconocer vuestra virtud y no se atreverán a molestaros 
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con sus perversos discursos. San Luis había adquirido tal ascendiente sobre sus compañeros que, lo mismo viejos que jóvenes, cuando él 
aparecía, no se atrevían a soltar una palabra menos honesta. Por lo demás, si alguna vez, a pesar de todas las precauciones, os encontrarais 
en peligro de ofender a Dios, huid, abandonad aquel lugar, aquella casa, aquel trabajo, aquel taller; soportad cualquier mal del mundo ante 
de permanecer en esos lugares y tratar con personas que ponen en peligro la 
salvación de vuestra alma. Estad seguros de que Dios y la Virgen Santísima no os abandonarán. También don Bosco se empeñará en 
ayudaros con todas sus fuerzas y siempre hallará pan y trabajo para sus amados hijos». 

Con cierta frecuencia les anunciaba que para que sus recreos fueran más amenos y divertidos, haría juegos de prestidigitación, o 
distribuiría medallas, estampas, libritos, haría loterías de premios sacados a la suerte, desayunos, meriendas, músicas vocales e 
instrumentales y también regalos de prendas de vestir, conseguidas de los bienhechores, con tal de que estuvieran atentos en la iglesia y 
aprendieran. Y como todos sabían por experiencia que don Bosco cumplía su palabra, quedaban embelesados de 
alegría. 

Después de una jornada, transcurrida en medio de tantas ocupaciones y con el poco alimento que había tomado, don Bosco no podía cas 
moverse. Los jóvenes aprendices que eran los últimos en marcharse, porque los estudiantes se marchaban antes a sus casas, le decían a 
menudo: 

-Acompáñenos hasta fuera. 

((133)) -No puedo, respondía don Bosco. 

-Dé unos pasos con nosotros. 

Y tanto y tanto le rogaban, que salía. En cuanto andaba el espacio como de un tiro de piedra, hacía ademán de volverse atrás, pero los 
muchachos, que no sabían separarse de él, gritaban: 

-Un poco más; venga con nosotros hasta aquellos árboles. 

Y don Bosco, pacientemente, les complacía. Al llegar al sitio indicado, se paraba y los trescientos o más muchachos, pequeños y grande 
formaban corona en su derredor y le instaban para que les contase un cuento. Don Bosco se excusaba, diciendo: 

-Basta ya, dejadme ir a casa, estoy muy cansado. 

-No, no, respondían. Entonaremos una canción; usted descanse mientras tanto y después nos cuenta un ejemplo bonito. 

-Mirad que no puedo más. 
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-Uno sólo y nada más.
-»Pero no veis que ya casi no tengo voz?
-íUn ejemplito corto!
El grupo crecía en derredor a don Bosco, porque la gente que pasaba se paraba, lo mismo que muchos soldados que salían de las taberna


Todos se quedaban para oír qué iba a decir aquel cura. Los muchachos cantaban dos o tres estrofas de la canción Load a María; luego don 
Bosco, subía sobre una piedra o sobre un montón de arena y decía: 

-íBueno!, os contaré un ejemplo y después todos a casa. 

Lo contaba y concluía: 

-Y ahora, basta, íbuenas noches! 

Los muchachos y todos los demás, respondían: 

-íBuenas noches! 

Y soltaban un último grito ensordecedor de íviva don Bosco!. Todos se dispersaban para volver a su familia o al lugar donde solían 
dormir; pero antes se acercaban a don Bosco para saludarle una vez más. 

Entonces, algunos de los mayores, sosteniéndolo en sus brazos y cantando a voz en grito la conocida canción: Andiamo, compagni, 
((134)) don Bosco ci aspetta, (vamos compañeros, don Bosco nos espera), lo llevaban a casa. 

Y, al entrar en su habitación, sentíase tan rendido, que más de una vez, cuando iba mamá Margarita a invitarle a cenar, él respondía: 

-Déjeme descansar un poquito. 

Y se quedaba profundamente dormido; y aún sacudiéndole era imposible despertarle. Alguna vez iba a cenar, pero a la primera cucharad 
era víctima del sueño y su cabeza caía sobre la escudilla. Entonces, después de algunos instantes, José Brosio y otros mozalbetes, que se 
habían quedado para hacerle compañía, lo llevaban sin más consideraciones a su habitación y, vestido como estaba, se echaba en la cama y 
no era capaz de volverse de un lado ni de mover un brazo o pierna. Había trabajado sin parar desde las cuatro de la mañana hasta más de la 
diez de la noche. 

Es de imaginar a qué estado quedaría reducido don Bosco cuando había otras fiestas de precepto durante la semana y no estaba rehecho 
las fatigas del domingo anterior. Su madre, advertida de la llegada de su hijo por los cantos marciales de los muchachos que de nuevo lo 
acompañaban desde el Rondó, salía a su encuentro a la puerta y le decía: 
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-»Estás vivo todavía? 

Pero el hijo parecía no oír; subía a su habitación, se sentaba en la primera silla, baúl o banqueta que encontraba y enseguida se dormía. 
Hubo vez que no despertó hasta rayar el alba. Otras mañanas se despertó medio vestido, con el cuerpo apoyado en la cama y los pies contr 
la pared. 

Cada instante de la jornada de don Bosco estaba marcado por un acto de sacrificio, que podemos llamar heroico. Y no sólo por la fatiga; 
no hace falta mucha imaginación para comprender que, a veces, le punzaban disgustos graves. Lo saben por experiencia cuantos se ocupan 
de la juventud. Pero él recordaba lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo: ((135)) «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»1. 
Efectivamente en medio de sus jóvenes, lleno de confianza en el auxilio de Dios y en la eficacia de una instrucción francamente católica, 
solía exclamar: 

-íEspero veros un día a todos reunidos en el Cielo! 

Sus fatigas y sus esperanzas se veían premiadas con un resultado sorprendente. Narraba José Buzzetti: 

-Conocí centenares de muchachos carentes totalmente de instrucción y sentimientos religiosos, antes de venir al Oratorio, que cambiaron 
en muy poco tiempo de costumbres y de tal forma se aficionaron a nuestras reuniones festivas, que no acertaban a alejarse, y frecuentaban 
los sacramentos los domingos, y además las fiestas de entre semana. 

El canónigo Anfossi contaba lo que él mismo había presenciado durante muchos años: 

-Vi yo mismo muchachotes mayores y licenciosos que, después de unas pocas fiestas, se tornaban buenos y fervorosos. Llamaban la 
atención algunos que, antes de venir al Oratorio con don Bosco, eran conocidos por su vida escandalosa y se convertían en los más 
edificantes; varios de ellos, si don Bosco lo hubiera permitido, hubieran querido hacer confesión pública, para su propia humillación. 

Y esta reforma moral continuó sin interrumpirse jamás. Se decía que don Bosco era capaz de cambiar con el tiempo, al menos en parte, l 
faz de la sociedad; en efecto, no pasaron muchos años y por todas las partes del mundo se encontraban millares de aquellos 

1 Lc. XXI, 19 
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jóvenes, por él educados en la fe y en la piedad, que llegaron a ser cabeza de nuevas familias cristianas. 

-«Que fuera ése el ideal que perseguía, escribía don Francisco Dalmazzo, se deducía de la inflexión singular de su voz y de su mirada fij 
en el cielo, las muchas veces que entonaba el salmo «Laudate Dominum omnes gentes» (Alabad al Señor todas las gentes). 

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((136)) 

CAPITULO XII 

LAS PRINCIPALES SOLEMNIDADES EN EL ORATORIO -LAS INDULGENCIAS -PREPARATIVOS -LA ALEGRIA DE TALES 
DIAS -DIVERSIONES Y ESPECTACULOS EXTRAORDINARIOS -JUEGOS DE PRESTIDIGITACION -LA RUEDA DE LA 
FORTUNA -LOTERIAS 

EN el Oratorio no había vacación en ninguna estación. Se sucedían sin parar las funciones sagradas de los días festivos. Algunos, sin 
embargo, se distinguían de los demás por su mayor solemnidad y por las santas industrias y fatigas aún mayores, a las que se sometía don 
Bosco. Tales eran las fiestas de San Francisco de Sales, titular del Oratorio; la de San Luis, patrono principal; la del Angel Custodio, 
patrono del Oratorio; y las fiestas de la Virgen María, la Anunciación, la Asunción, la Natividad, el Rosario, la Inmaculada Concepción. E 
ellas recomendaba don Bosco más devoción y más recogimiento, especialmente para ganar la Indulgencia Plenaria concedida por el Sumo 
Pontífice a cada una de ellas. Don Bosco quería que los jóvenes comprendiesen su importancia y conocieran las condiciones necesarias pa 
lucrar tan inestimable tesoro. 

«Bueno es advertir, escribía en el Reglamento de los Oratorios Festivos, que para lucrar la Indulgencia Plenaria, está prescrito: 1.º La 
confesión sacramental y la comunión.-2.º Hacer una visita a esta iglesia nuestra.-3.º Hacer una oración según la intención ((137)) del Sumo 
Pontífice»1. En su manuscrito autógrafo se lee: «En la celebración de estas fiestas, todos los hijos del Oratorio y especialmente los 
encargados de los distintos oficios, están invitados, hasta para dar buen ejemplo, a participar de los favores celestiales y a acercarse a los 
Santos Sacramentos». 

No perdía ocasión para exhortar calurosamente a todos los del Oratorio a una comunión general; y no se cansaba jamás de hacerlo 

1 Parte II, cap. IX 
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aún cuando estas comuniones se repetían por lo menos una vez al mes, por uno u otro motivo. No se conformaba con el número de 
comuniones; por cuanto de él dependia, se esforzaba con toda su alma para impedir que ni una sola de ellas fuera un sacrílego ultraje a 
Nuestro Señor Jesucristo. En cuanto a la confesión, repetía lo que había escrito en el autógrafo más arriba citado: «Para lucrar las santas 
Indulgencias es indispensable el estado de gracia, porque no puede obtener la remisión de la pena 
temporal quien merece la pena eterna». Y en cuanto a la sagrada comunión, siempre afloraban a sus labios algunas máximas que los 
alumnos de aquel tiempo nos repitieron textualmente: « Antes de acercaros a recibir el adorable Cuerpo de Jesucristo, debéis reflexionar s 
está vuestro corazón con las debidas disposiciones. Sabed que el hijo que, después de haber pecado, no quiere enmendarse, esto es, quiere 
ofender nuevamente a Dios, aunque se haya confesado, no es digno de acercarse a la Mesa del Salvador; y, comulgando, en vez de 
enriquecerse de gracias, se hace más culpable y digno de mayor castigo. Por el contrario, si os habéis confesado con propósito firme y 
eficaz de enmienda, acercaos también a recibir el pan de los ángeles y proporcionaréis un gran placer a ((138)) Nuestro Señor Jesucristo. E 
mismo, cuando andaba visible por esta tierra, demostraba predilección especial por los niños devotos e inocentes, pero invitaba a todos a 
seguirlo diciendo: -íDejad que estos niños vengan a Mí, y no se lo impidáis!-y les daba su bendición. Escuchad, pues, su amorosa 
invitación y venid a recibir no sólo su bendición, sino a El mismo en persona». 

El fruto consolador de sus exhortaciones eran las confesiones sin número que le tocaba atender. 

Estas fiestas imponían a don Bosco nuevas preocupaciones. Pensaba en todo, proveía a todo y atendía a todo: adornar la capilla, enseñar 
los cantores, ensayar las ceremonias a los monaguillos, pedir prestados en el Refugio los ornamentos sagrados que le faltaban, preparar en 
sacristía todo lo necesario para las sagradas funciones, imprimir programas, invitar personalmente o por escrito a los bienhechores, elegir a 
Prior, encontrar sacerdotes para la misa solemne y predicador para el panegírico, buscar limosnas para pagar los gastos, preparar desayuno 
para los muchachos, que se distribuía a todos, también a los que no comulgaban. (Los que sean conocedores de los Oratorios Festivos, 
añadan lo que yo omito). 

A los cuidados de don Bosco correspondía el orden y la alegría 
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de todos los muchachos; la capilla se convertía para ellos en un paraíso; su devoción resplandecía con más brillo y era más atrayente a los 
ojos de los que les contemplaban. La felicidad de don Bosco llegaba al colmo al persuadirse de que todos estaban en gracia de Dios y al 
verlos acercarse a la sagrada comunión por largo tiempo, hilera tras hilera. 

Por la tarde, después de la Bendición, don Bosco encontraba siempre nuevos modos para divertir a sus muchachos y juegos reservados 
únicamente para las grandes solemnidades. A la turba de oratorianos se añadían numerosos bienhechores e ((139)) invitados. Don Bosco 
rodeaba todo esto de un aparato especial, disponiendo un sitio de honor para los personajes más insignes. El presidía y los pacificadores 
estaban en el patio, cerca, y dispuestos a remediar cualquier inconveniente. Un conjunto musical, de amigos externos, dejaba oír sus notas 
de vez en cuando. Comenzaba la carrera de sacos con una merienda por premio para el primero o primeros en llegar a la meta, o bien el 
rompimiento de las ollas llenas de chucherías. En la extremidad de una modesta cucaña esperaban colgados los objetos que serían 
alcanzados por los que llegaran a aquella altura para adueñarse de ellos. También se jugaba al «rompicollo» (tobogán invertido) juego 
consistente en un plano inclinado untado de jabón, mas sin 
peligro alguno: empresa nada fácil, que despertaba viva hilaridad por los esfuerzos que muchos hacían para ascender, mientras su propio 
peso les hacía resbalar. No faltaban las luminarias de las ventanas y del patio, el lanzamiento de globos aerostáticos y los fuegos artificiale 

Muchas veces el mismo don Bosco se ponía el delantal y delante de la mesita preparada al efecto, hacía juegos de prestigio con la antigu 
destreza de sus manos. Hacía salir de los cubiletes toda suerte de pelotas grandes y pequeñas y mil otras cosas que llenaban de asombro a 
los espectadores. Hacía que aparecieran objetos en los bolsillos ajenos, adivinaba las cartas que otro tenía en su mano. Poseía tal fuerza en 
los dedos, que cuando estaba en medio de sus muchachos, pedía huesos de albaricoques y los partía sólo con las manos. Si se encontraba 
entre personas que poseían dinero, pedía prestada una moneda y cuando la tenía en sus manos, decía al dueño: 

-íPero mire que se la devolveré hecha pedazos! 

-Bueno, le respondían. Miraban con curiosidad los que le ((140)) rodeaban, tomaba él la moneda con cuatro dedos y la partía de un golp 
Estos ejercicios y juegos de prestidigitación siguió 
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haciéndolos hasta 1860; la última vez, después de haber divertido mucho a los muchachos los asustó, haciéndoles aparecer sin cabeza. 

Esto lo hizo don Bosco de propio intento. La expresión no tener cabeza, tener la cabeza cortada, que frecuentemente usaba hablando con 
los muchachos, tenía un gran significado: primeramente, que un joven debía ser humilde, vencer el amor propio, someterse a la voluntad, a 
juicio y al consejo de sus superiores sin obstinarse en las propias decisiones irreflexivas y en los propios caprichos; y, en segundo lugar, 
aunque más veladamente y rara vez, se refería a la obediencia religiosa en la congregación, que él quería fundar con ellos; es decir, en otro 
términos, ya que de congregación todavía no hablaba, sino de quedarse con don Bosco en el Oratorio para ayudarlo en la salvación de la 
juventud. Todo esto lo decía como de pasada a los que reconocía eran de mucha virtud, de carácter generoso y muy aficionados a él. Otros 
juegos le daban ocasión para, de distintos modos, avisar a alguno, con alegres palabras, aconsejarle e invitarle al bien. 

Don Santiago Bellia, José Buzzetti y cien compañeros más recordaban estos espectáculos y añadían detalles de otros entretenimientos qu 
hacían cada vez más agradables aquellas veladas. 

A veces, en ciertas fiestas de primer orden, como por ejemplo en la de San Francisco de Sales, don Bosco preparaba la rueda de fortuna 
con billetes, en parte numerados y en parte no. Sobre una gran mesa estaban colocados muchos premios de valor, que él mismo había ido a 
pedir a sus bienhechores. Cada premio tenía su número. Los invitados acudían en tropel; un muchacho hacía girar la rueda, y don Bosco 
mismo extraía los billetes, que eran diez veces más en número que los premios y los entregaba a quien había pagado el importe establecido 
A veces ((141)) les tocaban a algunos de aquellos señores diez o doce billetes en blanco, con lo que no tenían derecho a premio; ellos se 
quedaban tan contentos con su mala suerte y los espectadores, singularmente muchachos, reían de buena gana. La rueda de la fortuna era 
una fórmula para cubrir los gastos de la fiesta. 

La suerte la aprovechaba también para tener ocupados agradablemente a los muchachos. Estaba establecido que, al menos cada trimestre 
se hiciese una lotería: en las fiestas de San Francisco de Sales, San Luis Gonzaga, Asunción de la Virgen y Todos los Santos 1. Los objeto 
destinados a la rifa eran devocionarios, libros 

1 (REG. O. F.,p. III, c. V) 
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amenos, cuadritos, crucifijos, medallas, juguetes diversos, y un par de zapatos o un corte de traje para los más ejemplares. La extracción d 
números estaba tan bien organizada, que el premio era a elección; y así, el que salía premiado, ganaba el premio correspondiente a su 
asistencia y a su buena conducta. Además casi todos los meses, preparaba otras loterías menos solemnes, pero no menos atrayentes. Era un 
trabajo lento escribir seiscientos números sobre otros tantos billetes, distribuir uno por uno a cada muchacho; repetir todas estas cifras en 
papeletas sueltas, doblarlas convenientemente y colocarlas en una bolsita; anotarlas todas, finalmente, en un registro; e indicar, al lado de 
cada número, el premio asignado. Don Bosco, desde la barandilla de delante de su habitación o subido sobre una silla adosada a la pared d 
la iglesia, explicaba las condiciones de la lotería, agitaba la bolsita y, despacio, despacio, para prolongar la diversión cuanto podía, extraía 
los números y los proclamaba en alta voz. Los muchachos se estrujaban en el patio, con los ojos fijos en don Bosco y en ((142)) la papelet 
que tenían en la mano. A veces no llegaban los premios para todos, y varias decenas de ellos se quedaban con las manos vacías; por eso la 
ansiedad les tenía en vilo todo el tiempo, esperando ser de los afortunados. Pero, casi siempre, estaban ordenadas las cosas de tal modo qu 
a cada muchacho le tocaba alguna cosilla y entonces la curiosidad los mantenía todavía más en suspenso, imaginando qué premio les 
saldría. Sobre la mesa había unas corbatas, un sombrero, una gorra, una chaqueta, una torta, fruta, dulces y otras cosas que hacían más 
ameno aquel pasatiempo. Las risas y los aplausos estallaban con fragor cuando el pregonero anunciaba los premios 
correspondientes a ciertos números. 

-íUna patata cocida! íuna zanahoria, una cebolla, un nabo, una castaña! 

El que salía premiado no dejaba de presentarse a recibir el magnífico regalo. 

A veces el premio era colectivo, esto es: varios jóvenes ganaban con sus billetes un premio que debían repartirlo entre ellos. Por ejemplo 
una gran torta para diez; una botella de cerveza se debía repartir entre cuatro; dos panes, dos porciones de salchichón o de queso y una 
botella de vino correspondían a cinco números y formaban un sólo lote. Pero el prmer afortunado debía esperar a que la suerte indicara los 
otros cuatro compañeros con los que iba luego a merendar, repartiéndose a partes iguales lo que les había tocado. La formación de estos 
grupos, hijos del capricho 
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de la fortuna, que unían a veces caracteres dispares y adversos, provocaba nuevos comentarios y nuevas risas. Pero todo acababa bien y 
hasta se disipaban malos humores. 

No hay que creer que don Bosco fuera generoso en demasía en estas ocasiones. Salvo en casos extraordinarios, y cuando recibía para est 
fin regalos vistosos de los bienhechores, sabía ahorrar dinero para emplearlo en otros ((143)) gastos más urgentes. La compra de premios 
nunca pasaba de las diez liras, y siempre encontraba bienhechores generosos que con gusto se las regalaban. Más aún, añadía don Miguel 
Rúa testigo del hecho, con tres liras y media muchas veces contentaba a todos y de un modo 
sorprendente; nunca faltaba algún premio de muchas apariencias, pero de escaso valor. Don Bosco solía decir: «Los jóvenes aprecian las 
cosas conforme han aprendido a apreciarlas. No es lo mucho lo que les resulta agradable sino lo dado de corazón», aunque sea poco a poco 
y en tiempo oportuno. Y él todo lo convertía en hermoso y simpático con su modo de hacer y su palabra encantadora. 

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((144)
)


CAPITULO XIII


EL CANTO EN LAS SOLEMNIDADES SAGRADAS -PRIMEROS INSTRUMENTOS MUSICALES -NUEVAS ESCUELAS, 
NUEVOS METODOS Y NUEVAS COMPOSICIONES -PACIENCIA DE DON BOSCO -LOS CANTORES EN EL SANTUARIO DE 
LA CONSOLACION Y EL MAESTRO BODOIRA -EL CANTO GREGORIANO 

HEMOS descrito en el capítulo precedente cómo se cansaba don Bosco preparando cuanto era necesario para entusiasmar a los muchacho 
en las grandes solemnidades. Hemos hecho alusión al canto y vamos ahora a hablar más extensamente de él para resaltar el celo incansable 
de don Bosco. Tenía verdadera pasión por las funciones de iglesia; por eso continuaba con su escuela de canto a la que, a finales de 1847 y 
durante el 1848, dio un nuevo y vigoroso empuje, aumentando el número de los alumnos. Pero ícuántas dificultades tuvo que vencer! El 
había aprendido a tocar el piano sin maestro y, como no pudo nunca permitirse el lujo de tener en casa un instrumento tan costoso, se 
ejercitaba cuando podía sobre el de algún sacerdote amigo. Para mantener entonados a sus discípulos y, además, para acompañar las 
canciones de la Virgen, compró en julio de 1847 un acordeón medio desvencijado por doce liras. Y el 5 de noviembre compró también, pa 
su capilla-cobertizo, un organillo que le costó la fabulosa suma de treinta y cinco liras. 

((145)) Es fácil imaginar las armoniosas notas que podría emitir. Se hacía sonar por medio de un manubrio y las piezas de música de su 
cilindro eran el Ave Maris Stella, las letanías de la Virgen, el Magnificat y algún otro himno de iglesia. Por años y años, quizá, había 
rodado de ermita en ermita, en las solemnidades. Pero, si bien podía usarse para las fiestas ordinarias, resultaba inútil cuando había que 
variar de música, de donde la necesidad de don Bosco de adquirir un piano para su escuela de canto. El teólogo Juan Vola proveyó a ella 
regalando un clavicordio o espineta antigua que tenía en casa. «Me cuesta treinta liras, »sabéis?» dijo, mientras se lo entregaba a los jóven 
llegados para transportarlo al Oratorio. 
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Reunió entonces don Bosco unos cincuenta muchachos que tenían buena voz, inteligencia despierta y oído fino. Hizo aprender a algunos 
unos ejercicios de intervalos y escalas; otros pocos, que pertenecían a la antigua escuela, de la que ya hemos hablado, estaban 
acostumbrados, por la práctica, a su método, adaptado únicamente a ellos y al estilo musical de don Bosco; la mayoría, sin embargo, nunc 
había cantado e ignoraba por completo los primeros elementos de este nobilísimo arte. 

Pero don Bosco, que deseaba a toda costa celebrar las fiestas con los cantos de sus muchachos, no se desanimó a la vista del largo tiemp 
que precisaba para que aprendiesen de oído y retuviesen en la memoria los motivos musicales. De acuerdo con su ignorancia y la necesida 
y como no encontraba músicas fáciles, compuso una misa y un Tantum ergo, y otros salmos de vísperas para añadir al repertorio por él 
compuesto en los años anteriores, como ya hemos dicho. Sacaba sus armonias, con alguna 
modificación, de las ((146)) canciones religiosas que los jóvenes ya sabían, y añadiéndoles algunas notas de introducción o para final. 
Mezclaba trozos de canto gregoriano, tomados del antifonario y del gradual, que le parecían más majestuosos y devotos, haciendo ligeras 
modificaciones o acordes. Algunos motivos sencillos eran de su invención, especialmente en los solos. 

Este trabajo suyo, aunque parezca tan insignificante como para no tenerlo en cuenta, era, sin embargo, y lo decimos con franqueza, un 
principio lejano de las reformas de la música sagrada, por él vivamente deseada. En efecto, había muchos maestros, poco instruídos y poco 
amigos del estudio, que siguiendo la corriente de los tiempos, escribían a troche y moche el Kyrie, el Gloria, el Credo y las otras partes 
cantanbles de la misa, uniendo coros y solos de óperas teatrales. Lo mismo hacían para las Vísperas; y se oía cantar el Tantum ergo y el 
Genitori con el motivo de «la stella confidente».1 Palabras sagradas y música profana. Don Bosco no podía sufrir esta especie de sacrilegi 

El se sentaba a la espineta, colocaba ante sí en orden a sus novicios cantores, tocaba una y otra vez la melodía del canto, la cantaba él 
mismo y se la hacía repetir a su coro, hasta que la aprendían. Pero la clase marchaba a duras penas, puesto que como los alumnos eran 
obreros, no siempre podían asistir. 

Al llegar la víspera de una fiesta, distribuía a cada uno la parte que debía ejecutar y aquí se ponía de nuevo a prueba la longanimidad 

1 Debía ser una melodía popular profana. (N. del T.) 
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de don Bosco. A la mañana siguiente algún cantor no se presentaba a la hora establecida, picado por la envidia o los celos, molesto porque 
no le había tocado la parte que él deseaba, o por causas similares. Don Bosco quedaba desconcertado y entonces le tocaba a él mismo 
ejecutar la parte del que no se había presentado, ((147)) o arreglárselas, como mejor podía, con otros cantores. Era una especie de ingratitu 
porque a los cantores y a los que se revestían de monaguillos en las fiestas, don Bosco se guardaba mucho de reprocharles su falta, 
disimulaba su ofensa para no irritarles y para no dar motivo a que con ello se alejaran del Oratorio. Por principio, siempre daba la razón de 
no poner impedimento a la salvación de las almas. «íSe arreglan tantas cosas con la paciencia!», decía. 

Sin embargo, para obviar estos inconvenientes, hacía aprender los solos a varios muchachos a la vez, de modo que, si faltaba el mejor, 
podía éste ser suplido por otros; los caprichos quedaban frenados, al poder verse suplantado por un rival en los imaginados honores, y 
cualquier sentimiento de despecho no podía alcanzar el desahogo deseado. Con todo, más tarde y a su debido tiempo, don Bosco no dejab 
de hacer una admonición provechosa a quien necesitaba modificar su carácter, animándole a cantar con el único pensamiento de agradar al 
Señor. 

La música fue un atractivo más para ligar a los muchachos al Oratorio Festivo y para conquistar otros nuevos. También la gente extraña 
los sacerdotes que iban a Valdocco quedaban maravillados del nuevo coro infantil, que respondía tan bien a los cuidados de su maestro, y 
pedían con insistencia que fueran a cantar a sus iglesias. 

Pero era necesario que don Bosco lo dirigiese, porque ningún maestro del mundo hubiera conseguido el éxito: «Sólo yo, decía riendo do 
Bosco, era capaz de dirigir aquel coro». 

((148)) En efecto, la partitura era indescigrable. Algunos motivos estaban muy bien escritos, con todas sus notas; pero otros sólo 
apuntaban la primera frase; un garabato, una letra, un número indicaba una repetición o un estribillo. Faltaba alguna nota de canto 
gregoriano. Las indicaciones de la clave, de los accidentes y del tiempo se habían quedado en los puntos de la pluma y en la mente de don 
Bosco. 

Fue invitado en una ocasión a cantar con su muchachos una misa en el Santuario de la Consolación (Consolata) y allí se presentó con un 
grupo de cantores a la hora establecida, llevando 
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consigo la carpeta de una misa que él había compuesto. Era organista en aquella iglesia el célebre maestro Bodoira. Don Bosco le preguntó 
con misteriosa sonrisa, si podría acompañar el canto, dado que la misa era totalmente nueva. 

-«Algo haré», respondió un poco molesto el maestro Bodoira, acostumbrado a interpretar magistralmente, a primera vista, cualquier 
partitura, por díficil que fuera. Y no quiso ni dar un vistazo a la que don Bosco le presentaba. 

Llega el momento de la misa, abre el cuaderno de la música, da una ojeada, menea la cabeza e intenta tocar. Todos los cantores están 
desentonados. 

-»Pero quién entiende esto? »Qué clave es ésta? Ya está bien, exclama, y tomando el sombrero, baja del coro y desaparece. 

Don Bosco que había previsto la retirada, se sienta al órgano y con gran maestría acompaña la misa hasta el final sin que los cantores 
fallaran una sola nota. Las hermosas voces, el devoto continente y las caras que respiraban fe e inocencia ganaban el corazón del pueblo. 

Cuando bajaron los cantores a la sacristía, recibieron mil parabienes por su canto, lo mismo que elogiaron al organista, creídos los 
religiosos que había sido el maestro Bodoira. Las alabanzas fueron para don Bosco, que tan bien había acompañado, y tanto más sinceras 
cuanto menos sospechosas eran. Nos contó este episodio ((149)) un distinguido doctor en letras, que fue alumno del Oratorio en los 
primeros tiempos. 

En tanto, don Bosco, que tenía el alma y la fantasía llenas de armonías celestiales y un exquisito sentido musical, enjuiciaba bromeando 
valor de sus obras maestras que, por la caridad que las inspiraba y el humilde concepto que de sí mismo tenía el autor, bien podían 
decorarse con la inscripción «In conspectu angelorum psallam tibi» (Te cantaré a la vista de los ángeles). Casi en broma y con medios 
insuficientes, al igual que todas sus demás empresas, fundaba la Escuela de Música que, sabiamente conducida, debía prestar esplendor y 
decoro al culto divino y proporcionar un medio magnífico de educación moral e intelectual a sus alumnos. El cultivo de la música sería pa 
siempre uno de los distintivos de sus Casas, por él tenido como elemento necesario para la vida de las mismas. 

Desde entonces, para demostrar el aprecio que tenía por la música, al llegar la fiesta de Santa Cecilia invitaba a comer a su mesa a cinco 
seis cantores, los mejores por conducta y habilidad, 
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y quiso continuar esta costumbre durante muchos años. 

El entusiasmo de los cantores, con los cuales había resuelto la necesidad del momento, le animó, al cabo de algunos meses, a organizar 
una escuela preparatoria al frente de la cual colocaba al joven Santiago Bellia. Don Bosco no se conformaba con hacer cantar, quería se 
enseñara a cantar. El mobiliario de la escuela no podía competir con el de sus émulos. Servía de atril una silla, colocada sobre una mesita 
adosada a la pared. Sobre ella ponía unos cartelones con los primeros ejercicios de música que él mismo había escrito, imitando las letras 
imprenta. El teólogo Nasi y don Miguel Angel Chiatellino iban, cuando podían, a dar algunas lecciones, diríase que de perfeccionamiento, 
los que don Bosco consideraba que daban mejores esperanzas. 

((150)) Corrió por la ciudad la noticia de aquellas lecciones. Como era la primera vez que se daban clases públicas de música y tan 
numerosas, y que se enseñaba canta a muchos alumnos a la vez, hubo una enorme afluencia de curiosos. Don Bosco dejó escrito: «Los 
famosos maestros de armonía Luis Rossi, José Blanchi, José Cerutti y otros venían, durante varias semanas, casi todas las tardes, a escuch 
mis clases. Ello iba contra el proverbio: «no hay discípulo sobre el maestro», puesto que yo no sabía la millonésima parte de lo que sabían 
aquellas celebridades y hacía de maestro en medio de ellos. Claro que ellos no venían a recibir de mí lecciones, sino a observar cómo era e 
nuevo método, diría simultáneo, que es el mismo que se usa todavía en 
nuestras Casas. En los tiempos pasados todo el que deseaba aprender música vocal, debía buscarse un maestro al que le diese lecciones 
individualmente. Cuando tales alumnos estaban suficientemente instruídos, se unían, formaban los coros y, bajo la dirección de un hábil 
director, cantaban en teatros o iglesias». 

Aquellos experimentados profesores admiraban el silencio, el orden y la atención de los alumnos; las industrias de que se valía don Bosc 
para enseñar a los muchachos una música que, si no era clásica, tenía sin embargo sus dificultades, y cómo lograba que modulasen las voc 
al pasar de tono; cómo calculaba la extensión de las mismas y les adiestraba a cantar de soprano, sin que los muchachos se cansaran ni 
sufriera quebranto su salud. Aseguraban ellos que en esto habían aprendido no poco de don Bosco. Y siguieron después su ejemplo y su 
método. El, en tanto, demostraba estar a la altura de su cometido y ser capaz, por sí solo o ayudado por otros, de llegar más allá de cuanto 
podía prever. 
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En efecto, aquella escuela incipiente y aquella pobre espineta debían ((151)) producir más tarde músicos de notable capacidad, muchos 
organistas de valía y centenares de escuelas que alcanzaron fama; la autoridad municipal de Turín asignó a don Bosco un premio de mil 
liras por su eficaz promoción de la música vocal e instrumental. De estas y otras ocasiones por el estilo, tomaba pie don Bosco para 
recomendar a los jóvenes respeto, reconocimiento y obediencia a los que gobernaban la ciudad, y sus palabras producían buenos resultado 

Pero él aún no estaba satisfecho con todo esto; soñaba con grandes masas de voces, no a modo de concierto musical, sino como 
espontánea expresión de la oración y de los himnos del pueblo fiel. Quería el canto litúrgico genuino y no ejecutado a la buena. -Así, decía 
él, los fieles encontrarán en la iglesia aquel atractivo del que dejaron escritas tantas cosas hermosas los antiguos, especialmente San 
Agustín-. Más tarde repetía centenares de veces que su mayor satisfacción era oír una misa en canto gregoriano en la iglesia de María 
Auxiliadora, cantada por todos los alumnos, con casi mil voces divididas en dos coros. Esto era para él el non plus ultra de lo sublime. 

Por esto, los sábados por la tarde, a partir del 1848, como no había en dicho día las clases de costumbre, dividía a los chicos en dos 
secciones. La primera se entretenía en leer los salmos de las vísperas especialmente, hasta no equivocarse en la pronunciación y en el 
sentido. La segunda la componían los que, como ya sabían leer correctamente los salmos, aprendían el canto de las antífonas para el 
domingo siguiente. Es de advertir que los alumnos eran todos aprendices. 

Cuando ya tuvo un buen número de muchachos internos, les hacía aprender el canto gregoriano durante los primeros meses del año 
escolástico. Todos los nuevos que entraban durante ((152)) las vacaciones, se dedicaban a aprender solfeo; los otros, aprendían los salmos 
las antífonas y las misas. Era, además, su deseo y su intención que los muchachos ayudaran al Párroco en el canto de las funciones sagrada 
al volver a sus casas. Sobre todo porque veía que, poco a poco, el respeto humano y la ignorancia acabarían con los coros parroquiales de 
iglesia. Quería que se iniciaran en la música vocal los jóvenes sólo después de haberse ejercitado en el canto gregoriano. Tenemos por 
testigos de todo lo expuesto en este capítulo a don Miguel Rúa, a 
monseñor Juan Cagliero y mil más. 
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((153)
)


CAPITULO XIV 

DON BOSCO Y LAS CONFESIONES DE LOS MUCHACHOS -SU PACIENCIA Y SU ARTE CON LOS NIÑOS 
CORRESPONDENCIA, CONSUELOS Y HECHOS CONMOVEDORES -SIN RESPETO HUMANO -CONFIANZA EN DON BOSC 
-REGLAMENTO PARA LAS CONFESIONES Y COMUNIONES 

FIESTAS, diversiones, juegos, música, loterías, escuelas, eran para don Bosco nada más que medios dirigidos a un solo fin, para el que no 
ahorraba sacrificios ni incomodidades: inducir a los muchachos a confesarse bien y con frecuencia. 

«Queridos hijos, decía continuamente y lo había impreso en la primera edición del El Joven Cristiano, si de jóvenes no aprendéis a 
confesaros bien, corréis el peligro de no aprenderlo en vuestra vida, y, por consiguiente, de no confesaros nunca como es debido, con grav 
daño para vosotros y riesgo de vuestra eterna salvación. Y antes que nada, quisiera os persuadierais de que cualquier culpa que tengáis en 
vuestra conciencia, os será perdonada en la confesión, con tal de que os acerqueís a ella con las debidas disposiciones». Y estas 
disposiciones las enseñaba y las explicaba, insistiendo de una manera afectuosa y convincente en la sinceridad de la acusación, para así 
ganarse la plena confianza de sus muchachos. Sabía al mismo tiempo representar en sus 
mentes lo espantoso que es el pecado mortal, y en su corazón los mil motivos que tenemos para amar a Dios. «El Señor, que es un buen 
padre, experimenta un gran ((154)) disgusto cuando se ve forzado a condenar a uno al infierno. Nosotros estábamos condenados a muerte 
Jesús ha muerto por nosotros para salvarnos. »Y ahora queremos ofenderlo?». Y les exhortaba al cumplimiento de los propósitos hechos, y 
a practicar los medios sugeridos por el confesor para no recaer en el pecado, recomendándoles tomar estas tres resoluciones, que 
compendian todas las demás, y pidiendo a María, su Madre querida, que les ayudara a cumplirlas:-1.ª Querer comportarse en la iglesia con 
gran devoción.-2.ª Obedecer con presteza a sus 
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padres y a todos sus superiores.-3.ª Estar muy animados a cumplir los deberes del propio estado, y querer trabajar para mayor gloria de Di 
y la salvación de las almas. 

A más de esto, él, que había tomado la costumbre de saludar al ángel de la guarda de cuantas personas encontraba a su paso, rogaba 
también a los ángeles de sus muchachos que les ayudasen a ser buenos y recomendaba a los mismos jóvenes que recitaran en su honor tres 
Gloria Patri. 

Consecuencia de tan agradables y santas maneras, era que los jóvenes se sentían atraídos suavemente al sacramento de la penitencia ya 
por el amor, la estima y confianza que profesaban a don Bosco, ya también al ver que la confesión era su vida y su satisfacción. Y no era 
sólo en el Oratorio; por las mismas razones, los muchachos se sentían conducidos hacia él por una misteriosa atracción en todas las 
ciudades y pueblos por donde pasaba. Diríase que don Bosco se sentía feliz al ver en su derredor un apretado círculo de muchachos que 
esperaban su turno para contarle los secretos del alma. Tanto había trabajado para conquistar aquellas sus almas queridas que, el devolverl 
la gracia de Dios, formaba su delicia y le embargaba de contento. 

A veces, sobre todo a los comienzos del Oratorio, don Bosco ((155)) tenía ante sí un centenar de niños, que querían confesarse. Sin la 
menor idea del orden y, siendo las primeras veces que se acercaban a este sacramento, con su ruda impaciencia hubieran persuadido a 
cualquier otro sacerdote de que así no era posible cumplir convenientemente el sagrado ministerio. No había entonces ningún catequista 
para asistirlos, unos gritaban, queriendo ser los primeros, otros se empujaban para pasar delante y los otros repelían a los que intentaban 
adelantarles. Era una fatiga ímproba poner un poco de calma en aquel barullo; pero, finalmente, al menos estaban en silencio y de rodillas. 
Don Bosco, dirigiéndose entonces a los más cercanos, levantaba la mano para hacer sobre uno la señal de la cruz; pero he aquí que todos l 
que se encontraban cerca se santiguaban también, como si a cada uno le hubiera dado la señal de comenzar su acusación. Y don Bosco, 
siempre impertubable y sonriente, se veía obligado a confesar, estando de pie, sosteniendo con una mano a los que se le echaban encima y 
acercando con la otra su oído a la boca del que se confesaba, para que ninguno pudiera oír la acusación. Lo más admirable de aquel 
momento era la transformación que se advertía en los penitentes a medida que se acercaban a don Bosco. Se ponían 
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tranquilos como si estuvieran lejos de todo bullicio, atentos sólo a lo que iban a decir: a la brevísima admonición que don Bosco les hacía, 
veíase en su cara cómo se habían compenetrado y, recibida la absolución, se retiraban silenciosos a un rincón a cumplir la penitencia. Casa 
se veía la gracia del Señor extendiendo sus alas misericordiosas sobre don Bosco y sus niños. No tardaron mucho tiempo los chiquillos en 
adquirir mejor compostura, si bien no faltaban otras dificultades que don Bosco debía superar. 

Narraremos una entre otras. 

((156)) Don Bosco recibía con bondad a todos, aunque fueran rudos, ignorantes, despreocupados, poco dispuestos, y encontraba la mane 
de ganarlos para Dios. El mismo decía de cierta clase de muchachos: «Vienen a confesarse y después no dicne nada y, aunque se les 
pregunte, no responden. Cuando éstos se confiesan en las parroquias, conviene llamarlos por delante y no dejarlos ir por la rejilla, porque 
así se logrará hacerles hablar más fácilmente. Es bueno, para ello, ponerles una mano sobre la cabeza para impedir que miren acá o allá, 
como suelen hacer. Generalmente se logra que lo digan todo, pero es necesario, al comenzar, tener mucha paciencia, y seguir 
preguntándoles con caridad, para que comiencen a decir algo. Me sucedió encontrarme con uno de 
éstos que a mí mismo me parecía imposible arrancarle una palabra y conseguí después confesarlo con este extraño modo. Al verle mudo a 
toda pregunta, le dije: 

-»Has desayunado esta mañana? 

-Sí, respondió sonriendo. 

-»Con buen apetito? 

-Sí. 

-»Cuántos hermanos tienes? 

Y cosas semejantes. Después seguían respondiendo a las preguntas que les hacía para conocer el estado de su alma y continuaban 
exponiendo con facilidad sus cosas». 

No es éste el lugar para exponer las industrias de que se valía para que sus penitentes se confesaran bien. Lo veremos en el curso de esta 
Memorias. Ahora solamente hablaremos de la multitud de penitentes que lo habían elegido para confesor. 

Muchísimas veces confesaba los sábados durante diez y doce horas seguidas. Y aquellos muchachos, antes tan indomables y llenos de 
vitalidad, aguardaban pacientemente ((157)) su turno para dejar limpia su conciencia. Ocurría con frecuencia que eran ya las once de la 
noche, y hasta las doce, y don Bosco se adormecía 
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mientras confesaba. El penitente, que se daba cuenta, callaba; y sin atreverse a despertarlo, después de esperar un rato, se sentaba en el 
reclinatorio. Pasaba una hora o dos, don Bosco se despertaba con el rumor de los muchachos que roncaban. Eran las tres o las cuatro de la 
mañana y la sacristía del Oratorio presentaba una escena única. Un muchacho dormía de rodillas como estaba, con la cabeza apoyada en u 
ángulo de la sala; otro, sentado sobre los talones; éste, en cuclillas con la cabeza en los 
brazos cruzados sobre las rodillas; aquél, sentado con las piernas estiradas y apoyadas las espaldas contra la pared. Algunos, con la cabeza 
reclinaba, en las espaldas del compañero; varios, acostados sobre el pavimento. 

Don Bosco contemplaba conmovido el espectáculo. Pensar que aquellos muchachos se encontraban fuera de su casa, sin que sus padres 
dieran ninguna prisa en ir a buscarlos, abandonados totalmente a su antojo, acostumbrados antes a merodear durante la noche por la ciudad 
libres para cometer cualquier tropelía, y después tener como legítima consecuencia de sus actos la cárcel y las galeras en este mundo y qui 
la eterna perdición. Y con todo, estar ahora allí tan pacientes, perseverando en su próposito de confesarse, y así tranquilos , alejados de tod 
peligro de mal obrar. 

Al moverse don Bosco, alguno se despertaba, miraba a su alrededor y después se sonreía al sonreír don Bosco. 

-»Qué hacemos aquí? 

-Ya no vale la pena irnos a casa. 

-Entonces confesémonos. 

Y se reanudaban las confesiones. Los que se habían despertado se acercaban los primeros y dejaban dormir a los demás. ((158)) Después 
se iban despertando uno a otro de modo que pudieran prepararse algo. 

En tanto rompía el alba, llamaban a la puerta repetidamente y entraba la turba de muchachos que venía al Oratorio. De nuevo invadían la 
sacristía otros penitentes y se reanudaban las confesiones, sin interrupción, hasta las nueve o las diez de la mañana. 

«íCuántas veces, nos contaba José Buzzetti, vi a don Bosco en aquellos años pasarse toda la noche confesando a sus muchachos y 
encontrarse por la mañana sentado en el mismo confesionario donde se había colocado al atardecer!». 

Sucedió una noche, vigilia de gran solemnidad que, después de sonar las diez, quedaba todavía un buen número de penitentes por 
confesar. 
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-Idos a dormir, hijitos míos, les dijo don Bosco; que ya es muy tarde.
-No, siga confesándonos, tenga paciencia; -exclamaron los muchachos-
.
Continuó, pero al poco tiempo, uno tras otro, todos se durmieron. El mismo don Bosco dejó caer su cabeza sobre el brazo de Gariboldi


mientras le confesaba, vencido por el sueño. El muchacho tenía las manos juntas con el antebrazo apoyado sobre el reclinatorio. Hacia las 
cinco de la mañana don Bosco despertó y al ver a todos los muchachos dormidos sobre el suelo, le dijo a Gariboldi, que todavía aguantaba 
despierto: 

-Ya es hora de que vayamos a descansar.
Pero al decir esto se despertaron los otros y don Bosco tuvo que continuar confesando.
Hacia las dos de la tarde vio a Gariboldi en el patio con el brazo derecho en cabestrillo.
-»Qué te ha pasado, Gariboldi, en ese brazo?
-Nada, -respondió el muchacho, que no quería explicárselo a don Bosco.
((159)) Don Bosco que lo tenía por un chico vivaracho y atrevido, no quedó satisfecho y quiso saber de cierto qué le había pasado en el


brazo. 
-Pues, si tanto quiere saberlo, se lo diré. 
Y contó lo sucedido: tenía el brazo tan amoratado y ennegrecido, que daba lástima; lo había tenido durante toda la noche inmóvil entre e 

reclinatorio y la cabeza de don Bosco, y el muchacho, lleno de veneración por su Director, no se había atrevido a despertarlo aunque el 
entumecimiento le hiciera sufrir mucho. 
De aquí se puede colegir la confianza que los muchachos tenían puesta en él. 
Cierto domingo, que había salido a predicar fuera de casa, llegaron ellos en grupo al Oratorio y, al no encontrarlo en la capilla, fueron a 
preguntar a mamá Margarita: 
-»Dónde está don Bosco? 
-No está, ha ido a Carignano. 
-Y »por dónde se va a Carignano?, preguntaban algunos. 
-Mirad, se va a Moncalieri y después está la carretera que llega hasta allí. »Y para qué le queréis? 
-Para confesarnos. 
-Ya ha dejado aquí a un sacerdote para hacer sus veces. 
-Nosotros queremos confesarnos con don Bosco. 

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Y se pusieron en viaje, como si Carignano estuviese a la vuelta de la esquina. Llegaron a Carignano a eso de las once de la mañana, 
polvorientos, cansados, hambrientos y enseguida preguntaron dónde estaba don Bosco. 

Apenas lo vieron: 

-íPor fin, don Bosco! Venga, venga. íQueremos confesarnos y comulgar! 

-»Pero estáis aún en ayunas? 

-íClaro! 

En tales ocasiones don Bosco iba a la iglesia, les confesaba y les daba la comunión. Pero luego ((160)) andaba apurado porque no quería 
dejarlos marchar en ayunas. Los párrocos, compadecidos, le sacaban de apuros, preparándoles algo para almozar. Después los muchachos 
subían al coro, cantaban las vísperas, las letanías y el Tantum ergo en música, como lo habían aprendido en las escuelas nocturnas. Nadie 
puede imaginar el asombro y la alegría de los campesinos al oír aquellos cantos. Desandaban después el camino y volvían a sus casas. 

Esto ocurrió muchas veces en Sassi, en Superga y en otros pueblos cercanos. Si llegaban a tiempo por la mañana, cantaban la misa, y po 
la tarde no cabían en sí de gozo cuando don Bosco volvía en su compañía. 

En aquellos tiempos todos los muchachos se querían confesar con él. Don Bosco invitaba a otros sacerdotes, entre ellos al padre Luis 
Dadesso, oblato de María; pero, pocos o ninguno querían confesarse con ellos. Por esto los confesores extraordinarios sólo se presentaban 
unos momentos o dejaban de acudir. Los chicos preferían se retardara la hora de la misa, aunque regularmente no se celebraba a una hora 
rigurosamente fija sino hasta que don Bosco, que debía decirla, terminaba las confesiones y se 
aguataban en ayunas para comulgar. 

De este tan singular cariño y tan conmovedora devoción hemos oído hablar a muchísimos que, ya hombres, decían de don Bosco: «El m 
dirigió espiritualmente cinco, ocho, doce años y, si ahora soy lo que soy, lo mismo de cara a mi alma que respecto a mi honrosa posición 
social, todo se lo debo a él». 

Es imposible conocer los millares de auténticas conversiones operadas por la caridad de don Bosco. Nos complace relatar un hecho del 
cual fuimos testigos. Estaba la sacristía atestada de muchachos arrodillados; un mozo obrero, entre dieciocho y veinte años, alto y fornido, 
de aspecto ((161)) serio, serio, se confesaba. 
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Era la primera vez que se acercaba a don Bosco. Con voz bastante fuerte, de modo que todos podían oírle, empezó a contar sus debilidade 
que no eran pocas ni chicas. En vano le indicaba don Bosco que hablara más bajo e intentaba amortiguar su voz con un pañuelo. Los 
compañeros más cercanos le tocaban diciéndole: «íHabla más bajo!». Pero él, sin hacer caso a ninguno, seguía como antes y, sin variar de 
voz, de cuando en cuando daba con el pie a los que le importunaban. 

Los jóvenes, tuvieron que taparse las orejas con los dedos para no oír. 

Cuando recibió la absolución, besó la mano de don Bosco con un estallido de labios tan vehemente, que hizo sonreír a muchos. Después 
se levantó para retirarse del confesionario y, al volverse, su semblante tenía una expresión de paz, de humildad y alegría sorprendentes. 
Buscaba abrirse paso entre la compacta multitud que, de una y otra parte, no hacía más que repetirle: -«»Por qué hablabas tan alto? Todos 
se han enterado de tus pecados». El mozo se paró, extendió los brazos y, con un candor singular, exclamó: -«»Y qué me importa a mí que 
hayáis oído? Los he cometido, es verdad, pero el Señor me los ha perdonado. De aquí en adelante seré bueno. Eso es». Y, apartándose, se 
arrodilló y se quedó inmóvil por una buena media hora dando gracias. 

El mismo don Bosco, en sus últimos años, recordaba con gran complacencia los hechos narrados anteriormente, y nos decía a nosotros, 
que escuchábamos con vivo interés: 

-«No os podéis figurar cuán grande es la contrariedad que ahora experimento al no poderme ocupar de los jóvenes externos y 
especialmente de los albañiles, entre los cuales podía hacer, y, con la ayuda de Dios, hacía tanto bien. Aún ahora, cuando puedo hablar con 
ellos algún momento, experimento un gran consuelo. Ellos entonces me querían tanto ((162)) que cualquier cosa que les hubiera dicho, la 
habrían hecho. Decía a alguno: 

»-»Cuándo vendrás a confesarte? 

»-Cuando quiera, aunque sea todos los domingos. 

»-No, sólo deseo que vengas cada dos o tres domingos. 

»-Está bien, lo haré. 

»Y yo continuaba: 

»-»Por qué quieres venir a confesarte? 

»-Para ponerme en gracia de Dios. 

»-Esto es lo que importa, sobre todo; pero »sólo por eso? 

»Y me respondía: 
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»-Para ganar méritos. 

»-»Y por ningún otro motivo? 

»-Porque el Señor lo quiere. 

»-»Y por algo más? 

»El joven no sabía qué añadir. Entonces yo le decía: 

»-Y porque le gusta a don Bosco, que es tu amigo y busca tu bien. 

»A estas palabras se conmovían, me tomaban la mano y besaban y volvían a besar, derramando a veces lágrimas de consuelo. Yo les dec 
esto para inspirarles cada vez más confianza.» 

No era el hombre, era el sacerdote quien les pedía el corazón para entregarlo a Dios y con este fin había establecido en el Reglamento de 
Oratorio Festivo las normas prácticas para acercarse dignamente a las fuentes de la gracia, la confesión y la comunión.1 

1 P. II, c. VII.-1 No olvidéis, mis queridos jóvenes, que los dos puntales más fuertes para sosteneros y adelantar por el camino del cielo so 
los sacramentos de la confesión y comunión. Por esto considerad como el enemigo peor de vuestra alma, a quien pretenda apartaros de est 
dos prácticas de nuestra santa religión.-2. No hay mandato entre nosotros de acercarse a estos santos sacramentos; cada cual es libre de 
acercarse por amor y jamás por temor. Esto ha dado muy buenos resultados, pues vemos a 
muchos que los reciben cada ((163)) quince días o cada ocho y algunos todos los días, en medio de sus ocupaciones, hacen ejemplarmente 
la comunión. La comunión solía ser diaria entre los cristianos de los primeros tiempos; la Iglesia Católica inculca en el Concilio Tridentin 
que todo cristiano reciba la sagrada comunión cuando va a oír misa.-3. Con todo, yo aconsejo a los jóvenes del Oratorio que hagan cuanto 
dice el catecismo de la Diócesis, a saber: es bueno confesarse cada quince días o una vez al mes. San Felipe Neri, gran amigo de la 
juventud, aconsejaba a sus hijos espirituales que se confesaran cada ocho días, y que comulgaran aún más a menudo, según el consejo del 
confesor.-4. Se recomienda a todos, especialmente a los mayores, que reciban los santos sacramentos en la iglesia del Oratorio, para dar 
buen ejemplo a los compañeros; porque un joven, que se acerca a la confesión y a la comunión con verdadera devoción y recogimiento, 
causa mejor impresión a veces sobre las almas de los demás que un largo sermón.-5. Los confesores ordinarios son el Director del Oratorio 
el Director Espiritual y el Prefecto. En las solemnidades se invitará también a otros confesores para comodidad de todos.-6. Si bien no es 
pecado cambiar de confesor, con todo, os 
aconsejo elegir uno estable, porque sucede con el alma lo que hace el jardinero con una planta, el médico con un enfermo. En caso de 
enfermedad, el confesor ordinario conoce mucho más fácilmente el estado de nuestra alma.-7. El día que elijáis para acercaros a los santos 
sacramentos, al llegar al Oratorio, no os entretengáis en el patio, sino id enseguida a la capilla, preparaos de acuerdo con las normas 
explicadas en las instrucciones religiosas o con las indicadas en El Joven Cristiano y en otros libros de piedad. Si os toca esperar, tomadlo 
con paciencia y en penitencia de vuestros pecados. Pero no riñáis para impedir que otros os 
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adelanten o para pasar vosotros delante de los demás.-8. El confesor es el amigo de vuestra alma y, por tanto, os recomiendo tengáis con é 
plena confianza. Decidle todos los pecados del corazón y estad persuadidos de que no puede revelar absolutamente nada de lo oído en 
confesión. Más aún, no puede ni siquiera pensar en ello. En las cosas de grave importancia, como sería la elección de estado, consultad 
siempre con vuestro confesor. Dice el Señor que el que escucha la voz del confesor escucha a Dios 
mismo. Qui vos audit, me audit.-9. Terminada la confesión, retiraos aparte y, con el mismo recogimiento, haced la acción de gracias. Si 
tenéis consentimiento del confesor, preparaos para la comunión.-10. Después de la comunión, entreteneos, al menos durante un cuarto de 
hora, dando gracias; sería gravísima irreverencia, si a los pocos minutos de haber recibido el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de 
Jesucristo, se saliera de la iglesia y se pusiera a reír y charlar, escupir ((164)) o mirar acá y allá por la iglesia.-11. Haced por retener en la 
memoria, de una confesión a otra, los consejos que os dio el confesor y procurad ponerlos en práctica.-12. Otra cosa atañe a la comunión y 
es: después de la acción de gracias, pedid siempre a Dios la de poder recibir con las debidas disposiciones el santo Viático antes de morir. 

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((165)) 

CAPITULO XV 

ENTRE SEMANA -CONDUCTA DE LOS MUCHACHOS FUERA DEL ORATORIO -VISITAS A LOS TALLERES -BUEN 
CORAZON DE UN ALUMNO, LA VIDRIERA -UNA PELEA POR AMOR DE DON BOSCO -LOS LIMPIACHIMENEAS 
PETICIONES A LOS SEÑORES PARA SOCORRER A LOS POBRES DE LA CIUDAD -LOS ESTUDIANTES VAN A VALDOCCO 
LOS JUEVES -CONFERENCIAS CON LOS COLABORADORES DEL ORATORIO -LA VUELTA DE DON BOSCO A TURIN 
DESPUES DE UNA PREDICACION -SU ENCUENTRO CON LOS MUCHACHOS EN LA PLAZA DE MANUEL FILIBERTO. 

DON Bosco sabía descubrir y amar en cada uno de sus muchachos la persona de Jesús adolescente y se cuidaba de que resplandeciera en 
ellos la gracia de aquel modelo divino. Y los muchachos, con esa intuición casi infalible, propia de su ingenua edad, estaban seguros de su 
cariño puro, dispuesto a cualquier sacrificio por ellos, y con ese ánimo acogían sus consejos. Por esto don Bosco podía guiarlos en todos l 
momentos de los días laborables, aunque estuviesen lejos de él. Esto era también el fruto 
de su entrega en las escuelas nocturnas. Sus alumnos llevaban siempre consigo El Joven Cristiano y, al leerlo, recordaban cuanto le habían 
oído decir en las pláticas. 

«La primera virtud de un joven es la obediencia al padre y a la madre. Rezad por ellos cada día, para que Dios les conceda todo bien 
espiritual y temporal. Después de rezar las oraciones ((166)) de la mañana, presentaos a vuestros padres para que os digan lo que quieren d 
vosotros y no emprendáis cosa alguna sin su consentimiento. Ayudadle en todo lo que ellos necesiten, ya sea en los servicio domésticos de 
que seáis capaces, ya sea entregándoles el dinero y los regalos que lleguen a vuestras manos o empleándolo en lo que ellos mismos os 
indiquen. 

»Sed sinceros con vuestros mayores, no cubriendo jamás con fingimientos vuestras faltas y mucho menos negándolas. Decid siempre co 
franqueza la verdad, porque las mentiras, además de ofender a Dios, os hacen hijos del demonio, príncipe de la mentira; 
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y después, al ser conocida la verdad, seréis tenidos por mentirosos, y quedaréis deshonrados ante vuestros superiores y vuestros 
compañeros. Un buen hijo debe ocuparse de las cosas propias de su estado y dirigir sus acciones al Señor, diciendo: Señor, os ofrezco este 
trabajo, bendecidlo. Antes y después de comer haced la señal de la santa cruz y rezad una breve oración. No os ruboricéis de aparecer com 
cristianos también fuera de la iglesia. 

»Leed durante el día algún trozo de la vida de cualquier santo, por ejemplo, la de San Luis, o bien una de las consideraciones que van al 
principio de este libro. Pensad alguna vez en los avisos que os dio el confesor en la última confesión. Recitad tres veces al día la salutación 
angélica, en las horas establecidas. Acompañad al Santo Viático cuando es llevado a los enfermos, y si no podéis ir, rezad un padrenuestro 
una avemaría. Repetidlo cuando toca la campana a agonía, si no os fuera posible ir a la iglesia a rezar por el moribundo. Y al doblar las 
campanas a muerto, decid el Requiem aeternam en sufragio del alma que acaba de pasar a la eternidad. Rezad por la noche el santo rosario 
si no lo habéis ((167)) rezado durante el día, en compañía de vuestros hermanos y de vuestras hermanas, pero devotamente, sin prisas, sin 
apoyaros groseramente sobre la mesa o los escaños o sentados sobre los talones. Después de las oraciones de la noche, deteneos unos 
instantes para examinar el estado de vuestra conciencia y, si os encontráis culpables de algún pecado, haced de corazón un acto de 
contrición, prometiendo confesaros lo antes posible». 

Don Bosco, a la par que había adjuntado a éstos otros importantísimos avisos en El Joven Cristiano, para que tuvieran lejos de sus almas 
el pecado los jóvenes que vivían con sus padres, imprimía en el Reglamento del Oratorio otras amonestaciones, más generales, para los qu 
no vívian bajo la tutela de su familia.1 

1 P. II, c. V.-Comportamiento fuera del Oratorio.-1. Recordad, jóvenes, que la santificación de las fiestas os trae la bendición del Señor 
sobre todas las ocupaciones de la semana; pero hay además otras cosas que debéis practicar, otras cosas que debéis huir también fuera del 
Oratorio.-2. Procurad cada día no omitir las oraciones de la mañana y de la noche y hacer unos minutos de meditación o, al menos, un poc 
de lectura espiritual, y oíd la santa misa, si vuestras ocupaciones os lo permiten. No paséis delante de una iglesia, una cruz o una imagen 
religiosa sin descubriros la cabeza.-Evitad toda conversación obscena, o contraria a la religión, porque San Pablo nos dice que las malas 
conversaciones son la ruina de las buenas costumbres.-4. Todos debéis 
manteneros lejos de los teatros diurnos y nocturnos, huir de las tabernas, los cafés, las casas de juego 
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((168)) Es inmenso el bien moral que dichas normas producían en los jóvenes, porque muchos las cumplían fielmente, otros no 
descuidaban al menos las esenciales, y en cuanto a las prácticas de piedad, era difícil que, si no todas, recordasen diariamente alguna y la 
cumplieran. 

Durante la semana, cuando don Bosco estaba en Turín, seguía la costumbre, comenzada en la Residencia Sacerdotal de San Francisco, d 
hacer sus inspecciones acá y allá para mantener los frutos recogidos el domingo. Uno de sus principales cuidados era la visita a los jefes d 
los muchachos del Oratorio en los talleres o en las tiendas, especialmente cuando podía dar o recibir buenas noticias de los aprendices. 
Todos reconocían en los que frecuentaban la casa de don Bosco una evidente mejora de costumbres e instrucción religiosa, y eran muchos 
los jefes de taller que se dirigían a él en demanda de aprendices, porque sabían por experiencia, que eran obedientes, honrados y 
trabajadores. Sin embargo, él pedía siempre noticias de su comportamiento, y los jefes de taller o del negocio atestiguaban su satisfacción, 
porque aquellos muchachos, además de ser respetuosos, resultaban hábiles en su oficio. Y no faltaba la alabanza merecida de don Bosco 
para el que se había ganado, alabanza tan agradable que les estimulaba a ser mejores. La aparición de don Bosco en un taller resultaba una 
fiesta para jefes y aprendices, y cuando se despedía, le rogaban que repitiera pronto su visita. Y él les complacía llevando, a lo mejor, otro 
aprendiz. 

Al recorrer las calles de Turín, se encontraba frecuentemente con pobres chiquillos que le pedían limosna y sucedía, a veces, que no 
llevaba nada en el bolsillo. Entonces les animaba con buenas palabras a confiar en la divina Providencia, les exhortaba a no vivir ociosos y 
buscarse trabajo. Después les invitaba a ((169)) ir al Oratorio el domingo siguiente. El entonces, si continuaban ociosos sin tener ellos la 
culpa, les buscaba un patrón, al que los recomendaba con más empeño que lo hubiera hecho su propio padre. En estas visitas a los talleres 
que continuaron años y años, le 

y otros lugares peligrosos.-5. No tengáis amistad con los que han sido despedidos del Oratorio y que hablan mal de vuestros superiores o 
que buscan apartaros del cumplimiento de vuestros deberes; huid especialmente de lo que os aconsejan robar en vuestra casa o en otro 
lugar.-6. Finalmente, está prohibida la natación y el ir a ver nadar a otros, como una de las más graves transgresiones del Reglamento del 
Oratorio, porque en tales ocasiones suelen encontrarse graves peligros para el alma y para el cuerpo. 
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acompañaban muchas veces don Juan Giacomelli y el canónigo Juan Bautista Anfossi. 
Y no sólo los muchachos empleados en oficios, también los esparcidos por tiendas, o plazas, le demostraban su cariño y su 
agradecimiento. Bastará citar algún ejemplo. 
íCuántas veces vieron los turineses por sus calles salir repentinamente de la puerta de una casa o de una tienda a los muchachos y apiñar 
en su derredor para besarle la mano! 
La gente se conmovía por tanto afecto y admiraba la gran paciencia del hombre de Dios. El Arcipreste teólogo Giorda, que fue párroco d 
Poirino, le vio un día cercado de numerosos chiquillos que, por sujetarlo cariñosamente y festejarlo, lo apretujaron y empujaban de tal 
forma que varias veces estuvo a punto de caer al suelo. Entonces el Arcipreste, algo enojado, se acercó y empezó a reprenderles para que s 

apartaran. Pero don Bosco le dijo dulcemente: 
-Déjalos, déjalos que hagan lo que quieran. 
Iba don Bosco una noche por una de las aceras de la calle Doragrossa, hoy calle Garibaldi. Pasaba ante la puerta vidriera de una magnífi 

tienda de paños, cuyo cristal cubría toda la anchura de la puerta. Un buen muchacho del Oratorio, que estaba allí para chico de recados, le 
vio y, al primer impulso de su corazón, sin fijarse que la vidriera estaba cerrada, corrió a saludarlo; pero dio con la cabeza en el cristal y lo 
hizo añicos. Al violento caer de los vidrios, se paró don Bosco y abrió la puerta. El chiquillo, la mar de asustado, se le acercó; el dueño sal 
corriendo de la tienda y empezó a gritar; los transeúntes hicieron corro. 

((170)) -»Qué has hecho?, preguntó don Bosco al muchacho. Y él ingenuamente respondió:
-Le vi pasar a usted y, con el deseo de saludarle, no me dí cuenta de que debía abrir la vidriera y la he roto.
En tanto el dueño seguía maldiciendo el descuido del chiquillo.
-»Y por qué le grita usted así? »No ve que ha sido una inadvertencia?
-Sí, pero entre tanto el cristal está roto y a mí me cuesta los cuartos.
-Está bien; usted no va a perder nada, pero deje en paz a este pobrecillo: ha roto el cristal por mi culpa y yo lo pagaré.
-Siendo así, no digo más. Y usted, »quién es?
-Soy don Bosco y resido en Valdocco.


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En tanto había salido a la calle la esposa del tendero, que llevaba la bondad pintada en la cara.
-»Es usted don Bosco?, le preguntó.-Déjate de exigencias, dijo a su esposo, que don Bosco no tiene dineros para tirar.
-»Y tengo que aguantarme esta pérdida?, respondió el tendero.
La señora calló. A la mañana siguiente se presentaba en el Oratorio y le decía a don Bosco:
-Espero que otra vez nuestro Carlitos no querrá atravesar los cristales como un duende. Tenga el dinero para que no se perjudique al pag


a mi marido. No diga quién se lo ha dado. No voy a permitir que el buen corazón de un niño y la caridad de don Bosco, que debe atender a 

tantos muchachos, sufran por una inadvertencia. Ruegue por mí para que el Señor me bendiga. 

Pasaba don Bosco otra vez con el párroco de Castelnuovo, el teólogo Cinzano, cerca de la puerta de la iglesia de San Lorenzo. Apoyado 

contra el muro, calentándose al sol de primavera, estaban unos limpiabotas y unos limpiachimeneas de ((171)) unos doce o trece años. Uno 

limpiabotas, al verlo, exclamó: 
-íDon Bosco!, venga conmigo, quiero limpiarle los zapatos. 
-Gracias, amigo mío, pero ahora no tengo tiempo. 
-íSe los limpio en un instante! 
-Otra vez será, ahora tengo prisa. 
-Mire que yo se los limpio sin cobrar nada. Quiero tener el honor y el gusto de hacerle este servicio. 
A este punto un limpiachimeneas le interrumpió bruscamente: 
-Deja pasar a la gente por la calle. 
-íVaya! Yo hablo con quien me da la gana. 
-»Pero no ves que tiene prisa? 
-íA ti qué te importa! Yo conozco a don Bosco, »sabes? 
-También yo lo conozco. 
-Pero yo soy su amigo. 
-Y yo también. 
-Pero yo le quiero más que tú. 
-Eso no, yo le quiero más. 
-íMás yo! 
-íYo más! 
-»Te quieres callar, sí o no? 
-No y no; yo quiero hablar. 
-A que te rompo los morros... 
-»Tú?, ípruébalo! 

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-íAnimal!
-íEso tú!
Se lanzó el uno sobre el otro y empezaron a descargarse puñetazos y puntapiés. Se agarraron por los pelos, se echaron por tierra, se volcó


la caja del limpiabotas y rodaron cepillos y betún. Don Bosco se puso en medio: 

-íHaya paz, amigos míos, no os peguéis! 

((172)) Con el trabajo se logró separarlos, y seguían mirándose rabiosamente. 

-Lo digo y lo mantengo: le quiero más que tú. 

-Yo me he confesado con él. 

-También yo. 

-A mí me ha dado una medalla. 

-íA mí un librito! 

-Diga usted, don Bosco; »verdad que me quiere más a mí? 

-Te digo que no; ía mí! 

-Dígalo usted: »a quién quiere más de los dos? 

-Está bien, exclamó don Bosco, íescuchad!: hacéis una pregunta muy difícil. »Veis mi mano? -Y les enseñaba la derecha.-»Veis mi ded 

pulgar y mi dedo índice? »A cuál de los dos creéis vosotros que yo quiero más? »Dejaría que me cortasen uno más que otro? 

-Quiere igual a los dos. 

-Pues así os quiero a vosotros dos; sois como dos dedos de mi misma mano. Y lo mismo quiero a todos mis demás muchachos... Y por 

eso no quiero que os peguéis; venid conmigo; no alborotéis. No es nada elegante esto; venid. 

Y se echó a andar llevando a su lado a los dos rivales. A ellos se juntaron los otros limpiabotas y limpiachimeneas y detrás los curiosos 
que habían formado corro ante el altercado. Fue charlando con ellos hasta la basílica de San Mauricio y San Lázaro, donde se separaron y 
los muchachos fueron a sentarse a tomar el sol en las gradas del templo. 

El limpiachimeneas fue asilado después en el Oratorio y llegó a ser un joven bonísimo y de óptimas esperanzas. Era del Valle de Aosta. 
Vino su madre a visitarlo y al enterarse de que a su hijo lo habían puesto a estudiar, no le pareció conveniente que continuara. 

((173)) Don Bosco le aconsejó que lo dejara seguir adelante y que más tarde ya se vería. La madre condescendió. Pero el hijo cayó 
enfermo y tuvo que volver a su casa, donde murió como un santo. 
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íCuántos buenos muchachos -decía don Bosco-he encontrado entre esos limpiachimeneas! Llevaban la cara tiznada pero qué blanca era 
su alma cuando venían a confesarse. 

Les tenía un cariño singular. Cuando los encontraba, les daba una limosna y les invitaba a ir a su Oratorio. 

Los limpiachimeneas eran entonces objeto de su solicitud especial. Estos pequeños saboyanos bajaban inocentes de sus montañas, sin 
ninguna idea de la malicia del mundo, y sin conocer el dialecto. Por eso necesitaban instrucción religiosa, y que se les ayudara para no cae 
en los lazos de compañeros malvados. Don Bosco triunfó en su empresa, ganándoselos, proveyéndoles de lo necesario para vivir, 
vigilándoles y haciendo que siguieran siendo buenos con sus consejos. íCuántos consuelos le proporcionaron aquellos ingenuos hijitos 
suyos! 

Continuó él en su tarea de ir a buscar muchachos para el Oratorio festivo y especialmente para el catecismo cuaresmal, hasta 1865. 

Mientras se ganaba a los chicos pobres, no dejaba de ocuparse de los mayores y de sus pobres familias, especialmente durante la semana 
Cuando volvía a casa hacia el mediodía, aún no había acabado de comer, y ya tenía la pluma en la mano para escribir cartas o instancias en 
favor de aquella pobre gente que se encontraba en la indigencia. Fue una obra de caridad, que parece de escasa importancia, pero que hay 
que anotar entre las más hermosas realizadas por don Bosco. Mientras permanecieron ((174)) en Turín la Casa Real y los Ministerios, los 
infelices solían recurrir a estas Autoridades para que les socorrieran en su miseria. Los casos dolorosos y las necesidades urgentes eran de 
toda especie. Muchísimos de aquellos pobrecitos no sabían escribir y no encontraban quien les redactara gratuitamente el pliego de una 
instancia, y no faltaban los que no tenían dinero ni para comprar papel sellado. Por esto acudían al Oratorio muchos de ellos y don Bosco 
escuchaba pacientemente sus cuitas y los despedía satisfechos. Durante los primeros cinco o seis años cumplía él mismo este molesto 
trabajo, pero fácil y agradable para él. Cuando más tarde pudo dedicar un habitación para porteria, estableció que un clérigo u otra persona 
idónea atendieran allí, a determinadas horas, a los que iban y les redactaran debidamente la instancia. Esto lo disponía especialmente para 
los días en que él debía ausentarse de Turín. El mismo pagaba muchas veces el importe del papel que, a la larga, no era pequeño. No pasab 
un día sin que se presentara alguno 
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pidiendo una instancia, y esto desde 1847 a 1870. También dirigía peticiones de ayuda a las familias más ilustres y generosas de Turín. De 
este modo fueron millares y millares los que lograron ser atendidos y alcanzar lo que pedían, así que el Oratorio adquiría por aquellos 
contornos gran popularidad. Don Bosco preguntaba a los que recurrían a él, si tenían hijos y, en caso afirmativo, les daba oportunos 
consejos para su bien y les hacía prometer que los enviarían al catecismo. 

También atendía a los muchachos que llegaban a Turín para perfeccionarse en algún arte, recomendados por amigos de la provincia. 

((175)) Carlos Tomatis, hoy profesor de dibujo en la Real Escuela Técnica de Fossano, estudiaba en 1847 pintura y modelado con el 
profesor Boglioni. Un día se le presentó don Bosco, preguntóle su nombre y el pueblo de procedencia y le interrogó en qué condiciones se 
encontraba. Tomatis le respondió cortésmente, y a su vez le preguntó: 

-»Y, usted, quién es? 

Soy el jefe de los pilluelos (biricchini) -dijo don Bosco-; vivo en Valdocco; ven a verme el domingo y nos divertiremos. 

Don Bosco había ido en busca de Tomatis porque se lo había recomendado el teólogo Bosco, profesor en el seminario de Fossano. El 
buen muchacho, al domingo siguiente a este encuentro, por él esperado con viva impaciencia, corrió en Valdocco. Encontró aquello 
atestado de muchachos, en su mayoría aprendices. Y a partir de aquel día iba a pasar todas las fiestas del año en el Oratorio con don Bosco 
y también muchas veces entre semana. 

El primer jueves que entró, vio, con sorpresa, un gran número de estudiantes. En efecto, los jueves por la tarde era el Oratorio el lugar de 
cita de muchos escolares de los colegios de Turín, que iban a entretenerse con don Bosco y divertirse alegremente toda la tarde hasta bien 
entrada la noche, pues ponía a su disposición todos los juegos y aparatos de gimnasia. Don Bosco estaba siempre en medio de ellos y, con 
las mismas industrias con que atraía al Señor los hijos del pueblo, conducía al bien a los hijos de las familias burguesas y se los ganaba co 
el mismo afecto. Conocía a muchos de ellos por haberles enseñado catecismo en las escuelas de la ciudad y otros eran llevados por sus 
compañeros. 

No agotaba ciertamente sus fuerzas físicas como los domingos, porque aquellos muchachos tenían más educación, cultura e ingenio, per 
se cansaba mucho ((176)) mentalmente. Continuamente 
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debía contestar a cuestiones literarias o científicas y plantearles problemas que debían resolver durante las próximas vacaciones. 

Al despedirlos, les recomendaba especialmente que huyeran del ocio, que estuvieran siempre ocupados, cumpliendo sus deberes 
escolares. Pero les añadía: «No os digo que estéis ocupados de la mañana a la noche sin ningún descanso, porque os aprecio mucho y os 
concedo de buen grado todas las diversiones en las que no haya pecado. Si embargo, no puedo menos de recomendaros aquéllas que os 
proporcionan un recreo agradable y son de alguna utilidad. Tales como el estudio de la historia, la geografía o las 
artes mecánicas y liberales, el canto, los instrumentos musicales, el dibujo y otros estudios o trabajos manuales que os divertirán, os darán 
conocimientos útiles y prácticos y daréis gusto a vuestros padres y superiores. Y si algún día os sentís desganados, entreteneos en adornar 
altarcitos, arreglar cuadros y estampas, libros, cuadernos. 

»También podéis divertiros con juegos y entretenimientos aptos para el descanso y no para opresión del espíritu y del cuerpo, pero no 
vayáis nunca a ellos sin el debido permiso, y alguna vez levantad vuestra mente al Señor y ofreced aquel pasatiempo para su gloria y hono 

»Además de esto, repetía siempre: 

»-Frecuentad los santos sacramentos, sed devotos de María Santísima, aborreced las malas lecturas más que la peste, huid de los malos 
compañeros más que de un áspid venenoso». 

Los jueves reunía también en conferencia a sus maestros catequistas y a los otros jóvenes empleados en el Oratorio festivo: leía algún 
capítulo del Reglamento, exhortaba a todos a cumplir exactamente los artículos correspondientes a su cargo, señalaba los incovenientes a 
los que se debía poner remedio, les ((177)) recomendaba ejemplaridad y exactitud en las prácticas de piedad y que procurasen confesarse y 
comulgar en el Oratorio, porque ello contribuía mucho al buen ejemplo y animaba a los demás a la frecuencia de los sacramentos. Los 
exhortaba a que, ya que eran más instruídos, contaran a los demás ejemplos edificantes durante el recreo. Les recomendaba sobre todo gra 
reverencia a los sacerdotes que asistían al Oratorio y que procurasen pedir siempre permiso cuando debieran ausentarse. Y acostumbraba a 
repetir frecuentemente: "Cuando oigáis o veáis alguna cosa incoveniente para este santo lugar, procurad avisar secretamente al Superior 
para que él impida cuanto pueda ofender al Señor"». 
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Así que don Bosco no descansaba un instante ni entre semana; sólo cambiaba de ocupación, de cualquier género que ella fuese: estaba 
siempre dispuesto a escribir cartas, opúsculos, confesar y predicar. Y en cualquier reunión que se hiciese, lo mismo para muchos que para 
pocos, pronunciaba su discursito varias veces al día, sobre las verdades de la fe o sobre la práctica de la moral católica. 

Si salía a predicar fuera de Turín, a su vuelta le aguardaba un alegre recibimiento. Los muchachos del Oratorio se informaban de la hora 
de su llegada. Iban a esperarlo al puente del Po o al puente de Moscú. Iban varias decenas. Apenas asomaban los caballos del ómnibus, 
estallaban los saludos con un formidable: íviva don Bosco! Corrían todos a su encuentro y rodeaban su coche. El cochero montaba en 
cólera, gritaba a los muchachos, los amenazaba con el látigo, les dedicaba los «títulos» más sonoros, pero era inútil: los muchachos seguía 
corriendo y gritando y así entraban en Turín. La gente se paraba al ver ((178)) aquella turba de muchachos alegres y jadeantes, mientras do 
Bosco sacaba la mano por la ventanilla y los iba saludando por su nombre. Cuando finalmente se paraba el coche, se agolpaban tanto los 
muchachos ante la portezuela que los viajeros no podían descender. El cochero saltaba del pescante para abrir paso, propinando pescozone 
a diestra y siniestra. Don Bosco, que ya había salido, le decía: 

-íPobre chiquitos! íSon amigos míos, sabe usted! 

-»Y tiene usted esta clase de amigos? Se ve que no los conoce: son unos bribones, unos granujas, unos gandules. íFuera de aquí! 

Todos, entre tanto, se apretujaban en derredor de don Bosco para besarle la mano y acompañarle, mientras el cochero se encogía de 
hombros y se retiraba barbotando. 

Un hecho más todavía. Era la tarde del día de Difuntos de 1853. Volvían los muchachos internos del camposanto. Don Bosco se había 
quedado un poco atrás. Cuando he aquí que los limpiabotas, vendedores de cerillas y limpiachimeneas, esparcidos por la plaza de Manuel 
Filiberto, al verlo, dieron un grito, corrieron a su encuentro, lo rodearon y atronaron el aire con miles de vivas. Don Bosco sonriente se 
detuvo. Los internos acortaron el paso y contemplaban la conmovedora escena. Estaba entre ellos el jovencito Juan Francesia. La gente se 
agolpaba. Los centinelas del cuartel vecino dudaban si tocar al arma. Salen más soldados a 
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la puerta. Corren los guardias, temiendo cualquier cosa: un herido, un robo, un tumulto. 

Mas don Bosco marchaba en medio de aquel triunfo de nuevo cuño, que demostraba la gran influencia de la Religión en el alma de los 
muchachos. 

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((179)
)


CAPITULO XVI


EL CARNAVAL EN EL ORATORIO -EL CATECISMO EN LA CUARESMA -CELO DE DON BOSCO PARA LLEVAR 
MUCHACHOS AL CATECISMO -DESAGRADABLES Y GRACIOSOS ENCUENTROS -LA MITAD DE LA CUARESMA 

HEMOS narrado en los precedentes capítulo de este volumen la compleja misión de don Bosco durante casi tres lustros. Conviene ahora 
proceder con orden cronológico, por cuanto, al unirse y mezclarse los sucesos públicos con la vida de don Bosco, podrán manifestar la 
nobleza del fin que él se proponía en todas sus actuaciones, al dar de ellos una oportuna recensión. 

El 17 de febrero de 1847 coincidió con el miércoles de ceniza. Estaba don Bosco preparando el catecismo para la cuaresma. Las 
providencias por él tomadas aquel año, sirvieron de norma para los continuadores de su obra, hasta nuestros días, y fueron impresas mucho 
más tarde en el Reglamento de los Oratorios Festivos. 

Así pues, el domingo de sexagésima comenzó don Bosco a avisar a los muchachos que el domingo siguiente y el lunes y martes de 
carnaval habría diversiones y juegos extraordinarios que les gustarían ((180)) mucho. Su intención era la de alejarlos de las bacanales de la 
ciudad, para evitar pudieran ver y oír cosas nocivas para su alma, y tenerlos alejados de los compañeros peligrosos, que creen sea todo líci 
en el torbellino de una locura universal. Los muchachos aplaudieron la invitación e invadieron 
el Oratorio durante los tres días. Allí se encontraron todo lo necesario para entregarse a la más viva y sana alegría, mientras don Bosco hac 
olvidar a la mayor parte los pasatiempos del carnaval de Turín, a base de regalos y buena merienda. Y se santificaban las almas, se 
desagraviaba al Señor de las ofensas que aquellos días recibía en el mundo y se sufragaba a las almas del Purgatorio con diversas prácticas 
de piedad. Se hizo el ejercicio de la buena muerte el 
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martes por la tarde y don Bosco y el teólogo Borel dieron en la capilla un instrucción amenísima en forma de diálogo, que despertó la 
hilaridad de aquellos sus buenos hijos. La bendición con el Santísimo Sacramento cerró las funciones religiosas. Algún año después quiso 
don Bosco que se cantaran también las vísperas. A continuación se reanudaban los divertidos juegos, hasta muy tarde. 

El juego preferido de aquel día era la piñata. Imagínese el lector una olla colgada de un cordel, llena de frutas, dulces u otras chucherías 
alguna vez de agua, nabos y patatas; a un muchacho con los ojos vendados y un palo en la mano, rodeado de sus compañeros, que va 
girando, buscando la forma de romperla. Vocean los compañeros: íadelante!, íatrás!, ía la derecha!, ía la izquierda! Unos dicen sí, otros 
gritan no. El pobrecito, sin saber a quién hacer caso, se para, avanza, hasta que, entre tantas 
voces se forma un criterio de mayor o menor probabilidad, de encontrarse a tiro: se planta, calcula y, por fin, lanza un golpe con toda su 
fuerza. Las más de las veces da a ((181)) cincuenta metros de distancia de la olla; otras, más o menos cerca; rara vez da en ella. Todos ríen 
su costa cuando yerra; cuando acierta, se tiran a gatas y se afanan para agarrar algo del maná caído, cuando no reciben el chasco de una 
ducha de agua. El que acierta canta su victoria y recibe una rodaja de salchichón o una chuchería cualquiera. Se quita además enseguida la 
venda y se afana para ver si alcanza algo del botín. A la olla rota, le sucede otra y se renueva la diversión. Muchas veces, en los años 
siguientes, se hacía un muñeco de paja, que representaba el carnaval, se le llevaba hasta el medio del patio sobre unas parihuelas 
improvisadas, entre las aclamaciones y el griterío de los muchachos que llegaba a las estrellas, y se terminaba quemándolo en la hoguera. 

El miércoles de ceniza se comenzaba a preparar el catecismo cuaresmal. Don Bosco deseaba que cada clase no tuviera más de diez o doc 
alumnos, así que eran necesarios numerosos catequistas, y, si éstos faltaban, había que ingeniarse para buscar sustitutos. A cada uno se le 
daba una hoja o un cuadernillo donde anotar a los alumnos y señalar día por día la calificación obtenida por su conducta y aprovechamient 
Era una seria preocupación la preparación de sitio y bancos para las clases. 

El primer domingo de cuaresma se clasificaba a los alumnos por edad y por saber. Estaba establecido que, si en una clase caía un 
muchacho mayor pero ignorante en religión, había que llevarlo 
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a don Bosco para que le proporcionara instrucción aparte. Los catequistas se esforzaban en que sus alumnos aprendieran los principales 
misterios de la religión y particularmente lo referente a la confesión y comunión, antes de que terminase la cuaresma. Y como muchos 
jóvenes, especialmente los aprendices de talleres y ((182)) de la construcción, no podían acudir a sus parroquias a la hora en que 
ordinariamente se daba la catequesis de preparación a la Pascua, don Bosco, aún con gran dificultad de su parte, 
estableció que se diera el catecismo durante todos los días de cuaresma, desde las doce y media del mediodía hasta la una y media. Así los 
catequizandos tenían tiempo para correr, asistir a clase y volver a su taller o a su escuela sin dar motivo a quejas de sus maestros o jefes. 

El lunes siguiente a aquel domingo empezaban las instrucciones catequísticas, que durante treinta años presidió don Bosco en persona. 

Era original la manera de convocar a los chiquillos para el catecismo. Poco después del mediodía, al estilo de San Francisco de Sales, 
salía un muchacho con una gran campanilla en la mano y recorría los alrededores y las calles vecinas, agitándola sin parar. Su sonido 
penetraba en las casas y recordaba la hora del catecismo a padres e hijos; era una llamada a aquéllos para enviar a éstos y a éstos para 
acudir. A los pocos minutos era curioso ver aparecer una bandada de muchachos que rodeaba al 
compañero y le acompañaba de acá para allá, asociando al tintineo su propio ejemplo e invitando a los otros a unirse a ellos e ir juntos al 
Oratorio. Media hora después rebosaba éste de chiquillos que, divididos en clases, asistían a las lecciones de su propio catequista con 
atención edificante. 

Desde los primeros días observaba don Bosco si había alguno que aún no estuviera confirmado. En tal caso, y cuando un obispo podía 
atender su petición, dividía a los que debían ser confirmados en dos o tres clases y les preparaba aparte para recibir este ((183)) sacramento 
Deseaba se confirmaran en la primera mitad de la cuaresma, para luego poder prepararlos a cumplir con Pascua. Si no contaba con un 
obispo o resultaba muy díficil conseguirlo, tomaba cuidadosamente nota del nombre de los 
interesados y esperaba otra ocasión para que fueran confirmados. 

Advirtió enseguida que algunos no podían asistir durante el día a aquellas clases; entonces organizó, para mayor facilidad, una catequesi 
nocturna, que dio origen a la catequesis fomentada hoy 
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por los Obreros Católicos para atender a los aprendices durante la cuaresma. 

También se tenía catequesis los sábados por la tarde y se daba facilidad para confesarse a los que lo deseaban. Más aún, don Bosco se 
preocupaba de que los catequizandos se confesaran una vez y aún más, durante la cuaresma, y evitar de este modo los incovenientes de la 
aglomeración a la hora de la confesión pascual. Así lograba facilitar la labor del confesor, hacía más breve la acusación del penitente y, al 
ser corta la espera, no se cnasaba la multitud de los que querían confesarse. 

Pero don Bosco no se quedaba satisfecho conlos muchos chiquillos que acudían a él espontáneamente; sino que, además, iba a buscar 
otros, especialmente en la cuaresma. 

Se le vio muchas veces, en aquellos primeros tiempos, subir escaleras arriba, por los edificios en construcción, andar por los andamios, 
charlar con los empresarios y maestros de obra y llamar después a los chicos peones para invitarlos a ir al catecismo. La gente que pasaba 
por la calle se paraba a contemplar el extraño espectáculo de un sacerdote encaramado en lo alto de un andamio o de una escala. 
Exclamaban unos: 

-»Está loco ese cura de allá arriba? 

((184)) Preguntaban otros: 

-»Quién es? 

Y decían en los corrillos los que ya le conocían: 

-Es don Bosco a la caza de muchachos. 

Iba a hablar con los dueños o bien con los jefes de los grandes talleres de algodón, de cerrajería, de carpintería, y les rogaba que, para el 
propio bien, dejaran ir a sus aprendices al catecismo del Oratorio. Sus razones eran tan convincentes, que no encontraba oposición u 
obstáculo y les daban gustosos permiso. Los jóvenes, al llegar el mediodía, iban a casa, comían deprisa para no perder un instante de 
instrucción religiosa, corrían a Valdocco junto a aquel sacerdote que sabían los quería tanto y después lograban estar en su puesto de traba 
a la hora establecida. Los patronos, al ver el entusiasmo de los muchachos y cómo, a ojos vista, se hacían más modosos, fieles y obediente 
les concedieron media hora más de ausencia al trabajo, para que pudieran comer con más tranquilidad y llegar sin ansiedad a la catequesis 

Cuando don Bosco encontraba a un muchacho por la calle o a la puerta de su casa, se detenía a hablar con él y le preguntaba: 

-»Cómo te llamas? 
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-Santiago, Antonio..
.
-»Cómo estás? »Estás bien?
-íSí!
-»Cuántos años tienes?
-Nueve, diez, doce..
.
-»Y eres bueno?
El chiquillo hacía un mohín.
-»Viven tu padre y tu madre?
-Sí.
-»No hay nadie más en tu casa?
((185)) -Sí, mi abuelo.
-»Tienes hermanos y hermanas?
-íSí!, -y le indicaba el número-
.
-»Quién es el mejor, tú o ellos?
-íYo!
-»Están bien tu padre y tu madre?
-íSí!; -o bien-: -Mi padre está enfermo.
-»Y tu abuelo es joven todavía?
-íNo, es viejo!
-»Serías capaz de hacerme un recado?
-íSí!
-»Te acordarás?
-íClaro que sí!
-Cuando vuelvas a casa saludarás a tu abuelito de parte de don Bosco; toma esta medalla, se la das a tu papá y le dices que es de parte de


don Bosco. 
Y el chiquillo corría a su casa la mar de contento por tener un recado que dar, y el anciano abuelito, el padre, la madre, quedaban 

gratamente sorprendidos por un saludo tan inesperado. Si las medallas eran para toda la familia, como sucedía a menudo, se hacía la 

distribución con mucha alegría. Cuando don Bosco volvía a pasar delante de sus casas, salían todos para agradecer sus saludos y su bonda 

Don Bosco se entretenía hablando con ellos, les exhortaba a enviar a sus hijos a la catequesis y decía al jefe de familia: 
-»Me podía hacer un favor el sábado? 
-íDiablos! íNo faltaba más! »Cuál es ese favor? 

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-Enviar a toda su familia a confesarse: se acerca la Pascua.
-Con mucho gusto; también iré yo, porque lo necesito, »sabe usted? Ya hace dos años que no he cumplido.
-Pues bien, os espero; arreglaremos las cosas como buenos amigos.


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((186)) -Las va a oír gordas: como no caben en el cielo ni en la tierra.
-Eso es precisamente lo que yo quiero.
Y así, en broma, hacía un bien incalculable a las almas.
Estas graciosas escenas se repetían casi cada día, por donde quiera anduviese don Bosco, también fuera de Turín.
Había cerca del Oratorio, al este y al oeste, algunas casas que tenían un gran patio. Vivía aglomerada en ellas mucha gente pobre; a ciert


horas se veía a las mujeres en corro, haciendo calceta y chismorreando. Aparecía don Bosco a la entrada y les saludaba con alguna broma: 
-íHola! »Tenéis hijos para vender? 
-Don Bosco, nuestros hijos no son para la venta. 
-No son para mí, sino para el Señor, que los quiere, y os dará el premio. Mandadlos al catecismo. 
Y las madres reían y lo permitían. 
Pero no se crea que cuando iba don Bosco en busca de muchachos lo hiciese sin sacrificio; no todos cedían a su primera invitación, ni 

condescendían siempre de buena gana. Debía tratar con personas de modales y palabras groseros; a veces, con gente que aprovechaba la 
oportunidad para pedir una limosna que, en aquel momento, no se podía negar. Además, en las plantas bajas de todas aquellas casas, había 
tabernas y jarana y, por consiguiente, encuentros poco agradables. Pero don Bosco, que tenía unos sentimientos muy delicados, soportaba 
con prudente paciencia, disimulaba su disgusto, no hacía amonestaciones cuando las consideraba inútiles, era cortés con todos. 

Dejando de lado las escenas desagradables, vamos a contar un episodio gracioso.
((187)) Un tal Tes... vivía junto al Oratorio. Se emborrachaba casi todas las semanas; en tal estado se tropezaba con don Bosco, se le


acercaba y exclamaba: 
-Don Bosco, íusted sí que es un cura bueno!, íyo lo quiero mucho!, ídéjeme que le dé un beso, déjeme! 
-íNo!, eso no; respondía don Bosco escapando a sus cariños. 
-»Acaso es malo besarle a usted, que es un cura tan bueno? Si fuera malo, no... pero... Bueno, ya sé cómo hacer. íLe prometo que el 

domingo iré a confesarme con usted...! Pero déjeme que le bese. 
-Venga cuando quiera, le confesaré de buena gana, le pondré una penitencia ligera... pero ahora déjeme en paz. 
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-Yo no estoy borracho »sabe? 

Y mientras tanto medía la calle tambaleándose. 

-Tengo un poco flojas las piernas porque he bebido un chato de más... pero estoy en mis cabales. Además, si hubiese bebido del malo, 
paciencia; pero era del bueno, del bueno precisamente. Y bonum vinum laetificat cor hominis (el buen vino alegra el corazón de los 
hombres). 

Y así diciendo le echaba las manos a los hombros. Don Bosco, con su calma habitual, a duras penas lograba separarlo de sí, guardándose 
de todo gesto de desprecio o de palabras que pudieran ser mal interpretadas. Evitaba, como él decía, causar antipatías que, lo mismo en la 
vida que a la hora de la muerte, pueden rechazar al sacerdote. En efecto, él era llamado para asistir a los moribundos de los alrededores. 

Este buen hombre, sin embargo, no se confesaba nunca y, al día siguiente se encontraba de nuevo con don Bosco, pasaba muy serio a su 
lado sin mentar la promesa hecha. Estaba ya mediada la cuaresma y las clases de los catequizandos ocupaban todos los rincones del 
Oratorio. Pero ((188)) aquel jueves 1 no quiso que acudieran los muchachos, para evitar ciertas bromas, ocasión de altercados y escándalo 
La gente del pueblo, apegada a sus antiguas usanzas, tenía aquel día la loca costumbre de enviar a algún amigo una sierra o de pedírsela a 
través de algún inocentón, o también de algún listo que no se acordaba del día ni de la broma, y era luego recibido con aplausos y risas poc 
agradables por los burlones que lo esperaban. Otros recortaban un papel en forma de sierra, se lo colgaban a la espalda de un compañero y 
después formaban algazara a su alrededor. No todos aguantaban esta broma y algunos se enfurecían, ocasionando escenas desagradables. 
No pudiendo desarraigar estas costumbres inocentes en sí, y no queriendo don Bosco prohibirlas, pensó que era mejor conceder vacacione 

1 Se ve que aquel día era el de las inocentadas: broma o chasco que en algunas partes se suele dar a uno en el día de los Santos Inocentes 

o en otras fechas. (N. del T.) 
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((189)) 

CAPITULO XVII 

EL ORATORIO ESCUELA DE RESPETO -NUEVAS PROTESTAS DE LOS PARROCOS -EL EXAMEN DE CATECISMO -LA 
ADMISION A LA PRIMERA COMUNION -CARTA DEL ARZOBISPO Y LA NUEVA PARROQUIA DE LOS NIÑOS 
ABANDONADOS -ERECCION DEL VIACRUCIS EN VALDOCCO -LA PASCUA -PREMIOS Y LOTERIAS -SIEMPRE 
MUCHACHOS NUEVOS AL CATECISMO 

EL Oratorio de San Francisco de Sales era una escuela de respeto y obediencia a todos los que en la tierra representan la autoridad del 
Señor. Don Bosco había escrito en su primera edición de El Joven Cristiano con claridad estos avisos para sus muchachos: «Obedeced a 
todo superior vuestro, eclesiástico o civil. Lo mismo a vuestros maestros: recibid de buen grado, con humildad y respeto, sus enseñanzas, 
consejos y correcciones, en la seguridad de que todo lo que se hace es para vuestro bien... Os recomiendo mucho respeto a los sacerdotes: 
descubríos en señal de respeto, cuando habléis con ellos o los encontréis por la calle y besadles la mano con reverencia. Tened cuidado 
especial de no ofenderlos con vuestras acciones o palabras... El que no respeta a los ministros del Señor, debe esperar un castigo muy seve 
del Señor». ((190)) E inculcaba a los que no acudían al Oratorio: «Os recomiendo hagáis todo lo posible por acudir a vuestras parroquias, 
para el cumplimiento de los deberes de buen cristiano, ya que a vuestro párroco es a quien Dios ha encargado de modo particular para 
cuidar de vuestra alma». 

Y en las posteriores ediciones de este áureo libro, en su afán de explicar cada vez mejor sus intenciones, al exhortar a los muchachos 
mayores a la frecuencia de los sacramentos en las Congregaciones y en los Oratorios, añadía: «A excepción de la comunión pascual, que s 
debe hacer en la propia parroquia, más aún si tenéis comodidad para ello, procurad acercaros a los sacramentos en vuestra propia iglesia 
parroquial, para dar buen ejemplo a los demás». Y también aplicaba esta norma a la comunión durante la semana. 

Los párrocos de Turín sabían cómo educaba don Bosco a sus 
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muchachos, y a la par que constataban sus efectos, le demostraban el mayor respeto y agradecimiento cuando le encontraban por la calle. 
Pero, aunque personalmente todos eran sus amigos, no faltaban quienes seguían considerando el Oratorio como un altar levantado frente a 
sus iglesias. Y aquel año renovaban sus quejas al Arzobispo. En efecto, ya no se trataba de una sencilla catequesis dominical en un estrech 
ambiente, sino de toda una verdadera y solemne catequesis cuaresmal, mientras ésta se tenía 
simultáneamente en todas las parroquias de la ciudad. Y resultaba que en Valdocco se reunían tantos muchachos como entre todas las 
parroquias de Turín juntas. «»A quién toca, decían , la obligación de enseñar? »A quién corresponde el derecho de examinar si un chico es 
suficientemente instruido en la doctrina cristiana y se merece ser admitido a la comunión? »No es un derecho reconocido de los ((91)) 
párrocos dar la primera comunión a sus fieles? »Cómo podrán saber quiénes han cumplido con Pascua y quiénes no?». Y añadía alguno 
que, para obviar todo incoveniente, lo mejor sería nombrar a don Bosco coadjutor en un pueblecito de la montaña. 

Don Bosco les repetía que la mayoría de sus muchachos no pertenecía a la población fija de la ciudad y que los padres de los demás no s 
preocupaban de mandarlos a la parroquia; pero no había modo de persuadir a aquellos buenos sacerdotes. 

Invitó entonces al párroco del Carmenm teólogo Dellaporta para que fuera a visitar el Oratorio y constatara personalmente la realidad de 
sus afirmaciones. Fue, se mezcló con los muchachos y comenzó a preguntar a unos y a otros a qué parroquia pertenecían. 

-Yo, respondía uno, soy de San Blas. 

-»Y dónde está esa parroquia? 

-En Biella. 

-»Y tú?, preguntaba a otro. 

-Yo soy de Santa Filomena. 

-Pero, »dónde está ese barrio? 

-Junto al lago de Como. 

-»Y tú?, a un tercero. 

-De Santa Zita. 

-»Santa Zita? 

-Sí señor, Santa Zita, en Génova. 

-Yo soy de San Eusebio de Vercelli. 

Y así sucesivamente fueron respondiendo muchos otros que eran de Novara, de Novi, de Nizza y de otras ciudades y pueblos. 

-Pero, aquí en Turín, »dónde vivís? 
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Algunos sabían el nombre de la calle y el número de su portería, pero ignoraban a qué parroquia pertenecía su casa; otros habían 
cambiado varias veces de ((192)) domicilio en pocos meses, siguiendo al jefe de su cuadrilla; otros dormían a la aventura, buscando un 
albergue cada noche. Unos ya no vivían con sus padres, otros los habían perdido, algunos no los habían conocido. Cuando el teólogo 
Dellaporta oyó aquellas respuestas, reconoció el gran bien que hacía don Bosco a los muchachos por él recogidos y que verdaderamente 
eran los abandonados por los demás. 

También el párroco de Borgo Dora, don Agustín Gattino, bajo cuya jurisdicción caía la casa Pinardi, fue un día a hablar con don Bosco. 
Después de visitar el Oratorio y las clases, le dijo: 

-Todo está muy bien, pero no sé cómo va usted a poder continuar su obra contra el parecer de los párrocos. Yo le prometo, por mi parte, 
que, en la primera reunión del cabildo de párrocos, le defenderé por cuanto me sea posible. 

-Se lo agradezco, respondió don Bosco; pero comprenderá que la cuestión no se puede resolver como ellos quieren. Yo no tengo ningún 
inconveniente en decir a todos estos muchachos que se informen de cuál es su actual parroquia y que vayan a ella a prepararse para la 
Pascua. Pero, »querrán ellos dejar el Oratorio? Y si yo los despidiese: »irían a sus respectivas parroquias o se dispersarían por calles y 
praderas? »Y quién irá a recogerlos? Y si hicieran alguna travesura, »quién se sentiría capaz de entretenerlos? 

-Tiene usted toda la razón, observó don Agustín Gattino... Y sin embargo..., ya veremos. 

Fue también el padre Serafín del Gassino, párroco de Nuestra Señora de los Angeles, el cual reconoció a algunos de su jurisdicción. Se l 
hizo observar a don Bosco y éste respondió: 

-Mire, yo no tengo ninguna dificultad en despedir a todos estos muchachos; pero busquen ustedes la manera de atenderlos. Me basta una 
palabra del señor Arzobispo y yo ((193)) lo dejo todo y me vuelvo a Castelnuovo, donde no tendré tantos fastidios. 

-Yo tendría un proyecto que me parece sería la solución para todos, dijo el recién llegado. »No podría usted, durante el tiempo de 
Cuaresma, llevar a mi parroquia a todos los que me pertenecen y a los demás que no tienen domicilio fijo? »No podrían cumplir conmigo 
con el precepto pascual? Yo le señalaré un confesionario en mi parroquia y allí podrá usted hacer todo el bien que desea. 

-La cosa parece fácil, observó don Bosco; pero, en tal caso, »no le parece que debería dar preferencia a mi párroco de San Simón y 
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San Judas? Si yo voy a su parroquia »permitirá usted que me acompañen los muchachos de las demás parroquias, que no querrán separse d 
mí? íSería suscitar la misma cuestión con los demás párrocos! Y si vienen conmigo los setecientos y pico muchachos, »dónde los 
meteremos? »Y, si usted excluye a los que no son de su parroquia, puedo yo dejarlos abandonados? Considere, además, mi querido Señor 
Cura, un punto digno de reflexión, aunque no fuere más que en teoría: »yo me convertiría en su coadjutor? 

-Lleva usted razón, concluyó el párroco de Nuestra Señora de los Angeles, la cuestión no es tan simple como a primera vista parece. 
Basta..., volveremos a hablar... Veremos qué decide el Cabildo de Párrocos. 

Se presentó por último el teólogo Ponzani, párroco de San Agustín, el cual sostenía, más duramente que los otros, sus derechos de 
catequesis y de cumplimiento pascual. Dialogó ampliamente con don Bosco, que adujo toda suerte de razones, repitiendo siempre que él 
estaba dispuesto a ceder, con tal de que así lo quisieran los Superiores Eclesiásticos. La calma de don Bosco y la solidez de sus razones 
impacientaron a su contrario ((194)) quien, al despedirse, concluyó: 

-Aunque el Cabildo de Párrocos decida lo que sea, yo me reservo el derecho de hacer el examen de promocionar a la primera comunión. 

Don Bosco le hizo notar que se trataba de un centenar de muchachos cada año, pero el buen párroco repitió su perentoria decisión. 

Llegó en tanto la semana de Pasión; don Bosco ordenó a cada catequista que examinara a sus alumnos y declarase idóneos para recibir la 

sagrada comunión a los que considerara preparados y le entregase a él la calificación, para tomar nota en un registro aparte. El mismo don 
Bosco y otro sacerdote presidían el examen. Pero a los muchachos de la parroquia de San Agustín los envió a su párroco. 

Cuando el Cura vio a aquella turba, les dijo un tanto bruscamente: 

-»Qué queréis? 

-Que nos examine de catecismo para hacer la primera comunión. 

-Volved otro rato; ahora no tengo tiempo. 

Y los muchachos volvieron al Oratorio diciendo: 

-No ha querido examinarnos. 

-Pero -observó don Bosco-»le habéis dicho que os mandaba yo? 
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-íNo! 

-Pues entonces volved de nuevo y decidle en mi nombre que tenga la bondad de examinaros. 

Volvieron los muchachos. No estaba el párroco y se encontraron en la sacristía con un empleado de la parroquia, a quien repitieron su 
petición en nombre de don Bosco. El sacristán se los quedó mirando de pies a cabeza. Eran todos crecidos y algunos ya se afeitaban. 

-»Cómo?, exclamó con ironía; íqué extraño!, »aún tenéis que hacer la primera comunión? »Los chiquitos éstos? íLo habéis dejado para 
muy tarde, a lo que parece! íNo está mal! 

Y continuó por este estilo. 

((195)) Aquellos pobres muchachos, que habían hecho un esfuerzo para sujetarse a presentarse a examen, volvieron a don Bosco 
avergonzados y humillados, protestando que no querían saber más de exámenes. 

Entonces se presentó don Bosco al Arzobispo para exponerle la situación. Monseñor se tomó tiempo para reflexionar y prometió 
contestarle por escrito. Mientras tanto don Bosco, al acabar la semana de Pasión, anunció en el Oratorio que, durante la Semana Santa, se 
haría un triduo de predicación en los días y horas que él juzgó eran lo más cómodo para sus muchachos. La voz de don Bosco, del teólogo 
Borel y de otros santos sacerdotes no cesó de enfervorizar en esta semana, durante años y años a aquellos grupos que se preparaban para 
recibir dignamente el pan de los ángeles. 

