Biografias SDB Madrid. Tomo 1 1936 1939 Tres anos de Ha salesiana


Biografias SDB Madrid. Tomo 1 1936 1939 Tres anos de Ha salesiana



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jóse luis bastarrica
jóse mallo
salesianos
1936 -1939
tres años ,
de
historia salesiana

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NADA OBSTA: Emilio Hernández García, Censor salesiano
NADA OBSTA: Celedonio Gutiérrez, Censor eclesiástico
PUEDE IMPRIMIRSE: Emilio Alonso Burgos, Provincial salesiano
IMPRÍMASE: Dr. Ricardo Blanco, Vicario general
Madrid, 2 de agosto de 1969
Depósito Legal: M. 2.246-1970
E. G. Salesiana: Madrid-Atocha

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A la Congregación Salesiana
en la persona
de su Rector Mayor,
RVDMO. DON Luis RICCERÍ,
Sexto Sucesor de San Juan Bosco.
Los AUTORES

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Contenido
Páginas
Prólogo ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
9
Presentación ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
13
Siglas ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 17
Documentación y bibliografía ... ... ... ... ... ... 19
I. EL ASALTO A LOS COLEGIOS ... ... ... ... 31
1. Madrid... ... ... ... ... ... ... ... ... 33
2. Guadalajara ... ... ... ... ... ... ... ... 87
3. Santander ... ... ... ... ... ... ... ... 123
4. Bilbao ... ... ... ... ... ... ... ... ... 149
II. LA VIDA EN ZONA ROJA ... ... ... ... ... 163
5. Cárceles . ... ... ... ... ... ... ... ... 165
6. Las Checas ... ... ... ... ... ... ... ... 211
7. Panorama de la zona central ... ... ... ... 221
8. La comunidad de Santander ... ... ... ... 273
9. Los aspirantes de Carabanchel ... ... ... ... 319
III. LOS MÁRTIRES DEL ODIO A LA FE ... ... ... 331
10. Madrid ... ... ... ... ... ... ... ... ... 333
11. Paracuellos del Jarama ... ... ... ... ... ... 405
12. Guadalajara ... ... ... ... ... ... ... ... 425
13. Santander ... ... ... ... ... ... ... ... 445
14. Bilbao ... ... ... ... ... ... ... ... ... 447
IV. OTRAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA ... 451
15. Un balance desolador ... ... ... ... ... ... 453
_7_

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Páginas
V. LAS HIJAS DE MARÍA AUXILIADORA ... ... 481
16. Etapa republicana.. ... ... ... ... ... ... 483
17. Etapa bélica ... ... ... ... ... ... ... ... 495
Apéndice ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 505

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PER ASPRA AD ASTRA
Nacía el mes de agosto del año 36.
Las lágrimas furtivas que sorprendí en los ojos del benemérito hijo
de nuestra congregación, artista delicado, auxiliar y consejero mío, don
Vicente Schiralli, me revelaron una tremenda realidad, que yo creía
imposible: «los rojos —me dijo, deletreando con temblor de los labios
las palabras— han asesinado en Valencia a Don Calasanz.»
¡Era verdad!
Ni en los años de mi feliz vida en el recinto salesiano, ni en los
meses que regía la Sede de San Fermín, conocí yo un compatriota más
cordial, más caballero, de más fino trato social, ni más ajeno a toda
suerte de partidos y miras terrenas que don José Calasanz Marqués,
sucesor mío al frente de la Inspectoría Salesiana de Nuestra Señora
de la Merced.
Encabeza su nombre, con toda justicia, la lista de los salesianos
españoles que dieron la vida por Cristo.
Quien leyere con rectitud y serenidad TRES AÑOS DE HISTORIA
SALESIANA verá, sin lugar a dudas, que fueron muertos en odio a
la fe.
No pesó en el ánimo de los perseguidores el dedicarse la Congre-
gación Salesiana a la mejora de los económicamente débiles, y, en par-
ticular, a la promoción profesional de los hijos de los obreros. No pesó
tampoco el haber vivido los salesianos alejados de partidos políticos,
a tenor del espíritu de sus Constituciones, que «prohiben toda publi-
cación de carácter político" (Reglamento, art. 15) y que ni en su obra
más abierta, el Oratorio Festivo, permiten discusión política (Art. 378)
disponiendo, además, que sus Secciones «se mantengan siempre alejadas
de política» (Art. 386).
Eran Salesianos; eran hombres de Dios. ¡Ese fue el gran crimen
y el único crimen!
_9_

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Leí hace años que, pasando muy de mañanita por una calle de París
el gran literato Renato Bazín, sorprendió a la chusma injuriando con
amenazas y las palabras más soeces a unas monjas, que habían pasado
la noche en vela a la cabecera de los enfermos pobres.
Se paró el autor de Amor humilde y dijo con energía: «Ahora...
creo en el diablo».
Alargó Dios en nuestra patria la cuerda al poder de las tinieblas
para que saliera ella, pasando por el crisol de tantas lágrimas y tanta
sangre, más Suya, más España.
Constan ya en la Sagrada Congregación de Ritos las actas de bea-
tificación y canonización de los mártires.
Han cumplido un deber las Inspectorías Salesianas al recoger con
escrupulosa exactitud las declaraciones de los testigos y presentarlas
a los Tribunales diocesanos, cuyos Procesos Informativos presidió el
inolvidable arzobispo de Mefhymna, Primado que fue del Perú, mon-
señor Emilio Lissón Chaves, muerto en olor de santidad, después de
honrar, por casi trece años nuestra comunidad arzobispal de Valencia.
Han cumplido un deber, pero quedaría manco si no tejiera la his-
toria de la persecución día a día, por cuanto fuera posible, y si no se
documentara por los testigos in situ. Ese marco es imprescindible.
El marco resalta la excelsa figura de los mártires y da voz a las
mismas piedras. «Tienen lágrimas las cosas» pero cantan a gloria. En
el asalto de los lobos al redil, vencen al fin los corderos.
Quedaría manco si no se dijera cuál fue la vida de los salesianos
que no murieron a manos de los verdugos y anduvieron, como los an-
tiguos Profetas (Hb. 11) errantes por desiertos y montes, ocultos en
cuevas y antros de la tierra, carentes de todo, injuriados, apedreados,
torturados, presos en checas y cárceles, condenados a trabajos forzados,
sujetos al capricho y la anarquía de las armas rojas, asilados en Emba-
jadas, en casas de pensión o de familias, con el continuo sobresalto de
que dieran con ellos los sabuesos de la muerte.
Quedaría manco si no se dijera de su labor de apóstoles, marchando
cara a la muerte a consolarse y consolar a todos en clínicas, hospitales,
en plena calle, robustecidos por la oración y, cuando tenían la dicha
de poderlo lograr, por la confesión sacramental y el Pan de los Fuertes.
Quedaría manco si no dijera cuál fue la vida de esas heroínas,
vírgenes del Señor, ángeles al servicio de los hombres, las Salesianas
de Don Bosco, Hijas de María Auxiliadora.
— 10 —

1.8 Page 8

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Llena todo el deber la Inspectoría Céltica con TRES AÑOS DE
HISTORIA SALESIANA.
Los autores, mis queridos hermanos de Congregación, José Luis
Bastarrica y José Mallo, me han pedido unas líneas de prólogo; y, con
esa petición que tanto me honra, me han dado una gran alegría y una
gran confusión.
Gran alegría; porque todo me habla, hombres y cosas, de la parcela
salesiana a cuyo frente me quiso la obediencia por tantos años. Todo
es para mí voz de añoranza, de amor, de veneración. Todo me hace
volver a tiempos de entusiasmo salesiano, de verdadero gozo en un
trabado incansable, de cordial vida de familia. ¡Tiempos felices, en los
que al conjuro de unas palabras: «María Auxiliadora», «Don Bosco»,
las rosas perdían sus espinas!
Gran confusión; porque no me encontró el Señor a la altura de
mis hermanos para compartir junto a ellos angustias, dolores, muertes,
en tal cantidad y con tal heroicidad que llenan, a mi entender, las
páginas más gloriosas de nuestra madre la Congregación.
Esta alegría y confusión me han acompañado en la lectura de TRES
AÑOS DE HISTORIA SALESIANA.
Está escrita con pulcritud, pero con sencillez, «a la salesiana». Es so-
bria y es amena; cosas difíciles de juntar. Tiene páginas de verdadera
antología.
Han prescindido los autores —ya duchos en estas lides— de vuelos
de fantasía y flecos poéticos que pudieran distraer al lector; y logran
así que no se caiga el libro de las manos.
TRES AÑOS DE HISTORIA SALESIANA hará bien a todos; hasta
dará detalles sabrosos y particularmente convincentes, a la historia ge-
neral de la persecución española.
Es a nosotros, los salesianos, a los que hará el mayor bien. Nos ha-
rá pensar en lo rica y bella que es la cantera de que hemos sido corta-
dos. Nos hará responder con sinceridad a la predilección divina. Nos
hará trabajar a favor de todos y en particular del pueblo, y de los obre-
ros, "siempre más y siempre mejorn, abierta la mente y el corazón a to-
do sano progreso, pero sin desgarros, tal como nos quiera el Sucesor
de Pedro.
Verdona, lector, que te haya detenido tanto.
Termino.
Al dejar la casa de Atocha para tomar posesión de la Sede navarra,
las manos de aquel gran salesiano, insigne artista de imperecedera me-
11 —

1.9 Page 9

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moría, don Felipe Alcántara, pusieron en las mías, en su nombre y en
el de los salesianos de la Inspectoría Céltica, un sencillo pero precioso
cáliz, en cuyo pie iban grabadas estas palabras: Quos aspra per témpora
rexisti filies, sedales, tuis in precibus enixe commenda. Matriti
27-X-1935.
Cumplí el encargo llevándolos a todos en mi corazón y oración.
Ásperos fueron los tiempos en que yo regí la Inspectoría; pero...
En el dorso de la patena, como si previera él para sí y para todos
pruebas más ásperas, dejó grabadas estas otras palabras: Fiat volun-
tas tua.
Fueron sí, más ásperas, mucho más ásperas de las que yo temía; pero
¡cuánta gloria a la Iglesia y, en ella, a nuestra Congregación!
Per aspra ad astra!
Valencia, 31 diciembre, 1969
MARCELINO, arzobispo dim. de Valencia
12

1.10 Page 10

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PRESENTA CIOX
La publicación de un libro de historia que haga referencia al tema
de la Guerra Civil española, después de treinta años de los sucesos,
puede suscitar reacciones contradictorias. Nos damos cuenta de ello y
queremos salir al paso de erróneas interpretaciones.
El intento de reavivar los dramáticos sucesos no es novedad. La
literatura de los últimos lustros abunda en libros al respecto. La biogra-
fía sobre la historia de la contienda civil española es numerosa; las in-
terpretaciones de los hechos han sido dispares; no menos encontra-
das se han revelado las reacciones de los lectores. La novela moderna
ha descubierto en los sucesos bélicos de España un filón para el acer-
tado cultivo del género. Han escaseado, sin embargo, los estudios de
enfoque imparcial, limpio de partidismos.
La obra que -presentamos no encierra grandes aspiraciones. Ni si-
quiera puede arrogarse el título de historia. Es-, simplemente, una narra-
ción, una sencilla crónica circunscrita al campo de la Congregación Sa-
lesiana.
Sin embargo, queremos atajar un equívoco, provocado por comen-
tarios superficiales, engendros de mentalidades apasionadas o de una
ignorancia sólo en parte justificable.
Esta obra no es un Martirologio. A su tiempo se enviaron a la Santa
Sede las actas del Proceso informativo de cuarenta y dos salesianos cuya
muerte parecía reunir las circunstancias de odio a la fe. Corresponde,
pues, a la Iglesia dictar su veredicto, no a nosotros. Si bien el hecho
de que estén en curso los procesos de beatificación supone ya un con-
tenido martirial en medida respetable.
Con esta historia tratamos de informar, de poner en conocimiento
de toda la familia salesiana las vicisitudes de la antigua Inspectoría Cél-
tica durante los tres años de la Guerra Civil española.
Se trataba de una deuda apremiante con la Congregación y con los
hermanos que se vieron expulsados, perseguidos, encarcelados o fusi-
lados, i
— 13 —

2 Pages 11-20

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2.1 Page 11

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También era un empeño personal.
Efectivamente. El 1 de octubre de 1952 los superiores me enco-
mendaban la preparación del Proceso Informativo de los cuarenta y dos
salesianos muertos en odio a la fe, durante el dominio rojo, dentro de
los límites de la antigua Inspectoría Céltica.
Comprendía ésta las actuales de Madrid, León y Bilbao.
Hasta esa fecha, el ansioso quehacer de la reconstrucción de la Pro-
vincia, muy maltratada en personas y cosas durante los tres años de
la guerra, impidió el trabajo de una seria investigación en orden a la
elaboración de una historia.
Don Felipe Alcántara, Provincial antes e inmediatamente después
del trienio bélico, escribió un folleto de cuarenta páginas: LAUDEMUS
VIROS GLORIOSOS. Relación de los salesianos de la Inspectoría
Céltica Santiago el Mayor, que dieron su vida por Dios y por la Pa-
tria durante el Glorioso Movimiento Nacional iniciado el 18 de julio
de 1936.
A don Felipe le tocó vivir en Madrid, en la cárcel de Ventas, los
meses más trágicos de la persecución: el de julio y los restantes del
año 1936.
Al lugar de su encierro forzoso iban llegando noticias frecuentes
sobre salesianos detenidos o asesinados; noticias muchas veces impre-
cisas, sobre todo en los primeros momentos, como nacidas de fuentes
oscuras y misteriosas, alteradas a través de una trasmisión oral nervio-
sa y acalorada.
El misterio y la premeditada oscuridad presidieron la mayoría de
las actuaciones criminales rojas.
Sin embargo, con gozo, reconocemos que el opúsculo del enton-
ces Provincial no adolece de errores sustanciales, sí de inexactitudes.
Este folleto me sirvió de base para más extensas y profundas in-
vestigaciones ulteriores.
Comencé por recorrer personalmente, y ayudado de algunos estu-
diantes de teología, colegios salesianos, casas particulares en gran núme-
ro, centros oficiales, cárceles, cementerios...
Las entrevistas con los interrogados tuvieron su desarrollo en un
clima de absoluta serenidad y de la necesaria calma.
Fruto de este trabajo ha sido la extensa documentación que preside
y garantiza nuestro relato. Cuanto se narra queda avalado, emendónos
a las declaraciones de los testigos que alcanzan la cifra de doscientos
ochenta y nueve.
— 14 —

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Muchos de ellos depusieron su testimonio bajo juramento durante
el Proceso Informativo de la Causa de Beatificación y Canonización de
los Siervos de Dios Enrique Saiz y otros cuarenta y un compañeros
de la Congregación Salesiana, muertos en la Diócesis de Madrid, Si-
güenza, Santander y Bilbao durante el dominio rojo (1936-1939), por
su condición de sacerdotes, religiosos y católicos. (Véase Articulado de
la Causa. Madrid, 19%.) Nos ha sido imposible utilizar para este
nuestro trabajo las Actas del Proceso por hallarse bajo la jurisdicción
del Dicasterio correspondiente de la Curia Romana.
En el relato se ha procurado prescindir, en lo posible, de críticas
acerbas y de vituperios descomedidos. Hemos perseguido la objetividad
y la imparcialidad, utilizando fuentes escritas o verbales dignas de cré-
dito, por ser protagonistas o testigos de los acontecimientos.
Sin embargo, no estamos seguros de haberlo conseguido. Resulta
prácticamente imposible llegar a la unanimidad en los relatos sobre un
suceso histórico como la guerra de España. La edad, la situación aní-
mica y el tiempo han podido desenfocar el objetivo y cargar o diluir
las tintas.
Esta objetividad equilibrada que hemos adoptado se coloca en el
medio de falsos entusiasmos acalorados y de erróneos juicios super-
ficiales. Nos creemos seguros de haber superado estos extremos.
Agradezco sinceramente a cuantos han colaborado directa o indi-
rectamente en esta tarea, realizada solamente con la mirada puesta en
nuestra amada Congregación, a cuya historia hemos querido añadir es-
tas modestas páginas.
Especial gratitud a los muy reverendos don Emilio Alonso, Pro-
vincial de Madrid, y a don Luis María Puyadena, Provincial de Bilbao.
El hecho de brindarme durante un curso entero la ayuda de don José
Mallo ha hecho posible la actual impresión del libro. Aparte de apre-
ciables trabajos de investigación durante varios meses veraniegos, él ha
llevado la articulación orgánica y literaria de tan abundante y diverso
material.
A todos, protagonistas y colaboradores de esta historia, mi más
sentido agradecimiento.
Guadalajara, fiesta de la Inmaculada, 1969
JOSÉ LUIS BASTARRICA
— 15 —

