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Entrevista al Rector Mayor, Don
Fabio Attard
escrito por Editor BSOL | junio 28, 2025
Hemos entrevistado en exclusiva al Rector Mayor de los Salesianos, Don Fabio
Attard, repasando las etapas fundamentales de su vocación y su trayectoria
humana y espiritual. Su vocación nació en el oratorio y se consolidó a través de
un rico itinerario formativo que lo llevó de Irlanda a Túnez, de Malta a Roma. De
2008 a 2020 fue Consejero General para la Pastoral Juvenil, cargo que desempeñó
con una visión multicultural adquirida a través de experiencias en diferentes
contextos. Su mensaje central es la santidad como fundamento de la acción
educativa salesiana: «Me gustaría ver una Congregación más santa», afirma,
subrayando que la eficiencia profesional debe arraigarse en la identidad
consagrada.
¿Cuál es tu historia vocacional?
Nací en Gozo, Malta, el 23 de marzo de 1959, quinto de siete hijos. Cuando nací,
mi padre era farmacéutico en un hospital, mientras que mi madre había montado
una pequeña tienda de telas y confección, que con el tiempo creció hasta
convertirse en una pequeña cadena de cinco tiendas. Era una mujer muy
trabajadora, pero el negocio siempre fue familiar.
Fui a la escuela primaria y secundaria locales. Un aspecto muy bonito y particular
de mi infancia es que mi padre era catequista laico en el oratorio, que hasta 1965
había sido dirigido por los salesianos. De joven, él había frecuentado ese oratorio
y luego se había quedado allí como único catequista laico. Cuando yo empecé a
frecuentarlo, a los seis años, los salesianos acababan de abandonar la obra. Tomó
el relevo un joven sacerdote (que todavía vive) que continuó las actividades del
oratorio con el mismo espíritu salesiano, ya que él mismo había vivido allí como
seminarista.
Se seguía con el catecismo, la bendición eucarística diaria, el fútbol, el teatro, el
coro, las excursiones, las fiestas… todo lo que se vive normalmente en un
oratorio. Había muchos niños y jóvenes, y yo crecí en ese ambiente. En práctica,
mi vida transcurría entre la familia y el oratorio. También era monaguillo en mi
parroquia. Así, al terminar la escuela secundaria, me orienté hacia el sacerdocio,
porque desde niño tenía este deseo en el corazón.

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Hoy me doy cuenta de lo mucho que me influyó aquel joven sacerdote, al que
miraba con admiración: siempre estaba con nosotros en el patio, en las
actividades del oratorio. Sin embargo, en aquella época los salesianos ya no
estaban allí. Así que ingresé en el seminario, donde en aquel entonces se hacían
dos años de preparación como internos. Durante el tercer año, que correspondía
al primer año de filosofía, conocí a un amigo de la familia de unos 35 años, una
vocación adulta, que había ingresado como aspirante salesiano (hoy sigue vivo y
es coadjutor). Cuando dio ese paso, se encendió una llama dentro de mí. Y con la
ayuda de mi director espiritual, comencé un discernimiento vocacional.
Fue un camino importante, pero también exigente: tenía 19 años, pero ese guía
espiritual me ayudó a buscar la voluntad de Dios, y no simplemente la mía. Así, el
último año, el cuarto de filosofía, en lugar de seguirlo al seminario, lo viví como
aspirante salesiano, completando los dos años de filosofía requeridos.
En mi familia, el ambiente estaba muy marcado por la fe. Asistíamos todos los
días a misa, rezábamos el rosario en casa, estábamos muy unidos. Incluso hoy,
aunque nuestros padres están en el cielo, mantenemos esa misma unidad entre
hermanos y hermanas.
