Biografias SDB Madrid. Tomo II 1896 a 1987


Biografias SDB Madrid. Tomo II 1896 a 1987



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EMILIO HERNÁNDEZ GARCÍA
EMILIO ALONSO BURGOS
LA FE QUE PROFESARON
APUNTES BIOGRÁFICOS SOBRE SALESIANOS FALLECIDOS
EN LA INSPECTORÍA DE SAN IUAN BOSCO - MADRID
1896-1987

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Impreso en España - Printed in Spain
Gráficas Don Bosco - Arganda (Madrid)
Depósito legal: M. 29.313-1989
Edición extra comercial

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PRESENTACIÓN
La celebración del Centenario de la muerte de Don Bosco ha
inspirado muchas iniciativas.
La mayor parte de ellas se han hecho realidades y han contri-
buido a ensalzar la figura de Don Bosco y a poner de manifiesto
el amor que se le ha tenido y que se le sigue teniendo.
Hoy, al final del centenario, podemos estar contentos de lo
realizado durante todo el año.
Algunas iniciativas han sufrido retrasos, pero siguen insertas
en el mismo marco del Centenario.
La Inspectoría Salesiana de Madrid programó, con ocasión
de este acontecimiento secular de la muerte de Don Bosco, el re-
cuerdo de los hermanos «que nos han precedido con el signo de
la fe y duermen ya el sueño de la paz» y que fueron artífices de la
realidad inspectorial que hoy gozamos.
Por ello hice ver a don Emilio Alonso y a don Emilio Her-
nández mi deseo de que la Inspectoría contara con un libro sobre
sus salesianos difuntos.
Otras inspectorías lo tienen o están a punto de publicarlo y la
nuestra, madre de otras dos que se han desprendido de ella —la
de León y la de Bilbao— con tantos hermanos beneméritos en su
historia, lo está echando de menos.
Ellos aceptaron la propuesta y tras alegar algunas razones de
incapacidad, hijas solamente de su modestia y muy alejadas del
sentir general, pusieron manos a la obra.
Como fruto inmediato, empezaron a aparecer en el boletín in-
formativo inspectorial «En Familia» apuntes sobre la vida y figu-
ra de nuestros salesianos fallecidos. Algunos estaban recientes en
el recuerdo; otros quedaban ya lejanos, borrosos o eran descono-
cidos para las generaciones jóvenes.

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El olvido de unos y la ignorancia de otros tenían visos de in-
justicia, que era obligado remediar.
Ambos Emilios, hombres con años y experiencia a sus espal-
das, con notable conocimiento y vivencia de nuestra Inspectoría y
con talante para encararse con el pasado próximo, han tratado de
llenar ese vacío y de remediar esa injusticia.
Han redactado un libro con un manojo de semblanzas de an-
tepasados. Están presentadas con objetividad y con respetuoso
cariño. Han procurado evitar el tono panegírico y la cicatería pe-
yorativa y acusadora. Lo uno hubiera sido una ingenuidad; lo
otro, una mezquindad. Nuestros hermanos salesianos predeceso-
res fueron como nosotros, hombres con defectos y virtudes, con
aciertos y fallos, con sombras y luces, aunque a la hora de hacer
memoria de ellos, era natural dejar más constancia de lo positivo
y edificante. Al fin y al cabo, tratándose de los demás, por cari-
dad y por buen sentido, todos hemos de ser un poco como los
relojes de sol y marcar únicamente Iqs horas de luz.
Hoy os entregamos la primera serie de estos trabajos. Otros
quedarán para una nueva oportunidad, cuando el tiempo y la
distancia les haya prestado el relieve conveniente.
Recibid el libro con el interés con el que os lo entregamos, por
cierto, también como uno de los primeros trabajos de otra de las
iniciativas inspectoriales del Centenario, las Gráficas Don Bosco.
Notaréis que acompaña al texto un índice alfabético y otro ín-
dice cronológico. Lo hacemos para facilitaros su manejo y tam-
bién, para que cuando llegue el caso y el día del aniversario de
alguno de los hermanos, lo podáis hacer tema de la lectura espiri-
tual del día. El recuerdo de su vida y de su paso entre nosotros
resultará edificante.
El título mismo no está tomado al azar y por capricho. Es la
versión del pensamiento de san Pablo: «Puesto que tenemos un
gran Pontífice que penetró en los cielos, mantengamos firmes la
fe que profesamos» (Hb 4-14).
Nuestros Reglamentos, en el artículo 54-2 dicen textualmente:
«Cada año, el día siguiente a la fiesta litúrgica de Don Bosco, to-
dos los sacerdotes celebrarán misa en sufragio de los hermanos

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difuntos.» Después del recuerdo del Padre, el recuerdo de los hi-
jos, también ahora.
Una de las ceremonias más memorables del Centenario fue la
misa celebrada por el Papa el día 2 de septiembre de 1988. El lu-
gar fue la plaza de María Auxiliadora. Delante de la Basílica se
levantaba el estrado para la celebración. Estaban presentes, ro-
deando al Papa, una decena de cardenales, 34 obispos, 9 Supe-
riores Mayores de Congregaciones religiosas, un centenar de
sacerdotes y una multitud incontable de fieles. Parecía el escena-
rio de una segunda canonización de Don Bosco, esta vez, una
canonización a domicilio. El Santo Padre, conmovido, con énfa-
sis de Papa y de artista, dijo: «¡Querido Santo. Qué necesario
nos es tu gran carisma...! Es verdad que hace cien años nos de-
jaste, pero te sentimos presente en nuestro hoy y en nuestro ma-
ñana...»
«El Papa, ha comentado el Rector Mayor, nos ha hecho
presentir el sabor del futuro y nos ha abierto nuevos horizontes
en el camino hacia el tercer milenio.»
En otro sentido, quisiera que este libro sobre los salesianos di-
funtos, que no enterrados, llevara a sus lectores, los que sean,
un poco, sabor de pasado entrañable y otro poco, empeño de fu-
turo y compromiso de fidelidad salesiana.
AURELIANO LAGUNA VEGAS,
Inspector
Madrid, 31 de enero de 1989

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ÍNDICE GENERAL
Página
Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
índice alfabético . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
índice cronológico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Fallecidos en enero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Fallecidos en febrero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Fallecidos en marzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Fallecidos en abril . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
Fallecidos en mayo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Fallecidos en junio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Fallecidos en julio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
Fallecidos en agosto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
Fallecidos en septiembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
Fallecidos en octubre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289
Fallecidos en noviembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339
Fallecidos en diciembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 375

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ÍNDICE ALFABÉTICO
Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Sacerdote AGUILAR GONZÁLEZ, José (14-IV-1978) . . . . 113
Coadjutor AIZPURU ARANGUREN, Ildefonso (ll-XII-1964) 396
Clérigo AMOR MARTIN, Pedro (20-VIII-1969) . . . . . . . 245
Sacerdote APARICIO GALLEGO, Severino (27-VII-1975) 207
Clérigo ARNANZ SANZ, Restituto (24-V-1970) . . . . . . . 159
Sacerdote A YUSO M ABEJÓN, Leandro (24-IV-1973) . . . . 117
Coadjutor BARCA GARCÍA, José (l-XII-1942) . . . . . . . . . 377
Clérigo BERZOSA NAVAZO, Carmelo (21-111-1071) . . . 96
Sacerdote BOSQUE (DEL) PIÑEIRO, Domingo (6-X-1977) . 302
Sacerdote CAAMAÑO BRAÑAS, Manuel (28-V-1976) . . . . 163
Sacerdote CALONGE PARRA, Feo. Javier (8-VIII-1969) . . 218
Sacerdote CASTAÑO GABRIEL, Juan (26-IX-1978) . . . . . . 280
Sacerdote CASTILLA ORTIZ, Antonio (17-X-1928) . . . . . . 321
Sacerdote CONDE BUSTILLO, Modesto (16-IX-1984) . . . . 270
Sacerdote CONDE Y CONDE, Luis (12-VIII-1976) . . . . . . 234
Clérigo CUEZVA GÓMEZ, Valentín (5-IIM914) . . . . . . 83
Sacerdote DIEZ FERNANDEZ, Felipe (22-11-1974) . . . . . . 76
Sacerdote DIOS (DE) ALVAREZ, Ángel (l-X-1953) . . . . . 291
Coadjutor ECHEVARRÍA DEVA, Francisco (25-VII-1965) . 202
Clérigo EPELDE ARAMENDI, Ignacio (2-II-1909) . . . . . 49
Sacerdote FERNANDEZ GÓMEZ, Narciso (18-XI-1953) . . . 349
Clérigo FERNANDEZ GUTIÉRREZ, Ricardo (17-11-1921) 73
Sacerdote FERNANDEZ POSTIGO, Julián Luis (8-VIII-1960) 222
Sacerdote FRANCOY PALACIN, Maximiliano (20-1-1974) . . 32
Coadjutor GALLO ROBREDO, Blas (27-111-1978) . . . . . . . 100
11

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Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Sacerdote GARCÍA AGUADO, Antonio (2-V-1959) . . . . . . 135
Coadjutor GARCÍA Y GARCÍA, Andrés (1-1-1967) . . . . . . 19
Sacerdote GARCÍA DE VINUESA, Antonio (6-VIII-1975) . 213
Coadjutor GIL CALVO, Guillermo (31-VIII-1935) . . . . . . . 249
Sacerdote GIL HERNÁNDEZ, Pedro (15-XII-1972) . . . . . . 401
Sacerdote GIL PÉREZ, Juan (26-XI-1969) . . . . . . . . . . . . . 365
Coadjutor GOITIA DE URALDE, José (ll-VI-1951) . . . . . 171
Coadjutor GÓMEZ CREGO, José (15-V-1908) . . . . . . . . . . 148
Clérigo GONZÁLEZ CARIDE, Francisco (18-X-1935) . . . 325
Coadjutor GONZÁLEZ FERREIRO, Ramón (4-XII-1925) . . 385
Sacerdote HERNÁNDEZ SÁNCHEZ, Felipe (l-V-1959) . . . 129
Sacerdote JUANES ALONSO, Mateo (3-1-1929) . . . . . . . . . 24
Sacerdote LARUMBE ALLACARIZQUETA, Esteban
(ll-XII-1941) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 392
Clérigo LÓPEZ RODRÍGUEZ, Cipriano (8-XII-1947) . . . 388
Sacerdote LUNATE OLARIETA, Jaime (12-V-1985) . . . . . 142
Sacerdote MARCELLAN RODRÍGUEZ, Jesús (18-VII-1973) 196
Coadjutor MARTIN CRESPO, Manuel (28-XII-1970) . . . . . 414
Coadjutor MARTÍNEZ DÍAZ, Alfonso (21-XII-1978) . . . . . 410
Coadjutor MARTÍNEZ LARGO, Antonio (25-IV-1975) . . . . 122
Sacerdote MATE SENDINO, Francisco (5-IX-1972) . . . . . . 257
Sacerdote MORETÓN PUIG, Carlos (14-VIII-1978) . . . . . . 240
Sacerdote MORO VILLORÍA, Isidoro (6-X-1978) . . . . . . . 306
Sacerdote OBERTI PORTA, Ernesto (28-X-1904) . . . . . . . . 333
Sacerdote OLIVAZZO DELU, Pedro M.a (4-II-1958) . . . . . 52
Sacerdote PALLARES CASTAÑER, Agustín (9-VIII-1946) . 228
Clérigo PEÑA FRUELBA, Francisco José (6-XI-1902) . . . 346
Clérigo PEÑA MARTÍNEZ, Amador (21-IX-1938) . . . . . 275
Sacerdote PRIETO OLIVA, Higinio (3-XII-1984) . . . . . . . . 380
Sacerdote PUCKO MAVRIC, Francisco (16-X-1955) . . . . . . 315
Clérigo RAMOS MARCOS, José (24-1-1950) . . . . . . . . . 39
12

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Condición
Apellidos, nombre y fecha de defunción
Página
Coadjutor RECASENS RIBAS, José (9-IV-1946) . . . . . . . . 107
Clérigo REUS BÁRCELO, Pedro (9-IX-1896) . . . . . . . . 313
Sacerdote RÍOS SERRANO, Vicente (7-III-1987) . . . . . . . . 86
Sacerdote ROBLES DÍAZ, Pedro (6-II-1964) . . . . . . . . . . . 63
Coadjutor ROLDAN POZO, Agapito (7-VII-1981) . . . . . . . 188
Sacerdote RUBIO IBAÑEZ, Javier (l-X-1979) . . . . . . . . . . 297
Sacerdote RUIZ GONZÁLEZ, Esteban (5-IX-1974) . . . . . . 296
Sacerdote SÁNCHEZ DURAN, Cipriano (18-XII-1947) . . . . 406
Sacerdote SERRANO GARCÍA, Emiliano (16-1-1981) . . . . . 27
Sacerdote TALAYERA Y DELGADO, Marcelino (4-IX-1986) 341
Sacerdote TEJEDOR BRAVO, Honorino (21-X-1984) . . . . . 328
Sacerdote TORM PONS, Antonio (22-V-1950) . . . . . . . . . . 151
Sacerdote URGELLES RIART, Joaquín (15-VI-1959) . . . . . 175
Sacerdote URRA MEZQUIRIZ, Leandro (28-1-1903) . . . . . 43
Coadjutor UTRILLAS HERNÁNDEZ, Florentino (7-VII-1914) 185
Coadjutor VIDAL LOSADA, Ángel (10-11-1917) . . . . . . . . 69
Sacerdote ZABALO ALCAIN, Ramón (22-XI-1932) . . . . . . 353
13

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ÍNDICE CRONOLÓGICO
1896
Clérigo Pedro REUS (9-IX)
1902
Clérigo Francisco José PEÑA (6-XI)
1903
Sacerdote Leandro URRA (28-1)
1904
Sacerdote Ernesto OBERTI (28-X)
1908
Coadjutor José GÓMEZ (15-V)
1909
Clérigo Ignacio EPELDE (2-II)
1914
Clérigo Valentín CUEZVA (5-III)
Coadjutor Florentino UTRILLAS
(7-VII)
1917
Coadjutor Ángel VIDAL (10-11)
1921
Clérigo Ricardo FERNANDEZ
(17-11)
1925
Coadjutor Ramón GONZÁLEZ
(4-XII)
1928
Sacerdote Antonio CASTILLA
(17-X)
1929
Sacerdote Mateo JUANES (3-1)
1932
Sacerdote Ramón ZABALO (22-XI)
1935
Coadjutor Guillermo GIL (31-VIII)
Clérigo Francisco GONZÁLEZ
(18-X)
1938
Clérigo Amador PEÑA (21-IX)
1941
Sacerdote Esteban LARUMBE
(11-XII)
1942
Coadjutor José BARCA (1-XII)
1946
Coadjutor José RECASENS (9-IV)
Sacerdote Agustín PALLARES
(9-VIII)
1947
Clérigo Cipriano LÓPEZ (8-XII)
Sacerdote Cipriano SÁNCHEZ
i (18-XII)
1950
Clérigo José RAMOS (24-1)
Sacerdote Antonio TORM (22-V)
1951
Coadjutor José GOITIA (11-VI)
1953
Sacerdote Ángel de DIOS (1-X)
Sacerdote Narciso FERNANDEZ
(18-XI)
1955
Sacerdote Francisco PUCKO (16-X)
1958
Sacerdote Pedro M.a OLIVAZZO
(4-II)
1959
Sacerdote Felipe HERNÁNDEZ
(1-V)
Sacerdote Antonio GARCÍA (2-V)
Sacerdote Joaquín URGELLES
(15-VI)
1960
Sacerdote Julián FERNANDEZ
(8-VIII)
15

2 Pages 11-20

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1964
Sacerdote Pedro ROBLES (6-II)
Coadjutor Ildefonso AIZPURU
(11-XII)
1965
Coad. Francisco ECHEVARRÍA
(25-VII)
Sac. Antonio G.a DE VINUESA
(6-VIII)
1967
Coadjutor Andrés GARCÍA (U)
1969
Sac. Francisco Javier CALONGÉ
(8-VIII)
Clérigo Pedro AMOR (20-VIII)
Sacerdote Juan GIL (26-XI)
1970
Clérigo Restituto ARNAZ (24-V)
Coadjutor Manuel MARTIN (28-XII)
1971
•Clérigo Carmelo BERZOS A (21-111)
1972
Sacerdote Francisco MATE (5-IX)
Sacerdote Pedro GIL (15-XII)
1973
Sacerdote Leandro AYUSO (24-IV)
Sacerdote Jesús MARCELLAN
(18-VII)
1974
Sac. Maximiliano FRANCOY (20-1)
Sacerdote Felipe DIEZ (22-11)
Sacerdote Esteban RUIZ (5-IX)
1975
Coadjutor Antonio MARTÍNEZ
(25-IV)
Sacerdote Severino APARICIO
(27-VII)
1976
Sacerdote Manuel CAAMAÑO
(28-V)
Sacerdote Luis CONDE (12-VIII)
1977
Sacerdote Domingo del BOSQUE
(6-X)
1978
Coadjutor Blas GALLO (27-111)
Sacerdote José AGUILAR (14-IV)
Sacerdote Carlos MORETÓN
(14-VIII)
Sacerdote Juan CASTAÑO (26-IX)
Sacerdote Isidoro MORO (6-X)
Coadjutor Alfonso MARTÍNEZ
(21-XII)
1979
Sacerdote Javier RUBIO (1-X)
1981
Sacerdote Emiliano SERRANO
(16-1)
Coadjutor Agapito ROLDAN (7-VII)
1984
Sacerdote Modesto CONDE (16-IX)
Sacerdote Honorino TEJEDOR
(21-X)
Sacerdote Higinio PRIETO (3-XII)
1985
Sacerdote Jaime LUNATE (12-V)
1986
Sac. Marcelino TALA VERA (4-IX)
1987
Sacerdote Vicente RÍOS (7-III)
16

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ENERO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
1 1867 Coadjutor Andrés GARCÍA Y GARCÍA
3 1929 Sacerdote Mateo JUANES ALONSO
16 1981 Sacerdote Emiliano SERRANO GARCÍA
20 1974 Sacerdote Maximiliano FRANCOY PALACIN
24 1950 Clérigo José RAMOS MARCOS
77 19
31 24
71 27
70 32
20 39
17

2.3 Page 13

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GARCÍA Y GARCÍA
PAX
HOMÍNÍBUS
Coadjutor.
Nació en Aviles (Asturias) el 30-XI-1890.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 31-VII-1913.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 1-1-1967.
El señor García tiene poca historia, lo cual no significa que
su figura no sea interesante y simpática. Bien lo comprobarían
tantos jóvenes novicios y filósofos que han celebrado sus ocu-
rrencias y han admirado la gallardía con que llevaba su in-
validez.
Una vocación tardía, oficios de portero, enfermero y sacristán
y treinta años de enfermedad. Esa es toda su vida, que por no
tener, no tuvo siquiera una muerte espectacular y llamativa.
No sabemos los inicios de su vocación, en un ambiente mine-
ro y de ninguna trascendencia salesiana entonces: Aviles. Allí
nació el año 1890, cuando no era más que un pueblo del Princi-
pado, sin los 70.000 habitantes de ahora, ni la fastuosa factoría.
19

2.4 Page 14

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Tenía veintiún años de edad, cuando entró en el colegio de Sa-
rria, como aspirante.
Un año después, el 1912, hace el Noviciado en Carabanchel
y profesa el 31 de julio de 1913. Entre sus 24 compañeros de
noviciado, se encontraba don Manuel Almazán, don Agustín
Liaño, don Silverio Maquieira, nombres bien conocidos des-
pués.
Con su profesión comenzó una vida de pocas variaciones.
Fue mandado como enfermero a Vigo por tres años. De allí
pasó a Salamanca, al Colegio de María Auxiliadora, como por-
tero. Llevaba el colegio abierto siete años. Eran los de la
prehistoria, que el mismo señor García había de conocer años
después en su cénit.
Era Director don Germán Lampe y componentes de la co-
munidad don Elias Otero, don Enrique Sáiz, todavía no sacer-
dote y don Joaquín Urgellés. Con éste viviría en Mohernando
los últimos años y compartirían la sepultura, estrenada para
ellos.
En Salamanca estuvo sólo tres años en aquella primera obe-
diencia. De allí pasó al Tibidabo, con los buenos recuerdos y la
corta experiencia que había aprendido en la ciudad del Tormes
y que le acompañaría toda la vida. En sus relatos, era el colegio
del que más hablaba. Después de cinco años en el Tibidabo,
donde hizo la profesión perpetua y desempeñó el oficio de sa-
cristán, importante en aquel lugar de culto, donde era preciso
dar una buena imagen, pasó a Mataré, también como sacristán
y portero. Era un colegio homólogo al de Salamanca. Volvió a
Salamanca el año 1929, sin que se pueda decir que esta segunda
parte no fuera buena.
Los salesianos, los alumnos y hasta los padres de éstos se
sentían dignamente servidos por un portero tan apuesto. Era el
tesoro de la casa que Don Bosco reconocía en el buen portero y
que, por fortuna entonces, podía estar ejercido por un salesia-
no. De Salamanca pasó a Atocha, la Casa Inspectorial, de bien
poca apariencia entonces, cuando se la conocía por las humildes
Escuelas Salesianas.
Lo más digno y casi lo único de prestancia que había en
20

2.5 Page 15

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aquella portería, el señor García. Se presentaba pulcro, trajea-
do de negro y con modales elegantes. ¡Qué buena impresión les
causaba a visitas y cooperadores, que entonces eran, preferente-
mente, bienhechores! Más de algún favor y alguna limosna vi-
nieron por la deferencia y la buena acogida que habían encon-
trado en el señor García.
El año 1936 estalló el Movimiento. La tarde del 19 de julio,
domingo con actividades normales y oratorio, los milicianos
irrumpieron en el Colegio, y los salesianos tuvieron que salir li-
teralmente «disparados». Fue una desbandada trágica.
El señor García fue a parar a la Cárcel Modelo y de allí,
cuando los nacionales se acercaron en el mes de noviembre, a la
de Ventas.
A pesar de las peripecias que había pasado, no se le veía im-
presionado. Hacía la vida normal dentro de aquella anormali-
dad y hacía gala de su habitual locuacidad y campechanía.
Pero los sustos, las penalidades y el hambre fueron minando
su organismo. Al terminar la guerra, sufría una polineuritis que
le incapacitaba para andar. La cabeza la mantenía despejada,
pero los brazos y sobre todo las piernas, las tenía agarrotadas, in-
móviles. Tenía que trasladarse de un sitio a otro con muletas y
ayudado de alguno.
Se pensó que sería una dolencia pasajera, secuela normal de
los tres años anteriores; pero ni las medicinas ni los ejercicios
de recuperación ni el tratamiento fueron eficaces. Se le trasladó
a Deusto, pensando que el clima más suave y el mejor trato po-
drían hacer remitir la dolencia; pero todo fue inútil. Desengaña-
dos él y los Superiores de toda tentativa, le mandaron a Moher-
nando. Aquí pasó veintidós años, haciendo siempre el mismo
recorrido: de su habitación, estrecha y oscura, a la capilla, al co-
medor, y a los aledaños de la casa, midiendo siempre los pasos;
y en los traslados, con un novicio de lazarillo. De trecho en tre-
cho se paraba, jadeaba y lanzaba una exclamación o hacía un
comentario.
Otras veces, cuando el tiempo lo permitía, se sentaba en un
sillón, en la sala o en el pórtico, hacía alguna lectura, rezaba y
pensaba en los escenarios y momentos de su vida, que ya sólo
21

2.6 Page 16

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era tiempo. Sin embargo, raras veces se le veía callado, malhu-
morado o triste.
Tenía la habitación en orden, se presentaba aseadísimo, los
zapatos brillantes y bien afeitado. Así tendría el espíritu...
Sus ocurrencias y sus famosos pareados eran la novedad del
día y el comentario de los novicios. A pesar de la postración y
el aislamiento a que le condenaba la enfermedad, nunca se sin-
tió cohibido.
Puntual a los actos de comunidad, sobre todo cuando se tra-
taba de las prácticas de piedad, a pesar de que cada movimiento
le costaba equilibrio y esfuerzo.
Recordaba con añoranza a las personas y las costumbres de
la Congregación que él había vivido, pero seguía con curiosidad
los cambios y todas las novedades de la Inspectoría y de la Con-
gregación. Estaba muy al tanto de todo.
El roce con la gente, lecturas que1 en sus ratos de portería
había hecho, sobre todo de novelistas asturianos: Palacio Val-
dés, Clarín, López de Ayala, y su natural viveza le daban mate-
ria de conversación animada y entretenida.
Era gran patriota y entusiasta de su tierra asturiana. «Lo me-
jor del mundo, España; lo mejor de España, Asturias; lo mejor
de Asturias, Pravia», era una de sus cantinelas repetidas.
Mucha virtud y mucho temple necesitaba para soportar una
enfermedad que duró treinta años.
Alguien lamentaba una vez que, teniendo muchas faculta-
des disponibles, no se dedicase a una actividad compatible y
rentable para la casa.
Habría que haberle repetido: «Ya es bastante servicio la her-
mosura.» El verso que Lope de Vega aplica a una reina hermo-
sa, se lo podemos aplicar a un buen enfermo.
Una enfermedad tan bien llevada, ya es bastante rentable y
de servicio para todos. Don Modesto Bellido aseguraba que el
señor García, durante los años de su enfermedad, había hecho
más por la Congregación que en los años activos. Tendría ra-
zón.
La muerte le llegó disimulada y silenciosa, en el paso de un
22

2.7 Page 17

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año a otro. Sin espasmos, sin agonía, casi sin enfermedad inme-
diata. Ni el salesianito que dormía a su lado se dio cuenta.
Cuando amaneció el año 1967, el señor García ya había tras-
pasado este mundo y esta tierra de Mohernando, en la que llegó
a sentirse a gusto, lejos de su natal y añorada Asturias, toda
verde y brumosa, donde las nieblas envuelven los picachos y
mandan el acariciador orvallo. Mohernando es distinto, pero
también lo encontraba hermoso, tan hermoso, que lo escogió
para morir y reposar en él.
Ahí descansa, a pocos pasos, con otros salesianos que com-
partieron con él pan y trabajo y ahora comparten sepultura en
una vaguada que perfuman las jaras, el tomillo y la retama, y
cuyo silencio arrullan los ruiseñores y el rezo frecuente de los
novicios. Ningún sitio mejor para descansar en paz.
Cuando era portero y llamaban a la puerta, respondería,
como aquel otro portero jesuíta que se hizo santo en el oficio:
«Ya voy...»
También el señor García recibió la llamada misteriosa de
Dios en la madrugada de aquel año nuevo.
Y respondió puntualmente, «sin ser notado», con su voz can-
tarína y atiplada: «¡Ya voy, Señor...!»
23

2.8 Page 18

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MATEO JUANES ALONSO
Sacerdote.
Nació en Mata de Armuña (Salamanca) el 18-IX-1898.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1917.
Sacerdote en Salamanca el 27-VI-1927.
Falleció en Salamanca el 3-1-1929.
El orden cronológico que llevamos en estos apuntes biográfi-
cos, nos hace enfrentarnos hoy con otro sacerdote joven y de La
Armuña (Salamanca), esa región a la que ya hemos acudido
más veces para conseguir el origen de salesianos fallecidos. Esta
vez, don Mateo Juanes. Pocos son los datos que tenemos para
su biografía: una sucinta carta mortuoria escrita por don Jesús
Corcuera y alguna muy vaga noticia de un compañero suyo su-
perviviente. De uno y otro deducimos que tuvo una vida corta,
fue un salesiano cumplidor y dejó un grato recuerdo, ya casi es-
fumado en la lejanía del tiempo. Su nombre tiene poca resonan-
24

2.9 Page 19

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cia, pero Dios, que es eterno, lo tendrá bien patente en el libro
de la vida. «Recoged los fragmentos, para que no perezcan»,
decía el Señor del pan multiplicado. En lo que esté de nuestra
parte, hemos de procurar también que estas figuras, que han vi-
vido y trabajado salesianamente, no perezcan del todo. No sabe-
mos hasta qué punto su acción se seguirá ejerciendo.
Mateo nació en Mata de La Armuña el 18-IX-1898.
Desde niño mostró buen natural y gran inclinación a la pie-
dad. A los once años se quedó huérfano de padre y madre. El
párroco del pueblo le encaminó al colegio de María Auxiliado-
ra, recientemente abierto. Era Director el padre Tagliabue, que
percibió en él claros síntomas de vocación. Después de los pri-
meros estudios, hechos con gran aprovechamiento, pasó a Cara-
banchel, como aspirante. Sus compañeros parece que le aprecia-
ban por su seriedad, aplicación y buen espíritu.
El 12 de octubre de 1916 vistió la sotana y al año siguiente
hizo la primera profesión, que contin\\ió con la Filosofía.
El Trienio, que para él fueron cuatro años, lo pasó entre los
colegios de Vigo y Baracaldo. Sus clases y sus deberes de cléri-
go los desempeñó con lucimiento y a satisfacción de los Superio-
res. Tal vez como recompensa de ese buen comportamiento y
haber prolongado su tirocinio práctico un año más de lo regla-
mentario, el Inspector le envió a estudiar Teología a Turín, en
la Crocetta. Allí confirmó el intachable «curriculum» que venía
observando.
Terminada la Teología, volvió a su colegio de origen, María
Auxiliadora (Salamanca). Allí recibió las sagradas órdenes y
cantó Misa.
Cumplidor y observante como lo había sido, lo siguió siendo
de sacerdote.
Sin ninguna espectacularidad, pero asiduo a su deber, nunca
rechazó el trabajo ni buscó pretextos para sustraerse a la obe-
diencia. La preparación esmerada de sus clases, en un centro
que comenzaba a acreditarse por su docencia y recta disciplina,
contribuyó con tantos otros salesianos de aquella década a ci-
mentar la fama de que todavía disfruta el colegio de María
25

2.10 Page 20

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Auxiliadora. Gracias a aquella labor concienzuda, llegó a ser
una institución en Salamanca y colegio insignia de la Inspecto-
ría.
Pero nuestro don Mateo no se preocupó sólo de la compe-
tencia de las clases. Cuidaba con el mismo esmero la prepara-
ción de sus homilías y catcquesis.
Se esforzaba por hacer a los chicos interesante la predicación
y amable la virtud. Así pasó casi dos años, al parecer, sin ningu-
na anormalidad, con la complacencia de todos y la satisfacción
de él mismo.
No obstante, el día 23 de diciembre, víspera de la Noche-
buena, a mediodía, se sintió extrañamente mal y se tuvo que re-
tirar de la mesa. Nadie pensó en cosa de gravedad. Se fue recu-
perando y el día 30, domingo, se disponía a hacer vida normal.
Al atardecer volvió a sentirse mal. Llamado el médico, profesor
de la Universidad, diagnosticó una grave lesión de corazón.
Su vida estaba en peligro. Nadie lo veía tan grave; mejoró
de nuevo los días 1 y 2 de enero y todos llegaron a pensar que
su curación, de momento, se iba afianzando. El día 3 por la tar-
de recibió la visita del único hermano que tenía y que, enterado
de su enfermedad, había venido a verle desde el pueblo.
Fue una inspiración. Mientras estaba hablando con él y con
el Director, comentando el proceso de la dolencia, un nuevo ata-
que agudo de corazón puso fin a su vida allí mismo. No tuvo
tiempo más que de decir: «Me muero. ¡Dios mío!, María Auxi-
liadora: Tened piedad de mí.» Fueron las últimas palabras del
buen hermano Mateo Juanes.
Huérfano muy de niño, sin tiempo para disfrutar de la pri-
mera y más natural de las sociedades, fue a reunirse con sus pa-
dres, a vivir y a formar parte de la gran familia inextinguible en
la casa del Padre.
26

3 Pages 21-30

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3.1 Page 21

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EMILIANO SERRANO GARCÍA
Sacerdote.
Nació en Pozo Rubio de Santiago (Cuenca)
el 30-VI-1910.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 12-X-1931.
Sacerdote en Madrid el l-V-1941.
Falleció en Salamanca el 16-1-1981.
Don Emiliano murió hoy hace ocho años precisamente. Mu-
rió en Salamanca, la ciudad en que pasó diecinueve años de su
vida, como si le «hubiera enhechizado la voluntad» no para vol-
ver a ella, según dijo Cervantes, sino para no salir de ella.
No sabemos si por haber gozado una vez «la apacibilidad de su
vivienda» o por la tendencia que todos tenemos a encariñarnos
con lo que tenemos y tratamos, aunque no sea lo mejor.
La muerte está reciente y la carta mortuoria que escribió
don Honorio era objetiva, relataba con fidelidad el «curricu-
lum» de su vida y destinos y daba una impresión exacta de la
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3.2 Page 22

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manera de ser de don Emiliano. Al cabo de ocho años, poco ha-
bría que añadir, si no es un recuerdo de afecto y de agradeci-
miento, inomisible en esta fecha aniversaria.
En una función de navidad de las que se representaban anta-
ño, siendo aspirante de cuarto curso en el Paseo de Extremadu-
ra, don Emiliano hacía el papel de san José. Le caía bien la fi-
gura del santo Patriarca. Emiliano, ya entonces, era prudente,
responsable y de vida espiritual. El y don Rufino eran los vete-
ranos del curso. Eran serios, cumplidores y acaparaban los ofi-
cios de responsabilidad. Don Emiliano era el despensero. De
entonces le vendría su afición al ahorro, a la buena economía y
su aversión al despilfarro o a lo que tenía asomos de tal y que
tan malos ratos le hacía pasar ya de mayor.
Don Emiliano nació el 30 de junio de 1910, en Cuenca. A
pesar de su apellido no era de la serranía sino de la Cuenca
manchega, de Pozo Rubio de Santiago.
El pueblo formaba parte de la encomienda de la Orden Mili-
tar, como Horcajo, Villamayor y otros pueblos, todos ellos con
el sobrenombre de Santiago. Eran pueblos de la reconquista
que los reyes entregaron a la Orden de Santiago para repoblar y
defender las recientes conquistas. Su pueblo, por tanto, venía
de la Historia.
Don Emiliano nació en el seno de una familia numerosa y
bien probada. De siete hermanos que eran, cinco murieron pre-
maturamente, en la infancia.
Eran demasiados hermanos muertos para que don Emiliano
creciera jovial y despreocupado y no arrastrara un cierto aire de
tribulación y pesadumbre que le acompañó siempre.
Hizo el aspirantado en Carabanchel, en Astudillo y en El
Paseo de Extremadura, según iba cambiando de sede esa casa
de formación.
En pleno noviciado le sorprendió la proclamación de la Re-
pública y un mes después, la quema de conventos. Los Superio-
res fueron precavidos y, ante la incertidumbre de la situación,
los mandaron a sus casas, aún siendo novicios y todo. Ojalá hu-
bieran usado la misma precaución años después, cuando el peli-
gro era más grave y las consecuencias fueron tan irreparables.
28

3.3 Page 23

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Después de diez días de ausencia, Emiliano volvió a Moher-
nando con sus compañeros y continuó el Noviciado y la Filoso-
fía, bajo el magisterio plural de don León Cartosio. De él
aprendió las Ciencias, su asiduidad a la Enseñanza, su acrisola-
da virtud y, un poco también, su nerviosismo y su irritabilidad.
En el colegio de María Auxiliadora de Salamanca hace la
mayor parte del Trienio y la mitad de la Teología, alternando,
sus trabajos de enseñante con los de estudiante y medio comba-
tiente y sufridor de la guerra. Allí tuvo sus primeras experien-
cias de profesor y de lo que son los estudiantes.
Terminó la Teología en Carabanchel y allí fue ordenado
sacerdote y celebró su primera Misa, en junio de 1941.
En seguida empezó la rueda de casas y de cargos: Conseje-
ro, Catequista, Encargado de Sección, Consiliario, Mantenedor
del Oratorio.
Las casas por las que fue pasando sucesivamente fueron
Mohernando, Santander, Orense, Atocha, La Paloma, Escuela
de Automovilismo, Pizarrales, El Teologado.
Por algunas pasó más de una vez y desempeñó diversos car-
gos. En todas dejó fama de rigor, de entrega a su cometido, de
religioso cumplidor y de sacerdote celoso. Esas virtudes no las
vio siempre secundadas por los alumnos ni reconocidas por to-
dos los Hermanos. Era demasiado íntegro para no verse contra-
fiado. La morosidad de los chicos, la «zanguanguería» cuando
topaba con ella, la mala índole o la insolencia le crispaban. Se
ponía lívido y hasta se le escapaba la mano, una mano blanda y
una indignación inspirada en el celo, pero que le creaban pro-
blemas y le hacían sufrir. «Amamos a España, porque no nos
gusta.» Una frase que se repetía mucho en sus años y que había
que explicar y hacer ver que no era causal sino consecutiva. El
también amaba a sus alumnos, puesto que no le gustaban algu-
nas de sus malas mañas y de sus trapacerías. Eso no todos lo
alcanzaban a comprender y le pagaban con las reacciones, «los
alias» y las represalias de las que todos los que han pasado por
esos extremos, habrán sido víctimas más o menos resignadas. Ya
se sabe que la Enseñanza es el oficio que más saboteadores tie-
ne, uno por cada enseñado.
29

3.4 Page 24

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Cuando estaba en el Parque de Automovilismo, como En-
cargado, su deber era defender a los aprendices de las arbitra-
riedades o de los excesos de los Jefes.
El Coronel Piqueras le expresaba a veces el contraste de
que, mientras los demás funcionarios le obedecían sin replicar,
sólo él, un cura —y acompañaba el sustantivo con un epíteto
castizo— se permitía ponerle reparos y contradecirle. El papel
de don Emiliano era el de Capellán y abogado defensor de los
muchachos. Esa recta intención la tendría en todos los sitios.
Era más hombre de papeles blandos y de misiones piadosas que
de actuaciones duras. Por eso se le daban peor. Cuando se enfa-
daba, el rubio natural se le volvía rojo subido, se le agolpaban
las palabras y la voz, ordinariamente un tanto vibrante y tem-
blorosa, se le hacía trémula.
Desde La Paloma fue trasladado a Salamanca en 1962. Pasó
allí, en Los Pizarrales y en el Teologado sus casi veinte últimos
años. Profesor de asignaturas más desempeñables, Encargado
del Oratorio, Consiliario de la Archicofradía y Confesor de va-
rias comunidades: Salamanca, Arévalo, Béjar. Esas fueron las
encomiendas de esos años. Se sentía a gusto y útilmente em-
pleado. Satisfacía sus aficiones misioneras buscando sellos, pro-
curando limosnas entre sus amistades y divulgando la Juventud
Misionera. El interés por las misiones es una forma de verdade-
ro celo apostólico.
Tuvo tiempo y oportunidad de inculcar a sus penitentes: chi-
cos, teólogos, salesianos y fieles la importancia de este sacra-
mento y su secreto. Ese secreto no es precisamente el sigilo que
impone al confesor. Es la convicción que gana al penitente de
que no se trata de una práctica superflua en una sociedad o una
mentalidad que se cree adulta. Es llegar a convencer y a con-
vencerse de la riqueza y el significado que la confesión tiene
para el hombre, a veces amparado por una capa de autosuficien-
cia y enmascaramiento y de que uno es más amado de Dios allí
donde se ve más frágil y sinceramente despreciable. Si don Emi-
liano, como todos los que se.acogen al confesonario como a un
último reducto, logró ese objetivo algo más de un fácil peniten-
30

3.5 Page 25

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ciario, ya podía estar tranquilo de que su etapa final había sido
fecunda.
Fue un activo propagandista de la devoción a María Auxilia-
dora. Gracias a su empeño y al de otros meritísimos celadores,
María Auxiliadora tiene en Salamanca una de sus plazas más
fuertes. Bien se puede afirmar sin temor a ser desmentidos.
El último acto de servicio de don Emiliano fue en honor de
María Auxiliadora. Iba a celebrar la conmemoración mensual
del 24 de noviembre, «caballero en su vespino», a lo mejor, pen-
sando en los que les iba a decir a las archicofrades de El Rollo,
cuando en un cruce de semáforo le sobrevino la trombosis ce-
rebral.
Le recogió un guardia, precisamente amigo suyo, y le trasla-
daron al Ambulatorio. Vivió dos meses inconsciente, luchando
entre la vida y la muerte —más cerca de la muerte que de la
vida— y el día 16 de enero, doblada la cuesta del mes y de su
vida, murió apaciblemente.
Aquellos dos meses de vigilia sirvieron para dar lugar a los
Salesianos de la comunidad de Los Pizarrales a demostrarle su
aprecio y la cantidad de sacrificio y de solicitud que estaban dis-
puestos a imponerse por él.
¡Lástima que él, al menos aparentemente, no pudo advertir-
lo!
Fue amortajado como convenía a un sacerdote ejemplar:
con la sotana.
Se le impuso un 24 de octubre de 1930. De ese día y de ese
acontecimiento nos quedó —cosa extraña— este testimonio:
«Este día fue para mí de felicidad y alegría. Pedí al Señor la
gracia de no abandonar jamás la sotana y ser amortajado con
ella.» Así fue...
31

3.6 Page 26

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MAXIMILIANO FRANCOY PALACIN
Sacerdote.
Nació en Arascués (Huesca) el 29-X-1904.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 21-VII-1925.
Sacerdote en Toledo el 30-V-1931.
Falleció en Madrid el 20-1-1974.
A don Maxi, como familiarmente se le llamaba, le hemos co-
nocido como superior, como subdito y como compañero. Como
superior era solícito, paternal —a veces paternalista—; como
subdito era, religiosamente sumiso, dócil y seguro; como com-
pañero de mando, era profundamente celoso de su parcela, bien
fuera esta parcela un cargo, la casa o la inspectoría. Y no era
celoso por egoísmo, sino por solicitud hacia su demarcación.
Todo se le hacía poco para ésta y le parecía que cualquier con-
cesión era en menoscabo de ella e injusta. Era la suya la solici-
tud de las madres que no tienen ojos más que para sus hijos y
32

3.7 Page 27

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todo lo bueno de los demás lo querrían para ellos, que no para
ellas. Por eso decimos que era celo, no egoísmo.
—«¡Anda bobín!» —era la expresión que usaba entre repro-
che y cariño, para reconvenir y animar en la intimidad.
Decimos que era paternalista a veces, excesivamente deseo-
so del bien de sus encomendados, la cual le hacía también a ve-
ces legalista y premioso; pero todos le reconocían un gran cora-
zón, una rectísima intención y le querían. Bien se lo demostra-
ron cuando dejó de ser Director, Inspector y pasó a ser don
Maxi llano y amigo, bienquisto de todos. Muchos fueron los
que, de una manera o de otra, pasaron por sus manos.
Menos los pocos años que estuvo de Prefecto en Atocha y
algún año de Director en Estrecho, el resto de su vida lo pasó
en Casas de Formación.
No tuvo oportunidad de hacer estudios universitarios y esa
pudo ser una de sus espinas y otra de sus limitaciones, que él
era el primero en reconocer y lamentar.
A pesar de eso fue un gran enseñante y muchos le recuerdan
por sus clases claras, ordenadas, con visión completa de la asig-
natura, que estudiaban con afán y provecho.
Había nacido don Maxi el año 1904, en Arascués, pueblo
pequeño y muy cercano a Huesca. En esta capital se crió y fre-
cuentó las Escuelas Salesianas, recorriendo mañana y tarde,
días laborables y fiestas, las calles de aquella ciudad silenciosa,
fría, con soportales, recostada contra los Pirineos, cabeza de
una región de la que don Maxi hizo siempre alarde de ser legíti-
mo hijo: Aragón.
«Polvo, niebla, viento y sol —al norte los Pirineos— esta tie-
rra es Aragón.»
Tierra, por cierto, de geografía propia, historia profunda y
arte variado y rico. Bien lo sabía don Maxi y bien contento esta-
ba de proceder de ella.
Hizo su aspirantado en Campello, entre los años 1916 y
1920; el noviciado en Carabanchel, —los noviciados, mejor di-
cho—, porque al final del primero tuvo que interrumpir los es-
tudios por enfermedad. Una enfermedad de corazón le obligó a
regresar a su casa para reponerse. Pasó todavía un año como as-
33

3.8 Page 28

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pirante y maestro en Orense y cuando se confirmó su curación,
regresó a Carabanchel e hizo el Noviciado y la Filosofía. En 1925
se inauguraba la casa de Astudillo y allí fue destinado como
asistente, profesor y maestro de música. Dos años más tarde le
tocó ir al Paseo de Extremadura, también como fundador, pro-
fesor, asistente, maestro de música y estudiante de Teología por
su cuenta. Estudiaba como mejor podía y rendía exámenes cada
cierto tiempo de los tratados que iba estudiando ante un tribu-
nal que formaban don Anastasio, don Alejandro Battaini y don
Ramón Goicoechea. Las calificaciones eran altas, como puede
verse en su expediente.
Se ordenó de sacerdote y celebró su primera Misa el año
1931, en el mes de mayo, a las pocas semanas de la quema de
conventos. Si la carrera había sido accidentada, el sacerdocio se
le presentaba difícil. Es destinado a Mohernando como asisten-
te de Novicios, maestro de música y profesor de Filosofía, cuya
enseñanza había de ocuparle años después. En 1934 va al cole-
gio de Atocha como Prefecto al lado de don Ramón Goicoe-
chea, Director. El Obispo y mártir san Valerio se llevó consigo
a san Vicente de Huesca, para que remediase su dificultad de
palabra y fuera su diácono. Don Ramón se llevó consigo al jo-
ven avispado don Maxi, como una buena ayuda para su penuria
verbal y el desempeño de su cargo, que le había de llevar al
martirio en los primeros días del Movimiento. No murió asesi-
nado don Ramón, pero fue una víctima clara del cataclismo.
Don Maxi conoció la persecución, la cárcel, la vida errante y
temerosa por el Madrid de la guerra y ejerció el ministerio
como capellán furtivo y confesor buscado de salesianos jóvenes,
que encomiaban su acierto como asesor de conciencias en una
situación tan excepcional.
Fue Prefecto de Carabanchel en los años inmediatos a la
guerra, cuando la escasez de víveres era máxima y proveer a
una casa de teólogos y aspirantes con medios escasos era una
aventura. El año 1941 vuelve a Mohernando con una encomien-
da más cumplible: maestro de Filosofía, Catequista y encargado
de la música. Fueron años más llevaderos y de regalo. En 1946
es nombrado Director de Astudillo. Esta casa pertenecía entonces
34

3.9 Page 29

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a la Inspectoría de Madrid y se destinaba a la recluta y forma-
ción de vocaciones. Con esa misión fue fundada hacía veinte
años y a fe, que cumplió bien el propósito de los fundadores.
Pocos ejemplos se podrán encontrar que igualen la fecundidad
vocacional de esta villa. Tierra de páramos, de espigas y de vo-
caciones salesianas le podemos llamar: 53 Salesianos y 12 Hijas
de María Auxiliadora prueban hasta qué punto se realizó una
verdadera simbiosis entre el pueblo y lo salesiano. A don Maxi
le tocó continuar tan hermosa tradición, si bien no estuvo allí de
Director más que el breve espacio de tiempo que tardó en abrir-
se la casa de Arévalo como aspirantado. Otra fundación, esta
vez sobre un arenal, que a fuerza de tiempo y de esfuerzo llega-
ría a ser una obra grande, completa y espléndida, llena de aspi-
rantes y de promesas para la Inspectoría.
Don Maxi estuvo allí seis años, que fueron de continuas rea-
lizaciones y afanes. Terminar la obra material, completar las
instalaciones, asegurar el agua y hacer todo lo necesario para
mantener un internado de hasta 300 alumnos supone una labor
ingente de muchos días y muchos salesianos empleados en la
empresa de construir sobre un auténtico solar un conjunto mag-
nífico. ¡Cuántos desvelos y cuántos méritos...! Cuarenta años ha
tardado en hacerse una casa que merece tener una eternidad
por delante. ¿La tendrá?
De Arévalo pasó a ser Director de Carabanchel por otros
seis años al frente de aquel teologado viejo de fábrica y repleto
de teólogos, que clamaba ya por otro asentamiento más amplio
y digno: el de Salamanca.
Tras un año de Director en Estrecho, como transición, don
Maxi sucedió a don Alejandro en el cargo de Inspector de Ma-
drid. Eran dos temperamentos muy distintos y dos estilos tam-
bién. Don Alejandro era todo actividad, tenacidad e iniciativa y
pocos miramientos; don Maxi era emotivo, primario, indeciso y
amigo de volver sobre sus propias resoluciones. Esas cualidades
se traducían directamente en el gobierno. Cada expedición de
obediencias era para don Maxi un tormento y, a veces, para los
salesianos también. No se sabía cuál era la obediencia definiti-
va. Alguno aseguraba haber llegado a cambiar hasta catorce ve-
35

3.10 Page 30

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ees. Sería una exageración, pero también era una prueba de lo
repensadas que iban las encomiendas.
Al fin terminaba por acertar, se engranaba cada uno en su
sitio y los cursos se ponían en marcha una y otra vez en las ca-
sas de la Inspectoría en unos años pletóricos de vocaciones, en
obras grandiosas y con funcionamiento sin estridencias. Fueron
años de plenitud.
El año 1961 se dividieron las Inspectorías de Madrid y Bil-
bao. La Inspectoría de Madrid salió favorecida. Don Maxi que-
dó contento de ver que le quedaba una inspectoría ajustada y
completa. «Me marcho muy contento» —decía— al despedirse
en la estación de Bilbao, después de completar la división.
Durante su mandato se abrieron el Teologado de Salamanca
y la Casa de Ciudad Real. Por desgracia, ninguna de las dos
existe ya, pero a él le cupo la satisfacción de ponerlas en mar-
cha. Eran dos navios que, como otros más, nadie imaginaba que
estaban llamados a naufragar. Por fortuna, don Maxi no presen-
ció el naufragio. Hubiera sido para él un gran disgusto.
Después de ser Inspector, estuvo cinco años como Director
de aspirantes en San Fernando y en Carabanchel. Tardó en co-
menzar a ser Director —no lo fue hasta los cuarenta y dos
años—; pero persistió en el cargo hasta última hora, cuando la
edad y la enfermedad se apoderaron de su fortaleza y en pocos
meses le redujeron a la incapacidad. Todavía fue por un año
confesor de filósofos en Guadalajara, como un servicio más a
las vocaciones.
Un tumor cerebral le tuvo hospitalizado por algún tiempo y
cuando se veía inminente su muerte, se le trasladó a la Casa
Inspectorial. Allí atendido en lo espiritual y sanitario, pacífica y
piadosamente, murió el 20 de enero de 1974. Toda su vida se
había quejado del corazón y vino a morir de la cabeza.
Al funeral, en la iglesia de Atocha, asistió una multitud de
fieles del mundo salesiano y afín. Toda la Familia Salesiana rin-
dió homenaje al Superior, al religioso ejemplar, al amigo afec-
tuoso y callado. Concelebraron más de medio centenar de sacer-
dotes. Don José Antonio Rico le dedicó una homilía sentida y
elogiosa, por más que no necesitase elogios quien se había dado
36

4 Pages 31-40

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4.1 Page 31

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tan por entero a la Congregación y a los demás. El era su pro-
pio elogio y el mejor ejemplo para los que le rodeaban.
Fue enterrado en el cementerio de Carabanchel. Ante el
panteón de los Salesianos recibió el último testimonio. El Vica-
rio, don Santiago, le dedicó unas palabras encendidas y un aspi-
rante leyó una cuartilla. La voz de la altura y la voz de la base,
en su estrato más humilde. Los dos coincidían en el sentimien-
to, en el agradecimiento y en el fervor que caldearon la tarde
fría y silenciosa de enero. Era la hora de vísperas, y la víspera
de san Vicente, el mártir de Huesca. En el panegírico del famo-
so e intrépido diácono, dice san Agustín: «No hay iglesia que no
le venere.» Algo de la veneración del santo se le trasladaba aho-
ra a su paisano de parte de los compungidos circunstantes y de
muchos más.
«Defunctus adhuc loquitur»: Muerto todavía habla. Don
Maxi no era orador y huía de todo empaque oratorio; pero ha-
blaba, en tono coloquial y tendido, diciendo una cosa detrás de
la otra, a lo santa Teresa. Era largo, interminable a veces, pero
no vacío. Tenía unos temas constantes, obsesivos: las vocacio-
nes, la fidelidad, la observancia, el amor a la Congregación. «Lo
nuestro, lo salesiano», era otro de sus estribillos. Sobre todo, vi-
vía lo que predicaba. Bastaba ver su estilo de vida, austera por
demás; su delicadeza en no herir a nadie, reconociendo y pi-
diendo excusas por sus exabruptos, cuando los tenía. El menaje
de su habitación y de su equipo hasta el final era de la más
franciscana pobreza.
Su integrismo le haría ser, en ocasiones, áspero y desabrido.
En el Capítulo General XIX tuvo una intervención destemplada
en defensa de lo legal.
Eso y su mismo apellido «Francoy» le hizo pasar ante algunos
capitulares superficiales como un tanto autoritario y autócrata.
El mismo don Ricceri le saludaba alguna vez: «Don Maxi,
... uomo terrible.»
La verdad es que de terrible, no tenía nada, si acaso el pri-
mer esguince.
Era cordial y comunicativo, incluso hasta lo infantil. Se ha-
cía querer, a poco que se le tratase y se le conociera.
37

4.2 Page 32

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En su primera juventud ensayó versos, como tantos jóvenes
aún menos dotados que él. Después, no tenemos noticia de que
continuase con tal afición.
Se ve que rectificó y, como el otro, un poco puritano, se
hizo la cuenta «de ser la poesía estudio frivolo y convenir dedi-
carme a otros más serios...».
Compuso un sonetillo al tema de la vocación y su alcance.
De él transcribimos estos versos, que son los mejores y los más
aplicables a él mismo. Con ellos cerramos este sucinto y pobrísi-
mo apunte:
«Del mundo huero y traidor
tu corazón se desprenda
y haz de tu persona ofrenda
a mi servicio y amor.»
38

4.3 Page 33

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JOSÉ RAMOS MARCOS
Clérigo.
Nació en Urdíales del Páramo (León) el 6-V-1925.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1945.
Falleció en Madrid el 24-1-1950.
El curso de José Ramos es uno de los más numerosos, más
completos y de más alto nivel intelectual que han pasado por
Mohernando. También es uno de los de más alta perseverancia.
Viene a desmentir, de alguna manera, la opinión de los que sos-
tienen que las casas de formación deben estar cerca de los cen-
tros de población y no en la soledad. Estos muchachos pasaron
en Mohernando los años del Aspirantado, del Noviciado y de la
Filosofía, siete años seguidos en total. Salieron a las casas con
una preparación más que suficiente y perseveraron en gran nú-
mero. Compañeros de Ramos eran, por citar sólo algunos de
39

4.4 Page 34

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esta Inspectoría, Aureliano Laguna, Martín Sánchez, Jesús Pa-
blos, Julio Nieto, Laurentino, Santiago... Entonces eran poco
más que adolescentes; ahora son hombres entrados en el Otoño
de su vida, un poco doblados ya a los años y a los trabajos, des-
pués de haber pasado por el tablero de todos los cargos. Y lo
mejor es que aún no están agotados. «Aún hay sol en las bar-
das» de muchos de ellos.
José Ramos habría seguido la misma trayectoria, de no ha-
berse malogrado tan al comienzo de su andadura. Murió al co-
menzar el tercer año de trienio. Fue como una embarcación que
se hunde apenas comenzada su navegación.
Era alto, fuerte y moreno, de voz bronca y casi basto de mo-
dales y facciones. No era de los más inteligentes del curso, pero
destacaba por su vivacidad y despejo. Era de los que se hacen
notar en la conversación, en el patio o en el trabajo material: en
los tiempos libres, como decimos ahora. Era abierto, franco y
noble. Su vocación brotó en una de esas tierras que han sido
propicias para las vocaciones, así como hay otras que son nega-
das. Ya se sabe que la vocación tiene un poco las exigencias y
las condiciones de las plantas. No nacen en cualquier sitio.
Nació Ramos en Urdíales del Páramo, cerca de la Bañeza
(León). Al año de nacer, perdió a la madre. Parece que tuvo la
fortuna de encontrar otra persona que le dio cariño y buena
educación cristiana. Tal vez por haber contado con esos cuida-
dos, no creció triste ni tímido ni con otros defectos que acusan
de por vida la ausencia de la madre. Por algo su pérdida es irre-
parable.
A los trece años abandonó el pequeño mundo que tenía de-
lante y entró como preaspirante en Astudillo. Después de pocos
meses de estancia allí, se trasladó a Mohernando. Aquí estuvo
hasta el año 1947 en que salió de nuevo para Astudillo, ya como
clérigo trienal. Salió del Páramo y volvió al páramo. Pasó toda
su vida, como quien dice, en el campo. Sólo cuando le traslada-
ron a la ciudad, a Madrid, la enfermedad se le desató de mane-
ra virulenta.
Comenzó el Noviciado el 15 de agosto de 1944, recibió la so-
tana el 12 de octubre, de manos de don Marcelino Olaechea y
40

4.5 Page 35

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profesó el 16 de agosto del año siguiente, ante don Modesto Be-
llido.
Durante el Noviciado se esforzó por moldear en sí la figura
del salesiano, bajo las enseñanzas y la mano del buen tallista don
José Arce. Logró los progresos de que dio prueba en los años
siguientes.
En Astudillo era el asistente solícito por practicar el Sistema
Preventivo del que salían «santamente imbuidos», daba clase y
hacía de músico, de maestro de música. No sabía mucha, pero
llevado de su buena voluntad y de su natural lanzado, la admi-
nistraba bien: daba clase de canto, tocaba el piano, dirigía las
misas y ensayaba alguna zarzuela. Llevaba una de las Compa-
ñías y preparaba las fiestas con el entusiasmo que sentía y sabía
infundir en los alumnos aspirantes. Lo mismo que hizo en Ato-
cha y lo mismo que hacían todos los heroicos y encomiabilísi-
mos clérigos, los alféreces del ejército salesiano. Su deseo y su
ilusión era escalar un día cercano las gradas del altar.
La mística de los clérigos era un poco la del noviciado y otro
poco la del sacerdocio. Pero el Señor quería de él el sacrificio
de su vida, no el de sus manos consagradas.
El día 20 de enero de 1950 tuvo un vómito de sangre. No
parecía presentar ningún síntoma alarmante, pero ante lo extra-
ño del episodio, se consultó a un especialista de enfermedades
pulmonares, antiguo alumno, que tomó el caso con toda diligen-
cia. Mientras se esperaban los resultados de los análisis y se
adoptaban medidas frente a la posible enfermedad, otro vómito
más fuerte le cortó la respiración y le causó la muerte. Esto su-
cedió en la mañana del 24 de enero. Todavía la noche anterior
conversó con el Director y con los Hermanos, que le visitaban
con frecuencia. Habló de sus clases, de los chicos y de las fiestas
de Domingo Savio, que iba a ser beatificado a los dos meses.
Tanto él como los demás hablaban de su restablecimiento y
de que volvería a sus ocupaciones ordinarias.
Pronto se vio que las perspectivas no podían ser tan halagüe-
ñas. El mal, como taimado enemigo, venía minando su salud
desde bastante antes. Se trataba de un quiste de pulmón.
El día 24, a la hora de la meditación, cuando los Salesianos
41

4.6 Page 36

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se recogían en la capilla, Ramos sintió que su respiración se ha-
cía trabajosa. Llamó al enfermero en voz alta y con acento alar-
mado.
—¡Los Sacramentos!, dijo. Me siento morir.
Acuden los Hermanos, entre ellos don Emilio Corrales, el
Inspector.
Dándose cuenta de su presencia repite con la misma alarma:
—¡Qué me traigan los Sacramentos y el escapulario de la
Virgen!
Don Emilio va a toda prisa, vuelve con el escapulario y se
lo impone.
El Director le da de nuevo la absolución, mientras el mori-
bundo repite con voz entrecortada el nombre de María Auxilia-
dora.
El Catequista le administra la Extremaunción, mientras otro
lee la recomendación del alma y le sugiere jaculatorias que él va
repitiendo cada vez más con voz más apagada. Todos moviliza-
dos en torno a él y ayudándole a bien morir. Recibidos todos
estos auxilios, como una lámpara que se extingue sola, plácida-
mente, bajo las miradas de los Hermanos y arropado por el es-
capulario de la Virgen, murió.
Su muerte fue rápida, pero no repentina ni imprevista.
Pocos días antes, como una ocurrencia más de las suyas —un
presentimiento más bien— se había dejado decir:
—De un momento a otro, me asalta otro vómito y me lleva
a la eternidad.
Así sucedió un día 24 y en la novena de Don Bosco. ¿Quién
no tomaría esta coincidencia a buen augurio, a venturoso augu-
rio?
42

4.7 Page 37

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LEANDRO URRA MEZQUIRIZ
Sacerdote.
Nació en Pamplona el 9-XII-1877.
Profesó en Sarria el lO-IX-1894.
Sacerdote en Valencia el l-VI-1901.
Falleció en Madrid el 28-1-1903.
La Inspectoría de Madrid comenzó a funcionar en 1901. Co-
menzó con ocho casas y 54 salesianos. Las casas eran: Santander
(Viñas) y Villaverde de Pontones, Vigo (Arenal) y San Matías,
Baracaldo, Madrid (Atocha), Béjar y Salamanca (San Benito).
La casa de Madrid comenzó llamándose «Oratorio de San
Francisco de Sales».
Don Ernesto Oberti era el Inspector y al mismo tiempo, Di-
rector de Atocha.
El Consejo Inspectorial lo formaban el Inspector, don Er-
nesto y la llamada «Comisión Inspectorial para la admisión al
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4.8 Page 38

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Noviciado y a la Profesión, según las prescripciones del decreto
Regulan Disciplinae». Componían este Consejo o Comisión pri-
mera de la Inspectoría don Antonio Castilla, don Epifanio Fu-
magalli (Director de Béjar), don Pedro Olivazzo, don Ángel
Tabarini (Director de Santander), don Ramón Zabalo (Director
de Baracaldo) y don Leandro Urra.
El personal de la casa de Atocha lo completaban, entre otros
menos conocidos, don Ernesto Oberti (Director), don Leandro
Urra (Prefecto), don Antonio Castilla (Confesor) y don Joaquín
Urgellés (Clérigo). Según eso don Ernesto era al mismo tiempo
Inspector y Director de Atocha y don Leandro Urra era Prefec-
to de Atocha y Consejero Inspectorial. Tenía a la sazón sólo
veinticuatro años de edad.
Podemos observar lo parecidos que fueron, en cuanto a Per-
sonal, los comienzos de la Congregación y los de la Inspectoría.
Así pasaría en los demás sitios y comienzos por los que iba pa-
sando la Obra de Don Bosco. Se arreglaban como mejor po-
dían. Era la fórmula oportunista, utilitaria y práctica de Don
Bosco: «El bien se hace como se puede», en apostolado y en go-
bierno.
La carta mortuoria de don Leandro la escribió don Ernesto,
por razones de superioridad y por razones de afecto. Era su Su-
perior y su amigo. Por algo le eligió como ayudante y adlátere.
La carta es muy breve, sobria y redactada en términos de
vivo sentimiento. Se detiene mucho en las circunstancias de la
enfermedad.
Hace años salió una norma de los Superiores Mayores dando
instrucciones sobre las cartas mortuorias. Decía, entre otras co-
sas, que no figurase la fotografía del difunto y que no hiciese
demasiado hincapié en las incidencias de la enfermedad y deta-
lles de la muerte. Esos eran comentarios para el ambiente cerca-
no y familiar, no para una comunicación general, como debía
ser la carta.
Don Leandro Urra era uno de los 54 salesianos con que co-
menzó la Inspectoría y uno de los notables, por cierto. Primer
Prefecto de Atocha y componente del primer Consejo Inspecto-
rial.
44

4.9 Page 39

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Nació en Pamplona, el año 1877.
Entró a los doce años en la casa de Santander, como
alumno.
Hizo el Noviciado en Sarria, el año 1893. Al año siguiente
hizo la Profesión Perpetua, sin ningún entretiempo de prueba.
El Trienio y el resto de la formación lo pasó de nuevo en
Santander.
«Desempeñó su trabajo —dice la carta— con mucha satisfac-
ción de Superiores, compañeros y alumnos.»
Se ordenó de sacerdote en 1901 y al año siguiente es destina-
do a Atocha con el cargo de Prefecto.
«Desempeñó el cargo —dice literal y nuevamente la carta—
con mucho celo, caridad y prudencia, a pesar de su corta edad.»
En pocos meses llenó y suplió muchos años.
Se ve que era una flor demasiado delicada para dejarla mar-
chitarse en los fangales de Lavapiés. El Señor quiso trasplantar-
le pronto al Paraíso.
A mitad de diciembre de 1902 comenzó a acusar ciertas mo-
lestias. Con cuidados ordinarios, pareció mejorar y desaparecer
el peligro de alguna enfermedad más grave. Un tanto delicado
todavía, se incorporó a los trabajos de la casa e hizo de Diácono
en la misa de media noche de Navidad. A primeros de año, se
repitieron los síntomas. El médico de cabecera y el especialista
coincidieron en que se trataba de una corriente afección de gar-
ganta.
La ciencia iba por un lado, la realidad por otro. El Inspec-
tor, muy solícito, a pesar de los informes tranquilizadores de los
médicos, le mandó a Béjar.
Le acompañó él mismo y después de hacer las recomenda-
ciones oportunas al enfermo y a los Hermanos de la Casa, se
marchó a Salamanca, para hacer allí la Visita Canónica.
Contra lo que se preveía y se deseaba, contando con el clima
sano y restablecedor de Béjar, se agrava repentinamente. El
médico dice que se trata de una pulmonía gripal infecciosa.
Ante el rápido avance de la enfermedad, se le administraron
los Sacramentos y se llamó urgentemente al Inspector.
45

4.10 Page 40

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Las oraciones de todos y la presencia dei Inspector parecie-
ron aliviarle.
«De verdad —dice don Ernesto— doy gracias al Señor, por
haberme permitido asistir en sus últimas horas a un hermano
tan virtuoso.»
Reveló todo lo delicado que era en sus últimos días: aguan-
tando, obedeciendo y agradeciendo todos los cuidados que se le
dispensaban.
Invocaba y repetía fervorosamente los nombres de María
Auxiliadora y de Don Bosco. Pidió él mismo la Extremaunción
y la Bendición Papal. Respondía con unción conmovedora a las
preces del Ritual.
—¿Cuándo celebran la fiesta de San Francisco de Sales?,
preguntó al Inspector.
—Yo tal vez la celebraré ya en el Paraíso...
Falleció el día antes de la fiesta de San Francisco, después
de una noche de agonía fatigosa, pero lúcida y sin dejar de re-
zar.
Murió con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en
María Auxiliadora. Ella se los abriría a la luz perpetua y a otras
realidades.
Don Ernesto Oberti, que escribe la carta con acento conmo-
vido y con el sentimiento de perder a un colaborador tan joven
y tan prometedor, no pensaría que le iba a seguir a corta distan-
cia. Al año siguiente él también fallecía frustrando tantas espe-
ranzas y dando motivo a hacer de él parecidos encomios. «Ya
están ambos a la diestra del Padre deseado»: el Inspector y el
Consejero, el Director y el Prefecto, en compañía fraterna y
eterna.
46

5 Pages 41-50

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5.1 Page 41

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FEBRERO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
2 1909 Clérigo Ignacio EPELDE ARAMENDI
21 49
4 1958 Sacerdote Pedro M.a OLÍVAZZO DELU
87 52
6 1964 Sacerdote Pedro ROBLES DÍAZ
32 63
10 1917 Coadjutor Ángel VIDAL LOSADA
19 69
17 1921 Clérigo Ricardo FERNANDEZ GUTIÉRREZ 20 73
22 1974 Sacerdote Felipe DIEZ FERNANDEZ
76 76
47

5.2 Page 42

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IGNACIO EPELDE ARAMENDI
Clérigo.
Nació en Azcoitia (Guipúzcoa) el 8-VIII-1888.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 22-X-1905.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 2-II-1909.
En 1904 se inauguraba el noviciado de Carabanchel. Conta-
ba con 22 novicios. De ellos dos eran sacerdotes, 12 clérigos y
ocho coadjutores. Los sacerdotes eran don Domingo Astudillo y
don Manuel Cabada, el padre Lino; entre los coadjutores figu-
raban los hermanos Celaya y de los clérigos que hayamos cono-
cido, podemos mencionar a don Marcelino Olaechea, con largo
historial, y don Filemón. Entre esa docena de clérigos pioneros,
estaba Ignacio Epelde, que de no haberse malogrado con una
muerte tan prematura, habría llegado a ser un salesiano tan
bien nombrado como otros de aquella promoción afortunada.
49

5.3 Page 43

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¿Cuántos años se necesitarán para volver a reunir un noviciado
así?
Ignacio hizo el aspirantado en Villaverde de Pontones, en un
edificio de malas condiciones y poca duración. Era inviable para
casa de formación.
Nuestro candidato mostró desde los primeros años docilidad,
ingenio despierto y afición a la Congregación. Esas cualidades
las desarrolló en Carabanchel, en el clima más saludable y en el
ambiente propicio del Noviciado, celosamente gobernado por
don Pedro, en plena pujanza de joven formador. Fue aquél un
año muy bien aprovechado por el formador y por el formando, los
dos en la misma línea de esmero y de entrega a un trabajo. Re-
cogemos un detalle que consigna el mismo don Pedro en la car-
ta mortuoria.
—¿Qué haces por la Virgen y por su devoción?, le pregunta
un día.
—Leo el testamentino en el comedor —le contesta sin vaci-
lación—. Pues bien, todos los días procuro tener alguna equivo-
cación adrede, para dar lugar a que me corrijan en público y
ofrecer esa humillación a la Virgen.
Terminado felizmente el noviciado, es destinado a Atocha.
Todavía no se había organizado la Filosofía en la Inspectoría de
Madrid, y Epelde con otros compañeros, tiene que llenar el
tiempo del trienio con el estudio de esta disciplina, la asistencia
a los chicos y clases en el Oratorio Festivo. En todos esos
quehaceres se mostró cumplidor y celoso. Se preocupaba de ha-
cer el bien posible a los alumnos sin menoscabo de su provecho
espiritual.
Lo menos fuerte en él era la salud. Comenzó a flaquear visi-
blemente al final de su segundo año en Atocha. Ante esa com-
probación, el Inspector, don Ramón Zabalo, guipuzcoano tam-
bién, le mandó a Santander. Creía que con el cambio de clima
se repondría y ayudaría un tanto al personal de aquella casa.
No fue así. Pasó su tercer año de Tirocinio haciendo lo que bue-
namente podía, pero no mejoró. Estaba herido de muerte. En
septiembre de 1908 vuelve a Carabanchel no para trabajar ni
para estudiar, sino para prepararse a bien morir. Alguna ligera
50

5.4 Page 44

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mejoría experimenta al principio, pero en seguida su salud entra
en declive apresurado y acaba con toda esperanza.
Ya se iba familiarizando con el pensamiento de la muerte de
tal modo, que hablaba de ella como de tema natural y preferen-
te y hasta le contrariaba que le dijeran, como fácil consolación,
que todavía viviría mucho tiempo.
Repetía frecuentes jaculatorias al caso y se hizo leer «La
Preparación para la Muerte» de san Alfonso M.a de Ligorio, por
supuesto, en un texto más bonancible y aceptable que aquellas
espeluznantes letanías que se usaban entonces para los retiros.
Algún temor al Purgatorio se le mitigó cuando el sacerdote
que le asistía, le hizo ver que la enfermedad que estaba sopor-
tando era ya purgatorio y ocasión de muchos méritos y antesala
del cielo.
Los posibles temores de todo consciente y delicado como era
él, se aplacaban cuando pensaba que había rezado muchas veces
el avemaria y en cada una había repetido la súplica: «Ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...»
¡Cuántas instancias con el mismo ruego! No podían ser desaten-
didas.
La mañana del día 3 de febrero, como si presintiera ya inmi-
nente el desenlace, recibe al enfermero con esta extraña excla-
mación: ¡Al Paraíso, al Paraíso...!
Poco antes de morir, pidió permiso para entregar el crucifijo
al enfermero, en obsequio a sus atenciones, abrió los ojos des-
mesuradamente, paseó la mirada por los circunstantes, sonrió
con dulce expresión y, sin decir ninguna palabra, expiró. La co-
munidad, que estaba celebrando el retiro de mes, recibió con
aquella muerte la mejor meditación.
Era el primero que moría en Carabanche!. «Casa hecha, se-
pultura abierta.» Por eso causó más impresión su muerte. La
casa estaba todavía muy por hacer y por completar. Por eso
será más aplicable el otro proverbio: «Casa cumplida, en la otra
vida.» Así sería para Ignacio Epelde.
51

5.5 Page 45

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PEDRO MARÍA OLIVAZZO DELU
Sacerdote.
Nació en Zanco da Villadeati (Alexándria-Italia)
el 9-XII-1871.
Profesó en Foglizzo (Italia) el 3-X-1890.
Sacerdote en Santander el 21-XII-1895.
Falleció en Arévalo (Avila) el 4-II-1958.
Le vimos por primera vez en el aspirantado del Paseo de Ex-
tremadura. El día era el de Todos los Santos del año 1929. Por
la tarde paseaban él y el Director del aspirantado, don Agustín
Liaño, por el pórtico en escuadra del edificio de entonces. No
estaba cerrado ni tenía cristaleras en arco, como el de ahora.
El día era soleado, de Otoño y la tarde, la de esa fiesta: de
las castañas clásicas y de los tres rosarios. Los dos personajes
paseaban a pasos largos y con aspecto grave. Nos parecía que
debían estar tratando de cosas serias. Obervábamos a don Pe-
dro, que nos habían presentado como hombre importante y,
52

5.6 Page 46

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tanto su aspecto físico como su acento, nos hicieron ver en él
algo singular.
Meses después volvió a aparecer con motivo de la clausura
de las fiestas de la beatificación de Don Bosco. Nos dio las bue-
nas noches y entre otras cosas, nos dijo: «Me marcho a Astudi-
llo contento y convencido de que Don Bosco triunfa en Ma-
drid...» Por la manera como lo dijo, nos quedamos con la im-
presión de que era un enamorado de Don Bosco. Más tarde lo
comprendimos mejor, cuando nos explicaron más por detalle de
quién se trataba. Desde entonces le tuvimos por una personali-
dad extraordinaria, un tanto mítica dentro del reducido mundo
salesiano que nosotros conocíamos. No andábamos descamina-
dos. Es la intuición o adivinación de los niños.
Nació don Pedro en Zanco da Villadeati (Alexándria), en la
comarca del Monferrato. Sus padres se llamaban José y Felici-
dad. Debían ser cristianos de casta a juzgar por los hijos y la
orientación que les dieron. Dos de ellos se hicieron salesianos y
dos de ellas, Hijas de María Auxiliadora: casi una comunidad
salesiana en la familia.
Entró en el Oratorio en agosto de 1885. Tenía ya catorce
años y Don Bosco, setenta.
Los alumnos no tenían mucho trato con el santo, pero vivían
y respiraban un ambiente netamente «bosquiano». Don Pedro
tenía ya edad para discernir y para retener las impresiones que
reflejaría muchos años después. «Comíamos mal —decía— pero
éramos muy felices.»
En enero de 1888, a finales, el santo estaba ya desahuciado.
No quedaba ninguna esperanza humana; sólo quedaba el recur-
so de un milagro, que los más desconsolados no querían dejar
de ensayar. El día 29 se pusieron de acuerdo unos cuantos y con
el sacerdote don Berto, tuvieron un gesto original y hermoso.
Se comprometieron a impetrar la salud del Padre ofreciendo su
propia vida a cambio. Escribieron sus nombres en un pliego, re-
dactaron una petición y lo depositaron sobre el corporal en que
iba a celebrar don Berto.
No era una corazonada. Lo pensaron bien. «Señor: Los po-
bres infrascritos: Pedro Dordina, Luis Orione, sacerdote Joa-
53

5.7 Page 47

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quín Berto, Bernardo Cerri, Pedro Olivazzo... y siete más con
sus nombres y apellidos,... a fin de obtener la conservación de
su amadísimo Padre y Superior, ofrecen a cambio su propia
vida. Dignaos aceptar la ofrenda y escucharnos...» Los nombres
y el gesto de aquellos muchachos quedaron escritos en el tomo
18 de las Memorias. Merecen figurar en la mejor Historia de la
Pedagogía. Sería interesante conocer la suerte de todos ellos.
No sabemos si don Pedro la seguiría; lo que sí es cierto es que
el santo no dejaría de tener en cuenta tan heroica tentativa.
Terminados los estudios del Liceo, don Pedro entró en el no-
viciado de Foglizzo. Don Rúa le impuso la sotana el 20 de octu-
bre de 1889, y emitió su profesión perpetua en Valsalice. Allí
mismo terminó los estudios de Filosofía.
Hizo parte del Trienio en Loreto, al lado de uno de los san-
tuarios marianos más famosos. Interrumpió el Trienio para
cumplir el servicio militar y terminado éste, es destinado a la
casa de Ivrea, como asistente y profesor de Latín de los llama-
dos Hijos de María. Comenzaba su trabajo con el Latín y con
las casas de formación, dos tareas que le habían de ocupar mu-
chos años.
En Turín recibe las Ordenes Menores, el Subdiaconado y el
Diaconado, este último grado, de manos de don Costamagna.
Parece extraño, pero antes de recibir el Sacerdocio, los Su-
periores le destinan a Santander, colegio de Viñas. Aquí se or-
denará de sacerdote en diciembre de 1895. Antes de arribar a
esa meta, no parece que le faltaran dificultades en la primera
casa de España que le recibía. En tono de queja, se dirige a los
Superiores que le habían destinado. «... Se me había dicho que
venía de Catequista y no lo soy... Me parece ver claro que no
estoy hecho para esta casa... La naturaleza se subleva, pero me
parece tener buena voluntad...»
Y tanto que la tenía, pese a esos testimonios de descontento,
defraudación o falta de entendimiento con el Director, don Ta-
baríni. En todo caso, es interesante saber que un formador tan
insigne como él estaba llamado a ser, pasó también por sus mo-
mentos de prueba y que en su vocación, tan esclarecida, se in-
terponían algunas brumas. Estaba en el Cantábrico.
54

5.8 Page 48

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De aquí arrancó su larga travesía apostólica, que había de
durar cuarenta años como Director, ocho como confesor y otros
ocho inválido, aparcado en la vía muerta de una ancianidad
inactiva, que no estéril ni sin méritos, Dios sabe en qué medida
cotizables.
Villaverde de Pontones fue su primer campo de trabajo
como Director de un pequeño aspirantado y algunos novicios
que estaban allí esperando a que la casa de Carabanchel estu-
viera a punto. Era la casa de Villaverde pequeña, provisional y
de malas condiciones sanitarias. «Los aspirantes se nos ponían
enfermos» diría después don Pedro, que no tuvo unos comien-
zos muy felices de directorado. Menos mal que su juventud y su
celo estaban por encima de cualquier contingencia.
El año 1904, perdida de vista Villaverde, de la que nunca
más se volvió a hablar, los novicios, desperdigados por varias
casas, se reunieron en Carabanchel en torno a don Pedro como
maestro. Comenzó al mismo tiempo un oratorio, sección que no
podía faltar en una obra salesiana. Era director de la casa don
Anastasio Crescenci. Al cabo de un año tan sólo, se variaba la
plantilla y se optó por nombrar Director y Padre Maestro a don
Pedro Olivazzo. Desde entonces y a pesar de no pocas variacio-
nes, Carabanchel se ha mantenido constantemente como casa
de formación y oratorio.
No es la casa primera ni la central de la Inspectoría, pero
bien se puede decir que es la casa matriz. ¡Cuántos salesianos
de esta Inspectoría y de las otras, en una u otra época de su for-
mación, han pasado por el paralelo de Carabanchel! Don Pedro
es uno de los «venerables» que han contribuido a darle la solera
que nadie le puede discutir. Los brazos abiertos del Sagrado Co-
razón sobre la cúpula de la contrafachada, a cuántos habrán
acogido y amparado. Allí vertió don Pedro los primeros sudores
de su fogosidad y trató de infundir en el corazón de sus forman-
dos las virtudes que le caracterizaban: el amor a la Virgen y a
Don Bosco, el celo por las almas, la adhesión a las Reglas y la
fidelidad a las tradiciones salesianas. Estas fueron sus constantes
por todos los sitios por donde pasó: Villaverde, Carabanchel,
Ciudadela, Baracaldo, Astudillo, Arévalo... Salvo el de Roca-
55

5.9 Page 49

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fort, todos los colegios estaban en pueblos. Acaso porque se tra-
taba de pueblos, le fue más fácil adueñarse de ellos.
Fue un verdadero dominio el que ejerció en el ámbito de las
casas, por su estilo de gobierno paternalista, dominador y santa-
mente totalitario. Le libraba del abuso y de la inculpación, su
rectísima intención y un celo que ningún miramiento era capaz
de atemperar.
Al año de estar funcionando el Noviciado en Carabanchel,
don Ramón Zabalo escribía como resumen de la Visita Inspec-
torial: «Reina el orden y la normalidad, tanto en las prácticas
religiosas como en la moralidad.» Y años más tarde, el último
del directorado de don Pedro, vuelva a decir: «Ambiente reli-
gioso y moral, satisfactorio. Oratorio floreciente llevado a cabo
por los clérigos y los coadjutores.» No era muy expresivo el tal
informe, pero se advierten los criterios que regían la buena mar-
cha de las casas.
No le faltaron dificultades en el mismo Carabanchel de los
albores, donde él iba forjando a los primeros salesianos a su
gusto y medida. Una carta de don Rinaldi lo da a entender —se
ve que se desahogaba con los Superiores Mayores—:
«Comprendo toda la pena de tu alma unida a la voluntad de
hacer el bien. Mira, querido Pedro: en la vida hay momentos in-
concebibles en los que la mente queda turbada, los hombres se
le ponen a uno en contra y parece que las buenas obras se esfu-
man. ¡Animo! Todo pasa.»
Donde hay sol, hay sombras, dice el proverbio. Las palabras
de don Rinaldi, tan confortadoramente paternales, reflejan las
sombras que le alcanzaban a don Pedro, Dios sabe por qué y a
vuelta de muchos consuelos y del buen sabor que le dejaron sus
años de Carabanchel.
Después de sus bodas de oro, en la sobremesa que se le de-
dicó en el Teologado, hacía mención de una escena que se le
quedó bien grabada. «... Aquí, estando yo rezando el breviario
cerca de la capilla, me pareció ver claramente a don Ernesto
Oberti. Me dijo que aquella misma madrugada, había muerto y
que estaba salvado...» Yo se lo dije a la comunidad, sin dar al
caso ninguna interpretación.
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5.10 Page 50

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Un telegrama, recibido a las pocas horas, vino a constatar
que era así...
Aquellos teólogos, nada proclives a la credulidad, lo creye-
ron así también.
En 1910, sin que sepamos la razón de un salto tan grande,
encontramos a don Pedro Olivazzo en la isla de Menorca, en la
pequeña población de Cindadela.
No es el caso de detenernos en la historia de aquella funda-
ción. Menorca es la tierra más oriental de España y Cindadela,
muy al Norte, es la capital religiosa de la isla. Tiene el atractivo
de esos pueblos que tienen Obispo y no tienen Gobernador.
Hay en ella resabios árabes y reflejos aristocráticos, dentro de
ser un pueblo labrador. Don Pedro entró en Menorca como un
brazo de mar. Esta isla que ha conocido la dominación árabe, la
inglesa, la francesa y la española, por obra y gracia de don Pe-
dro y en otro orden, conoció también la dominación salesiana.
Hizo de María Auxiliadora la Patrona de la isla. El 24 de mayo
reviste carácter de solemnidad; dejó bien organizada y flore-
ciente la Archicofradía de María Auxiliadora, la Pía Unión de
los Cooperadores y fundó la revista «Nuestro Auxilio», que lle-
vaba a las familias y, al parecer, la sigue llevando, la orientación
y la devoción a la Virgen.
Su preocupación no era sólo piadosa; también se extendía a
lo social. Fundó la Asociación de Antiguos Alumnos, que llegó
a ser floreciente y con ese matiz, y organizó la Sociedad de Soco-
rros Mutuos, muy oportuna en momentos de crisis por los que
atravesaba la economía de la isla. Se mantuvo mucho tiempo
con ese carácter y finalidad. Cuando falleció don Pedro, el año
1958, entre los telegramas de pesar, llegó uno del Obispado de
Cindadela. Al cabo de más de treinta años, todavía se le recor-
daba y se advertían las huellas que dejó en la «isla del sol na-
ciente».
El sol de su recuerdo y de su paso benéfico por la isla, no se
había puesto.
Y de Cindadela, a Rocafort, a las Escuelas de San José. No
estuvo mucho tiempo, pero dejó bien plantada la devoción a
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6 Pages 51-60