2.3 Page 13

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Siglas
Arch. E. S. B. Crónica-archivo del Colegio Salesiano de Baracaldo (Bilbao).
Arch. C. C. A. Crónica-archivo del Colegio de Carabanchel Alto (Madrid).
Arch. N. S. M. Crónica-archivo del Noviciado Salesiano de Mohernando (Guada-
lajara).
— 17 —

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y
1. Fuentes
A. M A N U S C R I T O S
1. R e l a c i o n e s
AEDO Pedro, s/1, s/d.
AGUILAR José, s/1, s/d.
AIZPURU Ildefonso, s/1, s/d.
ALONSO Emilio, s/1, s/d; Salamanca, 28-8-63.
ALONSO Zósimo, Madrid, 7-8-63.
ARAGONÉS José, Guadalajara, 16-7-52.
ALVAREZ Antonia, s/1, 9-10-52.
ALVAREZ Francisco, Cuenca, 26-11-55.
APARICIO Cipriano, s/1, s/d.
ARAMBURU Francisca, s/1, s/d.
ARANDA Juan, Fuiloro (Timor), octubre - 1963.
ARANDA Isidoro, Fuiloro (Timor), s/d.
ARCE Abilio, Madrid, s/d.
ARCE Filadelfo, s/1, s/d.
ARCE Florentín, Burgos, 29-8-64.
ARCE Higinio, s/1, s/d; Madrid, 13-9-63.
ARCE José, Pasajes, 13-8-64.
ARCE Vicente, Madrid, 10-9-63.
ARDANAZ Trinidad, Tarancón (Cuenca), s/d.
ARIAS Concha, Madrid, s/d.
ARRAZOLA José, Madrid, s/d.
ARTEAGA Juan José, s/1. s/d.
ARZADUN Julián, Bilbao, 23-4-53.
ASUNCIÓN Serafina, s/1, s/d.
BARCENA Jesús, La Coruña, 24-8-63.
BASTARRICA Salvador, s/1, 3-7-40.
BEATO Pío, Guadalajara, s/d.
BECA María Luisa, Madrid, s/d.
BELINCHON Tomasa, Madrid, s/d.
BELLO Fernando, Madrid, 11-9-63.
BERCIAL Cesárea, Madrid, s/d.
BLANCO Vicenta, Madrid, 17-7-64.
19 —

2.5 Page 15

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BLAS Adrián, s/1, 20-1-63.
BLAS Antonio de, Almería, s/d.
BRAVO Antonio, s/1, s/d.
BUILLA Consejo, s/1, s/d; Madrid, s/d.
BURGOS José María, s/1, s/d.
BUSONS Higinio, s/1, s/d; Guadalajara, s/d; Guadalajara, 6-12-47;
24-9-63.
CAELLAS Fernando, s/1, s/d.
CALLEJA Manuel, Madrid, s/d; Madrid, 9-3-63.
CALLEJAS Francisco, Madrid, 12-8-63.
CALLEJAS Julián, Madrid, s/d.
CAMPO Santos del, s/1, s/d; Madrid, s/d.
CANTERAS Rosario, Santander, 25-8-64.
CAÑAS Carmen, Madrid, 17-7-64.
CARTOSIO León, s/1, s/d; septiembre - 63.
CASTAÑO Juan, s/1, s/d; Madrid, 12-7-63.
CERNUDA Marcial, Madrid, s/d; Madrid, 26-6-52.'
CERNUDA María, Madrid, s/d.
CERRO Heliodoro, Burgos, 29-8-64.
CID Mercedes, Madrid, s/d.
COBO Cristina, f/1, s/d; Madrid, s/d; Madrid, 10-9-63.
CONDE Luis, s/d, s/1.
CORDEIRO Eulogio, s/1, s / d ; Vigo, 20-8-63.
CORDÓN María, s/1, s/d.
CORTA Lucio, s/1, s/d.
CUEZVA Enrique, Burgos, 29-8-64.
CUTILLAS Luis, s/1, s/d; s/1, 22-4-52.
DELGADO Tomás, Madrid, s/d.
DIEZ Avelina, s/1, s/d.
DIEZ Eduardo, Mohernando (Guadalajara), 17-0-63.
DOMÍNGUEZ Juan, Madrid, s/d.
ECHEVERRÍA Francisco, s/1, s/d.
EDREIRA Antonia, La Coruña, 15-9-53.
EIRIN María, s/1, 9-12-49; Madrid, 18-7-53.
ENCINAS Rufino, Madrid, 6-1-40; Bilbao, 14-7-59.
ESCAJEDO Alfonso, Fuencarral (Madrid), 6-1-40.
ESCOBAR Juan José, s/1, s/d; Granada, 24-2-52.
ESCRIBANO Emiliano, s/1, s/d.
ESCUDERO Emilio, Madrid, 23-7-64.
ESCUDERO LÓPEZ Emilio, Madrid, 23-7-64.
ESPINAR Encarnación, s/1, s/d.
ESTEVEZ Tomás, Arévalo, 21-9-64.
FARIÑAS Florencio, Madrid, 28-7-63.
FARRE Fernando, Amurrio (Álava), 3-9-52.
FARRE José, s/1, s/d; Mohernando, 18-10-64.
FERNANDEZ Ana, Madrid, s/d.
FERNANDEZ Arsenio, s/1, s/d; Vigo, 20-8-63.
FERNANDEZ Emilio, Miguelturra (Ciudad Real), 7-8-53.
FERNANDEZ María Fernanda, Madrid, s/d.
FERNANDEZ Rafael, Madrid, s/d.
FIGUEROA Julián, S. Miguel de los Reyes (Valencia), 4-8-52.
FOLGUEIRA Antonio, s/1, s/d; Madrid, 8-8-63.
FRANCOY Maximiliano, s/1, s/d.
Guadalajara,
—— 20 ——

2.6 Page 16

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GANCEDO Eduardo, Salamanca, 29-8-49; Madrid, 15-8-63.
GANDÍA Manuel, s/1, s/d.
GARCÍA Andrés, s/1, s/d; Mohernando, 10-1-56; Mohernando, 27-9-63.
GARCÍA Ángel, Guadalajara, 14-7-53; s/1, s/d.
GARCÍA FLORES Antonio, Almería, s/d.
GARCÍA DE VINUESA Antonio, Madrid, 10-8-63.
GARCÍA Dolores, Madrid, s/d.
GARCÍA Eugenio, Pueblo Nuevo (Madrid), s/d.
GARCÍA Fabián, Guadalajara, 22-7-53.
GARCÍA José Antonio, s/1, s/d; Guadalajara, 15-9-63.
GARCÍA Lisardo, Madrid, 14-7-64.
GARCÍA Luis, s/1, s/d.
GARCÍA Policarpo, Zuecos (Guadalajara), 6-4-53.
GARCÍA Roque, Madrid, 27-12-55.
GIL Juan, s/1, s/d; Salamanca, 1-8-63.
GISPERT Francisco, s/1, s/d.
GÓMEZ Elvira, Madrid, s/d.
GÓMEZ Isidoro, s/1, s/d.
GONZÁLEZ Amalia, Pravia (Asturias), s/d.
GONZÁLEZ Arturo, Zamora, 19-8-59.
GONZÁLEZ Francisco, s/1, s/d; Madrid, 21-9-67.
GONZÁLEZ Manuel, s/1, s/d.
GONZÁLEZ Zeneida, Priego, 5-12-55.
GUAITA Abel, Madrid, 20-9-53.
GUEDE Servando, Madrid, s/d.
GUSANO Gregorio, sf/1, s/d.
GUTIÉRREZ Valentina, Madrid, 22-9-64.
HERNAIZ Rafael, Burgos, 12-4-69.
HERNÁNDEZ Emilio, s/1, s/d; Deusto, 10-9-59.
HERNÁNDEZ Encarnación, Madrid, s/d.
HERNÁNDEZ Luis, s/1, s/d; Salamanca, 16-9-63.
HERNÁNDEZ Pablo, Seo de Urgel, 10-8-40.
HERNÁNDEZ Tqbjas, s/1, s/d.
HERRERA MaríaT Madrid, 21-12-52.
HERRERA Mercedes, Madrid, 21-12-52.
HIERRO Avelina, s/1, s/d; Madrid, s/d.
HIERRO Beatriz, s/1, s/d; Madrid, s/d.
IBAÑEZ Calisto, Madrid, 22-9-64.
IBAÑEZ Luis, Madrid, 22-9-64.
IGLESIAS Cándido, Madrid, 13-9-63.
LAITA Rámulo, Santander, 24-8-64.
LARRAÑAGA Manuel, San Sebastián, 12-8-64.
LASAGA José María, Valencia, 14-9-63.
LETURIO Juan José, s/1, s/d.
LIZARRALDE José, Pasajes (Guipúzcoa), 16-8-64.
LÓPEZ Eugenia, Madrid, 23-7-64.
LÓPEZ Isidoro, s/1, s/d.
LÓPEZ Laureano, s/1, s/d.
LÓPEZ ARROYAVE María Socorro, s/1, s/d.
LÓPEZ Patricio, Valdellano, s/d.
LÓPEZ Pudenciano, Madrid, 10-9-63.
LÓPEZ Segunda, Orea, 16-8-53.
LLÓRENTE Eugenia, s/1, s/d.
— 21 —

2.7 Page 17

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MARÍN Carmelo, Guadalajara, s/d.
MARTIN Antonio, La Coruña, 24-8-63.
MARTIN Gonzalo, Guadalajara, s/d.
MARTIN José, s/1, s/d.
MARTIN Lorenzo, Ermua (Vizcaya), 22-8-64.
MARTIN Manuel, s/1, s/d; Madrid, 17-9-64.
MARTIN FARRULA Manuel, s/1, s/d.
MARTIN Tomás, Madrid, 11-8-63.
MARTÍNEZ Agustín, Madrid, s/d.
MARTÍNEZ Alfonso, Madrid, 6-8-63.
MARTÍNEZ Demetrio, Guadalajara, 15-7-53.
MARTÍNEZ Josefa, Madrid, 7-9-63.
MARTÍNEZ Luis, Madrid, 30-5-69.
MATEO Ramón, Guadalajara, s/d.
MAYORDOMO José, Madrid, s/d.
MERLIN Catalina, s/1, s/d.
MERLIN Ignacio, Madrid, s/d.
MEZCUA Emilio, s/1, s/d.
MISIS Luis, Madrid, s/d.
MONEDERO Honorato, Madrid, s/d.
MORENO Eduardo, s/1, s/d.
MORENO CARBONERO José, s/1, 19-7-53.
MORENO DOMÍNGUEZ Martín, Madrid, 13-7-52; Madrid, 5-8-52.
MORO Isidoro, Madrid, 20-9-63.
OJEDA María, Madrid, s/d.
OLMO Carmela, Almería, s/d.
OLMO José, Almería, s/d.
ORIVE Aniceto, Madrid, 23-9-63.
ORTEGO María, Madrid, 12-9-63.
PABLO Carmen de, Algorta (Vizcaya), s/d.
PELAZ Lucas, Barcelona, 28-6-49; Astudillo (Falencia), 6-9-64.
PEÑA -Saturnino, s/1, 9-10-52.
PÉREZ Joaquín, s/1, s/d.
PERIAÑEZ Jesusa, Madrid, s/d.
PEZUELA Pedro, Humanes, 19-7-53; Humanes, 26-9-63.
PINTADO José, Vigo, 20-8-63.
PLAGANO Dolores, Madrid, 30-5-69.
PORRAS Ascensión, Luena (Santander), 27-8-64.
PORTELLA Magín, Deusto, 19-8-64.
PRADO Justiniano del, s/1, s/d; s/1, 20-8-64.
PURIFICACIÓN Emiliano de la, Madrid, s/d.
PUYO Claudio, Madrid, 17-7-64.
QUILEZ Fabián, s/1, S/d; Deusto, 19-8-64.
RAMIRO Carmen, Madrid, s/d.
RABA Antonio, Santander, 25-8-64.
RAMOS Alfonso, Guadalajara, s/d.
RIESGO José, s/1, s/d.
RODICIO Concepción, Burgos, s/d.
RODICIO Francisco, s/1, s/d.
RODRÍGUEZ Inocencio, s/1, s/d.
RODRÍGUEZ José Miguel, s/d, s/1; Vigo, 20-8-63.
RODRÍGUEZ Leopoldo, Orense, 9-8-63.
RODRÍGUEZ Luis, s/1, s/d.
— 22 —

2.8 Page 18

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RODRÍGUEZ Pedro, Cambados (Pontevedra), 28-4-53; Cambados, 28-8-63.
RODRÍGUEZ Soledad, Santander, 28-8-64.
ROIG Santiago, s/1, s/d.
ROLDAN Agapito, Madrid, 11-9-63.
ROMÁN BUILLA Rita, Madrid, s/d; Madrid, 1-10-52.
RUBIO Alfonso, s/1, s/d.
RUIZ Aníbal, Madrid, s/d.
RUIZ César, Madrid, s/d.
SABATE José María, s/1, s/d; Vigo, 21-1-40; Vigo, 9-9-53; Vigo, 20-8-63.
SABURIDO José, s/1, s/d.
SAIZ Fortunato, s/1, s/d.
SALAN Olegario, Orense, 16-8-63.
SAMANIEGO Amparo, Madrid, s/d.
SÁNCHEZ Higinio, Madrid, s/d.
SÁNCHEZ Purificación, Madrid, 27-9-55.
SANJAIME Isabel, Madrid, 28-9-55.
SANZ Andrés, Orense, 16-8-63.
SARMIENTO Francisco, Santander, 26-10-53.
SEPTIEN Agustín, Baracaldo, 4-9-64.
SEPTIEN Benito, Covarrubias, 1-1-64.
SERRANO José A., s/1, s/d.
SERRANO Luis, s/1, s/d.
SERRANO María Teresa, Madrid, s/d.
SILVELA José María, s/1, 19-7-53.
SIMÓN Juan, Madrid, s/d; s/1, 23-10-52.
SONEIRA Antonio, s/d, s/1; Vigo, 20-9-53; Vigo, 20-8-63.
SOPEÑA Andrés, s/1, s/d.
TEJEDOR Luisa, s/1, s/d.
TENORIO Félix, Madrid, 27-9-55.
TRAVESEDO Y SILVELA Ana María, s/1, 30-10-52; s/1, 19-7-53.
TRAVESEDO Y SILVELA Isabel, s/1, 19-7-53.
TRAVESEDO Y SILVELA María Josefa, s/1, 30-10-52; s/1, 19-7-53.
UBEDA Antonio, Guadalajara, 29-5-69.
UREÑA Agustín, s/1, s/d.
URGELLES Joaquín, s/1, s/d.
URTASUN Ignacio, s/1, s/d; Madrid, 14-7-53; Madrid, 7-8-63.
VARA Pedro, Madrid, 24-7-56.
VÁZQUEZ Vicente, s/1, s/d.
VEGA Daniel, Madrid, 28-9-55.
VEGUEZ Felisa, Madrid, s/d.
VELASCO Emilio, Alcalá de Henares, s/d.
YELASCO Francisco, Madrid, 13-7-54.
VELAZQUEZ José, s/1, s/d.
VICENTE Alejandro, Madrid, 7-7-49; Madrid, 16-9-64.
VILLALBA José, s/1, s/d.
VISO Ramón, s/1, s/d.
2. C a r t a s
AEDO Pedro, Calella, 29-5-52; Calella, 25-6-52; Calella, 23-10-55; Calella, 15-4-56.
ALCÁNTARA Felipe, Barcelona, 31-10-52.
ALONSO Emilio, Salamanca, 4-12-55.
— 23 —