Otra experiencia familiar que me marcó profundamente, aunque solo me di
cuenta con el tiempo. Mi hermano, el segundo de la familia, murió a los 25 años
por insuficiencia renal. Hoy, con los avances de la medicina, seguiría vivo gracias
a la diálisis y los trasplantes, pero entonces no había tantas posibilidades. Estuve
a su lado durante los últimos tres años de su vida: compartíamos la misma
habitación y a menudo le ayudaba por la noche. Era un joven sereno, alegre, que
vivió su fragilidad con una alegría extraordinaria.
Tenía 16 años cuando murió. Han pasado cincuenta años, pero cuando pienso en
aquella época, en aquella experiencia cotidiana de cercanía, hecha de pequeños
gestos, reconozco lo mucho que marcó mi vida.
Nací en una familia donde había fe, sentido del trabajo y responsabilidad
compartida. Mis padres son para mí dos ejemplos extraordinarios: vivieron con
gran fe y serenidad la cruz, sin hacer pesar nunca nada a nadie, y al mismo
tiempo supieron transmitir la alegría de la vida familiar. Puedo decir que tuve una
infancia muy bonita. No éramos ricos ni pobres, pero siempre sobrios y discretos.
Nos enseñaron a trabajar, a administrar bien los recursos, a no malgastar, a vivir
con dignidad, con elegancia y, sobre todo, con atención a los pobres y a los
enfermos.

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¿Cómo reaccionó tu familia cuando tomaste la decisión de seguir la
vocación consagrada?
Había llegado el momento en que, junto con mi director espiritual, habíamos
aclarado que mi camino era el de los salesianos. También tenía que comunicárselo
a mis padres. Recuerdo que era una tarde tranquila, estábamos cenando juntos,
solo nosotros tres. En un momento dado, dije: «Quiero decirles algo: he
discernido y he decidido entrar en los salesianos».
Mi padre se puso muy contento. Me respondió enseguida: «Que el Señor te
bendiga». Mi madre, en cambio, se echó a llorar, como suelen hacer todas las
madres. Me preguntó: «¿Entonces te vas?». Pero mi padre intervino con dulzura y
firmeza: «Se vaya o no, este es su camino».
Me bendijeron y me animaron. Son momentos que quedan grabados para
siempre.
Recuerdo especialmente lo que ocurrió al final de la vida de mis padres. Mi padre
murió en 1997 y, seis meses después, a mi madre le diagnosticaron un tumor
incurable.
En aquella época, mis superiores me habían pedido que fuera profesor a la
Universidad Pontificia Salesiana (UPS), pero no sabía qué decisión tomar. Mi
madre no estaba bien, estaba a punto de morir. Hablando con mis hermanos, me
dijeron: «Haz lo que te piden tus superiores».
Estaba en casa y se lo comenté: «Mamá, mis superiores me piden que me vaya a
Roma».
Ella, con la lucidez de una verdadera madre, me respondió: «Escucha, hijo mío, si
dependiera de mí, te pediría que te quedaras aquí, porque no tengo a nadie más y
no querría ser una carga para tus hermanos. Pero…», y aquí dijo una frase que
llevo en mi corazón, «tú no eres mío, tú perteneces a Dios. Haz lo que te digan tus
superiores».
Esa frase, pronunciada un año antes de su muerte, es para mí un tesoro, una
herencia preciosa. Mi madre era una mujer inteligente, sabia, perspicaz: sabía
que la enfermedad la llevaría al final, pero en ese momento supo ser libre
interiormente. Libre para decir palabras que confirmaban una vez más el don que
ella misma había hecho a Dios: ofrecer un hijo a la vida consagrada.
La reacción de mi familia, desde el principio hasta el final, estuvo siempre
marcada por un profundo respeto y un gran apoyo. Y aún hoy, mis hermanos y
hermanas siguen manteniendo este espíritu.

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¿Cuál ha sido tu trayectoria formativa desde el noviciado hasta hoy?
Ha sido un camino muy rico y variado. Empecé el prenoviciado en Malta y luego
hice el noviciado en Dublín, Irlanda. Una experiencia realmente bonita.
