
MARÍA SE LEVANTÓ Y SE DIRIGIÓ CON PRONTITUD (LC 1,39)
La experiencia espiritual, alma de la acción pastoral
1. ESCUCHA
Escuchar a Dios
Escuchar al prójimo
Desafíos de la escucha
Primacía de la Palabra sobre las palabras
Frecuencia asidua, sistemática y «sistémica»
2. DISPONIBILIDAD Y APERTURA DEL CORAZÓN
Primero hacia el Otro, luego hacia el otro
Contemplar, no solo analizar
Superar las fronteras
Como respuesta desde lo profundo
Desafíos a la disponibilidad y a la apertura
Una visión reducida de la realidad
Autorreferencialidad e individualismo
Lectura e interpretación horizontal de la misión
Condicionamiento de los resultados
3. GENEROSIDAD Y AUTODONACIÓN
Dimensión y expresión, no objetivo
Respuesta a una llamada
Libre y liberante
Desafíos a la generosidad y autodonación
Buscar frutos más que arrojar «semillas»
Buscar afirmarse como personas de éxito
Eficiencia más que eficacia
Buscar resultados más que crear procesos
Conclusión
MARÍA SE LEVANTÓ Y SE DIRIGIÓ CON PRONTITUD (LC 1,39)
La experiencia espiritual es el alma de la acción pastoral
Lo primero que hizo María
después de acoger el mensaje del ángel
fue ir "con prontitud" a casa de su prima Isabel
para prestarle su servicio (cf. Lc 1, 39).
La iniciativa de la Virgen brotó
de una caridad auténtica, humilde y valiente,
movida por la fe en la palabra de Dios
y por el impulso interior del Espíritu Santo.
Quien ama se olvida de sí mismo
y se pone al servicio del prójimo.
¡He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia!
Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo,
está llamada a acoger con plena disponibilidad
el misterio de Dios que viene a habitar en ella
y la impulsa por las sendas del amor.
Papa Benedicto XVI
25 de marzo de 2006
Queridos hermanos:
os saludo cordialmente al tiempo os ofrezco esta reflexión que introduce el Proyecto del Sexenio 2025-2031 del Consejo General.
Quisiera presentar este Proyecto a partir de una frase del Evangelio que se pone como puente entre dos experiencias significativas y casi espontáneamente vinculadas entre sí: el anuncio del Ángel y de María, y la visita a Isabel para ofrecerle su servicio: «María se levantó y se dirigió con prontitud» (Lc 1,39).
Mi deseo de comentar esta frase encuentra su origen en lo que estoy viviendo y sintiendo en estos primeros meses de mi ministerio como Rector Mayor. Veo emerger, siempre con más claridad, un paralelismo entre la experiencia del Espíritu que hemos vivido durante la CG29 y estos primeros meses del sexenio. Me parece ver en esta experiencia dinámica de María un icono vivo y muy pertinente para nosotros, un icono que se convierte en luz y fuente de aliento.
Hemos vivido semanas donde el protagonista principal ha sido el Espíritu Santo de Dios. Muchos participantes han expresado la convicción (o al menos la percepción) de que su presencia ha dado un tono diferente al trabajo del CG29. Esta presencia no ha sido solo invocada en la oración, sino que era buscada, sentida y reconocida a través de los diversos momentos que hemos vivido, los diálogos compartidos y las decisiones que hemos tomado juntos.
Ahora quisiera comentar tres actitudes que pueden ayudarnos a vivir bien y con inteligencia pastoral las opciones que hemos propuesto y los caminos que queremos seguir. Confío en que se conviertan en estilos de vida para que nuestra vida comunitaria, junto con nuestras propuestas pastorales, pueda convertirse en espejo de la misma iniciativa de Dios en nosotros, para nosotros y a través de nosotros. Espero que nuestra respuesta sea el fruto maduro de esa continua escucha de la voluntad de Dios que alimente nuestro ser siervos de los jóvenes. En esta dinámica, nuestra consagración encuentra nuestra auténtica identidad.
Os encomiendo estas mis reflexiones, estas mis absolutas convicciones interiores así como me vienen del corazón. No esperéis un tratado teológico o pedagógico, no tengo la intención. Es como unas buenas noches un poco más larga, pero un compartir de familia. Ayudémonos y ayudadme a hacerlas realidad, a vivirlas juntos en el mismo espíritu.
ESCUCHA - DISPONIBILIDAD - GENEROSIDAD: estas son tres actitudes sobre las que os invito a reflexionar y que os animo a fomentar. Tres actitudes que deben arraigarse y cultivarse en un corazón libre para madurar luego dentro de la experiencia educativo-pastoral salesiana. Solo así la contribución de cada salesiano de Don Bosco se convierte realmente en un don precioso compartido dentro de nuestras Comunidades Educativo-Pastorales (CEP) a favor de los jóvenes, especialmente los más pobres.
1. ESCUCHA
En una cultura que ahora parece estar centrada y concentrada solo en ver, rápido y fugaz, en hacer correr la mirada aquí y allá, queremos que la llamada que lleva consigo la Buena Noticia nos ayude a recuperar la dimensión de la escucha. Los antiguos decían que la fe viene de la escucha. Esto sigue siendo absolutamente cierto y válido también para nosotros hoy. El testimonio que comunica el Evangelio no se sostiene en un video, un dibujo, una apariencia. Si ver es como ponerse frente a una ventana o una pantalla y ver todo lo que sucede ante nosotros, puede parecer que hoy nos basta con ver lo que tenemos delante, dejarnos impresionar superficialmente. Y nos engañamos de que podemos realmente «conocer» las cosas solo porque las hemos visto una vez, y tal vez ni siquiera las hemos examinado a fondo. Solamente ver no es suficiente, solo nos ofrece hechos, datos; hay necesidad de la escucha, atenta, tranquila y profunda. Sin la escucha no podemos «entender», interpretar, captar el sentido de los hechos y su voz de llamada.
María, que se levanta y va con prontitud a servir, tuvo primero la experiencia de la escucha. Es a partir de esta experiencia de escucha que María conserva una verdad profunda y divinamente salvadora. María escuchando la Palabra, acoge la Palabra.