2.9 Page 19

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ALONSO Vicente, Madrid, 1-10-63.
ARANDA Juan, Timor, 21-2-56.
ARCE José, Mohernando, 9-11-52; Pasajes, s/d.
ARMAS Angelita, ARUCAS (Gran Canaria), 28-2-53.
ARNELLES Ernesto, La Coruña, 3-1-53.
ARZADUN Julián, Bilbao, 22-4-63.
BRAVO Antonio, Falencia, 6-5-52.
CALLEJAS Francisco, Madrid, s/d.
CARDERO Agustín, Burgos, 22-9-38;' Madrid, 3-8-39.
CERNUDA Marcial, Madrid, 26-6-52.
CORDEIRO Eulogio, Vigo, 1-6-52; Vigo, 7-13-55.
CORONADO Gregorio, Avila, 18-12-52.
CUTILLAS Luis, Pamplona, 22-12-52.
DELGADO Ángel, Vecinos, 16-7-63.
FIGUEROA Julián, S. Miguel de los Reyes, 4-8-63.
GARCÍA Manuel (copia de varias cartas).
GARCÍA Miguel, Alcalá de Guadaira, 13-7-39; Alcalá de Guadaira, 23-7-39.
GONZÁLEZ Amalia, Pravia (Asturias), 11-7-53.
GONZÁLEZ Arturo, Vigo, 20-12-52.
CORRICHO Juan María, Madrid, 5-11-52.
GUTIÉRREZ Miguel, Brúñete, 8-7-52; Brúñete, 1-11-55.
HERNÁNDEZ Emilia, s/1, s/d.
HERNÁNDEZ Luis, Cádiz, 28-4-39.
HERNÁNDEZ Pablo, s/1, s/d (copia); Salamanca, 30-8-40.
HERNÁNDEZ Sebastián, Madrid,-11-7-36; s/1, s/d (seis cartas).
JUANES Presentación, Madrid, 7-8-49.
LÓPEZ ARROYAVE María Socorro, Vitoria, 17-1-56.
MARCELLAN Jesús María, Madrid, 9-6-49.
MARCOS Dolores, S. Vicente de Montalt, 19-8-53.
MARTIN Antonio, Vitoria, 13-2-53.
MARTIN José, Puertollano, 16-1-63.
MARTIN LÓPEZ-ARROYAVE Socorro, Madrid, 23-7-36.
MARTIN LÓPEZ Lorenzo, Burgos, 13-8-49; Itero de la Vego, 20-9-49.
MONTERO Mercedes, Salamanca, 29-8-52.
MONTES Juan, Burgos, 9-12-55.
MORENO Jerónima, Arenys de Munt (Barcelona), 12-8-52.
MORENO CARBONERO José, Humanes. 1-11-56.
MORENO MARTÍNEZ Juan José, Valencia, 16-5-52; Valencia, 13-2-63.
PELAZ Lucas, Barcelona, 16-11-52.
RODRÍGUEZ Leopoldo, Orense, 13-12-52; Támara de Campos, 20-6-63.
RODRÍGUEZ Pedro, Béjar, 26-8-54.
SABATE José María, Vigo, 2-4-64.
SALAN Olegario, Orense, 24-7-49.
SÁNCHEZ Mauricio, Zaragoza, enero - 1965.
SEIJAS Evaristo, El Escorial, 7-5-52; Málaga, 4-10-53.
SEPTIEN Agustín, Baracaldo, 4-9-54; Baracaldo, 16-1-63.
SEPTIEN Benito, Covarrubias, 25-1-63.
SERRANO José Antonio, Ponferrada, 26-12-52.
SERRANO DE PABLO Luis, Madrid, diciembre -1952.
VICENTE Alejandro, Madrid, 28-6-39.
— 24 —

2.10 Page 20

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3. O t r o s t r a b a j o s
MARCELLAN Jesús María, «Memorias», 2 tomos (mecanografiadas).
HIJAS DE MARÍA AUXILIADORA, «La mejor lección...», «Narración de los epi-
sodios acaecidos a las Hijas de María Auxiliadora de las casas de Madrid du-
rante la dominación roja» (mecanografiadas).
ANÓNIMO, «Informe de la Congregación Salesiana'al Ministerio de Justicia, Causa
General» (mecanografiado).
4. C r ó n i c a s
Crónica de las Escuelas Salesianas de Baracaldo (Vizcaya).
Crónica de la Casa Salesiana de Carataanchel Alto (Madrid).
Crónica del Noviciado Salesiano de Mohernando (Guadalajara).
B. I M P R E S A S
ARTÍCULOS que se proponen para la Causa de Beatificación y Canonización de
los Siervos de Dios Enrique Saiz Aparicio y otros 41 compañeros de la Congre-
gación Salesiana, Madrid, 1956.
ALCÁNTARA Felipe, «Laudemus Viros Gloriosos», Relación de los salesianos de
la Inspectoría Céltica de Santiago el Mayor, que dieron su vida por Dios y por
la Patria durante el Glorioso Movimiento Nacional, iniciado el 18 de julio de
1936, Madrid, 1939.
HERMANDAD DE FAMILIARES CAÍDOS EN GUADALAJARA Y SU PROVINCIA,
«Memoria» (Guadalajara, 1946.)
«Ven y Sigúeme», Hoja mensual de vocaciones sacerdotales y salesianas, Sevilla,
junio, 1940.
«Vida Religiosa», mayo-junio, Madrid, 1952.
«Iris de Paz», abril, 1938.
«Política», Diario de Madrid, 8 de agosto de 1936; 23 de agosto de 1936.
«El Liberal», Diario de Madrid, 27 de agosto de 1936.
«Claridad», Diario de Madrid, 24 de agosto de 1936.
«Gaceta de Madrid», 19 de julio de 1936 (Boletín Oficial del Estado).
— 25 —

3 Pages 21-30

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3.1 Page 21

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II. Bibliografía
ANÓNIMO: «Le drame du pays basque» (París, 1937).
ARRARAS, Joaquín: «Historia de la Cruzada Española», Editorial Española (Ma-
drid, 1939), 8 volúmenes.
ASTORGA, Ignacio, O. C. R.: «De la paz del claustro al martirio», Cóbreces,
(Santander, 1947).
BASTARRICA, José Luis: «Don Enrique Saiz, un carácter, una conversión, un
martirio» (Madrid, 1965).
BAYLE, Constantino: «Sin Dios y contra Dios», 2.§ edición (Burgos, 1938).
«¿Qué pasa en España? A los católicos del mundo» (Salamanca, 1937).
BUSONS, Higinio: «Relato de un testigo» (Guadalajara, 1947).
BUSTAMANTE, Y QUIJANO, Ramón: «A bordo del "Alfonso Pérez"», Escenas del
Cautiverio rojo en Santander. (Madrid, 1940).
CARRERAS, Luis: «Grandeza cristiana de España» (Toulouse, 1938).
CENTRO DE INFORMACIÓN CATÓLICA INTERNACIONAL: «El Clero y los
católicos vasco-separatistas y el Movimiento Nacional» (Madrid, 1940).
DELEGACIÓN PROVINCIAL DE EXCAUTIVOS DE VIZCAYA: «In memoriam»;
Mártires de Vizcaya (Madrid, 1946).
DUENDE AZUL: «Emocionario íntimo de un cautivo. Los cuatro meses de la
Modelo» (Madrid, 1939).
FERNANDEZ ARIAS, Adelardo: «Madrid bajo el terror» (Zaragoza, 1937).
— «La agonía de Madrid» (Zaragoza, 1938).
FLAQUER, Alberto: «Checas de Madrid y Barcelona» (Barcelona, 1963).
IZAGA, Arsenio: «Los presos de Madrid» (Madrid, 1940).
MINISTERIO DE JUSTICIA: «La dominación roja en España», Avance de la in-
formación instruida por el Ministerio Público, Causa General, 2.3 edición, 1943.
MONTERO, Antonio: «Historia de la persecución religiosa en España», BAC.
(Madrid, 1961).
ROUX, Georges: «La guerra civil de España», Ediciones Cid (Madrid, 1964).
UNIVERSIDAD DE VALLADOLID: «Informe sobre la situación de las provincias
vascongadas bajo el dominio rojo-separatista» (Valladolid, 1938).
VICUÑA, Carlos: «Mártires Agustinos de El Escorial», El Escorial (Madrid, 1942).
— 27 —

3.2 Page 22

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Lo que oímos y aprendimos,
lo que nuestros padres nos contaron,
no lo ocultaremos a sus hijos,
lo contaremos a la futura generación.
El mandó a nuestros padres
que lo enseñaran a sus hijos,
para que lo supiera la generación siguiente:
los hijos que nacieran después.
Salmo 77, 3-6.
— 29

3.3 Page 23

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PRIMERA PARTE
ctsalfo n lo*

3.4 Page 24

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1. Madrid
A mediados de julio el calor se va haciendo sofocante en la capital
de España. Al rigor del clima ha venido a juntarse un insoportable en-
rarecimiento moral. Madrid vive en sobresalto continuo.
Hace ya meses que el aspecto nocturno de la capital se ensombrece
paulatinamente. Aquel Madrid que "no cerraba nunca", asombro y
delicia de forasteros y desocupados, está abocado a la inactividad to-
tal; pronto no será más que un recuerdo. Las calles van perdiendo su
animación proverbial.
Este lento descenso vital aumentó desde el asesinato de Calvo So-
telo, porque el bandolerismo está al acecho.
El día 14 se producen manifestaciones con ocasión de las exequias
del teniente Castillo y de Calvo Sotelo, las primeras víctimas de cada
uno de los bandos. Al paso del cortejo fúnebre del diputado derechis-
ta, la policía abre fuego sobre los asistentes. Hay dos muertos.
El 15, muchas personalidades abandonan con precipitación la Ca-
pital para refugiarse bien en el extranjero, bien en provincias conside-
radas menos peligrosas. No se sienten seguros.
El 16, la jornada transcurre tranquila, con la tranquilidad de una
víspera de batalla.
Los militares de extrema izquierda se encuentran prevenidos. Por
su parte, los militares conjurados no pueden durar más. El asesinato
fríamente premeditado de Calvo Sotelo les parece no sólo una provo-
cación, sino la prueba de la inminencia del temido golpe de Estado
marxista.
El mismo día 16 se dan órdenes. Los telegramas, redactados en
lenguaje convenido, son cursados normalmente. La insurrección debe
estallar el día 17 a las diecisiete.
Los generales sabían que los elementos militares de Madrid eran
insuficientes en número para apoderarse de la gran ciudad. Las con-
diciones para la sublevación se muestran, pues, desfavorables.
— 33 —
3.—

3.5 Page 25

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Desde el 17 por la tarde, el gobierno sabe que una rebelión mili-
tar acaba de estallar en Tetuán, Ceuta y Melilla.
Se creyó primeramente que se trataba de una agitación superficial,
sobre todo localizada en puntos excéntricos.
Los escasos trasnochadores que el día 17 acudieron a cines y tea-
tros se apresuran a regresar a sus casas. Por primera vez se nota ahora
algo anormal. Milicianos y guardias de Asalto cachean por las calles.
El despertar de la mañana del sábado día 18 se revela distinto de
los demás días laborables. Los madrileños despiertan anhelantes por
la llegada del día, en la confianza de que la nueva luz aclarará el mis-
terio de la noche. Todo Madrid se dice al oído, desde muy temprano:
"En Marruecos se ha sublevado el Ejército".
A poco de comenzar la primera emisión, la radio Madrid reclama
por tres veces la atención de los oyentes para que escuchen la siguien-
te oficiosa noticia: "¡Ciudadanos!... Una parte del Ejército, que re-
presenta a España en Marruecos, se ha levantado en armas contra la
República, sublevándose contra la propia Patria y realizando el acto
vergonzoso y criminal de rebelarse contra el poder legítimamente cons-
tituido... El Gobierno de la República domina la situación y afirma
que no ha de tardar en anunciar a la opinión pública que se ha resta,-
blecido la normalidad...".
Los que han oído la radio se apresuran a comunicar la noticia sen-
sacional a los que duermen o están entregados a los quehaceres coti-
dianos. Las casas andan alborotadas. Los vecinos se interrogan de ven-
tana a ventana. La noticia salta a la tienda; y de la tienda al mercado.
Los periódicos son arrebatados de las manos de los vendedores. En
las calles hay una efervescencia inusitada, con aglomeraciones que
fácilmente provocarán choques y tumultos.
Otra noticia circula por Madrid desde el mediodía: "Hoy a las
cuatro se van a repartir armas al pueblo". Durante la tarde y la noche
se hace realidad el rumoreo.
Alonso Mallol, Director General de Seguridad, adopta esta medi-
da preventiva. Intenta impedir que se secunde el ejemplo del Ejército
de Marruecos.
Todas las entradas de Madrid se ocupan por la policía. Los coches
son registrados minuciosamente. Aquella noche los teatros, cines y
cafés se vieron casi desiertos. Camiones de la Dirección General de
Seguridad, repletos de guardias, recorren las calles.
El día 19, Madrid despierta con ansiedad angustiosa. No se oyó
— 34 —

3.6 Page 26

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ningún tiroteo durante la noche. Los periódicos de la mañana amplían
las noticias de la sublevación de Marruecos; pero se le considera como
un suceso sin importancia.
Hubo ya algunos incidentes.
La primera reacción consistió en asaltar los domicilios particulares
ó entidades sospechosas que podían alojar personas desafectas al ré-
gimen. La Iglesia y sus seguidores encabezan la lista.
El mismo día 18 de julio, los primeros síntomas de la guerra fue-
ron los vandálicos incendios de varios templos de Madrid.
A las dos de la tarde, arderá el convento de los padres Camilos de
López de Hoyos. En la misma fecha fueron invadidos por las turbas
y saqueados el Asilo Cuna de Jesús, regido por salesianas del Sagrado
Corazón; el convento de las Comendadoras de Santiago, en la plaza
del mismo nombre, y la iglesia de San Román, en el Puente Valleras
Se intentó el asalto del convento de las Descalzas Reales y se ti-
roteó repetidamente el colegio de las Escuelas Cristianas, en la calle
de Pedro Heredia. El partido comunista se incautaba, en la calle Fuen-
tes, del colegio de las Hijas de Cristo Rey; y los guardias de Asalto
ocupaban y saqueaban el colegio de San Rafael, de los Hermanos de
las Escuelas Cristianas, en Guzmán el Bueno.
El día 19 se produjo el incendio de siete templos. Además, se asal-
tan tumultuosamente doce edificios religiosos entre templos parroquia-
les, capillas, colegios o residencias.
El día 20 las llamas se ceban en trece edificios religiosos; otros
dieciséis se ven invadidos y saqueados.
Más de medio centenar de edificios de carácter religioso han sido
devastados en las setenta y dos horas que median entre la noticia del
Alzamiento en África y la liquidación de la sublevación en Madrid con
la caída del Cuartel de la Montaña y restantes cantones militares de
la Capital (1).
La Congregación Salesiana poseía entonces en Madrid cuatro co-
legios. Los cuatro se vieron turbulentamente asaltados, allanados y
saqueados en los primeros días de la revuelta. Posteriormente queda-
ron convertidos en prisión preventiva, centros gubernamentales de re-
clutamiento o en hospital de sangre.
(1) Airarás Joaquín: Historia de la Cruzada Española. (Madrid, 1939), vol. IV, t. 17, págs. 380-
401; Roux-Georges: La guerra civil de España. (Madrid, 1964), págs. 79-102; Montero Antonio:
Historia de la persecución religiosa en España. B. A. C. (Madrid, 1961), pág. 320; Fernández Arias
Adelardo: Madrid bajo el terror. (Zaragoza, 1937), págs. 41-45.
— 35 —

