BS-settembre-2025-es


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La Divina Locura del
Sembrador que “siembra en la
oscuridad”
La parábola del sembrador, narrada en los Evangelios
sinópticos, es una imagen potente y fundacional del mensaje
cristiano. A primera vista, podría parecer una simple alegoría
sobre la diferente acogida de la Palabra de Dios. Sin embargo,
al mirarla más de cerca, revela una verdad radical,
especialmente si se aplica a los procesos educativos y
pastorales.
Esta verdad está encerrada en el propio gesto del sembrador,
un gesto que podríamos definir como un «sembrar en la
oscuridad»: un acto de generosidad desmedida, aparentemente
ineficiente, que desafía la lógica humana del resultado y del
control.
El corazón de la reflexión no reside tanto en los cuatro tipos
de terreno, sino en la figura del sembrador y en su acción. Él
sale y esparce la semilla con un gesto amplio, casi
desconsiderado. No hace un mapeo preliminar del campo, no
selecciona los lotes más prometedores, no evita con cuidado
las piedras o las espinas. Siembra por todas partes. Esta no
es la técnica de un agricultor moderno, que busca maximizar la
cosecha optimizando los recursos. Es, más bien, la
representación de una lógica divina, una lógica de abundancia
y de don incondicional.
Trasladado al ámbito educativo y pastoral, este gesto
desenmascara una de nuestras mayores tentaciones: la de la
eficiencia y el resultado medible e inmediato. El educador, el
catequista, el sacerdote, el padre de familia, están a menudo
obsesionados con el «síndrome del campesino calculador». Se
tiende a invertir tiempo y energías donde se vislumbra una
promesa de retorno: el estudiante brillante, el feligrés
devoto, el grupo juvenil más receptivo. Inconscientemente, se

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corre el riesgo de descuidar el «camino» de los corazones
endurecidos, el «terreno pedregoso» de los entusiasmos
efímeros o las «espinas» de las vidas complicadas y
sofocantes. La parábola nos dice, en cambio, que la semilla de
la Palabra, del cuidado, del conocimiento, del testimonio,
debe ser sembrada por todas partes, sin cálculo y sin
prejuicio. «Sembrar en la oscuridad» significa ante todo esto:
actuar por pura gratuidad, impulsados no por la probabilidad
de éxito, sino por la fe inquebrantable en el valor de la
semilla misma. Es el amor que no hace diferencias, que se
ofrece a todos porque no es una inversión, sino un don que
desborda.
En segundo lugar, «sembrar en la oscuridad» revela una
profunda verdad sobre la humildad de nuestro papel. La
oscuridad no es solo la indiferencia del sembrador hacia la
calidad del terreno, sino también el misterio impenetrable que
es el corazón humano. El educador y el pastor no pueden «ver»
dentro del alma del otro. No conocen plenamente las heridas
pasadas, los miedos ocultos, las resistencias inconscientes
que hacen que un corazón sea duro como un camino, o
superficial como una fina capa de tierra. No pueden prever qué
preocupación mundana o qué nueva pasión sofocará un buen
propósito.
Actuar en esta «oscuridad» significa aceptar no tener el
control sobre el proceso de crecimiento. Nuestra tarea es
sembrar, no hacer germinar. El crecimiento pertenece a una
dinámica misteriosa que involucra la libertad de la persona
(el terreno), la potencia intrínseca de la semilla (la
Palabra, el amor) y la acción de la Gracia (el sol y la lluvia
que no dependen del sembrador). Esta conciencia nos libera de
dos pesos opuestos pero igualmente dañinos: la arrogancia de
quien se siente el artífice del éxito ajeno y la frustración
de quien se siente responsable del fracaso. El educador que
siembra en la oscuridad sabe que su trabajo es esencial pero
no omnipotente. Él ofrece, propone, acompaña, pero al final se
retira con respeto ante el sagrado recinto de la libertad del
otro, donde ocurre el verdadero encuentro entre la semilla y

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la tierra.
Finalmente, el «sembrar en la oscuridad» es un acto de
esperanza radical. ¿Por qué el sembrador sigue esparciendo la
semilla con tanta generosidad, aun sabiendo que gran parte de
ella se perderá? Porque su confianza no está puesta en la
eficiencia de su gesto, sino en la vitalidad inagotable de la
semilla. Él sabe que, a pesar de los caminos, las piedras y
las espinas, la semilla tiene en sí una potencia de vida capaz
de producir fruto «el treinta, el sesenta, el ciento por uno»
donde encuentre aunque sea un pequeño rincón de tierra buena.
Esta es una lección fundamental contra el cinismo y el
cansancio que pueden asaltar a quienes operan en el campo
educativo y pastoral. Frente a la apatía, la indiferencia o la
hostilidad, la tentación es la de dejar de sembrar, de
concluir que «no vale la pena». La parábola nos invita, en
cambio, a desplazar el foco de la respuesta del terreno a la
calidad de la semilla. Nuestra tarea no es preocuparnos
obsesivamente por la cosecha, sino asegurarnos de sembrar una
buena semilla: una palabra auténtica, un testimonio creíble,
un amor paciente, una cultura sólida.
La esperanza del sembrador no es un optimismo vago, sino la
certeza de que la Verdad, la Belleza y el Bien, si se ofrecen
con generosidad, poseen una fuerza propia que, tarde o
temprano, de una manera que no podemos prever, encontrará la
manera de germinar.
En conclusión, la parábola del sembrador nos libera de la
tiranía del resultado inmediato y nos introduce a una
espiritualidad de la acción fundada en la gratuidad, la
humildad y la esperanza. «Sembrar en la oscuridad» no es una
acción ciega o ingenua, sino el acto más realista y fecundo
posible, porque se basa en la realidad de un Dios que da sin
medida y en el misterio de la libertad humana. Para el
educador y el pastor, esto significa amar sin esperar
recompensas, enseñar sin pretender moldear, testificar con
fidelidad sin la ansiedad de ver los frutos. Quizás, el primer
y más importante fruto de esta siembra generosa no es lo que

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crece en el campo, sino la transformación del corazón del
sembrador mismo, que aprende a actuar y a amar con la misma
«locura» divina, generosa y llena de esperanza.