La actitud de escucha le pide a María asumir el camino del discipulado y, así, se convierte en partícipe de un plan de Dios. Su escucha es sinónimo de obedecer: ob-audire. María se deja atraer por la Palabra, acepta involucrarse, entrar en el misterio que se le revela. En María la verdad, que le es entregada, y la libertad, que ya la marcaba, se encuentran. Verdad y libertad: y así, nace la fe. La fe como relación verdadera. La fe marcada por la Palabra, como relación consigo misma, con Dios y con los demás.
María no pide «pruebas» del anuncio del ángel, no pide que se le muestre la «razonabilidad» ni el significado para poder primero ver, comprender y poseer. Sigue la voz y se pone en movimiento. Ella escucha y obedece, y así sucede la verdad que es Cristo en ella: la encarnación de Cristo. Ocurre el milagro que hace que la madre se mueva hacia la prima porque la escucha hace a la madre parecida a la forma del hijo. La escucha se convierte en misión, dedicación a los hermanos y hermanas. La escucha lleva inmediatamente a entregarse por su bien, a morir por ellos, a dar la vida por la vida de los demás.
Contemplando este primer punto, queridos hermanos, esforcémonos por volver a esa escucha que es fuente de vida. Escuchar como actitud que cada día vivimos y renovamos para que el encuentro con la Palabra tenga la fuerza de hacer nacer un verdadero camino. Reconozcamos que este camino alimentado por la Palabra es cansado porque nos invita a ponernos en movimiento, a ser discípulos, a desprendernos de aquello que nos hace menos libres. Un movimiento que no pretende ver el resultado de inmediato, que no busca la falsa certeza de lo que debe suceder. Un camino que no nos deja espectadores pasivos.
Escuchar a Dios
Así que, ante todo, comencemos a escuchar a Dios. Su palabra es una palabra creadora. No es solo un conjunto de sonidos; no hay confusión, ni mucho menos mentira, en la palabra de Dios; ella es pura potencia de alguien que crea un mundo nuevo e involucra, llamando al diálogo, para que, quien realmente escucha, pueda participar en el gozo de su Señor.
Es el difícil camino del discernimiento, de dar cabida a una voz sutil como un viento ligerísimo, que a menudo se ve ahogada por las muchas voces y los muchos deslumbramientos de nuestra jornada. Y esta es, para nosotros, salesianos, una tentación constante. Dejarse llevar por tantas preocupaciones, justas y generosas, pero que corren el riesgo de alejarnos de la voz del Maestro.
No se puede escuchar la voz del mensajero de Dios si no se practica el silencio y la meditación. No tenemos muchas noticias de María antes de la llamada de Gabriel, pero la tradición siempre nos ha hablado de una niña que desde pequeña fue educada a la escucha de Dios. Presentada en el templo siendo niña, conservó la capacidad de dejar espacio en su día para el silencio, que no es un simple vacío de sonidos, sino el contenedor del hablar de Dios. Así, el ángel puede presentarse y hacerse oír en el espacio creado por la oración.
También nuestro padre Don Bosco luchaba cada día por tener el silencio, a pesar de las mil tribulaciones y compromisos que lo ocupaban. Antes y después de la Santa Misa, en la meditación, nunca dejó de buscar el silencio porque solo así podía escuchar la voz de Dios y de María que lo impulsaban a llevar a cabo la misión.
He aquí, pues, la importancia de la meditación diaria para el salesiano. No se trata tanto de una práctica para colocarse junto a las demás, es decir, una de las diversas formas de orar que podemos tener y que podemos sustituir por otras más adecuadas, o más bellas o más prácticas. La meditación es el alma de la oración personal y comunitaria porque va al centro mismo de la oración: nos entrena para escuchar. Dios siempre habla y, continuamente, el Verbo no deja a sus discípulos en silencio, sino que siempre busca un espacio que solo la escucha puede dar.
Escuchar al prójimo
Así pues, el otro lugar de la escucha es el prójimo, conscientes de que cada hermano y cada hermana son la imagen de Cristo, sus miembros predilectos, presencia del Hijo de Dios en la tierra.
Así que María corre, porque la palabra del ángel la impulsa a continuar, a ir a escuchar la palabra de quien tiene más necesidad que ella, porque solo así seguirá escuchando a Dios. Entonces, la anunciación no será un acontecimiento aislado, vivido de forma intimista, sino un camino que continúa y que llena toda una vida, la propia y la de las personas encontradas y servidas.
María lo hará con Isabel, pero también en Caná y luego con los discípulos en el cenáculo. María siempre estará con los últimos, incluso las apariciones de estos dos milenios lo demuestran: María está con los pequeños, con los necesitados, porque así está con su Hijo y así continúa escuchando y transmitiendo su voz.
De esta escucha surge el verdadero y auténtico discernimiento que se convierte en práctica espiritual vivida en la fe, porque el Cristo, que nace en el corazón, continúa hablándonos a través de los pobres, de los jóvenes más necesitados y abandonados. Esta es la realidad que habla de Dios y que nos indica hoy la misión. Se necesita, por tanto, una comunidad de creyentes que viva la escucha, una comunidad que camine unida escuchando y respondiendo al grito de los pobres: una Iglesia sinodal. En esta experiencia, la escucha no es simple análisis sociológico, sino misión apostólica y vocación divina.
Cuán urgente es que todos seamos conscientes de que solo si existe la escucha de Dios, verdadera y sincera, puede seguir la escucha de los hermanos y de las hermanas, puede seguir una respuesta educativo-pastoral llena de compasión, esperanza y futuro
Desafíos a la escucha
Primacía de la Palabra sobre las palabras
Toda la Escritura está atravesada por el mandamiento de la escucha porque, gracias a la escucha, nosotros entramos en la vida de Dios y, sobre todo, permitimos a Dios entrar en nuestra vida, lo cual es para nosotros la única manera de vivir realmente. La escucha, por tanto, es la modalidad más adecuada de nuestra relación con Dios y se traduce en la oración, que es su forma natural de expresión, y solo en ella se realiza nuestro auténtico yo, la verdad de nosotros mismos y de nuestra vocación más profunda.