3.7 Page 27

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1. Oratorio
de San Francisco de Sales
(Ronda de Atocha)
1. Actividades de la casa
El colegio salesiano de la Ronda de Atocha era, a principios de
1936, una verdadera colmena de actividad. Situado en el corazón del
castizo barrio de Lavapiés, albergaba en su recinto más de medio mi-
llar de alumnos.
Contaba con talleres de artes y oficios, de los que salían cada año
jóvenes aprendices, cuyos servicios se disputaban las empresas indus-
triales de la capital de España. Se impartía la enseñanza correspon-
diente a los estudios de la carrera de Comercio, y funcionaban clases
de enseñanza elemental.
Además, los domingos y días festivos se reunían en el colegio más
de mil niños y jóvenes de los barrios de Lavapiés, Delicias y Atocha.
Allí expansionaban sus deseos de diversión festiva con partidos de
fútbol, ejercicios gimnásticos, funciones de teatro y excursiones, al
tiempo que cumplían con sus prácticas religiosas y recibían adecuada
educación catequística (1).
Por efectos de esta labor, los salesianos habían logrado granjearse
las simpatías de cuantos eran testigos de su trabajo en favor de la ju-
ventud de los populares barrios aledaños.
No obstante, algunas dificultades habían venido a entorpecer tan
beneficiosa actividad.
Por las trabas que ciertas leyes de la República ponían a la ense-
ñanza religiosa, y ante la presión de las disposiciones legales, los sa-
lesianos se vieron compelidos a realizar notables modificaciones en la
organización del centro.
Desde el curso 1934, el colegio comenzó a depender de la Mutua
Escolar Cervantes (M.E.C.) Esta asociación, constituida bajo la ins-
piración del entonces director del colegio, don Enrique Saiz, estaba
(1) Alcántara Felipe: Laudemus Viras Gloriosos. (Madrid, 1939), pág. 1; Encinas Rufino,
Ms. 805, fol. 1.
— 36 —

3.8 Page 28

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formada por un grupo de personas de arraigada fe católica, antiguos
alumnos del colegio en su mayoría (2).
Además de estas actividades escolásticas y formativas, desempeña-
ban los salesianos otra no menos importante labor con los antiguos
alumnos de las escuelas. Organizados éstos en floreciente asociación,
la mantenían en continua actividad.
Igualmente funcionaba en su seno una agrupación de scouts, en-
tonces verdadera novedad en España (3).
Por último, cabe señalar la existencia de la Archicofradía de Ma-
ría Auxiliadora. Sirva de exponente y testigo de su esplendor la bri-
llante procesión anual, el día 24 de mayo.
2. El asalto al colegio
Hasta el domingo 19 de julio, nada especial había ocurrido en el
colegio. Don Antonio Martín salió de paseo aquella mañana y pudo
observar cómo se repartían armas a los transeúntes en la glorieta de
Atocha (4).
Desde las primeras horas de la mañana, una muchedumbre ame-
nazadora había rodeado los puestos y verja del Parque de Artillería,
situado en el paseo del Pacífico. Trataban de arrollar a los centinelas
y asaltar el cuartel. Figuraban entre el gentío muchas mujeres que in-
solentemente pedían armas. Como la calle no es muy ancha, quedó
interrumpida la circulación. Los manifestantes se habían encaramado
a las verjas y a la pared almenada que cerca el edificio, y gesticulaban
hacia dentro.
En varios puntos de Madrid, al conocerse los sucesos del Pacífico,
patrullas de milicianos descerrajan las puertas y asaltan las armerías
cerradas y algunas casas de compraventa, de donde sacan machetes de
panoplia y escopetas de caza.
La anarquía callejera se iba adueñando rápidamente de la Capi-
tal. Ya antes de mediodía se habían producido una serie de estallidos
broncos, sintomáticos, en sitios dispersos. Los fieles que acudían a los
(2) Para todo lo referente a esta asociación, su funcionamiento y beneficiosa influencia en el
colegio, véase: Bastarrica José Luis: Don Enrique Sáiz. (Madrid, 1965), cap. IX, pág. 149 ss.; En-
cinas Rufino: Ms. 805, fol. 1.
(3) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 1.
(4) Martín Antonio: Ms. 910, fol. 1.
— 37 —

3.9 Page 29

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oficios dominicales eran insultados y agredidos a las puertas de los
templos.
En la calle de Atocha, dos sacerdotes regresaban de decir misa
en su parroquia. Unos mozalbetes comienzan a insultarlos. Sin res-
ponder, apresuran el paso. El gentío va engrosando. Los sacerdotes,
pálidos, acosados de cerca, aturdidos por las blasfemias, se ven obli-
gados a refugiarse en un portal; una mujer aguardentosa, amenaza la
casa, puño en alto, y grita: "Hay que acabar con la gentuza de sota-
na".
A primera hora de la tarde, centenares de mosqueteros rojos,
con bandera y corneta, desfilan por la plaza de Lavapiés (5).
La iglesia del colegio estuvo abierta toda la mañana. La asistencia
de público fue inferior a lo acostumbrado, pero las misas se tuvieron
con toda normalidad. A las doce, comienzan a oirse disparos. Por este
motivo el sacristán cierra las puertas de la iglesia (6).
Vino a aumentar la tensión reinante la noticia de que el colegio
de Estrecho había sido asaltado improvisamente por turbas incon-
troladas, y que parte de la comunidad se encontraba detenida. Algu-
nos habían logrado evadirse, entre ellos el clérigo Manuel Larrañaga;
inmediatamente se apresuran a llevar la noticia al otro colegio para
precaverlo. La misma comunicación se recibe por teléfono de la comi-
saría donde se encontraban los salesianos (7).
En Atocha estaba ya prevista tal eventualidad. Días antes de es-
tallar el Movimiento, ante un porvenir incierto y difícil, el director,
don Ramón Goicoechea, había buscado albergue para los salesianos, lle-
gado el caso de abandonar el colegio. A cada uno le había entregado
la dirección a la cual debería dirigirse, y se le había provisto de una
pequeña cantidad de dinero (8).
También se había anticipado la clausura del curso, y la mayoría de
los alumnos internos se encontraban ya en sus casas. Quedaban sola-
mente en el colegio una veintena (9).
Ese mismo día, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, va-
(5) Arrarás Joaquín: o. c., vol. IV, t. 17, págs. 402-439.
(6) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 1; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 2.
(7) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 1; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 1; Francoy Maximiliano:
Ms. 825, fol. 1; Martín Manuel: Ms. 918, fol. 1; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 1; Rodríguez Leo-
poldo: Ms. 981, fol. 1.
(8) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 1; Roldan Agapito: Ms. 988, fol. 1.
(9) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 1; Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 2; Martín Manuel: Ma-
nuscrito 918, fol. 1.
— 38 —

3.10 Page 30

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rias familias se presentaron en el colegio, ofreciéndose a albergar algu-
nos internos en su casa. El número de los que permanecieron con los
salesianos quedó muy reducido (10).
Por la tarde, la afluencia al Oratorio Festivo fue más menguada
que de ordinario. Se había modificado el horario tradicional. A eso de
las seis de la tarde había ya acabado la función recreativa y los mucha-
chos abandonaban el salón de cine para dirigirse a sus casas (11).
Apenas habían comenzado a salir. Repentinamente la puerta prin-
cipal se vio bloqueada por camiones de milicianos. Iban armados, y efec-
tuaron varios disparos que no alcanzaron a nadie.
El coadjutor salesiano don Andrés García, que estaba de portero,
oyó que aporreaban la puerta de la calle. Inadvertido y confiadamente,
abrió. Una bala le pasó rozando la cara y fue a desportillar la estatua
de Domingo Savio que presidía la entrada. Con él fueron sorprendidos
algunos salesianos y antiguos alumnos, que no pudieron escabullirse
ante la atropellada irrupción de los milicianos (12).
Don Maximiliano Francoy, Administrador del colegio, se encontra-
ba telefoneando en el instante de abrirse la puerta; logra deshacerse
de la sotana, tan comprometedora en aquellos momentos, y dejarla en
la cabina telefónica (13).
En el colegio reina desbandada general. Los primeros disparos y
la violenta irrupción de los milicianos, derraman la alarma por doquier.
Unos se dirigen a la portería y caen en poder de los asaltantes. Algu-
nos grupos de salesianos y antiguos alumnos que se encontraban en el
patio, al percibir los disparos, tratan de huir por el portón que abre a
la calle Sebastián Elcano. Pero topan con un camión de milicianos que
pretendían se les franquease la entrada. Los fugitivos hubieron de vol-
ver hacia los patios superiores para salir por la portería.
Al enterarse de la encerrona fraguada en la entrada principal, vol-
vieron sobre sus pasos. El camión había desaparecido; el portón estaba
abierto de par en par. Aprovechan esta coyuntura para salir, escabu-
llirse entre los transeúntes y curiosos, y ponerse a salvo, sin prestar
(10) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 1.
(11) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 1; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 2; Urtasun Ignacio:
Ms. 1.035, fol. 1; Martín Manuel: Ms. 919, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pág. 1.
(12) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 2; García Andrés: Ms. 831, fol. 1; Ms. 832, fol. 1; Martín
Manuel: Ms. 918, fol. 1; Ms. 919, fol. 1.
(13) Francoy Maximiliano: Ms. 825, fol. 1; Martín Manuel: Ms. 919, fol. 1; Portella Magín:
Ms. 963, fol. 1; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 2.
_ 39 _

4 Pages 31-40

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4.1 Page 31

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atención a las voces de mujeres que gritaban desde los balcones: "¡Que
se escapan los frailes!" (14).
El asalto había sorprendido a los alumnos internos recibiendo la
merienda en el patio interior. Al oír los disparos intentan escapar, cada
uno por su lado. El clérigo Rufino Encinas, que se encontraba con ellos,
trata de detenerlos, pero inútilmente.
Permaneció indeciso, sin saber a qué atenerse; hasta que uno de
los muchachos mayores llega corriendo de la portería y le invita a des-
pojarse de la sotana; él mismo comienza a desabrochársela. "Si vienen
que me maten. ¡Paciencia!", exclama don Rufino. Y casi sin darse cuen-
ta de lo que hacía, se despoja del hábito talar, lo arroja a la carbonera
y se dirige a la portería en mangas de camisa (15).
El coadjutor don Magín Portella y el señor director departían con
don Manuel Calleja, antiguo alumno que había venido a buscar a sus
hijos. Hablaban de la posibilidad de colocar todavía a algunos inter-
nos en casas particulares. Les sorprendieron los milicianos junto a la
portería. Don Ramón sube inmediatamente a su cuarto. Los otros pa-
san a engrosar el grupo de cautivos (16).
Sigue un minucioso cacheo personal. Los concentrados en la por-
tería son desplazados coactivamente a la calle y alineados cara a la
fachada, manos en alto. Detrás, dos hileras de milicianos armados;
unos apuntan a las ventanas altas del edificio y otros a las del piso
bajo.
Les rodeaba una chusma compuesta en su mayoría por mujerzue-
las. Les zaherían con insultos soeces e increpaciones procaces, y azu-
zaban a los milicianos para que acabaran con ellos (17).
Entretanto, los invasores del colegio recorrían las habitaciones de
la casa y se apoderaban de cuanto era de su gusto. Forzaban puertas
y descerrajaban cuantos cajones les ofrecían resistencia. Desvalijaron
la administración y depredaron impunemente el ambigú de los anti-
guos alumnos y la librería de los externos (18).
(14) Rodríguez Leopoldo: Ms. 981, fol. 1; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 1; Quílez Fabián:
Ms. 968, fol. 1; Sáiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 1; González Francisco: Ms. 855, fol. 1; Misis
Luis: Ms. 933, fol. 1; Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 4.
(15) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 2.
(16) Portella Magín: Ms. 962, fol. 1; Calleja Manuel: Ms. 759, fol. 1.
(17) Martín Manuel: Ms. 918, fol. 1; Ms. 919, fol. 1; García Andrés: Ms. 831, fol. 1; Encinas
Rufino: Ms. 805, fol. 3; Portella Magín: Ms. 962, fol. 1; Francoy Maximiliano: Ms. 825, fol. 1;
Calleja Manuel: Ms. 759, fol. 1; García Andrés: Ms. 832, fol. 1; Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 4.
(18) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 3 y 7.
— 40 —

4.2 Page 32

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En la enfermería se encontraba un alumno en estado grave. Le
asistía el enfermero, coadjutor don José María Sabaté. Los milicianos
penetraron en el recinto.
—¿Qué hacéis aquí?, preguntaron.
—Estoy cuidando a este enfermo, respondió el salesiano.
Los asaltantes apuntan sus armas hacia el paciente.
—Levántate de ahí o te levantamos de un tiro.
Luego dirigiéndose al coadjutor.
—¿Y usted?
Este intentó explicarles que pertenecía a la Cruz Roja, pero no le
hicieron caso. Brazos en alto, los condujeron al patio, donde ya se en-
contraban otros salesianos cara a la pared (19).
Los detenidos de la calle fueron obligados a subir a un camión.
La intervención de un guardia de Asalto impidió que fuesen sacrificados
allí mismo, y obligó a conducirlos a la Dirección General de Seguridad.
Los que no tuvieron cabida en el camión quedaron custodiados en la
portería (20).
Al partir el vehículo, sus ocupantes respiraron aliviados, por ver-
se libres de la furia del pueblo irresponsable. Pero los milicianos que
los conducían intentaron extraviar la dirección del coche, llevando a
sus presuntas víctimas a la Casa de Campo. La oportuna llegada de un
turismo, ocupado por un guardia de Asalto, evitó que se realizaran tan
criminales despropósitos (21).
Como primera medida en la Dirección General de Seguridad les
tomaron la filiación. Los calabozos y dependencias se encontraban so-
brellenos de presos que se comprimían hacinadamente.
Permanecieron allí unos días, soportando las incomodidades y sin-
sabores de la vida de prisión. A algunos les condujeron a la cárcel Mo-
delo; otros, hecha patente su carencia de delito, fueron puestos en li-
bertad. Cada cual buscó albergue donde mejor le vino, según sus pro-
pias posibilidades (22).
(19) Sabaté José María: Ms. 996, fot. 1-2.
(20) García Andrés: Ms. 831, fol. 1; Ms. 832, íol. 1; Francoy Maximiliano: Ms. 825, fol. 1;
Martín Manuel: Ms. 919, fol. 1; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 3.
(21) Francoy Maximiliano: Ms. 825, fol. 1; García Andrés: Ms. 831, fol. 1; Ms. 832, fol. 1;
Martín Manuel: Ms. 918; fol. 1; Misis Luis: Ms. 933, fol. 1; Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 5.
(22) Maximiliano Francoy: Ms. 825, fol. 1; Martín Manuel: Ms. 918, fol. 1; Ms. 919, fol. 1;
Portella Magín: Ms. 962, fol. 1-2; García Andrés: Ms. 831, fol. 1; Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 5.
— 41 —

4.3 Page 33

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3. En el paredón
Los que habían quedado en casa, en un momento de respiro, pu-
dieron subir a las habitaciones para arreglarse del mejor modo posi-
ble. Fue cuando el director apareció por primera vez vestido de pai-
sano (23).
Mientras sucedía todo esto, por la puerta del patio de externos
habían acabado de salir todos los alumnos, antiguos alumnos y algu-
nos salesianos. Momentos después, comienzan a entrar hombres arma-
dos por la parte de Sebastián Elcano, y efectúan varios disparos contra
la casa denominada el Monasterio, donde se ubicaba el círculo Domin-
go Savio, los scouts y la residencia de algunos salesianos. Estos dis-
paros no tenían otro objeto que infundir miedo, pues ninguno de casa
tenía armas ni ofrecía resistencia. Los asaltantes suben a la portería;
al ver a los salesianos amedrentados, continúan disparando y les obli-
gan a situarse en fila en medio del patio.
Entretanto, no paraban de llegar milicianos y milicianas armadas
y vestidas con monos. Algunos se sitúan en la portería para vigilar la
entrada.
En esta tesitura, llega el antiguo alumno don Antonio Folgueira
a buscar a su hijo. Le echan el alto y le obligan a conducirles hasta
el lugar donde se encuentran las presuntas armas. El afirma que no
existe tal armamento. No obstante, les acompaña a la iglesia, sacris-
tía y otros lugares. En la sacristía revolvieron los cajones y armarios.
En la iglesia, incluso intentaron abrir el sagrario. Pero el señor Fol-
gueira les disuadió prudentemente (24).
Mientras tanto, el coadjutor don Mateo Garolera entrelazaba en sus
manos el rosario que no dejaba de rezar. Conminado por los milicia-
nos a que lo tirara se resistió a hacerlo.
El más exaltado, jactancioso y provocativo preguntó por el "jefe"
de la comunidad. Don Ramón, sintiendo sobre sí la gran responsabi-
lidad, se adelantó hacia ellos. Se mostraba nervioso y su único inte-
rés era tratar de convencer a aquellos hombres que allí no se guarda-
ban armas de ninguna clase. Pero no le prestaron atención; y le obli-
garon a acompañarles al teatro entre golpes y amenazas (25).
(23) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 3.
(24) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 4; Folgueira Antonio: Ms. 824, fol. 1.
(25) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 2; Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 5-6.
—— 42