Después del noviciado, mis compañeros se trasladaron a Maynooth para estudiar
filosofía en la universidad, pero yo ya la había completado anteriormente. Por eso,
los superiores me pidieron que me quedara un año más en el noviciado, donde
enseñé italiano y latín. Posteriormente, volví a Malta para realizar dos años de
prácticas, que fueron muy bonitos y enriquecedores.
Después me enviaron a Roma para estudiar teología en la Universidad Pontificia
Salesiana, donde pasé tres años extraordinarios. Esos años me abrieron mucho la
mente. Vivíamos en la residencia con cuarenta hermanos procedentes de veinte
países diferentes: Asia, Europa, América Latina… incluso el cuerpo docente era
internacional. Era mediados de los años 80, unos veinte años después del Concilio
Vaticano II, y todavía se respiraba mucho entusiasmo: había animados debates
teológicos, la teología de la liberación, el interés por el método y la praxis. Esos
estudios me enseñaron a leer la fe no solo como contenido intelectual, sino como
una opción de vida.
Después de esos tres años, continué con otros dos de especialización en teología
moral en la Academia Alfonsiana, con los padres redentoristas. Allí también
conocí a figuras importantes, como el famoso Bernhard Häring, con quien entablé
una amistad personal y al que visitaba regularmente cada mes para conversar con
él. Fueron cinco años en total, entre el bachillerato y la licenciatura, que me
formaron profundamente desde el punto de vista teológico.
Posteriormente, me ofrecí para las misiones y mis superiores me enviaron a
Túnez, junto con otro salesiano, para restablecer la presencia salesiana en el país.
Nos hicimos cargo de una escuela gestionada por una congregación femenina
que, al no tener más vocaciones, estaba a punto de cerrar. Era una escuela con
700 alumnos, por lo que tuvimos que aprender francés y también árabe. Para
prepararnos, pasamos unos meses en Lyon, Francia, y luego nos dedicamos al
estudio del árabe.
Me quedé allí tres años. Fue otra gran experiencia, porque nos encontramos
viviendo la fe y el carisma salesiano en un contexto en el que no se podía hablar
explícitamente de Jesús. Sin embargo, era posible construir itinerarios educativos
basados en valores humanos: respeto, disponibilidad, verdad. Nuestro testimonio
era silencioso pero elocuente. En ese entorno aprendí a conocer y amar el mundo

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musulmán. Todos —estudiantes, profesores y familias— eran musulmanes y nos
acogieron con gran calidez. Nos hicieron sentir parte de su familia. He vuelto
varias veces a Túnez y siempre he encontrado el mismo respeto y aprecio, más
allá de nuestra pertenencia religiosa.
Después de esa experiencia, regresé a Malta y trabajé durante cinco años en el
ámbito social. En concreto, en una casa salesiana que acoge a jóvenes que
necesitan un acompañamiento educativo más atento, incluso en régimen
residencial.
Tras estos ocho años en total de pastoral (entre Túnez y Malta), se me ofreció la
posibilidad de completar el doctorado. Decidí volver a Irlanda, porque el tema
estaba relacionado con la conciencia según el pensamiento del cardenal John
Henry Newman, hoy santo. Una vez terminado el doctorado, el Rector Mayor de
entonces, don Juan Edmundo Vecchi, de feliz memoria, me pidió que entrara
como profesor de teología moral en la Universidad Pontificia Salesiana.
Mirando todo mi camino, desde el aspirantado hasta el doctorado, puedo decir
que ha sido un conjunto de experiencias no solo de contenidos, sino también de
contextos culturales muy diferentes. Doy gracias al Señor y a la Congregación por
haberme ofrecido la posibilidad de vivir una formación tan variada y rica.
Entonces, sabes maltés porque es tu lengua materna, inglés porque es la
segunda lengua en Malta, latín porque lo has enseñado, italiano porque
has estudiado en Italia, francés y árabe porque has estado en Manouba,
en Túnez… ¿Cuántas lenguas sabes?