Escucharemos el grito de los jóvenes y escucharemos el plan que Dios tiene para nosotros solo si entramos en la verdadera dinámica de la escucha, que no es, sobre todo, investigación y estudio, sino disponibilidad y apertura. Escuchar, por lo tanto, significa discernimiento, vigilancia, disponibilidad y acción.
Escuchar es siempre el inicio de un camino que, como para María, madura en una apertura total del corazón, y precisamente por eso no oculta la inquietud ni las preguntas que suscita en ella. Sin embargo, esta inquietud no impide su disponibilidad a Dios, que la ha elegido, acogiendo libremente su proyecto. El papa Francisco presenta el verdadero significado de esta llamada cuando dice: «nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. [...] Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás (Evangelii gaudium, 264).
Necesitamos aprender a interiorizar, a perder el tiempo para escuchar y no intentar actuar de inmediato. A veces se sobrevalora la acción. El primer paso en el hacer es el silencio y la escucha. Solo así la semilla da fruto. De lo contrario, cada acción solo deja frustración y vacío interior. Necesitamos dedicar tiempo a la escucha, perseverar en ella, luchando contra las tentaciones de la prisa, de la inmediatez, donde la Palabra es sofocada.
Frecuencia asidua, sistemática y «sistémica».
Nunca faltarán las dificultades materiales y ambientales: ruido, falta de silencio, lugar poco propicio para la contemplación. Además, existe el peligro de entrar en un círculo vicioso que favorece gradualmente la sobrevaloración del hacer, lo que da lugar a la sensación de que el tiempo de silencio y de la escucha es una pérdida de tiempo.
En esta situación, falta esa verdad que nos dice que la misión no es solo poner en práctica las acciones, sino ante todo cuidar una identidad espiritual dinámica que responda a la vocación que hemos recibido. En ausencia de tal convicción, se apoderan de nosotros las diversas preocupaciones, las distracciones y, finalmente, el cansancio y el desencanto. Necesitamos comprender bien las raíces y las razones del cansancio que muchos de nosotros experimentamos tras un cierto período de activismo frenético. Necesitamos revisar con sinceridad las decisiones que han subestimado o incluso descartado el espacio del silencio y de la oración.
2. DISPONIBILIDAD Y APERTURA DEL CORAZÓN
La escucha, por tanto, mueve el corazón. Como las ondas sonoras, se expande y abre horizontes inéditos. Quiere un espacio de resonancia que, antes de convertirse inmediatamente en acción, sea un vaciamiento del corazón y disponibilidad a la obediencia, como un pañuelo en las manos de Dios, una imagen recurrente en la vida espiritual.
Ante todo, por tanto, la disponibilidad es dejar a Dios la iniciativa de tener un espacio para poseer dentro de nuestro corazón. La disponibilidad es vaciamiento, es pasividad, es un camino de kénosis de la persona, que debe imitar a su Señor precisamente en el dejar toda la iniciativa al Padre.
La caridad se asemeja así a Jesús, no porque se trata de una acción específica, sino porque es pura imitación de la misma disponibilidad de Cristo, quien no consideró nada de su persona como un tesoro celoso. Cristo se despojó completamente de sí mismo para poder actuar como Resucitado.
Así, María debe aprender a dejar de lado sus propios deseos y sus propios sueños, e ir donde Isabel con plena disponibilidad, es decir, con un corazón vacío de sí misma. Llena de Cristo, María fluye así en la caridad del Magníficat. Debe ayudar a Isabel no solo por iniciativa propia, ni por deber de parentesco o por simple bondad, sino porque se olvida de sí misma y permite que sus acciones sean dictadas por alguien distinto a ella, por ese Jesús que ya lleva dentro.
Ante el anuncio del ángel, María no está para negociar o pedir confirmaciones, ni pregunta de qué tipo será su tarea y cuál será su espacio. María no está preocupada por su «hacer». Ella da la totalidad de su corazón y de su persona, sin poner condiciones. Se somete en un acto de fe y humildad, ofreciendo su disponibilidad al proyecto de salvación. María abre su «vientre» en total confianza acogiendo al Verbo, convirtiéndose así en un instrumento divino para los acontecimientos futuros de la historia de la salvación.
Con su consentimiento, María aceptó la dignidad y el honor de la divina Maternidad, pero también el sufrimiento y los sacrificios que conlleva. Aceptó que su identidad estuviese en manos del Hijo, incondicionalmente. Como sierva, se puso en una actitud de total disponibilidad hacia su Señor, anteponiéndolo a cualquier reivindicación o derecho para sí. María ha comprendido la grandeza de Dios y nuestra «nada» humana. Por su humildad, con razón se sorprendió al escuchar las alabanzas del ángel: «Dios te salve, llena de gracia», y con la misma humildad acogerá lo que la vida le ponga por delante, hasta los dramáticos acontecimientos de la cruz. Así, la espada que atravesará su alma no es otra cosa que la culminación de su kénosis, del camino de expropiación de sí misma a imitación de su Hijo. No es simplemente el sufrimiento de una madre que ve morir a su Hijo, sino el sufrimiento de la Virgen que encuentra la definición de sí misma en ser enteramente Madre de Cristo Crucificado y nada más.
Primero hacia el Otro, luego hacia el otro.
Solo este camino de total apertura a Dios conduce a la verdadera caridad hacia el otro. Aunque se suele decir que amar al otro es como amar a Cristo, y aunque el Evangelio lo afirma de forma decisiva y categórica, este paso de identificación de los pobres con Cristo no es nada fácil.