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6.1 Page 51

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María Auxiliadora y en marcha una Archicofradía pujante y vi-
brante de entusiasmo, como el fundador.
En 1920 llega a Baracaldo, no sin cierta nostalgia de las tie-
rras que dejaba atrás. Había trabajado mucho y con éxito y de-
jaba allí una parte de su vida.
Era duro, práctico y desprendido de adherencias sentimenta-
les; pero era sensible y humano. No es extraño que acusara el
cambio entre ambientes tan distintos. Se rehizo pronto, se situó
en la nueva parcela de su apostolado y siguió trabajando con los
mismos objetivos, el mismo estilo y hasta el mismo lenguaje,
tan peculiar en él. En su tiempo llega a su apogeo la devoción a
María Auxiliadora que ya otros habían introducido.
La estatua de piedra sobre el nicho de la fachada de la igle-
sia, en medio de una demostración apoteósica, las procesiones
multitudinarias de los 24 de mayo, la proclamación de María
Auxiliadora como Reina y Patrona de Baracaldo, las capillas
domiciliarias y la atmósfera que se creó en torno al colegio de
simpatía, de admiración y sensibilidad salesiana, son los frutos
de una labor abnegada, de una entrega sencilla y total de aque-
llos hombres que buscaban el bien de los hijos del pueblo y su
promoción integral: en lo humano, en lo profesional y en lo es-
piritual.
También aquí conoció don Pedro momentos de recesión
económica y de sombría situación: despidos de obreros, huel-
gas, revueltas. Don Pedro se hacía eco y clamaba angustiado:
«Confía, Baracaldo, en tu Reina en estos días de tribulación, de
amargura. Pronto volverá el trabajo a tus fábricas, que son la
maravilla del mundo entero y con el trabajo entrará nuevamen-
te la abundancia en tus casas y la paz en tus hogares...» Le afec-
taba también aquí la cuestión social y, a su manera, trataba de
solucionarla, bien que sin latiguillos demagógicos y sin fórmulas
de sofisticada sociología. Por todo ello se ganó el aprecio de los
baracaldeses y podía decir, ya al final de su vida, cuando las
ideas se le iban esfumando y no le quedaban más que vagos re-
cuerdos: «En Bagacaldo me queguián mucho.» No quererle, hu-
biera sido una ingratitud y una injusticia.
Astudillo, Penango, Bolengo —estos dos últimos, destinos
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provisionales durante la guerra civil española— y Astudillo de
nuevo llenaron sus restantes años de Director. Volvía de nuevo
a trabajar con las vocaciones y esta vez, con las vocaciones mi-
sioneras. Decir vocación misionera es decir una vocación más
acrisolada y lo más medular de la formación. De Astudillo los
aspirantes pasaban a Italia, para hacer allí el Noviciado, la Filo-
sofía y desparramarse luego por el mundo, en misión de misio-
neros, valga la redundancia.
De los muchachos que iban de Astudillo a Cumiana, decían
los Superiores sobre su preparación y su temple. «Acaso traigan
una menor preparación cultural que los de Italia; pero son mu-
chachos sin pretensiones, humildes, sacrificados y piadosos.»
Esas virtudes había tenido buen cuidado de inculcárselas don
Pedro Olivazzo. El ambiente, de suma austeridad, hasta de pe-
nuria, era muy a propósito para sacar tales candidatos a misio-
nes. Salían bien entrenados en el sacrificio. En la tranquila villa
En la tranquila villa palentina, don Pedro, además de cuidar
a los aspirantes, darles clase de Latín, de Religión, que él se en-
cargaba de acreditar y de exigir como asignaturas principalísi-
mas, atendía también al inomisible oratorio festivo, mantenía
vivo el culto de la iglesia de Santa María y convertía al pueblo
poco menos que en una sucursal de Valdocco. Fruto de ello son
las vocaciones salesianas salidas de Astudillo: más de medio
centenar entre salesianos y salesianas. Ninguna localidad la
aventaja en ese aspecto. La fama de don Pedro se adorna con
una referencia de milagro: «Un carro pasó sobre el cuerpo de
una niña sin hacerle daño, gracias a la intervención de don
Pedro, que invocó a María Auxiliadora en el momento del per-
cance.»
Cuarenta años siendo Director, habían creado en él una se-
gunda naturaleza.
¿Qué extraño es que le costara dejar de serlo? No era vani-
dad ni ambición lo que le apegaba al cargo; era una especie de
conciencia de elegido, de necesidad de emplearse en lo que le
parecía era su personal vocación: salesiano —director, como
otros eran salesianos, coadjutores, sacerdotes o cooperado-
res...—. Se decía maliciosamente que los Directores de enton-
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6.3 Page 53

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ees, cuando asumían el cargo, entraban en una especie de vida
perdurable. A don Pedro le debió pasar algo de eso, aunque
con una incuestionable y rectilínea buena voluntad.
En Atocha, Mohernando, Carabanchel, Estrecho, por donde
fue pasando a partir del 1942, era un salesiano más de la comuni-
dad: el confesor autorizado, siempre disponible, que pronuncia-
ba las absoluciones con énfasis y con cierto gozo, el que llegaba
el primero a la meditación, al comedor, al patio. Jugaba a las
bochas, tan en serio como si se tratase de un trabajo de respon-
sabilidad, y hablaba del pasado, no con demasiada añoranza ni
con cargante reiteración.
En 1947 fue destinado a Arévalo. Otra vez con aspirantes.
Era su destino, ésta vez su destino final. Pasó tres años norma-
les, cumpliendo a satisfacción su oficio de confesor bien experi-
mentado en la dirección de conciencias. Rezaba el rosario una y
otra vez y predicaba siempre que se le ofrecía ocasión y siempre
en su tono y con su temática.
En enero de 1950 fue a predicar Ejercicios a las Clarisas de
Rapariegos (Segovia). El día 21, mientras celebraba la Misa,
sintió un fuerte dolor de cabeza, tuvo un desvanecimiento y per-
dió la conciencia. Se trataba de una trombosis cerebral. El es-
fuerzo que hacía siempre que hablaba, poniéndose rojo, cerran-
do los ojos, apretando los puños y teniéndose que secar a cada
paso el sudor, le tenía que hacer terminar así. Predicaba con
toda el alma y con todo el cuerpo.
Aquel percance fue un verdadero accidente de trabajo pas-
toral.
En Rapariegos y aquella mañana de invierno, don Pedro
dejó de ser él.
Las personas longevas, como los días largos, también tienen
su ocaso y, a veces, demasiado largo y triste.
Desde entonces su vida no era más que tiempo mal vivido.
No era «compos sui», sino un sujeto que se mueve, vegeta, sien-
te y hace sentir.
Todos se desvivían por tenerle tan atendido como merecía; no
obstante, esa buena intención él no siempre la advertía y lo in-
terpretaba todo a su manera, unas veces chocante, otras veces
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disparatada hasta lo risible. Era un árbol gigantesco sin sombra,
un cóndor sin alas, con la lastimosa coincidencia de que, como
el cóndor que no puede ya volar se suicida, él también, en su de-
mencia senil, tenía conatos de violencia.
Su fuerte fibra monferrateña le permitió irse debilitando du-
rante ocho años, él que había pasado años y años sin la más
leve molestia. Esa misma fortaleza le hizo, a lo mejor, ser exce-
sivamente fuerte con los que no tenían una resistencia tan a
prueba como la suya. Algo parecido le había pasado con la
disciplina, la observancia, el trabajo, la virtud de los demás.
Había sido un entusiasta de los grandes salesianos, un imita-
dor a ultranza de Don Bosco. Como dijo alguien en el campo
de las Letras, «Bienaventurados nuestros imitadores, porque de
ellos serán nuestros defectos...» A lo mejor pasa lo mismo con
los santos.
Falleció don Pedro en la madrugada del 3 de febrero de
1958. Tenía ochenta y siete años de edad. Apenas saberse la no-
ticia, empezaron a llegar los testimonios de pésame de los Supe-
riores Mayores, de don Marcelino Olaechea, del antiguo alumno
que le saludaba siempre besándole la mano, de las casas por
donde había pasado, de la gente toda del pueblo, esos testimo-
nios postumos que recuerdan de golpe la importancia del difun-
to, cuando parecía que ya todo el mundo le tenía olvidado.
Aquella mañana Arévalo se levantó con un poco más de frío y
un poco menos de luz: la de los ojos cerrados de don Pedro azu-
les, vivos, abiertos siempre para advertir los fallos, ojos de in-
cansable asistente, de Argos salesiano...
En la sobremesa ya mencionada de sus Bodas de Oro Sacer-
dotales, nos contó también que una vez, estando en Bolengo,
durante la pausa de nuestra guerra, «una noche se sintió de
pronto invadido de una extraña sensación de bienestar, una sen-
sación que no podía explicar; sólo decir que era extremadamen-
te deleitosa, como una ráfaga de beatitud...». Tal vez no cono-
ciera los versos de san Juan de la Cruz que recuerdan una situa-
ción parecida:
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«Éntreme donde no supe
y quédeme no sabiendo
toda ciencia trascendiendo...»
Desde el día 3 de febrero de 1958, día de San Blas, el santo
de las gargantas bien timbradas, sin defectos guturales como el
que le aquejó a él toda la vida, don Pedro estará ya en la celestial
mansión de la que ya no hay riesgo de salir.
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PEDRO ROBLES DÍAZ
Sacerdote.
Nació en Málaga el 1-III-1932.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1951.
Sacerdote en Carabanchel Alto (Madrid) el 24-VI-1959.
Falleció en Madrid el 6-H-1964.
De Pedro tenemos demasiadas pocas cosas que decir, para lo
que hubiera dado de sí, de no haberse malogrado. Prometía
más de lo que tuvo tiempo de hacer.
Su muerte fue una muerte casi anunciada por él mismo. Te-
nía el presentimiento de que iba a morir joven, apenas llegado
al sacerdocio. Si lo hubiera dicho entre sus compañeros, se lo
habrían tomado a broma de mal gusto y romántico. Tan entero,
ágil, deportista y bien portado le veían.
Nació el 1 de marzo de 1932. Nació con el año, un año de
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República recién estrenada y estrenada ya para aquellas fechas
con peripecias nada lisonjeras.
Hacía pocas semanas que se había proclamado la Constitu-
ción de 1931 y estaba en marcha el bienio de Azaña, entre otras
facetas, desarticulador del ejército. El padre de Robles era mili-
tar y tuvo algo que ver con las medidas más que de reforma, de
desmoche, que emprendió el intelectual metido a político.
Nació Pedro en Churriana, aledaño de Málaga, la ciudad lu-
minosa del Mediterráneo, ciudad moliciosa, alegre y perfumada
de rosas, lilas y claveles a granel. Su infancia primera transcu-
rrió a orillas del mar, a la sombra de magnolios, palmeras, euca-
liptus y araucarias. No era el ambiente más propicio para des-
pertar vocaciones. Más que el ambiente exterior le ayudó el cli-
ma de la familia, cristiana y austera. Su madre se llamaba Pilar
y su padre Enrique.
Murió joven y en plena carrera militar. De ese hecho tal vez
sacaría Pedro su presentimiento de muerte temprana. Y este
mismo presentimiento orientaría su vida y le ayudaría a madu-
rar su resolución, la misma que alguna vez oiría comentar de
san Francisco de Borja a catequistas y predicadores: «No quiero
servir más a señor que se me muera.» En realidad, poco tiempo
había tenido de servirle.
Entró como alumno interno en el Colegio de Santa Bárbara,
colegio para huérfanos de militares. Estaba situado en Caraban-
chel Alto y eran capellanes los Salesianos del Teologado. Don
José Antonio Rico, don Casto Moro, don Tobías y don José
Luis Bastarrica fueron pasando en turno rotatorio como iban
pasando también por otros centros y comunidades. Era una de
las incumbencias de aquellos sacerdotes, dedicados a la ense-
ñanza y a la pastoral.
Don José Luis fue el que le conoció más a fondo, le orientó
en el «discernimiento de espíritus» y en la elección de estado.
El caso es que Pedro, que era un aspirante más a cadete,
muchacho normalísimo, de buen temple, piadoso sin exageración
y deportista, lo pensó bien y cambia la Academia General por
el Noviciado.
Lo hizo en Mohernando, el año 1950-51, bajo la dirección de
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don José Arce. De todos es conocido el estilo de don José y su
manera de hablar y tratar.
A Pedro, a propósito de su extracción militar, le llamaba
«teniente arruinado.» El recibía el piropo con aire festivo.
Estudió la Filosofía un poco por libre y por breve, ya que los
otros estudios los tenía hechos y aprobados.
El Trienio lo pasó en Salamanca, en el Colegio de María
Auxiliadora. Ya no eran los tiempos de la «edad de hierro» que
le habían dado fama de disciplina a ultranza, pero todavía con-
servaba prestigio de colegio de orden y altura de estudios.
Cuando Pedro hizo el Trienio formaban parte del personal sale-
siano 14 clérigos. El Inspector, que a la sazón era don Emilio
Corrales, muy encariñado con el colegio, solía mandarlos esco-
gidos. Pedro era uno de los clérigos más responsables y menos
conflictivos.
Como tenía experiencia de colegial, llevaba a los chicos con
naturalidad y sin ninguna estridencia. Era serio, pero compren-
sivo. Trataba a los alumnos con consideración, era comunicativo
con ellos, más de lo que se estilaba en general y tenía fama de
buen futbolista.
Una vez, haciendo la lectura después de la misa, desde el
pulpito, tuvo un lapsus. En una anécdota en cuestión, cambió la
palabra asombro por la palabra «sombrero». Y con el sombrero
de todos —leyó—, se marchó, para el pueblo.
Todos se dieron cuenta de la facha que tendría el tal sujeto
con el «sombrero de todos», Pedro mismo se corrigió y el error
causó la hilaridad general. Al salir de la iglesia y en el comedor,
todos coreaban el desliz.
Pedro lo rió también, sin sentirse contrariado. Entre los chi-
cos, el error hubiera dado lugar a una rechifla, si se hubiera tra-
tado de otro.
En cierta ocasión una madre vino a quejarse de un castigo
que don Pedro había impuesto a su hijo. El Director llamó a
Pedro y le pidió explicaciones. Sin que él supiera que la madre
le estaba escuchando, las dio tan correctamente y en unos térmi-
nos tan razonables, que el Director le hizo ver a la querellante:
—Usted me dirá si un profesor que se explica de esa mane-
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6.9 Page 59

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ra, sin saber que estaba usted delante, no es responsable y co-
medido en lo que dice y en lo que hace. Ella se quedó convenci-
da.
Volvió a Carabanchel para estudiar la Teología. Otra vez se
encontraba en el Carabanchel de sus comienzos y con el que ha-
bía sido su capellán y ahora era profesor de Moral: don José
Luis Bastarrica.
Le conocía por dentro y por fuera. «Tenía —dice de él— un
carácter jovial, noble, bueno de verdad. Desde los años de colé-
llevaba al día sus apuntes espirituales, que alguna vez me
dio a leer. En ellos se reflejaba un alma bondadosa, sincera y
transparente como el cristal.»
Fue destinado al Colegio de Ferroviarios, encargado de los
de la RENFE. Era un
con funcionamiento y
disciplina propios. No tenía
de fácil ni de ser un aliciente
para la buena marcha general del colegio. Pedro tuvo que pechar
con ellos, que no le hicieron del todo felices los dos primeros
años de sacerdocio. No eran los alumnos llevaderos del Colegio
de María Auxiliadora.
Fue destinado al año siguiente al Colegio de San Fernando,
como Consejero de la sección profesional. No tuvo tiempo de
hacerlo mal ni de hacerlo todo lo bien que, en su seriedad, se
había propuesto. Con obediencias demasiado movibles y cortas
a él y a. cualquiera les pasaba como a las avellanas: no daba a
tiempo a conocer si eran fruto o madera. Volvió al cabo de un
a Ferroviarios. Esta vez con la doble encomienda de ayudar
al Colegio y hacer la carrera de Ciencias Físico-Químicas en la
Universidad Central.
Su deseo y su proyecto eran, una vez terminada la carrera
que emprendió con gusto y no sin provecho, continuar en el Co-
legio,
de lleno a los alumnos y elevar el nivel intelec-
tual y humano de aquellos chicos.
«Algunos quieren
para ser conocidos y esto es vani-
dad. Otros quieren saber por saber y realizarse, diríamos ahora,
y esto es justicia.
Otros quieren saber poder enseñar y esto es caridad.»
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6.10 Page 60

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Eso le movía a Pedro Robles. La pena fue que no pudo reali-
zarlo.
Llevaba unos meses estudiando. El día 2 de febrero, fiesta
de la Candelaria, se metió en cama aquejado de gripe. Eso pa-
recía a él, a los Salesianos y al médico. Le recetó los remedios
corrientes y medicinas al caso.
Por aquellos días tenía un examen que le interesaba no per-
der.
Fuera que las medicinas no fueran las indicadas para él,
—por aquello de que no hay enfermedades sino enfermos— o
fuera que él se sobrepasara en la aplicación de la dosis, el caso
es que la reacción fue fatal y de una gravedad irreversible. En
cuatro días la pujanza de su juventud y su fortaleza de piedra y
de roble, a la que hacía alusión su nombre y su apellido, queda-
ron abatidas. No hubo tiempo más que de advertir la gravedad
y de aplicarle los auxilios espirituales. Eso sí, todos y con entero
conocimiento de él.
,
Oyó una misa «in extremis» que don Alejandro celebró en la
capilla de la enfermería, se confesó, recibió la Unción de los En-
fermos y se le leyó la recomendación del alma. No quedaba
nada que hacer en lo temporal ni quedaba nada por hacer en lo
espiritual.
Los alumnos que estaban en la enfermería, apenas se dieron
cuenta del proceso. Recibieron con consternación la comunica-
ción del increíble desenlace. Don Pedro Robles acababa de fa-
llecer. El dolor de todos fue inmenso.
Fueron pasando por la capilla ardiente; los mayores pidie-
ron, por favor, que se les dejase velar el cadáver junto a los Sa-
lesianos y los familiares.
Menudearon las confesiones y las comuniones en sufragio
del querido difunto y la impresión y el efecto fueron tan hondos
como si se tratara de unos Ejercicios Espirituales. La muerte de
don Pedro fue el gran revulsivo.
Los funerales fueron solemnes y concurridísimos en el Cole-
gio de Ferroviarios, en el Colegio de Málaga a donde fue con-
ducido el cadáver para depositarlo en el panteón familiar, y en
el colegio salesiano de Estrecho, donde los profesores y alum-
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7 Pages 61-70

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7.1 Page 61

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nos de la Universidad le ofrecieron también una Misa el día 7.
Sufragios bien copiosos le acompañaron. No era para menos, se
lo merecía el buen amigo, el celoso salesiano y el joven sacerdo-
te de tan prometedoras condiciones.
El poeta Francisco Villaespesa dedicó un soneto a un joven
artista. Lo termina con un terceto así:
«Que nunca tu sonora juventud tenga ocaso.
Y que el amor y el arte arrojen a tu paso
un manojo de rosas y un ramo de laurel»...
En un tono menos poético, igualmente sentido y más cristia-
no, todos los que conocimos a Pedro y le guardamos el aprecio
que nos mereció, pedimos a Dios que le tenga en su seno y le
premie lo hizo y sobre todo, el bien que quiso hacer y que,
con el tiempo y la ayuda de Dios, habría hecho.
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7.2 Page 62

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ÁNGEL VIDAL LOSADA
Coadjutor.
Nació en Lugo el 1-111-1898.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-VII-1916.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 10-11-1917.
Una vez más tenemos que dedicar el apunte a un salesiano
joven fallecido en Carabanchel. ¡Cuántos van ya! La muerte pa-
rece haberse cebado en esta Casa. Han muerto en ella Salesia-
nos de todas las edades, pero principalmente jóvenes. Todos pa-
rece que eran ejemplarmente buenos, candorosos y predestina-
dos.
Ya suponemos que no eran sólo razones providenciales y de
mística las que empujaron a una muerte prematura y lamentable.
Mediaban otras tristemente coyunturales.
Aunque no sea rigurosamente exacto el diagnóstico de un tes-
tigo de aquellos años de Carabanchel, vivo en la actualidad y de
69

7.3 Page 63

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mucho crédito, la penuria material tuvo su buena parte de cul-
pa.
«Los inquilinos de la Casa —dice textualmente— estaban to-
dos desnutridos, demacrados y macilentos...» Tómese como se
quiera este juicio menos por calumnioso, disparatado y falso
testimonio. «Nuestra vida en Carabanchel —añade— transcu-
rrió así todo el año: en un ambiente de verdadera penuria eco-
nómica y pobretería...» Téngase en cuenta que eran los años de
los comienzos de la Casa, siempre apretados y que coincidían
con los años álgidos de la guerra mundial. Nos referimos al año
1917, que fue el del fallecimiento de nuestro biografiado, Ángel
Vidal Losada.
Nació en Lugo, 1 de marzo de 1898. Año de desastre y malas
calendas.
Se quedó huérfano a los pocos años. Un tío suyo se hizo car-
go de él.
Deseoso de darle una educación segura y cristiana, le llevó
al Colegio de Vigo (San Matías).
Hizo los estudios elementales, con buen resultado, y conti-
nuó haciendo el Magisterio, en la noble intención de ser un día
maestro salesiano. Eran los indicios de su vocación.
Fue a Carabanchel para hacer allí el Noviciado. Terminado
satisfactoriamente el año de prueba, emitió sus votos trienales el
26 de julio de 1916.
Los Superiores ya hacían planes sobre él. Virtuoso, inteli-
gente y preparado, podía dar buen juego en cualquiera de los
colegios de la Inspectoría, todavía tan en formación.
Le mandaron a Sarria para perfeccionarse en la música. Sólo
estuvo allí dos meses. Un catarro maligno vino a frustrar los
planes suyos y de los Superiores y a sembrar en su organismo en-
deble el germen de la enfermedad vitanda que debía conducirle
a la muerte.
La dolencia era larga, lenta. Arruinaba el cuerpo, pero des-
pejaba la mente. No quitaba la capacidad de pensar ni las ganas
de vivir. En todo el tiempo que duró, varios meses, no se le es-
cuchó una queja de irresignaeión o de impaciencia. Parecía que
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7.4 Page 64

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la fiebre se convertía en fervor y ponía en temperatura su pie-
dad, su delicadeza y su espiritualidad.
Comulgaba regularmente los- jueves y los domingos, que
eran los días de comunión permitida.
El día 1 de febrero recibió la Extremaunción y al día si-
guiente, día de la Purificación de Nuestra Señora, al terminar la
función de las Candelas, se le administró el Viático, solemne-
mente, con toda la comunidad delante y con las velas recién
bendecidas de la ceremonia en sus manos. El paciente comple-
taría el rito y haría suyas las palabras del Anciano Simeón:
«Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz...» Un sier-
vo de pocos años y tan lúcido y consolado como Simeón...
«¡Qué satisfacción y santa alegría en el querido enfermo!»,
dice la carta mortuoria. «Todos quedaron edificados. A todos
hablaba de Don Bosco y de María Auxiliadora...»
Había pedido a la Virgen la gracia de morir en un día consa-
grado a Ella.
Y así fue. El sábado, 10 de febrero, sobre las nueve de la
mañana, la hora en que dan comienzo los trabajos normales,
plácidamente, expiraba en el beso de Dios.
Firmaba la carta don Honorato Zóccola, Director de la casa
de Carabanchel, hombre probo y sencillo, salesiano de la prime-
ra hora, cocido en el horno de Valdocco y pan bueno moldeado
por Don Bosco. El también fallecía al poco tiempo, un año más
tarde, cuando contaba sólo cuarenta y un años de edad.
La muerte pasaba una y otra vez por Carabanchel, el de en-
tonces.
Ahora parece que sus visitas son más espaciadas, más tene-
brosas y sin aquel halo de luz, de ejemplaridad y de consuelo de
aquellos tiempos heroicos y santos.
¿Será que la muerte se ha hecho también distante y
esquiva...? Nadie tendrá a
alturas noticia ni de la vida ni
de la muerte de este salesianito, Ángel Vidal Losada. Sirva
apunte deshilvanado para repetir el nombre de un
de los que nos han. precedido y allanado nuestro camino. El se
dé por recordado y sacado de alguna
de un injusto olvi-
71

7.5 Page 65

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do. Cada uno de estos salesianos lejanos y sin historia podía de-
cirnos a cada uno de nosotros entre ruego y mandato: «Di tú
que he sido...»
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7.6 Page 66

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RICARDO FERNANDEZ GUTIÉRREZ
Clérigo,
Nació en Baracaldo (Vizcaya) el 3-IV-1901.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 24-VII-1919.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 17-11-1921.
Ricardo era
de
Ramón Zabalo en su
vocación desde muy
la
tiempo
de
Su carta mortuoria, breve, sin
bió don Marcelino Olaechea,
don Ramón Zabalo.
Cruzando la
del Cantábrico al
Campello.
de los
de
Director. Sintió la
sin
y
tuvo
y con cariño, la
y vocación de
se
de a mar,
el
en
73

7.7 Page 67

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A Carabanchel vino, para comenzar su noviciado, en 1918.
Fue su padre maestro don Antonio Castilla, catequista de la
casa al mismo tiempo. Eran 34 novicios, 20 clérigos y 14 coadju-
tores. Entre sus compañeros se encontraban don José Arce, don
Leandro Ayuso, don Nazario, don Gabriel Martín y el señor
Codera. En las familias cuentan para la educación no sólo los
padres, también los hermanos; en la formación cuentan igual-
mente los compañeros. ¿Cómo no iban a influir individuos que
después habían de adquirir una personalidad como la que evo-
can esos nombres tan respetables?
Hizo su noviciado con aquel afán de quien sabía que del no-
viciado se tiene que salir transformado en otra persona: «Exi
alius.»
«Poco dura la alegría en casa del pobre.» A los seis meses
nada más de hacer la profesión, cuando se encontraría entre-
gado con ardor al estudio y al trabajo de la Filosofía, le asaltó
una enfermedad penosa y entonces fatal e incurable en gran
parte de los afectados: la tuberculosis.
Todo el resto de su breve vida lo ocupa ya la enfermedad: el
sacrificio y el ejercicio de virtudes a que da lugar.
En sus años anteriores había dado pruebas de ser reflexivo,
amante del trabajo, sociable hasta hacerse querer de los compa-
ñeros. Con el Superior era dócil y abierto, «como para permitir-
le conocer todos los secretos de su corazón». Tenía las condicio-
nes recomendables para un gran «formando» y para haber llega-
do a ser un salesiano equiparable a los que habían de ser varios
de sus compañeros. La enfermedad le probó bien duramente y
le permitió dar muestras de una resignación admirable. Su pie-
dad se hizo más profunda y convencida, no dejó que su ánimo
se abatiera ante los dolores, la soledad obligada y las contraindi-
caciones de una enfermedad «vitanda».
«Fue un pequeño don Beltrami», decía el padre maestro.
Ejerció, a su manera, el apostolado del sufrimiento con toda la
intensidad de un jovencito que tiene alma limpia, fervor de ele-
gido y sensibilidad de artista. Todo ello en la flor de los años.
«No dudo —dice don Marcelino Olaechea— de que sus ora-
ciones y sufrimientos habrán sido fuente copiosa de gracias para
esta casa.»
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En su delicadeza, lamentaba el trabajo que estaba dando al
enfermero y los gastos que originaba su enfermedad. Todo lo
que se hacía con él le parecía excesivo, como si no se hiciera en
justicia.
«En los trece meses que duró su enfermedad, se puede asegu-
rar que no tuvo más voluntad que la del superior.
El primer día del mes de san José, cuando en la capilla iba a
comenzar el ejercicio, me acerqué a su cabecera con otros sacer-
dotes de la casa. Le pregunté:
—Ricardo, ¿quieres que te recomiende el alma al Señor?
—Como usted quiera, contestó con poca voz y mucha afabi-
lidad. Fueron sus últimas palabras.»
Apenas terminar de rezar las letanías y el rosario. —¡Qué
oportuna se hacía la súplica «ahora y en la hora de nuestra
muerte...»!—, su vida se apagó y entregó su alma a Dios, que
nos lo había dado para que nos sirviera de ejemplo de grandes
virtudes.
Cabía preguntarse ante el ejemplo de una vida tan joven y
tan lograda:
«¿Somos los hombres de hoy aquellos niños de ayer?»
La casa de Carabanchel se habrá levantado, tan venerable
ella, sobre el trabajo y la acción de muchos salesianos beneméri-
tos y también no menos sobre la pasión y los sufrimientos de
otros, como este jovencito, del que apenas nos queda más que
el nombre y un halo de recuerdo. Don Marcelino, que al escri-
bir su carta mortuoria, lo haría con el sentimiento hacia un hijo
y a un paisano malogrado, termina: «Su recuerdo permanecerá
imborrable entre nosotros.» Bien podemos creer que no era una
promesa fácil llamada a perecer al poco tiempo. «Cuando digo
siempre, entiendo decir hasta mañana...»
Juan Pablo II escribió en 1981 un documento titulado «Dolo-
ris salvifíci».
Desarrolla el valor salvífico del dolor y la fuerza evangeliza-
dora del sufrimiento. Esa misma doctrina la encontramos asimi-
lada e inculcada vitalmente por Ricardo y por cuantos han teni-
do, como él y cerca de nosotros, un final parecido y tan ejem-
plar.
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7.9 Page 69

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FELIPE DIEZ FERNANDEZ
Sacerdote.
Nació en Los Tremelios (Burgos) el 26-V-1898.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VIM918.
Sacerdote en Campello (Alicante) el 19-VI-1927.
Falleció en Madrid el 22-11-1974.
El semblante de don Felipe, para los que no tuvimos ocasión
de tratarle muy de cerca, reflejaba sencillez y «bonomía». Eran
las virtudes de su terruño, los Tremelios, un pueblecito próximo
a Burgos, de clima duro y suelo pobre, cercano al páramo y re-
montando la ruta de los faramontanos. Su padre era el maestro,
cuando un maestro no es un funcionario bien pagado, sino un
empleado menesteroso. Se le murió a los cinco años. «Desde
entonces, dice el mismo don Felipe, anduve como un cordero
sin pastor.» Un cordero que acabó por entrar en el redil de la
Congregación.
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7.10 Page 70

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Se inclinaba hacia la Iglesia, pero no quiso hacerse maris-
ta. Huyó de un reclutador de vocaciones de esa congregación.
En cambio, no opuso ninguna resistencia a irse con los Salesia-
nos, cuando conoció a don Enrique Sáiz, que fue quien le llevó
a Carabanchel. Buen introductor .tuvo. Rozaba ya los quince
años. Cuando le expuso a su madre el propósito, ésta lo sintió,
porque el muchacho estaba ya en edad de empezar a ganar y
ella lo necesitaba. No obstante, como buena cristiana, se resig-
nó y le dejó marchar.
«El 24 de septiembre de 1913 —seguimos la relación del mis-
mo don Felipe—, a las cinco de la tarde, entré en Carabanchel.
Fui recibido con mucho cariño por todos los Salesianos.» Mu-
chacho humilde, de pocas pretensiones y buena memoria, así de
presentes tenía el día, la hora y las circunstancias de su primer
encuentro con el mundo salesiano.
Hizo el primer año de aspirantado en Carabanchel y lo con-
tinuó en Campello.
Volvió a Carabanchel para hacer el Noviciado y la Filosofía;
en Madrid y Alicante el trienio, que forjaba a los clérigos, les
descubría la vida salesiana y hacía encariñarse con ella. Como
Campello y Carabanchel se repartían todo el tiempo de forma-
ción de los salesianos de entonces, a Campello volvió a hacer la
Teología. Celebró su Primera Misa en Alicante y allí rompió las
primeras lanzas como sacerdote y predicador. El primer sermón
lo preparó mucho, le salió entonado y pomposo. El mismo lo
reconoció y se hizo para lo sucesivo la advertencia de Don Qui-
jote: «Llaneza, muchacho, llaneza. Baja el tono y no te encum-
bres.» Después procuró ser más breve, más sencillo y más al al-
cance de todos.
Siguiendo sus pasos, le vemos cinco años en Valencia, uno
en Barcelona; dos en Pamplona, después de la guerra, a donde
volvió después de otros cinco años pasados en Alicante. La
mala salud le obligaba a
y desandar destinos.
Esa misma razón le obligó a cambiar de Inspectoría y venir a
en 1945.
Hombre de tierra adentro, le sentaba bien el clima de la ca-
pital. Aquí pasó los restantes, uno en La Paloma y diecio-
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8 Pages 71-80

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8.1 Page 71

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cho en Ferroviarios. Esas fueron las metas de su peregrinación,
una peregrinación sin ruido y sin espectacularidad. Don Felipe,
como las personas honradas, tiene poca historia, pero respeta-
ble.
Los datos que transcribimos se los debemos a El mismo. Al
incorporarse a filas, en enero de 1939 y en vísperas de una ope-
ración, se creyó en el caso de consignar sus datos personales.
Fue una previsión y una delicadeza que le tenemos que agrade-
cer. La movilización resultó breve y sin azares, porque no que-
daban más que dos meses de guerra, y la operación fue sencilla,
pero los datos que nos dejó han servido para hilvanar su biogra-
fía. Las notas personales que nos dejó son objetivas, estricta-
mente objetivas, sin nada de autoalabanza y ninguna valoración
sobre personas o hechos.
No tenemos datos para pensar si tenía o no profunda inteli-
gencia, sí tenía mala salud, clara memoria, bondad de carácter y
conciencia de religioso observante y sufrido. Sus achaques los
soportó él sólo, incluso la última enfermedad.
Fue una pulmonía que él soportó como un resfriado corrien-
te y que degeneró en un fallo de corazón. El resfriado degeneró
en pulmonía y la pulmonía, mal curada, provocó una asistolia.
Una enfermedad sufridamente prolongada y una muerte rápida,
inesperada, a no ser por él, que la vería venir en secreto, como
en la letrilla de santa Teresa: «Ven, muerte tan escondida, que
no te sienta venir...»
Murió el 22 de febrero de 1974. Al funeral asistió toda la
institución de Ferroviarios, Directores y Salesianos y Salesianas
de Madrid. Don Felipe presidía la ceremonia «corpore insepul-
to». Nunca se había visto centro de tanta reunión y atención.
La casa de Ferroviarios le pagaba con una despedida así, su
permanencia de dieciocho años, su colaboración como bibliote-
cario, maestro, asistente a su manera y, sobre todo, confesor.
«Durante dieciocho años, siempre he estado a disposición de
todos en el confesonario.» Ya es bastante servicio ese que per-
mite observarlo todo desde una rejilla, aunque obligue a no re-
mediar nada exteriormente. El confesor es un agente de manos
atadas.
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Como bibliotecario era escrupuloso en cuidar los libros, y en
hacer notar lo que pudiera aparecer inconveniente en imágenes
o doctrina.
Como religioso era fiel, nada mundano, ni complaciente con
lo que tuviera asomos de mundano.
Como confesor, no sabemos si conocía la doctrina de don
Cafasso pero el mensaje y un altísimo aprecio de este sacramen-
to, sí que lo tenía.
Dieciocho años en una casa entregado a este ministerio sin re-
servas, más que metido, fundido en el confesonario, hace apli-
cable a él el testimonio del preclaro protector y asesor de Don
Bosco: «... Un sacerdote con fe se siente encendido en deseos
tan ardientes de administrar este sacramento, que casi llega a
clavarse en el mismo, olvidándose de los demás, incluso de sí
misino...». Es interesante el testimonio de un experto en confe-
siones, en un tiempo de confesión en baja.
Don Felipe Diez lo entendía así. A eso debería en parte la
apariencia de placidez final, nada desfigurado, transpirando paz,
esbozando casi una sonrisa de benevolencia y de satisfecha tran-
quilidad.
Parecía proclamar sin palabras la novena bienaventuranza:
«Bienaventurados los justos que mueren en el Señor...»
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VALENTÍN CUEZVA GÓMEZ
Clérigo.
Nació en Ubierna (Burgos) el 14-11-1890.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 31-VII-1912.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 5-III-1914.
En 1914 la casa de Carabanchel llevaba ya una decena de
años de existencia. Era a la sazón Director por segunda vez el
inolvidable don Anastasio Crescenzi, cuya vida estuvo tan vin-
culada a esta casa.
Acogía entonces bajo su reducido techo a los novicios, en
número aproximado de una docena, a los filósofos, desde 1912
a los teólogos de esta Inspectoría y al primer curso de aspiran-
tes, además del Oratorio, que ha sido una de sus actividades
permanentes. Estaba bien aprovechado el espacio, que no era
sobrado y se fue ampliando a través de sucesivas etapas.
Como Director de todo el seminario, don Anastasio tuvo
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que escribir la carta mortuoria de este joven, que no pasó de la
profesión primera. Poco podía decir que no fueran los datos
obligados y generales; poco pero suficiente.
Había nacido Valentín en Ubierna, pueblecito cercano a
Burgos, pequeño pero rico en vocaciones valiosas. El apellido
Cuezva, como el de Sáiz y el de Arce, aparecería en bastantes
elencos de la Congregación.
Nació Cuezva en 1890 y entró en el aspirantado de Campello
a los diecisiete años como aspirante, como «hijo de María», que
se decía entonces.
Fiel a sus buenos principios de familia y de buen ubiernés,
Valentín dio pruebas de buena conducta, seriedad, diligencia en
los estudios y se hizo notar, sobre todo, según el informe del
Director, «por su heroico espíritu de sacrificio» en los trabajos
que se le confiaban. Eran las mismas notas de tantos muchachos
de la misma procedencia. Hay cualidades que se heredan.
Fue admitido al noviciado en Carabanchel el 30 de julio de
1911. Lo hizo con todo el empeño, tanto, que «fue uno de los
más fervorosos», dice don Anastasio, de cuya veracidad estamos
seguros. Una enfermedad crónica le impidió pronunciar los vo-
tos al final de la prueba. Se le mandó un año a su pueblo, para
ver si allí, en el clima sano y fuerte de Ubierna se reponía. Fue
inútil la medida. Tras un año de grandes sufrimientos, vuelve a
Carabanchel. Allí el mal se recrudece y le reduce al extremo.
Convencido de que su muerte era cierta e inminente, se conten-
taba sólo con morir en la Congregación, se contentaba y se con-
solaba.
Rezaba por los Superiores, ofrecía su vida por el aumento
de las vocaciones y pedía a María Auxiliadora que mandase a
otro en su lugar. Mejores disposiciones no se le podían pedir a
un joven salesiano, émulo de don Beltrarni y de tantos otros,
«en olor de holocausto», muertos antes de tiempo.
Recibió los últimos auxilios espirituales y tuvo el consuelo de
emitir sus votos religiosos «in artículo mortis», el día 5 de mar-
zo de 1914. No llegó a conocer el suceso de aquel aciago año: el
estallido de la primera guerra mundial. Para él se abría sólo el
silencio, el silencio y la paz.
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Los votos fue lo último que hizo en su corta vida; se quedó
en los umbrales de la vida salesiana y voló, literalmente, «de la
celda al cielo».
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MARZO
Día Año Condición Nombre y apellidos
5 1914 Clérigo Valentín CUEZVA GÓMEZ
7 1987 Sacerdote Vicente RÍOS SERRANO
21 1971 Clérigo Carmelo BERZOSA NAVAZO
27 1978 Coadjutor Blas GALLO ROBREDO
Edad Página
24 83
81 86
27 96
33 100
81

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VICENTE RÍOS SERRANO
Sacerdote.
Nació en Tener (Zaragoza) el 2-IV-1906.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 10-X-1930.
Sacerdote en Salamanca el 8-IV-1939.
Falleció en Madrid el 7-III-1987.
Se escribe este apunte el día 24 de diciembre, día de Noche-
buena. Navidad es fecha propicia para pensar en la presencia di-
vina y en las ausencias humanas.
Hace tres años don Vicente pasó la Nochebuena en esta casa
de Mohernando. Fue la última que celebró. Vino con el señor Ins-
pector y nos alegró con su compañía.
A decir verdad, no estuvo muy locuaz ni todo lo alegre que
pedía la ocasión.
Estaba muy preocupado con volver al día siguiente a tiempo
para la Misa de la capellanía. Tanto, que el señor Inspector
tuvo que acelerar el regreso por ese motivo.
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Don Vicente Ríos nos suena a todos los que le hemos cono-
cido como hombre singular, una especie de institución. Con su
fotografía delante, nos parece estar ante el hombre bueno, lla-
no, ingenuo y un poco pillo. El don Vicente de tantas andanzas
y tantas anécdotas, unas verdaderas, otras más o menos agran-
dadas, incluso por él mismo. Era un tipo admirable en muchos
aspectos y un poco divertido en otros. Calvo o con el pelo ralo
desde muy joven —ya en Salamanca, los chicos le llamaban «pe-
lines»— la voz gruesa y gangosa, la lengua trabada y el acento
inconfundiblemente aragonés. Su andar y su porte, aun antes de
ser viejo, no eran esbeltos. Se podía decir de él: «Ya conocéis
mi torpe aliño indumentario...» Y bajo esos defectos de forma,
un alma grande y un corazón noble.
Al cabo de dos años de su muerte, no tenemos para él más
que elogios y buen recuerdo. Se le puede definir diciendo de él
que era un hombre que lo encajaba todo: las obediencias difíci-
les y trabajosas, los papeles deslucidos, los desaires y las bro-
mas: como la tierra permeable y arcillosa de Aragón, una gran
capacidad de aguante.
Nació en Terrer (Zaragoza) al lado del Jalón, el 2 de abril
de 1906.
El pueblo era grande y agrícola, en el bajo Aragón. Se que-
dó sin padre a los pocos meses de nacer y su madre tuvo que
industriarse para sacar adelante a Vicente y a dos hermanos ma-
yores que él. Tenía un estanco-comercio de esos que en los pue-
blos hacían de supermercados en miniatura. Contaba don Vi-
cente que, cuando aún no tenía diez años, iba y venía a Calatayud
con un carrito. Allí compraba el pan que luego vendía en Te-
rrer. De aquellos años de comerciante infantil sacó don Vicente
sus hábitos de trabajo infatigable, de pequeño economista y
también a veces, su habilidad para la trampa, aunque siempre
una trampa menor y con buen fin.
Como el negocio de Terrer no daba para todo, don Vicente
tuvo que salir del pueblo y buscar una colocación en Madrid.
Entró de dependiente y mozo de recados en una tienda de ar-
tículos de ortopedia, de las varias que todavía funcionan en la
calle Carretas. Se llamaba «Casa Galeón». Vicente cumplía su
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8.9 Page 79

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nuevo oficio. Antes se ganaba el pan comerciando con pan;
ahora detrás de un mostrador de más categoría, tratando de co-
nocer y «trabajar», como se dice en el argot comercial, los raros
instrumentos de ese comercio. ¿Cómo se desenvolvería el mu-
chacho de Terrer con los clientes de dolencias extrañas y con
exigencias no siempre fáciles de contentar? En esa edad tan in-
teresante y difícil, entre la pubertad y la adolescecia, perdido en
el Madrid de los años 20, él se comportaba como un empleadito
modoso y cumplidor que se hacía querer de los dueños. A lo
mejor tampoco faltaba algún subalterno desconsiderado que le
hacía objeto de bromas y brusquedades, por aquello de que
«siempre han de ser más comedidos los señores que los cria-
dos».
Una tía de don Vicente, avecindada en Madrid, le hacía de
tutora y matrona.
Era archicofrade de María Auxiliadora y ella le encaminó al
oratorio festivo de Atocha. Conoció a don Félix González y al se-
ñor Urtasun, el «señor Pichirichi». Los dos, salesianos muy caracte-
rizados; uno sacerdote y Director y el otro animador de Orato-
rio, le aficionaron a la Congregación Salesiana y despertaron su
vocación. Fue como aspirante a Béjar, pasó al año siguiente a
Astudillo y por fin, cuando se asentó definitivamente el aspiran-
tado, al Paseo de Extremadura. Vicente era ya mayor, en com-
paración con los otros aspirantes, un poco duro para los estu-
dios, pero responsable y formal. Le confiaron el cargo de des-
pensero y enfermero. Ya comenzaban a caer sobre él las enco-
miendas. Le daban trabajo y le quitaban tiempo para los estu-
dios, pero se pasaba por alto.
«Suplet Ecclesia», era la fórmula que se aplicaba. Además,
Vicente tenía desparpajo para el teatro, una nota más que contri-
buía a hacerle popular.
Solía hacer papeles de gracioso, de criado o simplón. Se con-
taba de él que una vez, representando el drama de «Hay Provi-
dencia», en un momento en que tenía que disparar contra el
malo, se encasquilló la escopeta y salió del apuro diciendo con
énfasis: «¡Punn...!» La risa que provocó fue estruendosa.
El Noviciado lo hizo entre Carabanchel y Mohernando. Fue
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el año de transición y el primero de don Ramón Goicoechea
como Maestro. En Mohernando mismo estudia la Filosofía al
dictado del inteligente y nervioso don Alejandro Battaini, que
le hizo pasar algún mal trago a cuenta de las sutilezas que a don
Vicente no se le daban demasiado bien. El Trienio lo hizo en
Vigo y durante él obtuvo el título de maestro en Pontevedra,
con múltiples peripecias que parece iban siempre con él.
El primer año de Teología lo estudió en Carabanchel y aun
el segundo hasta que estalló la guerra. El resto tuvo que estu-
diarla con mediana regularidad en Salamanca, en el colegio de
María Auxiliadora. Allí alternaba los estudios con las clases a
los bachilleres y aún con otras tareas no tan académicas e im-
puestas por la coyuntura de la guerra, que allí se vivía al máxi-
mo. Tanto de alumno como de maestro iba un poco a remol-
que. Estando todavía en Carabanchel, el profesor de Sagrada
Escritura le preguntó un día qué era el libro de Los Números.
Don Vicente, después de pensarlo un poco, tuvo esta ingeniosa
contestación:
—El libro de Los Números, pues viene a ser como una espe-
cie de aritmética antigua.
En Salamanca estaban con él otros estudiantes de Teología
en situación anormal. Habían pasado la guerra cada uno a su
manera y traían sus problemas y sus taras. Se llamaban a sí
mismos la SETA; Sociedad Española de Teólogos Averiados.
Moralmente, el menos averiado era don Vicente. Tenía una vo-
cación por encima de todos los avatares. Fue ordenado de sacer-
dote el día 8 de abril de 1939, apenas terminada la guerra. Con-
taba entonces treinta y tres años, la edad de Cristo, que aclara-
ba él con cierta satisfacción. Alguno de los que volvían de la
«zona roja» tienen de él el buen recuerdo de ser el que mejor
los acogía, con más comprensión y amabilidad que los otros en-
castillados salesianos de la comunidad. Los recibían con una
cierta reserva, como a contaminados.
Ordenado sacerdote, don Vicente comenzó su desfile de
casas por las que ir pasando. Aquel mismo año fue destinado a
Béjar, como Consejero.
Al año siguiente fue trasladado a Vigo (San Matías), tam-
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9 Pages 81-90

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9.1 Page 81

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bien como Consejero, Consiliario de AA.AA. y de la Archico-
fradía, que allí tenía mucho renombre.
Colaboró en una misión popular de las que se organizaban
entonces. Le tocó catequizar a un millar de chicos y chicas y a
un buen número de empleados del puerto. El mismo se admira-
ba del éxito que iba obteniendo. Todos querían confesarse.
Para confesar a las penitentes, no se le ocurrió otro medio que
usar un paraguas, a falta de rejillas.
En el año 1943 volvió de nuevo a Béjar, pero esta vez como
Director. Sucedía en el cargo a don Buenaventura Roca, que
era toda una institución en la ciudad. Esta circunstancia y el car-
go mismo le acobardaban un poco. Fue con miedo, pero con
miedo de humildad no de apocamiento. Se desenvolvió bien.
Reorganizó la casa, enderezó los estudios, dio nuevo impul-
so a la pujante Asociación de AA.AA., aumentó la Archicofradía
y elevó el colegio al florecimiento y al aprecio de que ha gozado
tantos años. Un mérito más son las buenas vocaciones que han
salido en el ambiente que cultivó el buen salesiano suscitador de
vocaciones. Lo que más le dio que hacer fue la construcción de
la iglesia. El Inspector le hizo ver la insuficiencia de la antigua
capilla para todo el movimiento que se desarrollaba ya en torno
al colegio y que prometía aumentar. Don Vicente se lanzó a la
obra un poco a la buena y sin prever las complicaciones de la
empresa. Recibió algunos donativos, pidió ayuda, organizó rifas
—por un cigarro llegó a sacar 800 pesetas—, pasó casi de puerta
en puerta, recibiendo a veces ayuda y a veces sólo buenas pala-
bras o negativas rotundas y humillantes para otro que no tuviera
el aguante de don Vicente. La iglesia se terminó a trancas y ba-
rrancas y se inauguró un 12 de noviembre de 1949. Quedaba, no
obstante, la secuela de las deudas y el apremio de los acreedo-
res. Don Vicente tuvo por bueno abandonar Béjar y poner tie-
rra por medio, por cierto, al amparo de una noche lluviosa. Así
acababan seis años de afanosa y meritoria labor. Fue a dar a
Vigo, donde estuvo un año de Catequista y al año siguiente, a
Cambados como confesor, propagandista y preparador del am-
biente en favor de los Salesianos y de la nueva presencia: el as-
pirantado que se comenzaba a construir. Tomó contacto con pá-
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9.2 Page 82

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rrocos, comerciantes y gentes del pueblo. Se hizo con una bici-
cleta por suscripción entre los pescadores simpatizantes y como
primer vehículo para sus correrías continuas.
Pasando del cortijo a la corte, vino a Madrid, al Parque de
Automovilismo. El ingente número de jóvenes, militares o mili-
tarizados, disciplinados y sencillos fueron la mies abundante y
sazonada para un capellán ambicioso, con ganas de lanzar la se-
milla de ley cristiana y de la devoción a María Auxiliadora que
inculcaba «oportune et importune».
Tras el paréntesis del Parque de Automovilismo, es destinado a
Los Pizarrales, otra Obra nueva, laboriosa y no fácil.
En todos los comienzos de esta clase, estaba don Vicente.
Otra vez a repetir sus diligencias para allanar obstáculos y a re-
petir las mañas para sacar dinero, hasta organizando un festejo
taurino, que estuvo apunto de crearle un conflicto. Nada se le
ponía fácil. Los medios, cuando llegaban, venían siempre con
retraso y escasos. Aquélla, a pesar de ser tierra de labranza, era
tierra centenera.
El año 1955 le sobreviene una obediencia nueva y un tanto
original. Don Alejandro, que acudía a él como al hombre soco-
rrido y al mandatario fácil, le nombró Vicepostulador de las
Causas. El encargo requería entrenamiento en Derecho Canóni-
co, uso de la diplomacia y dominio del Latín. Don Vicente o no
lo consideró o no se arredró. Bajo la dirección de don José Luis
Bastarrica, el proceso se llevó a cabo, se presentó solemnemen-
te en la Curia diocesana y don Vicente fue a Roma a entregar la
documentación en la Sagrada Congregación de Ritos. Nunca se
había movido en esferas tan altas. La causa de los mártires está
en curso. Cuando llegue a su coronación, bien podría añadirse a
la lista el nombre del vicepostulador.
También había de sufrir en Guinea persecución, si no por
causa de la fe, sí por causa de la justicia atrabiliaria y zafia de
un tiranuelo de marionetas.
Antes de ir a Guinea, don Vicente pasó varios años entre El
Bonal (Ciudad Real) y Saldañuela (Burgos). En esta última fue
encargado de la finca, organizador del aspirantado y Adminis-
trador de la Escuela de Agricultura. La Obra la regentaban los
Salesianos, pero era propiedad de la Caja de Ahorros. Su vigi-
91

9.3 Page 83

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lancia rigurosa y fiscalizadora, se avenía mal con la administra-
ción de confianza y tolerante que podían llevar los Salesianos.
Don Vicente, como Administrador, tenía que pechar con vete-
rinarios, empleados y ganaderos no muy flexibles.
No se puede decir que del palacio de Saldármela saliera por
la puerta grande; más bien, de una manera un tanto desairada.
Pasando a cargos de Inspectoría, fue nombrado Reclutador
de vocaciones. Consiliario de Cooperadores y Consiliario de
Antiguos Alumnos. Unos y otros, que estaban en período de
institucionalización pedían y pedían: atención, locales, medios,
apoyo por parte de los Salesianos de las casas, consiliarios dedi-
cados y competentes. Era difícil contentarlos.
Como reclutador, don Vicente visitaba escuelas rurales, ca-
sas parroquiales, colegios. No le resultaba difícil encontrar candi-
datos y encandilarlos con sus charlas, contando siempre las mismas
cosas y a su manera, que era distinta cada vez. Usaba para los
desplazamientos un Seat 600, no muy cuidado y atestado de
propaganda. A veces, por el cansancio y la vida sin horario que
llevaba, don Vicente se quedaba traspuesto y el carruaje apare-
cía en la cuneta. Pero las vocaciones brotaban, se llenaban hasta
rebosar los aspirantados y los frutos de las campañas vocaciona-
les se están palpando ahora.
El año 1972, como acuerdo de un Capítulo Inspectorial, que
no quiso quedarse en meras planificaciones, se inició la misión
de Bata.
Con la humildad fundadora y por no desmentir su condición
de explorador y de fuerza de choque, fue don Vicente Ríos. Era
Administrador, procurador de recursos, propagandista y remo-
vedor del ambiente, en paz y a la apostólica, y además, párroco
del poblado de Asonga.
En ningún sitio se había encontrado más en su ambiente, en
su salsa más bien, que en Bata. Proveía a la subsistencia de la
comunidad y del internado, racionando bien los recursos con
que contaban. Eran escasos, pero también aquí como en el caso
de Elias, «ni la orza se acabó ni la alcuza se agotó». No faltaron
ni la harina ni el aceite por obra de la Providencia, de la solici-
tud inspectorial y de la industria de don Vicente. Hablaba con
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9.4 Page 84

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autoridades, de poco pelo, pero autoridades al fin, trataba con
cooperantes y marinos, recorría poblados y lograba que la des-
pensa no se vaciase del todo nunca. Unas veces con buenas pa-
labras, otras con regalos sacaba buenas recompensas. Hasta los
rusos se le ablandaron.
«Lo que no obtenga el padre Vicente, decía el gamucero de
uno de los barcos que hacían escala, no lo obtiene nadie.»
Si es como Catequista, también los éxitos eran abundantes y
conocidos.
Un marinero de uno de los barcos de turno, aseguraba que
nunca había visto llena de fieles la capilla más que con el padre
Vicente. Los salesianos decían en tono de humor que no era
don Vicente Ríos, sino San Vicente Terrer, por su pueblo de ori-
gen.
Estalló la persecución de Macías y a don Vicente también le
alcanzó de lleno. Fue apresado, golpeado y condenado a traba-
jos forzados: a chapear y a desbrozar maleza del bosque y a cor-
tar árboles. Cayó enfermo y regresó a España en estado verda-
deramente lastimoso.
Se recuperó y quiso volver a su misión. Había estado en mu-
chos sitios; a algunos de ellos, no quedó con ganas de volver,
pero a Guinea sí. «Trait sua quemque voluptas.» A cada uno le
tira su placer. El suyo estaba en Guinea.
No se le permitió volver como misionero, por la edad y por
las condiciones en que se encontraba, pero bien se puede decir
que no salió de allí. Como cooperante a su manera, Procurador
de la misión, según él gustaba presentarse, acaparador de ali-
mentos, material escolar, instrumentos de trabajo, sellos, reco-
rría las casas salesianas. «El buscón de Guinea», se le llamaba
en algún sitio. Y al lado de su faceta misionera, desarrollaba
otra no menos importante.
Era el confesor semanal de varias comunidades. Un día a la
semana, con una perioricidad religiosa, a la misma hora, llegaba
don Vicente. Sin presentarse a nadie, subía a la capilla, se aco-
modaba en su rincón y esperaba a los penitentes que se iban
presentando en una especie de goteo penitencial. Comía con la
comunidad sin hacerse notar demasiado y desaparecía luego tan
93

9.5 Page 85

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sigilosamente como había venido. Había cumplido ya su grande
y secretoso cometido. Era como el mayoral bueno del romance
alegórico de los siete pecados capitales:
... «Vendas de seda traía
y aceite de olivos nuevos
y arena fresca en la mano
para enarenar el ruedo»...
Esos son los cuidados del confesor sobre las conciencias.
El señor Inspector en la homilía de los funerales, resaltaba
estos dos aspectos de don Vicente: el de confesor y el de misio-
nero.
En los primeros días de marzo de 1987 vino el Rector Mayor
a Madrid. Inauguró la Procura Misionera y la Exposición per-
manente. Con esa ocasión, habló de las misiones, del proyecto
«África» y de la vocación misionera de la Congregación.
Al terminar la conferencia, se le acercó don Vicente y le su-
surró al oído:
—Diga usted al señor Inspector que me deje ir a Guinea
Ecuatorial.
En realidad, desde que fue por primera vez, nunca salió de
allí.
Al día siguiente el Rector Mayor iba a abundar en el tema
misionero y en nuestra responsabilidad ante el Centenario 88.
Don Vicente, pensaba asistir, como es natural. Era sábado, el
primero de la cuaresma, «sábado de Ceniza».
Al terminar la meditación, la comunidad se retiró y don Vi-
cente se quedó para celebrar su Misa. Estaba solo. Comenzó
con la antífona del introito del día: ... por tu gran compasión,
vuélvete hacia mí, Señor... Y en la primera lectura, le salieron
al paso unas palabras que le resultarían aplicables a su caso:
«... Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazante y
la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sa-
cies el estómago del indigente... tu oscuridad se volverá medio-
día. El Señor te dará reposo permanente...» Y se quedaría tan
consolado, porque eso es lo que había hecho él, en Guinea so-
bre todo...
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9.6 Page 86

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Continuó la Misa y llegó a la comunión. Entonces, porque se
sintiera mal o para dar gracias de manera ritual, se sentó. Y en
aquel preciso momento, su corazón cansando se paró del todo y
le sobrevino la muerte.
¡Qué muerte tan envidiablemente oportuna y plácida! No
dio más trabajo que el de cerrarle los ojos... Ni siquiera hubo
necesidad de amortajarle. Murió como buen sacerdote, con los
ornamentos puestos.
En la acción de gracias, ¿estaría recitando la oración de san
Ignacio?
«Alma de Cristo, santifícame,
Cuerpo de Cristo, sálvame
en la hora de mi muerte, llámame,
hazme venir a Ti, para que con tus santos te alabe y te bendiga...»
Cuando estaba en Guinea, un cooperante chino ateo, con-
tento con su ateísmo, pero amigo de don Vicente y en tono
campechano, le decía:
—Usted, padre Visente, feliz con Dios; yo, feliz sin Dios.
¡Qué dos felicidades tan contrapuestas!...
A estas horas, don Vicente tendrá bien comprobada la ven-
turosa ventaja de la suya...
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CARMELO BERZOSA NAVAZO
Clérigo.
Nació en Hontoria del Pinar (Burgos) el 19-V-1944.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1962.
Falleció en Hontoria del Pinar (Burgos) el 21-111-1971.
Nació en 1944, en un pueblo del confín entre Burgos y So-
ria, Hontoria del Pinar. Pueblo de altura y temperatura fría, ro-
deado de pinares, al igual que sus vecinos, Navaleno y San Leo-
nardo. Pueblos sanos, de limpias costumbres y acomodados,
gracias, entre otras cosas, al lote de pinos que cada familia tiene
asignado desde el momento de su formación. Una de esas fami-
lias, de honda raigambre racial y cristiana, era la de Carmelo: el
matrimonio, Juan y Juana, cuatro hijos y una hija. El primer
brote de su vocación despuntó, como es normal, en la familia.
A los doce años fue al Aspirantado de Zuazo, la vieja caso-
96

9.8 Page 88

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na que pasó de ser balneario a ser seminario. Eran los primeros
años de su fundación.
El emplazamiento era bonito, el panorama amplio y sugesti-
vo por demás, pero el edificio se deterioraba por días. Parecía
un viejo y desvencijado lanchón, varado entre la montaña y el
río Bayas. Gracias a la bondad y entrega del buen don Luis To-
rreño y demás pocos salesianos, el ambiente era de gran familia,
los aspirantes estaban contentísimos, hasta abandonarlo con
verdadra pena. Arévalo, Mohernando y Guadalajara fueron es-
tadios sucesivos de su formación.
Durante el quinto año de aspirantado perdió a su padre,
hecho que siempre marca la vida de un niño, aunque se encuen-
tre fuera de familia y no sea tan impresionable y reflexivo como
lo era Carmelo.
Aquel hecho le dispuso, sin duda, para hacer más en serio el
Noviciado, bajo la guía del padre maestro, don Eduardo Diez,
que tan solícita asistencia había de prestarle en su última enfer-
medad. Refiriéndose a él, le decía a un compañero, cuando ya
estaba próximo a morir: «Si te llegas a encontrar en mis situa-
ción, sólo te deseo que te veas tan atendido como lo estoy yo.»
Era un testimonio de su reconocimiento y de su gratitud. Desde
entonces, la familia quedó ineludiblemente vinculada a los sale-
sianos.
Los dos años primeros de Trienio los pasó en Atocha y el
último, en los Pizarrales. Hay que hacer notar que en esta últi-
ma Casa se sintió más a gusto. Se trataba de niños pobres y más
de su preferencia.
Cumplió bien como profesor y disfrutaba en compañía de los
alumnos. Dibujaba con destreza y organizaba grupos y depor-
tes. Tenía presencia y buenos modales. Los chicos le seguían y
le querían. Era un clérigo de los que decía con humor algún Di-
rector: «No lo cambiaría ni por un Obispo.»
Pero la enfermedad le acechaba y comenzó a manifestarse
en aquel año y en aquel colegio.
Los médicos la encontraron alarmante desde el primer mo-
mento. Allí comenzaba lo que había de ser su calvario y su pe-
sar más hondo. Veía que se acercaba la Teología, pero, el sa-
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cerdocio se hacía dudoso de alcanzar. La enfermedad avanzaba
inexorablemente.
Se fueron sucediendo las inacabables punciones, biopsias, se-
siones de cobalto. Todo era inútil. La leucemia era más fuerte
que todos los remedios. El lo aguantó todo con valentía ejem-
plar. Los médicos mismos hacían mérito de su resistencia. Y es
que, bajo aquel doloroso tratamiento, había una gran virtud
de paciencia bien forjada y un ideal que lo hacía soportable
todo: el de su sacerdocio, ya próximo y tan compensador.
En vista del cariz que iba presentando la fatal enfermedad,
se hicieron gestiones para lograr de Roma la ordenación sacer-
dotal anticipada. Pero la burocracia no entiende de urgencias ni
de razones del corazón.
La muerte llegaba más deprisa que el rescripto. Hubo un
momento en que se le tuvo que desengañar.
—Entonces, ¿no hay solución? —preguntó con acento deso-
lado.
—Solución —repuso el triste comunicante— siempre hay,
pero conviene estar preparado.
Carmelo guardó un momento de silencio, y añadió: «Gracias
por habérmelo dicho.»
¡Qué comunicación tan triste y qué aceptación tan ejemplar!
No se sabe qué es lo que le dolía más, si morir a tal edad o
no conseguir el sacerdocio, una meta tan ansiada, tan cercana y
tan inalcanzable.
Un día había escrito en su diario espiritual: «El ideal de mi
vida es Cristo y a ese ideal tengo que consagrarme.»
Ahora ya no estaba para escribir lo que sentía, pero, expre-
só su última voluntad, de impresionante lucidez y generosidad:
«Todo lo ofrezco por el Teologado.» ¿Se percataría del alcance
de tal ofrecimiento aquel Teologado en el que, por cierto, algo
comenzaba a crujir y a desasosegarse?...
«No hay nada más parecido a una tumba que un altar.» Eso
lo podía decir cualquiera con imaginación; pero, desde que lo
dijo un poeta francés y romántico, quedó acuñado en la Litera-
tura.
Carmelo murió en 1971, el 21 de marzo, día en que empeza-
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9.10 Page 90

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ba la Primavera. Feliz coincidencia y un augurio de Esperanza.
Fue sepultado en el cementerio de Hontoria, entre el silencio
augusto y el aroma de los pinares.
Su sepultura, junto a los suyos, es el altar de su sacrificio,
que se le quedó en sacerdocio de esperanza y de deseo...
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BLAS GALLO ROBREDO
Coadjutor.
Nació en Gredilla de Sedaño (Burgos) el ll-VI-1945.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1964.
'Falleció en Madrid el 27-111-1978.
Esta fotografía de rostro apacible, cierto aire de tecnócrata,
frente ancha, pelo planchado y bigote en trapecio, es de Blas
Gallo, un coadjutor de los que Don Bosco intuyó desde el prin-
cipio y que luego se fue perfilando en su fisonomía actual a par-
tir del Capítulo General XIX. Fue un Capítulo decididamente
prometedor. Adjudicó a los Coadjutores la participación en los
Consejos de Acción de las casas y les confió responsabilidades
directas «para asuntos de la ordinaria y común actividad sale-
siana». Era un paso importante.
Blas es uno de los que acreditan lo acertado de esta táctica.
Nació en junio de 1945, en Gredilla de Sedaño, al Norte de
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la provincia de Burgos, por el páramo de la Lora, cuando toda-
vía no había alumbrado petróleo que brotó veinte años después.
Tierra alta, pobre y dura, pero fértil en buenas vocaciones. Era
campo de correrías vocacionales de don Tomás Alonso, que las
buscaba con codicia, como si se tratara de otro oro. Pueblos en-
tre el Ebro y el Rudrón. ¡Qué buenos ejemplares dieron!
Cuando tenía catorce años, Blas vino al aspirantado de San
Fernando. Durante el primer año, cayó enfermo y tuvo que vol-
ver a su casa, pero regresó. Había encontrado su sitio en aquel
apartado salesiano anexo al gran complejo de la Diputación.
Allí comenzó su vida salesiana y allí la término, por desgracia,
mucho más pronto de lo deseable.
Desde que entró en el aspirantado, se veía en él al mucha-
cho serio, inteligente y entregado al trabajo de su formación.
Hizo la Oficialía como electricista y con notable aprovecha-
miento, en los estudios y en el taller, cosas que no se conjugan
en todos.
El noviciado y la primera profesión los hizo en Mohernando,
siempre bajo la misma tónica de seriedad y aprovechamiento,
cada vez más conscientes y prometedores. Nunca presentó alti-
bajos ni vacilaciones.
Completó su formación profesional en La Almunia durante
los dos años siguientes, en lo que se llamaba el «perfecciona-
miento».
Con el título de Maestro Industrial en Electricidad fue desti-
nado a los Pizarrales.
Asistía, daba clases y taller a aquellos muchachos y también
se preocupaba de lo espiritual y religioso. En las horas libres,
trabajaba en grupos, organizaba Ejercicios y retiros y se entre-
tenía con algunos alumnos jóvenes. Como haría después en San
Fernando. No era el «simple dómine docente» que limita su la-
bor a la cátedra y al banco del taller. Se le veía activo y con par-
ticipación en el patio, en la iglesia, en el centro juvenil.
En las prácticas de piedad estaba no como vigilante y mante-
nedor del orden escolar, sino como ejercitante él mismo y parti-
cipante activo. Le veían así y por eso se estimulaban. Le cobra-
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10.3 Page 93

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ron aprecio y el afecto que los jóvenes, sobre todo los de cierta
clase, son fáciles en dar y en retirar.
Terminado el tiempo de sus votos temporales, Blas vuelve a
La Almunia, para completar su formación técnica y realizar los
estudios de Ingeniería. Los terminó brillantemente en 1974.
Aquel año fue destinado a San Fernando como Director
Técnico del colegio y jefe de taller de Electricidad.
Trabajó con el dinamismo y competencia que eran de espe-
rar.
Los mismos talleres que el año 1948, cuando los Salesianos
se hicieron cargo del colegio, conocimos en un estado total de
abandono y con telarañas, se venían superando año tras año en
adecentamiento y dotación, hasta llegar a ser un Instituto Poli-
técnico modelo y «orgullo de la Excelentísima Diputación»,
como lo proclamaban sin ambajes ellos mismos. Poco conse-
cuentes fueron después con ese reconocimiento.
Bajo la dirección de Blas se montaron las especialidades de
Delineantes y Electrónica; se organizaron cursos para la Forma-
ción del Profesorado, para la concesión del Certificado de Apti-
tud Pedagógica, se daban conferencias y se llevaba a los alum-
nos a visitar fábricas y laboratorios.
Para que pudiera trabajar con más holgura, fue relevado de
la Dirección Técnica del Colegio y pasó a ser jefe del taller de
Electricidad y Tutor de los alumnos de Maestría.
En todos los cometidos, su trabajo e interés por los alumnos,
su entrega y el sentido de responsabilidad que ponía en todo,
eran reconocidos por los chicos, los salesianos y los dirigentes
de la Diputación. Todo esto, en sólo cuatro años. Parecía que
tuviese prisa en hacer y rendir.
Aducimos tres testimonios significativos: un salesiano, el
Presidente de la Diputación y un alumno. Así se expresan: «Ha
sido una pérdida irreparable —dice el Presidente— refiriéndose
a su muerte. Era un hombre dedicado en cuerpo y alma al Cole-
gio y a los chicos. La muerte le tenía que coger trabajando.»
—«Don Blas —asegura el salesiano—, nada más llegar al
Colegio de San Fernando, se ganó la simpatía de todos y en
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particular, de sus alumnos: por ver el empeño que ponía en su
educación profesional, religiosa y social.»
Y el testimonio sin desperdicio del alumno: —«Me he ente-
rado del lamentable accidente en el que murió el gran salesiano
don Blas. A mí nunca me había dado clase, pero en los recreos
solía unirme a los corros que en torno a él se formaban y me
agradaba oír las conversaciones que tenía, porque en ellas escu-
chaba cosas nuevas y cosas que me hacían pensar mucho.»
A todos hizo pensar el ejemplo de su vida y el suceso de su
muerte.
Ocurrió el 27 de marzo, lunes de Pascua de Resurrección.
Los internos habían salido de escursión a la sierra. Algunos sa-
lesianos y alumnos mayores se quedaron en el Colegio. Estos
quedaron libres para ir a la ciudad y a cierta hora, concentrarse
en un sitio, donde les recogería don Blas, su Tutor.
Se discutió un poco sobre traerlos en el Land Rover del Co-
legio o hacerles venir de otro modo. Al fin, don Blas salió con
el vehículo, deseoso de prestar a los muchachos tal servicio. No
barruntaba que sería el último.
Al llegar a medio camino, a la altura de La Paz, una curva
mal cogida, la velocidad y el exceso de carga causaron lo irrepa-
rable: un derrape, un desliz fatal, un golpe seco y el desconcier-
to de quienes salen despedidos o quedan contusionados. El peor
parado fue Blas, inmóvil, aferrado al volante y con el cráneo
roto.
Todo fue cosa de breves instantes. Lo demás pertenece a las
diligencias del caso y al protocolo del funeral acostumbrado.
El lunes primaveral de Pascua se había teñido de luto in-
consolable. Blas había muerto; los muchachos habían recibido
ligeras contusiones, pequeñas heridas muy curables.
Los padres, señor Desiderio y señora Isabel, un matrimonio
burgalés sencillo y de recio temple, recibieron la noticia con mu-
cho dolor, pero con resignación cristiana y digna. Había muerto
en indiscutible y generoso acto de servicio.
Fue enterrado al día siguiente en el pequeño cementerio de
Fuencarral. Desde su altura se divisa la campiña, los sanatorios
vecinos, los pabellones alienados de. San Fernando, los encinares
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del Pardo, la sierra de Guadarrama, ancha y azul, como un páli-
do trasunto de Paraíso al que era encomendada su alma.
¡Qué sentido y qué resonancia cobraron las palabras del rito
en aquella jornada de Pascua: «¡Yo soy la Resurrección y la
vida...!»
También para los que la pierden, lastimosamente, en plena
juventud...
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ABRIL
Día Año Condición Nombre y apellidos
9 1946 Coadjutor José RECASENS RIBAS
14 1978 Sacerdote José AGUILAR GONZÁLEZ
24 1973 Sacerdote Leandro A YUSO MADEJON
25 1975 Coadjutor Antonio MARTÍNEZ LARGO
Edad Página
86 107
80 113
80 117
35 122
105

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JOSÉ RECASENS RIBAS
Coadjutor.
Nació en Barcelona el 26-X-1870.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 8-XII-1891.
Falleció en Madrid el 9-IV-1946.
El señor Recaséns calvo, moreno, enjuto y con la mirada le-
jana parece un monje de Zurbarán sin hábito, eso sí, con traje
negro y condecorado con la medalla del Trabajo.
Cuando don Alejandro escribió la carta mortuoria, bastante
sucinta, con tono solemne y sentido, la comenzaba así: «El señor
Recaséns ha muerto. La noticia nos llena de tristeza el corazón
y los ojos de lágrimas.» Y sigue en tono de solemnidad y de me-
lancolía: «Las hogueras encendidas en el sol de la caridad que
fue Don Bosco, se apagan.» Era verdad eso que don Alejandro
escribía poco después de la muerte del ejemplar coadjutor, en
abril del año 1945, pronto hará cuarenta y cuatro años. A pesar
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10.8 Page 98

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del tiempo transcurrido, todavía se recuerda y se venera al
maestro de maestros de carpintería, que dejó muestras de su
profesionalidad en muchas comunidades, iglesias y sacristías.
Los muebles que el señor Recaséns labraba, se decía que
eran obras para la eternidad. Tan sólidas y tan sin trampa los
hacía.
Nació en Barcelona, el año 1870. Se quedó huérfano de pa-
dre al año de nacer y entró como interno en las Escuelas de Sa-
rria cuando tenía catorce años. Dos años después llegaba Don
Bosco a Barcelona y tuvo la dicha de conocerle, encontrarse con
él y ser ganado para la Congregación. Guardaría siempre en la
memoria la imagen del Santo y el recuerdo del encuentro que
tuvo personalmente con él. No aparece en la famosa foto que
don Viganó ha calificado como la más interesante de Don Bosco
y que ha dado la vuelta al mundo. Es un recuerdo inestimable y
una foto de la familia salesiana que era entonces la casa de Sa-
rria en torno al Santo. Están simpáticamente mezclados y sin
ningún protocolo damas, caballeros, rapazuelos y clérigos. A to-
dos los apiña la figura de Don Bosco, con cara y aire de abueli-
to feliz. ¿Dónde estaría en aquel momento el señor Recaséns,
que se perdió la oportunidad de haber posado para la historia?
Alguna encomienda inoportuna de esas que caen sobre los
alumnos serviciales y de confianza, se lo impidió. No estuvo en
aquel encuentro oficial, pero tuvo otros más particulares y me-
morables. Tuvo la suerte de ser designado camarero de tan ho-
norable huésped. Eso le deparó más de una ocasión privilegia-
da. Una de las primeras mañanas le fue a llevar el desayuno a la
habitación. Llevaba las viandas en una bandeja. Iba nervioso y
no sin emoción. Llegó a la puerta y llamó con cuidado. Una voz
le respondió desde dentro: —Avanti.
Entró y se encontró de frente con Don Bosco. Le recibió
sonriente y amable. Le hizo las naturales preguntas:
—¿Cómo te llamas...? ¿De dónde eres...? ¿Qué oficio tie-
nes...?
Comprobó que era huérfano de padre, como él y que lo ha-
bía perdido aún antes. Era un poco más huérfano todavía que
él.
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Le vio bueno, modoso y merecedor de cariño. Le puso la
mano sobre la cabeza y le dijo, fijando en el muchacho una mi-
rada penetrante:
—Seremos buenos amigos.
En esto, entró el secretario y cortó la conversación.
Recaséns se quedó con el impacto de aquellas preguntas y de
aquella mirada.
Claro que fueron buenos amigos; inseparables amigos. Toda
la vida recordó aquel encuentro, como mantuvo viva la impre-
sión de la primera entrada del Santo en el colegio de Sarria, la
expectación de todos esperándole en el vestíbulo de la entrada,
los aplausos con que le recibieron, el canto del «Bone Pastor»
que entonaron y la bendición de María Auxiliadora dada por el
Santo...
No sabemos si antes de aquel encuentro había pensado en
hacerse salesiano; después de él, ya no dudó nunca. Don Bosco
le había dejado cautivo de su amabilidad. Sería salesiano y gran
salesiano. Como tantos otros, haría verdadera la afirmación de
don Rinaldi sobre el coadjutor: «La creación de esta clase de re-
ligiosos fue una idea genial de Don Bosco.»
Hizo la profesión perpetua en Sarria, al terminar el Novicia-
do, el año 1891.
Tuvo la fortuna de formarse al lado de don Rinaldi. Buen
maestro para buen alumno. Así fue el resultado. Del siervo de
Dios, tan paternal y tan experimentado, sacaría bien aprendida
la definición de la santidad salesiana y su secreto: «El trabajo
incesante santificado por la unión con Dios.»
El señor Recaséns puso desde entonces su vida, su juventud
y su actividad al servicio de ese lema.
Hasta el año 1918 estuvo destinado en Sarria al frente del ta-
ller de carpintería. Allí desplegó todas las industrias del salesia-
no celoso para poner a los jóvenes «en la imposibilidad moral
de ofender a Dios». En la imposibilidad física casi, con todo lo
que eso comporta de vigilancia, de diligencia y de abnegación.
El año 1918 fue destinado a la Ronda de Atocha, también
como jefe de taller de carpintería. Fue su profesión de por vida.
Toda ella la pasó en dos casas y con un solo oficio.
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10.10 Page 100

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Centenares de muchachos de Embajadores y de Lavapiés,
que frecuentaron las Escuelas Salesianas, como oratorianos pri-
mero y como alumnos después, porque esa era la trayectoria
para ser admitidos, encontraron en el señor Recaséns un inne-
gable redentor de los hijos de los obreros.
Decenas de generaciones de aprendices que pasaron por los
talleres, le vieron como un celoso promotor de profesionales
cualificados.
«Formar competentes profesionales, honrados ciudadanos y
buenos cristianos.» Ese es el programa que oyeron formular mil
veces a los Directores y que vieron practicar continuamente a
don José Recaséns y a todos los Salesianos que como él gasta-
ban su vida en los talleres, en el patio, en la iglesia y en todos
los sitios en que se iba construyendo su vida de alumnos. Entra-
ban en el colegio como párvulos y salían de él como hombres.
Pero entre uno y otro extremo, ¡cuánto tenía que mediar!
Desde el año 1918 que, decimos, el señor Recaséns salió de
Sarria y llegó a Atocha, no volvió a salir de esta casa.
Tan sólo unas semanas antes de comenzar la guerra civil,
como previendo los acontecimientos, se trasladó a Barcelona
con unos familiares. Estos, poco después del comienzo de la
contienda, lograron pasarlo a Francia. Permaneció unos meses
con los salesianos de Marsella y luego pasó a Italia, haciendo su
vida de religioso y trabajando en su oficio de carpintero y de
«Factótum» en una casa que le consideró como un regalo.
Terminada la guerra, volvió a España y a su Atocha, a reor-
ganizar de nuevo el taller, bien maltratado por los anteriores
ocupantes, que lo habían empleado de checa. Todo lo habían
envilecido. Sólo se mantuvo en pie la estatua de María Auxilia-
dora que figuraba en el nicho de la antigua iglesia. Era una esta-
tua de cemento, muy bien moldeada y de facciones vivas. Ahora
campea sobre una de las cornisas de la Inspectoría.
El antiguo edificio, estrecho y de traza bien pobre, tuvo la
fortuna de acogerse al programa de Regiones Devastadas. El re-
sultado fue- el nuevo edificio.
Hasta que éste estuvo a punto, los salesianos tuvieron que
moverse en el antiguo recinto de las beneméritas pero modestí-
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11 Pages 101-110

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11.1 Page 101

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simas Escuelas. Don José Recaséns alcanzó de la nueva sede
poco más que la inauguración. Sus casi treinta años de profesión
transcurrieron en un taller de auténtica artesanía. Sin embargo,
de ahí salieron alumnos meritísimos. En Sarria había sido maes-
tro y formador del señor Mestre, un abanderado del arte de la
madera. De Atocha salieron también carpinteros de gran talla.
Hacían honor al maestro y daban a sus obras la maleabilidad de
la madera y la solidez de la piedra. Era una manera de hacer,
tan concienzuda como su manera de ser.
No era hombre de muchas palabras ni de cualidades vis-
tosas. Se ganó a sus alumnos por su virtud, por su seriedad en el
trabajo y por la amabilidad de su trato y el gran interés que po-
nía en que los hombres fueran responsables y cumplidores en
todos los sentidos: el humano, el profesional y el religioso. Dis-
frutaba y no disimulaba su satisfacción, cuando veía que los
alumnos se acercaban al altar, hacían bien los Ejercicios Espiri-
tuales y celebraban los triduos y novenas tradicionales en nues-
tros colegios.
Con los salesianos era de una delicadeza exquisita. Su pie-
dad era sencilla y profunda. Gozaba en las funciones religiosas
bien hechas y se sentía contrariado cuando veía que algún sacer-
dote decía la Misa demasiado rápido o atrepellaba las últimas
oraciones. Su ascendiente entre los alumnos nunca lo empleó
para su propia vanagloria. Su labor era desinteresada, imper-
sonal y para el mayor renombre de la Congregación.
Tarde gloriosa fue la del 9 de junio de 1945. Terminaba un
curso más, el último que vería terminar. Se inauguraba el nuevo
pabellón cuya primera piedra vimos colocar una fiesta de Don
Bosco. Hubo discursos y bendiciones solemnes. Estaban presen-
tes ministros, obispos y mucho público salesiano y para-salesia-
no. Sobre las viejas Escuelas se levantaba ahora un edificio
grande, capaz para muchas instalaciones y el primer tramo de lo
que se proyectaba como universidad del trabajo. Momento cumbre
del acto fue la imposición de la Medalla del Trabajo a don José Re-
caséns, en reconocimiento a su labor de cincuenta años. Al ho-
menajeado se le llamó «caballero —monje del trabajo—, que ve-
nía luchando humilde y calladamente por la conquista de la ju-
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11.2 Page 102

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ventud obrera española» y salió a relucir el texto elogioso de
Sarda y Salvany, olvidado por unos y desconocido por otros:
«La Obra Salesiana —decía el pensador y sociólogo— es la gran
tradición de los monjes de todos los siglos, remozada y presen-
tada en el siglo actual con el estilo y el traje del día...» El señor
Recaséns no podía negar el significado del acto, ni ocultar la sa-
tisfacción que embargaba a todos, pero declinó modestamente
el honor. «Estoy contento —decía— porque es un premio para
nuestra Congregación.»
No disfrutó mucho tiempo de la nueva sede. El premio del
mundo llega tarde y es escaso, además de quedarse en mero
honor.
El 3 de marzo del año siguiente una congestión le produjo la
parálisis facial y le redujo a la quietud anterior a la muerte. Du-
rante todo el mes de marzo y los primeros días de abril, su vida
se fue apagando como la luz de una lámpara votiva delante del
Señor.
Sin convulsiones, sin dolores, sin agonía, tan calladamente
como había vivido, repitiendo frecuentes jaculatorias y oracio-
nes entrecortadas, confortado con todos los auxilios de la Reli-
gión, expiraba en la paz del Señor el día 9 de abril.
Hacía sesenta años que Don Bosco llegaba a Barcelona por
estas mismas fechas, sesenta años que había tenido lugar el pri-
mer encuentro en la habitación del santo, sirviéndole el desayu-
no, y el diálogo que había tenido siempre en la memoria.
—¡Avanti!, le había contestado con un timbre de voz incon-
fundible.
A él, como a todos los que se comprometían a seguirle, le
había prometido la consabida terna: pan, trabajo y paraíso.
El pan y el trabajo se habían terminado; quedaba por cum-
plir la tercera oferta. Ahora, al acercarse al paraíso, le parece-
ría oír de nuevo la voz del Padre, invitándole a entrar con paso
triunfal en la morada ancha e iluminada del Paraíso.
112

11.3 Page 103

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JOSÉ AGUILAR GONZÁLEZ
Sacerdote.
Nació en Támara de Campos (Falencia) el 18-IV-1898.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1917.
Sacerdote en Santiago de Cuba el 7-IV-1925.
Falleció en Bilbao el 144V-1978.
Su vida fue larga, pero la muerte le sobrevino rápidamente.
Su salud, a la sazón, parecía normal, a pesar de que, años antes
había sufrido serios ataques al corazón. Parecía una gracia, un
regalo más de sus Bodas de Oro, celebradas un año antes. Sólo
bajo esa seguridad y sensación de bienestar, se decidió a em-
prender el último viaje que hizo. Era una fortaleza que sólo po-
día ser abatida del lado del corazón. De él cayó precisamente.
Había nacido el año 1898, año crucial en la historia de Espa-
ña, en Támara de Campos, pueblecito de la más antigua Casti-
lla, al lado del Camino de Santiago.
113