Pero como el número de los que acudían a confesarse era superior a todo lo imaginable, don Bosco les señaló días distintos para cumplir 
con sus deberes religiosos. El lunes santo por la mañana empezaban las confesiones de los más pequeños, que aún no habían sido admitido 
a la sagrada comunión. Recomendaba a los confesores por él invitados, que trataran a éstos con mucha paciencia y caridad; que les 
inspiraran gran confianza para conseguir de ellos una acusación sincera; que infundieran en sus corazones un santo horror al pecado, ya qu 
también ellos eran capaces de ofender a Dios; que les inspirasen verdadero dolor de sus pecados; y, por cuanto fuese posible, no los 
despidieran sin darles la absolución. 

Para los que debían recibir la primera comunión, si eran muchos, fijaba un día distinto para ellos solos. 

No tenía en cuenta la edad, ni ciertas costumbres; cuando sabían distinguir entre pan y pan y estaban suficientemente preparados, los 
hacía comulgar. Tenía prisa de que Jesús tomara a tiempo posesión 
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de su ((196)) corazón. En ciertos casos no descuidaba las prescripciones diocesanas de admitir a la comunión para una sola vez o para tres 
cuatro en aquel año y aún algunas más, de acuerdo con lo que se autorizare, después de su petición. 

Este sistema tenía la finalidad de estimular a los muchachos a asistir al catecismo cuaresmal algún año más, si querían ser admitidos par 
siempre; puesto que, sin esa reserva, algunos ya no hubieran asistido nunca más. 

Don Bosco, con todo, acostumbraba a admitir a la comunión para siempre, no sólo a los que estaban bien preparados en las verdades de 
fe en el tiempo pascual, sino en cualquier época del año y aún sin solemnidad alguna. 

En tanto, moseñor Fransoni, deseoso de librar a don Bosco de sus fastidios, le escribía así el miércoles santo: 

30 de marzo de 1847 

«Muy reverendo señor: 

Después de madura reflexión sobre lo que Vuestra Señoría Reverendísima me indicño el otro día, he decidido autorizarle, como en virtu 
de la presente le autorizo, para instruir y admitir a la primera comunión a los muchachos que acuden a su piadosa institución. A fin de que 
luego, los respectivos señores párrocos, de cuya jurisdicción dependerían tales muchachos, puedan conocerlos, convendrá les participe que 
con mi especial delegación, usted ha examinado y admitido a la primera comunión a tales y cuales, indicando los nombres, y que, por tant 
en virtud de la misma, han cumplido con el precepto pascual, en la capilla a ellos destinada. 

Añadiéndole además que dicha delegación se extiende también a la admisión de los mismos para el sacramento ((197)) de la 
confirmación, proveyéndoles de la acostumbrada cédula. Me reitero con los sentimientos de la más sincera estima. 

De V.S.R. 

D.O.S. 
LUIS, Arzobispo 
Turín, Sr.D.Juan Melchor Bosco. 
Con este formal decreto se quitaba a los señores párrocos cualquier futuro pretexto de quejas que, sin embargo, no se podían tildar de 

injustificables, de no haber expresado el Arzobispo su voluntad. 

Monseñor Fransoni les decía: 

-Las capillas de los Oratorios serán las parroquias de los muchachos 

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que acuden a ellos. -Y explicando la razón de sus concesiones a don Bosco, añadía: -Dada la circunstancia de que muchos muchachos son 
forasteros y que los demás son por naturaleza volubles e inconstantes, sin los Oratorios que de tan bonita manera los atraen, muchos no 
irián a la iglesia y crecerían ignorantes y díscolos. -Los párrocos se aquietaron sin oponerse a su decisión y don Bosco se complacía en 
llamar al Oratorio: «La Parroquia de los muchachos abandonados». 

La carta del Arzobispo consoló a don Bosco y alentó más aún a sus catequistas que no ahorraban fatigas y cuidados para que los hijos de 
pueblo se preparasen a recibir los santos sacramentos con las debidas disposiciones, asistiesen al triduo de preparación que comenzaba el 
jueves santo, a la misma hora destinada antes al catecismo, y pusieran en práctica las breves pero entusiastas exhortaciones que don Bosco 
les daba de tanto en tanto. 

El celo y el espíritu de don Bosco se transfundía en los jóvenes catequistas porque, aunque no convivían ((198)) con él, siempre estaban 
su lado, ya uno ya otro, de la mañana a la noche, seguían minuciosamente cada uno de sus pasos, quedaban edificados de sus ejemplos y le 
imitaban hasta en los actos de piedad que parecían de menor importancia. 

Permítasenos una digresión al llegar a este punto. 

El espíritu religiosos de don Bosco se manifestaba continuamente de un modo especial en el respeto, amor y estima por todos los actos d 
culto y prácticas de piedad que la Iglesia aprueba, promueve y recomienda, aún sin imponerlos. Tales son, por ejemplo, el empleo de los 
sacramentales, la asistencia a las funciones de la iglesia, el rezo del santo rosario en común, la inscripción en las cofradías, el rezo del 
Angelus, la bendición de la mesa y el ejercicio del Viacrucis. Era vivísima su devoción 
a los misterios de la pasión y muerte de Jesucristo. Meditaba sus dolores con amor y hablaba de ellos de tal forma que se conmovía, se le 
ahogaban las palabras y excitaba al llanto a los oyentes. Recomendaba a todos sus subordinados esta tierna devoción y hablaba de ella con 
ternura en el tribunal de la penitencia; por eso ya el año anterior había presentado al Arzobispo la siguiente súplica, firmada por el teólogo 
Borel. 

«Excelencia Reverendísima: 

Los sacerdotes dedicados a la instrucción de los muchachos del Oratorio de San Francisco de Sales, recientemente abierto en Valdocco, 
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en las afueras de esta capital, a fin de encender más y más en la piedad a los muchachos que en gran número acuden, desearíamos 
vivamente erigir en él la santa práctica del Viacrucis; por lo que respetuosamente recurren a la pastoral solicitud de V.E. Reverendísima. 

((199)) Suplicándole humildemente se digne concederles este favor, delegando en quien S.E. determine para la erección del mismo... 

Es gracia que...». 

El 11 de noviembre de 1846 fue concedida la implorada erección del Viacrucis con la cláusula de que se encargara a un religioso 
sacerdote franciscano, designado por su propio superior, salvos los derechos arzobispales y parroquiales. 

La concesión estaba firmada por el canónigo Celestino Fissore, provicario general y por el téologo Gattino, Párroco. La firma del 
propietario Francisco Pinardi atestiguaba su consentimiento. El 1.º de abril, Fr. Antonio de la Orden de Menores Observantes de San 
Francisco, Guardián del Convento de Santo Tomás de Turín, delegaba en el padre Buonagrazia, predicador y confesor aprobado por el 
Ordinario, para erigir las referidas estaciones. Don Bosco había comprado los catorce cuadritos con las respectivas cruces, por doce liras. S 
pobreza no le había permitido mayor desembolso. 

El mismo día 1.º de abril, jueves santo, con toda solemnidad, en presencia de muchos jóvenes, el padre Buonagrazia, siguiendo las norm 
de la Sagrada Congregación de la Indulgencias, bendijo los cuadros de las catorce estaciones, los llevaron procesionalmente alrededor de l 
capilla y fueron colocados en los sitios señalados. A cada cuadro que se colocaba se conmemoraba la estación que representaba. Era la 
primera vez que se seguía el modo abreviado para practicar el Viacrucis impreso en El 
Joven Cristiano. Hubo cantos y el franciscano pronunció un fervorín. El viernes santo quiso don Bosco repetir este ejercicio de piedad, 
enriquecido por los Sumos Pontífices con indulgencias sin número. »Se podía hallar un medio ((200)) más eficaz para dar a conocer el am 
inmenso que tiene Jesús a los hombres y el deber que éstos tienen de corresponderle? 

Compenetrados con estos sentimientos los jóvenes del Oratorio, todos artesanos, cumplieron con Pascua el domingo de Resurrección. 

Aunque don Bosco les había dado entera libertad y comodidad 
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para confesarse, invitando a otros sacerdotes, hubo varios centenares que quisieron confiarle sólo a él los secretos de su conciencia. 

Con tal fiesta, alegrada con todo cuanto don Bosco podía disponer para que sus muchachos estuvieran totalmente satisfechos, no acabab 
aún las ocupaciones pascuales. 

En la domínica in albis 1 se celebró la solemne distribución de premios a los que se habían distinguido durante la cuaresma por su 
asistencia a la catequesis y su buena conducta. Hubo muchos invitados, porque quiso don Bosco que el acto revistiese la mayor solemnida 
posible; hubo palabras de alabanza y estímulo para los valientes muchachos a quienes recordó las promesas del Señor, de premios más rico 
y consoladores. 

El 18 de abril, segunda Domínica después de Pascua, se celebró la lotería para los que habían aistido al Oratorio Festivo durante un año. 
Todo este plan de preparación y clausura del Tiempo Pascual se conservó en los años sucesivos y hasta los presentes 2. 

Terminadas las fiestas, don Bosco reanudaba enseguida las clases de catecismo dominical. Precisamente durante aquellas semanas 
llegaban a Turín muchos jovencitos forasteros para aprender un oficio o para trabajar como braceros. Un buen número de ellos irían al 
Oratorio y, por tanto, había que cambiar de sitio en la iglesia a los que habían sido admitidos a la sagrada comunión, que pasaban a formar 
clase aparte. 

Esta clasificación tampoco podía mantenerse mucho tiempo, y don Bosco, en los primeros días de noviembre, reorganizó ((201)) sus 
clases. La mayor parte de los peones de albañilería, al interrumpirse los trabajos de construcción, volvían a sus pueblos y muchos otros 
bajaban de la montaña a la ciudad, solos o con algún pariente, para ganarse el pan que tanto escaseaba en sus pueblos perdidos entre las 
nieves. Unos se lanzaban a la mendicidad, otros hacían de afiladores o vendían figuritas en madera; la mayor parte eran limpiachimeneas. 
Invitados por don Bosco o arrastrados por los amigos, ocupaban en el Oratorio el puesto de los que se habían ido; iban con ellos otros 
turineses de su edad, que al acabarse las distracciones del buen tiempo, se refugiaban en un lugar agradable para su solaz. 

Más tarde se unieron otros hijos del pueblo que frecuentaban las escuelas elementales. Llegaron a ser tantos que, a primeros de otoño, 

1 Así se llamó hasta hace poco al primer domingo después de Pascua. En tal día se quitaban las vestiduras blancas del bautismo, recibido 
en la Vigilia Pascual.(N. del T.) 

2 Premios y Feria-Lotería del Oratorio. (N. del T.) 
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don Bosco se vio obligado a formar con ellos una sección distinta de la de los otros muchachos aprendices. 

Así resultaba que, varias veces al año, se renovaban en parte las turbas de muchachos que se agrupaban en torno de don Bosco; con 
mucha fatiga para él y con muchas ventajas para sus almas, como se puede imaginar. 

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((202)) 

CAPITULO XVIII 

NECESIDAD DE UN ASILO-HOGAR -UN GRUPO DE GOLFILLOS -PRUEBA FALLIDA -EL PRIMER AISLADO -PRIMERA 
CHARLA ANTES DE ACOSTARSE -LA PRIMERA CAMA Y EL PRIMER DORMITORIO -HUMILDE Y OSCURO PRINCIPIO Y 
BENDICION DE DIOS -EL LLANTO DE UN HUERFANITO 

HASTA este momento don Bosco no se ha ocupado en Valdocco más que de dar, por todos los medios a su alcance, instrucción religiosa 
catequética y cultura general en escuelas dominicales, nocturnas y diarias, y estimular a los jóvenes a la virtud con prácticas de piedad 
organizadas para ellos. Pero se dejaba sentir otra necesidad más acuciante. La experiencia de cada día hizo ver por sus ojos a don Bosco q 
había jóvenes para quienes no bastaban las reuniones dominicales ni las escuelas; necesitaban 
un albergue caritativo. 

Muchos de ellos, turineses o forasteros, estaban llenos de buena voluntad para entregarse a una vida honrada y laboriosa; pero cuando se 
les invitaba a empezarla o proseguirla, respondían que carecían de pan para llevar a la boca, de ropa y de casa donde albergarse; se veían 
lanzados a una vida tan precaria, y a alojarse en lugares tan peligrosos, que en una noche olvidaban los buenos propósitos de ((203)) toda 
una semana. En efecto, gran parte de ellos, unas veces por favor, otras por intrusión, dormían en un establo, en una cochera o en un pajar; 
pasaban la noche al raso sobre la tierra desnuda o sobre un banco de la vía pública; acurrucados bajo los soportales de las casas suntuosas; 
ora tras una puerta que hallaban abierta, o bajo unas escaleras. Algunos de estos pobrecillos no podían ir el domingo al Oratorio porque 
debían procurarse el pan para el día con muchas fatigas. Don Bosco buscaba cómo socorrerlos dentro de sus posibles y daba pan y un plato 
de sopa a los más Necesitados; Margarita, su madre, cosía y zurcía los jirones de sus vestidos más que raídos. Pero, »qué más podía hacer? 
Don Bosco se 
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compadecía al verlos tan abandonados; más de una vez se le oyó exclamar: 

-íQué pena me dan estos pobres chicos! íMe dejan el corazón hecho pedazos! 

Tal era su preocupación, que hacía tiempo andaba pensando, juntamente con el teólogo Borel, el modo y manera de construir un pequeñ 
asilo-hogar. Habían lanzado una sonda al señor Pinardi para saber a qué precio vendería su casa y la respuesta había sido: íochenta mil lira 

Don Bosco no replicó, pero en su mente comenzó a brotar un proyecto vastísimo, con tal fortaleza de ánimo, que ninguno de sus 
contemporáneos pudo superar y que logró ver realizado antes de morir, de acuerdo con la finalidad que se había propuesto. Un poder 
misterioso le empujaba siempre hacia adelante. Así que, aunque falto de toda suerte de bienes, se resolvió a poner manos a la obra diciend 

-Comencemos; ya vendrán los medios. 

Preveía con certeza que se avecinaban tiempos calamitosos, pero también sabía que «el que vigila el viento no siembra, el que mira a las 
nubes, no siega»1. ((204)) 

Y sin más, preparó un rincón donde alojar por la noche a los muchachos que viese más necesitados de aquella caridad. El rincón era un 
pajar junto al mismo Oratorio. Metió en él un poco de paja, algunas sábanas y mantas y, a falta de éstas, unos sacos donde poderse rebujar 
No podía hacer más, porque aún no disponía de todas las habitaciones. Pero esta su paternal solicitud empezó con mala suerte. »Qué 
sucedió? 

Era una noche del mes de abril de 1847. Por haberse entretenido más tiempo de lo normal a la cabecera de un enfermo, volvió don Bosc 
a su casa bastante tarde. Atravesaba los campos, entonces llamados de la Ciudadela, hoy cubiertos de grandiosas edificaciones. Estaba ya 
cerca de los cuarteles de la calle Dora Grossa (hoy calle Garibaldi) y al principio de la avenida Valdocco, cuando se tropezó con un grupo 
de unos veinte jovenzuelos barbiponientes, que no sabían de don Bosco ni del Oratorio. Al ver llegar a su encuentro a un cura, empezaron 
zaherirle con pullas pocos finas. 

-Los curas son unos avaros, decía uno. 

-Orgullosos e inaguantables, añadía otro. 

-íHagamos la prueba con éste!, gritó el tercero. 

1 Eclesiastés XI, 4. 
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Y así por el estilo los demás.
Ante tales voces tan poco halagüeñas, don Bosco acortó su marcha; hubiera querido evitar aquel grupo pero, viendo que ya no era posibl


siguió adelante y con valor se introdujo por medio de ellos. Como si no les hubiera oído, les dijo: 

-Buenas noches, amigos; »qué tal estáis? 

-No muy bien, señor teólogo, contestó el más atrevido. Tenemos sed y no tenemos un cuarto: páguenos una pinta 1. ((205)) 

-íEso es, señor abate; gritaron todos a voces destempladas: íuna pinta, una pinta!; si no, no le dejamos pasar. 

Y diciendo esto le cercaron de tal forma que no podía dar un paso. 

-De acuerdo, respondió entonces el buen sacerdote; de acuerdo, os la pago. Y como sois tantos, os pago dos; pero también yo quiero ir 

con vosotros. 

-íClaro que sí, señor teólogo, no faltaba más! íQue buen curita es usted! íSi todos fueran así! Vamos, pues; vamos a la taberna de Los 
Alpes que está aquí cerca. 

Y no le quedó a don Bosco más remedio que dejarse acompañar de aquella pobre gente, en evitación de peores males y por ver si lograb 
hacer algún bien a sus almas. 

íPuede el lector imaginar el espectáculo! íUn sacerdote llegaba a una taberna cercado de semejantes tipos! A su entrada se cruzaron las 
miradas de todos: pero los que allí estaban no tardaron en darse cuenta de quién era aquel sacerdote y por qué estaba allí. Nadie se 
escandalizó. 

Don Bosco mantuvo su palabra. Llamó al tabernero. Hizo sacar una botella. Y otra. Y cuando vio a sus golfillos un poco alegres, ya 

amansados y benévolos, les dijo: 

-Ahora me vais a hacer un favor. 

-Diga, diga señor don Bosco (ya les había dicho su nombre), díganos; qué desea? No uno, sino dos y tres favores le haremos; porque 

queremos ser sus amigos. 

-Si queréis ser mis amigos, debéis darme el gustazo de no volver a blasfemar contra Dios y Jesucristo, como algunos habéis hecho esta 
noche. 

-Tiene usted razón, contestó uno de los blasfemos, tiene usted razón, señor don Bosco; pero, »qué quiere? se nos escapan las palabras 

1 La pinta era una medida piamontesa equivalente a más de un litro. 
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sin darnos cuenta; pero ya no será así ((206)) en adelante; nos enmendaremos y nos morderemos la lengua. 

Lo mismo prometieron los demás. 

-Bueno, muchas gracias. Me voy satisfecho. El domingo que viene os espero en el Oratorio. Ahora nos vamos de aquí y vosotros, como 

buenos muchachos, os vais a vuestra casa. 

-Yo no tengo casa, dijo uno de ellos. 

-Tampoco yo, agregó otro. 

Y así varios más. 

-Y dónde vais a dormir por la noche? 

-A veces en una cuadra de la posada con los caballos, otras en una alberguería pública, donde se duerme por cuatro perras, y algunas 

noches en casa de un conocido o amigo. 
Don Bosco advirtió enseguida el peligro de inmoralidad en que se encontraban aquellos pobrecillos, forasteros en su mayor parte y 

añadió: 

-Entonces hagamos así: los que tienen casa y familia que se vayan. 

Los despidió y partieron. 

-Los otros que vengan conmigo. 

Y dicho esto se encaminó hacia Valdocco, seguido de diez o doce de aquellos pobres desdichados, ya que por la calle se juntaron seis 

más. 

Llegaron al Oratorio. La madre de don Bosco lo esperaba con ansias. Don Bosco hizo rezar a sus huéspedes el Padrenuestro y el 
Avemaría, que ya tenían casi olvidados, y después los condujo, por una escalera de mano, al mencionado pajar, dio a cada uno una sábana 
una manta, recomendóles orden y silencio, les auguró una noche feliz y bajó satisfecho de haber empezado, como él imaginaba, su 
proyectado asilo. 

Pero no quería la Divina Providencia servirse de aquella clase de gente para echar los cimientos de tan magnífico edificio, y don Bosco s 
cercioró de ello a la mañana siguiente. En efecto, apenas amaneció, salió de su habitación para ((207)) ver a sus muchachos, decirles una 
buena palabra e invitarles a ir cada cual a su trabajo. Bajó al patio; no se oía el menor rumor. Creído que estuvieran todavía dormidos, sub 
para despertarlos... 

Los granujas se habían levantado dos horas antes y, callandito, habían puesto pies en polvorosa, llevándose sábanas y mantas para 
venderlas. 

El primer intento de formar un asilo-hogar, fracasado. Pero no 
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fracasaba la buena voluntad del que había sido encargado por Dios para ello. 

Era una noche del mes de mayo, bastante tarde. Llovía a cántaros. Don Bosco y su madre habían acabado de cenar. Llama a la puerta un 
muchacho de quince años, mojado de pies a cabeza, pidiendo pan y albergue. Alguien, que conocía el Oratorio, lo enviaba, o mejor, la 
Divina Providencia, que quería iniciar aquella misma noche el asilo-hogar de San Francisco de Sales. 

La buena mamá Margarita lo acogió con todo cariño en la cocina, lo sentó junto al fuego; y después de haberse secado y calentado, le 

presentó un plato de sopa humeante y pan. 

Una vez repuesto, preguntóle don Bosco de dónde venía, si vivían sus padres y de qué trabajaba. El respondió: 

-Soy un pobre huérfano, llegado hace poco de Valsesia, en busca de trabajo. Trabajo de peón albañil. Tenía tres liras, pero me las he 

gastado antes de ganar más; no me queda nada y no conozco a nadie. 

-»Has hecho la primera comunión? 

-Aún no me han admitido. 

-»Te has confirmado? 

-Todavía no. 

-»Has ido ya a confesarte? 

((208)) -Sí, alguna vez, cuando vivía mi madre. 

-»Y ahora, adónde vas a ir? 

-No sé; le pido por caridad que me dejen pasar la noche en un rincón de esta casa. 

Y se echó a llorar. La piadosa Margarita, que tenía un corazón de madre tierna, también lloraba. Don Bosco estaba muy conmovido. 

Después de unos instantes, siguió diciendo: 
-Si yo supiera que no eres un ladronzuelo, te ayudaría; pero hubo otros que se me llevaron parte de las mantas y tú me vas a llevar las qu 

me quedan. 

-No, señor, esté usted tranquilo; soy pobre, pero no he robado nunca nada. 

-Si quieres, preguntó a don Bosco su madre, yo lo prepararé para que pase esta noche y mañana Dios dirá. 

-»En dónde quiere ponerlo? 

-Aquí en mismo, en la cocina. 

-»Y si se nos llevase los pucheros? 

-Ya me las arreglaré yo para que eso no ocurra. 

-Haga como quiera; yo estoy contentísimo. 

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Madre e hijo salieron fuera, y ayudados por el huerfanito regieron algunos trozos de ladrillos; hicieron con ellos cuatro pequeñas pilastra 
en la cocina, colocaron encima algunos tableros y pusieron el colchón, quitado aquella noche de la cama de don Bosco, con dos sábanas y 
una manta. 

En la primera cama y el primer dormitorio del Oratorio Salesiano de Turín que hoy tiene cerca de mil alumnos, repartidos en más de 
cuarenta dormitorios. »Quién no ve en este hecho la mano de Dios? 

Preparada la cama, la piadosa mujer hízole un sermoncito sobre la necesidad del trabajo, sobre la honradez y sobre ((209)) la religión. Y 
sin ella pretenderlo, dio así origen a una práctica que todavía se conserva en el Oratorio y que, además, se introdujo en todas las Casas 
dependientes de él, a saber: la de dirigir a los alumnos unas cordiales palabras, por la noche, antes de irse a descansar, práctica fecunda de 
óptimos resultados. 

Por fin, le invitó a rezar las oraciones. 

-No las sé, repuso él, sonrojándose. 

-Las rezarás con nosotros, añadió la buena mujer. Y, puestos de rodillas, se las hicieron repetir palabra por palabra. Después de desearle 
una buena noche, don Bosco y su madre salieron para sus habitaciones. La mamá, para asegurar sus pucheros, tuvo la precaución de cerrar 
con llave la puerta de la cocina y no abrirla hasta la mañana siguiente. Pero el muchacho no era un ladronzuelo como los otros y quería 
ganarse honradamente el pan; por su conducta era digno de ser la primera piedra fundamental de un Instituto, a todas luces providencial. 

Al día siguiente, don Bosco le buscó un puesto de trabajo. 

El afortunado muchacho siguió yendo a comer y dormir al Oratorio hasta el invierno, en que cesaron los trabajos de albañilería, y volvió 
su pueblo. 

Después ya no hubo más noticias de él por lo que se cree que murió al poco tiempo. Pese a las muchas indagaciones hechas, no hemos 
logrado saber el nombre de este primero asilado, ya que entonces don Bosco no llevaba todavía registro de los huéspedes, eventuales y sól 
de paso; quizá lo ha dispuesto así la Divina Providencia para que mejor se viera su intervención en una obra tan grandiosa, que tuvo 
principios tan oscuros y humildes. 

A este primer asilado, se unió otro poco después. He aquí en qué ocasión. A primeros de junio de aquel mismo año ((210)) un día, a la 
puesta del sol, iba don Bosco de la iglesia de San Francisco de Asís al 
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Oratorio. Al llegar a la avenida de San Máximo, hoy Regina Margarita, se encontró con un pobre muchacho de unos doce años, que con la 
cabeza apoyada contra el tronco de un olmo, lloraba sin consuelo. El amigo de la juventud se le acercó: 

-»Qué tienes, hijo mío?; le preguntó; »por qué lloras? 

-Lloro, respondió el pobrecillo a duras penas y entre sollozos, lloro porque todos me han abandonado. Mi padre murió antes de que yo 
pudiera conocerlo; mi madre, que tanto me cuidaba y tanto me quería, se murió ayer y hace poco se la han llevado a enterrar. 

Y así diciendo rompió a llorar más amargamente. Movía a compasión. 

-»Dónde has dormido esta noche? 

-Todavía he dormido en la casa alquilada; pero hoy, como debía el alquiler, el casero se apoderó de lo poco que teníamos y, apenas 
sacaron el cadáver de mi madre, echó la llave al cuarto y yo me he quedado huérfano y sin nada. 

-Y ahora, »adónde vas a ir?, »qué piensas hacer? 

-No sé qué hacer ni adónde ir. Necesito comer para no morir de hambre y necesito un sitio donde cobijarme para no caer en la deshonra. 

-»Quieres venir conmigo? Yo te ayudaré. 

-Sí; pero »quién es usted? 

-Ya sabrás quién soy; por ahora te baste saber que quiero ser tu fiel amigo. 

Y diciendo esto, invitó al muchacho a seguirlo y poco después lo ponía en manos de su madre Margarita, diciéndole: 

-He aquí el segundo hijo que Dios nos manda: cuídelo y prepárele otra cama. ((211)) 

Como el chico era de una familia de clase media, en otro tiempo acomodada pero venida a menos, fue colocado de dependiente en un 
comercio. Gracias a su talento despierto y a una fidelidad a toda prueba, a los veinte años ya se había ganado una posición honrosa y 
lucrativa. Llegó a ser padre de familia, se conservó siempre buen católico y honrado ciudadano y quedó ligado para siempre con el lugar y 
el hombre que lo recogió, instruyó y educó. 

A estos dos se añadieron otros; pero aquel año, por falta de local, don Bosco se conformó con siete, los cuales, con su buena conducta, 
colmaron su corazón de alegría y satisfacciones, y se animó a proseguir su atrevida empresa. Se encontraba entre ellos José Buzzetti, que d 
siempre se le pudo considerar como de casa Valdocco; tal era su familiaridad con don Bosco. Al atardecer de un domingo, despedía 
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don Bosco a los muchachos, y lo tenía agarrado de la mano; cuando se quedaron solos le dijo: 

-»Quisieras quedarte conmigo? 

-Encantado; pero, »qué tendré que hacer? 

-Lo que hacen los demás que tengo en casa..., y otras cosas que te iré diciendo...; estarás contento. Hablaremos con tu hermano Carlos y 
haremos lo que más convenga, si Dios quiere. 

Y el hermano, que hacía siete años asistía asiduamente al Oratorio, accedió a la propuesta de don Bosco. José empezó a alojarse en el 
Oratorio, pero siguió trabajando en su oficio de albañil en la ciudad. 

Estos primeros jóvenes fueron pocos; el celo iluminado de don Bosco ponía siempre en práctica el adagio Festina lente (despacio, que v 
deprisa). Era enemigo de las precipitaciones y solía repetir que éstas conducen a pasos falsos: pero, cuando empezaba una obra, la 
continuaba con firmeza y sin descanso. Había destinado para dormitorios dos estancias contiguas, en cada una ((212)) de las cuales apenas 
cabían cuatro camas; colocó en ellas un crucifijo, un cuadrito de María Santísima y un cartel que decía: íDios te ve! No impuso reglamento 
alguno. Las normas diarias de El Joven Cristiano y los avisos que daba cada noche bastaban por el momento. Su primera exhortación fue 
ésta: 

-Un válido apoyo para vosotros, hijos míos, es la devoción a María Santísima. Ella os asegura que, si sois devotos suyos, además de 
colmaros de bendiciones en este mundo, con su patrocinio, tendréis el Paraíso en la otra vida. Estad, por tanto, totalmente seguros de que 
todas las gracias que pidáis a esta buena Madre os serán concedidas, con tal de que no pidáis nada que os pueda hacer daño. Tres gracias, 
particularmente, debéis pedirle con vivas instancias: no cometer ningún pecado mortal en 
vuestra vida; conservar la santa y preciosa virtud de la pureza; estar lejos y huir de los malos compañeros. Para alcanzar estas tres gracias 
rezaremos todos los días tres avemarías y un gloria Patri, repitiendo por tres veces la jaculatoria: Madre querida, Virgen María, haced que 
yo salve el alma mía. 

En tanto, en el Oratorio todas las mañanas, temprano, se recitaban en común las oraciones y la tercera parte del rosario, mientras don 
Bosco celebraba la santa misa. Desde entonces, ni un solo día se dejó en Valdocco de alabar a Dios con el rosario y el santo sacrificio de l 
misa, pese al ambiente contrario que se iba formando en aquel entonces contra estas diarias prácticas de piedad. Cuando don Bosco se tení 
que ausentar de Turín lo sustituía en el altar algún invitado, 
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que ordinariamente era uno de los teólogos Vola. Los domingos, los internos tomaban parte con los alumnos externos en todas las funcion 
del Oratorio Festivo. ((213)) 

Entre semana, dichos internos salían con su ración de pan a trabajar a la ciudad y don Bosco, haciéndoles de padre solícito, les preparaba 
para la comida y la cena, una abundante menestra, pan y a veces algo más. Los proveía de vestido y calzado, según la necesidad y sus 
posibilidades. 

A la par que cubría sus necesidades materiales, don Bosco cuidaba con más solicitud su inteligencia y su corazón. Sus condiciones y su 
vocación de educador cristiano de la juventud quedaron demostradas con los hechos; el éxito que obtuvo fue extraordinariamente 
maravilloso, primero con los muchachos externos y después con los internos asilados, que de siete pasaron a ser millares. Dios era el 
fundamento de su sistema. Había estudiado la pedagogía en la Sagrada Escritura dictada por aquel 
Divino Educador que redimió al hombre caído y lo quiso semejante a sí mismo, perfecto, santo, feliz e inmortal. Don Bosco se preocupaba 
de instruir a sus alumnos, antes que nada, en las verdades esenciales de la fe; después, a medida que progresaban, les hacía aprender el 
catecismo superior. Por fin enseñaba a los más adelantados los razonamientos para refutar los errores del día. En la escuela de don Bosco l 
ciencia de la salvación del alma ocupaba el primer lugar. 
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((214)) 

CAPITULO XIX 

LA COMPAÑIA DE SAN LUIS -SU REGLAMENTO -PRIMERA ACEPTACION DE SUS SOCIOS -ALGUNOS ALUMNOS DE 
LOS JESUITAS -LOS PRIMEROS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN EL ORATORIO -EL TEOLOGO FEDERICO ALBERT 
CONSOLADORAS CONVERSIONES -CONSECUENCIAS DE ESTOS EJERCICIOS 

PARA todas sus industrias espirituales, lo mismo que para el régimen del Oratorio, don Bosco desplegó el mayor celo y prudencia 
imaginables: todo lo estudiaba antes con la oración en la presencia de Dios y después iba probando, paso a paso, con prolongada reflexión 
la eficacia de los medios que pensaba emplear para salvar el alma de sus alumnos. Por esto, nunca tuvo que echarse atrás del uso de las 
prácticas adoptadas, vistos los felices resultados que daban. 

Después de haber puesto en manos de los alumnos del Oratorio Festivo El Joven Cristiano, tan útil para la piedad y para fomentar las 
buenas costumbres, tras de haber echado las bases orgánicas de un Reglamento para promover y conservar la unidad de la administración y 
haber fundado un asilo-hogar, le hacía falta, para excitar a hacer el bien, una práctica estable y uniforme que uniera entre sí a los más 
virtuosos, despertara entre ellos una santa emulación y que, siendo muchos, los hiciera a todos fuertes contra el respeto humano. Don Bosc 
pensó, pues, ((215)) instituir la Compañía de San Luis Gonzaga, con la finalidad de comprometer a los muchachos a practicar 
constantemente las virtudes que más brillaron en este Santo. Intentaba encaminarlos hacia una vida morigerada y piadosa, que sirviera de 
luz y de sal para la gran masa de jóvenes. Con tal motivo compuso y redactó un oportuno boceto de reglamento corto y jugoso y lo presen 
al Arzobispo. 

El venerable Pastor, que animaba cuanto podía los proyectos de don Bosco, lo examinó y lo hizo examinar por otros; y el 11 de abril de 
1847 se lo devolvía con estas observaciones de su puño y letra: 
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«Muy Rvdo. Señor: 

He hecho examinar el proyecto de Reglamento para la Compañía de San Luis, o mejor dicho, para los jóvenes que quieran ponerse bajo 
su patrocinio, mediante un plan de vida que aspire a imitar sus virtudes; me pareció que, aunque todo ello es evidente y sustancialmente 
óptimo por sí mismo, convendría hacer presente, en algún apartado, que las promesas hechas no obligan, ni siquiera bajo culpa de pecado 
venial. Además, la promesa de recibir los sacramentos cada ocho días parece demasiado fuerte y bastaría cada quince días, y aún con mayo 
frecuencia con ocasión de fiestas especiales de la Iglesia; además, el tener que decir al Superior el motivo por el que no se han recibido los 
sacramentos, puede ocasionar dificultades harto graves. El último período del artículo que a esto se refiere, esto es el segundo, donde se 
exhorta a la frecuencia de los sacramentos, dado que al principio ya se dice que se acerquen cada ocho días, queda fuera de lugar. 

Y manifestando lo dicho, me renuevo con la más perfecta estima, etc. 

LUIS, Arzobispo ((216)) 

En el esquema presentado por don Bosco el Arzobispo se fijaba la confesión y comunión cada ocho días, para que la flor y nata de sus 
alumnos, inscritos en esta Compañía, tuvieran una nueva ocasión de recibir a su Divino Salvador. Con la exhortación de frecuentar los 
sacramentos, que parecía superflua, quería incitar indirectamente a los más fervosos a comulgar también algunos días entre semana, y la 
invitación a indicar los motivos de su ausencia a los que no se confesasen ni comulgaran, era simplemente una medida para no faltar al 
Oratorio Festivo, y desedificar con ello a los compañeros. Sin embargo, don Bosco obedeció inmediatamente el consejo du su Arzobispo y 
borró, modificó y añadió de acuerdo con lo que se le había indicado. 

Monseñor Fransoni aprobaba la Compañía de San Luis con un rescripto autógrafo del 12 de abril de 1847; concedía 40 días de 
indulgencias a sus socios, cada vez que dijeran la jaculatoria: Jesús mío, misericordia, invocación ya enriquecida por Pío IX con 100 días 
pedía el mismo Monseñor ser el primer inscrito en la Compañía. 

El Reglamento era el siguiente, y así se conserva todavía: 
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1. Puesto que San Luis fue un modelo ejemplar, todos los que deseen inscribirse en su Compañía deben procurar evitar cuanto pueda 
escandalizar, y dar buen ejemplo en todo, muy especialmente en el cumplimiento de los deberes de un buen cristiano. San Luis fue, desde 
niño, tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan amigo de los ejercicios piadosos y tan devoto cuando iba a la iglesia, que corría la 
gente para contemplar su modestia y su recogimiento. 
2. Procurarán los socios acercarse a la sagrada confesión y comunión cada quince días y aún con mayor ((217)) frecuencia, especialmen 
en las principales solemnidades. Son éstas las armas con las que se alcanza la completa victoria contra el demonio. San Luis se acercaba a 
estos sacramentos desde muy niño cada ocho días, y cuando fue un poco mayor, con más frecuencia. Quien, por cualquier motivo, no 
pudiera cumplir esta norma, podrá conmutarla por otra práctica de piedad con el consejo del Director de la Compañía. Se exhorta, además 
los inscritos a recibir los sacramentos y a asistir a las funciones sagradas en su propia capilla, para edificación de los compañeros. 
3. Huid como de la peste de los malos compañeros y guardaos mucho de tener conversaciones obscenas. San Luis no sólo evitaba tales 
conversaciones, sino que era tan modesto, que nadie se atrevía a proferir palabras menos limpias en su presencia. 
4. Tened mucha caridad con los compañeros, perdonando generosamente cualquier ofensa. Bastaba ofender a San Luis para tenerlo 
enseguida por amigo. 
5. Comprometeos a mantener el orden en la Casa de Dios, animando a los demás a practicar la virtud y a inscribirse en la Compañía. Sa 
Luis, llevado del amor al prójimo, fue a asistir a los apestados, lo que ocasionó su muerte. 
6. Poned gran diligencia en el trabajo y en el cumplimiento de los propios deberes, siendo muy obedientes a los padres y a los demás 
superiores. 
7. Cuando un socio caiga enfermo, apresúrense todos a rezar por él y bríndese a ayudarlo en las cosas materiales, de acuerdo con las 
propias fuerzas. 
A estos artículos fundamentales, añadió don Bosco en la segunda parte del Reglamento del Oratorio, en el capítulo XI, algunas normas 
para que la Compañía gozase de una organización bien determinada. Transcribimos su primer autógrafo. ((218)) 

«1. El fin que se proponen los socios de la Compañía de San Luis es imitar a este santo en las virtudes compatibles con el propio 
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estado y obtener su protección durante la vida y a la hora de la muerte. 

2. La aprobación del Arzobispo de Turín debe animarnos a inscribirnos en dicha Compañía. 
3. Para tranquilidad de todos se hace constar que el Reglamento de la Compañía de San Luis no obliga bajo pena de pecado, ni siquiera 
venial; así que quien faltare a una de sus reglas, se priva de un bien espiritual, pero no comete ningún pecado. La promesa que se hace en e 
altar de San Luis no es ningún voto; ahora bien, el que no tuviere voluntad de cumplirla, mejor es que no se inscriba. 
4. La Compañía está dirigida por un sacerdote, con el título de Director Espiritual, y por un Prioste, que no debe ser sacerdote. 
5. El Director Espiritual es nombrado por el Superior del Oratorio. Está encargado de vigilar que todos los congregantes observen el 
Reglamento. El acepta a los que juzga dignos; guarda el registro de los socios actuales y de los difuntos, y visita a los enfermos de la 
Sociedad de Socorros Mutuos. No está limitada la duración de su cargo. 
6. El Prioste es elegido por mayoría de votos de todos los socios de la Compañía reunidos. Su cargo dura un año y puede ser reelegido. 
día fijado para la elección del Prioste es la noche de Pascua. 
7. El cargo de Prioste no comporta ninguna obligación pecuniaria. Si hace algún donativo con ocasión de la fiesta de San Luis, de San 
Francisco de Sales o en otra circunstancia, es a título de limosna. Es obligación suya vigilar en el coro y procurar que el canto se ejecute 
bien y que las solemnidades se celebren con dignidad. ((219)) 
8. Está encomendada al Prioste la parte disciplinar del Reglamento del Oratorio, ayudado por el Vice, elegido también por mayoría de 
votos en la domínica in albis». 
Los jóvenes del Oratorio recibieron entusiasmados la noticia de esta Compañía, que ellos denominaron de los hermanos de San Luis, y s 
encendió en todos un deseo vívisimo de inscribirse. Mas, para no repetir el dicho del Profeta: multiplicasti gentem et non magnificasti 
laetitiam (multiplicaste el número y no aumentaste la alegría) y, además, con el fin de dejar en cada uno un poderoso estímulo para reform 
su conducta, puso don Bosco dos condiciones para la aceptación. Era la primera que el 
aspirante hiciese un mes de prueba, practicando el Reglamento y siendo de buen ejemplo en la iglesia y fuera de ella; la segunda, que 
huyera de las malas conversaciones y frecuentara los santos sacramentos. Estas disposiciones 
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produjeron entre los alumnos una mejoría notabilísima de piedad y de conducta. 

La primera aceptación de socios se celebró el 21 de mayo, que era domingo, primero de los seis precedentes a la fiesta de San Luis. Fue 
un acontecimiento de los que hicieron época en el Oratorio. Los jóvenes atestaban la iglesita, ansiosos de contemplar la novedad. Los 
postulantes estaban de rodillas ante la estatua de San Luis, y de don Bosco que, revestido de roquete y estola blanca, presidía el acto. 
Después de cantar el Veni Creator, entabló con los congregantes el diálogo ritual que suele 
mantenerse con los que desean ser admitidos en cualquier asociación piadosa; se rezó la Salve Regina y los cantores entonaron: Elegi 
abiectus esse in domo Dei mei, magis quam habitare in tabernaculis peccatorum (elegí ser humillado en la casa de mi Dios antes que habit 
en las tiendas de los pecadores). Entretanto cada uno escribía su nombre o lo hacía escribir en el formulario y después lo leía en alta voz. 
Era así la fórmula: 

«Yo N. N., prometo hacer cuanto pueda para imitar a San Luis Gonzaga: por tanto, huiré de los malos compañeros, ((220)) evitaré las 
conversaciones obscenas, animaré a los demás a la virtud con las palabras y el buen ejemplo, tanto dentro de la iglesia como fuera; promet 
además observar el Reglamento de la Compañía. Todo esto lo espero cumplir con la ayuda del Señor y la protección del Santo. Todos los 
días diré: 

Glorioso San Luis Gonzaga, os suplico humildemente me toméis bajo vuestra protección y me consigáis del Señor la gracia de imitar 
vuestras virtudes durante mi vida para merecer una santa muerte y ser un día partícipe de vuestra gloria en el Paraíso. Amén. 

Pater, Ave, Gloria, etc. 

Jesús mío, misericordia. 

Fecha: ..........de 18...
.


EL DIRECTOR» 

Don Bosco dirigió una breve exhortación a los nuevos socios, demostrando cuánto agrada al Señor ser servido desde la juventud, y 
concluyó la ceremonia cantando el Oremus de San Luis. 

Finalizada la simpática ceremonia, abrió el Registro General de la Compañía con los nombres de los primeros socios. Era una nueva 
ocupación a la que se entregaba con alegría. En efecto, él en persona o alguno a quien él encargaba, a veces cada semana y siempre una ve 
al mes, reunía aparte a los socios, les daba una breve conferencia sobre algún artículo del Reglamento o sobre un hecho de la vida de 
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San Luis o alguna de sus virtudes. Un secretario se encargaba de levantar el acta, dejando constancia de las deliberaciones y haciendo un 
resumen de las palabras del Director o del conferenciante extraordinario. Así se continuó y todavía se continúa. 

Por aquellos días el joven Francisco Picca, alumno del colegio de los Jesuitas, sito donde ahora está el Museo de Antigüedades, ((221)) 
como tenía mucha influencia entre los compañeros, se llevó quince de ellos a Valdocco, los presentó a don Bosco y los hizo inscribirse en 
Compañía. Desde aquel momento ayudaron por algún tiempo a los catequistas del Oratorio, con permiso de sus superiores, que les 
dispensaron de asistir a la Congregación de los domingos. 

Mientras tanto, don Bosco maduraba la puesta en práctica de otro medio para la santificación de algunos de sus jóvenes: los santos 
Ejercicios Espirituales. Los alumnos internos eran apenas cuatro o cinco; a ellos especialmente tenía en cuenta, pero sin olvidar a los 
mayores que frecuentaban el Oratorio festivo, de entre los cuales había preparado e invitado a algunos para hacer un retiro espiritual de sie 
u ocho días. Las dificultades eran grandes, por falta de habitaciones donde retirarse, por la dificultad de una asistencia continua, que toda 
había de cargar sobre él, por la índole inquieta de los jóvenes, que no comprenderían la importancia del silencio y del recogimiento, por el 
ruido continuo de los vecinos y de la gente que afluía a casa Pinardi, por el trastorno que ocasionarían a sus padres y a sus amos y por los 
gastos notables que debería realizar. Aun cuando su cocina carecía hasta de los cacharros más necesarios, estaba dispuesto a proporcionarl 
la comida del mediodía para evitarles la ida a sus casas y la distracción consiguiente. Sin embargo, no aguardó a proporcionar aquel bien a 
sus muchachos hasta tenerlo todo instalado, porque estaba persuadido de la verdad del aforismo: lo óptimo es enemigo de lo bueno. Y qui 
principiar los Ejercicios aquel mismo año 1847. La Divina Providencia le mandó el predicador en la persona del teólogo Federico Albert, 
capellán de Palacio, que fue elocuente predicador apostólico y murió con fama de santo en el 1876, siendo Vicario Parroquial en Lanzo. 
Don Bosco ((222)) contaba su primer encuentro con él y recordaba cómo, desde aquel momento, se hizo su cooperador y siguió 
relacionándose con él, aunque, debido a otras ocupaciones, ya no podía ir al Oratorio. He aquí las palabras de 
don Bosco: 

«Un domingo del año 1847, estaba yo en el Oratorio, cuando vi llegar a un joven sacerdote que, después de saludarme cortésmente, me 
dijo: 
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-He oído decir que usted necesita sacerdotes que la ayuden a dar el catecismo y a orientar por el buen camino a estos muchachos. Si me 
cree capaz de ayudarle en algo, me ofrezco incondicionalmente. 

-»Y quién es usted? 

-El teólogo Albert. 

-»Ha predicado alguna vez? 

-Alguna vez, respondió humildemente. Pero, si hace falta, me prepararé. Y, si no es para predicar, también necesitará usted quien le ayud 
a enseñar catecismo, a escribir, a copiar... 

-»Ha dirigido alguna vez Ejercicios Espirituales? 

-Todavía no, pero si me da un poco de tiempo, me prepararé y probaremos. 

-Bueno, mire: tengo aquí varios muchachos: unos que viven conmigo y otros que vendrían de fuera y me parece que les iría muy bien 
hacer unos Ejercicios Espirituales. Prepárese para tal época y ya veremos. 

Yo pude reunir unos veinte muchachos y fueron los primeros Ejercicios Espirituales que se hicieron en el Oratorio». 

Formaban un grupo de heterogéneo de muchachos buenos y malos. No fue admitido ninguno más a los sermones. Algunos de los que 
asistieron, José Buzzetti entre ellos, aseguraban después que los sermones les habían producido extraordinaria impresión. El Señor bendijo 
aquellos Ejercicios y don Bosco quedó muy contento. Algunos ((223)) jóvenes con quienes venía trabajando desde hacía tiempo 
inútilmente, se entregaron de veras a una vida virtuosa a partir de aquella fecha. 

Don Bosco quiso, aun a costa de cualquier sacrificio, repetir cada año los Ejercicios, merced a los cuales continuó con un progreso cada 
vez mayor de verdaderas conversiones y frutos singulares de santidad; durante toda aquella semana siguió, durante varios años, dando de 
comer a los externos, que llegaban a veces a cincuenta. De estas ocasiones se servía especialmente para conocer su carácter, para animar a 
una piedad más fervorosa a los tibios, para infundir a los fervorosos más entusiasmo y también para estudiar la vocación de los ejercitante 
y encarrilar hacia la carrera eclesiástica a los que reconocía llamados a tal estado. 

Pero ejercitaba estos cuidados con tal prudencia y espontaneidad, que, a la par que dejaba a los muchachos en plena libertad de acción, 
excitaba en ellos un gran amor a Dios y a las cosas celestiales y un gran desasimiento a las de este mundo. Su gran corazón experimentaba 
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un consuelo sin par al observar cómo hijos del pueblo, ocupados en oficios humildes y penosos, aspiraban con constancia, después de esto 
Ejercicios, no sólo a una vida nueva, sino a recorrer abiertamente el camino de la santidad. Y no es esto ninguna exageración, pues 
podríamos citar muchos nombres, que nos dio a conocer José Buzzetti. 

Hacer con El Joven Cristiano un poco de meditación cada mañana, madrugar para ir a recibir diariamente la santa comunión dos o tres 
veces por semana, ir por las tardes a visitar unos momentos a Jesús Sacramentado, eran las devociones de aquellos buenos muchachos. Lo 
domingos, a las horas de recreo, había siempre algunos que se pasaban bastante tiempo rezando en la iglesita; otros se retiraban detrás del 
seto vivo del huerto de mamá Margarita, para que nadie les estorbara, y allí de rodillas, rezaban ((224)) el santo rosario; había quien oraba 
por el caminito que llevaba al huerto, o paseaba leyendo un libro de piedad o la vida de un santo; otros hablaban entre sí de cosas de 
religión y hubo quienes ayunaban varias veces a la semana o practicaban diversas penitencias o mortificaciones. Lo más conmovedor era 
ver la valentía que algunos mostraban públicamente manifestándose católicos fervientes y defendiendo la religión e impidiendo el mal entr 
sus compañeros. Ciertos muchachos, de carácter violento y soberbio, se hicieron humildes y bondadosos con el esfuerzo decidido de su 
voluntad unido a la oración. Más de uno se impuso la obligación de dar buen ejemplo para reparar los escándalos dados cuando nadie le 
había enseñado el temor de Dios, y 
si alguien alababa su ejemplar conducta en casa, en el taller y en cualquier parte, respondían con ingenua expresión en el semblante: 

-íEra antes tan malo..., pero don Bosco me ha salvado! 

Por iniciativa de don Bosco estos Ejercicios Espirituales se propagaron por todo el mundo, de tal modo que hoy en día se predican a los 
muchachos hijos del pueblo, seiscientas y más tandas de Ejercicios Espirituales, que sólo Dios sabe cuántos millares de almas conducirán 
la salvación 1. 

1 Naturalmente, estos datos del autor sólo guardan proporción con el número de centros salesianos en el momento que él escribía. (N. de 
T.) 
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((225)) 

CAPITULO XX 

LOS SEIS DOMINGOS EN HONOR DE SAN LUIS -ANUNCIO DE LA PRIMERA VISITA DE MONSEÑOR FRANSONI 
PREPARATIVOS -LA FIESTA DE SAN LUIS Y LA FUNCION DE IGLESIA -LA CONFIRMACION -EL TEATRO -PALABRAS 
DEL ARZOBISPO -LA PROCESION -FIN DE FIESTA -SOCIOS DE HONOR -COMO PREPARABA DON BOSCO A LOS 
MUCHACHOS PARA RECIBIR LA CONFIRMACION -SU DEVOCION AL ESPIRITU SANTO 

EN tanto, se aproximaba la fiesta de San Luis. 

Para prepararse bien a ella, los muchachos habían celebrado con particular devoción los seis domingos precedentes, en los que muchos s 
acercaron a los sacramentos para alcanzar la indulgencia plenaria concedida por el Pontífice Clemente XII. Se recuerda cómo don Bosco, 
para dar facilidad de confesarse a todos concedió permiso, como acostumbraba a hacer de vez en cuando, para ir a buscarlo en cualquier 
momento del día o de la noche. El sábado le tocaba confesar hasta muy tarde, alguna vez hasta después de las once, y los domingos por la 
mañana, desde las cuatro hasta el momento de la misa y, a menudo, hasta las nueve o las diez. Eran de admirar, tanto la piedad y la 
paciencia de los muchachos, como el celo incansable de don Bosco que, por el bien de las almas, permanecía como clavado en el 
confesonario horas y horas seguidas, salvo un breve descanso en medio de la noche. Sucedió ((226)) algunas veces, como ya hemos dicho, 
que en circunstancias de excepción, continuó confesando toda la noche, de forma que los primeros penitentes de la mañana se encontraban 
con los últimos de la noche. De este modo, al sucederse los unos a los otros, le obligaban a estar en el confesionario dieciséis, diecisiete y 
dieciocho horas seguidas. Este duro trabajo no dejaba de impresionar la ardiente imaginación de los muchachos; muchos, que llegaban al 
Oratorio a hora avanzada y que eran los más descuidados, al ver al pobre sacerdote consumiendo su vida de aquel modo, sin ventaja 
temporal alguna, abrían sus ojos, pensaban en su alma y se convertían al bien con más eficacia que si hubieran oído el mejor sermón del 
mundo. 

Y no paró en eso. Muchos de los chicos que frecuentaban el Oratorio, 
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especialmente los forasteros, aún no habían recibido el sacramento de la Confirmación. Por ello deseaba don Bosco que fuera el Arzobispo 
para administrárselo en el Oratorio, con ocasión de la fiesta de San Luis. Se presentó en efecto a monseñor Fransoni y le invitó 
respetuosamente a ello: el benévolo Prelado acogió con agrado la invitación y prometió que no sólo iría a confirmar, sino, además, a 
celebrar la misa y distribuir la comunión. 

Indecible fue la alegría de todos al saber la grata noticia e increíble el trabajo que cayó sobre los hombros del Director. Como era 
insuficiente el catecismo de los domingos, se dio clase todas las tardes de la semana. La asistencia fue muy grande. Acudieron varios 
celosos sacerdotes y algunos seglares de la ciudad y así se pudo preparar perfectamente a los candidatos para la Confirmación y todo estuv 
a punto el día establecido. Al mismo tiempo, don Bosco, juntamente con los que hacían de Prefecto y de Director Espiritual tomaron a su 
costa las deudas contraídas por el Prioste de la Compañía de San Luis para todo lo que era menester. 

((227)) Era la primera vez que monseñor Fransoni iba a visitar el Oratorio de Valdocco y que se hacían tales funciones en aquella capilla 
aunque pobres, no ahorraron nada para que la fiesta resultara lo más espléndida posible. Los músicos prepararon las más armoniosas 
melodías; los sacristanes adornaron con buen gusto la iglesia y, a falta de tapices, suplieron ingeniosamente con sábanas, colchas y telas de 
colores a manera de festones. Prepararon, además, un modesto pabellón y un hermoso arco triunfal ante la puerta de entrada, cubierto de 
ramaje y flores, con la siguiente inscripción: 

In questa tua prima visita, o ínclito Antístite, allievi e superiori di quest'Oratorio, festanti ti accólgono e ti óffrono un serto coi figliali 
affetti del loro cuore (En esta tu primera visita, oh ínclito Prelado, alumnos y superiores de este Oratorio, jubilosos te reciben y te ofrecen 
una guirnalda con el afecto filial de su corazón). 

Los campaneros cumplieron su cometido. Como el volteo festivo de la campana del Oratorio no podía llegar muy lejos, agarraron una 
gran campanilla y la fueron tocando desde la vigilia, opportune et importune, por todos los alrededores haciendo saber a quienes importab 
y a quienes no que, a la mañana siguiente, se celebraba en el Oratorio la fiesta de San Luis, honrada con la presencia del señor Arzobispo. 
Otros, eclesiásticos y seglares, escribieron la cédula para la confirmación; los unos prepararon a los niños para la confesión y comunión; lo 
otros para la declamación, los diálogos y la función de teatro. El teólogo Jacinto Carpano escribió y ensayó una comedieta 
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titulada Un cabo de Napoleón, para representarla el día de la fiesta. Don Bosco pensaba en todas estas cosas tan dispares y atendía 
personalmente a las más importantes; daba órdenes y velaba para que se cumpiesen. Aquellos días todo era movimiento; las palabras, los 
pensamientos y las acciones de todos no tenían más que un fin: la fiesta de San Luis y el modo de celebrarla. 

((228)) Y por fin llegó la tan deseada fieta. Para que todos pudieran tomar parte en ella, se fijó para el 29 de junio, solemnidad de San Ped 
y San Pablo, que por ser fiesta de entre semana, los muchachos no iban al trabajo ni tenían que presentarse a cobrar el jornal, y estaban 
libres desde por la mañana. Ya muy temprano, bastantes de ellos rodeaban a don Bosco y a otros sacerdotes, para confesarse; a las siete la 
concurrencia era más numerosa que nunca. Parecía que todos los muchachos de Turín se 
hubieran dado cita en el Oratorio; así que muchos de los que debían confirmarse tuvieron que quedarse fuera de la iglesia e ir a oír misa al 
Santuario de la Consolación. 

Poco después de las siete apareció la carroza del Arzobispo. Le acompañaban varios eclesiásticos de la ciudad y dos canónigos de la 
Catedral. Llegó también el Nuncio Apostólico de su Santidad en Turín, con algunas distinguidas personalidades. Los sacerdotes que 
esperaban en el Oratorio, revestidos de roquete, salieron procesionalmente a su encuentro. Cuando llegó al antedicho pabellón, don Bosco 
se adelantó y leyó un bello discurso en el que manifestaba la alegría que experimentaba juntamente con los sacerdotes, los señores 
cooperadores y todos los muchachos al ver entre ellos al amante y benemérito Pastor; manifestaba su vivo deseo de hacerle un recibimient 
digno de su elevado carácter y de su bondad incomparable, y le rogaba que no fijara en la mezquindad del conjunto, sino en el cariño de 
todos, que era grandísimo. Entre otras cosas dijo: 

«Quisiéramos poseer preciosos cortinajes para revestir los escuálidos muros de esta casa; quisiéramos tener las más bellas flores para 
alfombrar el camino que debéis pisar; quisiéramos ser dueños de grandes tesoros para haceros regalos y obsequios dignos de vuestra 
persona. Pero ((229)) todo ello no sería más que un símbolo de nuestro corazón, lleno de estima, de reconocimiento y de amor por Vos. 
Ahora bien, puesto que nuestra pobreza no nos permite ofreceros símbolos, os rogamos, excelentísimo Señor, que aceptéis la realidad. Sí, 
aceptad nuestros obsequios, aceptad nuestro afecto, aceptad las oraciones que en este día elevamos al Señor para que os colme de gracias y 
os conserve muchos años con nosotros para que podamos 
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gozar de las finezas de vuestra beneficencia y vos podáis contemplar los copiosos frutos de vuestra insigne caridad». 

El Arzobispo se dirigió a la capilla, se revistió de los ornamentos sagrados y celebró la misa en la que distribuyó la comunión a varios 
centenares de muchachos. Al ver con sus propios ojos a aquellos jóvenes, en gran parte antes descuidados de sus deberes de piedad y 
religión, y al apreciar cómo estaban en la iglesia y cómo se acercaban a comulgar con un recogimiento que movía a devoción, experimentó 
un gozo celestial y confesó después que aquella función había sido una de las que más le habían conmovido y hecho disfrutar. 

«»Cómo no se me iba a llenar de gozo el corazón, andaba después repitiendo, viéndome rodeado de centenares de muchachos virtuosos y 
piadosos que, sin duda, de no ser por aquella obra providencial, hubieran caído, como tantos otros, en el vicio y en la impiedad? »Cómo n 
sentir que se me saltaban las lágrimas de alegría al contemplar en el seno de la Iglesia y en brazos de Jesucristo, a tantos corderillos que, si 
los pastos del Oratorio, hubieran ido tal vez a alimentarse de hierbas envenenadas, hubieran caído en las garras de los lobos o se hubieran 
convertido ellos mismos en lobos para sus compañeros?». 

Una pequeña anécdota sucedió al dar la comunión. Un muchacho se olvidó del aviso dado por don Bosco; así que, cuando el Señor 
Arzobispo, antes de darle la sagrada Hostia, le presentó ((230)) según es costumbre, el anillo para besarlo, él se lo metió en la boca. 

Después de misa, se invocó al Espíritu Santo y Monseñor comenzó a administrar el sacramento de la confirmación a los trescientos 
jóvenes. Antes de despedirse les dirigió unas sentidas palabras, de acuerdo con las circunstancias. 

Ocurrió en esta ocasión una anécdota simpática, que ya referimos en otro volumen, pero que nos parece oportuno recordar. Según la 
costumbre de otras iglesias, se había preparado en la capilla del Oratorio, junto al altar, una especie de trono episcopal, que no era más que 
un banquillo elegantemente forrado, colocado sobre una tarima alfombrada, en el que debía colocarse el Prelado. Subió el Arzobispo para 
hablar, con la mitra puesta, no pensó que las bóvedas de la capilla no eran tan altas 
como las cúpulas de su catedral y, como no inclinó la cabeza, dio en el techo con la punta de la mitra. En aquel momento sonrió 
bondadosamente y murmuró por lo bajo: «Hay que respetar a estos muchachos y predicarles con la cabeza descubierta». Y así lo hizo. 
Nunca olvidó monseñor Fransoni 
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aquel detalle, que se complacía en recordar con frecuencia, e incitando a don Bosco a construir una iglesia más amplia, añadía con gracia: 
«Sobre todo procure que sea bastante alta, a fin de que yo no tenga que quitarme la mitra para predicar». 

Recordó el Arzobispo a los confirmados el significado de la sagrada ceremonia realizada y los exhortó a ser fuertes contra las tentacione 
como buenos soldados de Jesucristo. «Combatid, sobre todo, el respeto humano -les dijo-y nunca os suceda que dejéis de practicar el bien 

o cometáis el mal por miedo a las habladurías, las burlas o los insultos de los malos. »Qué diríais de un soldado que se ((231)) avergüenza 
de llevar el uniforme militar y se sonroja de servir a su Rey?». Dioles después algunos avisos oportunos y terminó: «Al administraros el 
sacramento de la confirmación os auguraba, hace poco, a cada uno la paz, diciendo: Pax tecum (La paz contigo). Ahora os auguro a todos 
juntos esta paz dulcísima y os digo: Pax vobis (La paz con vosotros). Sí, vivid siempre en paz, queridos hijos míos; vivid en paz con Dios, 
en paz con vosotros mismos, en paz con vuestro prójimo. En paz con todos, menos con el demonio, con el pecado y con las máximas del 
mundo. Declarad guerra implacable a estos tres enemigos, consolándoos con el pensamiento de que esta guerra sin descanso hasta la muer 
alcanzará la victoria, y esta victoria os dará paz eterna». 
Según iban saliendo de la capilla, los muchachos recibían a la puerta un bocadillo, obsequio del mismo Sr. Arzobispo, que había querido 
pagar su fiesta y mostrarse pastor de sus almas y de sus cuerpos a la vez. 

La función de la iglesia fue devota y no menos divertida fue la fiesta preparada en el exterior, a la que se dignó asistir también el señor 
Arzobispo, después de un breve descanso. 

Era precisamente aquél su día onomástico; con tal ocasión le leyeron los muchachos, para empezar, varias composiciones en prosa y en 
verso. Gustó mucho un dialoguito, representado por varios chiquillos con maravillosa desenvoltura. Después empezó el teatro y se puso en 
escena el sainete El cabo de Napoleón. Era la caricatura de un engalonado que, queriendo expresar su alegría en aquella solemnidad, salía 
con mil expresiones graciosas. Resultó muy del agrado del eximio Prelado que afirmó no haberse reído jamás con tantas ganas. El teatro s 
improvisó en el patio, delante de la iglesia, por la parte de la calle. 

((232)) Acabada la función, se levantó el Arzobispo y pronunció un hermoso discurso. 
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Estaba presente, entre otros a quienes hemos conocido, don Francisco Oddenino. 

Empezó manifestando su gran satisfacción al contemplar aquel día los ubérrimos frutos del Oratorio, comparable a la de los misioneros, 
cuando en medio de la pobreza de sus capillas se ven rodeados de las familias de los nuevos cristianos, ricos con el oro de la caridad y del 
fervor; tributó toda suerte de elogios a los sacerdotes y seglares que cooperaban en aquella obra, poniendo de relieve la importancia de esta 
parte del ministerio, con palabras que salían de su pecho inflamado de amor por la 
Iglesia, por las almas y, sobre todo, por la juventud; animó a todos a perseverar en aquella obra de caridad, asegurándoles su particular 
benevolencia. 

Dirigiéndose después a los muchachos, les exhortó a frecuentar el Oratorio con asiudidad y buena voluntad, y les señaló los beneficios 
que allí recibían: beneficios espirituales y materiales, beneficios para la vida presente y la futura. «íAh!, exclamó con paternal afecto, 
ícuántos desgraciados gimen hoy en el fondo de un oscuro calabozo y son una carga para sí mismos, vergüenza para su familia y deshonra 
de la Religión y de la Patria! »Y por qué? Porque en la primavera de la vida no tuvieron un hombre amigo y bondadoso, no tuvieron un 
ángel visible que, al menos en los días festivos, les recogiese de las calles y las plazas y les tuviese alejados de los peligros de inmoralidad 
de los malos compañeros, les enseñase los deberes del cristiano y del ciudadano, lo honroso del trabajo y lo oprobioso del ocio. Venid, po 
consiguiente, aquí mientras las circunstancias de la vida os lo permitan, atesorad las enseñanzas que os dan, haced norma de vuestra 
conducta para toda la vida, y os aseguro que, en vuestra edad avanzada, bendeciréis el día ((233)) en que aprendisteis el camino en este 
refugio de ciencia y de virtud. No puedo terminar mi charla sin agradeceros la cordial acogida que me habéis tributado. Sí, agradezco las 
afectuosas expresiones que en nombre de todos me han dirigido poetas y prosistas; agradezco a los cómicos la graciosa comedia que han 
representado; felicito a los músicos que tan bien han cantado; doy gracias a los que han trabajado para levantar este pabellón y estos arcos 
doy las gracias, sobre todo, a los que con tanto celo han cooperado hasta ahora para vuestra cultura. Doy las gracias a todos y por todo. Y, 
puesto que en vuestras composiciones me habéis llamado Pastor y Padre, yo os aseguro que lo seré para vosotros y que siempre os tendré 
por corderos e hijos míos queridísimos». 

Era casi mediodía cuando el Arzobispo se dispuso a volver al Arzobispado. 
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Tuvo entonces lugar una escena conmovedora. Es necesario advertir que monseñor Fransoni era un hombre de modales tan finos y afables 
que bastaba verle, oírle hablar un instante, para encariñarse enseguida con él y cobrarle filial confianza. Así que, cuando los muchachos 
vieron que se disponía a partir, lo rodearon de tal forma que le impedían el paso. Unos querían besarle la mano, otros tocar sus vestidos, 
unos gritaban gracias, otros viva, traían al recuerdo las solemnes aclamaciones con que el pueblo cristiano de los primeros siglos de la 
Iglesia saludaba a su Obispo: Deo gratias; Episcopo vita; te Patrem; te Episcopum; y él parecía el Salvador en medio de las turbas 
entusiasmadas. De haberles sido permitido, hubieran hecho con él lo que los antiguos con su rey o lo que hacían ellos con don Bosco: 
formar un trono con sus brazos y llevarlo a su casa en triunfo. Este entusiasmo hizo decir a monseñor Fransoni: «Me convenzo, hoy más 
que nunca, de que la juventud tiene buen corazón y se puede hacer de ella lo que se quiera, llevándola por el camino del amor». Cuando, 
por fin, pudo llegar a subir al carruaje ((234)) el dignísimo Arzobispo, en medio de una salva de fragorosos vivas, saludos y 
agradecimientos de don Bosco, partió bendiciendo al Oratorio desde lo más profundo de su alma. 

En cuanto se marchó, se redactó una especie de acta, anotando quién había administrado el sacramento, nombre y apellido del padrino, 
fecha y lugar. Después se recogieron las cédulas de los confirmados, ordenadas por parroquias, y se llevaron a la Curia Diocesana para que 
las enviaran al párroco respectivo. Entonces marcharon los muchachos a sus casas a comer; pero, hacia las dos, ya estaban de vuelta. Hasta 
las cuatro hubo juegos en el patio; a continuación se cantaron las vísperas y hubo el panegírico de San Luis, modelo de la juventud, sobre 
todo en la virtud de la modestia y en su pronta entrega al servicio de Dios. Después se hizo la procesión con un nuevo y artístico estandart 
Se recuerda de ella, entre otras cosas, que un agraciado niño, revestido de monacillo, caminaba ante la estatua del Santo con un hermoso 
lirio en la mano. Su aspecto y devoto porte recordaban la persona de San Luis; los ojos de todos se dirigían hacia él, y se renovaba el 
simpático espectáculo de los tiempos del Santo, cuando la gente corría a la iglesia para verle rezar, porque les parecía un angel revestido d 
carne mortal. Al tonar a la iglesia, se cantó el Tantum ergo a varias voces y se dio la bendición con el Santísimo. 

La fiesta acabó por la noche, con el espectáculo de los fuegos artificiales y la elevación de globos aerostáticos. Ya eran cerca de las 
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nueve, cuando don Bosco llamó a su alrededor a los muchachos, les hizo cantar las dos primeras estrofas del himno: Luis rey de los 
jóvenes, les recomendó que se retiraran a sus casas con orden y sosiego, y ellos le obedecieron, gritando una vez más: íViva San Luis! íVi 
don Bosco! 

((235)) Algún tiempo después anunció don Bosco la inscripción de algunos grandes personajes en la Compañía de San Luis, como socio 
de honor. Los muchachos quedaron admirados al oír el nombre del gran Pío IX, del Cardenal Santiago Antonelli, de monseñor Luis 
Fransoni, monseñor M. Antonucci, Nuncio Apostólico, a la sazón, en la Corte de Turín y, después, Cardenal Arzobispo de Ancona, y otro 

Esta solemnidad, que tan agradable imprensión dejó en el ánimo de los muchachos, se celebró en distintas fechas durante los años 
siguientes, pero don Bosco marcó casi siempre distinto día para la fiesta de San Luis y para administrar la confirmación. La fiesta fue 
creciendo siempre en esplendor, tanto por los congregantes, como por sobrepasar el millar de comuniones y la procesión, y el día de las 
confirmaciones no perdió importancia, gracias al celo desplegado por el siervo de Dios y a las ventajas duraderas en las almas. No se 
cansaba de preparar a los muchachos, les explicaba qué era la confirmación, los efectos que producía en el alma y con qué disposiciones se 
debía recibir. Los confesaba la víspera o por la mañana misma de la administración 
sacramental; recibía al Obispo en la puerta de la iglesia, tomaba parte en la sagrada ceremonia para asistir y mantener recogidos a los 
confirmandos. Pasaba por medio de las filas en que estaban colocados y decía una palabrita al oído de uno o de otro de los más necesitado 
lleno del santo deseo de que el Divino Paráclito encontrara en aquellos tiernos corazones un templo digno. 

Desde aquel momento les repetía frecuentamente que, puesto que habían sido constituidos soldados de Cristo, debían mostrarse llenos d 
valor, para manifestar ante el mundo su fe y estar dispuestos a cualquier sacrificio, antes que ofender a Dios. Les recomendaba, con más 
ahínco que antes, el hacer la señal de la santa Cruz, como profesión de fe, arma ((236)) contra el demonio, palabra de orden que distingue 
cristiano del infiel y les exhortaba a santiguarse con devoción y frecuentemente. Tenía la paciencia de señalarles los defectos en que 
ordinariamente caen algunos por ignorancia o negligencia, y para corregirlos, se valía, entre otras industrias, de la de ridiculizar a los que s 
santiguaban como espantando moscas, en vez de cumplir con un acto de religión. 
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El iba delante con su viva fe: en toda circunstancia, en público y en privado, hacía la señal de la Cruz tan completa y pausadamente que 
edificaba a quien le contemplaba. 

Además, para recordar a los muchachos los dones que infunde el Espíritu Santo, celebraba con singular piedad la novena de Pentecostés 
animaba a los suyos a hacer otro tanto. Durante muchos años predicaba él mismo, y más adelante buscaba a otros sacerdotes. Todas las 
tardes se daba la bendición con el Santísimo. 

De este su celo, de su fe por el Espíritu de Amor, podemos deducir cuál sería su preparación cuando recibió de monseñor Gianotti el 
augusto e indeleble carácter del santo crisma. 

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((237)) 

CAPITULO XXI 

LA VISION DE UNA RELIGIOSA DEL BUEN PASTOR Y EL PRONOSTICO DE DON BOSCO -«EL JESUITA MODERNO», DE 
VICENTE GIOBERTI -PIO IX CONCEDE A SUS PUEBLOS VARIAS REFORMAS POLITICAS, Y LAS ARTES DE LOS 
SECTARIOS PARA ALCANZARLAS -LOS APLAUSOS A PIO IX JUZGADOS POR MONSEÑOS FRANSONI Y POR DON BOSC 
-GRITAD «íVIVA EL PAPA!» Y NO «íVIVA PIO IX!» -CARTELES EN EL ORATORIO RECORDANDO LA DIGNIDAD DEL 
VICARIO DE JESUCRISTO -APLAUSOS INSIDIOSOS AL CLERO SECULAR -ACUSACIONES INJUSTAS CONTRA EL OBISP 
DE ASTI 

JOSE Buzzetti nos contaba un suceso de aquel año, asegurando que todos los que entonces estaban en el Oratorio lo sabían. 

Celebraba la misa don Bosco en la iglesia del Buen Pastor: en el momento de la elevación, una religiosa lanzó un grito agudísimo que 
asustó a toda la comunidad. A duras penas pudo don Bosco continuar el santo sacrificio, y no supo la razón de aquel grito. Pero la religio 
fue después al Oratorio a pedirle disculpas de la molestia que le había producido en el momento de la celebración. 

-»Y qué ha visto?, preguntó don Bosco. 

-A Jesús en la Hostia, en forma de niño, chorreando sangre. 

-»Y qué quería decir? 

((238)) -íNo lo sé! 

-Sepa que eso indica una gran persecución que se prepara contra la Iglesia. 

El doloroso pronóstico empezó a cumplirse unas semanas después. En efecto, imprimieron en Suiza la obra en siete gruesos volúmenes, 
original de Vicente Gioberti, El Jesuita Moderno y llegaron muchísimos ejemplares al Piamonte. Vertía en ella el autor torrentes de odio y 
vulgares injurias contra la Compañía de Jesús. Compendiaba todas las calumnias y maledicencias levantadas a lo largo de dos siglos por 
herejes e incrédulos para hacerla aborrecible. Todo camuflado bajo la capa de un celo santo y una santa doctrina y mezclando páginas de 
violentas invectivas con elogios magníficos al Papado. 
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Así se cumplían las instrucciones secretas dadas por José Mazzini en octubre de 1846: «Hay que chillar y gritar contra los Jesuitas, que 
personificaban el clero. El poderío clerical está personificado en los Jesuitas. íLo odioso de este nombre es una potencia para los socialista 
recordadlo!» 1. Por eso, Gioberti envolvía en sus difamaciones a personajes insignes del clero y del laicado, a las Instituciones de San 
Rafael y de Santa Dorotea; pintaba con los más negros colores a las órdenes y congregaciones religiosas, particularmente a los Hermanos d 
las Escuelas Cristianas, y no perdonaba a las Damas del Sagrado Corazón, contra las cuales acumulaba tantas malvadas mentiras que 
superaba a los copleros más desalmados. Dedicaba dos páginas para combatir a la Residencia Sacerdotal de San Francisco de Asís, 
afirmando en ellas que el teólogo Guala era un jesuita y jesuítica su Institución; que en ella se enseñaba una moral demasiado laxa; que era 
una fábrica de mentiras, un seminario de errores, una oficina de jaculatorias y un club político, etc. 

((239)) La obra de Gioberti alcanzó gran resonancia en Italia y fuera de ella; las logias la pregonaron en todos los tonos como gloriosa, 
benemérita e imperecedera. El nombre de Gioberti corrió por calles y cafés y fue celebrado y elevado a las estrellas por el vulgo ignorante 
incitado por los agitadores. Por todas partes aparecían retratos y figuras de Gioberti. Se trataba de conseguir la divulgación de las ideas de 
El Jesuita Moderno, cuyo fin principal era la desviación de la opinión pública contra las Ordenes Religiosas, arrancar a éstas la educación 
de la juventud, azuzar contra ellas la ira de la plebe y obligar a las autoridades a disolverlas e impedir de este modo que hicieran el bien al 
pueblo. Estaban seguros del triunfo y he aquí que, como un juego de la Providencia, íprecisamente entonces se fundaba el Oratorio de San 
Francisco de Sales en Valdocco! 

También en Roma los jefes de la conjuración seguían fielmente las instrucciones de Mazzini para influir en el Papa y en los otros 
Soberanos. «El Papa, había escrito, avanzará en las reformas por principio y por necesidad... Aprovechad la más mínima concesión para 
reunir a las masas, aunque no sea más que para manifestar su reconocimiento: fiestas, cánticos, asambleas..., dad al pueblo el sentimiento 
su fuerza y hacedle exigente..., un peldaño tras otro... Conseguida una ley liberal, aplaudid y pedid la que debe seguir». 

El Papa, en efecto, lleno de buena voluntad y dispuesto a todo por el bien de su pueblo, concedía ciertas libertades que le parecían 

1 BALAN, Hist. Ecles.: V.I. Turín, 1879, pág. 67. 
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apetecidas y enseguida se organizaron imponentes manifestaciones populares para agradecérselo y pedirle a voz en grito nuevas reformas. 
El 15 de marzo concedía Pío IX la libertad de imprenta, dentro de unos justos límites, lo que no impidió que en agosto aparecieran, tan sól 
en Roma, cincuenta periódicos, detestables en su mayor parte, corruptores del espíritu de los ciudadanos. El 14 de junio ((240)) nombraba 
un consejo de ministros, compuesto de eclesiásticos, y los sectarios, esperando el momento oportuno para pedir un ministerio de seglares, 
lograron hacer oír, unidos a los gritos de «Viva Pío IX», los de «Viva Gioberti», «Viva Italia», mezclados con himnos casi republicanos. E 
5 de julio, con pocas tropas a sus órdenes, permitió se instituyera 
la guardia cívica para guardar el orden público, y de esta forma se armaron los revolucionarios. Poco tiempo después, decretado y nombrad 
el Consejo Municipal de Roma, inauguraba el Consejo de Estado; pero entre los consejeros que representaban a cada una de las ciudades 
del Reino, habían sido elegidos bastantes conspiradores de los más peligrosos. Y mientras tanto se tributaba a Pío IX toda suerte de 
alabanzas y honras. 

Las noticias de Roma llegaban a Turín donde se aprovechaba cualquier ocasión para los gritos frenéticos y obstinados de «Viva Pío IX» 
Monseñor Fransoni entendió enseguida que, bajo aquellas exageradas expresiones de entusiasmo, se ocultaban los manejos de las sectas e 
instado por el Papa para impulsar a los fieles a ayudar a los irlandeses en lucha contra el hambre, escribía en una pastoral el 7 de junio de 
1847: «que aquello era un medio muy a propósito para demostrar adhesión al Pontífice y aplaudirle. No como ésos que aplauden a Pío IX, 
mas no por lo que es, sino por lo que ellos quisieran que fuera. Que se debía reflexionar qeu no son los fragorosos aplausos, ni el 
descompuesto gritar tumultuoso lo que le puede agradar, sino el atender dócilmente sus avisos y ejecutar prontamente, más que sus órdene 
sus invitaciones». 

Don Bosco opinaba igual que el Arzobispo. Naturalmente en el Oratorio se vitoreaba a voz en grito al gran Pontífice; tanto más que don 
Bosco siempre hablaba del Papa con la máxima estima; ((241)) repetía frecuentemente que era necesario estar unidos al Papa porque él era 
el anillo que une los fieles con Dios; y conminaba fatales castigos y caídas a los que se atrevieran a combatir o censurar hasta en lo más 
mínimo a la Santa Sede; y tanto amor sabía infundir hacia ella en sus muchachos, que todos se sentían dispuestos a serle siempre obedient 
y defenderla aun a costa de su propia vida. 
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Los jóvenes, pues, gritaban: «Viva Pío IX»; pero con sorpresa oyeron a don Bosco que quería cambiar sus palabras: 

-íNo digáis Viva Pío IX, decid Viva el Papa! 

-»Y por qué, le preguntaban, quiere usted que digamos Viva el Papa? »Acaso Pío IX no es el Papa? 

-Tenéis razón, replicaba don Bosco: vosotros no veis más allá del sentido natural de las palabras, pero hay ciertas personas que pretende 
separar al Soberano de Roma del Pontífice, al hombre de su divina dignidad. Se alaba a la persona, pero no veo que se quiera prestar 
reverencia a la dignidad de que está revestida. Por tanto, si queremos estar a lo cierto, gritemos: íViva el Papa! 

Y los muchachos repetían: íViva el Papa! 

-Y ahora, continuaba don Bosco, si queréis cantar un himno en alabanza al glorioso Pontífice, entonemos el que hace poco ha compuesto 
el maestro Verdi: 

Saludemos la santa bandera
que el Vicario de Cristo nos dio.


Y todos prorrumpían en un coro clamoroso cantando aquel himno que, según la interpretación de don Bosco, era un homenaje al 
estandarte de la santa Cruz. 

Más de una vez acudían, en los domingos de la época de mayor efervescencia, algunos señores, a título de buenos cristianos, pero 
liberales. Entusiasmados al ver tantos centenares de intrépidos muchachos, les dirigieron unas palabras de aliento y los invitaron a ((242)) 
gritar íViva Pío IX!; pero recibieron una sorpresa poco agradable, al oír el estruendo de más de quinientas voces que repetían: íViva el 
Papa! 

No habían olvidado la lección de don Bosco. Y para que la lección quedara cada vez más grabada colocó por todos los rincones del 
pequeño Oratorio carteles impresos invitando a los muchachos a obedecer al Papa, a acatar sus órdenes y respetar su autoridad. En uno se 
leía: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». En otro: «Donde está Pedro, allí está Dios». Y en otros: «Yo estoy con 
vosotros hasta la consumación de los siglos». «Donde está Pedro allí está la Iglesia». «Apacienta mis ovejas». 

Narraba don Bosco al Cardenal Bernabó en 1873: «Leí en 1847 algunas hojas volantes de los revolucionarios más rabiosos, que decían: 
`Empiécese a gritar Viva Pío IX, pero nunca Viva el Papa; procúrese desacreditar a los jesuitas, pero no toquéis al Pontífice. Alabad a los 
curas buenos, animadlos e intentad halagar su amor 
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propio con la alabanza; si lográis atraer a vuestra causa a los curas malos, habréis hecho un buen negocio'». Y el programa se cumplió a la 
letra; desde entonces, se podía leer, de no estar ciego, cómo todos los movimientos de los liberales iban dirigidos directamente a atormenta 
y destronar al Papa, quitándole todos los medios y apoyos humanos. Aún siguen repitiendo: «Cuando no tenga esperanza alguna de recobr 
lo que se le quitó, tendrá que ceder y plegarse a nuestro querer». 

Con este fin, cuando en 1847 atacaba Gioberti al clero regular, empezaron los conjurados a halagar astutamente al clero secular. Mazzin 
había escrito: « Conviene ganarse al clero y conquistar su influencia... El clero no es enemigo de las instituciones liberales... Si podéis crea 
en cada capital un Savonarola, adelantaremos a pasos de gigante... No ataquéis al clero en su fortuna ni en su ((243)) ortodoxia, prometedl 
libertad y los veréis en vuestras filas... Lo esencial es que no conozcan los fines de la gran revolución. No dejemos ver nunca más que el 
primer paso a dar...». 

El santo y seña de las logias en Turín fue éste: Alabad a los sacerdotes. El no iniciado en los secretos, no entendía la inusitada reverencia 
y cordialidad con que trataban al clero hasta los que no frecuentaban la iglesia. Todos los aniversarios patrióticos empezaron a concluirse 
visitando un santuario, asistiendo a una misa o a un Te Deum con la bendición del Santísimo. Se invitaba al sacerdote a los congresos, a la 
reuniones, a las manifestaciones, y era tratado con toda suerte de atenciones. En la Universidad de Turín, donde se atrincheraban los 
jansenistas como en una ciudadela, se hermanaban los estudiantes de las distintas facultades con los seminaristas y sacerdotes alumnos de 
facultad de teología. Estos no podían en ocasiones sustraerse a las entusiastas ovaciones de estudiantes y profesores. Fuera de ella, hasta 
desde lejos, se podía saber del paso de un insigne eclesiástico o de un grupo de seminaristas por el frenesí con que gritaba la gente: íVivan 
los curas! íVivan los seminaristas! 

No hay que maravillarse, pues, de que en aquel primer momento tomaran parte en el movimiento liberal bastantes sacerdotes jóvenes. 
Unos se habían calentado la cabeza leyendo los escritos de Gioberti; otros, en mayor número, eran unos ilusos e ingenuos que no sabían 
darse cuenta de adónde iban a parar aquellas exclamaciones tan exageradas. No podían siquiera sospechar que las reformas políticas, 
aparentemente deseadas por todos, pudieran tener su lado peligroso, cuando veían que el mismo Pío IX había concedido alguna a su puebl 
Todos ellos podían fácilmente picar en el anzuelo de 
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las aclamaciones, pero ((244)) no todos los sacerdotes se dejaron embaucar por los entusiasmos populares, y figuraba entre ellos en primer 
línea don Bosco, el cual estaba persuadido de que a los hosanna seguirían los crucifige. Más aún, interrogado por sus amigos sobre los 
acontecimientos presentes y futuros de la Iglesia, había respondido: que la revolución iría aumentando poco a poco, hasta llegar a las 
últimas consecuencias. 

Ya era una prueba la manera de tratar a los Obispos, mientras mostraban tantas deferencias por el clero inferior. En 1847 se inventó una 
infame calumnia contra monseñor Felipe Artico, obispo de Asti, vigilante guardían de la disciplina eclesiástica. La autoridad civil, la 
primera, respaldó a los detractores, y el Senado del Piamonte, sin respetar el concordato de 1841, el cual establecía que solamente el Papa 
era el juez de los Obispos, envió con gran ostentación a sus representantes a la misma ciudad de Asti. 

Estos iniciaron proceso criminal contra Monseñor; pero tuvieron que proclamar su inocencia ante la luminosidad de las pruebas. El Rey 
quiso consolar el dolor del eximio prelado, y para darle muestras de su estima, se lo llevó consigo a Racconigi. Pero esto no fue lo bastant 
para acabar con las manifestaciones hostiles y los ultrajes de los intrigantes de Asti contra el buen Obispo, el cual, al fin de año, no 
sintiéndose seguro en la ciudad, se retiró a una finca episcopal en la ladera de una colina 
solitaria. Ni allí le dejaron vivir tranquilo, haciéndole blanco de inverecundas burlas. Sirviéronle de consuelo, en medio de tantas 
amarguras, la defensa de todo el episcopado piamontés y la constante amistad con don Bosco. 
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((245)) 

CAPITULO XXII 

PROPOSITOS DE DON BOSCO DURANTE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN SAN IGNACIO -AMENAZA DE CARLOS 
ALBERTO A AUSTRIA -DON BOSCO Y EL INSTITUTO DE HERMANOS DE LA CARIDAD -HOSPITALIDAD GENEROSA 
VIAJE A STRESA -DON BOSCO SABE DESDE LEJOS LO QUE OCURRE EN EL ORATORIO -PARADA DE LOS MUCHACHO 
EN MONCUCCO, YENDO DE PASEO A I BECCHI -EL PRIMER ESTUDIANTE EN EL ORATORIO -LOS PRIMEROS 
SACERDOTES QUE CONVIVEN CON DON BOSCO -SEÑORES Y SEÑORAS QUE ATIENDEN A LOS MUCHACHOS 
EXTERNOS E INTERNOS -LOS MEDICOS 

MIENTRAS vivían los buenos en la zozobra del misterioso agitarse de los enemigos de la Iglesia, se iniciaban los santos Ejercicios 
Espirituales en San Ignacio, junto a Lanzo. Hacía varios años que don Bosco, por amor a la pobreza evangélica iba hasta allí a pie, en una 
sola mañana. Don Juan Giacomelli le acompañaba en aquella caminata de más de treinta kilómetros. Recuerda el profesor don Víctor 
Alasonatti, de Avigliana, que aquel año don Luis Guala y don José Cafasso invitaron para predicarlos a un padre Jesuíta y a un canónigo d 
Vercelli. Dejó escrito don Bosco en una nota: 

«Propósitos de los Ejercicios Espirituales del 1847: 

Cada día: Visita al Santísimo Sacramento. 

Cada semana: Una mortificación y confesión. 

Cada mes: Leer las oraciones de la buena muerte. 

Domine, da quod jubes et jube quod vis (Señor, da lo que mandas y manda lo que quieres). 

((246)) El sacerdote es el incensario de la Divinidad. (TEODOTO). Es soldado de Cristo (SAN J.C.). La Oración es para el sacerdote 
como el agua para el pez, el aire para el pájaro, la fuente para el ciervo. 

El que reza es como aquél que va al palacio del Rey». 

Después de descansar y confortar su espíritu en la soledad y la paz de los montes, descendió don Bosco a incorporarse a la ciudad, que f 
sacudida muy pronto por acontecimientos políticos inesperados. 
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La cuestión de la sal entre Austria y Piamonte bordeaba ya el período agudo de la guerra, cuando llegó la noticia de que tropas austríacas, 
pretexto de defender el reino Lombardo-Véneto, habían ocupado, violando con ello los derechos pontificios, la ciudad de Ferrara. El hecho 
llenó de indignación el corazón de los italianos y de petulancia a las sectas. Junto a los Vivas patrióticos, se empezaron a oír por todas 
partes los gritos de: Afuera los bárbaros, abajo Austria. Carlos Alberto, siempre 
decidido a no separar jamás su causa de la del Papa, se apresuró a hacer saber al Pontífice que estaba pronto a su servicio con su ejército y 
su escuadra, y en agosto leía el conde Castagnetto al congreso agrario de Casale la carta que le dirigía al Rey, con las siguientes frases: «S 
la Providencia nos manda la guerra, por la independencia de Italia yo montaré a caballo con mis hijos y me pondré a la cabeza de los 
ejércitos... Será un hermoso día aquél en que se pueda gritar: íA la guerra de la independencia de Italia!». Todos los periódicos repitieron 
estas frases, las cuales produjeron una triste impresión en cuantos preveían las consecuencias de la guerra. 

Don Bosco, entre tanto, se daba cuenta de que él solo no podría soportar por mucho tiempo el peso cada vez más gravoso del Oratorio y 
no encontraba quien quisiera hacer vida común con él y consagrarse del todo y para siempre a la salvación ((247)) de la juventud. Hacía 
algunos años que acariciaba la idea de agregarse a alguna institución ya existente, que le permitiese dedicarse a su iniciativa y le diese los 
medios para llevarla a cabo. Deseaba vivamente rodearse de hermanos, a quienes comunicar lo que sentía su ardiente corazón. Por su parte 
estaba dispuesto a ser obedientísimo a cualquiera que, en tal Instituto, se le designara para mandarle; más aún, hubiera preferido llevar 
adelante su plan, paso a paso, guiado por la obediencia a un superior. 

«Pero la Virgen María, nos contaba más tarde don Bosco, me había indicado en visión el campo donde yo debía trabajar. Poseía, pues, e 
proyecto de un plan, premeditado, completo, del que no podía ni quería apartarme de ningún modo. Era yo absolutamente responsable de s 
éxito. Veía claramente la línea a seguir, los medios a emplear para triunfar en la empresa; no podía, por consiguiente, exponerme al riesgo 
de echar por tierra aquel proyecto dejándolo a la merced de la opinión y la voluntad de otros. A pesar de ello, aquel mismo año 1847 quise 
observar con mayor diligencia, si ya existía alguna Institución en la que yo pudiera tener la seguridad de desarrollar mi mandato; pero 
pronto me convencí que no. 
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«Aunque los móviles y el espíritu que los animaba eran muy santos, no correspondían a mis fines. Estos motivos detuvieron mi deseo de 
inscribirme en una orden o congregación religiosa. Opté, por fin, por quedarme solo, y, en vez de unirme a socios ya experimentados en la 
vida comunitaria y ejercitados en las diversas obras del ministerio apostólico, me puse a buscar, tal y como se me había indicado en los 
sueños, a jóvenes compañeros que yo mismo debía seleccionar, instruir y formar». 

((248)) Sin embargo, no se le había prohibido buscar un apoyo para su obra en una congregación y estudiar si sus constituciones estaban 
adaptadas a los tiempos. 

Por eso se dejaba arrastrar por una especial simpatía y un vivo interés hacia el Instituto de Hermanos de la Caridad 1 que conocía, por la 
fama, la virtud y la doctrina de que estaban dotados su fundador y sus religiosos; sabía que ellos habían tenido en Rovereto escuelas 
nocturnas para obreros, a fin de apartarlos de las tabernas y del vicio; que habían abierto en Trento y en otras partes Oratorios festivos para 
los muchachos; que su predicación por los pueblos campesinos producía mucho bien, y que sus misioneros atraían en Inglaterra muchas 
almas al redil de Jesucristo. Estaba convencido, al mismo tiempo, de que las bases de su organización monástica eran según y conforme a 
las exigencias de los tiempos nuevos y que ofrecían garantía de estabilidad y defensa contra el huracán ya inevitable, que cernía contra las 
órdenes religiosas y su patrimonio. Habían sustituido la propiedad colectiva por el derecho, al menos in radice, de la propiedad personal; y 
por tanto, no podían surgir argumentos legales que se opusieran a una posesión sujeta a las leyes comunes. Don Bosco había también 
reflexionado sobre la importancia de servirse ocasionalmente de la influencia que el abate Rosmini ejercía en Turín sobre los hombres 
últimamente revestidos de autoridad, y por tanto, la conveniencia de tenerlo como amigo y protector. Era su sistema valerse diligentement 
de todos los medios humanos y dejar después con confianza que la Divina Providencia guiase todo a su beneplácito. 

Facilitaba estos intentos su amistad con algunos sacerdotes del Instituto de la Caridad, de la abadía de San Miguel de la Chiusa, que 
emulaban el celo y el trabajo de los antiguos hijos de San Benito; el 

1 El Instituto de Hermanos de la Caridad fue fundado en 1828 por Antonio Rosmini (1797-1855) sacerdote y filósofo italiano, que rehus 
el capelo cardenalicio y desempeñó la cartera de instrucción pública. (N. del T.) 
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haber guiado él mismo a su noviciado de Stresa a algunos de sus ((249)) muchachos, que deseaban abrazar el estado religioso. La 
hospitalidad que él ofrecía a aquellos buenos padres, que no tenían casa en Turín, hacía más íntimas sus relaciones. Cuando el abate 
Rosmini pasaba por Turín, el marqués Gustavo Benso de Cavour le quería de huésped en su casa; pero cuando sus discípulos llegaban allí 
por algún negocio o necesitados de reposo después de un largo viaje iban siempre, durante muchos años, a alojarse en el Oratorio. Don 
Bosco les dispensaba todas las atenciones que le permitía su pobreza, y ellos, generosos, acostumbrados a una vida austera, quedaban 
siempre satisfechos. 

Cuando podía, les asignaba una habitación; y cuando su pequeña casa estaba ya ocupada por otros forasteros, conducía al recién llegado 
su propia habitación, cedíale su propia cama y en un espacio inverosímil, oculto por un armario, que servía como de muralla, echaba un 
colchón y sobre él se acostaba. Si el forastero era persona de cierto respeto, íbase él a buscar un rincón en la cocina o en la sacristía donde 
pasar la noche. Así continuó hasta el año 1854. 

Reconocidos a estas y otras atenciones, los padres Gilardi y Fledelicio le habían invitado mil veces a que fuera a Stresa; pero se lo 
impedía el trabajo. Finalmente, en otoño de 1847, se decidió a aquel viaje. Iba para entrevistarse con el abate Rosmini y pedirle su parecer 
sobre diversos planes que le preocupaban y de los que más tarde hablaremos y, al mismo tiempo, para pasar unos días con sus jóvenes 
alumnos, por él enviados a aquel noviciado. 

Al partir, dejó el Oratorio en manos del teólogo Carpano y de los dos jóvenes Barretta y Costa, que eran los factótum y principales 
cantores; les recomendó con mucho ahínco la asistencia de sus compañeros y montó en la calesa del empresario Federico Bocca, que quiso 
acompañar personalmente a don Bosco ((250)) y guiar su caballo. El señor Bocca es quien nos contó los incidentes de este viaje. 

Después de algunos días, y era domingo, a cierto punto del camino, don Bosco, que se había mantenido en silencio, concentrado en sus 
pensamientos, exclamó de pronto: «íAhora resulta que Barretta y Costa, aprovechándose de mi ausencia, no han ido al Oratorio, y que el 
teólogo Carpano no está en su puesto y, en cambio, está ahora haciendo esto y lo otro!». 

Al oír estas palabras Bocca tomó nota para comprobarlas a la vuelta. 

Pararon en Chivasso, Santhiá, Biella, Varallo y Orta. Llegaron a Miassino, cuya hostería estaba llena de huéspedes. Don Bosco, con 
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sus modales joviales y afectuosos se ganó enseguida a todos y les narró la vida de San Julio, con gran gusto de aquella gente, poco 
acostumbrada a panegíricos de santos. De allí pasó a los seminarios menores de Gozzano y San Julio, en la diócesis de Novara, y se 
hospedó en casa de los señores Razzini. Llegó a Stresa, pasando por Arona y San Carlone. Con gran pena supo, al llegar, que el abate 
Rosmini estaba ausente. Pero el padre Fledelicio lo recibió con grandes agasajos porque esperaba que don 
Bosco se hiciese rosminiano. Le acompañó a las islas Borromeas, a Intra, Pallanza y al santuario de Santa Catalina del Sasso, al otro lado 
del lago Mayor, en donde se contempla una gran peña casi milagrosamente suspendida en el aire sobre el sagrado edificio. Entre tanto, 
preguntando y observando, conoció perfectamente el espíritu de los Rosminianos y constató que no andaban de acuerdo con el suyo en 
varias opiniones y determinados principios. Sin embargo, no soltó palabra que descubriese su 
pensamiento. Contento con las cariñosas demostraciones de aquellos novicios y de sus superiores, volvió a Turín pasando por Arona, 
Novara, Vercelli y Chivasso. Hubo graciosas escenas provechosas para el alma, en las ventas donde se detuvo para refocilarse y, según 
costumbre, ((251)) también confesó a cocheros y a mozos de cuadra. El viaje duró casi doce días. 

El señor Bocca fue enseguida a ver al teólogo Carpano y le dijo: 

-El domingo pasado usted no estaba en su sitio en el Oratorio y se puso a hacer esto y esto. 

-»Por quién lo ha sabido? 

-Por el mismo don Bosco. 

Y el Teólogo, que era temperamentalmente sanguíneo, se quitó el bonete, lo arrojó indignado al suelo y exclamó: 

-Ya está; ya han corrido a contárselo todo. »Quién se lo ha dicho? 

Pero enmudeció y se calmó cuando supo que el mismo don Bosco había adivinado o visto su ausencia. También constató el señor Bocca 
que eran verdad las palabras de don Bosco relativas a los dos jóvenes cantores. 

Don Bosco permaneció poco tiempo en Turín. 

El día 2 de octubre, según lo había preparado el teólogo Borel, fue de paseo con todos los oratorianos a Superga, donde habían mandado 
preparar un canasto de uvas para merendar; y desde allí siguió a pie con algunos alumnos para la excursión de costumbre a I Becchi. Le 
acompañaba su madre, con la cesta al brazo. Mientras anduvieron por las calles de la ciudad, ella iba platicando con su hijo 
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sobre cómo alojarían y atenderían a aquellos buenos muchachos; pero, una vez que pasaron el recinto de consumos y se vio a campo libre, 
empezó a rezar en alta voz el rosario, al que respondía toda la comitiva. 

Los señores Moglia, sus antiguos amos y cooperadores, avisados por carta de su paso, les prepararon todo bien de Dios en su alquería 
para atenderlos dignamente. Los primeros años iba siempre con cuatro o cinco muchachos, después con diez o quince. La última vez fuero 
veinticinco, y ya dejó de pasar por casa de los Moglia, por miedo a abusar de su generosidad y por el número siempre en aumento de sus 
acompañantes. 

Su llegada era un día de fiesta y alegría. Tenían preparada para ((252)) los muchachos una abundante polenta, con gran cantidad de 
salchichas, que ellos mismos aliñaban. Don Bosco y sus ayudantes, cuando tuvo consigo sacerdotes y clérigos, se sentaban a la mesa con e 
amo y su familia. Desde allí reanudaba don Bosco su camino hasta Morialdo, donde acostumbraba a quedarse en su casa paterna unas 
semanas, ayudando al teólogo Cinzano en la fiesta del Rosario. 

Al volver a Turín llevóse consigo a Valdocco al primer estudiante de Castelnuovo de Asti, sobrino suyo, llamado Alejandro, hijo del 
señor Juan Bautista Pescarmona. El padre, rico propietario, convino con don Bosco pagarle una determinada pensión mensual y proveer a 
su hijo de ropa, libros y cuanto fuera menester en caso de enfermedad. Debía matricularse para el tercer curso de latín, se alojaría en casa d 
don Bosco e iría a clase con un profesor de la ciudad, llamado José Bonzanino. El padre, 
sabedor de las estrecheces que pasaba don Bosco, quiso adelantarle la pensión convenida, correspondiente a tres años. 

Hemos hecho referencia a este caso para recordar una norma que, ya desde entonces establecía don Bosco para aceptar a un alumno en s 
asilo. «Es nuestro fin mantener gratuitamente a muchachos pobres, y no es justo que el que posee poco o mucho, de por sí o por su familia 
si quiere ser admitido entre nosotros, se aproveche de las limosnas que fueron dadas para los otros. Este principio debe servir para fijar la 
cuota mensual, más o menos módica, de la pensión de un muchacho». 

Alejandro no fue el único a quien don Bosco hizo sentar a su mesa. Andaba siempre a la caza de ayudantes que le echaran una mano par 
llevar adelante su obra; daba por consiguiente alojamiento en su casa a eclesiásticos ((253)) o seglares, que querían vivir en Turín por razó 
de estudio u otros motivos. Estos pagaban una pensión 
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convenida. Su amigo y discípulo en Chieri, el sacerdote Palazzolo, se alojaba en su casa el 23 de octubre de 1847, y el 29 del mismo mes y 
año entró también en Valdocco don Pedro Ponte, que fue quizá el segundo que tuvo el cargo de Prefecto en el Oratorio festivo; ambos 
vivieron con don Bosco durante todo el 1848 en el que estuvieron empleados en iglesias de la ciudad. Las dos tortillas de hierbas, hechas 
para toda la semana, no eran ya presentables para aquellos pensionistas. Así que hubo de servirse 
comida y cena poco más o menos al estilo de las comunidades. Era lo suficiente para la nutrición, pero ciertamente faltaba todo género de 
exquisitez. Las reiteradas insistencias de los demás no lograron que don Bosco cambiara de sistema. Por eso sus comensales no duraban 
mucho tiempo a su lado, ya que, por deliberada voluntad, hacía una vida de continuo sacrificio y mortificación. Repetía a menudo con San 
Pablo: «Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso».1 

Aquí viene bien el repetir cómo su pobreza y mortificación inducían a sus bienhechores a socorrerlo con largueza, al ver que no reservab 
nada para sí; cómo eso era para ellos una prueba de que ningún fin humano le inducía a soportar tantas incomodidades y fatigas, y cómo, 
con aquella austeridad, inducía a las almas generosas a imitar su celo y a colaborar con él hasta con su prestación personal. Algunos señore 
nobles y burgueses se unieron a los catequistas y a los jóvenes maestros y los 
ayudaban en la iglesia y fuera de ella en sus oficios. Estos señores se prestaban especialmente para buscar a los muchachos que no tenían 
trabajo y procuraban arreglarlos convenientemente para presentarse decentemente ((254)) en los talleres o tiendas donde lograban colocarl 
y adonde iban durante la semana a visitarlos. Don Bosco, en una conferencia a los cooperadores en 1878, exclamaba: «Era evidentemente 
Divina Providencia quien los mandaba, y gracias a ellos pudo multiplicarse el bien. Estos 
primeros cooperadores, lo mismo eclesiásticos que seglares, no ahorraban incomodidades y fatigas sino que, al ver cómo muchos jóvenes, 
antes díscolos, se enderezaban por el camino de la virtud, se sacrificaban a sí mismos para salvar a los demás. Vi a muchos abandonar las 
comodidades de su casa y venir no sólo los domingos, sino además todos los días de cuaresma, a enseñar el catecismo a una hora muy 
incómoda pero que era la más apropiada a los muchachos. Los vi también venir en el invierno todas las tardes a Valdocco, por calles y 
senderos deshechos, peligrosos, cubiertos de nieve y 

1 I Tim. VI,8. 
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de hielo, para dar clase a los grupos faltos de maestro, dedicándoles el mayor tiempo posible». 

Debemos contar entre ellos al conde Cays de Giletta, al marqués Fassati y después al conde Callori di Vignale y al conde Scarampi di 
Pruney, el cual el 1900, a la edad de ochenta años, hablando con el profesor don Celestino Durando, lloraba de consuelo y de ternura 
recordando a don Bosco y aquellos primeros años. 

Junto a los cooperadores fueron apareciendo en el Oratorio las cooperadoras, de las cuales también habló en la referida conferencia: «Se 
sentía cada vez más la necesidad de ayudar materialmente a nuestros pobres muchachos. Los había con unos pantalones y chaquetas hecha 
jirones, con colgajos por todas partes, hasta con menoscabo de la modestia. Algunos no podían cambiarse el pingajo de camisa que 
llevaban; iban tan sucios que ningún patrón quería admitirlos ((255)) en su taller. Fue la ocasión que hizo ver la bondad y la utilidad que 
prestaban las bondadosas cooperadoras. Quisiera yo ahora, para gloria de aquellas señoras turinesas, hacer saber por doquiera cómo, aun 
perteneciendo a familias conspicuas y delicadas, no tenían repugnancia en tomar 
aquellas chaquetas y aquellos pantalones asquerosos y remendarlos con sus propias manos; tomar aquellas camisas hechas jirones, que 
quizá nunca habían visto el agua, tomarlas ellas mismas, digo, lavarlas, remendarlas y entregarselas de nuevo a aquellos pobres muchacho 
que, ganados por el perfume de la caridad cristiana, perseveraban en el Oratorio y en la práctica de la virtud. Varias de estas beneméritas 
señoras mandaban ropa blanca, trajes nuevos, dinero, comestibles y todo cuanto podían. Algunas 
están presentes aquí oyéndome, muchas otras ya fueron llamadas por el Señor a recibir el premio de sus trabajos y obras de caridad». 

Estas santas mujeres se habían agrupado alrededor de mamá Margarita. Fue la primera, juntamente con su hermana, la señora Margarita 
Gastaldi, madre del canónigo Lorenzo Gastaldi y con ella la marquesa Fassati, después una ilustre dama de la Corte y otras más, que no se 
desdeñaban de asociarse a la humilde campesina de I Becchi para remendar harapos en su pobre cuartito. 

Y cuando don Bosco empezó a recoger huérfanos, ellas, con una solicitud maternal se cuidaron de ellos como de sus propios hijos. Todo 
los sábados llevaban a los alumnos camisas y pañuelos. Todos los meses les cambiaban las sábanas por otras limpísimas y, a veces, 
apedazadas con esmero. La señora Gastaldi era la que se cuidaba del lavado de la ropa interior. Los domingos pasaba revista de 
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las camas, después, como un general de la armada, ponía en fila a los alumnos y pasaba revista uno por uno, mirando si se habían cambiad 
la camisa y si se habían lavado las manos y el pescuezo. Después hacía poner aparte todo lo que debía ((256)) lavarse y lo distribuía entre 
las personas que se encargaban de aquel trabajo. Revisaba también los trajes para comprobar si necesitaban algún arreglo y acudían despué 
a varias instituciones piadosas y casas de educación femenina que iban a porfía para realizar este trabajo de beneficencia. Dicha señora 
pasaba buena parte del día en la ropería del Oratorio ayudando a mamá Margarita a tenerla en orden; proveía o hacía proveer de cuanto era 
menester para camas y personas; ayudaba también cuanto podía con dinero, de modo que los muchachos la consideraban, a la par de su 
hermana, como a una singular bienhechora. Siguió haciendo esta obra de caridad bastantes años, aún después de la muerte de la madre de 
don Bosco. 