Cinco, seis idiomas, más o menos. Pero cuando me preguntan por los idiomas,
siempre digo que son coincidencias históricas.
En Malta crecemos con dos idiomas: el maltés y el inglés, y en la escuela se
estudia un tercer idioma. En mi época también se enseñaba italiano. Además, me
daban bien los idiomas, así que elegí también el latín. Más tarde, al ir a Túnez, fue
necesario aprender francés y también árabe.
En Roma, al vivir con muchos estudiantes de español, el oído se acostumbra, y
cuando fui elegido Consejero para la Pastoral Juvenil, profundicé un poco en el
español, que es un idioma muy bonito.
Todas las lenguas son hermosas. Por supuesto, aprenderlas requiere esfuerzo,
estudio y práctica. Hay quienes tienen más facilidad y quienes menos: es una

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cuestión de disposición personal. Pero no es un mérito ni una culpa. Es
simplemente un don, una predisposición natural.
Desde 2008 hasta 2020 has sido Consejero General de Pastoral Juvenil
durante dos mandatos. ¿Cómo te ha ayudado tu experiencia en esta
misión?
Cuando el Señor nos confía una misión, llevamos con nosotros todo el bagaje de
experiencias que hemos acumulado a lo largo del tiempo.
Al haber vivido en diferentes contextos culturales, no corría el riesgo de verlo
todo a través del filtro de una sola cultura. Soy europeo, vengo del Mediterráneo,
de un país que fue colonia inglesa, pero he tenido la gracia de vivir en
comunidades internacionales y multiculturales.
Los años de estudio en la UPS también me han ayudado mucho. Teníamos
profesores que no se limitaban a transmitir contenidos, sino que nos enseñaban a
sintetizar, a construir un método. Por ejemplo, si estudiábamos historia de la
Iglesia, comprendíamos lo esencial que era para entender la patrística. Si
abordábamos la teología bíblica, aprendíamos a relacionarla con la teología
sacramental, con la moral, con la historia de la espiritualidad. En definitiva, nos
enseñaban a pensar de forma orgánica.
Esta capacidad de síntesis, esta arquitectura del pensamiento, se convierte luego
en parte de tu formación personal. Cuando estudias teología, aprendes a
identificar puntos fijos y a conectarlos. Y lo mismo ocurre con una propuesta
pastoral, pedagógica o filosófica. Cuando te encuentras con personas de gran
profundidad, absorbes no solo lo que dicen, sino también cómo lo dicen, y eso
forma tu estilo.
Otro elemento importante es que, en el momento de mi elección, ya había vivido
experiencias en entornos misioneros, donde la religión católica era prácticamente
inexistente, y había trabajado con personas marginadas y vulnerables. También
había adquirido cierta experiencia en el mundo universitario y, paralelamente, me
había dedicado mucho al acompañamiento espiritual.
Además, entre 2005 y 2008, justo después de la experiencia en la UPS, la
Arquidiócesis de Malta me pidió que fundara un Instituto de Formación Pastoral,
a raíz de un Sínodo diocesano que había reconocido su necesidad. El arzobispo
me confió la tarea de ponerlo en marcha desde cero. Lo primero que hice fue

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formar un equipo con sacerdotes, religiosos y laicos, hombres y mujeres. Creamos
un nuevo método formativo, que todavía se utiliza hoy en día. El instituto sigue
funcionando muy bien y, en cierto modo, esa experiencia fue una preparación
muy valiosa para el trabajo que realicé posteriormente en la pastoral juvenil.
Desde el principio siempre he creído en el trabajo en equipo y en la colaboración
con los laicos. Mi primera experiencia como director fue precisamente en este
estilo: un equipo educativo estable, hoy diríamos una CEP (Comunidad Educativa
Pastoral), con reuniones sistemáticas, no ocasionales. Nos reuníamos cada
semana con los educadores y los profesionales. Y este enfoque, que con el tiempo
se ha convertido en un método, ha seguido siendo una referencia para mí.