Los grandes santos de la caridad son conscientes de que la caridad no es simplemente amor a la humanidad, sino compartir la misma vida de Dios, o más aún, la inhabitación de Dios en nuestra vida. La vida de santa Teresa de Calcuta es un ejemplo de ello: la más famosa santa contemporánea de la caridad hacia los pobres sustentaba su firme dedicación a los demás gracias a la oración incesante, hecha de larga adoración diaria y constante unión con Dios
El amor de Don Bosco por los chicos no tiene otra causa que su estar «consagrado» a sus jóvenes. El sueño de los nueve años es todo un camino de recentración de la caridad de Juanito, no solo de los golpes a la mansedumbre, sino, sobre todo, de hacer caridad a sus compañeros en forma de protagonismo personal, a hacerlo en forma de disponibilidad a la caridad de Cristo, aprendida precisamente de la Maestra que él le da.
Contemplar, no solo analizar
Es la consagración la que establece el apostolado, porque es nuestra identidad como consagrados la que permite que la caridad de Cristo nos atrape y nos haga «ser en la Iglesia signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes, especialmente a los más pobres» (Const. 2).
Por lo tanto, nuestros proyectos no son tanto fruto de la estrategia, de la observación de la realidad, de generosos impulsos por el bien de los demás, sino, sobre todo, fruto de la contemplación, es decir, de asumir el mismo punto de vista que Dios, sobre nosotros mismos, sobre los otros y sobre el mundo.
La contemplación proviene de una verdadera oración personal y comunitaria, de un discernimiento maduro de la voluntad de Dios para comprender lo que él nos llama a ser y a hacer por el bien de los demás.
Así la acción pastoral por el bien del otro, como es la misma visita de María a Isabel, brota de una oración íntima, un «cor ad cor loquitur» —el corazón que habla al corazón (san Francisco de Sales)—. La acción, entonces, es la continuación de la relación que se funda y brota de la fe y del amor. Es un respirar el Espíritu Santo, es salida de sí mismos para acceder a una relación trinitaria en la que Dios mismo habla a nuestro corazón e inspira nuestras acciones hacia los demás.
En su raíz más profunda, por tanto, todo proyecto pastoral, toda acción de caridad que queramos poner en marcha, sería una acción superficial si no fuera fruto de una vocación, de una llamada del Padre, que provoca en el Hijo un vaciamiento de sí y que da así espacio a la acción del Espíritu dentro de nosotros y a través de nosotros. Es fundamental favorecer ese verdadero movimiento que mueve nuestras propuestas y procesos, un movimiento que comienza por nuestro amor a Dios como respuesta al «amor que Dios ha derramado en nuestros corazones» (Rom 5,5).
Contemplación y conocimiento de Dios, meditación y proyecto pastoral significan, por tanto, buscar el rostro de Dios y buscarlo en el hermano, en quien encontramos, en quien nos pide ayuda, en quien grita con su ser necesitado. Contemplación, entonces, es asumir la mirada de Dios, ver como Dios ve, y tener así los mismos sentimientos de Jesús, único que ve y conoce al Padre, y cumple siempre su voluntad. ¿Acaso puede el discípulo ser más que el Maestro, vivir otras formas de hacer crecer el Reino?
¡Qué frecuente y doloroso es ver el peligro de un compromiso pastoral que no esté arraigado en una vida de oración, de acogida en nosotros del Espíritu de Jesús! Sabemos bien que cuando esto sucede, es decir, cuando no escuchamos a Dios, terminamos en un laberinto de activismo sin parar.
Superar las fronteras
Esta apertura supera fronteras: las geográficas, las culturales, las psicológicas, las religiosas. La verdadera disponibilidad es siempre un «éxodo», un salir de uno mismo, de los propios esquemas, del propio lenguaje espiritual. No teme lo diferente, sino que lo busca, lo acoge, porque reconoce en el otro a un hermano, a una hermana.
María debe salir de casa para hacer realidad el anuncio en el que ha creído y al que se ha entregado. Casi se podría decir que no solo el anuncio recibido provoca en ella la necesidad de ir a Isabel, sino que, en cierto sentido, si no hubiera ido a su prima, el anuncio no habría sido verdadero hasta el fondo porque la gracia recibida no hubiera sido fecunda completamente.
La caridad nos hace ir más allá de nosotros mismos y, por lo tanto, rompe barreras y distancias. La caridad que nos mueve no se «adapta» a la cultura que tenemos, sino que la purifica y crea una nueva. Si bien es cierto que ningún carisma, ninguna fuerza de la fe, puede existir si no está encarnada en una cultura, también es cierto que ninguna cultura puede limitar el poder de la llamada de Dios y de su caridad. De hecho, es la fe misma la que purifica nuestra visión del mundo, nuestras categorías, nuestras visiones, y crea otras nuevas.
Por eso, una Congregación como la nuestra encuentra su unidad en el carisma y ve en la diversidad, dentro y fuera de sí, la oportunidad de una mayor unidad porque es la diversidad y la unidad de Dios lo que la hace así.
Cada mirada que damos al mundo es limitada y limitante. Cada uno de nosotros tiene un límite más allá del cual desea no ir o detrás del cual solo vislumbra negatividad, hostilidad, peligros, incertidumbres, inutilidad, amenazas. Solo la llamada de Dios a una total disponibilidad, solo la contemplación del mundo con los ojos del Espíritu hace que incluso lo desconocido sea «nuestra casa».
Cada «más allá» donde a veces nos parece que no podemos ir, no es otra cosa que una casa en la que todavía no hemos estado, y cada desconocido que aparece en el horizonte no es más que un hermano al que todavía no hemos llegado. No hay lugar o persona en el universo donde Dios no esté presente, que no sea sostenido por Dios y que no nos llame a compartir la misma caridad de Dios como única familia y única Iglesia.
Esto es cierto en el espacio, en las relaciones fraternas y en el tiempo: no hay futuro que no esté en manos de Dios, y todo apego al pasado es una traición a la disponibilidad que hemos prometido dar a Dios.
Así que no puedo quedarme quieto, sino que debo ir hasta la temeridad (una palabra que los salesianos conocemos bien porque era el estilo de nuestro Fundador, y también de varios hermanos que fueron pioneros y profetas), y hacer lo que Dios me está pidiendo. El corazón no puede detenerse si ha comprendido que Dios lo llama y que María tiene preparada esa gracia para nosotros que quizás nos abra horizontes nuevos, como lo fue la Patagonia en sus inicios. Son horizontes que no podemos ignorar.