Hemos señalado hasta aquí las atenciones de que eran objeto los hijos del Oratorio cuando estaban sanos; pero hemos de añadir que si 
alguno caía enfermo, no faltaron desde un principio insignes bienhechores para asistirlos, aliviar sus dolores y procurar curarlos. A los 
muchachos externos, don Bosco los recomendaba a los médicos de la beneficencia; proporcionaba además socorro a los más necesitados, 
cuando estaban con sus familias; y recomendaba a las hermanas enfermeras y a los médicos a los que iban al hospital, para que tuvieran co 
ellos cuidados especiales. A unos y otros iba luego a visitarlos con cariño de padre. Desde un principio quiso que para los asilados en 
Valdocco hubiera un médico de cabecera y fue el primero el doctor de Vella, natural de Cavagliá. Don Bosco le tenía gran afecto, igual qu 
a un hermano suyo que iba a enseñar catecismo en el Oratorio juntamente con otros seminaristas enviados por la Curia de monseñor 
Fransoni. El doctor, atendió afectuosamente esta obra de caridad hasta 1856 en que cesó, al ser nombrado profesor de medicina en la 
Universidad de Bolonia. ((257)) Sucedieron al doctor Vella otros médicos eminentes, animados de su mismo espíritu, de quienes haremos 
cariñoso recuerdo a lo largo de nuestra 
narración; pero, además de éstos, que podríamos llamar médicos oficiales, hubo centenares de facultativos que, a lo largo de más de 
cuarenta años, acudían gratuitamente de día y de noche, a la menor invitación de don Bosco o de sus representantes, para visitar y atender 
cualquier alumno gravemente enfermo. Eran hombres de fama reconocida por su saber, experiencia y habilidad en las más difíciles 
operaciones quirúrgicas, ocupadísimos de la mañana a la noche, y 
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sin embargo, pese a las muchas incomodidades, agradecían el que solicitaran sus intervenciones, y decían estar siempre dispuestos a acudi 
cuando fuere necesario. Los hijos del pueblo eran atendidos con la misma solicitud que los hijos de grandes señores. Tanto puede la 
delicadeza de espíritu unida a la caridad cristiana. íHonor a los médicos de Turín! No dejaremos de rezar por ellos, ni cesará nuestro 
agradecimiento, porque no sólo nos enseña la Sagrada Escritura: «Da al médico, por sus servicios, los honores que merece», sino que 
además añade que él es don del Señor: «porque también a él le creó el Señor». 1 

1 Eclesiastés, XXVIII, 1. 

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((258)
)


CAPITULO XXIII


EL JOVEN JUDIO DE AMSTERDAM -SU ENCUENTRO CON DON BOSCO EN EL HOSPITAL -SU HISTORIA -UNA 
HERMANA SUYA SE HACE CATOLICA -SUS DUDAS RELIGIOSAS -CAUSA DE SU ENFERMEDAD -CONFERENCIAS CON 
DON BOSCO -MANEJOS DE LOS JUDIOS PARA IMPEDIR SU CONVERSION -SU BAUTISMO Y PRECIOSA MUERTE 

DURANTE el curso de 1847 al 1848 la bondad divina se sirvió de don Bosco, como instrumento, para una conversión maravillosa. Un día 
visitaba como de costumbre el hospital de San Juan cuando le comunicó la superiora de las religiosas, sor Serafina de Buttigliera, que hab 
ingresado enfermo un joven judío de veintitrés años, que parecía querer hacerse cristiano. Dio don Bosco a la religiosa unas normas de 
prudencia para empezar a instruirle sin meterse en controversias y le prometió que se preocuparía 
de aquella pobre alma. La religiosa, para entretener agradablemente al joven judío, empezó a contarle, entre otras cosas, lo que sabía de do 
Bosco, especialmente su amor a los muchachos, y lo que había hecho y estaba haciendo por ellos en Turín. El joven judío escuchaba 
maravillado con creciente interés estos relatos, así que poco a poco fueron creciendo en él las ganas de conocer a aquel sacerdote. Hasta qu 
un ((259)) día entró sor Serafina en la habitación, después de haber prevenido a don Bosco, y le dijo: 

-Le voy a dar una noticia que imagino le gustará. Acaba de entrar en la sala general ese sacerdote de quien tanto hemos hablado. Si quier 
verle y conocerle, le haré pasar. Su visita le agradará. 

El joven respondió la mar de contento: 

-Sí, sí, con mucho gusto. 

Don Bosco entró. Era aquella una de las habitaciones más lujosas del hospital. El joven, que todavía tenía fuerzas para mantenerse fuera 
de la cama, estaba sentado. Al entrar el sacerdote se levantó y quitóse respetuosamente la gorra, cuya visera velaba su rostro. Su apuesto 
aspecto acusaba un espíritu enfermo. A las primeras preguntas comprendió don Bosco que era de una índole estupenda y 
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que poseía un corazón sin doblez; su visita fue breve, pero abrió el camino a otras muchas de más larga duración y frutos consoladores. 
Aquel joven, apenas conoció a don Bosco, sintió una amable y profunda simpatía hacia el sacerdote católico y le contó toda su vida. Se 
llamaba Abraham; había nacido en Amsterdam, donde vivían sus padres, que eran muy ricos. Gracias a su talento había progresado 
rápidamente en los estudios y, como era el ídolo de la familia, habían satisfecho todos sus deseos de 
diversiones, teatros, reuniones y comodidades. Con todo, él siempre había sido moderado. Tenía una hermana mayor, Raquel, a la que 
quería muchísimo. Deseaba ésta secretamente hacerse cristiana y había logrado instruirse en las verdades católicas, leyendo a escondidas 
buenos libros de religión y hablando con personas católicas. Poco a poco, y sin que él lo advirtiera, le había ido insinuando máximas 
cristianas. Raquel, que tenía algunos años más que ((260)) Abraham, estaba decidida a hacerse Hermana de la Caridad. Al cumplir los 
diecisiete años, manifestó a su padre la idea y le pidió permiso para ir a Francia. El padre se indignó mucho y, ya que no podía disuadirla, 
no quiso autorizar su partida hasta que llegara a ser mayor de edad. Sólo entonces consintió en que marchase a donde quisiese, pero la 
desheredó y no le otorgó la más mínima ayuda con que vivir. Pero una tía suya, hebrea también, movida a compasión, le entregó la suma 
necesaria para pagar la dote con que entrar en las Hijas de San Vicente. Raquel fue a Paris; cuando supo Abraham que su hermana quería 
hacerse católica y monja, le cobró una gran aversión, en gran parte debida a que se imaginaba que su hermana ya no le quería. A pesar de 
todo, los sentimientos cristianos se habían adentrado en su corazón lo suficiente para conservar viva la duda sobre su religión. 

No tardó su madre en advertir las dudas de su hijo y, para mantenerlo firme en la religión hebrea, íbale contando a menudo las ridículas 
pavorosas fábulas de Talmud que amenazaban con terribles castigos a los judíos que abandonan su religión. Abraham, con todo, se 
mostraba incrédulo e iba repitiendo: 

-»Qué puedo temer de esa maga, que según usted dice, vive desde los tiempos de Adán? Si todavía existe, como usted asegura, debe ser 
muy vieja y tener pocas fuerzas para hacerme daño. 

Su padre, en extremo supersticioso, al ver que su hijo se apartaba cada vez más de sus opiniones y hasta se mofaba de ellas, llamó a un 
Rabino para que lo persuadiese con sus razonamientos. Pero Abraham, que poseía una perspicaz inteligencia, discutía especialmente con é 
sobre el punto capital del reino eterno pormetido por 
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Dios a David y le preguntaba dónde estaba ese reino en los tiempos presentes. 

((261)) Siempre le repetía: 

-«Está escrito en los libros de Moisés que no caerá el cetro de Judá y el Capitán de su lado, hasta que no venga el Mesías. Ahora bien, si 
el Mesías no ha venido, »dónde está nuestro reino de Judá? »Y si el reino de Judá ha sido tomado, no es señal de que el Mesías ya ha 
venido?». 

El Rabino, por mucho que se empeñó, no logró convencerle. 

El padre, que lo quería con predilección, al verle tan preocupado y deseoso de instruirse en la religión, lo mandó a los pastores 
protestantes, para que intentaran resolver sus objeciones, persuadido de que lograrían convencerlo sin que abandonara las creencias en las 
que había nacido. Probaron éstos ganarlo para su secta, pero el joven no le parecía religión una sociedad sin sacrificios, sin ritos solemnes 
sin unidad y sin doctrinas seguras. Entonces aquellos desalmados, para convertirlo, lo encaminaron por la senda del vicio y, 
desgraciadamente, cayó en el lazo. 

La consecuencia de la vida desordenada fue una lenta enfermedad al pecho. Cuando Abraham experimentó los primeros síntomas y 
reconoció que la causa eran los pérfidos consejos de los protestantes, se encendió en odio contra el cristianismo. Quejóse amargamente a s 
padre de que le hubiera dirigido a los pastores. Pero el padre le respondió: 

-«Quisiste conocer el cristianismo y ellos son los maestros». 

En efecto, en Amsterdam todo lo que llevaba nombre de cristanismo era protestante. Protestantes eran los templos, los tribunales, la 
sociedad. Los católicos eran pocos y desconocidos: sus nombres y el de nuestra sacrosanta religión no habían resonado en sus oídos. 
Abraham estaba persuadido de que su hermana Raquel había ingresado en el protestantismo al hacerse cristiana. 

Como la enfermedad persistía, decidieron sus padres ponerle bajo el cuidado de los médicos más expertos; lo mandaron primero a Viena 
donde permaneció algún tiempo en hospitales especializados, tratado con toda esplendidez, ya que ((262)) el padre no reparaba en gastos. 
Pero la enfermedad seguía su curso, por lo que intentaron cambiarles de aires trasladándole, primero, a Innsbruch y, luego, a Turín. Las 
pruebas no tuvieron éxito y la pulmonía se convertía en una verdadera tisis. En un principio fue acogido con muchos cuidados en casa de 
unos judíos ricos, los cuales temiendo se contagiaran sus hijos, lo enviaron a Chieri. Pero como allí empeoró, volvió a Turín 
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a casa de sus parientes, los cuales, al cabo de unos días, acabaron por meterlo en el Hospital de San Juan, alquilando una habitación 
particular. 

Tuvo entonces la fortuna de encontrarse con don Bosco, el cual no le habló para nada de religión en las primeras visitas que le hizo; sólo 
entró en el tema cuando estuvo seguro de su aprecio. Conoció entonces Abraham su error acerca del cristianismo, que había confundido co 
una secta protestante y quedó admirado de la hermosura del catolicismo. Pero los judíos se dieron cuenta de las largas visitas de don Bosc 
y se pusieron en guardia para impedir la conversión. A partir de aquel momento se hizo díficil hablar con Abraham sobre religión, y don 
Bosco apenas si podía acercarse a él. Habían puesto a su lado dos sirvientas para atenderlo continuamente, una de día y otra de noche. 
Abraham estaba angustiado porque deseaba instruirse más, cuando se dio cuenta de que una de las sirvientas hablaba sólo en francés y la 
otra en francés y alemán. Y como él sabía perfectamente el inglés, comunicó su descubrimiento a sor Serafina, que también hablaba el 
inglés, y se pusieron de acuerdo para continuar su instrucción en aquella lengua, persuadidos de que no serían entendidos. Don Bosco 
dirigía aquellas lecciones de catecismo dando a leer a la hermana las «Discussioni dirette agli Ebrei» (Discusiones directas con los hebreos 
de Pablo de Médici y «Los Hebreos» del teólogo Vicente Rossi, de Mondoví, dos obras que ((263)) presentan argumentos para convencer 
los judíos de que el Mesías, esto es Jesucristo, ya ha venido. Las dos sirvientas presenciaban las conversaciones y, aunque no entendían un 
palabra, sospecharon y se lo comunicaron a sus dueños, los cuales tenían orden de su padre de impedir absolutamente la conversión de 
Abraham al catolicismo. Quisieron, pues, trasladarlo a Chieri; pero no pudo vencerse la repugnancia de la familia judía de Chieri contra 
aquella enfermedad, ni con la esperanza de una buena ganancia, y optaron por dejarlo en el hospital de San Juan. 

Entretanto la enfermedad progresaba; los judíos estaban alerta y el padre, puesto sobre aviso, ordenó que su hijo fuese llevado a 
Amsterdam vivo o muerto. Los médicos se opusieron resueltamente a lo que ellos llamaban un homicidio, afirmando que no había ningun 
esperanza de curación y que, dada la debilidad del enfermo, moriría antes de tiempo a causa del viaje. Los judíos de Turín, al ver que no 
había esperanza de curación y vencidos por su temor supersticioso a acercarse a los moribundos, lo abandonaron, sin cuidarse ya de librarl 
de los cristianos. Aprovechando un momento oportuno, el 
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capellán Rossi lo bautizó, le administró la comunión y la extramaunción a las dos de la madrugada. Los judíos no se enteraron. Don Bosco 
fue a visitarlo unos días después, pero se encontró por los pasillos con un convaleciente que le detuvo: 

-»Va a visitar quizá a Abraham? 

-Sí. 

-Ha muerto ayer por la tarde. 

El enfermo había permanecido seis meses en aquel hospital. 

Cuando don Bosco fue a París en el 1883, al visitar a las Hermanas de la Caridad, preguntó si se encontraba todavía en aquella casa una 
hermana de Amsterdam que antes había sido judía. 

-Sí, sí, aquí está, respondió la hermana portera: es sor Raquel. 

((264)) -Pues bien, dígale que he de darle las últimas noticias de su hermano. 

-»Su hermano? Hace tiempo que murió. 

-Lo sé, pero puede decirse que murió con la cabeza apoyada sobre este mi brazo. 

-Entonces, »murió siendo católico? Su hermana tuvo alguna noticia de la conversión de su hermano, pero fue sólo un vago rumor sin 
confirmarse. 

-Yo puedo confirmárselo con toda seguridad. »Cuándo podré ver a sor Raquel? 

-Vuelva mañana a decirnos la misa, y yo hablaré con la Superiora. íQué contenta se va a poner sor Raquel! 

A la mañana siguiente don Bosco no falló. Grande fue la alegría de la hermana con aquel encuentro. Tenía delante al sacerdote que el 
Señor había destinado para conceder la eterna salvación a su querido hermano, y ya sabía que la semilla por ella depositada hacía tantos 
años, había dado sus frutos de vida eterna. Don Bosco celebró la misa y predicó y aquellas buenas hermanas pasaron un día de verdadera 
fiesta con sor Raquel. 
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((265)) 

CAPITULO XXIV 

NECESIDAD DE UN SEGUNDO ORATORIO FESTIVO -DOS AMIGOS DE ACUERDO -SUGERENCIAS DE MONSEÑOR 
FRANSONI -EL CAPITAN EN BUSCA DE UNA POSICION ESTRATEGICA -UN RAYO -LAS ABEJAS Y EL ANUNCIO DE UN 
NUEVO ORATORIO -VISITAS -LAS LAVANDERAS ENFURECIDAS Y AMANSADAS 

CUANTO más se esmeraban don Bosco y su incomparable ayudante el teólogo Borel y los demás colaboradores en promover la instrucció 
escolar y religiosa en el Oratorio de San Francisco de Sales, tanto más crecía el número de los que acudían a él. En los días de fiesta 
llegaban a tal cantidad que no cabían en la capilla, por lo que había que entretener, durante las funciones religiosas, a más de doscientos 
muchachos, en las clases o en un rincón del patio, aunque el mismo patio, de ningún modo estrecho, resultaba sin embargo, insuficiente 
para divertir libremente; más bien daba el aspecto de una plaza de armas, donde la gran cantidad de soldados en formación hace casi 
imposible realizar los ejercicios militares sin tropezarse el uno con el otro o darse involuntarios golpes con el sable. Se imponía, pues, 
buscar una solución. 

Después de las funciones de la tarde de un día de fiesta del mes de agosto, don Bosco llamó aparte al teólogo Borel y le dijo: ((266)) 

-Habrá usted notado hace ya unos domingos, y hoy especialmente, que la cantidad de muchachos que viene al Oratorio llega a 
ochocientos. Como ve, en la iglesia no caben todos y los que entran se apretujan que dan lástima. »Y qué decir del patio? A cada momento 
uno cae sobre otro; parece el juego de los ladrillos. Y cuanto más tiempo pase, será peor. No conviene disminuir el número dejando fuera 
una parte, porque sería como abandonarlos, o peor, exponerlos al peligro de perderse. »Cómo hacer, pues, señor Teólogo? 

-Lo he visto todo, respondió éste, y me he convencido de que un sitio que, al principio parecía bastante espacioso, ha quedado muy 
estrecho; pero »tendremos que levartar las tiendas de nuevo y 
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emigrar a otra parte, como hacen cada año las grullas y las golondrinas? 

-Me parece, replicó don Bosco, que podemos solventarlo de otro modo. Por varias preguntas que he hecho, he sabido que la tercera parte 
de los muchachos vienen desde la plaza del Castillo, la plaza de San Carlos, la del Barrio Nuevo o de San Salvario y les toca hacer una y 
hasta dos millas de camino. Ahora bien, si abriéramos otro Oratorio por aquellas partes, »no le parece que obtendríamos nuestro deseo, aú 
permaneciendo aquí? 

La salida de don Bosco dejó al sabio Teólogo un tanto pensativo. Y después, exclamó con aire alegre: 

-Optima propositio, (magnífica propuesta). Así conseguiremos dos ventajas: al disminuir el número de muchachos de este Oratorio 
podremos atender mejor a los que quedan; y además atraeremos al nuevo Instituto a otros muchos que no vienen hasta aquí por estar 
demasiado lejos. Por tanto, manos a la obra. 

Los dos amigos estaban perfectamente de acuerdo. 

((267)) A la mañana siguiente se presentó don Bosco a monseñor Fransoni y le expuso la necesidad y el proyecto de un segundo Oratori 
para las reuniones de los días festivos, pidiéndole su apoyo y su iluminado consejo. El dignísimo Arzobispo alabó y aprobó el práctico 
proyecto, y conocedor como era de las necesidades de la población que le estaba confiada, sugirió que el nuevo Instituto se instalase al sur 
de la ciudad. 

Alentado con las palabras del venerado Pastor, fue a exponer su plan al párroco de Nuestra Señora de los Angeles, el cual quedó 
satisfecho y le prometió la más eficaz ayuda posible. Reanimado con esta respuesta, visitó la zona de Puerta Nueva y vio algunos lugares d 
aquellos contornos. Después de sopesar las ventajas e inconvenientes de una u otra posición, determinóse a elegir un sitio llamado rambla 
del Rey, hoy avenida de Víctor Manuel II, en las cercanías del Po. Aquel lugar está ahora cubierto de magníficas edificaciones, cruzado po 
espaciosas calles y deliciosos jardines; pero entonces no era más que un amplio terreno cubierto de yerbajos, con algunas casuchas 
esparcidas desordenadamente y sin ningún plan, casi todas habitadas por lavanderas. Como era una zona libre, fuera de la ciudad y ademá 
sombreada en su contorno, se prestaba mucho para reuniones populares. Sobre todo los días festivos se reunían allí pandillas de muchacho 
vagabundos y allí permanecían muchos durante la hora del catecismo y de las funciones parroquiales, creciendo en la ignorancia religiosa 
en la ciencia de todo mal. Era, pues, un lugar 
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a propósito para el fin que perseguía don Bosco, que, como experto capitán, lo eligió expresamente como posición estratégica para 
establecer su campamento. 

((268)) Había por allí una casita, con un mísero sotechado y un patio. Preguntó de quién era y supo que su propietaria era la señora 
Vaglienti. Fue a visitarla, explicóle su plan y le rogó le alquilara aquel local. La buena señora estaba dispuesta al contrato, pero no había 
forma de llegar a un acuerdo sobre el precio del alquiler. La discusión se prolongaba, ya estaban a punto de romper los tratos, cuando un 
caso singular vino a deshacer toda dificultad. Estaba el cielo encapotado. De repente, 
retumbó el estruendo de un rayo fragoroso. La piadosa señora, espantada se dirigió a don Bosco suplicante: 

-Que el Señor me libre del rayo y le cedo la casa por la suma que usted me ofrece. 

-Gracias, señora, respondió don Bosco; pido al Señor que la bendiga ahora y siempre. 

Pocos minutos más tarde cesaba el rumor del trueno, se apagaron los relámpagos y se firmaba el contrato por cuatrocientas cincuenta lira 
Se diría que hasta el rayo favorecía a don Bosco y se convertía en benévolo intermediario. 

En cuanto se licenció a los inquilinos, llegaron los albañiles para preparar la capilla. Entre tanto, un domingo reunió don Bosco a su 
alrededor a los muchachos y les anunció que pronto abriría un segundo Oratorio. Todavía se recuerda la graciosa comparación de que se 
valió para dar la grata noticia. 

-Mis queridos hijos, les dijo: cuando las abejas se han multiplicado demasiado en una colmena, un enjambre sale de ella, constituye una 
nueva familia y vuelan para habitar otro sitio. Como veis, aquí somos tanto que no podemos rebullirnos. En el mismo patio a cada instante 
tropieza uno con otro, cae por tierra y se rompe las narices. En la iglesia estamos como sardinas en banasta. Ensacharla a fuerza de 
empujones no nos ((269)) conviene, pues nos podría caer encima. »Qué hacer? Vamos a imitar a las 
abejas: formaremos otra familia e iremos a abrir un segundo Oratorio. 

Estas palabras fueron acogidas con un grito de alegría. Esperó a que se calmara el juvenil entusiasmo y el buen sacerdote reanudó su 
charla diciendo: 

-Ahora tenéis la curiosidad de saber dónde se va a abrir el nuevo Oratorio y quiénes de vosotros irán allí; queréis saber cuándo se abrirá, 
si pronto o tarde; y qué nombre se le va a dar. Haced silencio 
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y os lo diré. El Oratorio se abrirá hacia Puerta Nueva, cerca del puente de hierro, en la rambla del Rey, que también se llama rambla de los 
Plátanos, por los árboles situados a sus lados. Por tanto, deberán ir allí los que habitan por aquella parte; porque les pilla más cerca y 
también para atraer, con su ejemplo, a otros muchachos de aquellos contornos. 

-»Y cuándo se abrirá? 

-Ya están trabajando los albañiles para preparar la capilla y yo espero que el día ocho del próximo diciembre, fiesta de la Inmaculada 
Concepción de María, podremos bendecirla. Así, lo mismo que hicimos con el primero, abriremos un segundo Oratorio en un día dedicado 
a la Madre de Dios, y lo pondremos bajo su poderosa protección. 

-»Y cómo lo llamaremos? 

-Lo llamaremos Oratorio de San Luis por dos motivos: el primero, para ofrecer a los muchachos un modelo de inocencia y de virtud com 
el que nos propone la misma Iglesia en San Luis Gonzaga e imitarle; el segundo, en reconocimiento y gratitud a nuestro Arzobispo 
monseñor Fransoni que tanto no quiere, nos ayuda y nos protege. »Qué os parece? »Estáis contentos? 

Una estruendosa salva de «Sí, sí» fue la respuesta, seguida de repetidos vivas a San Luis, al Oratorio de Puerta Nueva y a don Bosco. 
Nunca hubo un plebiscito más inocente, más alegre, ni más unánime. 

((270)) La noticia corrió en boca de los muchachos al seno de sus familias, y a las escuelas y talleres de la barriada. Empezaron a verse 
grupos de muchachos que iban a visitar el sitio del nuevo Oratorio. Al ver que era a propósito para sus juegos, quedaban satisfechos, pero 
cada día que pasaba sin abrirlo les parecía un año. Resultó de este modo que algunas semanas antes de la ignauguración ya era conocidísim 
el Instituto por todas aquellas partes. 

Pero no a todo el mundo cayó bien la determinación tomada por la señora Vaglienti. Tenían en aquel sitio algunas lavanderas su viviend 
su tendedero y las pilas para lavar. Apenas supieron que don Bosco había alquilado el local para establecer un Oratorio, se pusieron hecha 
unas furias y calentándose las cascos unas a otras, determinaron acometer juntas al pobre sacerdote y disuadirlo de su contrato, a base de 
amenazas e injurias. Así que un día en que don Bosco y la señora Vaglienti fueron a visitar los locales alquilados para ver lo que procedía 
arreglar, se vieron cercados de una docena de aquellas mujeres. Con los carrillos encendidos como amapolas, 
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centelleantes los ojos de rabia y de furor, con los brazos en jarras, hechas unas endemoniadas, empezaron a lanzar sobre él toda una sarta d 
disparates, insultos y denuestos como jamás se oyó. 

-Cura sin corazón y sin entrañas, »qué mal le hemos hecho nosotras para que venga a echarnos de nuestra casa? 

-»No hay en Turín otros sitios mejores para hacer el gamberro con esos granujas y ladrones? Más le valdría que se rompiera la crisma. 

-Que tenga una desgracia. 

-Mal rayo le parta a usted y su Oratorio. 

-Como no se vaya, ya lo echaremos nosotras: tenemos buenas manos, »sabe usted?, y sabremos lavarle la cara. 

Y así diciendo, alzaban sus manos amenazadoras. Don Bosco quería apaciguarlas: 

-Escuchen, escuchen, buenas señoras. 

-No queremos ((271)) escucharle, gritaban. No nos importa nada, déjenos en paz; váyase de aquí o lo haremos llevar más muerto que 
vivo. 

Alguna, en efecto, más enconada, alzaba ya la mano contra el desprevenido don Bosco, cuando la señora Vaglienti adelantándose les dij 

«-Estáis equivocadas, mis queridas inquilinas; vosotras creéis que este sacerdote viene a quitaros el pan y es al contrario, viene a dároslo 
Ahora pone aquí un Oratorio, después pondrá un colegio para los muchachos y os dará ropa para lavar, calcetines para remendar, camisas 
sábanas para apedazar y todo lo demás. »Entonces por qué os ponéis contra él en vez de agradecérselo? Para la vivienda, yo misma os 
prepararé otra aquí cerca. Así seguiréis estando cerca del Po, tendréis comodidad para 
lavar y tender al sol la ropa y, al mismo tiempo, tendréis más trabajo y más ganancia». 

La atinada arenga de la señora cayó como un puñado de arena sobre dos enjambres de abejas en lucha, o mejor como una roción de agua 
bendita sobre una bandada de diablillos locos. Las lavanderas enmudecieron, oyeron las razones, acabaron pidiendo perdón de sus insultos 
y, por entonces, dejaron en paz a don Bosco y su Oratorio. 

Pero se preparaban batallas más peligrosas y acerbas; y no solamente contra don Bosco y su Oratorio. 
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((272)) 

CAPITULO XXV 

CESA EL MINISTRO LA MARGHERITA -SUPLICA AL REY PARA LA EMANCIPACION DE VALDENSES Y JUDIOS 
PUBLICACIONES DE LAS PRIMERAS REFORMAS CIVILES -LIBERTAD DE IMPRENTA -ENTUSIASTAS 
DEMOSTRACIONES POPULARES -AVISOS DEL ARZOBISPO AL CLERO Y A LOS FIELES -DON BOSCO, AUNQUE 
INVITADO, NO TOMA PARTE EN LAS MANIFESTACIONES -PROCESIONES MENSUALES EN HONOR DE SAN LUIS Y 
AMOR A LA IGLESIA, MANTENIDO VIVO ENTRE LOS JOVENES -DON BOSCO DE PARTE DE MONSEÑOR FRANSONI 
LOS SEMINARISTAS 

LA carta escrita por el Rey al conde de Castagnetto revelaba decisiones irrevocables. En efecto, el 9 de octubre el conde La Margherita, 
único ministro qeu no adulaba al Soberano, fue apartado del ministerio y alcanzaron su triunfo completo en el gobierno los liberales que 
quedaron dueños del campo. Carlos Alberto no tardó en darse cuenta de su error, pero ya no había remedio. 

Enseguida palpó los primeros resultados. El marqués Roberto d'Azeglio, hermano del conde Massino, encabezó una suscripción pidiend 
a los amigos de la libertad recurrieran al Rey suplicándole que judíos y valdenses dejaran de estar sometidos a leyes especiales y fuesen 
equiparados a los demás ciudadanos, concediéndoles lo que se llamaba ((273)) emancipación. Muchos sacerdotes, que no repararon en las 
expresiones heréticas contenidas en la solicitud, se dejaron ilusionar por las apariencias de 
justicia y libertad, y sin embargo aquellos decretos habían sido dados para defender a los católicos de la campaña seductora de los 
valdenses, de la rapacidad de los judíos y la intolerancia y el odio de unos y de otros. 

El Marqués se había dirigido incluso a los Obispos, pero éstos presentaron al Rey una protesta en contra de las razones del favor que se 
imploraba. También solicitaron la firma de don Bosco, haciéndole ver que ya se habían sumado seis canónigos de la catedral, diez párroco 
de la ciudad y otros canónigos, párrocos y simples sacerdotes hasta el número de ciento. Don Bosco leyó la solicitud y respondió 
serenamente: 
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-íCuando vea aquí la firma del Arzobispo, pondré también la mía! 

La solicitud alcanzó más de seiscientas firmas, no todas de los turineses, y fue presentada al Rey el 23 de diciembre. 

A los valdenses y judíos aferrados a su partido, se unieron los del partido liberal con las más vivas instancias para inducir a Carlos 
Alberto a llevar a cabo las deseadas innovaciones políticas y civiles. 

Mas como el Rey se mostrara irresoluto, los periódicos extranjeros, inspirados por Máximo d'Azeglio, comenzaron a hablar de que el Re 
del Piamonte había perdido su influencia y la opinión pública de Italia se volvía contra él. Carlos Alberto, irritado y asustado por aquellos 
reproches y sátiras, se rindió y del 29 de octubre al 27 de noviembre publicó las primeras Reformas contenidas en una serie de edictos. 
Comprendían: un magistrado supremo de casación; discusión verbal en los procesos criminales; abolición del foro y jurisdicción especial 
para ciertos entes civiles; transmisión de las atribuciones de policía del ejército al poder civil; reorganización del Consejo de Estado; 
libertad a los ayuntamientos para elegir todos sus consejeros; ((274)) libertad de imprenta con previa censura. Pero, en este último edicto 
aun cuando se prohibía la publicación de obras ofensivas para la Religión y sus ministros o la moralidad pública, no se tuvo en cuenta la 
revisión eclesiástica; y de hecho quedaron sometidas a la censura civil hasta las pastorales de los Obispos, el catecismo y todo libro 
religioso y de iglesia, y hasta la misma Biblia. 

Los Obispos reclamaron la observancia de las leyes sancionadas por el Concilio Lateranense y el de Trento, no para su propia ventaja, 
sino para bien de los pueblos, defensa de la fe, seguridad del trono y honor del Rey. Pero no alcanzaron nada y monseñor Andrés Charvaz 
ofendido, renunció a su diócesis de Pinerolo. 

En tanto Turín, a partir del 29 de octubre, fue víctima de una locura de fiestas; las manifestaciones de entusiasmo y alegría por las 
reformas duraron varios meses. Se empezó por una espléndida iluminación espontánea previamente preparada. Turbas sin cuento de gente 
del pueblo vestidas de fiesta, con escarapelas tricolores al pecho, recorrían calles y plazas entre un bosque de banderas vitoreando a Italia, 
Carlos Alberto, a Pío IX y a Gioberti. Casi todos los días se daban serenatas cantando himnos 
patrióticos. Los jefes de las sectas esparcían y fomentaban aquel movimiento entre las clases obreras; se celebraban a cada instante 
asambleas públicas y banquetes; las sociedades comerciales enviaban mensajes al Rey para ofrecerle vidas y fortuna en cuanto quisiera 
desenvainar su espalda en defensa de la 
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Patria. Carlos Alberto no podía salir de palacio, sin el ruido ensordecedor de vítores y aplausos. El dos de noviembre partía hacia Génova, 
donde le esperaban clamorosas manifestaciones, y fue acompañado hasta el Po por la multitud, bajo lluvia de flores y flamear de banderas 
Hubo luminarias generales el 4 de noviembre, día onomástico del Rey y se cantó un solemne Te Deum ((275)) en la iglesia del Milagro. 
Roberto d'Azeglio era el alma de estas taimadas maniobras. 

Cuando monseñor Fransoni vio que eran muchos los eclesiásticos, aun en edad provecta, contagiados por el ardor febril de la novedad, l 
suscripciones, las fiestas civiles, y que ponderaban hasta las nubes las Reformas, a Carlos Alberto y a Pío IX, el once de noviembre 
comenzó prohibiendo al clero, con un aviso publicado en las sacristías, que tomara parte en las manifestaciones políticas; decía en él, entre 
otras cosas, que los ministros de la Iglesia deben ser los primeros en demostrar su amor al Rey, pero no con festejos mundanos, sino más 
bien con la observancia de los deberes que a él les ligan. 

Y el 13 de noviembre enviaba una circular a los párrocos autorizándoles para cantar el Te Deum si se lo pidieran, y ordenándoles record 
al pueblo: que el modo de dar gracias a Dios y tenerlo propicio a nuestras plegarias es el de liberar el alma de la esclavitud del pecado; que 
no se puede esperar nada bueno de quien promueve una función sagrada y, a la vez, desprecia las leyes eclesiásticas; y que siempre han 
existido algunos que, para ocultar sus malas obras, se cubren con el manto de la religión. 

A esta franqueza del Prelado respondieron los liberales con recriminaciones a las que hicieron eco muchos eclesiásticos seculares y 
regulares, con apreciaciones que revelaban su falta de un conocimiento exacto de los hechos. Se decía que monseñor Fransoni era 
partidiario de Austria y de los jesuitas, enemigo de Italia, y contrario al mismo Sumo Pontífice aclamado y bendecido por todo el mundo. 
hacía correr la noticia, a viva voz y por la prensa, que Pío IX sería el jefe y el centro de la Liga Itálica; que se había aliado con Carlos 
Alberto, de tan reconocida piedad, para arrojar a los austríacos; y que ya ((276)) le había regalado uan espada por él bendecida y con el 
lema cincelado de: «In hoc gladio vinces» (Con esta espada vencerás); y otras patrañas por el estilo. 

Había también entre los que criticaban a Monseñor algunos sacerdotes que, sintiendo el peso de la disciplina eclesiástica, creían había 
llegado el tiempo de sacudir el yugo de la autoridad episcopal. 
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Había religiosos que formaban conventículos manifestando deseos de reforma interna en sus conventos, mitigación de ciertas reglas un 
tanto austeras, ablandamiento de la autoridad del superior, régimen popular de mayor libertad..., los cuales fueron despedidos o ellos 
mismos pidieron salir de la congregación. Pero el clero piadoso, trabajador y seriamente ocupado en el sagrado ministerio, estaba con el 
Arzobispo. 

En medio de tantos devaneos se destacaba brillantemente la eximia prudencia de don Bosco, firme en su propósito de no tomar nunca 
parte, ni solo ni con sus muchachos en aquellas manifestaciones callejeras. El veía con meridiana claridad que, so color de libertad, se 
buscaba soliviantar a los pueblos contra los derechos de los príncipes legítimos y de un modo especial contra los del Romano Pontífice, 
pero se guardaba de oponerse con hechos o palabras hostiles. Su programa, decía, era hacer el bien y 
solamente el bien, a toda costa. 

Pero le costó molestias mantener su propósito. Personas de relieve e influyentes, sabedoras de que podía disponer de centenares de 
muchachos, muchos de ellos mozos, le invitaron a engrosar con ellos las turbas de manifestaciones y desfiles; pero él, sin atender a ofertas 
insistencias y reproches, se negó siempre. 

Un día se encontró con Brofferio, que le dijo: 

-Para mañana ya tiene fijado el sitio para usted y sus muchachos en la plaza del Castillo. 

Don Bosco le respondió: 

-»Y si yo no fuera? ((277)) Ya habrá otros que ocuparán mi puesto. Yo tengo asuntos urgentísimos, que no permiten dilación. 

-»Pero usted cree que es malo demostrar públicamente el amor a la Patria?, observó Brofferio con un tono ligeramente sarcástico. 

-Yo no creo nada; pero sí le digo que soy un simple sacerdote, sin autoridad reconocida por los poderes del Estado y cuyo oficio se limit 
a predicar, confesar y enseñar el catecismo. Yo no puedo exigir obediencia a los muchachos fuera de mi capilla y, por tanto, no debo toma 
ninguna responsabilidad en circunstancias tan serias. 

Don Bosco preparaba entre tanto manifestaciones y desfiles muy distintos. El dos de septiembre había comprado por veintisiete liras una 
estatua de la Virgen de la Consolación con sus andas y determinó que, aquel año y en el sucesivo, se llevara procesionalmente por los 
alrededores del Oratorio, con ocasión de las fiestas principales de la Santísima Virgen. Estableció, además, que el primer domingo de cada 
mes, se hiciera una procesión dentro del recinto del Oratorio en honor de San Luis y el último domingo el Ejercicio de la Buena 
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Muerte. Este ejercicio fue enriquecido por Pío IX con indulgencia Plenaria, aplicable a las benditas almas del purgatorio, y concedía 
trescientos días a todos los que intervinieran en la procesión. Así que, mientras en la ciudad ondeaban al viento por las calles miles de 
banderas y explotaban las pasiones patrióticas, músicas y cantos, en el Oratorio salían de la iglesita hileras de muchachos precedidos de 
humildes estandartes, llevando en andas a San Luis entre lirios y azucenas, daban una vuelta alrededor del huerto de mamá Margarita, 
cantando las glorias de la inocencia y de la pureza, y volvían ante el altar para ser bendecidos por el Divino Salvador. La procesión mensu 
se hizo regularmente durante un año o poco ((278)) más, esto es, durante 
todo el tiempo que duraron las manifestaciones patrióticas por la ciudad. 

Estas y otras prácticas piadosas, totalmente necesarias en aquellos días, hicieron un gran bien y el mismo don Bosco se maravillaba al ve 
cómo los muchachos se dejaban atraer por ellas. 

Los sectarios, como veremos, empleaban los ardides más seductores y eficaces para excitar la fantasía, exacerbar los sentimientos 
patrióticos y encender las pasiones contra la Iglesia, a la que presentaban como enemiga de la libertad y del bienestar de los pueblos. En 
consecuencia, hubo que lamentar bastantes años la falta o disminución de fe en la gente del pueblo, su irreverencia y hasta su aversión 
contra obispos y sacerdotes. No se puede formar idea hasta qué punto llegaron los excesos de las mentes exaltadas. Decía don Bosco 
humildemente a don Juan Turchi: 

-íQué contento estoy de ser sacerdote! De no haberlo sido, »adónde hubiera yo llegado en aquellos tiempos? 

Y estos sentimientos le servían de norma para hacer llegar su palabra al corazón de los jóvenes, disipar prejuicios, enseñar la verdad y 
mantener encendido en ellos el amor a la religión. 

Estas preocupaciones no le impedían participar en las angustias y dolores de monseñor Fransoni. Y como tenía siempre abiertas las 
puertas del Palacio Arzobispal, durante los últimos meses de 1847 y en los primeros de 1848, acudía allí todas las tardes, de las cinco y 
media hasta cerca de las ocho. Frecuentemente se encontraba con él el muchacho Francisco Picca, que salía de las escuelas de Puerta 
Nueva, y le invitaba a acompañarle. 

-Con mucho gusto, le respondía, »adónde va? 

La respuesta era casi siempre la misma: 

-A ver al Arzobispo. 

El joven sacerdote y el venerando Prelado comentaban los gravísimos 
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sucesos que tan rápidamente se desarrollaban. Con frecuencia encargaba a don Bosco ((279)) comisiones delicadas y difíciles, porque toda 
palabra, escrito o paso del Arzobispo eran espiados. 

Eran tiempos cada vez más tristes. Las comisiones encargadas de vigilar la prensa permitían la publicación de libros perversos, dejaban 
paso libre a las revistas y libros más impíos, impresos en Francia y Suiza, y no prohibían las novelas, comedias, tragedias, poesías 
impregnadas de odio contra la Iglesia, que de tiempo atrás se introducían clandestinamente en las casas, en las universidades y hasta en 
conventos y seminarios. Al mismo tiempo los jefes de las sectas empezaban a manejar el arma ultrapoderosa de los periódicos. Fueron los 
primeros en ver la luz Opinión, Risorgimento y Concordia. 

Todo esto afligía mucho a Monseñor; pero tuvo otro sufrimiento mayor, que yo llamaría casi doméstico. Reinaba en el Seminario una 
inquietud desacostumbrada y no se aguantaba la disciplina. Un día encontraron los seminaristas por la calle al Nuncio de su Santidad y no 
le tributaron las muestras de respeto que le eran debidas. La lectura de ciertos libros, el jaleo de tantas fiestas, los consejos clandestinos de 
los agitadores, habían encendido y exaltado también el juicio de los seminaristas. 
Acostumbrados a no ver más allá de la superficie de las cosas, se habían dejado seducir por el brillo del respeto a la religión que habían 
sabido dar los sectarios desde los inicios a todo aquel movimiento, y llamaban retrógados, jesuitas, pesimistas, hombres de pocas luces a l 
sacerdotes que se empeñaban en abrirles los ojos, pronosticando días muy tristes para la patria y para la Iglesia. 

Y he aquí que, habiéndose preparado una gran recepción a Carlos 
Alberto a su vuelta de Génova, la mayoría de los seminaristas decidió asistir. El Arzobispo lo prohibió terminantemente, declarando que n 
serían admitidos a recibir las órdenes sagradas los que contravinieran su mandato. 

((280)) Al mismo tiempo, dispuso que se dejaran abiertas las puertas del seminario. Cerca de ochenta seminaristas salieron, ya bastante 
tarde, y se unieron a las turbas. En la solemnidad de Navidad, oficiando monseñor Fransoni, tuvo la desagradable sorpresa de ver a sus 
seminaristas alineados en el presbiterio, luciendo al pecho la escarapela tricolor. 

En medio de estas angustias, tuvieron que darle algún consuelo las oraciones y comuniones de los muchachos de Valdocco, en la misa d 
Nochebuena y en la apertura del Oratorio de San Luis en Puerta Nueva. 
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((281)) 

CAPITULO XXVI 

FACULTADES CONCEDIDAS POR EL ARZOBISPO AL ORATORIO DE SAN LUIS -INVITACION -FELIZ PRESAGIO 
APERTURA -PRIMER SERMONCITO -EL REGALO DE UNA MADRE -RECTIFICACIONES DE UNA FECHA -EL PRIMER 
DIRECTOR -INSULTOS Y PEDRADAS 

EL SACERDOTE JUAN BONETTI nos cuenta así en sus Cinco Lustros del Oratorio Salesiano la inauguración solemne del Oratorio de 
San Luis en Puerta Nueva. 

«Se acercaba el día de su apertura y se pidió a monseñor Fransoni facultad para bendecir la capilla del nuevo Oratorio y todo lo demás q 
fuera necesario para bien de los muchachos. El celoso y siempre benóvolo Arzobispo concedió facultades amplísimas y sin restricción de 
ningún género. Delegó para la bendición en el párroco de Nuestra Señora de los Angeles, el cual se hizo suplir por el teólogo Borel. 

»El domingo anterior comunicó don Bosco que la inauguración del anunciado Oratorio se celebraría en la fiesta próxima e invitó a ella a 
los muchachos de la parte sur de la ciudad para que estuvieran por la mañana temprano en el lugar ya conocido; que habría comodidad par 
confesarse, y que después se bendeciría la capilla y se celebraría la misa en la que podrían comulgar los que estuvieran preparados. 

»-Sí, les dijo, dirigíos allí muchos con devoción, queridos hijos, ((282)) porque se trata de honrar debidamente a nuestra queridísima 
Madre y Reina del Cielo María Inmaculada. Se trata de rogarle que vuelva sus ojos misericordiosos al nuevo Oratorio, que lo ponga bajo s 
manto, que lo defienda y lo haga prosperar para el bien de muchos muchachos. Los que son de esta zona que hagan lo mismo en el Oratori 
de San Francisco de Sales. Así en ese día memorando, formaremos como dos familias que, aunque 
separadas corporalmente, estarán unidas en espiritú celebrando en los dos extremos de Turín a la más santa, la más amable de todas las 
criaturas, a la gran Madre de Dios, siempre pura e Inmaculada. 
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»Al salir de la iglesia, una turba de muchachos rodeó a don Bosco y al teólogo Borel. Uno prometía llevar al nuevo Oratorio a su parient 
éste a su vecino, aquél a su amigo. Los dos sacerdotes tuvieron el feliz presagio de que, por la misericordia de Dios, la nueva obra no 
fracasaría. 

»La víspera de la gran fiesta de la Inmaculada ya estaba preparada la capilla, que se iba a dedicar a San Luis. Las caridad de varios 
bienhechores y bienhechoras, que constituían entonces los llamados cooperadores de don Bosco, había preparado un cuadro del Santo, 
candeleros, velas, manteles, alba, casulla, capa pluvial, bancos, reclinatorios, un pequeño armario y una mesa para la sacristía. Algunas 
piadosas señoras bordaron la mayor parte de los ornamentos. Los pocos objetos que aún faltaban para las funciones sagradas, se llevaron d 
Oratorio de San Francisco de Sales o se pidieron prestados a la parroquia cercana. 

»Amaneció el ocho de diciembre de 1847, en medio de una nevada espesa y abundante. Era el tercer aniversario de la bendición, en el 
Hospitalillo de la marquesa Barolo, de la primera capilla del Oratorio de San Francisco ((283)) de Sales, que a partir de aquel día, tomó el 
nombre del dulcísimo Santo y empezó a ensacharse de modo sorprendente. 

»En prenda de que también este segundo Oratorio proporcionaría, como el primero, mucho bien a la juventud, y tendría la misma fortun 
quiso Dios se empezara en la misma fecha, esto es, en un día consagrada a la Inmaculada Virgen María, ángel custodio y poderoso apoyo 
las obras más hermosas. 

»Los blancos copos de nieve que del cielo caían, eran también un alegre presagio. Parecía, en efecto, que el Señor quisiera indicar que lo 
muchachos de aquel Oratorio se multiplicarían, con el tiempo, como los copos de la nieve, cuya blancura era el símbolo de la inocencia qu 
conservaría o devolvería a sus almas. 

»Además, el Santo que se tomaba por patrono y modelo, era prenda segura de un gran bien. Los acontecimientos se encargaron muy 
pronto de demostrar que todo ello no era pura ilusión. 

»El mal tiempo no impidió que los muchachos acudieran al Oratorio en gran número. A las siete de la mañana ya esperaban algunos para 
confesarse y, alrededor de las ocho, estaba llena la capilla. El teólogo Borel realizó la ceremonia puesto que don Bosco debía atender el 
Oratorio de Valdocco. Bendijo la capilla, celebró la misa y después dirigió a los muchachos un sermoncito afectuoso, en el que les dijo: 
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»No puedo aguantarme, mis queridos muchachos, sin manifestaros la inmensa alegría que inunda mi corazón en estos momentos. 

»Y dichas estas palabras el buen teólogo calló un instante, ahogado por la emoción y llorando de satisfacción. Reanudó luego su discurs 

»-El mal tiempo y el frío no han podido con vosotros. La devoción a la Virgen y el amor a vuestro ((284)) Oratorio caldearon vuestro 
corazón y trajeron hasta aquí a tantos llenos de fervor. Muchos habéis comulgado, todos oisteis devotamente la santa misa. Yo me alegro 
muchísimo y abro mi corazón a la esperanza. Sí, espero que seguiréis viniendo aquí con asiduidad y buena voluntad. Espero que, con 
vuestro buen ejemplo y sabios consejos, traeréis aquí a muchos otros compañeros vuestros. Espero que este Oratorio de San Luis será un 
hermano digno del de San Francisco y que los dos llevarán muchas almas a Dios. Que la Santísima Virgen Inmaculada, en cuya fiesta 
hemos inaugurado esta obra, nos ayude, nos proteja y nos defienda. 

»Abierto así el camino y valiéndose de la fiesta del día, exhortó a los muchachos a huir del pecado y practicar, sobre todo, la virtud de la 
pureza, poniéndoles por modelo a San Luis, de cuya vida contó algún hecho edificante. 

»Después de la plática, recitaron algunas oraciones, cantaron la jaculatoria Bendita sea y salieron de la capilla ordenadamente y en 
silencio. A la puerta se encontraron con varias personas encargadas de dar a cada uno un bollo con unas rodajas de salchichón, que todos 
recibieron satisfechos como un regalo de la Madre celestial y que comieron con apetito, dado lo avanzado de la hora. 

»Me parece inútil detenerme describiendo la marcha de este Oratorio festivo. Basta decir que se introdujo el Reglamento del Oratorio de 
San Francisco de Sales y que todo se hacía y se sigue haciendo del mismo modo». 

Hasta aquí la narración de don Juan Bonetti, el cual, como ya hemos leído, fija el día 8 de diciembre como día de la apertura del Oratorio 
de San Luis. La misma fecha encontramos en el diccionario de Godofredo Casalis, Artículo Instituti di beneficenza, vol. XXI, año 1851. 

((285)) Pero se presenta una grave dificultad: el decreto de monseñor Fransoni delegando en el párroco de Nuestra Señora de los Angele 
para bendecir la capilla de dicho Oratorio y concediendo la facultad de celebrar en ella la santa misa, lleva en todas las cartas como fecha e 
18 de diciembre de 1847. Y no se puede creer hubiera 
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una licencia anterior de viva voz, puesto que don Bosco, en la narración histórica manuscrita sobre la Pía Sociedad de San Francisco de 
Sales, enviada a la Santa Sede en 1864, para obtener la primera aprobación, dice claramente que el Superior Eclesiástico, con Decreto del 
18 de diciembre de 1847, concedía la facultad de abrir un nuevo Oratorio dedicado a San Luis. 

No es, pues, admisible se haya celebrado la santa misa antes de obtener la debida autorización. »Qué sucedió? 

Creemos que el sacerdote Bonetti confundió dos hechos. La apertura e inauguración de los locales del Oratorio pudieron muy bien 
celebrarse el día de la fiesta de la Inmaculada por la tarde, aun cuando por la mañana los muchachos de aquella zona fueran, como de 
costumbre, a misa al Oratorio de Valdocco. Los dos domingos siguientes, por la tarde, pudieron reunirse también en la capilla aún sin 
bendecir, para el catecismo y la plática; y esto para no tener que ir a Valdocco dos veces al día, en aquella estación fría y con tardes tan 
cortas. Excluimos la fiesta de Navidad, que coincidió con el domingo siguiente al día 18, porque el teólogo Borel estaba muy ocupado en 
las funciones religiosas del Refugio. En conclusión, nos parece que una fiesta tan solemne debió celebrarse el día de San Esteban o el de 
San Juan Evangelista, que entonces eran fiestas de precepto religiosamente observadas por la población. Ponderadas además otras 
circunstancias y especialmente el cansancio insoportable que hubieran producido dos fiestas ((286)) seguidas de tanta importancia, nos 
parece mucho más probable que fuera precisamente el día de San Juan Apóstol cuando se bendijo la capilla y se dijo la primera misa. Y 
nada quita que en tal ocasión, salvo el rito, condividiera María Santísima los honores con su hijo adoptivo. 

Pero sigamos con nuestra narración. 

Como don Bosco no podía hacerse cargo de la dirección inmediata de aquel Oratorio, siempre de acuerdo con el teólogo Borel, se la 
confió sucesivamente a varios celosos sacerdotes de Turín, enviando además a algunos muchachos mayores y formales para ayudarles 
mañana y tarde. Con frecuencia iba él mismo o el citado teólogo Borel. 

Fue el primer director elegido el teólogo Jacinto Carpano, el cual, ayudado por el sacerdote Trivero, proveyó solícitamente de cuanto 
faltaba al decoro de la capilla y procuró conquistarse el cariño y la confianza de los muchachos con tal éxito que este Oratorio emuló al 
primero. 

Más de quinientos jóvenes acudían al Oratorio de San Luis, afirma 
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don Miguel Rúa que lo visitó muchas veces, de niño primero, y después de clérigo, para enseñar el catecismo. 

También allí se empezó y se continuó siempre dando clase a los muchachos después de las funciones religiosas. Simplemente se les 
enseñaba a leer y escribir, aritmética, canto gregoriano y música. Además, empezaron a ir durante la semana muchos de aquellos pobres 
muchachos a las clases elementales nocturnas. Había también allí un patio anejo donde se les adiestraba en ejercicios militares y gimnático 
y donde podían divertirse con toda suerte de juegos lícitos que fueran de su agrado. 

Con todo, como ya empezaban a ser muy fuertes los aires de libertad, el teólogo Carpano hubo de afrontar serias dificultades. ((287)) Le 
tocaba llevar, vez por vez, el vino y la hostia para la santa misa, las formas para los que comulgaban y un poco de pan para su desayuno. 
Como hacía tanto frío aquel rígido invierno, llevaba además bajo el manteo, un fajo de leña para calentar un poco la salita que servía de 
sacristía. Una mañana, iba él solo por las calles todavia silenciosas del Barrio Nuevo, cuando unos trasnochadores, al verlo envuelto en su 
manteo y como preocupado por ocultar quién sabe qué, sospecharon, empezaron a gritar, corrieron hacia él, tiraron con violencia del 
manteo y casi le echaron al suelo. Al ver el fajo de leña y oír que lo llevaba para calentar a los pobres chiquillos obreros del Oratorio de Sa 
Luis, se alejaron avergonzados y maravillados. 

Otra noche, volvía del Oratorio a su casa muy cansado, al llegar a la antigua Plaza de Armas, sintióse acometido por una lluvia de 
pedradas. La pareció llegada su última hora, cuando oyó gritar: 

«-íDejadlo en paz, es el teólogo Carpano!». 

Y al instante cesó el apedreamiento. íUn milagro que saliera ileso! 

El demonio comenzaba a mostrar su rabia contra el segundo refugio que se abría para la juventud en peligro. 
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((288)) 

CAPITULO XXVII 

EL AÑO 1848 -CONSTANCIA Y FIRMEZA DE MONSEÑOR FRANSONI -CARLOS ALBERTO PROMETE EL ESTATUTO 
EMANCIPACION DE LOS VALDENSES -DON BOSCO REHUSA PARTICIPAR EN LAS MANIFESTACIONES POLITICAS -ES 
LLAMADO A LA ALCALDIA 

EL año 1848 abría sus puertas a grandes acontecimientos. Las sectas cosmopolitas estaban preparadas para entrar en acción. De un extrem 
al otro de Italia se reclamaban a los príncipes las reformas civiles. Los periódicos del Piamonte estaban plagados de noticias inventadas 
sobre las crueldades, vejámenes y opresiones de los austríacos contra los lombardo-vénetos. En Turín resonaban los gritos de guerra y 
íabajo Austria!, que había aumentado sus guarniciones en las provincias italianas de su dominio, en las que contaba con 80.000 hombres. 
Pero estos gritos se mezclaban con otros más feroces de ímueran los jesuitas! Los sectarios habían esparcido la voz de que estos religiosos 
eran partidiarios de Austria y de que Carlos Alberto, a instigación suya, no 
había concedido la amnistía por delitos políticos, ni la guardia cívica, ni la disminución del precio de la sal. Los escritos de Gioberti había 
encendido también el odio contra las Damas del Sagrado Corazón, presentándolas como afiliadas a la Compañía de Jesús. 

En tanto, Carlos Alberto creía todavía que podría conciliar las pretensiones revolucionarias con las regias perrogativas ((289)) de monarc 
absoluto. Había dicho: «No daré jamás la Constitución». 

Pero el 7 de enero los jefes del periodismo piamontés se reunieron para pedírsela. Era una respetuosa amenaza que asustó y dejó perplejo 
al Soberano. El día 12 estallaba en Sicilia, envuelta en sangre, la revolución preparada por mazzinianos. Las provincias napolitanas 
amenazaban también con sublevarse; Fernando II concedía la Constitución y poco después le imitaba el Gran Duque de Toscana. El 
primero de febrero corrían como una chispa eléctrica entre los habitantes de Turín estas noticias y la consigna: 
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-No queremos ser menos que Toscana y Nápoles. 

Broferio y D'Azeglio, al llegar la noche, corrían por las calles con pandillas demagógicas, que llevaban hachones encendidos y, 
acampados durante casi toda la noche bajo las ventanas del Ministro Napolitano, aclamaban la Constitución con vivas estruendosos. 
Querían también que, con tal motivo, el Arzobispo organizase un Te Deum en la iglesia de San Francisco de Paula, pero, éste no accedió. 
La franca postura de monseñor Fransoni irritaba a los cabecillas que querían la libertad para todos, 
salvo para el clero. Una turba de villanos, ya en pleno día, lanzó gritos furibundos a las puertas de su palacio. Y, de nuevo, rodeando su 
coche que volvía de visitar al teólogo Guala, gravemente enfermo en la Residencia Sacerdotal, le insultaron con gritos y silbidos. 

En aquellos días se reunieron sin cesar asambleas siniestras que empezaban a pretender un gobierno liberal. El rey Carlos Alberto fue 
advertido por sus ministros de la necesidad de dar la Constitución, pues de otra forma se temía un conflicto entre el gobierno y el pueblo. L 
inmensa mayoría de los ciudadanos era indiferente o contraria a tales novedades, pero una minoría se imponía. El 5 de febrero se reunió en 
la plaza del Castillo una gran muchedumbre. 

((290)) Una comisión del Municipio se presentó al Rey pidiéndole la promulgación de las instituciones representativas y la milicia 
ciudadana. Carlos Alberto, profundamente preocupado por la importancia de la concesión que debía hacer, celebró consejo con todos sus 
ministros el día 7 de febrero. Al fijar los puntos principales del Estatuto, insistió en cuanto a la libertad de imprenta, que para los libros 
religiosos se requiriese el permiso episcopal y que la propiedad eclesiástica permanecería absolutamente intangible. Como urgía el tiempo 
cualquier demora podía resultar fatal, el 8 de febrero se promulgaba la promesa del Estatuto, resumiendo en catorce artículos los puntos 
fundamentales: los poderes del Rey; las dos cámaras legislativas; la manera de imponer los tributos; la libertad de imprenta sujeta a leyes 
represivas; la libertad personal garantizada; la inamovilidad de los jueces; la institución de la milicia comunal. 

De este modo se despojaba Carlos Alberto de una parte de su regia autoridad para investir con ella al pueblo, representado por la cámara 
de los diputados y por el senado, y cambiar su gobierno absoluto por un gobierno constitucional. 

A la promulgación siguieron nuevas y calurosas manifestaciones populares, pero el Ayuntamiento no llevó a efecto las proyectadas 
lumninarias generales, cuando el Rey manifestó que no eran de su 
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agrado. El 9 de febrero salieron nuevamente del seminario muchos seminaristas y se pasearon por la ciudad luciendo la escarapela al pech 
El peridismo revolucionario los colmó de alabanzas y los incitó a nuevas rebeliones. 

Entre tanto la visita diaria de don Bosco a su Arzobispo se hacía cada vez más larga. 

El 12 de febrero se organizó una función de acción de gracias en la iglesia del Milagro, con asistencia de los decuriones y oficiando el 
Arzobispo, el cual, en una lacónica circular, facultaba el mismo día a todas las iglesias de la ((291)) Diócesis para cantar un Te Deum 
solemne. Esperaban todos que monseñor Fransoni, al igual de otros obispos, hiciera alguna alusión al Estatuto, al anunciar el indulto de la 
próxima cuaresma, que empezaba el 8 de marzo. Pero él, en su pastoral del 24 de febrero, no aludió al asunto y encargó a todos los párroco 
que en sus sermones no entraran en política. Su circular fue juzgada severamente por los liberales y tomada como prueba evidente de 
aversión a las franquicias concedidas. En consecuencia, empezaron a maquinar la manera de alejar al Arzobispo de la diócesis. 

Entre tanto, la súplica para la emancipación de valdenses y judíos había sido atendida en parte por el Rey: el 17 de febrero declaraba por 
decreto que se concedían a los valdenses todos los derechos civiles y políticos, asistir a las escuelas dentro y fuera de la universidad y 
conseguir los grados académicos. Pero nada se innovaba sobre cuanto estaba en vigor sobre el ejercicio de su culto y de las escuelas por 
ellos dirigidas. 

De una fiesta se pasaba a otra. 

El 27 de febrero determinó el Ayuntamiento celebrar solemnemente la promesa del Estatuto con una misa cantada y un Te Deum en la 
iglesia de la Gran Madre de Dios. Rogaron a monseñor Fransoni que presidiera y autorizara cantar bajo los pórticos de la misma iglesia. E 
rehusó su autorización y su asistencia, permitiendo solamente que desde allí se impartiera la bendición con el Santísimo. La demostración 
se convirtió en una procesión pública esplendorosa. Gente llegada de todo Piamonte, de Liguria, de Niza, de Saboya, de Cerdeña y 
Lombardía llenaba el inmenso espacio que va desde el palacio real hasta la otra orilla del Po. Intervinieron el Rey con los principes, el 
Municipio, las delegaciones de los ayuntamientos con sus estandartes, las de las provincias, las sociedades de artesanos y a su cabeza una 
((292)) comitiva de Valdenses. La multitud cantaba a voz en grito: Fratelli d'Italia, l'Italia si é desta (Hermanos 
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de Italia, Italia ha despertado). Muchos seminaristas, a pesar de la reiterada y precisa prohibición del Arzobispo se reunieron en una azotea 
de la calle del Po. La descomunal procesión no había terminado aún de completar las sinuosas vueltas propuestas, cuando llegaron los 
primeros despachos de París anunciando la caída de Luis Felipe, la guerra civil por sus calles y la proclamación de la república en Francia 
El anuncio de la catástrofe causó tal susto al Rey que no lo supo disimular con sus palabras ni con la palidez de su rostro. Si aquello hubie 
sucedido un mes antes, ciertamente no habría concedido la Constitución. El Arcipreste de la Catedral, asistido por cuatro canónigos y el 
clero, impartió la bendición con S. D. M. desde lo alto de la monumental escalinata. Pero el regocijo y el comportamiento de la multitud fu 
una verdadera profanación del día festivo, y los buenos sacaron de todo ello tristes presagios. 

El marqués Roberto d'Azeglio vio aquella misma noche centenares de Valdenses con sus pastores, en derredor de su casa, cantando el 
himno de la alegría, como también lo hicieron el mismo día los judíos del gueto turinés, por él iniciados a contribuir a la gloria y felicidad 
de la nueva Italia. Bien merecidos se tenía aquellos aplausos. Las sectas habían organizado, desde el principio de año, el desfile para 
imponer al Rey la Constitución y se encomendó la ejecución al Marqués, quien, con su acreditada maestría, invitó por cartas y circulares a 
los distintos municipios para asistir. Y como el Rey había cedido antes, aquella monstruosa manifestación había servido para celebrar la 
promesa del Estatuto. Fue una traición que, por fuerza de los acontecimientos, se convirtió en triunfo. Quizá Carlos Alberto no lo llegó a 
saber. Pero la abstención del Arzobispo y de don Bosco es una prueba de su admirable prudencia. 

((293)) En efecto, también había ido el marqués Roberto d'Azeglio a invitar a don Bosco con insistencia para que, a la cabeza de sus 
muchachos, participara con todas las demás instituciones de Turín en la fiesta espectacular de la plaza de Víctor Manuel. Había hablado co 
él varias veces, en distintas casas señoriales de Turín, y estaba seguro de que condescendería. Pero don Bosco respondió: 

-Señor Marqués, este Hogar y este Oratorio no son un ente moral. Esto no es más que una pobre familia que vive de la caridad de los 
ciudadanos; se burlarían de nosotros si hiciésemos tales exhibiciones. 

-Cabalmente por eso, replicaba el noble patricio; que sepa la caridad 
ciudadana que esta Obra incipiente no se opone a las modernas 
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instituciones. Le irá muy bien; aumentarán las limosnas y yo mismo y el Ayuntamiento le ayudaremos con creces. 

-Agradezco su buena voluntad; pero es mi firme propósito atenerme a la única finalidad de hacer el bien moral a los muchachos pobres, 
con la instrucción y el trabajo, sin llenarles la cabeza de ideas que no son para ellos. Recogiendo a los muchachos abandonados y haciendo 
qeu sean buenos hijos de familia e instruidos ciudadanos, ya demuestro bien a las claras que mi Obra, lejos de ser contraria a las modernas 
instituciones, es precisamente del todo conforme y útil para ellas mismas. 

-Lo comprendo, añadía d'Azeglio; pero usted se equivoca y, si persiste en su sistema, todos se alejarán de su Obra y se le hará imposible 
Hay que estudiar el mundo, querido don Bosco, hay que conocerlo y poner los antiguos y modernos institutos a la altura de los tiempos. 

-Agradezco sus consejos, mi sin igual señor Marqués, y sabré aprovecharlos; pero usted me perdone ((294)) si no puedo ir con mis 
muchachos a la fiesta próxima. Invíteme a cualquier lugar, a cualquier obra en la que el sacerdote pueda ejercitar su caridad y me tendrá 
dispuesto a sacrificarlo todo, hasta mi vida; pero no quiero turbar la mente de mis muchachos llevándolos a espectáculos, cuyo verdadero 
alcance no están capacitados para apreciar. Además, señor Marqués, en las condiciones en que me encuentro, me he fijado la norma de 
mantenerme ajeno a todo lo que se refiere a política. Nunca en pro y nunca en contra. 

Mientras tanto don Bosco le enseñó la casa, le habló de sus planes para el futuro, y le fue describiendo el horario de las ocupaciones de 
sus muchachos. El Marqués expresaba su admiración y alababa todo, pero juzgaba tiempo perdido el empleado en las largas oraciones y 
decía que la antigualla de cincuenta Avemarías ensartadas una tras otra no tenían razón de ser y que don Bosco debía haber abolido tan 
aburrida rutina. 

-Pues mire, respondió amablemente don Bosco; tengo metida en el alma esa rutina; y puedo decirle que mi institución se apoya en ella: 
estaría dispuesto a dejar muchas otras cosas muy importantes, antes que ésta; y hasta, si fuera menester, renunciaría a su valiosa amistad, 
pero no al rezo del santo rosario. 

Al ver a don Bosco tan firme en su principio, el ilustre caballero se retiró y desde entonces ya no tuvo más relaciones con él. 

Pero las repetidas negativas de don Bosco de no querer aparecer en los desfiles, su ilimitada devoción a la Cabeza de la Iglesia y al 
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Arzobispo no eran ignoradas por quien vigilaba para que no hubiese ningún movimiento reaccionario imprevisto. El habituado a tantos añ 
de conjuras, temía a cada paso que los imaginarios adversarios se valieran ((295)) de las mismas armas que él; y los prolongados y 
cotidianos coloquios de don Bosco con monseñor Fransoni y los centenares de jóvenes que parecían prontos a una señal suya, habían 
aumentado las sospechas. Por eso, de cuando en cuando era llamado a las oficinas del Palacio Municipal, donde existía entre los empleado 
una constante agitación por los cambios de forma en el gobierno. Algunos de ellos pretendían que manifestara sus propias opiniones y que 
hiciera algo para ser bien visto por el partido liberal. Pero don Bosco no les daba más que respuestas a medias. Porque rechazar era 
declararse enemigo de Italia y condescender equivalía a una aceptación de principios que consideraba de fatales consecuencias. Así que no 
condenaba, ni tampoco aprobaba a nadie. Hubo quien le dijo con enojo: 

-»Y no sabe usted que su existencia está en nuestras manos? 

Pero don Bosco aparentó no comprender la amenaza. Se presentaba con un aire bonachón, sin afeitar, con la sotana raída, sin lustre en lo 
zapatos y caminando un poco toscamente. Parecía uno de los más apartados curas de montaña. Los empleados del Ayuntamiento, que en 
aquel momento no le conocían más que de nombre, acabaron por considerarlo como una persona de la que no había que ocuparse, cual si 
fuera un hombre de pocas luces; y así, siendo despreciado, no era temido. Nos parece ver repetida la 
estratagema de David en la corte de Aquis, rey de Seth. 1 

1 Akis, rey de Gat (I Samuel, 21, 11). (N. del T.) 
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((296)) 

CAPITULO XXVIII 

EXPULSION DE LOS JESUITAS -MANIFESTACIONES CONTRA LA RESIDENCIA SACERDOTAL, EL REFUGIO Y EL 
ARZOBISPO -CIERRE DEL SEMINARIO -ESCRITORES MALVADOS -PRECAUCIONES -ATENTADO CONTRA DON BOSCO 

CADA día se repetían los insultos contra los jesuitas. Una comisión ciudadana se presentó al Rey pidiendo los expulsara del Estado y no 
logró ser recibida y escuchada. Se dejó que la plebe cumpliese en Turín los acuerdos de la masonería. La noche del 2 de marzo se 
presentaba ante la casa de los jesuitas de los Santos Mártires y el Colegio del Carmen una chusma de sectarios del Piamonte y desterrados 
de varios estados de la península, rompiendo vidrios, derribando puertas y gritando salvajemente. 
Irrumpieron en los edificios al son de blasfemias e insultos y obligaron a los religiosos a salir de ellos. La policía se presentó a amonestar 
orden, cuando el ultraje estaba consumado. Al día siguiente los alborotadores cercaron el monasterio de las Damas del Sagrado Corazón, e 
la calle del Hospital, pero los guardias le impidieron la entrada. Siete largos días duró el amenazador asedio; el Ministerio del Interior 
respondió a la súplica de la superiora diciendo: «El Rey no puede hacer nada por ustedes», y las Damas, obligadas a partir, se fueron a 
Francia. 

Los jesuitas dispersados en aquella noche dolorosa se refugiaron en 
casa de varios ciudadanos. El teólogo Guala ((297)) recogió a bastantes en la Residencia Sacerdotal, no muy distante de los Santos Mártire 
y del Carmen y les prestó bastante dinero para atender a las necesidades más urgentes. También don Bosco se afanó cuanto pudo para 
ayudarlos, proveyéndoles especialmente de ropa seglar para que se disfrazaran y no fueran reconocidos al andar por la ciudad. Por fin la 
policía no tardó en acabar con las violencias de la plaza, intimándoles su salida de los Estados del Reino. Y salieron, mientras sus hermano 
eran expulsados de las demás ciudades de Italia, en 
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medio de violencias tan indignas, como apenas se dan en los pueblos bárbaros. 

Pero los desórdenes no acabaron en Turín tan presto. 

Las invectivas del libro de Gioberti El jesuita moderno y la acogida prestada a los jesuitas, desencadenaron también contra la Residencia 
Sacerdotal las iras de la plebe, enguantada y sin guantes. Una noche se presentó un tropel de gente al pie de las ventanas de la Residencia e 
la calle Mercanti, gritando a voz en cuello: 

íAbajo la Residencia Sacerdotal, muera el teólogo Guala!, y otros improperios. 

Como el teólogo Guala esta enfermo, bajó don José Cafasso a la calle para intentar amansar a aquel grupo de locos, acompañados por 
curiosidad de muchos otros haraganes. La aparición del teólogo Cafasso, bien conocido por los alborotadores de cuando acompañaba a los 
condenados al patíbulo, y sus palabras, todo dulzura y mansedumbre, redujeron al silencio a la chusma. Pero en aquel momento uno de los 
residentes, ligero de cascos y chalado por las ideas de Gioberti, improvisó motu propio en las ventanas un simulacro de iluminación con la 
pocas velas que encontró en las habitaciones de los compañeros. Bastó aquello para cambiar por ívivas!, los gritos de íabajo! y la 
manifestación se dispersó. El Teólogo sintió mucha pena, y el residente liberal fue despedido pronto. 

((298)) Parecía que había pasado todo peligro, cuando una noche se presentaron en la Residencia seis aguaciles, cuatro de paisano y dos 
de uniforme. Tenían orden de hacer un registro minucioso, como si aquello fuese un antro de maleantes que amenazaran la seguridad del 
Estado. Registraron detalladamente todo, presente el teólogo Guala, que se levantó de la cama y desde un sillón observaba todos sus 
movimientos. No encontraron nada censurable; sólo se llevaron un fajo de cartas que, a lo que parece, devolvieron enseguida. 

También se organizaron manifestaciones contra la marquesa Barolo, acusada de ocultar a quince jesuitas en su casa y amenazada, ademá 
de muerte por separar -decían-a las muchachas de sus padres y encerrarlas por la fuerza en sus Institutos. Así le agradecían el gran bien qu 
había hecho a Turín. Desde Casa Pinardi se oía la indecente barahúnda de unos hombres borrachos encenagados en el mal y unas 
mujerzuelas licenciosas, que vomitaban toda suerte de injurias contra el Refugio, y amenazaban 
incendiarlo y hacer salir a las muchachas. 

Al mismo tiempo los sectarios no olvidaron a monseñor Fransoni y preparaban un nuevo alboroto contra él. Pero el marqués 
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Roberto d'Azeglio, con un piquete de guardias nacionales, se situó en los soportales del palacio y alejó a los manifestantes. 

Entre tanto, como corría entre los seminaristas peligro de nuevos desmanes, la inminente guerra contra Austria y la interrupción de las 
clases en la universidad aconsejaron a monseñor Fransoni el cierre del Seminario. En consecuencia se negaron las Sagradas Ordenes a tod 
los seminaristas que habían tomado parte en las manifestaciones políticas. Muchos de ellos, al recibir la noticia de las decisiones de 
Arzobispo, bajaron al patio y cantaron el himno popular genovés: I figli d'Italia si ((299)) chiaman Balilla Los hijos de Italia se llaman 
Balil-la 1. A tal extremo llegó el delirio por la guerra, que muchos de ellos colgaron la sotana y se enrolaron en el ejército. Algunos se 
conservaron buenos cristianos, llegaron a ser excelentes profesores y, con el andar del tiempo, se aficionaron a don Bosco y prestaron 
señalados servicios en la sección de enseñanza media del Oratorio. Unos pocos pasaron a otras diócesis, donde fueron admitidos al 
sacerdocio. 

No era posible que las tristes escenas descritas no causaran su impacto en los muchachos del Oratorio festivo de San Francisco de Sales, 
porque yendo por la ciudad y asistiendo a sus talleres, y aún dentro del ambiente de sus familias oían enjuiciar los acontecimientos de 
distinto modo y no siempre de forma desfavorable. Pronto se dio cuenta de ello don Bosco y así, y en público, ya en privado, los prevenía 
de modo conveniente. Sabedor del enorme daño que hacían periódicos pervesos, les inculcó que no debían leerlos nunca. Y, aún cuando E 
Jesuita moderno no había sido todavía condenado por la Iglesia, sin embargo él prohibió su lectura a los catequistas, maestros y jóvenes 
estudiantes, y para que siempre lo tuvieran entre ojos les hizo ver cómo su autor, en su afán de maledicencia, había incluso tenido la 
desfachatez de denigrar a la Residencia Sacerdotal de San Francisco de Asís, donde sus primeros compañeros habían recibido tantas 
pruebas de benevolencia. 

La recomendación de don Bosco, corroborada con textuales palabras vomitadas por Gioberti contra la cuna del Oratorio, pudo para los 
jóvenes más que ninguna ley, y ninguno de ellos, ni antes ni después de que fuese puesto en el índice de los libros prohibidos, se atrevió a 
leer aquella obra malvada, y todos consideraron a su autor 

1 Balil-la: es el apodo del heroico muchacho Juan B. Perasso, que tirando una pedrada contra los soldados austríacos, 1746, inició la 
revolución popular que echó de Génova al invasor. (N. del T.) 
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como a un enemigo declarado de la Iglesia. Mas, si a causa del desenfreno de la prensa tocó llorar a los padres jesuitas, a las Damas del 
Sagrado Corazón y a otras dignísimas personas de Turín, ciertamente no ((300)) tuvo mejor suerte don Bosco. También él fue pronto blan 
de insultos y amenazas. Más aún, sucedió que, desde el comienzo de las malentendidas libertades, púsose en riesgo la vida del buen padre 
y, por tanto, la existencia de nuestro Oratorio. 

A pocos metros de la capilla de San Francisco de Sales, hacia poniente, levantábase entonces una tapia, que la separaba de los huertos y 
prados de Valdocco, que se extendían por entonces hasta la ribera derecha del Dora. Hoy está aquello cubierto de fábricas, casas y 
edificaciones, pero entonces estaba todo desierto. Pues bien, en la primavera de aquel año, un domingo por la tarde, estaban los muchacho 
del Oratorio reunidos en sus respectivas clases de catecismo y don Bosco enseñaba a los mayores en el coro. Explicábales el amor inmens 
de Jesucristo al hacerse hombre, padecer y morir por nosotros. Había, a pocos metros de la tapia, un ventanuco cerrado, que correspondía 
lugar donde él se encontraba, y una puerta abierta del otro lado que iluminaba su persona. Cuando he aquí que un facineroso, con un 
arcabuz al hombro, poseído de no sé qué espíritu maligno, apostado tras la tapia, saltó sobre los hombros de un cómplice, y asomándose p 
encima de la tapia, apuntó al ventanuco del coro y disparó. El tiro iba dirigido al corazón de don Bosco; pero, gracias a Dios, erró el 
disparo. Un grito universal respondió a la detonación, después un profundo silencio, y los muchachos asustados tenían sus ojos fijos y 
desmesuradamente abiertos en él. El 
proyectil veloz como un rayo, horadó el vidrio de la ventana sin astillarlo, pasó bajo el brazo izquierdo y el costado y le arrancó un trozo d 
sotana del pecho y de la manga. Se clavó en la pared de la capilla y cayeron varios centímetros cuadrados de yeso. Don Bosco casi no 
advirtió más que un ligero choque, como si alguno ((301)) al pasar le hubiese rozado la sotana. Pero no se descompuso y tuvo la serenidad 
tranquilidad de espíritu de calmar el indescriptible susto de los muchachos, ante aquel hecho sacrílego, diciéndoles sonriendo: 

-íHola! »Os asustáis con una broma de tan poca gracia? No es mas que una broma. Hay gente maleducada que no sabe bromear sin faltar 
la delicadeza. íMirad!, íme han roto la sotana y han caído unos cascotes de la pared! Pero volvamos a nuestro catecismo. 

La jovialidad de don Bosco y el verle sano y salvo de tan vil atentado, tranquilizó a todos. Al acabar el catecismo, don Bosco, siempre 
sereno, cantó las vísperas, predicó, dio la bendición y después se 
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mezcló con los muchachos que habían vuelto al patio. Sucedió algo conmovedor. Muchos, apretándose en su derredor, sollozaban y 
lloraban de alegría; otros, besaban sus manos y se las dejaban cubiertas de lágrimas; todos, la mar de satisfechos, daban gracias a Dios por 
haberlo librado tan maravillosamente. Don Bosco les decía: 

-Si la Virgen no le hubiera hecho fallar el blanco, ciertamente me habría acertado; pero se ve que es un mal tirador. 

Mirando luego la sotana agujereada, exclamó: 

-íAy, pobre sotana mía! Me sabe mal por ti, que eres la única que tengo. 

Mientras tanto un muchacho recogió el proyectil del suelo y se lo presentó a don Bosco. Era de hierro, de un diámetro discreto, dado que 
las armas de aquellos tiempos eran de mayor calibre que las modernas. Lo tomó don Bosco en las manos y enseñándoselo a los muchacho 
añadió: 

-íMiradlo! »Lo veis? Se trata de jóvenes inexpertos que quieren jugar a las bochas y no saben dar el golpe. 

No se pudo saber nada de quién había disparado, porque desapareció entre el humo de la pólvora. Don Bosco, ((302)) hizo sin embargo, 
prudentes pesquisas y llegó a saberlo todo con pelos y señales: el asesino era un loco, responsable de otros delitos, que en aquellos días 
servía de instrumentos a ciertos partidos y que parecía estar seguro de permanecer impune. Quizá otros habían armado su mano. Don Bosc 
que ya le conocía, se encontró con él un día, y persuadido de que, al verse descubierto, no habría atentado otra vez contra su vida por mied 
a una denuncia, sin más le preguntó por qué causa se había decidido a jugarle tan mala partida. Sorprendido, pero no avergonzado, 
respondióle con brutal jactancia y alzando los hombros: 

-Casi tampoco yo sé el motivo. Quería probar si el fusil hacía buen blanco en la pared de su casa. 

-Eres un desgraciado..., pero te perdono de corazón..., y quiero ser tu amigo. 

A lo largo de esta historia habrá ocasión de narrar otros viles atentados contra la vida de don Bosco, sobre todo cuando empezó a escribi 
las Lecturas Católicas y a rebatir los errores de los protestantes. Palparemos que si este amigo y padre de la juventud no cayó muerto, se 
debe del todo al Señor, que siempre veló sobre él providencialmente y lo defendió y protegió muchas veces de forma maravillosa. 
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((303)
)


CAPITULO XXIX 

EL ESTATUTO -EMANCIPACION DE LOS JUDIOS -SEGUNDA EDICION DE LA HISTORIA ECLESIASTICA -SU PRUDENCI 
AL REFUTAR A LOS PROTESTANTES Y A OTROS ENEMIGOS DE LA IGLESIA -JUICIOSA ADMONICION -SILVIO PELLIC 
Y EL DICCIONARIO 

LAS sectas cosmopolitas mantenían los pactos recíprocos e inmediatamente después de los tumultos y destrozos de Francia y Sicilia 
empezaban las revueltas y los cambios por todos los estados de Alemania con incendios, saqueos y choques entre el pueblo y las tropas. P 
doquiera se gritaba libertad. Judíos, socialistas, republicanos, racionalistas, conmovían a la plebe, y millares de estudiantes y trabajadores 
lanzaban a la revuelta. Las multitudes desconcertadas, con gobiernos flojos e irreligiosos, y engañadas por los sectarios que les prometían 
reivindicación de los derechos que les habían sido arrebatados y con la esperanza de los bienes ambicionados, estaban con ellos. Los feroc 
motines de Viena arrancaban la Constitución al emperador Fernando 
I y el Rey de Prusia se veía obligado a concederla a sus pueblos. 

Mientras tanto en Roma, donde la revolución había pasado de la hipocresía a las amenazas y a la violencia, Pío IX no se encontró con 
fuerzas para resistir y cedió. El día 14 de marzo otorgaba la Constitución, dejando a salvo todos los derechos de la Iglesia, sus leyes y la 
integridad del poder temporal. 

También Carlos Alberto firmaba el 4 de marzo el nuevo Estatuto fundamental del Reino, que fue ((304)) solemnemente promulgado 
desde uno de los balcones del palacio real sobre la plaza Castillo. Las luminarias, las ovaciones, los cantos populares, las fiestas, duraron 
varios días en Turín y en provincias. A los ochenta y cuatro artículos del Estatuto precedía una afectuosa declaración: 

«Con lealtad de Rey y con afecto de Padre cumplimos hoy lo que ya habíamos anunciado a nuestros querídisimos súbditos en nuestra 
proclama del día 8 de febrero último, en la confianza de que Dios 
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bendecirá nuestras buenas intenciones, y que la Nación, libre, fuerte y feliz, se mostrará cada vez más digna de su antigua fama, y sabrá 
ganarse un glorioso porvenir». 

Algunos de estos artículos habían sido escritos a instancias del mismo Soberano, y conviene recordarlos aquí, porque son una garantía 
para la Iglesia. 

ART. I.-La única religión del Estado es la Religión Católica, Apostólica, Romana. Son tolerados, conforme a las leyes, los demás cultos 
hoy existentes. 

ART. XXVIII.-Habrá libertad de imprenta, pero una ley reprimirá los abusos. La Biblia, el catecismo, los libros litúrgicos y de oracione 
no se podrán publicar, sin el permiso previo del Obispo. 

ART. XXIX.-Todas las propiedades, sin excepción alguna, son inviolables. 

Se encargó al conde César Balbo de formar el primer Ministerio Constitucional, con lo cual quedaba establecido el principio de que el 
Soberano reina y no gobierna. El 17 de marzo se publicaba la ley electoral: el 7 de abril fueron nombrados los sesenta y seis Senadores del 
Reino, en una extraña mescolanza de obispos, católicos sinceros y sectarios. Peor resultado dieron las elecciones de diputados, en las que 
alcanzaron su asiento en la Cámara muchos personajes conocídisimos por ((305)) su aversión al Catolicismo y por sus estrechos lazos con 
los sectarios de todo el mundo. 

Don Bosco, que estudiaba atentamente los sucesos del día, asistió alguna vez a las sesiones del Parlamento en los primeros meses de su 
apertura y comprendió enseguida el sesgo que tomarían las cosas de cara a la Iglesia. El ambiente estaba saturado de volterianismo, y la 
mayoría tenía por principio: «que pertenecía al Estado el derecho sin límites de determinar por sí mismo y según su propio entender la 
esfera de los derechos y de las libertades que puede gozar la Iglesia». 

Uno de los primeros actos del nuevo gobierno fue la emancipación de los judíos, ya prevista en el artículo veinticuatro del Estatuto que 
declaraba que todos los habitantes del Reino, de cualquier origen o condición, eran iguales ante la ley; sin embargo, un decreto real del 29 
de marzo declaraba que estaban admitidos a gozar de todos los derechos civiles y alcanzar los grados académicos. El 6 de abril, en una 
nueva ley de prensa, se decretaba prisión y una multa en dinero contra quien burlase y ultrajase los cultos permitidos en el Estado. 

Don Bosco conocía los móviles, las intenciones y la finalidad de ciertos legisladores; pero lo mismo que había hecho hasta entonces y 
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haría en lo porvenir, quería seguir impávido su camino, pero defendiéndose de las ofensas. 

La prudencia cristiana debe tender siempre al mismo fin, a Dios. Aún siendo buenos los motivos que la mueven a obrar, elige los medios 
que cree más convenientes, regula acciones y palabras, y hace todo con madurez, peso, número y medida, aun para vencer los obstáculos y 
esquivar los peligros que sabe prever. Y no consulta solamente la razón, sino que fija sus ojos en las máximas de fe y de conducta moral 
que nos enseñó nuestro Señor Jesucristo. Con esta prudencia, en medio del desenfreno de las desencadenadas ((306)) pasiones políticas y 
religiosas, preparaba don Bosco la segunda edición de la Historia Eclesiástica. Quería explicar a la juventud toda la verdad, aun sobre 
ciertos acontecimientos contemporáneos; quería señalarles quiénes eran los enemigos actuales de la Iglesia. Mas, por otra parte, conocía la 
necesidad de no provocar su ira sobre sus Oratorios. Por esto, de acuerdo, como ya se dijo, con su plan bien madurado, no especificaba 
acusaciones en capítulos distintos, sino que presentaba sus afirmaciones, narraba los hechos de aquí y allí por orden cronológico, sin 
invectivas, sin mostrarse batallador y sin descubrir su fin, que era precisamente el combatirlos. Esta reedición, como la primera, seguía el 
mismo método de preguntas y respuestas; era casi una reproducción, pero añadía algunas variaciones notables, inspiradas en los tiempos 
que corrían: y puesto que no se encuentran hoy en la edición de su Historia Eclesiástica que tenemos entre manos, no conviene que se 
pierdan. 

En la primera página aparecía el escudo del Romano Pontífice. Debajo había una viñeta, que representaba a San Pedro, de rodillas ante e 
Divino Salvador, entregándole las llaves, con la inscripción: Et tibi dabo claves Regni coelorum (Te daré las llaves del Reino de los 
cielos).1 Enfrente, su nombre y apellido eran como una profesión de la propia Fe. 

Después, sin dejar pasar ninguna ocasión para resaltar las divinas perrogativas del Papa y de la Iglesia, pasaba revista de todos sus 
enemigos, protestantes, judíos y sectarios de toda especie. 

En primer lugar los protestantes. Narraba brevemente el origen de los valdenses, su ignorancia de las Sagradas Escrituras, sus herejías, s 
fuga de Lyon, su llegada al valle de Lucerna, junto a Pinerolo, la condena de sus errores, pronunciada en el tercer Concilio Lateranense po 
302 Obispos presididos por Alejandro III, las rebeliones 

1 Mateo XVI, 19. 
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contra los Soberanos, reprimidas con gravísimos castigos, y la fusión con los protestantes en tiempos de Calvino. ((307)) 

De los valdenses llegaba don Bosco, en el curso de su historia, a las desagradables, impías y sanguinarias figuras de Lutero, Calvino y 
Enrique VIII: contraponía la celestial visión de los hijos de la Iglesia Católica que vivieron contemporáneamente: San Cayetano de Thiène 
San Jerónimo Emiliani, San Juan de Dios, Santo Tomás de Villanueva, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Pedro de 
Alcántara, San Felipe Neri, San Pío V, Santa Teresa, San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San 
Vicente de Paúl, San Luis Gonzaga y cien más. La santidad se confunde con la verdad. 

Adoptó otro modo para desenmascarar los errores del protestantismo, esto es, aludir a él mientras exponía las antiguas herejías. Por 
ejemplo, después de decir que el VII Concilio Ecuménico y segundo de Nicea habían condenado a los iconoclastas, o sea a los destructore 
de las imágenes, añadía: Los protestantes siguen también los errores de los iconoclastas. Apuntaba la horrible blasfemia de Gottescalco1 a 
afirmar que Dios predestina a unos a la gloria eterna y a otros al infierno, por no querer que todos se salven, añadía: Estos errores fueron 
después reproducidos por Lutero y por Calvino. 

Finalmente, así como los protestantes afirman que la Iglesia católica de hoy no es la de los primeros siglos fundada por Jesucristo, él, sin 
hacer alusión a estos herejes, demuestra con los hechos cómo ha sido siempre la misma. 

En el siglo primero, escribe, se instituyó la celebración del Domingo, de la Navidad del Señor, de la Epifanía, de la Pascua, de la 
Ascensión y de Pentecostés; se impuso y se guardó el ayuno en Cuaresma y en las cuatro Témporas por tradición apostólica, se estableció 
uso del agua bendita contra las asechanzas del demonio y otros males corporales; el lavatorio de los pies en el Jueves Santo, la señal de la 
santa Cruz; mandóse también que mientras se celebra el santo sacrificio ((308)) de la 
misa hubiera en el altar dos velas encendidas y un crucifijo en el medio. En el siglo segundo, ya celebraba tres misas cada sacerdote en la 
Nochebuena. En el siglo tercero, el Papa Ceferino impuso el precepto de comulgar por Pascua. En el siglo quinto, establecía San Zósimo 
Papa que cada parroquia, en Semana Santa, bendijera el cirio pascual, y se instituyeron las rogativas públicas. En el año 431, el Concilio d 
Efeso, aprobado por Celestino I, definía solemnemente que la Virgen María era la 

1 Gottescalco: Es uno de los herejes cátaros del siglo XIII (N. del T.) 
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verdadera Madre de Dios; y el año 1136, la iglesia de Lyon comenzaba a celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, lo que 
demuestra que ya en los siglos pasados existía esta creencia en los pueblos. En el 491, el Papa Gelasio celebraba en Roma un Concilio con 
muchos obispos y decretaba cuáles eran los libros auténticos del Antiguo y del Nuevo Testamento, y cuáles eran los apócrifos; prescribía e 
libro llamado Sacramental, que contiene casi todas las misas del Misal Romano y la fórmula para impartir las bendiciones; instituyó la 
procesión de las candelas en la fiesta de la Purificación de María Santísima y estableció las ordenaciones de los eclesiásticos en las cuatro 
témporas. San Gregorio Magno, elegido Papa el 590, en cuyas manos se cambió en carne una hostia consagrada, compuso el antifonario y 
breviario que la Iglesia emplea en nuestros días e instituía las letanías de los santos, la procesión en la fiesta de San Marcos y la imposició 
de la ceniza en el primer día de Cuaresma. En estos libros y en estas plegarias aparece evidente la creencia de la presencia real de Jesucrist 
en la sagrada Eucaristía, la práctica de invocar a la Santísima Virgen y a los Santos, la existencia del purgatorio y la confesión sacramental 
los otros 
sacramentos. En fin, para abreviar, en el 553 el Papa Virgilio y el Concilio ((309)) Constantinopolitano II presentaba una prueba luminosa 
del poder de la Iglesia para condenar los escritos malos, juzgar sobre dichos libros y exigir a los fieles que se sometan a su juicio. 

Ante estos argumentos aducidos por don Bosco »cómo podrían negar los protestantes, sin manifiesta mala fe, que la Iglesia Católica no 
practica ni cree lo que creía y practicaba en los primeros siglos? 

De los protestantes pasaba don Bosco a los judíos. Describía, verificada por Tito y por Juliano el Apóstata, la profecía de Jesucristo sobr 
la destrucción de Jerusalén y afirmaba con el testimonio de los libros inspirados que todo el pueblo de Israel se hará cristiano en los último 
tiempos. Describía la atroz persecución arábiga en España contra los cristianos, para obligarlos a abrazar el judaísmo o hacerse 
mahometanos. Demostraba lo mucho que un judío odia a un cristiano con el horrible martirio de tres días que hicieron sufrir al santo 
muchacho Vicente Verner de Trèves en Francia, el año 1287; y con la muerte igualmente dolorosa del padre Tomás de Cerdeña en 
Damasco, durante los últimos años de Gregorio XVI. «Estos hechos, no dudaban en escribir, 
deben poner en alerta a los cristianos para guardarse del trato y familiaridad con esta clase de gente». 

En tercer lugar, refiriéndose a las causas de la aberración de muchos cristianos y de los hechos dolorosos que últimamente contristaban 
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a la Iglesia, hablaba de los racionalistas y sedicentes filósofos modernos, los cuales declarándose seguidores de Voltaire y de Rousseau, 
rechazan toda suerte de religión, toda ley, todo derecho y, so pretexto de seguir la pura luz de la razón, hacen cuanto les sugiere el caprich 
Y escribe: «Es difícil definir cuál fuera su doctrina, porque no tenían ninguna; quien lea atentamente sus escritos termina por ((310)) negar 
toda suerte de verdades, calumniar cualquier virtud, enseñar todos los errores, animar a cualquier delito, buscar la manera de arrancar del 
corazón del hombre la dulce esperanza de la vida futura y por fin reducir al hombre a la categoría de las bestias, de acuerdo con la forma d 
la moderna filosofía. Los masones maquinaban en secreto, los filósofos les ayudaron con la publicación de sus escritos y llevando a la 
práctica su doctrina, y para conseguir su intento, empezaron por acometer a las órdenes religiosas desacreditándolas con las más vulgares 
calumnias. En medio de este confusionismo Clemente XIV, tras muchas vacilaciones, y a instancia de las cortes de Francia, Nápoles, 
Portugal y otros estados, suprimió la Compañía de Jesús el año 1774. Pío VII, más tarde, considerados los servicios que la Compañía podí 
prestar a la Iglesia, la repuso entre las Ordenes Religiosas. En nuestros días casi se deshizo esta Orden, y sus miembros fueron perseguidos 
y expulsados de Suiza y de toda Italia. Y para no faltar a la verdad histórica, conviene añadir que estos religiosos fueron expulsados de 
muchos lugares de una forma indigna, insultados en su indigencia, vilipendiados contra toda ley y hasta contra toda natural equidad. Así 
escribe Vicente Gioberti».1 

Don Bosco demostraba un gran valor al defender una orden religiosa, perseguida aquel mismo año, pero empleaba, al mismo tiempo, un 
admirable prudencia al citar las palabras del más acérrimo enemigo de los jesuitas. Y unas páginas más adelante, escribiendo sobre Pío IX 
no dudaba en añadir: «El gran Gioberti llamaba al día en que le vio el día más hermoso de su vida». No era ninguna adulación puesto que 
uno puede ser llamado grande por diversos motivos. Don Bosco seguía el ejemplo del Sumo 
Pontífice que el día 30 de septiembre de 1847 había ((311)) escrito a Turín a su enviado extraordinario ante el Rey, monseñor Corboli 
Bussi, recomendándole cautela y parsimonia al hablar de Gioberti, ídolo momentáneo de la revolución, puesto en las mismas nubes por 
todos los facciosos e innovadores.2 

1 Concordia, 18 de marzo 1848. 

2 Civiltà Cattolica. Año 30, vol.X, pág. 394. 1879. 
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Finalmente, sin entrar en consideraciones políticas de ningún género, don Bosco proclamaba con la historia, algunos derechos de la 
Iglesia que los adoradores del Dios Estado le hubieran negado. 

«En el primer siglo, escribe, empezáronse los libros donde se registraban los nombres de los bautizados y de los difuntos, que llamamos 
libros de bautismos y de defunciones. En el tercer siglo, se empezaron a consagrar los cementerios, que quedaban como propiedad de la 
Iglesia. Desde el siglo VI ningún clérigo estaba sujeto al juez secular, sino únicamente al juez eclesiástico. En el V Concilio Lateranense s 
redactaron los reglamentos para la imprenta recién inventada, en los que se prohibía imprimir ningún libro sin previo examen y autorizació 
de la autoridad eclesiástica, bajo pena de excomunión, que debía ser pronunciada sin tardanza». 

De este modo daba don Bosco a sus muchachos unos criterios justos, diseminados por las páginas de su Historia Eclesiástica, para juzga 
los acontecimientos que se desarrollaban ante sus ojos con perjuicio para la Iglesia. Sabía después, ocasionalmente, resaltar aquéllos que 
aislados servían a su fin o bien agrupar muchos de ellos cuando los necesitaba para una demostración completa. Por este motivo sin duda, 
sólo trataba por encima la edad media. Siempre con circunspección, nunca demasiada, dado que lostiempos eran cada vez más turbulentos 
don Bosco, después de dar miradas al próspero estado de la Iglesia en Europa y en las Misiones, ((312)) a pesar de los obstáculos y de las 
persecuciones, y de considerar el descrédito cada día mayor del protestantismo en Inglaterra, afirmaba que le parecía que Dios estaba 
preparando una reacción con ventaja universal. Y añadía: «Es verdad que, dado el movimiento general de todos los Estados con las nuevas 
formas de gobierno, la religión tiene que superar serias dificultades, especialmente causadas por los que, del todo ayunos de lo eclesiástico 
quieren dar su veredicto, blasfemando de lo que ignoran: pero nosotros los italianos tenemos a la cabeza al gran Pío IX y al valiente y 
religioso Carlos Alberto, por lo que podemos esperar un porvenir lleno de acontecimientos honrosos para el trono y gloriosos para la 
religión». 

Este era el ardiente deseo de su corazón, pero no estaba libre de fundados temores. Unas páginas antes, después de tejer un magnífico 
elogio a Pío IX le dedicaba las siguientes frases: «Nosotros los católicos rogamos al Señor le facilite los caminos oportunos para impedir l 
daños que los malvados maquinan contra la Iglesia y le ayude a gobernarla con nuevos triunfos». 

Y concluía el libro con esta hermosa peroración: 
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«De la Historia Eclesiástica debemos aprender primeramente que todos los que se rebelaron contra la Iglesia, casi siempre encontraron, 
aun en la tierra, los más tremendos castigos divinos..., y que todas las demás sectas religiosas, al no estar adheridas a la Iglesia de Jesucris 
Salvador, pertenecen a la sinagoga del Anticristo... En todo tiempo se combatió a la Iglesia con la espada y con las letras y siempre triunfó 
Ella vio desplomarse en su derredor y quedar enteramente destruidos reinos y repúblicas, mientras ella permaneció firme e inmóvil. Hace 
diecinueve siglos que fue fundada y se presenta en la más florida juventud. 

((313)) Y, dirigida por mano divina, superará todas las vicisitudes del mundo, vencerá a todos sus enemigos, y avanzará a pie firme a 
través de los siglos y de las revoluciones humanas, hasta el fin de los tiempos, para formar después con todos sus hijos un solo reino en la 
patria de los bienaventurados». 

Cuando don Bosco entregaba su libro a los muchachos y lo explicaba lo mismo en público que en privado, les recordaba que no se 
alinearan de ningún modo con los adversarios de la Iglesia, porque se labrarían su propia ruina: «Combatir a la Iglesia, decía, es lo mismo 
que dar con el puño sobre la punta afilada de un clavo». 

Esta segunda edición no encontró obstáculo. Tuvo gran aceptación en las escuelas, con lo que don Bosco alcanzó su intento. Le había 
costado, sin embargo, mucho y paciente trabajo. Como quería un estilo sencillo que la hiciese popular, tuvo la constancia de leérsela a su 
madre, la cual un día entendió al revés y creyó que Constantino había perseguido a los cristianos. Don Bosco entonces retocó el pasaje y n 
quedó satisfecho hasta ver que su madre lo había entendido perfectamente. 

También es digna de nota su reserva al escribirla, que dio ocasión a una advertencia suya llena de prudencia. Iba un día a Borgo 
Cornalense para visitar a la Duquesa de Montmorency cuando se encontró con el joven Carlos Tomatis. Al verle éste en las manos las 
pruebas de imprenta de la Historia Eclesiástica, le preguntó cómo se las arreglaba cuando tenía que tratar puntos difíciles, y, por ejemplo, 
tenía que hablar mal de un personaje. Don Bosco respondió: 

-Cuando puedo hablar bien, lo hago, y cuando tengo que hablar mal, me callo. 

-»Y la verdad? 

-Yo no escribo para los doctos, sino especialmente para los ignorantes y los muchachos. Si al narrar un hecho poco ((314)) honroso y 
controvertido turbara la fe de una alma sencilla, »no sería esto inducirla 
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al error? Si yo presento a una mente tosca el defecto de un miembro de una congregación, »no es verdad que nacen en ella dudas, que la 
inducen a sentir repugnancia por toda la comunidad? »Y no es esto un error? Sólo aquel que tiene ante sus ojos toda la historia de dos mil 
años, puede ver que culpas de hombres, aún eminentísimos, no obscurecen la santidad de la Iglesia; antes al contrario son una prueba de su 
divinidad, porque, si se mantiene siempre indefectible, quiere decir que el brazo de Dios 
siempre la ha sostenido y la sostiene. Y esto es lo que entenderán los jóvenes cuando lleguen a completar sus estudios. Recuerda, además, 
que las impresiones funestas recibidas en tierna edad, por una conversación imprudente, traen muchas veces consecuencias lamentables pa 
la fe y las buenas costumbres». 

Añadiremos finalmente que don Bosco no se fiaba de su propio juicio cuando escribía. 

Ya hemos dicho que había trabado amistad con Silvio Péllico y que admiraba aquella su humildad que no le permitía alardear de su 
propio talento, a pesar de que su nombre era celebrado por toda Europa. Iba muchas veces a visitarlo, lo mismo en Turín que en Moncalier 
y no era raro que Silvio Péllico le devolviera la visita y fuera a gozar con el espectáculo del Oratorio. Se intercambiaron varias cartas y 
finalmente don Bosco le pidió que le diera su opinión sobre el compendio de la Historia Eclesiástica que iba a publicar. Silvio Péllico 
examinó atentamente el manuscrito, hizo alguna correción y lo alabó. 

Nunca olvidó don Bosco un consejo suyo. Un día le preguntó Silvio Péllico si empleaba mucho el diccionario para escribir. Respondió 
don Bosco que le parecía conocer suficientemente la lengua italiana y que, en medio de tantas cosas como llevaba entre manos, no tenía 
tiempo para consultarlo. 

((315)) -No, querido don Bosco, continuó Silvio Péllico; no se fíe demasiado y tenga paciencia. Mire; yo no sé escribir una página sin 
consultar el diccionario; y si dejara de consultarlo, frecuentemente cometería faltas. Es muy necesario para conocer la fuerza y exactitud d 
las palabras y su ortografía. Nos parece que muchos términos los conocemos, y en realidad nos engañamos. Resulta fácil caer en galicismo 
en locuciones latinas o dialectales. Siga mi consejo; tenga siempre a mano el diccionario. A medida que lo vaya empleando, verá que teng 
razón al permitirme darle este consejo. 

Desde aquel día don Bosco, no sólo siguió el consejo, sino que hasta en sus continuos viajes, no dejaba de meter en la maleta un 
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diccionario. Fue, además, un aviso que muchas veces repitió a los clérigos y sacerdotes de su congregación: 
-»Usas el diccionario? »Lo tienes sobre la mesa? 
Más de una vez sonrió el interrogado como si fuera aquélla una pregunta para un colegial y no para un hombre que había terminado sus 

estudios. Pero don Bosco repetía la pregunta, y, si la respuesta era negativa, inculcaba el empleo constante del diccionario, concluyendo: 
-Me lo dijo Silvio Péllico y yo lo he experimentado: para escribir sin faltas, hay que tener siempre en la mano un buen diccionario. 
Esta preciosa amistad, hasta de ventaja literaria, sólo acabó cuando Silvio Péllico fue llamado por Dios a la eternidad en el 1854. 

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((316)) 

CAPITULO XXX 

PRINCIPIO DE LA GUERRA POR LA INDEPENDENCIA DE ITALIA -INSULTOS AL ARZOBISPO DE TURIN Y SU IDA A 
SUIZA -EFERVESCENCIAS PELIGROSAS -MEDIOS DE PRESERVACION Y VIACRUCIS -EL LAVATORIO DE LOS PIES -EL 
DIALOGO 

LAS revueltas de Viena y los tumultos de Pest habían colocado a la autoridad en manos de los enemigos de Austria. Estos sucesos 
animaron a los liberales de Lombardía y del Véneto. Empezaron a agitarse Padua y Pavía. 

El dieciocho de marzo se produce una gran revuelta en Módena: salen las tropas auxiliares austríacas del Ducado y el duque Francisco V 
abandona sus dominios. El veinte se levanta en armas la juventud de Parma y obliga a los alemanes a evacuar mientras el duque Carlos II 
concede la Constitución y después se retira a Marsella. El veintitrés, tras cinco días de obstinados combates, los milaneses arrojan de la 
ciudad y del Castillo a la guarnición austríaca, obligándola a retirarse, con muchas pérdidas en sus filas. El mismo día se sublevan Como, 
Bérgamo, Brescia, Venecia y se liberan del extranjero. El gobierno provisional de Milán pide ayuda al ejército piamontés y el veintitrés 
declara Carlos Alberto la guerra a Austria, con una proclama valiente y generosa para los pueblos de Lombardía ((317)) y de Venecia. 

El veinticuatro, en presencia del Rey, de todos los funcionarios del Estado y estando la guardia nacional en formación en la plaza del 
Castillo, entonaba el Arzobispo el Te Deum en la iglesia metropolitana, por la expulsión de los alemanes de Milán. Pero, al salir de la 
catedral, una turba populachera, a la que se habían unido pesonas que en sociedad se consideraban dignas de respeto, empezaron a dirigirle 
palabras injuriosas y a amenazarlo con los puños en alto, siguiendo tras su carroza por un buen trecho de calle. Nadie intentó acallar los 
insultos, aunque estaban presentes muchos guardias. Por la noche se renovaron los insultos, al pie de los balcones y ventanas 
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del palacio arzobispal con ensordecedores gritos y silbidos. Se quería obligar al Arzobispo a que se alejara de Turín y del Reino. 

El veinticinco de marzo partía Carlos Alberto a la guerra con sesenta mil valerosos soldados. El veintiséis cruzaban el Tesino y una 
brigada de ellos entraba en Milán. Las autoridades eclesiásticas, entretanto, ordenaban plegarias públicas y exhortaban a las poblaciones a 
socorrer a las familias pobres de los soldados y el mismo Gobierno pedía apoyo y oraciones a los obispos. El 29 entraba el Rey en Pavía, y 
abandonada por los austríacos, llegaba a Milán y se agrupaban junto a él las gentes de 
Lombardía y las de Parma y Módena. 

El veintinueve de marzo, a las seis de la tarde, partía para Suiza el santo e impertérrito Arzobispo de Turín. El Ministro del Interior, a 
través de distinguidos eclesiásticos, le había apremiado vivamente para que se alejase del Estado por algún tiempo, hasta que los ánimos d 
sus adversarios se hubieran calmado. Fueron además a visitarle otras personas piadosas, entre ellas don Bosco, que creían necesaria su 
partida; y le hacían observar que era imposible resistir a aquel engaño de las sectas, 
porque quien ((318)) aconsejaba la salida, seguramente había permitido secretamente los insultos gravísimos sufridos. Pero antes de subir 
coche, el Arzobispo recomendó a don Bosco los seminaristas que se habían mantenido obedientes a sus órdenes, especialmente los más 
pobres y que ahora se encontraban dispersos. Don Bosco prometió corresponder a aquella muestra de confianza, y veremos cómo cumplió 
su palabra. 