4.4 Page 34

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Al fin pudo volver al grupo. Todavía continuaban con las manos
en alto, alineados en medio del patio.
Cada vez iban llegando más milicianos armados. Se notaba en to-
dos ellos, por sus denuestos, blasfemias, insultos e imprecaciones, vi-
vos deseos de terminar ya con los religiosos y adueñarse del colegio
para sus milicias. Así lo afirmaban con sorna. Como no sabían cómo
desembarazarse de ellos, determinaron, al parecer, fusilarlos.
Comenzaron por separar los alumnos menores de trece años. Los
condujeron al patio de abajo, para que no presenciaran la escena. Al-
gunos de ellos lloraban.
Al resto del grupo, la mayoría salesianos y algún antiguo alumno,
unos veinte en total, los colocan de cara a la pared, con las manos apo-
yadas en alto sobre el mismo muro del pórtico. Ni les permiten mi-
rar atrás, ni moverse, ni decir palabra.
Detrás de cada uno se fue colocando un miliciano o miliciana, ar-
mados, quienes obedecerían a la voz de mando del que se decía el je-
fe, que empuñaba pistola. Este, de continuo, blasfemaba, y sádicamen-
te lanzaba, truculentas amenazas. Disponía los ánimos de sus correli-
gionarios para que disparasen todos al tiempo, cuando diese la voz
de fuego. En el interior de la casa y en el mismo pórtico se oían dis-
paros, tal vez para amedrentar a las víctimas.
"Apunten todos -gritaba el jefe- y nadie dispare hasta que oigáis la
voz de fuego. Cuando dé la señal, disparad todos para que no quede
ninguno ni siquiera de semilla. Ahora la van a pagar por los pobres mi-
neros de Asturias. A ver de qué les valen sus rezos".
Unas descargas cerradas, que efectuaron a espaldas de los detenidos,
vinieron a hacer más angustiosos aquellos momentos.
Providencialmente, irrumpe en la portería una sección de guardias
de Asalto al mando de un Brigada (26). Los milicianos que guardaban
la entrada intentan oponer resistencia; pero los guardias forcejean enér-
gicamente e invaden el patio. Todas las armas que apuntaban hacia los
detenidos se vuelven contra ellos.
Hay un momento de indecisión por ambas partes. Unos y otros se
amenazan con las armas. Los milicianos no quieren soltar su segura pre-
sa; los de Asalto protestan que vienen a cumplir órdenes superiores.
Finalmente, conservando siempre la distancia, se adelanta el Briga-
(26) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 5; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 2; Urtasun Ignacio:
Ms. 1.035, fol. 1 v.°; Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 6.
—— 43 ——

4.5 Page 35

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da, y trata de convencer a los milicianos para que se retiren. Alega que
ellos solamente acatan orden superior, y no podían permitir que allí se
matara a nadie. Si no obedecían, se verían obligados a disparar contra
los mismos milicianos; en cambio, si cumplían, podían dar lugar a que
los detenidos fueran puestos a disposición de las autoridades del pueblo,
que los juzgarían si eran culpables; y ellos, una vez evacuado el cole-
gio, podrían incautarse de él para cuartel general de sus milicias.
Convencido el jefe con este razonamiento, ordena retirarse a todos
los milicianos; pero promete volver después para hacerse cargo del co-
legio. Los detenidos pudieron respirar tranquilos. Los guardias, resuelto
favorablemente el suceso, dieron señales manifiestas de complacencia
por el éxito de su intervención (27).
Repuestos los salesianos de su agitación y sobresalto, compartieron
amigable y serena conversación con los guardias protectores. Estos les
declararon libres y les concedieron opción para retirarse a sus domicilios.
Marchan los antiguos alumnos y algunos salesianos y chicos que tenían
familias amigas, bien dispuestas a refugiarlos en sus casas. Permanecen
en el colegio un reducido número de muchachos, el señor director, don
Rufino y los coadjutores don José María Sabaté y don Emilio Arce (28).
4. Incendio y nuevo asalto
Precavidamente, se cierran todas las puertas y se montan puestos
de vigilancia en la entrada principal y otros lugares estratégicos. El se-
ñor director permaneció con los guardias en la portería.
A eso de las nueve, se reúnen los alumnos para ingerir una cena fru-
gal. Después, se retiran a descansar.
Durante la noche, las patrullas de milicianos y milicianas intentan
repetidas veces recuperar su no conseguido botín; pero la sección de
Asalto los contiene impasiblemente en su reiterada empresa (29).
Ante el peligro de un nuevo asalto, se pensó en preservar el Santí-
(27) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 3-7. Puede extrañar la inesperada intervención de los guardias
de Asalto en tan críticas circunstancias. Desconocemos cómo se enteraron, e ignoramos quién pudo
dar la orden de ese servicio. Parece verosímil, afirma don Rufino Encinas, que alguna persona, ente-
rada de lo que estaba sucediendo en el colegio, lo comunicara a la Dirección General de Seguri-
dad. (Ms. 805, fol. 7.)
(28) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 8; Sabatc José María: Ms. 996, fol. 2; Urtasun Ignacio,
Ms. 1.035, fol. 1 v."
(29) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 8; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 2.
— 44 —

4.6 Page 36

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simo de una posible profanación, consumiendo las sagradas Especies.
El señor director, acompañado de don José María Sabaté, baja a la
iglesia y traslada a su despacho los tres copones con Hostias consagra-
das.
Don Ramón se mostraba inquieto y agitado. Los vertiginosos y dra-
máticos acontecimientos de aquel día habían trastornado su sistema ner-
vioso. Por eso se retiró a descansar, después de dar algunas instruccio-
nes y consejos a los salesianos, recomendándoles que se pusieran en ma-
nos de María Auxiliadora y Don Bosco.
Se avisó a los muchachos; y después de algunas piadosas exhortacio-
nes, hechas por el señor Sabaté, se procedió a consumir la reserva, ayu-
dándose para ello con agua (30).
La noche fue angustiosa. No se durmió, por lo que pudiera acaecer
al día siguiente. Por la Ronda de Atocha se sentía mucho ruido de tan-
ques y camiones. Al parecer, transportaban armas y milicias de los cuar-
teles del Pacífico hacia la Plaza de Oriente y Cuartel de la Montaña.
Entrada ya la mañana, se pensó en dar el desayuno a los chicos y
a los guardias. Se aprovechó una cesta de huevos que encontraron en
la despensa, y los frieron. Salesianos, alumnos y guardias se reúnen en
la sala de recibir y desayunan en íntima comunidad (31).
Repentinamente alguien dio la voz de alarma. Las puertas y venta-
nas estaban ardiendo. Había sucedido todo tan instantáneo como im-
previsto.
Aprovechando la ausencia del guardia que custodiaba la puerta de
entrada, alguien, desde fuera, debió rociar las puertas y ventanas con ga-
solina y prenderles fuego. Controlados los primeros revuelos, se organi-
za la defensa, tratando de extinguir las llamas con cubos de agua. Se
consigue no sin dificultad. Pero los incendiarios habían rodeado la casa
prendiendo todas las puertas y ventanas exteriores.
El lavadero constituyó fácil presa de las llamas. Para sofocar este
incendio se hizo necesario derribar a golpes la puerta de entrada. Al
atravesar el patio para atajar el fuego del portón de Sebastián Elcano,
recibieron una racha de disparos, provenientes de las casas altas de Jo-
sé Antonio Armona.
Maltrechas y desmoronadas las puertas por el fuego y los golpes, se
(30) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 8; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 2-3. Poseemos otras dos
relaciones del mismo coadjutor rectificando las inexactitudes que contienen los testimonios de Al-
cántara Felipe: o. c., pág. 3, y Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 3.
(31) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 9; Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 4.
—— 45 -

4.7 Page 37

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hace imposible rechazar todo conato de penetración. Las fuerzas y guar-
dias de Asalto flaquean y sucumben ante la ingente avalancha de asal-
tantes, que acaban por imponerse con su empuje (32).
Se pensó aprovechar los primeros momentos de confusionismo para
evacuar el colegio, haciendo uso del coche que tenían en el taller de me-
cánica, cuyo chófer era el coadjutor don Emilio Arce. Sin pérdida de
tiempo, subió a su habitación por el carnet de conductor; pero no se
le volvió a ver más, sin que se sepa por dónde salió (33).
Franqueadas todas las entradas, el colegio se transformó en una ba-
bilonia. Bandadas de milicianos y milicianas de los diversos partidos se
sucedían, cantando himnos revolucionarios. Invadieron la entrada, la
iglesia, los patios, las dependencias de la casa. Cada grupo dirigía inso-
lentemente injurias, denuestos y bravatas a los religiosos y jóvenes con-
centrados en la portería. Los cachearon y los recluyeron en la habita-
ción contigua al vestíbulo. Junto al teléfono y en la puerta apostaron
vigilantes, que impedían a los salesianos toda comunicación con el ex-
terior.
La iglesia fue allanada por una turbamulta sin control, predominan-
te mujeruelas. Entre ellas destacaba una joven de veinticinco a veinti-
ocho años, que parecía dominar a todas las demás (34). A ella se diri-
gió el director para hacerle una demanda.
—Por favor, señorita, dígales que no profanen la iglesia.
—No se preocupe -contestó ella-; saldrán inmediatamente.
Y dirigiéndose a la turba les increpó con energía.
—Este lugar se respeta por educación y por cultura.
Y los intrusos abandonaron el sagrado recinto.
Del cuello de esta joven pendía una medalla que ella misma enseñó
a don José María Sabaté. Al ver tan extenuados a los detenidos, mandó
traer algunos alimentos calientes de una casa de comidas cercana. Sólo
los alumnos probaron algo; los demás no se encontraban con ganas, ni
les dieron ocasión los milicianos, que engulleron los alimentos en po-
cos minutos.
(32) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 9; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 3; Septién Benito:
Ms. 1.018, fol. 4.
(33) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 9-10.
(34) Don Rufino Encinas cree recordar que esta joven miliciana vivía cerca del colegio; lo cual
puede explicar el hecho de que la muchacha dirigiéndose al señor Sabaté, le dijera: "Yo a usted
le conozco; usted es el padre de estos niños". (Sabaté José María: Ms. 996, fol. 3; Encinas Ru-
fino, Ms. 805, fol. 11.)
— 46 —

4.8 Page 38

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La joven miliciana tranquilizó a los salesianos: "No les haremos na-
da. El colegio lo quiero para cuartel de milicias".
Efectivamente, emplazó en la torre y balcones la enseña de su par-
tido y comunicó telefónicamente que el colegio de los salesianos que-
daba conquistado para la causa.
Las partidas de milicianos se renovaban ininterrumpidamente. Emi-
graba una y surgía otra. Cada sección de un partido reproducía el proce-
so de la anterior: cacheaban, insultaban y amenazaban a los confinados;
deponían la bandera de la torre, instalaban la suya, y lanzaban las miomas
o parecidas comunicaciones telefónicas.
A medida que se desarrollaban estas escenas el señor director daba
muestras de mayor inquietud y nerviosismo. Todo hacía preludiar
un desenlace fatal.
Los milicianos que permanecían en el colegio no se recataban de
exteriorizar sus aviesas intenciones con gestos y palabras: "Esta tarde
va a ver fiesta. Vamos a tener fuegos artificiales". Todo ello, acompa-
ñado de signos que hacían barruntar el fusilamiento.
El paso del tiempo aumentaba la inquietud y desasosiego de los re-
clusos.
Hacia el mediodía, comienza a escucharse un continuo tiroteo por
las calles, que se recrudece a medida que avanza la tarde (35).
5. La liberación
Aprovechando una ausencia del miliciano que vigilaba el teléfono,
el señor Sabaté logra establecer contacto con el exterior y entabla comu-
nicación con el Comandante-Médico de la Guardia Civil don Juan Ar-
dizone, antiguo alumno y médico del colegio. En breves palabras le po-
ne al corriente de la situación. El Comandante promete dar parte al Co-
ronel del Tercio para obtener de él la anuencia requerida (36).
A los pocos minutos, guardando ya el miliciano su puesto, llamaba
don Juan Ardízone. Recogió la comunicación el miliciano. Mostró gran
impaciencia ante la noticia. Se dirige a los salesianos y les increpa con
gesto amenazador: "¿Quién ha llamado al teléfono? ¿Quién lo ha usa-
(35) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. II.
(36) Este comandante pertenecía al 14 Tercio de la Benemérita Guardia Civil, 1.a Comandancia,
Cuartel sito en la calle de la Batalla del Salado, no lejos de la Ronda de Atocha.
— 47 —

4.9 Page 39

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do?" Inmediatamente sale al recibidor y da aviso a los demás, que vie-
nen a reforzar la guardia de la entrada del edificio.
No mucho después, los detenidos oyen fuerte discusión a la puer-
ta. Alguien pugnaba por entrar al colegio, pero los milicianos se lo im-
pedían. Se trataba de los guardias civiles enviados por el Comandante.
Cedamos la palabra al Brigada de la Guardia Civil, don Claudio
Puyó Lahoz, 'que activó directamente la liberación de los salesianos y
alumnos (37).
"Yo me encontraba aquella tarde en el cuartel. Me pasaron aviso
que el comandante Ardizone y el capitán querían verme. Me presenté.
—Tiene usted que ir a la Ronda de Valencia -me espetaron-. El co-
legio de los padres salesianos está ardiendo.
—¿No hay otros brigadas más jóvenes que yo? -me disculpé.
—Sí —afirmó el comandante—; pero yo sé que usted sabrá cum-
plir perfectamente su servicio.
Cogí mi sección con un coche y salí. Las ametralladoras que esta-
ban emplazadas en Atocha y en el Portillo de Embajadores nos estor-
baban. Por fin llegamos a la Ronda.
Todo eran exclamaciones por parte de los milicianos que negaban
tener allí detenidos. Uno de los guardias me indicó. "Allí piden auxilio".
(Efectivamente, eran los religiosos, que al oir la negativa de los milicia-
nos, por una ventana intentaban atraer la atención de los guardias con
señales y de palabra (38).
"Traiga la carabina", dije yo. Rompo la puerta y abro venciendo la
resistencia de las milicias.
El colegio estaba invadido de milicianos y milicianas. Ardían algu-
nas cosas.
Los milicianos reaccionaron en contra, pero tímidamente. Dispara-
mos unos tiros para amedrentarlos. Yo me impuse por la fuerza; y ellos,
al verme a mí decidido y a la sección dispuesta a todo, tuvieron que ce-
der" (39).
Todavía el miliciano que guardaba la entrada del recibidor, viendo
que se les escapaba la codiciada presa, intenta acometer a los detenidos
con la bayoneta. Oportunamente interviene un guardia civil. Con un
(37) Ms. 966, fol. 1-2.
(38) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 12; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 4.
(39) Véase también Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 12; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 4;
Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 6.
— 48 —