11.4 Page 104

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Pronto dejó la tierra adentro por el litoral, para comenzar la
formación salesiana en Campello, como aspirante. En Caraban-
chel hizo el Noviciado y la Filosofía; la Teología la estudió,
como mejor pudo, en Cuba. Allí se ordenó de sacerdote y cele-
bró su primera Misa en Santiago, un día de San José del año 25,
ante un público asombrado de negritos y criollos. Ya sacerdote,
volvió a Carabanchel como Consejero del Bachillerato, en los
años dorados de don Alejandro Battaini, a quien tantos recuer-
dan. Fue su primer cargo, que él ejerció al compás de las exi-
gencias de entonces en esa clase de centros, de una disciplina de
pocas concesiones, y a tono con su temperamento fuerte, a ve-
ces duro, pero siempre noble y cordial.
Algunos años después fue nombrado Director del Colegio de
San Benito (Salamanca), de tan venerable tradición salesiana.
De él salieron en años sucesivos muchas y valiosas vocaciones.
Como si América tirase de él, volvió a aquel continente, para
vivir allí años intensos y difíciles. Aquellas tierras dulces y opu-
lentas de Moca y Santo Domingo le ofrecieron campo fértil para
su trabajo pastoral y para su tesón, alentado por monseñor Pitti-
ni. Vino a España en el año 38, en un viaje de trámite del que
nunca regresó, bien a su pesar. De América se dice que guarda
siempre la nostalgia de España y él, como tantos otros que han
pasado allí sus años buenos, guardó siempre la nostalgia de
América.
Dificultades de la guerra civil le retuvieron en España y fue
pasando por los Colegios de Vigo, Santander-Viñas, Baracaldo.
Afincado en el Norte, siguió por ocho años en Deusto, cuyo an-
tecedente, así como el de la casa de Burceña, se había forjado
en el humilde Oratorio de Elejabarrí. Allí desplegó siempre el
ritmo de trabajo que le inspiraba su dinamismo: maestro, asis-
tente, músico, predicador, celador de la devoción de María Au-
xiliadora, que fue divulgando por todos los caminos que se le
abrieron.
El año 1961, al dividirse las Inspectorías de Madrid y Bilbao,
fue destinado a Ciudad Real. Con otros pocos salesianos se hizo
cargo del «Hospicio». El nombre de la Obra y su situación po-
dían ser deprimentes, pero ellos llegaban con decisión y entu-
114

11.5 Page 105

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siasmo a una presencia parecida a la de San Fernando-Fuenca-
rral (Madrid) y a una tierra que resulta siempre alucinante: la
Mancha. Llegaban con pocos medios y muchos deseos; se entre-
garon al trabajo al estilo salesiano: de manera sencilla y total.
«No faltó gavilla a la guadaña ni guadaña al segador» en una
tierra tan labradora: Enseñanza, Ministerio Sacerdotal, Ordena-
ción de una Obra que en manos de él y de sus colaboradores
cambió de nombre y de impronta, si bien es verdad, que asisti-
dos generosamente por la Diputación Provincial. De hospicio se
llamó y se convirtió en «Escuela Hogar», de nombre y de he-
cho.
¡Cuántos muchachos habrán aprendido de él las primeras le-
tras —las únicas que han podido aprender— y un oficio, que
después los ha situado decorosamente en la vida! ¡Cuántos ha-
brán llevado a sus vidas y a sus hogares una formación religiosa
honda, sentida y una preparación integral que sólo de los Sale-
sianos pudieron recibir, porque no tuvieron otros maestros ni
otros padres! La labor en estos centros es dura, ingrata muchas
veces, pero remuneradora y auténticamente salesiana. Bien lo
saben los salesianos que han pasado en ellos años y años y bien
se acusa en los resultados, cuando se han tenido que abandonar.
i
Corno otros colaboradores, don José en Ciudad Real tuvo
que hacer de todo: educador, maestro de escena, entrenador de
deportes, corredor de lotería benéfica y sobre todo celador de la
devoción a María Auxiliadora. El dio resonancia al 24 de mayo
y logró que la Virgen de Don Bosco, en pocos años, entrara en
centenares de hogares manchegos y figure ahora con puesto
propio en el cortejo de Vírgenes de la tierra: la Virgen del Pra-
do, la de Alareos, de las Nieves y otras de tanto abolengo.
El día 9 de abril salió, en perfectas condiciones de salud y de
ánimo, para un viaje de circunstancias del que pensaba regresar
en breve. Iba al Norte, donde su presencia era acogida todos los
años por parientes y amigos como una fiesta. Así se lo prome-
tía, al salir del Colegio de Ciudad Real, si no fuera porque to-
das las despedidas son un poco la del «Mío Cid»: «Agora nos
partimos; Dios sabe el ayuntar»...
115

11.6 Page 106

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De pronto, y ya entre los familiares de Baracaldo, se vio
aquejado de un nuevo infarto de corazón.
Conoció la dolencia y advirtió muy pronto que esta vez no
lograría superarla. El fin era inminente. Con plena lucidez, se
hizo trasladar al Colegio de Deusto, un poco para ahorrar a sus
parientes el trance fatal, y otro poco, para poder morir en una
casa salesiana. Recibió los últimos auxilios; y alternando las ja-
culatorias, muy fervorosas, con consideraciones al caso y recuer-
dos para los suyos, para los salesianos de Ciudad Real y cuantos
sitios y personas se habían prendido a su vida, falleció. Fue, se-
gún contaron, algo emocionadamente y ejemplar. El corazón
cansado, irremediablemente roto, se subía de emoción a la ca-
beza, se asomaba a los ojos y vibraba en la voz honda y templa-
da que le acompañó siempre. La agonía fue breve, de momen-
tos casi, pero tuvo algo de aleccionadora, como de quien tuviera
bien ensayado el trance. Era la primera hora del Miércoles San-
to, día 14 de abril, otra fecha histórica y no grata.
Al anochecer, celebrado el funeral, bajo una lluvia desatada
y fría, nada primaveral, fue trasladado al cementerio de Bara-
caldo. Recibió sepultura en el panteón de los Salesianos. Allí
se quedó, lejos de la Escuela Hogar, pero al lado de otros sale-
sianos que fueron compañeros suyos, amigos de por vida y de
por muerte: don José Santos, don Lorenzo del Pozo, don Luis
Monserrat, señor Magín, todos ellos ahora en apretada y silen-
ciosa comunidad de sepultura. ¡Paz a ellos!
Venido de Bilbao a Ciudad Real hacía quince años, podía
repetir lo que algún vasco universal dijera en otro sentido: «Salí
de las nieblas y vuelvo a las nieblas». Pero no para quedarse en
ellas, sino para saltar, como esperamos, a la luz de la eternidad.
116

11.7 Page 107

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LEANDRO AYUSO MADEJON
Sacerdote.
Nació en Bernuy de Zapardiel (Avila) el 27-11-1893.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1919.
Sacerdote en Lérida el 19-IX-1925.
Falleció en Salamanca el 24-IV-1973.
En la carretera de Madrigal de las Altas Torres a Arévalo un
indicador señala la dirección a Bernuy de Zapardiel. Es un
pueblecito en la zona llana de Avila, entre la tierra de Arévalo
y la Morana, tierra fértil, cereal, próximo a Fontiveros, con el
horizonte cercano de la sierra.
Allí nació en 1983 don Leandro Ayuso, el «mínimo y dul-
ce» don Leandro.
Bajo de estatura, rostro cenceño, voz atiplada y ojos gran-
des, que ocultaba tras unas gafas gruesas de color.
Llevaba las características físicas y morales del ejemplar
abulense.
117

11.8 Page 108

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Se formó para la Congregación en los seminarios de enton-
ces, seminarios y casas solariegas de Carabanchel, Campello,
Sarria.
Los primeros años de sacerdocio los pasó en Valencia, de-
sempeñando entre otras encomiendas, la de Encargado de Coo-
peradores, nombre entonces no muy definido y común con el de
Bienhechores.
El año 1927 pasó a las misiones de la India, a las órdenes y
bajo la sabia dirección de monseñor Matthias, monseñor Bars,
monseñor Mederlet, figuras proceres de la Obra Salesiana en
aquel Continente y de la Iglesia evangelizadora.
Las Misiones imprimen carácter a los que pasan por ellas.
Don Leandro, aún mucho después de volver de la India, conser-
vó la afición y la impronta misioneras. Hablaba poco, pero tra-
tándose de la India se volvía locuaz e interminable.
La India, misteriosa, proteica, varia y deslumbradora, mosai-
co de razas, de lenguas y religiones, inmensa y confusa...
Allí se perdió, por no decir, se encontró de veras y se movió
la figura diminuta de don Leandro durante veintidós años, los
años centrales y más llenos de su vida. Estuvo el primer año en
Shillong, en una escuela profesional; pero una vez ambientado,
pasó al trabajo propiamente misionero, a Krishnagar. Era aqué-
lla una misión nueva, difícil por su clima tórrido y húmedo, su
lengua enrevesada y una población entre hindú y musulmana,
con muchos prejuicios religiosos y dura de convertir. Con todos
estos inconvenientes tuvo que pechar el joven misionero, que ni
siquiera tenía una salud inquebrantable.
Lo inquebrantable era su buena voluntad, su vocación misio-
nera, su virtud y su entrega a sus catequizandos. Cuando se de-
cidió a ir a la India, ya sabía lo que le esperaba. Estaba muy
persuadido de que ser misionero no es cultivar una parcela de
flores. Con todo, aquellos cristianos, cautivados por la fuerza de
la caridad, que es la dialética más convincente, terminaron por
entregársele y quererle, bien que a costa de su salud, nunca ro-
busta, pero a partir de entonces, más debilitada. Los Superiores
le trasladaron a la misión del Assam, de clima más benigno y
gente más maleable y dócil.
118

11.9 Page 109

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Se empleó con la misma generosidad que había derrochado
en Bengala, en las cristiandades de Ramabondo y Berhampo-
re. Allí le habían ocurrido episodios de antología misionera.
Gustaba de repetir cómo se habían convertido en gran número,
cuando en una epidemia de cólera, después de llamadas inútiles,
les había increpado con el acento de un profeta bíblico: «Hace
años se desencadenó en este poblado la ira de Dios y murieron,
por sus pecados, centenares de los vuestros, atacados por el có-
lera. Pues bien, yo os digo y no miento, que por vuestros peca-
dos vais a morir de la misma manera que ellos tuvieron, si no
hacéis penitencia... De Dios nadie se ríe ni de sus ministros;
El defiende a su Iglesia...» No se impresionaron demasiado.
Pronto una mujer que era la que más cizaña sembraba para que
no hicieran caso, murió atacada por el cólera, que se desató
inesperadamente. Como ella, en una semana, murió el diez por
ciento del poblado. A partir de aquel hecho, parece que los
bautismos aumentaron considerablemente.
En Darrang un cristiano perverso y escandaloso, irrespetuo-
so hasta el exceso con el misionero, tuvo una muerte impresio-
nante. Todo el poblado reconoció que Dios estaba con su en-
viado.
Con todo el énfasis que ponía en estos relatos misioneros,
contaba cómo una mañana en Dibrugarh se encontró con un
brahamán, que venía por medio de la calle, conducido en una
litera por dos esclavos. Don Leandro iba en dirección opuesta,
muy recogido. De pronto, le llama el arrogante personaje y le
pregunta sin más rodeos, con gran descaro:
—¿Tú crees en tu religión?
Don Leandro, todo sorprendido, le contesta:
—¡Claro que sí!
—Pues yo no creo en la mía, le replica el brahamán, al mis-
mo tiempo que lanzaba una sonora carcajada.
—Pues entonces, ¿qué haces? ¿Por qué la simulas...? ¡Eres
un farsante!
Estos y muchos otros lances contaba con la viveza de un ve-
terano que cuenta sus peripecias de guerra.
119

11.10 Page 110

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Volvió de las misiones en 1949, consumido por el trabajo y
las penalidades.
Los años siguientes los pasó en Carabanchel, Arévalo y so-
bre todo, en Salamanca, como confesor en el Teologado. Siem-
pre estaba dispuesto a ejercer este ministerio, entre los teólogos
o en cualquier otra parte a que se le llamase: el colegio de Piza-
rrales, las monjas, el Sanatorio de los Montalvos. Conocía el
mundo por fuera; la práctica de la confesión le permitió conocer
el mundo por dentro, y él sabía muy bien con santa Teresa que
«lo más grande que puede haber en la vida es comprender a un
alma.»
Se le veía recorrer las inmensas galerías del Teologado, con
las manos recogidas en las bocamangas de la sotana o desgra-
nando las cuentas del rosario.
Veía, oía y callaba. Sólo algunas veces, cuando las cosas no
iban como él entendía que debían ir, se soliviantaba y dejaba
aparecer el celo del antiguo misionero, indignado y poniéndose
simpáticamente iracundo.
Su salud era endeble, a pesar de que no le impedía hacer
vida común.
Sufría, pero no se quejaba ni dio nunca que hacer, en vida y
en muerte, que fue tan silenciosa y tan de puntillas como la
vida.
La confesión, el rezo, y los sufrimientos inherentes a los mu-
chos años: ese fue su apostolado final. Eso le permitió seguir
siendo misionero de retaguardia, como antes había sido misio-
nero de línea.
Murió el 24 de abril y un Martes de Pascua, de Pascua de Re-
surrección, cuando los teólogos celebraban exultantes su orde-
nación y sus primeras Misas. Treinta y tres sacerdotes estrena-
ban su sacerdocio y uno lo coronaba con una muerte plácida.
Todo su patrimonio lo formaban los «tomos usados del bre-
viario, la libreta de apuntes del noviciado, el «celebret», firmado
por don Rinaldi y la cartilla del licénciamiento del servicio mili-
tar». Ese era todo su ajuar y archivo. Unas ropas humildes y en-
seres indispensables, su equipaje. Bien ligero y bien expeditivo
para el viaje final...
120

12 Pages 111-120

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12.1 Page 111

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Se ofrecía espontáneo el recuerdo de la parábola: «Si el gra-
no de trigo cae en tierra y muere y se desintegra, da mucho fru-
to...»
¿A qué grano correspondería la espléndida cosecha de aque-
llos 33 nuevos sacerdotes del año 1973?
Dios lo sabe, pero bien podemos pensar que, en parte tam-
bién, al grano pequeño y fecundo de don Leandro Ayuso.
121

12.2 Page 112

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ANTONIO MARTÍNEZ LARGO
Coadjutor.
Nació en Baracaldo (Vizcaya) el 7-XII-1940.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1959.
Falleció en Salamanca el 25-IV-1975.
Antonio parecía por su porte y por su semblante, un semina-
rista teólogo o un sacerdote joven. Bien lo podía haber sido. Pre-
firió quedarse en el sacerdocio laico del buen coadjutor salesia-
no. Primero fue sastre, de la escuela del señor Güidi; luego se
hizo perito, ingeniero técnico de ahora. Pasó por el cultivo de la
artesanía y la aplicación de la ciencia. Lo uno y lo otro se le die-
ron bien. Tenía buenas manos y buena cabeza. Pero sobre todo,
tenía un temperamento apacible y un espíritu de ejemplar coad-
jutor. Su muerte fue la pérdida de un valor que se iba haciendo
apreciar a medida que se le conocía y se le trataba.
122

12.3 Page 113

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Salió de la Escuela de Maestría de Baracaldo. Formaba par-
te del grupo de vocaciones que don Tomás Alonso seleccionaba
y cuidaba a su manera. Dentro del millar de aprendices de
aquel Centro, se los conocía públicamente como «los aspiran-
tes». A pesar de estar tan identificados, nadie los molestaba. Se-
guían la marcha normal de la Escuela y su horario, pero tenían
alguna variante, sobre todo después de la jornada escolar y en
los días festivos. Componían una especie de oratorio festivo,
pero más selecto y familiar. Jugaban sus partidos de fútbol en el
patio de la Escuela y don Tomás los arbitraba desde la ventana
de un cuarto piso, sólo con un silbato y su voz de mando indis-
cutido. ¡El originalísimo e infatigable don Tomás Alonso...!
Dios le tenga en su paz. ¿Cuántas vocaciones se le quedaron
por reclutar?
«Ya están ambos a la diestra del Padre «deseado»: el recluta-
dor y el reclutado, don Tomás y Antonio, que fue una de sus
buenas pescas a la izquierda de la Ría, a pesar de que su co-
rriente es para el tráfico y no para la pesca.
Antonio vino una vez de excursión con un grupo de compa-
ñeros, vieron el Aspirantado de coadjutores de San Fernando.
Entre los aspirantes estaba su hermano Daniel y al año siguiente
se sumó también Antonio. Daniel llegó hasta el noviciado, pero
se marchó hacia la mitad. Antonio perseveró por los dos. Tan
cumplidamente lo hizo.
Profesó el 16 de agosto de 1960, en Mohernando. Volvió a
San Fernando para terminar el perfeccionamiento, dar clase a
los aspirantes, asistir y llevar la música. Durante los veranos ha-
cía el peritaje, el de cursillos intensivos de Deusto y los últimos
cursos los terminó, sin dificultad, en Béjar.
Por tercera vez vuelve al aspírantado, pero esta vez ya a Ca-
rabanchel, donde se había instalado dicha casa de formación.
Vuelve con su título bien ganado y como flamante profesor del
no menos flamante aspirantado. Ya no era la vivienda realquila-
da de Fuencarral, sino la casa propia, grande y confortable de
Carabanchel. Se abría una nueva etapa en su historia, que ya
era larga y muy respetable. Don Maxi, el Director, los salesia-
123

12.4 Page 114

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nos y los aspirantes, en número de casi doscientos se sentían en
la nueva sede, liberados, dueños y contentos.
Antonio se entregó con todo el entusiasmo. El ambiente de
la casa era inmejorable.
Un poco a su pesar y más aún contra la voluntad del Direc-
tor, por el puntal que perdía, en septiembre de 1973 es traslada-
do Antonio al colegio de Los Pizarrales.
El ambiente, el edificio y el nivel moral eran muy distintos
de los del nuevo Carabanchel. Pero el buen diestro se hace con
toda clase de toros y en una tierra, precisamente de ellos, Anto-
nio era un diestro y con dominio del arte.
Se hizo querer sin reservas de salesianos, alumnos y hasta de
los empleados del colegio. Todavía le recuerdan como «un mu-
chacho» sumamente dispuesto, afable y servicial. Los padres de
los alumnos y los compañeros de otras escuelas reconocían su
competencia y su disponibilidad.
En la comunidad era la alegría, el que nunca tenía roces con
los demás, sino que, más bien, contribuía a suavizarlos. No ape-
tecía los cargos, pero se desenvolvía bien en el trabajo de cual-
quiera de ellos. Sin exageración de ninguna clase y sin empa-
que, sin pretenderlo, era el buen ejemplo de todos.
«Nunca le vi enfadado —dice el Director, don José Luis
García Téllez— ni siquiera con los chicos.» «La paciencia todo
lo alcanza»; por eso él obtendrá tanto de sus muchachos, inclu-
so de los más refractarios y más díscolos, que los había en aquel
ambiente de poco refinamiento. La paciencia, el buen temple y
la gracia de estado. Todo se necesitaba en aquel cometido.
El 25 de abril de 1974, día de San Marcos, el cuidador de los
garbanzales en Salamanca y en toda tierra de garbanzos, bien
avanzado ya el curso y en pleno tiempo pascual, el día transcu-
rría como todos los demás en el monótono ritmo del colegio. El
Director había ido a Madrid, en viaje de asuntos y reuniones de
cargo.
Durante la comida, Antonio mantuvo con los vecinos de
mesa la conversación animada, a menudo jocosa, que acostum-
braba. En el recreo jugó un partido de baloncesto con los chicos
y con otros compañeros salesianos.
124

12.5 Page 115

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En otros tiempos había oído relatar a su Maestro de novicios
o algún catequista, la anécdota de aquel santo, bien preparado.
—Si durante el recreo, alguien te dijera que ibas a morir en-
seguida, ¿qué harías?
—Y el santo respondió con naturalidad: «Seguir jugando.»
No sabemos qué opinión le mereció a Antonio esa anécdota,
cuando la oyó.
Lo que estaría muy lejos de pensar, es que se iba a cumplir
plenamente en él.
Terminó el recreo y, a toque de timbre, Antonio se dirige al
taller, para comenzar la sesión de la tarde. Saca la llave y, mien-
tras está abriendo la puerta, sufre un desvanecimiento repenti-
no. Pierde el equilibrio, los alumnos, alarmados y solícitos, tra-
tan de sujetarle. Acuden otros salesianos y, a toda prisa, en una
ambulancia le trasladan al Hospital de la Santísima Trinidad.
Los médicos tratan de reanimarle, pero en vano. LJn síncope
cardíaco acabó con él en unos segundos.
Se divulga la noticia por el barrio, por la ciudad. Avisan al
Director y a los familiares, que viven en Luchana (Baracaldo).
La capilla ardiente se instaló en la capilla del colegio. Por
ella iban desfilando grupos silenciosos, impresionados ante lo
increíble.
Allí estaban rígidos, consternados sus padres, el señor Nico-
lás y la señora Felisa. De pronto, cuando el silencio era más
denso, el padre lo rompe con un excorde, un fervorín o una re-
flexión en voz alta: «... Antonio —dijo— tendría imperfeccio-
nes, como todos las tenemos... Aquí tenéis a vuestro maestro.
No sé si Antonio habrá dado todo lo que podía dar en la vida;
vosotros sois sus discípulos y lo podéis saber... Sé que había es-
cogido el mejor camino, que iba por él...»
Sí que había dado todo lo que podía. Lo ratificaban sus
compañeros de comunidad, sus alumnos, todos los que le cono-
cían y veían actuar. Hasta la prensa local se hizo eco del duelo y
reconocía la entrega de Antonio. «Quién pudiera vivir dándose
a los jóvenes para educarlos en el amor y quién pudiera morir
rodeado de jóvenes que le aman. Recibid mi pésame y mi enho-
125

12.6 Page 116

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rabuena...» Así decía una carta abierta publicada en «La Gace-
ta».
En cuanto a si había emprendido el mejor camino, no se
puede dudar, como abrigamos la confianza de que ese camino le
llevaría también al mejor puerto.
Murió joven y de repente. Así la enfermedad no tuvo tiem-
po de quebrantarle ni le llegó a faltar la juventud. Así quedó en
la memoria de todos la imagen del Antonio joven, entero y ale-
gre.
Se le podía aplicar como epitafio la estrofa del «Ars Morien-
di» —El Arte de Morir—.
«Era un agua que se secó,
era un aura que se esfumó,
era una lumbre que se apagó.»
No se apagó del todo. Su recuerdo y su ejemplo siguen res-
plandeciendo.
126

12.7 Page 117

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MAYO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
1 1959 Sacerdote Felipe HERNÁNDEZ SÁNCHEZ
2 1959 Sacerdote Antonio GARCÍA AGUADO
12 1985 Sacerdote Jaime LUNATE OLARIETA
15 1908 Coadjutor José GÓMEZ CREGO
22 1950 Sacerdote Antonio TORM PONS
24 1970 Clérigo Restituto ARNANZ SANZ
28 1976 Sacerdote Manuel CAAMANO BRANAS
35 129
54 135
59 142
31 148
78 151
27 159
80 163
127

12.8 Page 118

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FELIPE HERNÁNDEZ SÁNCHEZ
Sacerdote.
Nació en Calzada de -Valdunciel (Salamanca)
el 24-V-1924.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1942.
Sacerdote en Madrid el 24-VI-1951.
Falleció en Francia el l-V-1959.
Felipe fue salesiano de una sola casa: La Paloma. En Estre-
cho estuvo sólo unos meses, tiempo insuficiente como para per-
der de vista la casa de su Trienio y de su primer sacerdocio. La
casa y los hábitos allí adquiridos, porque hay casas que impri-
men carácter.
Los que pasaron por La Paloma, se movían en un ambiente
multitudinario y gozaban de «cierto olor de multitudes». Ellos
influyeron en la Institución, pero la Institución influyó también
en ellos.
—¿Qué sería de La Paloma sin los Salesianos?, preguntaba
129

12.9 Page 119

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con frecuencia el jefe sindical don Fermín Sanz Orrio, para dar
a entender la importancia de su función en el Centro.
La respuesta era bien sencilla: lo que fue de ella cuando los
Salesianos la abandonaron.
Felipe hizo allí el Trienio y después de cantar Misa, volvió
para ser jefe de disciplina durante varios años. Mantenía el or-
den sin estridencias ni tremendismos. Era joven y no tenía una
presencia arrogante, pero era serio, asentado y con dominio de
sí y de los alumnos. Sintonizaba con sus gustos y sabía prevenir
sus reacciones. Organizaba campeonatos, excursiones y practi-
caba con lucimiento los deportes. Por eso y por el trato deferen-
te y humano que les dispensaba, sus alumnos le siguieron apre-
ciando y sintieron su muerte como algo propio.
Cuando llegó a ser Director de Estrecho, su preferencia era
para los Antiguos Alumnos. De haber seguido por más tiempo
al frente del colegio, habría impulsado los deportes hasta el má-
ximo. Pero no era esa su única ni mayor aspiración.
Era el resorte para incidir mas en los alumnos. Como buen
enseñante, «metía la aguja para salirse con el hilo». Le preocu-
paban mucho las vocaciones y las trabajaba. Estaba a punto de
mandar un buen grupo de aspirantes a Arévalo.
Los que le trataban de cerca, le encontraban un tanto avan-
zadillo en el campo de las iniciativas y de las novedades. Adqui-
rió para los Antiguos Alumnos el primer aparato de televisión,
cuando todavía no era un medio «legalizado» en nuestras casas,
tanto, que se lo hicieron vender y deshacerse de él al poco tiempo.
Adquirió para la comunidad un coche, cosa también inusitada
en aquellos años de conservadurismo. Aquella adquisición le re-
sultó bien poco afortunada.
El día 29 de abril de 1959, de camino hacia Roma, para asis-
tir a la inauguración del templo de Don Bosco, se detuvieron en
el Filosofado de Guadalajara él, el conductor y un grupito de
chicos del colegio de Estrecho. Estaban contentos, ilusionados
más bien. El coche era nuevo, todo el pasaje juvenil y el chófer
no muy avezado y el recorrido desconocido. En el momento de
arrancar, el motor ya en marcha, alguien le preguntó al conduc-
tor:
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12.10 Page 120

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—¿Qué tal se presenta el tráfico? Y él respondió con cierta
justificada reserva: «Pues un poco achuchado...»
Durante la comida, Felipe que se encontraba comunicativo y
en confianza, había hablado de su vida en Estrecho, de los pro-
yectos entre manos y de sus relaciones con la familia patrocina-
dora del colegio. El día anterior había recibido una crecida can-
tidad. Le preguntamos cómo iba por Madrid con tan peligrosa
provisión. El contestó:
—Pues iba en el metro, como si tal cosa, y el dinero lo lleva-
ba en una caja de calzado. Tan naturalmente y tan sin aprensio-
nes tomaba las cosas.
Emprendieron el viaje, hicieron etapas en Zaragoza y Bar-
celona y el día 1 de mayo tomaron la carretera de Francia. Lle-
vaban ya varias horas de recorrido y en esa actitud en que el
viaje se hace cansado, la conversación se agota y los accidentes
del camino ya no llaman la atención. Se encontraban cerca de
Toulon, sorteaban una curva peligrosa, cuando un mal viraje
vino a hacer que el vehículo chocara bruscamente contra un ár-
bol. Felipe, que iba delante, a la derecha, con un brazo apoya-
do en la ventanilla, recibió el golpe que le dejó mortalmente he-
rido. Todos los demás viajeros resultaron ilesos, aunque con la
consternación imaginable. Se acudió a los salesianos de Toulon
y la Navarre, que se apresuraron a aplicarle los remedios posi-
bles, pero fue inútil. Murió unas horas después, con tiempo sufi-
ciente para administrarle los Santos Sacramentos. La noticia,
cuando se les comunicó, llenó de sobresalto a las casas de Estre-
cho y de Roma, en donde se encontraba el Inspector y otros sa-
lesianos, en ambiente de fiestas de la Congregación.
Cuando después de los laboriosos trámites para el traslado
de los restos, el cadáver entraba en la casa de Estrecho, el es-
pectáculo era desolador. Una multitud callada y sobrecogida y
un millar de alumnos llorosos lamentaban la desgracia y sufrían
acongojados ante lo inexplicable, ante lo increíble. Fue un duelo
general y hondísimo.
En el cementerio de Carabanchel, donde reposan los restos
de tantos salesianos venerables, recibía sepultura un sacerdote
joven y tan prometedor. Murió a principios de mayo y estaba en
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13 Pages 121-130

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13.1 Page 121

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pleno mayo de su vitalidad y de su apostolado. Todo le sucedió
en este mes.
En él había nacido, el año 1924, en Calzada de Valdunciel
(Salamanca), pueblo de La Armuña, fértil en cereales y en vo-
caciones salesianas, bien valiosas, por cierto, algunas de ellas.
Sus padres se trasladaron a Madrid en plena infancia de Felipe y
sus hermanos. La guerra dividió a la familia. Una parte quedó
en Salamanca; los padres y Felipe, en Madrid. Había cursado el
primer año de aspirante en Carabanchel.
Tuvo que suspender los estudios y reintegrarse a su casa en
los primeros días, cuando los milicianos irrumpieron en el cole-
gio «respirando amenazas y muerte».
Los salesianos se desperdigaron y buscaron refugio donde
buenamente pudieron, aunque a varios de ellos les valió bien
poco. Los aspirantes fueron rodando de Centro en Centro de
menores y los que tenían familia en Madrid, se dirigieron a su
casa. La de Felipe estaba en la calle de Abascal. Su padre era
guardia de asalto y su madre, además de sus labores, atendía a
la portería del inmueble. Esta doble circunstancia les daba cier-
ta seguridad en aquel Madrid de miedo y hambre.
Pasados los primeros meses y ante la incertidumbre del final,
que no se veía, Felipe reanudó sus estudios. En una habitación-
comedor alternaban las clases de Matemáticas y Latín con los
comentarios de las últimas noticias y la marcha de la guerra. A
veces, se asomaba una visita inoportuna o de ideología contraria
y había que disimular y cambiar el rumbo de la conversación.
Así un día y otro, hasta agotar la materia de estudio y de co-
mentario. Felipe, amparado en su edad y en el expediente de la
portería, era con frecuencia portador de recados y consignas en-
tre salesianos. Se reunía con sus compañeros en un sitio conve-
nido y, a lo largo de un paseo o sentados en un banco, se confe-
saba con don Alejandro, don Lucas Pelaz o don Arturo, los ca-
pellanes ambulantes y de emergencia. Gracias a aquellos colo-
quios y entrevistas en bulevares y plazuelas, de iglesia de cata-
cumbas, se mantuvieron perseverantes y no perdieron el contac-
to con los salesianos. Claro que el mayor mérito de la perseve-
rancia de Felipe les cabía a sus padres, el señor Manuel y la se-
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13.2 Page 122

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ñora Esperanza, cristianos intachables *y de pura cepa salmanti-
na. Recordaban las parejas hogareñas de Gabriel y Galán. Bue-
nos mozos ambos y de esbelta presencia. Ella, como la matrona
charra, «con su mirar sin engaño —infundía tranquilidades—» y
él, uno de aquellos tipos a quien hubiera caído mejor el traje
de la tierra que el uniforme de guardia, era, como el ejemplar
salmantino, «enhiesto como negrillo», de medidas palabras no
exentas de intención y de humor, noble y fuerte. Formaban una
pareja admirable. Nunca se los veía tensos o descompuestos. En
aquel ambiente de tranquilidad y armonía, no es extraño que
Felipe creciera sereno y tan sin problemas como se le observó
siempre. Tenía un buen temple heredado.
Gracias a eso superó sin dificultades las etapas de la forma-
ción, sin mayores dificultades, puesto que de ellas no se libran
ni los candidatos mejor dispuestos. Hizo el noviciado en Moher-
nando, en los años duros de la reconstrucción, allí hizo la pri-
mera profesión y la Filosofía y de allí salió para hacer el Trienio
en La Paloma, su casa de acción en los primeros años de funcio-
namiento. A ella volvió, una vez terminada la Teología y de ha-
ber cantado su primera Misa, en junio de 1951. Todo le era co-
nocido: el ambiente, la actividad y las personas, conocido y fami-
liar. Se entregó a su apostolado con todos los bríos de su juven-
tud y con la recomendación de la preparación y de la experien-
cia. Conjugando todos estos factores y la contribución de todo
el equipo salesiano, no muy numeroso pero bien conjuntado y
entregado de lleno, lograron para el Centro un florecimiento de
Institución ejemplar. Fueron los años del máximo renombre y
de las visitas obligadas de personajes oficiales.
De Consejero de La Paloma, Felipe pasó a ser Director de
Estrecho. Treinta y dos años tenía cuando recibió el nombra-
miento. Entre la corta edad y su semblante juvenil y fina con-
textura, más que Director parecía un diácono. Algunos exigen-
tes le encontraban inmaduro y hasta llegaron a murmurar que el
cargo, más que a méritos ganados, le había venido como gratifi-
cación del Inspector a sus padres, por servicios prestados en
años anteriores. Era una suposición y un decir ligero.
«Nadie se hace sabio de repente», dice el proverbio. Ni Di-
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13.3 Page 123

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rector salesiano, que es toda una institución. «El hombre madu-
ro y experto en humanidad, maestro puesto al día y autorizado
en la vida espiritual salesiana, centro de la comunidad y herma-
no entre hermanos, que coordina los esfuerzos de todos y tiene
presentes los derechos y deberes y la capacidad de cada uno»,
ya se sabe que es el retrato ideal.
«Los Hermanos le reconocen y aceptan su autoridad y res-
ponsabilidad.» Le reconocen, sí, pero no a la primera ni unáni-
memente.
Todas las cosas tienen su curso y requieren su tiempo. Feli-
pe, que \\tuvo una promoción rápida y ni siquiera contó con los
cursillos y el adiestramiento que ahora se usan, apenas tuvo
tiempo de «cuajar» como Director. Dicho sea en mérito suyo.
Cuando muere un anciano, decimos: Dios le tenga en cuenta lo
que hizo y lo que sufrió en tantos años. Cuando muere un joven
en la flor de los años y en el comienzo de una carrera brillante,
tendríamos que decir: Dios le tenga en cuenta lo que no disfru-
tó y el bien que tuvo el propósito de hacer.
Eso le cumpliría a Felipe, que en paz descanse.
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13.4 Page 124

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ANTONIO GARCÍA AGUADO
Sacerdote.
Nació en Alaejos (Valladolid) el 22-X-1905.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 23-VII-1925.
Sacerdote en Carabanchel Alto (Madrid) el 17-VI-1934.
Falleció en Béjar (Salamanca) el 2-V-1959.
Don Antonio tenía el cuerpo pequeño y la voz potente y so-
nora. Le pasaba lo que a algunos pájaros cantores, esos a los
que Góngora llamó «cítaras de plumas».
Era ágil, inquieto y vivaz, tenía la voz tuerte, sonora y de
buen tenor; la palabra expedita y la expresión suelta, pronta y
directa.
«Abierto y sencillo con todos —dice de él don Aniceto
Sanz—, con una alegría franca y encantadora, sabía ganarlos a
todos, chicos y grandes, prendidos de la simpatía de su carácter.»
Nació el año 1906, en Alaejos, pueblo grande, famoso por el
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13.5 Page 125

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buen vino y el mucho pan, con dos iglesias monumentales, a mi-
tad de camino entre Valladolid y Salamanca.
Siendo todavía muy niño, se quedó huérfano de padre y ma-
dre. Se hicieron cargo de él unos tíos y de ellos pasó a los Sale-
sianos de Salamanca, colegio de San Benito. Era un colegio pe-
queño y familiar, como un hogar modesto.
Antonio era pobre, huérfano y listo. Tenía todas las cualida-
des para ser admitido como alumno en aquel internado. Eran
unos 50, todos ellos de Alaejos o de Salamanca. Así lo había dis-
puesto doña Gonzala Santana, la generosa y pudiente dama pa-
trocinadora de esta Obra y otras parecidas. Tenía fama en toda
Salamanca de ser tan rica como limosnera. El colegio de María
Auxiliadora, bastante posterior al de San Benito, fue también
fundación suya.
A los alumnos de San Benito se los llamaba, familiarmente
«gonzaleros». Vestían un cuasi uniforme de paño gris oscuro y
tenían un cierto talante de seminaristas laicos. Doña Gonzala
les costeaba los gastos de internado y estudios.
Al terminar la Primera Enseñanza, los dotados de inteligen-
cia hacían el Magisterio y los más dotados, una carrera universi-
taria. Al cabo de los años fueron saliendo promociones de mu-
chachos que se situaron decorosamente, gracias a la munificen-
cia de la popularmente conocida como «la Pollita de oro».
¡Lástima que con la muerte de tal señorita y de sus inmedia-
tos sucesores, se extinguió una institución tan social y simpática!
Don Antonio hizo el noviciado en Carabanchel, en los años
de don Antonio Castilla. No sabemos cuál fue el móvil inmedia-
to de su vocación salesiana, toda vez que tenía su carrera ende-
rezada en el mundo. No fue la única vocación que salió de
aquellos muros oscuros y viejos de San Benito.
Hizo parte del Trienio en Atocha y el resto, en Astudillo y
el Paseo de Extremadura, cuando comenzó a ser aspirantado.
La Teología la empezó en Campello y después de la quema
de conventos, la continuó en Carabanchel, en los años turbulen-
tos de la República. Hasta el Teologado Nacional Salesiano,
que era la casa de Carabanchel, llegaban incesantemente los
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13.6 Page 126

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ecos de las revueltas, las huelgas y las elecciones, a cuyo ajetreo
no podían sustraerse los teólogos.
Cantó Misa el año 1935 y se quedó de asistente con los aspi-
rantes, que convivían con los teólogos. Formaban dos comuni-
dades, tenían dos Directores y llevaban un funcionamiento más
o menos sintonizado. Fue una de tantas situaciones por las que
ha pasado la casa de Carabanchel.
Cuando estalló la guerra civil, don Antonio estaba, como
muchos otros, haciendo plácidamente los Ejercicios Espirituales
en Mohernando. Los sorprendieron reunidos y quietos.
No podían ser una presa más fácil para la avidez sanguinaria
de los milicianos que se presentaron en el recreo de la comida,
el día 23 de julio de 1936. Por cierto, estaban bajo la encina grande
don Miguel Lasaga, que era el Director, don Antonio y un grupo
de estudiantes viéndolos jugar al asalto. Parece un verso del ro-
mance: «Jugando está a las tablas don Gaiteros...» Tuvieron un
pequeño altercado a cuenta de una jugada y en el preciso mo-
mento en que estaban discutiendo, se presentaron los primeros
milicianos. Aparecían cautelosos por un lado y otro del edificio,
como si temieran una resistencia armada. Ni que decir tiene que
se acabó la discusión lúdica y comenzó la odisea.
Don Antonio fue a parar a la cárcel de Ventas (Ma-
drid) y después de bastantes meses de prisión, con todas
las vicisitudes que la acompañaron, fue sometido a juicio
de un tribunal popular y condenado a trabajos forzados en un
«Batallón Auxiliar de Fortificaciones». Su misión era abrir
trincheras, reparar caminos de paso de tropas, hacer desmontes
y trabajó en el famoso ferrocarril «de los cuarenta días». Picos,
palas, barrenos, mala alimentación, mucha vigilancia y discipli-
na rígida eran la trama de su vida desde las primeras horas del
día hasta el atardecer. Compartieron su suerte mala, otros sale-
sianos: don Eduardo Diez, don Pudenciano, Leturio y otro no
salesiano, de quien no podemos dejar de hacer mención. Se lla-
maba Manuel Díaz Garrido, era maestro, buenísima persona y el
que hizo mejores migas con don Antonio. Se hicieron insepara-
bles. «Amigos fingidos son para tiempos felices», dice el refrán.
Los verdaderos y firmísimos son para los tiempos adversos.
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13.7 Page 127

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Don Antonio y Manuel compartieron trabajos y andanzas,
el poco nías que el pan y la sal de que disponían y entablaron
una amistad de por vida. Manuel sobrevivió a don An-
tonio casi treinta años. Desempeñó un cargo importante en el
Magisterio, llegó a ganar un sueldo aceptable y siguió acordán-
dose y tratando con los salesianos con la simpatía que había na-
cido entre los ribazos de Nuevo Baztán, Pozuelo del Rey y de-
más escenarios de trabajos forzados. Este verano último fue un
día a Guadarrama, se sentó a la sombra de un árbol y un ca-
mión, en marcha desenfrenada, se estrelló contra el árbol y le
mató en el acto. Al revisar sus documentos y enseres, los fami-
liares encontraron un legado reservado y expresamente destina-
do a los Salesianos. En esta fecha no hace todavía un mes que
hicieron entrega a la Inspectoría de una cantidad muy saneada,
de buena lotería podemos decir. Eran los ahorros y las previsio-
nes de un antiguo buen amigo de don Antonio y de unos salesia-
nos, compañeros de tiempos difíciles. ¡Gracias, don Manuel!
Y tras este inciso, volviendo a don Antonio García, termi-
nó su condena escapándose del batallón de castigo pocos días an-
tes de terminar la guerra. Una vez normalizada la situación, fue
destinado otra vez a Carabanchel como Consejero de los aspi-
rantes por un año. De allí pasó a Salamanca, al colegio de Ma-
ría Auxiliadora, como asistente y profesor por otro poco de
tiempo, para ir de allí como Prefecto a Mohernando, el año
1945. Más que a la prefectura y a los quehaceres de la adminis-
tración, que eran bien escasos, dedicó su atención y su tiempo
al Oratorio de Guadalajara.
Como de tantas otras obras salesianas, de la de esta ciudad
alcarreña, hoy tan floreciente, se podría decir: En el principio,
era el Oratorio. Por él comenzó por los años 40, cuando don
Antonio se afanaba por ponerlo en marcha, recabando la ayuda
de algún eclesiástico, de la Protección de Menores, el goberna-
dor don Juan Casas y ayudado por los estudiantes de Filosofía
de Mohernando, que se desplazaban allá los domingos y fiestas
y ponían en movimiento aquella tropa de muchachos, que iba
siendo cada vez mayor. Fue por bastante tiempo un Oratorio
creciente y errante.
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13.8 Page 128

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Los muchachos acudían atraídos por el señuelo de las diver-
siones y por la golosina de la merienda que les procuraban aque-
llos buenos salesianos. Un día se reunían en la plazoleta del
Carmen, otro en la explanada de Santa María o en las eras de
la carretera de Cuenca, según la afluencia. El caso es que iban
preparando el terreno para la Institución Salesiana de San José,
que con ese nombre pomposo y ambiguo se establecería en el
año 1952, en vísperas de la Navidad. Fueron los pioneros don
Antonio y aquellos jóvenes estudiantes salesianos, buenos, sen-
cillos, voluntariosos, que prendieron la llama de lo salesiano en
la ciudad alcarreña: Antonio Diez, Victoriano, Alberto, Juan Fran-
cisco. Todos perseveraron y dieron excelente juego. Con don Anto-
nio al frente hicieron atrayente y simpático el nombre salesiano.
El año 1948 don Antonio pasó a la casa de Béjar con el car-
go de Catequista.
En esta casa, de tanta solera «desplegaba, según su Director,
don Aniceto Sanz, sus no escasas ni pequeñas aptitudes y ex-
pandía sus actividades doquiera hubiera un hueco que llenar, al
compás de la obediencia, que jamás rehusaba. Nunca un gesto
desabrido ni un movimiento destemplado que pudiera empañar
la ejecución de una orden».
«Sanguíneo como era, tenía reacciones prontas y fuertes,
aunque no duraderas. Era fácilmente excitable, aunque siempre
alegre; sincero y espontáneo, a lo mejor, hasta lo discutible al-
guna vez, pero siempre sumiso y dispuesto a reconocer la adver-
tencia. ¡Cuántas veces el pobre Superior vio disipadas como
por ensalmo ligeras nubéculas, por su modo de conducirse,
siempre alegre y jovial!»
Apuntando algunas de sus virtudes religiosas, don Aniceto,
destaca en la carta mortuoria «el amor y la práctica de la pobre-
za y la puntualidad en la economía».
«No creo que se fuera a la cama ninguna noche con dinero
en el bolsillo.» ¡Gran elogio!
En Béjar pasó nueve años contento y aceptado de todos y
hubiera podido pasar muchos más, si los días de su vida no hu-
bieran estado tan extraña y fatalmente tasados. La muerte le
llegó a la mitad del camino de la vida.
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13.9 Page 129

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A principios del año 1959 continuaba su actividad normal y
dinámica, un poco acrecentada por los preparativos de la inau-
guración del nuevo teatro. Se entregó a ellos con todo entusias-
mo, pese a que ya venía sintiendo algunas molestias de estóma-
go. Las fue aguantando, con la esperanza de que serían pasaje-
ras y por no alterar la actividad en una casa en que el personal
era tan reducido y estaba ya sobrecargado. Se hizo necesario un
primer reconocimiento. Se descubrieron síntomas alarmantes,
que obligaron al ingreso rápido en una clínica de Madrid. La
biopsia constató que el tumor estaba demasiado extendido y era
ya inoperable.
Permaneció en la clínica todavía algunos días. Ilusoriamen-
te, se sentía mejor y así se lo hacía ver a las visitas que le llega-
ban de uno y otro sitio. «Con este chaperón —decía— tendre-
mos para seguir viviendo unos años más.» Todos estaban en el
secreto, menos él. Trasladado de nuevo a Béjar y recluido en su
habitación, él que antes de la enfermedad no paraba en ella, re-
cibía incontables muestras de interés, un interés cada vez más
vivo para una salud cada vez más apagada.
El Director, armándose de valor, le dio la triste notificación.
«Se ha hecho todo lo posible; sólo nos queda la esperanza del
milagro. Todos te hemos querido, tú lo sabes. Dios también te
quiere a su lado y te considera maduro para el cielo.»
Don Antonio escuchó, abrió desmesuradamente los ojos y
calló. Había aprendido y había hecho aprender a sus es-
tudiantes la estrofa de Las Coplas: «Que querer hombre vivir
—cuando Dios quiere que muera—, es desatino...» Se preparó
para el gran paso. Ritual en mano durante la administración de
los Sacramentos, iba siguiendo los ritos y contestaba clara y
puntualmente a las preguntas que se le hacían. Los recibió con
plena conciencia y con edificante fervor.
Su muerte fue un duelo general, en la casa y en la ciudad.
Una manifestación de adhesión y cariño a don Antonio y a toda
la Obra Salesiana.
Descansa en el mausoleo que el Ayuntamiento de Béjar
donó a la Congregación.
¡Un regalo bien emotivo, original y duradero! Los Antiguos
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13.10 Page 130

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Alumnos lo completaron con una ornamentación sobria y de
buen gusto. Así rendían tributo de agradecimiento a los que
tanto han hecho por ellos.
Sólo les faltaba poner una inscripción parecida a la del mau-
soleo histórico:
Es bastante este túmulo
para los que no sería bastante toda la Ciudad.
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14 Pages 131-140

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14.1 Page 131

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JAIME LUNATE OLARIETA
Sacerdote.
Nació en Baracaldo (Vizcaya) el 20-VI-1926.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1944.
Sacerdote en Madrid el 28-VM953.
Falleció en París el 12-V-1985.
Jaime se definía a sí mismo como vasco de nacimiento, sal-
mantino de corazón, español de cuerpo entero y apasionada-
mente europeo. Demasiadas cosas para serlas todas a fondo,
por más que se tuviera la naturaleza inquieta, pletórica y exube-
rante de Jaime.
«Un pueblo es como un amigo que deja huella en el alma»,
dice la copla. Jaime fue hombre de muchos amigos y bastantes
pueblos; todos ellos dejaron huella en su alma sensitiva y apa-
sionada.
Nació en Baracaldo, en el Baracaldo fabril y en auge de los
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14.2 Page 132

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años 20. Allí nació a la vida y a la vida salesiana, que heredó de
su padre, antiguo alumno del colegio de la calle Larrea, uno de
los colegios pioneros de España.
De cuatro hermanos que eran, él se hizo salesiano, Raquel
fue la salesiana activa y eficiente que hemos conocido; un ter-
cer hermano se mantuvo adictísimo al colegio. Asistía y ayuda-
ba todos los días a la primera misa, en la penumbra de la ma-
drugada, con los salesianos haciendo meditación en el estrecho
presbiterio de la capilla. Un sepulcro de la fundadora, doña Lui-
sa Chávarri, de mármol negro, aumentaba el aspecto sombrío
del recinto. La hermana menor, Juanita, vive como una salesia-
na sin votos y en vida de soledad.
Las virtudes familiares y los ideales de su vocación los encar-
nó Jaime en un cuerpo atlético de indarrón vascongado y en su
alma entusiasta y de temple dinámico.
Era un alto horno de humanidad y de vida.
Su carta mortuoria la escribió su joven Director Elias de Mi-
'guel.
La escribió con cariño, buen estilo y fina penetración. Jaime
la hubiera leído con gusto y como redactada a su medida. Dice
lo suficiente para dejarle bien y no decir falsedades. Las cartas
mortuorias son un poco como los relojes de sol: marcan sólo las
horas de luz. Las sombras se entreven, se dejan adivinar.
Nació en octubre del año 1926, en una calle muy próxima al
colegio salesiano. Al poco tiempo de terminada la guerra civil,
hizo el aspirantado en Mohernando, Carabanchel y Astudillo,
en los últimos años de don Pedro Olivazzo. La casa, a la sazón
estaba muy deteriorada, hacía juego con el paisaje circundante:
caminos polvorientos, casa de adobes y horizontes de montes
pelados. ¡Cómo le debió de impresionar aquel paisaje gris y po-
bre! ¡Qué idea tan arisca se formaría de Castilla el que no la en-
juiciase más que a través de aquellas apariencias! Por fortuna,
los niños no suelen reparar mucho en el paisaje.
En 1944 volvía a Mohernando para hacer allí el Noviciado y
la Filosofía.
Su comportamiento era normal y su aplicación, a tono con
su inteligencia depierta y fácil. En Salamanca hizo todo el Trie-
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14.3 Page 133

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nio, que por aquellas fechas en el colegio de María Auxiliadora
resultaba «apretado y recio».
A pesar de la diferencia de humores, se encariñó con la capi-
tal charra y con la manera de ser de los salmantinos.
Estudió la Teología en Carabanchel y se ordenó el 28 de ju-
nio de 1953.
Durante este tiempo, siguió siendo el estudiante de rápida
comprensión más que de voluntad tesonera.
Siguen luego treinta y dos años de sacerdocio, en misiones
de profesor, Jefe de Estudios, Consejero, Catequista y Capellán
en las casas de Orense, Salamanca, Paseo de Extremadura, Es-
trecho, Carabanchel —Escuela de Automovilismo— y la Escue-
la de Magisterio «Don Bosco». Salamanca, Orense y Estrecho
fueron los sitios de su mayor actividad, de docencia y de aposto-
lado. A lo largo de estos años adquirió la licenciatura en Filolo-
gía Moderna y el diploma en Francés, todo ello con lucimiento,
notas aceptables y el mérito de no haber dado de mano a sus
ocupaciones ordinarias. Francia e Inglaterra fueron los lugares
de sus excursiones en verano y en Semana Santa, a veces solo y
otras con grupos de alumnos de los colegios o de la Escuela de
Magisterio.
Era aficionado a los medios de comunicación y estaba meti-
do hasta cierto punto en el mundillo del cine, entre cuyos me-
dios se industriaba para montar su apostolado, hacer sonar el
nombre de Don Bosco como Patrono de la cinematografía, cele-
brar su fiesta y dejar en despachos y cabinas el calendario de
María Auxiliadora o el cuadro del Santo, a modo de exorcis-
mos.
Tenía don de gentes y una simpatía innegable para ganarse a
las personas, aún las predispuestas hacia lo clerical. Entre la
confianza que le otorgaban y la que se tomaba él, tenía acceso
a bastantes ambientes y salía adelante con sus propósitos.
Despierto, dinámico y emotivo, con ganas de ver, saber y vi-
vir, amigo de amigos, se movía no sólo, por un impulso natural
de sociabilidad; lo hacía también con la preocupación de hacer
el bien a todos y de hacerles más llevadero el sufrimiento.
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14.4 Page 134

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Salesiano legítimo, fue un declarado devoto de María Auxi-
liadora, la nombraba a menudo, la invocaría más a menudo
todavía, llevó durante varios años la Archicofradía y predicó
muchas de sus novenas, cosa que tenía muy a gala.
Por su manera de ser, extremoso y apasionado, se le presen-
taron dificultades, a veces hasta crisis agudas; pero las superó
con la ayuda de María Auxiliadora, según reconocía él mismo
con emoción no disimulada. Había aprendido bien desde muy
niño en el colegio salesiano la copla más popular y la más repe-
tida en honor de nuestra Virgen: «Ella en mi niñez mis pasos
guió; por eso desde niño siempre la quise yo.»
Don Emilio Alonso, que le tuvo como clérigo, como sacer-
dote y como personal en varias comunidades, le facilitó estu-
dios y salidas al extranjero para cualificarse, como ahora se
dice, y le ayudó cuanto pudo, él que le conocía «intus et in
cute», distingue dos etapas en la vida de Jaime: la del clérigo y
joven sacerdote entusiasta, voluntarioso, con el que se podía
contar siempre. Era el asistente ideal, animador de patios, orga-
nizador de deportes, de actos recreativos y culturales y director
de coro, que hacía cantar maravillosamente a los alumnos en las
misas y funciones de iglesia, repletas de muchachos y resonante
de cantos en aquellas naves de templo neogótico.
El otro Jaime era el entrado ya en años, marcado por la en-
fermedad y los achaques, de los que, a pesar del tratamiento ri-
guroso, no se llegó a recuperar del todo.
Su muerte fue prematura para lo que podía haber vivido,
dotado como estaba de una naturaleza vigorosa. Muerte prema-
tura, pero en cierta manera anunciada.
Ya su Director, don Elias, le reconvenía a veces, entre afec-
tuoso y preocupado: «Cuídate, Jaime. Por ese camino, cual-
quier día nos vas a dar un gran disgusto.»
¿Cuál era ese camino? En cuanto al día cualquiera, fue el 12
de mayo de 1985. Jaime estaba en París. Había ido allí para sa-
car el doctorado en francés.
Tras ello andaba desde hacía una temporada. Vivía en la
casa inspectorial.
Aquel día, que era domingo, circunstancia que complicó las
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14.5 Page 135

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cosas, la diabetes, una de las enfermedades que arrastraba, se
agravó sensiblemente. Los salesianos de la comunidad avisaron
al médico y a los salesianos españoles de la «Maison Provinciale
Don Bosco», la pequeña comunidad al cuidado de los emigran-
tes. El médico le reconoció y mandó hacer unos análisis, en es-
pera de cuyo resultado suspendió todo diagnóstico y todo trata-
miento. La medida era demasiado lenta para la urgencia del
caso: un coma diabético. Uno de los salesianos españoles acudió
en seguida a verle. Le encontró ante la televisión, solo y con se-
ñales de estar bien ajeno a la pantalla. Hablaron vagamente.
Era mediodía. Le persuadió de que tomase algún alimento. Su-
bieron al comedor y trató de comer algo, pero sin ganas.
Se despidieron hasta media tarde, en que volvería con los
otros compañeros de comunidad, una vez terminada la comida
de hermandad que tenían con todos los emigrantes.
Antes de terminar esa comida, los llamaron de la Inspecto-
ría. Jaime acababa de fallecer. Todo se precipitó vertiginosa-
mente y con el tiempo preciso para administrarle los últimos au-
xilios.
El inspector de Madrid, don Aureliano Laguna, se presentó
aquella misma tarde.
Entre unos y otros comenzaron a gestionar los trámites para
el traslado de los restos mortales a España. A pesar del día fes-
tivo y de lo complicado de las gestiones, se logró acelerarlas
hasta un plazo mínimo. Muy pocos días después llegaban a Ba-
racaldo. Allí, en presencia de los salesianos, de sus hermanas y
algunos amigos, recibieron tierra en el panteón familiar.
No murió abandonado, ni estuvo tan desasistido como cabía
imaginar; pero no era aquel el final que Jaime, tan alborotador
y bullicioso, podía esperar. En Madrid, donde tanto ambiente
tenía, habría sido objeto de un duelo y una despedida espec-
taculares. Dios le reservaba un final más modesto.
Baracaldés de nacimiento y de enterramiento, vino a terminar
entre los suyos.
Descanse en paz.
En esos momentos de compunción, de fervor y dolor íntimo,
Jaime, como tantos otros, haría suya la súplica del salmo 55:
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«Anota, Señor, en tu libro mi vida errante.
Recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío.;
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JOSÉ GÓMEZ CREGO
Coadjutor.
Nació en Endrinal de la Sierra (Salamanca) el 19-V-1877.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-X-1906.
Falleció en Salamanca el 15-V-1908.
En estos apuntes se hace recensión de todos los Hermanos
que han llegado a nuestro conocimiento, por lejanos que que-
den o desconocidos que sean a estas alturas, ya que insignifi-
cante, no podemos considerar a ninguno. ¿Quiénes serán los
que verdaderamente lo sean en el balance de la Providencia?
El actual reseñado, José Gómez, murió hace ochenta
años, llegó tarde a la Congregación y vivió, como salesiano, dos
años escasos.
Había nacido en Endrinal de la Sierra (Salamanca), el año
1877. Cuando tenía ya veintiocho años, se presentó en la casa
de San Benito, recién fundada.
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Le recibió el padre Tagliabue, el primer Director, que tam-
bién había de serlo de la casa de María Auxiliadora. En San
Benito comenzó José Gómez su vida salesiana y allí la terminó
bien pocos años después. La carta mortuoria la escribió el men-
cionado padre Tagliabue. Es breve y escueta. No tiene más que
una veintena de líneas y consigna sólo los datos esenciales.
Aquellos hombres escribían con prisa y sin pensar en la Historia.
Más que una carta mortuoria, es un certificado de defunción.
Nos sorprende pensar que en tal fecha, 1877, saliera una
vocación salesiana de un lugar tan apartado, Endrinal. ¿Qué
viento llevó la semilla salesiana a aquel ostigo? No sería la de
José la última vocación que saliera de aquella tierra. Se ve que
con el lino y otros productos vulgares se daban también plantas
de otro tipo. «Hizo la primera prueba egregiamente», dice la
breve carta. «Decidido a hacerse santo, procuró cumplir con
exactitud las prácticas de piedad.» Profesó una particular devo-
ción al Sagrado Corazón y a María Auxiliadora. Esta piedad y
este fervor aumentaron en los dos años que pasó en Caraban-
chel. Allí hizo su primera profesión, decidido a entregarse ínte-
gramente a la Congregación, que le había recibido entre sus hi-
jos, a pesar de ser ya mayor y no contar con títulos relevantes.
Con esos propósitos tan generosos había comenzado a traba-
jar en cuanto se le encomendaba, cuando su salud se vio asalta-
da por una dolencia de corazón.
No valieron para conjugarla ni los médicos, ni el cambio de
clima a Vigo, donde estuvo algunos meses, ni los aires nativos
de Salamanca, a donde fue enviado de nuevo. Mientras sus
fuerzas se lo permitieron siguió trabajando en servicio de la
casa. El último mes se vio obligado a estar postrado en cama.
«Sufrió un verdadero purgatorio»: el de la enfermedad y el sa-
crificio moral de no poder trabajar y ser, a su parecer, peso
para la comunidad. Es el tormento de todos los trabajadores y
de todos los delicados de conciencia, los demasiado delicados.
Dos semanas antes de morir, presintiendo cercano su final, reci-
bió los Santos Sacramentos. Los demás días en espera de la
muerte, comulgaba. La piedad que había puesto como norma
de su vida religiosa, le seguía alentando.
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14.9 Page 139

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El día 15 de mayo, primer día de la novena de María Auxi-
liadora, la Virgen se lo llevó y le cambió los dolores de la enfer-
medad por los goces del cielo.
Los verdaderos devotos de la Virgen, en el trance de la
muerte comprueban los resultados de su amorosa protección. Es
antigua, piadosa y firme creencia.
No en vano habría repetido muchas veces: «Ruega por noso-
tros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte»...
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14.10 Page 140

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ANTONIO TORM PONS
Sacerdote.
Nació en Guardia de Tremp (Lérida) el 13-11-1872.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 30-VIII-1905.
Sacerdote en Urgel (Lérida) el 29-11-1896.
Falleció en Arévalo (Avila) el 22-V-1950.
No sabemos por qué, don Antonio Torm siempre nos recor-
dó un poco a don Ángel de Dios. Los dos eran contemporá-
neos, los dos entraron en la Congregación siendo ya párrocos,
los dos eran buenos, serios, observantísimos y con poco sentido
del humor. Uno era gallego y el otro catalán, procedían de
Orense y de Lérida, las dos únicas provincias de Galicia y Cata-
luña que no tienen mar. Ambos fueron expertos en administra-
ción, uno en la administración pequeña y doméstica, otro más
en grande y emprendedora. Don Antonio fue Ecónomo Inspec-
torial y constructor de iglesias: la de San José de Rocafort, la de
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15 Pages 141-150

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15.1 Page 141

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Estrecho y, en parte también, la de Vigo. Llegó a tener buena
experiencia de lo que es levantar edificios sin fondos previos.
«¿Cuándo hemos comenzado nunca una obra con el dinero en el
bolsillo?», decía Don Bosco.
Nació don Antonio en una de las Guardias de Lérida, el 13
de febrero de 1872.
Sus padres, que eran agricultores, le llevaron al seminario de
Urgel, para hacer la carrera eclesiástica. En febrero de 1896 se
ordenaba de sacerdote y pasaba a ser Mosén Antón. Se ordenó
de sacerdote en la catedral más antigua de Cataluña, joya del
románico. En su claustro vería representarse un año tras otro el
retablo de San Armengol, una tradición encuadrada en el marco
de una ciudad antigua y señorial, emplazada entre dos ríos y en
cuyas calles se mezclan el aroma del pasado y el aire purísimo
de las alturas: Seo de Urgel.
No es extraño que don Antonio se conservara aferradamente
aficionado a su tierra e insobornable catalán.
No sabemos los motivos que tuvo, pero en 1903 dejó la vida
parroquial e ingresó en Sarria como novicio salesiano. Eran to-
davía los años del noviciado único para toda España. Así se ex-
plica que se reunieran 52 novicios. Eran sus compañeros, los tan
conocidos después de muchos salesianos don Tomás Bordas,
don Sergio Cid y don José Sabaté. Con ellos y como el más ve-
terano de todos, hizo el noviciado y profesó don Antonio Torm,
que acusó siempre esa veteranía y el no haber vivido su forma-
ción salesiana desde los tiernos años.
Apenas profesar, fue destinado a la casa de Esmeralda (Bar-
celona) y el año 1905, en el mes de abril, era enviado con la co-
munidad fundadora a Mataró, la casa que había de adquirir tan-
ta solera en la Inspectoría Tarraconense. Formó con Salamanca
y Utrera el triángulo de colegios proceres. Los alumnos tienen
en todos los sitios los mismos hábitos y travesuras. Don Anto-
nio, no acostumbrado a ellos, mayor y poco bromista, tuvo que
hacerse violencia más de alguna vez para soportar el genio ale-
gre de los estudiantes.
No obstante, él había tomado en firme la resolución de conti-
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15.2 Page 142

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nuar como salesiano. Hizo los votos perpetuos el 28 de octubre
de 1909.
La semana trágica sometió a las llamas criminales la casa de
San José de Rocafort y casi dejó en ruinas el edificio. Después
de aquel grave contratiempo, don Antonio fue enviado allí
como Prefecto. No se achicó ante la lamentable situación mate-
rial de la casa. Reconstruyó el colegio y levantó la iglesia de
San José, satisfaciendo así una verdadera necesidad de aquel
barrio. Era su primera experiencia en este campo de empresas.
De Rocafort pasa a Sarria y desde Sarria es trasladado por
don Binelli a Madrid como Secretario y Ecónomo Inspectorial.
Este cargo nuevo empleó por completo su esfuerzo. Le resultó
especialmente laborioso sistematizar la situación legal de todos
los bienes inmuebles de la Inspectoría, todavía joven.
Don Binelli seguramente no había leído las Cartas Marrue-
cas de Cadalso, pero acertó al nombrar a don Antonio Ecóno-
mo Inspectorial. Parece haber hecho suyo aquel pasaje del agu-
do crítico en que dice de los catalanes: «Por su genio son poco
tratables, únicamente entregados a su propia ganancia en inte-
rés. Si yo fuera señor de toda España y me precisara escoger a
los diferentes pueblos para mis criados, haría a los catalanes mis
mayordomos...» Don Binelli hizo a don Antonio su mayordo-
mo.
Un poeta mediano, en sus «Poesías Volantes» deja esta dis-
cutible quintilla:
«A costa de mil afanes
marca tierra y hace planes
y aunque sea en un establo
al fin, por arte de diablo
hace de las piedras panes.»
Del catalán lo dice, teniendo en cuenta que eso de «hace de
las piedras panes», es opinión que sale con frecuencia en refra-
nes y poemillas.
De Ecónomo Inspectorial pasa a ser fundador de la casa de Es-
trecho (Madrid), una Obra que al principio era también «harto estre-
cho rincón», pero con tan lisonjero porvenir. Como de tantas
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15.3 Page 143

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obras salesianas se podía decir que al principio era el Oratorio.
Comenzó siendo un sencillo Oratorio en medio de un barrio po-
pular: Cuatro Caminos. Al poco tiempo, se organizaron unas es-
cuelas nocturnas.
Iban a dar clase los clérigos de Atocha, después de termina-
da su jornada en la primera casa de Madrid: don Isidoro Moro,
don Emilio Corrales, don Aniceto, que tanto había de tener que
hacer en esta casa, la suya por tantos conceptos y en la que
Dios haga que continúe muchos años.
Comenzó la Obra en 1922 con ese carácter inicial de Oratorio
festivo, pero con el patrocinio de dos buenos protectores: el
Nuncio de Su Santidad, monseñor Tedeschini, y la marquesa
T'Serclaes. Un alto eclesiástico y una marquesa: un comienzo
muy a lo Don Bosco.
Llevaba funcionando con éxito casi dos años. Mereció que
un periódico de Madrid le dedicara ,un reportaje, que hoy lee-
mos con sumo interés. Por el lenguaje y la simpatía hacia lo sa-
lesiano, se adivina la pluma de don Juan Marín del Campo,
«Chafarote».
«En el popular y pobladísimo barrio de Cuatro Caminos —di-
ce—, surge, como arca salvadora, un Oratorio festivo. Las vi-
cisitudes por las que ha pasado, recuerda los primeros tiempos
de la Obra de Don Bosco, tan llenos de trabajos y no exentos
de poesía... Aquello es un hormiguero de chicos que marea al
que no ha nacido o se ha formado para la maniobra de las gran-
des masas...»
Después de haber pasado un rato observando los movi-
mientos y el Oratorio de tal «hormiguero», hace una entrevista al
Director, don Antonio.
Este, con mucha sencillez y un poco de picardía va respon-
diendo a las numerosas preguntas del periodista.
—«La gente es buena, comenta el Director. Los niños, como
en todas partes, son bullangueros, pero dóciles, siempre que
haya una voluntad que los gobierne y un corazón que los ame.
Al principio nos costó mucho trabajo obtener orden, pero poco
a poco hemos llegado, gracias a Dios. Hoy, como usted ve, ha-
cemos de ellos lo que queremos.»
154

15.4 Page 144

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Y termina la entrevista con esta confesión del entrevistador:
«No podemos ocultar al padre Torm nuestra admiración y conti-
nuada sorpresa.»
Muchas más sorpresas le habrían esperado al egregio perio-
dista, pulcro caballero, tan parecido en su físico y en su atuendo
a José M.a Pereda.
No sabemos si por propios méritos o por influencia de sus
patrocinadores, esta Obra nació con buena estrella.
En 1926 se colocaba la primera piedra de la iglesia y la conti-
nuación del edificio. Pocos comienzos han sido tan solemnes.
Estuvieron presentes en el acto la Familia Real, el Rector Ma-
yor don Rinaldi, Ministros, Jerarquías y buena representación de
la alta clase. Al lado y como curioso contrapunto, había buen
número de muchachos del barrio y representación de las Escue-
las de Atocha.
Ante tan variado público, tuvo lugar la colocación de la pri-
mera piedra de una iglesia proyectada por el arquitecto Saldaña.
La maqueta era artística, proporcionada de líneas y contrastes y
graciosa por demás. Se habían conjugado en el proyecto la fe
del buen cristiano, el gusto del artista y el entusiasmo de patrio-
ta, que deseaba colaborar a una gran obra de educación que
aquellos barrios necesitaban. Don Manuel Bofarul dirigió un
breve discurso a los Reyes en nombre de los Salesianos y de los
Bienhechores, pero especialmente, en nombre de aquella turba
de chiquillos «subditos con nosotros —decía—, pero más necesi-
tados que nosotros de su Majestad Católica». «La Iglesia nos
dice —añadía—, ya en tono de advertencia, ya en tono de ame-
naza: Id al pueblo. Más que id; lo que hacéis al menor de estos
chiquillos, lo hacéis a esa España que, Vos queréis ver sana, cul-
ta, laboriosa y buena.» Y el reportero del acto por parte del
«Debate», don Manuel Grana, añade por su cuenta: «Si no civi-
lizamos, si no educamos en cristiano a estas legiones de posibles
bárbaros, España está perdida. Hoy rodean con inconsciente
bondad a la Iglesia y a la Monarquía; más tarde la rodearán
también, y de nosotros depende la actitud que adoptarán un día le-
jano ante la Monarquía y ante la Iglesia...» ¡Qué inestimable y
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15.5 Page 145

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profético sentido el de estas palabras de un periodista, que era
sacerdote y que resultó ser profeta!
Ese día no lejano llegó diez años después, cuando la Mo-
narquía ya no existía y la Iglesia estuvo a punto de desaparecer.
La ceremonia de la primera piedra resultó brillantísima. To-
davía quedan para la Historia fotografías y documentos. Tal vez
el que menos aparece es don Antonio Torm, el promotor de
todo aquel revuelo y movilización de personajes. A él le bastaba
ser el alma de la Obra que iba tomando cuerpo y la ingente ta-
rea de allegar todas las demás piedras hasta ver rematada la em-
presa. No fue nada pequeña ni fácil. Sólo él podría dar cuenta
de los paseos que le costó, las escaleras que tuvo que subir y las
puertas a las que tuvo que llamar en demanda de ayuda. Era
una suerte de mendicidad, unas veces con fortuna, otras con in-
diferencia y otras con hostilidad y desprecio. Tenía que ir dis-
puesto a todo.
Fue por aquellos días y coincidiendo con la celebración de un
congreso masónico en Madrid, cuando un caballero se le acercó
en la calle y le estampó un salivazo. El, muy paciente y muy hu-
milde, no se inmutó. Pensó en el Señor, sometido a peores tra-
tos, sacó el pañuelo y se limpió la cara, la cara de párroco rural
y de labrador leridano que tenía. De uno y de otro tenía tam-
bién la bondad y la resistencia. Gracias a su virtud y a su tesón,
la iglesia se terminó en 1931.
No es exactamente la del primer proyecto, pero resultaba
una de las más ambiciosas de Madrid, en forma de cruz griega,
de estilo bizantino y, después de la espléndida ornamentación,
declarada por el Ayuntamiento como monumento de interés ur-
banístico. Una lápida dedicada a don Antonio recuerda el nom-
bre del principal artífice de la construcción. Sus méritos no ca-
bían en una lápida, aún descontando la puñalada que le asestó
un día uno de los empleados. Don Marcelino Olaechea era en-
tonces el Inspector, se encontraba en el Paseo de Extremadura
haciendo la Visita Canónica y un domingo de febrero le vimos
salir a toda prisa a media mañana, apenas recibir la noticia del
atentado.
Pudo ser mortal, pero esquivó el golpe a tiempo y el lance se
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quedó en una cuchillada en la cara, sin mayores consecuencias.
También en este caso dio pruebas de generosidad sacerdotal y
supo perdonar.
La iglesia estaba terminada en lo fundamental el año 1931,
lo mismo que el colegio. Sin embargo, han tenido que pasar
muchos años y muchas reformas para llegar a tener la amplitud
y el decoro que ahora ofrece.
La aguardaban muchas vicisitudes. Atocha y Estrecho fue-
ron las casas peor tratadas por la guerra. Una fue checa y otra,
cuartel general del famoso V Regimiento. Cuando don Antonio
vio terminada su obra, no barruntaba que bien pocos años des-
pués se iban a perpetrar en ella escenas horrendas. «Más vale
no meneallo.»
Cuando parecía que podía descansar de sus trabajos después
de diez años en Madrid, le trasladaron a Vigo. Allí estaba en
construcción la iglesia de María Auxiliadora. A él, que ya tenía
experiencia de construcción de iglesias, le tocaba continuar las
obras, paralizadas desde hacía varios años. Vuelta otra vez a
empezar. Revisar planos, hacer listas de Bienhechores, visitar
familias, subir y bajar escaleras para pedir dinero y escuchar ra-
zones de todos los acentos. Acogidas atentas, buenas palabras
sólo o malos modales. Ya se sabía la cantilena. No sabemos lo
que podría conseguir. La iglesia de Vigo la terminó don Este-
ban Ruiz, mientras que don Antonio era destinado a Deusto,
como confesor de la casa nueva, surgida durante la guerra el
año 1938, en plena contraofensiva de Teruel, por cierto, bueno
o mal augurio. Allí estuvo cuatro o cinco años, hasta que fue
destinado a Arévalo, también como confesor. Como Deusto, la
casa estaba en funcionamiento, pero estaba todavía muy por
terminar. Las obras le perseguían a don Antonio. Aquí poco
pudo hacer para contribuir a su continuación. El no estaba para
corretear en busca de dinero ni había muchos fondos de donde
sacarlo. Vino para confesar, para descansar y preparar su
muerte.
A decir verdad, no tenía mucho temperamento poético.
Los primeros años de Estrecho los compartió con don Tomás
Nervi, que era todo lo contrario. Verdadero artista de la pala-
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15.7 Page 147

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bra, predicaba bien y componía versos. No congeniaban. A la
hora de comer, uno iba a un colegio salesiano, donde era bien
recibido o a una mesa amiga y aderezada; el otro se las arregla-
ba con frugalidad de pobre. Cuando la comunidad fue aumen-
tando y algunos elementos jóvenes con humor presionaban al
Prefecto para tentar su largueza, don Antonio le prevenía:
—No les hagas caso, que éstos, por pedirte, te pedirán la
luna.
Decimos que aunque no era de mucha inspiración poética,
como buen catalán recordaría el himno de Los Segadores y los
versos de Mosén Cinto Verdaguer: «Mis cabellos blancos / son
cual sementera. / El estío viene / se acerca la siega... Mi frente
se inclina. / ¡Oh!... ¿Qué golpe de hoz / segará mi espiga...?
El golpe le sobrevino un 22 de mayo en forma de congestión
cerebral. Se le aplicaron los remedios del caso, pero en vano.
No podía hablar; comprendía en cambio, todo lo que se le suge-
ría. Se le dio la absolución y se le administró la Extrema Un-
ción. Uno de los que estaban al lado, era don Pedro Olivazzo.
Le decía jaculatorias y le dictaba actos de amor y dolor. Al lle-
gar a los golpes de pecho, pulsaba el pecho del paciente y cam-
biaba la persona: «Por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima
culpa...» El gesto resultaba cómico y triste.
El 22 de mayo, al despuntar el día, como buen trabajador,
madrugaba para encaminarse al cielo.
El tiempo que pasó en Arévalo trabajaba constantemente en
los alrededores de la casa, en el jardín, que todavía no lo era,
bajo los pinos que bordeaban el edificio; hablaba poco, porque
siempre fue parco de palabras y de expresión y rezaba muchos
rosarios. Siempre se le veía desgranando las cuentas en la capi-
lla, en sus paseos por el patio o bajo el pórtico largo y abierto.
La Virgen del Rosario era su gran devoción desde que levantó
en el Colegio de Estrecho el hermoso templo, dedicado a tan
dulce advocación, y tan a la manera salesiana, como emotivo
monumento «Aere perennius», más duradero que el bronce.
En la balanza de los méritos de don Antonio, ¡cuánto ha-
brán pesado esos rosarios y esa iglesia...!
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15.8 Page 148

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RESTITUTO ARNANZ SANZ
Clérigo.
Nació en Cimillos (Segovia) el 5-X-1943.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1964.
Falleció en Madrid el 24-V-1970.
¿Qué salesiano de nuestra Inspectoría no ha visto alguna vez
y recuerda con simpatía y añoranza la entrada de los alumnos
de La Paloma? ¡Aquella riada de muchachos que llegaba bulli-
ciosa y despreocupada, hasta perderse durante las horas de es-
cuela en el mar de la Institución, un mar azul de buzos y unifor-
mes de aprendiz...!
Entre ellos iba, como perdido, un poco más modoso y tími-
do que los demás, Restituto Arnanz. Era un muchachito recién
llegado de un pueblo de Segovia, Olmillos, no tenía todavía ami-
gos, por eso acostumbraba ir solo, a pie y con su cargamento de
libros y útiles escolares.
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Aunque era nuevo, le gustaba aquel ambiente de multitud ac-
tiva, de buen orden y de camaradería que reinaba en la Institu-
ción, sobre todo en los patios y en el comedor.
Le llamó la atención la presencia de los Salesianos y la ma-
nera que tenían de actuar y «hacerlo todo bien», según su ma-
nera inocente de ver.
Un día se decidió a acercarse a un clérigo. Sin más le pre-
gunta, «qué tenía que hacer para ser como ellos». El clérigo le
encaminó al Director/Este le escuchó amablemente y le ayudó
a vencer algunas pequeñas dificultades que podía tener. A los
padres les agradó mucho el deseo y así, a mediados de septiem-
bre, se marchó al Aspirantado de Zuazo.
De todos estos prolegómenos de su vocación hizo luego una
relación que resulta encantadora y sin desperdicio. Se encontra-
ba ya en Arévalo.
Tenía muy buena voluntad y no mal entendimiento, por eso
los estudios se le dieron como para obtener en Zuazo unas no-
tas brillantes y en Arévalo muy aceptables, sobre todo en las
materias de Letras.
En el informe de presentación al Noviciado se le califica de
«sobresaliente, muy piadoso, reflexivo, responsable, con cierto
juicio propio, pero de fácil sumisión, entregado».
En el Noviciado confirmó esas buenas cualidades y adquirió
la seguridad de que una enfermedad que había tenido de niño,
había quedado superada por completo y no le suponía ningún
obstáculo para la vida religiosa. Eso le tranquilizó mucho. «Yo
deseo ser salesiano —le decía al inspector, don Maxi, dándole
cuenta del resultado de las exploraciones—. Procuraré ser sumi-
so y trabajar.» Y añadía, como abrigando algún temor sobre
aquella misma seguridad que había recibido de los médicos:
«Don Augusto y don Beltrami no son una deshonra para la
Congregación por su prematura muerte, antes la honran con su
santidad. Yo quiero santificarme en la Congregación sin ser car-
ga y molestia.»
El tiempo había de demostrar que se cumplió a la perfección
el deseo del novicio aventajado.
En la Filosofía se le tiene como «de buen espíritu, de buenas
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15.10 Page 150

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cualidades, un tanto sentimental e imprescindible». No dicen
que era por lo que tenía de temperamento artístico.
El Trienio lo desempeña en los Pizarrales todo él, desple-
gando su buena preparación y trabajando sin reservas. Con un
baremo sobrio y de practicidad, se dice de su comportamiento
que es «recto, constante, decidido, cumplidor, entregado —otra
vez— colaborador y sencillo». ¿Qué más se le podía pedir?
Daba clases, incluso de asignaturas que nunca había entendi-
do bien. Tenía que hacerse ayudar de algún compañero, pero le
servían para completar su Literatura.
A las clases añádese la sobrecarga de la asistencia, la música
del colegio, las Compañías. Bien se le puede creer cuando escri-
be: «No leo ni estudio ni toco el piano, no veo la televisión ni
miro el periódico muchos días.» Se daba cuenta de los achaques
de los alumnos y le dolía que «al lado de los que eran dóciles y
hacían todo lo que se les mandaba, hubiera otros más indolen-
tes, creídos, fatuos y burgueses». Lo mismo que les pasaría a
tantos clérigos y en tantos colegios...
Hasta aquí todo iba sobre ruedas. El Trienio estaba para ter-
minar. Se veía ya cercana la Teología ilusionante, halagadora
para él, que tenía ganas de entregarse a la preparación del sa-
cerdocio. El teologado, a decir verdad, no se le presentaba tan
fascinante. ¿Serían prejuicios sólo...?
Pero en el mes de abril se le presentó una complicación: la
reaparición de la enfermedad que había tenido de niño y que,
por lo visto, no había muerto; estaba sólo dormida. La antigua
«nepolitiasis» reaparecía de una manera virulenta, incontenible.
Le llevaron a Madrid, le ingresaron en la Clínica de la Concep-
ción y allí comenzó el último misterio de su vida, bien doloroso,
por cierto.
«Llevo un mes de un médico en otro... creo que me han he-
cho diez radiografías y unos veinte análisis... Por otra parte, ter-
mina uno harto de tanto papeleo, de gregarismo de las salas de
espera, donde no eres más que un número, los pinchazos, los
viajes...»
Varios compañeros suyos, muy sensatos y muy íntimos, tu-
vieron el buen acuerdo de recoger los pensamientos más nota-
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16 Pages 151-160

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16.1 Page 151

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bles de aquel proceso. Son una memoria breve e interesantísima
y edificante por lo demás.
Refleja lo acerbo de sus sufrimientos y la manera tan noble
y tan espiritual con que los sobrellevaba. Nos encontramos ante
una virtud sorprendente, ejercitada, excepcional y rayana en la
«mística de la cruz».
«Sufro mucho, muchísimo... Ya no puedo más... Esto es ho-
rrible...»
A pesar de ello, recomienda a su amigo que no diga nada a
los demás. Ofrece todo por la Iglesia, por los sacerdotes, por to-
dos los Salesianos, por los muchachos, en especial los de Piza-
rrales, por sus padres... De nadie se olvida y a todos dedica una
consideración oportuna, lúcida, de una delicadeza exquisita.
«A veces nos queda demasiado tiempo para pensar en idea-
lismos infructuosos que no hacen más que acentuar ciertos pro-
blemas, sin resolver ninguno. Nuestra entrega es la mejor solu-
ción ...»
«Siempre he encontrado hermanos de los que he tenido mu-
cho que aprender.»
A través de este manojo de pensamientos, de sentimientos y
de vivencias de este joven salesiano ejemplar —lo que transcri-
bimos no es más que una mínima muestra—, muchos podríamos
aprender de él; y todos, alegrarnos de que dentro de nuestro ám-
bito se den modelos así.
Restituto —que lo menos elegante que tenía era el nom-
bre—, murió el día 24 de mayo de 1970.
No sabemos si escogió él mismo ese día; el mejor para morir
un salesiano. María Auxiliadora desplegaría su manto y le reci-
biría sonriente.
162

16.2 Page 152

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MANUEL CAAMANO BRAÑAS
Sacerdote.
Nació en Bustavalle de Maceda (Orense) el 31-111-1896.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 28-VII-1914.
Sacerdote en Barcelona el 3-VIII-1924.
Falleció en Salamanca el 28-V-1976.
«Entre los campos de acción pas-
toral tiene especial importancia la
escuela. Un espacio educativo, para
ayudar a las nuevas generaciones a
realizar esta síntesis entre la fe y la
cultura, es la escuela» (Exhort. Past.
sobre la Enseñanza.)
Don Manuel Caamafio fue un profesional de la enseñanza, un
profesional de por vida. No tuvo otros cargos ni otras tareas.
Sacerdote, Profesor, Enfermero autodidacta.
Era hombre espontáneo y sencillo en su comportamiento,
pero su estilo era original, personalísimo y desconcertante a ve-
ces.
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16.3 Page 153

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Los chicos no sabían si «Caamaño» era apellido o mote,
cuando lo pronunciaban entre familiar y despectivamente: ¡Caa-
maño! Ante muchas de sus expresiones, se quedaban suspensos:
no sabían si era una metáfora, una sentencia o una humorada.
Sus frases eran verdaderas «greguerías».
Daba la clase en voz altísima. Los traseúntes de la calle del
P. Cámara y de María Auxiliadora, se volvían sorprendidos ha-
cia la clase, que hacía esquina.
Exagerando, se decía de él que se le había oído alguna vez
en la Plaza Mayor. Explicar a su manera, repetir mucho y pre-
guntar continuamente: esa era su característica a todas horas y
en todos los sitios: en el patio, en las escaleras, en los entre-
tiempos más extraños y en las ceremonias oficiales, mientras co-
menzaba el acto, formados todos ya en la Plaza Mayor, don
Manuel aprovechaba para preguntar sus lecciones. Siempre se le
veía con un alumno al lado. No se sabía qué admirar más, si la
constancia machacona de don Manuel o la asiduidad y la solici-
tud de los chicos.
El lenguaje era originalísimo en clase, en la conversación, en
el pulpito. Habría ejemplos para completar una curiosísima an-
tología. Le salían espontáneas las expresiones; no se podían de-
cir las cosas más gráfica y acertadamente.
Su habitación tenía algo de celda, de biblioteca y de bazar.
Tenía libros de todos los formatos en la estantería, sobre la cama
y hasta en el suelo.
—¿No se le pierden de cuenta tantos libros y tan revueltos,
don Manuel?
—Diantres, también tengo 20 dedos y no se me pierde nin-
guno, contestaba al punto.
En una clase de Filosofía a un grupo de clérigos, a uno de
ellos, que era muy objetante y dado a poner dificultades, don
Manuel, un poco cansado, le replicó:
—Si usted tiene sabañones en la inteligencia y le gusta hur-
gárselos, ¿qué culpa tengo yo?
De un sacerdote, un poco sofista en sus argumentaciones, de-
cía: —Este don N., como ha encontrado la manera de pecar sin
ofender a Dios...
164