El seis de abril vociferaban en Viena turbas de estudiantes y de gente del pueblo contra el Arzobispo, amenazaban con asaltar los 
conventos y gritaban que Pío IX era enemigo del imperio. El Gobierno ordenó la supresión de los religiosos y religiosas Redentoristas y d 
los Jesuitas. 

Sin más, religiosos inocentes y pobres mujeres fueron arrojados a la calle, sin pan y sin cobijo, obligados a pedir limosna. Y pocos días 
después, los tumultos alcanzaron un aspecto tan amenazador en Viena, en Pest y en Praga, que faltó poco para que no llegaran a una lucha 
mortal con sus tropas. Los piamonteses en tanto, arrojaban a los austríacos de Goito y cruzaban el río Mincio, el día siete de abril, con una 
brillante victoria. 

El veintiuno de abril, el general piamontés Santiago Durando, enviado por el Papa para guardar las fronteras, sin cuidarse de las órdenes 
recibidas, cruzaba el Po con diecisiete mil soldados pontificios. El rey de Nápoles había enviado a Lombardía otros dieciséis 
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mil hombres en socorro de Carlos Alberto, al mando del viejo carbonario Guillermo Pepe; y el Gobierno del gran duque de Toscana 
Leopoldo II otros seis mil. 

Tropas piamontesas, llamadas por los gobiernos provisionales para frenar a los republicanos, ocupaban los ducados de Módena y Parma 

Mientras tanto, el veinticinco de abril, con verdadero dolor de todos los católicos, el rey Carlos Alberto, desde el cuartel general de Volt 
decretaba el exequátur real sobre las provisiones de Roma, poniendo en vigor edictos olvidados y reprobados por Clemente XI y Benedicto 

XIV. 
((319)) El treinta de abril las tropas reales, después de encarnizados combates, quedaban dueñas de Pastrengo y estrechaban el asedio de 
Peschiera, una de las cuatro ciudades fortificadas que separaban las provincias lombardas de las vénetas. El Rey puso su cuartel en 
Sommacampagna. Los austríacos se habían retirado a la orilla izquierda del Adigio. 

Llegaban las noticias de estos triunfos a Turín, donde eran aguardadas con mucha ansiedad; y el pueblo celebraba festejos de locura por 
las victorias de los ejércitos. Hasta los muchachos llegaron a tal exaltación que, sin cierto freno, podía llegar a hacerles daño a muchos. No 
se pensaba más que en la guerra, se hablaba de guerra, se escribía sobre la guerra, se cantaba a la guerra en casa, en el teatro, en la plaza; 
estoy por afirmar que, hasta durmiendo se soñaba con la guerra. Los mismos chiquillos parecía que se habían convertido en valerosos 
soldados capaces de atravesar de un solo golpe a dos austríacos con la punta de su espada. Era de ver cómo, al acabar la escuela, al salir de 
la tienda o de la fábrica, se armaban de un palo y se unían en tropel en un sitio u otro, elegían un jefe, se organizaban en pelotones, hacían 
maniobras, jugaban a la guerra entre ellos y llegaban a entablar verdaderas batallas de una pandilla contra otra, en las que, a veces, por 
incapacidad o por demasiado ardor bélico, se daban y recibían solemnes garrotazos dignos de mejor causa. Sobre todo los domingos y 
fiestas de guardar, calles y alrededores de la ciudad parecían convertirse en pequeñas plazas de armas. Crecían las alas de la fantasía juven 
al son de tambores y trompetas de las maniobras y desfiles de la guardia nacional, la llegada de los prisioneros de guerra y los festejos 
públicos repetidos después de cada victoria. 

La catequesis cuaresmal había comenzado el 13 de marzo, mas por las causas señaladas, en casi todas las parroquias ((320)) mermaban 
los asistentes a clase y algunas se quedaban totalmente vacías. 
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No era moralmente posible que, en medio de tanta disipación, los muchachos del Oratorio no sufrieran algún cambio de conducta. 
Realmente faltaban bastantes a las funciones sagradas los domingos y entre semana no se les veía en el catecismo; otros acudían a recepció 
de la confesión y la comunión quedaba reducida a la mínima expresión. 

Para remediar aquel malestar religioso y moral, que amenazaba a los muchachos del Oratorio, era menester que la industriosa caridad y e 
celo de don Bosco encontrasen medios eficaces. Y éstos no se hicieron esperar. Dio comienzo con la oración. 

Aquel año introdujo la santa práctica del ejercicio del vía crucis: la inició el diez de marzo y se repitió todos los viernes de cuaresma. 
Quiso que asistieran todos los muchachos de la comunidad, con la mayor devoción posible; a ellos se unieron muchos otros chicos externo 
y diversas personas del vecindario que, por comodidad, iban durante la semana a oír misa y confesarse. Don Bosco en persona lo dirigía, 
compenetrado de tales sentimientos de compasión con el pensamiento de los padecimientos 
sufridos por el Divino Salvador para nuestra redención, que su compostura valía por todo un sermón eficacísimo. 

En tanto, acomodándose a las exigencias de los tiempos, en todo lo que no desdecía de la Religión y las buenas costumbres, no dudó en 
permitir que los muchachos realizasen sus maniobras en el patio del Oratorio; más aún, se las arregló para conseguir una buena cantidad d 
fusiles de madera. Puso sin embargo, como condición, que no se dieran tantos golpes, como sucedía entre ((321)) piamonteses y austríacos 
y que al sonar la campanilla para el catecismo, todos depusieran las armas y acudieran a la 
iglesia. Estrenó también otros ejercicios gimnásticos menos peligrosos; proveyó de bochas, tejos, etcétera, etcétera. Repetía con frecuencia 
el juego de la piñata, las carreras de sacos y hacía representar honestas comedias y sainetes divertidos. En fin, no ahorró nada para que 
todos, de un modo o de otro, tuvieran comodidad para divertirse en el Oratorio, siempre asistidos y paternalmente vigilados. 

Constituyó un poderoso atractivo la clase de canto. A las lecciones de solfeo añadió don Bosco las de piano y órgano; y, para muchos, la 
música instrumental, lo que suscitó gran entusiasmo. Mientras atendía a la organización de la banda y adiestraba a algunos muchachos a 
aporrear el piano y hacer chillar el órgano, la música vocal se perfeccionaba. Así que, en cuanto tuvo los coros 
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adiestrados y preparadas muchas graciosas vocecitas, don Bosco los llevó a cantar en las iglesias públicas de Turín, con ocasión del mes d 
María o de otras funciones en las que tomaban parte todos los muchachos. Esto los atraía y ataba cada vez más al Oratorio, a la par que 
hacía el bien al pueblo devoto. Porque, como hasta entonces, sólo se había oido cantar en el coro las voces graves de los adultos, la noveda 
de aquellos solos, dúos y coros de voces infantiles despertaba en los fieles la idea del 
canto de los ángeles. Y hacía vibrar sensiblemente las fibras del corazón humano. No era raro ver en aquellas funciones hombres y mujere 
llorando de emoción. Por todas partes se hablaba de la música de don Bosco, se la deseaba y buscaba para fiestas y solemnidades. Así que 
con gran alegría de los muchachos, cantaron varias veces no sólo ((322)) en Turín, en la iglesia del Corpus Domini y de la Consolación, 
sino que más adelante fueron a Moncalieri, Rívoli, Chieri, Carignano y otras poblaciones 
aledañas. Don Luis Nasi, eximio canónigo de Turín, y el sacerdote don Miguel Angel Chiattellino de Carignano eran generalmente los dos 
fieles acompañantes de la sociedad filarmónica. Con su saber musical evitaban el peligro del fracaso, la hacían quedar magníficamente en 
todas partes y le acarreaban alabanzas sin cuento. El amor propio juvenil halagado, los ansiados paseos para llegar a las metas señaladas, l 
meriendas y comidas que les ofrecían en las parroquias a su llegada, hacían olvidar 
toda fantasía política. 

Se hizo entre otras, aquel año, una simpática fiestecita en el vecino santuario de la Consolación. Fueron allí los muchachos 
procesionalmente. El canto por la calle y la música en la iglesia arrastraron una gran multitud de fieles hasta los pies de la Virgen. Se 
celebró la misa y comulgaron muchos. Al final hizo don Bosco un sermoncito; habló de la amabilidad de María, y enfervorizó a todos en s 
amor. 

-«Es María -dijo entre otras cosas-la criatura más querida. La quiere Dios Padre, la quiere su divino Hijo Jesús, la quiere el Espíritu 
Santo, la quieren los ángeles, la quieren los Santos, la quieren todos los corazones buenos. Este mismo santuario es una prueba luminosa d 
cuánto ha querido siempre esta ciudad a María. Ella, a su vez, nos quiere a nosotros con amor de madre; y si quiere a todos los cristianos e 
general, quiere con amor a más tierno a los muchachos. María hace coo su 
divino Hijo Jesús, que tanto quería a los niños que hubiera querido tenerlos siempre en su derredor. Si Jesús decía a sus apóstoles: Dejad 
que los niños vengan a mí, también María va repitiendo a su ((323)) vez: Si quis est parvulus veniat ad me (Venga a mí el que es pequeño) 
Con su amor dulcísimo es como Ella manifiesta 
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ser consuelo de los afligidos: Consolatrix afflictorum. En correspondencia, queridos hijos míos, amémosla también nosotros, y por su amo 
huyamos del pecado. Como recuerdo de esta visita dejemos aquí, a los pies de María, nuestro pobre corazón, roguémosle que lo acepte y 
nos lo conserve siempre puro e inmaculado; hagamos de forma que siempre podamos vivir contentos a la sombra de su manto y morir 
consolados por Ella». 

Esta procesión continuó haciéndose ordenadamente a este querido santuario una o dos veces al año, hasta el 1854, y los jóvenes bajaban 
siempre a la cripta para recitar una oración más. 

También la semana santa fue ocasión para enfervorizar a los jóvenes en la piedad. El jueves visitaron procesionalmente los monumentos 
de las parroquias. De una iglesia a otra, cantaban salmos y canciones, y los muchachos de toda edad y condición, atraídos por los cantos y 
buen ejemplo, venciendo todo respeto humano, se unían a sus filas con transportes de alegría. Al llegar a la iglesia, después de unos 
minutos de adoración, los cantores cantaban con expresión enternecedora la Pasión o un motete que don Bosco les había expresamente 
ensayado. Muchas personas se conmovían hasta las lágrimas al oír las tristes melodías y seguían a los muchachos de una iglesia a otra, par 
llorar de nuevo sobre la tumba de Jesús. Este piadoso espectáculo llegó a reanimar el fervor de algunos adultos que, como consecuencia de 
algunas burlas, o por mejor decir, insultos o desprecios, no se atrevían ya a tomar parte en aquella práctica religiosa. 

Al caer de la tarde de aquel Jueves Santo se celebró por vez primera en la capilla del Oratorio la ceremonia del Mandato o Lavatorio 
((324)) de los pies, en presencia de muchos muchachos. A tal fin fueron elegidos doce, en representación de los doce Apóstoles. Se 
colocaron en círculo en el presbiterio. Se cantó el pasaje del Evangelio prescrito por la liturgia. Después don Bosco se ciñó una toalla, se 
arrodilló delante de cad uno y les lavó los pies, como hizo el divino Salvador con sus discípulos en la última cena, se los secó y besó con 
profunda humildad. Mientras se desarrollaba la ceremonia, los cantores hacían resonar las palabras del rito: Ubi caritas el amor, Deus ibi e 
(Donde hay caridad y amor allí está Dios). Y aquellas otras: Cessent jurgia maligna, cessent lites; et in medio nostri sit Christus Deus 
(Cesen las malignas contiendas, cesen los pleitos; y en medio de nosotros reine Jesucristo Dios). 

Hizo después un discursito moral y explicó el significado y señaló las enseñanzas de la ceremonia, una de las más apropiadas para 
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informar y educar los corazones juveniles en las dos virtudes principales del cristianismo, la humildad y la caridad. 

Después de la ceremonia sentáronse a la frugal cena con don Bosco los jóvenes apóstoles. El mismo la quiso servir por su propia mano, 
para mejor representar la última cena del Divino Redentor. Por último, les entregó un gracioso regalito y los envió a casa henchidos de 
alegría. Esta sagrada ceremonia se siguió practicando cada año en el Oratorio con mucha edificación; fue una de las predilectas de don 
Bosco, que continuó celebrándola mientras le acompañaron las fuerzas. El mismo elegía los apóstoles entre los alumnos mejores y añadió 
un decimotercero. Invitaba a algún sacerdote a dirigir la palabra a los muchachos, antes de iniciarse la función, y en el 1850 fue elegido do 
Giacomelli. 

En aquel acto del Lavatorio, su espíritu de fe, humildad y sencillez conmovía el corazón de todos los asistentes. 

El regalo que hacía a sus pequeños apóstoles, después de la cena, era casi siempre un pañuelo blanco y un crucifijo. 

((325)) También se continuó la Visita a los Monumentos; pero procesional y corporativamente, sólo hasta 1866. Don Bosco acompañaba 
siempre a los muchachos, después de haber pedido permiso a los rectores de las distintas iglesias por él elegidas para las estaciones de la 
piadosa peregrinación. El devoto recogimiento de aquella generosa juventud aumentaba la piedad cristiana de la población que los 
contemplaba edificados. Cuando las circunstancias ya no permitieron estas visitas, se suprimieron, estableciendo en la capilla del Oratorio 
otras prácticas de piedad propias de esos días memorandos; por ejemplo, la visita al Santísimo Sacramento con la Corona al Sagrado 
Corazón de Jesús, el vía crucis y el canto del Stabat Mater. 

Con las industrias referidas logró don Bosco atraer y entretener a sus jóvenes, de manera que, bien instruidos en la doctrina, el 23 de abr 
cumplieron muchísimos de ellos con Pascua. 

Pero era menester que tal afluencia no cesase, y para impedir las ausencias dominicales, don Bosco y el teólogo Borel pusieron en prácti 
otro medio. Además de distribuir a menudo pequeñós regalos a los asiduos al catecismo y más piadosos, como eran estampas, medallas y a 
veces frutas y dulces, empezaron a hacer el sermón o plática de la tarde casi siempre en forma de diálogo. El buen Teólogo, mezclado entr 
los muchachos, hacía de penitente o de escolar, y salía de vez en cuando con preguntas y respuestas tan graciosas que los tenían atentos y 
les hacían reír, mientras don Bosco, desde el púlpito, 
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instruía o moralizaba según la necesidad. Esta manera de predicar era siempre deseadísima por los muchachos; bastaba anunciar que al 
domingo siguiente habría diálogo, para que la capilla se llenara de pequeños oyentes. 

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((326)) 

CAPITULO XXXI 

EDAD FABULOSA DEL ORATORIO -LAS ASOCIACIONES (COCCHE) -INSULTOS A LA POLICIA -BATALLAS A 
PEDRADAS -MEDIDAS PREVENTIVAS -DON BOSCO EN MEDIO DE LAS TURBAS DE MUCHACHOS ENFURECIDOS 
MUERTE DE UN JOVEN -IMPIDE LA OFENSA DEL SEÑOR A TODA COSTA -EVIDENTE PROTECCION DEL SEÑOR 
ENERGIA, AMABILIDAD Y MISTERIOSA GRAVEDAD -LA CATEQUESIS TRANQUILA DESPUES DE UNA LUCHA BRUTAL 
-ALGUNOS JEFES DE LAS ASOCIACIONES RECOGIDOS EN EL ORATORIO -LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA DE 
MAYO 

LA historia del Oratorio, decía un día don Bosco, se podía dividir con toda exactitud en tres períodos: la edad fabulosa, la edad heroica y l 
edad histórica. La primera se desarrolló durante los primeros diez años; empezó cuando yo me encontraba completamente solo y no tenía 
morada fija, siguió en Valdocco, cuando comencé a recoger en casa algunos muchachos y terminó hacia 1855. La narracción de los suceso 
de entonces puede parecer un tejido de fábulas (por eso yo la llamo edad fabulosa) por lo 
extraordinario de sus sucesos; y, sin embargo, el que los contara no diría más que la pura realidad. Fue un decenio de continua lucha. 

Cuanto llevamos dicho prueba la realidad de esta afirmación; y lo mismo sucede con la continuación de estas memorias. 

((327)) Don Bosco, pues, conseguía apartar a sus muchachos de la disipación peligrosa y lograba mantener florecientes los dos Oratorios 
de Valdocco y Puerta Nueva. Pero su caridad aún no estaba satisfecha. 

La psicosis de guerra había creado entre el pueblo bajo y en cada barrio de la ciudad las Asociaciones de la Juventud, llamadas en dialec 
cocche (pandillas). La Asociación de Vanchiglia, la de Puerta Nueva, la de Borgo Dora, etcétera, etcétera. Estas Asociaciones, o pandillas 
estaban divididas en fracciones más o menos numerosas y aparecían formando pequeñas escuadras o enteros batallones. Tenían sus 
reuniones y sus jefes. 

Cada una de ellas estaba en guerra declarada contra las demás, 
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así que había continuas reyertas y batallas a pedradas por espíritu de malvada brutalidad, por ofensas recibidas de los adversarios por uno 
los compañeros o por un desafio con el que una asociación quería aumentar las glorias de sus hazañas. Eran luchas de miedo, de las que 
resulta difícil hacerse idea, porque, junto a los chiquillos, había mozalbetes que tomaban parte. No había fuerza humana capaz de 
detenerlos. Ni guardias ni municipales podían contra ellos y no se atrevían a separarlos. Apenas aparecían, si eran pocos, se oía un silbido 
convencional y lanzaban las piedras contra los guardianes del orden; si llegaban más policías, sonaba otro silbido y aquellas turbas feroces 
se dispersaban y desaparecían; si los guardias se retiraban, un tercer 
silbido reunía a los combatientes y se reanudaba la pelea. 

Desde el comienzo de estas salvajes escenas, quiso don Bosco impedirlas y hacer algún bien a aquellos desgraciados. Comenzó por atar 
más a los Oratorios a base de especiales ((328)) larguezas a algunos muchachos que los frecuentaban, más pundonorosos y más proclives a 
pegarse. Si se encontraba por la ciudad con algunos malos sujetos, por él conocidos antaño en las cárceles, hablaba con ellos tratando de 
renovar la antigua amistad. Si iba a la prisión, donde era recluido de vez en cuando algún jefe de banda atrapado por los guardias de noche 
solo y fuera de su barrio, empleaba todas las artes de la más fina caridad para tranquilizarle, socorrerle y sacarle de aquellas malditas 
asociaciones. De este modo no extraña ver que encontrara a algunos amigos en medio de aquellas hordas. Sin embargo, no era fácil su 
empresa y le tocó soportar graves insultos. 

Sucedió que, al pasar cierto día por un descampado distante de la ciudad, descubrió un animado grupo que preparaba una marcha contra 
las asociaciones o pandillas de otro barrio. Sin más, se acercó a ellos, les saludó y les dijo: 

-»Cómo estáis? »Qué hay de bueno? 

-»Qué quiere de nosotros? íSiga su camino!, respondióle bruscamente uno de ellos. 

-»Y por qué respondes así? Yo creía que hablaba con amigos. 

-»Yo amigo de los curas? -Y reía con burla. 

-»No sabes quién es este cura?, le dijo por lo bajo un compañero. íEs don Bosco! 

-»Y a mí qué me importa?, exclamó el valentón, vomitando un insulto de mal gusto. 

-íCuidado!, replicó el otro compañero -íAy de ti si faltas al respeto a don Bosco! Como vuelvas a decir otra palabra, te rompo la crisma. 
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Y levantando el puño se disponía a convertir en hechos las palabras. 

Calló el insolente, sobre todo al darse cuenta de que algunos de sus compañeros, que ya habían ido al Oratorio, estaban de parte de su 
contrario. Don Bosco entonces preguntóles cuál era la causa que había ((329)) excitado en ellos tan vivo resentimiento, calmó sus ánimos 
haciéndoles ver que la supuesta ofensa recibida era cosa de nada y les recordó cómo el Divino Salvador, perseguido y maltratado, pudiend 
vengarse con una sola palabra, sin embargo no la quiso decir. Aquella turba, convertida, rodeó a don Bosco y le acompañó un buen trecho 
hasta que él les despidió, después de haberle prometido todos que acabarían con aquellos odios. 

Otra vez fue sorprendido en mitad de una ancha avenida por una turba de aquellos malandrines que avanzaban voceando por un extremo 
a tiempo de que, por la parte opuesta, venía otra pandilla a todo gritar contra la primera. Estaban ya a tiro para lanzar las piedras y don 
Bosco no se apartaba. Los dos bandos se detuvieron un instante y le gritaron: 

-íDon Bosco, apártese, échese a un lado! 

-»Y por qué he de apartarme? íYo voy por mi camino! 

-Bueno, replicaron los muchachos; »no quiere retirarse? íPeor para usted! 

Y, de una y otra parte, empezaron a llover las piedras, algunas de las cuales pasaban rozándole los hombros y la cabeza. Hasta que 
algunos de los mayores, temiendo por él, gritaron a sus compañeros: 

-íBasta ya! 

Pero los más rabiosos seguían tirando piedras. Y entonces llegaron las amenazas, los puñetazos, las bofetadas y los puntapiés. En el calo 
de la inesperada represión y resistencia, brillaron las navajas, que siempre llevaban consigo. Tuvo que imponerse don Bosco, para que no 
hiriesen a navajazos por su causa. 

Las cercanías del Oratorio frecuentemente se convertían en campo de semejantes porfías, casi siempre con sangre. Un día había una 
rabiosa batalla entre los muchachos del barrio Pollone y los de Porta Susa. Casi todos iban armados con palos, navajas y algunos ((330)) 
hasta con pistola. Las piedras de la calle servían para empezar. Inútilmente habían intentado los guardias, que acudieron al primer aviso, n 
por las buenas ni por las malas, lograr hacer retroceder a los vanguardistas de aquellos 
endemoniados grandes y pequeños. Don Bosco, que veía desde la ventana de su casa que la vida de sus muchachos corría peligro y dado 
que era conocido por algunos combatientes, 
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salió del patio y corrió al centro de la tempestad de piedras que ya silbaban por todas partes. Poco a poco se fueron acercando los de las 
primeras filas y se oyeron unos disparos de pistola. Don Bosco se abalanzó para separar a dos desgraciados que se arremetían navaja en 
mano, pero llegó cuando uno gritaba: «íToma, ya tienes bastante!», y el otro caía a sus pies rociándolo con la sangre que salía de una anch 
herida en el vientre. El homicida desapareció y el herido fue llevado al hospital en brazos de dos de sus compañeros mientras iba repitiend 
«Me las pagarás: apenas cure, te voy a hacer tiras». 

Don Bosco lo acompañó exhortándolo a perdonar, y cuando le pareció que había acabado la excitación de venganza, le confesó lo mejor 
que pudo y al día siguiente moría el infeliz. Estos desafíos siempre acababan dejando en el campo algunos jóvenes con heridas graves, 
cuando no eran mortales. 

Don Bosco asumió esta misión para impedir la ofensa de Dios y la pérdida de las almas. Cuando tuvo consigo sacerdotes y clérigos, al 
contarles las peripecias de los primeros años del Oratorio, les decía una vez: «Un día un gran número de muchachos externos tuvieron el 
bárbaro placer de organizar una batalla aquí junto a nuestro Oratorio. Se lanzaban unas piedras como para matar a quien tocasen. Me di 
cuenta enseguida de ello y con gestos y gritos intentaba apaciguar ((331)) a aquellos locos; pero como si nada. Entonces me dije: "Estos 
muchachos corren un grave peligro; es una verdadera ofensa de Dios; »y tendré yo que dejar proseguir impasiblemente esta lucha mortal? 
íNo! Lo impediré a toda costa. A grandes males, grandes remedios..." »Y qué se me ocurrió? Lo que hasta entonces nunca había hecho. Al 
ver que eran inútiles mis palabras, me lancé en medio de aquella nube de proyectiles, caí sobre una de las partes combatientes, derribé a 
puñetazos a buena parte de ellos y los otros se dieron a la fuga; entonces corrí tras los de la banda opuesta..., e hice lo mismo. De este mod 
conseguí que terminase aquel desorden, causa de tan funestas consecuencias. Quedé dueño de los prados y aquel día nadie se atrevió a 
volver. Cuando quise regresar a casa me saludó un griterío lejano. Ya en casa, pensé: "»Qué es lo que he hecho? Pudo alcanzarme una 
piedra y caer por tierra..." Pero ni en ésta, ni en ocasiones similares me ocurrió nunca nada desagradable, salvo una vez que recibí un 
zapatazo en la cara y cuya señal me duró unos meses. Que es lo que yo digo: cuando uno confía en la bondad de su causa, no teme nada. 
-Tras una pausa seguía diciendo: -Yo soy así: cuando veo la ofensa de Dios, aunque haya un ejército contra mí, no cedo ni me retiro con ta 
de 
impedirla». 
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Y Dios premiaba su celo; lo mantenía incólume bajo su santa custodia y le daba autoridad sobre aquellos muchachos de tan poco juicio. 

Cuando invadían los domingos la zona de Valdocco, salía él a su encuentro, pero prohibía lo mismo a los internos que a los del Oratorio 
que le siguieran. Los muchachos le contemplaban con temor desde el cercado y los árboles o subidos a las tapias. Le veían sereno en medi 
de aquel tumulto, ((332)) sin que nunca le pasara nada grave y sin contusiones, aunque le diera alguna piedra en la espalda o en las piernas 
Generalmente, apenas aparecía, se corría la voz entre los golfos: «íEstá don Bosco; está don Bosco!». Y esto bastaba para que la mayor 
parte se fuera. Los restantes se acercaban a don Bosco, el cual, con recomendaciones afectuosas, con bromas sutiles y a veces con 
reproches, procuraba persuadirlos del mal que hacían. Mientras hablaba, las hojas de las navajas, ya abiertas, volvían a sus cachas y 
entraban con precaución en los bolsillos, para que don Bosco no las viera; los que apretaban una piedra abrían la mano y la dejaban resbal 
sobre la pierna para que no hiciera ruido al caer. Y don Bosco lograba reducirlos a sentimientos más mansos, al menos por algunos días. 

Los guardias, espectadores lejanos de aquellos hechos, afirmaban que sólo don Bosco era capaz de meterse en medio de aquellos terrible 
alborotos y el único capaz de amansar aquellas indómitas mesnadas. 

Don Juan Giacomelli contempló, al menos tres veces, la escena de don Bosco avanzando decidido en medio de dos pandillas: una la del 
círculo Valdocco, que tiraba contra otra más numerosa que se defendía en el espacio donde se ve ahora la fonda de Viú en la calle Cigna. 
Pero lo que más llamó su atención fue ver que don Bosco, dirigiéndose a unos y otros con aire autoritario, les intimó: 

-íFuera piedras! 

Los muchachos, parada la lucha, con la piedra en la mano le miraban indecisos; pero al intimárselo por segunda vez, tiraron las piedras a 
suelo y se desbandaron. 

Y muchos domingos, después de hacerles dejar aquel juego brutal, los reunía a su alrededor y los instruía. Y como no lograba, con sus 
amables invitaciones, convencerlos para que entraran en la iglesia, porque decían ellos bromeando que ((333)) les hacía daño el olor de la 
cera, se sentaba con ellos en medio de los prados. 

Entonces toda aquella gentecilla, sentada o tumbada sobre la yerba, le rodeaba silenciosa y atenta. Y él, con su rara habilidad, les 
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enseñaba el catecismo durante casi una hora, y siempre ganaba alguna alma para Dios. 

Y como duró mucho tiempo este deplorable estado de cosas, don Bosco en los años siguientes solía acabar casi siempre sus 
apaciguamientos, llevándose a vivir con él al Oratorio a algunos perturbadores de la paz pública. Muchos de ellos efectivamente eran pobr 
y estaban abandonados por sus padres. Su fin principal era intentar ganarse a los cabecillas de las pandillas y vio varias veces cómo se 
deshacía la pandilla al acoger en su casa a uno de ellos. Era ciertamente necesaria mucha paciencia y 
destreza para tener sin peligro en el asilo del Oratorio aquella ralea de muchachos, pero pudo hacerse una prueba consoladora. Aunque 
permanecieron poco tiempo en el Oratorio y quisieron marcharse enseguida, sin embargo, ni siquiera uno de ellos volvió a mezclarse en 
aquellas peleas mortales. 

De este modo don Bosco obtenía, en parte, su finalidad, pero no podía desarraigar de principio el mal con su benéfica actuación. La 
psicosis de guerra crecía y los mayores y más atrevidos de aquellas bandas desenfrenadas eran pagados por los agitadores de las 
manifestaciones de toda clase que, casi a diario, armaban jaleo por la ciudad, con gritos de alegría, de amenaza, de rabia o de triunfo, segú 
los acontecimientos. 

El treinta de abril, aprovechando la amnistía de los proscritos políticos, Vicente Gioberti dejaba París, volvía a la patria y se instalaba en 
el Hotel Feder. Apenas se supo su llegada a Turín, aquella misma noche fue objeto de grandiosas ovaciones ((334)) ante el hotel y se 
iluminó la ciudad profusamente como en las grandes fiestas. Pero el Abate no había vuelto solamente para recibir homenajes. como los 
partidos republicanos amenazaban con quitar a la monarquía saboyana la dirección y las ventajas del movimiento nacional, los liberales 
monárquicos y el ministerio esperaban que él, en tales contingencias, prestaría eficaz ayuda a su partido. Gioberti aceptó el encargo. En 
efecto, se había puesto de acuerdo en París con Mazzini para que éste, de momento, dejara hacer y no estropeara la marcha legal de los 
acontecimientos. Al mismo tiempo llevaba la misión secreta a toda Italia del Norte, de unir los Estados Italianos con el Piamonte, bajo el 
cetro de la casa de Saboya y ocupar los Estados Pontificios, dejando a Pío IX solamente Roma, mientras viviera. Gioberti se presentó a 
Carlos Alberto el siete de mayo en Somma Campagna, y llegaba a Roma el veinticuatro, después de recorrer Lombardía, Liguria y Toscan 
y haber sido recibido en las ciudades, con tal frenesí de aplausos y tal profusión de honores, que superan 
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todo lo imaginable. Subió al Capitolio como un triunfador, fue declarado ciudadano romano, aclamado como profesor en la universidad de 
Roma, visitó al Papa para engañarlo sobre las impresiones de los liberales, le animó a la confederación italiana y le propuso coronar a 
Carlos Alberto en Milán. Pío IX, que conocía quién era Gioberti, le respondió que, si esto ayudaba a consolidar la paz y hacer feliz a Italia 
él lo haría. Gioberti se había entrevistado en todas partes con todos los jefes de partido y su labor no parecía haber caído en el vacío. El 
sector republicano se mantuvo quieto por algún tiempo y buen número de provincias determinó unirse al Piamonte. Piacenza el diez de 
mayo, Parma el veinticinco, Reggio el veintiséis, Módena el veintinueve, Milán el ocho de junio y Venecia el cuatro de julio, aceptaron a 
Carlos Alberto como soberano. Turín tenía ((335)) razón para celebrarlo, al ser reconocida como capital de tan vasta y tan importante parte 
de Italia. 

Mientras tanto seguía la guerra. El general austríaco Nugent, al frente de veintidós mil hombres, entraba en Friuli el dieciséis de abril, po 
el lado de Isonzo y tras una fácil victoria junto a Palmanuova, ocupaba Udine el veintitrés, después Canegliano, el cinco de mayo Belluno 
luego Feltre. El día seis atacaba Carlos Alberto a los austríacos en Santa Lucía, esperando una rebelión en Verona, pero los piamonteses, 
después de un prolongado y duro combate, tenían que retirarse. El día nueve los soldados de Nugent rechazaban un ataque encarnizado, y 
los legionarios pontificios, que sostenían estos encuentros, desmoralizados por emisarios republicanos, comenzaron a negar la obediencia 
su jefe y a desbandarse. El día quince, por obra de los ministros sectarios que trabajaban en favor de la república, se sublevaba la plebe en 
Nápoles, sostenida por la guardia nacional y levantaba barricadas. Las tropas regulares, después de un feroz encuentro por calles y casas, 
sofocaban la sedición. Pero como ésta se propagaba a las provincias y a Sicilia rebelada, dado que un partido quería la república y otro 
ofrecía la corona al duque de Génova, el rey Fernando, que necesitaba todos sus batallones, ordenó que retrocedieran los que habían partid 
para 
Lombardía. Y fue obedecido con gran daño para la causa nacional. En Viena los continuos desórdenes llegaron a tal punto que el 
Emperador, temiendo por su vida, corrió a refugiarse en Innsbruk el diecisiete. El veinte, el veintidós y el veinticuatro intentaban los 
austríacos penetrar en Vicenza, pero el valor de los italianos inutilizó sus esfuerzos y, poco después, por dos veces, los derrotaron también 
en Bardolino. 
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El veintinueve de mayo los imperiales con más de cincuenta cañones desalojaban de Cuartone, junto a Mantua, a cuatro mil voluntarios, 
toscanos en su mayoría, los cuales resistieron con un valor y porfía como no se había visto en ((336)) aquella guerra. El día treinta, 
Radetzki, para socorrer a Peschiera asediada, asaltaba a los veinte mil piamonteses que estaban en Goito con cuarenta cañones, pero al ser 
rechazado, se retiraba a Mantua. Entonces, Peschiera abría sus puertas a Carlos Alberto. Por este feliz acontecimiento comenzaron en Turí 
y en todas las ciudades del Piamonte solemnes funciones de acción de gracias al Señor. 

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((337)) 

CAPITULO XXXII 
NUEVOS MUCHACHOS ASILADOS -«EL ARBOL DE LA VIDA» REFUGIO DE UN SEGUNDO MUCHACHO -EL BARBERILL 
-UN EXPULSADO DE SU CASA -PRIMEROS SANTOS PROTECTORES DE LOS DORMITORIOS 
CANSADOS y aturdidos por el fragor de las batallas y el griterío de las plazas, busquemos unos instantes de reposo en la paz que alegra l 

casa Pinardi. 

Aunque eran ya mil quinientos los muchachos de la ciudad que acudían los días festivos al Oratorio de San Francisco de Sales y al de Sa 
Luis Gonzaga, eran todavía muchos más, como hemos visto, los que, por incuria de padres y patronos, andaban errantes por calles y plazas 
alejados de las funciones sagradas. Había entre éstos un grupo, cuyo jefe era un muchacho de unos dieciséis años, esbelto, de carácter 
vehemente, capaz de dirigir él solo un regimiento de soldados. Había éste oído hablar de 
don Bosco a un amigo suyo como de un padre amoroso de la juventud, mas no se había impresionado por aquellas alabanzas. Cuando he 
aquí que un domingo de 1847, habiéndose reunido aquellos bribonzuelos en el acostumbrado reducto de sus diversiones, advirtió que 

faltaba un compañero y preguntó a los demás el porqué. 

-Ha ido, respondió uno de ellos, al Oratorio de don Bosco, un cura muy simpático que trata muy bien a la gente. 

((338)) -»Oratorio de don Bosco?, repitió el mozalbete; »qué es eso de Oratorio? »Qué se hace allí? 

-Dicen que es un lugar donde se reúnen muchos muchachos; allí juegan, corren, saltan, cantan y después van a una iglesia cercana a reza 

-íCorren, juegan, saltan y cantan! Todo eso me gusta a mí; pero »dónde está ese lugar? 

-En Valdocco. 

-Vamos a verlo, concluyó el capitanejo. 

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Y los demás le siguieron. Al llegar al lugar, encontró la puerta cerrada, porque los muchachos del Oratorio se habían retirado ya a la 
capilla. Pero nuestro héroe no se dejó vencer por tan pequeños obstáculos y encaramándose a la tapia, al ver que no había nadie en el patio 
saltó a él como un gato. 

Estaba curioseando, y mientras observaba el pobre Oratorio, que a él parecía no podía ser más que una cochera o un sotechado, fue visto 
por alguien, fue interrogado y conducido a la iglesia. Desde el primer instante quedó maravillosamente sorprendido al contemplar tantos 
muchachos de su edad, índole y condición, modestamente devotos, pendientes de los labios de un chiquito y venerado sacerdote, que les 
hablaba con sencillez, dulzura y afabilidad. Era el teólogo Borel que predicaba, y que precisamente hablaba de los corderos y los lobos, 
resaltando que los primeros eran los muchachos inocentes y los segundos los compañeros maliciosos y perversos. 

-Si no queréis, les decía, si no queréis ser devorados por los lobos rapaces, huid, queridos muchachos, de las malas compañías, de los qu 
blasfeman, de los que hablan desvergonzadamente, de los ladrones, de los que viven alejados de la Iglesia. Venid los días de fiesta al 
Oratorio. Aquí os encontraréis resguardados en el redil; aquí no entran los lobos, y, si entrasen, hay aquí ((339)) también perros fieles, hay 
buenos sacerdotes, buenos asistentes, que os defienden y os custodian. 

Estas y otras parecidas palabras causaron profunda impresión en el corazón de aquel muchacho, que no había oído en toda su vida un 
sermón más a propósito y más cariñoso. Terminada la breve plática, se entonaron letanías y él, que tenía una voz hermosísima y sentíase 
apasionado por la música, tomó parte en el canto transportado de gozo. La inefable alegría que él experimentaba por vez primera era una 
llamada de Dios que lo atraía hacia El. Impaciente por conocer a don Bosco, preguntó a uno del 
Oratorio al salir de la capilla: 

-»Quién es don Bosco? »Es acaso ese cura pequeño que predicaba? 

-No, respondió el interrogado; ven conmigo y te presentaré. 

Y lo llevó ante él que estaba rodeado de un grupo de muchachos. Don Bosco lo recibió con tal cariño, que el jovenzuelo quedó 
profundamente conmovido. Después de unas preguntas sobre su estado y condición le invitó a tomar parte en los juegos, le hizo cantar sol 
alabó su hermosa voz, le prometió que le haría aprender música y cien cosas más. Una palabrita al oído, una de aquellas poderosas palabra 
cuyo secreto solamente él poseía, acabó por ganárselo del 
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todo y ligarlo a don Bosco con un vínculo de sincerísimo afecto. A partir de aquel momento, el muchacho se sintió totalmente cambiado. 
Mientras tanto habían entrado en el Oratorio y se habían acercado a él algunos compañeros de su pandilla. Al saber don Bosco que les 
gustaba cantar, les invitó a hacer una prueba de su saber. Condescendieron enseguida; el capitanejo se puso en medio de ellos, cercados ya 
de un montón de muchachos que habían acudido para gozar de aquella novedad, y cantaron algunos trozos de ópera. El director del coro 
eligió los que mejor ((340)) expresaban las condiciones de su alma. Las melodías fueron muy aplaudidas y don Bosco se decidió a hacerse 
cargo de aquel muchacho. A partir de entonces frecuentó éste el Oratorio festivo con ejemplar asistencia, arrastrando consigo a varios de 
sus compañeros. 

Pero estaba en la más profunda ignorancia de la doctrina cristiana, que había olvidado totalmente; hasta el padrenuestro, por lo cual unos 
años antes, aún cuando había sido admitido para la comunión, el párroco de San Agustín no le permitió recibirla. Don Bosco enternecido 
por su desgraciada situación, en su segundo encuentro le invitó amablemente a que fuera al coro de la capilla, diciéndole que pronto iría él 
allí para confesarle. Era su costumbre dar una vuelta por el patio, mientras jugaban los muchachos, para recoger a los que su ojo penetrant 
diríamos inspirado, descubría que necesitaban de su caridad. El hecho es que habiéndose adherido este nuevo amigo a la primera invitació 
encontró ya reunidos para el mismo fin a otros muchachos. Al llegarle el turno, abrió su corazón a don Bosco y oyó unas palabras que 
infundieron en su alma una paz inefable. Después de la confesión se ofreció don Bosco para instruirle en los rudimentos de la fe; pero com 
necesitaba una instrucción particular, lo puso en manos del buen sacerdote don Pedro Ponte, por aquel entonces su huésped. Este le recibía 
todos los días y le enseñaba el catecismo. No fue un trabajo díficil, dada la atención y el ingenio del alumno y el recuerdo de las lecciones 
que ya había aprendido en la parroquia, de modo que, quince días más tarde, hacía su primera comunión de manos del mismo don Bosco. 

El Oratorio se convirtió en adelante en el lugar de su predilección: iba a él cada día y frecuentemente varias veces al ((341)) día. Aprend 
música, que pronto pudo ejecutar en el Oratorio y fuera. Su hermosa voz dominaba armoniosamente la de los compañeros cuando por la 
noche, al salir de la escuela cantaba por las calles varias canciones a la Virgen, mientras todos volvían a su casa acompañados por don 
Bosco durante un corto trecho. 
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Pero ésta no es más que una parte de la historia. Hay que hacer saber que el pobre muchacho tenía unos padres, que muy bien podían 
llamarse sus perseguidores. Eran continuos los malos tratos, y a menudo, después de haberle amargado la vida todo el día, le hacían pasar 
hambre. No se cuidaban ni poco ni mucho de su alma; más aún, cuando supieron que iba al Oratorio, empezaron a burlarse para alejarlo de 
él. 

Cuando don Bosco supo su tribulación y su peligro le iba animando, y una vez al verle llorando, le dijo cariñosamente: 

-No ovides que en toda ocasión siempre te haré de padre, así que, si te llegas a encontrar muy mal, ven a mi casa. 

La ocasión se presentó muy pronto. Florecía la primavera de 1848. Su padre trabajaba de cajista y, estando una tarde en la imprenta, cay 
la conversación sobre don Bosco y su Oratorio. Le dijo a su hijo: 

-Quiero que esto se acabe; a partir del domingo te guardarás muy mucho de ir con ese... 

Y soltó un insulto y una blasfemia. El hijo, aunque respetuoso, cansado de trabajar, con hambre y molesto por los continuo insultos y 
amenazas, tenía una lengua muy expedita y le respondió: 

-Si yo aprendiese en el Oratorio a robar, a pelearme, o a ser un criminal tendría usted razón para prohibirme que fuese allí; pero no 
aprendo nada malo, más aún, me enseñan a leer, a escribir, a hacer cuentas; ((342)) por lo cual yo quiero ir e iré siempre. 

-»Qué irás siempre? -respondió el padre soltándole un sopapo que le hizo girar la cabeza. 

El pobre hijo, temiendo algo peor, tomó la puerta y escapó al Oratorio. Llegó, preguntó por don Bosco y, al saber que no estaba en casa, 
por miedo a que le pillara su madre, trepó al moral que había ante la puerta y se escondió a las miradas de la gente entre su abundante 
follaje. Eran las ocho de la tarde. 

Esperaba temblando la llegada de don Bosco. Empezaron a desfilar los muchachos que iban a la escuela nocturna, hasta que apareció do 
Bosco. Al mismo tiempo apareció también su madre al fondo de la calle. Persuadida de que hubiese escapado allí, quería llevárselo de 
nuevo a casa. Don Bosco se detuvo al oír la voz de la mujer que, apretando el paso, le había llamado. Entraron los dos en el patio. Se 
entabló un diálogo entre don Bosco y la animosa madre, diálogo largo puesto que ella insistía, entre injurias y protestas, que su hijo estaba 
escondido en el Oratorio. Acudieron bastantes muchachos 
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a sus gritos. El hijo, escondido siempre en el árbol, escuchaba aquel poco agradable diálogo, y temía ser descubierto por algún ojo que 
mirase al árbol. Don Bosco y los muchachos que ignoraban la proximidad de su compañero, aseguraban, con toda verdad, a su madre, que 
no les creía, que no lo habían visto. Cuando la madre se marchó empezó a respirar su hijo, y esperó a bajar del árbol, hasta que terminaron 
las clases y se marcharon los muchachos. Bajó entonces al suelo y, atravesando el patio desierto, fue a llamar a la habitación de don Bosco 
El buen sacerdote, sorprendido al verlo y, oído el relato de lo sucedido, lo recogió y aceptó en su casa, hizo que su madre le suministrara 
pan y cena y ((343)) le asignó una cama para descansar aquella noche. A la mañana siguiente se encontró el joven con su madre que volvía 
en su busca, pero obtuvo pleno consentimiento para quedarse en el Oratorio. Se llamaba este muchacho Félix Reviglio y llegó a ser doctor 
párroco de su propia parroquia de San Agustín. Fue examinador prosinodal y es él mismo quien nos ha hecho la descripción de este suceso 

Desde el principio y durante todo el año 1848, se dedicó a aprender el oficio de encuadernador. Las delicadezas, entonces por él 
desconocidas de la caridad le habían cambiado del todo. Como tenía mucho corazón e ingenio, y eran de una piedad viva y ardorosa, de ve 
en cuando hacía admirables discursitos a sus compañeros. Y al poseer una natural inclinación para la música, la aprendió a las mil 
maravillas. Recibió las primeras lecciones de piano del mismo don Bosco y llegó a ser un buen organista y su brazo derecho en las salidas 
fiestas musicales. 

También merece que tengamos aquí un recuerdo especial de otro de los muchachos recogidos el 1848. 

Entró don Bosco un día en una barbería de Turín para afeitarse. Se encontró allí con un aprendiz y, según su costumbre, le dirigió 

enseguida la palabra para ganárselo para su Oratorio festivo. 

-»Cómo te llamas, amigo? 

-Me llamo Carlitos Gastini. 

-»Viven tus padres todavía? 

-Solamente mi madre. 

-»Cuántos años tienes? 

-Once. 

-»Has hecho ya la primera comunión? 

-Todavía no. 

-»Vas a la catequesis? 

-Voy siempre que puedo. 

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((344)) -Muy bien, muchacho, muy bien. Ahora quiero que me afeites tú. 

-Por favor, dijo entonces el dueño, no se exponga, señor Teólogo, porque este muchacho hace muy poco tiempo que aprende y no es 
capaz de afeitar la barba a un chivo. 

-No importa, señor, respondió don Bosco: si el chiquito no hace la prueba, nunca aprenderá. 

-Discúlpeme, reverendo; si es preciso hará la prueba en la cara de otro, pero no en la de un sacerdote. 

-íVaya! »Es que mi cara vale más que la de otro? No se preocupe, señor barbero; y diciendo su nombre añadió: mi barba es barba de 
bosch: 1 con tal de que su aprendiz no me corte la nariz, lo demás no cuenta. 

Y fue preciso que el barberillo pusiese manos a la obra. No hace falta añadir que, bajo sus manos inexpertas y temblorosas, al pobre don 
Bosco le tocó reír y llorar a un mismo tiempo; pero le dijó hacer intrépidamente. Al acabar la faena, dijo al muchacho el paciente sacerdot 

-Lo has hecho bastante bien, bastante bien; dentro de poco serás un famoso barbero. 

Se entretuvo todavía unos minutos con él, le invitó a ir al Oratorio el domingo próximo, y el chiquillo se lo prometió de corazón. Pagó 
don Bosco al dueño y se marchó, palpándose por el camino de vez en cuando la cara, que le ardía, satisfecho sin embargo, de haberse 
ganado la amistad de un nuevo muchacho. 

Carlitos cumplió la palabra y al domingo siguiente fue al Oratorio. Don Bosco lo puso por las nubes, le hizo ((345)) jugar con los 
compañeros y tomar parte en las funciones religiosas. Al terminar éstas, el buen sacerdote lo retuvo un momento, susurró a su oído una de 
aquellas palabras que ganan los corazones, lo llevó a la sacristía, le preparó convenientemente y le confesó. Fue tal la alegría del chico en 
aquel momento, que se echó a llorar desconsoladamente, hasta arrancar también las lágrimas a don Bosco. A partir de aquel día convirtiós 
el Oratorio en su lugar predilecto, al que corría, apenas podía, los días de fiesta. Aprovechaba tan bien las enseñanzas que allí le daban, qu 
cuando en la barbería oía a alguno que no hablaba bien, le reconvenía diciendo: »No tiene usted vergüenza de hablar de este modo delante 
de un niño? Y lo hacía callar. 

Habían pasado unos meses después de este feliz encuentro, cuando 

1 Bosch, significa madera en piamontés. 
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el chiquito, ya huérfano de padre, perdía a su madre. Un hermano mayor suyo estaba en el ejército; y él, al quedarse solo con una hermani 
para colmo, fue puesto de patitas en la calle por el dueño de la casa, porque su madre no había podido pagar el alquiler durante el tiempo d 
la enfermedad. Caminaba un atardecer don Bosco hacia Valdocco y, casi al llegar al Rondó, oyó los sollozos de un chiquillo. Se acercó y 
vió a su barberillo deshecho en amargo llanto. 

-»Qué te pasa, Carlitos?, le preguntó. 

Y el pobrecito, con un hablar interrumpido por los sollozos, le contó la triste historia. Don Bosco se conmovió, y como si Dios le hubies 
hecho encontrar un tesoro, tomó de la mano al desolado huerfanita y se lo llevó consigo a casa. La hermanita, a su vez, encontró 
alojamiento en casa de una cristiana y pobre mujer y, luego, fue colocada en el hospicio de Casale Monferrato, donde acabó sus tiernos añ 
en la paz de Dios. Nuestro jovencito fue instruido y creció piadoso y de buenas costumbres, 
conservándose siempre muy amigo de don Bosco. 

((346)) Una mañana se encontró don Bosco un muchacho con la ropa hecha jirones, mojado por el rocío de la noche, sentado en el 

bordillo de una avenida, temblando de frío, y con las señales de muchos dolores en la cara. 

-»Qué haces aquí solo? 

-Me echó mi padre ayer de casa... 

-Habrás hecho alguna de las tuyas. 

-íNo! Mi patrón me echó de la fábrica porque no era capaz de hacer ciertos trabajos. Y después, al volver a casa, agarró furioso un palo y 

yo tuve que huir. 

-»Cómo te llamas? 

-Andrés S... 

-»Has comido? 

Y el muchacho, bajando la voz, respondió: 

-He robado un bollo al panadero. 

-»Y si te llevan a la cárcel, pobrecito mío? 

El muchacho se echó a llorar. Don Bosco le consoló con afectuosas palabras, lo llevó al Oratorio y, según su costumbre de devolver los 
muchachos a sus padres, calmarlos si estaban ofendidos y hacer pedir el correspondiente perdón a los hijos, envió al padre Giacomelli para 
que intercediera en su nombre en favor de aquel pobrecito. Pero su padre se mostró duro y no se dio a razones; entonces don Bosco 
compadeciéndose, aumentó con uno más el número de sus recogidos. 
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Después de éstos, en el año 1848 don Bosco metía en su casa otros cinco muchachos muy necesitados, tomando en alquiler otra 
habitación, a un precio exorbitante, ya que todavía no estaba la casa libre de todos los antiguos inquilinos. Así que el número total de 
recogidos llegó a quince. Comenzó, mientras tanto, a dedicar a un santo cada uno de aquellos pobres dormitorios, o familias como él los 
llamaba entonces, para que los muchachos se animaran cada vez más a las prácticas de piedad y religión. Y ((347)) fueron los primeros: Sa 
Juan, San José, Santa María, el santo Angel Custodio. 

Su madre, que veía crecer el número de recogidos y que, si quedaba un puesto vacante, inmediatamente era ocupado por otro muchacho, 
preguntaba a menudo a don Bosco: 

-»Y qué les vas a dar de comer, si no tenemos nada? 

Y don Bosco bromeando respondía: 

-Les daremos alubias: no se preocupe de ello. 

Le dijo otra vez: 

-Si sigues siendo siempre el mismo y me traes a casa chicos nuevos cada día, no va a quedarte nada para cuando seas viejo. 

-Siempre me quedará, respondía don Bosco, un puesto en el Hospital de Cottolengo. Pero si ésta mi empresa es obra de Dios, irá adelant 

Y Margarita confiaba tranquila en la palabra del hijo, puesto que era testigo de los continuos milagros de la Divina Providencia. 
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((348)) 

CAPITULO XXXIII 

LA VIDA DE LOS PRIMEROS ASILADOS -UN COMEDOR ROMANTICO -LA CUCHARA EN EL BOLSILLO -EL PAN Y EL 
DINERO PARA COMPRARLO -LA PLATIQUITA DE LAS BUENAS NOCHES -EL EJERCICIO DE LA BUENA MUERTE 
VISITA A LOS TALLERES -PREMIOS POR VOTACION EN COMUN -LAS CLASES Y LOS TALLERES -LOS MUCHACHOS 
DESPUES DE LA COMIDA Y DE LA CENA DE DON BOSCO -LOS PRIMEROS PROYECTOS SOBRE LA PATAGONIA 

NO parecerá mal a los lectores que narremos la vida de los primeros muchachos recogidos por don Bosco. Desde los primeros días los 
entretenía en casa, les enseñaba a rezar, les instruía en las verdades religiosas, les preparaba para recibir los sacramentos. Y cuando se 
cercioraba de su buena conducta y voluntad, calculaba el oficio en que podía ponerlos. Después les buscaba una colocación con jefes de 
talleres por él conocidos como personas honestas y buenos cristianos. Los acompañaba él mismo 
la primera vez, los presentaba a los jefes y les aseguraba que serían atendidos concienzudamente. Para bien de los muchachos firmaba un 
contrato de buen trato y amaestramiento en el arte. Más que la ganancia, buscaba la seguridad de que nadie les diese malos ejemplos y de 
que los demás obreros no blasfemarían ni sostendrían conversaciones obscenas ante ellos. Quería, ((349)) por encima de todo, impedir la 
ofensa del Señor. Y así continuó cuando el número de muchachos había crecido bastante. 

El horario del día se distribuía de este modo: 

Por la mañana se levantaban temprano, según la estación; concluida la limpieza, bajaban a la capilla, donde oían la misa de don Bosco, e 
cual, venciendo toda incomodidad, bajaba siempre a la iglesia, aún en lo más frío del invierno. Durante la misa, se recitaban las oraciones 
de la mañana, la tercera parte del rosario y se concluía con una lectura espiritual. Los más piadosos recibían, además, la comunión. Para qu 
todos tuvieran comodidad de acercarse a ella, don Bosco se prestaba gustoso, en la noche anterior o por la mañana, para confesar a los que 
deseaban reconciliarse. De acuerdo con su 
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ejemplo, se sigue todavía este plan en todas las casas salesianas, con gran provecho espiritual y satisfacción de los muchachos. 

Al terminar la misa, partía cada cual a la ciudad a su taller. Uno era sastre, otro zapatero, éste carpintero, ése encuadernador, aquél albañ 
etc. etc. No hubo talleres en casa hasta 1856. Al mediodía volvían a comer a casa. Tomaba cada uno una cazuela o un pucherito de barro 
cocido, se acercaba al caldero, que humeaba en el hogar o estaba colocado sobre un taburete a la puerta de la cocina, y la buena mamá 
Margarita, con frecuencia José Buzzetti y a veces el mismo don Bosco, cazo en mano, 
distribuían el rancho. Consistía éste de ordinario arroz y patatas, a veces en pastas y habichuelas; y más a menudo en castañas blancas 
cocidas con harina de maíz que formaban una masa exquisita, muy apetecida por los muchachos. También se echaba la polenta en la 
cazuela, pero entonces se la salpicaba con queso rallado o se la rociaba con alguna salsa dejando ((350)) caer, a lo mejor, una pizca de 
salchicha o merluza cocida, sobre todo en las fiestas principales. 

A veces, mientras servían las cazuelas, se asomaba a don Bosco a una ventana de la planta baja, con una manzana en la mano. Se la 
enseñaba a uno de los muchachos, el cual, loco de alegría corría hacia el alféizar para agarrarla. Todo respiraba la más sana alegría en 
aquella paupérrima casa; apenas bendecía don Bosco la comida, les auguraba buen apetito, y todos prorrumpían en la más sonora carcajad 
porque era evidente que no necesitaban augurio semejante. 

El comedor era de lo más romántico. En los días soleados se repartían por el patio, en grupos de tres o de cuatro, algunos solos, y, 
sentados sobre un madero, sobre una piedra o sobre el tronco de un árbol; éstos en un banco y aquéllos en el desnudo suelo, daban fin al 
don de Dios que la caridad industriosa de don Bosco les proporcionaba. En los días de lluvía, comían junto a la cocina, sentados en una 
habitación cercana, en los peldaños de la escalera y en el dormitorio. »Para beber? Manaba allí una fuente de agua fresquísima que sin gas 
alguno, era su tonel y su cantina. 

Al terminar la comida, fregaba cada uno su cazuela y la volvía a colocar en lugar seguro. Pero en el invierno, cuando el agua estaba casi 
helada y se huía de mojarse las manos, los muchachos echaban una partida y dejaban que la suerte designara a quién tocaba limpiar la 
escudilla: el que perdía tenía que fregar dos, tres y a veces más. 

Cada cual guardaba su propia cuchara. Si la perdía, tenía que buscarse otra con sus propios medios; se la miraba como un tesoro. Y com 
no tenían para ello en el comedor un cajón individual, casi 
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todos la llevaban en el bolsillo. Con tal motivo ocurrió una vez un episodio que despertó grandes risas. 

((351)) Iba un tal Pablo Conti con sus compañeros por la ciudad, camino de la escuela, cuando se le cayó del bolsillo la célebre 
herramienta. Al verla, fue unánime el grito de: íOh, una cuchara! Y todos empezaron a reír y bromear a su costa. Conti, como si llevar 
consigo la cuchara fuese la cosa más natural, respondió sin alterarse: -»Y qué queréis, que venga a la escuela sin la cuchara? Y, diciendo 
esto, la recogió con toda naturalidad y se la volvió a guardar en el bolsillo. 

A la una y media se volvía al trabajo. Al anochecer, de nuevo en casa, cenaban todos juntos su cazuela o su pucherito de rancho. Sucedí 
a veces que algunos se entretenían con su amo en la tienda y llegaban tarde, dando ocasión a que las gallinas se subieran a la mesa a 
picotear en las cazuelas. Los que estaban observando, avisaban a mamá Margarita, que se había distraído un instante, y todos reían 
satisfechos, diciendo que aquellas gallinas eran inviolables como los diputados del Parlamento. 

Hasta aquí no hemos hablado del pan. Es de notar que en aquel tiempo don Bosco no se lo ponía en la mesa, sino que, cada noche, reuní 
en el comedor a sus aprendices y entregaba a cada uno veinticinco céntimos, para que lo comprasen día por día. «En sus ojos, cuenta don 
Félix Reviglio, aparecía entonces un rayo de luz tan querido y amable, sonreía tan suavemente que, después de cincuenta años, siempre lo 
tengo presente; no puedo olvidarlo y aún me inunda cada día de consuelo. En aquel momento solía decirnos: "La Divina Providencia me lo 
da a mí y yo os lo doy a vosotros". Con esta cantidad diaria cada cual compraba al salir a la ciudad cada mañana el pan que necesitaba par 
las distintas comidas. Los de buen diente compraban pan bazo o galleta de soldado; los más delicados compraban pan tierno». ((352)) 
Todos sabían arreglárselas; no sólo tenían lo suficiente, sino que en aquellos tiempos afortunados, como todas las mercancías estaban a 
buen precio, todavía ahorraban alguna perra para comprar algo más. Alguno conseguía una botellita de aceite o de vinagre y don Bosco le 
permitía tomar verduras del huerto para hacerse una ensalada. Los domingos se añadían cinco céntimos más para el companaje. A los 
mejores y no gastadores don Bosco les entregaba el sábado el importe total fijado para la semana. Tal costumbre se mantuvo hasta 1852. D 
este modo aprendían los muchachos a ser buenos cajeros y administradores inteligentes, acostumbrándolos desde entonces a saberse 
organizar, 
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cuando se encontraran libres en la vida. Y lo necesitaban. Baste decir que uno de aquellos primeros acogidos vendió el colchón por cuaren 
céntimos. Afortunadamente lo supo don Bosco. Rescindió el contrato y dio una buena lección de economía al vendedor y otra de justicia a 
comprador. 

Durante la cena iban llegando muchos de los muchachos que frecuentaban el Oratorio festivo, y a cierta hora después que los internos 
habían jugado un poco, comenzaban las clases nocturnas. Ya la campanilla había recorrido los prados tocando a reunión para los externos. 
Siempre se empezaban y acababan las horas de estudio y de trabajo con una breve oración. Como ya hemos hecho notar, don Bosco vigila 
todas las clases y al mismo tiempo enseñaba. A veces, como no había podido cenar antes, asistía y enseñaba comiendo, especialmente a lo 
internos. Era de ver cómo con el bocado entre los dientes corregía al que leía mal, o hacía cuentas al que no sabía la tabla de multiplicar, 
cómo colocaba la pluma entre los dedos al que comenzaba a escribir. La ((353)) escuela de noche era diaria y duraba casi una hora, salvo 
los sábados, para que todos tuvieran comodidad de confesarse. Decía don Bosco que no había encontrado ningún otro medio más eficaz qu 
la confesión semanal para alejar del vicio a la juventud y dirigirla por el camino de la virtud. 

Al terminar las clases ibanse los externos a sus casas y los internos, recogidos, rezaban junto con don Bosco las oraciones. Dábanse 
después recíprocamente las buenas noches con el que les hacía de padre, que siempre les devolvía alguna gracia, y se dirigían a su cama, 
que el sueño, el cansancio y sobre todo la alegría del corazón la hacían cómoda y mullida, aunque no solía ser más que un saco lleno de 
hojas de maíz o de paja, extendido sobre unas tablas que sostenían unos cuantos ladrillos. El Oratorio era entonces una verdadera familia. 
Los sábados se retrasaba la hora de ir a descansar. Si no había especial solemnidad para el domingo, don Bosco volvía tarde a casa despué 
de despachar los muchos asuntos que tenía en Turín, y empezaba a confesar hacia las nueve, cuando los muchachos habían terminado de 
cenar; ellos le aguardaban pacientemente, puesto que las confesiones no terminaban hasta las once o las once y media. Y así continuó hast 
1856. La mañana del domingo estaba consagrada por entero a confesar a los externos. 

Usaba mil industrias para adiestrarlos a perseverar en el bien obrar. Primero haciéndoles, de vez en cuando, una breve plática, por la 
noche, a continuación de las oraciones. Dábales en ese momento los avisos oportunos para la buena marcha de la casa, les 
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narraba algún hecho edificante o los entretenía con alguna breve instrucción, para inculcar los principios de la piedad y de la moralidad. 
Siempre alerta para que sus jóvenes no se escandalizaran con ningún mal ejemplo, les recomendaba fueran cautos al salir del Oratorio y al 
volver, y ((354)) evitaran las malas compañías: Valdocco era uno de los lugares más deshabitados y peligrosos de la ciudad. Les enseñaba 
también el modo de comportarse con sus jefes. Les insistía para que aprendieran bien el oficio con el que deberían ganarse el sustento. Y 
añadíales: 

-La oración es lo primero; y con la oración el trabajo: el que no trabaja, no tiene derecho a comer. 

Pero insistía mucho en que practicaran con fidelidad los ejercicios de piedad, sin pensar en las necesidades del trabajo. Les inculcaba, y 
conseguía, que se distinguieran por su devoción en la iglesia, por su diligencia y docilidad en los talleres y por su conducta moral en todo. 
Les disipaba, además, cualquier impresión menos buena que hubieran podido recibir durante la jornada. Por eso se informaba de lo que 
habían oído o si habían corrido algún peligro; él sabía corregir maravillosamente las 
razones de pie de banco oídas y aconsejar oportunamente para preservar de todo escándalo. Les prevenía contra los posibles errores del día 
enseñándoles a replicar a los que disparataban en materia de religión. Y en su empeño de educarlos cada vez mejor, los amaestraba sobre l 
grandes solemnidades y les hacía, en sus vísperas, un esbozo de la fiesta que se iba a celebrar, así que, casi sin advertirlo, sus ánimos se 
embebían en el espíritu de la Iglesia. 

No dejaba pasar una fiesta del Señor o de la Virgen sin prepararles a celebrarla devotamente, recibiendo los santos sacramentos. 

La frecuencia de éstos era el fin principal de todas sus santas industrias; por eso, antes de la misa, no permitía ningún juego; daba toda 
suerte de facilidades para confesarse; todos los días comulgaban algunos y los domingos casi todos los que asistían a misa. Don Bosco 
había establecido el principio: «La frecuente Comunión y la ((355)) misa diaria son las columnas que deben sostener un centro de 
educativo». 

Ponía además un cuidado especial en que los muchachos se formaran idea exacta de las indulgencias y la manera de lucrarlas; y, unos dí 
antes de las distintas solemnidades, anunciaba qué indulgencias se podían ganar, indicando, además, cuándo eran aplicables a las benditas 
almas del purgatorio. 

Otro medio eficacísimo fue el Ejercicio de la Buena Muerte. 
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Apenas tuvo muchachos internos, les hizo tomar parte con los externos en dicho ejercicio, y después los dividió, destinadno a éstos el 
último domingo del mes, y el primero a los del Oratorio festivo. Les enseñaba la manera de hacerlo con provecho. Exhortábales a 
disponerlo todo, lo espiritual y lo temporal, como si aquel día debieran presentarse ante el tribunal de Dios y con el pensamiento de una 
llamada imprevista a la eternidad. Por la noche del día anterior les insistía que reflexionaran cómo habían pasado el mes que terminaba y 
que a la mañana siguiente se confesaran y comulgaran, como si realmente estuvieran a punto de muerte. 

Puede que les parezca a los amadores del mundo que el recuerdo de la muerte llenara de funestos pensamientos la fantasía juvenil, y sin 
embargo, ésta era la razón de su paz y de su alegría. Lo que turba el alma es estar en desgracia de Dios: quitado el pecado, la muerte no da 
miedo; por eso decía don Bosco: «Cuando muere el justo, el Dios a quien ha servido y amado corre en su socorro con la Santísima Virgen 
lo consuela en la agonía, lo llena de valor, de confianza, de resignación y lo conduce triunfante al paraíso». 

Y el efecto de estas palabras era el que deseaba; tanto más cuanto que los muchachos se sentían arrastrados por su ejemplo. Alguna vez, 
((356)) para animarlos con la variedad, elegía entre semana lugares fuera del Oratorio para ir a comulgar y recitar las oraciones prescritas, 
llevándoselos a alguna iglesia en el campo o, cuando aún eran pocos, al oratorio privado de alguna familia devota y bienhechora. 

A próposito de la muerte, de cuando en cuando, repetíales en la charla de las buenas noches un aviso importantísimo, que además le 
servía de tema de algunos sermones: «Podría suceder, amados hijos, que debierais pasar de esta vida a la otra con una muerte repentina, ya 
sea por una desgracia o por una enfermedad que no os diera tiempo para llamar a un sacerdote y recibir los sacramentos; por eso os exhort 
a hacer frecuentemente durante vuestra vida, aun fuera de la confesión, más aún todos los días, actos de dolor perfecto de los pecados 
cometidos y actos de perfecto amor de Dios; porque uno solo de estos actos, acompañado del deseo de confesarse, basta para perdonar los 
pecados, en todo tiempo y especialmente en punto de muerte, abriéndoos las puertas del Cielo». Y, con estadísticas en la mano, les hacía 
ver cuán grande era el número de cristianos que no podían recibir los sacramentos en punto de muerte: les explicaba entonces la naturaleza 
del dolor perfecto, y les demostraba la facilidad para alcanzarlo, considerando los millones y millones de pecadores 
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salvados con un acto de contrición perfecta desde la creación de Adán hasta la venida del Salvador. 

Con estas santas industrias se ingeniaba para vigilarlos continuamente, aun fuera de casa. 

Tenía la costumbre de visitar cada semana ya a uno, ya a otro de los dueños de talleres o tiendas e informarse detalladamente del 
comportamiento y progreso en el oficio de sus muchachos. Cuando le daban buenas noticias, para animarlos, les regalaba alguna ((357)) 
cosilla para que tuviesen un peculio para sus gastos en ciertas ocasiones, por ejemplo en los paseos. Los encomendaba además con 
insistencia a la vigilancia de los jefes. Les hacía comprender que si él procuraba que los aprendices fueran dóciles y trabajadores, ellos, los 
dueños, debían por su parte, cuidarse de que aprendieran el oficio y estuvieran libres de todo escándalo. Conseguía de este modo hacer el 
bien a unos y a otros. Si alguien maltrataba a sus hijos, salía con valentía en su defensa, exigiendo fueran bien tratados y que, también con 
ellos aunque jóvenes, se respetara la virtud de la justicia. Cuando descubría en un taller peligros para su alma o para su cuerpo, 
resueltamente lo cambiaba de patrón. Y buscaba, antes, informaciones del nuevo, a través de sus amigos, queriendo siempre noticias 
seguras de su moral, de su habilidad en el arte y de si santificaba las fiestas. Cuando no podía personalmente hacer nuevas inspecciones, 
mandaba a personas de su plena confianza, 
y, apenas tuvo clérigos consigo, encargó a éstos de tal vigilancia. Con el mismo celo siguió asistiendo en sus talleres a los jóvenes externo 
del Oratorio festivo, los cuales, constituían su propia felicidad, al seguir siendo buenos y laboriosos. 

Sabía despertar la emulación entre sus muchachos internos. Para mayor estímulo y como galardón de su buena conducta, don Bosco 
estableció e introdujo una laudable costumbre, que siguió en vigor durante muchos años, y que fue la de premiar a los mejores por votació 
general. La distribución de premios se solía efectuar por la tarde de la fiesta de San Francisco de Sales a estudiantes y artesanos. Durante l 
semana anterior escribía cada interno en un papel el nombre de unos cuantos compañeros, que a su parecer tenían mejor conducta religiosa 
y moral, y lo entregaba a don Bosco. Este hacía ((358)) el escrutinio y los seis, ocho, diez o más jóvenes que alcanzaban mayoría de votos 
esto es, los que más veces aparecían escritos en las distintas listas, eran leídos aquella tarde y premiados en presencia de todos. Los votos 
los compañeros eran cada vez más sensatos; los mismos superiores no lo hubieran hecho mejor. En 
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efecto, nadie puede conocernos mejor que quien convive familiarmente con nosotros y, sin que lo advirtamos, obseva nuestras acciones y 
palabras. 

No debemos pasar adelante en nuestra narración sin señalar los varios oficios que don Bosco ejercía en aquellos tiempos. Ante todo, 
mientras los aprendices trabajaban en la ciudad, él seguía en casa dando clase a ciertas horas del día a algunos muchachos de Turín que 
mostraban excelentes condiciones para los estudios y le ayudaban en el Oratorio festivo y las clases nocturnas. Con un método muy suyo y 
extraordinaria paciencia, los preparó en poco tiempo para emprender honrosas carreras o para administrar muy bien negocios de su familia 
En otro tiempo, daba también clase de teología a algunas seminaristas, como nos contaba don Félix Reviglio, cumpliendo lo prometido al 
Arzobispo. 

En las tardes de invierno y de otoño, volvían a casa algunos de los muchachos a la puesta del sol y otros no aparecían hasta dos o tres 
horas después, según las exigencias de los respectivos oficios. Don Bosco procuraba ocupar a los que llegaban primero en algo útil, para 
evitar que estuvieran ociosos. 

José Buzzetti solía pintarnos una escena digna de un cuadro flamenco. Todos reunidos en la cocina... Del techo cuelga una luz. En un 
rincón se sienta mamá Margarita, que remienda una chaqueta. A caballo de un taburete y, apoyado sobre la mesa, garabatea un muchacho 
cuaderno. Junto a él ((359)) hay uno que estudia la lección con un libro en las manos y otro recita en alta voz las respuestas del catecismo. 
Aparte, casi en la oscuridad, apoyado contra la pared, un mozuelo rasca las tripas de su viejo violín. Junto a la puerta, en la sala vecina, se 
oye a uno que golpea las teclas de la espineta y más allá unos chiquillos ejecutan, con el papel en la mano, una pieza musical, vueltos haci 
don Bosco, el cual, desde el fondo de la escena, aparta el puchero del fuego y lleva el compás con el cucharón humeante de remover la 
polenta... 

Pero esto no basta: aún tenía más ocupaciones en casa. Como no podía tomar personal de servicio, hacía con su madre todas las labores 
domésticas. Mientras Margarita atendía a la cocina, vigilaba el lavado, repasaba y planchaba la ropa y remendaba los vestidos rotos, él 
ciudaba todos los más pequeños detalles. En aquellos primeros años en que don Bosco hacía vida común con los muchachos, cuando no se 
movía de casa estaba dispuesto a todo. 

Por la mañana insistía para que los muchachos se lavaran las manos y la cara, peinaba a los más pequeños, les cortaba el pelo, les 
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cepillaba la ropa, les arreglaba la cama desarmada, barría las salas y la iglesita. Su madre encendía el fuego y él iba a buscar agua, cernía l 
harina de maíz o acribaba el arroz. A veces desgranaba los guisantes y mondaba las patatas. Preparaba frecuentemente la mesa para sus 
huéspedes y fregaba los cacharros y las ollas de cobre que, en ocasiones, pedía prestadas a algún vecino benévolo. Según iba haciendo falt 
fabricaba o arreglaba algún banco para qeu los muchachos pudieran sentarse, y 
partía leña. 

Para ahorrar gastos de sastrería, cortaba y cosía pantalones, calzoncillos, chaquetas y, con ayuda de su madre, en dos horas tenía hecho u 
traje. De noche, mientras ((360)) dormían los muchachos, pasaba por las habitaciones recogiendo las prendas que les había visto rotas y 
hacía los arreglos que necesitaban. 

Si uno caía enfermo, llamaba enseguida al médico y proveía cuanto fuere necesario; él mismo lo asistía y servía de enfermero. Si no 
podía, destinaba un compañero para prestar tan caritativo oficio, siendo el primero Félix Reviglio; y, siempre que podía, acudía a su 
cabecera a visitarlo, lo mismo de día que de noche. 

Contaba el genovés Cigliutti algunos años más tarde a Juan Villa: «El corazón paternal de don Bosco, amante de las humillaciones, se 
prestaba a todo por amor a los muchachos y no hubo trabajo al que no se sometiera para hacernos el bien. Don Bosco lo hacía todo con el 
mismo gusto y prontitud con que daba clase o cumplía los oficios sacerdotales, persuadido de que hacía la cosa más natural del mundo; y, 
más aún, de que era su obligación». 

Don Bosco hablaba frecuentemente y con gusto de aquellos años primeros, que constituían uno de los más hermosos recuerdos de su 
fantasía. Narraba cómo él mismo hacía a veces el rancho, y contentaba a los muchachos con un gasto dos veces menor del ordinario. Los 
jóvenes quedaban embelesados al verlo con su mandil haciendo de cocinero. Comían aquel día con más apetito. Les parecía que la sopa y 
polenta, preparada por don Bosco, tenía un sabor exquisito y repetían varias veces. Constituían un agradable manjar las amables bromas q 
les gastaba. 

-Toma, toma, amigo, decía a uno; como con apetito que lo he hecho yo. 

-Haz honor al cocinero y come mucho, repetía a otro. 

-Quisiera darte un buen pedazo de carne, si lo tuviera, añadía a un tercero; pero déjalo de mi cuenta... que, apenas encuentre un buey sin 
dueño, quiero celebrarlo. 

Y con estas y otras ocurrencias, ((361)) que le eran muy fáciles, sazonaba 
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tan bien comida y cena, que hacía olvidar todo otro condumio. El cual no faltaba nunca en los días de fiesta; el buen Padre era el hombre 
más feliz del mundo, cuando podía dar la sorpresa de añadir algo extraordinario al alimento habitual de cada día. 

Los cuidados de toda suerte, que con tanta solicitud prodigaba a sus hijos, a costa de tantos sacrificios, no se pueden enumerar en pocas 
palabras. 

El teólogo Ignacio Vola no salía de su admiración al ver lo que hacía 
don Bosco por sus asilados y por los alumnos externos. Un día exclamó: 

-íDon Bosco se está consumiendo por sus hijos! 

Y don Juan Giacomelli, que oyó estas palabras y es quien nos las contó, añadía: 

-Yo creo y estoy persuadido de que aquella expresión no era exagerada. íCuántos muchachos no supieron qué fuese el amor de un padre 
hasta encontrarse con don Bosco! 

Don Bosco se entretenía con gusto con sus muchachos para tener ocasión de aconsejarles, decirles una palabra amiga, un aviso, una fras 
de aliento. Así educaba su corazón, mejoraba su conducta, y les hacía vivir con alegría. Y, aunque muchos de ellos eran pobres huérfanos, 
todos les parecía, sin embargo, gozar las alegrías de la familia. íTal era la bondad del padre adoptivo! 

Trataba a todos sus muchachos sin parcialidad ninguna, con las mismas demostraciones de benevolencia. Quería a todos por igual y, par 
evitar entre ellos toda rivalidad, les demostraba de tanto en tanto su igualdad de afecto, interesándose por el bien espiritual y temporal de 
cada uno; oyéndoles pacientemente en el confesonario y en cualquier otra circunstancia que lo requiriera. Todos estaban convencidos de s 
queridos personalmente y ninguno ((362)) tenía motivo para concebir celos y envidia. El quería que en todos los corazones reinase la 
caridad con el prójimo y repetía casi todos los días la sentencia de San Juan: Qui non diligit manet in morte (El que no ama está muerto.). 
Los exhortaba a ser caritativos, no sólo entre sí, tratándose con bondad y dulzura y perdonándose las ofensas mutuas, sino también siendo 
generosos con los pobrecitos de Turín que carecían de lo necesario. El daba continuamente ejemplo de esta caridad; por eso reinaba entre 
ellos la más jovial cordialidad y más de uno se privaba de una moneda o de un pedazo de pan para dárselo a algún mendigo que le tendía l 
mano por la calle. 

Así expresa don Félix Reviglio la correspondencia de los muchachos a 
las insinuaciones de don Bosco: 
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«Para mejor conocer la índole de los muchachos e inspirarles grandes deseos de santificarse, les permitía don Bosco estar continuamente 
su lado: aún no había terminado su frugal comida o cena y ya entraban en su diminuto refectorio y le rodeaban. íCon cuánto gusto recuerd 
cómo nos acogía nuestro querido padre! Nos acercábamos a él, nos apretujábamos en su derredor y besábamos fielmente aquellas manos 
que tantos beneficios nos prodigaban y, a pesar de la molestia que le debíamos causar, él aguantaba bondadoso los desahogos de nuestro 
reconocimiento. Yo por mi parte, quizá por ser el más necesitado de su celo, pude muchas veces acurrucarme bajo la mesa y apoyar mi 
cabeza sobre sus rodillas. Don Bosco aprovechaba aquellos momentos para contar algún ejemplo edificante o para decir al oído a uno, a 
otro, a casi todos, una palabra tan dulce, que infundía en nosotros verdadero entusiasmo por la virtud y horror al pecado. No creo exagerar 
si afirmo que, después de aquellos ratos ((363)) nosotros salíamos del comedor cada vez con más deseos de ser buenos». 

También por este motivo don Bosco sentaba a su mesa los domingos a los dos que le habían ayudado la misa, por turno, durante la 
semana; después de la comida se acercaban a él para darle las gracias y siempre recibían un buen consejo que les dejaba imborrable 
impresión. 

Puesto que hemos mencionado el refectorio diremos cómo, ya desde 1848, hablaba de un proyecto que años más tarde refería comiendo 
con sus primeros internos. El joven Santiago Bellia, que vivía con su familia en una casa cercana al Oratorio, después de la comida iba 
corriendo a llevar a don Bosco las revistas católicas, los Anales de la Propagación de la Fe y los de la Santa Infancia. Sentándose cerca de 
mesa, leía en alta voz aquellos fascículos que tanto interesaban a don Bosco, el cual, después de oír la narración de las gestas de los 
misioneros, muchas veces exclamaba: 

-íOh!, si yo tuviese muchos sacerdotes y clérigos; los mandaría a evangelizar la Patagonia y la Tierra del Fuego. »Y sabes por qué, amig 
Bellia? íAdivínalo! 

-Quizás porque es donde más necesidad hay de misioneros, contestaba Bellia. 

-Lo has adivinado; porque estos pueblos han sido hasta ahora los más abandonados. 

Ya don Bosco se sentía entonces atraído por la Providencia hacia aquellas remotas regiones. 

-Era el tipo del sacerdote santo, exclamaba don Ascanio Savio. 
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Si todos los sacerdotes hubieran hecho como él, se habría convertido todo el universo. Se moría de ganas por convertir a todos los pueblos 
salvar a todas las almas. En él se personificaba el dicho del Espíritu Santo: Zelus domus tuae comedit me (Me consumió el celo de tu casa 

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((364)) 

CAPITULO XXXIV 

MARGARITA BOSCO Y LOS INTERNOS DEL ORATORIO -SU ESPIRITU DE SACRIFICIO, CARIDAD Y PRUDENCIA 
VIGILANCIA Y REPROCHES -ALABANZAS CORDIALES -MISERICORDIA CON LOS CULPABLES -LOS REFRANES 
AMOR MATERNO Y CRISTIANO -EL ORDEN EN EL ORATORIO EN AUSENCIA DE DON BOSCO -SU ESPIRITU DE 
ORACION 

NUESTRA descripción de la vida íntima en casa Pinardi no está completa. Junto al padre, tenían los muchachos asilados una madre, 
Margarita Bosco. Brillaban en ellas las virtudes de una verdadera madre cristiana: buen espíritu, mucha sencillez, paciencia y caridad. Era 
admirable su vida, del todo consagrada a la santa labor de su hijo. Se conformaba con la frugal comida preparada para don Bosco, comida 
inspirada por el espíritu de mortificación, e impuesta a menudo por la pobreza. No se hacía ver; vivía siempre retirada; trabajaba sin 
descanso y rezaba siempre. A medida que aumentaban los muchachos, aumentaba su trabajo. Todos la llamaban Mamá. 

Estaba sola pero pensaba en todo y proveía a todo. Atendía a la cocina, remendaba la ropa; de sus manos salían camisas, calzoncillos y 
calcetines. Dirigía a las lavanderas. Se gloriaba de que los muchachos se presentaran bien vestidos en los días de fiesta y de que anduviera 
limpios y elegantes los domingos, y les insinuaba se comportaran convenientemente y fueran buenos en casa. 

((365)) Los muchachos solían acudir a ella apenas les ocurría algo, y ella, si podía, los socorría enseguida y les daba lo que necesitaban. 
No habría hecho tanto por sus hijos José y Juan; ciertamente hubiera hecho menos, porque el resistir una vida tan pesada, era una gracia qu 
el Señor le daba en su nueva misión. 

Margarita ponía todo su empeño en adivinar las intenciones de don Bosco. Sabía interpretar tan bien su voluntad, preveía tan 
acertadamente sus pensamientos, que don Bosco, con gran maravilla de su parte, encontraba hechas las cosas antes de haber hablado de 
ellas. A todos les parecía indispensable su presencia en el Oratorio, y efectivamente lo era. Cada vez que tenía que ausentarse de él por 
algunos 
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días, dejaba en la casa un vacío notable, y cuando reaparecía, era recibida con aplausos. 

Siempre alegre, siempre amable y generosa, se hacía querer de todos. Era hermoso ver la parte que tomaba en la dirección del Oratorio. 
Continuamente vigilaba para que todo resultara bien: oíase su voz cuando había que reprender, advertir, mandar o impedir un trastorno. 
Pero sabía mezclar la reprensión con la alabanza. Su elocuencia natural, enérgica, rica en imágenes y parábolas, llamaba la atención del 
mismo don Bosco que, tras la puerta, observaba y oía con gusto, maravillado a veces, la fuerza de sus ocurrencias. Los muchachos, por su 
parte, guardaban ante ella un respeto y un silencio admirables, con lo que la buena mujer se desahogaba, al no encontrar oposición. »Y 
quién se hubiera atrevido a contradecir a la madre de don Bosco? Pero ella no abusaba de tal ((366)) prerrogativa, ni se valió nunca de ella 
para mandar en el Oratorio. Tenía muy en cuenta que su hijo no tuviera que verse obligado de ningún modo a apoyarla, con menoscabo de 
la confianza absoluta que se había ganado entre los muchachos. Supo además esquivar los pequeño celos, las apariencias de dos cabezas e 
el mando, y las susceptibilidades que necesariamente existen en un conjunto de personas de diversa índole, inclinación, educación y oficio 
Por esto, cuando vistió la sotana el primer jovencito que aspiraba al sacerdocio y empezó a tener autoridad, ella, enseguida, quiso tratarlo 
como a superior suyo, y dejó por completo de avisarle, corregirle o darle órdenes. Desde aquel momento se comportó sumisa y 
humildemente ante un cleriguito joven que, a su vez, continuaba, como antes, llamándola respetuosamente con el nombre de madre. 

Cuando estaba sola con don Bosco, vigilaba la marcha de toda la casa: los muchachos más revoltosos y rebeldes eran objeto de sus 
cuidados más solícitos e insistentes. Sus móviles eran siempre la justicia y la caridad. Cuando se encontraba con uno de esos 
indisciplinados que nadie podía tener a raya, le decía: 

-íHola! »Cuándo vas a empezar a ser bueno? »No ves que te pasa como al caballo de Gonella 1, que hasta en la cola tenía cien matadura 
Todos buscan cómo ser capaces de algo; tú parece que no piensas más que en ser malo y hacer que te riñan. Prueba, siquiera un día, y verá 
lo bonito que es ser apreciado por los compañeros, ser bien visto por los superiores, tener la conciencia tranquila y pensar que Dios está 
contento de ti. 

1 Gonella: famoso caballero del tiempo de las Cruzadas. (N. del T.) 
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Otra vez le dijo a uno, que aprendía el oficio de mala gana: 

-Don Bosco suda de la mañana a la noche para ((367)) buscarte un pedazo de pan, y »tú no quieres trabajar? »No te remuerde comerlo a 
traición? íQué vergüenza! »Es posible que no tengas corazón? »No quieres consolar a quien tanto te quiere? Si no aprendes el oficio, »cóm 
te ganarás el pan cuando seas mayor? Tendrás que comer »y cómo te las arreglarás? »Quieres ir a parar a la cárcel? Desgraciado ahora y 
desgraciado después; infierno aquí e infierno allí. 

A uno, siempre a la greña con los compañeros, le decía: 

-»Sabes lo que pareces? Pareces peor que un animal. No sé yo qué diferencia hay entre ti y un animal irracional. Los caballos y las oveja 
no se pelean entre sí y casi casi se diría que, en comparación son mejores que tú íPegar a los compañeros! »Pero no es Dios padre de todos 
»Y no son los compañeros tus hermanos? »No comprendes que quien se venga, un día, será castigado por el Señor? 

Y, si sorprendía a uno comiendo con ansia y en demasía o bien abatido por una indigestión, respondía: 

-Mira: los animales, que son unos animales, sólo comen lo que necesitan y nada más; y ítú quieres perder la salud de esta manera! El que 
no sabe frenar la gula no es hombre; la gula es madre de mil vicios. »Quieres morir joven?, »quieres acabar tus días en un hospital? 

Sucedió en una ocasión que llegó un muchacho, recogido en mitad de la calle, que no quería ir a trabajar durante las primeras semanas. A 
pasar junto a ella la esquivaba; pero ella le llamó y le dijo: 

-Tú no quieres trabajar; quieres comer a costa de los demás. Pues, mira: cuando seas mayor y salgas de aquí, no te quedará más remedio 
para vivir, que robar o ser un asesino: ese es tu porvenir. 

((368)) Intentaba el muchacho apostrofado escabullirse, pero la buena madre reteniéndolo, continuó: 

-»Ves allí el Rondó?; -y le señalaba el lugar cercano donde ejecutaban a los sentenciados a muerte-. íQuizá te está esperando allí la horc 
íPobre desgraciado! Créeme; mira por ti mismo. 

Y el muchacho rompió a llorar. Entonces Margarita, con voz cariñosa, añadió: 

-Pero todo tiene remedio, »sabes? Si quieres ser bueno, es fácil. Desde hoy sé obediente, respeta a tus superiores y ponte a trabajar. 
íComienza por rezar bien, comienza por rezar bien! 
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Sabía encontrar para cada ocasión las palabras propias, lo mismo en público que en privado, de acuerdo con los caracteres. Había que 
haberla visto, haberla oído para hacerse una idea de la eficacia de sus sentencias. Después de sus afectuosos reproches se vieron las lágrim 
en los ojos de chiquillos, muchachos, jóvenes y mayores, y hasta de los mismos clérigos. Lo más sorprendente en ella era que su natural, 
siempre en calma, pasaba repentinamente del reproche a la alabanza. Acababa de avisar a uno, aparecía otro de buena conducta y le decía: 

-íHola, ven aquí! Sigue siempre así. íDon Bosco está contento de ti y también el Señor! No te olvides del premio reservado en el paraíso 
para los buenos, procura merecerlo. 

Con todo esto no queremos decir que la elocuencia de Margarita produjera siempre efectos infalibles. Había algunos pícaros que, mientr 
la Mamá reprendía, escuchaban con los ojos bajos y, cuando se alejaba, se permitían cualquier mueca. Y, a lo mejor, acaecía una escena 
graciosa: se abrían los postigos de una ventana y aparecía don Bosco. El bribonzuelo pillado in fraganti, se tapaba ((369)) la cara con las 
manos. Margarita en tanto, persuadida de que había logrado convencerlo, subía a la habitación de su hijo y exclamaba: 

-íPobrecillos!, si no se les habla claro, no entienden; pero les he puesto las orejas coloradas y verás cómo cambian de conducta. Tienen 
buen corazón, pero son tan niños y reflexionan tan poco... íTengamos caridad con ellos! íLa caridad triunfa siempre! 

Sin embargo, no era tan fácil engañar a la buena madre porque, como afirmaba don Bosco, ella conocía no sólo la índole y la conducta d 
cada uno de los asilados, sino que, además, adivinaba fácilmente las intenciones y se equivocaba pocas veces. 

El sábado por la tarde, los artesanos llegaban a casa con el jornal de la semana y, como estaba prescrito, lo entregaban a don Bosco. Un 
picarón quiso un día guardárselo. Se arañó la cara y, lloriqueando, se presentó a don Bosco, contando delante de sus compañeros, que uno 
ladrones le habían robado sus pocos dineros y encima le habían dado una paliza por intentar defenderse. Don Bosco le compadecía, cuand 
mamá Margarita, acercándose a su hijo, le dijo en voz baja: 

-»Y tú le crees? 

-Sé que quiere engañarme, le respondió don Bosco en voz baja para no ser oído; pero, si no hago como que lo creo, perdería su confianz 
en mí. 

Don Bosco se comportaba así para lograr, sin avergonzarlo en 
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público, corregirlo de su error y su mentira. Sin embargo, aquel muchacho no correspondió a la caridad de su educador y no terminó bien. 

Mamá Margarita se merecía además grandes elogios por otros motivos. No perdía de vista a los que habían recibido un seria reprensión 
sus jefes ((370)) de taller o que estaban castigados. Tenía por norma que no hay que dejar solos, sorbiendo hiel, a los que se encuentran 
contrariados, sino que se les debe distraer para que no piensen en la humillación recibida. Después de la herida hay que poner el parche, 
decía ella; conviene hacerles ver que ha sido por su bien que se hayan empleado medidas algo severas. 

Los métodos que don Bosco usaba para educar y corregir a la juventud tendían a hacerlos mejores por convencimiento y no por miedo a 
una riña o castigo. Don Bosco estaba solo entonces, pero su auxiliar, el prefecto, el asistente, el censor era la propia conciencia de los 
muchachos que, por amor a Dios y a su buen Director, se abstenían del mal o se reconocían culpables. El dicho de San Pablo: «el que no 
trabaja, que no coma», había invadido el Oratorio como axioma infalible y la frase jocosa qui non laborat non mangiorat1 andaba siempre 
en labios de los jóvenes artesanos. Si en ocasiones, por gandulería o por cualquier otro motivo, cometía uno alguna falta y se enteraba don 
Bosco, se hacía éste el encontradizo y le decía: 

-íHola! »Cómo te va? »Qué tal te portas? »Es verdad lo que me han dicho? »Es posible que no te decidas de una vez a portarte bien? Si 
fueras el superior y yo estuviera en tu lugar y me portara como tú, »qué harías? Júzgate a ti mismo. »Qué te mereces? 

Don Bosco se retiraba a su habitación y dejaba al muchacho que reflexionara. El culpable, a la hora de la comida, en vez de ir con los 
demás a la mesa, se retiraba a un rincón del patio y allí permanecía pensativo, mortificado y cabizbajo. Mamá Margarita no tardaba en 
acercársele: 

-»Qué has hecho? -le decía cariñosamente-. »Este es el consuelo que nos das? Nosotros no deseamos más que tu bien; »por qué no te 
decides a ser bueno y ((371)) trabajador? Si ahora te portas así, siendo tan joven, con tan buenos ejemplos delante y tan buenos consejos, 
cuando seas mayor y estés lejos de aquí, »cómo te portarás? íSerás un desgraciado, pobre hijo mío! 

Y, mientras tanto, sacaba de la faltriquera un buen bocadillo. 

1 Latín macarrónico, jugando con el verbo latino manducare y el italiano mangiare, que produce el pareado qui non laborat non mangior 
(quien no trabaja no come). (N. del T.) 
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Aquel gesto de madre cariñosa conmovía hasta las lágrimas al pequeño culpable que, por un momento, hasta rehusaba aceptar aquella 
fineza que, al fin, recibía obligado por la orden de Margarita. 

Otras veces, después de acabar de comer los muchachos, iba ella en busca de alguno escondido en una habitación, porque se sabía 
merecedor de un castigo y por miedo a ser avergonzado ante los compañeros. 

-»Qué has hecho?, le decía. La mar de cosas buenas, »verdad?... íSiempre dando quehacer! Pero no he venido para reñirte: »te portarás 
bien? »Sí? íTe levanto el castigo!... 

Y así diciendo se lo llevaba a la cocina y allí reanudaba su sermón haciéndole ver los males espirituales y temporales que le acarrearía en 
lo porvenir su desarreglada conducta. Y después proseguía: 

-íCuántos disgustos has dado ya a don Bosco! El se desvive por ti y tú »cómo se lo pagas? Vete a pedirle perdón y prométele que no 
volverás a hacer más lo que has hecho. 

-Sí, sí; haré lo que me dice, respondía el muchacho. 

-Pero no está todo en pedirle perdón a don Bosco, continuaba Margarita. »Y Dios? »Tú sabes quién es Dios? 

Y tomaba entonces un tono majestuoso capaz de superar a Demóstenes y a Cicerón. 

-íDios! A El hay que pedirle perdón. El ve tus obras y tus pensamientos más escondidos, quizá el enfado interior que te agitaba mientras 
don Bosco te amonestaba y quizá también la poca voluntad que tenías de enmendarte. Pídele, pues, perdón de todo, pero con toda tu alma. 

((372)) Mientras tanto, le preparaba la comida y hacía que se sentara, le ponía delante la sopa, mientras el muchacho convencido y 
consolado, prometía ser mejor. 

-Pero no digas a nadie que te he dado de comer, continuaba la buena mujer. Quedaría yo mal; parecería que yo amparo tus barrabasadas. 
Se diría que mi debilidad favorece tu insolencia. Y además no quiero comprometer a don Bosco. Mira, también, que es peor para ti. No 
quiero tener fama de proteger a quien no se lo merece, pero quiero se sepa que has reconocido tu falta y estás arrepentido. 

Estas sus formas le adueñaban los corazones. 

Cuando tuvieron la suerte de disfrutar de la amable compañía de Margarita y experimentar las delicadezas de su corazón maternal, 
recuerdan ahora, hechos hombres, con gran satisfacción, sus años de muchachos y no olvidan la sonrisa inalterable que fluía de los labios 
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de aquella buena mujer y su repertorio de refranes para adornar la conversación y esculpir en la mente máximas de moral y de prudencia. 1 

Y para dar satisfacción a varios antiguos alumnos, que insisten en que deje constancia en estas memorias de ciertos episodios graciosos e 
los que, de algún modo, fueron parte o testigos, vamos a narrar alguno. 

Está un día Margarita sentada en su habitación. A su diestra y a su siniestra mano tiene una silla donde se amontona la ropa a reparar. 
Cose incansablemente sin alzar los ojos. Un muchacho está delante con la cabeza baja. Era antes un chico dócil y devoto, pero empieza a 
ser caprichoso y distraído. Margarita le está diciendo: 

-»Y por qué has cambiado tanto de como eras antes? »Por qué te has hecho malo? »Por qué no rezas? Si Dios no te ayuda »qué bien 
podrás ((373)) hacer? Si no te enmiendas, »adónde irás a parar? Procura que el Señor no te abandone. 

Y concluía: Para las cuestas arriba, quiero mi burro, que las cuestas abajo yo me las subo. Y cuando se las tenía que haber con 
imprudente, le decía: El mundo es un mar redondo y el que no sabe navegar se va al fondo. 

Otro ha cometido una falta notable y acude a ella a pedirle un favor. Tiende la mano derecha como quien espera algo, mientras se cubre 
cara con la izquierda un poco avergonzado. Margarita le dice: 

-Bueno, haré lo que me pides; pero dime, »has ido a confesarte? 

-Ayer por la mañana no tuve tiempo. 

-»Y el sábado? 

-Había muchos esperando ante el confesonario. 

-»Y el domingo? 

-No estaba preparado. 

-Ya, ya... La mala lavandera no encuentra piedra buena. 

Le presenta uno la chaqueta haciéndole ver que le falta un botón y rogándole que se lo pegue. Ella le da un botón, aguja e hilo y le dice: 
-»No puedes cosértelo tú? Toma hilo y aguja. Hay que acostumbrarse 

1 Es pura casualidad que un refrán o proverbio de una lengua admita traducción directa a otra. Así sucede con los que, a continuación, se 
va a encontrar el lector. Solamente hemos intentado, al traducirlos, adaptar el sentido del refrán o frase italiana, que mamá Margarita 
manejaba tan maravillosamente en su día, al de alguno parecido en castellano. (N. del T.) 
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a hacer de todo un poco: el que no es capaz de cortarse las uñas de ambas manos, tampoco llegará a saber ganarse el pan. 

Se le acerca un chavalín quejándose de los insultos recibidos y los desprecios que le han hecho los compañeros. Se sienta en un taburete 
los pies de la buena mamá; está a punto de sonreír, mientras se enjuga con la mano las últimas lágrimas. Margarita le ha contando un chist 
y le regala un racimo de uvas. 

Era admirable, en casos semejantes, para consolar ((374)) al afligido. Decía: 

-»Y lloras solamente por eso? Eres un cobarde. »No sabes que hay que tener paciencia? Sólo en el paraíso estarás tranquilo. Porque es 
sabido: no hay peor país para vivir que este mundo. O bien: en todas casas cuecen habas y en la mía a calderadas. 

Un muchacho poco juicioso está rompiendo un pañuelo usado para hacer una pelota o deshaciendo un libro viejo para divertirse. Lo 
sorprende Margarita, le quita aquello de las manos y le dice: 

-»Por qué lo echas así a perder? »Que ya no sirve? Todo sirve en este mundo: un grano no hace granero pero ayuda al compañero. 

Y repetía este proverbio cuando hablaba del valor del tiempo, de que se debían cuidar las cosas más pequeñas y desempeñar 
simultáneamente varios oficios, cuando se podía. 

Algunas veces lograba un picaruelo hurtarle una cebolla o algo semejante, y alegre la enseñaba a escondidillas a un compañero que estab 
en acecho observando. Sorprendíale Margarita por el rabillo del ojo en aquel momento y le decía: 

-íBravo, hombre! »No te cosquillea la conciencia? Claro, hay quien siente las cosquillas y hay quien no. 

Era una frase que ella repetía siempre que alguno se excusaba al ser reprendido o decía: »qué mal he hecho yo? 

Y cuando un alumno no se corregía de un defecto y alguien lo excusaba diciendo que era joven y que entraría en razón más adelante, ell 
respondía: -Chi a venti non sa, a trenta non fa e sciocco morrá. (Quien a los veinte no sabe, a los treinta no hace y tonto morirá). 

Tenía a flor de labios ciertas agudezas para enseñar a los muchachos los principios de buena educación, comunes a toda clase de 
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gente. Si un chico entraba en una habitación y dejaba abierta la puerta decía: Pst, pst, tus, tus, como llamando a un perrillo. ((375)) Así le 
indicaba que los perritos pasan por las puertas sin cerrarlas. El distraído entendía muy bien aquella jerga, volvía atrás sonrojado y cerraba 
despacito la puerta, mientras Margarita le miraba sonriendo. 

Con las diversas circunstancias de estas escenas de familia se podría componer una pequeña galería de cuadros, llenos de ingenuidad y 
tranquilidad, que satisfarían los antojos del pintor más fantástico y embelesarían los corazones. 

Y si ponía Margarita tanto empeño para cuidar a sus asilados, no era menor el que tenía por que queridísimo don Juan, especialmente pa 
guardar su salud. Mas no buscaba nada costoso ni superfluo. Sus cuidados estaban impregnados de profunda sabiduría: cuidaba la salud 
corporal para que pudiera atender al bien espiritual del prójimo. En los días de fiesta solemne llevaba todo el peso de aprestos y 
prevenciones para que la comida fuera digna de las personas invitadas; pero en los días ordinarios sabía ajustarse para presentar una comid 
frugalísima, y nada alteraba su costumbre. Conocía la importancia de la mortificación cristiana, y no olvidaba la prudencia que debe 
acompañar su aplicación. Por esto, si en un día de ayuno llegaba su hijo a casa cansado y agotado, por la predicación o por los viajes, y 
quería sujetarse a las prescripciones de la ley eclesiástica, ella se lo impedía diciendo: 

-»No eres tú quien predica que el ayuno no obliga, cuando perjudica a la salud? 

Y era necesario que don Bosco se doblegase a su querer. 

De todo lo dicho puede deducirse la grandeza y sensibilidad del corazón de Margarita. Mas no prevalecía en ella el corazón, sino la 
mente, que regulaba sus más pequeños movimientos. En su derredor reinaba el orden ((376)) y podía decirse que ella personificaba el 
Oratorio. En efecto, en aquellos primeros años don Bosco se encontraba con frecuencia fuera de casa, visitando cárceles, hospitales, asilos 
predicando misiones, triduos y novenas en muchos lugares y yendo a confesar, varias veces por semana, a diversos institutos de Turín. 
Algunos no podían comprender cómo aquellas ausencias tan continuas y prolongadas no causaban ningún daño a la buena marcha del 
Oratorio y se maravillaban al ver que todo procedía con perfecta tranquilidad. La causa de todo ello era el fino y buen sentido de Margarita 
que valía un tesoro. Ella resolvía dificultades, prevenía inconvenientes, evitaba cualquier daño. No se la veía preocupada 
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en ninguna ocasión. Recibía las visitas, trataba con las autoridades de todo género, resolvía cualquier asunto, compraba, vendía, todo era 
fácil y llano para ella; nada le acobardaba; todo lo miraba y lo sabía. 

Cuando el hijo volvía a casa, salía ella a su encuentro. Si le veía preocupado con algún pensamiento serio, no le decía nada de lo ocurrid 
durante la semana y lo dejaba para otro momento. Si le veía jovial y comunicativo, le contaba todo, ce por be, de un modo conciso y sin 
comentarios, y se retiraba a sus ocupaciones. 

Era una mujer admirable, llena de ese espíritu de oración, maestro de sabiduría para humildes e ignorantes de las ciencias humanas. 
Margarita rezaba siempre. A más de la misa diaria, la comunión frecuente, la visita al Santísimo Sacramento y el rezo del santo rosario, co 
una devota compostura que edificiaba a todos, estaba de la mañana a la noche en continua comunicación con Dios. íCúantas veces 
interrumpía un padrenuestro o una salve para dar un consejo a éste, una orden a aquél o una advertencia a aquel otro! 

((377)) Fácilmente decía a un muchacho, que entraba en la cocina mientras ella tenía algo entre las manos:
-Hazme el favor: aparta del fuego ese trozo de leña: arde demasiado y quema el cobre: «íPerdónanos nuestras deudas!»
.
-«íEa, pues, Señora, abogada nuestra!». Oye -decía a uno que subía la escalera, toma la escoba y barre esto.
Otras veces se asomaba a la ventana y llamaba a un alumno:
-Mira aquella sábana que el viento ha tirado al suelo: recógela y ponla en la cuerda: «Angel de Dios que eres mi custodio»
.
Alguna vez, mientras estaba rezando, se le acercaba un alumno:
-Mamá, quería decirle una cosa.
Suspendía ella la oración, escuchaba, satisfacía la ocurrencia y reanudaba su plegaria.
Si se encontraba en medio de la gente, sólo movía los labios; pero cuando estaba sola, desahogaba en alta voz por horas enteras sus


afectos con Dios. Don Bosco, que oía todo desde la habitación contigua, alguna vez le llamaba para distraerla un poco y le decía: 
-»Madre, con quién discute? 
Y Margarita respondía tranquila: 
-No estoy discutiendo con nadie. Rezo por nuestros muchachos y bienhechores. 
Muchas veces, cuando le quedaba un momento de respiro, corría a los pies de Jesús Sacramentado en la capilla. 
Pueden parecer, a más de uno, un tanto extrañas estas costumbres. 

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Y así podría ser en otras personas, pero no en Margarita. Veíase en ella tal naturalidad, brillaban sus ojos con tal candor y era tal la 
compostura y expresión de su rostro, que se veía cómo su pensamiento estaba fijo en la presencia de Dios. 

-Su confianza en la oración no tenía límites, nos afirmaba el mismo don Bosco. 

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((378)) 

CAPITULO XXXV 

EL CRISTIANO GUIADO POR EL ESPIRITU DE SAN VICENTE DE PAUL -INFALIBILIDAD DEL PAPA -DON BOSCO 
IMITADOR DE SAN VICENTE -LA VIRTUD DE LA DULZURA -COMPARACION DE LA VIDA DE DON BOSCO CON LA DE 
SAN VICENTE -UN DONATIVO A LA PEQUEÑA CASA DE LA DIVINA PROVIDENCIA -MEDIOS PARA LA IMPRESION DE 
UN LIBRO 

EN medio del tumulto de las agitaciones políticas, sin que le distrajera la atención a sus providenciales empresas, entregado al ministerio d 
la palabra, de suerte que casi llegaban a tres mil, entre charlas, sermones, conferencias, pláticas y catequesis, las que hacía al cabo del año 
en casa y fuera de ella, don Bosco ideaba siempre nuevos trabajos. No era como muchos otros, que parecen virtuosos y lo son, pero se 
inclinan a una vida apacible y agradable: su virtud era activa y emprendedora hasta el heroísmo. Cuando los muchachos iban a acostarse, 
rezaba el breviario, se sentaba al escritorio y, a la pálida llama de un pobre candil, pasaba gran parte de las noches escribiendo. Profesaba 
una especial devoción a San Vicente de Paúl, el cual también había guardado el ganado en su niñez y después, siendo estudiante, 
seminarista y sacerdote, fue educador de los muchachos. Aquel año escribió un compendio de la vida del gran ((379)) apóstol de la caridad 
que tituló «Il Cristiano guidato alla 
virt¨ e alla civiltà secondo lo spirito di S. Vicenzo de Paoli. Opera che pu\_ servire a consacrare il mese di luglio in onore del medesimo 
Santo». (El cristiano, en la práctica de la virtud y de la cortesía, según el espíritu de San Vicente de Paúl. Obra que puede servir para 
dedicar el mes de julio en honor del mismo Santo). 

Explicaba así la razón de su trabajo. 

«Al lector: -Pretende esta obrita presentar a los fieles un modelo de vida cristiana a través de los actos, virtudes y palabras de San Vicent 
de Paúl. 

»Se titula El Cristiano en la práctica de la virtud y de la cortesía, según el espíritu de San Vicente de Paúl, porque este Santo, que pasó p 
muchas situaciones altas y bajas de la sociedad, practicó todas 
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las virtudes brillantemente. Se añade la palabra cortesía porque él trató con personas de la más elevada y selecta clase social y supo hacerl 
con el trato exquisito y las máximas que corresponden a un ciudadano cristiano, de acuerdo con la cortesía y prudencia del Evangelio. 