Las fronteras se derrumban y se puede partir para ir hasta el otro lado del mundo porque el empuje que viene de dentro no tiene límites y no tiene medias medidas. No basta ir solo hasta donde las fuerzas, calculadas con el metro de aquí abajo, nos prometen llegar, sino proyectando lo que es incomprensible con el metro del hombre, ir hasta donde el impulso de Dios lo requiera.
Por eso, un hijo de campesinos del siglo XIX como Don Bosco tiene un globo terráqueo en su escritorio y mide en él la amplitud de sus proyectos: porque debe ir hasta donde la caridad de Dios lo impulse, debe ir a «morir», a dar su vida por todos aquellos a quienes Cristo la dio primero.
Como respuesta desde lo profundo
María no puede, entonces, quedarse en casa. Hay una especie de fuerza interior que impulsa a la acción, que nace, precisamente, de la contemplación y la disponibilidad: por eso María no duda, no pone obstáculos: es desde lo más profundo de sí misma, desde donde su conciencia encuentra la llamada de Dios, que siente que todo la impulsa hacia el camino. Como fue para Don Bosco (quien no pudo quedarse en casa tras haber conquistado una con tanto esfuerzo), también para nosotros y en nosotros la gracia recibida se pone en marcha precisamente en la forma de un don divino, ciertamente gratuito, pero no por ello menos obligante.
La gracia de Dios, la llamada vocacional, la petición de plena disponibilidad, la hace Dios para vincularnos a sí mismo. No con ese vínculo que impide la libertad del ser, sino con aquel que garantiza el buen funcionamiento de la libertad. Nos pide la disponibilidad de ser el uno para el otro, siendo hechos por el don, es decir, por una gratuidad que nos une a sí mismo liberándonos y abriendo el espacio para la fe que solo puede llenar el corazón vaciado de quien obedece a Dios.
Desafíos a la disponibilidad y a la apertura
Una visión reducida de la realidad
En una circular de 1885 Don Bosco escribió que el salesiano debe obedecer no porque se le ordene, sino por una razón superior, la mayor gloria de Dios. Este es el espíritu que está en la base de nuestra obediencia, disponibilidad, apertura del corazón. No es una cuestión burocrática, hecha de reglas y prescripciones, y no se resuelve en la aplicación precisa de ellas. Por eso es aún más exigente. Pide una verdadera adhesión del corazón al corazón del superior y, a través de él y de la Congregación, al corazón mismo de Dios.
Así, el clima familiar, lejos de ser un simple afecto externo, es un vínculo que une el corazón y la voluntad, en la total disponibilidad de uno mismo, es decir, en la renuncia a ser los depositarios de sí mismos para dejarse disponer en verdad y libertad por aquel que ha tomado posesión de nuestra vida, porque hemos creído en él.
Sin embargo, la disponibilidad se ve hoy desafiada en varios frentes. El «yo» no disponible se esfuerza por imponer su propia visión del mundo, de sí mismo y de la vida, y lo hace desde su estrecho punto de vista, creyendo que este es el lugar desde el que se ve o en el que se revela toda la verdad. Pero la verdad completa, nos recuerda el Evangelio, no se puede ver si no se está lleno del Espíritu Santo, y no se puede estar lleno del Espíritu si no se está vacío de sí mismo.
Y así, el indisponible tiene una visión estrecha de la realidad, piensa conocer él mismo la verdad de las cosas y proyecta su propia vida y su acción pastoral limitándola a su perspectiva parcial. No llega a intuir que hay mucho más fuera de su horizonte, que reduce todo a lo visto, a lo medido, a lo programable: dentro de los límites de su experiencia personal.
Cuando uno deja de creer que hay un «más allá», y deja de dejarse llevar fuera de sí por la caridad que nos mueve, pierde la tensión de la espera del Hijo, y nuestra obra misionera se convierte en solo un objeto a gestionar.
No vamos a la Patagonia si no dejamos que Dios nos abra o nos destape los ojos. Pero el hecho de no ir, y no querer ver, desnaturaliza lo que somos e impide al sarmiento dar fruto porque está desligado de la vid que lo alimenta y le da la fuerza para crecer más de lo que él puede imaginar. Y este es un proyecto absolutamente fuera de su alcance por sus propias fuerzas.
El proyecto del sexenio —así como los PEPS de nuestras casas e inspectorías— no es entonces un documento burocrático descriptivo de lo que podríamos hacer según nuestras ideas, sino un instrumento para compartir y un discernimiento comunitario para ver más allá y obedecer la voluntad de Dios.
Autorreferencialidad e individualismo
Nos enfrentamos a desafíos que, si no los afrontamos, corren el riesgo de consolidar una visión distorsionada de la realidad. A menudo nos engañamos creyendo que, en nuestra vida espiritual y en la misión que se nos ha confiado, debemos mirarnos primero a nosotros mismos y, solo en segundo lugar, a los demás, como si fueran solo clientes a quienes les damos lo que es nuestro. Si nos acostumbramos a medirnos solo por lo que hacemos, pensamos o logramos, terminamos fijando o bajando la mirada en nosotros mismos, engañándonos así, creyendo que nos conocemos mejor y que nos vemos mejor. En cambio, estamos llamados a alzar la mirada y mirar al otro.
María no se detiene a reflexionar, no se da tiempo para comprender qué ha sucedido, en qué se ha convertido, cuáles son las consecuencias. María se pone en marcha con prontitud y centra toda su vida en la necesidad de Isabel.
Si defendemos nuestra imagen y priorizamos nuestras creencias con la tenacidad de un luchador, terminamos luchando por nada, por no llevar a casa ningún fruto. Basamos nuestras certezas en la creencia de que hacemos lo que «queremos», mientras que es mucho más seguro, para nosotros mismos, intentar hacer lo que desea el Otro.
La «misión» no es un bien privado que compartimos entre nosotros; la misión es, por definición, comunitaria porque es trinitaria, es decir, pertenece a Dios, no a nuestras ideas y proyectos. No estamos juntos porque sea más fácil o más conveniente, sino porque solo puedo ser yo mismo entregándome al otro de forma radical, vaciándome por la comunidad, siendo comunión y, por lo tanto, haciendo comunión con todos.