4.10 Page 40

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violento empujón lo arroja por tierra y le amenaza con la culata de su
propio fusil (40).
El Brigada invita a los libertados a subir al coche, y se ofrece para
llevarlos adonde quieran. Consultan la guía telefónica; en la calle de
San Bernardo encuentran una pensión, próxima al domicilio de unos
primos de don José Lasaga, Ecónomo Provincial, y donde suponían
que estaba refugiado don José (41).
Suben al coche. Pero un contratiempo viene a complicar la ya difí-
cil situación. El coche no arrancaba. Un balazo había perforado el de-
pósito de gasolina, derramándose la esencia por el suelo. El señor Puyó
Lahoz trató de hacerse con otro vehículo.
"Salí a la Ronda -dice él mismo-, y vi un coche lleno de milicianos
y milicianas.
—¿Adonde van ustedes? —pregunté.
—A recoger armamento.
—Pues este coche queda requisado. Lo necesito para un servicio.
Nos esperan en el convento" (42).
Subieron al coche los religiosos y educandos, custodiados por los
guardias. El Brigada montó en la cabina con el chófer.
Enfilan hacia la calle San Bernardo por el Portillo de Embajadores,
Puerta de Toledo y Plaza Mayor. El tiroteo callejero arreciaba. El chó-
fer del vehículo manifestaba señales de temor y deseos de librar su pe-
llejo, abandonando la camioneta. Fue necesario que el señor Puyó le
amenazara violentamente: "Como deje usted el volante, le levanto la
tapa de los sesos" (43).
Durante el trayecto, la Guardia Civil se hizo blanco de los insultos
y embates del populacho. Los guardias procuraron aplacar tanto enco-
no y despecho, saludando puño en alto (44).
Llegaron sin novedad a la calle San Bernardo. En el sexto piso del
número 13 radicaba la pensión Abella.
Suben los tres religiosos, los chicos y algunos guardias. La dueña se
negaba a recibirles. No tenía suficientes habitaciones; y, sobre todo, no
quería comprometerse a recibir unos huéspedes que pudieran acarrear-
le dificultades y compromisos. Tanto más que .por la mañana el piso
(40) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 12.
(41) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 4; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 13.
(42) Ms.966,fol. 1-2.
(43) Puyó Claudio: Ms. 966, fol. 2.
(44) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 13.
— 49 —
4.—

5 Pages 41-50

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5.1 Page 41

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había sido objeto de disparos por parte de las milicias. Los cristales
y las persianas de los ventanales presentaban varios impactos de balas.
El Brigada se encara con la dueña y la coacciona bajo grave respon-
sabilidad: "Usted los recibe quiera o no quiera. Y si a éstos les sucede
algo, la responsable es usted". Y tomó nota de la dirección y datos per-
sonales de la dueña.
Los religiosos quedaron instalados.
Cuando el señor Puyó se disponía a abandonar la casa, don Ramón
se le abrazó a sus rodillas, suplicándole:
—No nos abandone, señor Brigada.
—No se preocupe, padre -contestó el señor Puyó-; no les pasará
nada, mientras yo me cuide de ustedes (45).
Los nuevos huéspedes se acomodaron del mejor modo posible en
una sola habitación con dos camas. Se tendieron varios colchones en
el suelo para completar el acomodo.
Sin apetito, tomaron algo de cenar. Don Ramón no probó bocado.
Llevaba sin ingerir ningún alimento día y medio, en la obsesión de que
estuvieran envenenados. Todo ello efecto de su agotamiento nervioso.
Rezaron algunas oraciones y trataron de descansar de las fatigas y
sobresaltos vividos en las últimas veinticuatro horas (46).
Pero no habían finalizado los sufrimientos. Aquella noche, don Ra-
món Goicoechea, el celoso director, sucumbió bajo la carga de tantos
padecimientos. Quedó fuera de sí, enajenado, suspendidas sus faculta-
des mentales. Su mente se oscureció, sin que su razón lograra remontar
los efectos que la tensión nerviosa de tantas horas había estigmatizado
en su organismo.
En la pensión Abella permanecieron los salesianos casi un año. Po-
co a poco, los jóvenes pudieron ser trasladados a casa de sus familiares
o albergados en domicilios amigos en Madrid.
Al abandonar los salesianos el colegio de la Ronda de Atocha, las
milicias se incautaron del inmueble.
Asaltaron la iglesia y se adueñaron de todas las instalaciones de la
casa. Cada partido o sindicato plantaba libremente su enseña y ocupa-
ba unas dependencias, donde enclavaban sus actividades, independiente-
mente de los demás.
(45) Puyó Claudio: Ms. 966, fol. 2; Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 14; Sabaté José María:
Ms. 996, fol. 4; Septién Benito: Ms. 1.018, fol. 6.
(46) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 14; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 4-5.
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5.2 Page 42

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Poco a poco, el colegio perdía su aspecto de centro religioso de en-
señanza. La iglesia quedó desmantelada. La imagen de María Auxilia-
dora, magnífica talla de cedro, fue defenestrada de su camarín y quema-
da. Órgano, bancos y estatuas, destruidos. El taller de mecánica y el
pabellón de escuelas se destinaron a la producción de material de gue-
rra y almacenes; la imprenta pasó al partido comunista bajo el título
de Imprenta Lenin. Los patios se convirtieron en depósitos de
chatarra, con una fudición de plomo. El salón teatro se transformó en
Cinema lúa Pasionaria. Desapareció todo el menaje de las clases y la
magnífica biblioteca del colegio. Dormitorios, cocina y despensa, fue-
ron objeto de un total saqueo.
En la.parte superior se puso en funcionamiento una de las checas
más terribles, por donde pasaron miles de personas. Las mujeres mal-
vivían amontonadas en el recinto de la iglesia; los hombres en la crip-
ta (47).
(47) Informe de la Congregación Salesiana elevado al Ministerio de Justicia, a petición de
Causa General, según cuestionario. (Ms. 1.045, fol. 2 y 4.)
— 51 —

5.3 Page 43

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3. Seminario
del Sagrado Corazón
(Carabanch&l Alto)
1. De casa solariega a seminario
Carabanchel Alto representaba entonces un pueblo de la provincia
de Madrid, de escasos habitantes. Lugar tranquilo y ameno; todavía
propicio para pasar deliciosamente un fin de semana o una temporada
de descanso.
Muy cerca de la plaza, estaba situada una finca de recreo. Ha-
bía pertenecido a los Marqueses de Jarabayo. Don Guillermo Gil, ar-
chivero de la Biblioteca Nacional, la adquirió para sí, y la donó a la
Congregación Salesiana. Más tarde, él mismo se hizo salesiano (1).
En 1904 se erigía en aquella finca el Seminario Filosófico de las
tres Provincias españolas y el Noviciado de la Central. Posteriormente,
se adaptó para estudiantes de Bachillerato, sin perder su impronta de
seminario. Efectivamente. Albergaba también a novicios, filósofos y
algunos estudiantes de Teología.
En 1933, un reajuste obliga a fundir en la casa de Carabanchel el
Estudiantado Teológico y el Aspirantado, bajo una misma dirección
Esta estructura persistía en 1936.
2. El seminario en poder de las hordas
En Carabanchel las ideas marxistas había arraigado con fuerza.
La mayoría de los obreros estaba encuadrada en el partido comunis-
ta y en las Juventudes Socialistas. El Ayuntamiento quedó constituido
íntegramente por elementos socialistas y comunistas.
El domingo 19 de julio, Carabanchel se ve inundado de milicianos.
Por la tarde, en todas las carreteras se pide documentación y se detie-
ne a los sospechosos.
(1) Todo lo referente al Seminario de Carabanchel es un extracto de los capítulos que se de-
dican a esta casa en: Bastardea José Juis: Don Enrique Sáiz. (Madrid, 1965). En esta obra constan
también los testimonios que avalan los sucesos historiados.
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5.4 Page 44

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A poco, comienzan a aparecer por las carreteras y caminos del tér-
mino municipal, cadáveres de personas de derechas de otras localidades,
que habían sido asesinadas.
Don Enrique Saiz, director del Seminario, estaba prevenido ante
estos sucesos. Para tal eventualidad había encargado el traje de seglar
para todos los salesianos.
Los estudiantes de Teología, acabado el curso en junio, se habían
reintegrado a sus Inspectorías. Repartidos por los colegios, ayudaban
en la labor de los Oratorios Festivos o de las colonias veraniegas.
Nada de particular ocurrió dentro de los muros del Seminario el
día 19. Por la noche, desde la azotea de la casa pudieron ya divisarse
los resplandores de algunos incendios de la capital.
Ya bien entrada la noche, se oían algunos disparos en la plaza del
pueblo.
El día 20 resulta de continuo movimiento y agitación en la casa.
La única hora de relativa serenidad resultó la consagrada al Señor por
la mañana temprano. La comunidad, integrada por dieciocho salesianos,
hizo, como de costumbre, su media hora de meditación y asistió, jun-
tamente con los aspirantes, a la celebración del Santo Sacrificio de la
Misa.
Al terminar sus prácticas de piedad, algunos salesianos pudieron
contemplar desde la tenaza el trágico espectáculo que ofrecía el Cuar-
tel de Campamento.
Después del desayuno, el director manda cerrar todas las puertas
que dan a la calle. Las clases comenzaron con toda normalidad.
Desde las aulas se percibía distintamente el tiroteo de Campamen-
to y el más lejano del Cuartel de la Montaña.
En el recreo que siguió a la primera clase, sonaron unos disparos
muy cercanos. El señor catequista, don Félix González, ordena a los
muchachos que se encierren todos en sus clases respectivas.
La alarma cesó. Resultaron ser tiros aislados, sin objetivo.
A su hora comienza la segunda clase. A poco, uno de los alumnos
advirtió que, por la parte familiarmente llamada de Casas viejas, comen-
zaba a salir humo. No tuvo tiempo de comunicar la noticia a su compa-
ñero de pupitre inmediato. Suena un disparo. Cunde el pánico. Unos se
echan al suelo; otros acuden nerviosamente a cerrar las ventanas. El
tiroteo se extendía ya por todos los alrededores del edificio.
Prudentemente fueron saliendo de las aulas. Superiores y alumnos
se reúnen en el zaguán situado delante del despacho del señor Prefecto.
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5.5 Page 45

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Don Juan Castaño repartía dinero a superiores y alumnos, en previsión
de cualquier evento inesperado.
Los sacerdotes y clérigos se habían despojado de la sotana. En torno
a ellos se forman grupos de aspirantes. Unos lloran, otros rezan. En
todos reina la inquietud. De vez en cuando se aunan las voces para re-
zar en común.
¿Cómo se verificó el asalto? Cedamos la palabra a una miliciana
que tomó parte activa en él.
"Vivía yo, dice, en el Paseo de las Delicias y pertenecía al Ateneo
de Lúea de Tena, partido político de la C.N.T.
Nos citaron los jefes en el cine Legazpi con el objeto de entregar-
nos las armas. La reunión se prolongó toda la noche, pero nos marcha-
mos sin ellas.
A la mañana siguiente, nos colocaron a cuatro chicas en la plaza de
Lúea de Tena para cachear a la gente.
A última hora de la tarde, una muchacha comunista me dijo que
tenía en su casa un revólver, pero que no lo sabía manejar. Le rogué
que me lo cediera; así lo hizo. Ocurría esto el sábado día 18.
El lunes, a las siete de la mañana, nos avisaron desde el Ateneo
que los padres Capuchinos disparaban desde su iglesia. Allí nos lanza-
mos seis compañeros. Ellos con fusiles y yo con el revólver prestado.
Todo resultó una farsa. Los capuchinos estaban diciendo misa con la
iglesia casi repleta de fieles. Tan pronto como nos vieron, muchas per-
sonas se escaparon asustadas.
En esto llegaron tres comunistas que se hicieron cargo del local.
Nosotros nos volvimos al Ateneo. Allí nos tenían preparada una nueva
encomienda. Acudir con presteza a los Carabancheles. Según se decía, se
habían sublevado.
Cuando llegamos a Carabanchel Bajo, oimos rumores de que el Co-
legio Salesiano del Alto se defendía con armas. Cargamos entonces en
un coche cuatro latas de gasolina; y, con muy poca munición, acudimos
allí seis compañeros, todos jóvenes, y yo.
En la plaza del pueblo de Carabanchel Alto, oímos disparos. Los
efectuaba la Guardia Civil desde detrás de la iglesia del Asilo de Ancia-
nos. Hacia allí dirigimos nuestros pasos. Registramos capilla, sacristía,
torreón y campanario. No descubrimos nada ni a nadie.
Al cruzar la plaza para ir al colegio salesiano, hicieron fuego desde
una de las casas vecinas. El disparo hirió a uno de mis compañeros. Le
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5.6 Page 46

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montamos en un coche y se le trasladó al Hospital Militar. Los restan-
tes nos acercamos al colegio.
Otros milicianos, quizás unos cien, se hallaban situados delante de
la puerta principal. Estaba cerrada; lo mismo las otras dos colindantes.
Tres milicianos habían alcanzado ya la punta superior de la central.
Otro, pegada su persona a la cerradura de una de las pequeñas, se dis-
ponía a disparar contra ella para hacerla saltar. Yo mismo le advertí el
peligro que corría su vida. Y se retiró.
Entonces uno de los compañeros me invita a rodear la casa con él,
buscando la entrada que da a la huerta. Nos siguen otros ocho, a quie-
nes yo ni siquiera conocía. Se trataba de alcanzar la puerta que da ac-
ceso a los jardines de los patios y al depósito del agua. La puerta era de
madera. La rociamos con gasolina y prendimos fuego. De dentro acudie-
ron con cubos de agua para extinguir el incendio. Yo disparé contra
uno de ellos. Pero explotó el cañón del fusil y quedé herida en un ojo,
del que comenzó a brotar sangre.
Los compañeros me condujeron a una casa vecina para hacerme una
cura de urgencia. Creyeron que me había alcanzado una bala disparada
desde el colegio; por lo que, enfurecidos, comenzaron a hacer abundan-
tes descargas contra el edificio, a fin de consumar el asalto".
Mientras tanto, en el zaguán anterior a la prefectura, los asaltados
permanecían entre dos fuegos. Las descargas no cesaban. Sienten rom-
perse los cristales; y se oyen los gritos e imprecaciones de los que se
acercaban por el jardín de entrada. Todos esperaban verlos avanzar de
un momento a otro por el oscuro pasadizo que comunica la portería
con el zaguán, y lanzarse sobre ellos.
En este momento aparece don Enrique vestido con traje de paisa-
no.
Exhorta a todos a no temer y a confiar en María Auxiliadora. Les
hace arrodillarse; rezan el acto de contricción y les imparte la absolu-
ción y la bendición de María Auxiliadora.
El tiroteo arreciaba. Los disparos se efectuaban ya dentro de 10 ca-
sa. No podía la comunidad permanecer por más tiempo en aquel lugar.
Se corría el riesgo de ser alcanzados por las balas.
El director, con paso resuelto, se encamina a la portería. Enarbola
un pañuelo blanco y grita de modo que le pudiesen oír los milicianos
que estaban en el jardín: "¡Paz, paz!". Una descarga cerrada acogió
sus palabras.
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5.7 Page 47

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—"No hay paz para vosotros", responden los milicianos: Y conti-
núan disparando.
—"Paz siquiera para los niños", insistió don Enrique. "Si queréis
sangre aquí estamos nosotros, aquí estoy yo; pero respetad a esos jóve-
nes que son inocentes".
Cesa el fuego y obligan a la comunidad a salir de su precario ^-efu-
gio con los brazos en alto.
Siguió un cuadro trágicamente cómico. Los milicianos comienzan
a abrazar a los muchachos. Con aquellas muestras de afecto intentaban
infundirles confianza. "No tengáis miedo, les decían, que sois nuestros
hermanos". Todas las amenazas de los milicianos iban dirigidas contra
"los que les tenían engañados".
Mientras tanto, fuera, esperaba el grueso de la chusma, impaciente
por entrar. Pedía a gritos la llave de la puerta. Ninguno de los deteni-
dos recordaba dónde podía haber quedado. Para remover el enojoso
obstáculo, los asaltantes excogitan un medio brutal. Dar marcha atrás
a un camión... Ante tamaña embestida la cerradura saltó violentamente.
Apenas retirado el vehículo, un abigarrado pelotón de hombres se
lanza impetuosamente sobre la indefensa comunidad. Iban provistos
de las más variadas armas y extraños uniformes. Fusiles, pistolas, esco-
petas, trabucos. Unos vestían mono azul; otros iban en mangas de ca-
misa.
Los cuatro del jardín trataban de contener la avalancha. Si en aquel
momento hubiese sonado un disparo, nadie podría adivinar la tragedia
que se habría desarrollado. Tan exaltados estaban los ánimos.
Las víctimas continuaban con los brazos en alto.
Don Enrique, en posición la más suplicante, pide, una vez más,
clemencia para los niños. Ya los milicianos les habían separado de sus
educadores.
3. Registro y situación delicada de la comunidad
En medio de la barabúnda, los salesianos son empujados hacia la
puerta derecha. Intentan fusilarlos allí mismo. Se discute; se protesta;
surge la discordia entre los milicianos.
Intiman al director a hacer entrega inmediata de las armas que hu-
biera en la casa. Con sádica teatralidad se le cronometra el tiempo con
amenazas de fusilamiento. Don Enrique niega la existencia de armas
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5.8 Page 48