A todo esto se suma la experiencia académica: seis años como profesor en la
Universidad Pontificia Salesiana, donde llegaban estudiantes de más de cien
países, y luego como examinador y director de tesis doctorales en la Academia
Alfonsiana.
Creo que todo ello me ha preparado para vivir esa responsabilidad con lucidez y
visión.
Así, cuando la Congregación, durante el Capítulo General de 2008, me pidió que
asumiera este cargo, ya llevaba conmigo una visión amplia y multicultural. Y esto
me ayudó, porque reunir la diversidad no me resultaba difícil: era parte de la
normalidad. Por supuesto, no se trataba simplemente de hacer una «macedonia»
de experiencias: había que encontrar los hilos conductores, dar coherencia y
unidad.
Lo que he podido vivir como Consejero General no ha sido un mérito personal.
Creo que cualquier salesiano, si hubiera tenido las mismas oportunidades y el
apoyo de la Congregación, podría haber vivido experiencias similares y haber
aportado su contribución con generosidad.
¿Hay alguna oración, una buena noche salesiana, una costumbre que
nunca falta?
La devoción a María. En casa crecimos con el rosario diario, rezado en familia. No
era una obligación, era algo natural: lo hacíamos antes de comer, porque siempre
comíamos juntos. Entonces era posible. Hoy quizá lo sea menos, pero entonces se
vivía así: la familia reunida, la oración compartida, la mesa común.
Al principio quizá no me daba cuenta de lo profunda que era esa devoción
mariana. Pero con el paso de los años, cuando se empieza a distinguir lo esencial

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de lo secundario, comprendí cuánto había acompañado esa presencia materna a
mi vida.
La devoción a María se expresa de diversas formas: el rosario diario, cuando es
posible; un momento de recogimiento ante una imagen o una estatua de la
Virgen; una oración sencilla, pero hecha con el corazón. Son gestos que
acompañan el camino de la fe.
Naturalmente hay algunos puntos fijos: la Eucaristía diaria y la meditación diaria.
Son pilares que no se discuten, se viven. No solo porque somos consagrados, sino
porque somos creyentes. Y la fe solo se vive alimentándola.
Cuando la alimentamos, crece en nosotros. Y solo si crece en nosotros, podemos
ayudar a que crezca también en los demás. Para nosotros, que somos educadores,
es evidente: si nuestra fe no se traduce en vida concreta, todo lo demás se
convierte en fachada.
Estas prácticas —la oración, la meditación, la devoción— no están reservadas a
los santos. Son expresión de honestidad. Si he tomado una decisión de fe, también
tengo la responsabilidad de cultivarla. De lo contrario, todo se reduce a algo
exterior, aparente. Y esto, con el tiempo, no se sostiene.
Si pudieras volver atrás, ¿tomarías las mismas decisiones?
Por supuesto que sí. En mi vida ha habido momentos muy difíciles, como le pasa a
todo el mundo. No quiero pasar por la «víctima de turno». Creo que toda persona,
para crecer, debe atravesar fases de oscuridad, momentos de desolación, de
soledad, de sentirse traicionada o acusada injustamente. Y yo he vivido esos
momentos. Pero he tenido la gracia de tener a mi lado a un director espiritual.
Cuando se viven ciertas dificultades acompañados por alguien, se intuye que todo
lo que Dios permite tiene un sentido, un propósito. Y cuando se sale de ese
«túnel», se descubre que se es una persona diferente, más madura. Es como si, a
través de esa prueba, nos transformáramos.
Si me hubiera quedado solo, habría corrido el riesgo de tomar decisiones
equivocadas, sin visión, cegado por la fatiga del momento. Cuando se está
enfadado, cuando se siente uno solo, no es momento de decidir. Es momento de
caminar, de pedir ayuda, de dejarse acompañar.