16.4 Page 154

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Como sacerdote, aparte de sus despistes, congénitos en él,
era rectísimo y celoso. Los alumnos, a pesar de que les daba
muchas clases y los baqueteaba, se confesaban con él con toda
naturalidad. Era un confesor breve, expedito y alentador, remi-
tiendo siempre a la confianza en Dios y a su paternidad.
Le oímos predicar muchas veces los domingos, en la Misa
de ocho de la mañana, a un público madrugador y modesto.
Siempre apelaba a las situaciones de la vida humilde, sacrifica-
da, en tono humano, familiar, casi de ternura.
Con los Superiores era subordinado y obediente como un
novicio. Nunca manejó dinero y usaba una delicadeza extrema,
cuando en la Literatura tenía que tocar argumentos frivolos, es-
cabrosos o pasionales. Sabía afrontarlos de una manera humo-
rística e innocua. Las ediciones de obras que ponía en mano de
los estudiantes, eran expurgadas y seguras. Lo que hacía Don
Bosco con los clásicos.
A lo largo de tantos años como estuvo en Salamanca, no se
le conoció valerse de su veteranía en la Casa ni enfrentamiento
con ningún salesiano.
«Soy un guardagujas que ha visto pasar muchos trenes.»
Trenes de todas clases y velocidades habían pasado junto a él;
pero a todos los había dado paso y les había facilitado la mar-
cha, como buen guardagujas.
Nunca se le oyó hablar de su tierra, de su familia —tenía un
hermano salesiano— ni de su carrera universitaria.
Era licenciado en Filosofía y Letras, sabía varias lenguas y,
por afición, por lecturas y experiencia de muchos años de enfer-
mero, poseía conocimientos de medicina que admiraban a los
médicos y, a decir de alguno más cercano, con sus preguntas y
cuestiones ponía a veces en aprieto.
Los últimos años de su vida, retirado ya de la enseñanza y
haciendo vida en la enfermería, enfermo y todo, él mismo reci-
bía a los pacientes y los atendía con toda solicitud. Era enfer-
mero por caridad y por vocación. Decía de sí mismo que por
profesión era «cura» y por afición «curandero».
Cuando estaba más delicado, con el fin de tenerle mejor
atendido, le trasladaron al Hospital de la Santísima Trinidad.
165

16.5 Page 155

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Allí ya sólo era enfermo y sin esperanza de recuperación. De
su metáfora ferroviaria, quedaba solamente el tren estacionado
ya en vía muerta. Así se imaginaría él a sí mismo; pero un tren
bien cargado de méritos, de vivencias y de recuerdos.
Se encontraba bien atendido y acompañado. El que había
dedicado tantos cuidados a los enfermos, no merecía menos; sin
embargo, en aquella habitación desamueblada y fría, con zócalo
de azulejo blanco, en sus momentos de lucidez, de soledad y de
silencio, reconstruirá el recorrido de su vida.
Galicia «coronada de verdes ovas y de blanca espuma», se-
gún la vio Góngora; Orense, la provincia gallega que no se aso-
ma al mar, con hórreos, cruceros y grandes monasterios: Santa
María de Melón, San Clodio, Montederramo, Osera —todos de
Santa María—; Bustavalle de Maceda —¡qué nombre!—, su
pueblo, cercano a Allariz, «la llave de Galicia» y de tanta ascen-
dencia salesiana. Campos de maíz, centeno, robles, pinares y
tojo, a su tiempo cubierto de flor amarilla. De allí, a los trece
años siguiendo los pasos de su hermano Andrés, se marchó a
Campello, a hacer el Aspirantado. Carabanchel, Mataró, Sarria,
donde celebró su primera Misa, con emoción y bastantes titu-
beos.
—Asísteme bien, le había dicho a su acompañante, porque
si no, va a ser un desastre.
Terminados sus estudios universitarios en Madrid, pasó a
Mohernando, todavía en construcción y con destino a los novi-
cios y filósofos. Durante dos años escasos, alternó las clases de
Literatura y Griego con los trabajos de albañil y ensayos de avi-
cultor. A todo llegaba su dinamismo.
La clase, el confesionario y el botiquín fueron el triángulo de
sus andanzas y las andanzas de toda su vida. Bien fácil es de
resumir.
Cuando llegaba el verano, como descanso, se dedicaba a al-
gún trabajo material. Se recogía la sotana, se liaba una cuerda a
la cintura y de ponía a hacer la masa para los albañiles, aserrar
o trabajar la piedra como un cantero de Orense. Aquello le
ejercitaba los músculos y le despejaba la cabeza.
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16.6 Page 156

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No dejó de tener sus compensaciones, aún en vida. En ese
aspecto, fue más afortunado que muchos enseñantes.
Tenía la Cruz de Alfonso X el Sabio, medalla de la ciudad
de Salamanca, la de la provincia y una condecoración de la Uni-
versidad, con una dedicatoria elogiosa del Rector: «El claustro
de la Universidad agradece su colaboración en la formación y
educación de tantos hombres que, pasando más tarde por las
aulas de nuestra Alma Mater, fueron luego gloria de las Huma-
nidades de nuestra Patria en los diversos niveles.»
No sabemos el esmero con que guardaría don Manuel estos
trofeos; lo que sí sabemos es lo poco que los exhibió y la nada
que se envaneció por ellos.
Era el 28 de mayo de 1976, viernes siguiente al jueves de la
Ascensión. El colegio salesiano de María Auxiliadora estaba en
fiestas de la Patrona y del Director. Don Manuel, en su habita-
ción del Hospital, no estaba solo, pero sí menos acompañado
que de ordinario.
Alguien, pasando por delante al azar, tuvo la curiosidad de
entrar a verle. Le encontró ya inconsciente y debatiéndose lite-
ralmente con la muerte. Trajeron a toda prisa un ritual y se le
leyó la recomendación del alma.
Terminada ésta, mientras se le decían al oído las preces de
la oración de san Ignacio, al llegar exactamente a la jaculatoria
«En la hora de mi muerte llámame, hazme ir a Ti, para que con
sus santos...» Don Manuel tuvo una fuerte contorsión, hizo un
movimiento como de brusca sacudida y expiró.
«Quien de este mundo triste se destierra, de otro mundo me-
jor ve alzarse el vuelo.» Así definió la muerte otro sacerdote y
hombre de letras también.
Con motivo de las Bodas de Oro de don Manuel, los Anti-
guos Alumnos de Salamanca le ofrecieron un homenaje, le en-
tregaron una placa y una insignia. El, contestándoles en un modo
solemne, desacostumbrado en él, les dijo: «Quisiera parar el re-
loj del tiempo para estar siempre con vosotros.»
El reloj del tiempo no se paró, si acaso el suyo en aquella
tarde de finales de mayo. Pero eso sí, algo de don Manuel Caa-
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16.7 Page 157

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maño estará siempre con los que le conocimos y guardamos su
recuerdo de hombre sencillo, optimista, bienhumorado y bueno.
Y ahora, también su busto, en bronce, expresión de gratitud
de los Antiguos Alumnos, desde la escalinata principal del Co-
legio, sigue viendo pasar a las nuevas generaciones.
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JUNIO
Día Año Condición Nombre y apellidos
11 1951 Coadjutor José GOITIA DE URALDE
15 1959 Sacerdote Joaquín URGELLES RIART
Edad Página
34 171
81 175
169

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JOSÉ GOITIA DE URALDE
Coadjutor.
Nació en Vitoria el 18-XI-1917.
Profesó en San José del Valle (Cádiz) el 31-XII-1950.
Falleció en Madrid eli ll-VI-1951.
Como don Juan Gil, José Goitia nació también el año 1917 y
en Vitoria. Sus padres, Gabriel y Gertrudis, eran alaveses, cristia-
nos de solera y con apellidos inconfundiblemente vascos.
De José disponemos de los datos indispensables y suficientes
para hacer una mención tan breve como obligada, por tratarse de
un hermano que ha militado en la Congregación, aunque fuera
por brevísimo tiempo.
La carta que hizo de él don Alejandro Vicente es tan breve y
tan simple como si se tratara de una de aquellas «Buenas noches»
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16.10 Page 160

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que daba a los niños del Colegio de San Fernando. Su capacidad
no aguantaba más que exposiciones de ese corte.
En Vitoria cursó Goitia la primera enseñanza y a continuación
la enseñanza profesional. Obtuvo los conocimientos y el título co-
rrespondiente a la Oficialía de entonces. Se colocó fácilmente y
trabajó como mecánico experto en varios talleres, al parecer, con
la satisfacción de sus jefes, que le encontraban bien preparado y
responsable.
El año 1937 se tuvo que enrolar en el Ejército, en plena guerra
y en la zona nacionalista, que no la nacional. Perteneció, por tan-
to, al ejército gudari, sirvió en el cuerpo de Artillería y tuvo que
tomar parte en acciones encarnizadas, hasta que fue liquidado el
frente del Norte. Como reliquia de la dura campaña le quedó una
lesión de corazón, de la que años más tarde vino a morir.
No sabemos qué le movió a ello, pero un día, en 1943, se pre-
sentó en la Ronda de Atocha, exponiendo al Director, don Ale-
jandro, su deseo de hacerse salesiano.
En Vitoria habían estado los Salesianos años antes, en el Co-
legio de la Sagrada Familia. Tal vez esta circunstancia o el trato
con las familias Lasaga y Arróyabe, bastante conocidas en la
ciudad pequeña que era entonces Vitoria, le encaminaron preci-
samente a Atocha, donde ambas familias habían tenido salesianos
familiares.
Don Alejandro le envió al colegio de Deusto, en funciona-
miento desde hacía cuatro años, para que allí, más en su ambien-
te, madurase su propósito e hiciera el aspirantado.
El año 1945 se encontraba ya en Mohernando, como novicio,
al lado de una treintena de compañeros, bastante más jóvenes
que él. Habría terminado el noviciado normalmente, si unas mo-
lestias de salud que se le presentaron a la mitad, no hubieran
aconsejado interrumpirlo y volver de nuevo a la casa de Deusto
para dar tiempo a que se restableciera su salud. Recobrada ésta,
al menos en apariencia, fue a la Casa de San José del Valle. Allí,
al abrigo de aquel clima, comenzó de nuevo el noviciado y lo
terminó con la primera profesión. Ya salesiano, regresa a su Ins-
pectoría de origen y es destinado al Colegio de San Fernando.
Allí estaba don Alejandro, que le tendría bien fichado y le recia-
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17 Pages 161-170

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17.1 Page 161

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maría para trabajar en aquel campo, en etapa de desbroce y or-
denación. Todas las ayudas eran pocas y allí había mies para
todos los segadores que se pudieran agregar. Se presentó en los
primeros días del mes de enero del 51, el tercer año de la nueva e
ingente Obra. Se le recibió con los brazos abiertos y se le confió
una sección de oficialía, en el taller de mecánica, además de las
clases y la asistencia obligada. El lo aceptó todo y se puso a tra-
bajar con entusiasmo y decisión.
Era una vocación tardía, pero segura y bien probada, después
de los fallos de la salud y los ambientes por los que había tenido
que pasar para mantener su propósito de ser salesiano.
En la milicia de años pasados había servido en Artillería; aho-
ra, en la Congregación, como maestro y asistente, se empleaba en
la Infantería, la fiel y sufrida infantería salesiana por la que han
pasado todos los salesianos.
Al poco tiempo de estar en San Fernando —habrían pasado
tan sólo unas semanas— se vio aquejado de un fuerte y extraño
resfriado. A todos y a él mismo les parecía que no sería más que
eso, un resfriado normal que con el tiempo y los cuidados ordi-
narios desaparecería. El, muy responsable y pundonoroso, no
quería crear dificultades en el horario de clases y trabajos coti-
dianos. Sin esperar más, apenas se ve un poco mejor, abandona
la cama y la enfermería y se incorpora a la vida normal.
Pronto se comprobó que no se trataba de un resfriado vulgar.
Las molestias se fueron acentuando y al ver el cariz que tomaban,
se le sometió a las exploraciones convenientes. Nada de resfriado
normal. Se trataba nada menos que de una meningitis tubercu-
losa.
Se le retiró de la vida activa y se le sometió a los cuidados y
tratamientos necesarios. La Diputación facilitó cuanto estaba en
sus manos y en las de la Beneficencia provincial. Se trataba de un
profesor del Colegio de San Fernando, su feudo.
Dadas las inmejorables relaciones que existían entre los Sale-
sianos y la Diputación de entonces, no se escatimaron medios ni
atenciones.
El paciente iba respondiendo favorablemente, y cuando pare-
cía que la enfermedad estaba controlada, un fallo de su corazón
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quebrantado desde los años pasados, fue la causa del desenlace
fatal. Murió el día 11 de junio de 1951. Tenía a la sazón treinta y
tres años. Había vivido después de la profesión tan sólo cinco
meses.
Con tiempo suficiente y apenas se percató de la gravedad de
la enfermedad, recibió los santos sacramentos y se preparó a tan
buen morir como el que tuvo y correspondía a su vida tranquila
y recientemente entregada a Dios. Por algo había insistido en de-
fender su vocación tan perseverantemente como lo hizo.
Poco fue el tiempo que pudo trabajar en aquella parcela de la
viña del Señor, nueva y no fácil, pero trabajó con buen espíritu y
con generosidad.
«Vivía consagrado a desarrollar el trabajo que la obediencia le
había trazado, ganándose con su espíritu de sacrificio el afecto de
sus alumnos, que le querían ardientemente», dice don Alejandro.
Puede creerse que sería así, a pesar de que el tiempo empleado
fue muy escaso y la reacción de aquellos muchachos a la gratitud
y al afecto era muy lenta.
Obrero de una jornada corta, el Señor le daría al final el de-
nario correspondiente a la buena voluntad y a su divina largueza.
174

17.3 Page 163

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JOAQUÍN URGELLES RIART
Sacerdote.
Nació en Guardia de Tremp (Lérida) el ll-XI-1878.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 23-VIII-1895.
Sacerdote en Madrid el 8-1V-1905.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 15-VI-1959.
Vimos a don Joaquín por primera vez una mañana del año
1941, en la galería del Colegio de María Auxiliadora (Salamanca).
Llegaba don Joaquín desde Santander y venía para hacer Ejerci-
cios Espirituales en una de las tandas que se celebraban en aquel
colegio, que eran casi todas. Los demás colegios no estaban en
condiciones de albergar a tantos salesianos. Le recibió don Felipe
Alcántara, todavía Inspector y a punto de dejar de serlo. Le trató
con mucha deferencia y con muestras de singular aprecio, no sa-
bemos si porque se trataba de una persona mayor, porque los
dos eran conterráneos, catalanes, o porque el recién llegado era
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17.4 Page 164

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una persona respetable. Le llamaba padre Joaquín y le hizo reti-
rarse a descansar y a reponerse del visible cansancio que traía,
después de toda una noche de viaje en tren y de la manera como
se viajaba entonces. Desde aquel encuentro se nos quedó grabada
la imagen del padre Joaquín, apelación desusada entonces y re-
servada a salesianos provectos: el padre Calasanz, el padre Viñas
y pocos más. A don Joaquín le gustaba oírse llamar así y le enca-
jaba bien la paternidad.
Era alto, derecho, la frente despejada y el pelo ralo, peinado a
raya sin ostentación. Tenía una cicatriz o huella de quemadura en
la ceja y párpado izquierdos, muy visible y que le daba cierto ma-
tiz áspero al mirar. «Esto le descompon...», se podía decir de él,
como el Arcipreste de Hita dice de sí mismo. Por lo demás, su
tipo, su caminar y sus modales respondían al señorío de los car-
gos y de las casas por las que había pasado: La Coruña, Sala-
manca, Vigo, Santander...
Nació el 11 de noviembre de 1878 en Guardia de Tremp, de
la provincia de Lérida. Era un pueblo de la «conca», con suelo
fértil, cultivos de buen mercado y un horizonte variado y hermo-
so, muy de la provincia que se extiende desde los Pirineos hasta
el Ebro, que tiene valles recónditos y llanuras feraces, pueblos
medievales, iglesias del más puro románico, torreones y castillos
que atestiguan la antigua y a veces turbulenta historia de esta
provincia fronteriza. En ella se llevaron a cabo gestas y se forjó la
reciedumbre de sus pobladores.
El padre Joaquín no alardeó nunca de su procedencia catala-
na porque salió de su tierra muy joven y vivió la mayor parte de
su vida en otras regiones, pero conservaba resabios de esta recie-
dumbre.
El ambiente de su familia, sana y cristiana, hizo florecer fá-
cilmente su vocación. A los once años entró en el colegio de Sa-
rria —las Escuelas— y estudió el Latín y las Humanidades.
Hace el noviciado en 1894, también en Sarria. Es Director de
la Casa el también llamado por todos padre Hermida, de antigua
y venerable memoria. El noviciado es todavía nacional y se reúnen
65 novicios.
Son compañeros y en parte también co-formadores Fermín
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17.5 Page 165

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Molpeceres, Salvador Roses, Guillermo Viñas y don Ramón Za-
balo, por citar algunos de los que serían más nombrados. Ya se
ve que era un noviciado numeroso y valioso.
El 8 de diciembre de 1894, cuarenta años después de la defini-
ción del dogma de la Inmaculada, les puso la sotana monseñor
Cagliero.
En la división de Inspectorías, a don Joaquín le toca venir a
Madrid.
Aquí se ordena de sacerdote y entra de lleno en el apostolado.
Va ocupando diversos cargos por las casas de Béjar, Santander y
Carabanchel Alto. Aquí hace de Prefecto. Entre los alumnos hay
un grupo de aspirantes.
Don Joaquín es partidario de que lleven el pelo cortado. No
todos entre el personal piensan lo mismo. A don Joaquín se le
ocurre una estratagema maquiavélica. En un lugar de paso pone
una silla y sobre la silla un tambor y dos porras. Como es de
imaginar, la ocasión era tentadora. Muchacho que pasa, mucha-
cho que hace sonar el tambor. Don Joaquín, que está al tanto,
sale decidido y ordena terminante:
—¡Tú, a cortarte el pelo...!
Y así otro y otro, hasta que se sale con su empeño.
Es una anécdota o una floréenla pintoresca de don Joaquín y
del Carabanchel de entonces.
En 1916 es nombrado Director de La Coruña. Es el primer
Director de aquella Casa, que comienza siendo unas escuelas gra-
tuitas. Después serán de módico pago, Comercio y el flamante
Bachillerato de ahora, montado con el paso de los años a imagen
y semejanza del de Salamanca, padrón de varios otros colegios de
enseñanza. Pero al principio, cuando el padre Joaquín lo abrió,
era mucho más modesto. Formaban comunidad con el Director:
un sacerdote, don Miguel Salgado; un clérigo, Juan Martorell, y
dos coadjutores, el señor Garolera y el señor Pedrosa.
Esa era toda la plantilla. Y para comenzar, era bastante. Las
obras normales, como las criaturas, nacen pequeñas. Las que
nacen grandes tienen algo de monstruos.
Entrado ya por el carril del directorado, don Joaquín pasó a
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17.6 Page 166

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ser Director de Vigo, y, en el año 1934, de Baracaldo. Aquí fue
su Troya y la etapa difícil.
Al mes de tomar posesión del cargo, era consagrado obispo de
Pamplona don Marcelino Olaechea, hijo de Baracaldo y alumno
del colegio, todo un acontecimiento que había que celebrarlo
como se merecía.
Los antiguos alumnos eran los más entusiasmados. Se sentían
muy de casa y a don Marcelino le sentían muy de ellos. Para asis-
tir a la ceremonia y a las fiestas en Madrid se desplazó una nu-
trida representación.
Los festejos en Baracaldo duraron cinco días. Tomaron par-
te, además de los sectores todos de la Casa, el Ayuntamiento, las
autoridades civiles de Vizcaya, a pesar de ser laicas y del carácter
religioso del acontecimiento. Se trataba de un hijo de Baracaldo,
salido de lo más auténtico del pueblo, y era una honra para to-
dos. En uno de los actos del programa, el más solemne y de
mayor concurrencia, don Marelino aseguró que «bajo los capisa-
yos de Obispo llevaría siempre la blusa y las alpargatas del obre-
ro». Era una profesión de fidelidad a su origen y a su condición
de hijo del pueblo trabajador.
Aquellos eran los fastos; pocos meses después vinieron los ne-
fastos.
En febrero de 1936 se celebraron las elecciones del Frente Po-
pular, que fueron fraguando la guerra. El cielo se inflamó de pól-
vora, el espacio se pobló de estampidos y el suelo se tino de san-
gre. Baracaldo no fue una excepción.
El Colegio, a pesar de su aureola de popularidad y de los mu-
chos adictos con que contaba entre la población, se vio envuelto
en el mismo torbellino que tantos otros. Con don Joaquín for-
maban comunidad, entre otros salesianos, don Luis Pazo, don
José Aguilar, don Narciso Fernández, don Salvador Fernández y
don Luis Conde, todos mayores, todos sacerdotes y conocidísi-
mos de la gente.
A don Joaquín, como Director, le tocó pechar con los pelo-
tones anarquistas y de milicianos. Registros minuciosos en busca
de armas que no había, pero que ellos se empeñaban en encontrar
en los sitios más recónditos e inverosímiles.
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—Esto es muy serio —le decían a don Joaquín en tono ame-
nazador.
Y él todavía tuvo la serenidad y el atrevimiento de replicarles:
—Esto es ridículo.
Lo era realmente si no hubiera sido peligroso y trágico.
Registros, amenazas, intentos de agresión, traslados de un
lado a otro fue la odisea de las primeras horas. Los Salesianos se
dispersaron y se refugiaron cada cual donde pudo y el Colegio
fue ocupado para usos militares por el Batallón Malatesta, prime-
ro, y el Batallón Celta, después.
Afortunadamente, las vidas se salvaron, gracias a la interven-
ción de antiguos alumnos agradecidos e intrépidos y a la media-
ción de las autoridades nacionalistas, que mantuvieron siempre el
mando y frenaron los desmanes que se habían producido en otros
casos. El mismo presidente Aguirre los recibió, a instancias del
Director; los trató con delicadeza y les sugirió salir al extranjero,
siempre que se tratase de personas mayores de cuarenta y cinco
años. Aprovechando ese ofrecimiento, don Joaquín, en el mes de
noviembre, salió de Santurce en un barco inglés, llegó a San Juan
de Luz y desde allí se dirigió a Turín. Una vez en la Casa Madre,
informó a los superiores de lo que había ocurrido, de lo que es-
taba sucediendo a muchos otros hermanos con menor fortuna y
esperó el final de su aventura. Esta duró once meses. Rescatado
Bilbao y pocos días después Baracaldo, don Joaquín se presentó
en el Colegio el día 12 de julio. Venía acompañado de don Mar-
celino Olaechea, que quiso comprobar en persona el estado de
cosas y la situación de su pueblo, de sus familiares y del Colegio.
Comenzó en seguida la «desprofanación», la restauración de
los destrozos y la reorganización de la marcha.
Un año después, a finales del curso de 1938, don Serié giraba
una visita por España, la liberada y la por liberar, la nacional y
la roja, aunque en ésta aparecía como médico. En el acta de la
visita a Baracaldo dejó escrito: «... El Director está decaído y
quiere renunciar...» Era natural. «Cuando el valiente huye, la su-
perchería está manifiesta...», dice Don Quijote. No se retiraba por
miedo ni por cómodo egoísmo.
El año siguiente lo pasó en Santander. Era la tercera vez que
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17.8 Page 168

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pasaba por aquella Casa. Trabajó en ella, en total, ocho años,
algunos de ellos de los más intensos de su vida práctica. Con don
Elias, don Rómulo y don Cirilo fue en aquellos años uno de los
puntales del Colegio. Su humanidad, su ponderación y su sonrisa
abierta fueron en parte el amortiguador del nerviosismo de don
Elias y de la rigidez de don Rómulo. Los dos eran muy observan-
tes, inteligentes y celosos de su cometido, pero codiciosos hasta el
extremo del prestigio y del encumbramiento del Colegio.
Un año más tarde fue destinado a Atocha para hacerse cargo
de la iglesia de María Auxiliadora. Un día le mandaron a Mo-
hernando para una suplencia eventual del confesor y con el en-
cargo de volver a Atocha apenas fuera posible.
Fue una provisionalidad que duró quince años. Lo comentaba
él muchas veces en tono de broma. Fue su destino más informal,
el más duradero y el definitivo.
Su vida aquí fue muy sencilla y muy igual, no decimos monó-
tona ni aburrida porque él siempre tenía algo que hacer o se lo
buscaba.
En espera de que llegase el salesiano sustituido, comenzó
dando algunas clases, más bien a modo de entretenimiento: Reli-
gión a los coadjutores, Apologética a los clérigos, inglés, grego-
riano y tomar la lección de piano a los músicos. Y ésas siguieron
siendo sus ocupaciones hasta muy poco antes de morir, quince
años después. Afinaba los pianos, tocaba el órgano y hasta com-
ponía alguna pieza religiosa que se ejecutaba en la iglesia en días
señalados. Una fiesta de la Asunción los novicios interpretaron
una Misa cuya partitura era toda ella obra del padre Joaquín. A
algún aficionado más exigente que entendido le pareció facilona y
muy elemental, pero los novicios no repararon en la calidad y
aplicaron aquella teoría de Don Bosco: «La música de los niños
no hay que escucharla con el oído y menos de técnico, sino con
el corazón...»
Sobre todo eso el padre Joaquín, como se le llamó siempre
aquí, era el confesor.
Confesor único ordinario para muchos penitentes jóvenes, no-
vicios y filósofos. Cada mañana y cada noche se formaba la con-
sabida fila ante el santo tribunal de «menores», de adolescentes
180

17.9 Page 169

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mejor. En la penumbra de la iglesia se oía el susurro de la voz
del padre Joaquín aclarando dudas, propinando buenos consejos
e impartiendo absoluciones. Así iba esclareciendo las conciencias
y forjando el temple de tantos futuros salesianos. Entonces eran
arbolillos tiernos; ahora muchos de ellos son prohombres y todos
hombres hechos y con misiones específicas.
Un día el padre Joaquín, que tenía aficiones de agricultor,
propuso poblar un campo que había en la parte del poniente de
la Casa. Un jueves por la tarde del mes de enero —el año era el
1948— los estudiantes de Filosofía dedicaron la tarde a plantar
árboles. Dirigía la operación el padre Joaquín.
Se abrieron buen número de hoyos y se plantaron árboles que
parecían más adaptables al terreno. Unos no llegaron a arraigar,
otros se perdieron con el tiempo. Quedan algunos pinos y alguna
que otra encina. Son la muestra menguada de aquella plantación
en la que el padre Joaquín hizo de capataz.
Casi se podía elevar este detalle al rango de parábola en la
que las personas fueran los árboles y el arboricultor el mismo
padre Joaquín.
Sus virtudes y méritos de hombre austero, de sencillez de
alma y de salesiano ejemplar no necesitan ponderación. Quince
promociones de salesianos lo pudieron comprobar de cerca. Se
viene a la memoria «la copla»:
«No cumple que las alabe
pues las vieron.
Ni los quiero hacer caros
pues que todo el mundo sabe
cuáles fueron.»
Le recordamos todavía yendo camino del mirador, envuelto
en su capa liviana, con las manos en las bocamangas y caminan-
do a buen paso para espabilar el frío. En su habitación, que era
grande, orientada al Norte, fría y oscura, nunca vimos un calen-
tador. Sólo un estante con libros usados, los enseres indispensa-
bles y un piano para sus lecciones y sus composiciones.
Hablaba y enjuiciaba sin trabas, pero sin causticidad ni resa-
bio de rencor.
—Este señor —decía de un cargo de la Casa— es como tan-
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17.10 Page 170

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tos otros: comienzan siendo un Sancho el Bravo, luego pasan a
ser sólo Sancho el Fuerte y terminan siendo Sancho Panza.
Así pintaba la degradación de la «sanchidad». Decían de él
los maldicientes que era más ladrador que mordedor. No tenía
malicia para hacer daño.
En marzo de 1958 se puso muy grave. Se le administró la Ex-
tremaunción y se le preparó a toda prisa el panteón, que hasta
entonces no existía en la Casa.
Con extrañeza de todos, se repuso y vivió todavía un año
largo. El decía que había sido una tregua o una propina de vida.
No fue más que eso.
A mediados de junio de 1959 se agravó de nuevo y murió,
nuevamente confortado con los sacramentos, el día 15.
El acompañamiento en el funeral, corpore insepulto, y en el
entierro fue muy reducido: los de la Casa, el alcalde del pueblo,
algunos íntimos y un Director.
No fue un funeral tan acompañado como los que ahora se
usan, a pesar de que el difunto bien lo merecía. ¿Dónde queda-
ban sus salesianos de tantas casas, sus alumnos, antiguos alumnos
y amigos? Nunca fue muy dado a mantener relaciones. Era auste-
ro también en eso. En su habitación, en una tablilla que podría
ser programática, se leía: «Reglas de comportamiento con todos:
calma y serenidad; buenas maneras (no raras ceremonias ni gestos
graciosos), ni chascarrillos ni ingeniosidades maliciosas... Poco
trato y siempre afable y gentil (lo demasiado engendra despre-
cio).» Esas normas las suscribiría cualquier salesiano de los cer-
canos a Don Bosco, se las inculcaría él a sus penitentes y for-
mandos y podrían grabarse en oro en el mausoleo que tuvo la
oportunidad y el triste honor de estrenar. Queda en una vaguada,
oculto entre el ramaje y a un tiro de piedra de la Casa. Desde él
podría seguir la marcha del noviciado y los movimientos de los
aspirantes. A veces, cuando se alborotan un poco, le imaginamos
levantando la cabeza y diciendo en tono refunfuñón: «¡Estos chi-
cos... Cada vez son más ligeros...!» Y le aplacaríamos diciendo:
—No se impaciente usted, padre Joaquín. Esa alegría es pro-
pia de la juventud y de la tranquilidad de conciencia.
Y volvería a su descanso eterno.
182

18 Pages 171-180

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18.1 Page 171

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JULIO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
7 1914 Coadjutor Florentino UTRILLAS HERNÁNDEZ 24 185
7 1981 Coadjutor Agapito ROLDAN POZO
85 188
18 1973 Sacerdote Jesús MARCELLAN RODRÍGUEZ 74 196
25 1965 Coadjutor Francisco ECHEVARRÍA DEVA
76 202
27 1975 Sacerdote Severino APARICIO GALLEGO
34 207
183

18.2 Page 172

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FLORENTINO UTRILLAS HERNÁNDEZ
Coadjutor.
Nació en Celadas (Teruel) el 16-XII-1890.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 31-VII-1912.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 7-VII-1914.
Pocos de los salesianos actuales tienen noticia de este coadju-
tor, ni siquiera los más antiguos y que pasaron por Carabanchel
en sus primeros años.
Florentino vivió demasiado poco tiempo para darse a cono-
cer. Lo más notorio, lo único notorio de él son su enfermedad y
su muerte. Una vida corta, una enfermedad larga y una muerte
gloriosa, extrañamente ejemplar.
La Casa de Carabanchel llevaba ya diez años abierta. Por ella
habían pasado bastantes salesianos y habían muerto varios, casi
todos ellos jóvenes.
«Casa hecha, sepultura abierta», y así sucedió también en Ca-
185

18.3 Page 173

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rabanchel. Se ve que para que se cimenten sólidamente las obras
es necesario el trabajo de los vivos y el descanso de los muertos.
Era Director a la sazón don Anastasio Crescenzi, en su se-
gundo directorado. Decía él humorísticamente que «cuando faltan
los caballos, tienen que trotar los burros». A esa razón atribuía su
nombramiento para ese cargo. Hablaba el humor al decir eso, y
sobre todo la modestia. Puestos a usar la pedestre expresión, él
tenía más de caballo que de lo otro.
A él le tocó redactar la carta mortuoria de nuestro reseñado.
Tenía poco que decir y todo bueno.
Nació Florentino en Celadas, provincia de Teruel, el 16 de di-
ciembre de 1890.
Celadas es un pueblo seguramente ahora más pequeño que
entonces, uno de tantos como han ido en menguante. Está al
noroeste de Teruel y pertenece al partido judicial de esta ciudad.
La guerra civil le dio a conocer más de lo deseable. Como otros
pueblos del entorno, fue teatro de durísimos combates, tanto en
la ofensiva como en la contraofensiva de Teruel. En torno a Ce-
ladas y sus famosos Altos tuvo lugar el bombardeo de artillería
más atroz de los que se habían dado hasta entonces en la guerra,
a mediados de enero de 1938.
Cuando nació Florentino, Celadas, como San Blas, y Concud,
y Vallastar no tenían la indeseable celebridad de la guerra.
Fue Utrillas alumno del Colegio de Gerona. Allí pasó seis
años como empleadito, como donado y como aspirante.
Hizo el noviciado en Carabanchel el año 1911-1912. Hizo la
primera profesión y fue destinado a Orense. A los dos años cayó
enfermo de una dolencia importante y extraña, una cosa de co-
lumna vertebral. Los médicos opinaron que era necesaria una
operación difícil y aconsejaron su traslado a Madrid.
Los médicos del hospital dieron un diagnóstico de enfermedad
muy distinta de lo que se creía. Para ahorrar al enfermo los tras-
tornos del viaje hasta Orense, fue trasladado y acogido en la Casa
de Carabanchel.
Fue atendido con toda solicitud. Muy pronto se comprobó
que la enfermedad era incurable. Toda esperanza humana estaba
descartada.
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18.4 Page 174

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Era una afección gravísima de espina dorsal. Le causaba do-
lores muy agudos, que le hacían caer en espasmos.
Clínicamente era un caso lastimoso; ascéticamente era un caso
edificante y admirable.
Pronto se convenció de que la enfermedad era incurable; sin
embargo, y a pesar de su juventud, no tuvo una muestra de im-
paciencia. Ofreció a Dios constantemente sus sufrimientos e hizo
con plena lucidez el sacrificio de su vida.
Lo más admirable y de recordar fueron las últimas horas.
Después de recibir los sacramentos, se mostraba contento, casi
eufórico. Hacía continuos actos de amor, besaba con efusión el
crucifijo y, en un momento dado, como dando saltos sobre el
lecho, dijo textualmente: «Estoy contento de morir para ir a re-
unirme pronto con Jesús...» Y, lo que es más extraño: «Deseo
que en este momento venga la banda de música a tocar la Mar-
cha Real...»
«Fue tanta la insistencia —dice don Anastasio— que se tuvo
que condescender.»
El hecho parece tan sorprendente que hemos preguntado ex-
presamente la veracidad del mismo. Nadie nos lo ha podido con-
firmar. Lo consignamos únicamente por la credibilidad que nos
merece don Anastasio. Ni siquiera sabemos qué banda de música
había entonces en Carabanchel que pudiera cumplir el ruego del
moribundo.
Falleció el día 7 de julio, a las cinco y media de la tarde.
Tampoco estas dos cifras dejan de tener su duende festivo y
extraño.
Don Anastasio termina su breve y sencillísima carta mortuo-
ria con esta exclamación: «¡Qué hermosa es la muerte del buen
religioso...!»
Parece un hexámetro de otra «marcha triunfal»...
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18.5 Page 175

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AGAPITO ROLDAN POZO
Coadjutor.
Nació en Horcajo de Santiago (Cuenca) el 24-111-1896.
Profesó en Carabanche! Alto (Madrid) el 27-IX-1916.
Falleció en Madrid el 7-VII-1981.
«Que el que no sabe, aprenda, y el
que sabe, recuerde.»
La carta mortuoria de don Agapito le presenta en medio de
una veintena de aspirantes de Carabanchel. Pertenece al último
año de su vida. Los aspirantes están, en general, sonrientes; don
Agapito está serio, pero complacido. Parece un abuelo erguido y
bien conservado que se siente prolongado en sus nietos.
¿Cuántos quedarán de estos que aparecen en la foto? Es pre-
ferible no comprobarlo. El que permanece en su sitio y en la acti-
tud que mejor le define es don Agapito: un benemérito de la en-
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señanza, un profesional de la educación, un salesiano coadjutor
ejemplar.
En el libro publicado hace cuatro años Salesiano Coadjutor,
de don Bianco y don José Antonio Rico? no se nombra a don
Agapito. Acaso fuera porque estuviera todavía reciente su muerte
cuando el libro se compuso. Si se hace una segunda edición segu-
ro que se citará a don Agapito entre los coadjutores más entre-
gados al apostolado de la educación salesiana, que no sólo de la
enseñanza. Toda su vida activa, desde el Perfeccionamiento, que
hizo en Santander, la pasó entre los chicos. En ese sentido, la fo-
tografía mencionada es definitiva.
Cuenca es una provincia que tiene mucha poesía publicada y
mucha historia enterrada e inédita. De ella han salido vocaciones
salesianas valiosas, aun antes de estar asentada allí la Congrega-
ción. De haberse fijado el noviciado en Tarancón, como estuvo a
punto de suceder, bien se puede creer que las vocaciones habrían
sido abundantes. Era tierra propicia.
Don Agapito nació en Horcajo de Santiago. Los naturales de
allí dicen con jactancia que Horcajos hay bastantes a lo largo de
la geografía española, pero de Santiago sólo hay uno. Tiene un
cierto signo religioso y militar. Está entre Tarancón y Belmonte y
no lejos de Seróbriga, la cabeza de la Celtiberia.
Nació don Agapito el 24 de marzo de 1896. Su padre se lla-
maba Eusebio y su madre Juliana, un nombre no muy femenino
pero muy de Cuenca. Era el menor de seis hermanos, uno de
ellos sacerdote diocesano. Don Agapito sintió por él siempre ve-
neración y cariño. Familia acomodada, sana y numerosa, com-
puesta de hermanos y hermanas, fue la primera escuela del que
había de ser eterno maestro.
Hizo el aspirantado entre Carabanchel, Campello y Valencia.
Aquí comenzó el Magisterio, cuyo último curso estudió en Tole-
do el año 1933.
El noviciado lo hizo en Carabanchel, en plena guerra europea,
el año 1915-1916. Para aquel año ya estaban separados el Colegio
y el Noviciado. El Director era don Honorato Zóccola y el Maes-
tro de novicios don Antonio Balzario.
El Ecónomo era común a las dos secciones, don Esteban La-
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18.7 Page 177

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rumbe, enterrado aquí, en Mohernando. Eran 26 novicios, casi
por igual en número estudiantes y coadjutores. De unos y otros
hemos llegado a conocer a bastantes: don Felipe Alonso, don
Mateo Garrulera, el señor Manolo, don Leandro Ayuso, don
Luis Pazo, don Estanislao Egido, que se salió ya sacerdote, murió
en Alba de Tormes y se sentía más salesiano cuando estaba fuera
que cuando había estado dentro de la Congregación. A más de
uno le ha pasado lo mismo.
Don Agapito, profesado ya y medio maestro todavía, fue a
hacer el Perfeccionamiento y a romper las primeras lanzas a San-
tander. Estuvo allí seis años, según él mismo «pictóricos de ener-
gía, de trabajo y de ilusión».
Por razones de salud, pasó a Atocha, donde estuvo hasta que
estalló la guerra.
Durante los años de la República, y ya en posesión del título
de maestro, para sortear las leyes de Marcelino Domingo, fue
nombrado Director de la «Mutua Escolar Cervantes», que así se
bautizó o se rebautizó al colegio de Atocha. Era una situación
extraña y pintoresca aquélla: los nombres cambiados, los clérigos
vestidos de paisano y los mandos trocados. Con todo, salvo estos
accidentes, las esencias continuaban igual. Ante los alumnos y
ante las autoridades, el Director era don Agapito. Tenía persona-
lidad, pose e imagen de director. Inauguraba y clausuraba los
cursos y mandaba circulares a los alumnos, tan entonadas como
lo habría hecho el más sesudo reverendo: «... En las vacaciones
estáis dispensados de algunos de vuestros deberes, pero no de to-
dos. No olvidéis que vuestro lema es, debe ser, seguir como en
tiempo de curso: estudio, trabajo y piedad. Vacaciones en las que
no se hace uno más amante de la naturaleza y de lo bello, son
vacaciones perdidas.» «... No degeneréis. Continuad practicando
la piedad, el trabajo y el estudio. Sean estos lemas las flores y los
frutos perennes del rosal de vuestro corazón.» Así se expresaba,
emulando el tono de Siurot o de Saint Quay. No cabe duda que
en aquella coyuntura histórica desempeñó un gran papel. Vino a
hacer verdadero el juicio que Don Bosco había emitido muchos
años antes sobre la función del salesiano coadjutor: «Tengo nece-
sidad de alguien que represente a la Casa fuera de ella.»
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Si don Agapito no hubiera sido modesto y prudente, cuando
la República quedó liquidada y las cosas todas volvieron a su
cauce, habría recordado con nostalgia los años de su actuación al
frente de la Mutua Escolar Cervantes. Cuando fue a Salamanca,
después de la guerra, su misión era más modesta: encargado y
profesor de Ingreso, la sección preparatoria al Bachillerato.
Su categoría había quedado muy recortada; sus méritos tam-
poco eran tenidos demasiado en cuenta, por lo que los clérigos
podíamos advertir. Sólo una vez le vimos replicar contrariado al
Consejero de Bachillerato, que era un poco mandón y avasallador:
—Si mi actuación no le gusta a usted —le dijo— no es cuenta
mía. Hágaselo usted saber a quien lo pueda remediar.
Los pocos clérigos que entonces éramos en la Inspectoría, la
mayor parte de los cuales nos encontrábamos en el Colegio de
María Auxiliadora, veíamos, callábamos y hasta muy en el fondo,
maliciosamente, celebrábamos los piques de jurisdicción, que no
eran más que eso y que ¿en qué casa habrán dejado de darse?
Nosotros estábamos de parte del más débil y muy persuadidos de
que, si roces así no se repetían más, era por el aguante, la pacien-
cia y la prudencia de don Agapito.
Estuvo en Salamanca varios años y volvió a Atocha en 1947,
para pasar al año siguiente a formar parte de la plantilla de sale-
sianos que se hizo cargo del Colegio de San Fernando, su destino
más largo, más difícil y de más méritos.
Don Alejandro, que era el jefe de la expedición y era buen
seleccionador, sabía bien de quiénes se rodeaba. Don Agapito fue
desde el primer día Encargado de la sección de pequeños, las
Elementales se decía, cuando no existía la Básica. Hacía de Con-
sejero, de Catequista y de todo, siempre con la anuencia de don
Alejandro, que tenía bastantes otras tareas a que atender. A pesar
de lo absorbente, lo suspicaz y lo acaparador que era —todo lo
que santamente se podía ser—, don Agapito gozaba de plena
confianza y libertad. A unos les ponía reparos por una cosa, a
otros por lo contrario.
«¡Don Fulano es joven!», decía en tono de acusación y de ex-
cusación.
«¡Don Fulano es viejo!», decía de otro, en tono de lo mismo.
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Don Agapito estaba en el punto medio. Nunca se le oyó cen-
surarle, aunque fuera de la manera anodina que lo hacía con
otros.
Verdaderamente, sólo con la voluntad indomable de don Ale-
jandro y con la docilidad y el celo sacrificado de sus adláteres, fue
posible la transformación que se llevó a cabo en el Colegio de
San Fernando.
«Vinimos decididos a jugárnoslo todo», decía don Agapito al
cabo de unos meses, hablando de la actitud de los Salesianos
primeros y de los alumnos, que los recibieron bastante de uñas,
desperdigados, díscolos, tramposos, gaveteros...
Estaban prevenidos del panorama que iban a encontrar, pero
visto en la realidad, parecía todavía más sórdido, más desbarajus-
tado y penoso.
«Que San Fernando nos preste su espada», dijo alguno seña-
lando a la imagen que presidía la capilla.
No se sabe si fue la espada de Sah Fernando o fue la mano
de Don Bosco. Las dos debieron intervenir.
El caso es que San Fernando se tomó, no sin heroísmo, y se
repitió en buena parte el sueño de Don Bosco: los lobos trocados
en corderos en los egidos asolados de Fuencarral.
Tendremos siempre en la memoria la estampa de don Agapito
merodeando por los patios de la sección de pequeños, haciendo
sonar el silbato de órdenes, formando .a «su tropa» delante del
pabellón de clases, en fila, quietos y atentos a las peroratas que
les largaba, conduciendo las larguísimas filas al comedor, al
teatro, a la capilla, a los dormitorios... Todas las distancias eran
enormes, todos los movimientos eran pesados, para poner a
prueba la vivacidad de los muchachos, para tener siempre en ten-
sión la seriedad de los asistentes.
Buena parte de éstos eran los estudiantes de Filosofía. Los Sa-
lesianos trabajaban en colaboración con la Diputación y los filó-
sofos en colaboración con los Salesianos. Era una especie de re-
alquiler en que se encontraban o de subarriendo. El simplísimo
contrato que se concertó con la Diputación estipulaba la manu-
tención de sesenta filósofos a cambio de la función de regencia
192

18.10 Page 180

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del Centro, pero eran más de sesenta los que se metieron y no
estaban todos.
Vivían de prestado. Por eso entre ellos latía el humor y el
clamor por un estudiantado «uno, grande y libre». Así se vivió
hasta que estuvo a punto la Casa de Guadalajara. Todos tuvimos
que aguantar lo nuestro. Fue una solución de emergencia y,
como tal, deficiente. La beneficiada era la Inspectoría.
Tenía resuelto el problema del Filosofado y la atención al Co-
legio de San Fernando. Don Agapito tuvo que sufrir las incomo-
didades de aquella situación de simbiosis y de socorro mutuo.
Unos estábamos a merced de otros y por eso ninguno satisfecho.
Lo que no se le puede regatear es dedicación, sacrificio y mérito.
Cuando después de bastantes años cambiaron las ordenanzas
del Centro y don Agapito no podía continuar al frente de la sec-
ción de pequeños, no por eso se retiró y se desentendió de los
educandos. Seguía constantemente entre ellos, ya con una presen-
cia más paternal y un trato más amistoso.
Siempre se le veía rodeado de chicos. Le escuchaban, le reían
los donaires y las historietas que siempre tenía a punto y le que-
rían como a un amigo o a un abuelito bien conservado.
En 1973 se le otorgó el premio provincial al profesor más dis-
tinguido. En lo personal, le dejaba indiferente; en lo institucional
le halagaba, porque era un reconocimiento a la Congregación.
Aunque dejara de ser profesor, nunca dejó de ser educador.
Educaba con la palabra «al oído», con su sonrisa de confianza y
de benevolencia y hasta con su presencia sola. Significaba, entre
otras cosas, en la compleja institución de San Fernando, la conti-
nuidad salesiana. Acaso fue él el único que estuvo allí desde que
los Salesianos entraron en San Fernando, un 30 de junio de 1948,
hasta que, por voluntad de los hombres, la Obra pasó a otras
manos, hasta que en aquel «Flandes salesiano se puso el sol».
Tuvo que ser un paso doloroso para don Agapito, que dejaba
allí treinta y dos años no de tiempo, sino de vida.
Le sirvió de alivio el hecho de volver a Carabanchel, al solar
de su aspirantado y de su noviciado. El edificio lo encontró muy
cambiado y más confortable. Muy a propósito para descansar y
pasar en él un último año de vida.
193

19 Pages 181-190

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Tenía ochenta y cuatro años. Podía decir:
«Lleno estoy de sospechas de verdades
que no me sirven ya para la vida;
pero que me preparan dulcemente
a bien morir...»
Se entretenía y trataba con los aspirantes todo lo que le per-
mitían sus achaques, salir al patio, al jardín o a la galería de la
capilla.
Era exactísimo en la práctica de la vida común.
Nunca se le oía hablar mal de nadie. Cuando en la mesa la
conversación se torcía en perjuicio o censura de alguno —dice un
hermano que le tenía enfrente—, se mostraba contrariado y ponía
visible cara de disgusto.
Siempre alentó un gran amor a María Auxiliadora y propagó
su devoción.
Horcajo de Santiago es conocido como un antiguo feudo de
la Inmaculada.
Es proverbial la clamorosa vigilia que precede a la fiesta: un
espectáculo para el creyente y para el viajero. Cuando don Agapi-
to estaba destinado en Salamanca, bajaba al Colegio de San Be-
nito, se reunía con un paisano suyo y los dos celebraban el «Ví-
tor» de la Inmaculada a su manera. Pues bien, don Agapito y su
familia, sus dos hermanas sobre todo, implantaron en Horcajo de
Santiago la devoción y el culto de María Auxiliadora.
Durante la guerra tuvo la chocante oportunidad de ser el se-
cretario del pueblo. Junto con la gestión política, llevaba a cabo
otra gestión menos coyuntural y más vocacional.
A principios de julio de 1981 la Casa de Carabanchel se en-
contraba casi vacía. Los aspirantes estaban de vacaciones y los
salesianos estaban pasando unos días de descanso en Cádiz. Don
Agapito, tras una breve enfermedad, sin agonía, pasó a otro des-
canso en otras playas: las de la eternidad.
Los funerales se celebraron en la iglesia de San Pedro, la igle-
sia parroquial.
Entre los asistentes estaba don Alejandro, su admirador y
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amigo. Había hecho un esfuerzo para poder asistir. Apenas veía y
sus movimientos eran desconcertados. Parecía un sonámbulo. En-
tre él y don Agapito, ¡cuántas horas vividas, cuántos trabajos
compartidos...! No sé por qué, el recuerdo de uno evoca el del
otro.
Pensando en los dos, repetimos el versículo que rezamos a
menudo: «¡Señor, tenle en cuenta a David todos sus trabajos...!»
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19.3 Page 183

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JESÚS MARCELLAN RODRÍGUEZ
Sacerdote.
Nació en Peralta de Alcofea (Huesca) el 1-1-1899.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1917.
Sacerdote en Barbastro (Huesca) el 26-VIII-1926.
Falleció en Salamanca el 18-VII-1973.
Don Jesús era aficionado a la fotografía, aficionado y experto.
Suya y de sus años buenos podía ser la que tenemos delante y le
representa en porte distinguido, frente ancha, pelo castaño, ojos
azules y nariz aguileña. Vestía con pulcritud y usaba modales de
corrección.
Nació el 1 de enero de 1899, el primer día del último año del
siglo, en Peralta de Alcofea, pueblo cercano a Sariñena, provincia
de Huesca. Era, y lo tenía a gala, aragonés de cepa.
Un cancionero popular decía de los aragoneses en un roman-
ce fácil:
196

19.4 Page 184

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«Treinta partes de nobleza,
veinte de desinterés
y cincuenta de franqueza:
eso es ser aragonés.»
A don Jesús le cuadraba sobre todo lo de la nobleza. La
franqueza ya no es tan encomiable si no va regulada por la deli-
cadeza. En don Jesús sí lo estaba y venían a ser consonantes.
La familia Marcellán se trasladó a Huesca y don Jesús ingre-
só en el colegio salesiano. Era Director don Tomás Nervi. Don
Jesús le guardó siempre gran admiración no sólo por ser el pri-
mer Director conocido; también por sus condiciones particulares:
extrema delicadeza, poeta y predicador. Siempre le encomió y le
tuvo por el «predicador que más le gustaba».
En el Colegio de Huesca brotó la vocación salesiana de don
Jesús, que fue a hacer el aspirantado a Campello. Allí encontró
otro Director que había de hacer mella en su sensibilidad: don
Alejandro Battaini, hombre de inteligencia despierta, gran cora-
zón y humor vario. Tuvo muchos admiradores y algunos objetan-
tes. Don Jesús estuvo sieippre entre los primeros. No fue el pri-
mer Director de Campello, pero bien se le puede considerar como
el consolidador de aquella Casa solariega y benemérita.
De Campello pasó a Carabanchel para hacer el Noviciado y
la Filosofía.
Ejercía como Maestro el padre Balzario, y entre los 28 novi-
cios figuraban don Leandro Ayuso, don Juan Beobide y don José
Aguilar, además de don Jesús. Don León Cartosio, con el que
tantas veces se había de encontrar como personal, era ya Con-
sejero.
Hizo la primera profesión, según era costumbre entonces, el
día de Santiago del año 1917. El trienio lo hizo entre Carabanchel
y Atocha. Siempre tenemos que hacer mención de esta etapa
porque era el refrendo de la vocación salesiana y el espaldarazo
de la formación. Eran tres años selectivos, decisivos y que impri-
mían carácter.
Estudia la Teología en tres sitios: Campello, Camagüey y La
Habana y se ordena de sacerdote en Barbastro el 26 de agosto de
197

19.5 Page 185

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1926. Ese mismo año es destinado como Consejero de los aspi-
rantes en Astudillo. Con ellos pasará también de Consejero al Pa-
seo de Extremadura al abrirse esta Casa. Con los aspirantes ejerce
el cargo de Consejero, Prefecto y Director, en sustitución de don
Agustín Liaño, pasada la quema de conventos, el año 1931. Da al
Aspirantado un aire de cierta modernidad y apertura y un mayor
ambiente de familia. Los aspirantes que volvieron, después de
unas vacaciones forzadas de cinco meses, un tanto mustios y con
la incertidumbre de lo que pasaría, después de la brusca experien-
cia del 11 de mayo, recibieron como una reanimación la primera
conferencia de don Jesús. El día 2 de noviembre, después de una
breve ceremonia de apertura del curso, los reunió en el estudio y
les hizo una especie de exposición de principios y de programa:
«En adelante —les dijo, entre otras cosas— no llevaréis el pelo
rapado,, podréis usar calcetines y en ciertos tiempos y sitios de la
casa, no hace falta que observéis silencio absoluto. Los superiores,
y sobre todo el Director, estarán siempre a vuestra disposición
para hablar con él cuando y sobre lo que queráis.» Efectivamen-
te, el ambiente se hizo menos acartonado y claustral, había más
alegría y los aspirantes se sentían más sintonizados con la vida
del Colegio. El Director hablaba con los aspirantes en público y
en privado, aparecía en el patio rodeado de chicos, que le escu-
chaban sus comentarios sobre la actualidad, tan acuciante, sobre
la Congregación, sobre Cuba y mil temas más que él sabía abor-
dar. No era un gran orador, pero sí un interesante conversador.
El año 1934 la Casa cambió de signo. Por razones que no son
del caso, los aspirantes pasaron a Carabanchel y los bachilleres
pasaron al Paseo de Extremadura, la Casa que había sido cons-
truida expresamente para Aspirantado.
Pronto cambiaba de inquilinos y de destino.
Los aspirantes pasaban a depender directamente de un Encar-
gado, bajo la autoridad del Director de los teólogos y don Jesús
era nombrado Director del Colegio de Santander, el llamado del
Alta. Allí ejerció el cargo tres años, hasta que estalló la guerra. El
ambiente era distinto, pero la persona del Director era la misma
y la táctica de su gobierno, igual. Don Jesús era un Director nato;
le encajaba a perfección el cargo, que es la clave del entramado
198

19.6 Page 186

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salesiano. ¡Lástima que no lo fue más que nueve años! La obe-
diencia y las circunstancias cambiaron su rumbo y le redujeron al
manejo de los negocios, de las obras y de las cuentas. Fue Ecó-
nomo Inspectorial durante veintidós años. Conoció a cuatro Ins-
pectores y llevó a cabo la construcción de las casas de Arévalo,
Guadalajara y el Teologado de Salamanca.
No era un genio de las finanzas ni conocía la magia de sacar
dinero cuando tan necesario hubiera sido, pero los Inspectores le
mantenían en el cargo porque era fiel administrador, era dócil y
hasta humilde con ellos y aguantaba los malos humores y las in-
culpaciones que otros echaban sobre ellos.
«Cuentas sin dinero, cuentas de miseria», dice el proverbio. Y
eso le pasaba muchas veces al Ecónomo Inspectorial, que tenía
que pechar con la eterna penuria.
«Tenemos un Inspector que nunca tiene tiempo y tenemos un
Ecónomo que nunca tiene dinero», decían alguna vez los maldi-
cientes. Harto le pesaba al pobre Ecónomo la acusación. «No
tengo dinero, no tengo dinero», era su exculpación cuando se le
iba a pedir la pensión del mes o de los meses adeudados. Bien es
verdad que a lo mejor hacía una larga consideración sobre la
ventaja de las casas de formación, «que tienen siempre una pen-
sión asignada. Será corta y no llegará a tiempo, pero la tienen
asegurada». Otras veces te despedía con una cantidad a cuenta.
Verdad es que las casas tampoco estaban al día con la Inspecto-
ría, a pesar de que en los Reglamentos se decía bien taxativamen-
te que se diera prioridad a las deudas contraídas con la Inspecto-
ría. No obstante, las casas de formación, repletas de pupilos,
salieron adelante, se construyeron otras de la envergadura de
Arévalo, Guadalajara y Salamanca y se formó una Inspectoría
matriz de las de León y Bilbao y, en la actualidad, una de las
más extensas y pobladas de la Congregación.
Todas esas empresas no se hacen solas ni con sólo la inter-
vención de la Providencia; necesitan desvelos y trasudores de los
cooperadores de la Providencia. Don Jesús fue uno de ellos en
este caso. Anhelaba el cese del cargo y se comparaba a sí mismo
con aquel funcionario que, cuando se sintió relevado, se desper-
taba todos los días «pensando en que ya no tenía que pensar...».
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Todo ello, a lo mejor, quebrantó su salud, golpeó su cabeza y
aceleró la trombosis que le aquejó los últimos cuatro años de
vida. Se quedó sin conocimiento y sin movimiento; se quedó re-
ducido a una vida vegetativa y sensitiva únicamente. Sufría, pero
no podía expresar su sufrimiento, y esa impotencia se lo acrecen-
taba más. Como en los niños, su único recurso era el llanto.
Hasta que entró en un coma profundo y prolongado y el 18 de
julio de 1973 murió. Fue enterrado en el panteón salesiano de Sa-
lamanca y allí yace, entre otros, con don Leandro Ayuso, su
compañero de noviciado, y con don Esteban Ruiz, su gran amigo
y compañero de Campello, de Cuba y de muchos años de vida en
Madrid. Cercanos en la vida y cercanos en la muerte. Paz a todos
ellos.
Don Jesús abrigaba el proyecto, mejor dicho, el deseo de pasar
los últimos años de su vida en una capellanía de Salesianas, El
Plantío por ejemplo, en sustitución del padre Fernández. No hu-
biera sido prebenda despreciable. Don Jesús les habría prestado
sus oficios y ellas le hubieran prodigado atenciones, a las que era
sensible. Las hermanas le hubieran recibido encantadas. Era so-
ciable, de segura doctrina, buen religioso y de trato ameno. Ha-
bría desplegado con ellas las habilidades que le habían abierto
tantos caminos entre colegiales y colegialas, antiguos alumnos,
amigos y bienhechores.
Era prestímano, embaucaba fácilmente con su momia, las car-
tas, las monedas, los palillos y algunos otros artilugios.
En sus años de Consejero y clérigo fue maestro de escena
acreditado.
Muchas obras de la Galería Salesiana le ofrecieron ocasión
para lucimiento... Sobre todo, era excelente calígrafo. Hacía ver-
daderos alardes en la pizarra y en las carteleras. Cuando estaba
preso en Ontaneda, escribía las direcciones en las cartas de los
milicianos a familiares y novias. Resultaban verdaderos primores.
Los remitentes se entusiasmaban con el maestro, como le lla-
maban.
Las Salesianas habrían sacado rendimiento de tales cualida-
des, aparte de su ministerio sacerdotal.
Era celoso, observante, asiduo al confesonario aun en los
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años de actividad más material, se le veía rezar con recogimiento
y celebraba con unción.
La lesión cerebral que le produjo la trombosis era irrecupera-
ble. Por más cuidados que se le prestaron y todos los intentos de
rehabilitación, no se recobró. Fueron tres años largos de un vivir
apenas y de un ir avanzando hacia la fecha fatal.
Don Jesús había vivido otro 18 de julio crucial. Le esperaban
trece meses de calvario: la incautación del Colegio, la dispersión
de la comunidad, su refugio en la casa de un antiguo alumno de
izquierdas, su gestión como enseñante en la Academia Politécnica,
la cárcel de Ontaneda, trabajos forzados en el Puerto del Escudo,
una enfermedad y el final en otra prisión, hasta que llegó la libe-
ración gozosa, un día 26 de agosto, la misma fecha en que había
sido ordenado sacerdote once años antes.
La última etapa de su prisión en Ontaneda —dice en sus me-
morias de trece meses aciagos— fue tan llevadera que le «resultó
agradable». Se había acostumbrado a lo malo. Es extraño.
Este 18 de julio de 1973 supuso para él «la gran liberación»,
el comienzo de la «vida perdurable» y plena a la que, no obstante
ser así, el bienaventurado no se acostumbra nunca, porque
«Tiene la sed y el agua juntas
en el jardín de su sereno afán.»
Que don Jesús la esté disfrutando desde aquella misma fecha.
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FRANCISCO ECHEVARRÍA DEVA
Coadjutor.
Nació en Eckioga (Guipúzcoa) el 2-IV-1889.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) ef 10-IX-1909.
Falleció en Guadalajara el 25-VII-1965.
«... La frecuente relación Coadjutor-
Escuelas Profesionales puede haber
contribuido a limitar la vocación reli-
giosa del salesiano coadjutor...» (Don
Braido).
La carta mortuoria del
Pachi se abre con una fotografía
que es un acierto. Revela cómo era el señor Pachi y en qué estima
se le tenía. Corresponde a sus últimos años de Guadalajara. Está
él con su muleta entre las
y rodeado del Rector Mayor,
don Ziggiotti, y del personal de la comunidad. Todos tienen la
mirada en él complacidos y él, rodeado de tan honorable corona,
ilumina el grupo con un
de viejo regocijado y feliz.
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Pequeño, grueso, pesado de movimientos, tenía una cabeza
procer y una sonrisa a tono con su mirada, entre ingenua e inten-
cionada, sin malicia. Recordaba aquel verso de Lope de Vega:
«Tengo los ojos niños / y portuguesa el alma.» El la tenía de le-
gítimo guipuzcoano: sencilla, inteligente, honesta, noble y no sin
su grano de humor.
Nació en el día de san Francisco de Paula, 2 de abril de 1889,
en el caserío de Ecketa, del término de Azpeitia. Sería uno de
tantos caseríos que salpican los montes y valles idílicos y que son
como el tejido conjuntivo de aquella tierra, trabajadora y sana.
La niñez de nuestro hombre transcurrió entre los prados, la
huerta, las vacas y el pinar que da sombra, leña y cama para las
reses.
El sol —cuando aparece— y los elementos rigen la vida de
toda la familia, afincada a su terruño de una manera invariable,
secular.
Ortega y Gasset decía que lo propio del vascongado es una
soberbia íntima de espíritu, ajeno e indiferente a los problemas de
los demás. Decía también que ese país es una democracia metafí-
sica. Esta filosofía no iba con el señor Pachi ni con tantos otros
compatriotas suyos que hemos conocido.
No sabemos cómo nació su vocación, el caso es que nació y
se mantuvo sin titubeos. A los quince años llega a Carabanchel
con todo el pelo del caserío y sin una noción de castellano. Era
Director don Pedro Olivazzo. Son de imaginar los esfuerzos de
adaptación que tendría que hacer un muchachito así al ambiente,
a la lengua y al Director, que ni siquiera era español ni tenía una
pronunciación correcta. Superadas todas las pruebas, hizo la pri-
mera profesión el 10 de septiembre de 1909.
Bien hubiera podido estudiar, porque demostraba tener inge-
nio, memoria y juicio equilibrado, pero se quedó en el oficio de
cocinero a perpetuidad, un cocinero autodidacta y aventajado.
Como tal pasó y se fue acreditando por las casas de Baracal-
do, Atocha, Carabanchel, Vigo, Astudillo y Paseo de Extremadu-
ra, casas nada ricas, con despensas desabastecidas, pero que en el
señor Pachi contaban con un cocinero habilidoso, capaz de mejo-
rar las viandas vulgares. Los aspirantes del Paseo de Extremadura,
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cuando les tocaba el turno de camareros, esperaban con avidez la
«bendición del señor Pachi». Era la añadidura con que solía sa-
zonar los garbanzos con lo que sobraba del menú de los superio-
res.
En Cuatro Caminos le sorprendió el pre-movimiento y el esta-
llido de la guerra. Fueron unos meses azarosos. Los famosos ca-
ramelos envenenados y otros estúpidos y calumniosos infundios
alcanzaron también a los Salesianos de Estrecho. Un siglo antes
habían acusado a los frailes del envenenamiento de las aguas;
ahora achacaban a las monjas el envenenamiento de los carame-
los. ¡Qué absurda y qué poco original es la plebe cuando es ella
la que se encuentra verdadera y lastimosamente envenenada! Al
señor Pachi, tan inofensivo, le increparon groseramente y le qui-
sieron linchar.
Salvada la guerra, es destinado a Mohernando. Son los años
de las restricciones y, como las vocaciones abundan, él se las tiene
que ingeniar para dar de comer a aspirantes, novicios y filósofos.
La Casa llena y la despensa vacía, pero reina un espíritu inmejo-
rable, de alegría, de buen humor incluso, del que también el se-
ñor Pachi hace gala con su anecdotario y agudezas.
En Arévalo lo espera una nueva prueba. La dolencia le atena-
za y una noche tienen que traerle a toda prisa a Madrid para ser
operado de próstata. Lo expresaba él después, con mal recuerdo
y su poco de humor, apelando a Zorrilla: «¡Qué noche, válgame
el Cielo...!»
Por si fuera poco, y con la intención de que se entretenga y se
reponga, le mandan al Colegio de San Fernando, no ya como co-
cinero, porque no estaba para ello, sino como despensero. ¡Vaya
un alivio! Fue un paso doloroso aquél y un trabajo difícil de lle-
var para él, ya mermado de fuerzas y facultades. Las trampas y
la índole aviesa de muchos de aquellos pupilos, y el funciona-
miento complejo de aquel centro, agriaron su carácter, siempre
tan apacible, le hicieron suspicaz e irritable. Era otro: más serio,
distinto y menos tratable. ¡Cuánto pueden las circunstancias so-
bre las personas! Se recobró cuando, después de un breve tiempo
en Lóngora, apareció una tarde en el Filosofado de Guadalajara.
Se presentó de improviso. Algún salesiano autorizado que se en-
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contraba de paso se sorprendió un tanto molesto. «¿Cómo es que
está aquí el señor Pachi, si estaba destinado a tal sitio...?» Lo in-
terpretó como una travesura.
Por equivocación o no, allí continuó durante doce años.
Durante estos años trabajaba cuanto los superiores y sus cre-
cientes achaques le consentían. Era tratado como el abuelito de la
casa. Todos, superiores y estudiantes, sentían por él un vivo apre-
cio, fundado en su observancia religiosa, su sociabilidad y su
simpatía, la que le guardaron'siempre cuantos le trataron. Buen
religioso, obediente y respetuoso en extremo con los superiores,
escrupuloso en materia de pobreza que, por su oficio, se creía es-
pecialmente llamado a practicar, y siempre temeroso por no ha-
berla observado bastante.
Daba con candorosa sinceridad la cuenta de conciencia y no
ocultaba el temor de no verse preparado. Una demostración más
de su bondad y de su humildad. En plena lucidez todavía, entre
las ocupaciones de ayudante de cocina a las que no daba tregua,
suplicaba se le perdonase cuanto pudiese haber ofendido a los
hermanos que habían convivido con él.
Sencillo, donairoso, tenía en todas las situaciones su aprecia-
ción original y ocurrente. Alguien, que le trató de cerca, recuerda
la lectura del periódico al alimón con el señor Pachi, en el recreo
de la mañana, en la cocina de la Casa de Guadalajara. Estaba el
señor Pachi sentado, arrimado a un rincón y pelando patatas, su
tarea más cotidiana; el otro leía el periódico junto a la ventana,
enfrente. Lo leía en voz alta, para que se enterase también el cu-
rioso acompañante. Era un contento oír los comentarios y las
ocurrencias del señor Pachi. Lectura ilustrada la llamábamos, y
tan interesante como la del periódico.
Había pasado por muchas casas, había tratado a muchos sa-
lesianos y sabía mucho, por viejo y por listo. Sus anécdotas eran
numerosas y contadas por él, sin ningún artificio, sólo con su ca-
dencia lenta, gangosa y de intención sutil, se hacían regocijadas.
De él decíamos, en comentario unánime, que valía lo que pesaba,
¡con pesar tanto!
Un domingo del verano del año 1962 le dio una trombosis
cerebral. «La luz de sus pensamientos, casi siempre se podía ver»,
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pero desde aquel día se oscureció. Se le administraron los sacra-
mentos, el de la Extrema Unción, y aunque siguió viviendo, la
lucidez no la reco'bró más. El último año, con el fin de que pu-
diese estar mejor atendido, se le trasladó al asilo de las Hermani-
tas de los Pobres. Le asistieron con una solicitud admirable, la
acostumbrada en ellas. El enfermo no les exigía nada, pero ellas
no le ahorraron ningún cuidado. Dios se lo habrá pagado a tra-
vés del señor Pachi.
El día de Santiago apóstol, el enfermo, que parecía haber en-
trado en ese estado perdurable que parecen tener ciertas enferme-
dades, falleció. Las Hermanas y los Salesianos que rodeaban su
lecho de muerte le leyeron la recomendación del alma y le enco-
mendaron a Dios y a Santiago. Al día siguiente, tras el funeral,
celebrado en Mohernando, entre cantos de novicios y filósofos y
oraciones de muchos salesianos, fue enterrado en el panteón de
esta Casa.
Nació en un monte y pasó su niñez en la soledad de un case-
río; ahora descansa en otro monte, junto a otro caserío menos
rústico que el de Ecketa, casa de formación en las que pasó la
mayor parte de su vida. El mejor sitio para descansar.
Cuando vivía y desgranaba los recuerdos de su larga vida, de-
cía el señor Pachi que, de los salesianos que había conocido, re-
cordaba con particular veneración a don Manfredini y a don
Binelli, por su virtud intrépida a uno y por su paternal gobierno
a otro.
Muchos tendrán también de él un recuerdo singular y habla-
rán de él, cuando se presente el caso, como el religioso sencillo,
ocurrente, alegre, de salesiano que fue siempre tan buen cocinero
como fraile —valga el dicho trivial— y supo el arte de sazonar
exquisitamente la comida, la vida y la convivencia.
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SEVERINO APARICIO GALLEGO
Sacerdote.
Nació en Valleluengo (Zamora) el 14-XI-1941.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1959.
Ordenación sacerdotal el 6-111-1969.
Falleció en Cambados (Pontevedra) el 27-VII-1975.
Severino era una de las vocaciones de la recluta de don An-
selmo Pérez y de don Emilio Alonso. Castellanos legítimos,
tenían ojo certero para localizar los «caladeros» de vocaciones y
discernir quiénes eran los candidatos elegibles. ¡Cuántos salesia-
nos, en las Inspectorías de Madrid, León y Bilbao, proceden de
aquellas campañas!
Severino tenía la
muy propia del tipo zamo-
rano: bajo de estatura —lo cual
causarle alguna desazón—,
fuerte, moreno, de ancha
y ojos pequeños, penetrantes.
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Callado, propenso a lo reservado y tal vez a la melancolía,
atemperada por su buen sentido y su virtud.
No tenía cualidades llamativas ni hizo cosas espectaculares.
Pero fue un buen profesional de la enseñanza y un fiel intérprete
de la pedagogía salesiana, basada, más que en la técnica aparato-
sa, en el trato directo con los alumnos, la asistencia asidua y efi-
ciente, a lo Don Bosco: de pocas palabras y muchas obras.
Ortega definía el estilo de Azorín como de «primores de lo
vulgar».
Lo más llamativo que hizo fue hacer bien lo ordinario. En
esto siguió también la sabia máxima de Don Bosco: «Hace mu-
cho el que hace lo que tiene que hacer, aunque esto sea pequeño.»
Máxima válida para chicos y para grandes, para educandos y
para educadores. Severino fue un educador salesiano, sin espec-
tacularidad, pero eficiente.
Nació en los años difíciles de la posguerra civil, 1941, en el
pueblecito de Valleluengo (Zamora), donde familiares y paisanos
vivirían como hermanos, muy en «república cristiana». En aquel
ambiente brotó la vocación de Severino, como después fue apun-
tando la de sus hermanos, Eusebio y Cesáreo, tres nombres de
santoral antiguo.
En Arévalo, Mohernando y Guadalajara se fue consolidando,
hasta dar a compañeros y superiores la impresión de que «había
asimilado los rasgos fundamentales del espíritu salesiano: era
bueno, trabajador y piadoso». ¿Podía pedírsele más? Con este ba-
gaje de preparación humana y religiosa estaba en condiciones de
comenzar su trienio práctico. En el «curriculum» de entonces es-
taba muy oportunamente puesto este período. El «clérigo» se for-
talecía en su formación, se iniciaba en la experiencia y se encari-
ñaba con la vida salesiana. El lo hizo en el colegio del Paseo de
Extremadura, antiguo aspirantado y después bachillerato. Su pie-
dad sencilla, capacidad de sacrificio, docilidad y el amor a Don
Bosco le «hizo vivir con éxito y alegría evangélica la que se lla-
maba comúnmente «prueba de fuego».
Se ve que no le fue mal, porque al terminar la Teología en
Salamanca, ya sacerdote, volvió al mismo sitio a continuar su
docencia, enriquecida ahora con la Teología y los poderes del
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sacerdocio, que él supo emplear bien a conciencia en beneficio de
sus alumnos. En su trayectoria de bondad, de comprensión, aun-
que no de dejación; con suavidad en las formas, pero con seriedad
en el fondo, se ganó la confianza de los alumnos y de los salesia-
nos. Ya se sabe que el éxito del educador no es inmediato, pero
acaba por imponerse.
Los salesianos le consideraban como el colaborador con quien
se podía contar siempre. Era el amigo que no creaba problemas y
los resolvía o ayudaba a resolverlos. Los padres de los estudiantes
sabían y no ocultaban al Director y entre ellos que, sin recursos
fascinadores, sintonizaba con los chicos, los conocía y tenía bien
informados a los padres.
El último año, julio de 1975, a ruegos del Director, accedió a
acompañar a una de las colonias que se organizaron. Se quería
con ello fortalecer su salud y compensar el cansancio del curso.
Severino, un poco contra su deseo, por acompañar a los alumnos
y prestar alguna ayuda a los salesianos encargados, fue a Cam-
bados.
El 27 de julio, después de un día de horario normal, mientras
los alumnos daban su paseo, Severino salió solo para dar tam-
bién el suyo a lo largo de la playa. A la hora de la cena, contra
su acostumbrada puntualidad, no se presentó en el comedor.
Pensando que estuviese indispuesto, llamaron a su habitación.
Nadie respondía. Intrigados ya, recorrieron el aspirantado, salie-
ron en su búsqueda y, en la playa, en el sitio donde solía detener-
se, encontraron la ropa abandonada. «Tristes exubiae!» ¡Oh tris-
tes prendas en mal hora halladas...!
Imaginan lo peor, lo que, por desgracia, había sucedido. El
mar, no se sabe cómo, se lo había llevado y el mar, que hace sus
presas pero no las guarda, lo devolvía al cabo de tres días flotan-
do sobre las aguas. Un pescador que lo divisó, dio cuenta al Co-
legio y a la Comandancia de Marina y puso fin a las angustiosas
pesquisas que se venían practicando desde el primer momento de
la desaparición.
El funeral, corpore insepulto, se celebró en la iglesia del Cole-
gio salesiano. Asistieron los salesianos de la zona, amigos, simpa-
tizantes de la Congregación y todos los que se encontraban a la
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sazón en el monasterio de Poyo en unas jornadas de Formación
Permanente. Un funeral con un número inusitado de «abades»,
según los naturales de aquella tierra. Todo por Severino, en últi-
mo y merecido homenaje. Nunca había sido objeto de tan general
y sentida atención.
Sus restos descansan en el cementerio de Cástrelo.
Humilde y callado en vida, amigo del silencio y la soledad,
mejor que en el cementerio masivo de la capital se sentirá a gusto
en aquel sagrado recinto, mecido en las brumas del océano, donde
la lluvia cae una y otra vez y crece la hierba que la hoz no siega.
Sus hermanos de comunidad, los alumnos y los que le cono-
cieron no arrancarán tampoco nunca el recuerdo que le guardan.
Dios le tenga en su paz.
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AGOSTO
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
6 1975 Sacerdote Antonio G.a DE VINUESA ROMÁN 76 213
8 1969 Sacerdote Francisco Javier CALONGE PARRA 38 218
8 1980 Sacerdote Julián Luis FERNANDEZ POSTIGO 93 222
9 1946 Sacerdote Agustín PALLARES CASTAÑER 68 228
12 1976 Sacerdote Luis CONDE Y CONDE
95 234
14 1978 Sacerdote Carlos MORETÓN PUIG
49 240
20 1969 Clérigo Pedro AMOR MARTIN
19 245
31 1935 Coadjutor Guillermo GIL CALVO
81 249
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ANTONIO GARCÍA DE VINUESA ROMÁN
Sacerdote.
Nació en Marmolejo (Jaén) el ll-XI-1899.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 23-VII-1921.
Sacerdote en Madrid el 14-VI-1930.
Falleció en Madrid el 6-VIII-1975.
Don Antonio García Vinuesa, serio, calvo, pálido y con la
mirada apagada, tenía cierto aire de monje de Zurbarán.
Nació el 11 de noviembre de 1899 en Marmolejo (Jaén). Nació
en la frontera entre dos siglos y en la frontera entre dos provin-
cias: Jaén y Córdoba. Era uno de los hijos mayores de una fami-
lia numerosa, una familia numerosa y matriarcal, porque su ma-
dre se quedó viuda a la edad de treinta y tres años y tuvo que
sacar adelante a la numerosa prole de sus diez hijos. Gracias a su
buen temple y formación cristiana, supo dar a la casa un ambien-
te de regularidad, orden perfecto y solera cristiana. Allí se rezaba
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todos los días el rosario, se leía el «Año Cristiano» y se comenta-
ban las cartas de una tía religiosa, Esclava del Sagrado Corazón,
impregnadas de una clara y suave espiritualidad, además de acer-
tadas directrices.
Una madre como la mujer fuerte de la Biblia y una familia
copiosa son dos buenos factores para la educación, porque edu-
can los padres, sí, pero también educan los hermanos. Es incalcu-
lable la influencia de esta educación horizontal. Los padres son la
autoridad y el gobierno de la casa; los hermanos, cuando son
muchos, son el sindicato y el gremio, con toda su fuerza coactiva
y lateral.
En el ambiente de una familia así brotó fácilmente la voca-
ción de Antonio. La madre no opuso la menor resistencia, todo
lo contrario: su gusto hubiera sido, y así lo repetía, dárselos todos
a Dios. Tan cristiana y tan generosa era.
Cuando Antonio contaba ya diecisiete años, comenzó el aspi-
rantado en Carabanchel. Al poco tiempo lo tuvo que interrumpir
a causa de una pulmonía. Volvió a casa y estuvo unos meses
reponiéndose. Cuando los familiares creían que ya había desistido
de sus propósitos y le tenían preparada una colocación, don An-
tonio insiste en su deseo de regresar y «continuar fiel a la llamada
de Dios para toda la vida». Su vocación no había sido una velei-
dad de adolescente. Terminado el aspirantado en Campello, vuel-
ve a Carabanchel para hacer el Noviciado y la Filosofía. El trie-
nio lo pasa en Atocha y la Teología la estudió, no sabemos
cómo, en Campello, Salamanca y Carabanchel. Se ordena de
sacerdote el 14 de junio de 1930. Su madre se encuentra muy en-
ferma y no puede asistir a la ordenación, como hubiera sido su
ideal. Los dos pasan por el sacrificio de esa ausencia. Don Anto-
nio le manda un telegrama lacónico y expresivo: «Soy sacerdote.
Recibe mi primera bendición.» Bien se la merecía. Buena parte de
su sacerdocio le pertenecía a la madre.
Con la unción reciente todavía, es destinado a Salamanca
como Prefecto. Son los últimos meses de un régimen que ya había
recibido el impacto de una sentencia: «Delenda est monarchia.»
Un año de buena gestión en la casa más importante de la Inspec-
toría entonces y es destinado como Director a La Coruña. Vuelve
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a Madrid como Prefecto de Estrecho y allí le sorprende la guerra,
que le dejaría, como a tantos otros, bien marcado. Sufrió humi-
llaciones y malos tratos. A consecuencia de ellos perdió un oído.
Sería el 19 de julio, domingo aciago. Poco después de comer
irrumpieron las milicias en el Colegio de Estrecho. Don Antonio,
como Prefecto de la Casa, se ofreció a acompañarles, llaves en
mano, por las dependencias de la casa para que comprobaran
que no había armas ni más dinero que el que les habían repar-
tido a todos para una emergencia y que ellos, los milicianos, se
encargarían de robarles. Cuando terminó el registro, los sale-
sianos fueron pasando por un pasillo entre milicianos y gente
airada para ser trasladados a la Comisaría del barrio. Fueron el
blanco de todas las iras: insultos, amenazas, empujones, hasta
golpes. A uno le rompieron las gafas y a don Antonio, de un bo-
fetón, le rompieron el tímpano del oído izquierdo.
El Colegio de Estrecho pasó a ser cuartel del V Regimiento,
que era como la Legión de los comunistas. Dos escritores rojos se
han ocupado de esta improvisada sede. Uno de ellos comenta con
cinismo: «¡Qué contraste...! Según tengo entendido, esto antes era
un convento. Es decir, aquí se aprendía a morir; ahora se enseña
a matar...»
Terminada la guerra y todas sus peripecias, don Antonio
vuelve a Estrecho corno Director. Lo primero que tenía que hacer
era desinfectar y raer materialmente toda la suciedad que se había
acumulado en el colegio y en la iglesia. No sabemos si don Anto-
nio se enteraría de todo, pero allí se habían perpetrado escenas
horrendas.
Después de tres años de Director, continuó en el mismo cole-
gio como encargado de la iglesia. En 1951 es destinado como
Director a Mohernando. Son los años de la reconstrucción lenta
y de los grandes noviciados. Las ayudas que había buscado du-
rante su estancia en Madrid, unas veces repasando la^guía de telé-
fonos, otras veces de puerta en puerta o haciendo uso de su ape-
llido, biensonante en algunos ambientes, esas ayudas las volcaría
ahora en Mohernando, donde todo era poco y todo tenía una in-
versión inmediata. En aquellos cursos casi centenarios de candi-
datos a salesianos a él le tocaba dar la última orden de dimisión
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cuando era el caso de despedir a alguno. Era un trago amargo
para él, que tenía un criterio muy abierto y benévolo para la ad-
misión: «Si él quiere seguir verdaderamente, ya es síntoma sufi-
ciente de vocación.» No contaba con que ese querer es a veces
muy efímero.
Cuando agota el sexenio de directorado en Mohernando, Es-
trecho de nuevo y por tercera vez, Guadalajara, Atocha, Puerto-
llano le reciben como confesor, encargado de la iglesia y de la
Archicofradía. Al lado de esas ocupaciones, él se encargaba de
llenar el tiempo disponible buscando medios económicos para las
vocaciones y las necesidades de las casas. Siempre que iba a Ma-
drid volvía con aportación y el estipendio de un viaje bien apro-
vechado. Lo entregaba sin ningún alarde y sin que se enterase
nadie. Es de creer que las limosnas más sustanciosas se las hacía
llegar al Inspector, al «gran pobre de la Inspectoría», como se le
consideraba entonces.
Todavía estuvo algún año con los aspirantes de San Fernando
antes de pasar a Ferroviarios, el año 1971, siempre como confe-
sor. A pesar de no disponer más que de un oído, las confesiones
fueron su tarea más duradera. Creemos que también la más fe-
cunda. «Ars animarum ars artium»: El arte de las almas es el arte
de las artes.
A pesar de que arrastraba algunas dolencias, alguna de ellas
crónica, las llevaba con serenidad, paciencia la llamaríamos, en su
virtud y capacidad de silencio y aguante. Su última enfermedad
fue breve y sin trastorno ninguno para la comunidad. Una subida
súbita de glucosa, el traslado a la clínica en completa lucidez del
paciente —nunca mejor llamado— y cuando ya se creía superado
el peligro de un coma diabético y se esperaba su regreso a casa,
una trombosis pulmonar fulminante truncó todas las esperanzas y
acabó con su vida, sin alarmas previas, sin dolores y casi sin tes-
tigos. Por la capilla ardiente, instalada en el Colegio de Ferrovia-
rios, desfilaron, silenciosos y conmovidos, Salesianos, Hijas de
María Auxiliadora, Cooperadores, Antiguos Alumnos y muchos
amigos. Don José Antonio Rico, el Inspector, presidió el funeral
acompañado por 35 sacerdotes concelebrantes. Fue enterrado en
el panteón salesiano de Carabanchel Alto. Allí duerme su sueño
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sin desvelos, aquellos desvelos que le acompañaron como una se-
cuela de la guerra y que tanta alarma producían a los vecinos de
dormitorio. La noticia de su muerte causó extrañeza y pena. No
se esperaba un desenlace así. Se le sabía con achaques, pero con
mucha vida por delante todavía, toda la que le deseaban quienes
le conocían y le profesaban afectuosa veneración.
En la homilía del funeral dijo de él don José Antonio Rico:
«La experiencia de hombre de Dios hizo de él un hombre busca-
do y deseado.»
Delicado siempre y cuidadoso de no causar la más mínima
molestia, tuvo un final apresurado y nada gravoso para los her-
manos.
Solícito en buscar afanosamente limosnas para las vocaciones,
su equipo personal no podía ser más pobre. No empleó nada en
su propio provecho. «Todo lo que tenía —dice su Director—
cabía en una cartera de viaje o en los bolsillos de su sotana»,
aquella sotana de la que no se desprendió nunca. «Siempre de
negro hasta los pies vestido / es pálida su tez como la tarde...» Se
le podían aplicar los versos del noble personaje.
Fue un religioso íntegro y consecuente. «No seamos anfibios
—son palabras suyas, unas de las pocas que dejó escritas, porque
era parco en hablar de palabra y por escrito—, un rato religiosos
y otro seglares. Siempre religiosos, siempre sacerdotes, como decía
Don Bosco.» Eso fue él siempre.
Apenas enterarse de la triste nueva, se sucedieron los testimo-
nios de condolencia y las llamadas de los sitios donde había esta-
do como Director, rector de iglesia, confesor. A nadie había dado
disgusto; a todos había dado buen ejemplo.
Todos coincidían en los mismos elogios; «todos decían una
razón», también de él.
Era una persona prudente, un religioso ejemplar, un sacerdote
espiritual y auténtico. Era todo un hombre de Dios.
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21.4 Page 204