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en el colegio. No le creen. Le conducen al salón de actos, a su habita-
ción, a la capilla. A todos los lugares donde sospechan que se pueden
ocultar. El director se somete dócilmente. La pesquisa resulta fallida.
La contrariedad de los milicianos es grande. Les parece imposible
que aquellos frailes no estén armados.
Los demás salesianos permanecían alineados junto a la pared. En-
tre amenazas, les conminan a entregar cuanto poseyeran. Ascendía todo
su caudal a quince pesetas por individuo. Las mismas que el señor Ad-
ministrador les había repartido poco antes. Los milicianos no quisieron
quedarse con tan ridicula cantidad; pero sí con los relojes y carteras.
Durante el despojo se oyen gritos del pueblo: "¡Matadlos, matad-
los!" Entre el imponente griterío se destaca una voz. "No, no los ma-
téis. Llevadlos al Ayuntamiento. Allí podrán declarar cosas que saben
y que a nosotros nos interesan."
Y se optó por esta solución. A empujones los conducen al Ayun-
tamiento.
Pero no a todos. Un grupo de milicianos y milicianas no han que-
dado satisfechos de la infructuosa búsqueda anterior. Separan del grupo
a don Juan Castaño y le obligan a guiarles en su recorrido por los di-
versos locales del colegio.
Primeramente se encaminan a la enfermería. Allí se dividen en dos
grupos. Un par de milicianos permanece junto al detenido; los demás
prosiguen su inspección. Precavidamente advierten a los custodios que
disparen sobre el detenido si llegara a ellos el sonido de algún disparo.
Tan convencidos estaban de que todavía había frailes escondidos en el
colegio.
A solas con los milicianos, don Juan se atreve a dialogar con nno
de ellos.
¿Cómo hacéis esto con nosotros? Los salesianos nos dedicamos
a educar a la juventud pobre; y tal vez nos hayamos sacrificado por vo-
sotros mismos o por alguno de vuestros hijos.
El miliciano acusó el impacto. Y guardó silencio. Esbozó un gesto
de sorpresa y trató de presentar unas disculpas: "Sí, sí... si todos fueran
como ustedes... Pero, de todos modos, el obrero está demasiado explo-
tado... Sólo viven los ricos..."
Seguidamente conducen al salesiano hacia la capilla. Allí había que-
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5.9 Page 49

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dado don Anastasio Crescenci, todavía vestido de sotana (2). Sin pres-
tarle atención, se dirigen a la sacristía.
Uno de ellos se percata de la presencia de don Anastasio y le obli-
ga a ir a la sacristía para que les abra todos los armarios. El sacerdote
les pide permiso para subir a su habitación y vestirse de seglar. No ac-
ceden a su petición. Por el contrario, cogen a los dos salesianos del bra-
zo y los conducen lentamente camino del Ayuntamiento.
En un impulso instintivo y momentáneo deciden llevar a don Juan
a Carabanchel Bajo para acabar con él definitivamente (3).
A duras penas, y debido únicamente a haberse conquistado la con-
fianza de uno de sus custodios, logró don Juan ser llevado también al
Ayuntamiento.
Reanudamos la historia, antes interrumpida, del asalto al colegio,
narrado por la miliciana.
"Afortunadamente, la herida que al disparar contra los salesianos
recibí en el ojo, no revistió gravedad especial. Por eso, me hicieron una
ligera cura, realizada en una de las viviendas cercanas al seminario. In-
mediatamente nos encaminamos de nuevo mis compañeros y yo a la
puerta principal. Estaba ya totalmente abierta.
Entramos. Dentro reinaba el desorden más imponente. Se destroza-
ba cuanto se encontraba.
Junto a la puerta, estaban, los salesianos, detenidos. Alguien pro-
puso llevarlos al Comité. Otros pedíar su inmediato fusilamiento en
los jardines mismos, detrás del edificio.
—"No atrepelléis, dijo uno. No a todos, sino al responsable".
El que así hablaba era un muchacho del mismo Carabanchel.
Luego quisieron prender fuego a la casa con las dos latas de gasoli-
na que les quedaban. Yo les dije que no era conveniente hacerlo, pues
podíamos tener pronto precisión del edificio para montar en él un hos-
pital.
Apoyaba mis razones otro compañero del que yo aseguraría era de
derechas. Tenía él sumo interés en que no se hiciera destrozo alguno.
(2) Don Anastasio había sido el primer director del Seminario, en 1904. Forjador de una legión
de jóvenes salesianos, hoy sacerdotes, que en su escuela aprendieron a amar intensamente a la Con-
gregación, a María Auxiliadora y a Don Bosco. En 1936 estaba encargado del culto en la capilla
del Seminario y promotor de la Archicofradía de María Auxiliadora del pueblo de Carabanchel.
(3) Era táctica corriente que los detenidos fueran ejecutados por personas pertenecientes a
células comunistas de localidades distintas del lugar del asesinato. Así podían las autoridades rojas
alegar, con más facilidad, su ignorancia y sorpresa ante cualquiera que pretendiese inculparlos. Con-
forme a esta maniobra, ambos Carabancheles solían intercambiarse las víctimas.
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5.10 Page 50

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Alegaba que todo era bueno y valía dinero. Que un día no lejano ten-
drían necesidad del edificio para albergar en él a niños necesitados.
Se llamaba este muchacho Juan; no recuerdo el apellido; quizá no
lo supe nunca. Era maestro. Había llegado de Barcelona para hacer
unos cursillos en Madrid. No sé cuándo ni cómo se unió a nosotros en
el Ateneo.
Cuando todos nos agolpábamos en los jardines del Seminario, en má-
xima confusión y escandaloso desorden, él se dirigió solo a la capilla.
¿A qué? Con bastante fundamento podría afirmar que a sumir las
Hostias. Tengo pruebas para creerlo. En otra ocasión y en parecidas
circunstancias hizo lo propio en la iglesia de las Angustias de Madrid.
Llegó al altar mayor, sacó del sagrario el copón y fue tomándose las
formas. Luego se purificó labios y dedos con el agua del vasito que
suele haber junto al tabernáculo. Por cierto, se le acercó en aquel mo-
mento otro miliciano y viéndole ocupado en esta operación, le dijo en
tono burlesco:
—Ahora tendrás mucha fuerza; te has comido muchos dioses.
Y él serenamente respondió:
—Sí, me he puesto las botas.
Expresión ambigua de muy oportuno empleo vulgar; pero no ca-
rente de respeto en aquella coyuntura.
Días más tarde nos fuimos a Toledo. Allí se opuso a que los milicia-
nos se llevaran el tesoro de la Catedral, del que se habían hecho ya car-
go los anarquistas. Quince días permaneció en el lugar, guardándolo.
En 1937 me retiré de los frentes de combate porque pronto iba a
tener una criatura. Estando en mi casa, vino un día Juan a verme. Me
encontró limpiando los cristales. Canturreaba en alta voz unas coplas
que en tiempos pasados aprendí en un convento de monjas y que decían
más o menos así:
"Esperando en la mesa sagrada
ya está pronto el divino manjar,
el Cuerpo de Cristo, que a las almas
en sustento se da".
Al oírme, recriminó mi imprudencia. No estaban los tiempos para
tales canciones de sabor religioso. Luego abrió un paquete y me dijo:
"Mira. Se trata de cosas de iglesia (amitos y corporales) pero no te pre-
ocupes. Al fin y al cabo son para un angelito". Se refería al niño que
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6.1 Page 51

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yo pronto iba a tener. "Cuando se hagan viejos, añadió, los quemas".
Y al marcharse: "Ahora me voy al frente". No le volví a ver ya más.
Este muchacho, que tan claras pruebas daba de ser persona religio-
sa, entró en la capilla del Seminario, como dije, aún antes de que entra-
ran los religiosos conducidos por los milicianos.
Tanta repugnancia le causó la conducta de los asaltantes que, al en-
contrarse conmigo en el pórtico, me dijo: "Vamonos, que aquí no hay
nada que hacer. Estos no tienen serenidad; (quería significar con estas
palabras que carecían de educación) y encaminamos nuestros pasos ha-
cia el jardín.
¡Quién sabe si Dios se valió de él para evitar una profanación!"
4. El éxodo de los aspirantes
Mientras ocurrían estos sucesos, los ciento treinta aspirantes cami-
naban calle arriba, bien custodiados.
La gente los miraba. Unos con mirada de compasión; otros con eno-
jo. Algunas mujeres lloraban de lástima. Tampoco faltó quien gritó a
los milicianos: "No os fiéis de éstos, que también son hombres". Efec-
tivamente; los había desarrollados, muy capaces de infundir sospechas.
Con los muchachos se habían mezclado los profesores trienales don
Virgilio Edreira y don Lorenzo Martín.
El colegio de Santa Bárbara dista muy poco del Seminario Salesia-
no. Estaba destinado para huérfanos de los Cuerpos de Artillería e In-
genieros. Dependía del Ministerio de la Guerra, a través del patronato
del Ejército.
Constituían el alumnado unos sesenta muchachos. La mayoría se
encontraba ya en sus casas, de vacaciones. Ejercía de director del Cen-
tro don Tomás González, Militar retirado por la ley de Azaña. Convivían
con los muchachos algunos profesores, como el Teniente Aceituno, el
Comandante Fajardo y el señor Garma.
El edificio había sido también tiroteado por la mañana. Pero cuan-
do la gente vio ondear en el mástil la bandera tricolor y los asaltan-
tes se entrevistaron con el Coronel, cesó toda violencia y los milicianos
y gente curiosa se alejaron.
Reunieron a los aspirantes en el patio. Uno de los guardianes tomó
la palabra y les arengó convencido de las expresiones que pronunciaba:
—"Ya habéis sido liberados de las manos de esos frailes que os te-
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6.2 Page 52

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nían engañados. La República os hará ciudadanos libres y se cuidará de
vosotros. Se pasará aviso a vuestras familias para que vengan a busca-
ros ".
Durante la charla del improvisado tribuno, un miliciano reparó en
las medallas que pendían visiblemente del cuello de uno de los aspiran-
tes. Inmediatamente le ordena que las arroje al suelo y las pisotee.
Otro compañero le aconseja abrocharse el cuello de la camisa. No ad-
virtió a lo que se exponía contrariando la orden del miliciano. Pero el
guardián no insistió en su demanda; tal vez porque en aquel momento
el democrático orador daba fin a su solemne discurso.
Siguió una forzada y semiapagada ovación, por compromiso y por
consejo de don Virgilio, que pretendía evitar males mayores (4).
Pasaron luego a un patio cubierto. Durante tres meses, este recin-
to serviría de dormitorio, sala de juegos y clases.
Se les confecciona la ficha y se intenta acomodarlos.
A falta de medios para un digno acomodo, se determina trasladar
del Seminario los enseres personales y el equipo de dormitorio. Para
esta labor reclaman la ayuda de los aspirantes más robustos.
Estos muchachos relataron después a sus compañeros lo que esta-
ba sucediendo en el colegio. Las milicias se habían adueñado del local,
dedicándose al bandidaje y a la rapiña. Se buscaban denodadamente las
pretendidas armas; se descerrajaban a tiros las cerraduras de las habita-
ciones. Los cuadros religiosos eran estrellados contra el suelo o cosidos
a balazos; destrozaban la vajilla; tiraban los alimentos de la despensa
so pretexto de que estaban envenenados; pero se bebían ávidamente
el vino de la bodega. Unos pretendían prender fuego a todo; otros in-
tentaban conservarlo.
De los superiores no se sabía nada cierto. Poco después del asalto
había corrido el rumor de que los iban a fusilar...
Hacia la una de la tarde les llevaron un cesto de pan. Un buen rato
después, de la cocina del Seminario, la sopa y el cocido, a medio pre-
parar. La mayor parte se abstuvieron de comer. Unos, por temor a que
la comida estuviese envenenada; la mayoría, porque las emociones vi-
vidas les habían quitado el apetito.
A medida que los ánimos se iban serenando, la pena iba sustitu-
(4) A este improvisado orador le volvieron a ver los aspirantes el 5 de noviembre. El ardoroso
tributo de antaño no vestía ahora mono, ni calzaba alpargatas, ni empuñaba fusil, sino que iba
hecho un señorito. Al ver a los aspirantes, les saludó sonriente, sin decirles nada, y siguió su ca-
mino. (Hernández Tobías: Ms. 575, b, fol. 4.)
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6.3 Page 53

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yendo al miedo. El mismo don Virgilio Edreira lloraba, sentado en un
baúl con la cara entre las manos.
A media tarde, surge de nuevo el tiroteo, tan cercano como a la ma-
ñana. Estaban asaltando el Asilo de Ancianos Desamparados. Quedaba
separado del colegio de Santa Bárbara por una estrecha calle. Desde el
patio se podía ver cómo asaltaban la tapia, se encaramaban a los árbo-
les cautelosamente y disparaban contra el benemérito instituto.
Por los amplios ventanales del salón, ya oscurecido, se apreciaba un
resplandor bastante cercano. La parroquia de Carabanchel Bajo ardía.
Por la noche, después de cenar, uno de los inspectores del colegio
de Santa Bárbara, llamado Basilio, les dirigió unas palabritas que hicie-
ron el efecto de una inyección de optimismo. Les invitó a rezar lo
que tuvieran por norma, pero particularmente y en silencio. Y les
aconsejó que pidieran por España y por sus superiores.
Inmediatamente reinó un profundo silencio. Se percibían claramente
disparos y ráfagas de ametralladoras.
Aquella misma noche, la radio de Madrid lanzaba, la siguiente no-
ticia: "Los niños del colegio salesiáno de Carabanchel Alto han sido
trasladados por la Guardia Civil en perfecto orden al colegio de Santa
Bárbara, en la misma localidad. Sus padres o familiares pueden pasar
a recogerlos".
Al día siguiente, después de la limpieza y antes del desayuno, Basi-
lio les notificó los principales acontecimientos nacionales: La parroquia
del pueblo había sido profanada; el colegio salesiáno convertido en
cuartel de milicias. En Madrid dominaban ellos, "los rojos"; gente ar-
mada dominaba las calles, sin que hubiera nada ni nadie que intentara
siquiera oponerse. Pero en Sevilla, Burgos, Zaragoza, Galicia, había
triunfado el Alzamiento; y de diversas partes se organizaban columnas
hacia Madrid.
El mismo día 21 comenzaron a llegar a la residencia, padres, fami-
liares y paisanos de los muchachos. Les acompañaban algunos milicia-
nos. Entraban al salón, preguntaban a gritos por los requeridos y, sin
dificultad ni formalidad alguna, les dejaban salir. Solamente anotaban
la baja en las listas confeccionadas el día 20.
En una de estas expediciones salieron don Virgilio Edreira, con
el aspirante Federico Cobo; y don Lorenzo Martín, con un pariente
suyo. Desde este momento los aspirantes quedaron huérfanos de toda
autoridad salesiana; muchos, durante toda la guerra.
La primera semana se les antojó eterna a los acogidos. El trato con
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6.4 Page 54