Vivir ciertos momentos con la ayuda de alguien es como ser una masa puesta en
el horno: el fuego la cuece, la madura. Por eso, a la pregunta de si cambiaría algo,
mi respuesta es: no. Porque incluso los momentos más difíciles, incluso aquellos
que no entendía, me han ayudado a convertirme en la persona que soy hoy.

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¿Me siento una persona perfecta? No. Pero siento que estoy en camino, cada día,
tratando de vivir ante la misericordia y la bondad de Dios.
Y hoy, mientras concedo esta entrevista, puedo decir con sinceridad que me
siento feliz. Quizás aún no he comprendido plenamente lo que significa ser Rector
Mayor —se necesita tiempo—, pero sé que es una misión, no un paseo. Conlleva
sus dificultades. Sin embargo, me siento amado y estimado por mis colaboradores
y por toda la Congregación.
Y todo lo que soy hoy, lo soy gracias a lo que he vivido, incluso en los momentos
más difíciles. No los cambiaría. Me han hecho ser quien soy.
¿Tienes algún proyecto que te importe especialmente?
Sí. Si cierro los ojos e imagino algo que realmente deseo, me gustaría ver una
Congregación más santa. Más santa. Más santa.
Me inspiró profundamente la primera carta de don Pascual Chávez de 2002,
titulada «Sed santos». Esa carta me tocó dentro, me dejó huella.
Los proyectos son muchos, y todos válidos, bien estructurados, con visiones
amplias y profundas. Pero ¿qué valor tienen si los llevan a cabo personas que no
son santas? Podemos hacer un trabajo excelente, podemos incluso ser apreciados
—y esto, en sí mismo, no es negativo—, pero no trabajamos para alcanzar el éxito.
Nuestro punto de partida es una identidad: somos personas consagradas.
Lo que proponemos solo tiene sentido si nace de ahí. Está claro que deseamos
que nuestros proyectos tengan éxito, pero aún más deseamos que aporten gracia,
que toquen a las personas en lo más profundo. No basta con ser eficientes.
Debemos ser eficaces, en el sentido más profundo: eficaces en el testimonio, en la
identidad, en la fe.
La eficiencia puede existir incluso sin ninguna referencia religiosa. Podemos ser
excelentes profesionales, pero eso no basta. Nuestra consagración no es un
detalle: es el fundamento. Si se vuelve marginal, si la dejamos de lado para dar
espacio a la eficiencia, entonces perdemos nuestra identidad.
Y la gente nos observa. En las escuelas salesianas se reconoce que los resultados
son buenos, y eso es bueno. Pero ¿nos reconocen también como hombres de Dios?
Esa es la pregunta.
Si solo nos ven como buenos profesionales, entonces solo somos eficientes. Pero
nuestra vida debe alimentarse de Él —el Camino, la Verdad y la Vida— y no de lo
que «yo pienso», «yo quiero» o «me parece».
Por eso, más que hablar de un proyecto personal, prefiero hablar de un deseo

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profundo: llegar a ser santos. Y hablar de ello de manera concreta, no idealizada.
Cuando Don Bosco hablaba a sus chicos de estudio, salud y santidad, no se refería
a una santidad hecha solo de oración en la capilla. Pensaba en una santidad vivida
en la relación con Dios y alimentada por la relación con Dios. La santidad
cristiana es el reflejo de esta relación viva y cotidiana.
¿Qué consejo le darías a un joven que se pregunta sobre su vocación?
Le diría que descubra, paso a paso, cuál es el proyecto de Dios para él.
El camino vocacional no es una pregunta que se hace uno mismo y luego se
espera una respuesta inmediata por parte de la Iglesia. Es una peregrinación.
Cuando un chico me dice: «No sé si hacerme salesiano o no», trato de alejarlo de
esa formulación. Porque no se trata simplemente de decidir: «Me hago
salesiano». La vocación no es una opción en relación con una «cosa».
También en mi propia experiencia, cuando le dije a mi director espiritual: «Quiero
ser salesiano, tengo que serlo», él, con mucha calma, me hizo reflexionar: «¿Es
realmente la voluntad de Dios? ¿O es solo un deseo tuyo?»