»Según el Espíritu de San Vicente de Paúl porque cuanto se expondrá a lo largo de estas consideraciones está literalmente tomado de su 
vida y de la obra titulada El Espíritu de San Vicente de Paúl, sólo se añaden algunas frases de la Sagrada Escritura en las que se basan 
dichas consideraciones. 

»Comienza con unos datos biográficos del Santo, que servirán de índice de los conceptos que después se expondrán más detalladamente 

»Quiera Dios, que puso a San Vicente como antorcha luminosa para llevar la luz de la verdad, lo mismo a pueblos salvajes que 
civilizados, y quiso levantar de la plebe a un hombre vulgar y colocarlo por encima del trono de sus príncipes, para cambiar, con sus 
heroicas virtudes, el semblante de Francia y de Europa al mismo tiempo; hacer que se inflamen los sacerdotes en la misma caridad y el 
mismo celo, a fin de que ((380)) se entreguen a trabajar sin descanso por la salvación de las almas; que se inflamen también los pueblos de 
tal modo que, iluminados con las virtudes del Santo, excitados y movidos por el buen ejemplo de los sagrados ministros, corran a pasos de 
gigante por el camino que lleva a la verdadera felicidad del hombre, al Paraíso». 

No vamos a entretenernos demostrando cómo don Bosco alcanzó su intento con este libro: nos limitaremos solamente a unas breves e 
interesantes reflexiones. Y es la primera, el ver cómo ya desde entonces profesaba y enseñaba su firme creencia en la infabilidad del 
Romano Pontífice, veintidós años antes de que en el Concilio Ecuménico Vaticano se definiese dogma de Fe esta solemne verdad; cómo 
demostraba su perfecto acuerdo con San Vicente de Paúl, el cual, para frenar el sectarismo jansenista y sus artes diabólicas, aconsejaba al 
episcopado francés recurrir directamente al Papa, antes que a un Concilio general, dada la urgencia del mal: e Inocencio X, como Doctor 
universal, condenaba en 1653 sin admitir apelación, los errores y perfidias de aquellos herejes. 1 Y sobre todo, cómo don Bosco, ya en el 
1848, sostenía las sagradas prerrogativas del Pontífice, terriblemente despreciadas por los sectarios, diciendo a los 

1 Il Cristiano, etc. Día vigésimo segundo. 
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fieles: «Aprobad todo lo que el Papa aprueba; condenad todo lo que el Papa condena. Todo fiel cristiano se esmere en amar, respetar las 
disposiciones de los superiores eclesiásticos, y evitemos ser del número de aquéllos que, habiendo empleado su vida en estudios muy ajen 
a las materias eclesiásticas, se permiten censurar dichos o hechos de la autoridad de la Iglesia, disparatando sobre cosas que no entienden. 
Guardaos, dice el Señor, guardaos de ofender a los sagrados ministros con ((381)) hechos o palabras: Nolite tangere Christos meos: porqu 
lo que se hace o dice contra ellos, es hacerlo o decirlo contra mí mismo. Qui vos spernit, me spernit. 

Una segunda observación nos manifiesta cómo don Bosco no quiso limitarse únicamente a esbozar la vida de San Vicente, sino que 
estudió, una por una, las virtudes teologales y cardinales y escribió casi un memorial de las mismas como norma para su vida. 

En efecto, con las diferencias de los tiempos y las nuevas y diversas modalidades que su vocación especial exigían, imitó de tal modo al 
Santo que, al recorrer muchas de las páginas del libro, un lector que haya conocido a don Bosco, se siente impulsado a sustituir con su 
nombre el de San Vicente; tanto se asemejan. Son idénticos los objetos de su más tierna devoción; igual su celo por la gloria de Dios y su 
total abandono en las manos de la Divina Providencia; idéntico su amor por las órdenes 
y congregaciones religiosas; igual su caridad para atender a los desamparados, instruir a los presos, servir a los enfermos contagiosos y 
convertir a los herejes. 

Y para demostrar nuestra afirmación, hacemos notar cómo don Bosco, dotado por naturaleza, al igual de San Vicente, de un 
temperamento bilioso y de un espíritu vivaz e inclinado a la cólera, lo imitó en su dulzura para ganarse el corazón de los hombres y copió 
él, como por reflejo, la suave afabilidad de San Francisco de Sales. Se puede decir que el espíritu de don Bosco es el de San Francisco, pe 
transmitido a través del corazón de San Vicente. En efecto, don Bosco escribía las normas sacadas de su querido modelo para adquirir: 
Congregationi pauperum affabilem te facito... (Hazte querar de la asamblea). 1 ((382)) Fundaba el Santo su dulzura en dos principios: uno 
era la palabra y el ejemplo del Salvador y el otro el conocimiento de la debilidad humana. En cuanto al primer principio, decía que la 
dulzura y la humildad son dos hermanas que se acoplan muy bien: Jesús enseñó a unirlas al decir: Aprended de mí, que soy manso y 
humilde de corazón, y estas palabras las mantuvo 

1 Eccl. IV, 7. 
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con su ejemplo. Por eso quiso el Salvador tener por discípulos hombres rudos y con no pocos defectos, para enseñar a los investidos de 
autoridad cómo deben tratar a los sometidos a su dirección... 

En cuanto al segundo principio, decía San Vicente que es propio del hombre equivocarse, como es propio de las zarzas tener espinas 
punzantes; que el justo cae siete veces al día, es decir, muchas; que el espíritu, lo mismo que el cuerpo, tiene sus enfermedades; que, dado 
que el hombre debe hacer un continuo ejercicio de paciencia consigo mismo, no es nada extraño que también la ejercite con los demás; la 
verdadera justicia conoce la compasión y desconoce la cólera; las palabras que nos hieren son más un ímpetu de la naturaleza que 
indisposición del corazón; los más sabios no andan libres de las pasiones; y éstas los hacen proferir, a veces, ciertas expresiones de las que 
luego se arrepienten; en cualquier sitio donde uno se halle, le toca siempre sufrir; pero que, como es posible merecer al mismo tiempo, 
resulta muy útil proveerse de dulzura, porque sin esta virtud se sufre, pero sin mérito y con peligro de la salvación eterna. 

«La dulzura, añadía el Santo, tiene tres momentos principales. El 
primero de éstos reprime los movimientos de cólera y el ímpetu del fuego que turba el alma, salta al rostro y cambia su color. El hombre 
que adquirió la dulzura no deja de sentir la primera emoción, porque los movimientos de la naturaleza preceden a los de la gracia; pero se 
mantiene firme para que la pasión no triunfe y, ((383)) si, a su pesar, aparece en él una alteración exterior, se serena presto y vuelve a su 
estado natural. Si se ve obligado a reprender o a castigar, cumple su deber sin dejarse llevar por el primer ímpetu: imita en esto al Hijo de 
Dios que llamó a San Pedro Satanás, reprochó a los judíos su hipocresía, y derribó las mesas de los que comerciaban en el templo, pero 
todo lo hizo con la mayor tranquilidad; mientras que un hombre sin dulzura, en semejantes circunstancias habría actuado con cólera. 

»El segundo momento de dulzura está en la afabilidad, en una serenidad del rostro que inspira confianza a todo el que se acerca. Hay 
personas cuyo semblante amable y sonriente agrada a todos; desde el primer momento parece que ofrecen su corazón y cautivan; otros, po 
el contrario, se presentan con aire reservado y su mirada seca y ceñuda asusta y desconcierta. Un sacerdote, un misionero, sin maneras 
insinuantes, que cautiven los corazones, no conseguirá jamás provecho alguno y será como un secadal que no produce más que cardos. 

»Finalmente, el tercer momento de la dulzura consiste en 
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ahuyentar del propio espíritu las reflexiones que inevitablemente suscitan las penas que nos han sido ocasionadas o las faltas de atención 
que se nos han tenido. En tales ocasiones hay que saber apartar el pensamiento de la ofensa recibida, disculpar al que nos la ha inferido, y 
decirnos a nosotros mismos que ha obrado con precipitación y se ha dejado arrastrar por un primer movimiento: hay que saber, sobre todo 
cerrar los labios para no responder a quien trata de irritarnos. Hay que hablar con dulzura con quienes menos miramientos guardan con 
nosotros y, si llegasen a ultrajarnos al extremo de abofetearnos, hay que ofrecer a Dios tan injurioso trato y aguantarlo por su amor; aún 
entonces hay que saber sujetar los ímpetus de la cólera y preferir ((384)) a cualquier otro lenguaje el de la dulzura; porque una palabra sua 
puede convertir a un obstinado, mientras, por el contrario, una palabra áspera es capaz de llevar la desolación a una alma. 

»La dulzura siempre es atrayente. Había en aquel santo varón un no sé qué de espontaneidad, de alegría y de discreción, que era difícil 
oponerse a su demanda». Hasta aquí don Bosco. 

Y decimos nosotros: después de leer estas reglas y examinar la vida entera de nuestro buen padre, »no resulta un retrato vivo y que está 
hablando de San Vicente de Paúl? 

Pero es que hay más todavía. Si se trata un índice de lo que vamos a narrar se verá que el parangón entre estos dos hombres del Señor 
resulta sorprendente cuanto más se examinan sus gestas. 

Al igual de San Vicente de Paúl, se dirige don Bosco a Roma para obsequiar al Santo Padre, para venerar la tumba del Príncipe de los 
Apóstoles, para visitar los célebres santuarios de la capital del orbe católico. Predica como San Vicente en la ciudad y en infinidad de 
pueblos. Se preocupa, como él, de la formación de un clero apostólico, suple la falta de seminarios y desarrolla maravillosamente las 
vocaciones al estado eclesiástico y religioso; recibe en audencia, como San Vicente, a un sin fin de personas, de toda especie y condición, 
que recurren a él para pedir consejo; y escribe tantas cartas que ellas solas agotarían la vida entera de un hombre. Trata, como él, con 
diversos soberanos y con los grandes del mundo, y llama la atención su compostura y su franqueza que nunca calla la verdad. 

Si San Vicente de Paúl hace renacer en muchos monasterios la primitiva observancia, don Bosco trata, con intrepidez llena de fe, de 
salvar a centenares de la ley de supresión y llegar a preservar a algunos. Si Vicente instituyó la Congregación de los ((385)) Lazaristas y la 
de las Hijas de la Caridad, don Bosco fundó la Pía Sociedad de San 
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Francisco de Sales y el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora. Si Vicente derrochó enormes tesoros para socorrer a los pobrecitos y 
aliviar la extrema miseria de provincias enteras, el pobre don Bosco encontró millones para muchísimos huérfanos recogidos en sus asilos 
oratorios. Vicente organizó cofradías y asambleas de señoras nobles para que le ayudasen en sus obras de caridad, y don Bosco organizó 
con el mismo fin los Cooperadores y Cooperadoras salesianas. Vicente influyó con sabios 
consejos en el nombramiento de obispos santos para ponerlos al frente de las iglesias de Francia; y fueron más de cincuenta las diócesis de 
Italia que por medio de don Bosco tuvieron su Pastor, del que se habían visto privadas por largo tiempo. Y si Luis XIII quiso ser asistido e 
punto de muerte, por San Vicente, el Gran Duque de Toscana, Leopoldo II, fue atendido por don Bosco en su última agonía. Si fue Vicent 
el apóstol de la infabilidad pontificia en Francia, don Bosco se trasladó expresamente a Roma para vencer los prejuicios de ciertos prelado 
que defendían la inoportunidad de la definición dogmática. Si Vicente, en sus ansias de propagar el Evangelio, envía sus hijos a Berbería, 
Escocia, Irlanda, Inglaterra, Madagascar y las Indias, don Bosco hace que vayan sus salesianos a Inglaterra, a los salvajes de Patagonia y a 
otras regiones de América. Los dos tuvieron que soportar durante cuarenta años las mismas dolorosas enfermedades, a saber, las fiebres e 
hinchazón de las piernas. 

Coincidencias tan notorias hicieron que Francia reconociera y proclamara a don Bosco, en los congresos católicos, como al nuevo Vicen 
de Paúl del siglo XIX y que las conferencias, bajo el patrocinio de este Santo, le llamaran y ayudaran a abrir los hospicios de 
Sampierdarena, Niza, Buenos Aires, Montevideo y otras ciudades. 

((386)) Don Bosco concluía su volumen con un cuadro conciso pero fiel de las estupendas e innumerables obras de santidad llevadas a 
cabo por San Vicente y con tales expresiones que manifiestan la gran devoción que le tenía. Al pie del opúsculo escribía: 

EL AUTOR, EN NOMBRE DE SUS DEVOTOS,
DEDICA Y CONSAGRA ESTE LIBRO
AL GLORIOSO SAN VICENTE DE PAUL.


Al escribir las páginas de este libro tuvo don Bosco una segunda y cariñosa intención. Fue la de rendir homenaje y ayudar a la Pequeña 
Casa de la Divina Providencia. Lo mismo que había hecho con su obra Devoción a la Misericordia de Dios para favorecer al piadoso 
Instituto del Refugio. En efecto, al hablar de la caridad de 
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San Vicente con el prójimo, hace alusión por dos veces a la obra del Venerable Cottolengo: diciendo que la casa está puesta bajo la 
protección de este Santo y que es maravillosa por los miles de pobres y enfermos de toda especie que alberga, y que ha nacido bajo el 
influjo de su espíritu. Después comunica a los fieles que el fruto que se propone sacar de todas las consideraciones, es desprender el 
corazón de los bienes de la tierra y hacer buen uso de ellos; socorrer al prójimo, acosado por la necesidad; obedecer a Jesucristo dando a lo 
pobres todo lo que sobra para el necesario mantenimiento, reducir los gastos familiares para poder contribuir con mayor largueza a las obr 
de caridad. 

Terminada la obra, era necesario imprimirla; pero »cómo lo conseguiría faltándole los medios?. Don Bosco fue a visitar al canónigo 
Anglesio, sucesor del Venerable Cottolengo, le presentó su manuscrito y le dijo: 

-Necesito me ayude a imprimirlo, adquiriendo un buen número de ejemplares. 

-Con mucho gusto; me quedaré trescientos. 

-Son pocos; necesitaría que se quedase tres mil. 

-íOh!, íeso es demasiado! »Cómo pagarlos? No puedo. 

-Los pago yo. 

-Con esta condición, aceptó muy gustoso. 

Don Bosco fue enseguida a la Marquesa Del-Piazzo y le propuso comprara tres mil ejemplares de aquel libro para la Obra de Cottolengo 
La buena señora le dio enseguida el dinero. 

El libro fue impreso en Turín en la tipografía de Paravía y se distribuyó entre todas las familias religiosas de la pequeña Casa de la Divin 
Providencia y, todavía hoy, es un libro que tiene mucha aceptación para lectura espiritual. La primera edición fue anónima. El nombre de 
don Bosco apareció en la segunda y en la tercera, en los años 1876 y 1887. En el noviciado de los Lazaristas de Chieri se leía este libro 
durante el mes de julio para honrar al Santo Fundador. 

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((388)) 

CAPITULO XXXVI 

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA -ESCRITORES MALVADOS -EL BUEN SENTIDO DE UN CAMPESINO -INSULTOS A 
LOS SACERDOTES -DON BOSCO ENTRE BRIBONES -SU PRUDENCIA Y CARIDAD PARA SOPORTAR LAS INJURIAS Y 
HACER EL BIEN A LOS OFENSORES -LLEVA A UNOS MUCHACHOTES A CONFESARSE -UN DEFENSOR INESPERADO 

COMENZABA el mes de junio con una grave ofensa a la Iglesia. Monseñor Galvano, obispo de Niza, había negado sepultura eclesiástica 
un emigrante, muerto impenitente. Una chusma de casi seiscientas personas, con el alboroto de costumbre, arrancaba el escudo de su 
palacio y lo arrastraba por el fango. Angel Brofferio se desgañitaba en la cámara de diputados con un discurso violento e injurioso contra e 
Episcopado. 

Pero la guerra de la independencia, entre tanto, se ponía mal. El once de junio, Vicenza, defendida sólo por diez mil italianos, era 
asediada por treinta mil hombres al mando de Radetzki y bombardeada por ciento diez cañones: después de dos días de desesperada 
resistencia, se rendía al enemigo. Pareció una fortuna que se intentara una rebelión en Bohemia que, de haber triunfado, hubiera sido la 
ruina del imperio austríaco; pero Praga, que se levantó el doce, tuvo que someterse después de cuatro días de encarnizados combates. Y el 
ejército austríaco de Italia, a pesar de la tenaz resistencia, se adueñaba de Treviso el trece y de Palmanuova el veinticinco. Las huestes 
pontificias, ((389)) que habían participado en todos aquellos encuentros, abandonaban Padua, se retiraban más allá del Po y se concentraba 
en Roma. Toda la tierra firme de Venecia quedaba de nuevo bajo el yugo extranjero. 

Pero estos sucesos no colmaban toda la atención del Gobierno de Turín. El ministro Pareto escribía al Pontífice, el dieciséis de junio, 
comunicándole que los tiempos exigían se acabara con todos los privilegios todavía existentes en el foro eclesiástico y con los favores 
acordados al clero en tiempos pasados. El diecisiete de junio escribía el ministro Sclopis a los Obispos, acusando a algunos eclesiásticos 
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de ocasionar descontento y desconfianza en el pueblo, con sus manifestaciones contrarias al presente orden de cosas y amenazándoles con 
los rigores de la ley. Pero la causa de sus lamentos era muy distinta. Tras las victorias austríacas, había cundido el desaliento y desaparecid 
el entusiasmo de los primeros días. Añadíase a esto los perjuicios sufridos por las familias y el temor de males mayores, las sospechas, las 
envidias, las ambiciones no satisfechas, las turbulencias sectarias y republicanas. Mazzini llegaba a Milán y entusiasmaba a sus secuaces 
suscitando tumultos. Pero como no había fuerzas suficientes para dominar, esperaban con viva ansiedad socorros de los revolucionarios de 
Francia. En efecto, después de largos desórdenes públicos, el veintitrés de junio tomaban los socialistas las armas en París para apoderarse 
del Gobierno. La guardia nacional y las tropas organizaron la defensa. Durante cuatro días libróse en la ciudad una batalla cruel y 
sangrienta. Monseñor Affre, víctima de su caridad, caía mortalmente herido en medio de las barricadas; los socialistas fueron derrotados: y 
en consecuencia, se interrumpieron los designios de las sectas en Italia. 

El dieciséis de junio se unía a todas estas desventuras otra más grave aún en Turín. Apareció el primer número de la Gazzetta del Popolo 
(Gaceta del Pueblo), obra de Bottero, Borello y Govean. Era un periódico de poco bulto pero que excitó y ((390)) promovió el odio contra 
la Iglesia y quizás causó más daño que ningún otro a la Religión y al sacerdocio. A más de saber estimular las pasiones del pueblo, 
empleaba un estilo sencillo y elemental y daba abundantes noticias comerciales: de esta forma se le abrían fácilmente las puertas de todos 
los establecimientos públicos y caía en manos de la gente del pueblo, no solamente de la capital, sino de todas las demás ciudades y hasta 
de los pueblecitos más insignificantes del Piamonte. 

Al aparecer los primeros números, acaeció un hecho que demuestra el buen sentir del hombre del pueblo. Don Bosco lo contaba y lograb 
con ello hacer más amena su conversación con los amigos. 

Entró él un día en el café del señor Fiorio. Estaba hablando con un camarero joven, a quien deseaba atraer al Oratorio, cuando apareció e 
el salón un hombre de tipo montañés. Llevaba en la cabeza un sombrero de cuero y los pantalones, que le llegaban a las rodillas, tenían do 
bolsos que parecían dos sacos. Se sentó y pidió un tazón de café. Se lo sirvieron, alargó sus dedos, ennegrecidos por el tabaco que a cada 
instante aspiraba por las narices, tomó azúcar y lo echó en la taza. En aquel instante se acercó a él una docena de estudiantes 
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señoritos, con ganas de broma, y después de contemplarle un momento, se guiñaron el ojo y le preguntaron: 

-Caballero, »ha leído la Gaceta del Pueblo de hoy? 

-íOh!, yo, miren, yo no sé leer; pero si dice cosas bonitas, dénmela; se la llevaré a mi hijo que es un pozo de ciencia: él sabe ya hacer 

salchichones y hasta leer y escribir. 

-»Tiene diploma de abogado la joya de su hijo?, exclamó burlonamente uno de la comparsa. 

La ocurrencia ((391)) alcanzó una salva de vítores y sonoras carcajadas. Nuestro buen hombre se puso en jarras con los puños cerrados y 

les dijo: 

-»Y por qué reís así? Mi párroco, cuando predica suele repetir a menudo: orum, orum, orum. 

Las risotadas se prolongaron más. 

-»Y qué quiere decir su párroco con esas sublimes palabras?, saltó uno. 

-Mirad, yo no sé nada de latín y por eso me lo ha explicado el párroco; y me ha dicho que significa que la risa abunda en la boca de los 

tontos. 

Los señoritingos aquellos se dieron cuenta de que el campesino no era tan palurdo como habían imaginado y prosiguieron haciendo 
elogios de la Gaceta, narrando los últimos sucesos que en ella se referían, especialmente los relativos a los curas, mientras miraban a 

hurtadillas a don Bosco, para darle a entender que aquella pulla iba para él. 

-»Es posible?, exclamó el buen hombre. íOs burláis de mí! 

-Pero »cómo, no sabe usted estas cosas? 

-De verdad que no; ni tampoco me interesan. 

-Dice la Gaceta que se acabó el imperio de los curas. 

-Y ahora mandamos nosotros, »verdad? 

-Eso. Y este periódico trae cosas poco honrosas de los curas. Parece mentira que los curas sean capaces de ciertas infamias. 

-»Y ustedes creen esas cosas? 

-íClaro!, desde el momento en que lo cuenta la Gaceta y todos lo dicen..., »y usted? 

-»Yo? 

Y aquel hombre, después de pensar un poco, sin inmutarse, con su zafia simplicidad, les dijo en buen dialecto piamontés: 

-Amigos míos: conviene que ustedes sepan que «i asu a pettu pi fort dii m¹i»; el rebuzno del borrico es más ((392)) ruidoso que el del 

mulo y los ignorantes dan la razón al que grita más fuerte. 

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Don Bosco no oyó más, porque con este refrán no pudo reprimir la risa y salió del establecimiento, seguido de su nuevo alumno, dejand 
que aquel buen hombre sin instrucción diera buenas lecciones a aquellos haraganes de la escuela. 

Pero la obra terriblemente demoledora de la Gaceta del Pueblo y de otro diario impío, Opinión, unida a las blasfemias y mentiras de cier 
apóstata y embustero que se hacía llamar Bianchi-Giovini y cien más, empezaron a producir los más funestos efectos. Insinuábase entre la 
gentes el error de que no había distinción entre católicos y herejes, que todas las religiones eran igualmente buenas y agradables ante Dios 
como si fueran una misma cosa lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, la 
verdad y el error, la alabanza y el vituperio. Confundían libertad con libertinaje, fomentaban las más abyectas pasiones y decían ser lícito l 
que no era. Habían empezado a propalar fábulas contra la Iglesia Católica, a inventar y publicar historietas infamantes contra obispos, 
sacerdotes y religiosos, sin respetar nada para ponerlos en descrédito y animadversión ante el pueblo. Por éstas y otras causas, que sería 
largo enumerar, sucedió que, al poco tiempo, una buena parte de la plebe quedó tan pervertida en sus ideas y tan mal impresionada, que lo 
sacerdotes no podían andar tranquilos por las calles de la misma señorial ciudad de Turín. 

En aquellos tiempos don Bosco corrió también varios peligros; pero con el auxilio de la Virgen salió ileso y hasta con provecho para los 
que le habían insultado. Durante varios años se repitieron hechos semejantes a los que vamos a narrar. 

Pasaba un día muy cerca de Puerta Nueva, cuando vio al extremo de la calle que salía al campo, una pandilla de unos veinte ((393)) 
muchachotes con cara de pocos amigos. Al ver éstos al sacerdote, que avanzaba, comenzaron a soltar por lo bajo palabras insultantes y 
algunos a gritar: 

-íAgárrale, agárrale, que es un cura! 

Don Bosco hubiera querido volverse atrás, pero ya no era posible. Como, por otra parte, no creyó conveniente mostrarse medroso, siguió 
hacia adelante a paso lento. Cuando llegó cerca de ellos, se abrió el grupo; tuvo que pasar por el medio, mientras los ojos de todos aquello 
truhanes se clavaban en él con expresión burlona. Aún no había dado dos pasos más allá, cuando uno de ellos gritó: 

-»Por qué dejar pasar a este cura? 

-»Y no es dueño de seguir su camino?-, replicó uno irónicamente. »Sabéis acaso quién puede ser? íNos podría encerrar a todos en la 
cárcel! 
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-»Encerrarnos un cura? -dijo el primero. »Quién es un cura? Un cuervo, un grajo y nada más que eso.
Y empezó a gritar a todo gañote:
-íCuá, cuá, cuá!
-Pero »por qué -continuó el segundo interlocutor-quieres tratar mal a quien no te ha ofendido?
-Es verdad -dijo un tercero-. Quiero que reparemos el insulto hecho a este cura: quiero que vayamos todos a la taberna y le paguemos un


pinta de Barolo1. 

-No te toca a ti -agregó un cuarto-; quiero tener yo el honor y os daré a todos una buena merienda. 

-íQué merienda! -gritó el último-íA callarse todos! Yo os voy a contestar: será una partida de primera categoría. 

Y todos voceaban: 

-íMe toca a mí, me toca a mí! -como disputándose el honor de pagar la cena al sacerdote. Parecía de verdad que iban a reñir por ((394)) 

ello. Don Bosco caminaba hacia adelante lentamente, oyendo aquel diálogo que evidentemente era una burla continuada; pero, de pronto, 
paró y volvió sobre sus pasos. 

Calláronse los mozalbetes y don Bosco les dijo: 

-Oídme: veo que estáis preocupados por decidir quién va a pagar; resolveré la cuestión. Venid conmigo: pagaré yo la convidada. 

Resonaron estruendosos y prolongados vítores al cura. Don Bosco respondió: 

-íUn viva a vosotros! Pero antes os pido un favor. 

-íSí, sí, diga usted! 

Quisiera que algún domingo fuerais hasta allá abajo, a la calle Valdocco, donde se ha abierto un Oratorio. 

-»Allí, donde según me han dicho se reúnen todos los domingos muchos muchachos para jugar y divertirse? 

-íAllí precisamente! 

-»Con don Bosco? 

-Sí, con don Bosco. 

-»Quién es don Bosco?, preguntábase recíprocamente la mayoría. 

-íQué sé yo! -respondían algunos-. 

-Yo nunca he estado allí; decían otros. 

-íEntonces iréis! -insistió don Bosco. 

1 Pinta: medida de capacidad equivalente a cuatro litros. Barolo: vino muy estimado en Piamonte. (N. del T.) 

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-Sí, sí; pero páguenos ahora la convidada. 

Y se dirigieron todos a la taberna más próxima. Estaba ésta en medio de los prados, separada del poblado y desierta a aquella hora. Don 
Bosco hizo sacar las botellas necesarias para que todos quedaran satisfechos: se chocaron los vasos y él mismo bebió algún sorbo. Despué 

de una demostración de alegría ruidosa y desordenada, al estilo de esta gente, don Bosco quiso despedirse. 

-De ningún modo -exclamaron todos a una voz. Queremos acompañarlo hasta su casa. 

Y se pusieron en marcha. ((395)) Llegaron a Valdocco, cerca del Oratorio. Uno dijo: 

-Esta es la casa de un cura muy bueno, que quiere mucho a los golfillos y los defiende. Es todo un caballero. 

-Es cierto -replicó otro-es la casa de don Bosco. 

-Es verdad -dijo un tercero-yo ya he venido aquí y me ha confesado. Una vez estuve en el catecismo y me divertí mucho; pero no vi a do 

Bosco, porque aquel día estaba predicando fuera de Turín. 

Al ver los muchachos que don Bosco se acercaba cada vez más a la casa, de la que ellos hablaban, le preguntaron: 

-»Pero usted vive en la misma casa de don Bosco? 

-Precisamente. Esta es mi casa. íAdivinad quién soy yo! 

Al sonreírse don Bosco empezaron ellos a darse cuenta. 

-»Entonces es usted don Bosco? 

-»Don Bosco? »Don Bosco?, preguntaban los demás. 

-Sí; continuó diciendo el sacerdote. Basta de misterios. Amigos míos, don Bosco soy yo. íSoy un verdadero amigo vuestro! 

Entonces aquellos muchachos se deshicieron en disculpas, pidiendo les perdonara los insultos y las burlas. 

Don Bosco respondió que no sabía le hubieran ofendido y continuó: 

-Veo que sois tan buenos muchachos, que quisiera me prometierais una cosa. 

Respondieron que estaban dispuestos a hacer lo que él quisiera. 

-Pues bien, el próximo domingo, ninguno de los que ahora estáis aquí, debe dejar de venir a confesarse con don Bosco y os alegraréis. 

-íHum!, íconfesarnos! -decía uno. 

-Hace ya seis años que no me confieso -replicaba otro. 

Y de distintos modos proseguían: 

-Desde la primera comunión no he entrado en una iglesia. 

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-Yo no sé qué decir al confesor. Yo no me he confesado nunca.
((396)) -Pues bien, venid, os espero a todos, concluyó don Bosco. Os espero a todos sin falta, »no es verdad?
-Bueno, bueno.
Y dándose las buenas noches se separaron.
Don Bosco había hecho aquella invitación, persuadido de que aunque


dijeran que sí ninguno mantendría la palabra. Con todo, al domingo siguiente se presentaron dieciséis de aquellos muchachos, se 
confesaron, cambiaron de vida y mantuvieron largo tiempo amistad con don Bosco. Sólo faltaron cuatro. 

Sucedió otra vez que don Bosco cruzaba, totalmente solo, un plaza próxima a una de las avenidas más populosas de Turín. Se tropezó co 
una pandilla de treinta o cuarenta mozalbetes que blasfemaban y sostenían conversaciones deshonestas. Algunos al ver al sacerdote 
empezaron a decir: 

-íUn cura! íUn cura!
Luego, conversando entre ellos, salieron a su encuentro intentando rodearlo. Don Bosco pensó para sí:
-»Me la queréis dar?, ípero yo soy más pillo que vosotros!
En efecto, dejó que se le acercaran y les saludó. Les preguntó por su


salud, y adónde iban, como si fueran amigos conocidos desde mucho tiempo. Los desvergonzados repondieron tonta y burlonamente, 
rezumando desprecio por sus facciones e insolentes miradas. Don Bosco, disimulando la injuria, continuó diciéndoles de dónde venía y 
adónde iba. Pero uno de aquellos menguados le soltó a la cara: 

-íBirbante di prete! (íCura bribón!). 
1
Y se oyó una risotada general.
-Despacito, -repuso él: a lo mejor ninguno de vosotros sabe lo que significa la palabra birbante, porque si no, no la diríais. Dime tú.
Y señaló a uno:
-»Sabes qué significa birbante? »Conoces la etimología de esta palabra?
Los mozalbetes se miraban unos a otros a la cara.
((397)) Don Bosco prosiguió:
-»Veis? Para saber qué significa birbante hace falta saber griego y latín, porque es una palabra griega..
.


1 Birbante: este sustantivo italiano se aplica a quien comete acciones deshonestas. Se corresponde exactamente con bribón: el pícaro, 
haragán, que se aplica a quien se da a una vida de holgazanería picaresca. (N. del T.) 

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Aquellos desvergonzados comenzaron entonces a codearse y decirse, apretando los puños: 

-íEmpieza tú, empieza tú! 

Viendo don Bosco que la cosa se ponía seria y que no aparecía por allí ningún guardia, urdió una estratagema: 

-íEh, amigos! »Queréis que hagamos una cosa?, me gusta estar con los jóvenes. He aquí un café... entremos... Sólo pongo dos 

condiciones. Yo soy sacerdote y no está bien que un sacerdote pida de beber; lo pediréis vosotros; se entiende vino del mejor: barbera de 
Asti: 1 ésta es la primera condición. La segunda es que soy yo quien paga. 

Se miraron unos a otros. 

-Este cura no es como los otros, se dijeron mutuamente sonriendo. Y después: 

-Sí, sí, vamos, vamos -gritaron todos a una. 

Entraron en el café, bebieron y charlaron mucho más. Ninguno de aquellos muchachotes, conocía a don Bosco. Pero uno de ellos se lo 
sospechó y comenzó a decir a los de al lado: 

-»Si será don Bosco? 

Que sí, que no. Hasta que por fin, preguntaron en alta voz: 

-»Es usted don Bosco? 

-Sí, soy don Bosco. Pero don Bosco os ha pagado el vino y ahora quiere pediros un favor. 

-íDon Bosco!..., usted manda; pida lo que quiera. 

-Que el sábado vengáis al Oratorio a confesaros. 

Se miraron todos y estallaron de risa: 

-»Confesarnos nosotros? Si supiera qué buenas piezas somos, qué alhajas estamos hechos..., si se las tuviéramos que contar todas... 

-»Somos amigos o no? 

-Sí, sí, somos amigos. 

-Entonces... 

((398)) -Buenos, pues iremos el sábado, -gritaron todos. 

-No me basta, replicó don Bosco; uno de vosotros debe ser el responsable. Hagamos responsable a ese joven. 

-Sí, aceptado, respondió el jefe de la pandilla; le aseguro que irán todos; y si no vienen, los arrastro a todos del pescuezo. 

-íPor favor, eso no! íMe fío de vuestra palabra! íHasta la vista, pues! 

El sábado y el domingo fueron todos a confesarse, mucho mejor 

1 Vino muy estimado en Piamonte. (N. del T.) 

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de lo que don Bosco podía esperar de ellos. Varios siguieron asistiendo al Oratorio y ocho fueron internados en casa. Claro que no pudiero 
resistir mucho tiempo, porque el reglamento coartaba su libertad; alguno, aguantó casi un año; pero todos dieron buen resultado, y se 
colocaron en el mundo, son ahora acomodados comerciantes y lo que más vale: siguieron siendo buenos cristianos y honrados padres de 
familia. 

Un sábado, por la tarde, entraba don Bosco en el Oratorio con un grupo de muchachos de la misma calaña para confesarlos. Estaban ya 
todos de rodillas en la sacristía, cuando uno empezó a reír a carcajadas y a bostezar. Siguieron los otros y después escaparon todos, 
dejándole solo con el que había empezado a confesarse. Don Bosco creía que no volverían más: había sido un intento frustado; cuando he 
aquí que, al otro domingo, los volvió a ver ante sí, dispuestos a confesarse. Hubo que instruirlos, 
ayudarles a hacer el examen de conciencia, excitarlos al dolor, ayudarles a cumplir la penitencia... Pero el trabajo quedaba bien pagado con 
el fruto. 

En algunos de estos casos don Bosco produjo un gran bien a la sociedad civil, pues deshizo diversas pandillas, que hubieran terminado 
por convertirse en bandas de malhechores. 

Pero no siempre hubiera tenido éxito don Bosco en aquellos encuentros, de no haber recibido el inesperado socorro. 

((399)) Encontróse un día rodeado de una pandilla de calaveras con los que nada le valieron las palabras amables y ocurrentes. Sus 
insultos, gritos e intentos de quitarle el sombrero, hacían temer algo malo. Don Bosco, sin perder la calma, intentaba en vano salir de 
aquellos aprietos. En esto, apareció un joven del barrio de aquellos fanfarrones y amigo de don Bosco desde hacía poco tiempo. Echó éste 
mano al bolsillo como quien va a sacar la navaja y les gritó: 

-íScialop del Boia!1 »No sabéis que este cura es don Bosco? íComo digáis una palabra más contra él, os degüello! 

Y la amenaza proferida tan resueltamente, abajó los humos de aquellos maleducados, sorprendidos al ver que don Bosco estaba protegid 
por uno de su pandilla. Don Bosco agradeció a su defensor, y dirigió una palabra graciosa a los otros. 

Estas y otras peores eran las molestias ocasionadas a los sacerdotes con los artículos de los malvados periódicos, que ni siquiera pensaba 
prohibirlos, quienes hubieran debido hacerlo. 

1 Scialop del Boia: interjección de gran insulto y desprecio, sin traducción. Algo así, como si se dijera: íAsqueroso asesino! (N. del T.) 
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((400)
)


CAPITULO XXXVII 

LOS VALDENSES -FRUTOS AMARGOS -LAS DIECISEIS MONEDAS Y EL LIBRO DE DE SANCTIS -LA SEÑAL DE GUERRA 
-DISCUSION -LLUVIA DE PIEDRAS -DOS DISPAROS DE PISTOLA -EL DUEÑO DE CAMPO -LA FIESTA DE SAN LUIS 
LOS DOS HERMANOS CAVOUR EN PROCESION -EL DIARIO ARMONIA -PALMADAS MISTERIOSAS 

JUNTO a los periodistas, otros enemigos preparaban nuevas batallas, aún más duras y peligrosas, contra el Catolicismo. Un decreto del 19 
de julio de 1848, firmado por el príncipe Eugenio de Carignano, terminaba con toda diferencia de trato para Valdenses y Judíos. En él se 
proclamaba que la disparidad de culto no era impedimento para el goce de los derechos civiles y políticos, ni para ocupar cargos civiles y 
militares. Con ello, en atención al falso principio de la libertad de conciencia, se entendía 
también que se concedía la facultad de ejercer públicamente su culto y propagar libremente sus errores. Por decretos posteriores, dados el 
diecisiete de febrero y el nueve de marzo, salían los judíos de sus guetos y llegaban a ser, en poco tiempo, los primeros propietarios del 
Piamonte. Los pastores valdenses salieron también de los valles de Pinerolo, donde la prudencia de los Príncipes de Saboya los había 
confinado y se extendieron por el resto del Piamonte y más tarde por toda la Península. En tanto, aunque eran pocos en Turín, al saberse 
apoyados por las autoridades sectarias, quitaron todo freno a su audacia. ((401)) Soñaban ellos con una Italia hereje, en la que faltaran al 
Pontífice sus súbditos, y él tuviera que abandonar su Sede. Por eso, ya solos, ya unidos con los protestantes de Suiza, Alemania e Inglaterr 
enviados para hacer propaganda entre nosotros, se las ingeniaron por todos los medios para sembrar por doquiera la cizaña de sus 
perniciosos errores. Para mejor conseguir su intento, repartieron libros, abrieron escuelas, dieron conferencias, levantaron capillas, 
construyeron templos; y, como si los católicos fueran paganos o adoradores de las cebollas de Egipto, no ahorraron nada para convertirlos 
la secta de aquellas tres 
joyas de apóstatas, que fueron Pedro Valdo, Lutero y Calvino. 
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Don Bosco y su Oratorio de San Luis Gonzaga fueron de los primeros en probar los amargos frutos de la emancipación, porque los 
valdenses, instalados en Turín, fueron a establecerse junto a la Alameda de los Plátanos, cerca de dicho Oratorio. Allí, en una casa 
acomodada para su fin, comenzaron a dar conferencias, en las que un ministro tras otro, con el pretexto de explicar la Biblia, hablaban con 
vehemencia contra el Papa, los obispos, los sacerdotes, el celibato, la confesión, la santa misa, el purgatorio, la invocación de los santos y 
sobre todo, contra María Santísima, tratándola simplemente como una mujer más y atentando sacrílegamente contra las dos perlas más 
brillantes de su corona, su virginidad y su maternidad divina. 

Creían los sectarios, con estas impías novedades, que suscitarían gran entusiasmo y atraerían gente sensata para escucharlos; pero, muy 
pronto se desengañaron, puesto que poquísimos turineses se atrevieron a renunciar de su fe y a frecuentar las asambleas diabólicas. No 
pasaron de unas docenas los seducidos: jovenzuelos ociosos, ignorantes y de malas costumbres, que de católicos no tenían más que ((402) 
el agua bautismal, que no podían raer de su alma. Hubo entre ellos un tal Pugno, pobre 
zapatero remendón que, harto de manejar la lezna y la pez, llegó a ser uno de los predicantes más rabiosos. Fue varias veces a visitar a don 
Bosco para discutir con él; y, de no haber sido por la compasión que despertaba la pérdida de aquella alma, hubiera sido el caso de reír a 
carcajadas, oyendo fanfarronear a un remendón convertido en teólogo y apóstol íde la noche a la mañana! 

Cuando vieron los protestantes que no podían hacer muchos prosélitos entre los adultos, adoptaron otro método que desgraciadamente 
resultó, y resulta todavía, a propósito para pervertir muchas almas y ponerlas en el camino de la perdición. Hicieron brillar el vil metal y 
lanzaron sus redes en medio de la incauta juventud. 

Eligieron algunos de sus más audaces adeptos, los mandaron como lobos a la busca de corderos; y dado que el Oratorio estaba entonces 
frecuentado por casi quinientos muchachos, más o menos grandecitos, pusieron enseguida sus ojos en él, como en un aprisco sin vallado. 

Así que, un domingo, algunos de aquellos desgraciados se situaron en el camino que llevaba al Oratorio; otros, se colocaron lo más cerc 
posible del lugar de recreo; y, ora con palabras de halago, ora con frases picantes, procuraban atraerse a los muchachos: 

-»Qué vais a hacer allí? Venid con nosotros, y os llevaremos a 
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divertiros a vuestro gusto; oiréis cosas interesantes y os regalarán dos mutte 1 y un libro muy bonito. 

Los que conocen la volubilidad juvenil, y el proverbio poderoso caballero es don dinero, no se maravillarán de que algunos muchachos s 
dejaran embaucar con tales promesas. 

-Vamos, comenzó a decir uno; vamos, repitió un segundo, dieciséis perras chicas (monedas) son buenas y bonitas, añadió un tercero... 

Y así, la primera vez, ((403)) unos cincuenta muchachos fueron a la casa herética. Después del sermoncillo, cada muchacho recibió los 
ochenta céntimos prometidos y el libro del famoso apóstata De Sanctis contra la confesión. 

Después de recibir la paga y la invitación para volver, varios muchachos, sin darse cuenta de la trampa en que se habían metido, se 
presentaron ingenuamente aquella misma tarde en el Oratorio y contaron lo sucedido. Entonces el sabio Director, teólogo Carpano, se dio 
cuenta de que los lobos atentaban contra la vida de los corderos que don Bosco le había confiado y se encendió en santo celo para impedir 
los estragos. Retiró enseguida todos los libros que pudo hallar y después, valiéndose de la parábola evangélica del Buen Pastor, del 
mercenario y del lobo, descubrió tan bien a los muchachos la trama de los herejes, les infundió tanto horror a sus reuniones, que todos le 
prometieron no ir más allí, ni por todo el oro del mundo. 

Pero, mientras tanto la señal de guerra había sonado; las batallas serán en adelante tan furiosas y repetidas que don Bosco, el teólogo 
Borel y el teólogo Carpano pasarían días y horas tremendas. 

Al domingo siguiente volvieron los secuaces de los valdenses a esperar a los muchachos para sacarlos del Oratorio; pero esta vez no les 
resultó la cosa tan fácil; porque los muchachos mayores, prevenidos por sus superiores, los vigilaban, espiaban sus pasos y apenas les veía 
dirigirse a los chicos del Oratorio les decían: 

-No os dejéis engañar: éstos os llevan con los barbetti, 2 enemigos de nuestra religión; id, id al Oratorio. 

((404)) Aquéllos, al verse descubiertos, recurrían a los insultos y villanías: 

-Sois tontos de capirote, decían. »Qué os dan los curas? »No es mejor venir con nosotros y recibir dieciséis monedas? 

1 Mutte: es el plural de mutta, moneda de cobre y plata de los estados Sardos, que valía cuarenta céntimos. 

2 Llamaban barbetti a los misioneros valdenses, en razón de la larga barba que llevaban. 
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-»Y qué clase de predicadores sois vosotros?, respondían los nuestros: no tenéis oyentes y salís a comprarlos. Más os valiera que 
comprarais patatas. 

Los discípulos de Pedro Valdo, ante réplicas tan vivas, hubieran querido responder con golpes; pero, viéndose inferiores en número y 
temiendo recibir, en vez de dar, se retiraron por el momento diciendo: 

-Nos volveremos a ver. 

Con este modo amenazador de proceder se desprendía que para la fiesta siguiente la cuestión revestiría aspecto más grave. Por ello, a fin 
de evitar peligros y percances lamentables, se aconsejó a los muchachos que, en adelante, cuando vieran acercarse a aquellos desgraciados 
les volvieran la espalda sin proferir palabra y entraran en el patio del Oratorio. 

En efecto, llegó el domingo siguiente y se cumplieron los augurios hechos. Después del mediodía, se presentaron a cierta hora en el 
campo vecino de treinta a cuarenta muchachotes de los de las dieciséis monedas. A su vista, los muchachos, obedeciendo la consigna 
recibida, se retiraron como corderillos a su propio redil; pero aquellos locos empezaron a lanzar piedras con tal furia, que el Oratorio 
parecía un castillo sometido a bombardeo. Caían piedras contra las puertas, piedras contra las ventanas, piedras por los tejados, piedras 
entre los chiquillos atemorizados, algunos de los cuales quedaron descalabrados. 

Era algo de pánico. Aquella insensata provocación irritó de tal modo a los muchachos mayores, que perdieron la paciencia y, desafiando 
todo peligro, salieron fuera, agarraron también ellos piedras, de las que estaba sembrado el campo, y se lanzaron con tal ímpetu contra sus 
rivales, que, tras unos instantes, los ahuyentaron al otro lado de la alameda. 

((405)) Y no fue ésta la única vez en que ocurrieron escenas tan dolorosas. Durante varios meses se renovaron casi en cada fiesta, con el 
pesar de don Bosco y de sus ayudantes, como es fácil de imaginar. Los herejes y sus iniciados, al no lograr envolver a los jóvenes en sus 
redes, se ingeniaron para, al menos apartarlos del Oratorio, amedrentándolos con sus amenazas. La emprendían a pedradas con ellos cuand 
iban en pequeños grupos, y las más de las veces aguardaban a que estuvieran reunidos en la iglesia y entonces lanzaban una verdadera 
granizada de piedras contra la puerta y las ventanas que espantaba y hacía llorar a los pequeños y obligaba al Director a suspender las 
funciones sagradas. 
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Una vez, estaban en la sacristía, revistiéndose para dar la bendición, el teólogo Borel y el teólogo Carpano. Un sicario subido a la ventan 
que daba a la calle les disparó dos tiros de pistola. Dios, que protegía a sus servidores, no permitió se efectuara el asesinato y las dos balas 
rozando la cara de los sacerdotes, fueron a dar en la pared opuesta. Son de imaginar el pánico que cundió por toda la iglesia y la alegría qu 
siguió al ver fallido el golpe. 

Fueron testigos presenciales de todos estos hechos, entre otros, nuestros antiguos compañeros Cigliuti, Gravano y Buzzetti. 

Claramente se ve que los enemigos no actuaban en broma: querían a toda costa cerrar el Oratorio. Pero íviva el Señor!. y íviva María! D 
Bosco y sus ayudantes tuvieron tanta constancia y fortaleza que resistieron las inicuas batallas y acabaron haciéndose dueños de la 
situación. 

Los muchachos del Oratorio de San Luis continuaron y continúan todavía asistiendo los domingos a la santa misa y dando testimonio de 
su fe, con la oración de El Joven Cristiano, que repiten: «Dios mío, creo firmemente todo cuanto Vos, verdad infalible, habéis revelado a 
vuestra Iglesia. ((406)) Concededme la gracia de vivir y de morir como buen cristiano, en el seno de la Santa Madre Iglesia». 

Mientras el Oratorio de Puerta Nueva vivía sometido de este modo a la prueba, el de San Francisco de Sales, tras haber celebrado 
tranquilamente la fiesta de San Juan Bautista, festejaba la de San Luis con pompa singular. Parecía que así lo reclamaban los tiempos. 

Los jóvenes se veían frecuentemente atraídos a participar en fiestas o, mejor dicho, en manifestaciones civiles. Así que mientras el mund 
alardeaba en magnificencias, parecía muy útil, cuando no necesario, contraponer la solemnidad de las fiestas religiosas, para atraer más a l 
Iglesia las mentes y los corazones de los fieles, sobre todo los de la inexperta juventud. 

Se anunció la fiesta mucho tiempo antes. Estuvo precedida de adecuadas prácticas de piedad; durante los seis domingos anteriores, se 
prepararon músicas tan estupendas como se pudo, se mandaron invitaciones a los bienhechores del Oratorio y a sus conocidos y amigos. L 
víspera por la tarde y el día de la fiesta por la mañana, se dispararon morteretes para recordarla a los del vecindario y a los de lejos. Don 
Bosco, el teólogo Borel y varios sacerdotes ayudantes, tuvieron mucho trabajo y 
experimentaron una gran satisfacción al ver el gran número de muchachos que se acercó a comulgar. Por la tarde, acudió al Oratorio tal 
cantidad de jóvenes, que no cupo en la capilla más que una parte. 
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La procesión fue algo digno de particular mención. Era conmovedor ver a dos muchachos de familia nobilísima sosteniendo los cordone 
del estardarte, que llevaban un pobre artesano. 

Se recorría la calle Cottolengo que es larga; y, sin embargo, cuando la cabeza de las dos filas de jóvenes llegaba a la mitad, apenas si los 
últimos, con las andas del Santo, salían de la tapia ((407)) del Oratorio. 

A pesar del gentío, todo se desarrolló con orden y tranquilidad. Los guardias urbanos asistían, más para dar realce que por necesidad, y l 
banda de música alternaba sus marchas procesionales con los cánticos de los muchachos. 

Hubo algo muy edificante que llamó la atención. Junto a la estatua se veían dos respetables personajes, que más tarde dieron mucho que 
hablar de sí mismos, por toda Italia y uno de ellos por toda Europa. Llevaban en una mano el ciro encendido y en la otra El Joven Cristian 
y cantaban juntamente con los sagrados ministros el himno Infensus hostis gloriae en honor de San Luis. »Quiénes eran tales personajes? 
Nada menos que el marqués Gustavo Cavour y el conde Camilo Cavour. 

El Marqués había querido inscribirse en la Compañía de San Luis y se había arrodillado en medio de los jóvenes a los pies del altar para 
leer en alta voz la fórmula de inscripción. 

Los dos hermanos se habían convertido en admiradores de don Bosco, al ver su habilidad y constancia para superar todas las oposicione 
que le habían hecho y cómo había llevado adelante su obra, recogiendo por todos los barrios de Turín muchachos vagabundos y en peligro 
Iban con frecuencia a visitarle para animarle en su ardua empresa. Y no se hacía en el Oratorio una fiesta de relieve sin que ellos 
participaran. Uno y otro gozaban contemplando la multitud de jóvenes allí reunidos, sin riñas en sus juegos, instruidos, asistidos, bien 
tratados, apartados de este modo del camino de la perdición y alejados de las puertas de la prisión. Ante aquel espectáculo se oyó muchas 
veces exclamar al conde Camilo: 

-íQué obra más hermosa y útil es ésta! íSería menester que hubiese una igual en cada ciudad! Muchos jóvenes no irían a la cárcel y el 
Gobierno no gastaría tanto dinero para mantener ((408)) a tantos haraganes en las prisiones y contaría en su lugar con muchos súbditos de 
buenas costumbres, que con un arte u oficio se ganarían honradamente la vida y se ayudarían a sí mismos y a la sociedad. 

Puede que algunos se extrañen de que los dos Cavour frecuentaran nuestro Oratorio y manifestaran tales sentimientos. Hay que 
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observar que en aquel momento tenían fe y se mostraban altamente católicos, pues habían sido educados por padres cristianos. Sobre todo 
Gustavo se le veía frecuentemente en las iglesias de Turín acercarse a comulgar, con una compostura edificante. El mismo Camilo, menos 
conocido en el Piamonte por haber vivido varios años en Inglaterra, fue visto todavía en 1850 en la iglesia de la Anunciación recibiendo la 
comunión de manos del teólogo Fantini, posteriormente preconizado Obispo de Fossano. 

Al principio del Risorgimento italiano, parecía conservador, y, aunque embebido en los errores regalistas, nadie hubiera visto en él a un 
enemigo del Papa y de la Iglesia. 

Mientras tanto, en 1848, Turín se preparó para publicar la prensa católica. La imprevista aparición y rápida propaganda del periodismo 
sectario y liberal hizo sentir muy pronto a los católicos la necesidad de publicar un periódico que asumiese la defensa de la religión y de su 
derechos. Por eso, a la par que monseñor Luis Moreno, obispo de Ivrea, estudiaba el modo y la manera, y consultaba a don Bosco, algunos 
eclesiásticos y seglares genoveses lanzaban un proyecto de periódico que se titularía Armonía. Pero graves dificultades iban prorrogando s 
publicación. Al conocer los proyectos de monseñor Moreno, propusiéronle el periódico con el título ideado y le ofrecieron los fondos 
recolectados. Accedió Monseñor y, obtenida la bendición ((409)) 
pontificia, apareció en Turín el 4 de julio de 1848 el primer número de Armonía, bajo la dirección del teólogo Guillermo Audisio, 
presidente de la Academia de Superga, y de los marqueses Birago di Vische y Gustavo de Cavour, quien fue por varios años uno de los má 
cotizados escritores. Este periódico tuvo el orgullo de ser en el Piamonte el primero, el más valiente y documentado defensor de la Iglesia, 
del Papa y del Clero católico, del poder temporal, del matrimonio cristiano, y el adversario más constante de los sectarios y de los liberale 

Don Bosco, que tan partidario se había mostrado de aquella publicación, al extremo de ganarse la confianza y los reproches de algún 
destacado liberal, como nos consta a ciencia cierta, se retiraba por aquellos días con don Cafasso a los Ejercicios de San Ignacio, y se 
preparaba en aquel lugar tranquilo para nuevas luchas. 

Mientras estuvo en el monte, ocurrió un hecho, repetido después varias veces más y que nos lo contó el teólogo Borel. Don Bosco había 
escrito al querido Teólogo que el domingo anterior los muchachos Costa y Baretta habían entrado en la capilla por la puerta principal y 
habían salido después por la de la sacristía; que, en vez 
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de asistir a las funciones sagradas, fueron a bañarse al Dora; y que, mientras estaban en el agua, recibieron, de mano invisible, varias 
palmadas bastante fuertes. El Teólogo, apenas recibió la cartita, preguntó a los dos muchachos y constató que sus respuestas coincidían 
exactamente con la revelación de don Bosco. 

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((410)
)


CAPITULO XXXVIII


LOS MUCHACHOS EN LAS MANIFESTACIONES POLITICAS -SEMILLA DE DESUNION -ENOJOSO INCIDENTE 
INVITACION RECHAZADA -NUEVO ABANDONO -SEGUNDO TURNO DE EJERCICIOS ESPIRITUALES -HE PERDIDO LOS 
PECADOS -DERROTA DE LAS ARMAS PIAMONTESAS 

LOS años 1848 y 1849 fueron dos años terribles para don Bosco. Los sacerdotes estaban divididos entre sí, casi en guerra, a causa de las 
opiniones políticas de los liberales y los llamados retrógados. El pueblo, sobornado por los sectarios, aborrecía el clero, acusándole de ide 
atrasadas y de enemigo de la independencia nacional. Algunos distinguidos personajes, ciertamente buenos, manifestábanse constantemen 
contrarios a don Bosco por la novedad de sus obras y porque comprometían el decoro sacerdotal -así decían ellos-a causa de la familiarida 
del cura de Valdocco con los muchachos más golfos de la ciudad. Monseñor Fransoni, su más válido apoyo, estaba en Suiza. En medio de 
una vida tan llena de angustias, ahora se le presentaba a nuestro 
Oratorio una prueba más peligrosa que las soportadas hasta entonces. 

El demonio, sabedor de que un reino, una sociedad, una familia desunidos no pueden durar mucho y acaban por extinguirse, después de 
haber intentado desde el principio, aunque en vano, destruir la obra de don Bosco con la enemiga de los ilusos, las calumnias y las 
amenazas, apeló por fin a la desunión. Ya había sido arrojada, aunque con poco éxito, la semilla de la desunión ((411)) años atrás; pero, al 
presente, aquella simiente se desarrolló desagradablemente entre algunos de los ayudantes de don Bosco, que acudían desde la ciudad para 
la catequesis y las clases, y para atender a los muchachos durante los recreos. Algunos, víctimas de sus ideas fijas sobre el liberalismo y la 
Constitución, se dejaban arrastrar por la corriente. Adheríanse éstos a ciertos señores, que se deshacían de ganas de quitarse el uniforme 
clerical: habían escrito sobre ello en los periódicos e invitado por carta a otros sacerdotes, proponiéndoles dejar el sombrero 
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de tres picos y el calzón corto. La propuesta empezaba a cuajar: ya se veía por la ciudad a sacerdotes sin alzacuello, con sombrero de copa 
pantalones largos hasta los talones. Los liberales promovían esta transformación, incitando a los golfillos a burlarse e insultar a los 
sacerdotes que seguían vestidos a la antigua usanza. 

Una de aquellos sacerdotes modernistas, persuadido de la fuerza que daría a las nuevas ideas el ejemplo de don Bosco, se le presentó un 
día, alegando el parecer de los demás, con el ánimo de convencerle de sus proyectos de reforma en el vestir. Don Bosco se echó a reír y 
preguntó: 

-»Habéis hablado ya de esto con don José Cafasso? 

-Todavía no. 

-Pues bien, convenced primero a que se pongan pantalón largo y sombrero de copa, al canónigo Anglesio, a don José Cafasso y al teólog 
Borel. Cuando estos tres modelos de sacerdote, a quienes yo venero y respeto, vayan vestidos de este modo, es posible que también me 
vengan a mí las ganas de hacer lo mismo. 

No tardaron los Obispos en condenar tan necias pretensiones. Pero naturalmente los que encontraban pesado un punto tan importante de 
disciplina eclesiástica, tampoco podían ser elementos de orden en los Oratorios. Efectivamente, éstos, a los que se unieron algunos seglare 
empezaron a pretender que todos los muchachos en corporación tomaran parte en espectáculos y fiestas públicas y ((412)) en 
manifestaciones donde ciertos vivas no tardarían mucho en convertirse en gritos de muerte. Otros les calentaban la cabeza hablando y 
defendiendo en su presencia opiniones extrañas en materia de política y de religión. Don Bosco no cesaba de repetir que la política a 
enseñar a los muchachos del Oratorio era la de alejarlos de las malas acciones, hacerlos buenos cristianos y dóciles en la familia, para que 
fueran un día honrados y útiles ciudadanos. Por eso recomendaba a sus colaboradores que se guardaran de insinuar a los muchachos 
fantasías e ideas cuando menos inoportunas, que no harían más que distraerlos del cumplimiento de sus deberes. Pero sus sabias directrice 
no eran interpretadas en buen sentido, y seguían sosteniéndose las nuevas teorías. Entonces don Bosco se vio obligado a desaprobarlas y a 
corregirlas desde el púlpito. Y, si bien lo hizo con mucha prudencia, se fue acentuando más y más la aversión de algunos de sus ayundante 
que empezaron a comentar sus palabras con bromas y burlas. 

La agitación, fomentada por la curiosidad, cundía también entre los jóvenes; algunos de ellos faltaban a las funciones sagradas para ir 
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a gozar del espectáculo de tanta gente, que gritaba y cantaba al son de la música. Impresionaban su fantasía las caras de niños vestidos a la 
italiana, es decir con jubón y calzón de terciopelo negro, con sombrero adornado de plumas, bajo el cual caían los cabellos ensortijados 
sobre la espalda; llevaban además un puñal al cinto y un pequeño escudo sobre el pecho representando a Italia, colgado de una cadena 
dorada. Al volver al Oratorio, al domingo siguiente, excitaban a sus compañeros más 
irreflexivos, contándoles lo que habían visto y les metían ganas de hacer una escapada a la ciudad. Con la disipación disminuía la frecuenc 
de los sacramentos. Y a don Bosco le tocaba tolerar muchas cosas para no comprometerse; sin embargo, su presencia era un gran freno, 
hasta el momento, para la mayor parte de los jóvenes. 

((413)) En tanto, merced a imprudentes partes de guerra, inventados por los periodistas, se celebraban victorias italianas imaginarias y se 
esperaban insistentemente otras noticias sensacionales, por lo que Turín se preparaba de nuevo para demostraciones de triunfo. Y la realid 
era que ninguno de los dos ejércitos se había movido en dos meses, a causa de un convenio propuesto por Inglaterra. Por fin, el 15 de julio 
ordenó Carlos Alberto el cerco a Mantua y el 18 atacaban los piamonteses 
en Governolo a un numeroso cuerpo de austríacos y lo desbarataban. Subieron a las nubes las aclamaciones, mezcladas con gritos y 
aplausos anticristianos. Aquel mismo día aporbaba el Parlamento la ley de supresión de la Compañía de Jesús y la Congregación de las 
Damas del Sagrado Corazón, declarando que sus bienes muebles e inmuebles volvían irrevocablemente al Estado. Todos los diputados, 
miembros del clero, votaron a favor de la supresión. 

Así las cosas, he aquí que se presentan a don Bosco dos Teólogos, encargados del Oratorio de San Luis, a pedirle resueltamente permiso 
para llevar a los muchachos, con la bandera desplegada y la escarapela tricolor al pecho, por las calles de Turín, y tomar parte en el regocij 
político. Don Bosco salió entonces de su reserva y, no sólo negó el permiso, sino que prohibió severamente semejante alboroto. Entonces 
los dos Teólogos y otros clérigos más, exaltados por la Gazzetta del Pópolo (Gaceta del Pueblo), se declararon abiertamente contrarios a 
don Bosco, protestando que, pese a todo, se harían las manifestaciones. Había que compadecerlos. El delirio por la independencia de Italia 
era universal; todos padecían fiebre de guerra. Quien no vivió aquellos tiempos, no puede formarse idea. 

Los Teólogos mantuvieron la protesta y, al domingo siguiente 
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por la mañana, condujeron por Turín a las fiestas nacionales a los muchachos de Puertanueva. Don Bosco no vaciló, y, ((414)) dejando el 
Oratorio de Valdocco en manos del teólogo Borel, llegado del Refugio a su invitación, fue después de comer a Puertanueva. Conversó con 
el Director y le dijo que había demostrado con bastante claridad que no quería que ninguno de los pertenecientes a los Oratorios se mezcla 
en partidos o grupos políticos; que su intención era que en todo se procediera bajo un 
solo principio de autoridad y que se cumpliesen fielmente sus órdenes; y que como éstas no habían sido cumplidas, ya no necesitaba él de 
una ayuda que perjudicaba al Reglamento de la concordia. Aquel sacerdote, que debía dar la plática catequética a los muchachos, 
sorprendido por tan decisivas palabras, no supo de momento qué contestar. Y don Bosco prosiguió: 

-Esta tarde, daré yo la plática. 

Y, subiendo al púlpito, predicó sobre las verdades eternas, sin decir palabra en pro ni en contra sobre lo acaecido por la mañana. Despué 
de la bendición, preguntóle el Teólogo quién predicaría al domingo siguiente y él respondió: 

-íPredicaré yo! 

Enojados por la aparición de don Bosco y de su justa queja, los imprudentes ayudantes determinaron tomarse la revancha. 

Al domingo siguiente, hacia las dos de la tarde, un joven de los más juiciosos y de confianza, estaba en un rincón del patio de Valdocco 
leyendo el periódico Armonía. Cuando he aquí que entran en el Oratorio unos cuantos con la escarapela al pecho y otro con la bandera 
tricolor en la mano. Este, persona por otra parte celosa e instruida, se acerca al que leía Armonía y empieza a gritar: 

-íQué vergüenza!, íya es hora de acabar con estas gazmoñerías! 

Y así diciendo, le arranca de las manos el periódico católico, lo hace pedazos, lo arroja al suelo y, escupiendo encima, lo pisotea 
furiosamente. Después de este primer desahogo, se acerca a don Bosco, que estaba junto a la ((415)) fuente, rodeado de varios muchachos 
le invita a que se ponga una escarapela sobre el pecho y saca del bolsillo un ejemplar del periódico Opinione (Opinión). 

-Este sí que es un buen periódico -le dijo-; éste y no otro deberían leer todos los buenos ciudadanos. Ya no es hora de escuchar el «bla, 
bla, bla» de retrógados e intransigentes: hay que trabajar. 

Don Bosco quedó sorprendido ante tamaña actitud y semejantes palabras 
y, no queriendo más escándalos en medio de los muchachos, le rogó se guardara aquellas discusiones para tratarlas en privado. 
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-No señor, replicó aquél; ya no debe haber ni privado ni secreto; todo hay que hacerlo a la clara luz del día. 

En aquel momento sonó la campana para ir a la iglesia y don Bosco creyó que, al pie del altar, se hubieran calmado los ánimos; mas, por 
mala suerte, no fue así. El sacerdote, encargado tiempo atrás de la plática de aquella tarde, subió al pequeño púlpito y soltó una larga y 
deplorable arenga. Durante casi media hora no resonaron en los oídos del joven auditorio más palabras que emancipación, independencia, 
libertad. Muchos bramaban de rabia, otros reían y algunos rimando la palabra libertad, libertad, repetían por lo bajo en dialecto piamontés 
«torotelá» «torototá». 

Quien tuvo que sufrir más fue el pobre don Bosco, que lloró en su interior amargamente. «Esta no me la esperaba, iba diciendo por la 
sacristía; el diablo me la ha jugado demasiado gorda. Dios mío, anulad los malvados consejos y haced que mis queridos muchachos no se 
escandalicen». 

Al acabar las sagradas funciones, quería hablar a solas con el pobre descarriado y hacerle comprender de buenas maneras su 
equivocación; pero no tuvo tiempo, porque el otro, apenas salió de la iglesia, invitó a sus colegas y a los muchachos a que le acompañaran 
entonó a voz en grito un himno popular, y, acompañado por un centenar de personas, salió del Oratorio haciendo ((416)) ondear locamente 
al viento su bandera. El grupo rebelde fue a hacer alto junto al Monte de los Capuchinos. Allí se hizo y 
aceptó la propuesta de no volver más al Oratorio, si no se les invitaba y recibía solemnemente, es decir, a bandera desplegada y con 
medallas y escarapelas al pecho. Don Bosco, aunque afligido por aquel desorden, no se desalentó ni cedió un ápice a sus pretensiones. 
Estaba seguro de que defendía unos principios buenos y sabía que era menester llegar a soluciones graves, cuando se trataba de combatir 
principios falsos y de funestas consecuencias. Por otra parte veía la imposibilidad, al menos por el momento, de llegar a un acuerdo con la 
opiniones de tales colaboradores. Así que, durante la semana escribió una cartita a cada uno de los que aprovechaban las clases de 
catecismo para inculcar sus ideas políticas. Se expresaba con frases muy corteses; les agradecía cuanto había hecho por el Oratorio 
anteriormente y les manifestaba que por el momento, no se necesitaba su labor, por lo que les rogaba, más aún, les prohibía poner sus pies 
en el Oratorio en adelante. 

Tan inesperado despido exarcebó a aquellos señores y se pusieron de acuerdo para hacer lo posible por alejar de don Bosco a los 
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muchachos. Fueron a visitarles a sus casas, al lugar de trabajo, o los esperaron por las calles que llevaban a los dos Oratorios, y lograron 
separar de don Bosco a los mayores. Los seminaristas y sacerdotes que anteriormente eran sus colaboradores, casi todos habían abandonad 
a don Bosco por motivos justificados. Bastantes maestros y catequistas mayores habían sido llamados a filas y se encontraban bajo las 
armas. Los catequistas que aún le quedaban fueron invitados a marcharse de allí por los más enfurecidos. Los pocos que seguían yendo a 
enseñar el catecismo, íbanse dejando vencer por el respeto humano u obligados por la necesidad de ((417)) un favor o ayuda. El Seminario 
y la Residencia Sacerdotal estaban ocupados por las tropas, y no podían prestarle la ayuda extraordinaria que solían darle de vez en cuando 
El Oratorio de Valdocco quedó casi desierto y, así como antes se juntaban allí quinientos y más muchachos en los días festivos, durante 
algunos domingos no acudieron más de treinta o cuarenta. Pero no tardó mucho en ir creciendo a ojos vistas el número, hasta llenar los 
patios, quizá más que antes; sólo que todos eran pequeños. 

Con este cisma y abandono, don Bosco volvió a encontrarse, por algún tiempo, casi solo con todo el peso del Oratorio. Los domingos y 
fiestas, de la mañana hasta el mediodía, no se veía en la iglesia, en las clases y en el recreo a ningún otro sacerdote más que al pobre don 
Bosco y uno o dos más, los cuales estaban ocupadísimos con el sagrado ministerio en otra parte y no hacían más que una breve aparición 
por el Oratorio. 

El resto del día estaba él solo para asistir y recoger a los muchachos, llevarlos a la iglesia y darle el catecismo. Entonaba y cantaba las 
vísperas sin ponerse el roquete, porque mientras cantaba debía salir del coro y vigilar para que se portaran bien los muchachos. Después 
subía al púlpito a predicar, también sin roquete, porque a veces debía bajar para poner orden en una sección, o hacer callar a alguno, 
cambiándolo de lugar o sacar fuera de la iglesia a algún trasto incorregible. Subía de nuevo al púlpito para continuar su plática y dar luego 
la bendición. 

Después de las funciones, se entretenía con los muchachos hasta anochecido e iba, por último, a acompañarlos hasta las primeras casas d 
la ciudad para que no tuvieran encuentros desagradables por los campos solitarios de Valdocco. 

Pero, aún cuando don Bosco se encontrase tan abandonado y ya rendido de fatiga, nunca le faltaba un gran ((418)) alivio: el teólogo 
Borel. Aquel hombre, pequeño de estatura pero grande de corazón, 
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ocupado en el Instituto del Refugio, en las cárceles del Estado y en cien lugares más de la ciudad, encontraba siempre tiempo para trabajar 
en el Oratorio. A menudo robaba horas al sueño para ir a confesar; frecuentemente negaba al cuerpo cansado el reposo necesario, y se 
brindaba para predicar por la tarde en las fiestas, para aliviar al amigo, al menos de aquella fatiga. íEternamente alabado sea aquel sacerdo 
incomparable! 

Había, en tanto, una cosa por la que don Bosco tenía mucho interés: quería contar con un discreto número de muchachos, bien cimentad 
en la virtud, que fueran como la sal y la luz en medio de los demás. Y buscó la manera de formárselos. A tal fin determinó hacer también 
aquel año unos días de ejercicios espirituales, acordándose de los buenos resultados de los del año anterior. Habló con algunos que parecía 
mejor dispuestos, les ayudó con sus consejos a que consiguieran de sus padres o de sus 
amos una semana libre para este fin y logró así reunir un pequeño grupo. 

Preparó todo, se puso de acuerdo con los predicadores, que fueron el reverendísimo señor don José Gliemone, canónigo de Rívoli, para 
las meditaciones, y el teólogo Borel para las instrucciones, y al anochecer de un domingo de julio se comenzaron los santos Ejercicios que 
terminaron el domingo siguiente por la mañana, con la comunión y los recuerdos de perseverancia. Los jóvenes ejercitantes permanecían 
todo el día en el Oratorio; allí escuchaban mañana y tarde las meditaciones y las instrucciones; comían con don Bosco, mas, como no habí 
camas para todos, algunos de ellos iban por la noche a dormir en su casa. Los predicadores, elegidos por don Bosco, parecían hechos 
expresamente para tal fin; así que las verdades, las enseñanzas, las máximas, los ejemplos y las anécdotas edificantes expuestas, no podían 
estar ((419)) mejor adaptadas a las condiciones de los oyentes para ganarse la atención juvenil. Con la gracia divina varios jóvenes 
reformaron por completo su vida y comenzaron a observar una conducta tan ejemplar, que fue de gran provecho para ellos y para el 
Oratorio. Después, algunos se hicieron religiosos, y los otros permanecieron en el siglo viviendo siempre como buenos cristianos. 

Nos viene al recuerdo un gracioso episodio, que nos contaron como ocurrido en esta ocasión. Un buen jovencito, deseoso de hacer su 
confesión general con la mayor precisión posible, había escrito sus pecados. Fuera por escrúpulos, fuera aquélla la realidad, es el hecho qu 
llenó un cuadernillo, con la intención de aprendérselos de memoria o leérselos al confesor. Pero, no se sabe cómo, un día perdió el pequeñ 
volumen de sus poco gloriosas gestas. 
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Busca y rebusca en los bolsillos, registra por una y otra parte, pero el manuscrito no aparece. El pobre muchacho se deshace de pena, 
siente que se le oprime el corazón y prorrumpe en llanto. 

Por fortuna, sin saberlo nadie, don Bosco había encontrado el cuadernillo. 

En tanto, algunos compañeros al verle llorar de aquel modo, después de haber intentado mil veces les dijese el porqué, lo llevaron a don 
Bosco. 

-»Qué sucede, querido Santiaguito?, le preguntó éste. »Estás malo? »Algún disgusto? »Te han pegado? 

Y mientras, le acariciaba para detener su llanto. El muchacho se enjuagó las lágrimas, tomó aliento, y respondió: 

-íHe perdido los pecados! 

A sus palabras soltaron los compañeros una alegre carcajada. Don Bosco, que lo había comprendido enseguida, añadió donosamente: 

((420)) -Feliz de ti, si has perdido los pecados; y mucho más feliz, si nunca más los encuentras; porque sin pecados, irás ciertamente al 
paraíso. 

Pero el muchacho, creyendo que no le habían entendido, repuso: 

-He perdido el cuaderno donde los había escrito. 

Don Bosco entonces sacó del bolsillo el gran secreto y le dijo: 

-Quédate tranquilo, amigo mío; tus pecados han caído en buenas manos; aquí los tienes. 

Al verlos, se serenó el muchacho y, sonriendo, concluyó: 

-Si hubiera sabido que los había encontrado usted, en vez de llorar, me hubiera puesto a reír; y esta noche, al ir a confesarme, le hubiera 
dicho: Padre, me acuso de todos los pecados que usted se ha encontrado y que tiene en el bolsillo. 

Las reuniones, hermosísimas por el recogimiento y el fervor, se celebraron en el pequeño coro de la iglesia. Los asistentes fueron trece, 
entre los cuales se contaban Félix Reviglio, José Buzzetti y Carlos Gastini. También estuvieron presentes Jacinto Arnaud, Sansoldo, 
Nicolás Galesio, Juan Constantino, Santiago Cerruti, Juan Gravano y Domingo Borgialli. Los asistía don Bosco, el cual no faltó a ninguna 
plática. La calma de aquellos ejercicios contrastaba con la enorme agitación que reinaba en la ciudad aquellos días. El canónigo Glielmone 
que iba mañana y tarde de su casa al Oratorio, escribía después a don Juan Bonetti: que, entonces, al atravesar calles y plazas, le parecía qu 
había llegado la hora del fin del mundo, dada la violencia reinante en las tumultuosas manifestaciones callejeras. 
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La derrota de las tropas italianas encendía las pasiones. Radetzki había tomado la ofensiva con más de sesenta mil hombres. El veintidós 
de julio, después de un día entero de heroica resistencia, los piamonteses evacuaban Rívoli, y el veintitrés los austríacos asaltaban y 
ocupaban las alturas de ((421)) Sommacampagna y Custoza, de donde, sin embargo, les rechazaba otra vez Carlos Alberto el veinticuatro, 
con esfuerzos de supremo valor. Pero al día siguiente, el Rey, superado por el número de enemigos y obligado a abandonarlas, en peligro d 
ser envuelto de costado, y perdida Volta, que el general Sonnaz intentó recuperar en vano, desvanecida toda esperanza, se retiraba. El trein 
y uno cruzaba el Adda, con su ejército falto de vituallas, extenuado por las fatigas y privaciones, abatido, desordenado y diezmado 
continuamente por la fuga de los soldados. 

El veinticinco de julio llamaba el Gobierno a las armas a todos los que estuvieran capacitados, y después se dirigía a los párrocos para qu 
persuadieran al pueblo de la necesidad y santidad de aquella guerra, que trataba de defender las instituciones, la monarquía y la 
independencia política de la Santa Sede; ya que si triunfaba Austria la destruiría y quitaría al Papa las Legaciones. Acudía también a los 
Obispos, para que el clero implorara el auxilio del Señor en favor de la patria en peligro. Al mismo tiempo un grupo de padres Capuchinos 
con las debidas licencias, recorría la ciudad y los pueblos, predicando por plazas e iglesias, la cruzada de la causa nacional. 
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((422)) 

CAPITULO XXXIX 

DON BOSCO Y VICENTE GIOBERTI -UN RIESGO DE CARLOS ALBERTO EN MILAN -ORACIONES POR EL REY -REGRES 
EL EJERCITO PIAMONTES -LOS EMIGRADOS -INSULTOS AL ARZOBISPO DE VERCELLI -HABLADURIAS PELIGROSAS 
CONTRA DON BOSCO -VELADA Y DISTRIBUCION DE PREMIOS -CARTA DE CARLOS ALBERTO A PIO IX -EL REY 
LLEGA A TURIN 

DURANTE aquellos días luctuosos viajaba Gioberti camino de Turín. El 18 de julio aparecía en Armonía un articulejo que hoy se tendría 
al menos por extraño, si no fuera, como es, una prueba más de las dificultades de aquel tiempo y de la prudencia extremosa que era 
necesario emplear para escribir sobre ciertos ídolos de la revolución. 

«Corren voces de que muy en breve estará entre nosotros el más eminente filósofo, el excelente ciudadano Vicente Gioberti. 

»íAh, sí! Venga, y que su elocuente palabra ponga freno al ímpetu con que algunos incautos atacan a la religión católica, a la Iglesia y su 
ministros. 

»Cesen éstos, de una vez, de abusar de un nombre tan querido a la patria para disculpar sus abusivas libertades y defender sus perversas 
doctrinas. Sabemos por él mismo que él no reconoce sus principios, que nada de común tiene con ellos, salvo el deseo de verlos felices, 
después de reconocer sus yerros». 

Gioberti llegaba a Turín el primero de agosto y era enseguida llamado a formar parte, como ministro sin cartera, en el nuevo ((423)) 
Ministerio Fabrio-Casati, constituido a toda prisa el 29 de julio. Gioberti tomó, como secretario particular al abogado Juan Bautista Gal, 
nacido en Torgnon (Valle de Aosta) el 1809. Estaba empleado, hacía varios años, en el Ministerio de asuntos exteriores; era un hombre 
docto y muy católico, amigo íntimo de los condes César Balbo, Avogadro della Motta y César Saluzzo, del marqués de Cavour, de Silvio 
Péllico y de César Cantú. Desde el principio de su carrera, había pasado siempre las pocas horas libres, que le dejaba su laborioso cargo, 
con el venerable Cottolengo y con don José Cafasso. En el 1841, 
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dado que iba con mucha frecuencia a la Residencia Sacerdotal, trabó amistad con don Bosco, amistad que duró hasta la muerte. 

Sus relaciones con Gal facilitaron quizá a don Bosco una entrevista con Gioberti. Acudió a saludarle, acompañado del teólogo Borel, qu 
había sido amigo y compañero del Ministro durante sus años jóvenes. Es muy probable que don Bosco conociera los ocultos manejos cont 
la Iglesia de aquel sacerdote extraviado; sin embargo, quería sondear el interior de su alma para saber hasta qué punto debían temer de él l 
católicos o si se podía esperar algo de él. En efecto, él se gloriaba en sus escritos de 
ser entusiasta admirador de las gestas de los Papas, lo que podía ser indicio de que, pese a sus errores, aún no se había pervertido 
enteramente su corazón. Al mismo tiempo, dada la gran influencia de Gioberti en los asuntos del Estado, y pudiéndose fácilmente prever 
que quedaría en sus manos la suerte del Gobierno, don Bosco juzgaba necesario prevenir las malas impresiones que podría recibir por las 
referencias malignas de los enemigos de los Oratorios y ganarse su benevolencia. 

Gioberti recibió cordialmente a su antiguo compañero y al Director de los Oratorios, sobre los que se entretuvo hablando ((424)) de buen 
gana, y a continuación cayó la conversación sobre su reciente viaje a Roma, el Sumo Pontífice y la cuestión vital para Italia de su 
independencia del extranjero. Gioberti se permitió palabras poco reverentes para Pío IX y su sincero amor por la patria italiana: habló de 
nubes y oscuridades en las que decía, haber observado en Roma se ocultaban las intenciones 
pontificias; se lamentó de que la negativa del Papa a declarar la guerra a Austria hubiera causado desaliento a muchos italianos en la lucha 
que se había empezado. 

Estas acusaciones carecían de fundamento y manifestaban la mala disposición del nuevo ministro. Era natural que el Papa, como Padre 
que es de todos los pueblos y naciones, no quisiera, sin un motivo gravísimo, descender al campo de batalla y enemistarse con alguna de 
ellas. Por lo demás, »quién amaba a su patria más que Pío IX y con un amor verdaderamente cristiano? Había propuesto a todos los Estado 
italianos una confederación aduanera, como principio de una alianza política, con la cual se habrían ayudado mutuamente para sofocar las 
revoluciones internas, sin acudir a las armas extranjeras; luego, había propuesto también al rey Carlos Alberto una alianza de defensa 
militar, a la que se habían adherido todos los príncipes italianos. Pero Turín no consintió, porque quería la unidad pero no la unión, de la 
cual, según el proyecto del Papa, Roma hubiera sido el centro. Declarada la guerra, había suplicado afectuosamente 
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al emperador Fernando I que renunciara al dominio de Lombardía y Venecia, y también por su recomendación, el Rey del Piamonte 
agregaba a su propio ejército las tropas y voluntarios romanos, a fin de que no fueran tratados como bandoleros por los austríacos. 
Finalmente había francamente rechazado los proyectos seductores de los que querían hacer de Italia una república, con el Papa a la cabeza 
destronando a todos los príncipes italianos, incluido Carlos Alberto. 

((425)) Don Bosco, sabedor de éstos y otros actos nobilísimos del Papa, no pudo soportar que Gioberti se erigiese casi en maestro y 
censor de la Suprema Jerarquía. 

Cuando se trataba de sostener y defender el honor y los derechos del Vicario de Jesucristo, nunca se calló, fuere quien fuere el personaje 
con quien hablase, sin miedo a las posibles consecuencias de su franqueza. Sostuvo, pues, sin vacilar la causa del Papado, usando los mod 
corteses que le eran habituales y que no ofendían al adversario. 

Después de haberse entretenido largo tiempo, se despidieron en buena armonía; pero don Bosco salió pesaroso de la entrevista y volvió a 
Oratorio, donde le esperaban algunos sacerdotes amigos suyos, ansiosos de escuchar de sus labios la relación del coloquio. Don Bosco les 
contestó con estas textuales palabras: 

-íGioberti acabará mal, porque se ha atrevido a censurar la actuación de la Santa Sede! 

El joven Félix Reviglio y sus compañeros asilados, oyeron esta narración y la conclusión de don Bosco. Pero el hecho digno de nota, 
consecuencia de esta entrevista, fue que durante el 1848 y 1849 el Oratorio no sufrió molestia alguna a pesar de que no faltaron pretextos a 
los enemigos del sacerdote para hacer daño, a causa de la irritación ocasionada por las desventuras públicas. 

Carlos Alberto se retiró a Milán donde intentó hacer frente al enemigo, con lo mejor de su ejército; pero, desguarnecida la plaza y tomad 
casi por sorpresa, el 4 de agosto se vio obligado a capitular con el general Radetzki, a fin de evitar un inútil derramamiento de sangre. Este 
acto de prudencia y de buena política, este sentimiento de humanidad no gustó a una turbulenta facción que revolucionó a una parte del 
pueblo milanés, el cual se agolpó furioso ante el palacio real gritando: 

-íMuerte al traidor! 

El animoso príncipe no dudó un momento en asomarse al balcón para ((426)) dirigir una palabra amiga a los manifestantes; pero faltó 
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poco para que una vida, respetada por las balas enemigas en los campos de batalla, no quedara rota por las de sus súbditos. 

La noche del 5 al 6 de agosto fue una noche infernal para Carlos Alberto. El pobre Príncipe escapó al asesinato de milagro. Envuelto en 
las sombras de la noche, a pie y disfrazado, escapó de aquella turba de forajidos para refugiarse en Vigevano. El ejército volvió al Piamon 
los austríacos se detuvieron en la orilla izquierda del Tesino, y el nueve de agosto se firmaba el armisticio. 

Al llegar a Turín estas infaustas noticias, dejaron en todos un sentimiento de desolación y de miedo. 

En Valdocco, ya que no podían hacer más, organizaban plegarias especiales en la capilla por la incolumnidad del augusto Soberano, con 
lo que demostraron los muchachos que eran buenos ciudadanos y al mismo tiempo fervorosos católicos. 

Y hacía buena falta la oración en la Capital, porque el fermento revolucionario crecía pavorosamente. Detrás de Carlos Alberto había 
llegado un séquito interminable de voluntarios y prófugos sectarios que huían de Lombardía y Venecia para gozar de las comodidades de l 
generosa hospitalidad que les daba el gobierno piamontés. Y ellos, en vez de unirse a los subalpinos para reparar los daños de la guerra, se 
instalaron aquí para encender la lucha contra la Iglesia, calumniar, blasfemar, conspirar, comprar y vender votos en las elecciones y tomar 
parte en los altercados públicos más repugnantes y feroces. 

No escatimaron insultos a los obispos. El arzobispo de Vercelli había permitido que los soldados se alojaran en el seminario y en catorce 
iglesias, y el Municipio pretendía ocupar cuatro iglesias más y dos monasterios, mientras dejaba libre el teatro y otros edificios públicos. 
Monseñor ((427)) se presentó el seis de septiembre ante el Consejo Cívico y expuso con dignidad los derechos de la religión, el respeto 
debido a los templos y las estrecheces a que había quedado reducido el ejercicio del culto. Dieron a sus palabras el cariz de una ofensa a la 
autoridad pública, y una turba pagana rodeó su palacio gritando insultos y palabras amenazadoras; el ministro, caballero Pinelli, le escribió 
una epístola insolente de reproches. 

Mientras tanto los jóvenes desertores del Oratorio se reunían a campo abierto en los lugares señalados por sus fogosos cabecillas. Oían 
misa los domingos en una o en otra iglesia y después se iban a Superga, o a los prados de las cercanías de Turín; pero no se hablaba de 
sermones ni de catecismos. Bueno desayunos, agradables merendillas, alegres paseos, asistencia a espectáculos o a maniobras militares 
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eran otros tantos alicientes con los cuales se les mantenía alejados de don Bosco. Con todo ello y con sus enardecidas palabras lograban 
aquellos señores llevarse tras de sí a aquella juventud ávida de diversiones y novedades. Al mismo tiempo se permitían criticar la conducta 
de don Bosco con calumnias y toda clase de injurias de las que, la menor, era tildarle de retrógado medio loco. Estos vituperios corrían po 
la ciudad. Tanto que los vendedores callejeros de periódicos voceaban casi todos los días 
algún título contra don Bosco: íUna revolución descubierta en Valdocco! -íEl Cura de Valdocco y los enemigos de la patria! -y así por el 
estilo. En aquellos días estos gritos eran muy peligrosos para el Oratorio, porque le hacían blanco del odio popular. Pero don Bosco se 
mantenía siempre tranquilo. Los sueños tenidos en la Residencia y el de la pérgola de rosas le habían anunciado estos sucesos. 

-Todos me han abandonado, le oyó un día exclamar Carlos Gastini; pero, si tengo a Dios conmigo, »a quién puedo temer? La obra es 
suya, que no mía: ya pensará El cómo sacarla adelante. 

Y los acontecimientos le daban razón. 

((428)) Sin embargo, no descuidó los medios humanos que sugería la prudencia. El día de la Asunción de María a los Cielos estaba 
destinado para el reparto de premios a los muchachos del Oratorio festivo y preparó una velada-academia tal, que fuera testimonio de sus 
sentimientos patrióticos. Cierto número de jóvenes de los más despejados, inteligentes y ya acostumbrados a estas exhibiciones, se habían 
alejado de él; sabe Dios lo que tocó a don Bosco trabajar para preparar músicas, cantos, 
declamaciones en prosa y en verso y hacérselas aprender a nuevos alumnos todavía sin pulir y sin experiencia. Acudieron a su invitación, 
entre un gran gentío, distinguidas personalidades del Gobierno, de la nobleza y hasta del partido liberal, entre los que figuraba, si no 
erramos, el mismísimo Aporti. La fiesta salió a las mil maravillas. He aquí el programa que se imprimió entonces y que conservamos 
todavía. 

Demostración de los muchachos del Oratorio de San Francisco de Sales sobre la Historia del Antiguo Testamento. 15 de agosto de 1848 

A las cuatro de la tarde 

Apertura.-Noticias preliminares. 

Epoca 1.ª.-Desde la creación del mundo hasta el diluvio. (Al final) Himno a la Virgen. 

Epoca 2.ª.-Desde el diluvio hasta la vocación de Abraham. Himno, La noche. 

Epoca 3.ª.-Desde la vocación de Abraham hasta la salida de los hebreos de Egipto. Himno a San Luis (cantando). 
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Epoca 4.ª.-Desde la salida de los hebreos de Egipto hasta la fundación del templo de Salomón. Himno El vino. Interrogatorio sobre el mod 
de aprender la Historia Sagrada. 

Epoca 5.ª.-Desde dicha fundación hasta la ida de los hebreos a Babilonia. Himno, La Asunción. 

Epoca 6.ª.-Desde dicha ida hasta el nacimiento de Cristo. Himno, Alabanzas al Señor. Himno a Carlos Alberto (cantando). 

Diálogo sobre la Historia del Oratorio. 

Himno a Pío IX (cantando). 

Distribución de premios. 

((429)) 

HIMNO AL REY 

íViva Alberto! Se eleve a la altura
El honor de su nombre inmortal;
Hoy vivimos en honda amargura
Mas se acercan el triunfo y la paz.


Entre reyes que rigen el mundo,
El, dotado de heroico valor,
Como sol entre miles de estrellas,
Brilla Alberto con todo esplendor.


Tal riqueza atesora su alma,
Que la lengua no puede expresar;
Calma y gloria su rostro difunde,
Su presencia es anuncio de paz.


Qué regalo nos hizo la suerte,
Con monarca tan sabio y gentil;
íNo te hiera jamás muerte impía,
Fiel amigo del pueblo viril!


Ahora estamos gustando la aurora,
Deseando a la patria servir;
Por Alberto no importa el peligro,
íSólo ansiamos vencer o morir!


Oye CARLOS ALBERTO en tus filas
Esta voz del ardor juvenil:
«Tú eres grande, mayor que ninguno
Y la gloria de Italia está en ti»
.


íVIVA EL REY! 

HIMNO A PIO IX 

Compañeros, cantemos alegres
Al amado Pontífice santo,


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Que de llama divina al encanto, 
Como sol ideal supo arder. 

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VOLUMEN III Página: 335 

Paz y paz, hoy repitan las almas,
Cante el gozo de los corazones;
Su sonrisa, el mejor de los dones,
Va esparciendo la dicha doquier.


Gloria al santo Jerarca divino;
Gloria, gloria, digamos con gozo;
Nuestra dicha y fraterno alborozo;
Den a todos feliz despertar.


((430)
)
Coronado de hermosas virtudes,
Avancemos con alma sincera;
Y una voz se levanta señera:
íPaz, justicia, amor y lealtad!


El que, huérfano, triste gemía,
Al mirar su paterno semblante,
Siente el beso que, cálido, amante,
Da a la flor la caricia del sol;


Extended, cariñosos los brazos,
Recibid su paterno saludo;
Aunque el labio de gozo esté mudo;
Un volcán es el pecho de amor.


Las plegarias de los afligidos
Del Señor escalaron el trono,
Y envió al paternal Pío Nono,
Un mensaje de paz y amor.


Compañeros, saltemos de gozo,
De alegría rebosen las almas;
Agitemos banderas y palmas.
íLlegó el día de paz y de amor!


íViva!, unidos gritemos,
Hijos de un Padre Santo;
No cese nuestro canto
De inmensa gratitud.


Suban himnos al Cielo,
Cantando a Pío Nono,
Diciendo en dulce tono,
Su amor y su virtud.


íVIVA PIO NONO! 

Algunas semanas después de esta velada, Carlos Alberto daba una prueba indudable de su amor a la religión católica en una carta dirigid 

a Pío IX con los mismos sentimientos de religiosidad heredados de sus abuelos. La escribía en la ciudad de 

Alessandria con 

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fecha 10 de septiembre de 1848.1 He aquí algunos párrafos que revelan claramente el ánimo del Rey: 

((431)) Santísimo Padre: 

»... Los tiempos se han vuelto harto malos, oh Padre Santo. Nosotros hemos sido verdaderamente probados con los castigos de la cólera 
de Dios. íOh!, ícuántas veces hubiera deseado abrir mi corazón a Vuestra Santidad y confiarle mis crueles aflicciones! 
Pero habría aumentado sus propias penas. Mas ahora hemos llegado a un punto tan desolador para la religión, que no puedo dejar de habla 
de ello a Vuestra Santidad... 

»Ni siquiera la guerra ha podido salvar a nuestra Patria dando a los espíritus dirección más prudente. Vuestra Santidad habrá sabido 
cuánto se ha hecho entre nosotros contra la Religión y contra las Ordenes Religiosas, mientras yo estaba lejos de Turín. íMi corazón está 
desgarrado! Padre Santo, es tan grande el mal, que no bastan los medios humanos para repararlo: se necesitaría una gracia extraordinaria d 
Señor, ya que el mal es general y sin un milagro de Dios no se puede esperar nada aquí abajo. 

»Estoy convencido de haber hecho cuanto he podido por el bien de la Religión y de mis pueblos; pero ahora ya no me siento de ningún 
modo dispuesto a continuar como Rey y no espero más que el fin de la guerra y el momento en que se firme la paz para abdicar y retirarme 
a un lejano país donde acabar mis días en la oscuridad y en la piedad. 

»Renovando a Vuestra Santidad las expresiones de mi más viva gratitud suplico me otorgue su santa bendición. Beso su pie y, con los 
sentimientos de la mayor veneración, soy, Beatísimo Padre, 

»De vuestra Santidad 

Humilde y agradecido. Siervo e Hijo
CARLOS ALBERTO
»


((432)) Un Soberano que demostraba estar animado de tales sentimientos, religiosidad y bondad, no podía menos que ser querido por su 
súbditos fieles y por los que habían recibido sus beneficios, entre los que estaban orgullosos de contarse los alumnos de don Bosco. 

El 14 de septiembre, a las tres y media de la mañana, salía Carlos Alberto de Alessandria y volvía a Turín. Nos contaba el conde 

1 L'Aurora de Roma, N.229, 7 de octubre de 1880. 
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Eduardo Mella que cuatro de los jesuitas expulsados se alojaban en casa de un distinguido ingeniero, su antiguo alumno. Una tarde se 
presentó a su puerta un brigadier de la guardia saboyana, y preguntó: 

-»Es usted el ingeniero Sp...? 

-Para servirle. 

-»Puedo estar seguro? 

-No miento; entre en casa y pregunte a la familia. 

Entonces el brigadier hizo entrar a varios hombres que le acompañaban; sacó una bolsa y, vuelto al ingeniero, le dijo: 

-Su Majestad os agradece la hospitalidad que habéis prestado a los padres jesuitas y os envía cuatro mil liras para los gastos necesarios. 
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((433)) 

CAPITULO XL 

VUELTA AL ORATORIO ABANDONADO -PACIFICACION Y EXALTACION -NUEVA SELECCION DE JOVENES 
COLABORADORES -ESTUDIANTES GENEROSOS -EL PRIMER CLERIGO EN EL ORATORIO -MANIOBRAS MILITARES 
EL HUERTO DE LA MAMA -CON EL ALIMENTO MATERIAL EL PAN ESPIRITUAL -MARAVILLAS DE UNA COMUNION 
GENERAL 

PERO las bromas no pueden ser largas. Los muchachos iban volviendo poquito a poco al Oratorio, ya por el afecto que tenían a don Bosco 
ya porque, pasados los primeros fervores, se daban cuenta de que se las tenían que ver con unos embusteros, que se comportaban así por 
represalia y no porque les tuvieran el menor cariño, ya porque aquellos buenos señores se cansaron de los pesados paseos y de gastar su 
tiempo y su dinero por amor a Italia. 

Unos pocos continuaron todavía algunos meses yendo tras sus jefes, que acabaron, por fin, abandonando a sus últimos secuaces. 

Don Bosco, aunque veía con buenos ojos la vuelta de los que tan inconsiderablemente le habían abandonado, impuso ((434)) a los que 
querían volver a entrar en el Oratorio, la obligación de presentarse a él mismo uno por uno, para decirles una palabra. 

Todo resultó mejor de lo que se podía esperar. Los provocadores no se dejaron ver por algún tiempo y así se acabaron los motivos de 
discrepancia. Y la mayor parte de los jóvenes seducidos volvieron pidiendo disculpas y prometiendo obediencia y disciplina. Sin embargo 
algunos de los mayores no quisieron someterse y sus extravíos les llevaron desgraciadamente a mal término. 

»Qué intenciones tenían aquellos señores al incitar a la rebelión? Parece que pretendían ganarse a todos o a parte de los muchachos de lo 
Oratorios y dirigirlos según sus ideales. No faltan motivos para creer que en tan desagradable asunto actuaba, bajo cuerda, algún taimado 
demagogo. Sea como fuere, visto el nombre y la habilidad de los cabecillas, aquellas maniobras pudieron haber sido fatales para el Oratori 
Si no fue así, hay que atribuirlo al Señor y a la Virgen 
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Inmaculada que, por medio de don Bosco, lo protegieron y defendieron contra las insidias enemigas. 

Don Bosco no guardó ningún rencor a aquello agitadores. Algunos no aparecieron más; otros volvieron a él y fueron acogidos con la 
afabilidad de una antigua amistad y repuestos en el cargo que antes ocupaban en el Oratorio de San Luis. Aparte de sus locas ideas política 
de las que ya no se mostraban fanáticos, eran sacerdotes de óptimas costumbres. 

Y Dios, que permite la humillación de sus siervos, no deja de exaltarlos en tiempo oportuno, confundiendo a sus enemigos. El principal 
fautor de los perdonados desórdenes, se encontró en tales circunstancias, que se vio obligado a implorar el apoyo de don Bosco. Habiendo 
ido, por algún tiempo, a Vercelli, le fue prohibido por el Arzobispo, celebrar la santa misa y predicar, si antes no presentaba un certificado 
((435)) de buena conducta, extendido por don Bosco. Mucho le dolía a aquel sacerdote tener que recurrir al que tanto había combatido y 
afligido. Por ello suplicó aceptaran los documentos de la Curia de Turín; y los presentó, pero le fueron rechazados. Preguntó si podía pedi 
por escrito aquel certificado, pero monseñor Alejandro d'Angennes le impuso fuera personalmente a suplicar a don Bosco este favor. Ante 
la inflexibilidad de la autoridad eclesiástica, fue. 

Don Bosco le recibió muy amablemente y escribió de buen grado el certificado en cuestión, haciendo constar lo mucho que aquel Teólog 
había trabajado con él por la Religión y salvación de las almas. 

Entre tanto, don Bosco se había ocupado en remediar las enojosas consecuencias de las referidas deserciones, sobre todo porque lo mejo 
del personal que le había quedado, lo había empleado para ayudar a mantener en pie al tan vapuleado Oratorio de San Luis. Pero el de San 
Francisco quedaba muy desguarnecido. Nos contaba don Bosco después: 

«Ya en los principios, especialmente en aquella apurada ocasión, me tocó aprender la manera de buscar ayudantes. Elegí a algunos de 
entre los mismos muchachos y coloqué a uno aquí, a otro allá, en medio de la masa y, se iba adelante a la buena de Dios. Apenas pude 
contar con un cleriguito, éste me pareció una pieza de gran importancia y, íde cuántas cosas tuve que encargarle enseguida! Recuerdo a 
Ascanio Savio: apenas vistió sotana le encargué del canto de las vísperas, de una parte de la asistencia, de la catequesis y de la dirección d 
otras muchas cosas. Así empezaba yo a aliviarme un poco: 
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me preparaba las pláticas con mayor tranquilidad y, mientras otro entonaba las letanías, yo me revestía para dar la bendición, sin 
preocuparme de los muchachos. Cierto que, a pesar de aquellas pequeñas ayudas, al llegar la noche, yo me encontraba más muerto que viv 
pero al fin, sin aquellos colaboradores, me hubiera sido ((436)) imposible continuar. Mi gran preocupación fue ir eligiéndolos, poquito a 
poco, a medida que encontraba algunos que tenían las aptitudes necesarias. Al mismo tiempo empleaba todos los medios para conseguir 
además una finalidad particularmente mía, que era la de averiguar si algunos sentían inclinación hacia la vida de comunidad para admitirlo 
a vivir conmigo. Después ya no abandonaba a sí mismos a aquellos mis jóvenes colaboradores, sino que los dirigía y les daba a la par toda 
la confianza que era posible. Comencé llevándome algunos a pasar un día de cmapo en casa de algún amigo mío, otros a veranear en 
Castelnuovo. Invitaba a comer conmigo, ora a uno, ora a otro, o les permitía que vinieran por las tardes a Valdocco para leer, escribir, 
charlar o entretenerse. Me las ingeniaba de este modo para proporcionarles un antídoto contra las venenosas opiniones del día y para que n 
prestaran oído, como habían hecho otros antes, a las habladurías de los instigadores. No puedo negar que al principio me tocó padecer 
mucho para formarlos a mi gusto; pero, después, los mejores de ellos me prestaron una ayuda eficaz, aún en los momentos más difíciles». 

Al principio, cuando don Bosco hacía esta selección, iba a visitar en sus propios pueblos a ciertos estudiantes que habían actuado como 
catequistas varios años y que disfrutaban de sus vacaciones. Necesitaba alguno que sirviera de ejemplo de actividad para los nuevos 
reclutas. 

Efectivamente, a finales de septiembre iba a predicar a Corio, donde se hospedó en casa de la familia Cresto, su bienhechora: de aquí 
siguió a Rocca de Corio, donde invitó al joven Francisco Picca y se lo llevó a Turín. Estos amigos suyos habían accedido a su invitación, 
especialmente para el tiempo de su excursión a Castelnuovo. 

Pero el que más le ayudó y consoló fue su primer clérigo y compatriota suyo, Ascanio Savio, entonces con diecisiete años de edad. ((437 
Este, ya de niño, había oído hablar de don Bosco a su párroco, teólogo Cinzano, como de un sacerdote celoso y emprendedor. Su padre se 
lo había presentado, cuando vivía en el Refugio, para que lo examinase de latín. Desde aquel momento se sintió tan prendado del santo 
sacerdote que, cuando vistió la sotana en la Pequeña Casa del Venerable Cottolengo, por estar cerrado el Seminario 
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de Turín, pidió y obtuvo de la Curia Arzobispal no ir al seminario de Chieri, para quedarse ayudando a don Bosco en su Oratorio. Este fue 
su primer clérigo. 

«Desde el momento en que entré, el año 1848, nos contaba, sentí tanto cariño por don Bosco, que puse en él toda mi confianza y le quer 
como si fuese mi padre. Estuve con él cuatro años como seminarista, y cuando salí del Oratorio, nunca perdí el antiguo afecto; continuaba 
experimentando una poderosa atracción como la de un imán que me llevaba a él. Sostuve con él, hasta su muerte, una especial intimidad y 
me encargaba predicar a las Hermanas, confesar a los muchachos, dar clase de moral a los sacerdotes y clérigos de su Oratorio». 

Don Ascanio Savio, muy versado en teología moral, habilísimo para manejarla en el confesonario, fue Director del Refugio, Virrector de 
Seminario de Turín, Rector del Seminario Arzobispal del Parque Real de Turín y profesor durante muchos años de Teología Moral en la 
Residencia Sacerdotal. Todo lo cual demuestra que, mientras estuvo en Valdocco al principio, no descuidó los estudios sagrados, porque 
don Bosco sabía inculcar su importancia a los que convivían con él. 

El clérigo Ascanio Savio participó enseguida en todo lo que don Bosco hacía para atraer a los muchachos al Oratorio y comenzó a 
ayudarle en todo lo que podía. Le encargaba don Bosco muchas veces inspeccionar las avenidas y prados de Valdocco para que buscara lo 
muchachos que ((438)) tanto le preocupaban y se los condujese. Le enviaba también al Oratorio de San Luis para enseñar catecismo y 
vigilar su marcha. Difícil era el encargo confiado al buen seminarista; mas, para que no se amilanara ante las dificultades que encontraba, 
repetía don Bosco las palabras que acostumbraba decir a sus colaboradores, para inculcarles fortaleza: Esto vir: íNada te turbe! 

Al clérigo Savio se agregó José Brosio, que proporcionó a don Bosco otra ayuda de gran utilidad. Este, licenciado ya de la guerra, en la 
que había servido en los batallones de los llamados bersaglieri,1 continuó asistiendo a las reuniones festivas con asiduidad edificante, 
demostrando siempre gran cariño a don Bosco. Cuando iba al Oratorio vestía siempre el uniforme militar, por lo cual los muchachos le 
llamaban el Bersagliere. Como sabía de maniobras y 

1 Bersagliere: soldado de un cuerpo de tropas ligeras (cazadores, en España) fundado en 1836 por el general Alejandro La Mármora, 
caracterizado por la movilidad y rapidez de las marchas. (N. del T.) 
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de batallas, le pidieron algunos compañeros que les enseñara la instrucción. Y él, con permiso de don Bosco, formó un pequeño batallón 
con los muchachos más vivarachos y capaces. Se solicitaron al Gobierno, y se obtuvieron, cerca de doscientos fusiles sin el mecanismo pa 
disparar; se procuraron bastones para ejercicios gimnásticos; el Bersagliere llevó su cornetín de órdenes y, al cabo de algún tiempo contab 
el Oratorio con un batallón tan bien instruido que era capaz de competir íhasta con la Guardia Nacional! Los jóvenes estaban como locos: 
unos se inscribían y otros se deleitaban contemplando las maniobras, marchas y batallas. En las grandes solemnidades la milicia oratoriana 
prestaba su servicio para el buen orden en las funciones de iglesia y en 
el interior de la casa. A veces, ejecutaban evoluciones, tan magistralmente, que constituían un alegre espectáculo y cosechaban infinidad d 
aplausos. Estas evoluciones y los ejercicios gimnásticos, ejecutados según el método del ejército del Rey, ((439)) servían para hacer volve 
al Oratorio a bastantes de los muchachos que, atraídos por la novedad, se habían alejado, y retuvieron a otros que, deseosos de juegos y 
entretenimientos de acuerdo con la índole de los tiempos, iban en busca y escapaban de las funciones sagradas. 

El periódico Armonía habló alguna vez de aquella milicia. 

Pero en una ocasión el ejército en miniatura causó involuntariamente un gran disgusto a la persona que más querían, después de don 
Bosco; me refiero a mamá Margarita. como buena campesina, había formado al fondo del patio un huertecito. Cultivado y sembrado por 
ella misma, con gran habilidad y paciencia, le suministraba lechugas, ajos, cebollas, guisantes, fréjoles, zanahorias, nabos y mil otras 
verduras, sin excluir la menta y la salvia; y en un pequeño ángulo crecía la hierba para sus conejos. Pues bien, era un día de gran fiesta. El 
Bersagliere, al son de su trompeta, reunió el batallón y, dividiéndolo en dos bandos, quiso divertir al numeroso público fingiendo una 
batalla. Dio las órdenes oportunas, determinó cuál de los dos bandos debía retroceder dándose por vencido. Recomendó a los vencedores, 
para defender el querido huertecito, que al llegar a la valla se detuvieran. Consignadas las órdenes, se dio la señal de la refriega. 