La verdadera disponibilidad es la consagración, la expropiación de sí mismo que tiene su raíz en la valentía de cuestionarse, de renunciar a uno mismo, incluso cuando esto parezca una pérdida. Es la dinámica de la kénosis que da fruto, del partir a toda prisa hacia la montaña aunque quizás yo fuese el primero que necesitaría la ayuda de alguien para entender quién soy y qué será de mí.
Lectura e interpretación horizontal de la misión
No podemos permitirnos convertir nuestra misión en la mera tarea educativa y promocional de una ONG o de una organización sin ánimo de lucro. La misión que se nos ofrece como vocación es la continuación de la misma misión del Salvador, enviado por el Padre, y tiene el Paraíso como horizonte, como Don Bosco recordaba a menudo a sus hijos y representaba icónicamente en el cuadro de la Auxiliadora en la Basílica de Valdocco.
Nuestra tarea educativa no puede limitarse a un servicio social ni a un proyecto meramente humano, por meritorio, precioso y esencial que sea. Somos educadores y evangelizadores, siempre, si no siempre en la acción, lo somos en la intención, en lo que nos anima y nos sostiene. La fuente única e indispensable de toda nuestra labor educativa y evangelizadora proviene del encuentro personal con Cristo. Por ello, desde el primer momento, todo proceso educativo debe inspirarse en el Evangelio y la evangelización debe adaptarse a la condición evolutiva del joven. Con una formulación que nos distingue y que no es un juego de palabras, educamos evangelizando y evangelizamos educando: comprender y vivir esto es garantía de que trabajamos en la Iglesia.
Somos conscientes de que estamos llamados a educar y evangelizar mentalidades, lenguas, costumbres e instituciones, y esto solo es posible si estamos iluminados por el Evangelio, llamados por la gracia, impulsados por el Espíritu. Solo con una identidad evangélica y carismáticamente clara podemos encontrarnos con los jóvenes, con todos los jóvenes, «tal como se encuentra el desarrollo de su libertad» (Const. 38). María no acude a Isabel solo porque crea humanamente que su anciana prima necesita su ayuda, dada su particular situación, sino que todo esto es real en ella y se concreta en una visión de caridad, es decir, de entrega al otro que tiene a Cristo como ejemplo, al Espíritu como visión y al Padre como destino final. La visitación no es un gesto de bondad, sino una decisión que anticipa la forma de ser del Hijo que, en el vientre materno, ya actúa para conformar a la Madre a sí mismo.
Incluso en el sueño de los nueve años: de Jesús proviene la misión y de María, la forma. La ciencia y la obediencia que Juanito debe poner en práctica no se refieren a las necesidades de la humanidad, sino a una respuesta obediente a la voluntad misma de Dios, es decir, a su misión salvadora ante la humanidad.
Condicionamiento por los resultados
Finalmente, existe una tentación muy sutil pero siempre presente: la de una disponibilidad condicionada por los resultados. Nos abrimos mientras haya respuestas, frutos, reconocimientos. Pero la disponibilidad del corazón no puede ser para el rendimiento. Si la raíz de la disponibilidad es una kénosis del discípulo, debemos recordar siempre que la medida de la misión y de su éxito es la de la cruz y no la del triunfo mundano.
La disponibilidad es una gracia que hay que guardar, ejercer, invocar. Es una forma de amor que ha comprendido que hay que morir para salvar la propia vida y la de los demás. El Evangelio no puede ser considerado como algo supererogatorio, como un maquillaje espiritual o un hermoso adorno, del que en el fondo se podría prescindir. Por otro lado, el éxito no puede leerse sino en el filtro del misterio pascual. El pan siempre debe partirse antes de que se convierta en alimento para el camino del mundo.
Por lo tanto, nuestra misión no puede basarse solo en estadísticas, números, cantidades de todo tipo. El salesiano está llamado a dar su vida, y esto no es solo una figura retórica. La disponibilidad nos despoja incluso de nosotros mismos, y la muerte solo puede ser vencida participando en la muerte misma de Cristo. Una vez más, una espada debe herir el corazón de la Virgen Madre, porque su identidad y su misión no pueden ser diferentes a las del Hijo que lleva en su seno.
La cercanía de Don Bosco a Dios y el intenso amor al prójimo que de ella se deriva no pueden explicarse sin un profundo componente ascético de sacrificio, de desapego, de olvido de sí mismo y de paciencia.
Mucho más allá de los triunfalismos fáciles que a menudo deforman su figura, el santo muestra su verdadero rostro como un auténtico discípulo del Crucificado, doblegado bajo el peso de cruces inauditas que desgarran el corazón. La vida de Don Bosco, dice don Ceria, «estuvo sembrada de espinas afiladas»: incomprensiones, conflictos, persecuciones, incluso ataques, penurias económicas; y además, dolencias físicas tan graves que su médico afirmó que «después de aproximadamente 1880, su organismo estaba prácticamente reducido a un gabinete patológico ambulante». Y, sin embargo, «nunca perdía la serenidad; de hecho, parecía que precisamente en los momentos de tribulación adquiriese mayor ánimo, pues se le veía más alegre y jovial que de costumbre». Tampoco pidió ser liberado de sus dolencias. La razón de un comportamiento tan desconcertante, explica don Ceria, es relativamente simple: «Los sufrimientos físicos aceptados con tan perfecta conformidad con la voluntad de Dios son actos de gran amor divino y penitencias voluntarias», y «las almas que se sienten fuertemente atraídas hacia Dios se entregan a la mortificación casi por un irresistible instinto de amor» (Ceria, E., Don Bosco con Dios, Capítulos I, VIII y XX).
Lo confirman los frutos de tanto trabajo, lo confirman los santos y mártires de nuestra Familia, y lo confirman los numerosos hermanos que han vivido una verdadera y propia existencia sacrificada por el bien de la juventud.