Y es justo que un joven busque lo que desea, es algo sano. Pero quien lo
acompaña tiene la tarea de educar esa búsqueda, de transformarla de entusiasmo
inicial en camino de maduración interior.
«¿Quieres hacer el bien? Bien. Entonces conócete a ti mismo, reconoce que eres
amado por Dios».
Solo a partir de esa relación profunda con Dios puede surgir la verdadera
pregunta: «¿Cuál es el proyecto de Dios para mí?».
Porque lo que hoy deseo, mañana puede que ya no me baste. Si la vocación se
reduce a lo que «me gusta», entonces será algo frágil. La vocación es, en cambio,
una voz interior que interpela, que pide entrar en diálogo con Dios y responder.
Cuando un joven llega a este punto, cuando es acompañado a descubrir ese
espacio interior donde habita Dios, entonces comienza realmente a caminar.
Por eso, quien acompaña debe ser muy atento, profundo, paciente. Nunca
superficial.
El Evangelio de Emaús es una imagen perfecta: Jesús se acerca a los dos
discípulos, los escucha aunque sabe que están hablando con confusión. Luego,
después de escucharlos, comienza a hablar. Y ellos, al final, lo invitan: «Quédate
con nosotros, porque se hace tarde».
Y lo reconocen en el gesto de partir el pan. Luego se dicen: «¿No ardía nuestro
corazón mientras él nos hablaba por el camino?».

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Hoy muchos jóvenes están en búsqueda. Nuestra tarea, como educadores, es no
ser precipitados. Sino ayudarles, con calma y gradualidad, a descubrir la
grandeza que ya hay en su corazón. Porque allí, en esa profundidad, encuentran a
Cristo. Como dice san Agustín: «Tú estabas dentro de mí, y yo fuera. Y allí te
buscaba».
¿Tienes algún mensaje que transmitir hoy a la Familia Salesiana?
Es el mismo mensaje que he compartido estos días, durante el encuentro de la
Consulta de la Familia Salesiana: La fe. Arraigarnos cada vez más en la
persona de Cristo.
De este arraigo nace un conocimiento auténtico de Don Bosco. Los primeros
salesianos, cuando quisieron escribir un libro sobre el verdadero Don Bosco, no lo
titularon «Don Bosco apóstol de los jóvenes», sino «Don Bosco con Dios», un texto
escrito por Don Eugenio Ceria en 1929.
Y esto nos hace reflexionar. Porque ellos, que lo habían visto en acción todos los
días, no eligieron destacar al Don Bosco incansable, organizador, educador. No,
quisieron contar al Don Bosco profundamente unido a Dios.
Quienes lo conocieron bien no se detuvieron en las apariencias, sino que fueron a
la raíz: Don Bosco era un hombre inmerso en Dios.
A la Familia Salesiana les digo: hemos recibido un tesoro. Un don inmenso. Pero
todo don conlleva una responsabilidad.
En mi discurso final dije: «No basta con amar a Don Bosco, hay que
conocerlo».
Y solo podemos conocerlo verdaderamente si somos personas de fe.
Debemos mirarlo con los ojos de la fe. Solo así podemos encontrar al creyente que
fue Don Bosco, en quien actuó con fuerza el Espíritu Santo: con dýnamis, con
cháris, con carisma, con gracia.
No podemos limitarnos a repetir algunas de sus máximas o a contar sus milagros.
Porque corremos el riesgo de quedarnos en las anécdotas de Don Bosco, en lugar
de quedarnos en la historia de Don Bosco, porque Don Bosco es más grande que
Don Bosco.
Esto significa estudio, reflexión, profundidad. Significa evitar toda superficialidad.
Y entonces podremos decir con verdad: «Esta es mi fe, este es mi carisma:
arraigados en Cristo, siguiendo los pasos de Don Bosco».