Los dos escuadrones lanzan un grito terrible de íal ataque!, y, uno desde un extremo del patio y el otro desde el opuesto, empiezan sus 
movimientos estratégicos apuntándose con el fusil de madera. Las órdenes solemnes, las cargas y descargas ordenadas de las armas, el len 
avanzar y retroceder, las exactas evoluciones ora a la derecha, 
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ora a la izquierda, para sorprenderse mutuamente, daban la impresión de encontrarse frenta a una verdadera batalla. No faltaba más que el 
tronar de los cañones, el restallar de los fusiles y el caer de los muertos y heridos. El público contemplaba asombrado el espectáculo, 
aplaudía a rabiar y, ((440)) gritaba íbravo, bien! 

Los aplausos encendieron de tal modo el espíritu guerrero de los combatientes, que, en un momento dado, el bando vencedor, acosando 
los vencidos, olvidó la consigna y avanzó tan adelante, que la lucha llegó hasta el huerto de mamá Margarita. Derriban y arrancan la valla; 
unos caen, otros se levantan: en un momento quedó todo pisoteado y destruido. El Bersagliere gritaba, sonaba la trompeta; pero las 
carcajadas y los aplausos de la gente no dejaban oír nada. Cuando los dos bandos volvieron a ponerse en orden, no quedaba del huerto má 
que el recuerdo. Ante aquel cuadro, creyendo la buena Margarita que el asalto había sido hecho aposta, para hacer más bonito el 
espectáculo, se dirigió a su hijo y con palabras de justo resentimiento, dijo: 

-Varda, varda, Gioanin, lo ca l'a fait 'l Bersagliè: a la guastame tut l'ort, que quiere decir: -Mira, mira, Juan, lo que ha hecho el 
Bersagliere: me ha destruido todo el huerto. 

Y don Bosco, con la sonrisa en los labios, la consoló diciendo: 

Mare, cosa veuli feie? A son giouvô: Madre, »qué le vamos a hacer? Son muchachos. 

Y luego, dirigiéndose al general, que se retiraba confuso y mortificado por el contratiempo y todavía más por el disgusto proporcionado 
mamá Margarita, le dio ánimos con graciosas palabras, y sacando un cartucho de caramelos, se lo entregó para que lo repartiese entre sus 
soldados vencedores y vencidos. 

El huerto se rehizo, por entonces; pero, no mucho tiempo después, desapareció para dejar más espacio libre al recreo de los muchachos. 
José Brosio, alma del Oratorio, siguió frecuentándolo hasta 1860. 

Su trompeta fue uno de los premios de la lotería que se hizo en Puerta Nueva en 1856, a favor de los Oratorios, y en el catálogo de los 
regalos aparecía con esta inscripción: Trompeta, obsequio de un bersagliere. 

A estas atracciones añadió don Bosco la de dar de comer a cierto número de muchachos de la ciudad. ((441)) Acudían éstos a la hora 
fijada para el almuerzo de los internos, y comían con ellos lo que había hecho preparar el buen sacerdote, que disfrutaba por haber 
encontrado una ocasión más para animarlos a ser buenos. Después, 
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para que todos los que frecuentaban el Oratorio, sin excluir a ninguno, pudiesen disfrutar alguna vez de esta ventaja, combinó las cosas de 
tal modo que los que habían sido admitidos a la comida, al domingo siguiente cedían el puesto a otros y así sucesivamente, hasta dar la 
vuelta entera y lograr que todos sus protegidos pasaran su semana de convidados con él. Esto supuso un aumento considerable de gastos 
para don Bosco y de trabajo para su buena madre, durante casi un año, el tiempo que aún duraron las agitaciones públicas. Con éstos y otr 
medios logró reconquistar los corazones y acabar con la manía de alejarse del Oratorio, y, en consecuencia, de las prácticas de piedad. 

Sucedió un hecho maravilloso que confirmó en sus buenos propósitos a los muchachos. 

Se celebraba en el Oratorio una de las fiestas más solemnes, quizá la de la Natividad de la Virgen Santísima. Se habían confesado cerca 
de seiscientos cincuenta jóvenes y estaban preparados para recibir la santa comunión. Don Bosco comenzó la santa misa persuadido de qu 
en el sagrario estaba el copón lleno de hostias. Pero dicho copón estaba casi vacío y José Buzzetti se había olvidado de poner sobre el altar 
otro copón con las hostias para consagrar. Este se dio cuenta de su olvido después de la consagración. Don Bosco comenzó a distribuir la 
comunión la mar de angustiado, al ver tan pocas hostias y tantos muchachos rodeando el altar. Desolado por tener que dejar a tantísimos s 
poder recibir el Sacramento, alzó los ojos al cielo y continuó distribuyendo comuniones. Y he aquí que, con gran maravilla suya y del 
pobrecito ((442)) Buzzetti, que de rodillas y confundido pensaba en el disgusto ocasionado a don Bosco con su olvido, veía él que las 
hostias iban creciendo entre sus manos de forma que pudo dar la comunión a todos los muchachos con las formas enteras. Aunque hubiera 
partido las pocas que había en un principio, no habrían llegado más que para un cortísimo número de comulgantes. Al terminar la función, 
Buzzetti, fuera de sí, contó lo 
ocurrido a sus compañeros, algunos de los cuales habían advertido el hecho y, para comprobarlo, enseñaba el copón lleno de hostias que 
tenía preparado en la sacristía. 

Muchas veces contó, después, durante su vida, este portento a sus amigos, dispuesto a afirmarlo con juramento, y entre ellos nos 
encontrábamos también nosotros. 

El mismo don Bosco confirmó la verdad de este hecho el 18 de octubre de 1863. Estaba hablando en privado con algunos de sus clérigos 
le preguntaron sobre la verdad de lo que contaba Buzzetti. 
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Don Bosco se puso un tanto serio y, al cabo de un rato respondió: 
-Sí, había muy pocas hostias en el copón y, no obstante, pude dar la comunión a todos los que se acercaron al comulgatorio, que fueron 

muchos. Con este milagro quiso demostrar nuestro Señor Jesucristo cuánto le agradan las comuniones frecuentes y bien hechas. 
Y habiéndole preguntado qué sentimientos experimentaba en aquellos momentos en su corazón, contestó: 
-Estaba conmovido, pero tranquilo. Yo pensaba: es un milagro mayor el de la consagración que el de la multiplicación. Pero sea bendito 

el Señor por todo. 
Y cambió de conversación. 

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((443)) 

CAPITULO XLI 

LA CAPILLA DEL ROSARIO EN I BECCHI -CARIÑO DE MAMA MARGARITA A SU NIETO -NUEVAS LEYES 
ESCOLASTICAS Y SABIAS PREVISIONES DE DON BOSCO -CLASES PARA ADULTOS EN EL ORATORIO -PROYECTO DE 
ALIANZA ENTRE LOS DISTINTOS ORATORIOS DE LA CIUDAD -DON JUAN COCCHIS Y EL ORATORIO DE VANCHIGLIA 
DON BOSCO QUIERE SER INDEPENDIENTE -SEGURIDAD DE UN PORVENIR PROSPERO 

UN acontecimiento de escasa importancia por sí mismo, pero querido y memorable para la familia de don Bosco y de abundantes y felices 
resultados tuvo lugar aquel año tan tempestuoso. Cuando don Bosco se retiraba a I Becchi para pasar allí unos días, se veía obligado a ir a 
celebrar la santa misa en la iglesia de Capriglio, o bien en la capilla de Morialdo, distantes alugnos kilómetros y por unos caminos casi 
impracticables en ciertas ocasiones. Por esto, ordenó ejecutar un trabajo en el que tenía mucho interés, a saber, que se acomodara para 
capilla una dependencia en la planta baja de su casa paterna y se abriera una puerta a la era. Mientras José trabajaba para dar gusto a su 
hermano Juan, éste elevaba a la Curia la siguiente solicitud: 

((444)) Excelencia Reverendísima: 

El sacerdote Juan Bosco, de Castelnuovo de Asti, residente durante una parte del año en Morialdo, aldea del mismo término, dada la 
distancia de casi dos millas hasta la parroquia, por caminos impracticables, y teniendo en cuenta la ventaja espiritual que reportaría una 
capilla a los habitantes de dicho lugar: 

Suplica humildemente a Su Excelencia Reverendísima quiera delegar al Ilmo. Sr. Vicario de Castelnuovo, o en su defecto al mismo 
recurrente, para bendecir una capilla allí erigida para celebrar el santo sacrificio de la misa. Esperando le sea concedida esta gracia, se 
declara, etc. 

JUAN BOSCO, Pbro. 

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Mientras tanto, ayudado probablemente por el teólogo Cinzano y por don José Cafasso, la capilla que debía ser pública, fue preparada de 
acuerdo con las prescripciones de los sagrados cánones, y provista de todo lo necesario para el ornato del altar y la celebración de la santa 
misa. El Vicario General Felipe Ravina, en nombre del Arzobispo, ausente, delegaba por decreto del 27 de septiembre de 1848 al teólogo 
Antonio Cinzano, arcipreste de Castelnuovo y Vicario Foráneo, para que examinara si se habían cumplido fielmente los requisitos 
eclesiásticos en la construcción de dicha capilla y, en consecuencia, bendecirla. Añadía, además la fórmula «siempre salvos todos los 
derechos arzobispales y parroquiales y pudiendo el Párroco celebrar en dicha capilla las funciones eclesiásticas en cualquier tiempo a 
perpetuidad». 

Don Bosco fue a I Becchi en los primeros días de octubre con unos dieciséis muchachos, internos algunos y otros externos ((445)) del 
Oratorio festivo. Figuraba entre éstos un tal Castagno, que todavía vivía en el 1902. El 8 de octubre el teólogo Cinzano bendijo la capilla, 
dedicada a la Virgen del Rosario. 

Era el primer lugar sagrado que don Bosco dedicaba al Señor y a la Santísima Virgen en agradecimiento a los beneficios recibidos tan 
espléndidamente en aquel mismo lugar. Se pudo haber esculpido en el frontispicio el dicho de Jacob: Locus iste sanctus est et ego 
nesciebam (este lugar era santo y yo no lo sabía). La primera fiesta se celebró con la mayor solemnidad que se pudo y con gran concurso d 
gente. Los muchachos del Oratorio permanecieron allí durante toda la novena y la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, alegrando con sus 
cánticos a los habitantes de la aldea. Desde que se bendijo la capilla no dejó don Bosco de acudir cada año por estas fechas hasta 1869, 
siempre acompañado de los cantores que se habían portado mejor durante el año. Predicaba todas las tardes la novena y por la mañana 
administraba los sacramentos de la confesión y comunión para dar comodidad a los aldeanos que estaban la mar de contentos. Los 
Salesianos continuaron esta costumbre sininterrumpirla. Eran muchos los que recibían los santos sacramentos. Acudían muchachos de 
Chieri, Buttigliera, Castelnuovo y otros pueblos, circunvecinos y aun lejanos, para confiar a don Bosco los secretos de su alma. 

El día de la fiesta servía de púlpito una cuba boca abajo, colocada en la era, cubierta de paños, y que había servido de tajón para las 
viandas de los muchachos. Desde él don Bosco u otro sacerdote invitado, predicaba las glorias del santo rosario. Precisamente sobre este 
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púlpito le sucedió a don Juan Cagliero, mientras predicaba el panegírico de la Virgen ante una ((446)) compacta y atenta multitud que, de 
pronto, fallaron las tablas bajo sus pies y se hundió y desapareción de la vista de los oyentes, con gran hilaridad de todos. Como era muy 
estrecha la capilla, los músicos y los cantores estaban con el pueblo, al aire libre. A veces ponía fin a la fiesta con fuegos artificiales o con 
una función de teatro. 

Cuando se acercaba don Bosco a la parroquia de Castelnuovo eran muchísimos los que acudían a pedirle consejos o dirección. Después 
iban todos atraídos por el deseo de asistir a su misa y oírle predicar, dada la estima en que lo tenían por su ejemplaridad y su buen decir. 

Cien veces nos contó todo esto el teólogo Cinzano, de quien cabe recordar, entre sus muchas atenciones con don Bosco y sus muchacho 
la de invitarlos amablemente a comer un día de la novena en su casa, hasta cuando llegaron a ser un centenar. Allá iban con la banda de 
música, todo el aparato treatal, cohetes y globos aerostáticos. Y, formados en derredor de un gran caldero de polenta, entre aplausos y al so 
de los instrumentos musicales, comían alegremente. No hace falta decir que el pan, el vino, la carne y la fruta abundaban a gusto y medida 
de cada cual. El buen párroco se sentía feliz y agradecido a aquellas visitas por él tan queridas. El convite se repitió cada año hasta 1870, e 
último de su vida. 

Don Bosco volvía a Turín pocos días después de la fiesta del Rosario. Para dar gusto a su madre y a su hermano José, llevóse consigo a 
sobrinito Francisco, de cerca de ocho años, para darle una educación e instrucción correspondiente al estado de su familia. Aunque José 
compensaba en gran parte la pensión con los muchos servicios que siempre prestó al Oratorio, con todo don Bosco deseaba que el sobrino 
fuera tratado como los demás alumnos ((447)) del internado y que hiciese la misma vida que ellos. Aborrecía las preferencias, que tantas 
envidias provocan. Pero hubo de renunciar a esta idea para no contristar demasiado el sensibilísimo corazón de su madre, la cual quiso que 
el sobrino comiera en la misma mesa del tío. Con todo, aseguraba don Juan Giacomelli que frecuentemente advirtió cómo don Bosco 
aguantaba de mala gana aquella preferencia. Mostraba a sus parientes los más vivos sentimientos de afecto, pero quería obrar de acuerdo 
con los movimientos de la gracia y no según los de la naturaleza. 

Mientras tanto, el cuadro de octubre se había publicado una nueva ley sobre la instrucción pública, que anulaba el reglamento escolástic 
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de 1822. Todo estaba calculado: aún se conservaba en los centros de educación alguna práctica de piedad, como la misa dominical y el 
triduo de predicación para preparar la Pascua; pero se arrebataba a la autoridad eclesiástica el derecho a nombrar los directores espirituales 
el de velar por la instrucción religiosa en la universidad y en las escuelas públicas y privadas. La enseñanza quedó esencialmente 
secularizada. Por gracia, dejaron los seminarios totalmente dependientes de los Obispos; pero se declaraba que no tenían valor los estudios 
realizados en los mismos para examinarse y alcanzar títulos en las escuelas gubernamentales, si no se cumplían los nuevos reglamentos. 

Don Bosco comprendió enseguida la necesidad de abrir a toda costa numerosos institutos católicos, porque, »cómo hubieran podido los 
Obispos quedar tranquilos con la ortodoxia de la enseñanza de la religión, impartida por maestros ajenos a su autoridad? Hacía tiempo que 
don Bosoc planeaba amplios proyectos para ayudar a la educación cristiana de la juventud; sus previsiones le habían inducido a seguir 
prestándose para dar clase de catecismo en diversas escuelas de la ciudad. Y ahora se cumplían sus temores. 

De vez en cuando había encontrado tiempo para ir a la universidad y asistir a las lecciones de literatura del ((448)) célebre Pedro 
Alejandro Paravía. Se aprovechaba de ellas para perfeccionar sus escritos, empleando cada día más esmero en el lenguaje para su modo 
natural de concebir las ideas y expresarlas con sencillez, al tiempo que observaba el espíritu que animaba aquellas aulas. Así pudo observa 
la creciente animadversión de muchos estudiantes y profesores contra la Iglesia. Un día, oyó decir a Domingo Berti, profesorde pedagogía 
filosofía, a su numeroso alumnado: «Otrora toda la enseñanza estaba en manos del clero, y ya es hora de que pase a manos de los seglares. 
Vendrá un día en que el clero tendrá que acudir a nuestras escuelas, si quiere aprender algo». Era éste un deliberado propósito de los 
sectarios que ya se apresuraban a sacudir toda dependencia del sacerdocio. Efectivamente, Cristóbal Negli, presidente del Consejo 
universitario, declaraba, en carta del 8 de diciembre, que se excluía toda injerencia de la autoridad episcopal en la universidad; que ya no 
debía asistir a los exámenes ningún representante del vicecanciller, y que quedaba prohibido a los candidatos someter a la aprobación de lo 
Obispos las tesis a defender en los exámenes públicos. Había también en la universidad la Facultad de Teología: y de esta manera quedaba 
abierta la puerta a la incredulidad y a toda suerte de herejías; no hubo en adelante disparate ni error que no se 
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sostuviera y defendiese, en especial en lo concerniente a la autoridad y los derechos del Romano Pontífice y de la Iglesia Católica. En van 
reclamaron los Obispos. Algunos prohibieron a sus clérigos asistir a los cursos universitarios y graduarse; otros, disimularon y dejaron que 
sus diocesanos prosiguieran los estudios teológicos y se licenciaran y doctoraran. 

Don Bosco se inclinaba hacia esta posición y así lo manifestaba al Obispo de Ivrea. Persuadido de que esta ley duraría muchos años, era 
del parecer de ((449)) enviar clérigos o sacerdotes, de probada virtud e ingenio, para obtener títulos, especialmente los necesarios para las 
diversas ramas de la enseñanza en colegios, liceos y aún en la universidad. Bastaba prepararles y ayudarles para que pudieran esquivar los 
peligros de pervesión que se temían. 

Añadía que éste era el único medio para que la Iglesia pudiera influir indirectamente en la instrucción pública: porque, al mermar el 
número de los actuales maestros de óptima eficacia, vendrían otros a ocupar su puesto, pero inficionados de falsos principios. Actuar de 
otro modo era, en fin de cuentas, dejar a la juventud en manos de los adversarios. 

Mientras pensaba tan sensatamente en el porvenir, aumentaba más y más su celo por el Oratorio. Precisamente, para impedir que los 
muchachos, especialmente los menos asiduos y menos dóciles, perdieran el tiempo durante la semana, en medio de la barahúnda de las 
plazas, se convenció de que no había medio más eficaz para atraerlos que preocuparse con más diligencia de su instrucción. Amplió, pues, 
las escuelas nocturnas, llegando a tener más de trescientos alumnos. Redobló sus esfuerzos con 
insuperable abnegación: pasaba sucesivamente de una a otra clase para que todos trabajaran con fruto y, mientras tanto, elegía y adiestraba 
nuevos maestros. Ya no quedaban ni trazas de los antiguos desórdenes. 

Pero no eran sólo muchachos los que acudían a las clases. Por invitación de don Bosco asistía a ella casi un centenar de adultos, 
analfabetos, con barba y bigote en su mayoría. Se reunían en una sala aparte; don Bosco mismo comenzó a instruirlos y ellos lo escuchaba 
con docilidad infantil. Tenía un método particular y curioso para enseñar el alfabeto, acompañándolo con agudezas originales y 
comparaciones amenas, que alegraban a los alumnos y grababan en su mente las letras que él ((450)) escribía en la pizarra. Dibujaba, por 
ejemplo, una O; partíala después por medio, de arriba abajo: la parte de la izquierda era una C y la de la derecha una D. Y así procedía 
trazando líneas rectas y curvas, borrando y añadiendo, pero manteniendo 
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siempre un orden lógico para no engendrar confusión en sus mentes. 

Cuando había concluido todo el alfabeto con tales industrias, agurpaba las letras en sílabas y formaba las palabras. A veces, algunos de 
sus maestrillos, Santiago Bellia entre otros, se ausentaban momentáneamente de su sección para espiarlo y recrearse con sus inventivas. 

Sus alumnos, aunque no avezados al ejercicio mental, aprendían maravillosamente, y al poco tiempo sabían leer, y luego escribir, con 
bastante corrección. Nunca daba clase sin un poco de catecismo. Sabía interrumpir la clase, o aguardar al final de la misma, para contar 
hechos ejemplares que inculcaban en los corazones la piedad o el amor a una virtud. Terminaba siempre la clase con una canción religiosa 

Cuando los desbastó lo suficiente, cedió su cátedra a Santiago Bellia, que andaba por los dieciséis años, y al que aquellos buenos 
mozarrrones prestaban toda su atención. Pero don Bosco iba a visitarlos de vez en cuando y les daba alguna lección de caligrafía y de 
aritmética. Especialmente de aritmética, sobre todo desde que, el quince de diciembre, el ministro de agricultura y comercio invitó a los 
obispos a que cooperaran en la divulgación del sistema métrico decimal y lo hicieran enseñar en los seminarios. Esta clase tenía mucha 
importancia en sus planes de prudente defensa. 

Sus alumnos adultos, que fueron creciendo en número durante los años siguientes, dábanle gusto en lo que él tenía tan a pecho, esto es, e 
ayudarle a salvar sus propias almas: se aficionaron a las funciones sagradas y, a no tardar, se les vio, ((451)) mezclados con los alumnos 
internos, en el coro o en el presbiterio cantando los salmos y las antífonas de las vísperas. Y don Bosco, en tanto, se daba maña para busca 
un amo a los que andaban sin trabajo y hasta socorría económicamente a los que tenían necesidad. 

Reinaba una paz perfecta en el Oratorio de San Francisco de Sales. En los últimos meses del año, algunos de los antiguos cooperadores d 
don Bosco, eclesiásticos y seglares, temieron que, al renovarse las divisiones, acabaran ésas por malograr la tan bien encaminada obra de 
los Oratorios Festivos. En consecuencia, proyectaron agrupar los ya existentes y los que se fueran fundando, como en una confederación, 
dependientes de una especie de asamblea directiva, la cual debía tutelar los intereses materiales y espirituales y actuar como juez en las 
cuestiones que pudieran surgir entre ellos. Existían en Turín, por entonces, contando el de Valdocco, tres Oratorios destinados 
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a la clase popular. El de San Luis de Puerta Nueva, el cual, aunque fundado por don Bosco, se intentaba convertirlo en autónomo, dado qu 
alguno de los Teólogos que lo dirigían habían manifestado deseos de actuar independientemente. El tercero era el de Vanchiglia, suburbio 
no distante del Po, cuyos vecinos eran en su mayoría pobres y que pertenecía entonces a la parroquía de la Anunciación. Lo separaba de la 
ciudad la calle de San Mauricio, hoy bulevar Regina Margherita, que cruza el barrio con sus hermosas viviendas. Había unos inquilinos en 
un grupo de casas, llamado el Moschino, que daban mucho quehacer, día y noche, a la policía. Allí mismo el sacerdote don Juan Cocchis, 
entonces coadjutor de la Parroquia, había comenzado a reunir en 1840, con una finalidad análoga a la de don Bosco, a un grupo de 
muchachos en unas habitaciones del Moschino. Posteriormente, el 23 de febrero de 1847, arrendaba un patio con dos ((452)) sotechados 
que daba a la calle San Lucas, por ochocientas liras al año. Eran sus propietarios el abogado caballero Luis Daziani, gobernador de Sassari 
diputado y después senador y el abogado Alejandro Bronzini Zapelloni. Allí se reunían muchos jóvenes ya mayores para hacer gimnasia, 
maniobras militares y juegos similares. Era singularmente famoso el juego del salto, por lo que los muchachos que iban a aquel Oratorio, o 
recreatorio si se quiere, solían decir: -Andouma ai saüt d'don Cocchis: Vamos a los saltos de don Cocchis-. Y así, de esta forma, el 
industrioso sacerdote los tenía alejados de diversiones peligrosas e inmorales, lo cual ya era una ventaja. Su empresa le valió las simpatías 
ayuda de la marquesa Barolo, del marqués Roberto d'Azeglio y de Gabriel Cappello, apodado Moncalvo. 

Se pretendía, pues, a toda costa, que don Bosco se asociase con don Juan Cocchis, el cual, aunque de comportamiento irreprochable, 
andaba, al igual de muchos otros buenos sacerdotes, enardecido con las ideas políticas; y don Bosco no quería, ni quiso nunca, saber 
absolutamente nada de eso. Pero cada día corrían nuevas noticias que aumentaban estas pasiones, más apagadas después de la derrota de 
Carlos Alberto y al mismo tiempo encendidas con la esperanza de una revancha. Los sicilianos habían arrojado de toda la isla, salvo de la 
ciudadela de Messina, a las tropas napolitanas. En Roma se pretendía que el Papa declarase la guerra a Austria y los austríacos, que habían 
intentado ocupar Bolonia, habían sido atacados con bravura por los ciudadanos, que les obligaron a retirarse. El Gran Duque de Toscana y 
no podía gobernar: la plebe, encendida en odio por Gavazzi contra el clero y el ejército, promovía tumultos sangrientos. 
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Venecia conservaba enhiesta la bandera de la independencia en medio de su laguna, bloqueada por los enemigos atrincherados en tierra 
firme. En Italia ((453)) resonaban continuamente los gritos de íFuera el extranjero! íViva Pío Nono! Pero las sectas dominantes trabajaban 
sin descanso para proclamar la república italiana. Austria, a su vez, cubierta de ruinas y cadáveres, parecía estar reducida muy pronto a la 
impotencia. Hungría había declarado una guerra atroz contra Croacia, a la que quería someter. Viena se había rebelado y fue socorrida 
inúltilmente por el ejército húngaro, ya que después de sufrir sangrientos asaltos y bombardeos, del seis al treinta y uno de octubre, tuvo q 
abrir sus puertas a las fuerzas imperiales. El dos de diciembre renunciaba al trono el emperador Fernando y le sucedía su sobrino Francisco 
José. En Hungría se proclamaba la república y emprendía una guerra espantosa contra los ejércitos austríacos, que duraría hasta septiembr 
del año siguiente. 

»Cómo era posible que las cabezas enardecidas de Turín cambiaran de opinión, o al menos la conservaran para sí mismas dentro de la 
continua lectura de periódicos que de mil modos defendían fogosamente las aspiraciones que se creían legítimas y santas? 

Y don Bosco, a quien no gustaban las satisfacciones que distraían los ánimos de una misión verdaderamente apostólica, no quería volver 
repetir una experiencia que ya le había producido amargas consecuencias. 

Entre tanto sus amigos formaron una comisión. Estaban entre ellos el señor Durando, sacerdote de la Misión, el teólogo Ortalda y el aba 
Peyrón y era uno de los miembros más destacados el canónigo Lorenzo Gastaldi. Quería el Canónigo convencer a don Bosco para que 
admitiera aquel proyecto, se sujetara a dicha comisión y se sometiera a las reglas o estatutos que le serían propuestos. Le aseguraba al 
mismo tiempo que la misma comisión le ayudaría económicamente y de otras maneras, con gran ventaja para su Obra. Se intentaba, en un 
palabra, reducir a don Bosco a la situación de simple Director de Valdocco. 

((454)) Se celebró una conferencia preliminar y plenaria, que fue la primera y la última. Cuando don Bosco oyó los razonamientos del 
canónigo Gastaldi, observó, en primer lugar, que no era conveniente semejante alianza. Y añadió: 

-Comencemos por el Oratorio de Vanchiglia: don Juan Cocchis está entusiasmado con la gimnasia; para atraer a los muchachos les hace 
manejar palos y fusiles; pero en su Oratorio casi no existen funciones de iglesia. Yo, en cambio, procuro que nuestro palo sea la 
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palabra de Dios y que las otras armas sean la confesión y la comunión frecuente. Considero las diversiones como un medio para llevar a lo 
muchachos al catecismo. Los otros distintos jefes de Oratorio, todos, quién más quién menos, están entrometidos en cuestiones políticas y 
su predicación es a menudo más que una instrucción, una arenga patriótica. Yo no quiero inmiscuirme en la política de ningún modo. 
»Cómo, por tanto, va a ser posible poner de acuerdo a hombres de opiniones contrarias y que emplean medios tan distintos? Sin embargo, 
yo no condeno a ninguno..., y deseo se me trate con la misma medida... Hagamos por tanto así: Omnis spiritus laudet Dominum! (íTodo 
espíritu alabe al Señor!). Usted, señor canónigo, tiene ya su plan: póngalo en práctica y haga el bien: no le faltarán ocasiones para fundar 
nuevos Oratorios. Yo tengo también mi plan: veo sus conveniencias y los medios con que cuento y voy adelante: vaya cada cual librement 
por su camino. Lo que importa es hacer el bien. Además, necesito autonomía y, si debo rodearme de muchos jóvenes, necesito sacerdotes, 
clérigos, hombres que dependan totalmente de mí y no de otros. 

-Por lo visto, observó el señor Durando, usted quiere fundar una congregación. 

-Congregación o lo que fuere; yo necesito erigir Oratorios, capillas, iglesias, catecismos, escuelas, y sin un personal a mi disposición, no 
puedo hacer nada. 

((455)) -Pero, »cómo se las va a arreglar para meterse en empresas de ese tamaño? Harían falta locales y dinero en cantidad. 

-íNo harían falta! Se necesitan..., íy se conseguirán! 

El señor Durando se levantó y dijo: 

-Entonces ya no es el caso de seguir exponiendo razones. 

Y así terminó aquel intento, inspirado en deseos laudables, pero no acertados. Se llamó testarudez a su constancia, fue tomado a chacota 
hasta por sus amigos más íntimos, pero él siguió impertérrito su plan. No mucho más tarde, contaba él mismo este episodio a alguno de su 
primeros clérigos y repetía lo que ya había dicho muchas veces; sus propias palabras, conservadas por escrito, llegaron hasta nosotros: 

-No me desalentaba por nada, pues yo sabía, y ése era mi consuelo, que el Señor continuaría y completaría su Obra por medio de los 
mismos muchachos, educados en el Oratorio; sobre el frontis de una casa, construida más tarde en el espacio ocupado por el edificio 
Pinardi, y que tenía la forma actual, antes de que éste existiera, había yo visto con caracteres cubitales: Hic nomen meum; hinc inde 
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exibit gloria mea... (Aquí mi nombre; de aquí saldrá mi gloria...). Y siempre he seguido adelante con el pensamiento de que pronto tendría 
quien me prestara ayuda. 

-»Y de quién eran estas palabras?, preguntaron los clérigos. 

-Eran del Señor, respondió. Ya las habría mandado yo escribir sobre esta casa, si no fuera por no dar ocasión a algun o de tacharnos de 
soberbios. 

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((456)) 

CAPITULO XLII 

COMPRA DE LA CASA MORETTA -PIO IX HUYE DE ROMA -AMENAZAS DEL PERIODICO OPINION A LOS OBISPOS 
MUERTE DEL TEOLOGO GUALA -EL MINISTERIO DE GIOBERTI -REVENTA DE LA CASA MORETTA 

LA inscripción que don Bosco había visto en sueños HINC INDE indicaba claramente del lado de acá y del lado de allá de la calle de La 
Jardinera. Y del lado de allá estaba el campo donde después se construyó la iglesia de María Auxiliadora y la casa Moretta. Esta tenía 
bodega, cuadra, nueve habitaciones habitables en la planta baja, y dos escaleras para subir al piso superior, donde una larga galería daba 
acceso a otras nueve habitaciones. Cerca había un pozo de agua potable. La casa tenía por delante y por detrás una extensión de terreno co 
prado. Toda la propiedad medía cincuenta y ocho tablas, dos pies y diez onzas, equivalentes a 0,2219 hectáreas. Al levante, confinaba esta 
propiedad con el famoso prado de los hermanos Filippi, sobre el cual caía la puerta principal: al sur, con la propiedad del señor Rocci; al 
oeste, con la calle Valdocco y al norte, con un prado, en parte del Seminario y en parte del señor Rocci, que don Bosco había visto en 
sueños. El sacerdote Juan Antonio Moretta, dueño de esta casa, había muerto en el 1847 y su albacea testamentario la había sacado a 
pública subasta. 

Ya hemos dicho que, según crecían día a día los peligros de perversión para los incautos muchachos, don Bosco, el teólogo ((457)) Bore 
y sus ayudantes, acrecían también su ardor y su celo por hacerles el bien. Don Bosco había visto más clara que nunca la necesidad de acog 
un número mayor en su comenzado hospicio y de asegurar más y más la obra del Oratorio festivo. Deseaba además aumentar las escuelas 
nocturnas, especialmente las de adultos; y lo iba consiguiendo, como ya ha constatado el lector. Para ello había intentado comprar toda la 
casa Pinardi, pero no le había sido posible, porque aquel señor, aunque había rebajado sus pretensiones, pedía 
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nada menos que sesenta mil liras, precio verdaderamente exorbitante todavía. 

En tan buena ocasión se ponía en venta la casa Moretta y don Bosco estaba resuelto a comprarla a cualquier precio. Por esto, el 9 de 
marzo de 1848 acudió a la subasta, valorada de entrada en diez mil liras. El fue pujando, de ciento en ciento, hasta llegar a las once mil 
ochocientas liras. Como éstas no fueron superadas por ningún otro, le fue adjudicada la propiedad de todo el inmueble. El primero de abri 
entró en posesión del mismo con la intención de trasladar allí el Oratorio, ensanchar el 
hospicio y poder disponer de locales para hospedar con más facilidad a los forasteros. Siempre tuvo para ellos un gran corazón; sentaba a s 
mesa aún a personas extrañas, con la esperanza de proporcionar algún bien a su cuerpo y a su alma con tal acogida. 

El cuatro de diciembre, otorgaba el notario Galeazzi escritura de adjudicación de la subasta del nueve de marzo. Don Bosco entregaba a 
cuenta solamente seiscientas una liras con setenta y cinco céntimos y trescientas noventa y seis liras con veinticinco céntimos, de intereses 
anticipados, señal segura de que se encontraba en estrecheces. Pero elevaba hasta treinta el número de internos, elegidos entre los más 
abandonados y en mayor peligro. 

Mientras don Bosco andaba ocupado en esta empresa, en la capital del mundo católico se habían desarrollado gravísimos 
acontecimientos. ((458)) Los revolucionarios, que deseaban deshacerse del Príncipe de Roma para echar por tierra la autoridad del Papa y 
derribar la Cruz, después de apuñalar a plena luz del mediodía del 15 de noviembre a su primer ministro Peregrino Rossi, incitaban al 
pueblo a inicuas pretensiones y a la rebelión. 

Una turba de sectarios y sus secuaces rodea el palacio del Quirinal, morada del Papa. Desarma la guardia, asesta los cañones, amenaza 
con el saqueo. Los rebeldes, armados de fusiles, acribillan a balazos el palacio y monseñor Palma, secretario de Pío IX, herido en la frente 
cae muerto junto a él. 

En aquel trance supremo, »qué partido tomará el Papa? »Huir? »Entregarse prisionero y ser víctima de los rebeldes? 

Pío IX dudaba si debería permanecer en Roma, aún a costa de su propia vida, o si debería salvarse huyendo. Unas horas antes había 
recibido un precioso regalo de Francia, con una carta que parecía providencial. Consistía el regalo en un pequeño copón, dentro del cual P 
VI había llevado consigo el Santísimo Sacramento como compañero y ayuda, cuando en 1799 los franceses le sacaron de 
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Roma y se lo llevaron a través de los Alpes a morir prisionero en la ciudad de Valence. La carta era de monseñor Pedro Chatrousse, obispo 
de dicha ciudad, el cual acompañaba el referido regalo, diciéndole entre otras cosas: «Heredero del nombre, de la sede, de las virtudes, del 
valor y casi hasta de las mismas tribulaciones del gran Pío VI volved Vos, Santísimo Padre, a honrar esta pequeña, pero importante reliqui 
que espero no tenga que servir para el mismo uso. Con todo, »quién puede descubrir los ocultos designios de Dios en las pruebas, que su 
Providencia prepara a Vuestra Santidad?»1 El ((459)) Vicario de Cristo recibió aquel don y aquella carta como un aviso del Cielo, y 
dejando de lado toda duda, decidió ponerse a salvo y librar del peligro la 
dignidad de la Santa Sede, mediante la fuga, llevando a la práctica el precepto que Jesucristo nos dejó en el Evangelio, con estas palabras: 
Cum persequentur vos in civitate ista, fugite in aliam (cuando os persigan en una ciudad, huid a otra).2 

Así que el veintitrés de noviembre, por la noche, cuando el tiempo nuboso y la oscuridad parecían imposibilitar la partida del Soberano d 
Roma, Pío IX entra en su Oratorio privado, hace una fervorosa oración a Jesús crucificado, recomendándole a su Vicario. Después se 
levanta, se quita las insignias y, disfrazado y acompañado por un familiar, con una linterna en la mano, entra por una puerta secreta, 
atraviesa largos corredores y, con la ayda del Cielo, logra burlar la vigilancia de los esbirros. En un lugar convenido encuentra al conde 
Spaur, embajador del rey de Baviera, que lo sube a su carroza y lo conduce al reino de Nápoles. Pío Nono llegaba sano y salvo a Gaeta el 
veinticinco de noviembre por la tarde. 

Así resultó que dos príncipes que, al decir de sus adversarios habían iniciado la era de la libertad, fueron los primeros en experimentar la 
amargas consecuencias. 

Si el infortunio del legítimo y amado Soberano apenó profundamente a los muchachos del Oratorio, las inicuas perfidias cometidas cont 
la persona del Vicario de Cristo, llenaron su alma de indecible dolor. En su lugar contaré la prueba de amor filial que le hicieron llegar a s 
destierro y cómo él les recompensó. 

((460)) Los obispos del Piamonte ordenaron oraciones públicas y escribieron bellísimos conceptos sobre la autoridad pontificia y los 
males que vendrían sobre Italia, al ser desposeído el Papa de sus estados. Escribieron, además, al Pontífice expresándole su dolor por el 

1 Condesa SPAUR. Relación del viaje de Pío Nono a Gaeta. 

2 Mat. X, 23. 
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destierro, admirándole, consolándole, y asegurándole que el clero y el pueblo estaban con él; ofreciendo sus plegarias, pidiendo bendicion 
para él, consejo y aliento en tan grandes y tan continuas luchas. El partido liberal y sectario intentó reducirlos al silencio, amenazándoles a 
desde el periódico Opinión: 

«Por fin las riendas del Gobierno estarán en manos de quienes decididos a arrancar el mal de raíz, castigarán a aquellos pastores que... 
quisieron dejar la vara mística para intrigar con seducciones y maquinaciones en pro de un partido antinacional». 

Se precisaba todo el descaro calumniador de un sectario para escribir aquellas frases que descubrían una inminente persecución. 

A estos motivos de honda pena para don Bosco, se añadía otro. El seis de diciembre moría el teólogo Guala, a la edad de setenta y tres 
años, resignado a la voluntad de Dios y contento porque dejaba su institución en manos de don José Cafasso, nombrado hacía poco tiempo 
rector de la iglesia de San Francisco de Asís. Se celebró un solemnísimo funeral, al que asistieron más de cuatrocientos sacerdotes 
revestidos de roquete; no faltó don Bosco. En medio de un duelo general fue llevado al cementerio y 
sepultado en un terreno que él mismo había comprado. Dejaba en testamento a don José Cafasso heredero de todos sus bienes, que 
alcanzaban a varios centenares de miles de liras; este capital, unido a otras grandes sumas de dinero que le entregaban muchas personas 
caritativas y acaudaladas, le permitían poder socorrer con largueza a los pobrecillos y a todas las obras de caridad y de religión. 

En tanto, la política seguida por el Gobierno no ofrecía nada bueno a la Iglesia ni al Estado. 

((461)) EL dieciséis de diciembre de 1848, Vicente Gioberti era nombrado Presidente de Ministros, con la cartera de Asuntos Exteriores 
Con el deseo y la necesidad de encontrar apoyo para la guerra que se estaba preparando contra Austria, se dirigió a París en busca de ayud 
de la República Francesa. Pero fue en vano. Esta negativa fue una de las razones que aconsejaba al gobierno piamontés acercarse de nuevo 
al Papa. Había que impedir a Pío Nono que pidiese ayuda extranjera para restaurar su gobierno y, al mismo tiempo, no permitir que el 
movimiento republicano suplantara a la monarquía. Mandó, por consiguiente, embajadores a Gaeta invitando al Papa a volver a Roma, 
escoltado y custodiado por las tropas piamontesas, y a conservar el ministerio democrático que allí se había formado y, si esto no era 
posible, que se eligiera a su gusto una ciudad de los Estados Sardos, donde fijar su morada. Como el Papa no asintió a ello, 
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Gioberti decidió ocupar Ancona; pero Carlos Alberto no lo permitió. Entonces determinó que entraran en Toscana, agitada por los 
republicanos, las tropas saboyanas, para devolverla al Gran Duque; pero como los otros ministros se opusieron a su plan, el 22 de febrero 
1849 caía precipitadamente del poder ministerial para no volver a levantar cabeza. Es probable que él no quisiese adherirse enteramente a 
las órdenes de la secta. 

Gioberti se inclinaba a reforzar las ideas de orden y moderación y esto no lo aprobaban sus colegas ministeriales. Estos habían preparado 
en las fiestas navideñas, que los muchachos del Oratorio celebraban con la devoción y solemnidad de costumbre, un aguinaldo poco 
agradable al clero. 

El 25 de diciembre de 1848 el ministro Urbano Ratazzi se atrevía a enviar una gran reprimenda a todos los obispos del reino con una 
circular, recordándoles que en sus escritos, en sus pastorales y en sus comunicaciones, debían abstenerse de cualquier expresión ((462)) qu 
pudiera ser interpretada contra las personas revestidas de autoridad política y que, cuando quisieran tratar materias de esta índole, debían 
conformarse con los propósitos, intenciones y deliberaciones del Gobierno. 

Aquel mismo día dirigía el Ministro de Hacienda, Vicente Ricci, a los directores de la hacienda pública una carta confidencial en la que 
decía: «Urge al Gobierno tener exacto conocimiento de los bienes que poseen las corporaciones religiosas, el Provisorato General, las 
prebendas episcopales, los cabildos e instituciones similares». Pedía, además, averiguaran el número y dimensión de todas las campanas d 
las iglesias, el número y calidad de los objetos de culto en oro, plata u otro metal 
precioso. Recomendaba, finalmente, cumplir estas órdenes con cautela y circunspección. Pero, el Gobierno por entonces no procedió más 
allá. 

No dejaban, sin embargo, de intentarse, con perjuicio para el clero, nuevas confiscaciones y nuevos impuestos: y simulando todavía algú 
respeto a la inmunidad eclesiástica, el Ministerio se ponía al habla con el Nuncio Apostólico para obtener que la Santa Sede concediese al 
clero participar en el emprésito obligatorio destinado a pagar las deudas de guerra, que alcanzaban los setenta y dos millones ciento noven 
y tres mil liras. 

Así terminaba el 1848. Y el 1849 no dejaba presagiar tiempos mejores. Don Bosco, por su parte, experimentaba un gran consuelo al ver 
ampliada su obra con la adquisición de la casa Moretta. La divina Providencia, sin embargo, sólo le permitía servirse de ella 
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durante poco más de un año, porque era la casa Pinardi, y no otra, la destinada a ser la sede del Oratorio festivo y del internado. En efecto, 
él había empezado a adaptar las distintas dependencias de la nueva casa a las necesidades de la obra. Pero, después de algunas 
exploraciones, se comprobó que los muros, por el ((463)) mal material y la defectuosa construcción, no resistían los trabajos que se 
proyectaban y no hubo más remedio que suspenderlos. Además, se precisaba desembolsar una gran suma para la adaptación que se 
proyectaba, cuando aún no estaba pagada la mayor parte de lo que se debía por la compra, a saber, más de once mil liras, y corrían los 
intereses. Al mismo tiempo, era preciso proveer a todo lo necesario para la manutención de sus jóvenes. El aumento de impuestos, los 
negocios mermados, la apremiante necesidad de socorrer a las familias de tantos soldados muertos en batalla, la creciente miseria que se 
dejaba sentir entre la gente del pueblo, distraían muchas limosnas que antes recibía él. Y viendo que no era posible tener tan presto una ca 
segura, donde mejor cimentar y agrandar su Institución, se resignó a esperar tiempos mejores. Decidióse, pues, a revender la casa Moretta. 
Dividióla en dos lotes, lo mismo que los terrenos contiguos, cedió todo a diversos compradores y consiguió una notable ganancia. La 
primera reventa se hizo el 8 de marzo de 1849 y la segunda el 10 de abril. Las demás, el primero de junio. Así se libró de la deuda y aún le 
quedó un remanente para atender por algún tiempo a las necesidades de su hospicio. 
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((464)) 

CAPITULO XLIII 

UNA ESCUELA DE MORAL EN EL ORATORIO -ALIENTOS DEL ARZOBISPO -SACERDOTES ILUSTRES VAN A ESCUCHA 
A DON BOSCO -CONSEJOS PARA CONFESAR A LOS MUCHACHOS -ALGUNAS NORMAS PARA LA PREDICACION 
CLAUSURA DE LA RESIDENCIA SACERDOTAL -REUNIONES DE TEOLOGOS -AMOR CONSTANTE DE DON BOSCO POR 
LOS ESTUDIOS ECLESIASTICOS 

DECIA don Bosco el 1876 a don Miguel Rúa, don Celestino Durando y don Julio Barberis: 

-Cuando fijé mi morada en Valdocco llenaban mi mente dos o tres cosas: la juventud y cuanto a ella se refiere, el ejercicio del sagrado 
ministerio y el estudio de la moral. 

Hay que poner de relieve, por tanto, su perseverancia en este estudio, en la que deben inspirarse sus discípulos sacerdotes, si quieren 
alcanzar enteramente la meta de su vocación, para salvar su alma y la de los fieles. No hay que ilusionarse. «No tener ciencia no es bueno 
para el alma; el de pies precipitados se extravía».1 Don Bosco era maestro en esta ciencia. 

((465)) Algunos sacerdotes, compañeros de la Residencia Sacerdotal y otros amigos suyos, todavía seminaristas cuando él fue ordenado 
sacerdote, conocedores por testimonio de don José Cafasso de lo muy experto que él era en teología moral, aún cuando estudiaban moral 
como externos en la Residencia, acudían al principio al Refugio y después, en días fijos, a la casita Pinardi, para que les repasase las 
enseñanzas recibidas. Lo que más les atraía era la extraordinaria habilidad de don Bosco para dar con la clave de las cuestiones y con ella, 
una vez bien asentados los principios básicos, entrar fácilmente en las múltiples y variadas consecuencias de los casos prácticos. Los 
oyentes eran en su mayoría sacerdotes, deseosos de hacer estudios rápidos y pasar pronto el examen de confesión, para ir de capellanes, 
maestros de escuela o coadjutores a algún pueblo. Monseñor Fransoni había animado mucho a don Bosco para que diera estos repasos. 

1 Prov. 19, 2. 
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Porque él, además de la ciencia, transfundía a sus oyentes el fuego que ardía en su corazón por el sacramento de la confesión; les animaba 
trabajar con todo empeño en la salvación de las almas; les exhortaba a estar dispuestos a acudir al confesionario a la primera llamada. Y, a 
veces, le hemos oído decir: «Que es de desear que un sacerdote coma en tal cantidad que, media hora después de haber terminado de come 
esté dispuesto a sentarse en el confesionario sin molestia alguna». Y él hacía lo que aconsejaba a los demás, recordando las normas que do 
José Cafasso acostumbraba dar a los sacerdotes: 

-»Queréis que se frecuente la confesión en vuestras iglesias? Haced dos cosas: 1.ª Hablad de ella con frecuencia desde el púlpito. 2.ª Dad 
comodidad a los fieles para confesarse. Si lo hacéis así, estad seguros de que el pueblo frecuentará este sacramento. 

((466)) Acudían asiduamente a escucharle los teólogos Nasi, Trivero, Carpano, Giordano, los dos Vola, los sacerdotes Rademaker, 
Deamicis, Palazzolo, Giacomelli y muchos otros. Asistía a veces el teólogo colegiado Eugenio Galletti, más tarde Obispo de Alba. 
Monseñor Solari, que estudió con él la moral, nos aseguraba que gracias a un maestro tal, llegó a aprenderla muy bien. Agregaba que 
algunos de los mentados personajes, muy versados en teología, asistían a aquellas clases, porque don Bosco trataba siempre de un modo 
especial los puntos relacionados con la juventud y la manera de confesarlos con soltura y provecho. Al exponer los casos de conciencia, 
enseñaba a preguntar, a juzgar sobre la culpabilidad, a quitar las ocasiones próximas, cerciorarse de sus disposiciones, dar la instrucción 
necesaria a los más rudos. Era una maravilla su manera de hacer fácil y breve la confesión. Y al mismo tiempo, enseñaba de mil modos la 
prudencia en el hablar. No quería, por ejemplo, que el confesor preguntase a un muchacho que se confesaba de haber dicho blasfemias qu 
palabras injuriosas había pronunciado contra el nombre de Dios, sino que más bien se le preguntara: 

-»Has dicho algo malo contra el Señor? Y esto porque le causaba horror poner en labios del sacerdote la misma frase blasfema. 

Recomendaba además encarecidamente no se hiciese odiosa y pesada la confesión con impaciencias y riñas; porque entonces los 
muchachos no se atreven a hablar y así se amontonan sacrilegios sobre sacrilegios, sino procurar, con mucha caridad, ganarse su confianza 
Insistir, sin embargo, en que se usara con ellos una gran reserva en el trato; de ordinario, no confesarlos en lugares apartados sin testigos; n 
acercar nunca demasiado la persona; jamás caricias 
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melosas de ningún género y bajo ningún pretexto. La única palabra que debía abrirles el corazón era la que expresara un verdadero deseo d 
salvación del alma. ((467)) Don Bosco poseía un verdadero tesoro de estas palabras y las sugería a sus voluntarios discípulos: lo mismo qu 
aquellos sentimientos breves e incisivos como una saeta, con los que movía el corazón al dolor. 

En estas conferencias daba también normas sobre la manera de predicar y enseñar el catecismo al pueblo y a los muchachos. No querem 
repetir lo que él decía, pues ya hemos hablado de esto en otro lugar. Con todo, añadiremos dos cosas. La primera es que, según la 
costumbre, defendida por toda la diócesis, él prefería entonces qeu se predicara en dialecto piamontés, para que le resultase fácil al auditor 
entender la palabra de Dios. Por esto, desde 1841 a 1850, lo mismo que él que sus colaboradores no empleaban más que el piamontés. 
Después, cuando aumentaron las clases y acudieron muchachos de todas las partes de Italia y aún de otras naciones, adoptó la lengua 
italiana que se usaba en toda la península. Pero, en el Oratorio, la mayor parte de las instrucciones de la tarde, casi hasta 1865, siguieron 
dándose en dialecto, sobre todo porque a los jóvenes les resultaban agradables los chistes graciosos y los refranes populares que tanto 
menudeaban. Don Bosco quería que los muchachos entendieran y aprendieran. En su Reglamento para los Oratorios Festivos, entre los 
sabios avisos que da a los oradores sagrados, insiste en la importancia de exponer con mucha claridad las verdades eternas. 1 

1 Temas para los sermones y pláticas. 1. Los temas para los sermones y pláticas morales deben ser elegidos y adaptados a la juventud y, 
por cuanto se pueda, deben ir mezclados con ejemplos, semejanzas y apólogos. 2. Tómense los ejemplos de la Historia Sagrada, de la 
Historia Eclesiástica, de los Santos Padres o de otros autores acreditados. Pero evítense las anécdotas que puedan suscitar el ridículo sobre 
las verdades de la fe. Las comparaciones agradan mucho, pero es necesario que sean de cosas conocidas o fáciles de conocer por el 
auditorio, que estén bien estudiadas y tengan una aplicación clara y adaptada a los individuos. 3. Procúrese que los ejemplos ((468)) sirvan 
sólo para confirmar las verdades de la fe que deben ser probadas con anterioridad. Las comparaciones, a su vez, serán sólo el medio para 
aclarar una verdad probada o que se ha de probar. Los sermones háganse en italiano, pero del modo más sencillo y popular que fuere 
posible y, donde sea necesario, empléese también el dialecto de la provincia. No importa que asistan muchachos y otros oyentes, que 
comprendan el italiano elegante; el que comprende un discurso elegante entiende el popular y también el piamontés. 4. Los sermones no 
deberán pasar jamás de la media hora; porque nuestro San Francisco de Sales dice que es mejor que el predicador deje el deseo de ser oído 
que no el aburrimiento. La juventud particularmente necesita y desea escuchar, pero hay que industriarse para que no quede cansada ni 
aburrida. 5. Se ruega a todos los que se dignen venir a este Oratorio para predicar la palabra de Dios, sean lo más claros y populares posibl 
hablen, pues, de modo que, en cualquier momento de su discurso, sepan los oyentes qué virtud se está inculcando o qué vicio se está 
censurando. 
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((468)) La segunda cosa que no queremos omitir, es la recomendación que hacía de no aventurar jamás, ni predicando ni hablando en 
privado, las objeciones de los impíos contra la fe, para combatirla; cuando dichas objeciones no fueran universalmente conocidas y sólo en 
el caso de estar obligados a ello para mantener el honor de Dios. Basta afirmar y probar que Dios ha enseñado o mandado una cosa, y no 
turbar la sencillez de la fe de una alma. 

En cierta ocasión contaba un sacerdote a don Bosco, estando presentes algunos muchachos, el atrevimiento de cierto escritor protestante 
que llegó al extremo de inventar de pies a cabeza y publicar una larga y loca historieta contra el sacramento de la penitencia, que decía 
haber sido instituido para sus fines por el Concilio IV Lateranense: y daba los nombres y apellidos de los falsos personajes que, según 
decía, habían presentado, combatido y aprobado la propuesta. Don Bosco escuchaba en silencio pero, cuando se retiraron los muchachos 
dijo a ((469)) aquel sacerdote: 

-»Ha pensado bien antes de hablar el efecto que podrían causar sus palabras a los muchachos? »Se dio cuenta de lo atentos que estaban a 
su narración? 

-íYo hablé así para hacerles ver que la mentira es el arma de los enemigos de la religión! 

-»Y ha presentado usted pruebas? »Y las hubieran comprendido los muchachos? »Y qué necesidad había de narrar con tantos detalles, es 
patraña? Los disparates se entienden enseguida; pero se requiere mucho ingenio, tiempo y ciencia, para disipar las objeciones. A los jóven 
les hace mucho daño hasta un principio de duda; ciertas impresiones duran mucho tiempo y, en ocasiones, arrastran a la ruina. 

La escuela había tomado mayor incremento por el hecho siguiente. En la Residencia Sacerdotal se había infiltrado cierto mal espíritu. Lo 
sacerdotes jóvenes y los seminaristas se habían entusiasmado con las novedades políticas y la guerra contra Austria; a causa de la lectura d 
ciertos libros y determinados periódicos habían arraigado en la mente de muchos de ellos ideas, que no eran del todo ortodoxas, respecto a 
poder temporal y a las órdenes religiosas. En vano les había inculcado don José Cafasso paternalmente se mantuvieran ajenos a aquel 
movimiento, haciéndoles ver los males que se estaban gestando contra la Iglesia y la sociedad. Algunos, obstinados en sus opiniones, se 
acaloraban cada día más en sus discusiones y, tarareaban los himnos a Italia. 

Don José Cafasso hubiera cortado por lo sano, pero la prudencia, 
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exigida por las circunstancias especiales de aquellos tiempos, no se lo permitían. Cuando he aquí que, tan a punto, llegaba la petición del 
Gobierno para ocupar provisionalmente aquel local para alojar a los soldados; y los residentes, que pertenecían a distintas diócesis del 
Piamonte, fueron mandados a sus casas. 

Fue entonces cuando don José Cafasso rogó a don Bosco encarecidamente que continuara sus lecciones de moral ((470)) con los alumno 
que vivían en Turín y quisieran aprovecharse de ellas, y como posteriormente, al volver a abrirse la Residencia, ya no se dieron más 
lecciones públicas, para excluir a los alumnos externos, causa en gran parte de los desórdenes referidos, don Bosco acogió también en sus 
clases a algunos de ellos. 

Durante cerca de siete años, y sin retribución alguna, continuó don Bosco danto estas clases y manteniendo estos círculos de estudio. El 
canónigo Ravina, Vicario General, apreciaba mucho su saber. Cuando los que habían asistido a sus lecciones, se presentaban en la Curia 
para el examen de confesión y llevaban una tarjeta en la que don Bosco había escrito: sufficienter instructus (suficientemente instruido), la 
más de las veces se le concedía la patente, sin ningún examen. 

Casi como apéndice de esta clase había organizado don Bosco otra reunión semanal en Valdocco, para caminar siempre con prudencia e 
el desarrollo de sus Oratorios. Tomaban parte en ella personas insignes por su piedad y doctrina, tales como el teólogo Borel, el teólogo 
Roberto Murialdo, los dos hermanos Vola y también otros que frecuentaban la Conferencia y no fallaban nunca a la invitación de don 
Bosco. Su fin principal era el de estudiar los medios para trabajar siempre más y mejor en la santificación de los jóvenes y ayudarse 
mutuamente a vencer las dificultades que iba poniendo el enemigo de todo bien. El teólogo Félix Reviglio fue testigo ocular de estas 
conferencias. 

Don Bosco, pues, no cesó de refrescar los estudios de teología moral aún después de haber dejado aquellas clases. Frecuentemente, nos 
contaba monseñor Cagliero, proponía la solución de casos y cuestiones sobre principios teológicos a los más estimados teólogos de la 
ciudad; y a veces, después de serias discusiones, acababan por aceptar sus conclusiones. Procuraba también instruirse en Derecho Canónic 
por lo que, de cuando en cuando, entablaba discusiones con su amigo el canónigo Lorenzo Gastaldi, ((471)) quien, por haber hecho sus 
estudios en la universidad de Turín, sostenía algunas opiniones no conformes del todo con las doctrinas enseñadas en Roma. 
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A lo largo de su vida solía conferenciar con distinguidos canonistas, especialmente con el padre Rostagno, profundo conocedor de esta 
materia y que había sido profesor en la universidad de Lovaina. En las divergencias entre el Estado y la Iglesia, entre los obispos y las 
órdenes religiosas, se informaba, con todos sus pormenores, de los decretos y disposiciones de la Santa Sede y de los Concilios, y merced 
su portentosa memoria, enriquecía constantemente su saber con conocimientos que ya nunca 
olvidaba. Era ciertamente maravillosa la constante labor de la mente de don Bosco. 

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((472)) 

CAPITULO XLIV 

UN SALUDO DESDE LISBOA CON AÑORANZA DEL ORATORIO DE TURIN -MUERTE DE ANTONIO BOSCO -LIBROS 
MALOS Y TEATRO INMORAL -GRAVES INSULTOS AL CLERO Y A DON BOSCO -DIARIOS IMPIOS Y PROTESTAS DE LO 
OBISPOS -PREPONDERANCIA DE LOS DIARIOS SECTARIOS SOBRE LOS DIARIOS CATOLICOS -DON BOSCO IMPRIME E 
PERIODICO EL AMIGO DE LA JUVENTUD -SU FINALIDAD Y VENTAJAS CONSEGUIDAS -SUS CIRCULARES PARA 
OBTENER AYUDAS EN ESTA EMPRESA -CAUSAS DE SU RETIRADA DEL CAMPO PERIODISTICO -ENOJOSAS 
CONSECUENCIAS FINANCIERAS -DON BOSCO CONTRARIO A HACER POLITICA -UNA SOLUCION PARA DIFUNDIR LOS 
DIARIOS CATOLICOS -JUICIO DE DON BOSCO SOBRE LA LECTURA DE LOS PERIODICOS 

DURANTE el año 1849 hubo una mayoría de personas, hasta entonces aparentemente contrarias a las obras de don Bosco, que, al ver los 
magníficos resultados, cambiaron de opinión sobre é; además, su vida eminentemente ejemplar y llena de mérito, era una prueba evidente 
de la rectitud de sus intenciones. Aún cuando todavía ningún periódico, ni libro alguno hubiese hablado de lo maravilloso que resplandecí 
en don Bosco, ya era muy extendida la fama de que don Bosco alcanzaba gracias extraordinarias de la Virgen; más aún, que hacía milagro 
Don Miguel Rúa y don Ascanio Savio dan fe de cuanto afirmamos. 

((473)) Y la fama del Oratorio de Turín ya había sobrepasado los confines de Italia porque la noble familia Rademaker, tan íntima de do 
Bosco y que había experimentado los benéficos efectos de sus dones sobrenaturales, en agosto del año anterior se había embarcado en 
Génova, para volver a Portugal. La antigua amistad de estos señores, con el correr del tiempo acabó por llevar a los discípulos de San 
Francisco de Sales a su patria. Don Daniel Rademaker escribía a don Bosco desde Lisboa el 9 de enero de 1849, contándole su llegada a la 
capital, la buena acogida de sus parientes y amigos, después de tantos años sin verse; el lamentable estado de la religión en el 
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país; la salida de un barco de guerra puesto por el gobierno a disposición de Pío Nono; la enfermedad de la hermana, para quien también, e 
nombre de su madre, pedía fervorosas plegarias. Y concluía: 

«Jamás me olvidaré de su Señoría. Déme noticias suyas, porque no puede usted imaginar cuánto me interesan. »Goza de buena salud? 
»Prospera siempre el Oratorio de San Francisco de Sales? »Está muy concurrido? »Se hará también este año la fiesta de San Francisco de 
Sales, como siempre? El Oratorio de Puerta Nueva, dirigido por el teólogo Carpano, »se ve muy frecuentado? »Puede darme noticias de lo 
señores teólogos Vola, Bosio, Carpano, Borel, Palazzolo, Borghi?... Salude en nombre de mi madre a la 
señora baronesa Nasi y de mi parte al señor teólogo Nasi y a los otros teólogos más arriba nombrados... Antes de cerrar mi carta auguro a V 

S. toda suerte de felicidades, para el corriente año 1849, que quiera Dios sea un año de júbilo para la Santa Iglesia y no de tristeza o de lut 
como lo fue el pasado 1848». 
Desgraciadamente estos augurios no habrían de verificarse y para el mismo don Bosco comenzaba el año con ((474)) una gran pena. Su 
hermanastro Antonio, que iba de vez en cuando al Oratorio para visitar a mamá Margarita y a Juan, moría el 18 de enero. Tras unos días d 
sentir un malestar que no parecía de cuidado, murió casi repentinamente. Don Bosco, que estaba para ir a I Becchi, recibió por medio de s 
hermano José la infausta noticia. Y él, que no había dejado escapar ocasión para demostrar el más sincero afecto a su contradictor Antonio 
cuando murió se hizo cargo de sus dos hijos. A uno, llamado Francisco, lo llevó al Oratorio, le enseñó el oficio de carpintero e hizo de él u 
buen cristiano. El otro, que siguió en I Becchi, recibió la ayuda de don Bosco cuando fue necesario. Esta es la venganza de los santos, que 
no saben de rencores o antipatías. Don Miguel Rúa, que vivió por espacio de treinta años en santa intimidad con don Bosco, admiró siemp 
la bondad con que recordaba a su hermanastro y jamás le oyó lamentarse o hablar mal de él. 

Pero el dolor experimentado por la muerte de Antonio era nada en comparación de las apreturas que la impiedad de una prensa satánica 
causaban a su corazón. Protestantes y sectarios habían comenzado y continuaron años y años pervirtiendo con ella a los incautos. Casi tod 
las novelas, obras teatrales y composiciones poéticas, cuál más cuál menos, eran hostiles a la religión y a las buenas costumbres. Las 
canciones inmorales de Angel Brofferio andaban en mano de todos y se cantaban por doquiera. Se difundían libros sin 
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fin, que con grabados obscenos llevaban en triunfo los vicios más repugnantes. No se oían los vítores a Pío IX, y en cambio, se vendían 
caricaturas asquerosas del Papa. Un verdadero hormiguero de historiadores conspiraba para traicionar la verdad; se había propuesto 
defender la igualdad de cultos y la destrucción del catolicismo; desfiguraban los hechos referentes a la ((475)) religión; hacía aparecer a la 
Iglesia como perenne enemiga de la civilización, y al Papa como al enemigo de Italia. 

En los teatros, a su vez, se alentaban las pasiones más vergonzosas; y esto un día y otro. Abiertamente o bajo el velo de la alegoría, las 
representaciones volcaban el desprecio, la burla y las calumnias más envenenadas contra todos los órdenes de la jerarquía eclesiástica. En 
cambio los herejes y los sectarios aparecían en escena como héroes, leales, virtuosos, defensores del pueblo oprimido. 

Por tanto, nada extrañó que en plena calle fueran frecuentemente insultados los sacerdotes y los mismos obispos. No se salvó de ello don 
Bosco y en prueba, añadiremos a los casos ya contados, algunos más, de entre los muchos ocurridos en el transcurso de varios años. 

A veces se atrevían grupos de mozalbetes a llegar hasta el portón del Oratorio para plantar una pista de baile en el prado; y don Bosco 
salía él solo y se metía en medio de las parejas. Hubieran tal vez querido que les diera pretexto para armar alboroto con palabras fuertes e 
insultantes. Pero don Bosco les invitaba tan amablemente a retirarse y no perturbar sus funciones ya empezadas, que no se atrevían a 
contradecirle. Insistían, a veces, aunque débilmente, sobre su pretendido derecho, ya que estaban en la vía pública, y hacían todavía alguna 
contradanza; pero pronto cesaban y se iban a otra parte. »Quién daba a don Bosco poder tan grande sobre aquellas gentes sin educación? 

Narraba don Miguel Rúa que: «a veces, acompañándole por las calles o plazas de la ciudad, lo vio insultado por golfillos, chicos y 
grandes. El aguantaba todo con paciencia y, si podía, les dirigía una buena palabra. Mas, si por la distancia, por la baja ralea de los que 
insultaban, o por otra causa no podía, entonces proseguía su camino con toda calma sin manifestar el menor resentimiento». 

((476)) José Brosio añadía: 

«Cuando atravesaba don Bosco la avenida hoy llamada Regina Magherita, una turba de pequeños barrabases insultaba siempre al 
sacerdote, colmándole de insolencias o cantando coplas descaradas. Un día que yo le acompañaba por la avenida, oí que le voceaban con 
insultos tan irritantes que hubieran acabado con la paciencia del 
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mismo Job. Yo me recomía dentro de mí al oír tanta desfachatez y hubiera querido repartir unos buenos mamporros. Pero don Bosco, 
tranquilo del todo, no se daba por aludido. Al contrario, se paró y llamó a aquellos muchachos, que después de una breve duda, acudieron; 
él, tras corregirles amablemente con pocas palabras, compró a una vendedora de frutas, sentada en un banco próximo, unos preciosos 
melocotones y se los regaló a aquellos... amigos suyos, como él los llamaba». 

Los malvados buscaban afrentarle de mil modos. Una tarde, al oscurecer, volvían a casa don Bosco y don Juan Giacomelli, cuando 
llegaron al paseo de las Moreras, que daba a La Jardinera. De pronto don Bosco se para, porque había puesto un pie sobre la basura que 
llenaba todo el camino. Al mismo tiempo, algunos, escondidos detrás del seto vivo, gruñían como cerdos burlándose, dando a entender 
claramente que habían sido ellos los que, de propósito, habían puesto allí aquella basura. Don Bosco alzó la cabeza y se volvió hacia la 
parte donde continuaban los gruñidos. Don Juan Giacomelli le dijo: 

-No hay que preocuparse del que desprecia. 

-No; contestó don Bosco; íestoy en mi campo! 

Y conminó a aquellos pícaros a que callaran. Don Juan Giacomelli temía que se desataran en una tempestad de improperios obscenos, 
pero todos enmudecieron. No se oyeron más que las pisadas de muchos que huían precipitadamente. 

En otras ocasiones se presentaban al asalto del Oratorio, turbas de muchachotes que no lo frecuentaban. Lanzaban una tempestad de 
piedras que resonaban sobre el portón de entrada al ((477)) patio: y pasando por encima de la tapia, caían peligrosamente sobre los que all 
jugaban. Don Bosco, que no sabía de miedos o cobardías cuando se trataba de defender a sus alumnos, corría hacia la puerta de salida para 
acabar con aquel desorden. José Buzzetti intentaba detenerle, diciéndole que dejara hacer a aquellos mal nacidos, que ya se cansarían: pero 
que no se expusiera a sus piedras. Pero don Bosco no cambiaba su resolución; abría la puerta, después de mandar que nadie le siguiera, y é 
solo avanzaba entre la granizada de cantos e iba a reprender a aquellos granujas. Era maravilloso ver que ni una piedra le dio en ninguna d 
estas arriesgadas salidas; y al llegar junto a ellos, o bien se daban todos a una fuga precipitada, o bien, dejaban caer de sus manos los 
proyectiles, le esperaban y se dejaban persuadir para no repetir más el ultraje. Después de esto, don Bosco iba a sentarse sobre el caballón 
de un surco, en el lugar donde 
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hoy se levanta la iglesia de María Auxiliadora, como un centinela, para impedir la vuelta de los enemigos. Y era de ver cómo muchos de 
aquellos golfillos se le acercaban poco a poco y escuchaban con gran atención y complacencia lo que él empezaba a decirles con toda 
amabilidad. 

Toda aquella patulea de muchachos era ciertamente incitada a las ofensas por lo que oían repetir a los mayores en la calle y en su casa; y 
posiblemente también por la maldad de los emisarios protestantes. Pero los que no cesaban de atizar estos odios eran los periódicos 
anticristianos que aplastaban toda autoridad divina y humana. Sus furiosas y seductoras diatribas contra la Iglesia, el culto católico y las 
órdenes religiosas eran cosa de cada día. Las publicaciones humorísticas estaban plagadas de caricaturas sacrílegas. Los bandoleros de la 
pluma no respetaban ni el secreto personal, ni el santuario doméstico, ni las opiniones más sensatas, ni el honor más limpio; para ellos no 
había nada santo y venerando ((478)) que no fuera arrastrado por el fango y expuesto con vil maledicencia al ludibrio de las multitudes. 
Para indisponer a la opinión pública contra monseñor Fransoni, continuaban publicando contra él, que se encontraba lejos, infames patrañ 
y aseguraban que se valía de los tesoros de su Iglesia para ayudar a los enemigos del Rey. Tampoco don Bosco se libró de los malvados 
artículos de la Gazzeta del Popolo y del Fischietto, que solían llamarle en burla el Santo, el Taumaturgo de Valdocco; y daban a entender 
con estos títulos el concepto en que le tenía la mejor parte del pueblo. 

Los obispos habían presentado al Ministerio una elocuente protesta contra la licencia de prensa y los insultos que se prodigaban a cosas 
personas religiosas, a la fe y a la moral. Pero los ministros no se dieron por enterados y los mismo en el Senado que en la Cámara el anunc 
y la lectura de la protesta fue acogida con bostezos, murmullos y sonrisas. Así habían sido burladas otras instancias de los obispos que 
invocaban el Estatuto y las leyes vigentes. 

»Qué armas quedaban para luchar contra una avalancha de tantos males? Oponer una prensa buena a la prensa mala. Bien claro lo dijo 
más tarde monseñor Katteler, arzobispo de Maguncia: que si San Pablo viviese en nuestro tiempo, se haría periodista. Y así habían 
comenzado a hacer los generosos escritores de Armonía; pero muy pronto resultaron desiguales estas armas. Los de la parte contraria eran 
más numerosos, más audaces y sostenidos por personas del Gobierno. Aparecieron en aquel tiempo otros 
periódicos católicos; pero pocos: el Conciliatore, el Istruttore del Popolo, el Giornale 
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degli operai y el Smascheratore; y, por diversas razones, casi todos tuvieron que dejar de publicarse; algunos por falta de lectores. 

Mas la causa principal de la poca difusión de la prensa católica fue que el periodismo liberal había sido el primero en tomar ((479)) 
posesión, desde hacía tiempo, de un terreno incontrovertirle y precisamente en un momento en que el pueblo buscaba ansioso noticias 
políticas que afectaban a tantos intereses, y el boletín de una guerra en la que casi no había familia que no tuviese uno de sus miembros. P 
tanto, aquellos periódicos se vendían rápidamente, además de que sus activos y bien organizados vendedores los difundían por todos los 
rincones del reino sardo. Con astucia habían previsto todas las ventajas que podían obtener, para logar sus fines. La escasa energía 
intelectiva de la mayor parte de los hombres hace que la multitud generalmente no 
piense por sí misma, sino que piensa y juzga por cabeza ajena, habla por su boca y, naturalmente presuntuosa de la propia independencia y 
autonomía, se deja alucinar y conducir por el articulista, cuyos pensamientos compró en la plaza por unos céntimos. 

Y he aquí por qué la impiedad de estos pensamientos, diluida entre excitadas pasiones de todo género, y un sentimiento pagano de patria 
formaba una opinión pública favorable a los agitadores. 

Mas don Bosco, siempre atento a procurar el bien de las almas y especialmente el bien moral y religioso de la juventud, quiso acudir en 
socorro del periodismo católico. Y como el periódico Armonía parecía más adaptado a las personas adultas y entendidas en los asuntos 
públicos, él ideó un periódico que pudiera ganarse las simpatías de la clase ciudadana menos culta. Así que, después de buscar algunos 
colaboradores, entre los que estaban el teólogo Carpano y el teólogo Chiaves, y formar con 
ellos una comisión, anunció el proyecto de un periodiquito, político-religioso, titulado El Amigo de la Juventud y destinado a ser el diario 
de la familia. Le había añadido el título de político porque solamente el subtítulo de religioso no bastaba en aquel momento para seducir a 
los que el periódico iba destinado. Debía salir a la ((480)) luz dos veces por semana y don Bosco sería el Director gerente y responsable. 
Los tipógrafos Julio Speirani y Jacinto Ferrero lo imprimirían a sus expensas; en su tipografía radicaría la sede de la dirección, y los 
miembros de la comisión recibirían una cuota mensual. Para cubrir los primeros gastos, envió una circular a los eclesiásticos, de la que no 
conservamos copia; y mandó unas fichas de asociación, por acciones, a las diócesis de Turín, Ivrea, Asti y Vercelli. Sus amigos párrocos y 
otros eximios 
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sacerdotes las firmaron, comprometiéndose a pagar una cuota fija, determinada por ellos mismos. 

Esta ficha debía enviarse a la dirección del diario antes de los primeros días de febrero de 1849. No fueron, sin embargo, muchas las 
acciones suscritas, y se reunieron cerca de ochocientas liras, que parecía eran suficientes para dar vida a la hoja. Entre los principales 
suscriptores encontramos al canónigo Juan Francisco Chioccia, de Trino Vercellese, al canónigo Luis Porliod, penitenciario de la catedral 
de Aosta, al canónigo Francisco María Calosso, de la colegiata de Chieri y al teólogo Juan Bautista Bottino, prior y vicario foráneo de Bra 
El periódico, durante el primer trimestre de 1849, contaba con ciento treinta y siete abonados; pero los lectores fueron muchísimos más, ya 
que don Bosco lo distribuía profusamente entre sus jóvenes. 

El clérigo Ascanio Savio y otros nos contaron que encontraban útil y leían con gusto aquel periódico. Don Bosco, al escribir los artículo 
trataba de la política en general, esto es de la historia contemporánea, evitando entrar en cuestiones especiales que interesaran al Gobierno 
narraba hechos edificantes; tenía en cuenta los errores del día y no dudaba nombrar, con nota de desaprobación, los periódicos que 
resultaran más peligrosos. Sus escritos contra la Gaceta del Pueblo llevaban casi 
siempre el título: Granciporri della Gazzetta del Popolo (Equivocaciones de la Gaceta del Pueblo), con los cuales respondía a sus infames 
blasfemias ((481)) contra Jesucristo, la sagrada Eucaristía, la confesión, el rosario y la existencia del infierno; a sus difamaciones contra lo 
sacerdotes, los obispos y los Papas y a su Sacco Nero, 1 donde se recogían la basura y las inmundicias de la maledicendia y la calumnia. E 
Amigo de la Juventud hizo mucho bien en aquellos principios, porque, además de tratar temas instructivos, de acuerdo con la necesidad, 
evitaba a sus jóvenes recurrir, para enterarse de las noticias, a los diarios malos y empaparse de máximas perversas. Don Bosco corría con 
mayor carga de escribir, administrar y llevar la correspondencia epistolar. Aun cuando tuviese colaboradores, él pensaba en todo, lo 
ordenaba todo, todo pasaba por sus manos, hasta corregir las pruebas de imprenta. 

Durante los tres primeros meses el periódico fue distribuido normalmente; pero en el segundo trimestre los suscriptores bajaron a ciento 
dieciséis. Don Bosco intentó por todos los medios sostener a 

1 SACCO NERO: se refiere a la sección, típica de muchos periódicos, donde se recogen errores y disparates de diverso orden. (N. del T 
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El Amigo de la Juventud y dirigió una segunda circular a los ricos señores de la ciudad y de las provincias. 

Ilustrísimo Señor: 

La libertad de prensa y el entrometimiento de algunos periódicos en los asuntos de la religión, para deshonrarla y vilipendiarla, convence 
de la gran necesidad de periódicos religiosos para contrarrestar a los que acechan contra la verdad. 

Para este fin nació El Amigo de la Juventud, que se viene publicando hace tres meses a plena satisfacción nuestra. Pero la necesidad de 
que el antídoto contra la irreligiosidad llegue, no sólo a la juventud, sino a toda clase de personas, nos ha decidido a cambiarlo, de forma 
que pueda ser el amigo de todas las familias católicas. ((482)) Para conseguirlo son necesarios muchos gastos y, como no bastan las 
participaciones con que contamos, invitamos a V. S. Ilustrísima a tomar parte en ella con 
las acciones. 

Las hay de varias clases: de veinte, de cincuenta y de cien francos, según la voluntad y las posibilidades de los contribuyentes. Las 
acciones se abonarán en su cuarta parte al final del presente mes y el resto se pagará por trimestre anticipado. Cuando el periódico se haya 
afianzado, de modo que los abonos cubran los gastos, V. S. será reembolsada de su anticipo, con la suscripción gratis y con la participació 
de los beneficios que resulten del periódico. 

El notorio celo de V.S.Ilma., que tantos bienes procura a su pueblo, y el amor que manifiesta por todo lo referente a la religión, nos hace 
esperar su cooperación eficaz a esta nuestra empresa, que no tiene más finalidad que la defensa de las buenas costumbres y la guarda de la 
religión. 

V. S. podrá ayudarnos no sólo con las acciones, sino, además, promoviendo el periódico, por lo que le enviamos algunos números para 
presentarlo a aquellas personas, que podrán ver con agrado los esfuerzos de quien se propone, como única ganancia de sus esfuerzos, la 
conservación y el progreso de la religión católica. 
Implorando del Cielo toda suerte de bendiciones, consideramos un gran honor profesarnos, de V.S.Ilma. 

POR LA DIRECCION
Humildísimo servidor
JUAN BOSCO, pbro.


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P.S. Se ruega a los accionistas de la ciudad envién el boletín firmado a la Dirección, con sede en la tipografía editora del periódico. Los 
provincias, por correo. 
((483)) La circular no dio el resultado apetecido por los miembros de la Dirección, porque muchos católicos aún no estaban convencidos 
de la necesidad permanente de buenos periódicos. Pero don Bosco no se desalentó; no faltaban lectores, que pasaban del millar; mas faltab 
capital, y empezó a cundir el desaliento entre los colaboradores, que iban negando su actuación y se retiraban. El Amigo de la Juventud 
había llegado a su número sesenta y uno y éste debía ser el último. Después de algo más de ocho meses de vida propia, fructuosa e 
independiente, el buen periodiquito se fundió con El Instructor del Pueblo, otro periódico lleno de buenas intenciones y con lectores. Habí 
empezado en febrero de 1849; lo dirigía un tal De Vivaldi, y contaba entre sus escritores al teólogo José Berizzi. El Instructor aceptó entre 
sus abonados a los de El Amigo de la Juventud. Don Bosco atendió todavía cuatro o cinco meses más a la compilación de este segundo 
diario, porque estaba muy interesado en que se conservase el buen espíritu y sustituyera dignamente entre los jóvenes a El Amigo de la 
Juventud. Le movía además su empeño de mantener la autoridad del Papa, mientras el Pontífice permaneciese en Gaeta y cesó en cuanto 
Pío IX fue repuesto en el solio pontificio por los franceses. Su retirada fue una desgracia para El Instructor, porque éste, después de cambi 
de sede y de director, cayó en manos de escritores liberales. 

Don Bosco, amaestrado con las peripecias que encontró en la dirección de este periódico, comprendió enseguida que la Divina 
Providencia no le había destinado para ejercer constantemente el oficio de periodista. Se percató de que éste podía frenar otras ocupacione 
porque era necesario dedicar mucho tiempo a la lectura y al estudio en materias tan dispares, como economía política, derecho público y 
apología católica. Cayó en la cuenta, además, de que en aquellos tiempos, era imprescindible que el 
periodista católico, si no quería seguir las máximas dominantes del momento, debía estar dispuesto a ((484)) las posibilidades de ser llevad 
a los tribunales, condenado a pagar serias multas y hasta a ser recluido en la cárcel. Don Bosco no quería, de ningún modo, ser partícipe de 
error y no podía arriesgarse a un peligro que hubiera comprometido su misión primordial. 

En efecto, el Smascheratore (Desenmascarador), que sucedió al 
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Giornale degli Operai, (Diario de los Trabajadores) por defender con mucho brío y gracia la causa católica, sufrió en abril del 1849 el 
primer proceso de prensa, al que asistieron los Jurados. Reconoció, además, que no era prudente crearse enemigos despiadados, ya que era 
inevitables las polémicas con los diarios irreligiosos, y La Gazetta del Popolo, dados sus secretos y notorios apoyos, tenía tanto poder, que 
llegaba a imponer su voluntad al mismo Parlamento y al Senado. Preveía, por desgracia, 
que no le hubieran faltado adversarios a combatir con una lucha a muerte, que inicialmente debería haber sostenido casi solo, y estos eran 
los protestantes. Pero, al dejar la carrera periodística, tuvo el consuelo de ver bajar de Superga al alumno de aquella Academia, el 
incomparable teólogo Santiago Margotti, capaz de hacer frente victoriosamente a la revolución reinante. El podría, durante treinta años 
seguidos, primero como escritor y director de Armonía y después fundador de la Unitá Cattolica, defender con su docta pluma no sólo el 
honor del Papa, sino avivar además un amor ardiente hacia él, hacia la Iglesia y sus sagrados derechos, en el corazón de los italianos. 

El combatiría la revolución con sus mismos principios, con sus confesiones, con la vida de sus hombres, que conocía muy bien, y con su 
mismas armas, haciendo así más eficaces, atrayentes e invencibles las maravillosas polémicas del mismo periódico, el cual no tardaría en 
alcanzar una difusión de treinta mil ejemplares diarios. 

((485)) En tanto, afianzaban a don Bosco en su propósito las penurias financieras y las molestias que le causó el cese de su periódico. 
Diremos algo sobre el particular para dar a conocer el proceder de don Bosco en los asuntos pecuniarios. 

Creía él satisfechas todas las deudas con los tipógrafos, cuando he aquí que le llega una carta de aquellos señores, invitándole a pagar m 
treinta y nueve liras por los gastos de imprenta, y ciento treinta y una liras más a correos por los gastos de franqueo. 

Don Bosco se encontró en un grave apuro. La comisión del diario El Amigo de la Juventud se había disuelto, en la persuasión de que 
habían cesado todas sus obligaciones. El Instructor del Pueblo que había recibido la sucesión del El amigo, cambiando de directiva, 
rehusaba una deuda que creía no haber contraído. Al quedar solo, don Bosco pidió explicaciones e inició gestiones. Mil y pico liras no era 
una cantidad insignificante para quien vivía en extrema penuria; y, si don José Cafasso no le ayudó, es señal segura de que por lo menos n 
estaba claro su deber de justicia. Finalmente, el 20 de agosto de 1852 los tipógrafos exigían a don Bosco, por medio de un 
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alguacil, el pago total de la suma pretendida, puesto que él había sido el Director gerente de El Amigo de la Juventud. 

Don Bosco, para arreglarlo todo pacíficamente, antes de que llegase el pleito a los tribunales, escribía así el Tipógrafo: 

Muy estimado señor mío: 

Después de lo hablado con V.S. de toda mi consideración, y tras las citatorias cursadas sobre el asunto del periódico, he hablado con los 
miembros de la Comisión, los cuales en principio mostraron gran extrañeza; pero, después de haberles hecho ver las citatorias, observaron 

((486)) 1.º Que desean ver las condiciones del contrato y saber desde qué tiempo se convino que los gastos del periódico corrían a nuest 
cargo y al suyo. 

2.º Que, al no haberse dicho nada en el momento de la fusión de nuestro periódico con El Instructor, ellos habían juzgado que las 
entradas o ingresos habían compensado las salidas o gastos. 

3.º Que reclaman la cuota mensual convenida de cuando el periódico corría por cuenta de la tipografía -algunos anuncios impresos y 
cobrados de los cuales no se habla, las entradas del periódico desde el veinte de marzo hasta que se dejó de publicar-los giros postales 
firmados por mí y entregados a Vds., de los que tampoco se hace mención. 

Estas son las observaciones de la Comisión. Yo no sé qué decir ni qué objetar. 

Dejando aparte cuanto queda dicho y hablando por mi cuenta, de amigo a amigo, para alejar toda ocasión de perder la amistad y la 
caridad, estimo que podríamos prescindir de cualquier otra razón en pro o en contra y ofrecerle de mi bolsillo doscientos francos, con los 
que no entiendo queden lesionadas las pretensiones que se puedan tener hacia los otros miembros de la Comisión. Hago esto, porque me 
duele mucho que, después de doce años que trabajamos juntos, satisfechos recíprocamente, perdamos las 
buenas relaciones con disgusto por ambas partes. íPiense lo que es para el pobre don Bosco desembolsar doscientos francos! 

Acepte los sentimientos de mi estima y consideración con los que, a la espera de cualquier respuesta, me profeso. 

De Vuestra muy estimada Señoría 

En casa, 15 de octubre de 1852,
Afmo.s.
s
Devotísimo servidor
JUAN BOSCO, Pbro.


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((487)) P.S. Ruégole quiera enviarme nota de los libros que yo he sacado y de todo lo que atañe a la empresa Speirani y Tortone. 

El tipógrafo no admitió aquellas razones ni aceptó la oferta: pero, por fin, el 2 de marzo de 1854 se avino a un arreglo y don Bosco 
abonaba doscientas setenta y dos liras, en las que estaban comprendidas las ciento treinta y una que se debían a la Dirección de Correos. 
Como no tenía nada suyo, era fiel administrador de cuanto el Señor hacía llegar a sus manos para sus obras y para sus muchachos; defendí 
con constancia y fidelidad sus derechos, procuraba que no fueran perjudicados, sin mirar a sus propias incomodidades; pero, al mismo 
tiempo, sabía, con sus modos afables, conciliar las razones de la justicia con las de la caridad. 

Por último, haremos notar que los hechos narrados sacó don Bosco una conclusión, que repetía frecuentemente a sus discípulos, a saber: 
que el periodismo, especialmente el que de algún modo trata la política, no era su campo de acción. Sobre este asunto, escribió un artículo 
en las Constituciones de su Pía Sociedad, que fue quitado por la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, y no porque la Iglesia se 
opusiera a una tal prescripción, sino porque al estar redactado de un modo muy general, hubiera sido necesario añadir explicaciones que la 
prudencia desaconsejaba en aquellos momentos. Con todo, repetía continuamente don Bosco que su firme inteción era que los salesianos s 
mantuvieran siempre ajenos a las luchas políticas, puesto que el Señor no nos había llamado para esto, sino para atender a los muchachos 
pobres y abandonados. No faltan en la Iglesia quienes saben tratar valientemente estas arduas y peligrosas cuestiones y, que como en todo 
ejército, hay unos hombres destinados a combatir y otros al avituallamiento, a la guarda del campo, ((488)) a excavar trincheras y a diverso 
oficios, igualmente necesarios para cooperar a la victoria. 

Pero, aunque don Bosco se retiró en 1850 del campo del periodismo, se tomó la misión de propagar las publicaciones católicas sin hacer 
mucho ruido. En los cafés sólo se veían periódicos malos y el respeto humano impedía a los dueños proporcionar a sus clientes periódicos 
católicos. Don Bosco, pues, u otra persona por él mandada, empezaba a ir cada día a un café, y mientras consumía su taza, llamaba al 
camarero y le pedía el periódico Armonía o Campana, para enterarse de las noticias del día. 

-No lo tenemos, respondía el camarero. 

Al segundo día y al tercero volvía a pedir el mismo periódico, extrañándose 
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de que en un café tan nombrado no tuvieran un periódico de tanta categoría, y así continuaba durante semanas enteras, hasta que el dueño 
suscribía a aquel periódico, para contentar a los clientes. Al cabo de uno o dos meses, empezaba a frecuentar otro café y hacía el mismo 
jego, hasta asegurarse de que también allí se habían abonado al buen periódico por todo un año. De este modo introdujo periódicos 
católicos en la mayor parte de los cafés, los cuales, como encontraban siempre lectores que lo pedían, continuaron colocándolos sobre las 
mesas. Así que, gracias a este ardid, no pasó mucho tiempo sin que tuvieran fácil entrada en los sitios donde acudía el público, en las casa 
de huéspedes y hasta en los comercios; y fue un beneficio incalculable para Turín, donde la prensa masónica y revolucionaria había 
plantado sus tiendas. 

Sin embargo, don Bosco, fuera del caso en que era conveniente tener conocimientos de algún hecho notable, se abstenía de leer periódic 
y aconsejaba a sus sacerdotes y clérigos que hicieran otro tanto, diciéndoles: «Su lectura quita un tiempo muy notable a los estudios serios 
((489)) inclina el espíritu hacia muchas cosas inútiles y para algunas dañosas, y enciende las pasiones políticas». Y recordaba también el 
consejo de don José Cafasso a los sacerdotes de la Residencia Sacerdotal: «No quisiera se leyesen periódicos yendo de paseo. Y esto, 
aunque se trate de periódicos buenos; porque el mundo no distingue y dice: -Cada uno lee el periódico de su partido-y si ven en vuestras 
manos Armonía y Campana, consideran que a ellos les es lícito leer la Gazzetta del Popolo y el Fischietto. 
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((490)) 

CAPITULO XLV 

UNA CAUSA DEL PRESTIGIO DE DON BOSCO ANTE SUS MUCHACHOS -LA VISTA PERDIDA Y RECUPERADA 
BENDICION QUE LIBRA DEL DOLOR DE MUELAS -UNA FAMILIA ENTERA SACIADA CON VEINTE CENTIMOS -DON 
BOSCO LEE EN LOS CORAZONES Y VE EL PORVENIR -UNA TULLIDA CURA INSTANTANEAMENTE -DESDE LA MUERT 
A LA VIDA Y AL PARAISO -TESTIMONIOS -HUMILDAD DE DON BOSCO -UNA DISTRACCION -JUICIO DEL PADRE 
FRANCO Y DEL ARZOBISPO DE SEVILLA -PALABRAS DE MONSEÑOR CAGLIERO 

EL Oratorio de San Francisco de Sales y el de San Luis, reorganizados fácilmente tras la breve, pero peligrosa perturbación política, había 
reemprendido su marcha ordinaria, conducidos con mano firme y suave por el celo admirable de don Bosco. 

El prestigio que tenía sobre sus jóvenes procedía del continuo testimonio de sus grandes virtudes y de que estaban persuadidos de que er 
verdaderamente un hombre amigo de Dios. Le contemplaban como a un ángel viviente, como al tipo del verdadero sacerdote, como un 
retrato fiel de nuestro Señor Jesucristo. Los jóvenes por él recogidos, los del Oratorio festivo, pequeños y grandes le atribuían, desde 
entonces, el poder de hacer cosas maravillosas, que aseguraban las había hecho, y con el pasar de los años ((491)) no perdieron nunca esta 
íntima e inmutable convicción. Hemos oído a centenares de ellos hablar de lo que habían visto u oído contar a sus compañeros. El mismo 
monseñor Cagliero nos escribía: 

«Sí, don Bosco tenía el don de hacer milagros. Esto es evidente para los que hemos vivido a su lado durante tantos años. Y aún muchos 
antiguos alumnos aseguran que, antes de mi llegada al Oratorio, ya los había obrado y que por su mano se multiplicaban las sagradas 
formas». 

Narraremos aquí algunos hechos que nos fueron transmitidos por escrito, y los primeros recogidos por don César Chiala. 

Don Bosco hacía auténtica catequesis, predicaba verdaderos sermones, en forma familiar, hasta en la plaza. En cierta ocasión estaba 
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en Puerta Palacio, rodeado de gente del pueblo, y empezó sus razonamientos sobre la necesidad de escuchar la palabra de Dios. Estaban 
presentes algunos descarados mozalbetes que no querían escuchar y encima estorbaban a los otros. Don Bosco les rogó que estuvieran 
quietos, pero en vano. Un tal Botta alzó más la voz y dijo: 

-No queremos oír sermones.
Entonces don Bosco respondió:
-»Y... si te quedaras ciego en este instante, querrías escuchar la palabra de Dios?
-íHum! íMe gustaría ver quién es capaz de dejarme ciego!
Y se volvió al compañero gritándole con rabia:
-íGranuja! »Por qué escapas? »Tienes miedo? íVen aquí!
Y el compañero replicó:
-Pero si estoy a tu lado..
.
-Pues yo no te veo: ... pero... »qué es esto?... no veo nada..
.
Fue aquello un espanto general: todos se pusieron a suplicar a don Bosco que restituyera la vista a aquel desgraciado. El mismísimo Bot


se lo suplicaba: 
-Don Bosco, ruegue por mí. Pido perdón. 
Y se puso de rodillas llorando. 
((492)) Dijo entonces don Bosco: 
-Está bien; recita el acto de contrición; nosotros rezaremos, pero promete, entre tanto, que irás a confesarte, y el Señor te concederá de 

nuevo la vista. 
-Sí, sí, ahora mismo me confieso. 
Y quería confesarse allí mismo. Entonces don Bosco rezó una oración junto con los circunstantes. Y el muchacho hizo que, al caer de la 

tarde, le acompañaran a confesarse. 
Al acabar, recobró la vista. 
Don Bosco era famoso por sus bendiciones a los que sufrían dolor de muelas. Un día, atravesaba la plaza de Manuel Filiberto, junto a la 

plaza de Milán, en dirección a la ciudad. Unos muchachos acompañaban a un amigo suyo, atormentado por un fuerte dolor de muelas, que 
gritaba fuera de sí y blasfemaba horriblemente. Los compañeros, al ver a don Bosco desde lejos, le dijeron: 
-Mira, mira; don Bosco viene por allí hacia nosotros; encomiéndate a él; dile que te dé su bendición. 
Pero el otro, cada vez más rabioso, renegaba también contra don Bosco y sus bendiciones. En tanto, llegó don Bosco a ellos; pero el 
pobrecito no quería escuchar las palabras que el buen sacerdote se 

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esforzaba en repetirle. Al fin, con sus amables exhortaciones, logró que el muchacho se calmara. Se arrodilló, recitó el acto de contrición 
pidiendo perdón a Dios por las blasfemias proferidas y prometió ir a confesarse. Don Bosco le dio la bendición y el dolor de muelas cesó. 

La noticia corrió tanto que los atormentados por semejante dolor iban a él para que los bendijese y curaban instantáneamente. Pero don 
Bosco, para disminuir la concurrencia y para que no le atribuyeran aquellas curaciones, empezó a sugerir o hacer que otros aconsejaran a 
tales enfermos algún acto especial de piedad en honor del Santísimo Sacramento, de María Santísima o de San Luis. Y apenas cumplían 
aquel acto piadoso, cesaba el dolor. 

((493)) A los chicos del Oratorio no les faltaba aquel consuelo. 

Nos contaba muchas veces Carlos Gastini que, un domingo por la mañana, sintió un gran dolor de muelas; se fue al dormitorio y se tumb 
en la cama. Hacia las once de la mañana, terminadas las funciones sagradas, oyóle don Bosco llorar y quejarse. Corrió enseguida hasta él y 
le preguntó: 

-»Qué te pasa, amigo Gastini? 

El jovencito apenas respondió, porque se revolcaba víctima del dolor. Don Bosco, entonces, tomó su cabeza entre las manos, la apoyó en 
su pecho, la estrechó, y el dolor desapareció inmediatamente como por encanto. Y no fue la única vez que, por este medio, consiguió 
semejantes curaciones en el Oratorio. 

Mas, hasta aquí, sólo hemos narrado una parte muy pequeña de cuanto sabemos de aquellos tiempos. José Brosio escribía así a don Juan 
Bonetti: 

«Estaba yo un día en la habitación de don Bosco, cuando se presentó un hombre pidiéndole limosna. Decía que tenía cuatro o cinco hijo 
a los que no había podido dar de comer desde el día anterior y que, los pobrecitos, se morían de hambre. Don Bosco le miró con aire 
compasivo y empezó a registrar por aquí y por allá, hasta que encontró cuatro perrillas y se las dio, acompañadas de una bendición. Aquel 
hombre diole gracias y se marchó. 

»Cuando nos quedamos solos, don Bosco me dijo que sentía mucho no haber tenido dinero para darle algo más: que de haber tenido cien 
liras, se las habría dado todas, porque aquel pobrecito le había dicho la verdad. Y yo le respondí: 

»-»Y cómo puede usted saber que ese hombre haya dicho la verdad, si no sabe ni dónde vive? »No pudiera ser uno de esos sablistas que 
tienen por oficio pedir limosna, engañando a las personas 
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caritativas, para ir después a la taberna a beber y comer de gorra, riéndose de todos y especialmente de los sacerdotes? 

((494)) »-No, respondió don Bosco, no hables así, querido Brosio. Este hombre es sincero y leal; más aún, añadiré que es trabajador y 
muy encariñado con su familia; ha llegado a ese estado de indigencia sólo por la mala fortuna. 

»-»Y cómo puede saber usted todo eso?, le pregunté. 

»Entonces don Bosco me tomó de la mano y estrechándomela me miró fijo a la cara. Después, como haciéndome una secreta confidenci 
me dijo: 

»-Se lo he leído en el corazón. 

»-íBonita cosa! »Entonces usted también ve mis pecados?, le pregunté. 

»-íSí!, siento su olor, respondió sonriendo. 

»-Y en efecto, sentía verdaderamente el olor de los pecados o, mejor dicho, leía en el corazón; porque, si yo olvidaba decirle algo en 
confesión, enseguida ponía ante mis ojos la cosa precisa, tal y como era. »Cómo podía hacerlo, si no estaba leyendo en mi corazón? Porqu 
yo vivía, al menos, a media milla de distancia. 

»Y otra anécdota también referente a esto. Un día había hecho yo una obra de caridad, pero me había costado un gran sacrificio, cosa qu 
nadie sabía. Fui al Oratorio. Apenas me dio don Bosco, vino a mi encuentro, me tomó de la mano, según su costumbre, y, me dijo: 

»-íOh, qué cosa más linda te has preparado para el paraíso con el sacrificio que acabas de hacer! 

»-Y »qué sacrificio he hecho yo?, le pregunté. 

»Don Bosco entonces me explicó punto por punto todo lo que yo había hecho en secreto. Y es que don Bosco leía en el corazón y veía la 
cosas desde lejos. Tuve de ello otra prueba. 

»Una tarde me encontré por Turín con aquel hombre a quien don Bosco había dado las cuatro perrillas. Me reconoció, me detuvo y me 
dijo que, con aquellos céntimos había ido a comprar harina de maíz y había hecho polenta de la que comieron él y toda la familia hasta 
saciarse, así que, aquel día ya no tuvieron ((495)) hambre; y que, después de haber recibido la bendición de don Bosco, los asuntos de su 
casa iban mejorando de día en día. Añadió que don Bosco era verdaderamente un santo y que nunca se 
olvidaría de él. Y repetía: en casa le llamamos el cura del milagro de la polenta, porque con cuatro perrillas de harina, al precio que se pag 
escasamente habría para dos personas y, en cambio, comimos bien hasta siete. 
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»Me sucedió frecuentemente ser testigo ocular de casos semejantes a los dichos y aún más sorprendentes. 

»Una mañana se presentó a don Bosco una señora que andaba con una muleta y un bastón, acompañada de otra señora. Caminaba con 
tanta dificultad, que para dar un paso requería su tiempo; quizás se debía a una enfermedad de los nervios. Como dijera ella a don Bosco 
que quería hablarle, me retiré, por prudencia, un poco lejos. Pero cunado aquella señora salió, la vi caminar sin muleta ni bastón y me dijo 
"Don Bosco me ha curado"». 

Pero lo más extraordinario ocurrido en 1849 es lo que vamos a contar. 

Un muchacho, de unos quince años, llamado Carlos, que frecuentaba el Oratorio de San Francisco de Sales, cayó gravemente enfermo en 
1849 y, en poco tiempo, se encontró a las puertas de la muerte. Vivía en una fonda, pues era hijo del fondista. Al verle el médico en peligr 
aconsejó a sus padres que lo invitaran a confesarse y éstos, muy afligidos, preguntaron a su hijo qué sacerdote quería que se llamara. El 
mostró gran deseo de que fueran a llamar a su confesor ordinario, que era don Bosco. Fueron 
enseguida; pero, con gran pesar, respondiéronles que estaba fuera de Turín. El muchacho mostraba una gran ((496)) pesadumbre, por lo qu 
se llamó al vicepárroco, que acudió enseguida. Día y medio más tarde moría el muchacho, insistiendo en que quería hablar con don Bosco 

Apenas estuvo de vuelta don Bosco, le dijeron que habían ido varias veces en su busca, de parte del joven Carlos, muy conocido suyo, 
que se encontraba en peligro de muerte y había preguntado por él con insistencia. Se apresuró a visitarlo, por si quisiera la suerte -dijo élque aún llegase a tiempo. Al llegar allí, encontróse primero con un camarero a quien pidió enseguida noticias del enfermo: 

-Llega demasiado tarde, respondió íHace medio día que ha muerto! 

Entonces don Bosco exclamó sonriendo: 

-íQuita allá! íDuerme y creéis que ha muerto! 

El criado le miró sorprendido. Pero don Bosco, como en broma, añadió: 

-»Quiere apostarse un vaso de vino a que no está muerto? 

En aquel instante, los demás de la casa, que habían llegado a estas palabras, rompieron en llanto diciendo que, desgraciadamente, Carlos 
había muerto. Don Bosco dijo: 

-»Debo creerlo?; permitidme que vaya yo a verlo. 

Y le acompañaron a la sala mortuoria, donde estaban la madre y 
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una tía rezando junto al difunto. El cadáver, ya amortajado, estaba, como entonces se usaba, envuelto y cosido en una sábana y cubierto co 
un velo. Junto a la cama ardía un cirio. 

Se acercó don Bosco. Y pensaba: «íQuién sabe si habrá hecho bien su última confesión! »Quién sabe la suerte que habrá tocado a su 
almas?». Dirigiéndose al que le había acompañado, le dijo: 

-Retírense, déjenme solo. 

Hizo una breve y fervorosa oración. Bendijo y llamó dos veces al joven, con tono imperativo: 

-Carlos, Carlos, levántate. 

A aquella voz, el muerto empezó a moverse. Don ((497)) Bosco escondió enseguida la luz, y de un tirón descosió con ambas manos la 
sábana, para que el muchacho pudiera moverse y le descubrió el rostro. 

El, como si despertara de un profundo sueño, abre los ojos, mira en torno, se incorpora un poco y dice: 

-íOh!, »por qué me encuentro así? 

Después se vuelve, fija su mirada en don Bosco y, apenas lo reconoce, exclama: 

-íOh, don Bosco! íSi usted supiera! íCuánto le he esperado: le buscaba precisamente a usted..., le necesito mucho. Es Dios quien lo ha 
mandado... íQué bien ha hecho viniendo a despertarme! 

Y don Bosco le respondió: 

-Dime todo lo que quieras; estoy aquí para ti. 

Y el jovencito prosiguió: 

-íAh, don Bosco! Yo debería estar en el lugar de perdición. La última vez que me confesé no me atreví a manifestar un pecado cometido 
hace algunas semanas... Fue un mal compañero que con sus conversaciones... He tenido un sueño que me ha espantado mucho. Soñé que 
me encontraba al borde de un inmenso horno de cal y que huía de muchos demonios que me perseguían y querían prederme: ya estaban pa 
abalanzarse sobre mí y echarme en aquel fuego, cuando una señora se interpuso entre mí y aquellas horribles fieras, diciendo: íEsperad; aú 
no está juzgado! Después de un momento de angustia, oí su voz que me llamaba y me he despertado; ahora deseo confesarme. 

Entre tanto la madre, espantada ante aquel espectáculo y fuera de sí, a una señal de don Bosco salió con la tía de la habitación y fue a 
llamar a la familia. El pobre muchacho, animado a no tener miedo de aquellos monstruos, comenzó enseguida su confesión con señales de 
verdadero arrepentimiento, y mientras don Bosco le absolvía, volvía a entrar la madre con los demás de casa, que de este modo 
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pudieron ser testigos del hecho. El hijo, volviéndose a su madre, le dijo: 

-Don Bosco me salva del infierno. 

((498)) Y así estuvo casi dos horas, dueño absoluto de su mente. Durante todo aquel tiempo, aunque se movía, hablaba y miraba, su 
cuerpo permaneció siempre frío, como antes de despertar. Entre otras cosas, repitió a don Bosco recomendase mucho, y siempre, a los 
muchachos la sinceridad en la confesión. 

Don Bosco por fin le dijo: 

-Ahora estás en gracia de Dios: tienes el cielo abierto. »Quieres ir allá arriba o quedarte aquí con nosotros? 

-Quiero ir al cielo, respondió el muchacho. 

-Entonces, íhasta volver a vernos en el paraíso! 

El muchacho dejó caer la cabeza sobre la almohada, cerró los ojos, quedó inmóvil y se durmió en el Señor. 

Sin embargo, no hay que suponer hicera gran ruido en la ciudad cuanto se ha narrado. Don Bosco actuó con la mayor sencillez, afirmand 
que el muchacho no estaba muerto. El continuo desconcierto político y belicoso de los primeros meses de aquel año, distraía y preocupaba 
demasiado los espíritus, y además, el sentimiento delicado del honor y del respeto a la memoria del hijo, debió impedir que la misma 
familia hablara del asunto con personas extrañas, así que hasta con los vecinos se empezó a callar, 
si es que no hubo absoluto silencio desde el principio. Con todo, se corrió la voz entre los compañeros del muerto y la fama perduró 
indubitable en el Oratorio durante muchos años, como de algo certísimo. Se conocía el lugar y el rótulo de la fonda, el nombre del joven, s 
apellido, la nacionalidad de la familia, y su vieja amistad con don Bosco, el cual, en efecto, había ido allí a primeros de 1849 para invitar a 
un hermano de Carlos a ir él también al Oratorio festivo. Este fue una sola vez, partió voluntario a la guerra, luchó en Novara, cayó herido 
fue llevado a su casa, donde murió. 

((499)) Y por citar algunos nombres de entre los centenares de quienes conocieron estos hechos, traeremos en primer lugar el de José 
Buzzetti, el cual, si no fue testigo ocular, lo fue de oírlo contar inmediatamente después, a quien había estado presente, puesto que él, 
después avanzado ya en años, no admitía la menor duda, como muchas veces nos afirmó. Participaron con él esta certeza monseñor Juan 
Cagliero, Enría, que entró en el Oratorio en el 1854 y don Juan Garino y don Juan Bonetti que 
ingresaron en el 1857 y enseguida supieron este portento por sus condiscípulos. En el 1864 se lo contaban 
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a Bisio algunos de los primeros alumnos del Oratorio y la señorita Teresa Martano, que había conocido a don Bosco antes del 1849 y ya 
habitaba en Turín. 

Don Antonio Sala, yendo a Parma el año 1889, se encontró en el tren con un anciano Hermano de las Escuelas Cristianas, que pertenecía 
a la comunidad de Parma. Cayó la sobre don Bosco, y el buen Hermano le narró que se encontraba él en Turín, maestro de una clase 
elemental durante el curso 1848-1849 y que era algo cierto y probado la resurrección momentánea de un jovencito ya difunto. 