3. GENEROSIDAD Y AUTODONACIÓN
La generosidad no es solo un acto ocasional ni una respuesta impulsiva a una situación de necesidad, fruto de la espontaneidad de un alma bella. Es, más bien, una profunda disposición interior, arraigada en la identidad personal. No nace de un cálculo ni de un deber moral externo, sino que surge de la comprensión del propio lugar en el mundo: el de ser un don y una presencia significativa para el otro.
Esto significa que la generosidad, como don de uno mismo al otro, toto corde, tiene su raíz en asumir la misma forma de Cristo, la misma forma de Dios. La disponibilidad, que ha hecho nuestro corazón capaz de albergar la forma de Cristo, se convierte ahora en acción y responsabilidad.
La gracia recibida de la experiencia de la kénosis se convierte así en una capacidad personal de donación, una respuesta diaria y una forma de vida. Esto es lo que sucede en Pentecostés: la comunidad de discípulos, abandonando su humanidad pecadora ligada a la Ley, se renueva por el don del Espíritu del Resucitado. Esta comunidad —que permanece la misma en las personas que la componen— ahora se transforma, cambia de vida y se convierte en anunciadora de algo que la trasciende: de la Palabra de salvación que es raíz de toda generosidad y de todo don.
Ser generosos, la fuerza para hacer cada día el propio servicio cotidiano, no se limita a un acto de voluntad o de bondad, sino que proviene directamente de la unión con Dios que la consagración ha permitido. El amor de Don Bosco por los jóvenes no solo proviene de su espontánea delicadeza de alma, sino que desciende directamente de su condición de sacerdote: un sacerdote es siempre sacerdote y debe manifestarse como tal en cada palabra suya. Ahora bien, ser sacerdote significa tener, por obligación (o más bien por vocación), siempre presente el gran interés de las almas; el gran interés de Dios.
Dimensión y expresión, no objetivo
Quien vive en la lógica de la autodonación no actúa para recibir a cambio reconocimientos o gratitud, sino para responder a una vocación que lo llama a la responsabilidad. La generosidad no es una tarea y un resultado a alcanzar, es dimensión fundamental de nuestra identidad, el modo en que esta identidad se expresa y se caracteriza.
A menudo silenciosa, cotidiana, oculta y, precisamente por eso, aún más fecunda, la generosidad es nuestro nombre propio en el sentido de que es parte de la definición de nuestra identidad, como individuos y como comunidad. Como es la misión la que define nuestra identidad y nuestro lugar en la Iglesia y en el mundo, la generosidad no viene después, no se añade desde fuera a la vida cotidiana, no es «cosa a hacer». La misión es nuestra aptitud en acción, y es radicalmente generosidad, entrega de sí mismo, don de la propia vida por la salvación del mundo y, especialmente, de los jóvenes.
El artículo 21 de nuestras Constituciones comenta este «corazón generoso» de Don Bosco de forma muy vívida: «El Señor nos ha dado a Don Bosco como padre y maestro. Lo estudiamos e imitamos, admirando en él una espléndida armonía de naturaleza y gracia… (este) proyecto de vida fuertemente unitario… lo realizó con firmeza y constancia, entre obstáculos y fatigas, con la sensibilidad de un corazón generoso».
Respuesta a una llamada
Nuestra vocación está marcada por un don especial de Dios: la predilección por los jóvenes: «Me basta que seáis jóvenes para que os ame con toda mi alma». Este amor, expresión de caridad pastoral, da sentido a toda nuestra vida (Const. 14).
Esta vocación no se superpone a nuestra identidad en un momento posterior, no interviene después como algo que se añade a nuestra vida. Nuestra vocación es nuestra vida, es nuestra identidad. Estamos radicalmente llamados a ser nosotros mismos en total obediencia y disponibilidad. Viviendo ya al principio de la respuesta nuestra generosidad, respondemos en plena libertad y con pleno protagonismo.
Todo llamado por Jesús tiene posibilidad de hacerse fecundo a través de su servicio en el Reino, solo si todas las cosas contingentes que hace y ofrece brotan de una disponibilidad ilimitada. María en su total e inmediata disponibilidad al ángel y a los hermanos (la prima Isabel) nos enseña que el único acto con el cual una persona puede corresponder a Dios es el de la disponibilidad ilimitada. Este gesto es la unidad de fe, esperanza y amor. Es el sí que Dios exige del creyente porque es el sí que Dios ha pronunciado hacia nosotros. Solo en este sentido de absoluta generosidad, Dios pone la semilla de su Palabra y de su encargo misionero.
Por eso las exigencias de Jesús, cuando acoge a los discípulos que ha llamado, se refieren a la identidad misma de los apóstoles, hasta cambiar su nombre (de Simón a Pedro). Porque el discípulo se deja modificar por el maestro para identificarse con él. Y esta es la garantía para que este mismo nombre, esta nueva identidad de autodonación sea escrita en el Reino de los cielos.
Es necesario subrayarlo con fuerza, ya que a menudo hoy en día los «síes» limitados y condicionados por cláusulas personales paralizan las vocaciones. De lo que Dios puede servirse, según las intenciones de su reino, es solo un don total que no pone ninguna condición.
Libre y liberante
Sin embargo la generosidad profunda nunca es impuesta, siempre es vinculante en su llamada original. Gracias al carácter unificador y totalizador del proyecto de Dios para cada uno de nosotros, nuestra respuesta es similar a la experiencia que conocemos bien, el ser o convertirse en «un hermoso vestido para el Señor».
La generosidad en responder a la llamada y la obediencia, debida a ella, como consecuencia, se convierten en un signo claro del deseo de ser uno mismo.
Ser la sierva del Señor, para María, lejos de ser una limitación de sus deseos y objetivos de vida, es, en cambio, la puerta abierta al pleno cumplimiento de su libertad y de su identidad: precisamente, «del Señor».
María es la mujer plenamente realizada, en completa libertad y autodeterminación. Todo este movimiento es alimentado y guiado por el vínculo con Dios, con su Hijo, y con los hermanos y con las hermanas que encuentra a su lado (desde Isabel, hasta los esposos de Caná, hasta los propios discípulos, hasta nosotros).