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FRANCISCO JAVIER CALONGE PARRA
Sacerdote.
Nació en Logroño el 10-1-1931.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VI11-1949.
Sacerdote en Posadas (Córdoba) el 24-VI-1961.
Falleció en Madrid el 8-VIII-1969.
Calonge tuvo en la vida salesiana una preparación larga y una
actuación corta, demasiado corta para lo que era de esperar y él
se prometía.
Nació en Logroño, en enero de 1931, tres meses antes del
cambio de régimen y de las pruebas que habían de seguirse para
la Iglesia española. Se crió en La Mancha conquense y muy tem-
prano perdió a la madre, hecho que siempre deja huella en la
vida de un niño, por más que no le faltaran otros familiares solí-
citos y de gran talla cristiana. Estos factores aceleraron su incli-
nación a lo religioso e hicieron que pronto brotaran en él sínto-
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mas de vocación. Ingresó en el seminario de Cuenca y un año
después en el seminario salesiano de Astudillo, tal vez atraído por
la amistad y protección de otro taranconés, don Julián Ocaña,
director a la sazón de aquel centro.
Hizo el noviciado en Mohernando y la Filosofía en San Fer-
nando-Fuencarral, una vez que los filósofos tuvieron que salir de
Mohernando por falta de espacio y establecerse provisionalmente
en aquel complejo de la Diputación.
Paco Calonge, como le llamábamos familiarmente, había
dado muestras de ser normalmente dotado para los estudios, pia-
doso, sociable, de fácil prestación para los trabajos que se le en-
comendaban. Era grueso, de cara redonda, tranquilo, el cuello
corto, cargado de hombros y muy pronta la sonrisa. Era el rasgo
que más destacaba en él: la sonrisa fácil y un poco indefinible.
Como hecho notorio, los compañeros recordaban que en el
noviciado, en un ejercicio de predicación, estuvo hablando una
hora seguida un día de Viernes Santo comentando las Siete Pala-
bras. Apuntaba ya el predicador futuro y con facundia.
Terminada la Filosofía, y a petición suya, se le destinó a Mé-
xico, al Aspirantado de Puebla.
La índole buena y fácil de aquellos muchachos se acomodaba
a la suya y le permitió trabajar con ellos todo el trienio, con gusto
y con fruto.
Puebla, la ciudad mexicana defendida un día por Ignacio de
Zaragoza, aparte de sus afinidades con lo español, le recordaba
un pueblo vecino a Tarancón, del mismo nombre y con los mis-
mos productos que daban también riqueza a la distinguida locali-
dad conquense: cereales, paños, chocolate, licores...
Su apostolado y su amistad se extendió también a la colonia
española. Años más tarde, cuando estaba en Salamanca y en
Madrid, todavía le escribían y recordaban al «Padre Javier».
Con otros compañeros salesianos de la Inspectoría, fue a cur-
sar la Teología a Italia, al teologado de Bollengo. Era curioso:
identificado con el ambiente, traía ya asimilados el acento, los
gustos y la proclividad mexicana. Esa era la ventaja de mandarlos
tan jóvenes a sus destinos.
Bollengo supuso un nuevo horizonte y una experiencia más
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para nuestro candidato al sacerdocio. Pensaba con ilusión en su
Misa. En un diario de aquellos días dejó estampado el lema de su
ordenación, un lema largo, en latín, muy compendioso, paulino,
mariano y sacerdotal.
Antes de regresar a México quiso ampliar su preparación pas-
toral en España.
Frecuentó el Instituto León XIII, de Madrid, en la especiali-
dad de Ciencias Sociales y otros temas de Teología. Todo se le
hacía poco. Alternaba los estudios con la práctica del misionero.
En las distintas casas por las que pasó, su porción preferida
fueron los jóvenes: la naciente asociación de Adsis, los Centros
Juveniles, el Oratorio.
Ejercía sobre los jóvenes un influjo indudable, aunque en esa
relación que se establece entre catequista y catequizados la in-
fluencia no dejaba de ejercerse también a la inversa.
Entre lo solicitado que se veía y lo poco que él se reservaba,
mantenía una actividad incesante, acaso un tanto atípica, que le
ocasionó situaciones de tirantez con hermanos y superiores.
Cuando ya tenía su diploma de estudios en la mano y la ilu-
sión de volver a su México, donde le esperaba un apostolado es-
plendoroso para sus afanes misioneros y pastoralistas, «vino la
muerte a llamar a su puerta». ¡Y de qué manera tan súbita y tan
brusca!
Andaba en las gestiones de preparación del viaje cuando el 6
de agosto, en pleno centro de Madrid, en la Puerta del Sol, una
congestión le dejó paralizado de medio cuerpo. Se le llevó con
toda solicitud a la clínica de San Pedro, se le aplicaron los reme-
dios del caso, pero en vano. A las pocas horas un nuevo ataque
le paralizó por completo y le dejó en trance de muerte inevitable.
Recibió los últimos sacramentos, tuvo algunos atisbos de luci-
dez, esforzaba los ojos agónicamente, como queriendo expresar
su último deseo, pero no pudo.
«Del lado que cayere el árbol, de él se quedará.»
Menos mal que, en el caso de Javier, la muerte le llegó de
manera repentina, pero no imprevista.
En su diario íntimo había dejado escritas estas reflexiones,
que parecen una premonición hecha a sí mismo:
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21.7 Page 207

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«Mientras vivimos, ponemos ilusión en todo, como si nunca
tuviéramos que despedirnos de nuestros proyectos, deseos, activi-
dades... Una muerte no presagiada, sino repentina, nos hace ver
lo falaces que son nuestras ambiciones, lo mezquino de los sueños
que acariciamos, el tonto apego a los lugares, a las personas, a
las cosas...»
Parece que razonaba, que presumía y preparaba su adiós. No
era una retórica divagación de predicador de oficio y de tendencia
innata.
Su padre, todo lo desolado que es de imaginar, sus deudos y
paisanos, el Inspector salesiano y algunos compañeros de profe-
sión asistieron al entierro en Tarancón un mediodía de agosto,
«bajo un sol de fuego».
La noticia de su muerte y circunstancias causó consternación
en la Inspectoría. Poco después, en México, sus catequizados de
Puebla que le conocían y le esperaban, criollos, mestizos, totoma-
cas, otomíes, hicieron duelo inconsolable por el padre Javier.
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21.8 Page 208

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JULIÁN LUIS FERNANDEZ POSTIGO
Sacerdote.
Nació en Reocín de los Molinos (Santander)
el 21-VI-1887.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-IX-1906.
Sacerdote en Cindadela (Menorca) el 15-IX-1914.
Falleció en Madrid el 8-VIII-1980.
Todavía está presente la semblanza del que fue en sus últimos
años el «patriarca» de la Inspectoría: cara breve, frente ancha,
mirada punzante y una sonrisa siempre esbozada entre compla-
ciente e irónica. Desde su retiro de El Plantío hacía apariciones
cada vez más raras entre los salesianos. La vejez y la entrega a
sus salesianas le tuvieron secuestrado en su voluntario y deleitoso
retiro. «A solas mi vida paso, ni envidiado ni envidioso», solía
decir en confianza a los que se la merecían, que no eran muchos.
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Había nacido el 21 de junio de 1887 —hace bien poco hizo un
siglo— en Reocín de los Molinos, un pueblo de Santander, cerca
de Torrelavega. De él habrían de salir más vocaciones. En Villa-
verde de Pontones hizo los primeros estudios en los pocos años
que estuvo vigente como Aspirantado. Comenzó el noviciado en
Carabanchel el año 1915 y allí hizo su primera profesión y parte
de la Filosofía. El resto lo hizo en Vigo, por libre, y en Santander
el trienio y la profesión perpetua. Hasta él llegó la fama y el in-
flujo de Menéndez Pelayo en sus últimos años. De él tuvo tiempo
de aprender la inquietud cultural, la afición a la lectura y el amor
a los libros. No sabemos bien cómo ni dónde estudió la Teología,
el caso es que se ordena de sacerdote en Ciudadela (Menorca).
Había cruzado la Península; ahora, a los pocos años de cantar
Misa, daría el gran salto liasta Argentina. El Inspector, padre Pe-
demonte, le destinó, para empezar, a Bahía Blanca. Cuando don
Julián llegó ya encontró la parva un poco trillada, pero había
sido una plaza difícil de tomar. Se la encomendaron a los Sale-
sianos como recurso. Los misioneros anteriores no habían tenido
éxito y los Salesianos se habían acreditado ya como fuerza de
choque en Buenos Aires. A don Julián le tocó romper lanzas en
aquella avanzadilla de la Patagonia, siguiendo la ruta heroica del
padre Borghino y de don Pedro Bonacina.
Un compañero de él en estos años, que después llegó a ser
obispo de Salta, monseñor Carlos Pérez, da de don Julián un jui-
cio incuestionable: «Hombre generoso y sacrificado para el traba-
jo, sumamente austero en la vida religiosa y exactísimo en el
cumplimiento de sus deberes. En los treinta años de la Patagonia
nunca rehuyó la obediencia, haciendo siempre el bien sin hacer
ruido, como dice san Francisco de Sales...»
En 1927 es nombrado Director del Colegio de Nuestra Señora
de la Piedad. Su apostolado desborda ya el ámbito salesiano y el
obispo le nombra asesor de las jóvenes de Acción Católica. Co-
mienzan sus encomiendas ya fuera de la Congregación. Le reco-
mendaban para ellas su competencia y su seriedad. Es nombrado
asesor de la Enseñanza Religiosa de todas las escuelas de la pro-
vincia. A continuación se le nombra asesor diocesano de todas las
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21.10 Page 210

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mujeres de Acción Católica. Su lanzamiento por esos derroteros
es imparable.
En 1943 es destinado a Viedma como Director de la Casa de
San Francisco de Sales. Valía y no sabía negarse, por eso le llo-
vían las propuestas y las encomiendas. Juez presinodal del Tribu-
nal Eclesiástico y luego Director del Consejo Diocesano de Ense-
ñanza Católica.
Ya estaba catalogado como hombre de confianza en los me-
dios eclesiásticos. En Viedma todavía, y después en San Carlos de
Bariloche, las autoridades militares le requieren para confiarle la
dirección espiritual de la tropa.
En Viedma conoce y despierta una vocación extraordinaria:
don Vecchi, actualmente encargado de la Pastoral Juvenil de la
Congregación. De don Julián, a través de encuentros y breve co-
rrespondencia, da la impresión de hombre recto, intelectual e
interesado en el bien y en la vocación de los jóvenes, si bien, re-
conoce don Vecchi, el fuerte de su apostolado son ya más las
personas mayores que los niños.
En 1947 don Julián, en su recorrido por el sur de Argentina,
se encuentra en Bariloche, su etapa más lograda y de la que más
se le oyó hablar. Es Rector de la parroquia salesiana y miembro
de la Comisión Municipal de Cultura. A diferencia del paisaje de
la Pampa, sin piedras, sin árboles, sin riachuelos ni montículos
que rompen la sensación de llanura sin límites, de distancia infini-
ta, de mar en calma, Bariloche, riente y moderna, con cielo azul
velazqueño, con olivos y viñedos, desbordante de salud, de rique-
za y alegría, le daba la impresión de verse devuelto a un valle de
la montaña o a un parque de Andalucía nacido al borde de los
Andes. Allí trató con frecuencia y asiduidad a Ortega y Gasset en
sus años de exiliado con cátedra ambulante.
De Bariloche, cuatro años después, vuelve a Bahía Blanca.
Allí había pasado sus años de joven intrépido; había trabajado
con celo y eficacia reconocidos y recordados todavía. La parro-
quia en manos de los Salesianos había pasado a ser la principal,
estaba llamada a ser la sede catedralicia y de don Julián se rumo-
reaba que iba a ser el obispo de la diócesis a punto de crearse.
No era inverosímil.
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22 Pages 211-220

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22.1 Page 211

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Unos lo decían y otros lo deseaban. Don Julián, porque pen-
sara con acierto que «nunca segundas partes fueron buenas» o
porque barruntara «la jugada», puso el Atlántico por medio y se
volvió a España muy sigilosamente. Sin duda pensaba que ser
obispo es una responsabilidad más ardua que la de los cargos cu-
riales que había ejercido; que los tiempos habían rodado mucho y
Bahía Blanca ya no era el puerto de exportación de pieles y lanas
de hacía cincuenta años, la población no era en su mayoría anti-
clerical, acuciada por una prensa malsana, los sacerdotes no vi-
vían sujetos a burlas y el obispo no tenía que interrumpir su visita
pastoral entre vejámenes y hostilidades, como le había sucedido a
monseñor Aneiros. «Cuando el valiente huye, la superchería está
manifiesta», si es que lo suyo fue una huida.
La España que encontró a su regreso era muy distinta, mejor
y abonada para cualquier apostolado que se quisiera desarrollar,
aun no siendo ningún misionero «campeano». La labor que le es-
peró, al lado de la de sus anteriores años de brega, era harina de
hacer formas.
Confesor en el Colegio de Ferroviarios, luego en el Colegio de
La Paloma, donde los penitentes se presentaban en riadas y por
sí solos, Consiliario de algún grupo del Frente de Juventudes y,
por fin, la capellanía de las Salesianas de El Plantío, donde don
Julián iba a serlo todo: capellán, consultor, profesor, predicador
y maestro de espíritu. Un verdadero episcopado sin anillo y sin
mitra.
En las sobremesas y tiempos de esparcimiento, las monjas le
llamaban, entre adulación y elogio, el Obispo de El Plantío. El
aceptaba la broma sonriendo entre modesto y complacido, pero
no le repugnaba el título. Pensaría que aquellas almas inocentes le
hacían justicia. La verdad es que una feligresía más fácil y obse-
quiosa no la había tenido nunca. Ni buscada le había podido caer
mejor. Si no episcopado, muchos le habrían considerado una in-
discutible canongía.
Buen sitio, a propósito para sus aficiones de intelectual asceta,
público dócil para sus enseñanzas y abierto a su erudición y lec-
turas de alta salesianidad.
Ejercía el ministerio a plena satisfacción, rezaba, leía, paseaba,
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22.2 Page 212

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conversaba con quien daba pábulo a su locuacidad, recibía visitas,
sobre todo de salesianos y ex alumnos de la Argentina. El «pe-
ríodo argentino» había marcado su vida y guardó siempre para
los feligreses su vocación y su afecto misioneros.
«Cuando me comunicaron que el padrecito sería nuestro cape-
llán, fue para mí una gran satisfacción», dice la Directora que le
recibió. Ni ella, ni las hermanas, ni las novicias quedarían defrau-
dadas. Desde el primer momento se puso a su entera disposición,
se mostró siempre flexible a los cambios de horario y a las inicia-
tivas de sus anfitrionas, no se metió nunca en el régimen interno
de la Casa ni intervino más que cuando era requerido para aseso-
rar en algo; todas vieron siempre en él un auténtico representante
de Don Bosco y un fiel intérprete de la Madre Mazzarello, de su
doctrina y de su espíritu.
En cuanto a su bagaje cultural, podemos decir que fue un
autodidacta, de mucha y variada lectura. Culto, sin ostentación,
llegó a conocer nueve lenguas. En su mocedad fue colaborador
de las Veladas Recreativas, tan socorridas, con el seudónimo de
Júfer; era amante de la buena música, estaba al día de los acon-
tecimientos, sociales y culturales; a pesar de vivir al margen, se
interesaba por cuanto atañía a la Inspectoría o a la Congregación.
Era fiel en lo esencial y abierto al futuro; era escrupuloso en dar
cuentas del dinero que llegaba a sus manos y, a pesar de su per-
sonalidad, obedecía con notorio dominio de sí mismo. Resumimos
así el juicio que da de él su Inspector, don Cosme, sacado de la
relación que tuvo con él durante su mandato. Para muchos puede
sonar a extraño: un valor tan apreciable y tan ignorado; un tesoro
tan auténtico y tan escondido.
Tenía noventa y tres años. A la enfermedad que suponía tal
edad se unió, en los últimos días, una irremediable insuficiencia
vascular cerebral. Fue internado en la clínica de San Camilo y allí,
entre los cuidados de los salesianos del Teologado y de la Inspec-
toría y de sus fieles Hijas de María Auxiliadora, el día 8 de agos-
to, sin dolores ni agonía, falleció tranquilamente «el Padrecito».
Lo menudo de su persona, su procedencia argentina, su voz y
modales le merecieron tal apelativo.
Un antiguo alumno de Viedma decía de su última entrevista
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22.3 Page 213

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con él, bien reciente: «Menos la vista, todas las demás facultades
las conservaba lúcidas. Es muchísima la gente que le admiraba y
querrá saber de él. Haré publicar su fallecimiento en "Nueva
Provincia", que es un diario de mucha difusión en todo el Sur de
Argentina.»
Seguramente su muerte tuvo más resonancia allí que aquí,
donde don Julián no era profeta.
A Madrid no había venido más que a envejecer y a preparar
su tránsito de una manera cuidadosa, admirable. Lo confirmamos
de un testimonio suyo muy aleccionador:
«Pasó mi tiempo, Jesús; quítame el orgullo de la experiencia
que dan los años, y el creerme indispensable... Aviva mi experien-
cia, querido Don Bosco, en que, ya que me diste hasta ahora
pan, trabajo abundante, me darás el Paraíso prometido.»
Este texto no se lee en ninguna página de las Veladas Recrea-
tivas, que no tratan asuntos de tal momento. Pero merece figurar
en la literatura de memorias de salesianos egregios.
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22.4 Page 214

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AGUSTÍN PALLARES CASTANER
Sacerdote.
Nació en Sans (Barcelona) el 16-XII-1878.
Profesó en Sant Vicent del Horts (Barcelona)
el 2-IX-1900.
Sacerdote en Vitoria el 21-IX-1907.
Falleció en Mohernando el 9-VIII-1946.
Don Agustín Pallares nació en diciembre del año 1878, el día
de santa Lucía, en Sans, entonces pueblecito de Barcelona, el úl-
timo que se encontraba, yendo de Madrid, antes de llegar a la
capital catalana. Después la gran urbe lo absorbió y ahora es un
barrio populoso más de la desparramada ciudad.
La cercanía de Sarria le llevó fácilmente al conocimiento de
los Salesianos y entró como aspirante juntamente con otro her-
mano suyo. Esa doble vocación fue producto de la piedad y de la
humildad de sus padres.
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22.5 Page 215

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Hizo el noviciado en Sant Vicent deis Horts cuando no existía
más que la Inspectoría Ibérica. Allí hizo también los votos perpe-
tuos, en 1900.
Se ordenó de sacerdote en Vitoria el año 1907.
Desde entonces salió de Cataluña y todo el resto de su vida lo
pasó en Vasconia y en Castilla, pertenecientes ya a la Inspectoría
Céltica.
Estuvo por algún tiempo en las casas de La Coruña, Atocha
y Estrecho, pero la gran parte de su vida transcurrió entre Bara»
caldo y Santander.
En todas las casas por donde pasó se hizo apreciar y querer.
Era bajo, grueso, bien conformado, afable y de muy buen humor.
Tenía el cuello corto, las cejas espesas y tomaba rapé, por con-
signar un detalle secundario, pero característico. No era ésa cos-
tumbre muy común, se consideraba un poco supletorio del taba-
co. Los Reglamentos lo contemplaban expresamente y lo permi-
tían, hasta que en el Capítulo General XIX se dijo: «Tal artículo
puede sonar a propaganda del producto.» Y se suprimió. Desapa-
reció como mal menor.
Por lo que hace a don Agustín, como les sucedía a los de la
misma costumbre, presentaba a menudo el pectoral de la sotana,
el labio superior y los dedos untados de color ocre. Era la identi-
ficación y la huella del rapé! No era ninguna tacha denigrante;
por eso a don Agustín no le restó ni autoridad ni simpatía, le
hizo acaso un poco más original y abordable a los alumnos, a los
antiguos alumnos y a los feligreses que le trataban con familia-
ridad.
En Baracaldo pasó por la escala de todos los cargos, incluso
el de Director, que lo fue un año, el 1929, el año de la beatifica-
ción de Don Bosco.
En la localidad vizcaína se celebraron también con solemni-
dad las fiestas del encumbramiento del Santo a los altares. Asis-
tieron las autoridades de la provincia, don Marcelino Olaechea,
Inspector de Madrid, y don Esteban Bilbao, que a los brindis del
banquete hizo gala de la oratoria que había de hacerle tribuno de
solemnidad durante muchos años.
Don Agustín siguió en el cargo de Director a don Miguel Sal-
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22.6 Page 216

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gado, paternal y muy bondadoso. Se le despidió con pena y se
recibió con alegría al sucesor, que ya era sobradamente conocido.
Tenía gran prestigio entre el público cercano al colegio. «Don
Agustín es algo imprescindible», se decía de él.
Hay un testimonio particular, pero muy revelador de la aureo-
la de que disfrutaba: «Siempre tenía una frase de cariño, una gra-
ciosa ocurrencia que hacía nuestras delicias y lograba que deposi-
táramos en él nuestra confianza y cariño.» Ese elogio lo dice todo.
En Santander pasó también por todos los cargos y ocupacio-
nes salesianas que se pueden desempeñar: profesor, Consejero,
Catequista, Consiliario de AA.AA., encargado de la Archicofradía
y, por fin, Director. El año 1923 estaban unidos los dos colegios,
el de Viñas y el del Alta, el de arriba y el de abajo, denominación
que se extendió también a su carácter social y económico: los po-
bres y los ricos para la gente de fuera, ya que entre los Salesianos
no rigió tal diferencia. El personal cambiaba de Casa según las
conveniencias y nunca sintieron el menor prurito ni de ricos ni de
pobres. Siendo don Agustín Director del Colegio de María Auxi-
liadora, el Alta, se comenzó a publicar la simpática revistilla
«Vida Escolar». Es una fuente magnífica de conocimientos. Refle-
ja el ambiente colegial de entonces, costumbres, bastantes de ellas
perdidas, fiestas, excursiones, actuaciones del «Pequeño Clero» y
del renombrado «Batallón de Exploradores». Don Agustín se la
enviaba a don Marcelino Olaechea, como suscriptor obligado, y
el Inspector le contestaba: «Alabo la feliz idea. Veo que "Vida
Escolar", además de ser portavoz de la encantadora vida del Co-
legio, es palestra en la que hacen sus armas los futuros Peredas.»
Fruto de tal revista fue la creación de una biblioteca volante.
Los jóvenes lectores podían disponer de un abundante depósi-
to de libros por sólo dos pesetas. La fama de Menéndez Pelayo
hacía cundir el ejemplo y la afición a la lectura entre aquellos
muchachos.
El año 1925 se separaron los dos colegios y se constituyeron
comunidades aparte. La de Viñas estaba compuesta por don
Agustín como Director, don Francisco Maté, un clérigo y tres
coadjutores. En el Colegio del Alta quedaba corno Director don
Pío Conde.
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22.7 Page 217

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Años después se implantó la República, estalló la guerra y el
colegio de Viñas quedó convertido en cárcel, con la curiosa cir-
cunstancia de que el mismo Director, entonces ya don José Agui-
lar, era el Director de la prisión y tenía entre sus internos a jesuí-
tas y trapenses, los de Comillas y los de Cóbreces.
Pasó la guerra y volvió a la normalidad. Pero pocos años des-
pués, en febrero de 1942, también al modesto inmueble de Viñas
le alcanzaron las llamas del tremendo incendio y aquel mismo año
de 1942, en el mes de junio, dejaba de existir como fundación sale-
siana y pasaba a la diócesis. En esto siguió la misma suerte que su
homólogo de Salamanca, San Benito. Los dos fueron pobres, glo-
riosos, dieron mucho de sí y acabaron en las manos de la Jerarquía.
Todavía no se ha extinguido la fama que dejaron y el bien que
irradiaron desde sus viejos muros. Uno de los que más sintieron
aquel traspaso fue don Agustín Pallares, que había dejado en Viñas
algunas peripecias y muchos trabajos, entre ellos el de cocinero, que
le tocó ser durante todo un año. La economía no daba para un co-
cinero profesional. A don Agustín le tocó hacer al mismo tiempo
de Director y de cocinero, preparar las comidas y las conferencias
y «Buenas noches», las viandas y las enseñanzas.
Cuando vino a Mohernando, en el año 1943, estaba muy
quebrantado.
Venía de las playas de Santander y era un lanchón resquebra-
jado y ruinoso. Hacía agua por todas sus cuadernas. Padecía in-
suficiencia cardíaca, que le abatía muchísimo, doble hernia y dia-
betes. Con todos esos achaques no perdía la paciencia ni el
humor. Confesaba a los novicios y filósofos.
Procuraba en el delicado ministerio de las confesiones hacer a
los jóvenes y regularísimos penitentes de cada semana usuarios de
su larga experiencia y ayudarles a cobrar conciencia de que la
frontera del bien y del mal pasa por el corazón del hombre, sobre
todo cuando se está haciendo. Cuando no podía ya bajar a la
iglesia, los penitentes acudían a su habitación, un cuarto bastante
espacioso, situado al Norte, oscuro, frío y con olor a madera y a
humedad. Allí se repartían aquellas «absoluciones a domicilio».
Así el buen sacerdote mantenía la convicción de seguir siendo útil
a la Casa.
231

22.8 Page 218

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En abril de 1946 le mandaron a Carabanchel para aprovechar
la oportunidad de que le vieran los médicos de Vistalegre, amigos
del Teologado y excepcionalmente competentes.
Cuando le vieron por primera vez, en un aparte le dijeron al
enfermero acompañante: «Este Padre está muy mal. Lo que tiene
es sumamente grave. Hay muy pocas esperanzas.» Estuvo varias
semanas yendo y viniendo al Hospital Militar y sometiéndose al
tratamiento aparente. El no advertía su gravedad. Le sorprendió
en Carabanchel la fiesta de María Auxiliadora. Los superiores,
como deferencia, le invitaron a predicar el panegírico de la fiesta.
El aceptó complacido. El día anterior a la fiesta se pasó un
largo espacio de tiempo escribiendo cuartillas, con una letra
grande y temblona.
«En un sermón así se me permitirá ser más largo de lo ordi-
nario», dijo.
El sermón, efectivamente, fue largo. El auditorio, de bastante
cuidado, le escuchaba, más que con atención, con curiosidad. El
regocijo fue considerable cuando trabucó las fechas y confundió a
don Juan Austria con Juan Sobieski, «otro corazón grande e in-
flamado de amor a la Virgen...».
Fue el último sermón del que había sido bastante buscado
como predicador de Ejercicios, triduos solemnes y panegíricos de
compromiso.
Volvió a Mohernando aparentemente un poco más aliviado;
se levantaba durante algunas horas, pero a partir del día 28 de
julio retornó el peligro y fue empeorando hasta la muerte.
Algunos días antes había recibido el Viático, la Extremaun-
ción, como entonces se la llamaba, y la Bendición Apostólica: to-
dos los auxilios para la gran travesía.
El 9 de agosto, en la novena de la Asunción y en plena tanda
de Ejercicios preparatorios para la profesión, la Virgen le reclamó
para celebrar su fiesta en el Cielo y ser testigo, desde lo alto, de
la profesión de los nuevos salesianos. Al día siguiente, fiesta de
san Lorenzo, fue enterrado en el cementerio de Mohernando. El
lento y largo cortejo de novicios, filósofos y ejercitantes iba pa-
sando al lado de las eras, atestadas de mieses. Los labradores
ventilaban la cosecha a la manera de entonces: con carros, trillos,
232

22.9 Page 219

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bieldos y yuntas pesadas. Se descubrían respetuosos y guardaban
silencio.
Cuando llegaron al cementerio los acompañantes casi no ca-
bían en él: un reducido cuadradillo de tapias bajas de mampuesto
y barro. Por encima de ellas se asomaba la campiña, reseca y
dorada, la curva del Henares, los pueblecillos de la carpa de la
Alcarria...
Se recitaron los últimos responsos y se le fue dando tierra,
que eso es una auténtica sepultura.
Cerca, en torno al pueblo, una teoría de parvas, muelos y de
cosecha lograda; al pie, delante del compungido cortejo, un cris-
tiano, un sacerdote que caía en la tierra como otro grano miste-
rioso, divinamente fecundo y prometedor de otra cosecha tras-
cendente y muy larga.
233

22.10 Page 220

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LUIS CONDE Y CONDE
•i
Sacerdote.
Nació en La Portela-Allariz (Orense) el 14-ITI-1881.
Profesó en Sant Vicent del Horts (Barcelona)
el 26-111-1902.
Sacerdote en Foglizzo (Italia) el 21-VIII-1910.
Falleció en Madrid el 12-VIIM976.
«Preferiría una ancianidad corta, con
tal de no hacerme viejo antes de tiempo»
(Cicerón, De Senectute).
La mayor parte de los que hemos tratado a don Luis Conde
le conocimos ya mayor, de vuelta de Casablanca e incorporado a
la tarea de las vocaciones.
Tenemos la imagen de un don Luis maduro, activo, empren-
dedor, jovial, decidor, ojos negros grandes, inquietos y penetran-
tes tras unas gafas gruesas, y siempre con sotana y con bonete
234

23 Pages 221-230

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23.1 Page 221

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cuadrado español. Del Concilio había aceptado muy bien el uso
de las lenguas vernáculas; en cambio, no había encajado tanto la
«libertad de traje». El usó siempre el traje talar, sin puritanismos
ni alarde de integrista, pero también sin miedo ni complejo de an-
ticuado.
No sabemos qué lugar tenía en la saga de los Conde; eran
doce hermanos, de ellos cuatro clérigos, tres salesianos: don Pío,
don Daniel y don Luis.
Era la generación de los que podemos llamar «salesianos
apostólicos». No llegaron a conocer a Don Bosco, pero trataron
de cerca a los contemporáneos de Don Bosco y colaboradores
íntimos del Santo.
El primer recuerdo que guardaba era la noticia de la muerte de
Don Bosco en un periódico de Tuy. Bien poco antes de morir
recordaba a quien le asistía la impresión que le había causado a
su madre y a un corro de mujeres del pueblo. Además de la im-
presión de su madre, le quedaría a él también la suya propia.
Allariz es la puerta de Galicia y Pórtela la de Allariz. Allí na-
ció don Luis un día de marzo de 1881.
Campos de maíz, centeno, pinares y robledal fueron el escena-
rio de su infancia.
A los diecisiete años fue a Sarria como aspirante, hizo su no-
viciado en Sant Vicent deis Horts en 1902. Después del trienio, en
Sarria y en Gerona, y de la profesión perpetua, en 1905 va a es-
tudiar Filosofía a Italia-Foglizzo. Al mismo tiempo que estudia,
hace de secretario de don Rúa para la correspondencia en caste-
llano y trabaja en la redacción del Boletín en español. Lo mis-
mo que haría otro joven salesiano, don Antonio Castilla. No
fueron ellos los únicos que pasaron por esas incumbencias simul-
táneas.
Recibe la ordenación sacerdotal en Foglizzo el 21 de agosto
de 1910.
A partir de ese año comienza una actividad incesante y dila-
tada. Primero como profesor de Teología, en Sarria, por poco
tiempo; luego como parte del personal de las casas de Béjar, Sa-
lamanca, Vigo, Salamanca de nuevo como Prefecto integral —dice
él—, es decir, con el rango que tenia entonces el cargo de Prefec-
235

23.2 Page 222

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to: Administrador y celador de la disciplina general, un Vicario
sin nombre y sin atribuciones canónicas como tal. Así durante
seis años.
Como buen gallego, pagó su tributo a la emigración y en
1926 va a Nueva York como vicepárroco, para pasar después de
dos años a Tampa (Florida) como párroco ya durante siete años.
Es una lástima que no nos haya dejado sus memorias y todo
lo que podría enriquecerlas la relación de estos nueve años de
apostolado en una sociedad tan remota y extraña, con un am-
biente tan materializado y pagano y, por lo que hace a Tampa,
con un público hostil. Fue mandado allí para salvar al párroco
anterior, amenazado de muerte. La perspectiva no podía ser me-
nos halagüeña. Sin embargo, don Luis se enfrenta con aquellos
25.000 obreros predispuestos, habla con ellos, se mete en las tas™
cas y, a fuerza de paciencia, de habilidad y llaneza, se los gana y
se hace apreciar y reconocer de ellos después de años.
Don Luis era hombre de acción, no de palabra, ni escrita ni
hablada, para ponderar aquella experiencia de sus años de Nueva
York y de Florida.
¡Qué contraste, pasar de la sencilla administración del Colegio
de María Auxiliadora de Salamanca al caos de aquella sociedad
que ya entonces es algo que impone, encoge, asusta, amenaza y
seduce; un ambiente de riesgo y de caos, de ruidos superpuestos,
de silencio imposible, de superordenación y de anarquía, de droga
en que todo se vive, se sueña y se olvida; un mundo con otros
muchos mundos dentro y, para nuestra mentalidad elemental y
aldeana, una vida que imaginamos contradictoria y como una
continua pesadilla kafkiana.
Después de nueve años en tal ambiente, en 1934, ya en plena
República implantada en España, vuelve don Luis a Baracaldo y
a Vigo. Allí le sorprende la guerra, coyuntura que él no desapro-
vecha para poner en juego iniciativas y gestiones para remediar
algunas de las necesidades que se desataron: el desalojo, la emi-
gración, el hambre. Sabía bien lo que es emplearse en el aposto-
lado social y de beneficencia urgente.
No había terminado su periplo. En 1938 comienza un nuevo
período de apostolado peregrino y difícil. Ahora es en Casablan-
236

23.3 Page 223

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ca, con españoles, italianos y soldados americanos, como capellán.
Terminada la guerra civil española y en plena guerra mundial,
cuando la situación en España, en las casas salesianas, es verda-
deramente ruinosa, cuando había que comenzar de nuevo en
cuestión de casas y personal, don Modesto Bellido, nombrado
nuevo Inspector, piensa en don Luis Conde como procurador de
medios económicos. Era el hombre a propósito para la recons-
trucción. Pone en juego su conocimiento de lenguas —inglés,
francés, italiano—, su don de gentes y la experiencia de muchas
tierras y una gracia particular para ganarse la simpatía de toda
clase de personas: aristócratas, burgueses, artistas, hombres de
letras, locutores de radio... Con todos traba amistad y le abren
sus puertas y sus cuentas; le prestan su simpatía y su ayuda. Sin
dones especiales, con una gracia espontánea y un trato llano, se
las gana y se hace ayudar en su tarea de allegar recursos, unos
recursos que siempre eran necesarios y siempre eran pocos.
Donativos, becas, librería, cooperación generosa, organización
de lotería benéfica, ropero, huchas, ponían en sus manos recursos
que él hacía pasar a las del Inspector escrupulosamente. Recorría
calles, franqueaba casas y siempre se sabía a dónde iba y a qué,
aunque no lo decía, porque la reserva y la ambigüedad fueron
parte de su estrategia. Su única obsesión fueron las vocaciones.
Tenía proyectos económicos tan seguros que hubieran podido ali-
viar a las casas de las abrumadoras cuotas.
La otra parte de su estrategia era la propaganda. La había
aprendido de algún familiar experto y hacendoso. Aseguraba que,
con todo el ambiente que creíamos tener entonces en Madrid los
Salesianos, no nos conocían más que el 4 por 100 de la población.
Era necesario dar a conocer nuestra labor y hacer sonar el nom-
bre salesiano en los medios de comunicación. Muchos llegaron a
conocer nuestras obras por don Luis; otros por los amigos y co-
nocidos de don Luis.
Sólo en un año obtuvo más de cuarenta becas; vez hubo en
que algún bienhechor puso en su mano un cheque de 800.000 pe-
setas, con lo que esa cantidad suponía entonces. Fue la providen-
cia de los Inspectores durante muchos años.
Don Giraudi decía de ellos, animando a los Directores a la
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23.4 Page 224

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comprensión y a la generosidad, que el Inspector es siempre «el
gran pobre de la Inspectoría».
Seis Inspectores consecutivos encontraron en don Luis un di-
ligente proveedor y alivio para su eterna penuria.
El año 1970 celebra sus bodas de diamante, primero en Ato-
cha, asistido por los Inspectores de Madrid y León, muchos sacer-
dotes y gran afluencia de público salesiano, para quien don Luis
es ya una institución, y un mes más tarde, en la fiesta del Sagra-
do Corazón, en el Teologado de Salamanca, donde están a punto
de terminar sus estudios muchos de los beneficiarios de su labor.
Fue una fiesta emocionante. Don Luis es ya nonagenario, sus
ojos se apagan y ven con dificultad los textos de la misa, pero
todavía se sostiene bien y chispea su inteligencia para decir a
aquellos teólogos la palabra oportuna, fruto de su dedicación a la
Congregación y de un amor que viene de lejos. Su presencia y su
ejemplo valen por la mejor apología del sacerdocio cuando el
seísmo posconciliar iba a sacudir la vocación de no pocos de ellos.
«Viejo muere el cisne, pero cantando.» Don Luis tenía verda-
des y agudezas que decir hasta sus últimos años. Bien se lo cele-
braban en la comunidad inspectorial los que le abordaban para
saludarle y a quienes él tenía que esforzarse en reconocer, y los
novicios de Mohernando, con quienes solía pasar temporadas en
los veranos. Le entretenían con su compañía, jugaban a las da-
mas —su eterna afición— y se entretenían oyendo sus peripecias
y anécdotas numerosas de su vida, a pesar de que no abrigó nun-
ca aire de abuelito ingenuo, narrador y repetitivo. Contaba, pero
sin empaque y sin referir las mismas peripecias. No era el viejo
decadente que pasa sus últimos días haciéndose perdonar su pre-
sencia. Se sentía a gusto y seguro de la consideración y el cariño
que le rodeaban. Se lo tenía bien ganado.
El año 1976, a los pocos días de llegar a Mohernando, se
siente mal; le trasladaron a una clínica de Guadalajara, después a
Madrid, en la imposibilidad de remontar la crisis. Allí, fortalecido
con los auxilios espirituales a punto de ser trasladado a la-Casa
Inspectorial, el día 12 de agosto, sin espasmo ni agonía dolorosa,
expiró.
Así acaban noventa y cinco años de vida lúcida, serena y
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23.5 Page 225

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andada toda ella por los caminos del bien. «No tengo enemigos»,
solía decir. No tenía por qué tenerlos.
La repercusión de su muerte y el funeral demostraron bien
claramente lo contrario. El hombre abierto a tantos horizontes, el
religioso cumplidor, el sacerdote celoso y apostólico, el confesor
de tantos penitentes, la seguridad de haber vivido haciendo el
bien, buenamente y como se le ofrecía, eran motivos para sentirse
tranquilo y bienquisto de todos. Dejaba a muchos salesianos la
pauta de su vida, el camino que él había seguido.
«Fortúnate senex», se podía decir de él, «tua rura manebunt».
Afortunado viejo, tus campos continuarán tan acertadamente la-
brados como tú los dejaste...
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CARLOS MORETÓN PUIG
Sacerdote.
Nació en Ciudad Rodrigo (Salamanca) el 5-III-1929.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 6-1-1947.
Sacerdote en Salamanca el 29-VI-1960.
Falleció en Madrid el 14-VIII-1978.
Moretón, como se le llamaba comúnmente, nació en Ciudad
Rodrigo y creció en Béjar, al calor de una familia numerosa
—eran ocho hermanos— y del colegio salesiano, que venía a ser
otra familia.
El aspirantado lo hizo en Astudillo, en los últimos años de
don Pedro Olivazzo y los primeros de don Julián Ocaña.
Tenía la cara sonrosada y sonriente, el pelo ondulado, inteli-
gencia normal y buen temperamento. Vestía con cierto atilda-
miento y se le notaba el buen paño de Béjar.
No encontró dificultades ni en el aspirantado ni en el novicia-
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23.7 Page 227

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do. Terminado éste, en Mohernando, y bajo la dirección de don
José Arce, por falta de salud no pudo profesar. Prolongó el novi-
ciado y profesó el día de Reyes de 1947. De los dones de los san-
tos personajes le correspondió la mirra: el sufrimiento, que le ace-
chaba y comenzó a probarle bien pronto, apenas terminado el
primer año de Filosofía. Se incubó en la joven comunidad —no-
vicios y filósofos— un foco de infección.
Hubo que hacer pasar a los estudiantes por un reconocimiento
sanitario.
Eran cerca del centenar. Se detectaron varios casos de afecta-
dos. Rara era la expedición en que no aparecía alguno. Se espe-
raba la vuelta y los resultados con ansiedad. Parecía un sorteo
fatídico. El día que le tocó a su grupo, al regreso, don José, en
tono de consternación, espetó el diagnóstico: «Moretón, una
hermosa caverna.» Lo de hermosa era una manera de decirlo.
La enfermedad vitanda no dejaba lugar a dudas. En seguida
vino el aislamiento, la hospitalización y el penoso rodar durante
varios años por hospitales y sanatorios. Mientras estuvieron en
Guadalajara él y algún compañero más de enfermedad, se man-
tenían en comunicación con la casa salesiana. Recibían visitas de
superiores y compañeros, se les mandaban módicas provisiones,
programas de fiestas y se los mantenía al tanto de la marcha de
la comunidad, que se sentía muy sintonizada con ellos. Eran los
hermanos enfermos y mimados. Contaban además con las delica-
dezas de sor Mercedes y sor Francisca, dos monjas que les prodi-
garon atenciones sin cuento y fueron para ellos, más que Herma-
nas de la Caridad, madres.
Las siguieron recordando y distinguiendo como a sus madri-
nas de enfermedad.
La juventud y la índole de aquellos muchachos hacían de ellos
unos enfermos privilegiados y más atendibles.
Carlos continuó su tratamiento en el sanatorio de Valdelatas
(Madrid). Allí sufrió una aparatosa operación de plastia y le fue
extirpado un pulmón. Esa disminución la acusaría toda la vida en
la insuficiencia respiratoria que le quedó.
Las enfermedades, sobre todo éstas, largas y sombrías, suelen
marcar a los pacientes. Son muchas horas de pesadumbre y de
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23.8 Page 228

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soledad que suelen entibiar las vocaciones más decididas. Con
Moretón no pasó así.
Ni perdió su nativa jovialidad ni desaprovechó el tiempo, de-
masiado largo, en que tuvo que permanecer postrado. Casi le
ofreció oportunidad para despertar alguna habilidad que, en cir-
cunstancias normales, acaso no hubiera podido cultivar. «Non
poetor, nisi si podager» («No hago versos más que cuando estoy
con reúma»), dice el humorista latino.
Moretón aprovechó aquel ocio forzoso para leer, imponerse
en materia de misiones, mandar colaboraciones a la revista de
don Hiscio y hasta escribir alguna obra teatral que luego se re-
presentó en escenarios salesianos.
Hizo la Teología en Carabanchel y se pudo ordenar de sacer-
dote el 29 de junio de 1960, varios años más tarde que sus com-
pañeros de noviciado. Su sacerdocio llegaba bien maduro.
Pasó dos años en el Paseo de Extremadura, trabajando en sa-
lesiano y en misionero. Con una salud sólo relativa, los chicos,
sobre todo los pequeños, le veían bondadoso, alegre, comunicati-
vo, propagandista de misiones, aficionado al Atlético de Madrid
y gran filatélico. Todas estas cualidades les impresionaban bien y
los hacían quererle.
Del Colegio de San Miguel Arcángel pasó a la Procura Mi-
sionera, cuando todavía se desenvolvía a la sombra de la S.E.I.
Como ya era conocida su afición y su vocación misionera, entró
como colaborador de don Hiscio y preconizado a sucederle. Es-
taba en su elemento: podía satisfacer su curiosidad misionera,
ejercer sus cualidades literarias y hacer apostolado hasta donde se
lo permitían sus alcances físicos.
La Procura Misionera cambió de sede y la revista dejó de
aparecer con el modesto nombre de «Suplemento del Boletín Sa-
lesiano». Por su contenido, su corte y su estilo, más que «Juventud
Misionera» debía llamarse «infancia».
En el número 150 figura Carlos Moretón como nuevo Director
de la Revista. Don Hiscio le presenta así a los lectores: «...Joven
con bríos, sabrá dar a nuestra querida revista de misiones un tinte
de amenidad y belleza superior al que ha tenido en estos últimos
años.» Desde entonces, Carlos se convirtió en Director, redactor
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23.9 Page 229

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jefe y administrador de la revista. Se industriaba para sacar origina-
les, dibujos, jeroglíficos, estadísticas y todo el material que daba a la
publicación novedad, amenidad e interés. Los jóvenes lectores la
esperaban y la leían con avidez. Hizo ambiente misionero en co-
legios de chicos y chicas y aumentó el número de suscripciones
hasta 16.000.
La Procura remontó el vuelo, saltó del Parque de La Elipa al
Parque del Oeste, se modernizó hasta lo insospechable, la revista
creció en las mismas proporciones y lleva camino de ser una pu-
blicación puntera. A Moretón le cabe el mérito de haberla man-
tenido en su «edad media», a pesar de que los recursos de que
disponía eran incomparablemente más modestos.
Mantuvo el fuego misionero, que es una constante de la Con-
gregación, como fue un afán permanente en la inquietud apostó-
lica de Don Bosco.
Fue un misionero de afición y de curiosidad por todo lo refe-
rente a las misiones. Más de algún misionero de los que pasaban
por la Procura se quedó admirado de lo informado que estaba en
asuntos misioneros.
«Pero no basta saber; cumple el hacer», también en eso; fue
misionero de vocación y de hecho y, aunque en la retaguardia en
que se vio obligado a moverse, con su único pulmón alentó a
muchos colegiales a interesarse y entusiasmarse con las misiones.
A su afición y comportamiento misionero unía también su
dilección por la liturgia. Su fina sensibilidad se reflejaba en esa
doble manera: el trato con Dios y la inquietud por las almas.
Llevaba en la Procura catorce años, casi la totalidad de su
sacerdocio. En el verano de 1978 vino a hacer Ejercicios a Mo-
hernando. Ocupó, por cierto, la misma habitación en que estamos
redactando estas notas. Al terminarlos recogió sus enseres, cambió
algunos comentarios con el ocupante siguiente y, muy animoso,
vestido con sotana y dulleta, a pesar del calor del día —no le co-
nocimos nunca otra indumentaria—, salió para Béjar con inten-
ción de pasar unos días con la familia.
Fueron bien pocos. Contra todo lo que se podía esperar de
los aires de Béjar y el descanso entre los familiares, su enferme-
dad, la insuficiencia respiratoria y la secuela de «la hermosa cavi-
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23.10 Page 230

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dad» de años antes cobraron un cariz alarmante. A toda prisa le
trajeron a Madrid y, aunque en la clínica de San Camilo pareció
en algún momento que había logrado superar la congestión pul-
monar, un fallo del corazón puso fin a la vida del valiente pro-
misionero. Le rodeaban algunos salesianos y su madre, que no se
separó de él desde que se declaró la gravedad. Mal trance para
una madre, que en poco más de un año era el tercer hijo que veía
morir. Viéndola a ella podía hacerse verdadero el triste refrán:
«Madre, ¿qué cosa es casar? Casar es hilar, parir y llorar.» Que
sea el suyo un llanto muy consolable y premiado.
Era la tarde del 14 de agosto, con el verano llegando a su
cénit y la fiesta de la Asunción en plena víspera. ¡Qué buena tarde
para morir!
Dejándose llevar de un lenguaje fácil y piadoso, se diría que
la Virgen quiso asociarle a su cortejo de acompañamiento hacia
el Cielo.
En sus lecturas, Carlos Moretón habría encontrado alguna vez
la oda de fray Luis de León a este misterio de la Virgen, y en ella
la estrofa de la súplica anhelante:
«Al Cielo vais, Señora,
y allí os reciben con alegre canto.
¡Ay quién pudiera agora,
asido a vuestro manto,
subir con Vos también al Monte Santo!...»
244

24 Pages 231-240

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24.1 Page 231

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PEDRO AMOR MARTIN
Clérigo.
Nació en El Casar de Talamanca (Guadalajara)
el 5-IIM949.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1967.
Falleció en Vinuesa (Soria) el 20-VIII4969.
Que sepamos, desde que se fundó el Filosofado salesiano de
esta Inspectoría, por el año 1948, en San Fernando, no había
muerto ningún estudiante. Aun ahora sólo hay que lamentar una
defunción, la de Pedro Amor, y eso fuera de Guadalajara y no
por enfermedad. Señal de buena salud en los estudiantes y de
buena administración en los dirigentes.
Morir en plena juventud, casi en la adolescencia, en vacacio-
nes y al final de una excursión no dejan de ser circunstancias la-
mentables.
En Guadalajara, desde que se estableció allí el seminario de
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24.2 Page 232

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Filosofía, en el año 52, desgajado ya de la «simbiosis» en que los
primeros años estuvo con el Colegio de San Fernando, los filóso-
fos se sentían a gusto. La casa era propia, nueva y, aunque mo-
desta de dotación y con nada de confort, como las exigencias de
chicos y grandes eran pocas, se podía vivir con desenvoltura y
hasta con alegría. La vida transcurría, también aquí, «pacífica y
tranquila, monótona y serena». Sobre todo, pacífica, en paz, que,
según la definición escolástica, supone «tranquilidad en el orden».
Cada cual estaba en su sitio y en su función, con libertad y en
respeto a los demás.
En los veranos, a partir del año 1955, se logró proporcionar a
los jóvenes salesianos unas semanas de estancia en El Rollo. Por
unos días perdían de vista el adusto paisaje alcarreño, la ciudad
de Guadalajara, que entonces no era más que un verdadero po-
blachón castellano-manchego, y lo cambiaban por un valle visto-
so, recogido y acogedor: el de El Rollo, en la provincia de Soria,
con vistas a la cordillera Ibérica, al Duero, a la ermita de la Vir-
gen del Castillo. Era un recinto acotado para veraneo de semina-
ristas y familias patriarcales.
Por unos días daban de mano a los estudios de Filosofía, las
Matemáticas y el Griego y se aplicaban a quehaceres más relaja-
dos, a lecturas formativas y a los versos de Bécquer, Machado y
Gerardo Diego...
Volvían renovados y felices. Habían dado largas caminatas y
se habían chapuzado en el Chorrón y en el Duero, todavía joven
por aquellos parajes.
Así un año y otro, hasta el 66. Todo cambió, de repente, con
el suceso de que nuestro recordado joven fue protagonista.
Las vacaciones habían transcurrido con la rapidez y fruición
de todos los años. Se organizó la excursión final, que solía ser
ambiciosa y cada año un poquito más sonada y comentable. El
puerto de Santa Inés, los Picos de Urbión y el regreso, por Cova-
leda y Vinuesa, tierra de lejanías y de pinares inmensos. Un po-
quito cansados, pero satisfechos, la tarde del 20 de agosto se iban
acercando al lugar de partida. Pedro venía un poco más rezaga-
do, acompañando y ayudando a otro excursionista, más lento y
con los pies dolidos. Según parece, hablaban de sus temas semi-
246

24.3 Page 233

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narísticos, de los lances de aquellos días y de cuando en cuando
se paraban y dirigían la mirada en torno. Pedro traería en sus
pupilas reciente la imagen de la Laguna Negra y en la memoria
los versos del romance de Alvargonzález, hundido trágicamente
en sus aguas frías.
Faltaban cinco kilómetros para llegar a El Rollo. A la altura
del pantano de La Cuerda del Pozo vieron a unos compañeros
que se les habían adelantado y estaban, muy bulliciosos, jugue-
teando con una balsa. Pedro sintió ganas vehementes de llegar
hasta ellos y, sin pensarlo más, se lanzó al agua. Cansado y sudo-
roso como venía, la reacción fue violentísima, fulminante. Una
congestión total, como una sacudida, una descarga maléfica, pa-
ralizó todos sus órganos: cerebro, pulmones, corazón, intestino,
según la autopsia. Como si de pronto se hubiera convertido en
plomo. Todavía parece que hizo algunos gestos extraños e inco-
herentes. Los compañeros lo advirtieron y acudieron a prestarle
socorro, pero era tarde. No lograron dar con él siquiera. Después
de muchas gestiones y pesquisas, enviados especializados de Za-
ragoza lo encontraron hundido en el lodo del fondo, a siete
metros.
Todo lo que siguió es de imaginar y lo refirió de una manera
bien larga y sentida en la carta mortuoria don José Luis Bastarri-
ca, su Director.
Le enterraron en El Casar de Talamanca, su pueblo, en la
campiña, cerca de Madrid. La ceremonia fue una demostración
emocionante. Los habitantes de El Casar conocían ya a los estu-
diantes salesianos desde otra ocasión bien distinta. Habían estado
celebrando la fiesta de la Asunción años antes. Habían cantado
una misa solemne, una procesión bajo un sol de fuego, comida
familiar y por la tarde, en un escenario improvisado, en la plaza,
habían reído a placer con la representación de dos saínetes: El
médico a palos y Hambre atrasada.
Ahora todo era bien distinto. Veían a muchachos parecidos,
silenciosos, acongojados, porfiando por relevarse en la conduc-
ción del cadáver a hombros.
Observaban y hacían sus comentarios: «Todos quieren llevar-
247

24.4 Page 234

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le. ¡Cómo le querían!» Y era verdad, no era un golpe de emotivi-
dad momentánea.
Pedro se había hecho acreedor a ese afecto. Parece que Dios
llama siempre a los mejores.
Era afable, de semblante apacible, de trato pacífico, volunta-
rioso, sacrificado y servicial con todos.
El cargo de despensero y otras encomiendas que se le confia-
ron le dieron ocasión para demostrar esas cualidades personales.
No siempre se dan, aún en los buenos y escogidos. A juzgar por
otros testimonios y por su diario íntimo, Pedro era excepcional. Lo
debería a su educación familiar y a esas condiciones que se tienen
por herencia, pero también lo secundó con su esfuerzo particular
y su trabajo de formación en serio.
«A mí, antes que un buen profesor, buen literato, buen predi-
cador, crítico de cine o deportista, me interesa ser piadoso. Vivir
en Cristo y su amor. Esto sólo me interesa.» No tuvo tiempo de
desmentir tan admirable disposición.
Parece que había presentido su fin. Si no, ¿cómo se explican
aquellas otras palabras de su diario? «Me puedo morir en cualquier
hora, de repente, en un accidente; por ello he de estar preparado.»
Esperamos que la presunción se cumpliera en los dos extre-
mos, en lo de la muerte y en lo de la preparación.
Pedro... Amor..., dos palabras que recuerdan la pregunta de
Jesús al Apóstol a orillas de otro lago: «Pedro, ¿me amas?» Se la
recordaría a él, a sí mismo, en momentos de reflexión y más de
una vez tendría que oír de otros la fácil ilación. En el momento
del encuentro definitivo, alegando el desarrollo de su vida limpia,
ordenada, los sentimientos de más de algún momento de fervor y
su diario espiritual, bien pudo hacer suya la contestación de su
santo homónimo: «Señor, Tú lo sabes todo... Tú sabes, Señor,
que he querido amarte...»
248

24.5 Page 235

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GUILLERMO GIL CALVO
Coadjutor.
Nació en Madrid el 31-VIII-1854.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 7-XII-1904.
Falleció en Carabanchel Alto (Madrid) el 31-VIII-1935.
Cuando los aspirantes del Paseo de Extremadura, al principio
de los años treinta, íbamos a la Casa de Carabanchel, en ocasio-
nes de paseo extraordinario o vacaciones, veíamos por los jardi-
nes y por el patio a un señor de edad, bajo de estatura, calvo,
con la nariz prominente y un guardapolvos oscuro. No imaginá-
bamos que bajo aquella apariencia sencilla, de lego sin nombre, se
ocultaba un gran señor: don Guillermo Gil.
Su vida y su figura está muy vinculada a la historia de la Ins-
pectoría Céltica y, sobre todo, a la Casa de Carabanchel, tan be-
nemérita.
249

24.6 Page 236

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La vida de don Guillermo tiene dos etapas: la civil y la reli-
giosa.
Nació el año 1854, el año de la definición del dogma de la
Inmaculada. En España eran los años de la vuelta de Espartero y
el Gobierno de O'Donnell, en el reinado de Isabel II, años de
liberalismo. Los padres de don Guillermo vivían en Loranca de
Tajuña (Guadalajara). Se trasladaron pronto a Madrid e hicieron
fortuna. En plena Puerta del Sol instalaron el café-bar Levante.
De los tres hijos que tenían, Guillermo estudió Farmacia en la
Universidad Central. A los veintiún años contaba con título de
licenciado. Por unos años mantuvo abierta una farmacia y ejerció
esta profesión, que, según una dedicatoria de Moratín: «A la
ciencia de Hipócrates unida / prolonga los instantes de la vida.»
No sabemos por qué, al cabo de unos años cambia de rumbo,
deja la farmacia y se matricula en la Escuela Superior de Diplo-
mática. En 1888 termina los estudios de esta especialidad, por
cierto con notas brillantes de sobresalientes y notables, gana unas
oposiciones en el Cuerpo de Archivos, Museos y Bibliotecas y se
le asigna una plaza de funcionario del Ministerio de Educación
Pública en el Museo Arqueológico Nacional.
Tiene un sueldo de 1.500 pesetas anuales. Posteriormente es
destinado al Museo de Reproducciones Artísticas, con ascenso de
categoría y subida de sueldo, que ahora son 2.000 pesetas. Por
fin, el año 1891 es nombrado Secretario del Museo Arqueológico
Nacional. Su carrera, por tanto, en este campo es rápida, ascen-
dente y brillante. Cesa a petición propia en esta etapa de su vida
profesional, un poco por motivos de salud y otro poco por moti-
vos de vocación, que no acababa de encontrar en los ambientes
de la intelectualidad y de la burocracia.
Entretiene estos años en cuidar su salud, vivir de sus rentas,
atender a su familia, trabajar en las Conferencias de San Vicente
de Paúl y llevar, casi a su cuenta y expensas, el Patronato de
Valle Hermoso, una obra cuasi salesiana.
Son los años finales del siglo. A España no le van bien las
cosas, ni las de fuera ni las de dentro. Por un lado, decadencia,
pérdidas y derrumbamiento; por otro, desconcierto y pesimismo.
Don Guillermo vive al margen de esos avatares y trata de orde-
250

24.7 Page 237

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nar definitivamente su vida y dar cauce a sus inquietudes de per-
fección y de apostolado. Las circunstancias y su confesor, el jesuí-
ta padre Cadenas, le despejarán el camino y le darán la solución.
En 1899 don Rúa visita por primera vez España y las casas
salesianas que ya están funcionando en la Península. Son pocas y
están muy esparcidas. Han ido surgiendo al azar y al albur de un
ofrecimiento o de una demanda de buena voluntad.
El Nuncio le expone la necesidad y el ruego de hacer una
fundación en Madrid.
Con ese intento viene destinado a la capital don Ernesto
Oberti, a la sazón Director de Utrera. Muy obediente y muy acti-
vo, comienza a echar los cimientos de la Inspectoría. Ya existen
las casas de Santander (Viñas), las dos de Vigo, Baracaldo, San
Benito (Salamanca) y Villaverde de Pontones. Todas forman par-
te de la Inspectoría Ibérica, la única que existe todavía; todas son
pequeñas, pobres, viejas y nada acomodadas para casas de for-
mación. Es la gran preocupación de don Ernesto, que ya ha esta-
blecido su cabeza de puente en Madrid con el Oratorio de Atocha.
Una Inspectoría sin casas de formación es una casa sin despensa
ni cocina. Don Guillermo le va a dar la solución, una solución
llovida. Antes ha conocido la Obra de Atocha. Es exactamente lo
que él buscaba para su Patronato de Valle Hermoso; entabla
trato con don Ernesto y ve en él hombre a su medida: celoso,
activo, delicado de modales y señor. Se le entrega sin reservas. En
Carabanchel Alto hay una finca disponible, la del marqués de
Reparaz. Es lo más apetecible para noviciado. Don Guillermo
adelanta el importe: cien mil pesetas, y lo que parecía un sueño
para un Inspector se hace realidad. En 1902 se adquiere la finca,
hermosa, amplia, sana, con agua abundante y restos de una man-
sión señorial que era. La erección canónica como Noviciado data
del 22 de diciembre de 1903.
Don Aniceto Sanz la describe con detalles de buena memoria
y palabra abundosa.
Comienzan inmediatamente las obras de adaptación y amplia-
ción, pensando en acoger allí a los novicios y cuanto más perso-
nal en formación pudiera caber. Son 17.000 metros cuadrados
ampliables. Las posibilidades que ofrece son impredecibles. Bien se
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24.8 Page 238

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ha comprobado al cabo de ochenta y cinco años. ¡Cuántas solu-
ciones ha dado Carabanchel! ¡Qué inversión tan rentable la que
hizo don Guillermo, que además de ofrecer el dinero para la
compra del inmueble, se entregó a sí mismo! ¡Bendita dádiva y
bendito donante!
En 1903, decidido ya a hacerse salesiano, marcha a Villaverde
de Pontones y comienza el noviciado, que terminará en 1904 en
su Carabanchel, una vez ultimadas las obras. Hace su profesión
trienal el día 7 de diciembre de ese año, víspera de la Purísima y
una fecha de tanta significación salesiana. Un argumento más pa-
ra poder decir con Don Bosco: «Todas las cosas buenas nos han
sucedido en un día dedicado a la Virgen.»
Todo había salido a pedir de boca. La Congregación en Ma-
drid había entrado con pie derecho. Sólo había una sombra en
este conjunto de luces: la ausencia de don Ernesto Oberti, que
tanta ilusión había puesto en el proyecto. Había muerto precisa-
mente el 28 de octubre, en Roma, adonde tuvo que retirarse los
últimos meses, víctima de un cáncer de hígado. Se inauguró ofi-
cialmente la Casa el mismo día 8 de diciembre de 1903, bajo la
presidencia de don Ramón Zabalo, el nuevo Inspector.
Así comenzó la actividad de Carabanchel y la vida salesiana
de don Guillermo.
Esta había de tener menos variaciones que la Casa. Toda se
deslizará entre Carabanchel y Campello. Bien pocas casas y bien
pocas cosas. Con ellas tuvo bastante para labrarse la talla que
adquirió y que todos los que le conocieron le reconocen.
De su figura moral han tratado extensamente don Enrique
Sáiz en la carta mortuoria, don Aniceto Sanz, don Basilio, don
Ángel Martín y don Eduardo Diez. Le conocieron personalmente
o le estudiaron a fondo. A sus testimonios nos remitimos.
Estuvo don Guillermo en Carabanchel desde el año 1904 has-
ta 1911, en que unas dolencias de erisipela y artritis recomenda-
ron el cambio a Campello, por las condiciones del clima.
La quema de conventos del mes de mayo de 1931 le obligó a re-
gresar a Madrid. Allí continuó hasta el fin de su vida, que ocurrió
el 31 de agosto de 1935, año de turbulencias, intermedio entre la
revolución de Asturias y el comienzo de la guerra civil. Sus ocu-
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24.9 Page 239

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paciones materiales, la ayuda a la Administración en los dos si-
tios, el trabajo del Oratorio Festivo, por no perder su antigua
afición, preparar el comedor de los Salesianos, despachar el co-
rreo y poco más. Pero todo lo hacía con sumo esmero, con la
meticulosidad y la perfección que había puesto antaño en los
preparados de farmacia. Los superiores estaban seguros de que
cualquier cosa que le encomendaran, la haría a perfección. Los li-
bros de cuentas eran un modelo de claridad y de orden. El Ins-
pector de Valencia se los pedía para presentarlos a los Adminis-
tradores como modelo de contabilidad en balances y resúmenes
de cuentas.
Con solicitud y paciencia se derrochó en los Oratorios de Ca-
rabanchel y Campello. Aquí tuvo sus decepciones, pues, cuando a
sus pupilos no les gustaba la película del día, a veces se le amoti-
naban y decían en plena proyección a coro destemplado: «Este
cin no val res.» «Que nos retornen los diners.» Y eso que habían
entrado gratis.
Nunca se valió de las benemerencias que tenía ante la Congre-
gación. Estaba desprendido de todo desde que había dado el gran
pasó de romper con el mundo y entrar en la vida religiosa. Había
madurado bien la decisión y se había aplicado a sí mismo el texto
de santa Teresa: «¡Cómo sois Vos el amigo verdadero y nunca de-
jáis de querer a los que os quieren! ¡Qué delicada y pulida y sa-
brosamente los sabéis tratar! Todas las cosas faltan; Vos, Señor
de todas ellas, nunca faltáis.» Estaba tan convencido de ello que
nada de su vida en la sociedad se le había adherido.
Hasta las visitas de amigos y parientes le molestaban y las
rehuía.
Su humildad le llevó hasta renunciar a las órdenes mayores y
al sacerdocio, por más que le instaban a ello y le daban segurida-
des de buen resultado.
No pasó de las órdenes menores, como entonces se llamaban,
y del subdiaconado. Aun a esos grados renunció al final de su
vida y se redujo a sí mismo al estado laical. Prescindió de la so-
tana, incluso, y se quedó como simple coadjutor.
Con los superiores era respetuoso, tímido incluso; con los
hermanos era atentísimo y delicado; con todos, sobre todo si eran
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24.10 Page 240

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pobres, caritativo, servicial y generoso. En la carta mortuoria de-
cía don Enrique, como resumiendo, la solidez de su virtud, que
era «una virtud a prueba de bomba». La expresión, traducida al
italiano, tal vez fuera un poco desentonada y extraña. El caso es
que en alguna comunidad suscitó sorpresa e hilaridad: «A prova
di bomba», repetían con regocijo...
Puede ser que la expresión no resultara muy literariamente
acertada, pero era gráfica y, en el fondo, exacta.
El día 27 de agosto de 1935 había hecho vida enteramente
normal. Por la noche había apuntado los gastos y cobros del día,
había dejado a punto el correo para echar al día siguiente y había
cambiado algún donaire con el aspirantito que le ayudaba. Subía
la escalera de la residencia para retirarse a descansar. De pronto
nota algo extraño: como un vahído, y se le nubla la vista. «No
veo», llega a decir al salesiano de al lado... Y son las últimas pala-
bras que pronuncia. Cae en un sopor del que no se despierta, por
más que acuden a auxiliarle y llaman solícitos a un médico y a
otro. A las cuarenta y seis horas expiraba, sin haber recobrado el
conocimiento. No fue una muerte repentina, pero menos aún una
muerte imprevista e impreparada. Don Guillermo estaba prepara-
do para morir en cualquier momento. Su confesor dijo de él «que
era uno de esos penitentes privilegiados de alma transparente, fren-
te a los cuales el sacerdote se siente demasiado pequeño, como
junto a un gigante».
El funeral lo presidió don Marcelino Olaechea, compañero
suyo de noviciado y novicio fundador de Carabanchel. Estaba ya
electo Obispo de Pamplona. Fue un honor postumo para don
Guillermo. «A tal señor, tal honor.»
Murió a los ochenta y un años, el día 31 de agosto, el mismo
día que había nacido.
Buen contable, como había demostrado ser durante tantos
años, también esta cuenta le cuadró a perfección.
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25.1 Page 241

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SEPTIEMBRE
Día Año Condición Nombre y apellidos
5 1972 Sacerdote Francisco MATE SENDINO
5 1975 Sacerdote Esteban RUIZ GONZÁLEZ
16 1984 Sacerdote Modesto CONDE BUSTIELO
21 1938 Clérigo Amador PEÑA MARTÍNEZ
27 1978 Sacerdote Juan CASTAÑO GABRIEL
Edad Página
76 257
77 296
78 270
24 275
82 280
255

25.2 Page 242

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FRANCISCO MATE SENDINO
Sacerdote.
Nació en Tortoles de Esgueva (Burgos) el 9-VIII-1896.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1915.
Sacerdote en Segovia el 20-XII-1924.
Falleció en Madrid el 5-IX-1972.
Murió el 5 de septiembre de 1972 después de varios meses de
enfermedad y de tratamientos prolijos en hospitales y clínicas.
Su naturaleza era vigorosa; no conoció la enfermedad ni las
medicinas en muchos años. El lo sabía, hasta hacer de ello cierto
ingenuo alarde y mantener una obstinada aversión a todo recurso
medicinal.
Pero en los últimos meses una cirrosis hepática, unida a una
progresiva arterioesclerosis cerebral y alguna dolencia más, fueron
minando su vitalidad y alteraron su lucidez.
Por más que en un principio tratase de disimularlo, por ente-
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25.3 Page 243

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reza y por virtud, todo se iba acusando visiblemente: en el decai-
miento físico, algunas disculpables incoherencias, la pérdida de su
habitual buen humor, la desgana y el frío, tristes mensajeros de
un final que se hacía inevitable, que él presentía y confesaba
cuando, con sonrisa entre resignada y melancólica, decía: «... esto
se acaba...» A primeros de mayo se le trasladó a una clínica, la
primera que iba a recorrer en penoso viacrucis.
Su organismo, reacio a toda medicina, terminó pagando tribu-
to a toda clase de ellas y tuvo que resignarse a las más humildes
ayudas.
Su buen ánimo y una memoria que conservó despierta para
recordar lecturas, anécdotas y aleluyas hasta el final, hacía de él
un enfermo decidor, entretenido y ocurrente ante los enfermeros
y acompañantes.
Entre las curas y remedios que se le prodigaban, no siempre
cómodos, deslizaba comentarios y citas como ésta, muy de su re-
pertorio:
«Ser vieja la casa es esto.
Voile poniendo puntales,
porque no caiga tan presto.»
Todos celebraban lo oportuno de la aplicación, y él continua-
ba la glosa de su precario estado:
«Mas todo es vano artificio,
pues pronto, dicen mis males,
han de acabar los puntales
y allanarse el edificio...»
Esto sucedió la noche del 5 de septiembre.
Tres semanas antes había celebrado su última misa en com-
pañía del señor Inspector, don Emilio Alonso, en la misma habi-
tación del hospital.
La siguió con mucha atención y fervor y durante ella, cele-
brada en tan duro trance, bien pudo sentirse al mismo tiempo
sacerdote y doliente oblata.
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25.4 Page 244

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Cuando se le propuso recibir la Unción de los Enfermos no se
inmutó lo más mínimo.
—Naturalmente —dijo—. ¿Qué menos...?
Asintió con toda conciencia y siempre secundó con gusto las
insinuaciones que se le hacían para besar el crucifijo, repetir al-
guna jaculatoria o completar una oración. Esto sucedía la misma
tarde del día 5, cuyas horas iban pasando lentas, interminables,
con la sola compañía del Director de la Casa y una hermana suya.
De cuando en cuando entraba alguna enfermera, algún médico,
que se asomaban, hacían alguna observación y desaparecían,
abandonándole a su suerte.
La última vez que entró el médico de guardia fue para consta-
tar que estaba muerto. Así se lo expresó, en tono grave y breve,
al perplejo Director y a la acongojada hermana. Una enfermera
la hizo salir de la habitación para que no presenciase las manio-
bras del amortajamiento.
La capilla ardiente se instaló en uno de los mortuorios del
hospital, poco acondicionados, estrechos y con luz de sótano.
Llovía copiosamente y la lluvia caía ruidosa y restallante sobre
las losas del patinillo. Todo hacía más lúgubre el velatorio.
El funeral «corpore insepulto» se celebró en la capilla del cole-
gio Santo Domingo Savio. Además de los familiares, estaban pre-
sentes salesianos de Madrid, las Hijas de María Auxiliadora de
Emilio Ferrari, amigos de'la Casa, fieles de la parroquia y pocos
alumnos, porque el curso no había comenzado todavía.
El señor Inspector, don José Antonio Rico, en una de sus
primeras actuaciones, presidió y pronunció la homilía. Resaltó las
buenas cualidades de don Francisco: «... hombre sencillo, servi-
cial, alegre y comunicativo siempre...»
A mediodía se le dio sepultura en Carabanchel Alto. Allí,
muy cerca de donde había nacido a la vida salesiana, junto a una
veintena de hermanos, que de entonces acá ha aumentado, des-
cansa don Francisco, callado y quieto él, que en el ambiente fa-
miliar salesi'?,no llevó fama de locuaz y viajero. Era conocida la
afición de don Francisco a viajar en trenes mediocres y lentos
para prolongar más el viaje.
Había nacido en Tortoles de Esgueva (Burgos), tierra de ce-
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25.5 Page 245

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reales y de buenas vocaciones. Sus padres eran maestros. Los
perdió muy niño en un pueblecito de la Tierra de Campos. Huér-
fano, a los once años entró en la Casa de Santander como cole-
gial y aspirante.
Hizo el noviciado en Carabanchel, la Filosofía en Campello y
la mayor parte de la Teología, igual que otros compañeros suyos
y como buenamente pudo, en las casas. «Una Teología de seca-
no», diría modestamente, con símil labrador.
Apenas ordenado sacerdote, fue enviado a la Casa de Lóngo-
ra (La Coruña), como Encargado.
Durante los años de la guerra fue Director de la Casa de San
Benito (Salamanca).
La mayor parte de su vida activa la pasó desempeñando el
cargo de Prefecto en las casas de Santander, Vigo, Salamanca,
Baracaldo. Veinticinco años, muchos de ellos difíciles, de estricto
racionamiento y escasez de víveres, que él tenía que industriarse
para procurar, a fuerza de gestiones, viajes incómodos, compro-
metidos incluso.
Los últimos años los pasó en las Casas del Paseo de Extre-
madura, San Fernando, Puertollano y Santo Domingo Savio,
como confesor, encargado de la Archicofradía y otros quehaceres
que no rehusaba, un poco en plan de pasatiempo y otro poco en
afán de servicio. Los alumnos y Salesianos de San Fernando re-
cuerdan con edificante agradecimiento su asiduidad en acompa-
ñar a los alumnos al hospital uno y otro día durante varios años.
A Santo Domingo Savio llegó ya a esperar la muerte. La fue
viendo acercarse con serenidad, sobrellevando los naturales in-
convenientes de la vejez, el aislamiento al margen de las activida-
des del colegio y alguna otra pesadumbre humillante, que él
mismo reconocía y lamentaba cuando se le hacía notar, aun a
vuelta de su jovialidad y aparente despreocupación.
Le veíamos celebrar diariamente su Misa, aunque fuera a des-
hora, cuando ya no podía seguir el horario normal, con no poco
trabajo y siempre en latín. Se mostraba contento cuando se le re-
quería para confesar.
Aun en las últimas semanas de la enfermedad atendió con
gusto, decía cosas que a tal altura tenían un particular valor sa-
260

25.6 Page 246

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cramental, imponía la misma penitencia siempre y despedía dando
las gracias, como si el obligado fuera él y no el penitente.
Dios le haya premiado sus trabajos y los méritos de sus seten-
ta y dos años de vida, muchos más de los que pueden enumerarse
en un apunte biográfico.
Descanse en paz y en ella reciba a cuantos convivieron con él
y procuraron dedicarle atención de hermano y ayudarle, de una
manera o de otra, cuando su salud y su ánimo más lo necesitaban.
261

25.7 Page 247

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ESTEBAN RUIZ GONZÁLEZ
Sacerdote.
Nació en Las Barcenas (Cantabria) el 26-XII-l
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1918.
Sacerdote en Turín el 7-VII-1927.
Falleció en Salamanca el 5-IX-1974.
De don Esteban Ruiz tenemos muchas fotos. Como era foto-
génico y tenía muchas relaciones sociales, pasó muchas veces por
el objetivo. La más significativa es ésta que tenemos delante. De
pie, con la condecoración del Trabajo en el pecho, delante de un
grupo de Antiguos Alumnos y, al fondo, la fachada de la Institu-
ción Sindical. En todas las fotos aparece idéntico: la cara redon-
da, peinado a raya y con la indefectible sonrisa en su rostro juve-
nil, como correspondía a un hombre que fue eternamente joven.
Procedía de La Montaña, de una de las varias Barcenas que
se extienden por la provincia que tomó su nombre de San Emete-
262

25.8 Page 248

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rio. Sus padres se llamaban Carlos y Leoncia y nació don Este-
ban el 26 de diciembre de 1898. Pocos días antes de su nacimiento
se había firmado entre Norteamérica y España el Tratado de Pa-
rís, que sancionaba el despojo de nuestras últimas posesiones y la
liquidación del Imperio español. Nació, por tanto, con mala estre-
lla. Pero don Esteban la mejoró y la hizo buena en lo personal.
Tuvo una infancia parecida a la de Don Bosco: en un am-
biente rural y cuidando a ratos una discreta punta de vacas, parte
del patrimonio familiar.
Era bueno, espabilado y simpático. Se ganó el aprecio de los
que le trataban y del párroco de la aldea. Entre éste y la familia
convinieron en hacerle estudiar. Con ese intento salió un buen día
camino de Comillas, para entregarle a los jesuítas. Pero los planes
de la Providencia eran otros. Un azar imprevisto hizo que perdie-
ra el tren y que, en lugar de los jesuítas, fuera a parar a los Sale-
sianos. Comentando el lance con el mismo don Esteban, años
después, le hacíamos ver en forma de ligero comentario: «A san
Ignacio le marcó el rumbo una muía y a usted se lo marcó y le
desvió de san Ignacio un tren de vía estrecha.» Don Esteban
aceptaba la comparación y la reía a su manera: con una carcaja-
da. De Santander pasó a Carabanchel y Campello para hacer el
Aspirantado.
Eran las aduanas obligadas y tan respetables de los futuros
salesianos.
En Carabanchel hizo el Noviciado y la Filosofía el año 1917.
Don Juan Antal fue su Asistente de Novicios y don León Carto-
sio su maestro de Ciencias en los años de Filosofía.
En Atocha hizo algún año de trienio. El resto, en La Habana
y Camagüey, a donde se trasladó por motivos del servicio militar.
Le acompañaron en el voluntario destino don Germán Martín y
don Jesús Marcellán, su constante compañero y gran amigo
siempre. Los dos acabaron sus días en el Teologado de Salaman-
ca. Una amistad fiel hasta el fin.
Estudió parte de la Teología, por libre, en Camagüey y el úl-
timo año en Turín, en La Crocetta, bajo la dirección esmerada y
siempre reconocida por él de don Bismara. Se ordenó de sacerdo-
te en la basílica de María Auxiliadora un día 7 de julio de 1927.
263

25.9 Page 249

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San Fermín le requería ya para Pamplona. Aquel fue su primer
destino de sacerdote. Pasó allí seis años como Consejero y como
Administrador. La Casa era bien distinta de como se presenta
ahora. Ofrecía el mismo intenso trabajo, pero sin el decoro y las
ventajas que ha tardado muchos años en adquirir. Se llamaban
ya Las Escuelas de Navarra, albergaban a la misma población
aprendiz y al mismo número de venerables salesianos, pero el edi-
ficio era viejo e incómodo por demás, casi ruinoso. En la casa del
pobre no hay que tener remilgos ni hacerle ascos a nada. Los Sa-
lesianos de aquellos años eran pobres de solemnidad y trabajdores
denodados. Cuando se dividieron las Inspectorías y la Casa de
Pamplona pasó a formar parte de la Inspectoría de Bilbao, algún
salesiano procedente de Madrid, acostumbrado a un ambiente
más confortable, la Casa de Pamplona, tan desmantelada y vieja,
decía que le producía sensación de escalofrío. Allí se preparó don
Esteban para ir a Astudillo y dedicar después tantos años a las
Escuelas Profesionales.
La Casa de Astudillo era un aspirantado que había pasado a
depender de la Inspectoría Central. Se destinaba a la formación
de misioneros. Eran los años de la guerra. Las comunicaciones
con la Inspectoría nodriza estaban cortadas, no tenía medios de
subsistencia. Se agotó un fondo de becas que había como respal-
do económico y no había manera de recabar entradas. La situa-
ción se hizo tan apurada que los superiores de Turín autorizaron
a que se cerrase el Aspirantado. Sólo se pudo salir adelante con
algunas ayudas esporádicas, el apoyo del pueblo de Astudillo,
empeñado en no dejar salir de allí a los Salesianos, y con la pa-
ciencia, la capacidad de aguante de los Salesianos y de don Este-
ban, que llegó al límite. Afortunadamente, no abandonaron un
solar tan privilegiado en otros aspectos. La Congregación se ha-
bría privado de medio centenar de vocaciones valiosas, «quod
absit».
Don Esteban pasó de una casa que era entonces una manigua
a otra casa que no lo era tanto, pero que ofrecía dificultades: San
Matías, de Vigo. Aquí las dificultades no eran económicas. Se
dice en la carta mortuoria que en aquella casa «había individuos
de personalidad muy acusada y que es una comunidad plural».
264

25.10 Page 250

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Es un eufemismo y una manera de decir que había cabezas con-
formadas a su manera y salesianos difíciles. A don Esteban le
tocó componer aquel rompecabezas. Eo hizo como mejor pudo.
Derrochó paciencia, usó de su generosidad ingénita, y así, a fuer-
za de larguezas y de renunciaciones, logró sacar adelante aquella
familia de hermanos no muy unidos. Cuando se está dispuesto a
perder siempre se termina ganando.
Trabajó todo lo que su vigor y entusiasmo le permitían, reini-
ció las obras de la iglesia, interrumpidas durante veinte años;
propagó la devoción a María Auxiliadora hasta hacer de Vigo un
baluarte de esta advocación, que ya contaba con una iglesia vis-
tosa, y dejó en su nuevo campo de operaciones la estela de sim-
patía y de admiración que le acompañaron por todos los destinos
por los que fue pasando. El siguiente fue en Madrid, una Obra
nueva, gigantesca y problemática: Ea Paloma. A don Esteban le
tocó venir a regentarla en plan de colaboración con los Sindica-
tos. Eos Salesianos se encargarían de la parte religiosa y de la
disciplina. Cuando don Esteban y unos cuantos salesianos se hi-
cieron cargo del nuevo cometido debieron sentir la impresión de
que se adentraban en un océano, grande e incierto. Esa impresión
daba aquella masa de jóvenes aprendices, con sus buzos y monos
azules, venidos de todos los ángulos de la capital. Centenares y
centenares de muchachos se movían al compás de unas órdenes
que les daban unos clérigos sin más armas que su voz y su pre-
sencia, nada imponentes. Parecía cosa de magia. ¿Cómo se podía
manejar una multitud tan movediza y de tanta vitalidad? Eos
mismos interesados no dejarían de encontrar sorprendente el he-
cho. Secretos de la disciplina, de la pedagogía salesiana y de la
dedicación de unos hombres de firme y buena voluntad. Aquella
era una máquina gigantesca, complicada, pero que funcionaba
ejemplarmente. Bastaba asomarse a los patios, a los comedores, a
los talleres, a la capilla o lo que hacía de tal. Eo veíamos en las
vísperas de las grandes fiestas salesianas. Una veintena de confe-
sonarios improvisados a lo largo de un salón y confesores de
todos los hábitos repartiendo absoluciones durante horas enteras
a jóvenes penitentes que iban pasando con naturalidad, en silen-
cio y lavando sus conciencias en aquel Jordán de la gracia.
265

