la tierra.
Finalmente, el «sembrar en la oscuridad» es un acto de
esperanza radical. ¿Por qué el sembrador sigue esparciendo la
semilla con tanta generosidad, aun sabiendo que gran parte de
ella se perderá? Porque su confianza no está puesta en la
eficiencia de su gesto, sino en la vitalidad inagotable de la
semilla. Él sabe que, a pesar de los caminos, las piedras y
las espinas, la semilla tiene en sí una potencia de vida capaz
de producir fruto «el treinta, el sesenta, el ciento por uno»
donde encuentre aunque sea un pequeño rincón de tierra buena.
Esta es una lección fundamental contra el cinismo y el
cansancio que pueden asaltar a quienes operan en el campo
educativo y pastoral. Frente a la apatía, la indiferencia o la
hostilidad, la tentación es la de dejar de sembrar, de
concluir que «no vale la pena». La parábola nos invita, en
cambio, a desplazar el foco de la respuesta del terreno a la
calidad de la semilla. Nuestra tarea no es preocuparnos
obsesivamente por la cosecha, sino asegurarnos de sembrar una
buena semilla: una palabra auténtica, un testimonio creíble,
un amor paciente, una cultura sólida.
La esperanza del sembrador no es un optimismo vago, sino la
certeza de que la Verdad, la Belleza y el Bien, si se ofrecen
con generosidad, poseen una fuerza propia que, tarde o
temprano, de una manera que no podemos prever, encontrará la
manera de germinar.
En conclusión, la parábola del sembrador nos libera de la
tiranía del resultado inmediato y nos introduce a una
espiritualidad de la acción fundada en la gratuidad, la
humildad y la esperanza. «Sembrar en la oscuridad» no es una
acción ciega o ingenua, sino el acto más realista y fecundo
posible, porque se basa en la realidad de un Dios que da sin
medida y en el misterio de la libertad humana. Para el
educador y el pastor, esto significa amar sin esperar
recompensas, enseñar sin pretender moldear, testificar con
fidelidad sin la ansiedad de ver los frutos. Quizás, el primer
y más importante fruto de esta siembra generosa no es lo que