Desafíos a la generosidad
Buscar frutos en lugar de arrojar «semillas»
El camino de la generosidad no está libre de obstáculos. Uno de los más insidiosos es la búsqueda de los frutos inmediatos: vivir con la pretensión de ver inmediatamente los resultados de sus propias acciones y procesos. Esto conduce al desánimo, a la decepción o incluso a formas sutiles de orgullo herido. La verdadera generosidad, en cambio, se mide en la capacidad de sembrar incluso sin ver la cosecha, de dejar que el tiempo y la gracia hagan el resto del trabajo.
En un mundo que premia a quien muestra resultados concretos, rápidos y visibles, es difícil aceptar la idea de que sembrar ya sea un gesto completo y suficiente. Sin embargo, es precisamente aquí donde se manifiesta la autenticidad y la belleza de quien se da: en la capacidad de «ceder» la voluntad de control, de tener confianza en la fuerza de la semilla lanzada, aunque oculta bajo la tierra durante mucho tiempo, en los inviernos silenciosos.
Tratar de afirmarse como personas de éxito
Otro obstáculo, para la generosidad, es el impulso constante de afirmarse como personas de éxito. El mensaje dominante hoy en día es claro: «Solo importa lo que te hace destacar, lo que te distingue, lo que te hace parecer mejor que los demás»: ¡el síntoma del like! En este contexto, el don gratuito de sí mismo corre el riesgo de ser percibido como debilidad, como una pérdida de tiempo o como una renuncia a su propio potencial.
Sin embargo, paradójicamente, es precisamente en el don de sí mismo que la persona se realiza plenamente. No se trata de negarse o de borrar la propia identidad, sino de ponerla en relación, de construirse no contra los demás sino junto a los demás. Una vida entregada no es una vida sacrificada, sino una vida multiplicada.
Eficiencia más que eficacia
Vivimos en una sociedad dominada por la lógica de la eficiencia: todo debe ser medible, optimizado, productivo. Incluso en los informes, a veces se corre el riesgo de evaluar su propio compromiso en función de los «resultados» obtenidos, como si las personas fueran proyectos que hay que llevar a cabo. Una mentalidad que descarta a aquellos que no se adaptan a las reglas preimpuestas, que no deja espacio para la gradualidad de los caminos que son diferentes de una persona a otra. En cambio, la verdadera eficacia humana no se mide con números o gráficos, sino con la capacidad de transformar interiormente, de tocar las vidas ajenas, de construir relaciones duraderas y auténticas.
En este desafío está nuestra capacidad de «estar» con los jóvenes, de «perder» tiempo en la escucha, de creer en el don de una compasión que reconoce las preguntas y acepta, humildemente, que no siempre tenemos respuestas. Una presencia capaz de entrever esos signos invisibles de crecimiento potencial dándoles el tiempo necesario.
Buscar resultados más que crear procesos
Creo que una reflexión del papa Francisco al inicio de su pontificado nos ayuda en este sentido: «Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios... Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad (Evangelii Gaudium 223).
Aquí tenemos el fundamento del proyecto que la CEP lleva adelante. Un proyecto que reconoce y promueve un camino a través de la diversidad de las propuestas pastorales. El objetivo no es un dato preconfeccionado que deba alcanzarse a toda costa. Es más bien la atención a favorecer aquellos procesos de crecimiento donde la comunidad es siempre protagonista, viviendo y verificando el propio proyecto.
Los que entran en el campo de la pastoral juvenil deben conocer el camino que hay que emprender, la situación de la cual se parte y la meta que hay que alcanzar. Deben adquirir familiaridad con todo el proceso educativo que concretamente se lleva a la práctica. Proyectar es una actitud de la mente y del corazón antes que una obra concreta; proyectar es un proceso más que un resultado; proyectar es un aspecto de la pastoral más que un acto eventual; proyectar es una forma de implicar y de unificar las fuerzas (La Pastoral Juvenil Salesiana. Cuadro de Referencia, p. 136, 20143).
CONCLUSIÓN
Concluyo con una reflexión del cardenal Carlo Maria Martini que resume el desafío que enfrentamos.
Al primado de la Palabra corresponde por tanto la fe. Si la Palabra no encuentra respuesta en la fe, resuena en el aire, no tiene eficacia. Cuando la Palabra es recibida en el hombre mediante la actitud de la fe, ejerce su eficacia. La eficacia que la Palabra ejerce, acogida en la fe del hombre, es la caridad. La semilla es la Palabra; la fe es el vientre, la tierra del hombre que acoge la semilla; la caridad es el fruto que nace de la semilla.
De esta sencillísima estructura del proceso salvífico, podemos sacar consecuencias muy importantes para nuestra vida pastoral. ¿Queremos crecer en la caridad? Separemos las raíces de la fe abriéndonos a la escucha de la Palabra. Sería vano pretender que en la comunidad haya más caridad si no hay crecimiento de fe, y es vano pretender más fe si no hay una escucha profunda de la Palabra. El proceso —Palabra, fe, caridad— constituye la realidad orgánica de toda la pastoral1.
Palabra, fe y caridad: un trinomio que en la lógica de la escucha, disponibilidad y generosidad nos impulsan a vivir nuestra llamada hoy para ser personas generadoras de esperanza para el bien de los jóvenes. Junto a tantos colaboradores y colaboradoras que con nosotros viven y comparten la misión salesiana, la centralidad de la Palabra testimonia la recuperación de lo que es esencial: para nosotros una persona, Jesucristo, hijo de Dios nacido de María virgen.
María es la mujer que ha vivido esta dinámica profunda y radical en su plenitud. Con humildad acoge la Palabra y con fe se levanta rápidamente para dar a los demás lo que ha recibido. Su «dirigirse con prontitud» comunica ese gesto de caridad que refleja un corazón libre y liberador. Esta es nuestra llamada que tratamos de vivir con la ayuda de «la que ha hecho todo»!
1 C.M. MARTINI, La scuola della Parola, Bompani – Milano, 2018, p. 470-471.