Don Miguel Rúa afirma: 

-Era yo el año 1849 alumno de las escuelas elementales de los Hermanos de las Escuelas Cristianas en Turín. Don Bosco iba a menudo a 
confesarnos: recuerdo haberle oído hablar entonces en una plática, del joven Carlos muerto, vuelto a la vida a la voz del propio confesor 
recién llegado y que pasó a la eternidad después de haber sido absuelto de sus pecados. Don Bosco no dijo quién fuese aquel confesor; per 
después yo oí contar este mismo hecho prodigioso a varias personas, que lo atribuían al mismo don Bosco. Algún tiempo después, 
valiéndome de la confianza que con él tenía, le pregunté una vez, siendo yo sacerdote o, por lo menos estando muy próximo al presbiterad 
si, efectivamente, era él el autor de aquel hecho ((500)) que muchos le atribuían. Y él me respondió: 

-Yo no he dicho nunca que fuese el autor de tal hecho. 

No proseguí adelante, pues me bastaba ver que no negaba que fuese él; sino que sólo negaba habérselo atribuido a sí mismo; y no quise 
abusar de su confianza insistiendo. 

A más de esto, don Bosco contó el hecho más de cincuenta veces a los muchachos del Oratorio y cientos de veces a los de sus otras casa 
pero sin referirse a sí mismo, ni dar nombre alguno, ni indicaciones del lugar, y omitiendo cualquier detalle por el que se pudiera sospecha 
que se trataba de él mismo; pero diciendo siempre las mismas circunstancias, sin cambiar ni añadir nada, por donde se veía que él había 
estado presente en aquel hecho, tan profundamente grabado en su memoria. Pero una noche del 1882 se traicionó, sin darse cuenta, 
contando este suceso a los muchachos de Borgo San Martino, después de las oraciones de la noche. Estaba él muy cansado, y a mitad de la 
descripción, de repente, cambió de hablar, pasó de tercera a primera persona, y dijo: Yo entré en la habitación, yo le dije, él me respondió 
prosiguió la narración durante bastante tiempo y, al final, volvió a hablar en tercera persona. El autor de estas 
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memorias estaba presente. Los salesianos se miraban de reojo con mirada de inteligencia, y los muchachos lo contemplaban estáticos. 
Cuando terminó, atravesó las filas camino de su habitación y, mientras todos se agolpaban en su derredor, se traslucía en su mirada y sus 
palabras la total inconsciencia de los ocurrido, mas nadie osó decirle una palabra referente al caso, por no ofender su humildad. Finalment 
lo que más empeño tengo en referir es el testimonio de una persona competente. 

((501)) Roma, calle de Ripetta, 24 
24 de febrero de 1981 

Rev. Sr. D. Juan Bautista Lemoyne, 

Leo en un periódico que anda usted buscando datos y apuntes para 
escribir una biografía del llorado don Juan Bosco, cuyo proceso canónico para introducir la causa de beatificación, cuando llegue el 
momento, se ha comenzado; y veo que también acepta y agradece notas para este fin, que no tengan mucha extensión. Me apresuro, pues, 
contribuir con mi piedrecita a ese edificio. 

He tratado muchas veces con aquel hombre venerando en Turín, en Génova, en Florencia, y en ocasiones por largo rato, los dos solos y e 
intimidad. La impresión que me hacía al empezar la conversación era la de un hombre de no gran altura, sino sencillo y bueno. Pero 
bastaban pocas palabras para que se agrandara este primer concepto y, al oírlo razonar, brillaba ante mí como un hombre de talento 
privilegiado, de admirable prudencia y de rectísimas y santas intenciones. Su hablar llano y sin afectación me parecía tan apropiado y de ta 
categoría, que se hubiera podido, con éxito, imprimirlo tal y como salía naturalmente de sus labios. No sé de ninguna persona en el mundo 
que, hablando conmigo, me haya causado mayor admiración. Me parecía hablar con un santo... 

Le he tenido y lo sigo teniendo por un hombre extraordinario y lleno de la divina gracia. Este concepto sobre él nacía de la consideración 
de su vida, de su comportamiento y de sus empresas. Me edificaba grandemente la caridad y el ((502)) celo sincero, eficaz y fecundo que 
desplegaba en favor de los muchachos de la plebe y los chicuelos de toda clase, para apartarlos del vicio, ampararlos, instruirlos, educarlos 
y, sobre todo, ganarlos para Jesucristo. Veía en todo esto algo muy conforme con el 
espíritu de Jesucristo y muy distante de toda inclinación humana: era el charitas Christi urget nos en todo su esplendor 
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Era tan grande mi persuasión de su extraordinaria bondad, que me parecía lo más natural que él obrase verdaderos milagros: ya que es 
habitual providencia divina conceder ese don a los grandes siervos de Dios. El oír contar alguno de ellos sobre él no me hubiera, por tanto 
causado ninguna maravilla, ni aún cuando se tratara de algo frecuente. 

«Efectivamente, oí contar a algunos...». Y después de haber narrado un hecho sorprendente de don Bosco del que nos ocuparemos muy 
pronto, continúa: «Oí también contar, entre personas cultas y piadosas, en Turín, que don Juan había sido llamado una vez para atender a u 
joven enfermo; y que habiendo llegado tarde, es decir, cuando el joven ya había expirado, don Juan lo resucitó y lo confesó en 
circunstancias parecidas a las que se lee haber resucitado San Felipe Neri al hijo de los Massimi. Oí en aquella ocasión que alguien había 
escrito el hecho para valerse de él y glorificar a don Juan cuando ya no estuviera entre los vivientes. 

Es lo poco, reverendo señor, que yo puedo aportar. Haga de ello, con toda libertad, el uso que mejor crea... 

P. JUAN JOSE FRANCO
De la Compañía de Jesús.
((503)) Apoyándose en estos mismos motivos, monseñor Spínola, actual 
arzobispo de Sevilla, publicaba el opúsculo Don Bosco y su obra y no dudaba en admitir las circunstancias de la muerte y el despertar del 
joven Carlos. 

Pero lo que más nos importa a nosotros son las conversiones y confesiones sinceras, sin número, que don Bosco alcanzó con este su 
relato, y fueron portentos morales, cada uno de los cuales vale por el que hemos expuesto. La eficacia de la palabra, que Dios le había 
concedido, se manifestó en tantas ocasiones que su vida entera se convierte en un himno continuo a la omnipotencia, providencia y 
misericordia divinas. Monseñor Cagliero, testigo de las muchas maravillas diarias, añadía: 

-El mayor milagro de don Bosco es para mí el haber luchado durante 
casi cincuenta años, para conducir a feliz término una navegación procelosa entre continuos escollos y borrascas, que amenazaban sumerg 
la obra de los Oratorios y la Congregación de San Francisco de Sales. 
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((504)) 

CAPITULO XLVI 

PREPARATIVOS PARA UNA NUEVA GUERRA -LA OBRA DEL OBOLO DE SAN PEDRO -PARTIDA DEL REY CON EL 
EJERCITO -EL OBOLO DE LOS ARTESANITOS -DISCURSO DE UN MUCHACHO E HIMNO A PIO IX -PALABRAS DEL 
MARQUES DE CAVOUR 

EN el Gobierno del Piamonte no había muerto la esperanza del desquite, y más ahora que la terrible revolución de Hungría contra Austria, 
traía ocupadas a las mejores tropas imperiales. El primero de febrero de 1849, con la apertura de las cámaras, anunciaba el Rey que el 
ejército se había rehecho y que, lleno de patriotismo, estaba preparado para alejar de Italia a los austríacos. El espíritu de las gentes no 
estaba muy dispuesto a la guerra: pero las sectas acosaban, los voluntarios y refugiados políticos amenazaban, los periódicos contaban 
escenas espeluznantes de los austríacos que oprimían Lombardía y Venecia; Radetzki era acusado de no haber cumplido los pactos del 
armisticio. El general Chiodo, sucesor de Gioberti en la presidencia del Ministerio, estipulaba una convención popular con los facciosos d 
Roma, que el 9 de febrero habían declarado la caída de los Papas y proclamado la república. En Lombardía y en Venecia los jefes de los 
liberales habían preparado la rebelión de varias ciudades para el 21 de marzo. 

Mientras todo se preparaba para una revancha nacional, el corazón de los católicos latía al compás de los grandes apuros de Pío IX. 
((505)) Toca al Papa, en efecto, como padre de los trescientos millones de católicos, esparcidos por la faz de la tierra y, como maestro de 
todos los pueblos, proveer a sus innumerables necesidades espirituales y temporales. 1 El, dejando de lado el resto, debe atender a las 

1 Según los censos más precisos y recientes que hoy se conocen (1902) la población del mundo es de un billón quinientos veintitrés 
millones. De tantas almas como habitan en el mundo, apenas si la quinta parte se encuentra en la verdadera religión, que es la católica. 
íInescrutables juicios de Dios! 

-Cabe añadir a esta nota del autor: 1.º Que billón, en italiano, equivale a mil millones (la 
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sagradas congregaciones de Cardenales y Prelados, de las que se vale para estudiar y resolver los asuntos de toda la cristiandad; proveer al 
mantenimiento de todas sus Nunciaturas, que le representan ante los Gobiernos del mundo para la protección de los respectivos fieles, sus 
súbditos; atender al envío y sostenimiento de misioneros a las distintas partes de la tierra, donde aún no se conoce al verdadero Dios, ni se 
participa de los beneficios de la divina redención y de la civilización cristiana; resolver, en una palabra, miles de necesidades, que sería el 
caso de enumerar, aquí aún cuando estuviese fuera de lugar. 

El Papa Pío IX, constreñido a salir de Roma, y privado de todos sus bienes, se encontró en la imposibilidad de subvenir a todas estas 
necesidades con grave daño de las almas. 

El rey de Nápoles, Fernando II, le prestaba ciertamente en Gaeta amplia y generosa hospitalidad; pero aquel príncipe no hubiera podido 
responder a todos los desembolsos requeridos para el buen gobierno de la Iglesia universal; ni parecía conveniente, por otra parte, que el 
peso para el decoroso sostenimiento del mismo Pontífice gravitase sobre un solo Estado. Por esto, apenas se conoció esta situación, prime 
los obispos franceses y después todos los demás de la Iglesia Católica hicieron una llamada a la caridad de los fieles, exhortándolos a que, 
como ovejas amorosas ayudaran ((506)) con sus ofertas al Supremo Pastor. La fe y la piedad de los fieles correspondieron enseguida a la 
llamada de los prelados y, en poco tiempo, se suscitó en todo orden de personas una noble porfía en favor del Papa. Uniéronse a Francia, 
España, Bélgica, Alemania y, a continuación, las Américas, India, China y otras remotísimas partes del orbe católico. En todas las iglesias 
de Holanda y hasta en Amsterdam, por iniciativa de un ministro protestante, se hacían colectas. Así empezó la obra llamada Obolo de San 
Pedro, en estos últimos tiempos. Esta obra, al par que suministra al Sumo Pontífice los medios oportunos para mantener relación con todo 
los pueblos del mundo, hacer 
sentir la influencia benéfica de su alto apostolado hasta los últimos confines de la tierra y socorrer las inmensas necesidades espirituales y 
materiales de toda la familia católica, es, a su vez, una espléndida manifestación de fe y de amor a la sede de San Pedro. 

unidad, seguida de nueve ceros), mientras que, en español equivales a un millón de millones (la unidad, seguida de doce ceros). 

2.º Que en 1902 se calculaba en 1.523.000.000, el número de habitantes del globo; y hoy alcanzan a 4.3000.000.000. (N. del T.) 
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Nuestra Italia, aunque aquel año de 1849 estaba casi toda ella revuelta, no podía quedarse al margen de una obra tan insigne. Piamonte, 
sobre todo, rivalizó con las provincias hermanas y dio un prueba segura de su inquebrantable adhesión al Vicario de Jesucristo. En Turín, 
desde los primeros días de febrero, unos cuantos católicos, eclesiásticos y seglares, llenos de piedad y celo, formaron una comisión para 
promover y reunir entre los fieles dones espontáneos para depositarlos a los pies del Sumo Pontífice. La comisión promotora se componía 
de estos respetables personajes: marqués Gustavo Cavour; marqués Ludovico Pallavicini-Mossi, señador del reino; marqués Birago di 
Vische; marqués Fabio Invrea; teólogo Guillermo Audisio; teólogo abogado Cerrutti y el teólogo Valinotti, canónigo. Había muchos otros 
buenos señores que promovían también la misma obra en las familias, y se contaba entre ellos el conde Camilo de ((507)) Cavour, herman 
de Gustavo. El 9 de febrero de 1849 abría Armonía una suscripción de ofrendas para el Papa. 

Cuando se conoció por nuestros pueblos la estrechez y las necesidades en que vivía el proscrito Pío IX, los fieles tuvieron a gala el acud 
en su auxilio, y no sólo los ricos, sino también los pobres, contribuyeron ofreciendo el fruto de sus trabajos y los ahorros de su mísero vivi 
También los hijos de don Bosco, estimando como una gran suerte el poder dar testimonio de veneración a la Cabeza de la Iglesia, se 
privaron generosos de los céntimos de que podían disponer, esto es de los que les era casi necesario para la vida, e hicieron una colecta pa 
ponerla en sus augustas manos. 

Mientras en el Oratorio los pobres alumnos de don Bosco estaban la mar de contentos de poder consolar al Vicario de Jesucristo, he aqu 
que el 12 de marzo denunciaba el Ministerio el armisticio con el general Radetzki, comandante supremo de las tropas austríacas. 

El ejército piamontés, con ciento veinte mil hombres repartidos en seis divisiones, se puso en marcha. Setenta mil se colocaron junto al 
río Tesino, extendiéndose (gravísimo error) sobre una línea de más de cien millas. Poco después alzaban la bandera de rebelión Como y 
Brescia. El 14, por la tarde, Carlos Alberto salía de Turín hacia Novara. El ministro Sineo invitaba el mismo día a los obispos a que 
persuadieran al pueblo de la necesidad de la guerra, a que ordenaran plegarias por el triunfo, y los obispos condescendieron, como siempre 
habían hecho en tales circunstancias. También se rezaba en el Oratorio, tanto más cuanto que el conde de Collegno, había ido desde Palaci 
el 5 de febrero y había entregado doscientas 
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liras a don Bosco, como consta en las memorias del teólogo Borel, y todo hace suponer que era una limosna del Rey. 

En tanto, se organizaba en el Oratorio una fiesta inolvidable. La comisión promotora de la obra del Obolo de ((508)) San Pedro, invitada 
por don Bosco, se complacía el 25 de marzo en enviar al Oratorio a dos de sus ilustres miembros para recibir en persona su ofrenda. 

Eran los dos delegados el canónigo Valinotti y el marqués de Cavour. Como era domingo de pasión y celebraban los muchachos la 
Anunciación de María Santísima, se habían reunido en número extraordinario. Hemos encontrado entre los documentos la copia de un 
discurso, leído en aquella ocasión por un muchacho, en nombre de sus compañeros, y que estaba concebido en estos en estos términos: 

«Ilustrísimos señores: 

»Apenas nos llegó la dolorosa noticia de que el Santo Padre pasaba estrecheces, nos conmovimos profundamente. Aumentaba nuestro 
dolor, al considerar que nuestra condición nos impide corresponder a tan inesperada necesidad. No obstante, deseosos de dar testimonio de 
amor y de fifial veneración a la Cabeza de la Iglesia Católica, a nuestro Padre común, sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, hemos 
hecho nuestros esfuerzos y hemos reunido el óbolo del pobre. Hemos recogido treinta y tres liras, cantidad insignificante para su sublime 
destino, pero que nos hará dignos de benigna compasión, considerando nuestra edad y nuestra condición de obreros y pobres hijos de 
familia. 

»Señores, sabemos que vuestro corazón es bueno y que por tanto, agradeceréis nuestra pequeña oferta, en la persuasión de que nuestra 
voluntad hará más, si la imposibilidad no nos lo impidiera. 

»Y si en este momento fuera posible que el Santo Padre oyese nuestra voz, ((509)) de rodiallas a sus pies, quisiéramos todos a una 
exclamar: -Beatísimo Padre, éste es el momento más afortunado de nuestra vida: formamos un conjunto de muchachos que nos 
consideramos felices, al poder dar una muestra de nuestra veneración a su Santidad. Nos profesamos afectuosísimos hijos vuestros y, pese 
los esfuerzos de los malvados por alejarnos de la unidad católica, nosotros, reconociendo en Vuestra Santidad al Sucesor de San Pedro. 
Vicario de Jesucristo, e íntimamente persuadidos de que quien no esté unido a Vos, se pierde eternamente y de que ninguno que se aparte 
Vos puede pertenecer a la verdadera Iglesia, declaramos que queremos vivir y morir siempre unidos a esta Iglesia de la que 
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sois Vos la Cabeza visible, siempre dispuestos a gastar todo cuanto poseamos, y la misma vida, para mostrarnos hijos dignos de tan tierno 
Padre». 

El pequeño orador terminaba su discurso así: 

«Vosotros en tanto, oh Señores, aceptad estas sencillas, pero sinceras expresiones de nuestro corazón, y supla vuestra gran bondad nuest 
deficiencia». 

Después de este ofrecimiento, un coro de muchachos con voz argentina cantó el siguiente himno a Pío IX que les había ensayado el 
incansable teólogo Jacinto Carpano. 

Como en Jerusalén
Los pérfidos judíos
A Jesús acogieron
Con cantos y trofeos
Mas, crueles, en cruz
Condénanle a morir
Y se gozan haciéndole
Lentamente sufrir:


Así un grupo de pérfidos
Hombres locos e impíos
Amargaron la angélica
Alma santa del Pío;
Mil vítores de fiesta
Por los aires ayer;
Hoy dan al caro Padre
Cáliz de amarga hiel.


((510)
)
No hay que temer que puedan
A tu nave celeste,
Santo Padre, abatir
Tempestades terrestres;
Lo aseguró el Eterno:
En vano se unirán
Impíos y el Averno,
La roca no hundirán.


Quien te juzgue es soberbio,
Quien te condene insano;
Nadie en la tierra iguala
Tu poder soberano.
Sólo Dios aquí impera;
Pues delante de Vos
Doblarán su rodilla
El rey y emperador.


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La ofrenda, acompañada del discurso y del himno, conmovieron vivamente el corazón de los miembros de la Comisión. Dirigieron a los 
muchachos breves palabras de alabanza y de estímulo, pidieron copia de todo y, al despedirse, dijeron: 

-«Vuestros generosos sentimientos merecen llegar a conocimiento del Papa, y llegarán». 

El marqués de Cavour, en aquel momento colaborador del periódico católico Armonía, daba noticia del hecho y publicaba, en alabanza 
del Oratorio, un importante artículo, que vale la pena presentar a los lectores. 

«En el más pobre de los arrabales de esta metrópoli, escribe Cavour, habitado casi exclusivamente por obreros, que van tirando con el 
fruto de su cotidiana fatiga, y reducidos frecuentemente a verdadera miseria después de una enfermedad o por falta de trabajo, existe desde 
hace algún ((511)) tiempo una de esas obras benéficas, brotada de la fuente inagotable que es el espíritu católico. Un celoso sacerdote, 
ansioso del bien de las almas, se ha consagrado enteramente a la tarea piadosa de alejar del vicio, del ocio y de la ignorancia a un gran 
número de muchachos que viven por aquellos contornos y que, por las estrecheces, por la incuria de sus padres, crecían desprovistos de 
cultura cívica y religiosa. Este eclesiástico, que se llama don Bosco, alquiló unas casuchas y un pequeño cercado, ha ido a vivir en aquel 
sitio y ha abierto un pequeño Oratorio, bajo la advocación del gran obispo de Ginebra, San Francisco de Sales. 

»Ha procurado atraerse a los pobres muchachos que se encontraban descuidados y abandonados; en el sencillo y modesto Oratorio les 
imparte la instrucción religiosa, la única necesaria por encima de todas las demás disciplinas; les acostumbra a cumplir con sus deberes; a 
tributar el verdadero culto a Dios; a convivir amigable y socialmente unos con otros. Junto al Oratorio hay escuelas, en las que se enseñan 
los muchachos los primeros elementos de las letras y del cálculo; está también el ya referido cercado, donde los muchachos se entretienen, 
en los días festivos y horas de recreo, con juegos inofensivos e inocentes pasatiempos, ocupando el tiempo en una alegría honesta que tant 
beneficia la salud del cuerpo y de la mente, especialmente en esa 
tierna edad. En medio de ellos se encuentra siempre don Bosco, que constantemente es su maestro, compañero, modelo y amigo. 

»Ordinariamente, los días festivos se reúnen unos cuatrocientos muchachos en aquel lugar, que por no tener ninguna apariencia al 
exterior, queda inobservado para muchos, mientras que el bien que 
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se hace es inmenso. Todos aquellos muchachos, que en su mayoría hubieran crecido en la ociosidad y en el vicio, se encaminan hacia la 
virtud y el trabajo. En efecto, su celoso preceptor ((512)) y amigo les busca con todo empeño un patrón honesto que los admita para 
enseñarles su arte; y ya el hecho de ser presentado un muchacho por don Bosco, como alumno suyo, es una garantía de moralidad para el 
dueño del taller, que lo admite más fácilmente para adiestrarlo en el ejercicio de su profesión. Así, de aquel vivero de honestos obreros sal 
cada año un buen número de adolescentes, capacitados para cubrir sus propias necesidades, y que conservarán, es de esperarlo, a lo largo d 
su vida, los hábitos de moralidad, que en sus tiernos años adquirieron. 

»Debemos añadir que, como frecuentemente se encuentra alguno entre estos pobres muchachos que, por la muerte o la ruina de sus 
padres, queda totalmente abandonado, son ya varios los que se hallan recogidos en las casuchas a las que antes hemos aludido, donde 
reciben sustento durante el tiempo de su aprendizaje, hasta que puedan mantenerse por su cuenta con el fruto de su sudor. A este albergue 
de beneficencia, acudieron el día de la Anunciación dos miembros de la Comisión de la obra Obolo de 
San Pedro, invitados por el benemérito fundador del Oratorio. Se trata de recibir la ofrenda de aquellos buenos y ejemplares muchachos 
había querido hacer para la Obra. Enterados ellos de los desgraciados sucesos de Roma y de que el Padre común de los fieles ha sido 
reducido a la condición de un desterrado, quisieron concurrir espontáneamente con su óbolo a engrosar el tributo de filial veneración que s 
quiere recoger en Turín, para ponerlo a los pies del Vicario de Cristo. 

»Cuando los delegados de la Comisión entraron en el modesto recinto, donde tanto bien se lleva a cabo, fueron recibidos por el Director 
con la más exquisita cortesía; después, con gran emoción de su corazón, se vieron rodeados de ((513)) aquellos muchachos que, llenos de 
alegría, les hicieron hermosa y alegre corona. 

»Dos de ellos se adelantaron. Uno presentaba sobre una bandeja las treinta y tres liras recolectadas entre todos, mientras el otro 
pronunciaba un sencillo y muy sentido discurso, del que ofrecemos a los lectores unos fragmentos». 

El ilustre escritor presenta a continuación una parte del discurso, que más arriba hemos transcrito, y después añade: 

«Los delegados experimentaban una dulce y suave emoción, al oír aquellas palabras, pronunciadas con aire inteligente y voz impregnada 
de afecto por un muchacho, que trabaja de peón y acarrea 
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cubos de cal y ladrillos para los albañiles, pero que, no obstante, demuestra tener sentimientos tan nobles y generosos. 

»Ellos correpondieron con breves palabras para manifestar a aquellos muchachos que se gloriaban de haberlos visto asociados a un acto, 
que es una profesión de la fe católica que tanto sublima al hombre, en cualquier estado o condición que se encuentre. Pidieron al jovencito 
copia de su discurso, que fue transmitido a continuación al Nuncio de su Santidad, el cual quedó muy complacido y prometió enviarla al 
Cardenal Pro-Secretario de Estado del Sumo Pontífice, como testimonio del sentimiento tan de 
admirar, si se considera la posición y antecedentes de los que así se manifestaban. 

»Por nuestra parte, hemos creído conveniente alargarnos un tanto al dar esta noticia al público, porque nos parece digna de ser altamente 
encomiada».1 

La referida ofrenda, con la última parte del discurso pronunciado, quedó registrada también en la Historia Eclesiástica ((514)) del abate 
Rohrbacher, el cual, después de narrar algunos rasgos emocinantes de las pobres gentes hacia el Pontífice necesitado, presenta nuestra 
anécdota precedida de estas palabras: 

«... Más elocuente aún, es el hecho de ciertos muchachos, paupérrimos y artesanos de profesión que, ahorrando cada día algún centimillo 
llegaron a juntar la pequeña suma de treinta y tres liras y la presentaron a los promotores de la Asociación con una carta que enternecía».2 

1 Armonía, número 40, año 1849. 

2 Vol. XV, edición sexta italiana, lib. 91, pág. 558. 
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((515)) 

CAPITULO XLVII 

ABDICACION DE CARLOS ALBERTO -LA REVOLUCION EN GENOVA -PARMA, MODENA, TOSCANA Y SICILIA 
SOMETIDAS A LOS ANTIGUOS PRINCIPES -CAUSA DE LA TRANQUILIDAD QUE REINA EN EL ORATORIO EN 1849 
ALQUILER DE LA CASA DE VALDOCCO RENOVADO POR PINARDI -LA DIVINA PROVIDENCIA AYUDA A PAGAR LOS 
ALQUILERES -ANARQUIA EN LOS ESTADOS PONTIFICIOS; ALGUNAS POTENCIAS SE MUEVEN PARA QUE TERMINEN 
LOS DESORDENES; LOS FRANCESES ANTE LAS MURALLAS DE ROMA -SENTIMIENTOS DEL PAPA AL RECIBIR LA 
OFRENDA DE LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO DE VALDOCCO -CARTA DEL NUNCIO APOSTOLICO -OFRENDA DE 
LOS MUCHACHOS DEL ORATORIO DE SAN LUIS -LIBROS DE GIOBERTI Y DE ROSMINI PUESTOS EN EL INDICE -DON 
BOSCO INTENTA DOBLEGAR A GIOBERTI A LAS DECISIONES DE LA IGLESIA -SUMISION DE ROSMINI Y CARTA DE 
DON BOSCO A DON FRADELIZIO 

AL siguiente día en que los muchachos del Oratorio demostraran sinceramente su devoción al augusto Pontífice desterrado en Gaeta, el 
veintiséis de marzo, se publicaba en Turín una triste noticia que acarreaba indecible pesar y arrancaba lágrimas a muchos. Carlos Alberto 
había sido derrotado. Tras algunas batallas junto al Tesino, 75.000 austríacos lograban atravesarlo, no se sabe si por un descuido o por 
traición del general Jerónimo Ramorino, que debía defender un paso de este río. Partido en dos el ejército piamontés, los austríacos 
capitaneados por el mariscal Radetzki, ((516)) marchaban contra lo más fuerte del ejército, situado entre Mortara y Vigévano. El veintiuno 
de marzo salían victoriosos los austríacos, después de un choque en el sitio 
llamado Sforzesca, y tomaban por asalto a Mortara. El veintitrés trababan una batalla campal los dos ejércitos ante los muros de Novara. 
Por ambas partes se realizaron prodigios de valor; pero, al caer de la tarde, los piamonteses se veían obligados a retirarse. 

Durante el fiero combate, el valeroso Príncipe se mantuvo impávido, desafiando el peligro, para animar a los suyos. Al ver fallidas 
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sus esperanzas, y persuadido de la necesidad de acabar la guerra, quiso facilitar a su pueblo una paz lo más honrosa posible, y consumó su 
carrera con un nuevo sacrificio. Aquella misma noche, cercado de sus dos hijos Víctor Manuel y Fernando, y de sus ayudantes de campo, 
abdicaba la corona en favor de su primogénito, que tomaba el nombre de Víctor Manuel II. Después de esto, abrazó a todos los presentes, 
agradecióles los servicios prestados a él y al Estado y, después de medianoche, partió de Novara, acompañado solamente por dos criados. 
Pocos días más tarde se supo que había llegado a Oporto, ciudad marítima de Portugal, por él elegida para su destierro voluntario. 

Bérgamo y Como, que se habían armado y empezaban a moverse, al enterarse del desastre de Novara, se entendieron con capitanes 
alemanes; pero Brescia, engañada por falsas noticias de victorias piamontesas, alzóse en armas contra la guarnición austríaca y, tras ocho 
días de heroica resistencia, hubo de rendirse. 

En tanto, el nuevo Rey ajustaba el mismo día veintiséis una tregua con Radestzki y se obligaba, entre otras condiciones, a firmar la paz, 
retirar sus tropas de las provincias de Módena, Piacenza y algunas zonas de Toscana, y trasladar la flota del Adriático. Los fogosos artícul 
((517)) de los periódicos, pretendiendo se continuara la guerra, las diatribas violentas e insensatas del Parlamento contra el armisticio, el 
griterío del populacho que recorría las calles maldiciendo a los traidores, el pánico y el dolor que invadían las casas de los pacíficos 
ciudadanos, no podían ser más desoladores si los alemanes hubieran estado a las puertas de la capital. Por la noche llegaba Víctor Manuel 
Turín y el veintinueve publicaba su primera proclama al pueblo, anunciando su subida al trono, mas sin seguir la antigua costumbre de 
comenzar el nuevo reinado invocando el auxilio del Señor. El veintinueve juraba el Estatuto, disolvía el Parlamento y convocaba nuevas 
elecciones. 

Con el primero de abril llegaba a Turín una nueva ocasión de desconcierto. En Génova, agitada por el partido republicano con la mentira 
de que el Piamonte había sido cedido a Austria, estallaba la revolución. A toda prisa llegaba desde Lunigiana Alfonso Lamármora con och 
mil hombres y la dominaba. No menos dolorosas para los liberales eran las noticias que llegaban de otras partes de Italia. Las milicias 
austríacas, cada vez más envalentonadas, por los 140.000 rusos aliados que invadían Hungría, haciendo inútil toda resistencia, entraban en 
los ducados de Parma y Módena y reponían en su puesto a los Duques. Y avanzando sobre Toscana, donde el 
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pueblo, cansado de desafueros, había arrojado a los republicanos y repuesto en el trono de Mola de Gaeta a Leopoldo II, asaltaban Livorno 
en los primeros días de mayo, y dispersaban a los rebeldes que se habían atrincherado allí como último refugio. Contemporáneamente, las 
tropas del rey de Nápoles habían tomado Palermo el veinte de abril y habían sometido a toda Sicilia. Los emigrantes políticos, que estaban 
en continuo miedo con todos estos hechos, seguían afluyendo a Piamonte. 

Sin embargo, los Oratorios de San Francisco de Sales y de San Luis no tuvieron nada que sufrir aquel año con las ((518)) continuas 
demostraciones de la ciudad. El 11 de abril celebraban la Pascua todos los muchachos, después de haber asistido a la catequesis cuaresmal 
en medio de una paz constante. Esto sucedía así, gracias a las prudentes y múltiples industrias de don Bosco y gracias, además a ciertos 
hechos maravillosos que, de cuando en cuando, se decía habían sucedido y que hacían mirar a don Bosco como a un hombre singular. 

José Buzzetti, en efecto, nos contaba que un domingo de 1849 o a primeros de 1850, mientras escuchaban la plática de don Bosco, de 
pronto un compañero que se sentaba a su lado y que se llamaba Vicente Bosio, un muchacho sencillo e inocente, se quedó como encantado 
y, expresando con gestos una gran maravilla, se volvía después hacia él y exclamaba: 

-íMira, mira a don Bosco! 

-»Qué le pasa? Ya le veo en el púlpito contando un episodio de la Historia Eclesiástica. 

-»Pero no ves? íMíralo! íSu cara se ha iluminado y despide rayos por todas partes! 

Buzzetti no vio nada, pero atestiguaba que el pequeño Bosio estaba fuera de sí, y que costó no poco tenerlo quieto hasta el fin de la 
plática: y después de la función contaba conmovido a sus compañeros lo que había visto. 

Pero la prueba más fehaciente de que el Señor bendecía el Oratorio de Valdocco era su constante, aunque lenta, expansión. Al expirar el 
contrato con Pancracio Soave, don Bosco concertaba un nuevo arriendo directamente con el propietario Francisco Pinardi. El acta notarial 
hace descripción de la casa, que nosotros transcribimos para que se vea la ligera transformación experimentada desde 1846: 

«1.º Casa, compuesta de catorce habitaciones, nueve de ellas en la planta baja, que comprende una más larga que ancha que sirve de 
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capilla y cinco más en la planta superior, juntamente con todas las buhardillas, de alto ((519)) abajo. 2.º Cobertizo o cochera que une la ca 
con la tapia por el oeste. 3.º Patios a levante y a poniente y también el patio y trozo de prado a cielo abierto, en los cuales sitios se encuent 
una fuente cubierta para lavadero y varias edificaciones». 

El arriendo era para tres años, desde el primero de abril de 1849 hasta el 31 de marzo de 1852, por un total de mil ciento cincuenta liras 
anuales. Firmaban el teólogo Borel y Francisco Pinardi, el cual declaraba notorialmente que hacía este alquiler sólo por mil ciento cincuen 
liras con la intención de ayudar a la piadosa obra emprendida por el arrendatario y establecida en dicho local. La escritura lleva fecha de 2 
de junio de 1849. 

Don Bosco se apresuró entonces a reparar el mísero edificio que se apoyaba al costado oriental de la casa y formó, con la leñera, la cuad 
y cochera, una sala bastante amplia, que podía servir para las veladas y representaciones teatrales, especialmente en el mal tiempo. No se 
olvidaba de adiestrar a sus muchachos, para éstas, pues leemos, en las notas que el tipógrafo Speirani presentaba a don Bosco para el pago 
de varios encargos, que, con fecha de mayo de 1849, había mandado imprimir 
quinientas invitaciones para una recitación que dieron los jóvenes sobre Historia Eclesiástica, y un número igual de invitaciones semejante 
en diciembre del mismo año, con motivo de una segunda representación sobre el mismo tema. Para adaptar esta sala, como ya hemos 
señalado en otro lugar, don Bosco derribaba un tabique medianero y ampliaba, casi en la mitad, el espacio de la capilla-sotechado. 

Todos estos trabajos, pagar el alquiler y buscar lo necesario para la iglesia, las clases y los juegos, le llevaban por el camino de la 
amargura, pues la guerra había ocasionado mucha miseria. Pero él, sin desconfiar lo más mínimo de la Divina Providencia, de Ella esperab 
siempre los medios necesarios, y Ella nunca le faltó. 

((520)) Una vez, acosado por el señor Pinardi para el pago de las trescientas liras del alquiler atrasado del local, don Bosco, que no sabía 
quién dirigirse para conseguir aquel dinero, se tomó quince días para saldarlo todo. Durante aquellos días se presentó al teólogo Borel el 
caballero Renato d'Agliano, preguntándole por un tal don Bosco, que se dedicaba a la educación de muchachos pobres, porque deseaba 
hacerle una ofrenda, pero nunca se había encontrado con él. Respondiólo el teólogo Borel que, efectivamente don Bosco se dedicaba 
totalmente a infundir el espíritu del Señor en el corazón de los muchachos pobres, y el caballero le dio un cartucho con trescientas 
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liras en monedas de plata, precisamente la cantidad que don Bosco necesitaba, rogándole se las entregara al buen siervo de Dios. 

A partir de aquel día este bienhechor se aficionó mucho a don Bosco y empezó a mandarle semanalmente una cesta con bastante cantida 
de pan para sus muchachos, y continuó haciéndolo varios años. Fue el mismo teólogo Borel quien nos contó estos hechos y también 
Reviglio, que comió de aquel pan. 

Otra razón explicaba la docilidad de los muchachos a don Bosco, la del buen ejemplo. El que quiera ser sinceramente amado y obedecid 
por sus superiores, obedezca antes a los que están sobre él. Don Bosco era todo para el Papa; hablaba de él frecuentemente y hacía rezar p 
él, que sufría en Gaeta por los desmanes de la revolución en sus Estados. Roma vivía en plena anarquía. Allí se habían congregado las 
sectas más exaltadas de toda Italia y los peores sectarios extranjeros, herejes, 
apóstatas, socialistas, animados por el odio más fiero contra el catolicismo. Procedían de todas partes, acometían a sacerdotes y a honrado 
ciudadanos y robaban por su cuenta y la del Gobierno. Se cometían asesinatos en las otras provincias pontificias y se encerraba en la cárce 
a muchos obispos. 

((521)) El 20 de abril de 1849 renovaba Pío IX la llamada del 4 de diciembre de 1848 a las potencias europeas. Ya España se había 
dirigido a Francia, Austria, Portugal, Baviera y a los Estados Italianos para buscar la manera de reponer al Papa en su trono. Piamonte e 
Inglaterra rechazaron la invitación; los demás la aceptaron. Luis Napoleón Bonaparte, Presidente de la República Francesa, no hubiera 
querido, pero le empujaban cuantos le rodeaban y, no pudiendo él, con toda su diplomacia, impedir que Austria acudiera en auxilio del 
Papa, quiso tomar la delantera. Y así envió un cuerpo de ejército, no para derrocar a la República Romana, sino para ponerse de acuerdo 
con el gobierno republicano, convocar un plebiscito popular, ponerse al frente del 
movimiento italiano para imponer condiciones y leyes al Pontífice, salvando, al menos en parte, la causa de los sectarios e implantar 
firmemente en Roma un gobierno constitucional liberal, esto es, una revolución moderada. Pero, para su mal, los mazzinianos no 
comprendieron las intenciones de Napoleón, aunque expuestas con claridad, y los generales franceses eran demasiado leales para seguir a 
ciegas aquellas insidias. El veinticinco de abril desembarcaban en Civitavecchia quince mil franceses, y el día treinta llegaba el general 
Oudinot, con seis mil soldados, a Roma, y era rechazado al primer asalto. La escuadra española colocaba el veintiocho la bandera pontific 
en el fuerte de Torre Gregoriana, 
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y enviaba a tierra unos batallones que, en unión de las tropas napolitanas, ocupaban Terracina. Entonces el rey Fernando, a la cabeza de 
ocho mil soldados, corría hsta Palestrina, donde sostuvo un encuentro con los de Garibaldi. Pero, como por orden de Napoleón, no estaba 
comprendido en el armisiticio, fue obligado a retirarse, después de rechazar por dos veces a las tropas republicanas. Al final de mayo 
desembarcaban en Gaeta nueve mil españoles: ocupaban Piperno, Frosinone y Velletri, y se extendían en una línea que, desde Palestrina, 
pasando por Rieti ((522)) y Terni, llegaba hasta Spoleto. Antes que ellos había salido el ejército austríaco de Castelfranco, había asaltado 
Bolonia con dieciséis mil hombres, obligándola a rendirse el dieciséis de mayo. Continuó después su camino directamente hasta Rímini y 
colocó, por doquier pasaba, la bandera pontificia. El veinticuatro de mayo asediaba a Ancona, la cual pactaba y se rendía el diecinueve de 
junio. Otros cinco mil soldados del Emperador, venidos de Toscana, por Perugia y Foligno, llegaban hasta Macerata para ayudar a sitiar a 
Ancona. 

El Santo Padre, en medio de tantas preocupaciones para defender los derechos de la Iglesia y liberar de la opresión a su pueblo, había 
recibido la pobre, pero cariñosa y juvenil ofrenda del Oratorio de Valdocco, que no sólo le había agradado muchísimo, sino que la recordó 
mientras vivió. Personas que recogieron sus expresiones, contaron: 

-«La ofrenda de treinta y tres liras, hecha por los muchachos y las expresiones sencillas y sinceras que la acompañaban, conmovieron el 
tierno corazón de Pío IX. Tomó la ofrenda y el escrito que la acompañaba, hizo él mismo un envoltorio, escribió encima su procedencia y 
dijo que quería hacer con ello una aplicación particular. Ordenaba después a S.E. el cardenal Antonelli que escribiera una carta al Nuncio 
Turín para que participase a los oferentes la satisfacción del Pontífice». 

En efecto, poco después, monseñor Antonucci escribía a don Bosco esta carta: 

Muy Reverendo Señor: 

Con motivo de enviar a su Santidad, a través del Eminentísimo cardenal Antonelli, pro-secretario de Estado, una cantidad del Obolo de 
San Pedro, que me había sido entregada por los ilustrísimos señores D'Invrea y Cavour, en nombre de la Comisión establecida para este 
((523)) fin en esta ciudad de Turín, me permití hacer destacar 
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entre las demás, la ofrenda de sus muchachos, consistente en treinta y tres liras, junto con la expresión de los sentimientos con que la 
entregaron a la Comisión antedicha. 

Al encontrarme, el dieciocho del mes pasado, con su Eminencia el cardenal mencionado, tuvo a bien manifestarme la dulce emoción que 
produjo en el alma del Santo Padre la afectuosa y candorosa ofrenda de los pobres artesanitos y las palabras de sincera devoción con que 
quisieron acompañarla. 

Ruégole, pues, les manifieste lo mucho que ha agradado al Santo Padre su ofrenda, que considera preciosísima por ser ofrenda del pobre 
y cuán complacido está al verlos tan a tiempo alimentado sentimientos de sincero obsequio al Vicario de Jesucristo, prueba segura de las 
máximas religiosas impresas en su mente. 

En prenda de paternal benevolencia. Su Santidad imparte de todo corazón a usted y a cada uno de sus jóvenes la bendición apostólica, 
mientras yo, con los sentimientos de distinguido aprecio y sincera adhesión, tengo a bien repetirme de usted atento seguro servidor. 

Turín, 2 de mayo de 1849 

A.B.,Arzobispo de Tarso
Nuncio Apostólico


Cada cual puede sin esfuerzo imaginar la alegría que inundó el corazón 
de don Bosco y sus muchachos al leer este escrito, que les hacía conocer cómo el Papa, en medio de las inmensas preocupaciones por el 
gobierno de la Iglesia y en medio de las penas y aflicciones de su destierro, había tenido la alta dignación de dirigir un pensamiento a su 
pequeñez. Brilló en sus frentes un rayo de la más pura alegría ((524)) y se oyó un fragoroso Viva el Papa, Viva Pío IX, que resonó repetid 
veces por todo el Oratorio. 

Una suma igual, rodeada casi de las mismas circunstancias, se recogió también en el Oratorio de San Luis Gonzaga, por los colaborador 
de don Bosco. Nos complace reproducir parte del artículo, que aquel mismo año apareció en el número 53 del citado periódico Armonía. 

«Un docto y pío colaborador de este periódico llamaba la atención del público en el número 40, sobre el Oratorio de San Francisco de 
Sales, fundado en Turín por el egregio sacerdote don Bosco que, animado por la más perfecta caridad, se entregó con todas sus 
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fuerzas a la educación de los pobrecitos. No tardó en ser conocida la utilidad de esta estupenda institución, y otros sacerdotes humildes, 
sabios y santos, se unieron al fundador para propagar la idea: fundaron nuevas casas, reunieron junto a sí a chiquillos y jóvenes pobres y 
prepararon para la sociedad hombres mejores, liberándola de muchos otros que, encaminados por una vía equivocada, son de pocas 
esperanzas para el porvenir. 

»íOh santa misión!; el sacerdote que la ejerce se corona con todo el esplendor de su condición e imita más de cerca a nuestro Redentor, 
que dio ejemplo, complaciéndose de estar en medio de los niños, y se lamentaba si alguno intentaba alejarlos de él. 

»Son dignos de admiración por este motivo los nombres de los teólogos Vola, Borel, Carpano y don Pedro Ponte, los cuales, rodeados e 
los días festivos de centenares de esos muchachos, los educan religiosa y cívicamente en una pequeña casa de la Institución, cerca de la 
Casa Real del Valentino. 

»Invitados a recoger de manos de estos buenos muchachos las ofrendas que espontáneamente quisieron tributar al desterrado ((525)) 
Pontífice, hemos experimentado la más agradable de las impresiones y admirado el orden y la docilidad que demuestran aquellos 
muchachos en sus recreos a sus superiores. Complacido quedará ciertamente el Beatísimo Padre con su ofrenda, y su Bendición Apostólic 
descendiendo sobre ellos, les hará crecer en virtud y sabiduría. 

»Visiten los demócratas estos lugares, donde la piedad cristiana efectúa constantemente la REFORMA de la sociedad; vean a estos 
sacerdotes que renunciaron a todas las halagüeñas esperanzas de la vida, y que lo sacrifican todo para dar a la sociedad mejores ciudadano 
y aprendan que no son las palabras sino las obras las que sirven; y al ver lo difícil y paciente que es la misión del Educador del Pueblo, 
sepan aprovecharse». 

Hasta aquí Armonía de aquellos días. 

Mas si don Bosco había proporcionado una viva complacencia a Pío IX con la veneración de sus Oratorios a la Santa Sede, otro consuel 
y más grande, intentó proporcionarle un mes más tarde. El Santo Padre había conocido la necesidad de prohibir a los fieles la lectura de 
ciertos libros, escritos por sacerdotes de mucha fama entonces, pero que podían engañar a los lectores incautos. Por eso, la Sagrada 
Congregación del Indice, el día 30 de mayo de 1849, había prohibido El Jesuita Moderno de San Vicente Gioberti, el libro de las Cinco 
Llagas de la Iglesia y el otro de la Constitución según la justicia 
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social, de Antonio Rosmini. 1 El decreto fue publicado ((526)) en Gaeta el seis de julio. Al anunciarse tal prohibición, Vicente Gioberti se 
insolentó y escribió imprudentemente: «La censura de Gaeta me revolvió el estómago y me hizo reír; sería un cargo de conciencia 
preocuparme de ella... El entredicho de Gaeta me hace engordar». 

Pero si a Gioberti no le preocupaba someterse a las decisiones de la Santa Sede, había en Turín un sacerdote que rezaba por él. Opinamo 
que cuando don Bosco buscaba ponerse en contacto con muchos de los que militaban en el campo adverso a la Religión, no tenía más pun 
de mira que el bien de sus almas y el de la Iglesia. Hasta el heroísmo recordó siempre el precepto del Señor, escrito en el Eclesiástico: «Y 
cada cual le dio órdenes respecto de su prójimo.»2 Hubo un momento en que él esperó poder reducir a Gioberti a la obediencia, porque 
cualesquiera fueran sus ((527)) fines políticos, se le había visto, en aquellos tiempos, tomar el partido del Papa y buscar la restauración de 
su reino. Por otra parte, al verlo repudiado por los suyos, apartado para siempre de toda ingerencia en los asuntos del Estado y de los 
honores que anhelaba su ambición, creyó que una buena palabra en su presente amarga soledad, produciría quizá en su corazón sacerdotal 
un efecto saludable. Se requería gran fortaleza de alma para afrontar el tesón del orgullo de un hombre que tanto había hecho por el triunfo 
de la revolución; pero don Bosco no titubeó. Rezó, como era su costumbre en tales casos, una avemaría 

((525-526)) 1 La Sagrada Congregación del Indice examina los libros denunciados por personas de autoridad. Cuando el Secretario 
recibe la denuncia motivada, la examina y compulsa la acusación juntamente con dos consultores elegidos con la aprobación del Papa y de 
Cardenal Prefecto; a continuación envía el libro a un relator, especialmente versado en el tema y aprobado como antes se ha dicho, el cual 
da su juicio por escrito, anotanto las páginas y las frases que, a su parecer, merecen censura. Hecho esto, antes de que la relación pase a la 
Congregación de Cardenales, debe presentarse al juicio de la Congregación preparatoria de los consultores reunidos ellos solos con el 
Secretario. Esta Congregación preparatoria se reúne mensualmente e interviene también en ella el Maestro del Sacro Palacio. Sus 
deliberaciones y sus votos, unidos a la censura del relator, pasan a los Cardenales de la Congregación a fin de que en su reunión den 
sentencia definitiva de condenación o de enmienda, que finalmente es puesta a la aprobación del Papa por el Secretario, juntamente con un 
diligente relación de todo el proceso. 

Cuando se trata de un autor católico, insigne por su fama o por otras obras publicadas o por aquella misma que está en causa, y que 
merecería censura, entonces es costumbre antigua, confirmada por el mismo Pontífice, atenuar la prohibición con la cláusula donec 
corrigatur o bien donec expurgetur (hasta que se corrija o bien hasta que sea expurgado), y mientras no se publica el decreto, pero se 
advierte benignamente de ello al autor indicándole las correciones necesarias. Y si él está a tiempo para retirar el libro del comercio para 
introducir en él aquellas modificaciones, el decreto no se hará público, sino que será suprimido; pero, si ya circulan muchos ejemplares, 
entonces se promulga el decreto, con aquella mitigación, para que se entienda que solamente atañe a la primera edición, y no a las 
corregidas. 

2 Ecles. XVII, 12. 
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y, acompañado por el teólogo Borel, fue a visitar a Gioberti. Después de conversar sobre las esperanzas que los buenos habían depositado 
en él para la defensa que había querido hacer del Papado, le rogó y suplicó que consolara al Pontífice y ganase mérito y gloria ante Dios y 
ante los católicos, aceptando el decreto de la Sagrada Congregación del Indice y retractándose. Gioberti, que era hombre de modales 
exquisitamente amables, no se ofendió, pero declaró con un tono de voz que no admitía réplica: 

-Mi retractación consiste en no responder. íBasta mi silencio! 

Y así terminó el coloquio. Es don Miguel Rúa quien atestigua el caritativo intento de don Bosco y las palabras de Gioberti. 

Mientras don Bosco lamentaba la obstinación de aquel infeliz, tuvo la desagradable sorpresa de descubrir que todas sus obras habían 
entrado en la casa de Valdocco. El exseminarista C..., recibido por él en el Oratorio, dueño de bastante dinero, era un entusiasta de Giober 
y había comprado todos sus libros por ciento veinte liras. Fiel cumplidor de las leyes de la Iglesia, don Bosco no quiso que el joven 
guardara aquellos libros prohibidos, y como por motivos muy graves, había citado en la Historia Eclesiástica el nombre y algún ((528)) 
párrafo de tal escritor, los suprimió en las siguientes ediciones. Sucedió también que, algunos años después, se celebraba una 
velada-academia en honor de Santo Tomás, y el orador que pronunciaba el discurso de introducción citó algunos pasajes de Gioberti. Don 
Bosco, que presidía, al terminar la velada, dijo aparte al orador: 

-No se debe nombrar jamás a ciertos personajes, ni apelar a su autoridad; porque así se despierta entre los oyentes el deseo de leer sus 
libros y ciertamente no recabarían ningún provecho de ellos. 

»Dejaría alguna buena impresión en Gioberti la admonición de don Bosco? 

Después de algún tiempo, éste se fue de nuevo a París y ya no tuvo un momento de paz. En sus últimos días pasó noches agitadas con 
sueños angustiosos, en los que veía extraños y pavorosos personajes; parecíales oír sonidos confusos como rugidos de tigres, o parecíale 
estrechar la mano de un esqueleto. En sus cartas se advierte a cada momento el pánico del Indice que le despedazaba el alma. 1 

Una apoplejía cortó su vida la noche del 25 al 26 de octubre de 1852. 

Sobre su cama se encontró abierto el libro de la Imitación de Cristo. 

1 Pallavicino, Memorie II, 586-87. Massari, Recuerdos y Epistolario II,III,IV. 
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Qué felices hubieran sido su vida y su muerte de haber imitado al abate Antonio Rosmini quien, como buen sacerdote y buen religioso, 
sumiso a la autoridad de la Iglesia, aceptó respetuosamente el decreto que prohibía sus dos libros. Por eso don Bosco seguía manteniendo 
amigable trato con los Rosminianos y enviaba a Stresa la siguiente carta: 

((529)) Carísimo Sr. D. Fradelizio: 

Esta mañana he tenido el gusto de almorzar con dos enviados (no pleniponteciarios) que van a la Sacra... 1 

Acompaño los veinte ejemplares del librito SISTEMA METRICO, al precio de cuarenta céntimos cada uno. Me tomo, además, la liberta 
de incluir en el paquete una docena de PENSAMIENTOS ECLESIASTICOS, original de un excelente sacerdote de la capital, libros cuya 
difusión deseo. 

Tengo dos jóvenes (uno ya algo viejo) que hace algún tiempo insisten en que los recomiende al Instituto de la Caridad, para ver si puede 
ser admitidos. Uno es sastre de profesión, dice que sabe bien su oficio, pero anda por los cuarenta años. El otro tiene diecisiete, ha 
terminado el curso de humanidades, es pariente del Beato Sebastián Valfré, cuyo nombre lleva, y posee otras buenas cualidades. Estimo 
óptima la índole de este muchacho. 

Agradezco los libros recientes que me envió y que estoy leyendo de muy buena gana; mande como guste y, si en algo valgo, me ofrezco 
de todo corazón. 

De. V.S. 

Turín, 5 de junio de 1849 

Afmo. amigo 

J. BOSCO 
Las respuestas que recibió, se referían también a la prueba por la que había pasado el Instituto de la Caridad por permisión del Señor. Al 
contestar recomendándole la difusión de su libro El Cristiano en la práctica de la virtud... (Biografía de San Vicente de Paúl), añadía unas 
palabras de aliento: 

Carísimo Sr.D. Fradelizio: 

He recibido varias cartas de V.S., a quien tanto aprecio, y de algunos hijitos míos, las que cordialmente agradezco. 

1 Sacra: Se refiere a la Abadía Sacra de S.Miguel de la Chiusa. (N. del T.) 
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Al acabar el año me parece bien darle cuenta de los gastos y cobros efectuados, a lo largo del año, como podrá ver por la nota adjunta. 
Pero, como con frecuencia hago los apuntes a la ligera; si usted encuentra alguna equivocación, me remito totalmente a su criterio. 

Envío los cinco primeros volúmenes de la asociación para el P.Paoli, el cual puede pedir los que siguen al secretario del señor obispo de 
Novara, que es el encargado para toda la Diócesis. 

Hablemos ahora de lo nuestro. »Qué se dice de los Sacerdotes de la Caridad? »Qué se dice de la prohibición y de la sumisión del señor 
Antonio Rosmini? Lo mismo en público que en privado se habla muy bien del Instituto de la Caridad. Se alaba su entrega a la escuela, y 
llama la atención especialmente que los Rosminianos (son palabras auténticas) se adaptaron a la enseñanza sin entrometerse en proponer y 
obligar a usar los libros compuestos por ellos. No dicen lo mismo de otros que, por empeñarse en emplear e introducir en las clases sus 
propios libros, excitan la envidia de muchos y hasta la rivalidad. 

En cuanto al bonísimo señor Rosmini, parecía que la prohibición iba a 
perjudicar su gran fama, y no fue así. El abate Rosmini se dio a conocer como un gran filósofo al escribir sus obras; pero demostró ser un 
filósofo profundamente católico con su sumisión; demostró ser coherente consigo mismo, y que el respeto profesado hasta ahora a la 
Cátedra de Pedro, son hechos y no palabras, lo que no podemos decir de otros distinguidos personajes, que en otro tiempo también 
sobresalían. Como ((531)) bien ve, éstas son expresiones amigas que se refieren a la opinión pública. En cuanto a mí, siempre he tenido y 
tengo todavía la más sincera y leal veneración por el Instituto de la Caridad y por su veneradísimo fundador. 

Ruégole salude a mis amigos y queridos hijitos míos que ahí se encuentran; y, si el abate Rosmini está ya en Stresa, preséntele mis 
humildes obsequios, procedentes de persona que él no conoce, pero que le profesa la más profunda veneración. 

Quiérame en el Señor y, si en algo valgo, mándeme y siempre me encontrará. 

De V.S.Ilma. muy apreciada. 

Turín, 5 de diciembre de 1849
Afmo. amigo
JUAN BOSCO, Pbro.


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((532)) 

CAPITULO XLVIII 

VISITAS EPISCOPALES AL ORATORIO Y SOLEMNES RECEPCIONES -EL DIA ONOMASTICO DE DON BOSCO Y DOS 
CORAZONES DE PLATA -EN SAN IGNACIO DE LANZO -DOS TANDAS DE EJERCICIOS ESPIRITUALES A LOS 
MUCHACHOS EN LAS COLINAS DE MONCALIERI -LIBERACION DE ROMA -MUERTE DE CARLOS ALBERTO -ALGUNA 
DECISIONES DE LOS PRELADOS PIAMONTESES EN VILLANOVETTA -EXITO DE LA PRUDENCIA Y DE LA CARIDAD DE 
DON BOSCO 

DEJAMOS dicho en el capítulo anterior que una de las causas por las que los muchachos del Oratorio amaban y respetaban a don Bosco e 
el respeto y amor que demostraba a sus superiores. Después del Papa estaban los Obispos. Reconocía en ellos a los sucesores de los 
Apóstoles, enviados por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios, bajo la dependencia del Romano Pontífice. Y esto lo predicaba 
constantemente a sus alumnos e insistía en la obligación de obedecer sus prescripciones. Un día 
amonestó a cierto sacerdote que, afirmaba, ya mediado el año, no haber leído aún las advertencias del calendario litúrgico diocesano. 

-»Pues qué lee usted que valga la pena, le dijo, si no lee estas advertencias? 

Cuando llegaba al Oratorio de improviso un obispo se apresuraba para honrarle de la forma más cordial y reverente, y no por mera 
cortesía, sino por estricto deber de ((533)) justicia, y ordenaba a todos le tributasen los más alegres festejos. Si se anunciaba, comunicaba 
con santa alegría la noticia a los muchachos y usaba para ello las expresiones más eficaces para demostrarles el respeto que se debía a tan 
alta dignidad. 

En estas ocasiones ponía en movimiento todo el Oratorio. Se multiplicaba para preparar y ordenar personalmente todo; lo mismo 
organizaba una velada músico-literaria que recomendaba fueran numerosas las comuniones, si el Obispo iba a celebrar la santa misa. El dí 
de la llegada, en medio de los aplausos de los muchachos, y frecuentemente al son de la banda de música, era de gran fiesta. Don Bosco 
recibía al Obispo de rodillas en el suelo y después le acompañaba 
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por la casa, siempre con el bonete en la mano. Como deseaba tener frecuentemente el honor de visitas tan preciosas, solía invitar a un 
Prelado para las fiestas pirncipales del Oratorio y para administrar la confirmación. Iba a consultarle en las dificultades que tropezaba en s 
misión o por cualquier otro asunto de importancia. Se consideraba feliz cuando podía prestarles un servicio o ayuda. Por su afecto filial y l 
santidad de su vida, se ganó más de mil visitas episcopales que honraron la casa de Valdocco durante la vida de don Bosco. Acudían de 
todas las partes del orbe católico y casi siempre para tratar asuntos referentes al bien de la Iglesia. Esta afluencia de personajes eminentes 
empezó en el 1848, figurando entre los primeros y no una sola vez, el Nuncio Apostólico de su Santidad monseñor Matteucci, que trabó co 
don Bosco una amistad que duró, como veremos, todos los días de su vida. 

El teólogo Ascanio Savio vio en el Oratorio, cuando él era clérigo, a monseñor Riccardi, obispo de Savona, a monseñor Moreno, de Ivre 
a monseñor Balma, obispo misionero de la India, y en 1851 a monseñor Cerretti, que fue para administrar ((534)) la confirmación, y a otro 
Estos dirigían casi siempre unas cariñosas palabras, unas veces a los muchachos internos, otras a los del Oratorio festivo, bien en el patio o 
en la capilla, invitándoles a dar gracias a Dios por haberles llevado a aquel lugar de bendición, exhortándoles a corresponder a las 
enseñanzas y cuidados de su padre don Bosco. Por éstos y otros muchos motivos, el afecto, la estima y la gratitud de los muchachos a don 
Bosco, no tenía límites. 

Ocasión propicia para demostrar sus sentimientos era la fiesta de San Juan Bautista. El año 1847 y el 1848 los alumnos internos se 
conformaron con leerle algunas breves y cariñosas composiciones de felicitación, y los muchachos externos le ofrecieron algún ramo de 
flores, »Qué más podían hacer aquellos pobrecillos? Pero el amor es un industrioso consejero. »Sería un error pensar que la colecta para P 
IX y las recepciones episcopales les sugirieron el modo de honrar a don Bosco? 

En efecto, el año 1849 hubo quienes tuvieron una feliz idea. Carlos Gastini y Félix Reviglio se pusieron de acuerdo secretamente y, 
durante varios meses, ahorraron chucherías, guardaron celosamente sus pequeñas propinas y lograron comprarse dos corazones de plata. 
Estaban preocupados por no saber dónde presentarle su regalo; querían además que los otros no descubrieran su secreto para que resultara 
algo inesperado por don Bosco. Era ya la vigilia de la fiesta de San Juan. 
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-»Cómo haremos?, se preguntaban el uno al otro. 

La habitación de don Bosco estaba al lado del dormitorio de los alumnos, porque él quería tenerlos siempre a la vista. Cuando todos los 
compañeros dormían, Gastini y Reviglio fueron a llamar a la puerta de don Bosco, el cual, aunque era muy tarde, estaba todavía en pie. 
Respondió que entrasen. Pensad su maravilla y emoción al ver que le ((535)) presentaban aquellos dos corazones de plata y oír las pocas y 
cordiales palabras de felicitación de aquéllos sus dos buenos hijos... 

Por la mañana todos los compañeros se enteraron del original obsequio, con un poco de envidia, y propusieron que, para el año siguiente 
habría de organizarse una fiesta bonita por todo el Oratorio. 

Entre tanto, aquel día resonaron con más alegría los himnos compuestos por el teólogo Carpano y que los muchachos cantaban en toda 
ocasión por donde quiera que iban: 

Vamos, compañeros,
don Bosco os espera:
de gozo se llena
vuestro corazón.
El tiempo agradable
invita a gozar:
corramos amables,
reíd y cantad.
Pronto, vayamos deprisa,
llena el alma de contento;
no se atreva ni un lamento
vuestro labio a proferir.


O bien. 

Viva don Bosco
que nos conduce
hasta la cumbre
de la virtud
que en su alma grande
brilló la luz.
Luzcan sus rayos
en nuestros ojos,
arda la llama
de nuestro amor,
para don Bosco
nuestro Pastor.


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Los años siguientes organizóse una comisión, hicieron una colecta los muchachos internos y externos y empezaron a comprar algún rega 
para ofrecérselo al amado padre. ((536)) Después, al atardecer de la víspera de la fiesta de San Juan Bautista, si caía en domingo, o si no, e 
mismo día del Santo, se reunían todos delante de la casita, con gran solemnidad, música y entusiastas ovaciones. 

Una comisión de los mayores subió en el 1850 a la habitación de don Bosco y leyó la primera composición para la entrega del regalo, 
como demostración de su agradecimiento. Asomóse después él al balcón y no resulta fácil describir el regocijo de mil corazones sinceros y 
encariñadísimos, de los que brotaban los más puros y filiales sentimientos, que sólo la caridad puede fomentar. Don Bosco les dirigió 
palabras de agradecimiento y, a continuación, se cantó un himno. La fiesta se repitió durante algunos años con idéntico programa, mientra 
los alumnos internos no dejaban de dedicarle una velada sencilla en familia. Pero no pasó mucho tiempo, hasta que esta fiesta adquirió una 
proporciones fantásticas, por el ornato, los regalos, la lectura de 
muchísimas composiciones y las cartas individuales de agradecimiento, de promesas, de súplica, de petición de consejos, todas henchidas 
de afecto, cartas que don Bosco conservaba con cariño. Desde 1849 en adelante, cada año se cantaba un himno nuevo, compuesto por un 
experto maestro. 

A la fiesta del Padre, solía preceder o seguir la de los hijos, esto es, la de San Luis Gonzaga. 

Después de estas fiestas, se preparaba don Bosco para ir al santuario de San Ignacio, a donde lo llamaba irresistiblemente la voluntad de 
don José Cafasso. El santo sacerdote, sucesor del teólogo Guala, como administrador de aquel Santuario y director de los ejercicios 
espirituales, continuaba los planes que él mismo había trazado para concluir el enorme trabajo del camino para coches, terminado en su 
mayor parte, aumentar el número de celdas en el local para los ejercitantes, acabar el edificio por el lado de levante, y renovar con piedras 
labradas la grandiosa ((537)) escalinata que conducía a la iglesia. En San Ignacio, junto a don José Cafasso, don Bosco se encontraba com 
en su casa. Meditaba para sí mismo durante el retiro espiritual, confesaba a 
muchos de los ejercitantes, y con su bienhechor y maestro tomaba una determinación definitiva para dar principio a la fundación de su Pía 
Sociedad. 

De vuelta a Turín, dispuso que se dieran durante el mes de julio, según costumbre, los ejercicios espirituales para los alumnos internos y 
externos. Sobre las colinas de Moncalieri, junto a Santa 
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Margarita, se levanta una villa, donde se retiraba el beato Sebastián Valfré para reponer sus fuerzas y renovar su espíritu. Era dueño, por 
entonces, de aquel sitio encantador el teólogo Juan Vola, el mismo que había regalado a don Bosco su reloj, cuando le encontró con su 
madre camino de casa Pinardi para albergarse en ella. Invitó a don Bosco para llevar allí a hacer su retiro espiritual a sus muchachos. Se 
adecentó una capilla. Predicaron los teólogos Botto y Vola. Don Bosco presidió, predicó e hizo una breve exhortación cada noche a los 
muchachos. La primera tanda de ejercicios se celebró durante la primera semana de julio y acudieron veintiocho muchachos. La segunda 
tanda empezó el veintitrés de julio, lunes, y terminó el sábado; se reunieron treinta y nueve muchachos, dos de los cuales fueron de 
Moncalieri, cuatro de Cambiano y cuatro de Chieri. Don Bosco escribió los nombres de todos aquellos muchachos, que nosotros 
consevamos como un precioso recuerdo de aquellos afortunados. 1 La casa no era amplia y se ocuparon ((538)) hasta los tabucos de debaj 
la escalera y las buhardillas. Faltaban en las habitaciones hasta los muebles más necesarios. Contaba más tarde don Bosco, con énfasis, las 
anécdotas sucedidas como consecuencia de las 
estrecheces pasadas para dormir y para comer, y la industriosa solicitud, junto a la admirable paciencia, de los muchachos para adaptarse l 
mejor posible y soportar alegremente las inevitables incomodidades. Un banco, dos sillas, una tabla, una manta por el suelo, un jergón de 
paja eran todo su ajuar. 

Precisamente el domingo que medió entre los dos retiros espirituales, día 15 del mes, entraban los franceses en la capital del mundo 
católico, después de largas negociaciones y desesperados combates. 

1 «Muchachos que hicieron los ejercicios espirituales durante la primera semana de julio de 1849. 

»T. Botto; D. Bosco; T. Vola. 

»Esteban Castagno, Santiago Soles, Juan Bautista Sansoldi, Juan Appiano, Eduardo Giozza, Simón Boasso, Ignacio Scrivan, Carlos 
Ludre, Miguel Billula, Luis Bens, Lorenzo Bussone, Miguel Formica, Nadal del Ponte, Félix Aschieri, Cándido Germán, Cándido Musso, 
José Timossi, Antonio Comba, Santiago Beglia, Eduardo Razetti, Serafín Servetti, Ascanio Savio (clérigo), Avatanio, Malacarne, Doming 
Viano Constantino, Picca, Buzzetti». 

«Para los ejercicios espirituales, 23 de julio de 1849. 

»Vandano, Minetti, Viglietti, Perrona, Gaddo, Longo, Buzzetti, Jacinto Gallo, Piacenza, dos de Moncalieri, Domingo Garda, Juvenal 
Borda, Francisco Blengio, Esteban Sola, Cuniana, Benedicto Cagno, José Oddenino, Carlos Gastini, un lombardo, Agustín Giordadino, 
Luis Mondo, Marchisio, cuatro de Cambiano, cuatro de Chieri, Montafameglio, Ceruti, Sardo, Degiuli, Truffo, Víctor Pavesi, Piovano, 
Bartolomé Berrutto, Bartolomé Gribaudo, Juan Bautista Crosa, Francisco Sandrone, Santiago Poma». 

Aunque escribe el autor 39, cuente usted y verá que le salen 43. (N. del T.) 
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Izaban la bandera pontificia, pero dejaban a los jefes sectarios ponerse a salvo y organizar nuevas conjuraciones. El general Oudinot 
enviaba inmediatamente al Papa las llaves de Roma. 

Pero, si esta noticia satisfizo a don Bosco, llegó otra a Turín que le entristeció profundamente, lo mismo que a ((539)) sus hijos. Agravad 
en Oporto por el peso de la desgracia y el recrudecimiento de una antigua enfermedad, expiraba Carlos Alberto el 28 de julio, como un 
verdadero cristiano, confortado con los auxilios de nuestra santa religión. Don Bosco hizo rezar, como era su deber, por un soberano a qui 
amaba mucho y que en repetidas ocasiones había ayudado y protegido su institución. Su 
dolor iba unido a la esperanza, ya que este Rey había sido muy devoto de Nuestra Señora de la Consolación y esta lleno de caridad para co 
los pobres. Ante su féretro no hubo que sentir la angustiosa duda de la suerte eterna de su alma. Más aún, de vez en cuando, como un 
recuerdo querido, acudía Carlos Alberto a la mente de don Bosco. Muchos años después, nos exponía en pocas palabras, solamente 
estábamos dos presentes, un simpático sueño que le duró toda la noche. 

«Me pareció encontrarme en los alrededores de Turín, paseando por una avenida. De pronto, se me acercó el rey Carlos Alberto, y se 
detuvo sonriente para saludarme. 

-íMajestad!, exclamé. 

-»Cómo está, don Bosco? 

-Estoy muy bien y muy contento de haberme encontrado con su Majestad. 

-Si es así, »quiere acompañarme a dar un paseo? 

-íDe mil amores! 

-Pues vamos. 

»Y nos pusimos en camino hacia la ciudad. No vestía el Rey ninguna insigna de su dignidad; iba de blanco. 

-»Qué dice usted de mí?, preguntó el Soberano. 

»Respondí: 

-Sé que vuestra Majestad es un buen católico. 

-Para usted soy todavía algo más: siempre me he interesado por su obra, ya lo sabe. Siempre he deseado ((540)) verla prosperar. Hubiera 
querido ayudarle mucho, mucho, pero los acontecimientos no me lo permitieron. 

-Si es así, Majestad, le haría una petición. 

-Diga. 

-Le pediría fuera prioste en la fiesta de San Luis de este año en el Oratorio. 
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-Con mucho gusto, pero comprenda usted que esto llamaría mucho la atención: sería algo inaudito; por tanto, no parece sea conveniente 
tanto alboroto. De todas formas, veremos la manera de que usted quede contento, aún sin mi presencia. 

»Hablando, hablando de varias cosas, llegamos junto al santuario de Nuestra Señora de la Consolación. Había allí una especie de entrada 
subterránea, casi a la falda de una alta colina, y el callejón, que era muy estrecho, en vez de bajar, subía. 

-Hay que pasar por aquí, me dijo el Rey. 

»Y de rodillas, bajando hasta el suelo su majestuosa frente, así postrado, empezó a subir y desapareció. 

»Entonces, mientras yo examinaba aquella entrada y miraba cómo atravesar por aquellas tinieblas, me desperté». 

Examinando la fecha de este sueño, hemos encontrado que poco después recibía el Oratorio un generoso regalo de la Casa Real. El 
corazón de don Bosco latía al unísono con el de Pío Nono y el del venerable Cottolengo en favor de Carlos Alberto; se reservó a sus 
muchachos el honor de cantar varias veces en la catedral la misa de Requiem en el día del aniversario de su muerte. 

Reanudamos nuestra narración. 

El 25 de julio, siempre ausente de su archidiócesis monseñor Fransoni, se reunieron en Villanovetta, diócesis de Saluzzo, todos los 
obispos piamonteses. Cinco días duraron los preparativos para las gravísimas luchas que presentían como inminentes. No intentamos 
((541)) exponer los acuerdos tomados; sólo haremos mención de lo que puede referirse a don Bosco. Se promovieron oraciones públicas 
para que el Señor inspirase al Papa la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima. En el Oratorio se 
empezaron enseguida dichas súplicas, ya que don Bosco ardía en deseos de ver coronada a su Madre Celestial con esta nueva y legítima 
corona. Nos lo afirmaba muchas veces don Félix Reviglio. 

Se creó una comisión episcopal para preparar un catecismo único, adoptando por modelo el del obispo Casati de Mondoví y el del 
cardenal Costa de Turín. Era éste un deseo de don Bosco, ya manifestado a monseñor Fransoni. Dado que acudían a su Oratorio muchos d 
diversas provincias y diócesis, le pareció muy conveniente un texto único para que no confundieran las ideas, al volver a sus propias 
diócesis, donde se encontraban con fórmulas distintas de las aprendidas en Turín para expresar las verdades de la religión. Su proyecto no 
fue llevado entonces a la práctica. 

Finalmente se designó a los obispos de Mondoví e Ivrea para esbozar 
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una asociación editora y difusora de buenos libros y combatir de este modo las máximas propagadas por el periodismo irreligioso contra la 
fe, la autoridad de la Iglesia y las buenas costumbres. A partir de entonces comenzó don Bosco a pensar en las Lecturas Católicas y a trata 
después de ello con monseñor Moreno en sus frecuentes visitas a Ivrea, o cuando le recibía en el Oratorio. 

Añadiremos todavía que don Bosco tenía verdaderos motivos para dar gracias al Señor, por haber logrado, gracias a su prudencia, pasar 
incólume en medio de tantas pasiones políticas y religiosas, sin pactar jamás ((542)) con el error o comprometer su carácter sacerdotal. Su 
caridad con los hombres de todo partido le hacía ser bien visto por cuantos no estaban cegados por la impiedad. Vuelta Venecia al poder d 
los austríacos el 24 de agosto, después de unos meses de valerosa resistencia, algunas familias de los prófugos y desterrados encontraron e 
él un corazón que supo compadecerles y socorrerles. Por esto gozaba en Turín de la simpatía y también de la protección de muchísimos 
liberales. Prueba de ello es un artículo del Diario de la Sociedad de Instrucción y Educación año I, fascículos 13 y 14, julio de 1849. Turín 
formado por el profesor de la Universidad Real, Casimiro Danna que pertenecía al partido en el poder. Después de exponer todo lo que se 
había hecho en favor de las escuelas públicas, continuaba: 

«... Mientras Racheli difunde el espíritu educativo en favor de las clases que pueden enviar sus hijos a la escuela, hay otro no menos 
generoso que piensa en los hijos de los que, o son tan míseros que no pueden, o están tan embrutecidos por la ignorancia que olvidan dar e 
más mínimo barniz de instrucción, el menor sentimiento a su prole, que se arrastra por el fango -último eslabón de la cadena social-. Me 
refiero a la escuela dominical de don Bosco, sacerdote que no puedo nombrar sin sentirme invadido de la más sincera y profunda 
veneración. Más allá de Puerta Susa, en aquel grupo de casas que todos conocen bajo la denominación de Valdocco, estableció él un 
Oratorio llamado de San Francisco de Sales. No al acaso ni en vano. Porque más que el 
título es el espíritu de aquel apóstol ardiente "del diritto zelo che smisuratamente in cuore avvampa" (del santo celo que se enciende sin 
medida en el corazón), el que infunde en su institución este óptimo sacerdote, que se ha consagrado a sí mismo a aliviar los dolores del 
pueblo desgraciado, ennobleciendo sus pensamientos. Y será muy justa loa recordar cuanto ha hecho y hace cada día ((543)) demostrando 
cómo nuestra religión es una religión civilizadora. El recoge en los días festivos, allí, en aquel solitario recinto, de 
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cuatrocientos a quinientos muchachos de más de ocho años, para alejarlos de los peligros y de la disipación e instruirlos en las máximas de 
amor cristiano. Y esto entreteniéndolos con agradables y honestas diversiones, después de haber asistido a los ritos y ejercicios de religios 
piedad, dirigidos con ejemplar edificación por él, pontífice y ministro, maestro y predicador, padre y hermano, a la par. Les enseña, ademá 
Historia Sagrada y Eclesiástica, Catecismo y los elementos de Aritmética. Les 
ejercita en el sistema métrico decimal, y a los que no saben, les enseña a leer y escribir. Y todo para la educación moral y cívica. Sin olvid 
la educación física. Deja que en el patio, adosado al Oratorio y cercado, se ejerciten en ejercicios gimnásticos y se diviertan con los zancos 

o en el columpio, con el tejuelo o con los bolos y refuercen el vigor de sus cuerpos. El aliciente, que atrae a aquella numerosa muchachada 
no es el premio de una estampita, el de una rifa, ni el de una meriendilla; es su presencia siempre serena, siempre atenta para propagar en l 
almas juveniles la luz de la verdad y del amor recíproco. Al pensar en los males que evita, los vicios que previene, las virtudes que siembr 
el bien que fructifica, parece increíble que su obra pueda encontrar impedimentos y contrariedades. 
»Que, »por parte de quién? 

»Por parte de ésos, a quienes se les pueden perdonar muchos defectos, pero no la ignorancia; que debieran tener como parte nobilísima d 
ministerio evangélico la educación; más aún, que debieran estar agradecidos a don Bosco. Porque muy lejos de apartar de las prácticas 
religiosas a los muchachos, está entregado del todo a instruirles en ellas, sobre todo aquéllos que, abandonados por los padres, no 
aparecerían por la parroquia, o yendo, podrían quedar muy lejos de la benéfica influencia de los catequistas. La pobreza ((544)) de 
muchísimos chiquillos hace que sus almas parezcan a los ojos del mundo menos preciosas, y por ello algunos obreros evangélicos no se 
muestran tan solícitos en fomentar entre ellos la piedad; y menos aún en las grandes 
ciudades, cuando se presentan con la ropa hecha jirones. Por esto echa raíces entre ellos la mala semilla del vicio y, mientras los tribunales 
sentencian severos castigos contra los desórdenes dañosos para la sociedad, se alimenta a los malhechores dentro de los propios muros. 

»Desde hace siete años que empezó la obra de don Bosco, la viene protegiendo Carlos Alberto con sabiduría más que regia, previendo el 
bien inmenso que puede reportar a la moralidad pública. Y, tanto ha ido creciendo la afluencia juvenil, que ha habido que dividirla 
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en dos. Y se ha abierto en Puerta Nueva otro Oratorio, llamado de San Luis, entre la avenida de los Plátanos y la del Valentino, dirigido po 
el teólogo Carpano, piadoso celoso y digno colaborador al que alabamos. Ambos Oratorios tienen el mismo modo de actuar, el mismo 
espíritu y el mismo fin. Se inició un tercero en Vanchiglia, gracias a los solícitos cuidados del vicepárroco de la Anunciación, don Juan 
Cocchis, pero cuánto siento que, por no sé qué motivos, se haya cerrado. 

»Pero don Bosco es, sobre todo, acreedor a la gratitud ciudadana por el internado que allí, en la misma casa del Oratorio, ha abierto para 
los muchachos más necesitados y harapientos. Cuando él sabe o se entera de alguno pobre y abandonado, no lo pierde de vista, se lo lleva 
su casa, lo limpia, le quita los harapos, le pone ropa limpia, le da de comer mañana y tarde, hasta encontrarle una colocación que lo ponga 
en condiciones de poder sustentarse honradamente y atender con mayor eficacia a la educación de su mente y su corazón. Algunos 
sacerdotes contribuyen a los muchos dispendios que esta preciosísima obra requiere. Pero el peso mayor carga sobre este verdadero minist 
de Aquel, que se llamó a sí mismo bondad y ((545)) alivio de los espíritus atribulados. íVaya ejemplo a imitar el que él nos da, 
enseñándonos a usar las riquezas! No siempre es útil abandonar de un golpe todos los bienes terrenos que pueden convertirse en 
instrumentos de generosa caridad en manos próvidas. La pobreza verdadera está en tener el ánimo ajeno, no sólo a las riquezas que se 
poseen, sino también a las que no se poseen. 

CASIMIRO DANNA» 

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((546)) 

CAPITULO XLIX 

DON BOSCO SE DECIDE A DAR PRINCIPIO A LA PIA SOCIEDAD DE SAN FRANCISCO DE SALES -TIEMPO DIFICILES 
PARA RECLUTAR VOCACIONES -ELIGE A CUATRO MUCHACHOS DEL ORATORIO -DON BOSCO EMPIEZA A 
ENSEÑARLES GRAMATICA ITALIANA Y LATINA: RAPIDOS PROGRESOS -SIGUE LAS CLASES EN I BECCHI -DOS 
CARTAS DE DON BOSCO AL TEOLOGO BOREL ESCRITAS EN MORIALDO -SOLICITUDES AL GOBIERNO PARA HACER 
RETORNAR AL ARZOBISPO A TURIN -UN ASESINO CONVERTIDO Y CONFESADO 

ERA una idea fija en don Bosco, la de tener con el tiempo sacerdotes, colaboradores suyos, en los oratorios festivos y en sus otros vastos 
proyectos. Frecuentemente el joven Miguel Rúa le oyó exclamar: 

-íOh, si tuviese doce sacerdotes a mi disposición, cuánto bien podría hacerse! íLos enviaría a predicar las verdades de nuestra Santa 
Religión a las iglesias y hasta a las plazas! 

Y, a veces, echando un vistazo sobre el mapamundi, suspiraba al ver que muchas regiones permanecían todavía en la sombra de la muert 
y mostraba ardientes deseos de poder llevar un día la luz del Evangelio a lugares no alcanzados por otros misioneros. 

Ya cuando estaba en la Residencia Sacerdotal de San Francisco de Asís había dado clase a muchachos que él juzgaba aptos para ayudarl 
Los cuatro primeros fueron: Piola, Occhiena, Boarelli y Genta. Había ((547)) abrigado las más halagüeñas esperanzas; pero, ya próximos a 
vestir la sotana, le abandonaron. Lo intentó dos veces más, y tras haber consumido tiempo y fatigas, le falló la prueba; porque los jóvenes, 
disuadidos por la familia o desaconsejados por otras razones, dejaban los estudios y, a 
menudo, hasta el Oratorio. Procuró reunir a los sacerdotes que le ayudaban en la catequesis, les propuso vivir en comunidad, les mostró la 
ventajas que ello reportaría para bien de las almas, pero sus exhortaciones no surtieron efecto alguno. 

»Cómo hacer, pues, para conseguir su intento? Si hubiera apelado a las personas de buena voluntad que hay en el mundo, no hubiera 
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encontrado quien le respondiera; porque él, obediente a su misión, quería fundar una congregación religiosa en unos tiempos en los que 
todo conspiraba contra sus designios. Los gobiernos se aprestaban a una guerra despiadada contra las órdenes religiosas, confiscándoles su 
bienes y procurando su extinción. Ya se había dispersado a alguna congregación. El teatro, las novelas, los periodicuchos, con infames y 
atroces calumnias y con la burla repartida a manos llenas, hacían aborrecer al pueblo la vida del claustro. La sociedad estaba saturada de 
prejuicios: se manifestaba a menudo públicamente desprecio por los religiosos. La palabra fraile sonaba a insulto para todos. El mismo 
clero secular era, en gran parte, hostil a los hábitos y cogullas, unos por interés, otros por envidia. Entre los mismos religiosos, muchos 
aguantaban de mala gana el yugo de la regla y parecían dar razón a las críticas e invectivas de los impíos, periodistas y novelistas. Todo es 
ambiente hacía dificilísimo encontrar 
vocaciones para tan noble estado. 

Con todo, don Bosco debía buscarlas, debía juntar las piezas para un gran edificio espiritual, debía formarse un escuadrón de religiosos. 
Esta era su misión, y el espíritu del Señor le hizo comprender el misterio del sueño, en el que ((548)) las fieras se habían trocado en 
corderos, y cierto número de éstos en pastores. Tenía, por tanto, que dirigirse a la clase de jóvenes que le había sido indicada. Mas preveía 
que también éstos le volverían la espalda, si desde un principio les decía que quería 
hacerles religiosos. Por esto debería proceder con gran cautela e ir ganando terreno en sus corazones, poco a poco, sin que ellos se 
apercibieran. 

Era la suya una empresa muy ardua. 

Los fundadores de todas las demás órdenes religiosas habían encontrado, entre los primeros agregados a su sociedad, hombres maduros 
virtud, ciencia, experiencia del mundo y del espíritu. Eran vocaciones formadas, que se debían y podían probar, aún sometiéndolas a duras 
pruebas. El mundo de entonces aplaudía a quien se consagraba a Dios. 

Pero no se le presentaban las cosas así a don Bosco. Tenía que formar una congregación, sin contar, humanamente hablando, con los 
elementos para ello. No se trataba de probar vocaciones, sino de crearlas. Si quería colaboradores píos y doctos, debería formárselos él 
mismo. Ni soñar con hablar de experiencia, ni de espíritu, ni de mundo. Debería don Bosco infundirla en los que se decidieran a seguirle. 

Totalmente solo, sin medios ni apoyos humanos, debía sacar del 
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medio de la calle, del taller a algún joven, de entre los mil que frecuentaban el Oratorio, ayudarle a reformar su conducta moral, encarrilarl 
a la frecuencia de sacramentos, enseñarle el catecismo y los primeros rudimentos de italiano y de latín, proveerle de cama, vestido y 
comida, proporcionarle los medios para seguir asistiendo a las clases superiores y, cuando estuviere suficientemente instruido, imponerle l 
sotana, conferirle el cargo de maestro de los otros compañeros que fueren llegando, al mismo tiempo que ((549)) estudiaría la filosofía y 
después la teología, hasta llegar al sacerdocio: he aquí el proyecto, sugerido por la Virgen, y por él madurado durante mucho tiempo, que 
debía proporcionarle, poco a poco, el personal necesario para 
su obra. Y, por fin, en San Ignacio, de Lanzo Torinese, él había decidido resueltamente poner mano a esta empresa. 

Por esto había preparado, con el teólogo Vola, los ejercicios espirituales de que hemos hablado. Reunió entre las dos tandas a setenta y u 
jóvenes, elegidos entre centenares de los dos Oratorios. Durante aquellos días los estudió singularmente para descubrir si en alguno de ello 
aparecía algún signo de vocación sacerdotal. De entre todos eligió a tres de los mejores: José Buzzetti, Carlos Gastini y Santiago Bellia, en 
los que había visto aptitudes, y de cuya inteligencia, buena voluntad y gran piedad podía esperarse un feliz resultado. 

Se añadió a ellos un cuarto, Félix Reviglio, que, por estar enfermo, no pudo ir con los otros al retiro espiritual. Determinó don Bosco qu 
éstos dejaran el trabajo manual y los probó durante unos meses, sometiéndolos a diversas pruebas, especialmente de obediencia, para 
conocer el espíritu que los animaba y dedicarlos después a los estudios. 

De los cuatro, sólo Bellia había hecho los cursos completos de la enseñanza elemental; los otros, ocupados en su oficio, apenas había 
llegado, a fuerza de empujones, a escribir mal que bien su nombre, por así decir, y nada más. 

Un día del mes de julio don Bosco llamó a Buzzetti, Gastani, Bellia y Reviglio y con una expresión de voz especial, les dijo: 

-Necesito reunir algunos jovencitos que me quieran seguir en las empresas del Oratorio. »Queréis vosotros ser mis ayudantes? 

-»Y en qué podríamos ayudarle? 

((550)) -Empezaré por daros unas clases de enseñanza elemental; os enseñaré los primeros rudimentos de latín y, si fuere ésa la voluntad 
de Dios, quién sabe si un día podríais ser sus sacerdotes. 

-Sí, sí; repondieron los cuatro a una voz. 

-Mas, para que podáis llegar a esta meta son precisas muchas 
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cosas; principalmente que estéis dispuestos a poneros en mis manos como este pañuelo. 

Y así diciendo, sacó del bolsillo el mocador y se puso a deshilacharlo ante sus ojos. Después añadió: 

-Sería necesario que pudiera hacer con vosotros lo que me habéis visto hacer con este pañuelo; esto es, querría veros obedientes del todo 
cualesquiera fuesen mis deseos. 

Los muchachos prometieron, aceptaron cuanto les había propuesto y se pusieron de acuerdo para las clases. 

Mientras tanto, fijaba don Bosco en las paredes del Oratorio, por un lado y por otro, carteles con esta inscripción:«El tiempo es un 
tesoro». 

Deseaba él darse prisa, pero era sabedor de que la ignorancia de sus 
alumnos corría pareja con su buena voluntad; consideró que, para gente ajena a cualquier trabajo que no fuera el del taller, el dedicarse al 
estudio era como encontrarse en un mundo nuevo, y quiso que comenzaran poco a poco. Por tanto, durante el mes de agosto de 1849, les 
asignó como maestro de los primeros rudimentos de gramática italiana al teólogo Chiaves, a cuya casa, junto a San Agustín, iban todos los 
días. Pasado un mes de prueba, que superaron felizmente, don Bosco en persona, con admirable paciencia, empezó a darles las primeras 
lecciones de latín. 

Con su enseñanza continua, no sólo a las horas establecidas, sino, a veces, hasta durante el recreo y la comida, logró que aprendieran, 
((551)) en otro mes, las cinco declinaciones, las cuatro conjugaciones y que empezaran a traducir los primeros ejercicios elementales. A 
mediados de septiembre condujo a sus alumnos a la casa paterna de I Becchi, para que pudieran descansar y divertirse un poco. Desde 
Morialdo escribía la siguiente carta al teólogo Borel, que asumía siempre, en su ausencia, la 
dirección del Oratorio de Valdocco. 

Carísimo señor Teólogo: 

Creo le gustará conocer algunos pormenores de nuestro viaje. 

Salimos de Turín en vapor a las seis de la mañana y llegamos felizmente a Valdichiesa, donde desembarcamos. Al llegar a los cortijos de 
los Savi, presencié un triste espectáculo. El entierro de un joven, muerto a manos de su hermano. Había sucedido lo siguiente. A buenas y 
malas, los dos hermanos se habían repartido ya la herencia paterna; no quedaba más que un poco de estiércol. Las palabras 
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e insultos llegaron a tal punto que, en el paroxismo de su furor, se abalanzó el mayor sobre el menor y lo atravesó con un cuchillo. El 
muerto, soltero, tenía dieciocho años: el asesino, de veinticuatro, es padre de familia. íMalditos altercados! Otro caso, también raro, fue el 
de un hombre encontrado muerto en un bosque, poco distante de aquí, y ya medio corrupto. Era de Chieri, y dicen que tenía algo perturbad 
la razón. 

El lunes y el martes me encontré bastante mal de salud. Ayer y hoy me siento mucho mejor; espero una gran mejoría de un día a otro. 

Me parece será muy provechosa la reunión que hemos planeado, esto es, que usted con el teólogo Carpano y el teólogo Vola ((552)) 
vengan de paseo hasta aquí. El itinerario es Valdichiesa, Croce grande, Morialdo, y casa de don Bosco. 

Aquí todos están bien; solamente Gastini sigue con fiebres. 

Yo, mi madre y todos los chicos saludan a usted, al señor don Sebastián Pacchiotti, T. Bosio, don Vola... Creáme siempre, tal como de 
todo corazón me profeso ante el Señor, suyo. 

Castelnuovo de Asti, 20 de septiembre de 1849 

Afmo. amigo
JUAN BOSCO, jefe de los biricchini (pilluelos)


P.S. Puede encomendar los juegos a Agustín, a quien considero capaz de atenderlos, especialmente si se une a Arnaud. 
Mientras don Bosco estaba en Castelnuovo, se sentía cada vez más la necesidad de que volviera a Turín el Arzobispo, ya tanto tiempo 
ausente. Los canónigos de la catedral habían pedido al Gobierno que lo reclamase y protegiese. El caballero Eduardo de La Mármora, 
amigo de don Bosco y que frecuentaba el Oratorio de Valdocco, preparaba para este fin una solicitud al Ministerio del Interior, firmada po 

10.154 seglares. Pero el Gobierno, desde los primeros tiempos del Ministerio Gioberti, había decidido privar, a toda costa, a monseñor 
Fransoni de su diócesis; y el periodismo impío e inmoral seguía vomitando calumnias e insultos contra él. Pese a ello, cuando el 
impertérrito prelado supo el movimiento de los feligreses en su favor, entró en Saboya y ordenó le prepararan su quinta de Pianezza, dond 
contaba ((553)) fijar su residencia. Pero, al enterarse el Gobierno, quiso que le escribiera monseñor Charvaz, comunicándole que el Rey no 
veía bien su vuelta a la diócesis. Y el Arzobispo se quedó en el palacio episcopal de Chambery. 
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Estas eran las nuevas que el teólogo Borel comunicaba a don Bosco al responder a su carta, a la par que le daba cuenta de lo que se hacía 
en el Oratorio. Se excusaba de no poder trasladarse a Morialdo, por tener que ayudar a los canónigos de la Santísima Trinidad a recoger 
firmas del clero para una instancia razonada a las autoridades civiles, pidiendo se levantara al Arzobispo la prohibición injusta, tan 
perjudicial para la diócesis. 

Don Bosco escribió entonces al teólogo Borel una cartita en estos términos: 

Queridísimo señor Teólogo: 

Aplaudo con toda mi alma la proyectada solicitud, en la que también yo quiero estampar mi firma; pero, por un día no creo que vaya a 
retardar el trabajo, pues, si vienen los otros sacerdotes y falta V.S. la reunión será poco provechosa. Me alegro de que el Oratorio marche 
bien y espero que el Señor nos seguirá bendiciendo. Dígale solamente al teólogo Vola que sea más breve en sus pláticas; si no, el Oratorio 
de la mañana disminuye. Muchos saludos a los amigos de siempre, y me crea como de todo 
corazón me profeso. 

Morialdo, 25 de septiembre de 1849 

Afmo. amigo
BOSCO, pbro.


Mientras tanto, don Bosco no interrumpió sus clases, desde el día qeu llegó a I Becchi. Para él, descanso no significaba ocio. Los alumn 
aprendían ((554)) casi sin darse cuenta, siguiendo la viva voz del maestro. Durante el desayuno, en la comida y en la cena el tema de la 
conversación normalmente no variaba. Entre bocado y bocado declinación va y conjugación viene. Los llevaba a las aldeas vecinas, o a las 
viñas donde se vendimiaba, pero no olvidaba las lecciones. Solamente con tan tenaz sacrificio y dulce energía, pudo preparar a sus alumno 
para examinarse de gramática al final de octubre. 

El once de agosto de 1889, se descubría una lápida colocada en I Becchi en la casa donde nació don Bosco. Don Félix Reviglio concluía 
su magnífico discurso con estas palabras. 

«Adiós, benditos lugares, que traéis a mi memoria los singulares rasgos de bondad de mi insigne bienhechor. Estas hileras de vides, esto 
prados fueron la cátedra desde donde enseñó los rudimentos de latín a sus primeros hijos, que preparaba para la carrera sacerdotal. En 
medio del trabajo, durante los paseos, en las comidas, con admirable 
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paciencia, nos daba clase, nos repetía cien veces las mismas reglas, acompañadas de frecuentes ejercicios, cuando era preciso, y lo era con 
frecuencia, hasta que sabíamos dar razón de la última explicación con nuestras respuestas. Muchas veces, por miedo a ser preguntado, me 
ponía lejos de mi buen maestro, pero él me llamaba amablemente y me proponía una frasecita para traducir, nombres a declinar, verbos a 
conjugar. Y, aunque éramos lentos para aprender, no se cansaba de repetir... Adiós, casa querida donde recibí pruebas de cariño paternal, 
para animarme a ser bueno». 

Fue en aquel otoño cuando don Bosco se encontró con un joven de quince años, que después sería su brazo derecho y apoyo para mucha 
cosas, testigo fiel de sus virtudes y que moriría misionero en la república del Ecuador. Habiendo ido a Ramello, aldea de Castelnuovo de 
Asti, a ((555)) casa de Carlos Savio para comprar uvas, éste, que era padre del clérigo Ascanio, y había preparado la comida para los 
muchachos del Oratorio, presentó a don Bosco otro hijo suyo, llamado Angel, y le rogó quisiera 
admitirlo entre sus discípulos. Don Bosco lo aceptó gustoso y al año siguiente, 1850, se lo llevó consigo a Turín. 

Después de celebrar la novena y la fiesta del Santo Rosario los muchachos dejaron I Becchi. Don Bosco fue a reunirse con ellos en Turín 
unos días después. 

Iba, ya anochecido, don Bosco, a solas, del caserío de I Becchi a Buttigliera; o, como otros cuentan, desde Capriglio a Castelnuovo. A 
mitad del viaje, descubrió en medio del camino, flanqueado por el bosque, que lo hacía más oscuro y desierto, a un mozalbete sentado en u 
ribazo de la orilla. Cuando éste vio al sacerdote que se acercaba, bajó y salió a su encuentro pidiendo socorro. Pero el tono de su voz 
amenazadora daba a entender que la petición era una intimación. Don Bosco, sin perder la 
serenidad, se paró y le dijo: 

-Un poco de paciencia. 

-íQué paciencia ni qué! Entrégueme el dinero o le mato. 

-Dinero para ti no tengo; la vida me la ha dado Dios y sólo él me la puede volver a tomar. 

En aquel sitio y sin testigos era fácil dar un golpe. Pero don Bosco, aunque el muchacho llevaba el sombrero echado sobre los ojos, le 
había reconocido: era hijo de un propietario de aquellos contornos, a quien él había catequizado y confesado en la cárcel de Turín, de la qu 
había salido hacía pocos días, gracias a su recomendación al Procurador del Rey. En aquel momento, con la oscuridad de la noche y la 
natural turbación que le agitaba al cometer el delito, no 
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reconocía quién era el agredido. Por eso don Bosco, levantando la cabeza, siguió diciendo en voz baja: 
-íCómo! »Y tú, Antonio, metido en este ((556)) feo oficio? »Así cumples las promesas que me hiciste hace pocos días... en aquel sitio... 

allí... junto a San Agustín, de no robar nunca jamás? 

El desgraciado, que reconoció a don Bosco con aquellas palabras, quedó avergonzado y, con la cabeza gacha, respondió: 

-Tiene usted razón... pero, mire... la necesidad... la vergüenza de volver a mi pueblo. Por otra parte, yo no sabía que fuera usted. De 

haberle reconocido, jamás le hubiera hecho esta afrenta... le pido perdón. 
-Esto no basta, mi querido Antonio; hay que cambiar de vida. Estás abusando de la misericordia de Dios y, si no te corriges pronto, temo 

que te falte el tiempo. 

-De veras, quiero cambiar de vida: se lo prometo. 

-Todavía no basta; hay que empezar enseguida y confesarse, porque si murieras ahora mismo, estarías perdido para siempre. 

-Pues, sí; me confesaré. 

-»Cuando? 

-Ahora mismo, si quiere; pero no estoy preparado. 

-Yo te prepararé. Y tú promete al Señor no ofenderle más. 

Don Bosco tomó al joven de la mano, subió con él al ribazo, se adentró un poco entre los árboles, sentóse sobre una lindera cubierta de 

hierba y le dijo: 

-Arrodíllate aquí. 

El joven se arrodilló junto a él y, conmovido hasta las lágrimas, se confesó con todas las señales de un verdadero dolor. Cuando concluy 
don Bosco le dio una medalla de María Inmaculada, el poco dinero que tenía en el bolsillo y lo llevó consigo a Turín. Este joven había sid 
encarcelado, por robar un reloj, y el padre lo había echado de casa por la deshonra ocasionada a la familia. Don Bosco, después de haberle 
inducido a vivir honradamente, le buscó un empleo y siguió viviendo siempre como un hombre de bien, buen cristiano y virtuoso padre de 
familia. 

((557)) El 12 de octubre entraba don Bosco a Turín. Aquel mismo día desembarcaban en Génova los restos mortales del rey Carlos 
Alberto. Después de los solemnes funerales en la catedral, fueron trasladados a la basílica de Superga y enterrados en el panteón de los 
reyes. Llegó todavía a tiempo para estampar su firma en la instancia de los canónigos de la Santísima Trinidad, la cual, firmada por más de 
mil sacerdotes, era presentada, el 25 de octubre de 1849, al Ministro 
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de Gracia y Justicia. Don Bosco suspiraba con ansiedad y amor la presencia de su Arzobispo; había mantenido correspondencia epistolar 
con él y había recibido del buen pastor algunas cantidades para su Oratorio. En el registro de limosnas y gastos, dejó anotado el teólogo 
Borel que monseñor Fransoni había entregado cien liras el 5 de febrero de 1849. Pero, sobre todo, el clero necesitaba una dirección sapien 
y vigorosa. El 15 de octubre ponía el Gobierno nuevo obstáculo a la Iglesia, en el ejercicio de sus derechos, prohibiendo por ley a las 
entidades y personas morales, que eran las personas e instituciones eclesiásticas, adquirir inmuebles, hasta por disposición testamentaria, 
venderlos y alquilarlos a largo plazo, sin autorización del Gobierno y previo parecer del Consejo de Estado. 

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((558)
)


CAPITULO L 

APERTURA DEL ORATORIO DEL ANGEL CUSTODIO -PRINCIPIOS DIFICILES -LOS DIRECTORES -IMPRUDENCIA DE UN 
CATEQUISTA Y SUS CONSECUENCIAS -FRUTOS CONSOLADORES -DON BOSCO, DON BLAS VERRI, DON NICOLAS 
OLIVIERI Y NIÑOS AFRICANOS RESCATADOS -ESPERANZAS DE FUTURAS MISIONES PARA LA SALVACION ETERNA 
DE LOS NEGRITOS -HEROICA DECISION DE DON BLAS VERRI, TOMADA EN LA CAPILLA DEL ORATORIO DE 
VALDOCCO -SU GRAN APRECIO DE LAS VIRTUDES DE DON BOSCO 

NO resulta fácil seguir con orden las apremiantes obras nuevas que don Bosco emprendía o proseguía simultáneamente para gloria del 
Señor, de naturaleza diversa unas, otras homogéneas y todas conexionadas. En la segunda mitad del año 1849 se ocupó de la apertura de u 
tercer Oratorio festivo en Vanchiglia. 

El Oratorio, o recreatorio, como quiera llamárselo, de don Juan Cocchis, se había cerrado. Al reemprenderse la guerra con Austria, se 
excitó un gran ardor belicoso en aquellos jóvenes, acostumbrados ya al manejo del fusil y de la espada, y con el ansia de pasar de las 
maniobras a la realidad y medirse con el enemigo, pidieron y obtuvieron marchar a combatir por la patria. Casi doscientos, acompañados 
por don Juan Cocchis, que no podía soportar la idea de dejarlos solos en aquel peligro, partieron de Turín con las armas pedidas y 
alcanzadas del ((559)) Gobierno. En su fantasía esperaban poder cubrirse de gloria; pero, desgraciadamente, después de unos días de 
marcha, pasaron por Chivasso y llegaron a Vercelli: no encontraron municiones, ni víveres, ni 
lugar donde dormir. El jefe de la división no quería reconocerlos como soldados, pues no le habían enviado las órdenes de la capital. Al 
mismo tiempo llegaba la noticia de la derrota del ejército en Novara. Sin haber podido llegar al campo de batalla, no les quedaba más 
camino por hacer que el ya recorrido. Entregaron, pues, las armas y se volvieron atrás, a la desbandada. En vano pedían de comer a los 
campesinos, que los echaban de sus casas, temiendo fueran salteadores de caminos, y los 
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perseguían por los campos. Llegaron a las cercanías de Turín medio muertos de hambre y de cansancio. Como era todavía muy de día, se 
escondieron tras los ribazos y quebradas para no ser vistos y burlados y, al caer la noche, entraron callandito y poco a poco en sus casas. E 
Oratorio quedó cerrado, porque don Juan Cocchis vivió en un lugar desconocido durante algún tiempo; luego marchó a Roma, después de 
entrada de los franceses, para ponerse a disposición de Propaganda Fide. Pero cambió de opinión y volvió a Turín, donde el 13 de octubre 
en compañía de los teólogos Tasca y Bosio, proyectaba una casa de beneficencia para artesanitos pobres y recogía a los dos primeros en 
casa del portero de su Oratorio en Vanchiglia, pagando él la pensión. Este fue 
el origen del gran Instituto de los Artigianelli (Artesanitos), cuyo edificio se levantó después en la avenida Palestro, por los incansables 
colaboradores de don Juan Cocchis, los teólogos Roberto Murialdo y José Berizzi. En tanto, él, que no tenía con que pagar el alquiler y la 
manutención de los jóvenes, cuyo número crecía, debía industriarse como don Bosco, para su alimentación y vestido. Esta preocupación, 
unida a sus obligaciones en la ((560)) parroquia de la Anunciación, acabó por impedirle volver a abrir su Oratorio. 

Estaba éste cerrado hacía varios meses, cuando don Bosco y el teólogo Borel, conscientes de su necesidad en aquella barriada, se 
entendieron con el mismo don Juan Cocchis, le reemplazaron en el local alquilado para tal fin, con la aprobación pedida a monseñor 
Fransoni y obtenida por escrito, volvióse a abrir dicho Oratorio, bajo el título del Angel Custodio. 

Consistía en un gran patio cercado, anexo a la casa de los propietarios, con dos sotechados, uno al norte y otro al poniente. Había una 
casita con dos habitaciones sobrepuestas en el ángulo formado por los dos sotechados y una sala grande, levantada a continuación del 
sotechado de poniente, hacia el sur, que don Bosco adaptó para capilla, con un rinconcillo adosado que servía de sacristía. El alquiler 
estipulado fue de novecientas liras al año, y no es para dicho lo que le tocó industriarse al buen siervo de Dios para llevar a cabo la nueva 
empresa. 

Con la ayuda del párroco de la Anunciación, teólogo Luis Fantini, se celebró la reapertura el 24 de octubre, fiesta de San Rafael Arcánge 
y, dada la gran devoción que don Bosco tenía a los Angeles Custodios, determinó que cada año se celebrara dicha fiesta en Vanchiglia con 
gran solemnidad. Se adoptó el mismo horario, método y reglamento para las funciones sagradas, prácticas de piedad, 
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juegos y diversiones que tan buenos resultados daban en los Oratorios de San Francisco de Sales y de San Luis, de los que pasaba a ser 
considerado como hermano. 

Pero costó mucha paciencia y fatigas a los destinados a este Oratorio; tanta, que sintieron necesidad de invocar a menudo al Angel 
Custodio, como se lo había recomendado don Bosco. 

((561)) El antiguo barrio de Vanchiglia con su conjunto de tugurios, cuyas paredes, cuarteadas y renegridas por el tiempo, amenazaban 
derrumbarse a cada instante, era como la ciudadela de los hombres enemigos del orden, ávidos del robo, empujados por un feroz instinto a 
mal, siempre dispuestos al crimen. Allí estaban confinados el delito, la miseria y el vicio. Allí había nacido, de allí se ramificó, allí se hizo 
grande y temida la Asociación de la juventud (Cocca) de la que ya hemos hablado. Vanchiglia era un lugar donde nadie se atrevía a poner 
pie después de oscurecido. Ni los guardias se atrevían a plantar cara a aquellas apretadas filas de malhechores. Como en un castillo donde 
ha levantado el puente levadizo, no se dejaba a nadie entrar de noche si no pertenecía a una pandilla de la Asociación. 

Los sacerdotes y los catequistas de don Bosco ocuparon el puesto que se les había asignado. El primer director fue el teólogo Carpano, 
trasladado del Oratorio de San Luis, ya muy ampliado. Allí le sucedió en el cargo el óptimo sacerdote Pedro Ponte de Pancalieri, que lo 
dirigió con paternal solicitud hasta 1851. Le ayudaba el abate Carlos Morozzo, que fue después limosnero del Rey y canónigo de la 
catedral, el sacerdote Ignacio Demonte, el abogado Bellingeri, el teólogo Félix Rossi y el abogado y sacerdote Berardi. 