26 Pages 251-260

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26.1 Page 251

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También aquel aderezo espiritual tuvo que influir en el éxito.
«¿Qué sería de La Paloma sin los Salesianos?», le decía a don Es-
teban con frecuencia uno de los altos jefes sindicales. Lo que ha-
bría sido de los Salesianos si no hubieran contado con su carisma
y no hubieran procedido conforme a su estilo de trenzar adecua-
damente los tres hilos de su táctica: razón, religión, amor. Aquel
era el secreto de un gobierno que causaba la extrañeza de unos y
la admiración de otros.
Después de algunos años de funcionamiento de La Paloma y
con la experiencia de las dificultades que había supuesto ponerla
en rodaje, don Esteban era un decidido defensor de las obras en
colaboración, tal como entonces se podían llevar.
«Tenemos resuelto el problema económico —decía—, tenemos
en nuestras manos una masa fácil que moldear y se puede hacer
labor de continuidad, porque estamos en una situación estable y
tenemos España para cincuenta años.» La realidad era así, inclu-
so en cuanto a la duración, que se acercó mucho al cálculo de
don Esteban. Nueve años duró su primera estancia en La Paloma.
Estuvo un año en Guadalajara como Director de los filósofos,
en un año que fue para él de alivio y le supo a poco, y en el año
1954 pasaba a dirigir otra Obra nueva: el Colegio de Huérfanos
Ferroviarios.
Tres años allí y de nuevo en La Paloma, como si La Paloma
tirase de él o él tendiera a La Paloma. Lo de «nunca segundas
partes fueron buenas» no se cumplió aquí. Siguió trabajando con
el mismo estilo y con los mismos resultados. El padre Esteban
era ya una institución dentro de otra. Los Salesianos estaban con-
tentos, porque gozaban de margen de acción y de confianza, los
jefes sindicales les otorgaban su aprobación y su apoyo en todo,
los alumnos crecían y se hacían hombres a la sombra de la Insti-
tución, que los veía diseminarse por todas las empresas, cuando
no había la pesadilla del paro juvenil, y los Antiguos Alumnos le
idolatraban. Tal vez fue éste el sector que más cuidó don Esteban
y que más satisfacciones le proporcionó. Le llovían las peticiones
de bodas, bautizos, primeras comuniones, bendiciones de casas y
de todos los acontecimientos familiares que alguien llamaba con
segunda intención «sacramentos de vivos». Don Esteban no se
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26.2 Page 252

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prodigaba en beneficio propio, pero en muchas ocasiones el com-
promiso era ineludible. Cuando supo la noticia de la muerte de
don Esteban, uno de ellos exclamó espontáneamente: «Hoy he
perdido más que un padre.» Don Esteban lo fue para los innu-
merables aprendices que vio pasar por La Paloma a lo largo de
quince años. «Per quindecim annos grande mortales aevi spa-
tium.» Quince años son un trecho notable de la vida humana. No
hace falta apelar al clásico para pensar que sería así para don Es-
teban, que los había vivido tan intensamente y para los que ha-
bían pasado por sus manos.
Las experiencias y los servicios que le esperaban para los años
siguientes fueron de otro tipo: Maestro de novicios por unos me-
ses y formador y confesor de teólogos. Era una labor más delica-
da y espiritual. El la desempeñó valiéndose de su larga experien-
cia, de su buen sentido y de su bondad no sólo natural, sino muy
pasada por la oración, el espíritu de fe y el sacrificio bien ejerci-
tado. Con los novicios no pudo hacer muchos milagros. Los en-
contraba «poco maduros y muy chiquillos». Era un lote numero-
so, de composición artificial y de poca consistencia. Se vio en el
resultado y la perseverancia que tuvieron a corto plazo.
Los teólogos le dieron más que hacer. Eran los años del des-
asosiego posconciliar.
El motivo del mal que padecían era inconcreto, muchos de
ellos no estaban contentos, pero no sabían por qué. La sede era
nueva, incomparable con la antigua de Carabanchel; los superio-
res bien preparados y con ganas de dedicarse a ellos, pero no
lograban entera compenetración. Se daban cuenta de la distancia
existente y lo lamentaban. «Ya lo ve el Cid, que del Rey no avie
gracia.» Aquí era al revés: era el rey el que no tenía la gracia del
Cid. Don Esteban era aceptado y reconocido en parte considera-
ble como el tranquilizante y el aliviador. Eso sí, exclusivamente
en el fuero interno y en el «sottovoce» de la confesión. Alguno
afirmaba haber encontrado en él el salvavidas de la vocación. Se-
ría verdad. Fue un gran papel el que desempeñó en sus últimos
años. No tenía gobierno, sabía escuchar, inspiraba confianza,
ofrecía sonrisas y no tenía poder que le hiciera desconfiable.
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26.3 Page 253

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El año 1969 sufrió una trombosis. Se repuso de ella con rela-
tiva facilidad.
Lo consideró como aplazamiento de vida y como una propina.
Se consideraba obligado a emplearla más netamente en servicio
de Dios. Atendía a las confesiones de los teólogos y de algún co-
legio más de Salamanca y trabajaba afanosamente por ensanchar
la Archicofradía, yendo casi de puerta en puerta y de huerta en
huerta de la vega del Tormes para colocar capillas y hacer aso-
ciadas. Es el resto salesiano más apreciable que hay todavía en el
barrio.
Con los años desapareció el Teologado, que parecía construi-
do como para desafiar a los tiempos; desaparecieron el Colegio
de Ferroviarios y La Paloma, sus teatros de operaciones más du-
raderos, que le emplearon casi veinte años. Lo que no se llevará
el viento de la política será el nombre y la memoria del padre
Esteban.
El ya preveía que vendrían tales cambios. «Tenemos España
para cincuenta años», sostenía, no para más. A pesar de eso, hu-
biera trabajado igual: con la misma fe y el mismo entusiasmo.
Pensaba con Don Bosco: «El bien se hace como se puede» y
mientras se puede también. No se hubiera llamado al desaliento
ni habría lamentado con pesimismo:
«Se me quebraba la fe,
la pena me acongojaba,
y en mis adentros pensaba:
todo aquello... ¿para qué?»
Todo lo daría por bien hecho y, con mirada providencialista,
indestructible.
Murió el 5 de septiembre de 1974. Tenía setenta y cinco años.
Iba un año por delante del siglo. A veces admitía esa fácil y hu-
morista apreciación. Alcanzó esa edad a pesar de no haber disfru-
tado de una salud robusta. «Tenía —le decíamos también— una
mala salud de hierro.» Una vez acudió al doctor López Ibor. Le
reconoció y le dijo:
—Padre, es usted una batería descargada. Pero le curaremos.
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26.4 Page 254

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Nunca estuvo curado del todo. En las fiestas de san Esteban,
debido a los regalos de los proveedores, preparaban para la co-
munidad y los invitados unas comidas suculentas. El que menos
las probaba era él. Le bastaba con ver bien tratados a los demás,
incluso al Inspector, que también acudía a honrarle.
Era hombre llano y generoso. Las casas de formación encon-
traban en él siempre un socorro. Comprendía las debilidades de
los demás, pero le gustaba la integridad.
«¡Corruptelas...! ¡Corruptelas...!», decía cuando veía alguna
inobservancia.
No es un tópico decir que su muerte fue muy sentida.
«Yo por don Esteban daría mi vida...», exclamó algún agra-
decido.
¿Sería aquel, salesiano después, a quien un día le cedió sus
propios zapatos?
Hombres así son los que Horacio llama «méritus ínmori»,
merecedores de no morir, a no ser que sea para pasar a mejor
vida.
Es la que, a juicio de todos los que tuvimos la suerte de co-
nocerle, se granjeó don Esteban en sus setenta y cinco años de
edad, cincuenta y seis de profesión, cuarenta y siete de sacerdocio
—no llegó a celebrar las bodas de oro— y treinta y dos de direc-
tor.
Dice el adagio que «unos trabajan por ser algo y otros traba-
jan por hacer algo». Don Esteban fue todo lo que salesianamente
podía ser y trabajó lo que sólo Dios sabe y es capaz de premiar.
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26.5 Page 255

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MODESTO CONDE BUSTILLO
Sacerdote.
Nació en Santander el 21-1-1906.
Profesó en Cumiana (Italia) el 13-IX-1929.
Sacerdote en Chile el 30-XI-1940.
Falleció en Madrid el 16-IX-1984.
Jugando con su nombre y apellidos, unas veces con humor
decía que se podía presentar como hombre de alcurnia: Conde de
Bustillo; otras veces con humor y humildad decía que tenía más
de modesto que de conde.
Conservó siempre el amor y el sabor de la «tierruca», el genio
alegre, la facilidad de trato y las ganas de cantar y de vivir. Viene
a la memoria su estampa, en las misas de los domingos, ante el
atril, haciendo resonar su voz de barítono entre enfervorizado y
un poco teatral. La gente le escuchaba y le toleraba benigna que
se escuchase.
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26.6 Page 256

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Ponderando alguna vez las peculiaridades de Santander, se le
oyó decir que esta provincia, reducida, rica y hermosa, tiene esta
singularidad: es la única provincia cuyas aguas pueden verter a
tres mares: el Atlántico, el Cantábrico y el Mediterráneo. Una
gota de agua que cae sobre el pico Tres Mares, situado en la con-
fluencia de las tres vertientes, puede ir a parar a cualquiera de los
tres.
Trascendiendo un poco esta observación, lo que pasa con el
agua de esta provincia pasa con la suerte de las personas y su
destino, con la diferencia de que éste lo escogemos nosotros.
Don Modesto, siendo muchacho de pocos años, en la alterna-
tiva de quedarse en su casa y seguir su vida o continuar en el
seminario o decidirse por la Congregación, optó por esto último.
Antes de ir al Aspirantado de Astudillo y después de pasar
por el Seminario de Corbán (Santander), ya había tenido algún
contacto con los Salesianos en el Colegio de Viñas.
En Santander, como en Salamanca, lo salesiano por entonces
tenía dos versiones: los salesianos de arriba y los de abajo, los
pobres y los ricos, los de San Benito y Viñas y los del Padre Cá-
mara y el Alta. De uno y otro salieron excelentes vocaciones. En
este censo no cuentan las categorías sociales.
Don Modesto hizo el Aspirantado en Astudillo, instituido
expresamente para vocaciones misioneras. Estaba al frente de él
don Pedro Olivazzo. Y a fe que cumplía bien su misión el Centro.
El sitio, el edificio y el régimen eran muy a propósito para prepa-
rar misioneros. Don Pedro sostenía el principio de que el candi-
dato tenía que adiestrarse desde los primeros años y tenía el pro-
pósito de repetir la experiencia de sus años,en el Oratorio: «Vi-
víamos estrechamente, pero éramos felices.»
De Astudillo pasó a Cumiana (Italia) para hacer el noviciado,
y de allí, ya con la primera profesión, saltó a Perú, donde cursó
la Filosofía. La Teología y el sacerdocio le alcanzaron en Chile,
en un ambiente muy distinto de sus primeros años, más liberal y
distendido y más a propósito también para su temple festivo y
bromista. Alguna mala pasada le hizo, aparte de ser la alegría de
los compañeros y del ambiente.
Pocos años estuvo por aquellas tierras y no eran sonrientes
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26.7 Page 257

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todos los recuerdos que guardaba de sus años de estudiante y
joven sacerdote. Tenía la espina de no haber recibido facilidades
para estudiar en la Universidad, como él hubiera apetecido. En
ese sentido, se tenía un poco por vocación contrariada.
Asuntos de familia, motivos, mejor dicho, le hicieron volver a
España en el año 1948. Rondó por varias casas y al fin se afincó
en Santo Domingo Savio el año 1957. Aquella fue su mansión de-
finitiva, su casa y su prisión. En veintisiete años tuvo tiempo de
verla, ya que no nacer, crecer y hacerse hasta su completo des-
arrollo.
Como más se le recordaba en ella era como coadjutor y con-
fesor. El ministerio de la parroquia le puso en relación con públi-
co tratable, llano y venido de provincias en gran parte. A todos
se adaptaba, pero a los que tenía una especial propensión y prefe-
rencia eran los mayores, los de la tercera edad. Se entretenía con
ellos cuando se los encontraba a lo largo de la calle García No-
blejas, a las entradas de la parroquia, en el saloncito que, a ins-
tancia suya, se le preparó. Con ellos se mostraba solícito en
extremo, paternal, casi mimoso. Alguno de la casa, con humor y
con zumba, decía que se le daba a perfección el «geriapostolado».
Tenía en cuenta, y pensando tal vez en sí mismo, que a esa edad
las personas necesitan muy pocas cosas, pero lo que necesitan lo
necesitan mucho.
Su otro quehacer estos años era el de la confesión. Confesaba
a salesianos de varias casas, a salesianas, a chicos y a mucha gen-
te del pueblo. Sólo esto justifica y hace valiosa la labor de un
salesiano. El lo hacía con sencillez y bondad, adaptándose a la
categoría y las posibilidades del penitente. De él dice el buen sen-
tido que debe ser como el comerciante con vista: calar el caudal
del cliente y sacar el beneficio posible, para el cliente, se entiende.
De algunos, si se les exige, se podrá obtener mucho progreso; de
otros habrá que contentarse con lo mínimo.
De don Modesto, como de otros salesianos, si en el Necrolo-
gio hubiera que consignar la nota dominante habría que poner
«confesor». Y ya es bastante benemerencia. Asegura san José Ca-
fasso, que en esta materia tiene suma autoridad: «Si los sacerdotes
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se creen llamados a cosas grandes, que se sienten en el confesona-
rio; si desean ganar muchos méritos, que confiesen.»
Don Modesto procedía de tierra hidalga, antigua y orgullosa,
pero a él el orgullo se le pegó bien poco... Más bien lo contrario:
la sencillez y el buen temple con todos, sobre todo los pequeños,
según el Evangelio.
En alguna tanda de ejercicios espirituales, ya en la función
final, cuando los demás estaban con la impaciencia de la termina-
ción, don Modesto se arrancó con un excorde de sinceridad y de
autoacusación que nos dejó a todos sorprendidos.
Eso no quita para que siempre se le tuviera por el hombre
divertido, aguantador de bromas y donaires, animador de sobre-
mesas y cantante obligado de reuniones.
Tenía sus ribetes de poeta y, entre versos y cantos, fue enga-
ñando sus bastantes achaques: un infarto, diabetes y una dolencia
de hígado que puso fin a su vida. Esos fueron los grandes con-
,'trapuntos a su buen humor. «Nosotros los diabéticos...», decía
con frecuencia ante una eventualidad, con tono de resignación, de
justificación y de ingenuidad.
Entre su producción original' se le encontró un romance des-
cribiendo su muerte deseada, un romance que no suena nada mal
y mezcla muchas cosas:
«Quisiera morir de noche,
en noche de primavera,
en noche serena y clara,
muy cuajadita de estrellas.»
¿Eran ésos los versos que iba recitando —ya decadente—
cuando se le veía atravesar el pórtico viniendo de la parroquia a
la residencia, con su atuendo raído, arrastrando los pies, mirando
a una y a otra parte con ojos grandes, blandos, tristes y aspecto
cansado?
«Que Dios misericordioso,
en quien mi alma tanto espera,
me dé esa noche la paz
y su Luz, que es Vida eterna.»
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Así terminaba el mencionado romance. Dios le haya dado ya
esa paz y esa luz. Murió el 16 de septiembre de 1984. La víspera
de comenzar el curso escolar él terminó el curso de su vida. Pare-
ce que se retiró adrede, para no causar molestias a los hermanos.
«Ahorremos, a quien nos quiere, trabajos.»
Sus versos son una glosa al versículo que tantas veces habría
recitado en el Te Deum: «In Te, Domine, speravi...» Señor, he
esperado en Ti; no me vea confundido para siempre...
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26.10 Page 260

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AMADOR PENA MARTÍNEZ
Clérigo.
Nació en Cardeñajimeno (Burgos) el 12-111-1914.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 1-IX-1932.
Falleció en Toro (Teruel) el 2MX-1938.
Amador Peña fue uno de los nueve salesianos jóvenes que
murieron en el frente durante la guerra civil. Otros tantos murie-
ron en la retaguardia, a consecuencia de enfermedades contraídas
y como triste secuela también de la guerra.
No tenemos ahora en cuenta a los que fueron asesinados co-
barde y cruelmente por su condición de religiosos. Entre todos
suman un alto tributo inolvidable e imposible de saldar. La Ins-
pectoría estará todavía doliéndose de la pérdida de 55 vidas que
se le arrancaron.
Una más de ellas, la de nuestro reseñado en este apunte: Peña,
como se le llamaba entre los compañeros.
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27 Pages 261-270

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27.1 Page 261

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Había nacido el año 1914 en un pueblo de la provincia de
Burgos: Cardeñajimeno. Está situado a la orilla del Arlanzón,
entre la capital y San Pedro de Cárdena. Pasadas las alamedas de
la ciudad, río arriba, a poca distancia de la Cartuja, se encuentra
éste, que ahora tiene más de aldea que de pueblo, en medio de
un paisaje áspero y en el camino que atravesó el Cid con su mes-
nada en ruta al monasterio un amanecer «a vuelta de los albo-
res», según el poema. Iba a entrevistarse con el abad don Sancho
para confiarle a doña limeña y a las dos hijas, en tanto que él
iba con rumbo a no sabía dónde. Para impetrar la protección del
Cielo dejaba una manda de mil misas. ¡Qué bien aplicadas que-
daron...!
Durante muchos años el pueblo ha dado cereales, ganado y
una particular industria artesanal y religiosa: carracas. Cuando se
acercaba la Semana Santa se exportaban a las parroquias vecinas,
a los conventos y a los que las adquirían como un juguete de
ocasión. Ahora ya, como no hay campanas, han desaparecido
también sus sustitutivos.
Más de alguna broma tuvo que aguantar Amador Peña por
parte de compañeros guasones y pesados a cuenta de ser oriundo
del pueblo de las carracas.
El año 1927 llegó al Aspirantado del Paseo de Extremadura.
Hizo allí los cuatro años de latín y a continuación el Noviciado y
la Filosofía en Mohernando.
Su aprovechamiento en los estudios durante estos años fue en
aumento. Llegó a ser de los calificados ventajosamente. Don
León Cartosio y don Maxi le tenían por alumno complaciente y
despejado. Dejó un decoroso cuadro de calificaciones: para una
media de notable bien ganado.
Tenía además buen temperamento, era cumplidor, sociable y
sin complicaciones de espíritu.
Al terminar la Filosofía fue destinado a la casa de San Benito
(Salamanca) para hacer el trienio. A pesar de que, por su capaci-
dad e historial estudiantil él esperaría una casa de más altura cul-
tural y a su nivel, fue con gusto, entró con decisión y se compor-
tó satisfactoriamente, como un clérigo cabal, de aquellos que se
cotizaban en oro.
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27.2 Page 262

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Era músico, lo cual también había pesado en la mente de don
Felipe Alcántara, que sentía una cierta inclinación por los de su
ramo.
Llevaba la música, dirigía el teatro y las veladas, estaba pre-
parado para las clases que se le encomendaron y además y sobre
todo era sencillo, dócil y adicto, además de ser listo y desenvuel-
to. ¿Qué más podía pedírsele a un clérigo?
Los salesianos y los chicos estaban contentísimos con él. A
don José Aguilar le oímos esta exclamación cuando ya habían
pasado treinta años desde su convivencia y aludiendo a Peña
como de paso: «Amador, ¡qué joya de muchacho!...»
Terminó el trienio, hizo el servicio militar y era el momento
de hacer los votos perpetuos y comenzar la Teología. Ese era el
proyecto inmediato.
Con esa intención se trasladó a Mohernando a mediados de
julio de 1936 para hacer los Ejercicios y profesar al terminarlos.
Efectivamente, hizo los Ejercicios y los votos; pero cuando hubie-
ra debido emprender el regreso a San Benito, el mismo día 23 de
julio, se encontró con que el viaje era imposible de hacer. Entre
Salamanca y Guadalajara se había interpuesto un abismo insal-
vable durante tres años. ,La guerra había cortado las comunica-
ciones y las esperanzas. Comenzaba un nuevo estado de cosas.
Después de la marejada de los primeros momentos, unos días
interminables de zozobra, fue transportado, con todos los demás
salesianos de Mohernando, a la cárcel de Ventas (Madrid).
De allí fueron saliendo cada uno a su tiempo, de una manera
distinta y con un destino diverso: unos en libertad, otros movili-
zados y otros mandados a un batallón de fortificaciones. Amador
Peña fue uno de estos últimos. Estuvo algún tiempo en Pozuelo
del Rey, en las inmediaciones de Madrid o en sitios donde hubiera
que hacer desmontes, trincheras u otras infraestructuras de gue-
rra, pero siempre atento a encontrar un momento propicio para
evadirse.
Se escapó a la «zona nacional» en abril de 1938. Mientras se
reponía y normalizaba su situación militar, disfrutó de algún
tiempo de permiso y espera en el colegio de su anterior estancia:
San Benito. Se le recibió como a un héroe, como a un rescatado
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27.3 Page 263

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que era en realidad. Se sentía de nuevo en su casa y en su sitio.
Comprobó que los dos años que habían transcurrido desde que
salió para una ausencia de trámite no habían borrado el recuerdo
y el afecto de salesianos y alumnos. Al contrario, lo habían avi-
vado con una cierta aureola de valentía: ¡se había escapado de la
zona roja!
Había terminado el servicio militar con la calificación de sar-
gento de complemento, antes de comenzar la guerra. Los nacio-
nales le incorporaron de nuevo a filas y le destinaron a Sanidad.
Por desgracia, estuvo pocos meses en activo. Recorrió varios fren-
tes, se mantenía en comunicación frecuente con el colegio, conta-
ba sus peripecias y mostraba cada vez deseos más vehementes de
terminar la guerra, volver a cambiar el uniforme por la sotana y
continuar su carrera en la última etapa hacia el sacerdocio.
Un día de finales de septiembre, el Director del colegio, don
José Aguilar, recibió esta inesperada y cortante comunicación:
«Tengo el sentimiento de comunicarle que el día 21 del mes en
curso falleció el soldado de este regimiento Amador Peña Martí-
nez a consecuencia de las heridas recibidas en un bombardeo de
aviación...» Sin más datos ni más comentarios de consuelo.
Tantos peligros como había sorteado y la muerte vino a al-
canzarle un día cualquiera y en un sitio anodino. No se trataba
de ningún frente —el del Ebro, por ejemplo, que estaba en aque-
llos días en plena efervescencia—, ni de ninguna acción de lucha.
Fue una acción esporádica y de unas bombas lanzadas como al
azar. Era la lógica oblicua y mortífera de la guerra.
«¡Ay los muertos en la guerra,
sin mármoles y sin cruces!
¡Ay los muertos en la guerra,
con su epitafio de vientos y de nubes!
Los lechos donde ellos duermen
hoyos parecen abiertos
para las cepas de octubre...
Murió el primer día de otoño; sus restos fueron enterrados en
el cementerio de El Toro, pueblo de la provincia de Teruel. Nació
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en un pueblo y murió en otro pueblo, los dos pequeños, pobres,
terrosos y los dos en la ruta del Cid.
Tenía veinticuatro años y estaba al comienzo de otra ruta,
que prometía ser, salesianamente, brillante.
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27.5 Page 265

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JUAN CASTAÑO GABRIEL
Sacerdote.
Nació en Aldearrodrigo (Salamanca) el 31-XII-1896.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1915.
Sacerdote en Turín el 20-VII-1924.
Falleció en Madrid el 26-IX-1978.
La vida de don Juan Castaño fue larga, callada y llena. Se
puede decir de él que, en un sitio o en otro, en una misión o en
otra, estuvo en activo hasta el final. Decían de él sus detractores,
familiares y cariñosos, por su manera de ser, serio y concienzudo,
que no había tenido juventud. Lo que no tuvo, en realidad, fue
vejez, una vejez de retiro sosegado e inactivo.
Menos los años que pasó en la Casa Don Bosco, entonces
SEI, y alguna breve estancia en Estrecho y La Paloma, la totali-
dad de su vida transcurrió en casas de formación. Esta circuns-
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27.6 Page 266

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tancia pudo limitar un tanto su experiencia práctica y su apertura
de ánimo.
Algunas casas por las que pasó tienen ahora, en lo económico
y material, un presente holgado y confortable, pero en los tiem-
pos de don Juan pasaban por una fase de estrechez bien notable:
Campello, Carabanchel, la misma SEL..
Por último, como una constante más de su vida, si esto no es
achaque de todos, tuvo que pechar contra la adversidad de uno u
otro signo: las guerras europea y mundial, la República y la
quema de conventos, la guerra civil, la marejada del posconcilio.
Todos estos sucesos le afectaron y le rozaron muy de cerca.
Sobre estos roles se deslizaron los ochenta y dos años de su
vida de hombre íntegro y buen salesiano.
Nació en 1896, año cercano al desastre de Cuba, en Aldearro-
drigo, pueblecito de Salamanca, de la región de La Armuña, tierra
llana y fértil, sin curvas y sin vicios, sana en todos los sentidos.
Cuando tenía doce años entró en el colegio de San Benito,
uno de los colegios pioneros y del que habrían de salir vocaciones
bien ilustres. Era una versión de la casa Pinardi: pequeño, viejo y
pobre, con las dependencias indispensables para un internado de
protección y un patio reducido como un corralillo.
Tenía al lado la mole del Seminario y la calle de la Compañía
por medio entre el colegio y la venerable iglesia de San Benito. El
Director era a la sazón don Juan Tagliabúe, sacerdote de los ve-
nidos de Italia, corpulento, bondadoso y activo; usaba bonete
cuadrado y tenía aire de cura rural. Era muy conocido y aprecia-
do en la ciudad y él fundó, el año 1909, el colegio de María Auxi-
liadora, «los Salesianos de Arriba». Allá fue, como alumno-fun-
dador de la primera hora, Juan Castaño, juntamente con otro
muchacho que sería su condiscípulo, buen amigo de toda la vida
y afamado: Gil Robles. Uno tiró por los derroteros de la política
y otro por los caminos de la Congregación, la primera vocación
que salía de aquel colegio. Pasó los primeros años de Aspirantado
en Campello y el resto en Carabanchel Alto, la academia de tan-
tos salesianos. Allí se hizo salesiano y allí había de hacer salesia-
nos a muchos otros. Profesó el día de Santiago de 1915 y cinco
años exactos después hizo la profesión perpetua. Terminado su
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27.7 Page 267

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trienio en Atocha, como se le veía con aptitudes y ganas de for-
marse bien, los superiores lo mandaron a estudiar la Teología en
Italia: Foglizzo y Turín. La terminó con el grado de doctor y
cantó misa en 1924.
Con buena formación, buena índole y estudios a fondo, para
lo que entonces se pedía, ya estaba en condiciones para empezar
su carrera activa.
Los primeros cargos los desempeñó en Campello, como Cate-
quista, Prefecto y Director, en el plazo de siete años. En este úl-
timo cargo le sorprendió la implantación de la República y, un
mes después, la quema de conventos. Tienen que salir a toda prisa
salesianos y alumnos, superiores, teólogos y aspirantes. Algunos
de ellos se presentaron en Madrid, mal vestidos de paisano, asus-
tados todavía y como huyendo literalmente de la quema. Entre
ellos llegó don Juan. Había tomado sus precauciones y las había
hecho tomar para cualquier posible eventualidad tumultuosa, pero
el hecho los sorprendió y los desbordó azarosamente.
Comenzaba una época de dificultades, sobresaltos y peligros
que había de durar ocho años, hasta la terminación de la guerra
civil.
Don Juan los pasó en Carabanchel, primero como Prefecto
del Teologado, que se estableció en esta casa con el carácter de
nacional. Aunque el panorama político, social y religioso no era
nada propicio, la vida continuaba y la organización de la vida sa-
lesiana también. Una medida importante fue la de reunir a todos
los estudiantes de Teología de España y proveer a su formación
cultural y sacerdotal. La casa de Carabanchel no era nueva, ni
contaba con todas las comodidades al caso, pero estaba en el
centro y era la más adaptable. Allí se acomodaron teólogos y ba-
chilleres primero y teólogos y aspirantes después. Don Juan era el
Prefecto de las dos agrupaciones, tan distintas y no siempre fáci-
les de compaginar. La convivencia se hacía tolerable a fuerza de
paciencia y habilidad de los mandos, como sucede siempre en ta-
les situaciones no infrecuentes en la usanza salesiana. ¿Quién no
sabe algo de esas soluciones provisionales e incómodas? «Salesia-
num est.» Peor fue lo que vino después: la revolución y la guerra.
Aquello fue lo inenarrable. La casa de Carabanchel pagó,
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27.8 Page 268

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como tantas otras, bien caro tributo de sangre y de vidas: don
Enrique, don Félix, el señor Codera, Virgilio Edreira... Don
Juan, milagrosamente, logró salvarse. Yendo de pensión en pen-
sión, rodando, mejor, con mucho sigilo, peligros y miedo, sorteó
aquellos tres años aciagos. Cada día que amanecía, sobre todo en
los primeros meses, podía ser el último. Así lo pensaba don Juan
en aquella pensión de la calle de la Cruz en la que se refugió, por
fin. La habitación era oscura, desmantelada, inhóspita. Parecía la
celda de un prisionero más que la habitación de un huésped ho-
norable. Así un día y otro, sin saber hasta cuándo se iba a pro-
longar la pesadilla... A pesar de todo y del aspecto eclesiástico
que le denunciaba, encontró el modo de ejercer el ministerio sacer-
dotal. Con toda la cautela que se necesitaba en aquella Iglesia de
catacumba, confesaba, llevaba la comunión y atendía espiritual-
mente a una red de fieles a su alcance, «ídem amor pecori peco-
risque magistro.» Se necesitaba un fervor heroico en el pastor y
en las ovejas...
Terminó la guerra y don Juan volvió a Campello como Di-
rector de los aspirantes durante cuatro años y de Campello volvió
a Carabanchel, ahora como Director del Teologado y de los aspi-
rantes también, pocos y primerizos, pero que allí estaban agrega-
dos, como una planta al lado de un árbol frondoso.
Fueron los años de su labor más representativa y más delica-
da, pero no los últimos. Todavía le faltaba pasar por el Teologa-
do de Martí Codolar, como confesor y como profesor, y por el
Tibidabo, como Director y continuador de la obra del Templo
Nacional, «la obra de mayor compromiso salesiano que tenía la
Congregación en España», según había dicho don Rinaldi.
Aún no habían terminado sus responsabilidades y su rendi-
miento. La Congregación es un poco como Castilla: «Face los
ornes e los gasta.» Regresa a Madrid y se hace cargo de la SEL..,
una obra de nueva factura y que por los años cincuenta estaba en
rodaje y en vías de consolidación.
Don Juan, más que gerente de editorial con pretensiones, hizo
de buen administrador y Director de la comunidad, un tanto
compleja. No fueron los años más descansados y más fáciles de
su encomienda de Director. Si el cargo es una carga cuando se
283

27.9 Page 269

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desempeña con honestidad, don Juan tendría buenas ganas de
dejar de ser Director. Tenía ya cerca de los setenta años y llevaba
en el gobierno muchos más de los que su modestia hubiera de-
seado. Merecía y reclamaba un cambio de ritmo en su trabajo.
Carabanchel, Salamanca, Estrecho, La Paloma y, por último,
otra vez Carabanchel fueron los destinos de sus años finales.
Había comenzado en Carabanchel y allí terminaba, rindiendo el
viaje de una travesía completa.
Ochenta y dos años de vida, setenta entre los Salesianos y
cincuenta y seis en actividades distintas de responsabilidad son
muchos días y muchos trabajos para resumirlos en una reseña,
que no es una biografía, ni siquiera una carta mortuoria. Ya se
escribió un día con mucha puntualidad y cariño.
Es una simple semblanza y un recuerdo a once años de dis-
tancia. Ya se sabe que toda una vida no se puede reducir a una
insulsa enumeración de nombres y fechas. Esto no es más que
una evocación fugaz al hilo del recuerdo.
Don Juan fue e hizo mucho más de los que dijo. Era parco
en palabras; no hablaba más que lo justo. No era hombre de fa-
cundia ni de exterioridades. Lo suyo fue ver, hacer y callar. De él
decía don David Moran, catequista y profesor de Moral de los
teólogos, que estaba en todo y que tenía singulares dotes de go-
bierno. Lo decía un hombre informado y que estuvo a su lado
bastantes años.
Don Juan tenía presente la norma del buen director: «Verlo
todo, callar mucho y decir lo preciso.»
Físicamente era bien proporcionado, sonrosado, pulcro; tenía
el porte de un canónigo o de un varón de curia. Hablaba pausa-
damente, nunca en voz alta o en tono destemplado, con una suave
pereza, parco y aplomado en cuanto decía.
Tenía la virtud de la constancia. La primera vez decía una
cosa porque había razón para ello; las demás veces la razón era
porque así se había dicho.
Se decía de él que no tenía imaginación —todavía no se había
lanzado el grito de «la imaginación al poder»—, que tenía poca
sensibilidad y arranque de lirismo. Sin embargo, tenía detalles
que no brotan más que de un corazón grande; sabía ser cordial,
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27.10 Page 270

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humano y comprensivo; le dolían algunas deficiencias materiales
que no se podían remediar. No tenía demasiado sentido del hu-
mor, pero toleraba el de otros, lo reía y lo celebraba, aunque se
hiciera a cuenta de él, de sus hábitos, de su estilo o de su calva.
Muchas veces salía a relucir ésta en las sobremesas.
—Lo ha dicho el señor Director, y don Juan no tiene un pelo
de tonto.
—Ni de listo —replicaba él, riendo la tomadura de pelo.
Cuando llegó a Carabanchel como Director, en la inaugura-
ción del curso se le dijo que llegaba al Teologado en un momento
oportuno, cuando, salvados los titubeos de los comienzos, se le
podía imprimir una marcha de altura. Se confiaba mucho en su
experiencia, en sus dotes de gobierno y en el ascendiente que te-
ma sobre los Inspectores. Esas esperanzas no quedaron defrau-
dadas.
Apenas comenzado el curso, en la primera conferencia de los
miércoles, de pie junto a la cátedra, mirando al centenar largo de
teólogos que tenía delante, sin asomo de reto, pero con firmeza,
ajustándose las gafas —gesto que repetía a menudo, como un re-
flejo—, terminó la exposición: «Como resumen, yo os daría las
siguientes normas: No tengáis dinero, no salgáis sin permiso, no
faltéis a los actos de comunidad. Si tenéis en cuenta estos avisos y
algunas pocas cosas más, yo os aseguro que pasaréis un año muy
tranquilo y estaréis contentos en el Estudiantado...»
Se lo decía a hombres curtidos, no a seminaristas lampiños,
muchos de ellos pasados por el frente, las cárceles, los cuarteles y
una sociedad en guerra o posguerra difícil. Así de poco aparatoso
y técnico era el proyecto educativo que les proponía. Con unos
principios claros y seguros, mantenidos con bondad, firmeza y
constancia, se creó un ambiente sereno y natural de observancia.
Aquellos teólogos no sólo no crearon los problemas más o menos
artificiales que después surgieron en aquél y en otros centros se-
mejantes: formaron un «colectivo», como se diría ahora, ordenado
y laborioso. Estudiaban, a veces con un afán ingenuo de bachille-
res, cumplían y organizaban en funciones de iglesia, sobremesas,
teatro, actos académicos, demostraciones verdaderamente dignas.
Había elemento y prestación para todas las actividades. El hecho
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28 Pages 271-280

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más significativo es que el Teologado funcionó sin estridencias y
el índice de perseverancia fue máximo. El mérito habrá que atri-
buírselo al ambiente general, a los alumnos, pero también a los
formadores y a don Juan.
Podría aplicarse a él aquello del poeta, por su ecuanimidad y
buen pulso:
«Conduciría un rebaño de elefantes
y de corderos a la vez.»
Los últimos años de su vida no los pasó ocioso. Dejó de ser
Director de casas para ser director de conciencias. Los salesianos,
los aspirantes, las Hijas de María Auxiliadora, las Voluntarias de
Don Bosco y otras religiosas le tuvieron por confesor y se benefi-
ciaron en gran medida de su experiencia, de su discreción y de
su virtud bien ejercitada.
Es verdad que en estos años no se mostraba feliz, pero no por
motivos personales o descontento de sí mismo. Era por el am-
biente enrarecido y decadente que creía ver en las casas y en la
vida religiosa, las deserciones y el entibiamiento, lo que se había
dado en llamar «hemorragia de vocaciones y hemorragia de espí-
ritu». Le dolía la Congregación y advertía peligro de desastre en
algunos derroteros. No había asimilado la sabia y tranquilizadora
advertencia de Juan XXIII:
«Decid a los jóvenes que el mundo ha existido antes de ellos;
decid a los viejos que el mundo existirá después de ellos.»
Le enterraron el 27 de septiembre de 1978 en el panteón sale-
siano de Carabanchel, la casa en la que había pasado la mayor
parte de su vida; le enterraron vestido de sacerdote, como era na-
tural, porque la sotana había llegado a ser para él, más que una
vestimenta, una segunda piel. Le acompañaba un numeroso pú-
blico de salesianos, salesianas, religiosas y amigos suyos y de la
Obra Salesiana. Rezadas las oraciones de rito, todavía presente el
féretro, don Juan Velasco, desde una pequeña altura, dirigió unas
palabras de agradecimiento a los presentes y de último homenaje
a don Juan. Se creía en el caso de hacer saber a todos el testa-
mento espiritual del difunto y lo que podía ser su última voluntad,
una voluntad por cierto para no cumplir: «No se me hagan elo-
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28.2 Page 272

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gios de virtudes que no tengo. Me siento con las manos vacías.
Pido perdón a todos los que, involuntariamente, haya podido
ofender o dañar.» Un testamento, como se ve, inspirado por una
modestia afectada o por una humildad admirable. Ese vacío espi-
ritual y esos deméritos de que se acusaba, muchos los aceptarían
sin reparo para hacerlos su fortuna delante de Dios.
«Cada cual con su vida», dice el adagio popular, entre desen-
tendido y respetuoso con el comportamiento de los demás. Lo
mismo podía decirse: «Cada cual con su muerte.» Don Juan tuvo
la muerte que le cumplía a él: la de un hombre prudente, fiel,
cumplidor, consecuente con Dios y consigo mismo y noblemente
bueno.
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OCTUBRE
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
1 1953 Sacerdote Ángel DE DIOS ALVAREZ
1 1979 Sacerdote Javier RUBIO IBAÑEZ
6 1977 Sacerdote Domingo DEL BOSQUE PIÑEIRO
6 1978 Sacerdote Isidoro MORO VILLORÍA
9 1896 Clérigo Pedro REUS BARCELO
16 1955 Sacerdote Francisco PUCKO SAVRIC
17 1928 Sacerdote Antonio CASTILLA ORTIZ
18 1935 Clérigo Francisco GONZÁLEZ CARIDE
21 1984 Sacerdote Honorino TEJEDOR BRAVO
28 1904 Sacerdote Ernesto OBERTI PORTA -
86 291
67 297
53 302
74 306
24 313
48 315
54 321
20 325
63 328
50 333
289

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28.6 Page 276

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ÁNGEL DE DIOS ALVAREZ
Sacerdote.
Nació en Miñodaguia de Junquera de Espadañedo (Oren-
se) el 19-X-1867.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 18-1V-1896.
Sacerdote en Tuy (Pontevedra) el 4-1V-1906.
Falleció en Salamanca el l-X-1953.
Don Ángel de Dios llevaba en su nombre y en su apellido su
condición. Era verdaderamente, si no un ángel, sí un hombre de
Dios. Callado, serio, prudente, religioso observante y cabal. Tenía
un marcado aspecto de párroco, lo que comenzó siendo y aparen-
tó siempre ser. Así se le veía en sus paseos por la clerical Sala-
manca de hace años.
Solo, grave, con su andar aplomado, el manteo recogido y sin
entretenerse con nadie en la acera. Tenía pocas relaciones y no se
le recuerda como conversador ni siquiera en la mesa. Sólo se le
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oía hablar en el confesonario, en prédicas al oído y con su inomi-
sible acento gallego.
Nació en 1867 en Miñodaguia, aldea de la parroquia de Jun-
quera de Espadañedo, provincia de Orense. Sus padres, Domingo
y Lucía, cristianos viejos, piadosos y acomodados, le confiaron a
los Padres Paúles para hacer los primeros estudios, a la sombra
del Santuario de Nuestra Señora de los Milagros.
De allí pasó al seminario. Hizo la Filosofía, la Teología y re-
cibió las sagradas órdenes. Un compañero de estudios decía de él
que «se comportó siempre como un seminarista modelo». No es
necesario ningún esfuerzo para creerlo. Ya sacerdote, se quedó en
la parroquia natal, como suplente y ayuda del párroco, ya an-
ciano.
Cuando regía la parroquia de Cristasende, por cierto, con
gran satisfacción de sus fieles y no menor edificación de sus com-
pañeros de sacerdocio, de pronto abandonó el ministerio parro-
quial y entró en el seminario salesiano de Carabanchel Alto. El
cambio, tan súbito, no se debió a ningún fracaso ni a ningún des-
engaño. El mismo daba la explicación. Murieron sus padres, se
casó la hermana que le atendía y se sintió muy solo. El futuro se
le presentaba incómodo, difícil y no sin peligros. Ante tal pers-
pectiva, optó por acogerse al seguro de la vida religiosa. ¿Por qué
eligió la Congregación salesiana? Porque tenía de ella alguna no-
ticia por el Boletín y porque así se lo aconsejaron dos grandes
amigos suyos y bienhechores de nuestra Obra: don Emilio Mon-
tero y don David Touriño.
Los dos eran clérigos muy autorizados en la diócesis de Oren-
se. Don David, al morir, legó su copiosa biblioteca a la casa de
Carabanchel. Allí hemos encontrado años después libros bien va-
liosos con la estampilla de don David. Era el legado de un bien-
hechor bibliófilo. Dios se lo haya tenido en cuenta.
Don Ángel continuó en Carabanchel hasta el año de 1911. A
partir de esa fecha pasó por las casas de Baracaldo, Santander,
La Coruña, Astudillo y Pamplona. Su ocupación preferente en
esas casas fue la de Prefecto. Su sentido práctico, la costumbre
del ahorro aprendida en su casa y su espíritu de pobreza le hicie-
ron muy recomendable para tal cargo. En él se buscaba más al
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28.8 Page 278

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administrador fiel y buen conservador que al empresario con
imaginación y de grandes proyectos.
Desde Pamplona volvió a su tierra y su antiguo oficio, como
encargado de la parroquia de Vigo. De allí pasó a Madrid como
Rector de la iglesia de Atocha, hasta que el año 1935 es destinado
a Salamanca como confesor. Fue su última obediencia.
En Salamanca le sorprendió la guerra civil. La ciudad se po-
bló de uniformes y un ambiente nervioso, febril, la convirtió más
en cuartel general que en «alma mater».
El Colegio de María Auxiliadora no se podía sustraer a la his-
tórica coyuntura.
Al lado de las actividades escolares se movían los soldados de
la Legión Cóndor, y aunque todo se desarrollaba con la exactitud
de otro cuartel, según la disciplina proverbial de aquel centro, los
ánimos de salesianos y estudiantes vibraban al compás de aquella
vida, unas veces de sobresaltos y otras veces de entusiasmos.
El menos alterado era don Ángel, por su edad, de vuelta de
muchos avatares, por su temperamento impasible y asentado y
por su virtud, a salvo de oscilaciones.
Repartía su tiempo entre el confesonario, del que nunca se le
notaba ausente, sus rezos y las prácticas de la vida común, segui-
da con mecánica exactitud, incluido el patio. Se le veía en los
tiempos de recreo paseando por el pórtico, erguido, pausado, con
las manos cruzadas y haciendo girar los pulgares...
La edad y los achaques le pusieron más de una vez en trance
de gravedad, pero su natural vigoroso le hacía sobreponerse, re-
cobrarse y volver a la vida de comunidad. Con ocasión de una de
esas crisis, después de confesarse, hizo un «rendiconto» completo
al Director y le expuso con admirable precisión, lo que constituía
su modesto patrimonio: objetos, documentos, libros, pertenencias
y todo lo que, a su parecer, debía someter al conocimiento y
aprobación del Director una vez más.
El último asalto de la enfermedad le ocurrió el 7 de septiem-
bre, cuando en el colegio se estaba en las tareas de los exámenes
de recuperación de suspensos y se preparaba la fiesta de la Virgen
de la Vega y las ferias. El ya no las presenció. Durante algunas
semanas se vio obligado a guardar cama y esperar la muerte, que
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28.9 Page 279

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presentía cercana. Comulgaba todos los días, recitaba sus oracio-
nes y se entretenía con los hermanos que le acompañaban y asis-
tían. Todos le veían admirablemente resignado y se daban cuenta
de su empeño en no causar molestias y agradecer cualquier servi-
cio que se le prestase. Mostró su buen temple y su delicadeza has-
ta el final.
El día 1 de octubre, día de recepciones y de protocolo oficial,
el Director, que llevaba tan sólo en la casa una semana, se encon-
traba por la tarde atendiendo a las primeras visitas de padres y
alumnos. De pronto, el enfermero se presenta alarmado anun-
ciando un repentino agravamiento de don Ángel. La arterieescle-
rosis generalizada y la diabetes que venía padeciendo le atacaron
al corazón y apenas dieron tiempo para prestarle los últimos cui-
dados y leerle la recomendación del alma.
Al día siguiente, cuando los alumnos, con equipajes volumi-
nosos y caras mustias hacían su entrada en el colegio, don Ángel
salía para siempre de él, acompañado por los hermanos de la
casa, antiguos alumnos y numerosos amigos que se apresuraron a
expresar su pesar y la gratitud al salesiano cuya figura les era fa-
miliar. Le habían encontrado muchas veces en el confesonario y
le habían visto en los patios, como un asistente pacífico, el paso
lento, la mirada observadora y las manos entrecruzadas, como se
le quedaron para siempre.
A partir de aquel mediodía en que el duelo se despidió a la
altura del Campo San Francisco, muchos volvieron con el ánimo
abatido y con la comprobación que significaba la ausencia y la
privación de un salesiano observante, prudente y cumplidor. El
día de los Angeles Custodios don Ángel nos privaba de su com-
pañía.
Recogiendo sus enseres en la mesa y en el armario de su habi-
tación se encontraron varias cajas de chucherías y de objetos
abandonados por los chicos y que él había ido recogiendo y
guardando: trozos de lápices, botones, fundas de gafas, medallas,
insignias de solapa, monedas... ¿Morralla y desperdicios o eran
más bien reminiscencias de administrador meticuloso y «ahorra-
doriño», preciosos cultivos de un profesional de la vida religiosa y
muestras de su amor a la pobreza?
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28.10 Page 280

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Don Ángel no fue un empleado de la primera hora, pero
cuando entró en la Congregación entró de lleno. Su vida, de
ochenta y seis años, religiosamente vivida hasta el fin, compensó
su retraso. Bien la quisiéramos para nosotros, más que por su
prolongación, por su entereza y su ejemplaridad.
Descanse en paz.
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29 Pages 281-290

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29.1 Page 281

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JAVIER RUBIO IBANEZ
Sacerdote.
Nació en Manchones (Zaragoza) el 14-XI-1912.
Profesó en Gerona el 26-VII-1930.
Sacerdote en Pamplona el 29-VI-1939.
Falleció en Madrid el l-X-1979.
La fotografía que encabeza este apunte nos le ofrece corpulen-
to, con una corpulencia inusual y morbosa, semblante noble, ras-
gos blandos, mirada talentosa y bien portado. En otra imagen
más de fondo, don Javier era el sacerdote digno, religioso con-
vencido, espíritu sin complicaciones y hombre de bien, abierto y
sencillo, aunque no muy propicio a la amistad entregada y pro-
funda.
Nació en 1912 en Manchones (Zaragoza), si bien su infancia
transcurrió toda ella en Falces, pueblo de Navarra con historia y
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29.2 Page 282

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con riqueza: una vega fértil, iglesia monumental y el primer mar-
quesado de la región.
Su madre era maestra y su padre médico, con prestigio y muy
querido en el vecindario. Don Javier guardaba de él una carta
que leería muchas veces y asimiló en buena parte: «No sé si estoy
bien o mal —le decía poco antes de morir—. Muchas veces la
razón y la medicina me dicen que la cosa es grave y que mi vida
no será larga. Yo estoy conforme con esta idea y únicamente le
pido a Dios que no me haga sufrir mucho.» Esa actitud resignada
a no disfrutar, más que a sufrir, la compartió también don Javier.
Fue el segundo hijo de una familia acomodada en un pueblo
rico. Esa circunstancia no fue obstáculo a su vocación.
Sarria, Campello y Gerona fueron los primeros pasos de su
vida salesiana. El trienio lo hizo en Alcoy y estudió la Teología
entre La Crocetta y San José del Valle, coincidiendo con los años
de la guerra civil.
Al terminar el primer año de Teología en Turín, ante el cariz
que iba tomando la situación en España, escribe a su Inspector
consultando si debe venir a pasar el verano en la Inspectoría o
debe permanecer en Italia, i Se ve que algo más decía en aquella
carta, a juzgar por la contestación del Inspector, el padre Cala-
sanz.
«Tu carta —escribe— ha sido para mí un gran consuelo, pues
veo por tu parte tu decidida voluntad, y de otra, que has experi-
mentado la verdad de lo que tantas veces os he dicho, o sea, que
cuando nos entregamos a los superiores como debemos hacerlo,
encontramos en ellos los verdaderos padres que san Juan Bosco
quería que fueran para con todos...» Es un testimonio que dice
bastante a favor del que escribe y del destinatario, pese al marca-
do estilo que ahora llamaríamos «paternalista».
Fue ordenado sacerdote en Pamplona el 29 de junio de 1939.
Cuando murió haría de ello cuarenta años, como al año siguiente
haría los cincuenta de su profesión.
Las primeras obediencias como sacerdote fueron Azcoitia y
Horta. En este colegio desempeñó los cargos de Consejero, Cate-
quista y Director.
Dirigió durante dos años la fundación de Badalona. Allí, y en
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29.3 Page 283

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Rocafort después, tuvo ocasión de desplegar su dinamismo, su
celo y dotes de gobierno, al tiempo que se iba preparando para
las tareas que habían de definir su misión salesiana. Con expe-
riencia suficiente, estudios universitarios y madurez, está en con-
diciones de ejercer funciones de mayor compromiso y de alcance
más amplio.
En 1958 es destinado a Madrid, a la Casa Don Bosco, como
entonces se llamaba la Central Catequística.
Le trajo a la capital un fin determinado y una razón diríamos
coyuntural. No se vio muy cumplido ese intento, pero aquí le es-
peraban los años más fecundos de su apostolado y en esta Casa
encontró la sede que ya no había de abandonar.
Fueron los años primeros al frente de la Asociación de Anti-
guos Alumnos como Consiliario Nacional. Siempre ha sido éste,
y acaso más en aquellos años, un cometido difícil de llenar. Re-
quiere preparación, categoría humana, habilidad y virtud. Don
Javier lo desempeñó durante nueve años; tuvo que afrontar algún
caso particularmente espinoso: INGESA; potenció la Asociación,
dotándola de nuevos reglamentos e hizo oír la voz de los Anti-
guos Alumnos en el Capítulo General XIX.
Su actuación tuvo más de eficacia que de espectacularidad.
El año 1965 le encontramos como Delegado Nacional de
Cooperadores, cuando se trataba de dar a esta Asociación un
nuevo impulso por obra de don Rícceri, del Concilio y del Capí-
tulo General. En ambos cargos continuó y mejoró la trayectoria
trazada por el benemérito don Rodolfo Fierro.
El cuidado de esas Asociaciones y la redacción de la revista
«Don Bosco en España», el «Boletín Salesiano» y el «Boletín de
los Cooperadores» y su notable colaboración en «Alameda» lle-
naron sobradamente esos años y pusieron a prueba su capacidad
de trabajo y no menos de sacrificio.
Además de esas tareas que ocupaban su jornada hasta bien
altas horas de la noche, todavía encontraba tiempo para obliga-
dos desplazamientos dentro y fuera de España. Puso en marcha
la Obra del Tercer Mundo, los Hogares Don Bosco, la Obra del
Sagrado Corazón e incluso en fiestas y ocasiones de Familia Sale-
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29.4 Page 284

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siana, contribuía en sobremesas y encuentros con números de
humor y de ingenio.
A medida que las Obras mencionadas iban cobrando auge se
fueron desglosando y adquirieron nuevos colaboradores. Otros
fueron haciéndose cargo de ellas, con generosa cesión por parte
de don Javier, que, aun teniendo ocasión de seguirlas muy de
cerca, se guardó bien de ejercer la menor injerencia.
Saber actuar de lleno y saber retirarse de empresas en las que
se ha puesto entrega y cariño es obra que requiere discreción y
virtud. De ambas dotes hay que hacerle mérito a don Javier.
Pocas veces se le oyó hacer alusión a motivos de familia o
actuaciones llevadas a cabo por él, por más que, a cierta altura,
se viva un poco de mirar hacia atrás con ánimo comparativo, con
satisfacción o melancolía y sea éste un achaque bastante común y
muy excusable.
Todavía en los últimos años, relevado de sus funciones ante-
riores, con las facultades naturalmente mermadas, pero vigentes
aún, empleaba su tiempo, bien administrado, en traducir para la
Central Catequística, colaborar en publicaciones de la Familia Sa-
lesiana, atender a los Cooperadores de la Casa, mantener al día
su curiosidad intelectual y emplear sus ocios en quehaceres un
poco de afición y otro poco de utilidad.
Es muy difícil pretender decir en pocas líneas lo que se ha he-
cho en años y años de vida intensa y asidua.
Cuando había empezado a disfrutar de una relativa y bien
ganada jubilación, cuando podía prometerse años de vida por de-
lante, como al personaje de las inmortales coplas: «Vino la muerte
a llamar a su puerta.» Y vino de improviso. Se nos marchó como
le acaecía muchas noches, alegando cansancio, sueño o flaquezas
que le iban acechando. Cuando nos queríamos dar cuenta, había
desaparecido.
El 20 de septiembre fue su última jornada normal. Celebró su
Misa como a él le gustaba: solo y sin demasiados comentarios.
Leería los consejos de san Pablo a Timoteo sobre el ministerio de
la palabra y el rito de la ordenación: «No descuides el don que
posees, que se te concedió por la imposición de las manos de los
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29.5 Page 285

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presbíteros...» El episodio de la Magdalena con el pomo de per-
fumes roto y derramado a los pies del Señor. Esa podía ser su
vida.
La noche siguiente cayó enfermo con alguna afección de hí-
gado, al parecer no grave. En vista de la persistencia, el día 1 de
octubre el médico aconsejó trasladarle a la clínica a fin de intensi-
ficar el tratamiento o, en el peor de los casos, intervenirle.
Era mediodía cuando se le trasladó, bien lejos de pensar, ni él
ni los demás, que ya no regresaría a la que había sido su casa
durante veintiún años.
Clientes de la librería y transeúntes que le vieron trasladarse
por su pie y colocarse en la ambulancia, decaído y un poco ama-
rillento, le miraban con curiosidad y compasión. «Agora nos par-
timos; Dios sabe el ayuntar...»
Efectivamente, el reencuentro ya no se produjo, por desgracia.
Al atardecer nos llegó la tremenda y súbita noticia: don Javier
Rubio había fallecido.
Se produjo en todos la imaginable conmoción. La noticia era
tan fuerte como inesperada.
Salesianos, familiares y amigos, que ni siquiera tenían cono-
cimiento de su enfermedad, fueron llegando y pasando por la ca-
pilla ardiente.
Estaba revestido de alba y estola blanca; tenía un gran rosario
entre las manos y, al lado, las Constituciones.
La Misa de exequias, «corpore insepulto», fue presidida por
don José Antonio Rico y concelebrada por cuatro Inspectores y
salesianos venidos de las casas de las diversas Inspectorías. A todas
había llegado de alguna manera la enseñanza y el asesoramiento
de don Javier.
Fue enterrado en el cementerio de Carabanchel Alto, en el
panteón salesiano.
Allí le dejamos, bajo un claro sol de mediodía, junto a una
veintena larga de salesianos que yacen en comunidad de descanso,
de silencio y de esperanza.
Dios le tenga en su paz.
Para él nuestra oración sin amén y de él a nosotros, como
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29.6 Page 286

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petición, llamada y apercibimiento saludable, aquel versículo de
la Sabiduría:
«Enséñanos a calcular nuestros años
para que adquiramos un corazón sensato...»
301

29.7 Page 287

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DOMINGO DEL BOSQUE PIÑEIRO
Sacerdote.
Nació en Béjar (Salamanca) el 12-V-1924.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 6-IX-1942.
Sacerdote en Madrid el 24-VI-1951.
Falleció en Madrid el 6-X-1977.
Nació en Béjar un día de mayo de 1924. Las primeras letras
las aprendió, como sus hermanos José Manuel y Vicente, en las
Escuelas Salesianas. Los primeros fervores los sintió en su propia
casa, bajo la acción de su madre y de su padre, un nonagenario
todavía erguido que va en peregrinación a visitar a la Patrona y
tiene bien asimilado el estribillo: «De Béjar al Castañar y del Cas-
tañar al Cielo.»
A los seis años Domingo ingresaba en el Colegio Salesiano y
comenzaba una carrera que estaba por dar sus mejores frutos
cuando le sobrevino la muerte.
302

29.8 Page 288

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Tenía doce años cuando ingresó en el Aspirantado de Astudi-
llo, en los últimos años de don Pedro Olivazzo como Director.
De Carabanchel salió para el Noviciado de Mohernando. En
el informe de presentación se decía de él: «Piadoso, bastante inte-
ligente y de buen carácter.»
Unas notas de cuarto curso acreditan su buena disposición
para el estudio, sobre todo de Ciencias y Matemáticas, que habían
de ser su fuerte como maestro.
Los años que pasa en Mohernando como novicio y filósofo, y
en Orense y Santander, como trienal, completan sus conocimien-
tos y fraguan su vocación y su personalidad.
A la Teología llega ya el hombre con cierta experiencia, no
siempre estimulante, y con una conciencia un tanto crítica, en el
buen sentido, no siempre optimista, aunque sin amargura ni
mordacidad.
A pesar de la limitación de su vista, el rendimiento en los es-
tudios era más que aceptable. La miopía no menoscabó su inteli-
gencia. Tenía ideas, ideas propias y no era fácil en apearse de
ellas. Fue una de las pruebas y de los méritos en sus últimos años
de formación salesiana.
Ejerció su sacerdocio entre los colegios de Baracaldo y Gua-
dalajara, pero sobre todo en los de María Auxiliadora, de Sala-
manca, y del Paseo de Extremadura. Este último fue la palestra
principal de sus actividades. Era un sitio muy a propósito para
sus gustos y preparación, aquel colegio que la fundadora ideara
en un principio, allá por los años veinte, «como un colegio rico
para niños pobres».
La realidad vino a hacer con los años que ni el colegio fuera
tan rico ni los alumnos fueran tan pobres. Pero al menos en el
emplazamiento, por aquellos años, sí que era un centro privile-
giado. Una extensa terraza, al lado de la Casa de Campo y con
una panorámica espléndida, frente al Madrid más vistoso y go-
yesco. Allí pasó Domingo, en distintas etapas, veintiún años, el
cogollo de su vida profesional y sacerdotal.
Veintiún años de enseñanza son ya por sí solos un apostolado
bien eficaz. «La enseñanza ejercida a conciencia y prolongada du-
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rante años llega a convertirse en una rutina, pero es una rutina
saludable y la única que incide y cala en el alumno.»
Los alumnos, siempre de los cursos superiores, ejercitados ya
en el aprendizaje y aptos para el trabajo de formación intelectual
y moral, le proporcionaban un campo para moverse a gusto
como enseñante, pastoralista y predicador de Ejercicios Espiritua-
les. El cargo de Tutor del COU le vino de perlas y le permitió
encarnar una figura que él había acariciado largo tiempo antes de
haberse implantado oficialmente.
Seguía dando con rigor sus clases de Física y Matemáticas,
pero reservaba sus preferencias para lo que entendía más impor-
tante y más directamente educativo. Fue Consiliario de los Anti-
guos Alumnos, Encargado del Centro Don Bosco, «sede anima-
dora de múltiples actividades juveniles», Consiliario de la Asocia-
ción de Padres de Alumnos y redactor de la hojita colegial «Ale-
gres», lazo de unión y exponente de las múltiples realizaciones de
aquel gran complejo docente en la que con chispa mostraba pe-
riódicamente su amplia cultura y su ingenio.
Todo ello le obligaba a profundizar su preparación, a culti-
varse continuamente y a desplegar la iniciativa y el tacto que esos
apostolados requieren.
No tuvo cargos de alto gobierno, pero no los necesitaba para
hacer el bien y ganarse la estimación de sus asistidos. Bien se lo
probaron. Ya se sabe que muy a menudo ejercen más influencia
los ideólogos que los gobernantes. Tienen visión y poder de cap-
tación y no ejercen papeles que los malquisten.
Al cabo de estos años bien podemos imaginar que Domingo
se sentía plenamente realizado, sin el complejo que alguna vez
pudo morderle de no verse justamente reconocido y situado en
sus posibilidades.
«Estoy contento con don N. —se le oyó decir alguna vez—,
porque es un hombre que deja trabajar.»
Necesitaba lo que todos y lo que es el secreto de todo buen
gobierno: confianza.
¿Cuáles serían sus proyectos para el curso recién estrenado
1977-78?
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29.10 Page 290

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¿Cuántas tandas de Ejercicios tendría ya apuntadas en su
agenda, reuniones, encuentros, visitas de estudio?
Todas se las canceló la muerte. Morir cuando queda tanto
por hacer y cuando más a fondo estaría dispuesto a emplearse...
Murió de una enfermedad del corazón, él, que parecía tan ce-
rebral y dado a las Ciencias Exactas.
Los que estaban lejos de Madrid recibieron casi al mismo
tiempo la noticia de la enfermedad y la comunicación de su
muerte.
Esta le sobrevino en brevísimos días, fuera de casa y en con-
diciones de no poderse ver acompañado por quienes tanto interés
hubieran tenido en asistirle en tales momentos.
«Recibió con plena conciencia y profunda devoción los santos
sacramentos.»
El, que en sus oficios de predicador y consiliario de apostola-
dos sociales, tantas reflexiones agudas, originales, sacadas de tan
variadas fuentes, había hecho sobre la vida, ofrecía ahora la de su
propia muerte.
Ya se explican ciertas impaciencias y la sinceridad con que se
le oyó alguna vez lamentar la lentitud de ciertos procedimientos y
procesos de renovación... Casi sonaban a desesperanza o a de-
fraudación las palabras de una conversación amistosa, paseando
un recreo de mediodía por el embaldosado del patio, las manos
en los bolsillos, los pasos largos y la voz silbante:
«Desengáñese, don N., llevamos demasiado tiempo esperando
a Godot», decía, aludiendo al título de la comedia.
Por desgracia, el «godot» de la muerte llegó para él, tal vez,
demasiado pronto, a sus cincuenta y tres años. ¡El tiempo, que
no se detiene, «ni vuelve, ni tropieza...»!
La Asociación de Padres del Colegio, «como muestra de afec-
to y del respeto que le profesaban, concedió a don Domingo una
bandeja de plata». La recibió su padre, en homenaje muy emotivo
y postumo.
Dios le haya concedido ya un premio mucho más gratificante
y valioso que una bandeja de plata...
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MORO VILLORÍA
Sacerdote.
Nació en Salamanca el 11-111-1904.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1920.
Sacerdote en Vigo (Pontevedra) el 21-IX-1929.
Falleció en Madrid el 6-X-1978.
Nació en Salamanca el año 1904 de familia cristiana y salesia-
nísima. Su padre era muy adicto al Colegio de San Benito, cate-
quista ayudante del Oratorio y uno de aquellos antiguos alumnos
que se movían por el colegio como por su propia casa, hacían de
todo, conocían sus rincones y ahora se llamarían cooperadores.
Más que antiguos alumnos eran cuasi salesianos.
En aquella casa pequeña al lado de una iglesia monumental
surgió la vocación salesiana de don Isidoro.
Hizo el aspirantado entre Carabanchel y Campello, como se
usaba en aquellos años. El noviciado, en Carabanchel, bajo la di-
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rección del padre Castilla en su primer año de Maestro de Novi-
cios. Formaban un noviciado de 31 novicios. Algunos viven
todavía, son octogenarios y llevan nombres bien conocidos e ilus-
tres. Otros pasaron a mejor vida, después de haber trabajado
como buenos y haber dejado un largo reguero de ejemplaridad.
Don Isidoro no era el menos benemérito y respetable de ellos.
De chico no era de los más simpáticos y mejor plantados, no
era de los populares y amigo de amigos, pero tenía una capaci-
dad más que común: era serio, responsable y voluntarioso ya en-
tonces.
Después de la Filosofía, hecha en Carabanchel mismo, fue
destinado a Atocha para hacer el trienio. Fue un período bien
atareado e intenso, que recordaría siempre en tono de encomio y
hasta de discreta jactancia. Daba clase durante el día en Atocha,
por la tarde se trasladaba a Estrecho para atender a los adultos y
todavía le quedaban energías y ganas para preparar por la noche
las funciones de teatro, que eran la obligada tarea postescolar a la
que él se sintió siempre tan aficionado y dispuesto. Apuntaba ya
el escenógrafo que fue siempre y que, todavía en San Fernando,
unos meses antes de morir, tuvo arrestos para pintar una decora-
ción. Genio y figura...
Los excesos siempre se pagan, aunque se den por bien paga-
dos y no hagan escarmentar, como en el caso de don Isidoro. En
él, ya entonces, podía más la profesionalidad que la propia salud.
Tal vez por eso, siendo teólogo ya y próximo a ordenarse de sa-
cerdote, contrajo una enfermedad grave. Gracias a los cuidados
de su madre la superó. Lo recordaba y reconocía así con encari-
ñada admiración él, que se mantuvo siempre tan apegado a su
familia y afectuosamente asiduo a ella.
El 15 de agosto de 1928 hizo su profesión perpetua y se en-
tregó a Dios «con corazón desnudo y fuerte», según san Juan de
la Cruz, y un año después, el 21 de septiembre de 1929, en las
témporas de san Mateo, se ordenó de sacerdote.
Los primeros años de sacerdocio los pasó entre las casas de
Vigo, Estrecho, Santander, La Coruña y Deusto. Pasó por casas
de diversas zonas y modalidades, como para redondear su expe-
riencia antes de afincarse en la del Paseo de Extremadura, que
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fue la casa de su vida y de su desvivirse. La vio y la hizo surgir
de las ruinas de la guerra, la vio crecer y hermosearse, como una
criatura bienamada, y aunque no llegó a verla tan integrada y
completa como él y muchos otros hubiera deseado, con una igle-
sia basilical enseñoreando todo el conjunto, la dejó digna y visto-
sa, convertida en magnífica atalaya del Madrid más clásico y casi
en el «colegio rico para niños pobres» que la fundadora, doña
Rosa Cáceres, había acariciado en el primer proyecto. ¡Buenos
desvelos y buenos forcejeos costó la reconstrucción del Colegio de
San Miguel Arcángel! Allí don Isidoro vertió sudor y bilis. Cuan-
do se inauguró la obra, un día de finales de abril de 1961, el
Obispo, el Director General de Enseñanza, antiguos alumnos, in-
vitados distinguidos y público encomiaban, aplaudían sin reservas
y se interesaban por los pormenores de aquella construcción sur-
gida en el Alto de Extremadura como su mejor remate. La cere-
monia se cerró con la representación de una zarzuela, preparada
con todo el empeño por don Isidoro, que con aquella pieza ponía
la apoteosis de la Institución y de sí mismo. Se trataba de una
obra, de un teatro y de un escenario a su medida. No era un
hombre puerilmente vanidoso, pero bien puede decirse que aquel
día fue uno de los más llenos de su vida y que le relevarían de
muchos trabajos y no menos enfados. ¡Lástima que la pretendida
basílica se quedara en una cripta o en un salón de columnas sin
arte, que es la capilla! Las otras iglesias parroquiales salesianas de
Madrid han tenido mejor fortuna hasta el presente.
Pero la labor de don Isidoro, en el Paseo de Extremadura no
se limitó al edificio. A él le encomendaron la reconstrucción y la
prestancia que adquirió con los años, pero trabajó con el mismo
denuedo en otros sentidos.
La impresión que tienen de él los alumnos de los años cuaren-
ta es que era «un hombre fenomenal». Les daba clase de Religión,
de Matemáticas, de Letras, Dibujo...
Fue maestro de escena muy acreditado; en el patio estaba
siempre rodeado de muchachos; hablaba con ellos de todo: de
religión, de ciencias, de letras, del arte del día, política, deportes,
de las incidencias del colegio.
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Los alumnos se franqueaban con él porque los escuchaba y
porque guardaba lo que le decían.
Era hombre de confianza y de secreto. Se le veía más identifi-
cado con los alumnos —así les parecía a ellos— que con los
mismos salesianos. En las clases era competente y razonablemente
exigente, como lo era, incluso fuerte, de genio y enérgico hasta lo
descompuesto cuando se trataba de asegurar un cometido, impo-
nerse y hacerse obedecer.
Creencia y querencia van juntas en la pedagogía. Querer a
una persona es creer en ella, en cuanto hace y dice: una especie
de fascinación. Eso es lo que ejercía don Isidoro en aquellos mu-
chachos, que le siguieron igualmente adictos cuando traspasaron
los muros del colegio y pasaron a ser antiguos alumnos. De ellos
se podría asegurar lo que san Vicente de Paúl dice de los pobres:
«No agradecen, más aún, no perdonan lo que no se les da con
amor, porque lo que se les da sin amor no los beneficia: los hu-
milla.»
Como sucede en casos parecidos, sería difícil precisar si eran
antiguos alumnos salesianos o eran antiguos alumnos de don Isi-
doro y si el ascendiente que sobre ellos ejercía era pedagógico y
apostólico o personal.
En cuanto a su otra faceta destacada, se podría decir que fue
un arquitecto frustrado. Don Marcelino Olaechea quiso mandarle
a la Escuela de Arquitectura, cosa que no llegó a realizarse y no
porque la voluntad del Inspector no fuera ésa. Pasaba por enten-
dido entre los de dentro y los técnicos de fuera, que tomaban
muy en cuenta las iniciativas de don Isi —así se le llamaba fami-
liarmente—. Perteneció a la Comisión de Obras de la Inspectoría
desde que se constituyó y fue siempre un miembro efectivo de
ella. ¿En qué casa de formación no habrá huellas de la mano de
don Isidoro?
Tal vez adoleció de perfeccionismo y de la ambición con que
se proyectaron entonces otras obras.
Por otra parte, los superiores recomendaban con insistencia
«que se hicieran las cosas bien», pensando en el porvenir, que se
suponía iba a continuar en auge y tan boyante como en aquellos
años prósperos. Don Isidoro no se prestaba a chapuzas ni se do-
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30.5 Page 295

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blegaba a mediatizaciones. Lo que él emprendía tenía que llevarse
adelante según su criterio y responsabilidad. Eso le acarreó disen-
siones y momentos de tensión. Al que más le amargaban era a él
mismo.
Después de veinte años de vida entregada al Colegio y reclui-
da totalmente en él, hasta el punto de no haberse asomado a la
vecina Casa de Campo, tuvo que ser doloroso salir de aquella ca-
sa en la que tanto había bregado. Tuvieron que ser razones de
mucha conveniencia las que aconsejaron el cambio. Si cada uno
es él y su circunstancia, mucho más lo será cuando se ha puesto
un gran afán en crearla. Entonces, más que una separación, el ale-
jamiento supone una desgarradura.
Don Isidoro la afrontó con la entereza que cumplía a su per-
sonalidad.
En 1964 pasó al Colegio de San Fernando y allí vivió el resto
de sus años, que todavía fueron catorce. Una larga y dorada jubi-
lación relativa.
El no era de los jubilados que graciosamente describe el im-
ponderable padre Rodríguez: los criados beneméritos de las casas
grandes. «Ya no sirven —dice— sino para bien parecer, estarse
sentados en las puertas de los señores contando historias. Danles
la ración como a criados viejos, pero ya no privan ni medran ni
casi se hace de ellos memoria.» A buen servicio, tal pago.
Claro está que el padre Rodríguez lo aplica en muy otro sen-
tido, acertadísimamente, por cierto.
Los que conocimos a don Isidoro, aunque fuera poco tiempo,
en otra posición, nos preguntamos qué haría sin obras de las que
solía ser el celador, sin chicos ni antiguos alumnos ni tramoyas
que preparar.
Don Isidoro en San Fernando confesaba a chicos y grandes,
rezaba su breviario —bastante sobado—, alternaba con los her-
manos salesianos y escribía a máquina, escribía mucho a máqui-
na, dicen sus vecinos de habitación, a pesar de que la palabra no
fue nunca su fuerte, ni hablada ni escrita. ¿Que escribiría?
En alguno de sus momentos bajos, bastantes años antes, se le
oyó decir que, si tuviera tiempo y humor suficientes, escribiría
una memoria muy particular.
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En ella vertería sus experiencias y sus acideces y se titularía el
escrito «La gran mentira». El sabría por qué. No se sabe que lle-
gara a escribirla ni que en los últimos años tuviera motivos para
hacerlo en ese tono.
Se le veía afable, llevando la enfermedad o las enfermedades
con edificante resignación, con cierta alegría más bien. No era un
«enfermo lamentoso», un poco por virtud y otro poco por amor
propio y por no aparentar debilidad. Ya antes, cuando se le veía
con las piernas abotargadas por las úlceras y la mala circulación,
andaba trabajosamente y con visible cansancio y sufrimiento, él
no expresaba nada.
Eas últimas semanas, después de venir de vacaciones, su ros-
tro amarilleaba visible y progresivamente. Decían que de una
afección hepática alarmante.
Así sería, sin que en tal amarillez hubiera nada de tedio, de
desengaño y de tristeza, por más que él lo disimulase todo con
una sonrisa blanda y con la involuntaria altivez que da el sufri-
miento ineluctable.
Se dudó si operarle o seguir un tratamiento más cauteloso y
prolongado. Al final, la conclusión, también aquí, acabó en la
peor parte. A las tres horas de terminada la operación, un fallo
cardíaco acabó con su vida. Era el día 6 de octubre de 1978. fies-
ta de san Bruno. Don Isidoro entró en el gran silencio de la
muerte.
Cuando estaba en vida, un signo de su disgusto, de su contra-
riedad o protesta eran sus silencios, unos silencios duros, profun-
dos, crispados. ¿Quién no los habrá adoptado y preferido a veces
a la palabra alborotada y arrojadiza?
Este silencio de ojos cerrados y manos cruzadas en la mañana
de su funeral, «corpore insepulto», en la capilla del Colegio de San
Fernando se imponía a la atención de todos, haciéndonos callar y
pensar. Era el último salesiano que moría en el centro de la Di-
putación.
Murió al año exacto de la muerte de otro salesiano del Paseo
de Extremadura, don Domingo del Bosque. Los dos murieron en
los aledaños de Fuencarral, pertenecieron por mucho tiempo a la
misma comunidad, fueron amigos y bastante afines. Los dos es-
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tuvieron dedicados a los Antiguos Alumnos como a su parcela
predilecta y merecieron sendos galardones: una bandeja de plata,
en un homenaje postumo a uno y la medalla de oro de la Aso-
ciación a don Isidoro.
Dios les haya concedido ya, en una gloria pareja y encumbra-
da, galardones igualmente merecidos y mucho más valiosos y du-
raderos que la plata y el oro.
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PEDRO REUS BARCELO
Clérigo.
Nació en Campos (Mallorca) el 21-VIII-1872.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 23-VIII-1895.
Falleció en Béjar (Salamanca) el 9-X-1896.
La casa de Béjar se abrió el año 1895. Existía en España una
sola Inspectoría, al frente de la cual estaba don Felipe Rinaldi
como Inspector de todas las casas de la Península.
Esta casa tuvo muy exiguos comienzos, como tantas otras con
comienzos normales. Un proverbio popular dice que las cosas
que nacen grandes no son normales, son monstruos. En ese sen-
tido, la casa de Béjar tuvo un comienzo sumamente normal.
El primer Director nombrado fue don Vicente Schiralli, a
quien conocimos años después como Ecónomo Inspectorial y pin-
tor de cuadros a pirógrafo. Le acompañaban como componentes
de la comunidad naciente un clérigo y un novicio como agregado.
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30.9 Page 299

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El clérigo se llamaba Antonio Poch y el novicio Pedro Reus. Ese
era todo el personal, que no llegaba a formar comunidad regular.
Sin embargo, al año siguiente de la fundación contaba ya la
primera baja. «Casa hecha, sepultura abierta», dice el refrán. Así
pasó aquí.
Pedro Reus tenía a la sazón veinticinco años. Había nacido en
Campos (Mallorca) y compartió con don Vicente Schiralli los
trabajos y las experiencias de todas las fundaciones. Trabajó con
el espíritu del que se proponía ser verdadero hijo de Don Bosco y
como tal se esforzó en practicar la abnegación y la caridad que
las circunstancias pedían y que le hicieron digno del aprecio y del
cariño de cuantos le conocieron y trataron.
Su voluntad era buena y fuerte, pero su salud no lo era tanto.
Una enfermedad que se presentó primero como un catarro gástri-
co, a los ocho días degeneró en una anemia cerebro-espinal incu-
rable. No le fue posible abandonar el lecho y en pocos días dio
cuenta de su vida, después de recibir con lucidez y fervor los san-
tos sacramentos. Era el primer hermano que fallecía en Béjar,
una de las primeras casas de nuestra Inspectoría, y también el
primer hermano que fallecía en la Inspectoría de Madrid.
Por lo ejemplar de su corta vida y por la exactitud con que
trató de aprender y practicar nuestras Constituciones en este año
de su formación y de su actuación, podemos confiar en que fue
también uno de los primeros destacados al Cielo. Desde él seguirá
velando por la Casa y haciendo el bien que no tuvo tiempo de
hacer. Para ello le quedaba toda la eternidad.
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FRANCISCO PUCKO MAVRIC
Sacerdote.
Nació en Stara Cesta (Eslovenia-Yugoslavia)
el 24-111-1907.
Profesó en Radna (Eslovenia-Yugoslavia) el 24-VII-1924.
Sacerdote en Lubiana-Radkovnik (Yugoslavia)
el 18-VII-1934.
Falleció en Arévalo (Avila) el 16-X-1955.
Don Francisco Pucko fue uno de los yugoslavos a quienes la
segunda guerra mundial empujó hacia nuestras tierras en busca
de seguridad y en prestación de ayuda. Fue bien valiosa la que
prestaron él, don Walter, don Rudi, don Carlos... Mayor hubiera
sido todavía la que don Francisco hubiera prestado de haber vi-
vido los años que era de esperar de su natural fuerte, sano y
templado. Tenía el vigor, la sencillez y la campechanía de un la-
briego de los Alpes, a cuya orilla se crió.
Había nacido en Stara Cesta, junto a Cazanjevci (Eslovenia)
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31 Pages 301-310

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el día 24 de marzo de 1907. Sus padres se llamaban Andrés y
Verónica. Eran pequeños propietarios y buenos cristianos.
Hizo los estudios elementales en su pueblo y allí mismo tuvo
conocimiento de la casa salesiana de Verzej, conocida porque en
ella, hasta el final de la primera guerra mundial, se recogían los
llamados Hijos de María de distintas naciones del Imperio austro-
húngaro: eslovenos, eslovacos, alemanes y húngaros. Al terminar
la guerra, finales del curso 1919-1920, parten a sus respectivos
países los extranjeros y la casa se llena sólo de jóvenes eslovenos,
a los cuales se unió don Francisco, todavía adolescente.
Hace allí los cuatro años del aspirantado. Ya en los años de
Vercej aparece el muchacho inteligente en el desempeño de sus
deberes, piadoso, devoto de la Virgen y al mismo tiempo sereno,
jovial y con el carácter equilibrado y sin complicaciones con que
se le conocerá siempre.
Pasa el año del noviciado en Radna, bajo la guía de don Par-
toluzzi, su padre y maestro y después Inspector de Holanda.
La Filosofía la estudia entre Dadna y Luviana y el trienio lo
hace en Murska-Sabata, con entera normalidad y a satisfacción
de salesianos y alumnos.
En 1930 comienza la Teología en Luviana-Radkovnik, en un
estudiantado fundado con dificultades entre guerra y guerra y en
una Inspectoría que se iba construyendo al ritmo que le permitían
la escasez económica y una situación política poco despejada.
Acaso todas esas dificultades hicieron que se entregara con más
decisión a los estudios y a adquirir las virtudes sacerdotales que
iba a necesitar. Las dificultades son el roce estimulante y bienhe-
chor para los candidatos a esas metas de altura.
Su deseo de ser sacerdote se vio coronado con la ordenación,
que recibió el 18 de julio de 1934, año santo y año de la canoni-
zación de Don Bosco. Tenía entonces veintisiete, preparación y
energías para una vida larga y tan bien empleada como se podía
esperar de él.
El primer cargo que desempeñó fue el de Consejero Escolásti-
co de la Residencia Arzobispal de Zagrabia, donde se requería
una mano firme y resuelta.
El año siguiente fue designado Prefecto de la misma casa. En
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31.2 Page 302

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ese cargo él encontró su sitio y el cargo encontró al hombre indi-
cado.
Una ética profesional elemental y de buen sentido dice que,
para ser feliz, uno tiene que llegar a trabajar en lo que le gusta,
aunque accidentalmente tenga que estar dispuesto a trabajar en
otras cosas. Eso le pasó a don Francisco. Desde entonces va pa-
sando por el mismo cargo en las casas de Selo, Radkovnik y San
Tarsicio, de Roma. Hasta allí le llevaron los azares de la guerra,
que todavía le habían de llevar más lejos: a Arévalo. Aquí llegó
en 1948. Había terminado la guerra, pero Yugoslavia había caído
en poder de los comunistas y estaba en otra etapa de su asende-
reada historia. Nación heterogénea, mosaico de seis repúblicas,
complejo de razas, de religiones y paisajes, pasaba a ser una Re-
pública Popular «sui generis», rebelde a Rusia, con vetas de capi-
talista y liberal, pero cerrada a cal y canto y acero de hoz y mar-
tillo a toda acción evangelizadora y cristiana. «Dejad toda espe-
ranza», se decían con pena los que se veían cada día más lejos de
volver a sus lares virgilianos de pueblos dormidos al abrigo de las
alturas, casas de piedra y madera, secaderos para el trigo y el
heno... «¿Será cierto —se preguntaban también ellos entre año-
rantes y deseosos— que después de los años no veré los confines
de la patria, el techo pajizo de mi casa, que era todo mi reino...?
¿Tendrá un soldado impío, pasadas las cosechas, tan cultivados
novales...?» ¡La pena de los desplazados brutalmente...!
Ellos, y concretamente don Francisco, no se sentían tan lasti-
mosamente desarraigados de su tierra. Habían traído consigo
muchas cosas, como el pastor africano, «que lleva consigo su
casa, el dios lar, las armas, el can y el carcaj» y había encontrado
otras muchas entre los Salesianos de España.
Sintieron palpablemente la verdad de las palabras de Don
Bosco: «El salesiano que abandona una casa, encuentra cien.»
Don Francisco la encontró en Arévalo, entre los salesianos y los
aspirantes que comenzaban a incorporarse cuando él llegó, en el
año 48. Faltaban muchas cosas para llegar a ser el seminario de
cuarenta años más tarde, cuando estaba más completa la casa y
pasó a quedarse más despoblada. ¡Qué donaires tiene la vida...!
Seguro que don Francisco habría lamentado la despoblación de
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31.3 Page 303