En tanto surgieron las primeras dificultades en Vanchiglia por parte de los mismos muchachos beneficiados, que correspondían con 
ingratitud, insubordinación, insultos y amenazas contra la misma persona del Sacerdote. Eran dignos hijos de sus padres: indisciplinados y 
descorteses en los recreos, siempre prontos a escapar; se imponían al portero cuando la campanilla los invitaba a ir a la iglesia, perturbaban 
alborotaban el orden de los que se había logrado llevar al sermón o al catecismo, se burlaban de los avisos que se les daban, parecían 
inútiles los cuidados de los que buscaban su bien. Y sin embargo, la caridad debía triunfar. En efecto, con ((562)) amabilidad constante, co 
el disimulo de los desaires recibidos, con oportunos regalos, con nuevas diversiones, desayunos y meriendas, y separando a los que parecía 
de mejor corazón, se logró dominarlos. Don Bosco fue varias veces a visitarlos, y con su palabra encantadora y 
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sus promesas, completó la obra. Algunos empezaron a acercarse a los sacramentos, su ejemplo atrajo poco a poco a los demás, y la mayor 
parte empezó a querer al Oratorio, como atestiguó Felix Reviglio. Entre los catequistas, que allí actuaban, hay que contar al teólogo Juan 
Bautista Bertagna, hoy arzobispo, que, cediendo a la invitación de don Bosco, colaboró durante varios años. El joven Miguel Rúa, 
estudiante todavía, fue allí varias veces en sus principios, y quedó sorprendido de la cantidad de muchachos grandes y pequeños. 

El teólogo Carpano no duró mucho tiempo: en el 1853 era elegido capellán de San Pedro ad Víncula, como sustituto del difunto señor 
Tesio. Le sucedió su colaborador el teólogo Juan Vola. Y le enviaba don Bosco como compañero, para enseñar catecismo y dirigir los 
juegos de los muchachos, a José Brosio, el bersagliere. Brosio dejó una relación escrita de algunos sucesos ocurridos en aquellos días, en 
estos términos: 

«Empecé a divertirles enseñándoles gimnasia y evoluciones al estilo militar, que era la diversión preferida entonces por los muchachos 
traviesos y alegres; y efectivamente, casi todos se apuntaron. Y pasaban las fiestas alegres y tranquilas. 

»Pero la pandilla de golfillos no podía ver con buenos ojos aquel Oratorio, que diezmaba su cocca. Todos los domingos se presentaban e 
el Oratorio para baladronear, burlarse ((563)) y hasta repartir pescozones a los muchachos que acudían a nuestras reuniones. 

»Un día aparecieron unos cuarenta, armados de piedras, palos y navajas, dispuestos a asaltar el Oratorio. El teólogo Vola agarró tal mied 
que temblaba como una hoja. Cuando yo vi que aquellos barrabases estaban resueltos a darse de puñetazos, pensé ponerme en guardia; 
porque íay, si uno de ellos se hubiera percatado de que les teníamos miedo! 

»Cerré la puerta del Oratorio, hice que el teólogo Vola se pusiera al seguro en una habitación, reuní a los muchachos mayores, les 
entregué los fusiles de madera que servían para la gimnasia y los dividí en escuadras, con orden de que si los barrabases entraban en el 
patio, estuvieran prontos a una señal mía, para atacar por todas partes a la vez, y repartir garrotazos sin compasión. Mientras tanto, hice qu 
los más pequeños, que lloraban de miedo, se escondieran en la iglesia y monté guardia en la puerta de entrada, por si cedía a los fuertes 
empujones con que intentaban derribarla. 

»El portero de la casa del Oratorio y otras personas que se encontraban en la calle, al oír los planes voceados por los atrevidos de 
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cometer excesos, fueron a avisar al cuartel de caballería próximo. Acudieron varios soldados con sus sables desenvainados, acompañados 
de cuatro carabineros. Los barrabases pusieron pies en polvorosa. 

»Y cuando supieron que yo había sido soldado bersagliere, siempre dispuesto a defenderme ante cualquier peligro, ya no venían a 
insultarnos de cerca, sino que nos tiraban piedras desde lejos. Con todo, aunque nos mostrábamos inaccesibles al miedo y despreocupados 
de sus amenazas, al mismo tiempo nos absteníamos de toda venganza o represalia y no nos dábamos por ofendidos de sus brutalidades. As 
parte ((564)) de ellos empezó a calmarse; a venir después al Oratorio y, por fin, se convirtieron en la admiración de todos. Los que 
persistieron en sus amenazas, acabaron unos en galeras, por delitos cometidos, y dos fueron ahorcados en el cadalso de Valdocco, cerca de 
Oratorio de San Francisco de Sales. Don Bosco fue a consolarlos y confesarlos en la cárcel». 

Al teólogo Juan Vola le sucedió primero, el sacerdote Grassino, el cual puso también todo el celo posible para que prosperara el Oratorio 
y después el teólogo Roberto Murialdo. Este celoso y piadoso sacerdote turinés, ayudado por su digno primo el teólogo Leonardo y por lo 
catequistas que don Bosco les mandaba cada fiesta desde Valdocco, continuó varios años en aquel difícil cargo y, gracias a su consejo y a 
su acción, siguió prosperando mucho aquel Centro. Asistían a él ordinariamente cuatrocientos muchachos y, a veces, más de quinientos; 
tanto que, poco después hubo que agrandar la capilla. 

La asociación, o cocca, de Vanchiglia, potente todavía, cesó en su hostilidad contra el Oratorio y hasta muchos de sus afiliados lo 
frecuentaban. Pero los Directores debían tener mucha prudencia al hablar y tratar con ellos. 

Una exhortación pública para que se apartaran de aquella banda abominable, hubiera llegado infaliblemente a conocimiento de los 
cabecillas y hubiera renovado los actos de violencia. Por otra parte, había disminuido mucho su índole perversa, merced a la influencia qu 
ejercía el Oratorio; pero siempre quedaba el espíritu de solidaridad, que unía a los del barrio y en cualquier circunstancia, podría llegar a s 
peligroso. 

Grandes y pequeños estaban tan unidos, que la ofensa de uno de ellos, era ofensa de todos, y estaban prontos a vengarla. Bien entendido 
que todos andaban provistos de cuchillo y navaja. Cierto domingo un muchacho de la Asociación recibió un bofetón de un catequista, 
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que olvidó las muchas ((565)) amonestaciones de don Bosco. La Asociación en masa no tardó en irrumpir furibunda en el patio en busca d 
aquel catequista, que, por fortuna, logró esconderse. Al domingo siguiente, los superiores cambiaron a los catequistas y clérigos asistentes 
por miedo a una represalia. El sacerdote que se encargó de la dirección aquel domingo, dejó escrito: 

«Se celebraba en el Oratorio del Santo Angel Custodio la fiesta de San Luis; había tal alboroto en la capilla, durante la función, que no s 
podía oír con claridad a los que cantaban en el coro. Apenas salieron de la iglesia, he aquí que se presentó una turba de muchachotes que s 
entrometieron en los juegos y empezaron a pasearse por el patio con aire de desafío. Se asomaron a las ventanas de las casas vecinas varia 
mujerzuelas soeces, que se cruzaban con los invasores palabrotas groseras. Mientras tanto, yo había reunido en un corro a los más pequeño 
y les contaba un cuento para que no atendieran a aquellas vilezas. Precaución inútil. La pandilla se dirigió hacia mí y yo no tuve más 
remedio que salir a su encuentro. Me rodearon y, con gestos de 
irritante desprecio, me acosaron a preguntas, que sólo el demonio podía tener el descaro de hacer. »Cómo librarse de aquel enredo? No era 
el caso de hacerles un reproche, porque ellos buscaban un pretexto para armar camorra. Así que recurrí a una estratagema: como ellos 
preguntaban en piamontés, yo empecé a responder en italiano, a fin de que se persuadieran de que yo no comprendía el dialecto. Ellos, 
después de burlarse cuanto quisieron, se callaron. Y cuando yo me disponía a razonar con ellos y darles buenos consejos, de pronto sentí 
olor a humo. Los que estaban detrás de mí, habían puesto paja bajo mi sotana y prendido fuego. Di rápidamente unos pasos y apagué las 
llamas con el pie. Eran ellos ((566)) un centenar y había que tener paciencia. Continué mi conversación a sangre fría, con los brazos 
cruzados, cuando un niño de cuatro años, hermoso como un ángel, se metió en medio del corro, enviado quizá por su padre que estaba allí 
presente, se me acercó y vi con gran maravilla de mi parte que me sacaba primero de un bolsillo y después del otro, dos hojas de papel 
arrebujado que empezaban a arder. 

-íA lo que parece, esta gente me quiere quemar vivo!, pensé. 

Me encomendé a la Virgen y les dije: 

-Bueno, ya hemos hablado bastante. »Queréis echar una partida? 

-íAhora el cura quiere jugar!, decíanse con burla el uno al otro. -»A qué juego? 

-Al marro. Dividámonos en dos bandos. 
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Echamos suertes y grité a los contrarios: 

-Os desafío. 

Al principio estaba el juego un poco desanimado; después se empeñaron mis contrarios en hacerme prisionero, pero no lo consiguieron n 
una vez. Una columna, un columpio, un grupo de muchachos me amparaban para volver a mi puesto. Entonces se animó muchísimo el 
juego. El que no jugaba hacía de espectador. Los aplausos se sucedían. 

-No corre mucho, decían refiriéndose a mí, pero sabe correr a tiempo. 

Al oscurecer, los de la pandilla se retiraron, menos cuatro de los cabecillas. Los invité en la portería e hice llevar vino. Me miraron fijos 
la cara y no quisieron beber. Cuando me dispuse a volver a casa, ya era noche cerrada, se ofrecieron a acompañarme. Acepté: durante el 
camino hablamos de la importancia de ser buenos cristianos, sin hacer la menor alusión a lo ocurrido. Al llegar a la puerta de casa, me 
tomaron de la mano, la besaron y me dijeron: 

-íPerdone las descortesías de ((567)) hoy! 

Y se alejaron. íPobres muchachos! Son de buen corazón, tienen inteligencia, pero están dañados por la malicia de unos y la incuria de 
otros». 

Estos disturbios, que eran raros, no impedían que en aquel Oratorio, de ordinario marchara todo normalmente; el fruto que se conseguía 
para las almas no era en nada inferior al que se alcanzaba en Valdocco y en Puerta Nueva. Don Miguel Rúa, estudiante todavía, clérigo 
después y sacerdote, iba allí para la asistencia, el catecismo, la predicación y los demás oficios del sagrado ministerio, y se vio siempre 
correspondido por los muchachos con tal cordialidad y confianza que aquellos años constituyeron uno de los recuerdos más agradables de 
su vida. El y don José Bongioanni fueron los últimos directores de aquel centro. 

El Oratorio del Angel Custodio continuó felizmente en el mismo sitio y bajo la dirección de don Bosco durante casi veinte años. El 
primero de abril de 1858 renovó el alquiler directamente con los propietarios para nueve años, esto es, hasta el primero de abril de 1867, p 
seiscientas cincuenta liras anuales. 

En 1866 se erigió la nueva parroquia de Santa Julia, edificada casi toda ella por obra de la caritativa marquesa Julia Barolo, y el suburbio 
de Vanchiglia, desgajado de la parroquia de la Anunciación, quedó comprendido dentro de los límites de Santa Julia. La benemérita y rica 
señora, al fundar la parroquia, dejó en testamento 
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que se le añadiese un Oratorio para recoger a los muchachos durante la cuaresma y en los días festivos, y destinaba un legado para este fin 
Cuando se abrió el Oratorio de Santa Julia, viendo don Bosco que bastaba uno para las necesidades de la zona y no queriendo que el suyo 
apareciera como una especie de competencia con el de la parroquia, cerró el antiguo del Angel Custodio a finales de 1866, y pasó los 
sacerdotes y clérigos de allí al Oratorio de San José ((568)) en el barrio de San Salvario, donde 
parecía se necesitaban más. 

Después de estos breves trazos del tercer Oratorio de don Bosco en Turín, no queremos pasar por alto una preciosa amistad que contrajo 
en 1849 y que mantuvo vivo en él su pensamiento de evangelizar a los pueblos infieles, especialmente a los niños de Africa. 

En venerable Siervo de Dios Nicolás Juan Bautista Olivieri de Voltaggio (Liguria), compadecido por la mísera suerte de los pobres niño 
de Africa, víctimas del yugo de inhumanos patronos, y movido aún más por el infelicísimo estado de sus almas, había consagrado toda su 
vida y su fortuna a la redención de los negritos. En mayo de 1849 desembarcó en Génova con cierto número de esclavitos comprados y, 
como había gastado para ello todos sus recursos, se disponía a recorrer toda Italia y Francia en busca de limosnas para continuar su piados 
obra. Llegó a Milán con sus negritos, buscó alguien que le acompañara a pedir: y se le ofreció gustoso y empezó a ayudarle en aquella obr 
de redención un sacerdote joven y santo, don Blas Verri, y consiguió abundantes limosnas. 

Pero Verri había contraído amistad con don Bosco aquel mismo año. Admiraba su santa vida y, de vez en cuando, iba a Turín para pasar 
algún día en el Oratorio de San Francisco de Sales. Puso, pues, en relación a Olivieri con don Bosco, el cual, llevado de su celo, quería 
abrazar al mundo entero para convertirlo a la fe. En efecto, el 29 de octubre de 1849, aceptó en el Oratorio al negrito Alejandro Bachit. Co 
los años aún aceptó otros muchachos negros del padre Olivieri, comprados en los mercados de Alejandría ((569)) de Egipto. Logró hacerlo 
buenos cristianos, con incalculable paciencia y muestras de cariño paternal, que de intento les prodigaba, por conocer profundamente la 
nostalgia que padecían aquellos pobres infelices. 

Así lo atestiguan don Miguel Rúa y don Félix Reviglio. También se industrió para recomendar las negritas a algún instituto de religiosa 
e hizo recoger a algunas en casas donde sabía que vivirían santamente como hijas queridas, todos los días de su vida. 
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Verdaderamente no era éste todavía el campo de un apostolado suyo, que tan amplio se haría; pero bien se le puede tener como el 
principio de una misión que la Divina Providencia destinaba a él y a sus hijos. En efecto, los muchachitos moros eran siempre el objeto de 
sus aspiraciones, y, en los sueños, como después diremos, se veía rodeado de turbas de aquellos que le pedían la salvación eterna. Y, como 
preludio de este feliz advenimiento, en nuestros primeros hospicios y especialmente en los de 
Brasil, los hijos de los antiguos esclavos africanos se sientan, sin distinción alguna, a la misma mesa de los hijos del país; mientras que la 
república de Liberia, en Africa, y la de Haití en las Antillas, pedían a don Bosco misioneros salesianos para sus muchachos, y obtenían la 
respuesta de que no serían olvidados. 

Aún diré más; en el Oratorio de Valdocco se decidió continuar la obra de Olivieri. Este santo apóstol, envejecido y agotadas sus fuerzas, 
necesitaba un compañero que le ayudase en su difícil misión, y don Blas Verri se sintió inspirado a prestar su colaboración. Pero, antes de 
decidirse, quiso consultar a Dios en la oración, para conocer si era de El el deseo. Sin más, partió de Milán y fue a pasar unos días con don 
Bosco. 

«Fue aquí, en nuestra iglesia de San Francisco de Sales, escribió don Bosco, donde el padre Verri se decidió a cooperar con Olivieri, 
((570)) en la piadosa obra de la redención de cautivos. Una tarde me pidió permiso para pasar toda la noche ante Jesús Sacramentado, 
porque quería pedirle consejo. Estuvo en la iglesia hasta el alba en continua y profunda oración, y, cuando se abrieron las puertas, salió 
plenamente decidido a consagrar toda su vida a la eterna salvación de los pequeños esclavos». 

Aquella noche memorable oyó claramente la voz de Dios. Don Blas Verri vendió toda su hacienda, puso el importe en manos de Olivier 
y marchó con él a Egipto, en diciembre de 1857. Cuando Olivieri murió en Marsella en 1864, él continuó la santa y difícil obra de la 
redención de esclavos. Sería muy difícil contar cuánto le tocó sufrir, en sus continuos viajes y en medio de su extremada pobreza, para 
buscar socorros entre los fieles de toda Europa, colocar a aquellas pobres criaturas en diversas 
instituciones, mantener a sus expensas a muchas de ellas, soportar con calma su carácter salvaje y resistente a la caridad. Baste decir que 
redimió cerca de dos mil, negritos y negritas, cada uno de los cuales le costaba quinientas liras de rescate. Al llegar a Italia, iba muchas 
veces al Oratorio de Turín con sus moritos, donde se quedaron algunos y donde fueron mantenidos 
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e instruidos. Una niña mora de las traídas, fue recogida por las hijas de María Auxiliadora en Nizza Monferrato. 

Don Blas Verri, gastado por una larga y penosa enfermedad, llegaba finalmente de Francia a Turín el 23 de octubre de 1884 y se alojaba 
en la pía casa del Cottolengo, donde víctima de un ataque apoplético, fue puesto en cama. Se encendieron velas a Nuestra Señora de la 
Consolación y a María Auxiliadora, buscaron a don Bosco para encomendar el enfermo a sus oraciones, pero como también él se 
encontraba enfermo, dejaron el encargo a uno de sus sacerdotes. Don Bosco no pudo ir ((571)) junto a su santo amigo, que volaba al cielo 
en la noche siguiente al 25 de octubre. 

En su bolsillo apareció una cartera con una esquela dirigida a don Bosco, que decía: 

Muy reverendo don Bosco: 

Si el Señor le da a conocer cosas graves o pequeñas, que desagraden in oculis suis (a sus ojos), en el alma del que suscribe, noli, quaeso, 
abscondere a me sermonem tuum pro pace animae meae (ruégote, no quieras encubrir tu amonestación para la paz de mi alma). 

Devotísimo en Jesús y María. 

BLAS VERRI, pbro. 

A.M.D.G.
2 julio 1882
P.S. Suplico dos líneas de respuesta sobre este mismo papel (al Cottolengo). 
Don Bosco escribió al pie de la esquela esta respuesta: Bono animo esto, et vade in pace. Noli timere. (Ten buen ánimo y vete en paz. N 
temas). 

Tal era la opinión de santo en que tenía a don Bosco un sacerdote de virtudes heroicas y favorecido por el Señor con favores y hechos 
milagrosos, 1 hasta estar persuadido de que por su medio conocería los secretos juicios de Dios. 

1 Datos de la vida del sacerdote Blas Verri, Savona, establecimiento tipográfico Andrés Ricci, 1887. 
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((572)) 

CAPITULO LI 

DON BOSCO CONTINUA LAS CLASES DE LATIN A LOS CUATRO MUCHACHOS SELECCIONADOS -ESTUDIO DEL 
REGLAMENTO DE DIVERSOS HOSPICIOS Y COLEGIOS -LA MULTIPLICACION DE LAS CASTAÑAS -ELOGIOS DEL 
ORATORIO EN EL CONCILIATORE TORINESE 

LAS clases de latín, no interrumpidas en Castelnuovo, continuaron con todo celo al volver a Valdocco. Don Bosco quería conseguir que s 
cuatro alumnos estuvieran en condiciones de vestir la sotana lo antes posible. Don Pedro Merla, su compañero en Chieri y fundador de la 
Familia de San Pedro, en Turín, aceptó ayudarle durante casi un año, desarrolando un programa ordenado de los conocimientos 
correspondientes a los cursos de Gramática y Retórica. Buzzetti y los otros tres condiscípulos acudían cada tarde a su casa para hacer 
ejercicios de redacción y traducción de autores clásicos. Se confió al clérigo Ascanio Savio la labor de señalar y corregir las traducciones 
del italiano al latín. 

Pero don Bosco era como la rueda maestra que ponía en marcha todo aquel trabajo de enseñanza. Había comprendido que los métodos, 
hasta entonces usados, para dar clase no le rendirían el fruto suficiente, por lo que ideó uno todo especial. La experiencia dio la razón a su 
ingeniosa audacia. Enseñaba la gramática exponiendo brevemente ((573)) y con claridad meridiana las reglas; exigía que cada alumno las 
repitiese para cerciorarse de que las había comprendido. Y gracias a su agudo y claro 
ingenio, a su virtud comunicativa y, sobre todo, a su inalterable paciencia y caridad, consiguió, en breve tiempo, ponerles en condiciones d 
entender el latín. 

No es para maravillarse, si se tiene en cuenta el horario de las jornadas de don Bosco y sus alumnos. Se levantaban a las cuatro y media. 
La misa, la santa comunión y la lectura espiritual llenaban la primera hora de la jornada. Hacia las seis iban a la habitación de don Bosco y 
empezaba la clase. Como si fuera un alumno más, recitaba don Bosco la lección señalada anteriormente y, cuando él 
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terminaba, la repetían los otros, lo mejor que podían, ayudados, sostenidos y animados siempre. Casi nunca se abría en clase el libro de 
gramática; solamente se lo tenía allí para aclarar una duda, cuando era necesario o para consultar algún punto olvidado. Y disciplinadas las 
mentes para el trabajo, se iba a buen paso. Con las demás materias, se procedía lo mismo que con la gramática. Dadas las ocho, iban a 
desayunar y a recreo. Después a estudiar, sin levantarse hasta mediodía. 

A las dos de la tarde, los reunía don Bosco de nuevo y se reemprendían las clases. No ignoraba que el arco demasiado tenso puede 
quebrarse; por eso, un día sí y otro no, los llevaba de paseo, desde las cuatro a las siete de la tarde y así los mantenía sanos de cuerpo y 
despiertos de mente. Pero no los perdía de vista ni un momento, y cuando se sentaban en la plaza frente a Nuestra Señora del Campo, en la 
Plaza de Armas o en la Avenida de Rívoli, aquel infatigable maestro reanudaba sus lecciones de otra forma más agradable. Les hacía 
((574)) repetir bonitamente las explicaciones dadas, y éstas iban quedando más grabadas en su mente juvenil, sin fatigarse. Cierto que esta 
lecciones a campo abierto eran una tentación para alguno de ellos, que hubiera preferido jugar a estudiar; y en realidad, más de una vez 
intentaron la desbandada unos tras otro. Pero don Bosco no se dejaba vencer por condescendencias inoportunas; siempre tranquilo, 
recogido, firme e inflexible en sus determinaciones, nunca permitió que se perdiera el menor rato de aquel ocio. Mantuvo este sistema casi 
hasta acabar el 1850. 

Aquel año ponía de relieve don Juan Giacomelli las excelencias de su método de enseñanza, atestiguando los maravillosos resultados qu 
obtenía. 

A la par que andaba don Bosco tan ocupado por el progreso de aquellas clases comenzó a idear la redacción de un Reglamento para su 
albergue de Valdocco y para los colegios de estudiantes que pensaba fundar. Comenzó, pues, por estudiar el método educativo empleado 
especialmente en los establecimientos benéficos y en las casas religiosas de educación para muchachos. Visitó, además, con la mayor 
atención, varias instituciones de Turín y de otros lugares del Piamonte. 

A finales de 1849, envió también al director del Oratorio de San Luis, don Pedro Ponte, a Milán, Brescia y otras ciudades para informars 
sobre la organización y costumbres religiosas, profesionales, disciplinares y económicas de algunos establecimientos destinados a 
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la clase popular y también de algún colegio famoso por los buenos resultados de alumnos pertenecientes a familias señoriales o de clase 
media. Don Pedro volvió a Turín a primeros de 1850, con estudios y apuntes que podían ayudar a la finalidad por ((575)) la que había hec 
el viaje. En tanto don Bosco pensaba en los seminaristas que un día debería dirigir y pidió y obtuvo de monseñor Gentile los reglamentos 
los seminarios mayor y menor de la diócesis de Novara. Así, unidas la oración, el estudio y la propia experiencia, se preparaba para 
organizar, cuando llegase el momento, el nuevo mundo que rumiaba su mente. 

Pero, antes de acabar el año 1849, sucedió algo sorprendente, que el padre Juan José Franco, de la Compañía de Jesús, recuerda en la car 
que hemos reproducido en el capítulo anterior. Después de afirmar su persuasión de que, dada su extraordinaria bondad, le parecía natural 
que don Bosco realizase verdaderos milagros, añadía: «Al oír referir alguno, no me hubiera maravillado saber que esto sucedía 
frecuentemente. En efecto, oí contar algunos, cuyos detalles no recuerdo. Puedo afirmar, en general, haber oído decir que un domingo, 
después de haber reunido, según costumbre, a muchos muchachos para entretenerlos con honestas diversiones, quiso al final obsequiarles, 
entregando a cada uno un puñado de castañas cocidas y calientes. Le hicieron observar que no bastaba la olla para todos. Entonces se puso 
él en persona a repartir las castañas, dando a cada uno un cucharón. Y con tal abundancia repartió que los presentes advirtieron cómo las 
castañas se habían multiplicado en sus manos. Me parece que este hecho lo oí de labios del distinguido caballero Federico Oreglia di Sant 
Stefano que, o estuvo presenciándolo, o lo oyó como un suceso público y conocido en la Institución a la que él concurría frecuentemente. 
No sabría, sin embargo, atestiguar si el referido caballero me contó esto antes o después de entrar en la Compañía de Jesús, en la que vive 
es sacerdote». 

((576)) Nosotros narraremos cómo sucedió el caso. 

El año 1849, el domingo siguiente a la fiesta de Todos los Santos, don Bosco, después de hacer en la capilla el ejercicio de la buena 
muerte, acompañó a todos los muchachos del Oratorio, internos y externos, a visitar el camposanto y rezar por el alma de los difuntos. 
Habíales prometido las castañas al volver a Valdocco. Mamá Margarita había comprado tres sacos, pero, pensando que su hijo no 
necesitaría más que unas pocas para divertir a los muchachos, puso a cocer únicamente dos o tres cazos. José Buzzetti, que se adelantó al 
grupo de muchachos a la vuelta, entró en la cocina, vio que hervía 
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una olla pequeña y se lamentó con la mamá de que no había bastantes castañas para todos. Pero ya no se podía remediar la equivocación. Y 
en esto, que llegan los muchachos y se agrupan ante la puerta de la capilla de San Francisco. Subió don Bosco al umbral para repartir las 
esperadas castañas. Buzzetti vertió la olla en un canastillo que sujetaba entre sus brazos. Don Bosco, creído que su madre había cocido 
todas las castañas compradas, llenaba de ellas la gorra que cada muchacho le presentaba. 
Buzzetti, al ver que daba demasiadas a cada uno, le gritó: 

-»Qué hace usted, don Bosco? No tenemos para todos. Si sigue dando así, no llegan ni para la mitad.
-Sí que habrá, contestó don Bosco; hemos comprado tres sacos y mi madre las ha cocido todas.
-No, don Bosco; sólo éstas, éstas solas, repetía Buzzetti.
Sin embargo, don Bosco, contrariándole disminuir la porción, respondió tranquilamente:
-Demos a cada cual su parte, mientras haya.
Y continuó dando a los demás la misma cantidad que a los primeros.
Buzzetti movía la cabeza y miraba a don Bosco hasta que, por fin, no quedaron en el canasto más castañas que para dos o tres raciones.


Sólo una tercera ((577)) parte de los muchachos había recibido sus castañas y eran cerca de seiscientos. A los gritos de alegría sucedió un 
momento de silencio y de ansiedad. Los más próximos se dieron cuenta de que el cesto estaba casi vacío. 
Entonces don Bosco, creyendo que su madre había guardado las otras castañas, por razón de economía, corrió a buscarlas. Pero vio, con 
sorpresa, que en vez de la olla grande había empleado la pequeña destinada para los superiores. »Qué hacer? Sin perder la calma, dijo: 
-Se las he prometido a los muchachos y no quiero fallar a mi palabra. 
Tomó un cazo grande, lo llenó de castañas y siguió repartiendo las pocas que quedaban. 

Así empezaron las maravillas. Buzzetti estaba fuera de sí. Don Bosco hundía el cazo en el canasto y lo sacaba lleno hasta rebosar. íLa 
cantidad que había en el canasto parecía que no disminuía! Y no fueron dos o tres, sino cerca de cuatrocientos los que recibieron castañas 
para saciarse. 

Cuando Buzzetti devolvió el canasto a la cocina vio que aún quedaba dentro una ración, la de don Bosco, porque quizá la Santísima 
Virgen le había reservado su parte. 
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La noticia del hecho fue corriendo, de los muchachos más próximos a los más apartados, y todos aguantaban la respiración, esperando e 
fin. Cuando el último recibió su parte, resonó un grito universal: 

-íDon Bosco es un santo, don Bosco es un santo! 

El buen sacerdote impuso silencio a todos, pero le costó mucho trabajo lograr que cesaran de aclamarle, mientras le rodeaban 
apretujándole. Como recuerdo de este hecho prodigioso quiso don Bosco que se repartieran en la tarde del día de Todos los Santos, así lo 
atestigua el canónigo Anfossi, castañas cocidas, a todos los que frecuentan los Oratorios. 

Hemos referido la multiplicación de las castañas, de acuerdo con la relación que oímos a ((578)) nuestro amigo José Buzzetti, confirmad 
por escrito por Carlos Tomatis, y reconocida como auténtica por todos los antiguos alumnos de aquellos tiempos. »Qué explicación dar a 
esta maravilla? Ninguna otra más que ésta. íLa buena madre María Santísima manifiesta su complacencia por cuanto se hacía en el 
Oratorio! En él florecían las virtudes cristianas, como se lee en un magnífico elogio, publicado en 1849 en el periódico Conciliatore 
Torinese. 

Escribía y dirigía este periódico el canónigo Lorenzo Gastaldi. El elogio es tan espléndido que nos parece muy digno insertarlo como 
documento histórico, en confirmación de cuanto llevamos dicho, a lo largo de estas memorias. Helo aquí en toda su integridad. 1 

«Si, al salir de esta ciudad por la Puerta Susa, tuviese alguno el antojo de recrearse por la alameda que está a su derecha mano, y 
caminando a lo largo de los cuarteles, el Hospital de San Luis y el manicomio, descendiere por el ameno declive, hasta un hermoso edifici 
que se le presenta delante, y, torciendo después a mano izquierda, prosiguiere el delicioso paseo por la senda que roza los muros de varios 
edificios adyacentes, se encontraría a poca distancia con un cancel de madera, por el que se entra a un recinto de cierta amplitud. Hay allí u 
edificio largo y limpio, pero muy bajo, y de aspecto rústico más bien que urbano, el cual, prolongándose hacia el norte, divide el recinto en 
dos partes, una bastante más amplia y cultivada a modo de huerto y la otra más estrecha e inculta. Fácilmente se diría, que se trata de la 
vivienda de algunos hortelanos que, por cierto, abundan por aquellos ((579)) contornos; pero, mirando atentamente 

1 Conciliatore Torinese, nº 42, año 1849. El Conciliatore Torinese apareció el 15 de julio de 1848 y acabó en el mes de septiembre de 
1849. 
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el humilde edificio y viendo las varias inscripciones religiosas que allí se leen, la pobre espadaña, con una cruz encima, que se levanta sob 
el tejado y el rótulo: Esta es la casa del Señor, sobre la puerta que mira a poniente, se deduce, y no sin maravilla, que allí hay un Oratorio 
sagrado. Pero crecerá más su admiración, cuando pregunte quién y por qué fin ha dedicado a las prácticas religiosas aquel lugar tan modes 
y le digan que se trata de un humilde sacerdote, sin más riquezas que una 
caridad inmensa, el cual ya hace varios años recoge allí, todos los días festivos, de quinientos a seiscientos muchachos para amaestrarlos e 
las costumbres cristianas, y al mismo tiempo hacerlos hijos de Dios y óptimos ciudadanos. 

»Este egregio sacerdote, lleno de esa filantropía que no nace de ninguna otra fuente más que la fe católica, se sentía verdaderamente 
dolorido al contemplar, en los días dedicados al Señor, a centenares y centenares de niños, del todo abandonados, que, en vez de acudir a l 
iglesia para recibir lecciones de santidad se desparramaban por plazas, avenidas y praderas que rodean la ciudad, para pasar todo el día en 
entretenimientos peligrosos, y volver después a sus casas, más indisciplinados, irreligiosos e indóciles. La visión de tantos muchachos, que 
por la despreocupación censurable de sus padres y de sus jefes, crecían en la más crasa ignorancia de lo que más importa al hombre, 
expuestos a todos los peligros de corrupción procedentes del ocio, de las 
malas compañías y perversos ejemplos, hirió tan hondamente su corazón, que determinó poner remedio lo mejor que él supiera. »Qué hizo 
pues, el nuevo discípulo de Felipe Neri? Guiado por su celo, armado de paciencia a toda prueba, revestido de toda la dulzura y humildad 
que sabía eran necesarias para tan alta empresa, se puso a recorrer los alrededores de Turín en los días festivos y cuando veía grupos de 
((580)) muchachos entretenidos en sus juegos, se les acercaba, rogándoles le dejasen participar en ellos; después, cuando se había 
familiarizado algo, les invitaba a seguir el juego en un sitio, que él tenía, más a propósito para divertirse que aquél. Es fácil suponer las 
burlas con que sería recibida las más de las veces su invitación y cuántas negativas sufriría; pero, su constancia y su dulzura se impusieron 
poco a poco de una forma prodigiosa; y los chiquillos más reacios, los muchachos más traviesos, vencidos por su gran humildad y suavida 
de modales, se dejaron conducir al humilde recinto que os he descrito, donde, convertida una parte del edificio en modesta, pero devota 
capilla, se alternan las horas de los días festivos entre los oficios religiosos y los juegos inocentes. 

»Los primeros muchachos invitados, cuando saborearon las dulzuras 
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de la piedad y probaron el inefable placer de una alma, que se siente salvada del abismo de la corrupción o elevada a una esperanza más 
firme del premio eterno, se convirtieron en pequeños apóstoles de sus amigos y compañeros del vicio o de la disipación, prometiéndoles 
diversiones más agradables con el señor don Bosco (tal es el nombre del eximio eclesiástico) que las anteriormente tenidas. Y así, 
corriéndose de boca en boca la noticia del nuevo Oratorio, al poco tiempo se juntó una turba incontable de muchachos, con el provecho pa 
el alma que se puede imaginar. Una colmena en derredor de la cual se agita zumbando un enjambre de abejas, mientras una gran parte de 
ellas está dentro elaborando traquilamente la miel, da la imagen verdadera de aquel 
sagrado recinto en los días festivos. Por las calles que allí llevan te encuentras a cada paso muchachos en tropel que van canturreando con 
más alegría que si fueran a un festín: dentro, verás muchachos ((581)) que juegan divididos en pequeños grupos, y otros que saltan, juegan 
la pelota, a las bochas o se divierten en los columpios, dando volteretas y haciendo el pino. Mientras tanto, otros están en la iglesia 
aprendiendo el catecismo, otros se preparan para recibir el sacramento y, en las 
habitaciones contiguas, enseñan a unos a leer y escribir, a otros aritmética y caligrafía y a otros a cantar. Varios sacerdotes vigilan aquella 
turba, compuesta de tan distintos elementos y ocupada en inclunaciones tan dispares, industriándose con todo empeño por dirigir sus 
pensamientos, sus pensamientos, sus afectos y sus actos hacia la religión, y velando para que, a la hora destinada a la oración y a la 
instrucción en común, cesen todos los juegos y se recojan en la capilla. Se experimenta un verdadero placer al contemplar la docilidad con 
que todos aquellos muchachos, otrora tan mal orientados, ahora obedecen a aquellos eclesiásticos, al ver la alegría dibujada en su rostro, la 
devoción con que asisten a los divinos oficios, cómo reciben los 
sacramentos, escuchan la instrucción religiosa, que también se imparte durante la semana a los que la necesitan, e intervienen en los 
ejercicios espirituales que cada año se hacen durante varios días. 

»Es maravilloso ver el afecto y ternísima gratitud de aquellos muchachos con su bienhechor, el señor don Bosco. Ningún padre recibe 
tantas caricias de sus hijos; todos le rodean, todos quieren hablarle, besarle la mano; si lo ven por la ciudad, salen enseguida de los 
establecimientos donde están para saludarle. Su palabra ejerce un ascendiente prodigioso en el corazón de aquellas almas todavía tiernas, 
para amaestrarlos, corregirlos, inclinarlos al bien, inculcarles la virtud y hasta enamorarles de la perfección. 
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((582)) »Su humilde habitación es un refugio abierto a toda hora para cualquier muchacho que acuda a él para liberarse de los peligros d 
mundo corrompido, de la tortura de la culpa, recibir un consejo, o pedir auxilio para cualquier honesto proyecto. 

»No pudiendo dar cabida en este Oratorio a todos los muchachos que a él acuden, hace ya algunos meses abrió otro en las afueras de 
Puerta Nueva y lo confió al cuidado de varios sacerdotes, formados en su escuela de caridad y que esperamos producirá frutos no menos 
copiosos de cristiana civilización». 

El autorizado escritor, lleno de santo entusiasmo, concluye su artículo con este elegantísimo apóstrofe a don Bosco: 

«Salve, nuevo Felipe; salve, egregio sacerdote. Sí; que tu ejemplo encuentre muchos imitadores en cada ciudad; surjan por doquiera 
sacerdotes que sigan tus huellas; abran a los muchachos recintos sagrados, donde se envuelva la piedad con honestos pasatiempos; sólo as 
podrá curarse una de las llagas más profundas de la sociedad civil y de la Iglesia, que es la corrupción de la juventud». 

Tales eran los elogios que el canónigo Gastaldi tributaba por aquellos días al Oratorio de San Francisco de Sales. 
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((583)) 

CAPITULO LII 

EL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES A FINES DE 1849 -CARIDAD DE DON BOSCO CON LOS MUCHACHOS 
EXTERNOS Y COMO LE CORRESPONDEN -LA HORA DEL RECREO DE LOS MUCHACHOS INTERNOS Y SUS AMABLES 
CONSEJOS -ODIO AL PECADO -LA PRESENCIA DE DIOS -PLEGARIA AFECTUOSA -UNA ANTIFONA Y ALGUNAS 
ESTAMPAS EN HONOR DE MARIA SANTISIMA -DON BOSCO Y LA VIRTUD DE LA PUREZA -ORIGEN DEL TEATRITO 
PARA LOS INTERNOS -CARCELES Y HOSPITALES -GRAN ESTIMA DE MUCHOS POR LA ACTITUD DE DON BOSCO 

EL 18 de noviembre de 1849 iba don Juan Giacomelli a vivir con don Bosco en el Oratorio: se encontró en él, según nos contaba, que los 
muchachos asilados eran cerca de treinta. En su mayoría habían perdido a sus padres y habían sido recogidos por don Bosco porque estaba 
viviendo a la ventura, sin morada fija y entre los peligros de los malos compañeros. Frecuentemente le rogaban que aceptara en su hospicio 
a muchachos que habían quedado huérfanos de padre, a causa de la guerra, y él los recibía; pero el local y los medios limitaban sus buenas 
intenciones. A todos ellos proveía del sustento diario, la menestra y los cinco céntimos para el pan.1 Algunos ((584)) pocos, que pagaban 
pensión normal, se sentaban a la mesa con don Bosco a la comida y a la cena e iban a clase a la ciudad. Estaba entre ellos Benito Cagno, 
más tarde director técnico de la escuela normal femenina en Mondoví y después director de la escuela técnica en Turín; un ex-seminarista, 

1 Hemos encontrado en un cuaderno, escritos por don Bosco, los nombres de algunos de esos muchachos: Carlos Gastini, Agustín 
Roccetta, Antonio Comba, Carlos Tomatis, Bautista Roselli, Domingo Rosso, Constante Zeffirino, Juan Tarditi, José Bruno, Agustín 
Castini, Pedro Nigra, José Rossi, Félix Reviglio, Bartolomé Berrutto, Luis Pelizzetti, Juan Piumatti, Augusto Grulio, Pedro Sarai, Gabriel 
Fazio, Pablo Mainetti, Luis Fabbretti, José Buzzetti, José Genti, José Canale. A ellos añadiremos: Chiosso, Frassini, Pasero, Audisio, 
Chiappero, todos ellos testigos de cuanto narramos. 
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que dejó la sotana y estudiaba para conseguir la licenciatura en filosofía y letras, y el clérigo Ascanio Savio. 

Don Juan Giacomelli convivió con don Bosco en el Oratorio casi dos años y le ayudaba especialmente a confesar. Estuvo después fuera 
de Turín como vicepárroco y volvió de nuevo en 1854. Fue capellán y director espiritual del Hospitalillo de Santa Filomena, en el Refugio 
durante cuarenta y siete años, esto es, mientras vivió. El Hospitalillo estaba casi al lado del Oratorio y mantuvo siempre mucha intimidad 
con don Bosco, de quien había recibido muchos favores y con quien se confesaba. Acudía varias veces durante la semana a charlar con do 
Bosco y pasaba siempre por la capilla, donde se quedaba rezando con gran edificación de los muchachos. 

Anticipamos estos datos para mejor conocer la autoridad de un testimonio, con el que concuerdan totalmente cuantos vivieron con don 
Bosco. Suya es esta relación que él quiso dictarnos sobre los primeros años del Oratorio. Intercalamos nosotros observaciones de otros 
personajes, jueces no menos competentes. 

((585)) «Cuando me establecí en Valdocco, empecé a persuadirme de cuán verdadera era la afirmación de don Bosco: que el único medi 
para ganarse la confianza de los muchachos y tenerlos alejados del mal era tratarlos con confianza. Tuve ocasión de observar su modo de 
ganárselos con el más agradable trato y algún regalito. Llevé a un sobrino mío y se lo presenté a don Bosco, para encarrilarle a sus 
reuniones dominicales. Apenas le vio, fue afabilísimo con él y le regaló una moneda de veinte céntimos, lo que me extrañó mucho. Mi 
sobrino se aficionó desde aquel momento al Oratorio y acabó por entrar en él como alumno. 

»A medida que los muchachos iban tratando a don Bosco se hacían mejores y más trabajadores. Sus órdenes, avisos o correcciones iban 
acompañadas siempre de mucha caridad, de modo que se desprendía claramente de su actuación que no buscaba más que el bien de todos. 
Prevenía las faltas y así no se veía obligado a castigar. Los muchachos le querían tanto y le tenían tanto aprecio y respeto, que le bastaba 
manifestar un deseo para ser atendido. Se abstenían de todo lo que pudiera disgustarle: no había temor servil en su obediencia, sino afecto 
verdaderamente filial. Algunos se guardaban de cometer ciertas faltas, casi más por miramiento a él que por no ofender a Dios; pero él, al 
darse cuenta, se lo reprochaba seriamente, diciendo: íDios es algo más que don Bosco! 

»Lo que más me sorprendía era que aquel grupo de muchachos pobres y sin educación se renovaba continuamente con la llegada de 
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otros grupos, cuyas ideas y costumbres había que reformar con nuevas dificultades y molestias. Pero la imperturbable paciencia y el espíri 
de ((586)) sacrificio que animaban a don Bosco, acababan por triunfar siempre. 

»El mismo método empleaba con los alumnos internos... 

»Cuando habían cumplido normalmente sus deberes, le gustaba que se divirtieran alegremente y que hicieran gimnasia, pues decía que la 
diversión también era un trabajo meritorio ante el Señor. Procuraba, sin embargo, evitar lo juegos que exigen demasiada atención y estar 
quedos, lo mismo que los que pudieran perjudicar la constitución física o herir la moral. Solía repetir a sus alumnos: "Armad jaleo, corred 
brincad, con tal que no cometáis pecados". Y él mismo daba el ejemplo, manteniéndose 
constantemente alegre, buscando los medios más a propósito para su alegría, tomando parte en sus juegos y proporcionándoles amenas 
excursiones, cuya meta solía ser un santuario. 

»A veces, le veía paseando por el patio, mientras los muchachos desayunaban. Sonreía a todos con palabras cariñosas; de repente, 
simulaba seriedad y decía a uno que sostenía en la mano un panecillo: "íTira esa piedra!". Y el muchacho respondía con un buen mordisco 
al pan. Pero yo, que estudiaba atentamente sus palabras y sus menores gestos, estaba persuadido de que en todo, hasta en lo que parecía m 
indiferente, tenía su fin más espiritual. Y me di cuenta de que con aquella broma del pan, aludía al ayuno y a la tentación de Jesús en el 
monte, a la ominipotencia y bondad de Dios, a la obligación de estarle reconocido o a otros recuerdos similares. En efecto, poco después, 
decía a aquel muchacho una palabra confidencial que él escuchaba con reverencia y alegría. 

»Sabía arropar un reproche con un buen consejo. Decíale al propenso a la glotonería: "-No hemos sido creados ((587)) para beber y 
comer, sino para amar a Dios y salvar el alma". Al que veía poco amigo del trabajo: "-Trabaja por el Señor. Todo lo que tendrás que 
padecer en este mundo es cosa de un momento y el paraíso recompensa todo". Cuando uno se dejaba halagar por el amor propio: "-Estoy 
contento de que adelantes en tu oficio. Pero, si poseyeras todas las riquezas, todas las artes, todas las 
ciencias botánicas, y perdieres el alma, »de qué te valdría?". 

»Era delicadísimo de conciencia, alejaba de sí toda apariencia del mal y, además, procuraba por cuanto le era posible alejar de los 
muchachos todo peligro de pecado y de desorden en la casa, con una continua y amable asistencia, con la frecuencia de los sacramentos y 
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otras industrias sin cuento. Aborrecía tanto la ofensa de Dios, que se habría sacrificado mil veces al día para impedir tan sólo una. "-»Cóm 
es posible, exclamaba, que una persona sensata que crea en Dios, pueda determinarse a ofenderle gravemente?". 

»Si uno cometía una falta grave, él se entristecía como no lo hubiera hecho por cualquier otra desgracia y, lleno de pena, decía al 
culpable: "-»Por qué tratar tan mal a Dios, que nos quiere tanto?". Y, a veces, le vi llorar. Todas sus palabras, lo mismo en privado que en 
público, miraban a inspirar horror al pecado». 

Añadía don Ascanio Savio: «Cuando hablaba en los sermones, en las conversaciones familiares o en el confesonario de los terribles 
juicios de Dios, veíasele tan impresionado, que infundía en todos nosotros miedo del infierno y deseo de paraíso. 

»Recomendaba frecuentemente a todos que rezaran las oraciones con devoción, que pronunciaran bien ((588)) las palabras, atendiendo 
además al significado de las mismas. Exigía como profesión de fe que todos hiciesen con recogimiento y veneración la señal de la cruz, y 
no tenía reparo en llamar cortésmente la atención hasta a los sacerdotes que se santiguaban con poca gravedad. En los sermoncitos de 
costumbre, de la noche, demostraba la necesidad de emplear bien el tiempo, de hacerlo todo para mayor gloria de Dios, familiarizando a lo 
muchachos con la frase de San Ignacio: Omnia ad maiorem Dei gloriam (Todo a la mayor gloria de Dios) y los exhortaba con frecuencia y 
encarecidamente a trabajar y sufrir de buen grado por nuestro Señor Jesucristo. Y él, aunque era de constitución sensibilísima, se mantenía 
siempre igual, ya fuera el tiempo nublado, seco o húmedo, ya hiciera viento, frío o calor. Se hubiera dicho que no lo sentía. Su vida era un 
continuo sacrificio y su comida una mortificación. 

»Quería que en los patios y en todas las dependencias de la casa los internos y externos tuvieran ante sus ojos el Crucifijo y la imagen de 
María, para que se acostumbraran a vivir en la presencia del Señor. Y el pensamiento de la presencia divina estaba tan vivo en su mente qu 
se transparentaba en su fisonomía. Cuando yo le observaba, me sentía provocado a exclamar: Conversatio nostra in coelis est (Nuestra 
conversación está en el cielo). Doquiera se encontrase, en la mesa, a solas en su pequeña habitación, guardaba siempre ejemplar 
compostura: tenía recogida su mirada, la cabeza algo inclinada, como quien está ante un gran personajes, o mejor, ante el Santísimo 
Sacramento del Altar. Aunque era de índole muy sociable, cuando iba solo por la calle, difícilmente reparaba en las personas 
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que le saludaban. Parecía que su espíritu estaba continuamente concentrado en algún pensamiento profundo que le dominaba, y se deducía 
claramente de todo su conjunto que estaba absorto en la contemplación de Dios. Muchos probaron alguna vez a pedirle un consejo 
espiritual en ciertos momentos en los que se hubiera dicho estaba distraído con asuntos temporales y, sin embargo, ((589)) respondía 
siempre como quien está en atenta y devota meditación de las verdades eternas». 

Don Ascanio Savio estaba persuadido de que don Bosco se pasaba en vela muchas horas de la noche y, a veces la noche entera, entregad 
a la oración; y notó que, cuando decía las oraciones en común, pronunciaba con un gusto especial las palabras Padre nuestro, que estás en 
los cielos; y su voz, destacándose por encima de las de los muchachos, adquiría en aquel momento un sonido armonioso e indefinible, que 
enternecía a los que le oían. 

Fue siempre un modelo, nos decía, para todos nosotros en la oración, aunque no había nada de extraordinario en su compostura; pero 
nunca le vi, ni en la iglesia ni en la sacristía, apoyar los codos en el banco: se conformaba con colocar el antebrazo sobre el reclinatorio, co 
las manos juntas o sosteniendo un libro. Su recogimiento, añadía don Félix Reviglio, y su compostura eran tan devotas que monseñor 
Bertagna llegó a decirme que don Bosco, cuando rezaba, parecía un ángel. 

«Su devoción a la Virgen iba a la cabeza de sus pensamientos. Hablaba de Ella con todos y también conmigo frecuentemente. Un día me 
dijo, recitándome el Alma Redemptoris Mater (Santa Madre del Redentor). "-Repara en estas palabras: Stella Maris succurre cadenti 
surgere qui curat populo (Estrella del Mar, socorre al caído pueblo que desea levantarse). Haz la construcción: Sucurre cadenti populo qui 
curat surgere: habla de la bondad de María y al mismo tiempo de nuestra obligación de corresponder. Ese es el secreto del ayúdate que yo 
ayudaré. Nuestra cooperación. Parecía que ya preveía la gloria de María Auxiliadora". 

»Tenía don Bosco un calendario de pared de 1848. Ignoro por qué motivo pegó sobre él, en 1849, cinco estampas de la Santísima Virgen 
Tres representaban a la Inmaculada. En la primera de éstas aparece, en medio del campo, un sacerdote cercado de niños, unos de rodillas y 
otros de pie, todos mirando a María Santísima, la ((590)) cual está entre nuebes y cortejada de ángeles, con las manos juntas, coronada de 
doce estrellas y con la luna y la serpiente bajo sus pies. El sacerdote le muestra a la Virgen sobre cuya imagen se lee: Hijos 
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míos, sed devotos de María Santísima. La segunda estampa lleva escrito: Sea siempre bendita la santa Inmaculada Concepción. La tercera 
una oración: Oh Virgen Inmaculada, tú que obtuviste siempre la victoria sobre todas las herejías, ven ahora en nuestro auxilio: nosotros de 
corazón recurrimos a Ti: AUXILIUM CHRISTIANORUM ORA PRO NOBIS. Debajo, había escrito don Bosco de su puño y letra estas 
palabras: Inde expectamus consolationem (por donde esperamos nuestro consuelo). La cuarta estampa es la de Nuestra Señora de las 
Victorias con la invocación: Refugium peccatorun, ora pro nobis. (Refugio de los pecadores, ruega por nosotros). En la quinta, María 
Santísima, con el Niño Jesús en brazos, está sentada junto a una mesita cubierta con un tapete, sobre la 
cual hay una cesta llena de fruta. El Niño con su mano izquierda levanta el velo que cae sobre el rostro de su Madre y, con la derecha, 
parece que coloque en su mano un pan u otro comestible para que lo distribuya a los necesitados. Abajo se lee: Mater pauperum (madre de 
los pobres) y después: Venid a mí, vosotros, todos los que me amáis, y os colmaré de bienes de los que yo soy la fuente (Eclesiástico). 

»Bajo estas estampas pegó don Bosco un mapa de Palestina y colgó el cartón en la pared de su habitación. Pero yo, dice don Juan 
Giacomelli, íntimo conocedor del alma de mi amigo, vi en aquel cuadro todo el programa de su vida, queriendo tener un recuerdo de su 
devoción a María Santísima Inmaculada y Auxiliadora, tomé secretamente aquel cartón y lo conservé como preciosa reliquia, hasta despué 
de la muerte de don Bosco, esto es, durante casi cuarenta años. Ahora, dado lo avanzado de mi edad, 
temiendo que pueda ser destruido, lo entregué a los Superiores del Oratorio, para que fuera conservado y tenido como merece». 

((591)) Su devoción a María Santísima corría pareja con la pureza de sus costumbres. Monseñor Bertagna, los dos hermanos Angel y 
Ascanio Savio, don Juan Giacomelli y muchos más afirmaban que don Bosco gozó siempre en este punto de una fama sin la menor sombr 
tanto en Castelnuovo, en el tiempo de su juventud, como en Turín. Todos estaban convencidos de que poseía un don especial para saber 
inculcar la virtud de la pureza en las almas juveniles. Monseñor Juan Cagliero se expresaba así: 

-Estoy persuadido, por las íntimas relaciones con él tenidas, que vivió y murió en castidad virginal. Siempre mortificó su mirada, muy 
comedido en el trato con personas de otro sexo, no se le vio jamás clavar los ojos en su cara. Se le veía claramente que sentía cierta 
repugnancia a tratar con ellas, aun con sus parientes. 
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«Yo vi, siempre Giacomelli, en aquellos años, más de una vez a la hija de su hermano José, que venía desde el pueblo para ver a la abue 
Margarita y el tío, don Bosco, daba a entender que no le gustaba; la recibía unos minutos y le enviaba junto a su madre. Un día me dijo 
después de una de estas visitas: 

-Preferiría que viniera a verme una docena de muchachos que no ésta u otra». 

Y el clérigo Ascanio Savio oyó repetir a su madre, que no era conveniente que la nieta fuese al Oratorio. 

«Con sus mismos alumnos, que tanto le querían y a quienes él correspondía con amor paterno, mantenía siempre un aspecto reservado y 
digno y nunca se permitió zalamerías de ningún género como besarlos o abrazarlos. A lo sumo, para demostrarles su satisfacción por la 
buena conducta, ponía un instante su mano sobre el hombro o sobre la cabeza o golpeaba ligeramente su mejilla, acompañando siempre es 
caricia con un oportuno consejo». 

((592)) El año 1890 preguntaba Fumero a Gastini: 

-»Recuerdas haber visto en don Bosco un gesto, una palabra, una mirada, que ni de lejos fuese inconveniente o menos correcta? 

-Nunca, respondió el otro. 

Y habían vivido en familia con él desde los primeros años. Un día se presentó Carlos Tomatis a la buena de Dios en un grupo de 
compañeros, entre los cuales estaba don Bosco; no iba vestido según las normas estrictas de la modestia. Al verlo, empezaron todos a reír 
cándidamente, pero don Bosco permaneció inmutable. Cuando le preguntaron cómo se las arreglaba para contener la risa, en ésta y en otra 
ocasiones semejantes, respondió: 

«-Yo me río cuando quiero y, cuando no quiero, no río». 

Lo mismo en el púlpito que en todos sus escritos hablaba de la castidad con admirable delicadeza. En sus conversaciones familiares hací 
a menudo magníficas loas de esta virtud y sugería los medios para conservar inmaculado el corazón. Para hacerla amar tenía, como despué 
veremos, expresiones originales, muy suyas, que revelaban la belleza de su alma. Por ejemplo, al enviar a algunos a dar catecismo en los 
Oratorios, para que no dejaran seducir su corazón por cualquier pasión, les decía: 

-Recordaos que os mando a pescar y que vosotros no debéis ser pescados. 

Para ayudar a los muchachos a mantenerse buenos, ya entonces los hacía asistir con máxima y prudente vigilancia, en todo lugar y tiemp 
por los compañeros más virtuosos, poniéndolos casi en la 
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imposibilidad de cometer faltas. Y fue este ardiente amor por la modestia el origen del teatro para los alumnos internos. Los sábados, don 
Bosco no comenzaba a confesar hasta bastante tarde, cuando volvía de sus urgentes cometidos en la ciudad; así que no concluía hasta las 
once y aún más tarde porque la mañana del domingo la ((593)) consagraba enteramente al bien espiritual de los externos. »Cómo ocupar a 
los muchachos que ya se había confesado? Y en las vigilias de fiesta solemnes, o del ejercicio de la buena muerte para los del Oratorio 
festivo, »cómo entretener a los internos, ya confesados por la mañana, durante el tiempo que don Bosco estaba confesando? No era el 
momento para estudiar, trabajar o jugar en el patio. Y era costumbre esperar a don Bosco para ir a acostarse. Por esto, el joven Carlos 
Tomatis, que a sus veinte años había ingresado el 5 de noviembre en el Oratorio, donde siguió viviendo hasta 1861, lleno de gracia en sus 
bromas, sabedor de chistes graciosísimos, comenzó, con aprobación y consejo de don Bosco, a reunir a todos los muchachos en una 
habitación. Y tomaba dos pañuelos, los anudaba por la punta, los colocaba sobre un dedo de cada mano, los hacía mover de manera 
caprichosa, y entablaba diálogos tan amenos entre los dos pañuelos, que movía a una risa continua. 

Pasado algún tiempo, cuando este juego fue perdiendo interés, Tomatis compró una cabeza de Gianduya (marioneta o títere que se muev 
con hilos) y así las veladas de la noche ganaron animación hasta desternillarse de risa con las ocurrencias que hacían soltar a aquel pedazo 
de madera, con las agudezas y movimientos típicos de tales títeres. 

Un noble señor, el marqués Fassati, que había asistido algunas veces a aquel entretenimiento, regaló a los muchachos un juego completo 
de marionetas, y Tomatis se encargó siempre de las representaciones. Su ayudante, para hacer bailar a los títeres fue, de 1849 a 1851, un ta 
Chiappero. Más de una vez se vio a algú señor Obispo asistir alegremente a aquel entretenimiento. Nos lo aseguraron el joven Chiosso y e 
mismo Tomatis. 

Finalmente comenzaron a representar piezas cómicas y comedias en el escenario, construido en la sala nueva que se preparó al este de la 
casa. ((594)) Pero la finalidad que inspiró el inicio de estos pasatiempos siguió regulando su desarrollo. Don Bosco se percató enseguida d 
que aquello requería toda su previsora atención. Decía que el teatro constituía un gravísimo peligro, para el actor y el espectador, si no se 
tiene mucho rigor en la elección de la obra teatral y en la vigilancia. Prohibía las meriendas que los actores, 
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con diversos pretextos, deseaban hacer después de la representación; disponía que las representaciones fueran sencillas y no espectaculare 
y en aquellos tiempos no quería saber de vestuario en alquiler, porque era muy costoso. Por tanto, los muchachos se las arreglaban como 
podían. Sólo una vez permitió, tras mucha insistencia, que representaran Gelindo o la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo, drama popular 
conocidísimo en el Piamonte; pero, no habiendo sido posible adaptarlo al ambiente del colegio, y dadas las consecuencias que se siguieron 
protestó que no se repetiría más. 

En efecto, era inexorable frente a inconveniencias morales. 

Fue invitado una vez a asistir a la representación de una comedia en un internado de niños nobles. La comedia versaba sobre las 
incidencias de un joven, hijo natural, preferido al hijo legítimo, por sus virtudes. Al ver el desarrollo de semejante tema, al acabar el prime 
acto, don Bosco se levantó y dijo a uno de los superiores que tenía al lado: 

-»Y representan aquí estas cosas? 

-Usted lo sabe: habría que salir no sólo del colegio, sino de este mundo, para ignorar ciertas cosas. 

-Sea así, si usted quiere, pero yo me despido. 

-»Cómo? »Se va usted? 

-Eso es. 

Y se fue. 

((595)) «Pero no sólo por los muchachos, continúa Juan Giacomelli, se tomaba don Bosco aquellos años estos solícitos cuidados. Le 
acompañaba yo a las cárceles, donde enseñaba catecismo y confesaba. A veces, me encargaba comprar pan blanco y fruta, que luego 
distribuía a los presos. Le acompañé también al Albergue de la Virtud, donde predicaba a un centenar de jovencitos allí internados. Por 
espíritu de caridad hacia el prójimo, empezó a recibir, ya en la sacristía, ya en su habitación, a personas de la ciudad que acudían a él en 
busca de consejo o de socorro; escuchaba con calma y paciencia, y, si podía, socorría generosamente a los necesitados. En ocasiones, hubo 
alguno de casa que quiso despedir por importunas a tales personas; pero yo mismo vi que él, si llegaba a saberlo, se disgustaba. Nunca 
advertí que perdiera un solo minuto, o que jugara a la baraja o a las bochas para divertirse. Vi que siempre encontraba tiempo para atender 
asiduamente el confesonario y seguir con sus visitas a los hospitales, especialmente al Cottolengo». 

Añade todavía Carlos Tomatis que don Bosco iba a los hospitales, aun cuando en ellos se atendía a enfermos de males contagiosos, 
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y que por esta causa padeció de una pústula maligna en el brazo, acompañada de fiebre, de la que sanó sin necesidad de medicinas. 

Precisamente por su conducta verdaderamente sacerdotal empezaron muy pronto casi todos los obispos del Piamonte a quererlo y a 
ensalzar y ayudar su obra, convencidos de que era bendecida por el Señor. Un venerando ministro del Señor, hablaba con nosotros sobre 
don Bosco y nos decía: «Tres cosas, según San Benito, constituyen la santidad de un hombre: Sobriedad en el vivir, justicia en el obrar y 

piedad en el sentir. Tres sunt quae sanctum faciunt hominem; victus sobrius, actus justus, sensus pius. Según esto juzgad a don Bosco». 

((596)) Hemos oído a muchos grandes personajes repetir: 

-Pocos son los hombres que, al estudiar a otro hombre, al menos después de una larga convivencia, no descubran en él algún defecto que 

no habían advertido antes. No sucedió así con don Bosco; cuanto más se le estudiaba, más se le quería. 

Afirmaba don J. Giacomelli: 

-Siempre he tenido a don Bosco por un sacerdote que todo lo hacía, aun lo ordinario, de un modo extraordinario, especialmente lo tocan 

a religión y caridad. 

A los que le preguntaban quién era don Bosco, respondía: 

-íSi lo conociérais! Fue siempre un modelo en el seminario y ahora es un sacerdote de los más ejemplares. 

Concluyamos con lo que nos dijo don Félix Reviglio: 

-Después de los once años que tuve la fortuna de convivir con don Bosco, puedo atestiguar que sus virtudes eran tan brillantes y 
eminentes, que nosotros, los muchachos, le teníamos por santo y, precisamente, nos dejábamos guiar enteramente por él en razón de su 
heroico comportamiento. 
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((597)) 

CAPITULO LIII 

EL SISTEMA METRICO EN ESCENA -DIALOGO SOBRE EL LITRO Y EL CANTARO -SUBSIDIO DEL ECONOMATO REAL 
TRABAJOS DE DON BOSCO PARA PREPARAR A LOS MUCHACHOS A LAS REPRESENTACIONES -RESULTADOS Y 
AMENIDAD -EJERCICIOS ESPIRITUALES A LA JUVENTUD DE TURIN -AVISOS A LOS MUCHACHOS 

VAMOS a tratar de una representación teatral singularísima, que dieron los muchachos del Oratorio de San Francisco de Sales, y que, en 
aquel tiempo, llamó poderosamente la atención en Turín. 

Se acercaba el mes de enero de 1850 y, con él, la puesta en vigor, por Real Orden, del sistema métrico decimal: cesaban, por tanto, los 
pesos y medidas usados hasta entonces. Por esta razón, el Gobierno, a través del Ministro de Agricultura y Comercio, envió una circular a 
los obispos del Reino para asegurar el éxito. El Ministro les rogaba exhortaran a los párrocos de sus respectivas diócesis a que prestaran su 
válida cooperación para el fin propuesto, instruyendo convenientemente al pueblo a ellos confiado, procurando desarraigar prejuicios y 
modificar inveteradas costumbres a fin de que la introducción del nuevo sistema no engendrase descontentos, fraudes y engaños. Los 
prelados se adhirieron con gusto a la invitación del Gobierno, como los que siempre han estado ((598)) y están prontos a promover el bien 
de la Iglesia y del Estado. 

Hasta el obispo de Asti, monseñor Felipe Artico, pese a las calumnias con que se había intentado cubrirle de fango ante los tribunales, y 
las palabras equívocas del Ministro de Gracia y Justicia, que en el mes de agosto había intentado confirmar las sospechas en su contra en l 
Cámara de Diputados, escribía a sus párrocos una hermosa circular desde su solitaria villa y seminario de Camerano, que terminaba: «Os 
inculco, pues, también en nombre del Ministro de su Majestad, que os pongáis de acuerdo con los maestros municipales para que den clas 
nocturnas y dominicales, aprovechando especialmente las horas en que, terminados los oficios divinos, puedan 
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todos cómodamente asistir a ellas; y, donde no haya maestro, os ruego supláis vosotros con religiosa solicitud». Parecidas eran las circular 
de los otros obispos. Los párrocos secundaron las cuidadosas exhortaciones de sus Pastores. 

También don Bosco, que hacía varios años, había introducido la enseñanza del sistema métrico en sus escuelas, para que sus muchachos 
estuvieran a tiempo bien instruidos, eligió en el 1849 varios maestros, hábiles y capaces, que secundaran sus deseos. Estaba entre ellos Jos 
Brosio, el cual, al atardecer, cerraba su negocio en la ciudad e iba sin falta al Oratorio a dar sus lecciones. Entre tanto, don Bosco imprimí 
en Paravía su Sistema Métrico Decimal, simplificado, corregido y perfeccionado, puesto que la primera edición, aunque muy grande, se 
había agotado en menos de tres meses. La obrita había merecido el aplauso de todos los periódicos. Muchos maestros la habían introducid 
en sus escuelas, experimentando ((599)) que su lenguaje sencillo, y el 
estilo popular y la claridad de conceptos la hacían asequible a las mentes de los alumnos. 1 

Pero don Bosco, no contento con esto, ideó aquel mismo año otro medio eficacísimo para convertir el nuevo sistema en algo natural y 
sencillo. 

Escribió e hizo representar en su teatro una comedia en tres actos, titulada precisamente: El Sistema Métrico Decimal. La escena 
representaba un mercado, con compradores y vendedores de distinto género. Ignorantes los compradores de la obligatoriedad de los nuevo 
pesos y medidas, o ((600)) no queriendo darse por enterados, 

1 ARMONIA 1 de junio de 1849. Ya aparecieron varias obras, útiles y dignas de encomio, sobre el sistema métrico decimal. Pero don 
Bosco, autor de la obrita que anunciamos, las halló poco adaptadas a la mentalidad de muchos aprendices que la Providencia confió a sus 
cuidados, ya que fueron escritas en un lenguaje demasiado elevado y, generalmente, no presentan la relación entre el sistema antiguo y el 
nuevo, lo que constituye el punto más importante para el gran paso del cálculo antiguo al nuevo métrico decimal. 

Don Bosco tomó de otros autores lo que le pareció mejor y más popular, compiló un epítome que empieza con las cuatro primeras reglas 
de aritmética y pasa luego, con una forma verdaderamente popular, a desarrollar el nuevo sistema; lo compara con el antiguo, indica el 
modo de reducir pesos y medidas a las nuevas métricas y recíprocamente, con una simple multiplicación. 

Nos faltaba en el sistema antiguo una prueba propiamente dicha para la multiplicación; usaban algunos la prueba del 9, pero la varidad d 
fracciones la convertía en impracticable. El sacerdote Bosco aplicó primero la regla del 9 al nuevo sistema y encontró que en el decimal se 
extiende a cualquier operación. Esta regla la explica claramente el autor y se reduce a que, sólo con cuatro cifras se hace la prueba de 
cualquier operación de multiplicación por larga que sea. 

Vista la necesidad, cada vez más sentida, a medida que nos acercamos a 1850, esperamos que esta obrita resultará más agradable al 
público que las demás, especialmente para aquellos que no pueden asistir a las escuelas abiertas para este nuevo sistema. 
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querían comprar por los métodos y medidas antiguas. El vendedor, conocedor de la ley, observaba que estaban abolidas y el comprador 
gritaba contra la novedad, el engaño y el embrollo. A veces, los dos contendientes se acaloraban, el uno queriendo convencer y el otro no 
dejándose persuadir, hasta que con calma y paciencia lograba el vendedor meter en la cabeza del comprador la utilidad del nuevo sistema, 
diferencia entre un peso y otro, entre una y otra medida, la proporcionada y razonable diferencia de precio y acababa por comprar 
tranquilamente y se marchaba instruido y convencido. Otras veces presentaba la escena un pobre obrero que encontraba un compañero o u 
antiguo maestro; le pedía que le diera explicaciones y se las daba. De esta manera explicaba los pesos poniendo de relieve la diferencia 
entre onza y hectogramo, libra y kilogramo, arroba y miriagramo. Pasaba a las medidas lineales, indicando la diferencia entre vara y metro 
Hablaba de las medidas de capacidad, comparando el azumbre con el litro, el cántaro con el decalitro y así todo lo demás. 

Don Bosco había sabido entrelazar tan bien la realidad con los episodios, poner en labios de los interlocutores palabras y frases tan 
ingeniosamente amenas, que cambiaban una materia, árida por sí misma, en una graciosa diversión. La escena del cántaro y el decalitro hi 
desternillar de risa. Dio ocasión al siguiente episodio. Uno de los actores, Jacinto Arnaud, hacía el papel referente a las antiguas medidas d 
capacidad y entraba en escena llevando un cántaro a las espaldas. Puesta la medida en el suelo, y apoyándose sobre ella, debía preguntar e 
un momento dado a su interlocutor: -»Cómo es de grande un litro? Pero no le venía a los labios la palabra, ni tenía la postura requerida. El 
apuntador se la recordó en voz baja, diciéndole: ((601)) -Apóyate sobre el cántaro. Y, al mismo tiempo, le señaló la postura que debía tene 
Entonces el muchacho, azorado, sin fijarse más que en el sentido de su papel, gritó: -íOh, qué grande es el litro: está apoyado en el cántaro 
A esta salida resonó por todo el teatro una inmensa carcajada. El apuntador no podía más y el otro actor hacía esfuerzos hercúleos para 
mantener la seriedad. Pasaron varios minutos hasta poder reanudara la escena. 

Entre los personajes de consideración que asistieron a esta representación estuvo el célebre abate Fernando Aporti, el cual quedó tan 
impresionado que dijo: 

-Don Bosco no podía imaginar un medio más eficaz para popularizar el sistema métrico decimal; aquí se lo aprende uno riendo. 

El periódico Armonía en su número 149 del 1849, hablaba de 
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esta representación en los siguientes términos: «Ayer, 16 de diciembre, asistimos a una representación teatral, que dieron los alumnos del 
Oratorio de San Francisco de Sales sobre el sistema métrico decimal. Es sabido que esta Obra fue fundada y está dirigida por el óptimo 
sacerdote don Bosco, que dedica a la enseñanza de los aprendices su vida y todo cuanto tiene. No queremos tejer su elogio, que ya lo 
hicieron ayer sus muchachos con sus finos modales, sus sabias respuestas, su edificante 
comportamiento: no puede desearse nada más grande ni más sincero. Le felicitamos efusivamente por haber querido cerrar el acto con un 
resumen de historia sobre Pío VI y Pío IX, bien escrito y declamado con brío por un joven que arrancó aplausos del numeroso público 
asistente». 

Quizá, debido a esta velada teatral, el Economato Real socorrió al Oratorio entregando a don Bosco el 20 de diciembre la cantidad de 
cuatrocientas liras. 

((602)) No acertamos a comprender cómo pudo don Bosco hallar tiempo aquel año para escribir la referida comedia. Era como un 
resumen de los ocho diálogos que había compuesto sobre el sistema métrico decimal, los cuales volvió a representar durante mucho tiemp 
aunque por separado y en distinto orden. Fueron más de cuarenta y cinco los muchachos que recibieron un papel para estudiar, unos como 
actores ordinarios y otros como suplentes, por si faltaban los primeros. Hubo de ser ímproba la fatiga y heroica la paciencia de don Bosco, 
para hacer aprender los diálogos a tantos muchachos sin estudios, que apenas sabían leer, que no comprendían el alcance de muchas 
palabras y la hilación de una frase con otra. Cuántas explicaciones les tendría que dar, cuántos medios emplear para enseñarles la mímica, 
cuánto tiempo perdido, cuántas veces repetir un mismo diálogo hasta que lo aprendieran de memoria. Y a lo mejor, sin lograr que ciertas 
palabras no se enredaran en sus labios que, después de equivocarlas obstinadamente en los ensayos, hacían reír a los espectadores, con lo 
que resultaba más simpática la recitación; como por ejemplo, decir grando en vez de grande, «mazzanghino» en ves de «magazzino» 
(«alzamén por almacén»). 

Pero la constancia daba al fin consoladores resultados, ya por la instrucción que adquirían los muchachos, ya por la desenvoltura con qu 
se presentaban en público. 

Estas composiciones eran, además, una verdadera escuela para los espectadores. Variaba la escena: representaba a veces una tienda, otra 
un taller, ahora una fonda, ahora campo abierto, o la casa de 
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un aperador. Se ponían a la vista y se empleaban los distintos modelos de pesos y medidas, antiguas y nuevas; en lugar preeminente 
aparecía un globo terráqueo. Don Bosco encontraba siempre en su fecunda imaginación el modo de cambiar la decoración y disfraces para 
sus diálogos. Lo mismo aparecía la escena figurando una escuela con sus ((603)) cartelones, el ábaco para enseñar a contar y el encerado. 
Hacía de maestro José Brosio, siempre vestido de Bersagliere, porque así lo quería don Bosco. Los 
alumnos vestían de campesino, de porteador, de cocinero, de señorito de pueblo y de otros modos. Aparecía un molinero enharinado, un 
herrero lleno de tizne y de carbón. Los espectadores, sobre todo los chavales, disfrutaban la mar con estas escenas. 

«En una de estas representaciones, escribía Brosio, después del último acto, los alumnos, entusiasmados con mis lecciones, quisieron 
pagar una merienda al maestro en el escenario, y en un instante estuvo servida, con el dinero de don Bosco, que ya tenía todo preparado. 
Fue una de sus improvisaciones para agradecer mi pobre labor. Creo que Gastini se acordará todavía de cuando se comió nuestras naranjas 
para hacer reír a los espectadores, y que Piumatti, para castigarlo, lo agarró, lo metió en un cántaro, se lo cargó a las espaldas y empezó a 
pasearlo por la escena».1 

Pero don Bosco, en medio de ese sucederse continuo de acontecimientos, no perdía un instante de mirar su fin principal; así que, de los 
pensamientos de las matemáticas y del tiempo, pocos días después de la representación del 16 de diciembre, hacía pasar a sus alumnos a la 
sublime consideración de las verdades eternas y del alma. Los frutos abundantes y consoladores de los ejercicios espirituales de los años 
precedentes animaron a don Bosco a repetirlos, no sólo para los muchachos internos, sino para todos los que asistían a los tres Oratorios y 
para todos los jóvenes de Turín que les ((604)) fuere posible. Para este fin, en vez de realizarlos en la capilla del Oratorio de San Francisco 
de Sales, demasiado pequeña y distante del centro de la ciudad, después de hablar con los encargados, eligió la iglesia de la Congregación 
de la Misericordia, llamada de los Mercaderes, más grande y más cómoda. Obtenido el permiso y el aliento de la Autoridad Eclesiástica, e 
domingo anterior, tercero de Adviento y 16 de diciembre, el mismo don Bosco dio e hizo dar los avisos oportunos y anunció el día de la 
apertura y el horario de las 

1 El tercer volumen italiano de estas Memorias inserta, como apéndice del mismo, ocho diálogos sobre el sistema métrico decimal a los 
que se alude más arriba. (N. del T.) 
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funciones sagradas, recomendado calurosamente que asistieran todos. Les dijo: 

«-Pedid en mi nombre a vuestros padres y a vuestros amos que tengan la bondad de dejaros libres, si es necesario, algunas horas al día, 
para que podáis asistir cómodamente. Por vuestra parte, prometedles, que les recompensaréis de ese tiempo con mayor puntualidad y 
diligencia en vuestras obligaciones». 

El mismo fue a visitar a los padres y patronos que dudaba diesen importancia a esta invitación. 

Para asegurar la asistencia del mayor número posible de muchachos aprendices, se fijaron los Ejercicios para la última semana del año, 
coincidente con las fiestas navideñas, generalmente respetadas. Se estableció un horario el menos gravoso para los patronos, 1 que se fijó e 
el cancel de las iglesias de Turín. Envió además a muchas casas y talleres un prospecto, impreso ((605)) (1.500 ejemplares) por el tipógraf 
Paravía, cuyas frases revelan todo el ardor del sacerdote celoso, amigo sincero de la juventud. Obtuvimos un ejemplar de este prospecto, 
que reproducimos aquí, como documento histórico y muestra de cómo escribía don Bosco entonces. Decía así: 

«La porción de la sociedad humana, sobre la que están fundadas las esperanzas del presente y del porvenir, la porción digna de los más 
solícitos ciudados es, sin duda, la juventud. 

»Si se la educa rectamente, habrá orden y moral; por el contrario, sólo vicio y desorden. 

»La religión es capaz de comenzar y realizar la gran obra de una verdadera educación. 

»Ahora bien, atendiendo a las vicisitudes de los tiempos y a los esfuerzos que hacen los malvados para insinuar máximas irreligiosas en 
mente voluble de la juventud, para satisfacer los deseos de muchos padres, jefes de talleres y dueños de establecimientos, se han organizad 
unos Ejercicios Espirituales abiertos para los jóvenes, en la iglesia de la venerable Congregación de la Misericordia, que se ha brindado 
generosamente para esta finalidad. 

»Padres y madres, patronos y jefes de fábricas y centros comerciales, 

1 El horario era éste: Días feriales. Mañana: A las 5,30 Santa Misa; a las 6, Veni Creator, Meditación, Miserere; a las 12, Misa, canto de 
Perdón, oh Dios mío, etc. Diálogo. Tarde, a las 7, Instrucción, canto de: Somos hijos de María; a las 8, Veni Creator, Meditación, Letanía 
de la Virgen María y Bendición con S.D.M. 

Días festivos. Mañana: todo igual que los días feriales. Tarde: a las 5, Instrucción, canción: Somos hijos de María; a las 6, Veni Creator, 
Meditación, Letanías, y Bendición como en los días feriales. 
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interesados por el bienestar presente y futuro de los jóvenes que la divina Providencia os ha confiado, vosotros podéis cooperar 
grandemente a su bien enviándoles y animándoles a asistir. El Señor no dejará de compensaros las horas que, por ventura, tendréis que 
sacrificar para tan santo fin. 

»Muchachos, mis queridos jóvenes, alegría y pupila de los ojos de Dios, no os duela soportar las incomodidades de la estación, para 
conseguir a vuestra alma un bien, que nunca os fallará. El Señor, que os llama a escuchar su santa palabra, os presenta una ocasión 
favorable para recibir sus gracias y sus bendiciones. Aprovechadla. Felices ((606)) vosotros, si desde la juventud os acostumbráis a observ 
la ley divina: Bonum est viro, cum portaverit jugum ab adolescentia sua» (Bueno es para el hombre, que desde su adolescencia lleve el pes 
de la Ley)». (Jeremías). 

Hasta aquí don Bosco. 

Desde la introducción, la tarde del 22 de diciembre, la iglesia de la Misericordia estuvo llena de muchachos, casi todos aprendices. El 
clérigo Ascanio Savio era el asistente de la apreciada asamblea. Los cuatro predicadores elegidos por don Bosco eran de los que más se 
adaptaban a la juventud: el canónigo Borsarelli, el teólogo Borel, el sacerdote Pedro Ponte y el canónigo Lorenzo Gastaldi. Los Ejercicios 
duraron siete días y acabaron felizmente. A pesar de lo crudo de la estación era de ver, por la mañana temprano, a varios centenares de 
muchachos colgados de los labios del predicador: eran incalculables los que acudían al diálogo del mediodía y a la meditación e instrucció 
de la tarde. Los últimos días se vieron materialmente asediados los confesonarios, ocupados por varios sacerdotes y la comunión genral de 
la clausura fue numerosa, devota y solemne. Padres y patronos bendecían la idea providencial de los Ejercicios y hacían votos para que se 
repitieran cada año. Lo que se logró durante varios sucesivamente. Hoy se continúan por obra y cuidado de una piadosa sociedad católica 
obreros turineses, especialmente con ocasión de la Pascua, a fin de ayudar a los muchachos más necesitados a cumplir con el fruto el 
precepto de la comunión pascual. Nuestro aplauso y nuestros elogios para estos beneméritos socios, verdaderos amigos de la juventud. 

Para la clausura de los Ejercicios hizo don Bosco imprimir y distribuir a todos los que habían asistido, y al acabar el año a todos los 
muchachos de los tres Oratorios, el siguiente folleto. 

((607)) A los jóvenes, avisos de un amigo, según las necesidades de los tiempos. 
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1.º Recordad, jóvenes, que formáis las delicias del Señor. Bienaventurado el hijo que desde niño empieza a guardar la ley del Señor. 

2.º Dios merece ser amado porque nos ha creado, nos ha redimido, nos ha dispensado y nos dispensa innumerables beneficios y tiene 

preparado un premio eterno para quien guarda su ley. 

3.º La caridad es lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del demonio y del mundo. 

4.º El que da un buen consejo a su amigo hace un gran acto de caridad. 

5.º Obedeced a vuestros superiores, conforme el mandamiento de Dios, y todo os saldrá bien. 

6.º El que quiere vivir como un buen católico debe separarse de los que hablan mal de la religión, de sus ministros y especialmente del 

Papa, padre de todos los católicos. Porque siempre se dice que es un mal hijo quien habla mal de su padre. 

7.º No leáis libros y periódicos malos y procurad leer los buenos. 

8.º Las costumbres que se toman en la juventud duran generalmente toda la vida: si son buenas, nos conducen a la virtud y nos dan 

certeza moral de salvación. Por el contrario, íay de nosotros si nos acostumbramos a las malas! 

9.º Lo que suele apartar a un joven de la virtud son los malos compañeros, el exceso en la bebida, la afición al juego, la costumbre de 
fumar. 

10.º Se entiende que son malos compañeros: 1.º Los que hablan de cosas deshonestas o hacen cosas contrarias a la virtud de la modestia 
2.º los que hablan despectivamente de la ((608)) religión; 3.º los que os apartan de las funciones de iglesia u os invitan a no cumplir vuestr 
deber. 

11.º El exceso en la bebida debilita las energías del cuerpo, hace aburrida la devoción, pone en la ocasión de frecuentar lugares 
peligrosos. 

12.º La afición al juego os conduce a las peleas, a la blasfemia, a la transgresión de vuestros deberes y a la profanación de los días 
festivos. 

13.º El fumar y el masticar tabaco estropea la dentadura, debilita las fuerzas de la juventud y conduce al trato de compañeros viciosos. 
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AVISOS DE LA MAXIMA IMPORTANCIA 

1.º Huid del ocio y de los ociosos, trabajad según la condición de vuestro estado; cuando estáis desocupados estáis en gravísimo peligro 
de caer en pecado. La ociosidad enseña toda suerte de vicios. 

2.º Vivid siempre con la máxima alegría, con tal de que no hagáis pecados. 

3.º Esforzaos todo lo posible para no perder la plática de los días festivos. 

4.º Elegid un confesor de toda vuestra confianza, frecuentad los sacramentos de la confesión y comunión. San Felipe Neri, el gran amig 
de la juventud, exhortaba a los jóvenes a confesarse cada ocho días y a comulgar más a menudo, de acuerdo con los consejos del confesor. 

5.º Hijo, no tienes más que una alma; piensa en salvarla. De nada sirve conquistar todo el mundo si pierdes tu alma. Bienaventurado el 
que se encuentra en punto de muerte y ha hecho buenas obras durante su vida. 

Escribe en tu corazón el dicho mío:
falaz es el mundo, sólo Dios amigo.


((609)) Mientras tanto, en medio de los Ejercicios, don Bosco no dejó de celebrar la Misa de la noche de Navidad con una comunión 
general, facultad que le había sido renovada por Pío IX para tres años más, y repartía entre los muchachos del Oratorio quinientas copias d 
una canción al Niño Jesús, con la anotación musical, impresa, según su encargo, por Speirani y Ferrero. 
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((610)) 

CAPITULO LIV 

SEMINARISTAS DISPERSOS RECOGIDOS EN EL ORATORIO -LAS CLASES DEL SEMINARIO -REGLAMENTO PARA ESTO 
SEMINARISTAS EN EL ORATORIO -ENSEÑANZAS, CONSEJOS, CORRECCIONES -EL KEMPIS -LAS CARTITAS DE DON 
BOSCO -AGUINALDO DE AÑO NUEVO PARA LOS SEMINARISTAS -LA CLASE DE GEOGRAFIA EN EL SEMINARIO Y EN 
EL ORATORIO -LOS SEMINARISTAS DE DON BOSCO Y EL SERVICIO RELIGIOSO EN LAS IGLESIAS DE TURIN 

EL año 1849, en sus postrimerías, dejaba prever que se estaban preparando graves sucesos contra la Iglesia Católica. Eran conocidas las 
predicciones del Padre Bernardo Clousi, fallecido en concepto de santidad el 20 de diciembre en Paola de Calabria y que don Bosco había 
conocido en San Francisco de Asís en el 1842. Había anunciado que, antes de desaparecer la presente generación, habrían sucedido en el 
mundo desgracias terribles, castigos divinos inauditos, persecuciones espantosas contra los buenos, milagrosas conversiones de impíos y e 
triunfo repentino de la Iglesia cuando los males hubieren llegado al colmo. Pero el indicio más cierto de tiempos desgraciados era la falta 
súbita, y casi general, de alumnos en el seminario, la mayoría de los cuales había abandonado la sotana o había sido obligada a ello por 
varios obispos, a causa de la revolución. Era necesario, a toda costa, reparar tanto mal; pero »cómo? 

((611)) Por la guerra se había cerrado el seminario de Turín, ocupado por los militares. En consecuencia, los pocos seminaristas fieles a 
sus propios deberes, habían tenido que retirarse a sus pueblos, faltos de los medios necesarios para su instrucción y educación eclesiástica, 
bien ponerse a pupilo en Turín, con una familia, en medio de distracciones y costumbres mundanas y con peligro de perder la vocación 
sacerdotal. 

En el 1848-49 don Bosco había reunido en el Oratorio a algunos seminaristas turineses y les daba lecciones de Teología; pero esto no er 
suficiente para secundar las calurosas recomendaciones de su Arzobispo. Así que, aun viendo la desastrosa perversidad de los 
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tiempos y la falta absoluta de medios adecuados, se aprestó a remediar el caso. Después de examinar con calma las soluciones a tomar, 
confiando, como siempre, en la divina Providencia, tomó la resolución de albergar en su propia casa a los seminaristas de la Archidiócesis 

Para tal fin, consiguió que el señor Pinardi le ayudase a alejar algunos inquilinos que todavía ocupaban una estancia en la planta baja de 
su edificio. Estos se enfurecieron, amenazaron a don Bosco y a su madre y al mismo propietario, y hubo que desembolsar bastante dinero 
para que se fueran en paz. De est manera se alcanzaron dos ventajas espirituales: se apartaron del vecindario individuos de mal vivir, que 
durante muchos años hicieron de aquel lugar una cueva de ladrones, al extremo de que, a 
veces, aparecían en el patio personas que obligaban a cerrar ojos y oídos para no ver ni oír, lo que acarreaba graves molestias. Otra ventaja 
muy importante por cierto, fue que, al disponer de más locales, don Bosco pudo empezar a ((612)) recoger algunos seminaristas, 
desperdigados acá y allá, y tenerlos consigo. Se unieron a Ascanio Savio los seminaristas Vacchetta, Chiantore, los dos Carbonati y, en 
noviembre de 1850, Damusso y, poco a poco, otros más. Alguno, que era de familia acomodada, pagaba la pensión de cuarenta y cinco o 
treinta liras mensuales; otros, una pequeña cantidad, y los pobres fueron admitidos gratuitamente. Vivían y estudiaban en el Oratorio y se 
sentaban a la mesa de don Bosco, que tomaba la misma menestra que los muchachos y los mismos manjares que se servían a los 
seminaristas. Mañana y tarde iban a clase a los locales dejados libres por el Gobierno en el edificio del seminario. En las habitaciones de l 
fachada, donde vivían con el Rector, canónigo Vogliotti, los otros Superiores, con los profesores de física, filosofía y teología moral, 
recibían la clase correspondiente al curso a que pertenecían. Para el aula de teología especulativa había que subir a un entresuelo amplio y 
medio a oscuras, donde el mueble más vistoso 
era el fogón de una cocina, cubierto con tablas unidas y clavadas; había otro mísero cuartucho contiguo. Allí explicaban sus tratados los 
teólogos colegiados Francisco Marengo, Francisco Molinari, Bernardo Appendini, Allais, amigos sinceros de don Bosco. Profesor de 
filosofía era el teólogo don Lorenzo Farina. Casi todos los alumnos procedían del Oratorio y estaban animados de un vivo deseo de 
progresar en los estudios. A algunos les enseñaba filosofía y matemáticas, en su propia habitación, el teólogo colegiado Augusto Berta, má 
tarde canónigo en la Congregación de San Lorenzo y profesor del seminario 
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metropolitano cuando fue devuelto a la diócesis por el Gobierno a finales de 1864, después de haberlo ocupado la tropa dieciséis años. Po 
tanto, desde 1849-50 el Oratorio de Valdocco se convirtió en seminario de la Archidiócesis y del Piamonte, y puede decirse que continuó 
siéndolo durante veinte años, porque, como veremos, muchos de los muchachos allí recogidos, mantenidos, instruídos en la ((613)) lengua 
latina, que vistieron la sotana y asistieron a las clases de los profesores del seminario a expensas y fatigas de don Bosco, fueron enviados 
por él, hechos sacerdotes, a los Superiores Eclesiásticos de varias diócesis. 

Los seminaristas hacían en común las prácticas de piedad, aprendían las sagradas ceremonias, participaban en la vida de los muchachos, 
asistiendo o desempeñando su orden, en las fiestas de los principales misterios de nuestra sacrosante religión. Don Bosco ponía toda 
diligencia para que resultaran espléndidas y se cantaran los divinos oficios con decoro. Era celosísimo sobre todo para invitarles a 
frecuentar la santa comunión. Afirmaban varios seminaristas y especialmente Ascanio Savio. 

«-No dejaba pasar ocasión sin recomendarnos que nunca se omitiera la visita diaria al Santísimo Sacramento, aunque fuera cortísima, pe 
constante. Nos animaba a conseguir el espíritu de oración, diciéndonos que: la oración es tan necesaria a los que se consagran al servicio d 
altar, como al soldado la espada. Nos exhortaba a tener fe, porque todo bien, espiritual y temporal, viene del Señor, y en todas las 
necesidades, sin perderse en lamentaciones o cuidados inútiles, hay que recurrir a El en primer lugar. Nos aconsejaba, además, que cuando 
se tratase de conseguir una gracia importante, lo mismo para nosotros que para los demás, especialmente si se trataba de la salvación de la 
almas o de una empresa para la gloria de Dios, hiciéramos un voto temporal de algo que en aquel momento conociéramos ser del mayor 
agrado del Señor, y nos aseguraba que eso haría más eficaces nuestras oraciones. Por la manera que hablaba, deducíamos que éste era el 
medio con que atraía las bendiciones celestiales sobre sus empresas. Cuidaba mucho de los seminaristas. Nos reunía en conferencia para 
confirmar cada vez más en nosotros el espíritu eclesiástico y la fidelidad a la vocación, y nos repetía que ((614)) la primera virtud de los 
discípulos de Cristo era la santa abnegación. Exclamaba frecuentemente: 

»-Empezad por mortificaros en las cosas pequeñas para poder fácilmente mortificaros después en las grandes. 

»Se informaba de la marcha de nuestros estudios, exhortándonos 
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a ponernos en condiciones de salvar todas las almas que nos fuera posible con una vida santa y una sólida ciencia teológica. Y añadía: 
»-Pero si tuviésemos ciencia sin humildad, no seríamos nunca hijos de Dios, sino hijos del padre de la soberbia que es el demonio. 
»Y cuando alguno era inclinado a hablar de sus estudios, le decía: 
»-No digas siempre lo que sabes, sino procura saber bien lo que dices. 
»Observaba atentamente nuestra conducta y nos trataba con tanta amabilidad que le profesábamos un afecto filial y poníamos en él toda 

nuestra confianza. Y él se afanaba para destruir en nosotros todo lo que podía conducirnos al pecado, y para animarnos a corregir nuestros 
defectos, decía que no es preciso pretender llegar a ser santo en cuatro días, porque la perfección se adquiere con trabajo y poco a poco». 
Casi no pasaba día sin dar particularmente algún aviso a sus seminaristas. Repetía a Ascanio Savio: 
-Procura obrar siempre por un motivo de fe y nunca al acaso o por fines humanos. Da siempre mucha importancia a todo lo que haces. 
Y en otras ocasiones: 
-Piensa de Dios según la fe, del prójimo, según la caridad y de ti, bajamente, según la humildad. Habla de Dios con veneración; del 
prójimo, como quisieras se hablase de ti; de ti mismo, humildemente o calla. 
Si alguno se ponía a hablar de política con cierto apasionamiento le decía: 
-Atente a la máxima de don José Cafasso, esto es, no seas de ningún partido por virtud y no te muestres partidario por prudencia. 

Cuando se suscitaban entre los seminaristas disputas científicas, históricas o pedagógicas, solía recomendar ((615)) que no se contradijes 
directamente la opinión ajena y que se manifestase la propia con modesta desconfianza, diciendo me parece, supongo; la cosa es así, si no 
me engaño. Cuando no se busca contradecir, uno es escuchado con atención, agrado y benevolencia y quedan convencidos los que se quier 
hacer entrar en la propia opinión. El defecto de modestia en el hablar, indica falta de juicio. 

Usaba gran prudencia al compadecer la susceptibilidad de algunos caracteres, no tomándolos de frente al mandarlos y especialmente al 
distribuir los cargos. No dejaba nunca de corregirles al menor 
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defecto que descubriese en ellos, pero ponía mucha atención para no disgustar a ninguno. Sus avisos no eran jamás un reproche que irritas 
y todos entendían que él hacía así, buscando su bien. Decía un día a cierto seminarista muy apegado a su propia voluntad: 

-Eres un joven juicioso y sabes, mejor que yo, que sólo la obediencia puede llevarnos por el camino seguro. 

Se enteró de que algunos hicieron una merienda. Ciertamente aquel extraordinario no era ningún delito, pero tampoco un acto de virtud. 
Haciéndose el encontradizo con ellos, después de unas semanas, les dijo sonriendo: 

-Vosotros, que estudiáis teología moral, decidme: »de cuántos modos se puede faltar comiendo? 

Y los interrogados, que no pensaban en su pasada travesura, se apresuraron a responder: 

-De cinco modos: praepropere, laute, nimis, ardenter, studiose (mucho, regaladamente, demasiado, ardientemente, con ansia). 

-íEstupendo!, añadió don Bosco. 

Y no dijo nada más. Pero cuando los seminaristas reflexionaron, entendieron el alcance de aquel íestupendo!, y aprovecharon la 
amonestación. 

Durante el invierno sucedió que uno de éstos hacía algunos días que no aparecía en la iglesia, a la hora de misa, porque se levantaba de l 
cama algo más tarde de la hora establecida. Se acercó éste a don Bosco, durante el recreo, y oyó que le decía: 

-íCuánto me alegra verte!, »cómo andas de salud? 

((616)) -Muy bien, gracias a Dios, respondió. 

-Me alegro mucho; creía que estabas enfermo; hace ya varios días que no te veía tomar parte en las oraciones comunitarias de la mañana 

La lección produjo su efecto y el clérigo fue más diligente. 

Es de notar que don Bosco, en ocasiones, tardaba hasta meses en dar una corrección, cuando juzgaba que sería más eficaz y mejor 
recibida. Bien entendido que, si se trataba de algo importante, lo hacía enseguida, pero siempre con suavidad y palabras amables. Una sola 
mirada valía en ocasiones por un sermón. Así contaba Félix Reviglio, que observaba atentamente los actos y palabras de don Bosco, y 
añadía que tenía muchos recursos para hacer vivir a los seminaristas en un ambiente espiritual. 

A veces, para entretenernos en el recreo, abría al acaso el libro de la Imitación de Cristo, de Kempis, o se lo hacía abrir a ellos y pedía 
leyeran un versículo cualquiera de la página, para sacar un pensamiento 
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provechoso, y les aconsejaba recibieran con respeto las respuestas eventuales que de él naciesen, porque les aseguraba que obtendrían gran 
provecho. En efecto, la materia de este áureo libro está tan sazonadamente repartida que, no importa el punto que se lea, ofrece siempre un 
remedio oportuno para la necesidad del momento del lector. Los seminaristas no daban ciertamente crédito a la infalibilidad de estas 
respuestas, pero muchas veces exclamaba alguno: «Me viene ni que pintado». Otro leía y hacía reír a sus compañeros, que le decían: «Te v 
a la medida». A lo mejor leía un tercero, se sonrojaba, doblaba el libro y no quería decir lo que había leído. 

Otra industria de don Bosco era escribir de cuando en cuando una tarjetita y hacerla llegar al que quería ((617)) dar un buen consejo. 
Algunas de éstas se conservaron; y solían decir así: -Habla poco de los demás y menos de ti. -Ama tus deberes, si quieres cumplirlos bien 
Soporta de buena gana los defectos ajenos, si quieres que los demás soporten los tuyos. -No andes preocupado por disimular tus defectos; 
procura enmendarte de ellos. -Perdona todo a todos; a ti no te perdones nada. -No tengas por amigo al que mucho te alaba. -Olvida los 
servicios prestados y no los recibidos. -La defensa más segura contra tu ira es tardar en desahogarla. -No alabes a unhombre por su gracia 
así lo dice el Espíritu Santo. 

A más de esto, comenzó don Bosco desde los primeros tiempos, a dar un aguinaldo, a fin del año, a todos sus muchachos, y otro a cada 
uno en particular. El primero consistía en una norma para la buena marcha del año nuevo y, a veces, en previsión de lo que acontecería. El 
segundo era una máxima o consejo confidencial, de viva voz y por escrito, adaptado a las necesidades y a la conducta de cada cual. A los 
clérigos se lo daba escrito en latín, sacándolo de la Sagrada Escritura o de los Santos Padres. Algunas de aquellas tarjetitas fueron 
conservadas como preciosa reliquia por los primeros clérigos, los cuales nos dieron copia. 

A uno le escribió: Non coronabitur nisi qui legitime certaverit (No será coronado más que el que triunfase en la lucha). A otro: Delectet 
mentem magnitudo praemiorum, sed non deterreat certamen laborum (Que la importancia de los premios deleite la mente, pero no le 
espante la fatiga de los trabajos). A un tercero: Cogitas magnam fabricam construere celsitudinis? De fundamento prius cogita himilitatis 
(»Piensas construir un gran edificio elevado? Piensa primero en los cimientos de humildad). Y así a otros: Semper, dico, vigila. -Fili, sine 
consilio nil facias et post factum non poenitebis 
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(Te lo digo, vigila siempre. -Hijo, no hagas nada sin aconsejarte y así no te arrepentirás después de lo hecho). 

Algunas de esas tarjetas eran tan íntimas que ciertamente el poseedor las guardaba en secreto. Estos aguinaldos característicos movían el 
corazón, quedaban impresos en la mente, y a lo largo del año eran recordados por don Bosco, en el momento oportuno y en secreto, y 
producían maravillosos ((618)) efectos. Casi todos los años, mientras vivió, siguió don Bosco dando esos aguinaldos. 

Pero si con estas industrias se aprovechaban los clérigos espiritualmente, correspondían también a sus premurosos ciudados atendiendo a 
los estudios. Daremos pruebas más adelante de nuestra afirmación. Mientras tanto para secundar su amor al estudio y 
vigilarles más, nos contaba don Juan Giacomelli, que don Bosco acudía, durante 1850 y 1851, en días determinados, a dar clases de 
geografía sagrada a la sala destinada para ello en el seminario para los estudiantes de teología. El, con el fin de adquirir una más clara 
inteligencia de la Sagrada Escritura, había estudiado cuidadosamente la geografía antigua de los santos lugares y de todas las regiones 
limítrofes con Palestina, sin excluir Asia Menor, Mesopotamia, Egipto y Grecia. El muy docto teólogo José Ghiringhello, profesor de 
hebreo, le apreciaba tanto que muchas veces fue a consultarle al Oratorio sobre distintos puntos de hermenéutica y sobre ciertas narracione 
bíblicas que requerían explicación. Las lecciones del nuevo maestro fueron acogidas con gran júbilo y escuchadas también por los clérigos 
de otros cursos que habitaban en Turín, porque ponía ante ellos con gran exactitud la topografía de las regiones y ciudades, describiendo 
con vivos colores los hechos que en ellas se habían desarrollado. Sabía además citar, oportunamente y con gran unción, sentencias de los 
libros proféticos y sapienciales, cosa que le era familiar en todas circunstancias. 

Hablando de los lugares santificados por Nuestro Señor Jesucristo durante su vida mortal, parecía que se superaba a sí mismo. Y con el 
fin de que la pasión divina quedara bien impresa en sus corazones, recomendaba a los clérigos, y también a los sacerdotes, el estudio 
arqueológico de los viajes hechos por el Redentor en Palestina, especialmente camino del Calvario, con las circunstancias de su muerte, 
para tener siempre ((619)) vivo en su recuerdo y excitar en el ánimo de los demás el agradecimiento a Jesús Crucificado. 

Después de un año y algo más de tales clases, tuvo que suspender sus lecciones en el seminario, en razón de los muchos quehaceres que 
no le daban tregua. Deseoso de continuarlas de algún modo, las 
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trasladó al Oratorio, y el jovencito Miguel Rúa, seglar todavía, tomó parte en ellas con los clérigos, y le oyó varias veces corregir 
amablemente a quien se permitía bromear con las palabras o sentencias de los libros sagrados. 

-Nolite miscere sacra profanis (No queráis mezclar lo sagrado con lo profano), exclamaba él con una expresión de voz y de semblante, 
que manifestaba su sufrimiento ante la irreverencia a la palabra de Dios. 

En el Oratorio, lo mismo que había hecho en el Seminario, además de la geografía sagrada, trataba de la geografía de las varias partes de 
mundo relacionadas con la Historia Eclesiástica. La conocía perfectamente y la manejaba con tal habilidad, que sus conferencias 
dominicales sobre la historia resultaran muy atrayentes. El joven Marchisio y otros iban al Oratorio para escuchar sus charlas sobre 
geografía universal. Fue precisamente don Bosco quien aconsejó y empujó a Marchisio a dibujar su famoso mapa de geografía postal, 
primero del Piamonte y después de toda Italia, que le ganó el puesto de Director de Correos de Roma. El mismo se lo corrigió a medida qu 
progresaba el trabajo. Monseñor Miotti, obispo de Parma, decía a don Juan Bautista Francesia en 1890: «Siendo yo director y profesor en 
colegio municipal de Chieri, fui a visitar a don Bosco en el Oratorio, el año 1862. Me encontré con él en el patio y me acompañó hasta su 
habitación. Hablamos de geografía. Lo hizo con tal extensión, profundidad de conocimientos y precisión que quedé asombrado». 

La virtud, la ciencia y los trabajos de don Bosco le habían ganado el afecto de aquellos buenos ((620)) aspirantes al sacerdocio. 
Preguntaba un día uno de ellos qué podría hacer para darle el mayor de los gustos, y don Bosco respondió: 

-Ayúdame a salvar muchas almas y antes la tuya. 

Muchas veces repitió estas mismas palabras a otros seminaristas que le hacían tan afectuosa pregunta. Así que varios de ellos, 
agradecidos, se convirtieron en sus mejores ayudantes para asistir y catequizar a los muchachos del Oratorio festivo con provecho espiritu 
para ellos y para los demás. Su ejemplo, en efecto, inspiró a bastantes el deseo de vestir la sotana, como en su lugar diremos. Pero don 
Bosco no podía servirse mucho de éstos para la asistencia del internado y de las escuelas 
nocturnas y apenas si se prestaban alguna vez los domingos para ir a Vanchiglia o a Puerta Nueva. Sus aspiraciones eran muy distintas de 
los proyectos de don Bosco, y no pensaban más que en sus estudios. Por esto don Bosco, con admirable constancia, 
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seguía dando clase a los cuatro que él había elegido, Bellia, Gastini, Reviglio y Buzzetti. 

Entre tanto, además de la educación de los seminaristas, don Bosco se prestaba para otro eminente servicio a la diócesis de Turín, 
procurando un culto decoroso en sus iglesias. El mismo, u otro sacerdote por él invitado, ejercitaba a sus seminaristas en las ceremonias. 
Durante todo el año 1855 fue al Oratorio a este fin el teólogo Juan Bautista Bertagna. La curia arzobispal y la parroquia de los santos Simó 
y Judas, lo mismo que la parroquia de Valdocco, exigían a don Bosco que sus seminaristas 
asistieran a las funciones sagradas de la catedral, en las que deberían haber intervenido los seminaristas que entoncen faltaban. Don Bosco 
intentaba con gusto y por todos los modos, aún con grave incomodidad, contentar a los superiores eclesiásticos, y por esto enviaba 
regularmente a algunos de sus clérigos a dar catecismo y a ayudar en los oficios religiosos de la ((621)) propia parroquia; a servir a los 
canónigos en la catedral todas las fiestas del año, y, a petición de los párrocos y rectores, les enviaba en circunstancias especiales a otras 
iglesias de la ciudad. Era preferido el santuario de la Consolación para la misa de Nochebuena en Navidad y para la Semana Santa. En esa 
semana los mismos clérigos, con todo celo y trabajo, acudían a servir a todas las largas funciones, en tres iglesias consecutivamente; la 
última, por celebrarlas más tarde, era la catedral. Don Bosco no se quedaba en casa más que con alguno, indispensable para los Oratorios 
festivos. 

Este servicio que don Bosco prestaba a su diócesis fue necesario y muy meritorio, tanto más que, a causa de la muerte continua de los 
viejos ministros del Señor, empezaron a escasear también en Turín, los sacerdotes. Así que don Bosco, apenas contó con sacerdotes 
consigo, por invitación del Vicario General, tuvo que enviar en todas las fiestas alguno a la catedral para celebrar la santa misa. Uno de 
éstos fue el profesor don Celestino Durando. Este estado de cosas duró hasta 1865, y aún durante varios años más, en las vacaciones 
otoñales, siguieron yendo a la catedral los clérigos del Oratorio, por no haber otros en la ciudad. 

Se podían recordar las palabras: Messis quidem multa, operarii autem pauci (Mucha es la mies cieramente, pero los operarios son pocos) 
pero don Bosco no olvidaba la exhortación de Nuestro Señor Jesucristo: Rogate autem Dominum messis ut mittat operarios in messem 
suam (Pedid al Señor de la mies que envíe operarios a su mies). Por esto ordenó, desde los primeros tiempos del Oratorio, se rezase en cas 
cada día un Padrenuestro, Avemaría y Gloriapatri 
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por las necesidades presentes de la Santa Iglesia. Y Dios oía sus palabras e infundíale las virtudes necesarias para suscitar, conservar y hac 
crecer, multiplicándolas, las vocaciones sacerdotales. Su admirable conducta hacía concebir a los muchachos una gran estima por el caráct 
y el estado sacerdotal, mientras su caridad y dulzura ((622)) infundía una atracción convincente a los consejos que daba en nombre de Dio 
Todos los que le conocieron en la intimidad de sus conversaciones le proclaman 
dueño de los corazones y repiten, aplicándole las palabras del libro de los Proverbios: «Si el rostro del Rey te ilumina, hay vida; su favor e 
como nube de lluvia tardía».1 

1 Proverbios XVI, 15. 

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