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aquella casa por la que tanto se afanó durante los años que estu-
vo en ella. Fue su obediencia más larga y su permanencia más
estable. Vino de confesor e hizo de bastantes otras cosas. Atendió
a las almas y a los cuerpos. Lo mismo se le veía puntualmente en
el confesonario que en la clase, en el patio o en la granja.
Llevaba el peso de las confesiones de los trescientos aspirantes
y salesianos asiduos penitentes y frecuentantes regulares de este
sacramento, cuando estaba muy lejos de la baja que ahora se ob-
serva y se lamenta en él. Eran los tiempos en que se daban cita
ante el tribunal de la penitencia chicos y grandes y se encontra-
ban en mezcla ejemplar alumnos y salesianos, sin que el hecho
llamara la atención lo más mínimo.
Hombre maduro, ponderado y experto, don Francisco era
muy indicado para desempeñar ese ministerio.
Empleaba pocas palabras, pero las suficientes para persuadir,
tranquilizar y disipar dudas y penas de penitentes. Se podía decir
de él lo que en su tiempo se decía del padre Cafasso: «Gozaba
fama de saber confesar de forma clara y fácil, de consolar y ani-
mar a las almas sin dejar dudas en ellas...»
Ayudaba a los muchachos a formarse la conciencia que reco-
mendaba don Bosco, el confesor de mayor número de jóvenes:
«Una conciencia recta y delicada, sin escrúpulos.»
Don Francisco no era sólo confesor. Daba clase de Matemá-
ticas, aparecía a menudo en el patio, aquel patio bullicioso y pol-
voriento de Arévalo que le gustaba ver animado con los juegos
tradicionales. Su índole y su experiencia de Prefecto, que había
sido su fuerte, se avenía bien con los números y con sus aficiones
de agricultor y granjero. De sus años de escuela recordaría y tra-
taba de traducir en la práctica los versos de aquella sátira de Ho-
racio: «Hoc erat in votis»...
«Sólo esto deseaba: un poco de terreno,
un huertecillo al pie de mi ventana,
un bosquecillo al lado y en su seno
el brote cantarín de una fontana.»
Todo eso encontró en la granja que el seminario tenía fuera del
pueblo. Don Francisco la frecuentaba y la cuidaba con el esmero
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de un buen ayudante de administrador. Se empleaba en ella por
su afición campera, aprendida desde la infancia, y por su voca-
ción de ecónomo: para allegar recursos a la alcanzada economía
de la casa.
Todos eran pocos y bien se lo hacía ver el infatigable e indus-
trioso don Anselmo, que encontró en él un eficiente colaborador.
Los dos hacían buena yunta en quehaceres de ahorrar y buscar
recursos para una economía siempre de vía estrecha. Era la mis-
ma preocupación que le hacía ingeniarse en coleccionar sellos,
hasta reunir colecciones bien cotizables y arreglárselas para poder
proveer a su Inspectoría yugoslava de sotanas y breviarios para
sus seminaristas. El ambiente de pobreza en que se movió siem-
pre dejó en él amor y hábito de esta virtud y le prepararon para
el cargo que, en cierto modo, desempeñó siempre: el de buen
administrador.
Llevaba diez años en Arévalo. Había pasado allí la década del
crecimiento de la casa en tantos aspectos. Estaba perfectamente
identificado con ella, como se está siempre con una obra a la que
se ve y se ayuda a crecer.
Un domingo de octubre de 1955 —la Misa bien oída y cele-
brada— salió con don Anselmo a visitar la granja del colegio, la
granja que llevaban al alimón entre uno y otro. Iban en bicicleta.
Casi a la altura del puente, don Francisco se paró en seco. Hizo
algún gesto extraño y se le oyó decir: «¡María Auxiliadora, María
Auxiliadora...!» Ni siquiera terminó la jaculatoria...
Una trombosis cerebral puso fin a su vida de una manera
fulminante.
Don Anselmo no tuvo tiempo más que para darle la absolu-
ción.
La muerte le esperaba en aquella curva por la que tantas ve-
ces había pasado en paseos de ida y vuelta hacia la granja, «la
otra media despensa de la casa», como la llamaban los beneficia-
rios de sus productos.
«Don Francisco ha muerto», se decían inconsolables los aspi-
rantes al enterarse de la triste noticia. Le habían visto siempre tan
sereno y tan entero que les costaba creerlo. Les parecía imposible.
319

31.5 Page 305

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Salesianos y aspirantes se sucedieron en turno seguido durante
la capilla ardiente.
Gran parte del pueblo de Arévalo y todos sus estamentos
asistieron a los funerales. Todos estaban persuadidos de que per-
dían en don Francisco a una gran persona y a un buen amigo.
Sobre su rostro, plácidamente sereno e inalterado, se reflejaba
la paz que él había infundido tantas veces en las almas de sus
penitentes.
320

31.6 Page 306

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ANTONIO CASTILLA ORTIZ
Sacerdote.
Nació en Huelva el 2-1-1874.
Profesó en Ivrea (Italia) el 4-1-1894.
Sacerdote en Turín el 27-V-1899.
Falleció en Madrid el 17-X-1928.
Don Antonio Castilla —el padre Castilla, como se le llamaba
con respeto— tiene todavía
alumnos, provectos y bene-
méritos bastantes de ellos. Hacen honor a su maestro de novicios.
Y tuvo dos grandes asesores y modelos: don Miguel Rúa y don
Ernesto Oberti, dos buenos padrinos
un lanzamiento, dos
flotadores para una travesía.
Nació en Huelva en 1874, Fue
y vocación de Utrera,
al igual que otro
formador de salesia»
nos, don José
el noviciado en
Sarria y, con el fin de
el
militar, cuando no existía
321

31.7 Page 307

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el expediente de la objeción de conciencia, pasó a Italia. En el
Oratorio de Turín hizo la primera profesión y la perpetua en Ivrea
el año 1894. La Filosofía y la Teología las estudió al mismo
tiempo que atendía al «Boletín Salesiano» en su edición española,
hacía de catequista en el Oratorio Festivo y estaba a las órdenes
de don Rúa como secretario para la correspondencia en lengua
hispana.
Ahora llamaríamos a toda esa actividad pluriempleo bien lle-
vado.
Vuelto a España, ya sacerdote, en 1899, es destinado a Ato-
cha, donde hace de colaborador y brazo derecho de don Ernesto
Oberti. Prefecto de la casa, secretario del Inspector y encargado
de Cooperadores durante seis años, todo a la vez y sin contar con
que su salud no era robusta. Continúa en Atocha como Director
durante cuatro años y en 1914 es nombrado Director de Talavera
de la Reina. Allí su campo de trabajo fue más estrecho y su vida
menos feliz. A los achaques de su salud tuvo que añadir las difi-
cultades de la fundación y de la fundadora, buena, pero capricho-
sa y dominante. A los cuatro años, en 1918, vuelve a Atocha, al
frente de la iglesia y de los Cooperadores. En ese marco se en-
contraba más a gusto, pero le duró poco. Al año siguiente es des-
tinado a Carabanchel como maestro de novicios. Allí sigue hasta
1927, cuando se le declara la grave enfermedad que puso fin a su
vida en el Paseo de Extremadura. Debería haber atendido a la
Prefectura, a los Cooperadores, proveer a su salud, acondicionar
la casa (en sus comienzos todavía) y cultivar el elenco de perso-
nas pudientes que le conocían y le apreciaban sobremanera. Todo
se frustró.
El cáncer, implacable, acabó con él a los cincuenta y cuatro
años, la mitad del camino de su vida. Vivió lo suficiente, trabajó
todo lo que podía pedírsele a un honesto salesiano y sufrió mucho.
Decían era serio, desabrido y geniudo. El mismo lo reconocía;
«Soy un poco áspero, malhumorado, pero tengo buen corazón.»
y grande, como
que ser las virtudes que
defectos para
el cariño y la confianza
de los novicios, tan medrosos, y la veneración que le dispensaban
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31.8 Page 308

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los Cooperadores, por su continente digno, su corrección, su
buen trato y virtud.
Bien se lo demostraron en la consideración que le guardaban
y en las ayudas que le hacían llegar entonces, que cooperador era
sinónimo de bienhechor.
Lo que pasa es que «cuando el cuerpo está enfermo, todo el
hombre lo está», por mucho que haga por sobreponerse, y él lo es-
tuvo desde muy joven. Don Rúa le curó milagrosamente de una
enfermedad que venía arrastrando desde hacía doce años, con
vómitos de sangre y fuertes dolores. En 1906, apenas recibir su
bendición, se curó.
Eso contribuiría a aumentar la admiración que profesaba a
don Rúa. Estaba convencido de su santidad, hablaba con verda-
dero entusiasmo de su manera de hablar, de rezar, de resolver los
asuntos.
De don Oberti ponderaba el ingenio, la paternidad y la deli-
cadeza de trato y de los dos copió la piedad, el amor a la Con-
gregación y la firmeza en conservar las tradiciones. Guardaba ías
prácticas de piedad y las hacía guardar meticulosamente.
Su amor a la Congregación era intransigente; le dolían las
deserciones de algunos, contadísimos entonces, o el desafecto de
otros. Ese mismo celo le hacía, a veces, pesimista y alarmado ante
el porvenir. No había asimilado aquello de «... El sol es viejo y
cada día / joven renace y nuevo en la alborada...».
En 1922 estaba en Carabanchel, en pleno desempeño del car-
go de maestro de novicios. No era la sede más cómoda para sus
exigencias. Convivían, como mejor podía ser, 32 novicios, 26 filó-
sofos y 90 bachilleres. Después de la Visita Canónica dejaba escri-
to don Binelli este parrafillo, que tiene sus entrelineas: «Un poco
embrollado el noviciado con el filosofado y el colegio; se busca
que tenga pronto su personal y local propios, pero cumple bien
su misión. El Inspector está personalmente satisfecho con el
maestro de novicios. En la imposibilidad de encontrar una perso-
na que lo haga mejor, se contenta, por razonables motivos, con el
actual, don Antonio Castilla...»
No es un elogio ni una defensa muy subidos que digamos,
pero en el estilo de don Binelli, es positivo y favorable a don An-
323

31.9 Page 309

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tonio, cuya figura y proceder no todos veían con igual aprobación.
Eso ni es nuevo ni es significativo.
Don Antonio murió en el Paseo de Extremadura, el colegio
que se levantó sobre los terrenos adquiridos por él como dona-
ción de la familia Cisneros. Quería honrar de esa manera la me-
moria de su hijo Miguel, conocido y asistido espiritualmente en
su día por don Antonio. Fue una de sus aportaciones a la Inspec-
toría. Muchas más hubiera hecho si el mal que venía padeciendo
le hubiera permitido cumplir sus deseos y las intenciones de los
superiores al mandarle al colegio de San Miguel Arcángel.
Cinco días le quedaban de vida. Comulgó, se hizo administrar
los santos sacramentos y la bendición apostólica, pidió perdón a
todos, se hizo leer la recomendación del alma y, besando el cruci-
fijo, tras una breve agonía, expiró.
Como todas las almas fervorosas, sintió una acendrada devo-
ción al Corazón de Jesús. Se la fue inculcando a sus novicios y a
numerosos dirigidos. Tenía una estatuilla sobre la mesilla de no-
che. Durante la penosa enfermedad, le dirigía frecuentes miradas,
que eran ofrecimiento y
sin palabras.
En sus últimos días repetía y saboreaba las letanías del Sagra-
do Corazón: los títulos que se le tributan, teológicos y de nueva
piedad, las peticiones que se van desgranando, sobre todo las que
iban a tener inmediato cumplimiento: «Corazón de Jesús, salva-
ción de los que en Ti esperan; Corazón de Jesús, esperanza de los
que en Ti mueren, ruega por nosotros...»
324

31.10 Page 310

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FRANCISCO GONZÁLEZ CARIDE
Clérigo.
Nació en Puente Mayor (Orense) el 4-X-1915.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 1 -IX-1932.
Falleció en Salamanca el 18-X-1935.
Era el más joven del curso o lo parecía; callado y tímido. En
los estudios se defendía sin brillantez, así como en las demás acti-
vidades y en los deportes. Era un muchacho comente, en la apa-
riencia al menos, puesto que la verdadera interioridad no la per-
ciben los compañeros ni los mismos superiores a veces.
Había nacido en Puente Mayor (Orense) el año 1915. Entró
de alumno en el colegio salesiano de Orense en tiempo de don
José Peiteado como Director.
De allí fue al Paseo de Extremadura con uno de los grupos de
alumnos que llevaba todos los don José. Los aspirantes le
recibían bien a salesiano.
325

32 Pages 311-320

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32.1 Page 311

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Era simpático y tenía algo de pintoresco, con un acento muy
gallego y ya era conocido porque traía al Aspirantado decenas de
alumnos y regalaba almendras de Allariz, blancas, azucaradas y
sabrosas.
Paco, como le llamaban familiarmente los compañeros, estaba
en cuarto curso de latín aquel 11 de mayo de 1931 por la tarde,
cuando una turba de incendiarios se acercaron al colegio con in-
tención de prenderle fuego, como estaban haciendo a la misma
hora otros con el templo de Santa Teresa, el colegio de Areneros,
de Maravillas y bastantes más. El desparpajo de los aspirantes,
que dieron cara a la situación y la aparición de un piquete de la
Guardia Civil desarmaron a la multitud que llenaba la calle de
Repullos y Vargas y la hicieron desaparecer con presteza. Desde
el patio del colegio, en alto y completamente despejado, como
desde un inmejorable mirador, se veía el espectáculo de iglesias y
conventos incendiados, humeando en aquella tarde de mayo, «bien
poco luminosa». La aventura terminó felizmente para el colegio,
que en aquella ocasión fue respetado, pero las consecuencias no
se hicieron esperar. Don Marcelino Olaechea, que era el Inspector,
ordenó dar por terminado el curso escolar y mandar a los aspi-
rantes de vacaciones hasta que se serenaran las aguas. Fueron
unas vacaciones que duraron cinco meses, lo suficiente para dar
al traste con muchas vocaciones.
Francisco González y bastantes más de sus compañeros las
terminaron antes: se mantuvieron perseverantes y volvieron para
empezar el noviciado en Mohernando. Se reunieron en total vein-
te, que no eran pocos para aquellas circunstancias, dieciséis estu-
diantes y cuatro coadjutores. Salvaron aquel primer bache y se
mantuvieron, de momento, un grupo compacto y jovial, que se-
guramente habría perseverado si no le hubieran esperado todavía
demasiadas pruebas, hasta no quedar de todos ellos más que un
representante, dicho sea en mérito de él.
Como en los desastres del santo Job, de este curso y de algu-
no más que le siguió, no quedó más que uno que pudiera hacer
de mensajero. «Remansi ego solus ut nuntiarem tibí», dice el texto.
Quedé yo solo para poder contarlo. Y es que no se puede some-
ter la virtud a pruebas demasiado difíciles. Lo dijo Balines. ¿Qué
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32.2 Page 312

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decir si esas pruebas, además de duras, son innecesarias y provo-
cadas adrede, como han sostenido después algunos pretendidgs
formadores?
No sabemos cuál habría sido la suerte de Francisco González
y su capacidad de perseverancia. Por desgracia, no tuvo tiempo
de probarlo.
Hizo su noviciado normalmente, «sin nada de extraordinario
en su vida exterior».
Estudió el curso de Filosofía con alguna alteración en su sa-
lud, que le obligó a interrumpir los estudios por una temporada.
Al terminar su preparación fue destinado al colegio de Estrecho
para comenzar el trienio. «Trabajó denodadamente como asisten-
te y maestro; el amor al deber, la seriedad en preparar e impartir
la clase, el empeño en su comportamiento y su buen espíritu sale-
siano le hicieron querido de salesianos y alumnos.»
En septiembre de 1935 la obediencia le destinó al colegio de
María Auxiliadora (Salamanca) con el mismo cometido.
Al emprender el viaje para trasladarse, ya en la estación del
Norte, un percance fortuito y lamentable, y del que se han dado
varias versiones, le causó uri gran disgusto. Para- su temple, un
tanto apocado y medroso, supuso un verdadero trauma. No sabe™
mos si sería consecuencia de ello o un azar de su salud; a las muy
pocas semanas de llegar a Salamanca, se sintió aquejado de un
fuerte dolor de cabeza que pronto degeneró en meningitis y en
pocos días le puso al borde de la muerte. Se aprovechó un mo-
mento de lucidez para confesarle y administrarle la Extremaun-
ción; el Viático ya no lo pudo recibir. Murió a los veinte años
apenas cumplidos y antes del mes de su estancia en Salamanca.
La muerte segó su vida y las esperanzas que había hecho concebir.
Se dice del tiempo que es un gran maestro; lo malo de él es
que mata a sus discípulos cuando han aprendido.
A Paco no le dio siquiera tiempo de aprender. A cambio de
ello, Dios le tenga en su eternidad.
327

32.3 Page 313

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HONORINO TEJEDOR BRAVO
Sacerdote.
Nació en Collazos de Boedo (Falencia) el 21-IV-1921.
Profesó en San José del Valle (Cádiz) el 28-VIII-1939.
Sacerdote en Carabanchel Alto (Madrid) el 21-VI-1948.
Falleció en Madrid el 21-X-1984.
Don Honorino vivió
y años y estuvo enfermo
buena parte de ellos. Si del sufrimiento se pudiera sentar cátedra,
sería un gran profesor.
En una forma o en otra, física, psíquica o moralmente, le
acompañó la mayor
de su vida. Es una de las personas de
quienes se podría
«Hay
a
como a la
la gloria,
las piedras,
coja...»
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32.4 Page 314

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Nació el 21 de abril del año 1921 —murió otro día 21— en
un pueblecito de la provincia de Falencia, al norte, entre Saldaña
y Cervera: Collazos de Boedo. Un pueblo pequeño de siempre,
frío y pobre. Los cereales son toda su riqueza.
Conoció a los cinco años las hieles de la orfandad. Se le mu-
rió el padre y se le murieron después varios de sus hermanos, que
eran cuatro. La muerte se había aficionado a aquella casa como
para amargar la infancia y la vida de los supervivientes. Honori-
no recordaba frases de su madre parecidas a las de Mamá
Margarita: «¡Ya no tienes padre...!», como apuntando un vacío
imposible de llenar. Por fortuna, él también contó con la sombra
protectora de un sacerdote, el párroco del pueblo, que le distin-
guía como a su monaguillo más dispuesto.
Fue el despertador y el orientador de su vocación misionera y
sacerdotal, que esas dos cosas aspiraba a ser el acólito. Tras de
esos dos ideales de niño ingresó en el colegio salesiano de Astudi-
llo el año 1934. Sería el Director don Esteban Ruiz. El año 1938,
en plena guerra, va a San José del Valle para hacer el Noviciado.
Allí comenzó a conocer la Congregación, el trabajo y la alegría
salesiana. Por primera vez se sentía feliz y aprendió a sonreír con
franqueza y con frecuencia. Así lo viene a decir en sus memorias.
Terminado el Noviciado y la guerra fue a Carabanchel. Entre
los aspirantes a los que tenía que asistir había algunos mayores
que él, pasados también por la guerra. En Salamanca, con otros
estudiantes rezagados a causa de la misma guerra, estudió la Fi-
losofía. Nuestro profesor era el polifacético y originalísimo don
Manuel Caamaño. Honorino era de los más despiertos del grupo
y de los que obtuvieron mejor nota. Tenía buena cabeza y los
estudios anteriores más frescos que los demás. En Béjar hizo el
primer año de Trienio y los otros dos en Salamanca, en el Cole-
gio de María Auxiliadora, que era la mejor palestra de clérigos.
Le quedó un recuerdo grato de aquellos dos años.
Los clérigos iban siendo ya algunos más, estaban muy unidos
y se alegraban mutuamente la vida sin pausa que se llevaba.
En Carabanchel encontró superiores ejemplares. Gracias a
ellos y a la buena disposición de los teólogos, el ambiente era
grato y estimulante. Nada problemático, porque la edad y las cir-
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32.5 Page 315

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cunstancias los habían hecho ir a la Teología con todos los pro-
blemas resueltos.
Se ordenó de sacerdote el 21 de junio de 1948. La función de
las Primeras Misas tuvo lugar en la iglesia del Asilo, como en
tantas otras ocasiones solemnes. La presidió Honorino rodeado
de sus compañeros de curso, tan emocionados y con la voz tan
entrecortada como él.
Pocos días después recibió de don Emilio Corrales la primera
obediencia, poco halagadora: Consejero del Colegio de San Fer-
nando, que estaba para abrirse, mejor dicho, para pasar a manos
de los Salesianos. Fue a su pueblo a cantar la Primera Misa y se
incorporó en los primeros días de julio a su primera encomienda.
Un Consejero nuevo para un alumnado viejo, desmandado y
numeroso.
Para todos fueron años difíciles, pero más que para otros para
el que tenía que pechar más directamente con la disciplina. A ve-
ces se sentía desbordado y le venían intentos de tirar la toalla.
Mandaba papelitos al Director con mensajes de SOS como éste:
«Si no me veo más apoyado, me retiro.» Se necesitaba un aguan-
te de santo y un arrojo de legionario. A don Honorino le faltaba
todavía entrenamiento para las dos cosas. Fue para él un trienio
heroico.
No sabemos si como compensación o como nueva prueba, fue
nombrado Director de la Casa de Béjar en 1951. Aunque parezca
extraño, salió de San Fernando con un poco de tristeza. Será por
aquello de que «lo peligroso del mal es que nos acostumbramos
a él».
A pesar de estar en una ciudad sanatorio, al año de estar en
Béjar enfermó de tuberculosis. Comienza ahora su peregrinación
doliente.
La mayor parte de su vida restante transcurrirá en sanatorios,
clínicas o enfermerías. Es triste, pero no es del todo pesimista su
apreciación: «El sufrimiento es mi segunda vocación.»
Tuberculosis, trombosis, cirrosis se darán cita en su organis-
mo como en un acerico de enfermedades punzantes, largas, de-
primentes, «Voy a cumplir pronto mis bodas de plata con la en-
fermedad», decía con cierto humor negro poco antes de morir.
330

32.6 Page 316

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Sufría la enfermedad y las adherencias morales y psíquicas de la
enfermedad: sentirse desatendido, aislado, incomprendido. No era
verdad, pero él sufría y se quejaba como si lo fuera. A pesar de
eso, o tal vez por eso y por su reserva de espíritu sacerdotal y de
apostolado, se acercaba a los otros enfermos, del SEAR, de Itu-
rralde, y de los sitios por donde pasó como paciente, incluso
como aparentemente alegre enfermo. La alegría que él no tenía
trataba de infundírsela a los demás y ser «ángel consolador»; así
lo dice él mismo.
En los intermedios de salud de que disfrutó durante los años
del 51 al 69, pasó algún tiempo en el Parque de Automovilismo,
cuatro años en el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, hizo de
profesor de Moral con los jóvenes sacerdotes del Curso de Pasto-
ral y desempeñó por cinco años el cargo de Administrador de la
FERE. Era éste un cargo delicado y de mucha confianza y deli-
cadeza de conciencia. Requería también sagacidad para resolver
los problemas que se planteaban.
Entre la enfermedad y estos ministerios, don Honorino tuvo
que estar bastante tiempo fuera del ámbito de la comunidad, con
el inconveniente que ello implica para la vida metódica y discipli-
nada.
Aprovechó sus ocios forzados para llevar al día su diario y
dejarnos por escrito muchas impresiones y reflexiones interesan-
tes. Esas memorias eran para él un amplio examen de conciencia
y un desahogo, además de un ejercicio literario a su manera.
Las circunstancias le permitieron y le obligaron a cultivarse
intelectualmente.
Se prestaba con gusto a la predicación de novenas, ejercicios y
triduos.
Su oratoria era un tanto culteranista y difícil. Reconocía que
no siempre era entendido, más que por lo subido de la predica-
ción, por la impreparación de los oyentes.
Como confesor, era acertado y aceptado por las comunidades
a las que tuvo que atender.
No obstante, su apostolado más personal y eficiente fue el del
sufrimiento.
Juan Pablo II ha dicho que «el sufrimiento humano tiene di-
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32.7 Page 317

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mensiones impensables de grandeza, de finalidad y de fecundi-
dad». Bien llevado, hace posible su comparación, siquiera sea de
lejos, y su vinculación a la cruz de Cristo.
Para don Honorino, como para tantos otros «sufridores», fue
motivo de muchas vacilaciones y de momentos de tortura y de
desconcierto espiritual.
Los últimos cuatro años los pasó en el Colegio de San Miguel
Arcángel como enfermo ya sin remedio. Tuvo tiempo sobrado
para hacer de la enfermedad una cruz para sí y una bendición
para la Casa.
Murió en la clínica ICE, rodeado de algunos familiares y de
cinco salesianos, que le acompañaban rezando el rosario. «Ruega
por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...»
Toda el avemaria era para él.
Le enterraron en Carabanchel un mediodía de sol espléndido
de otoño. El público era numeroso, mayor de lo que el difunto
podría imaginarse en su complejo de desestimación y de abando-
no. No estaba tan solo ni tan ignorado...
¡Lástima que la comprobación de tanto acompañamiento fue-
ra demasiado tardía...!
No le podemos quitar ni una tilde de mérito al sufrimiento.
Fue un enfermo casi de por vida que tuvo ocasión de asistir, con-
solar y animar a otros enfermos. Les haría muchas veces la con-
sideración socorrida y acaso convincente:
«No podemos comprender por qué Dios obra de una u otra
manera. Pero por experiencia podemos llegar a saber que obra
bien obrando así...»
A estas alturas, don Honorino tendrá ya bien aprendida esa
ciencia y esa experiencia.
332

32.8 Page 318

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ERNESTO OBERTI PORTA
Sacerdote.
Nació en Cuneo (Turín) el 7-V-1854.
Profesó en Lanzo (Turín) el 20-IX-1872.
Sacerdote en Cásale el 23-VI-1876.
Falleció en Roma el 28-X-1904.
Los Salesianos vinieron a España el año 1881. La primera
Casa fundada fue Utrera, la cuna de la Congregación en nuestra
patria, una cuna surgida entre trigales, viñedos y olivos: los dones
de la Tierra Prometida, los regalos del Pueblo de Dios. La Virgen
de la Consolación y María Auxiliadora hicieron sociedad y se re-
partieron la piedad de aquel pueblo andaluz.
En 1892, once años más tarde, se fundó la primera Inspecto-
ría, con el título de Inspectoría Ibérica. Se le asignó como Inspec-
tor a don Rinaldi y contaba cinco casas: Utrera, Sarria, Rocafort,
Gerona y Santander (Viñas).
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32.9 Page 319

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En 1901 don Rinaldi deja de ser Inspector para pasar a ser
Prefecto General. Deja fundadas 20 Casas. Se ve que el movi-
miento de expansión en estos nueve años fue más rápido, en con-
tra del principio: «Motus in fine velotior.»
En 1902 se crean las tres primeras Inspectorías de la Península:
la Bética, la Tarraconense y la Céltica, bajo el mando, respecti-
vamente, de don Pedro Ricaldone, don Manuel Hermida y don
Ernesto Oberti como Inspectores.
Don Ernesto Oberti fue, por tanto, el segundo Director de
Utrera y el primer Inspector de Madrid. Sucedió en Utrera a don
Juan Branda cuando, a los tres años de estancia en Andalucía,
éste pasó a ser Director de la Casa de Sarria y el fundador de la
misma.
Don Ernesto vino con la primera expedición de Salesianos
fundadores de la Congregación en España. Ocupó el cargo de
Prefecto por tres años en Utrera, quince el de Director y tres el
de Inspector en Madrid. Su carrera fue breve, pero brillante. Mu-
rió cuando tenía sólo cincuenta años.
Nació en Cuneo (Turín). Su padre era médico, a pesar de
que sus sencillos admiradores de Utrera le suponían hijo de un
marqués, por su porte y su distinción. Tenía tipo, semblante y
modales de prestancia. Destacaba sobre los otros hermanos de la
primera comunidad, incluso sobre don Juan Branda, menos airo-
so y señorial.
Hizo la primera profesión a los veintidós años y el trienio
práctico en Valsalice, colegio para los hijos de la clase media sub-
alpina.
Se ordenó de sacerdote en 1876 y fue designado por el mismo
Don Bosco para formar parte de la primera comunidad destacada
a España.
Apenas llegar, se dedicó con ahínco al estudio del español,
para poder cuanto antes predicar en la iglesia del Carmen. Se es-
trenó como maestro con el primer alumno que llegó al colegio:
Pedro Muñoz, un rapazuelo humilde, homólogo de Bartolomé
Garelli.
Los que le conocieron y han dado testimonio de él de alguna
manera son unánimes en asegurar que era una gran persona. Te-
334

32.10 Page 320

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nía talla y arte de Director salesiano nato. Después de don Ri-
naldi —dicen— era el salesiano más parecido a Don Bosco en la
España salesiana de entonces.
Encarnaba la figura del maestro y padre espiritual de la co-
munidad.
Se hacía querer y respetar de los Salesianos y de los alumnos
por su amabilidad y su porte de hombre de Dios. Llegó a adue-
ñarse del corazón de los alumnos de tal manera que se portaban
bien por no disgustar al Director. Trataba a los alumnos a la
manera de Don Bosco, incluso se enfadaba como él y tenía las
mismas reacciones y bondadosas represalias: una mirada severa,
un silencio, la negación de una muestra de afecto...
Cuando pareció, en un momento de crisis, que el porvenir del
colegio no se presentaba prometedor, él cambió el rumbo de la
Obra, implantó la Enseñanza Primera y Segunda, inició el inter-
nado y trazó la marcha tan ascendente y esclarecida que ha lle-
gado a tener el Colegio de Utrera, primero en el tiempo y señero
en renombre.
Hombre circunspecto y prudente en grado sumo, don Oberti
era la encarnación del cargo tal como la concibió Don Bosco y el
verdadero animador de la comunidad y de la Casa.
No salió de Utrera, a pesar de que contribuyó a otras funda-
ciones en Andalucía. Cuando se trató de iniciar la Obra salesiana
de Madrid, los superiores pensaron en don Ernesto para la nueva
singladura.
Llegó a Madrid la mañana del 19 de octubre de 1899. Nada
más llegar comenzó a echar los cimientos de la nueva Inspectoría,
que todavía no estaba más que en proyecto. En una carta que le
escribía pocos días después a don Rúa le decía textualmente:
«Apenas llegar, después de celebrar la Misa y tomar un ligero
desayuno en la casa de nuestra buena Cooperadora doña María
de la Paz Sánchez, nos dirigimos a tomar posesión de nuestra re-
sidencia provisional.»
Se trataba de un chalet situado en el número 50 de la calle
Zurbano.
Era pequeño y bastante desprovisto. Aquella fue la primera
salesiana de nuestra Inspectoría. Allí se desenvolvió el primer
335

33 Pages 321-330

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33.1 Page 321

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Oratorio, las primeras clases elementales, la primera fiesta de san
Francisco de Sales y de María Auxiliadora, toda la gama de las
actividades y de la presencia salesiana. Todo en escala muy exigua
y como esbozo y vida claustral todavía.
De la calle Zurbano se saltó a la Ronda de Atocha. La sede
era todavía muy estrecha y rudimentaria, pero tenía posibilidad
de ensanche y ofrecía porvenir. Bien se ha visto al cabo del tiem-
po. De ser una simple vivienda con el número 17, perteneciente a
don Carlos O'Donnell, pariente y sucesor del general y político
cabecilla de «la Vicalvarada», ha llegado a ocupar toda una man-
zana bien cuadrada y extensa, después de absorber varias fincas y
dependencias vecinas de muy distintos dueños y destinos. Allí fijó
don Ernesto la Casa Inspectorial de la Provincia Céltica de San-
tiago el Mayor. El nombre no dejaba de ser altisonante para tan
escaso dominio.
La segunda operación urgente que se le presentaba era la de
buscar y preparar una casa de formación. La encontró con relati-
va facilidad en Carabanchel Alto. La adquisición del lugar y
construcción del edificio es capítulo que pertenece a otra historia.
Baste decir que don Ernesto caminaba sobre seguro y que la Ins-
pectoría iba bien orientada desde sus comienzos gracias a la ini-
ciativa, constancia y buen pulso del nuevo Inspector. ¡Lástima
que a sus buenas cualidades no uniera la de la salud!
Venía padeciendo desde Utrera frecuentes cólicos de hígado.
No era ésta la mejor recomendación para superar los trabajos y
preocupaciones que implica la creación de una Inspectoría. Crear
es sacar de la nada y los medios con que contaba don Ernesto
eran poco más que eso.
En el verano de 1904 se ausentó de Madrid para asistir al
X Capítulo General. No volvió más. La enfermedad se agravó,
los ataques se hicieron más frecuentes e intensos. Los superiores
le aconsejaron continuar su estancia en Italia, a ver si con el des-
canso y los cuidados mejoraba y podía reintegrarse a su naciente
Inspectoría. No fue así. Pasó por varias casas en visitas de espar-
cimiento. Se acercó a Valsálice, el colegio donde había hecho el
trienio y donde estaba enterrado Don Bosco. Pidió al Santo lo
encarecidamente que es de suponer, la curación. Tenía sólo cin-
336

33.2 Page 322

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cuenta años y una labor ingente por delante. La enfermedad si-
guió su curso inexorable. A finales de septiembre llegó a Roma.
Se hospedó en la Procura. Al principio, los cuidados de unos y
otros o el otoño romano parecieron sentarle bien y experimentó
cierta mejoría. Era aparente nada más. El día 12 comenzó a em-
peorar alarmantemente.
Los médicos, en consulta, constataron la existencia de un tu-
mor maligno en el hígado y declararon imposible la curación. El
mal avanzó con tal rapidez que le arrebató en pocos días. Le
asistía como enfermero don Ángel Tirone.
Llevaba una pequeña crónica con datos de la enfermedad y
del eximio enfermo para tener al tanto de todo a los superiores
de Turín, que diariamente se interesaban por su evolución.
La anotación del último día dice escuetamente: «28 de octu-
bre: Esta mañana, a las 2,30, el querido don Ernesto Oberti expi-
ró, entregando su bella alma a Dios.»
La carta mortuoria la escribió el mismo día del fallecimiento
don Juan Marenco, el Procurador General de entonces. Es lasti-
mosamente concisa. Quien no conociera al extinto se imaginaría
que se trataba de un transeúnte ocasional por aquella casa. No
sabemos que se escribiera otra carta más extensa y más laudatoria.
Bien se la merecía. Fue Inspector solamente durante tres años
en Madrid. Durante su Directorado en Utrera, entre muchos
otros méritos, contaba el de haber sido «padrino», orientador y
formador de don Pedro Ricaldone, don Salvador Roses y don
Antonio Castilla, tres salesianos de excepción. ¿Qué se hubiera po-
dido esperar de su gestión como Inspector si hubiera sido un man-
dato normal y tan prolongado como entonces acostumbraban a ser?
«Gran rey hubiera sido, si llegara a reinar...»
Las casas de Viñas, Béjar, Baracaldo, las dos de Vigo, Villa-
verde de Pontones, Atocha y la próxima a abrirse, Carabanchel,
se sintieron solas y desangeladas con una muerte tan prematura y
tan lamentable, cuando tanta necesidad tenían de él. La Inspecto-
ría, tan pequeña, se quedaba huérfana.
Bien podemos asegurar que don Ernesto, desde el Cielo, la
habrá protegido y la habrá ayudado a salir adelante, tan adelante
como gozosamente se ha visto.
337

33.3 Page 323

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NOVIEMBRE
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
4 1986 Sacerdote Marcelino TALAYERA DELGADO
6 1902 Clérigo Francisco José PEÑA FRUELBA
18 1953 Sacerdote Narciso FERNANDEZ GÓMEZ
22 1932 Sacerdote Ramón ZABALO ALCAIN
26 1969 Sacerdote Juan GIL PÉREZ
77 341
20 346
74 349
83 353
52 365
339

33.4 Page 324

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MARCELINO TALAYERA Y DELGADO
Sacerdote.
Nació en Talayera de la Reina (Toledo) el 2-VI-1909.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1927.
Sacerdote en Madrid el 21-V-1936.
Falleció en Madrid el 4-XI-1986.
Don Marcelino murió hace tres años. En este apunte poco
habría que añadir.
La carta hace un relato amplio y magnífico de la vida y los
hechos del finado. Todo ha sido recogido en ella respecto a la
persona y labor todavía vivas en el recuerdo. Este apunte no
puede ser más que un eco y un recordatorio. Una evocación de
los momentos pasados al lado de don Marcelino, ya difunto, en
la fecha misma de su fallecimiento.
Llegó la noticia completamente inesperada. De paso por Ma-
341

33.5 Page 325

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drid, nos creímos en la obligación de acercarnos a rendir el último
homenaje al que nos había sorprendido tan brusca y dolorosa-
mente.
Era ya el anochecer. La capilla estaba instalada en la capilla
adjunta a la Basílica. Estaba iluminada a medias. El turno de vela
lo estaba haciendo entonces un salesiano. De cuando en cuando,
por la puerta de acceso a la iglesia entraban algunos alumnos y
fieles. Rezaban un poco, contemplaban y consideraban otro poco
y se retiraban. Todo sigilosamente, como con un sagrado respeto.
El silencio era denso y dolorido. Con un poco más de deteni-
miento que el común de los visitantes, nos detuvimos ante el fére-
tro descubierto, rezamos y reflexionamos cada uno por su cuenta.
Cada uno teníamos de don Marcelino nuestros propios recuerdos,
nuestras impresiones. Se desataban solos y describieron la gráfica
de los momentos convividos a lo largo de su vida, un tanto más
larga que la nuestra. Salamanca, Deusto, Estrecho, Atocha...
Don Marcelino era uno más de los talaveranos que estaban
contentos, más bien orgullosos, de haber nacido en Talavera.
Hablaban siempre con entusiasmo de ella. Parecía que la llevaban
estampada en su vida, como una pieza más de sus cerámicas. Don
Marcelino, además, la llevaba en su apellido.
El paso de los Salesianos por esta ciudad fue breve, pero pro-
fundo y muy duradero el recuerdo que dejaron. Muchos años
después de haber salido, en circunstancias extrañas, se seguía
dando culto a María Auxiliadora. Se celebraba todos los años la
fiesta con triduo y procesión. Los salesianos salidos de allí, en
aquel corto plazo de tiempo se encargaron de mantener el fuego
salesiano: don Emilio Corrales, don Juan Umbría, don Marceli-
no, don José Villalba... ¡Cuántos salesianos talaveranos habría a
estas alturas si se hubieran mantenido en la ilustre ciudad!
Don Marcelino tenía el propósito de hacerlos volver. Era una
de sus ilusiones y de sus ideas fijas. Si de él hubiera dependido se
habría repetido la historia del general americano: «Volveré a Fili-
pinas», según era de voluntarioso, tenaz y empeñado en el bien
de su pueblo.
Le conocimos en Salamanca, después de la guerra. La escasez
de personal le obligó a hacer de sacerdote-clérigo, más de clérigo
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33.6 Page 326

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que de sacerdote. Los chicos le llamaban «Líster» por su proce-
dencia de la zona roja, por su presencia y por su contundencia.
Pasó a ser luego Catequista del Colegio. Por su paisanaje con
don Emilio, el Director, los llamaban «la entente talaverana». En
aquellos años los Salesianos eran pocos y los ascensos rápidos. A
él le hubiera gustado estudiar en la Universidad, hacer la carrera
de Químicas, y así lo intentó.
Su cerebro no estaba ya tan blando como para llenarlo de
fórmulas y números. «Era demasiado mayor para meterme por
esos berenjenales», decía él mismo. «No os aconsejo que lo ha-
gáis», recomendaba a otros candidatos. «Don Marcelinos» —así
le llamaban jocosa y familiarmente sus compañeros, por su pres-
tancia—, saltando sobre otros cargos subalternos, subió directa-
mente al cargo de Director. Baracaldo, Béjar, Estrecho, Deusto,
Ferroviarios emplearon casi veinte años de su vida. En todos tra-
bajó y llevó a cabo reformas necesarias y urgentes, porque la gue-
rra los había dejado maltrechos.
Donde más a fondo se empleó fue en Deusto y en Estrecho.
En la capital vizcaína logró convencer al heredero del fundador
y acelerar las obras, terminar el colegio y asegurar la propiedad.
Mucho le hemos aplaudido el esfuerzo. Tanto como después he-
mos podido beneficiarnos de él. ¡Gracias, don Marcelino, por
tamaño servicio! Gracias a su habilidad y a su entusiasmo sale-
siano, se puede decir con cierta propiedad y un poco de arrogan-
cia que, entre los fuertes de Banderas y Pagasarri, se levanta aho-
ra el fuerte salesiano de Deusto.
Por algo pronunciaba él con cierto énfasis y como llenándose-
le la boca cuando pronunciaba el nombre de «Deusto».
Tenía cierta fama o apariencia de ser un tanto arrogante y
gravedoso.
En el fondo era más modesto y más sencillo de lo que parecía.
Tenía porte de rico, pero sensibilidad y dedicación a los pobres.
Deusto y Estrecho son el ejemplo más patente de que sabía tratar
y trabajar a los ricos en beneficio de los pobres. Esa preocupa-
ción la desplegó desde Béjar hasta Belvís de la Jara. Sabía su
humilde origen y nunca lo disimuló.
Don Pedro Ricaldone decía con frecuencia: «Noi, Salesiani,
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33.7 Page 327

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siamo cosi úmili» («Nosotros, los Salesianos, somos tan humil-
des...»). Don Marcelino no lo decía tan a menudo, pero lo sentía
así. Sólo bajo esa convicción se puede trabajar a ritmo de Con-
gregación y de Don Bosco.
El trabajó así cuando estuvo en puestos de mando y cuando
estuvo en puestos más funcionales: Delegado de Cooperadores
Nacional y Local, Coadjutor de la parroquia, Confesor. En estos
cargos pasó veintiún años. El caso era trabajar, servir, ya que
cumplir lo hizo hasta el último día.
Llamó la atención no verle en la meditación a su hora, en su
sitio y en la actitud que se le conocía. Se apresuraron a investigar
la razón y se encontraron con la pasmosa realidad. La muerte le
llegó en forma de «Dama del Alba». Tenía sus años, pero espe-
raba prolongarlos. Los llevaba bien y con entereza. Se mantenía
ágil, con ganas de vivir y con afán de cultivarse culturalmente y
estar al día. No le acompañaba la vista, porque había heredado
de su madre la ceguera prematura. Suplía la dificultad de leer con
la asiduidad a la radio. Hizo de ella su cátedra constante. «Como
no puedo leer, oigo mucho la radio —decía—, selecciono los
programas y estoy al tanto de lo que me interesa.» Así era.
Como, por otra parte, tenía buena memoria, entre lo que oía y lo
que recordaba, su conversación resultaba sustaciosa y amena. Su
comportamiento no era nada cansado ni senil. Lo mismo que
acariciaba la idea de ver de nuevo a los Salesianos en Talavera,
confiaba en poderse asomar al nuevo siglo y a sus insospechables
novedades. Hacía por llegar a ese límite.
Poco antes había celebrado sus Bodas de Oro sacerdotales.
Fueron bien distintas de lo que fue su estreno sacerdotal, pues
aquel mismo día de julio de 1936 pasó literalmente del altar a la
cárcel.
El aniversario de su primera Misa fue menos azaroso. Lo ce-
lebró con alborozo y lo comentó con locuacidad y abundancia de
vivencias.
Nadie imaginaba que las tornabodas estaban cercanas y serían
de signo bien distinto. «... Querer hombre vivir / cuando Dios
quiere que muera / es desatino...»
344

33.8 Page 328

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«Los caminos se hacen carreteras y las carreteras se hacen
autopistas.»
Así exponía él a los Cooperadores y a sus oyentes la suerte
evolutiva y progresista de las cosas y de las instituciones. Eso lo
decía desde sus años de Salamanca, cuando predicaba con empa-
que y como oyéndose a sí mismo. Lo que no decía es qué cami-
nos, carreteras y autopistas llegan a su término.
En la homilía del funeral, «corpore insepulto», muy rodeado
de adictos y con el templo lleno de salesianos y amigos, el señor
Inspector hizo ver dos aspectos de don Marcelino. Había sido
uno de los salesianos activos de la posguerra.
La Inspectoría había encontrado muchas ruinas y muchos va-
cíos. Aquellos salesianos valerosos tuvieron que reconstruir las
ruinas y suplir los vacíos a cuenta de su esfuerzo y de la escasa
preparación y elementos con que contaban. Fueron como los re-
constructores de la Ciudad Santa después del destierro: «En una
mano tenían la espada y con la otra levantaban los muros.»
Otro detalle que destacó fue el del confesonario vacío de don
Marcelino.
Tenía algo de patético. Durante veinte años había sido su os-
curo, pequeño y activo obrador. ¡Cuántos secretos y cuántos do-
lores humanos carcomen la madera de ese mueble, nada decora-
tivo, de todas las iglesias...!
En Belvís de la Jara, en reconocimiento y como gratitud al
interés y a la labor desarrollada por don Marcelino en favor de
los jóvenes de ese pueblo de Toledo, le declararon hijo adoptivo y
le dedicaron una calle. Un gesto que podía repetirse en otros
sitios.
Cuando en aquel amanecer del 4 de noviembre, que fue el
atardecer de su vida, don Marcelino se presentara ante el Sobera-
no Tribunal y le examinaran sobre el amor, podía decir;
«Cerraré mis labios
y abriré mi corazón lleno de nombres...»
345

33.9 Page 329

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FRANCISCO JOSÉ PEÑA FRUELBA
Clérigo.
Nació en Las Pilas (Cantabria) el 29-1-1882.
Profesó en Sant Vicens deis Horts (Barcelona)
el 2-IX-1900.
Falleció en Béjar (Salamanca) el 6-XI-1902.
La carta mortuoria de Francisco Peña, más que carta, parece
esquela, por lo simple y escueta que es. Tiene sólo los datos in-
dispensables, y no todos.
En atención a que hoy hace los años que murió, ochenta y
seis, nos decidimos a dedicarle el recuerdo de este apunte, que
casi no lo es.
«El recuerdo de los hermanos difuntos une en la caridad que
no acaba a los que aún peregrinan con quienes ya descansan en
Cristo.» Así esperamos que sea con este salesiano que murió muy
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33.10 Page 330

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joven, hace ya muchos años, y del que nadie puede dar ningún
testimonio: Francisco Peña.
Nació en un pueblecito de Cantabria, cercano a Villaverde de
Pontones. El reclamo del aspirantado que se había instalado y
que duró bien pocos años despertó su vocación a la vida sale-
siana.
Hizo el noviciado en Sant Vicent deis Horts el año 1899,
cuando todavía estaban unidas las tres Inspectorías de España.
Así se explica que hubiera un noviciado tan numeroso: cincuenta
y uno. Era Director del mismo don Balzario; Prefecto, don Zoc-
cola, y Consejero, don Manfredini; como puede verse, todos ita-
lianos. Entre los novicios, cuyo nombre nos suena, estaban José
Artacho, Narciso Fernández, Manuel Grana, los dos hermanos
Pallares, Juan y Agustín, y Joaquín Pérez, todos ellos difuntos
hace años.
Cuando hoy leamos en el Necrologio el nombre de Francisco
Peña es bien poco lo que nos puede decir. Le incluiremos en el
anonimato del recuerdo global. La oración se encargará de bus-
car a su destinatario.
Llegó Francisco a Béjar en septiembre de 1902. Estaba ya en-
fermo. No tuvo tiempo más que de darse a conocer y dejar cons-
tancia de su buena disposición. La Casa era reciente, la comuni-
dad, reducida. El Director se llamaba don Epifanio Fumagalli y
el Prefecto don Juan Canut. Algún salesiano de los más entrados
en años tienen un vago recuerdo de tales nombres. Como clérigos
trabajaban en aquel recién montado «telar salesiano» don José
Pujol y don José Saburido, conocidos de bastantes salesianos ac-
tuales.
A ellos se hubiera unido en trabajos y en los buenos resulta-
dos este clérigo, tirocinante que diríamos ahora. Pero la muerte
no le permitió comenzar a trabajar siquiera. Fue como el soldado
que muere antes de entrar en combate. No obstante, se le otorgan
todos los honores y todos los derechos.
Es suficiente haber mostrado voluntad de luchar.
Murió el 6 de noviembre de 1902. Era el segundo salesiano
que moría en la Casa de Béjar.
Dios le tenga en su paz, le premie el bien que no pudo hacer
347

34 Pages 331-340

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34.1 Page 331

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y le tenga agregado a la Congregación de los Fieles Difuntos Sa-
lesianos.
Pensando también en él, repasamos el versículo de las Consti-
tuciones que dice: «La fe en Cristo resucitado sostiene nuestra
esperanza y mantiene viva la comunión con los hermanos que
descansan en la paz de Cristo... Su recuerdo nos estimula a pro-
seguir con fidelidad nuestra misión.»
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34.2 Page 332

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NARCISO FERNANDEZ GÓMEZ
Sacerdote.
Nació en Cerdeira (Orense) el 22-XII-1879.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 24-VIII-1899.
Sacerdote en Cádiz el 6-1V-1912.
Falleció en Madrid el 18-XI-1953.
Paseaba siempre por el pórtico de San Benito, aquel pórtico
ancho y alto que ocupaba la mitad del patio. Don Narciso cami-
naba lento, callado, con las manos cruzadas a la espalda y siempre
solo. Usaba bonete y un guardapolvos fuerte, desabrochado. Los
alumnos de la Tercera Elemental decían de él que era serio, or-
denado y competente.
Vino a esta Inspectoría desde Sevilla el año 1928, de otro co-
legio de San Benito, internado de beneficencia. Este San Benito
de Salamanca no era un centro de beneficencia, pero vivían en él
una cincuentena de muchachos pensionados por una señora bien-
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34.3 Page 333

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hechora y caritativa, muy vinculada a la Obra Salesiana: doña
Gonzala, vulgarmente conocida como la «Pollita de Oro». Era de
Alaejos (Valladolid) y los internos del centro procedían todos de
dicho pueblo. Allí cursaban la Primera Enseñanza y los más des-
piertos estudiaban después el Magisterio o el Bachillerato. Estaba
entonces don Narciso de profesor, confesor y asistente. El colegio
era sumamente estrecho, modesto y la vida en él muy familiar.
Entre otros méritos tendríamos que reconocerle el de haber hecho
brotar en su recinto y ambiente no pocas vocaciones.
Don Narciso sólo estuvo allí un año. Sin duda, sus estudios
de la carrera comercial le hacían más apto para otros colegios de
la Inspectoría, donde se estudiaban más a fondo esas materias,
que eran ya para aquel entonces estudios superiores.
Nuestro hombre tenía por entonces alrededor de cincuenta
años, estaba fuerte y tenía una voz muy timbrada. Predicaba sin
levantarla nunca y apoyaba su exposición con fabulillas y compa-
raciones que la hacía interesante y amena. Después del Director,
que era muy paternal y asequible, don José Santos Cuesta, al que
más gustaba oír era a don Narciso. Casi era el único momento en
que le oíamos, ya que fuera de la predicación se le veía callado y
serio, pero no antipático.
Había nacido en Cerdeira, un pueblecito de la provincia de
Pontevedra, la provincia más pequeña de Galicia, la provincia de
los puentes y de las rías, pequeña pero hermosa y rica. Cerdeira
está situada al sureste, muy próxima a Orense, entre Puenteareas
y La Cañiza, donde se venera a la Virgen de la Franqueira. En
este paisaje dulce y melancólico, de bosques y prados, brotó como
una flor más la vocación de don Narciso.
Por aquellos años no había en España más que una Inspecto-
ría y el noviciado estaba enclavado en Sarria. Allí lo hizo, así
como la primera profesión. Simultaneando los estudios salesianos
con los civiles, obtuvo el título de Profesor Mercantil en la Escue-
la de Comercio, capacitación que le sirvió no poco para desarro-
llar su misión pedagógica en los colegios por los que fue pasando:
San Benito, La Corana, Vigo, Baracaldo, Orense, siempre ejer-
ciendo de Consejero, Catequista y Confesor, aparte de las obliga-
350

34.4 Page 334

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das incumbencias inherentes a todos los cargos de profesor y asis-
tente. En Orense le sorprendió el comienzo de la guerra civil.
Como Catequista se mostró celoso, sin exageraciones; como
Consejero, cumplidor sin estridencias, que no iban con su tempe-
ramento asentado, sin olvidar su trabajo al frente del Oratorio
Festivo durante algún tiempo.
Los últimos años los pasó en La Paloma, nueve; era casi de la
comunidad fundadora. Ejerció de Confesor y encargado de com-
pras y abastecimiento de la comunidad.
La enfermedad le acechaba desde estos años, cada vez más
acuciante y visible, por más que él, resistente y sufrido, se esfor-
zase por disimularla y continuar en su puesto de trabajo.
Por el cargo que tenía o por sus convicciones particulares,
llamaba la atención su espíritu de pobreza. Vigilaba para que no
se desperdiciase nada. Años de penuria acentuada como eran
aquellos, cualquier dispendio parecía más llamativo. Ese afán lle-
gaba en él hasta tal punto de recoger con cuidado los trozos de
pan que los alumnos dejaban en el patio. No disimulaba su enfa-
do cuando un hermano dejaba sobre la mesa trozos de pan o se
desperdiciaba comida.
La piedad fue otra de sus constantes hasta los últimos meses.
Tenía prohibido por los médicos todo movimiento, le flaqueaba
la cabeza y tenía ya sus desvarios; pues bien, aun así se esforzaba
por levantarse para ir a la capilla y celebrar la Santa Misa.
Amante de la predicación y preocupado por la enseñanza del
catecismo, dejó en sus pertenencias una magnífica colección de
cuadros llenos de ejemplos, citas y doctrina adaptada a la menta-
lidad de los jovencitos.
Amaba la vida escondida y el pasar inadvertido; rehuía toda
ostentación y se le veía contrariado cuando se alababa alguno de
sus trabajos. Había aprendido a perfección el versículo de la Imi-
tación de Cristo: «Ama nescíri et pro níhilo reputan.» Las últimas
semanas, en vista de la agravación del mal, se le trasladó al Cole-
gio de San Fernando, en cuya enfermería podía estar mejor aten-
dido.
De una manera extraña, poco antes de morir, recobró la luci-
dez, se pudo confesar y recibir los santos sacramentos con edifi-
351

34.5 Page 335

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cante fervor y tan perfecta conformidad con la voluntad de Dios
que admiró a todos los presentes y les dio un vivo ejemplo de
perfecto religioso.
Murió el 18 de noviembre de 1953. La parálisis progresiva le
permitió sentir acercársele la muerte e irle invadiendo sin remedio.
No fue una muerte repentina, sino bien prevista y conscientemen-
te aceptada.
Su buen sentido religioso y su inteligencia le harían prever
también la culminación de la terrible inercia, la reacción que las
medicinas no habían conseguido: la rehabilitación gloriosa de la
resurrección.
«En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, los muertos
resucitarán, saltarán a la vida y a la actividad con un renovado
dinamismo. Y los que hayan hecho el bien, saldrán a una resu-
rrección de vida.»
352

34.6 Page 336

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RAMÓN ZABALO ALCAIN
Sacerdote'.
Nació en Urnieta (Guipúzcoa) el 18-VII-1849.
Profesó en Sarria (Barcelona) el 7-XII-1894.
Sacerdote en Lérida el 7-IV-1897.
Falleció en Madrid el 22-XI-1932.
El don Ramón Zabalo que nosotros recordamos era el verda-
dero abuelito: amable, decidor, paseando con los pies a rastras
por el pórtico del Paseo de Extremadura, con un bastón negro en
la mano o sentado delante de la balaustrada de cemento contem-
plando el Madrid que entonces se ofrecía sin obstáculos al otro
lado del Manzanares. Aparecía como una ciudad nada mastodón-
tica, limpia y clara bajo un cielo terso. Invitaba a recorrerla desde
el Parque del Oeste, el Campo del Moro, el Palacio Real, San
Francisco el Grande, los puentes de Toledo y Segovia, las dos ar-
terias de piedra bien cortada que llevaban y traían la vida desde
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34.7 Page 337

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el centro hasta la periferia de la capital más esclarecida y vistosa.
Disfrutaba, como una riqueza intransferible, el mejor aire y la
mejor agua. Contemplando aquel Madrid con sus ojos azules, por
los que habían pasado muchos horizontes, se pasaba las horas
don Ramón, mirando casas y recordando cosas. De cuando en
cuando nos acercábamos los aspirantes en recreo y se entablaba
el diálogo, un diálogo fluido, amenísimo, de niños a anciano, que
tenía mil historias que contar y mil ocurrencias con que replicar.
Hablaba de sus años de maestro, de comerciante en Zaragoza,
de su amistad con el redactor del «Calendario Zaragozano», de
don Carlos VII, el Señor, como le llamaban sus adeptos, el pre-
tendiente que se quedó en eso; de doña Isabel II, una infeliz mal
aconsejada, decía; de don Rinaldi, todo un padre, y de don Mar-
celino Olaechea, entonces Inspector y que le hacía las mayores
reverencias cuando se encontraban... Se interesaba por la tierra de
cada uno, por sus familiares y por todo lo que podía interesar al
interlocutor.
Alternaba en las «Buenas noches» con don Agustín Liaño, el
Director. Solían versar sobre alguna anécdota o cuentecillo de los
que se podía sacar una moraleja. Los tenía inagotables. Eran
unas «Buenas noches» intemporales, a diferencia de las del Direc-
tor, que solían ser más del día. Se las repartían más que como un
alivio para el Director, como una deferencia para el abuelito. Dis-
frutaba dándolas más que nosotros escuchándolas. Lo mismo
pasaba con las catcquesis de los domingos. Las preparaba con
verdadero primor. Después de cantadas las vísperas, aparecía él
envuelto en su manteo, se subía a una tarima, se sentaba y con
dos pizarras a los lados, pintadas de tizas de color, iba exponien-
do los puntos del día e ilustrándolos con ejemplos. No siempre se
le entendía, porque su voz era ya opaca y la pronunciación con-
fusa, pero no nos impacientábamos ni dábamos señales de abu-
rrimiento. Era el mayor entretenimiento de aquellas tardes largas,
monótonas, plomizas. Ahora nos parecerían una prueba heroica
o un test de perseverancia.
Don Ramón Zabalo, a los ochenta y tres años que tenía ya
entonces, era un hombre de mucho mundo, de larga experiencia y
cargado de esa ciencia que da a la vida un valor y un peso tan
354

34.8 Page 338

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imponderable como intransferible. Sabía mucho, pero no estaba
de vuelta de nada, porque hasta el final vivió con interés, con ilu-
sión y hasta con ingenuidad. Era uno de esos viejos felices que
mueren con muchos años y sin desengaños.
Nació en Urnieta (Guipúzcoa) el 18 de julio de 1849. Por la
fecha de nacimiento y por el sitio, nació vinculado a las guerras
carlistas, con las que tanto había de tener que ver. Hacía un año
que había estallado la segunda y Urnieta no estaba lejos del
Oriamendi. Era un solar muy para las bandas armadas.
Desde el Adaro y los otros montes que protegen y ensombre-
cen la villa, escucharía de niño a los fogosos «cruzados de la
causa»;
Juremos ante el signo
del lábaro guerrero
morir por nuestro fuero
por Carlos y la Fe.
De una manera o de otra le acompañó siempre el signo de la
lucha. A pesar de eso, o tal vez por eso, no perdió nunca el tem-
ple ni el buen humor.
Su padre, don José Antonio, era maestro, recto, severo hasta
con sus ocho hijos, no sólo con los alumnos. Su madre, doña
Joaquina, era bondadosa, emotiva y con ternura. Los dos se
complementaban y formaban la pareja perfecta para un hogar de
cristianísima impronta. Todos eran creyentes por condición y por
herencia. «La religión católica puede decirse, sin miedo a cometer
error, que es la fuerza coercitiva más considerable de cuantas in-
forman a la sociedad vasca actual —escribía esto un etnólogo en
1949— y la que ha movido desde fechas remotas en momentos
decisivos.» Don Ramón Zabalo no conocía este texto, pero lo ha-
bría suscrito él, que se jactaba de que en Vasconia no existía el
ateísmo ni la blasfemia.
Don José Antonio era además buen calígrafo. Para un con-
curso que convocó la Diputación de Guipúzcoa, con motivo de la
definición del dogma de la Inmaculada, se tomó el trabajo de escri-
bir la bula palabra por palabra con la mejor letra que sabía hacer.
355

34.9 Page 339

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Cuando lo terminó, obtuvo de Pío IX un rescripto de felicitación
y de la Diputación un premio de 500 pesetas.
Murió pronto y dejó a Ramón al frente de la numerosa fami-
lia. Tenía veinte años, título de maestro nacional, obtenido con
nota de sobresaliente, y un sueldo en total de 1.400 pesetas al
año. No era del todo despreciable entonces, pero con él tenía que
arreglarse para sacar adelante a toda la familia. No era ésa la
mayor dificultad con que tenía que luchar. Estamos en la tercera
guerra carlista, la que se prolongó entre los años 1872-1876. Ur-
nieta se encontraba entre dos fuegos: los liberales ocupaban Her-
nani y los carlistas mandaban en Andoain. Era objeto de asaltos
peligrosos por parte de unos y de otros. Las amenazas alcanzaron
en más de una incidencia al joven maestro. En una ocasión tuvo
que oír de parte de un capitoste liberal: «Atadle y fusiladle en la
plaza, junto a la pared de la iglesia.» Fue sólo una amenaza, pero
una advertencia también del peligro que corría en aquel escena-
rio. Se retiró con su familia a los montes y hallaron refugio en un
caserío durante dos meses. De allí se trasladó a Tolosa, en donde
se encontraba con su séquito don Carlos. Por un tiempo fue la
capital de su reinado itinerante.
Don Ramón solicitó y obtuvo la plaza de maestro. Su sueldo
era de 1.700 pesetas al año. Algo había progresado económica-
mente. Pasó de maestro a auxiliar de la Secretaría del municipio,
y de auxiliar a secretario efectivo.
Le duró poco tiempo el cargo. Apenas terminada la guerra,
renovaron los cargos oficiales y quedó cesante y suplido por un
liberal. Tuvo que acogerse de nuevo a lo suyo, a la enseñanza.
Abrió un colegio privado que tuvo una inesperada acogida,
aun por parte de las familias liberales. Le producía una renta de
tres mil pesetas y un plus considerable de regalos. Así, hasta que
los Escolapios se establecieron en Tolosa, absorbieron el colegio y
don Ramón se vio precisado a cambiar de sitio y de profesión.
De la enseñanza se pasó al comercio y de Tolosa a Zaragoza. Allí
entró como contable de una casa comercial de hierro y carbón
mineral.
En la enseñanza le había ido bien; en la secretaría no le había
ido mal, pero en el comercio fue donde encontró su caldo de cul-
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34.10 Page 340

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tivo. El que vale, vale para todo. Zaragoza fue su mejor teatro de
operaciones. Allí se hizo empresario y apóstol en grande.
Su obra en la ciudad del Pilar tuvo ramificaciones duraderas e
importantes.
Se pueden enumerar hasta un total de once, desde la Asocia-
ción de Comerciantes, la de Dependientes, de Maestros Católicos,
Círculo Obrero, Bolsa de Trabajo, Cooperativa de San José, sin-
dicatos extendidos por Aragón, hasta una farmacia y un dispen-
sario.
La fama de estas actividades prodigiosas y tan sociales llegó a
Barcelona y a conocimiento de don Rinaldi. Ni corto ni perezoso,
sintió curiosidad por conocer la obra y a su cerebro en persona.
Se presentó un día en Zaragoza, se encontraron y se com-
prendieron desde el primer momento. Don Ramón le puso al tan-
to de todo y don Rinaldi, sorprendido de lo que veía y del estilo
con que se había llevado a cabo, le confesó sin reticencias:
—Nos habéis imitado en todo.
Extraña coincidencia entre quienes no se conocían. Los dos
quedaron mutuamente ganados en aquel encuentro.
Don Ramón tenía una vaga noticia de Don Bosco. La había
tenido por Sarda y Salvany, el escritor, pensador y polemista cata-
lán conocido en los ambientes conservadores.
De él supo que Don Bosco buscaba dinero para sus obras
sociales. Don Ramón, generoso y con la misma preocupación que
el Santo, le mandó un donativo modesto. Don Bosco le contestó
con una tarjeta de agradecimiento. Fue toda su correspondencia
con el Santo.
En 1991, don Ramón, más intrigado ya por lo salesiano, va a
Turín y se presenta a don Rúa con una carta escrita por don Ri-
naldi. Don Rúa le recibe como era de esperar, le hace recorrer los
lugares salesianos y le confía a don Camilo Hortúzar para que le
acompañe por Turín y cuanto le interese.
Allí y así nació la vocación explícita de don Ramón y el pro-
pósito de hacerse salesiano, lo que implícitamente era ya.
Tenía cuarenta y tres años. Ni la edad ni los antecedentes del
interesado daban pie a pensar en una corazonada o en una velei-
dad.
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35 Pages 341-350

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35.1 Page 341

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Comunica su decisión a su madre y ésta, muy comprensiva, le
allana el camino.
—Harás bien. Yo y tus hermanas solteras nos arreglaremos.
Mejor se habrían arreglado con él, con quien lo tenían todo
resuelto, pero la generosidad de una madre así no era capaz de
poner reparos. Ya había hecho bastante por ellas en los veintitrés
años precedentes, desde que murió el padre.
Como Don Quijote, pero llevado de otro ideal, don Ramón
abandonó la ciudad de Zaragoza, donde tantos éxitos había cose-
chado, y se encaminó a Barcelona.
En Sarria estudia Latín y Filosofía. Le dan lecciones don José
Calasanz y don Vicente Schiralli. Al mismo tiempo, lleva la con-
tabilidad de la Casa, vigila la correspondencia de los alumnos, da
clase de Primeras Letras, redacta unos programas de enseñanza y
compone una Aritmética Práctica que servirá durante algunos
años como libro de texto. Como se ve, no pierde el tiempo.
Era hombre con cultura y con soltura para el trabajo. La
Congregación comenzaba a «exprimirle bien» desde el primer
momento.
Fueron dos años de entrenamiento, de noviciado y, más que
de prueba, de comprobación para lo que le esperaba.
En 1895 se abre la casa de Sant Vicent deis Horts. Va como
personal fundador y como Administrador. Da clase a los aspiran-
tes, estudia Teología y a veces hace, incluso, de cocinero. Años
más tarde dirá que los dos años de Sant Vicent deis Horts fueron
los más felices de su vida. Sería porque durante ese tiempo reci-
bió también las órdenes del subdiaconado, el diaconado y el sa-
cerdocio, este último en Lérida en la semana siguiente a la de
Pascua.
Había sido maestro, secretario, contable y gerente. Ahora se
veía sacerdote: la coronación de su carrera. Eso no significaba
que fuera el final ni el tramo más fácil.
En 1897 es destinado a Baracaldo como fundador, como Di-
rector y como socio único. Por algún tiempo tendrá que vivir en
una pensión.
El pueblo cuenta a la sazón con 11.000 habitantes, la pobla-
ción oportuna para un enclave salesiano. De un pueblo agrícola y
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35.2 Page 342

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de pescadores se está haciendo pueblo industrial. De su condición
antigua sólo conserva el nombre: Baratz-Alde: pueblo de vegas.
Comienza a hervir de inquietudes y fermentos sociales al calor de
los Altos Hornos, que ya nada tienen que ver con la antigua fá-
brica del Carmen. La presencia salesiana es urgente. Una señora,
pudiente y cristiana, quiere fundar una obra educativa. Allá es
enviado don Ramón, aureolado ya ante los superiores por la fama
del apostolado social.
Desde el primer encuentro surge una contrariedad. La men-
cionada señora, doña Luisa Echávarri, la fundadora, no está dis-
puesta a serlo más que en parte. Regala los terrenos, construye la
modesta iglesia y da diez mil pesetas en metálico. El importe es
mucho mayor. Don Ramón se queda perplejo. No eran éstos los
informes que traía. Podía haber pensado y alegado que para este
viaje no necesitaba haber salido de Zaragoza, donde dejaba una
obra tan completa y en marcha.
Una primera decepción, pero no se declara en retirada. Co-
mienza a aplicar el principio de acción de Don Bosco: «El bien se
hace como se puede...»
De momento no puede más que acoger una docena de niños
y niñas en plan de Oratorio. Ni siquiera cuenta con patio. Es
cosa de empezar. Como primera medida, buscar y pedir, «que en
el pedir no hay engaño». Las primeras demandas no encuentran
mucho eco. Los más reconocidos pudientes, comenzando por el
Consejo de Altos Hornos, se resisten a dar dinero para una pro-
moción de hijos del pueblo que les pueden plantear más proble-
mas de los que ya estaban teniendo.
Visitas casi siempre baldías, cartas, circulares, memorias son el
instrumento de la primera propaganda. Reúne los recursos estric-
tos para empezar las obras. El ritmo de éstas es más rápido que
el de la llegada de ayudas. Los fondos se agotan. Don Rinaldi da
órdenes de suspender las obras en marcha.
El contratista protesta y amenaza con acudir a los tribunales
por el trastorno que le causan.
El edificio se va haciendo despacio, a base de apuros, gestio-
nes de toda clase y sobre la convicción de la necesidad del pro-
yecto y la fe en que saldrá adelante. Los donativos, a fuerza de
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35.3 Page 343

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propaganda casera, de peticiones y de comprobación de los resul-
tados, van llegando.
Llegan los primeros salesianos y en enero de 1889 se inaugu-
ran las Escuelas de Enseñanza Primaria. La actividad más en
auge es el Oratorio y la preferida de don Ramón. Para el Orato-
rio y sus catcquesis escribió Tardes cristianas, manual que rigió
durante años en el Colegio y fuera de él.
Un año más tarde, con el terreno ya bastante preparado, llega
don Rúa.
Tiene un recibimiento popular y entusiasta. Durante su estan-
cia nace la primera vocación salesiana: don Cirilo Sagastagoitia.
Morirá a los noventa y tres años, después de haber vivido setenta
y cuatro años en la Congregación. Fuerte de cuerpo, de temple y
de genio, dirá de sí mismo: «Todos saben quién es Cirilo. Dice
siempre la verdad. Soy fuerte, duro, resistente como las montañas
de mi tierra.» Claro que todos sabíamos quién era.
Otro ejemplar ilustre del Baracaldo de entonces fue don Mar-
celino Olaechea.
Entró en el Colegio como un alumno enfermizo y llegó a ser
una figura procer.
Don Ramón le recibió y tranquilizó a la madre, todo preocu-
pada: «No se preocupe, buena señora. Desde hoy ya no le darán
más ataques...»
Don Rúa se marchó de Baracaldo contento del rumbo que
iba tomando la Obra Salesiana en aquel ambiente. Le entregó a
don Ramón una limosna de 30.000 pesetas. Era un respiro, sobre
todo por venir de quien fue siempre para don Ramón objeto de
veneración. El también lo iba siendo por parte de los baracalde-
ses. Le llamaban el santo. Para serlo de verdad, el Señor le man-
dó sus cruces pesadas, además de las cotidianas: una erisipela y
dos decepciones de salesianos en la misma comunidad. Una puso
en peligro su vida, precisamente un día de María Auxiliadora.
Los dos abandonos, en circunstancias poco airosas, amargaron su
alma candida.
El 28 de octubre de 1904 moría en Italia el primer Inspector
de la Inspectoría de Madrid. Don Ramón fue el designado para
sucederle, a pesar de sus pocos años de vida salesiana.
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35.4 Page 344

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Se despidió de Baracaldo, de las autoridades y del pueblo con
cierto dolor. En las memorias que escribió por expreso mandato
de don Marcelino dejó escrito como resumen: «La labor de con-
fesonario, escuelas, visitas a enfermos, aun a altas horas de la no-
che llamados por los necesitados, la necesidad de allegar recursos,
las obras... para el poquísimo personal de la casa, era un peso tal
que sólo por la gracia de Dios ha podido sostenernos. ¡Bendito
sea el Señor! En las Escuelas, y particularmente en el Oratorio
Festivo, se trabajó con interés... El pueblo quedó transformado...»
Y eso que él mismo había escrito un día sobre el estado moral de
ese pueblo: «Corrotto e infetto dal socialismo dominante...» Ba-
racaldo se le entregó y le recompensó después el municipio dedi-
cándole una calle, «por insigne bienhechor y maestro».
En la Inspectoría trabajó con la misma voluntad, pero sin los
mismos brillantes resultados.
Construyó la iglesia de Atocha, terminó la Casa de Caraban-
chel, con la solución que eso supuso para la Inspectoría, pero
tuvo que lamentar la pérdida de Vitoria por intransigencia de la
patrona, doña Felisa.
Cuando hace el resumen de su mandato de Inspector lo hace
en estos términos de encantadora franqueza, tan suya: «Tuve la
amargura de ver al término de mi Inspectorado poco buen espíri-
tu, en mi concepto, en el personal de las casas, sea por mi mala
dirección o por lo que fuere.» Las causas eran varias:
Rapidez de expansión de la Obra en España, con detrimento
posible de la cohesión y el vigor del espíritu primitivo. La ley de
los gases se cumplía también aquí: a medida que un gas crece en
expansión, disminuye en presión.
Había poco personal, con formación a veces apresurada y de-
ficiente. Los Consejeros Inspectoriales, con más interés «pro domo
sua» que por la conveniencia general de la Inspectoría, trataban
de sacar ventaja en el reparto de personal y en la adjudicación de
cargos. Los Directores, muchos de los cuales eran italianos, eran
más inclinados a entenderse directamente con los Superiores Ma-
yores, a espaldas del Inspector. A todo esto se unía la salud de
don Ramón, menos robusta de lo que el cargo exigía, y también,
por qué no, su menor dotación para gobernar una Inspectoría en
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35.5 Page 345

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crecimiento que para dirigir ejemplarmente unas escuelas. No
contaba a este respecto el parecer de quien sostenía hace muchos
años que «los vascos son grandes soldados por tierra y por mar...
Son muy fieles, sufridos y perseverantes en el trabajo..., pero no
pelean con tanto denuedo cuando se los saca de su tierra...»
Cuando don Ramón dejó la Inspectoría se volvieron a unir la
de Barcelona y la de Madrid y así estuvieron más de una decena
de años. Se ve que la división primera había sido prematura y
que no siempre da resultado lo de «divide y vencerás». No consta
que fuera rigurosamente histórico, pero es verosímil lo que se
contaba de él al despedirse de los Directores en la última reunión:
—Cuando recibí la Inspectoría estaba mal, pero ahora que la
dejo está peor. Y la culpa es vuestra.
El año 1911 volvió de nuevo a Baracaldo como Director. Su-
cedía a don Tabarini.
Este era hombre de grandes ideas, proyectos avanzados, hábil
recaudador de dineros, pero de cuentas poco aquilatadas. Había
embarcado la economía de la casa en operaciones costosas a
cuenta de montar el colegio tan en grande como él pretendía.
Se dio el caso curioso de uno, muy modesto, que no quería
ser Director y otro bien hallado en el cargo que no quería dejar
de serlo. Llegó a escribir a los superiores alegando la deficiente
salud de don Ramón para anular su nombramiento. Era verdad
lo de la salud, aunque no hasta tal punto.
Con esas perspectivas entró don Ramón en su segundo man-
dato de Director de la Casa que había visto nacer y crecer.
Su inmediata incumbencia fue pagar las deudas contraídas y
deshacer los entuertos de la etapa anterior. El Colegio volvió a
caminar por los rumbos que primitivamente se le habían trazado.
Allí se mantiene la memoria y la placa que se le dedicara un día
a don Ramón, el gran bienhechor del pueblo, el insigne maestro y
el sembrador de la semilla salesiana, que tan duradero arraigo
había de tener. Don Albera visitó el pueblo ya notablemente cre-
cido y transformado del que conoció don Rúa a final de siglo.
Recibió los mismos honores y la misma impresión.
—Me marcho muy contento de Baracaldo. Lo salesiano ha
calado en todos sus estamentos.
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Cuando don Ramón terminó su segundo mandato, el mismo
año en que murió doña Luisa Echávarri, su protectora y a veces
su opositora, ya no estaba para desempeñar cargos de ningún re-
lieve. Le quedaban sólo ganas de trabajar y el derecho a disfrutar
de su dorada ancianidad. Esto lo hizo en los quince años que le
restaron de vida y que fue consumiendo a su paso por las casas
de Sarria, Carabanchel, Astudillo y el Paseo de Extremadura, to-
das casas de formación, ordenadas y pobladas de aspirantes bue-
necitos y cariñosos, que le hacían sentirse abuelito numeroso y
feliz.
Confesaba, daba las «Buenas noches» día sí y día no, al ali-
món con el Director; explicaba el catecismo las tardes de los do-
mingos, reeditando así de alguna manera cada año sus Tardes
cristianas; traducía del italiano lo que podía convenir a su espe-
cialidad de empecinado catequista y publicaba algunos folletos
que entretenían a sus catequizandos... Así, incansable trabajador,
empleaba el tiempo y se ganaba el pan que tenía ya bien ganado.
El pan y el companage, que consumía con un apetito envidiable
de viejo que procurara no morir.
Un día de otoño de 1933 la herida que venía arrastrando des-
de los primeros años de Baracaldo se le enconó de manera ma-
ligna y le puso al borde de la muerte. Ya don Rúa se lo había
anticipado:
—Esta herida te acompañará hasta el final.
Dándose perfecta cuenta de la gravedad, mandó venir a su
confesor, don Enrique Sáiz. Arregló sus cuentas con la claridad
del buen contable que había sido y se puso en las manos de Dios.
Recibió el Viático un jueves por la mañana, hacia el mediodía.
Estaban presentes los Directores de Madrid, don Marcelino Olae-
chea, don Manfredini, el personal de la casa y los aspirantes. Con
velas en la mano, desde los lados del pasillo, seguíamos la cere-
monia y las palabras del ministro y del administrado.
—Ha sido un acto hermoso y solemne —comentó después él
mismo.
A tal señor, tal honor.
Vivió todavía hasta el lunes siguiente. Pasó aquellos días entre
el sopor y la lucidez. Repetía las jaculatorias que le dictaban, se
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hizo leer el sueño de la aparición de Domingo Savio a Don Bos-
co con las deslumbrantes descripciones del Paraíso.
—¡Bello, bello! —musitaba...
Y añadía:
—¡Pronto, pronto...! —como pregustando lo descrito.
—¿Ha rezado usted ya el breviario? —preguntó a su acompa-
ñante en un momento de mayor lucidez.
Y como le dijera que no:
—Pues récelo. Yo le acompañaré con la intención para pedir
perdón al Señor por las negligencias de mi vida en el rezo del
breviario.
—¿Se acordará de nosotros? —le preguntó el piadoso y fami-
liar recomendante.
—Sí, y vendré a visitaros sin ser visto; pero no me olvidéis en
vuestras oraciones.
Y en pláticas así de piadosas y de edificantes, que recordaban
la muerte del justo que él había pintado en sus catcquesis, le llegó
la hora final.
Fue en la noche de paso entre el día 21 y el 22 de noviembre,
fiesta de santa Cecilia, la patrona de la música, que por aquella
vez en el Aspirantado del Paseo de Extremadura fue sólo música
de Misa de réquiem.
—Vendré a visitaros sin ser visto —había prometido.
Esperamos que sí lo habrá hecho más de alguna vez sobre la
que fue su Inspectoría y sobre los que fuimos sus humildes pu-
pilos.
Cuando se entretenía con nosotros y, entre tantas otras cosas,
nos hablaba de Urnieta y nos ponderaba las bellezas de su paisaje,
decía que en todo el valle de la villa se podían distinguir hasta
catorce clases de verde.
Como si Urnieta fuera un trasunto del Paraíso, con la dife-
rencia de que en este otro Valle se estará recreando con la delicia
de indescriptibles e innumerables verdes.
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35.8 Page 348

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JUAN GIL PÉREZ
Sacerdote.
Nació en Vitoria (Álava) el 18-VIII-1917.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 14-VII-1935.
Sacerdote en Madrid el 15-VI-1946.
Falleció en Salamanca el 26-XI-1969.
«Amicum perderé
máximum damnorum est.»
(«Perder a un amigo
es el mayor de los daños.»)
Por una extraña coincidencia viene a redactarse este apunte
precisamente en el aniversario de la muerte de don Juan. Pasó a
la eternidad en la noche del 25 al 26 de noviembre de 1969. Hace
ahora veinte años. ¡Veinte años...! ¡El tiempo, que no se detiene,
«ni vuelve ni tropieza...!».
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35.9 Page 349

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Pensando en don Juan, en lo que era y en lo que hubiera me-
recido vivir, siente uno un cierto rubor de supervivencia. Son
figuras así las que merecerían seguir viviendo y las que con su
muerte nos hacen cobrar conciencia de vulgaridad. No sabemos si
seguimos viviendo porque la muerte nos respeta o porque nos
desestima y nos desprecia. Los héroes y muchos hombres valiosos
han muerto jóvenes.
Don Juan ya no lo era tanto. Tenía a la sazón cincuenta y
dos años. No muchos para los que todavía hubiera podido vivir;
pocos para lo que en su ambición y vuelos de idealista hubiera
querido hacer. Su vida quedó cortada poco más que a la mitad y
tuvo un ocaso lento, largo y muy suave, como los atardeceres so-
lemnes y contemplables.
Muchos salesianos de esta Inspectoría y de las otras le tuvie-
ron como profesor de lujo, como Catequista y Confesor y mu-
chos más le trataron como hermano, le quisieron como amigo y
le recuerdan todavía con admiración. La circunstancia de una
vida malograda le hace más apreciable y querido.
Nació en Vitoria el año 1917. Los primeros años los pasó entre
Valladolid y Baracaldo. Tenía, por tanto, un fondo de castellano
y de vascuence, si eso pudo influir algo en su psicología. De
hecho, él no alardeó nunca ni de lo uno ni de lo otro. Estaba por
encima de todo envanecimiento aldeano.
«Mi corazón está —dice el poeta— donde ha nacido / no a
la vida, al amor.» Por eso él lo tuvo siempre un poco en aquel
pueblo, hoy ciudad populosa, y en aquel colegio de Baracaldo,
uno de los colegios pioneros de la España salesiana. Allí salesia-
nos beneméritos, como don Pedro Olivazzo, don Ramón Zabalo
y otros montaron, a su manera, otro alto horno de salesianidad y
devoción a María Auxiliadora, que todavía sigue encendido.
Ahora se encuentra muy mejorado de apariencia, pero durante
muchos años, como un obrero más sin demasiada suerte, ofreció
sólo un pobre aspecto y un historial de mucho trabajo y escasos
beneficios.
Hasta el patio, rodeado de viviendas, llegaban con frecuencia
los olores de la Sefa-Nitro y las salpicaduras de los Altos Hornos.
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35.10 Page 350

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Enfrente mismo, y calle Larrea por medio, estaba la casa de la
familia de don Juan.
No sabemos si fue un inconveniente o una ventaja —los pe-
dagogos dirían lo primero—, pero don Juan no se crió durante
bastantes años en la casa paterna ni se benefició del roce y las
infantiles peleas de sus seis hermanos. ¿Hasta qué punto influyó
en él la falta de ese factor educativo? Por el contrario, creció en
un ambiente de regalo, a la sombra de una abuela, bajita y gra-
ciosa, dos tías solteras que se miraban en él, Concha y Rafaela, y
un abuelo caballeroso y señor al que idolatraba: don Jorge. Una
familia vecina del colegio y muy privada de los salesianos.
Entre las cualidades que él tenía y los cuidados que le prodi-
garon hicieron de «Juanito» el cupidillo de la casa y del colegio,
sin que le faltaran, y precisamente por esas condiciones, las mo-
lestias de colegiales zafios y las intenciones aviesas de algún maes-
tro seglar con tendencias de sátiro. Ya se sabe que en todos los
bosques, por muy de égloga que sean, aparecen siempre los faunos.
A pesar de todas las circunstancias, desfavorables unas y de-
masiado favorables otras, allí y en aquel clima brotó la vocación
de don Juan.
Ya en las casas de formación del Paseo de Extremadura, Ca-
rabanchel y Mohernando, don Juan asimiló la formación que se
le inculcaba y bien puede decirse que realizó un cambio visible en
la superación de diferencias de ambiente, en la corrección de de-
fectos de índole propia, dificultades de adolescencia y en la ad-
quisición del carácter que le había de definir en lo sucesivo. Es
interesantísimo y aleccionador el cambio que puede constatarse
entre aquel muchacho engreidillo y apuesto que vimos entrar en
el Aspirantado, un día de septiembre de 1930, bien acompañado
de sus familiares, y aquel joven, más que formado, transformado
al final de la Filosofía. ¡La razón de ser y la eficacia de los años
de formación bien seguidos...!
Como a tantos otros, los años de la guerra del 36 le ofrecie-
ron una serie de experiencias duras y decisivas: los azares de los
primeros días; varios meses en cárcel; un año en el Madrid som-
brío de la guerra, con barricadas en las calles, escaparates vacíos,
reclamos bolcheviques y una vigilancia policial obsesiva. Días
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36 Pages 351-360

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36.1 Page 351

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amedrentados de caminatas a pie por calles nunca seguras, de
clases particulares con que ganar algo para costear el alojamiento,
recados de consignas de unos a otros y Misas clandestinas. Vivía
en la calle del Pinar con dos familias refugiadas. A don Alejandro
le parecía un alojamiento peligroso. Había chicas jóvenes, muy
politizadas, bien parecidas y que le apreciaban mucho. El peligro
estaba conjurado con la presencia de don Lucas Pelaz; el otro pe-
ligro, «más acuciante»: el ambiente de guerra, sobre todo, por la
responsabilidad y madurez de don Juan.
Una mañana de noviembre de 1937 se presentó la policía en
casa, los temibles agentes del S.I.M. A unos los detuvieron, otros
tuvieron que salir de estampida y don Juan vagó durante dos
días a la aventura, hasta que encontró un nuevo alojamiento en
la Ciudad Lineal. Días de sobresaltos, de penuria y de prueba en
todos los aspectos.
Muchos sucumbieron; muy pocos, entre ellos don Juan, no
experimentaron en su vocación ninguna cobardía, ningún desliz,
ninguna vacilación en el destino que se tenían bien trazado.
Ni siquiera la vida de cuertel, que también soportó durante el
último año.
Como contraste para su delicadeza tuvo que aguantar la con-
vivencia de la soldadesca y las chocarrerías del cuerpo de guardia.
Aquellos ambientes eran de lo más parecido a las «zahúrdas de
Plutón».
Don Juan prestaba servicio en el cuartel general de Casado,
en la Alameda de Osuna. Era un lugar privilegiado, mucho más
adecuado para la poesía que para la milicia. Don Juan se solaza-
ba en sus horas libres con paseos por el bosque y buenas lecturas.
Las interminables horas de guardia las entretenía pasando avema-
rias y rimando versos. ¿Quién de sus colegas adivinaría en él esas
dos cripto-actividades?
De aquellos días y de aquellas noches de quietud armada era
una composición que terminaba con este terceto:
Mi corazón la paz reinante apura;
pero aunque con tesón a ella se aferra,
a mi lado el fusil me habla de guerra.»
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36.2 Page 352

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Un soneto escrito a punta de lápiz y de bayoneta.
Después de toda aquella odisea, ¿qué podían representar las
dificultades del trienio, de la Teología, del primer sacerdocio en
Mohernando y en Fuencarral?
Cuando ya hacía cuatro años que había cantado Misa y podía
dar por bien terminada su carrera, los superiores le mandaron a
Roma para estudiar Sagrada Escritura. Llevaba varios años ale-
jado de los estudios y tenía treinta y tres cumplidos. Enfrentarse
con nuevos estudios arduos suponía esfuerzo y años. Fue aquélla
una de esas deferencias que honran un poco, pero pesan mucho.
Don Juan aceptó por obediencia, por amor a la ciencia y a los
estudios, que en otro tiempo hubiera afrontado con más faculta-
des y mayor entrenamiento.
Se entregó con el ardor que ponía en todos los quehaceres y
en el deseo de no defraudar a los que le habían mandado allí.
Muchos alicientes ofrecería a su curiosidad la Ciudad Eterna y
sus incontables obras de arte y de historia y no sería uno de sus
menores sacrificios tener que renunciar a muchos honestos espar-
cimientos. El, sin embargo, había ido a Roma como estudiante,
no como turista.
«Esto va despacio, pero mal...», escribía alguna vez acusando
con sinceridad y modestia la dificultad de los estudios. Ya se sabe
que las ciencias, cuando entran en el terreno de la especialización,
se vuelven áridas y pierden el gustillo de la poesía y del dilectan-
tismo. Don Juan no es que no contara con esa realidad y desco-
nociera el otro secreto, el intelectual, que entraña siempre el des-
cubrimiento de la Verdad, pero no por eso tuvo que hacer menor
esfuerzo hasta remontar los estudios de Teología primero y de
Sagrada Escritura después y obtener la licenciatura en ambas dis-
ciplinas. No andaba lejos de los cuarenta años. El Inspector, don
Emilio Corrales, la encontraba una edad muy a propósito para
ejercer la docencia durante veinte años, por lo menos. Así calcu-
laba él a sus arbitrajes de Inspector. Por desgracia, no calculó
bien.
Volvió don Juan a España en el año 1954. Desde ese año has-
ta 1969 ya no abandonó el Teologado. Confesor, Consejero, Con-
fesor de nuevo, encargado de los estudiantes salesianos en la Uni-
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36.3 Page 353

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versidad Pontificia y siempre profesor de Sagrada Escritura, hasta
que la enfermedad le pudo y le redujo a la inmovilidad, doce en
total, si no se tienen en cuenta los años de su enfermedad, de su
edad pasiva, aunque no menos meritoria y gloriosa. El era el
primero en reconocer que su labor quedaba inacabada. Lo reco-
nocía con pesar y con delicada resignación.
No había logrado ir a Tierra Santa, como hubiera sido su ilu-
sión de escriturista; estaba sin terminar de montar el museo bíbli-
co que pensaba instalar; en su estantería quedaron una docena de
carpetas de apuntes en espera de la publicación como libros de
texto bien preparados; en proyecto se quedó la vida de Jesús que
aspiraba a escribir como homenaje de bodas de plata de la pro-
moción de sacerdotes compañeros, y, sobre todo, no había logra-
do levantar el nivel del Teologado a la altura humana, cultural y
espiritual que él, en sus pretensiones idealistas, había acariciado
como meta de su magisterio. Para colmo, el Teologado que se
construyó con dimensiones de Escorial, de un Escorial salesiano
abierto al Tormes, a la campiña salmantina, a tantas cosas, se
vino abajo en pocos años.
No logró ninguna de sus aspiraciones, pero nadie le escatima
el mérito de haberlo intentado, ni duda nadie de sus aportaciones
y de su ejemplaridad. «Satis est potuisse videri» («Bastante es pa-
recer que se pudo»).
Al cabo de los años y a pesar de la facilidad que tenemos
para el olvido, su imagen permanece bien destacada y su recuer-
do intacto en los que le oyeron hablar, le vieron actuar y le llega-
ron a observar al final en su silla de ruedas, como una sombra de
lo que había sido, convertido en estatua de sí mismo y como un
lanchón glorioso y varado, ya casi en las playas de la eternidad.
El lema de su sacerdocio era: «Qui in me loquitur Christus.»
El que habla en mí es Cristo. No se refería a la elegancia de la
palabra ni a la elocuencia, sino a la eficacia y a la unción. Esta
era la que él pedía; pero se le concedió la otra, como una esplén-
dida añadidura.
Don Luis Conde aseguraba que los predicadores más elocuen-
tes que había conocido en su larga vida eran don Salvador Roses
y don Juan Gil. A don Salvador no le conocimos, pero de don
370

36.4 Page 354

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Juan Gil sí podemos decir que era dueño de la palabra en todas
sus vibraciones. Le acompañaba todo: la palabra, el concepto, el
gesto y hasta la voz se le volvía entonada y sonora.
Las pláticas de los domingos por la tarde en Mohernando, los
panegíricos de solemnidad, las tandas de Ejercicios Espirituales,
las novenas y tantas actuaciones en iglesias salesianas y extrañas
eran verdaderas piezas magistrales.
Cuando hizo su primer ensayo de predicación, como ejercicio
de clase en Carabanchel, delante de los compañeros, algunos su-
periores y algún invitado, estaba presente también don Agustín
Pallares, que había disfrutado de fama de predicador facundioso.
Trató sobre san Pablo, ¿cómo no?, ya que era su modelo y su
oráculo. Lo hizo con tal vehemencia, seguridad y abundancia de
palabra y de doctrina que al dar su parecer don Agustín dio esta
opinión tan simplista y categórica: «Demasiado sermón. Con lo
que ha dicho había para tres.» Nos hizo gracia la apreciación,
pero tenía su sentido. Y eso se podía aplicar a todas sus actua-
ciones. Era extremoso en cuanto emprendía. Sus actuaciones eran
brillantes, pero a costa de su esfuerzo.
Cuando predicó la primera tanda de Ejercicios en Caraban-
chel, en el verano del 48, con dos años sólo de sacerdocio, dejó
admirados a los ejercitantes. De pie sobre la tarima, sin cuaderno
delante y sin ningún apunte, a cuerpo limpio, largó unas medita-
ciones memorables. Lo que no sabían los oyentes era que antes se
había tomado el trabajo de leer y anotar toda la Biblia.
En la fiesta de Don Bosco del mismo año en Mohernando,
ante la comunidad de novicios, filósofos y algunos invitados de
Guadalajara, pronunció un panegírico de antología, aquel en que,
con poca voz y sin fuerza apenas, terminaba diciendo: «... Her-
manos, perdonadme la nada de este epílogo, pero convenid con-
migo en que Don Bosco es muy grande, es muy grande...» Pues
bien, la preparación de aquel panegírico le había empleado toda
la noche. Esfuerzos como esos hizo más.
Alguien a su lado le reconvenía, entre advertencia afectuosa y
reproche: «Estás tentando a los dioses y tienes que saber que los
dioses se vengan.» Claro que se vengaron. No fue sólo en Mo-
hernando, en aquellos años de plena juventud, entusiasmo y fa-
371

36.5 Page 355

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cultades. Don Juan puso el mismo empeño en todos los demás
sitios y encomiendas por las que fue pasando.
La clase de Escritura la daba de maravilla. Había momentos
en los que los alumnos se entusiasmaban y aplaudían. Alguno
puso en el libro de texto, al lado de ciertos pasajes: «Aquí se
aplaude.» Como parte del texto o de un guión bien estudiado.
No quiero callar un testimonio bien reciente y de bien triste
actualidad: el de Antonio Tomé, que en paz descansa desde ayer
por la mañana.
No hace aún una semana le pregunté en el comedor de la
comunidad de Atocha:
—¿Asististe a las clases de Escritura de don Juan? ¿Qué im-
presión tienes de ellas?
—Magnífica —me contestó—. No nos explicaba la Biblia; nos
la hacía vivir...
—Gracias, Antonio, por tu testimonio —le contesté en parea-
do, porque durante toda la comida nos los había venido ensar-
tando.
Es un detalle demasiado trivial y anecdótico. Lo consigno
sólo por lo que tiene de verdad y por lo que tiene de Tomé. «Nos
la hacía vivir.»
Don Juan, dominador de la palabra, excelente maestro y
hombre delicado. ¿Quién no le debe alguna fineza?
La Providencia le concedió en abundancia lo que no iba a
poder ejercer en años. Como superior y formador, los que le tra-
taron pueden decir hasta dónde llegaba su comprensión, su acti-
tud de apertura y deseo de servir y complacer a todos.
Al final de la guerra, ya en las últimas semanas, pasó por una
ocasión extremadamente crítica. Fue durante la semana de los
comunistas, empeñados en prolongar la guerra. Se lanzaron deci-
didos a apoderarse del Ministerio de Hacienda, donde estaba Ca-
sado y la ]tunta que se había constituido. Don Juan y los demás
soldados de guardia se presentaron para hacer frente. Se parape-
taron en el vestíbulo de la entrada, detrás de un tanque, y se ar-
maron con todos los pertrechos del caso: casco, cartucheras, fusil
y bombas de mano. Los que han conocido a don Juan, tan paci-
fista, tan dialogador y democrático, ¿se lo imaginan en esta traza?
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36.6 Page 356

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Hombre para el lirismo y las letras —hasta el nombre y el
apellido sonaban a notas de instrumento de cuerda o a dos pies
de un metro poético: Juan Gil— y nada de armas. Sus medios
fueron sólo la palabra razonada, el diálogo, cuando todavía no se
usaba tanto, y de una afabilidad singular.
Como religioso y como sacerdote era de los que cumplen
siempre. Unas veces por rectitud de conciencia e imperativos de
ética; otras veces por fidelidad a sí mismo, por ser consecuente y
por imperativos personales. Cumplen siempre; unas veces por ética
y otras veces por estética.
Como sacerdote, nos dicen lo que era y sentía, más que sus
predicaciones encendidas, su conducta, su amor a la liturgia, su
rezo del breviario hasta que ya no tenía fuerzas para pasar las
hojas; su Misa, que no dejó de celebrar hasta los tres últimos
días, ya en extrema gravedad, concelebrando en su silla de ruedas,
recogido y fervoroso en unas misas en las que era al mismo tiempo
oferente y oblata.
Había sido sacerdote dinámico y elocuente. Al final, ¡qué iro-
nía!, sin movimiento y sin voz, era sólo víctima, cuando ya era
sólo mirada, sonrisa y alma.
El día 24 de noviembre se le administró el Viático y la Extre-
maunción, como todavía se la llamaba. Después de recibir los
sacramentos, se le incorporó. Los teólogos, en medio de un silen-
cio impresionante, fueron pasando delante de él y besándole la
mano, como último homenaje. El miraba, sonreía y movía leve-
mente la cabeza. Al terminar el desfile inolvidable, con un hilo
casi imperceptible de voz, dijo a los presentes: «Así da gusto mo-
rir...» Era un cumplido de delicadeza. Todavía tuvo humor para ello.
Morir, no sabemos; lo que sí da gusto y causa impresión inde-
leble es ver morir así, lenta, consciente y tan dulcemente como
murió don Juan Gil. Fue su última lección.
Durante la capilla ardiente tenía entre sus manos el rosario y
un ejemplar de la Biblia, su Biblia.
Si hubiera estado abierta, podía haber sido por una página del
Eclesiástico y por aquel versículo que dice: «... Aún derramaré la
enseñanza como una profecía. Ved que no sólo para mí me he
fatigado, sino para todos aquellos que la buscan...»
373

36.7 Page 357

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DICIEMBRE
Día Año Condición Nombre y apellidos
Edad Página
1 1942 Coadjutor José BARCA GARCÍA
28 377
3 1984 Sacerdote Higinio PRIETO OLIVA
43 380
4 1925 Coadjutor Ramón GONZÁLEZ FERREIRO 42 385
8 1947 Clérigo Cipriano LÓPEZ RODRÍGUEZ
21 388
11 1941 Sacerdote E. LARUMBE ALLACARRIZQUETA 69 392
11 1964 Coadjutor Ildefonso AIZPURU ARANGUREN 75 396
15 1974 Sacerdote Pedro GIL HERNÁNDEZ
43 401
18 1947 Sacerdote Cipriano SÁNCHEZ DURAN
49 406
21 1978 Coadjutor Alfonso MARTÍNEZ DÍAZ
81 410
28 1970 Coadjutor Manuel MARTIN CRESPO
74 414
375

36.8 Page 358

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Clérigo.
Nació en Oca (La Coruña) el 7-1-1914.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1941.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el l-XII-1942.
Llegó a la Casa de Mohernando un 3 de octubre de 1939,
cuando comenzaba la reconstrucción. Venía de Lóngora (La Co-
ruña), el pazo-feudo de don Manuel Lino. Pertenecía al grupo de
muchachos que él tenía allí como recogidos, fámulos y mano de
obra barata. Barca era de los mayores y de los mejor dispuestos
para el trabajo y para la vida salesiana.
A su llegada aquí, la comunidad que se había podido reunir
estaba en Ejercicios (era la primera providencia que se tomaba
ante la nueva andadura). Los predicaba don Felipe Alcántara, el
mismo que había predicado los últimos Ejercicios antes de la gue-
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36.9 Page 359

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rra. Algunos de los asistentes eran también los mismos. De tanda
a tanda, ¡cuántas peripecias habían ocurrido...!
Don Felipe pudo comenzar la predicación con la frase de fray
Luis: «Decíamos ayer...»
Los jóvenes ocupantes: novicios y estudiantes de Filosofía,
iban llegando por entregas. Se los recibía como reaparecidos,
como supervivientes de un naufragio.
José Barca también fue bien recibido, aunque nadie le conocía
aún. Don José Arce le acogió con la festiva familiaridad que
usaba con todos. Era el primero que llegaba como aspirante. Te-
nía veinticinco años. Le bastaron unos meses para prepararse al
noviciado a base de trabajo, de piedad y estudio del catecismo.
Apenas incardinado, aun antes de ser admitido al noviciado,
comenzó a hacer de «factótum». Era trabajador y habilidoso; ha-
bía caído muy bien en una casa donde todo estaba por hacer.
Barca hacía de carpintero, albañil, fontanero y ayudante de coci-
na. Se prestaba para todo; sabía y se defendía, a su manera, en
todas las «artes y oficios», a pesar de que tenía un brazo y una
pierna lisiados. Arreglaba el motor del pozo, ajustaba una puerta,
ponía un cristal y echaba un remiendo a una pared desportillada
o reponía unas tejas rotas. Desempeñaba un gran papel en aque-
llos tiempos de improvisaciones y arreglos provisionales.
Era paciente para recibir reconvenciones que a veces le hacían,
piadoso, sencillo, espontáneo y dispuesto para participar en las
reuniones y sobremesas, pese a no tener una palabra demasiado
expedita. Fue admitido sin dificultad a la profesión y aquí hubiera
continuado años y años compensando sus limitaciones físicas con
su virtud y sus muy superiores cualidades morales. Era un ele-
mento muy válido en las circunstancias en que se encontraba la
Casa.
Llevaba año y medio de profesión, de vida religiosa observan-
te y muy laboriosa.
El día de los Santos de 1942, después de la función religiosa
de la tarde y de haber saboreado con los demás las tradicionales
castañas, que no faltaron ni siquiera aquel año de escasez y de
comienzos precarios, se sintió indispuesto.
Se pensó, de momento, en algo pasajero, en un achaque de su
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36.10 Page 360

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trajín ordinario. El mismo médico no le dio mayor importancia.
Pero pronto cambió el cariz de la dolencia. Una pulmonía mal
curada le llevó a un estado de gravedad irrecuperable. No había
nada que hacer, sino proveer a la preparación de su alma. Ya se
había preparado él con una preparación remota, como si hubiera
presentido el desenlace desde el principio de la enfermedad. Con
su resignación a la voluntad de Dios, ofreciendo su sufrimiento
por la Congregación, la paz del mundo, tan quebrantada aquellos
días, por las vocaciones salesianas, cuya necesidad tanto se venía
inculcando... Besaba el crucifijo, clavaba los ojos en el cuadro de
María Auxiliadora y repetía jaculatorias. De esa manera, tan dul-
cemente cristiana, se le cerraron los ojos y los labios.
Tenía veintiocho años y era el segundo que moría en Moher-
nando después de la reapertura.
El día de los Santos, en la última misa que oía, repararía en
el Evangelio de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los po-
bres... los sufridos... los limpios de corazón...»
¿Por la puerta de cuál de esas bienaventuranzas entraría él en
el Cielo, «la Jerusalén celeste, la Ciudad perfectamente cuadrada,
toda de oro, con muralla de jaspe y doce puertas»...?
379

37 Pages 361-370

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37.1 Page 361

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HIGINIO PRIETO OLIVA
Sacerdote.
Nació en San Miguel de Valero (Salamanca)
el 18-VII-1941.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1958.
Sacerdote en Salamanca el 3-III-1968.
Falleció en Guadalajara el 3-XII-1984.
Higinio pasó en esta Inspectoría alrededor de cuatro meses
después de pertenecer a la Inspectoría de Bilbao desde que ésta se
creó, en el año 1961.
Entre el poco tiempo que estuvo por aquí y lo callado que él
era apenas se hizo notar, lo cual no significa que su muerte no
supusiera una gran pérdida.
Era serio, pero no triste ni huraño; silencioso, pero no insi-
piente ni falto de iniciativa y de convicciones. Era poco comuni-
cativo, pero se podía contar con él y se le tenía por seguro y efi-
380

37.2 Page 362

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cíente. Lo más sorprendente y espectacular de su vida fue su
muerte.
Había nacido el 18 de julio de 1941 en San Miguel de Valero
(Salamanca). La fecha de nacimiento tenía más historia que el lu-
gar: un pueblecito al abrigo de la sierrecilla de Valero, una más
de las que se levantan entre la Peña de Francia y Béjar, poco fre-
cuentadas por el turismo, pero con rincones pintorescos muy ha-
bitables, con discreta riqueza e indudable belleza. Ganado, pastos,
castaños, un cielo terso, un aire afilado y gentes vivaces, con in-
genio y con genio: ese es su patrimonio. Higinio no era el ejem-
plar más representativo del tipo serrano; no obstante, albergaba
indudables valores humanos y religiosos.
En 1953 fue al Aspirantado de Astudillo. Pasó a Arévalo
cuando se dividieron las Inspectorías de Madrid y León, Siete
años después se dividieron la de Madrid y Bilbao y a Higinio le
tocó saltar al Norte, a formar parte de los 168 salesianos que
completaron el primer elenco, incluido el personal joven en for-
mación.
Había hecho el noviciado en Mohernando, la Filosofía en
Guadalajara y salió de aquí destinado para hacer el trienio en
Deusto, donde lo pasó íntegro.
En los estudios había ido progresando visiblemente, como les
pasaba a tantos venidos de los pueblos, una vez superado el atra-
so de origen.
En el trienio no mostró nunca deseo de cambiar de Inspecto-
ría. Se le veía cumplidor, llevando con naturalidad a los mucha-
chos de Deusto, retraídos como él mismo, pero disciplinados y
acaso por eso no le crearon problemas ni le tuvieron en cuenta el
hecho de no ser vasco. Gustaba verle desenvolverse entre mucha-
chos talludos y gobernarlos sin estridencias en la clase, en el taller,
en el patio, de pórticos anchos y losas grandes, con frecuencia
mojadas; en el paseo por la Avenida del Ejército o por el puente
famoso... El, con su dulleta y su teja de clérigo, y los alumnos en
fila suelta haciendo sus comentarios mientras veían pasar algún
barco bajo las enormes planchas levantadas...
En el último año de trienio, al final del curso, cayó enfermo
de gravedad don Lorenzo del Pozo. Perdió todo su humor habí-
381

37.3 Page 363

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tual y se volvió irascible y pesado. A Higinio y a algún clérigo
más les tocó hacer de enfermeros y llevar el peso de la enferme-
dad. Lo hicieron con admirable paciencia y hasta con delicadeza
ejemplar. Fue un verano de prueba y de preparación para la Teo-
logía. La estudió en Salamanca, en los años de aquel Teologado
floreciente y tranquilo. Para un candidato estudioso y sin ganas
de zascandilear era un ambiente a propósito para trabajar en se-
rio y prepararse al sacerdocio.
A esos pertenecía Higinio. Los veranos los pasaba entre Deus-
to y Béjar, preprando el peritaje, al que le hacía acreedor su
comportamiento y su disposición para las Matemáticas. Hacer
una carrera civil entonces era todavía un mérito, no una exigencia
de cualificación personal.
El 3 de marzo de 1968 se ordenó sacerdote y así quedó para
siempre y sin ninguna vacilación. Todavía el domingo antes de
morir, estando ya en Guadalajara, se mostraba contento porque
las confesiones habían sido más abundantes que otros días. «Se
ve que se acerca el día de la Inmaculada», comentó él mismo.
Después de cantar Misa volvió a Deusto para terminar en
Bilbao la carrera de Ciencias Exactas. Sería uno de los primeros
títulos de tal especialidad en aquella Inspectoría. Lo obtuvo en el
tiempo y al ritmo normales, sin aspavientos ni conflictos de estu-
diante sobrecargado.
Ejerció su título durante cinco años en Urnieta, acreditando
los estudios de aquella casa, levantada con tanta ilusión para la
formación y promoción de coadjutores. Pasó de allí a Santander
como Jefe de Estudios por seis años de aquel importante Centro.
Situado en el antiguo Paseo del Alta, había que mantenerlo tam-
bién a la altura de su categoría y de su historial.
Fuera por razones de clima, por motivos de familia o por la
circunstancia sociopolítica, que se fue haciendo más densa y dis-
gustosa para el temperamento de Higinio, pidió y obtuvo de los
superiores cambiar de Inspectoría y venir al Centro. Vino a Gua-
dalajara de nuevo, a la Casa de su adolescencia y de su Filosofía,
esta vez como Jefe de Estudios también de un bachillerato neto,
sin hibridisrnos de casa de formación y colegio. La yedra que
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37.4 Page 364

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comenzó siendo el colegio acabó sofocando al tronco del Filoso-
fado.
Higinio daba su clase de Matemáticas con la competencia que
había adquirido en once años de docencia de la misma asignatura.
Era Jefe de Estudios metódico y con la responsabilidad que le era
congénita. No se limitaba a la labor académica. En los fines de
semana y en los tiempos disponibles ponía a punto el material
escolar, montaba los laboratorios, ordenaba el archivo. Era inte-
lectual y mañoso, alternaba las ocupaciones de clase con otras de
tipo mecánico y manual, reminiscencia de sus años de estancia en
Deusto y en Urnieta, escuelas profesionales.
Llegó a Guadalajara con un cierto temor de quien llega nuevo
a un sitio.
Lo misino le había pasado en los destinos anteriores. Era un
temor prudente que le libraba de toda presunción. En cuanto se
hizo con el nuevo ambiente, iba cobrando confianza, se sentía
contento y se iba ganando el aprecio de salesianos y alumnos.
Seguía siendo callado, como lo había sido siempre, pero no era
huraño ni insolidario ni malhumorado. Sabía intervenir a su
tiempo y hasta tenía sus golpes ingeniosos y oportunos.
«Si eres capaz de comprender dónde estás, calla.» Esa senten-
cia, que figuraba en el estudio de un sabio, la practicó él en todos
los sitios por donde pasó.
El día 3 de diciembre de 1984 comenzó la jornada como todos
los días, y con la perspectiva de una semana movida. Se barrun-
taba la fiesta próxima de la Inmaculada y, un poco más allá, las
Navidades, que él iba ya planeando con sus hermanos de Madrid
y con los padres, que le esperaban en el pueblo algún día, este
año que estaba más cerca de los suyos.
En el desayuno, como anécdota trivial, se suscitó entre los
comensales alguna discusión sobre el oficio del día. El buscó el
dato oportuno y se resolvió la duda. Comenzaron las clases y
pasó la mañana con la consiguiente desgana y resaca de los lunes.
Algo no debió ir bien en la disciplina, en la clase o en él mismo.
El caso es que durante la comida estuvo más callado que de
costumbre y no se sabía si preocupado, contrariado o nervioso.
Nadie trató de sondear la actitud, pero indudablemente atravesa-
383

37.5 Page 365

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ba una hora menguada. Ni el especial que se hizo en honor a san
Francisco Javier y en atención a él pareció animarle.
Salió deprisa y avisó a algún hermano que proveyese a la en-
trada de los chicos y a la clase si él no llegaba a tiempo. Parecía
presentir que no iba a llegar. Fue su última providencia como Jefe
de Estudios.
Todos pensaron que había salido a hacer alguna gestión pro-
pia del cargo.
Habría pasado poco más de una hora cuando se recibió una
llamada de la Cruz Roja. Se trataba de un accidente grave de co-
che, el de los Salesianos. Las víctimas eran un muerto y un herido.
Se salió a toda prisa y constataron la realidad. El choque con un
camión grande había sido frontal, violentísimo. Reconocieron a
Higinio horriblemente desfigurado.
Se le dio la absolución, sub conditione, y se procedió a todo
lo demás.
Todo era inexplicable, increíble, pero allí estaba la evidencia
imponiéndose de una manera sobrecogedora.
¿Un mareo repentino, un descuido, un golpe de sueño? Una
incógnita para no despejar. El certificado del forense, la capilla
ardiente, el encuentro de los padres con los restos, despojos más
bien, el funeral concurridísimo, el traslado al pueblo, con otra
manifestación de un duelo comarcal, son todos pasos que se ima-
ginan y que pertenecen al protocolo de la muerte, de una muerte
así. La de Higinio fue lo más sensacional que tuvo su paso por el
mundo, tan acompasado y tan sigiloso.
Entre los enseres de su habitación no se encontraban más que
los libros de la carrera y de la clase, los tomos del breviario, algún
libro de Rahner sobre el sacerdocio, una estampa de María Auxi-
liadora, una cartulina con una oración y muy poco más: un ajuar
reducidísimo, de franciscano o de novicio.
«... Me encontraréis a bordo, ligero de equipaje...»
San Miguel Arcángel, el conductor de las almas al Cielo y pa-
trón del pueblo de Higinio, San Miguel de Valero, haya conduci-
do desde el primer momento su alma a la mansión de la luz y de
la paz...
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37.6 Page 366

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RAMÓN GONZÁLEZ FERREIRO
Coadjutor.
Nació en Parderrubias (Orense) el 15-V-1883.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 13-IX-1907.
Falleció en Madrid el 4-XII-1925.
Un hermano más que llega un poco tarde y muere demasiado
pronto: Ramón González Ferreiro. Venía de Parderrubias (Oren-
se), pueblo cercano a Celanova; tenía diecinueve años cuando lle-
gó al Aspirantado de Villaverde de Pontones. Superó los incon-
venientes de la edad y una instrucción deficiente con su buen
entendimiento y su mucha fuerza de voluntad. Así logró ponerse
en condiciones de poder dedicarse a la enseñanza.
Hizo el noviciado en Carabanchel el año 1907, bajo la direc-
ción de don Pedro Olivazzo, Director y Maestro de Novicios.
Eran 18 novicios: once estudiantes, seis coadjutores y un sacerdo-
te. Entre los estudiantes estaban Ricardo Beobide, Félix González
385

37.7 Page 367

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y Sabino Hernández, bien conocidos años después. El sacerdote
era don Ángel de Dios, vocación tardía también y paisano suyo.
Terminado el noviciado y hecha la profesión temporal, pasó a
trabajar como maestro y asistente a las casas de Santander, Bara-
caldo y Valencia. En esta casa se entregó definitivamente a la
Congregación con los votos perpetuos. En todas ellas trabajó
como excelente maestro.
Pidió ser misionero y, secundando sus deseos y las buenas es-
peranzas que daba, fue destinado a Shiu Chow. Comenzó a tra-
bajar con la decisión y el espíritu que le habían movido los años
anteriores, pero su salud se mostró menos firme que su voluntad.
Acabó por resentirse visiblemente y tuvo que volver a la patria.
Con la esperanza de que se podría recuperar, fue enviado a la
casa de Béjar y después a Baracaldo. No era éste un sitio muy
indicado para sanatorio; por eso su salud no logró un progreso
notorio. Fue trasladado a Madrid para tener más ocasión de
guardar reposo, estar mejor atendido de médicos y observar el
tratamiento al que se le sometió.
A lo largo de este tratamiento, un ataque de uremia, imprevis-
to, le postró en cama y le aceleró la muerte.
Soportó con paciencia ejemplar los dolores de la enfermedad
y aceptó la muerte prematura con serena y cristiana resignación.
Profundamente piadoso, pasaba las horas de insomnio formu-
lando continuas y encendidas jaculatorias.
Recibió con todo fervor los santos sacramentos y respondía
con tranquilidad a las oraciones de la Extremaunción.
El día 4 de diciembre, primer viernes de mes y en la novena
de la Inmaculada, mientras se le hacía la recomendación del alma,
se durmió plácidamente en el Señor.
Ramón tuvo una vida breve, bien empleada, y una enferme-
dad dolorosa y oculta, de esas que hacen al enfermo menos com-
padecido de los hombres y más tenido en cuenta por Dios.
«Dolor, no eres un mal», dijo un estoico. Sin haber llegado a
tanta filosofía, Ramón, sufrido y callado, se haría la misma cuen-
ta dentro de otros parámetros.
Dios, que le hizo probar ya en vida el Purgatorio, le acelera-
386

37.8 Page 368

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ría el Cielo en una fecha tan significativa y propicia para un de-
voto como él era.
Murió a los cuarenta y dos años de edad, en 1925. Había sido
salesiano dieciocho años.
Descanse en paz.
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37.9 Page 369

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CIPRIANO LÓPEZ RODRÍGUEZ
Clérigo.
Nació en Villar de Samaniego (Salamanca).el 10-V-1926.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1945.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el 8-XII-1947.
Cipriano era un muchacho alto, delgado, moreno, callado,
trabajador y muy bueno. Si viviera ahora sería un gran salesiano
y estaría dando el juego que tantos otros compañeros de aquel
curso excepcional. Eran muchos y de buena talla gran parte de
ellos. Hicieron en Mohernando el aspirantado, el noviciado y la
Filosofía. Contra lo que pudiera parecer y tanto se ha sostenido
en contra, la permanencia tan continuada en el mismo sitio no
menoscabó la formación de los candidatos.
Había nacido el Villar de Samaniego (Salamanca), un pueble-
cito del partido de Vitigudino, al lado del llamado Regato de la
Cera.
388

37.10 Page 370

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Muy niño todavía, perdió a su madre, lo cual no impidió que
recibiera una esmerada educación cristiana. Su padre y el sano
ambiente moral le ayudaron a ello.
Llegó a la casa de Mohernando en el mes de octubre de 1939.
Debido a la escasa preparación que traía, al principio parecía
corto de ingenio y sin capacidad para los estudios, tanto que los
tuvo que interrumpir. Pero su pensamiento dominante eran los
libros y su deseo constante de llegar a ser un día sacerdote. Tanto
insistió y su comportamiento era tan ejemplar que los superiores
le permitieron reemprender los estudios... Fue una rectificación
feliz. El tiempo y los resultados comprobaron que no era tan ne-
gado para los estudios. Se puso a la altura de los demás. Un caso
que podría servir de lección para tantos otros que no tuvieron la
misma suerte ni contaron con la misma prudencia y paciencia de
los superiores.
Comenzó el noviciado en el verano de 1944. Durante aquel
año, según su Padre Maestro, solía pedir que se le corrigiera,
aunque fuera en público. Se puede decir, en términos generales,
que era bueno, había tenido buenos comienzos y bien probados,
pero en aquel año se hizo mejor. Su conducta resultaba un ejem-
plo para los novicios de aquel año afortunado.
Sus apuntes privados, según se vio, estaban llenos de propósi-
tos de hacerse bueno, humilde, mortificado y hondamente pia-
doso.
Efectivamente, su seriedad, en parte innata y en parte ejerci-
tada, su piedad convencida, sus modales humildes y corteses y su
espíritu de sacrificio, hacían ya de él un religioso ejemplar.
En las vacaciones del primer año de Filosofía le asaltaron
unas, al parecer, fiebres tifoideas. Se le repetían por las tardes, le
iban debilitando, consumiendo su complexión no robusta. Como
tales fiebres se le siguió tratando. Aparte de los remedios norma-
les y escasos de entonces, se hicieron oraciones, triduos, novenas
para obtener la curación, que se hacía cada vez más de rogar.
Un reconocimiento en el hospital de Guadalajara descubrió
que sus pulmones estaban gravemente atacados del mal que los
medios de que se disponía entonces hacía incurable.
Su internamiento en el hospital lo único que hizo fue prolon-
389

38 Pages 371-380

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38.1 Page 371

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gar la enfermedad poco más de un año. Era una flor que se mar-
chitaba apenas comenzada su primavera. El Señor quería tras-
plantarla al Paraíso. El estaba resignado y abrigaba pocas espe-
ranzas de curación. En su acendrada ascesis, casi ni la deseaba ya.
Ofrecía sus sufrimientos para que le ayudasen a ganar el Pa-
raíso, a acortar el Purgatorio.
Durante la enfermedad, por si era poco el sufrimiento que te-
nía, su padre cayó enfermo de gravedad y fallecía al poco tiempo.
Sus dos hermanos en el pueblo quedaban completamente huérfa-
nos y solos. Un dolor sobre otro dolor. Y es que se diría que,
como en la copla,
«Hay almas para la Gloria.
Vienen a darles las piedras,
como a la ovejita coja.»
A pesar de tantas pruebas y sufrimiento, Cipriano no perdía
la calma.
La hermana de la Caridad que le atendía, sor Dolores, bien
conocida por los pacientes de Mohernando, decía admirada: «En
los trece meses que pasó aquejado por la penosa enfermedad, no
le he visto nunca desesperado o impaciente.»
Recibía todas las mañanas la comunión y era visitado con
frecuencia por superiores y compañeros, catequistas del Oratorio
establecido desde hacía unos meses en la ciudad. Estas visitas, he-
chas con toda familiaridad y despreocupación juvenil de aquellos
muchachos, le proporcionaban una gran alegría.
La víspera de la Inmaculada del año 1947 empeoró. Se dio
cuenta de que se acercaba su última hora. Pidió los santos sa-
cramentos, renovó sus votos y fue atendido por el Prefecto de la
casa, don Antonio García Aguado, encargado del Oratorio. Es-
taban presentes dos de sus compañeros. Le sugerían jaculatorias y
consideraciones piadosas. El respondía con lucidez, pedía perdón
y decía con pena: «Ya no podré ser sacerdote... Quería haber sido
misionero y hacer el bien a tantos infieles... Llevadme a casa...
Quiero entregar a Dios mi alma en manos del superior que me
ayudó tanto a hacerme bueno, don José Arce.»
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Fue trasladado a la casa de Mohernando a altas horas de la
noche. Le recibieron el Director, el Catequista y el Consejero de
la Casa. Los demás estaban ya descansando y muy ajenos a la
realidad. Habían celebrado la velada de la fiesta, habían represen-
tado una zarzuela entretenida de la Galería Salesiana que los ha-
bía divertido en grande y se habían acostado contentos, con áni-
mo y alegría de vísperas.
Mientras tanto, los superiores se deshacían en cuidados por el
moribundo y trataban de prolongar su vida de todas las maneras.
Cipriano, semiinconsciente, advertía las diligencias de que estaba
siendo objeto, contestaba con gestos y medias palabras a lo que
se le preguntaba y, entre delirio y lamento, repetía alguna de sus
obsesiones: «¡Misa mía, Misa mía...» decía, lamentando la frus-
tración de su ideal...
Poco a poco su vida se fue apagando hasta dormirse plácida-
mente en el Señor. Hacia las cinco de la mañana, Cipriano moría
y madrugaba adelantándose al sol para celebrar en el Cielo el día
de la Inmaculada.
Al bajar a la iglesia para las oraciones de la mañana, los
compañeros recibieron la triste noticia. La jornada, que se les
presentaba tan eufórica, se tino de tristeza. La Misa fue cantada,
pero sin alegría y sin sermón. A todos embargaba el sentimiento
por el compañero extinto. Durante las horas del día se fueron
turnando para velarle. Contrastaba el negro de la sotana con la
palidez del rostro.
Al atardecer fue enterrado en el estrecho cementerio de Mo-
hernando.
Los jóvenes seminaristas volvían silenciosos y apesadumbra-
dos, con frío y con pena y hasta con algún inquietante presenti-
miento: el de que no sería el último.
Circunstancias adversas y una plaga desdichada hicieron pla-
near por algún tiempo sobre aquella joven y animosa comunidad
el fantasma de la preocupación y de la inseguridad. Fue una pe-
sadilla que atenazó a unos y que no llegó a desalentar a otros ni
a alarmarlos. Fue un ejemplo admirable de entereza y de sereni-
dad en los formadores y en los formandos. Dicho sea al cabo de
los años en gran mérito de todos ellos.
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ESTEBAN LARUMBE ALLACARIZQUETA
Sacerdote.
Nació en Atondo (Navarra) el 17-X-1872.
Profesó en Sant Vicent deis Horts (Barcelona)
el 27-IX-1898.
Sacerdote en Vich (Barcelona) el 22-IX-1906.
Falleció en Mohernando (Guadalajara) el ll-XII-1941.
Don Esteban Larumbe fue uno de los buenos frutos que dio
la institución de los Hijos de María que don Rinaldi fundó en
Sarria cuando era Inspector de España, en los tiempos de la única
Inspectoría.
Nació don Esteban Larumbe en Atondo, pueblo al norte de
Navarra, pequeño y en un valle estrecho. Sus padres eran una pa-
reja de óptimos navarros a los cuales hizo honor el hijo.
Vocación tardía, como eran todos los que integraban aquella
agrupación, fue al Noviciado cuando contaba ya veinticinco años.
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38.4 Page 374

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Lo hizo en Sant Vicents deis Horts (Barcelona) del año 97 al 98.
Después de la primera profesión pasó de nuevo a Sarria.
Allí dio pruebas de prudencia y exquisita caridad desempe-
ñando a la par los cargos de asistente, ayudante del Ecónomo,
encargado de los Cooperadores y estudiante de Filosofía y Teolo-
gía. Era uno de aquellos salesianos de «todo quehacer».
Se ordenó de sacerdote el 22 de septiembre de 1906, vísperas de
la Merced, y continuó en Sarria encargado de los Cooperadores.
Siempre se vio en él al hombre de oración, de humildad, de
incansable trabajo, empeñado en adquirir la perfección con senci-
llez y escrupulosa observancia, al mismo tiempo que con una
constante sonrisa de bondad y caridad complaciente.
En 1915, cruzando la Península, pasó de Sarria a Béjar. En
esta ciudad salmantina, industrial y muy salesiana —la Badalona
del Castañar— debía permancer veinticinco años. Fue el campo
más extenso de su apostolado, aquella casa de balcones corridos,
con más altura y longitud que anchura, construida sobre un solar
reducido. Las Escuelas Elementales y el confesonario fueron su
ocupación un año tras otro, sin cansancio ni aburrimiento, desde
la plena edad viril hsta la vejez.
¡Cuánta paciencia con sus pequeños escolares, que a veces so-
brepasaban el número de los setenta! ¡Cómo sentía la responsabi-
lidad de la asistencia para no faltar nunca al patio en tiempo de
recreo! ¡Cómo cuidaba celosamente las almas tiernas de sus
alumnos, que encaminaba por el sendero del bien!
Todos los que pasaron por sus manos aprendieron a ayudar a
Misa y contestaban puntualmente en latín. Fue uno de sus logros
originales y de sus éxitos.
¿Y qué decir del confesonario? Fue su casa habitual y su pri-
sión.
Puntual todos los días en su puesto, no tardó en convertirse
en el hombre imprescindible, buscado y preferido por todos, por-
que su palabra encendida tenía el aval de la santidad personal,
sencilla pero llena de caridad y de prudencia que le daba la llave
de la confianza general. Atraía, convencía y convertía.
Si fuera verdad el adagio de que «los penitentes, donde dejan
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sus pecados, dejan sus ducados», la humilde casa de Béjar habría
llegado a ser un banco acaudalado.
El trabajo continuo, callado y sin más gratificación que la
buena conciencia, terminó por resquebrajar su fibra de valiente
navarro.
En la primavera de 1940 una grave enfermedad le puso al
borde de la sepultura.
Cuando se encontró recuperado, le enviaron a Mohernando.
Estaba la casa reconstruyéndose del desvencijamiento de la guerra
y ocupada entonces por aspirantes, novicios y un grupo de sale-
sianos. Poco era lo que podía hacer, tan mermado de facultades
como estaba ya. Lo indispensable para seguir confesando y dejar
transparentar en pequeños detalles su carácter afable, jovial, que
le ganó la simpatía de todos no menos que la de los bejaranos.
Llegó a ser el familiar y «buen abuelito». Seguía con su antigua
costumbre de estar donde estaban los niños. Se le veía siempre en
el patio y en la capilla, la antigua, pintarrajeada por don Miguel
Lasaga y sus ayudantes, en espera de ser sustituida por otra más
suntuosa, entonces en construcción.
A todos los llamaba «Juanito» o «Sebastián», y siempre re-
comendaba paciencia. Una muletilla que nunca faltaba en los
consejos de la confesión era ésta: «Mira, en boca cerrada no en-
tran moscas.» La esclerosis senil había reducido su bagaje hasta
ese extremo, consecuencia de haber tratado a tantos «Juanitos» y
«Sebastianes» y de haber tenido que emplear tanta paciencia.
Cuando se abrió de nuevo la escuela aneja para los niños del
pueblo, todavía pidió que le permitieran darles clase. A sus casi
setenta años, era edificante verle acudir al toque de la campanilla
y estar entre los escolares con el celo de sus buenos años.
El día 8 de diciembre de 1941, aniversario del comienzo de la
Obra Salesiana, el querido abuelito no pudo bajar a tomar parte
en la fiesta. Una congestión cerebral le impidió abandonar el le-
cho. Perdió por completo la palabra y desde el primer momento
se vio que era un caso desesperado. Todavía los tres días que vi-
vió dio ejemplo de su bondad. Sufría en silencio, apenas esbozaba
una queja en los sufrimientos que se veía que tenía y besaba el
crucifijo cuando se lo acercaban.
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Fortalecido con todos los sacramentos, murió el día 11. En su
rostro quedó un reflejo de paz y de bondad: las que le habían
acompañado siempre y que transpiraba su hermosa alma. Era el
primero que moría en Mohernando después de la guerra.
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ILDEFONSO AIZPURU ARANGUREN
Coadjutor.
Nació en Azpeitia (Guipúzcoa) el 23-1-1889.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 13-IX-1907.
Falleció en Puertollano (Ciudad Real) el ll-XII-1964.
«... Qué es lo que hace rollizas las
mieses, bajo qué signo conviene revol-
ver la tierra y arrimar las vides a los
olmos, cómo se cura una res, el cui-
dado del rebaño y qué arte hay que
aplicar a las parcas abejas...» (Virgilio).
Con esta enumeración comienza el libro primero de las Geór-
gicas, y éstas son todas las artes que el señor Aizpuru se pasó la
vida estudiando y ejercitando. Eso en lo profesional, porque la
otra parte de su vida la dedicó de lleno a la piedad y a la ascética
más genuina.
Fue un denodado trabajador y un religioso estricto, intacha-
blemente cumplidor y sin alardes.
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Su retrato recuerda un poco el de otro coadjutor, siervo de
Dios y salesiano ejemplar, Simón Srugi, en su fisonomía, su pei-
nado y el atuendo de su indumentaria. Parecen espigas del mismo
haz.
¿Quién de los que han pasado por Mohernando en una trein-
tena de años no recuerda al señor Aizpuru? Andaba balanceán-
dose, el pecho erguido, la voz temblona, la pronunciación un
poco esforzada y el acento premioso. Parecía que trataba de do-
minar la dura fonética vascuence.
No era hombre brillante, ni conversador ameno, ni tenía mu-
cho sentido del humor por aquello de que «hombre que estudia y
que ara, no debe ser muy fiestero».
Pero era inteligente, agudo, a veces irónico, muy entendido en
lo suyo y con prestigio entre sus ayudantes jóvenes y los herma-
nos. Los de Mohernando y pueblos vecinos le miraban como al
montaraz de Mochales, Eso le trajo alguna antipatía y complica-
ción. Los años que estuvo en la Escuela Agrícola de Sarracín los
muchachitos alumnos, los empleados de la Caja y los labradores
de las inmediaciones le reconocían una gran competencia, venían
a hacerle consultas, a pedirle semillas y plantas.
No imaginamos al señor Aizpuru fuera de su ambiente labra-
dor y ganadero: Carabanchel, Mohernando, Saldañuela, El Bonal
fueron los estadios de su ocupación uniforme y constante: traba-
jador en la agricultura y para las vocaciones.
Toda su vida la pasó en casas de formación y siendo dechado
de trabajo y de buen religioso.
Podía parecer un casero guipuzcoano, un estanciero, un la-
brantín, pero sobre todo era y se le recuerda como muy hombre
de Dios, como un coadjutor excepcional y un religioso de quien
se podía decir con santa Teresa cuando supo la muerte de san
Pedro de Alcántara: «Ya no está el mundo para tanta virtud», es
decir, austeridad, oración asidua, obediencia callada y vida de sa-
crificio.
A Mohernando llegó desde Carabanchel en el año 1929. A los
Salesianos se les confiaba la finca de Mochales como fundación y
en usufructo. Al señor Aizpuru le tocaba roturar el monte, mon-
tar la granja, acondicionar la tierra para sacar de ella el producto
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indispensable y necesario para la manutención de los novicios y
filósofos que se instalaron allí. El lugar era bonito, bien situado y
sano, pero la tierra era dura, estéril, sin agua y sin jugo, pobre y
difícil. Era una finca de recreo, de salud, pero de poco rendimien-
to. Todo tuvo que ir saliendo del esfuerzo y del tesón de los cul-
tivadores. Mohernando se ha hecho productivo con el esfuerzo
del señor Aizpuru y de tantos heroicos administradores, coadjuto-
res y estudiantes.
Pero estamos tratando del señor Aizpuru, no de Mohernando.
Allí llegó sano y joven y de allí salió viejo y enfermo. Veinticuatro
años son suficientes para acabar con cualquier fortaleza.
Llegó la guerra y le esperaban a nuestro hombre los peores
momentos, como les ocurrió a tantos otros que pasaron aquella
experiencia indeleble. Algunos le recuerdan en la tarde del 23 de
julio yendo y viniendo lívido entre milicianos furiosos, escudri-
ñando los rincones de la Casa, los sitios en que presumían que
podía haber armas. Venían con deseos de matar, como fuera.
Cualquier pretexto hubiera sido bastante para acabar con quien
fuera preciso.
—¿Has pasado por la carretera de Madrid? —preguntaba
uno, jovenzuelo, con mono azul y demacrado—. Por lo menos
quinientos muertos han quedado en ella...
Lo decía en voz alta, delante de todos, agrupados entre los
dos edificios de la Casa, como con jactancia y para impresionar.
Al final de dicha primera visita, calmados ya en parte por la
comprobación de que no había armas y por el vino que habían
encontrado en la bodeguilla, fresco y saboreable, le decía el capi-
toste del pelotón, entre bromas y amenazas:
—Has estado en un tris de que te liquidáramos.
Era verdad, como lo fue el peligro de la noche del 26 de julio,
cuando don Felipe Alcántara y él se acercaron a la estación de
Humanes a solicitar del jefe un volante para poder ir, vía arriba,
hasta que pudieran sentirse más a salvo.
Don Felipe entró a hablar con el jefe de estación; el señor
Aizpuru se quedó en la salita de espera. Allí había un grupo de
milicianos. Uno de ellos se fijó en él, le reconoció como de los
frailes de Mohernando y con cruel regocijo se puso a increparle,
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le hundió el cañón de la escopeta en el vientre. Tan amedrentado
se sintió que cayó desvanecido. Intervino el jefe de la estación, le
dieron una taza de tila y se rehizo a medias del susto, que podía
haber sido más que eso.
Era conocido en el contorno, se había tenido que encarar con
cazadores y leñadores furtivos, les había tenido incluso que quitar
el arma y se la tenían guardada. Bien se cobraron.
Durante la guerra, después de los meses que estuvo en la cár-
cel, se colocó en una vaquería. Se le vio alguna vez arreando una
punta de vacas por las afueras de Madrid. Estaba conforme den-
tro de lo lamentable de la situación. Trabajaba en su oficio, dis-
frutaba de cierta libertad y contaba con algunos víveres que hacía
llegar, a veces, a otros salesianos más necesitados.
Y, por su medio, nunca les faltó, durante toda la guerra, a los
sacerdotes salesianos refugiados en las Embajadas de Rumania y
Chile y a otros sacerdotes trabajando en la clandestinidad, harina
de trigo y vino para los sagrados ministerios.
Después de la guerra, Mohernando presentaba el aspecto de
un despojo: la finca y la casa. Se imponía la tarea de repoblar y
reconstruir, bien penosa. Recobrar el patrimonio, plantar árboles,
olivos, almendros, viñas, alumbrar aguas. Todo recayó sobre las
espaldas del señor Aizpuru y sus inmediatos, jóvenes, animosos,
ayudantes. Tanto trabajó y tanto afán quebrantaron su salud de
roble.
El año 53 sufrió una congestión cerebral. Se quedó paralizado
de medio cuerpo. Con tiempo y paciencia se repuso un tanto. Le
destinaron a la Casa de Saldañuela, nueva, más confortable que
Mohernando, y sobre todo escuela de Agricultura. En ella se en-
contraría en pleno ambiente. Así fue.
Aquel poco más de centenar de chicos burgaleses, hijos de
agricultores, chicos sencillos y buenos como aspirantes, le acogie-
ron con todo cariño. Le rodeaban con curiosidad, le escuchaban
con agrado y le obedecían. Le hicieron pasar años felices. Pero el
clima era demasiado duro para su salud.
Le destinaron entonces a El Bonal, de clima más suave, casa
de formación y de labranza también. Allí pasó sus últimos tres
años con las mismas aficiones, ya que no ocupaciones, que había
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39 Pages 381-390

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39.1 Page 381

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pasado toda su vida, dando de mano a las herramientas y pasan-
do más a menudo las cuentas del rosario.
Hasta en las últimas semanas, observa un aspirante de enton-
ces, cuando el sol se asomaba despejado, le acompañaban a la
huerta y él, con la mano sana, trataba de arreglar un poco los
cultivos del tiempo. Vano intento. Aquello ya no era cavar, por-
que no tenía fuerzas para ello; sería arañar la tierra, acariciarla
más bien.
El día 5 de diciembre, primer día del triduo de la Inmaculada,
al terminar la meditación y la Misa, que oyó como siempre con
la comunidad, se sintió mal, se dejó caer sin sentido. Le incorpo-
raron y trataron de reanimarle. Todo fue inútil. Una nueva con-
gestión cerebral acabó con su vida el día 11 de diciembre.
«¡Ay que ya murió la encina
del Valle de Fuenmayor!»
Como el personaje de Gabriel y Galán, que comparaba su
vida a la de la encina, que se deshacía en cenizas, así podrían
haber exclamado los que le rodeaban.
Al funeral asistieron el señor Inspector, don Maxi, y muchos
otros salesianos de Madrid, Puertollano y Ciudad Real.
Todos ratificarían sin dudar la afirmación gráfica y espontá-
nea de uno de los muchos salesianos que le admiraban: «El señor
Aizpuru ha entrado hoy en el Cielo con la azada al hombro.»
En el cementerio de Puertollano, en una humilde sepultura,
entre gentes de la industria, él, que estuvo tan adscrito a la agri-
cultura —¡qué ironía!—, descansan sus restos. Mejor estarían en
Mohernando, la tierra que él había trabajado hasta desvivirse.
Cuando vivía, entre sus costumbres singulares y edificantes
tenía la de descubrirse cuando pasaba delante de la habitación del
Director, estuviese dentro él o no. Era un gesto de acatamiento y
de reverente obediencia.
Ahora sería el caso de que todos nos descubriéramos ante su
figura, en gesto de aprecio y reconocimiento a su gran virtud.
¡Descanse en paz el salesiano bueno, el incansable trabajador!
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PEDRO GIL HERNÁNDEZ
Sacerdote.
Nació en Valdealcón-Gradefes (León) el 5-V-1931.
Profesó en Mohernando (Guadalajara) el 16-VIII-1953.
Sacerdote en Salamanca el 24-VI-1961.
Falleció en Madrid el 15-XH-1974.
Hace quince años que murió y su recuerdo sigue entre los que
le conocieron vivo y cálido. El testimonio es unánime: «Era una
gran persona.» «Tenía una gran talla, humana y espiritual.» «No
se tienen de él más que buenas impresiones y motivos de elogio.»
Era moreno, bien plantado, tenía los ojos rasgados y el pelo
ondulado y espeso. Su estampa de buen universitario le merecía
en las aulas respeto y juvenil admiración.
Nació en mayo de 1931, a tres semanas de implantada la Re-
pública y unas fechas antes de la quema de conventos. Esta no
alcanzó al convento de Bernardas ni al de San Miguel de Escala-
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da, dos buenas muestras del arte del pueblo Valdealcón-Gradefes,
de la provincia de León. Está situado en el llano de la provincia,
al noreste, formando parte de la Tierra de Campos y con la Cor-
dillera Cantábrica a la vista. Pedro, como amante de la naturale-
za y buen explorador, guardaría la imagen de aquel paisaje nativo,
que es la prolongación de la cuna. Su padre, don Balbino, era el
maestro, uno de los maestros de entonces, de carrera corta y
sueldo escaso.
Hizo el Bachillerato en el Colegio de María Auxiliadora (Sa-
lamanca) y en su Universidad comenzó los estudios de Medicina.
Su comportamiento y sus notas en ambos centros fueron exce-
lentes. Al decir de algún salesiano experimentado, «fue el alumno
mejor formado que salió de nuestro Colegio en aquellos años».
Con el tercer curso de Medicina aprobado brillantemente y
con veintiún años cumplidos, dio de mano a todo el horizonte
que se le presentaba y entró en el noviciado de Mohernando. Allí
encontró muchachos bien dispuestos, muchos, inteligentes y con
un porvenir salesiano tan lisonjero como se está viendo ahora,
pero que no estaban a su nivel de madurez humana ni cultural.
Se veía un poco distante y superior, pero no lo daba a entender.
Nada de afectación ni de singularidad en su comportamiento. En
el trato diario, en los estudios religiosos, en los esparcimientos,
era un compañero más. Se le veía seriedad y exigencia consigo
mismo, cierta displicencia con las ligerezas e incumplimientos de
los demás compañeros, pero sin descalificaciones ni aires de supe-
rioridad. Como inteligente que era, era también comprensivo y
tolerante. Hizo la profesión temporal el 16 de agosto de 1953 en
las manos de don Emilio Corrales. Al año siguiente se dividirían
las Inspectorías de Madrid y Zamora. Pedro quedó en ésta. Hizo
algún año de Filosofía, trienio en Guadalajara y el año 1954 fue
como clérigo y personal fundador al Colegio de Ferroviarios. La
Teología la estudió en Carabanchel y se ordenó de sacerdote el
24 de junio de 1961. Sería aquélla la última ordenación en Cara-
banchel. Poco después el Teologado se trasladaría a Salamanca.
Presidió la ceremonia el salesianísimo y espiritual monseñor Juan
Manuel Arbeláez. Al final de la misma don Juan Gil, que había
actuado de maestro de ceremonias, le dirigió un saludo entrela-
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39.4 Page 384

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zando los nombres de Juan y Manuel. Monseñor contestó con su
acento americano., su poquita voz y una emoción que le arrancó
las lágrimas al ordenante y a buena parte de los ordenados. Entre
ellos estaba Pedro,
Desplegó su sacerdocio en los colegios de Pizarrales, La Pa-
loma y el Aspirantado de Coadjutores de San Fernando.
En todos dejó su estela de entusiasmo, de entrega y dedicación
a los jóvenes, animador de fiestas, reuniones, paseos, veladas y
montañismo. No en vano pasó temporadas de capellán de Boy
Scouts. Disfrutaba con los muchachos y ellos con él, por su espí-
ritu deportista, juvenil y apostólico.
Los últimos seis años los pasó en el Paseo de Extremadura,
siempre en la misma tónica de buen religioso y pedagogo dinámi-
co. Los Salesianos y los alumnos le apreciaban y no le disimula-
ban su simpatía. Para el Director era uno de esos individuos con
quienes se puede contar siempre. Cumplen su cometido sin hacer
sombra a nadie. Saben hacer bien las cosas, sin dejar en mal lu-
gar a los demás.
Tenía cuarenta años y estaba en plenitud de facultades y de
rendimiento. Iba todo demasiado bien para ser duradero.
Hacia el verano del 71 comenzó a sentir algunas molestias,
indefinibles al principio. Se fueron acusando con el tiempo, hasta
que se hizo imprescindible el recurso a los médicos. Después de
unos días de observación, éstos comunicaron un diagnóstico
sombrío: se trataba de un cáncer de huesos imposible de tratar
con quimioterapia ni con radioterapia. El proceso era irreversible.
Se le fueron aplicando los remedios a mano: medicinas, des-
canso, cambio de ambiente. Todo inútil. Reducido a una silla de
ruedas, se sentía cada día con menos fuerzas y con más dolores.
Iniciado en la Medicina, no se le escapaba la sospecha de que se
tratase de lo peor. Pidió al Director que se le dijese claramente la
verdad. No quedaba más esperanza que la del milagro. No la
descartaba ni aun entonces. Puso por intercesor a don Rúa, de-
clarado beato aquel mismo mes de octubre. Hubiera sido el
trampolín providencial para subir a los altares de la canonización.
Pero don Rúa, reacio en vida a hacer los milagros que el
mismo Don Bosco le reconocía poder para hacer, se mostró ine-
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39.5 Page 385

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xorable a los ruegos de aquel joven sacerdote y de tantos supli-
cantes.
—Si obtengo la curación, señor Director, quiero que me re-
cuerde siempre que he ofrecido al Señor consagrar toda mi vida a
los jóvenes pobres en los Oratorios Festivos.
El Señor ya se daba por servido con lo que había hecho. To-
dos habían sido jóvenes pobres: los de Pizarrales, los de San Fer-
nando, los de Ferroviarios y La Paloma.
Y él había trabajado siempre con espíritu y «corazón orato-
riano», antes de que se institucionalizara esta expresión.
Sin perder la esperanza de una curación milagrosa, se hizo
administrar los sacramentos con tiempo, con plena conciencia y
en una ceremonia inolvidable para los que la presenciaron, que
fue toda la comunidad del Colegio de San Miguel, el arcángel
conductor de las almas al Cielo.
En su silla de ruedas, como sitial de honor y de dolor, rodea-
do de todos los hermanos, oyó Misa, recibió el Viático, la Extre-
maunción, que todavía se llamaba así, y pronunció con no poco
trabajo unas palabras de petición de perdón y de ofrecimiento.
Fue la ofrenda de sí mismo, la oblata doliente y al vivo de aquella
Misa singular y emocionante.
Todavía vivió algunas semanas luchando con la enfermedad,
que se hacía cada vez más dolorosa, más torturante. Fue la noche
de su pelea en el vado de Sucot, con la diferencia de que a Jacob
el ángel le tocó un hueso y se le lastimó; a él, a Pedro, se le ha-
bían herido todos los huesos. Fue un dolor venturoso, de unción
y de transformación elevadora. A eso suenan las palabras que a
duras penas podía pronunciar ya: «Sufro mucho; se lo ofrezco
todo al Señor por la comunidad y, principalmente, por el señor
Director.» ¡Qué pena sentirían los destinatarios de un ofrecimien-
to así; pero qué consuelo y qué confianza tan grande les habrá
quedado!
En los últimos momentos, rodeado de salesianos y de parien-
tes, su inspiración volvió a lucir y a coordinar unas palabras tan
luminosas como éstas: «Acoge, Señor, esto, que es creación tuya.
Ya he ofrecido todo tranquilamente... Vamos, ya está...» Las
transcribo tal como constan en la carta mortuoria. Parecen in-
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39.6 Page 386

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creíbles. Un ejemplo de muertes de leyenda, de justos ejemplares.
Fue su «consummatum est». Murió el día 15 de diciembre.
La Misa de «corpore insepulto» fue concelebrada por cuarenta
sacerdotes. Varios de ellos eran compañeros. Recordarían la Misa
de la ordenación de once años antes, el fervorín de monseñor
Arbeláez y el juego de nombres de Juan y Manuel. Sonaban a
verso de villancico.
El entierro fue al día siguiente, en Carabanchel, ante una mul-
titud apretada y callada, compuesta por salesianos, familiares,
amigos de la Congregación y muchos alumnos, venidos de varios
colegios. Uno de ellos le leyó un saludo final.
Era el primer día de la novena de Navidad, de una Navidad
que Pedro prefirió celebrar en las «Alturas», dando gloria a Dios
y recibiéndola. Bien podemos creerlo.
«Su muerte dejó un gran vacío en la comunidad y en el Cole-
gio», dice un salesiano de los que la presenciaron. Sería verdad.
Cabe pensar que él se habrá encargado de llenar ese vacío de al-
guna manera sutil, misteriosa y eficiente, propia del poder de los
bienaventurados.
405

39.7 Page 387

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CIPRIANO SÁNCHEZ DURAN
Sacerdote.
Nació en Salamanca el 13-V-1898.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 25-VII-1927.
Sacerdote en Madrid el 22-XII-1928.
Falleció en Madrid el 18-XII-1947.
Hace años, cuando éramos estudiantes de Filosofía, funciona-
ba en Mohernando un Círculo Misionero en bastante coordina-
ción con otro de Salamanca, del Colegio de María Auxiliadora.
Una de sus actividades era la comunicación frecuente con los mi-
sioneros, sobre todo de la India. Debido a eso, manteníamos co-
rrespondencia, por ejemplo, con don Eduardo Gutiérrez, el padre
Mármol y don Cipriano Sánchez, entre otros. Don Cipriano era
uno de los últimos misioneros llegados a aquellas tierras. Había
hecho el Noviciado aquí y aquí había recibido alguna de las órde-
nes mayores. Por eso era conocido entre las primeras promocio-
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nes de la Casa, Actualmente, a pocos les sonará su nombre. Llegó
tarde a la Congregación —era vocación tardía—, vivió lejos cerca
de veinticinco años y cuando regresó murió a los pocos meses,
que pasó entre el hospital y las enfermerías de Atocha y Cara-
banchel. Su vida, por tanto, entre nosotros fue muy fugaz.
No obstante, no le podemos silenciar. Todo salesiano, por el
hecho de haberlo sido, es digno de mención, si no por lo que
hizo a nuestra vista, por lo que fue: un salesiano cabal y con mé-
ritos. Durante las pocas semanas que vivió en Carabanchel, el
grupo de aspirantes que había allí entonces le veían tan espiritual
y delicado en su porte que los edificaba y los hacía llamarle «Don
Cipriano Sánchez, virgen, confesor y mártir».
Estuvo en contacto con los Salesianos desde sus primeros
años en Salamanca. Su familia era muy adicta a nuestra Obra y,
años después, tuvo un sobrino salesiano y una sobrina Hija de
María Auxiliadora. Ya es bastante vinculación familiar.
Nació en Salamanca el 13 de mayo de 1898. Sus padres eran
muy cristianos y adictos a los Salesianos de los dos colegios, el de
San Benito y el de María Auxiliadora. En este último estudió don
Cipriano la Primera Enseñanza y a continuación el Bachillerato.
Comenzó después la carrera de Derecho en la Universidad de
la misma ciudad.
Cuando ya tenía en su poder el título de licenciado, con un
porvenir prometedor por delante, se planteó el problema de elec-
ción de estado y se decidió por la Congregación, entre las varias
opciones que se le brindaban.
Hizo el Noviciado en Carabanchel, con la última promoción
que lo hizo allí.
Como no tenía necesidad de estudiar la Filosofía, salió inme-
diatamente a las casas e hizo el trienio y la Teología al mismo
tiempo, por su propia cuenta y sólo con las explicaciones de algún
salesiano experto. El Director de Baracaldo le encontró perfecta-
mente dispuesto para la vida salesiana y ofreció informes sin
tacha.
En 1932 se ordenaba de sacerdote y a los muy pocos meses
partía para la India pomo misionero, que era su ideal acariciado
desde que se decidió a abandonar el mundo.
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No tenemos noticias de su actuación en tierras de misiones ni
él, en su modestia, se ocupó de dárnoslas. Tenemos algún vago
recuerdo de aquella correspondencia a que aludíamos. Escribía
como un misionero profesional, entregado y celoso a quienes no
éramos más que curiosos aficionados. Se debió entregar sin reser-
vas a su trabajo evangelizador, emplearse y superemplearse hasta
el agotamiento, a juzgar por el estado en que llegó a España al
cabo de veinticinco años.
Llegó a la Inspectoría en el verano de 1947. Venía físicamente
deshecho. El clima, el trabajo y el régimen de vida sin régimen le
redujeron a un estado de debilitamiento extremo y al agotamiento
nervioso.
Venía con intención de reponerse y regresar a las misiones,
con la aprobación de los superiores. «La tumba apropiada de un
luchador es la trinchera.» Ese era su propósito y sus planes.
El Inspector, don Modesto Bellido, le encaminó a Caraban-
chel. La tranquilidad y la compañía de teólogos y aspirantes po-
dían favorecer su recuperación. Tampoco eran despreciables las
ventajas del vecino Hospital de Vistalegre, que tan generosamente
se venía portando en cuestión de médicos y de medicinas.
¡Muchas atenciones nos prestaron y favores impagables! Dios
se lo haya tenido en cuenta a aquellos doctores y a aquellas mon-
jitas, Hijas y ministras de la Caridad.
Efectivamente, le sentaba bien a don Cipriano la estancia en
Carabanchel.
, Iba ganando fuerzas y ánimos. De pronto le sobrevino una
parálisis general. No perdió el conocimiento, pero sí la palabra.
Llegó a estar varios días en estado de coma, aparente al menos.
Le trasladaron al hospital. Nuevos e intensivos cuidados de médi-
cos y enfermeras hicieron que se volviera a recobrar.
La alegría de don Cipriano fue grande cuando se sintió de
nuevo con facultades. Se llegó a levantar y hasta, el día de la In-
maculada, pudo celebrar la Santa Misa, pensando en que pronto
abandonaría el hospital y regresaría a Atocha. Regresó, pero para
morir.
Por las causas que fueran, contrajo una bronconeumonía que
no hubo manera de atajar. Se iba acabando vertiginosamente. Se
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decidió trasladarle al Colegio de Atocha, ya desahuciado. Se ale-
gró de verse de nuevo en su casa y poder morir rodeado de her-
manos. Le recibieron con todo el afecto de tales don Modesto,
don Rufino, el Director, don Mariano, el señor Urtasun y don
Pudenciano, enfermero ya entonces. Le colmaron de atenciones y
le administraron los sacramentos. Pasaba el tiempo y se había
llegado ya a esa tesitura trágica en que la muerte es inminente,
pero incierta. No se sabe cuánto durará la agonía del enfermo y
de los cicunstantes.
Cuando estaba enfermo y como un síntoma más de su delica-
deza, don Cipriano agradecía las visitas de unos y otros, pero él
mismo los invitaba a que se retirasen a sus quehaceres. Ya era
bastante el tiempo que le habían dedicado, teniendo tanto que
hacer.
Ahora también, en el trance final, rpgó que se retirasen algu-
nos. Bastaba que se quedase uno o se fueran turnando. Así lo
hicieron. Se quedó un sacerdote y un coadjutor. Poco tuvieron
que hacer. A las once de la noche, de una manera suave, natural,
casi dulce, dejaba de vivir. Quedó tan inalterado que por algún
tiempo dudaban si estaba ya muerto o estaba todavía vivo. Así lo
cuenta don Mariano Araúz, testigo presente.
Era el día 21 de diciembre, fiesta de santo Tomás apóstol. En
la Casa de Atocha y en el ambiente de fuera se percibía ya la
Navidad.
Don Cipriano se adelantó para celebrarla cumplida y gozo-
samente en el Cielo.
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ALFONSO MARTÍNEZ DÍAZ
Coadjutor.
Nació en La Habana (Cuba) el 2-VII-1897.
Profesó en Carabanchel /Uto (Madrid) el 13-XI-1929.
Falleció en Madrid el 21-XIM978.
Nació en La Habana el 2 de julio de 1897, el último año del
dominio español sobre la Isla, el año en que se inauguraba, des-
pués de titubeos, la Casa de Baracaldo, la que había de ser el
principal escenario de su actuación salesiana.
Por tres veces estuvo destinado en ella. De allí salió, en el año
1954 y, tras una breve estancia en Ferroviarios, pasó a Caraban-
chel, donde pasó los diecisiete años restantes, enfermo y más reti-
rado del trato común, él, que siempre había estado bastante re-
traído y silencioso,
No sabemos el cuándo y el porqué de su venida a España. El
año 1927, ya con treinta años, entra en el colegio de Santander
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como fámulo y aspirante de vocación tardía. En Caramanchel
hace el noviciado y allí hace su primera profesión, las últimas que
se hicieron en Carabanchel como Noviciado.
De Carabanchel, sin más perfeccionamiento, pasa a Orense, y
de allí a Baracaldo. Da clase a la Primera Elemental, con más de
sesenta alumnos, hace de sacristán y atiende a la portería: un plu-
riempleo bien desempeñado por Alfonso. Se aviene a cuanto se le
confía y, como habla poco, llega a todo.
En 1936, en el mes de julio, va a Mohernando para hacer los
Ejercicios Espirituales y, al terminarlos, formular la profesión
perpetua. Hizo los Ejercicios y la profesión, pero ya entre sobre-
saltos de malas noticias y presentimientos de sucesos aciagos. La
ceremonia de las profesiones fue apresurada, el sermón de los re-
cuerdos sin entusiasmo, porque don Felipe Alcántara era el más
afectado; la comida, sin sobremesa y con el menú recortado. Muy
poco después de comer se presentó la primera remesa de milicia-
nos. El registro, el zarandeo y las diligencias duraron hasta el
anochecer. Era la primera jornada de aquel drama.
El día 25 fue el éxodo. El grueso de la comunidad, que en
aquel momento era más numerosa que nunca, por la circunstan-
cia de los Ejercicios, abandonó la Casa y, a la buena de Dios,
atravesando la vega, se refugió en las márgenes del Henares. Entre
todos iba, renqueando y con un fardo a cuestas, Alfonso.
Cuando a los dos días, después del vagabundeo por el río y
de su paso por el Gobierno Civil de Guadalajara, volvieron a Ca-
sa reconducidos como rehenes y en calidad de prisioneros, porque
en la cárcel provincial no había espacio para encerrarlos, el reen-
cuentro con los que se habían quedado en Casa fue una escena
emocionante. Los milicianos menos fieros lo observaban y, tras
alguna exclamación, comentaban: «¡Corno se quieren!» Pues bien,
Alfonso era uno de los más conmovidos. Fuera por el nerviosis-
mo, por la emoción o por el cúmulo de vicisitudes que se suce-
dieron en aquel breve espacio de tiempo, el caso es que lloraba a
lágrima viva.
El día 3 de agosto fue conducido, con todos los demás, a
Madrid, a la cárcel de Ventas. Allí pasaría nueve meses. Los días
eran tan iguales, tan tediosos y tan desprovistos de lo elemental
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que se perdía la noción del tiempo, las esperanzas y hasta las
ganas de sobrevivir.
Alfonso hablaba muy poco, rezaba las oraciones reglamenta-
rias en grupo, dando vueltas al sótano en forma de noria; paseaba
solo frotando las manos y repitiendo su tic nervioso. Muy a me-
nudo daba a entender el acoso de los parásitos que le invadían.
Corno final de aquel cautiverio, fue condenado a un batallón
disciplinario: al Batallón Auxiliar de Fortificaciones. El, tan ino-
fensivo y que además estaba cojo, condenado a un batallón de
castigo, cargado con el pico y la pala y obligado a hacer trinche-
ras, desmontes y el famoso ferrocarril de los cuarenta días.
Así era de considerada y de objetiva la justicia de los rojos.
Al terminar la guerra, y una vez que se rehizo en lo posible
del quebrantamiento de aquellos tres años, pasó por las casas de
Béjar, Baracaldo, Santo Domingo Savio y Ferroviarios, haciendo
lo que alcanzaban sus fuerzas y su buena voluntad.
En ninguna de esas casas perdió el tiempo lastimosamente ni
creó problemas.
Fue siempre el hombre sin hiél, un poco tímido hasta que se
le daba confianza para mostrar su bondad, su aptitud y hasta sus
ribetes de humor.
Don Agustín Septién, coadjutor veterano ya, compañero suyo
de noviciado y de comunidad, le define como hombre sencillo,
humilde, pobre, amante de las Reglas y respetuoso con los supe-
riores. Comprueba el buen recuerdo que había dejado en Bara-
caldo, entre los alumnos sobresalientes y entre los más atrasados,
«a los que había sacado de la mediocridad con su incansable soli-
citud».
A Carabanchel vino ya a convalecer, a prolongar sus acha-
ques y a prepararse a bien morir. Nunca se le oyó refunfuñar ni
lamentarse. Estaba contento con la comida, con la calefacción y
la habitación, bien escueta.
«Para el que nada ambiciona,
todo el mundo está a la mano.»
Murió el 21 de diciembre de 1978, un día de vísperas de Na-
vidad y de madrugada, tan sin ruido como había vivido.
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El funeral fue el día 22, en la capilla del Colegio, con acom-
pañamiento de salesianos de Madrid y de los aspirantes coadju-
tores.
En la homilía, el Director, don Porfirio, se lo puso por mode-
lo bajo todos los aspectos que podía ponérsele. Los aspirantes,
impresionados y nerviosos, cantaron con fervor, con vehemencia
más bien, un poco acuciados por la impresión del momento y
otro poco por el hormigueo de las vacaciones que empezaban a
continuación. ¿Los acompañaría por mucho tiempo el recuerdo
de don Alfonso y el secreto de su vida...?
«Bene qui latuit, bene vixit», dijo el autor de Los Tristes, un
poeta que ni siquiera era cristiano ni adicto a ningún credo.
«Vivió bien el que supo vivir ocultamente.»
Don Alfonso Martínez le daría toda la razón.
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MANUEL MARTIN CRESPO
Coadjutor.
Nació en Itero del Castillo (Burgos) el 21-XII-1896.
Profesó en Carabanchel Alto (Madrid) el 26-VI-1926.
Falleció en Madrid el 28-XII-1970.
Una tarde de verano —julio de 1946—, don Modesto Bellido,
Inspector, y un sacerdote recién cantado Misa, se dirigían del Co-
legio de Atocha a la estación del Mediodía. Iban a coger el tren
para Mohernando, en visita de presentación. En el trayecto, al
pasar frente al Hospital de San Carlos, don Modesto, siempre tan
atento, dijo: «Vamos un momento a ver al señor Manolo.» Lle-
vaba allí unas semanas.
Subimos por unas escaleras de peldaños bajos, como para en-
fermos, hasta una planta alta. En una sala corrida, de techo alto
y zócalo de azulejos blancos, piso de baldosas limpias pero deslu-
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cidas, en una cama pintada de blanco, estaba el señor Manolo,
enfermo de pleuresía. Nos recibió con una sonrisa de sorpresa y
agradecimiento. Hablamos sobre el curso de la enfermedad. El
enfermo seguía la conversación con interés y serenidad. Contras-
taba un poco con el ceño reservado y sombrío de los enfermos de
al lado. Se les notaba de aspecto menos distinguido que el del
señor Manolo. Hacía calor de julio y olía a sala de hospital: me-
dicinas, apositos, sudores... Nos despedimos de él con una impre-
sión penosa, pero esperanzada. La enfermedad sería larga, cedería
y el señor Manolo volvería a su taller, a su escenario y a su am-
biente de Atocha. Aquella enfermedad tendría algo que ver con
su muerte, al cabo de veintisiete años.
Había nacido el señor Manolo, como siempre se le llamaba,
entre respetuosa y familiarmente, en Itero del Castillo (Burgos) el
21 de diciembre de 1896.
El pueblo está al lado del Pisuerga, en el Camino de Santiago,
en la Tierra de Campos. Es pequeño, pero tiene elementos de in-
terés: iglesia, castillo, río y un horizonte a propósito para atarde-
ceres interminables, como son los de la Tierra de Campos. El
señor Manolo nació en el seno de las familias notables: una casa
grande en un pueblo chico. No fue la única vocación salesiana
que brotó en el ambiente de aquella familia acomodada y cristia-
na. Otro hermano, Isaías, murió prematuramente y algún otro
familiar se quedó entre la enredada historia de los años treinta.
Las buenas vocaciones no suelen venir solas. En este caso, un
hermano, un sobrino y un paisano que con el tiempo llegó a ser
dos veces Inspector y está ahora al frente de la Inspectoría de
Madrid. Dios le prospere. ¿Se le podía pedir más a un pueblo con
un puñado de vecinos?
Hizo el aspirantado y el perfeccionamiento en Sarria, la «alma
mater» de tantos coadjutores valiosos; el noviciado, en Caraban-
chel Alto, y profesó como salesiano el 26 de junio de 1916. Tres
años después hizo la profesión perpetua.
Aprendió el oficio de sastre y tuvo la formación característica
de Sarria, en lo religioso y en lo profesional. De aquellos talleres
salieron muchas promociones de maestros ejemplares, salesianos
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coadjutores «de patrón». «Dechado que sirve de muestra para
sacar otro igual.»
Su vida salesiana activa transcurrió en tres casas, las tres
grandes, las tres profesionales: Atocha, San Fernando y Ferrovia-
rios.
La primera tenía entonces el nombre modesto de «Escuelas
Salesianas», a diferencia del de ahora, «Instituto Politécnico». En
verdad eran escuelas de muchas cosas buenas. Fueron la irradia-
ción de lo salesiano en Madrid. Despertaron la atención y la sim-
patía de muchos.
En uno de aquellos talleres, elementales pero eficientes, el se-
ñor Manolo ejerció su primer apostolado como jefe del taller de
Sastrería. Era un oficio de los clásicamente artesanos de entonces:
pacífico, de trabajo asiduo, apto para labrarse un honesto vivir,
sin rendimientos espectaculares. El taller de sastrería era de los
más gratos: era un taller limpio y sin ruidos estridentes. Acaso
por eso mismo fue de los que primero cayeron en desuso.
De la mano del señor Manolo fueron saliendo, hasta el año
1948, grupos de muchachos de buena hebra, con el arte aprendi-
do del buen vestir y del buen vivir, porque el señor Manolo era
maestro de otros «artes y oficios», además del de la tela.
Aficionado al teatro, lo supo emplear a la manera salesiana,
como un medio de formación.
«No se tome usted con los comediantes, que son gente favore-
cida», se le advierte a Don Quijote. En el caso del señor Manolo,
y de tantos otros salesianos artistas, resultaron gente favorecedo-
ra, mucho más que favorecida. No les reportó ventajas, como no
fuera la de una incidencia más en los alumnos; sólo trabajo, horas
de tensión, a veces deslucimiento, y, eso sí, siempre la convicción
de que el trabajo de las tablas era otra modalidad de trabajo sale-
siano formador.
En su álbum de fotografías el señor Manolo guardaba infini-
dad de personajes: todos los que le había tocado representar en
aquel escenario de leyenda que hizo la delicia de tantos oratoria-
nos, alumnos y buena gente del barrio.
El año 1948 —hace cuarenta y un años por ahora—, el señor
Manolo cierra su cajón de sastre y cambia de sede y de oficio. Va
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a San Fernando como miembro de la comunidad fundadora, de
aquella comunidad que en un principio se componía casi exclusi-
vamente de trienales y de coadjutores, de «clérigos y legos», como
decían las antiguas Reglas. La entrada en San Fernando fue, más
que el comienzo de una fundación, el planteamiento de una bata-
lla. Aquellos salesianos entraron un poco con ánimo de misioneros
y otro poco con bríos de combatientes. Fue una comunidad a la
vez que una falange al mando de don Alejandro, que era el
Epaminondas.
Supo bien de qué colaboradores se rodeaba. Uno de ellos fue
el señor Manolo.
Hacía de ayudante del Administrador. Llevaba recados y en-
cargos a la Diputación, acompañaba a los alumnos al médico, al
Conservatorio, hacía las compras ordinarias y figuraba como
componente de la banda de música. No tenía complejo de cami-
nar entre los jóvenes instrumentistas tocando el bombo. Lo más
importante no era hacer sonar el voluminoso artefacto. De aque-
lla manera tenía oportunidad de acompañar a los alumnos y asis-
tirlos en los desplazamientos.
El de asistente no era un empleo que figurase en nómina, pero
a don Alejandro le tranquilizaba mucho y el señor Manolo lo
ejercía a perfección en ocasiones que se prestaban al desliz.
Así estuvo catorce años. Todas las mañanas se le veía salir a
buen paso con la cartera bajo el brazo, el block bien repleto de
encargos y algún muchacho al lado para acompañar a uno u otro
sitio. Así un día y otro, con sol y con niebla, que en aquel re-
manso parecía concentrarse más y hacerse más fría, con su traje
negro o en invierno con abrigo gris oscuro y boina. Al volver pa-
saba de nuevo por la Prefectura y daba meticulosamente las
cuentas. Siempre cuadraban.
Una fiesta de san José sufrió un accidente doloroso. Un cohe-
te le cercenó los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Fue
una mutilación para toda la vida, un verdadero accidente de tra-
bajo, de trabajo festivo.
Ya no representaba funciones de teatro. La edad, la memoria
y las ganas no le acompañaban, pero era el operador oficial de
cine, el encargado de traer, censurar y rodar las películas. Y a fe
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que lo hacía bien; no se le pasaba ningún «adefesio». Seguía ma-
nejando la tijera con aplomo. Don Alejandro sabía que el come-
tido estaba en manos seguras. Aquellos muchachos, tan proclives
a la celebración maliciosa y gamberra, no encontraban resquicio
para desahogarse.
El año 1962 es destinado al colegio de Ferroviarios. Allí, lo
mismo: es ayudante de la Administración, acompaña a los chicos,
hace recados y lleva la contabilidad de los alumnos, la pequeña
contabilidad. Trabaja, ayuda a unos y edifica a todos. Lo mismo
que en San Fernando y en Atocha. «¿A dónde irá el buey que no
are?» Su destino era arar y arar derecho y en profundidad.
De cuando en cuando ve algún desliz de disciplina o de ob-
servancia religiosa, de esos que no son infrecuentes en casas de
muchas puertas y de muchas personas, y lo denuncia con severi-
dad. La habitual sonrisa señorial y agradecida que florecía bajo
su discreto bigote se convertía en reproche de «sarriaceno» —así
llamaban las lenguas mordaces a los integristas salidos de la
«academia» de Sarria.
En mayo de 1974 cayó enfermo con una aparente gripe que
tuvo complicaciones de corazón y vías respiratorias. A los veinte
días se reintegraba a la vida de comunidad no completamente
restablecido. La enfermedad le había dejado huella y unos indi-
cios que recordaban la dolencia de 1946.
A lo largo del verano se le vio ir perdiendo salud y facultades,
se le asignó para el próximo curso un sustituto en sus ocupacio-
nes. Como sucede con los trabajadores natos, la liberación del
trabajo los afecta más que el trabajo mismo. Fue decayendo pro-
gresiva y visiblemente.
El 21 de diciembre celebró su cumpleaños en comunidad. Fue
la despedida. Al día siguiente, las dificultades respiratorias se le
acentuaron. El 24 acompañó a la comunidad en la cena de Navi-
dad. El comedor estaba adornado con profusión y la mesa, bien
abastecida; él, en cambio, estaba inapetente y macilento.
Entre los cantos de la sobremesa se corearía el obligado en esta
ocasión: «La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va; y nos-
otros nos iremos y no volveremos más.» Y pensaría en sus aden-
tros: «Eso va por mí.»
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Unas inyecciones parecieron darle alguna mejoría, pero fue
efímera. En aquellas Navidades de hombre en capilla se le repre-
sentarían tantas otras que había vivido y hecho vivir en plena
alegría: las de Atocha, por ejemplo, en las que había montado
zarzuelas espectaculares, con coros de pastores, de soldados y de
diablos... Eso, los penúltimos días, porque los últimos ya no ten-
dría ganas ni de añorar, que es todavía alguna forma de vivir.
El día 28, fiesta de los Inocentes, la gran sorpresa de todos
fue, al abrir la habitación y encender la luz para darle los buenos
días, comprobar que había fallecido, víctima de un paro cardíaco.
¡Qué tremenda y luctuosa inocentada...!
Su cuerpo estaba todavía caliente, recostado sobre el lado de-
recho, los ojos cerrados y las manos cruzadas. La muerte le sor-
prendió dormido.
Cumplió exactamente las palabras con que terminaban antes
las oraciones de la noche: «... pensando luego que estamos en la
presencia de Dios, con las manos juntas sobre el pecho, nos en-
tregaremos al descanso.» En este caso, al descanso eterno...
Murió a los setenta y cinco años y una semana: la última
cuenta exacta que rindió al final de su viaje.
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