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los huérfanos que habían quedado en el colegio ayudó a la fusión y a la
camaradería.
Desde el patio se divisaban los milicianos y milicianas que se ha-
bían incautado del Seminario. Paseaban por las terrazas marcando el
paso y pugnaban por derribar la estatua del Sagrado Corazón que coro-
naba el edificio.
El verano avanzaba y la vida en Santa Bárbara se iba normalizan-
do.
El Alcalde del pueblo se preocupa de proveer al sustento de los
acogidos. El coronel organiza algunas clases que los aspirantes seguían
con gusto y aprovechamiento. El mismo procura prolongar en los mu-
chachos la educación recibida en el Seminario. Reprendía y amonesta-
ba paternalmente a algunos cuya conducta comenzaba a dejar que de-
sear. .. Y comunicaba a todos sus esperanzas de poderlos devolver n los
Padres, lo mismo que el día que les había recibido.
Pero tenía el enemigo dentro de la casa.
Los ordenanzas del colegio proclaman sus ideas comunistas y preten-
den seguir el ejemplo de sus camaradas: adueñarse de la institución.
Los inspectores, Basilio y Carmelo, con quienes los aspirantes ha-
bían intimado confidencialmente, son detenidos y fusilados por las mi-
licias.
El 3 de octubre es destituido el coronel. A los cuatro días vuelve
al colegio. Pero el día 11 se lo llevan de nuevo, ya definitivamente.
Los ordenanzas forman un Comité presidido por uno de ellos. Se
llamaba Cándido. Hombre funesto para los muchachos.
Inmediatamente comienza la labor destructiva. A la vista de los
jóvenes destrozan las imágenes y ornamentos sagrados de la capilla; y
tratan de intimidar los ánimos con el relato del primitivo plan de asal-
to al Seminario: rodearlo, prenderle fuego por la noche y acabar a ti-
ros con todos los moradores.
Los aspirantes permanecieron en Santa Bárbara hasta el día 5 de
noviembre.
Las tropas nacionales realizaban su avance a la capital sin gran difi-
cultad. El 4 de noviembre se apoderan del aeródromo de Getafe. El
día 6 alcanzan el suburbio de Carabanchel.
Veinticuatro horas antes de ser conquistado Carabanchel, los aspi-
rantes son evacuados a Madrid.
— 63 —

6.5 Page 55

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5. Noche inolvidable
La Comunidad Salesiana marchaba hacia el edificio del Ayunta-
miento. Los custodiaban más de doscientos hombres con armas.
En plena calle, unos desalmados, cuchillos en mano, aparecen im-
provisamente, dispuestos a linchar allí mismo a los detenidos. Los
milicianos impiden la agresión.
Entre una ola de insultos y amenazas entran las víctimas en el Ayun-
tamiento. Momentáneamente se les recluye en una sala del segundo pi-
so. Pequeña, desmantelada, sin una silla para sentarse. Sigue un cacheo
minucioso de sus personas. A don Enrique le encuentran dinero. El
Alcalde se lo devuelve, protestando que ellos no son ladrones. Minu-
tos después, varios hombres armados montan guardia ante los salesia-
nos, apuntándoles severamente con sus fusiles.
En la calle vociferaba la multitud, demandando con insultos y
blasfemias la presencia de los religiosos.
Si bien condenados a observar riguroso silencio, los salesianos po-
dían cruzarse algunas palabras, a hurtadillas y casi imperceptiblemente.
Así aprovecharon para confesarse mutuamente.
Después de veinticuatro horas se les proporciona algo de comida.
Un bocadillo para cada uno y un botijo de agua. Algunos de los más jó-
venes llegaron a pensar que aquellos alimentos podían estar envenena-
dos y se negaron a comerlos. Por otra parte, habían escuchado la con-
versación que los miembros del Comité habían mantenido en la sala
contigua. De ella sacaron la convicción de que aquella misma tarde se-
rían asesinados en la Casa de Campo. Por estos motivos se negaron a
probar bocado.
Don Enrique, a pesar de comprender el estado de ánimo que ago-
biaba a su comunidad, les insta a comer. Si era voluntad del Señor con-
servarles la vida, necesitarían del alimento; si, por el contrario, les lla-
maba a dar testimonio de El, no debían presentarse al martirio privados
de fuerzas.
Don Anastasio, vestido todavía de sotana, continuaba el rezo del
breviario, comenzado en la capilla. Cuando lo advierten los vigilantes,
le arrebatan el libro de las manos y lo arrojan con furia contra el suelo
barbotando: "Esto ya se acabó, tío cura de los diablos".
Seguidamente se forma un Comité en la sala adyacente a la de los
detenidos. Lo preside el Camarada ]ambrina. Durante toda la noche
fueron pasando uno a uno por aquel tribunal popular, para prestar de-
claración.
— 64 —

6.6 Page 56

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Noche triste, de calor sofocante, con continuo peligro de sus vidas.
Sumidos en un angustioso silencio, oían los disparos que se efectuaban
en los alrededores. Ello venía a constituir un nuevo sobresalto. La ca-
rencia de todo mueble en que poder apoyarse hace más penosa la si-
tuación. Se hallan rendidos de cansancio frente a los fusiles de sus guar-
dianes.
A media tarde del día siguiente son conducidos a la escuela del pue-
blo. Era un edificio de una sola planta, a espaldas de la iglesia parro-
quial (5).
Entre dos filas de milicianos atraviesan la plaza. Durante todo el
trayecto les jalean voces amenazadoras, con insultos soeces y ademanes
de puño en alto.
Las invectivas más frecuentes y groseras recaen sobre don Enrique
y los otros más conocidos en el pueblo por su cargo *> antigüedad.
Al coadjutor don Juan Codera le arrancan de las manos el rosario y le
dan un fuerte empujón que casi le derriba.
Por fin, en la escuela pueden descansar. Algunos, incluso, logran
conciliar el sueño.
El edificio escolar se constituye en adelante en prisión improvisada.
Pero continúan los sobresaltos. Inesperadamente entradas y salidas de
milicianos armados; insultos, denuestos y amenazas; hasta amagos de fu-
silamiento. Ni faltó un espía que se fingió un detenido más. Pero no
logró engañar la buena fe de los encarcelados.
La escuela quedó consagrada cárcel. Nuevos inquilinos vienen a
compartir con la comunidad salesiana el duro suelo de la prisión. Se
les unió el párroco de Carabanchel Bajo. En un rasgo de optimismo e
ingenuo humor, este sacerdote concertó con don Enrique celebrar jun-
tos una gran fiesta, si se veían libres de aquel peligro. Dios tenía reser-
vado para ambos el regalo del martirio.
Otras veinte personas ingresaron en la escuela. Entre ellas siete
sacerdotes seculares y algunos religiosos agustinos.
El breve tiempo que la comunidad estuvo recluida en el edificio
escolar no estuvo exento de momentos trágicos, como el siguiente.
Irrumpieron unos milicianos en la sala. Buscaban -a un joven dete-
nido. Le obligan a acompañarles entre amenazas. A la puerta de la es-
cuela está dispuesto un coche. Le invitan a subir. Casi no había colo-
cado su pie derecho en el estribo, cuando empezaron a descargar golpes
sobre él, acuchillándole a bayonetazos.
(5() En la actualidad a la antigua escuela ha sustituido una churrería.
— 65 —
5.—

6.7 Page 57

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Esta escena, presenciada por el coadjutor salesiano señor Ismael,
trastornó su juicio. En un frenesí de locura comienza a dar voces, que-
riendo huir a toda costa de aquel lugar. Fue preciso sujetarle fuerte-
mente para evitar que se produjera una peligrosa situación. Poco hubie-
ra costado a los guardianes disparar sobre todo el grupo.
Durante la noche, y al día siguiente ni un solo instante abandonó
don Enrique al señor Ismael.
Todos los testigos supervivientes de la guerra, recuerdan este suce-
so como uno de los más tristes de aquella gran aventura de su prisión
en la escuela de Carabanchel.
Fuera, la muchedumbre se hacía más densa. El jefe del Comité no
sabe qué actitud tomar. Se pide a gritos la muerte de los detenidos. El
no se atreve a concederla; le parece una monstruosidad. ¿No sería su-
ficiente ofrecer una víctima al frenético pueblo que se amotinaba? Ex-
pone su idea a los demás jerifaltes del Comité. Hasta los salesianos lle-
gan con claridad las palabras de la conversación.
Uno de los sacerdotes de la comunidad se presentó a don Enrique,
dispuesto a sacrificarse por todos. No accedió a la demanda el Director.
"Yo he de ser la víctima", contestó. "Al morir, pienso dirigir a mis
verdugos tan sólo estas palabras: "Yo os perdono a todos. Doy mi vi-
da por el triunfo de Cristo".
La permanencia de los salesianos en los locales de la escuela duró
desde la tarde del martes, día 21, hasta la tarde del jueves, día 23.
El 21 les repartieron una cena demasiado frugal, y pasaron la no-
che en los bancos de la clase. Al día siguiente, miércoles, les sirvieron
un poco de café como desayuno. Uno de los guardias les dijo que pro-
bablemente deberían comparecer ante un tribunal.
El día 23 permitieron a don Anastasio vestirse de paisano.
Don Enrique le compró un traje.
Cuatro días llevaban de continuo sobresalto. Y el director, aten-
diendo a las necesidades de su comunidad, suplicó a los milicianos que
les trajeran unos colchones desde el colegio, para poder relajar un tan-
to los miembros doloridos.
Los vigilantes pertenecían casi todos al mismo Carabanchel; y eran
conocidos de los salesianos por haber pertenecido al Oratorio Festivo.
Accedieron a la demanda y les proporcionaron diez colchones. Aquella
noche se la prometían descansada.
No habían sacado todavía gusto a las colchonetas, cuando un voce-
río imponente les despertó con sobresalto. Cuatro descamisados pene-
— 66 —

6.8 Page 58

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tran en la sala, fusil en mano. Otros muchos esperaban fuera. Pretendían
sustituir a toda costa a los vigilantes. Así llevarían más fácilmente a
término, a placer y sin estorbo, su inicuo proyecto. Pero los guardia-
nes de la cárcel se negaron a salir, sin previa orden escrita del Alcalde.
Despechados los asaltantes, por no lograr su intento, cargan con los
colchones, condenando otra vez a los desdichados prisioneros a su an-
tigua suerte: "No vais a necesitar ya los colchones; dormid sobre l'i ta-
rima el poco tiempo que os queda de vida".
Hacen un recuento de presos y se alejan, jurando que volarían con
dinamita la escuela; y si era preciso, todo Carabanchel, si al día siguien-
te no les habían liquidado.
6. «No tengan miedo, soy hermano de un jesuíta»
Hacia las cinco de la tarde del mismo día, tres camionetas, una
grande y dos pequeñas, se detenían ante la puerta de la improvisada pri-
sión. El ruido de sus motores alarmó a los detenidos. Sintieron correr
por todo su cuerpo el frío de la muerte; creían llegada la hora supre-
ma de su sacrificio.
Sin embargo, al conocer su procedencia respiraron tranquilos. La
Dirección General de Seguridad acudía en su ayuda. Venía al frente
del reducido convoy un teniente de Asalto.
Irrumpe de improviso y furiosamente en la sala y grita desaforada-
mente: "Estos frailes, que salgan; que les vamos a arreglar las cuen-
tas". Simulacro de fobia clerical, con el fin de sacarlos de aquel lugar
lo antes y lo más fácilmente posible. Inmediatamente un comunista,
antiguo alumno del colegio, se acerca a don Félix González y le dice:
"Puede estar seguro de que si hubiéramos encontrado armas en el co-
legio, usted sería el primero en morir con ésta (y le mostraba la pisto-
la que tenía en la mano). Para buscarlas hemos recorrido la casa entera
y hasta bajado al fondo del pozo de la noria. Pero como no hemos en-
contrado, al enterarnos que venían los del Bajo a matarles, hemos llama-
do a los Guardias para que les defendiesen. No queremos nosotros ser
responsables de su muerte".
El teniente jefe de la expedición, acercándose también a don En-
rique, le tranquilizó: "Padre, soy hermano de un jesuíta: no tengan
miedo. Pero dense prisa, que ya suben las milicias para matarles. ;A-
prisa! ¡Ahora mismo a los coches!"
— 67 —

6.9 Page 59

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Las tres camionetas quedaron ocupadas. Los detenidos se colocaron
en el centro. Los flancos estaban defendidos por los guardias, enfilando
el cañón de sus fusiles hacia la calle.
La plaza, en aquellos momentos, era un hervidero de gente exalta-
da. En derredor de la escuela se agolpaba el grueso de la multitud, aún
más amenazante. De todos los lados surgían voces increpantes: "¡Mue-
ran los traidores! ¡Que se llevan a los frailes! ¡No os los dejéis esca-
par! ¡Disparad sobre los coches! ¡Que también los guardias son fas-
cistas!"
El Teniente intentaba acallar las voces, gritando más que ellos:
"Los llevamos a la Dirección General de Seguridad, a declarar. Son
órdenes del Ministerio. Dentro de una hora los tendréis de nuevo aquí
para que les impongáis la pena que se merecen. Son frailes y saben
muchas cosas. Es menester que declaren. Tengo que llevármelos. Res-
pondo de ellos con mi cabeza".
La resistencia que la chusma oponía a la partida de los coches, más
que tenaz era brutal. Y es que el Comité rojo había ya decidido cele-
brar juicio sumarísimo. públicamente en la misma plaza, encartando
en él a los salesianos detenidos. Actuarían como jueces capitostes rojos
de Carabanchel, Matadero y Puente de Toledo, que estaban a punto de
llegar. Tras el espectacular juicio, la voz del pueblo dictaría la senten-
cia que sería inmediatamente ejecutada.
Con esfuerzo sobrehumano los coches lograron arrancar. Sobre sus
ocupantes cayeron sin interrupción insultos y amenazas con puños en
alto y las más horribles blasfemias.
A los cinco minutos unos milicianos les obligan a parar.
Baja rápido el teniente, pistola en mano. Los demás guardias, des-
de las camionetas, dirigen al grupo sus fusiles: " Dejadnos pasar, gri-
taba el teniente; tenemos orden del Ministerio. Dentro de unas horas
los tendréis entre vosotros".
Estas paradas forzosas se repitieron hasta siete veces antes de lle-
gar al puente de Toledo.
— 68 —

6.10 Page 60

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7. En la Dirección General de Seguridad
No nos ha sido posible descubrir la causa de la providencial inter-
vención de los Guardias de Asalto a favor de la comunidad de Caraban-
chel en tan desesperada situación (6).
Sin querer destacar la probabilidad de las afirmaciones hechas por
el miliciano antiguo alumno a don Félix González en la escuela, encon-
tramos posible la explicación que nos da del hecho don Anastasio Cres-
cenzi.
Parece ser que, al salir don Virgilio Edreira del colegio de Santa
Bárbara, se dirigió a la embajada de Italia. Allí expuso los peligros que
corrían los salesianos, entre ellos dos de nacionalidad italiana. Cree-
mos que el cónsul interpuso ante las autoridades rojas su influencia y
valimiento.
Gracias a esto, llegaban los detenidos a las puertas de la Dirección
General de Seguridad.
Ya dentro, todos se creyeron definitivamente seguros. "Ya ve, Pa-
dre, se despidió el Teniente de don Enrique, que no todos los guardias
de Asalto son tan malos como los pintan. Voy a intentar hacer con otros
lo que he hecho con ustedes. Recen por mí".
Eran las nueve de la tarde. Les tomaron filiación, cenaron y se sin-
tieron más sosegados.
El Director General de Seguridad, por deferencia, no permitió que
fueran encerrados en los calabozos, ya por otra parte abarrotados. Así
pudieron pernoctar en el patio interior. Incluso dispusieron de una pe-
queña habitación para descansar.
Llegó la media noche de aquel accidentado jueves.
"A la hora precisa, observa don Anastasio Crescenzi, en que co-
menzaba para los salesianos un día distinto de todos los demás, el 24
dedicado a su Virgen Auxiliadora, uno de los jefes dé guardia leyó en
voz alta una lista. En ella estaban incluidos todos los salesianos. Lec-
tura que terminó con el feliz anuncio: "Quedan en libertad" (7).
(6) Obra en nuestro archivo el comunicado auténtico de la Dirección General de Seguridad al
Alcalde de Carabanchel Alto, que dice textualmente: "Con referencia a su alto, escrito, fecha de
hoy, relacionado con la detención de veintiocho frailes, participo a usted que los expresados indi-
viduos no deben ser entregados sino en virtud de orden escrita del Sr. Gobernador Civil o del
Director General de Seguridad. Madrid, 23 de julio de 1936. El Director General (firma ininteli-
gible). Hay un sello: "Dirección General de Seguridad. Registro salida, n.° 50.484". Sr. Alcalde
Presidente del Ayuntamiento de Carabanchel Alto - Madrid." (Ms. 685.)
(7) Orden de libertad que obra en la Dirección General de Seguridad: "Por orden del Alcalde
de Carabanchel, fueron detenidos los salesianos y llevados a la Dirección por el Teniente de Asal-
to Sr. Juan Vidal Pons. Se les puso en libertad por no encontrar delito."
— 69 —

7 Pages 61-70

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7.1 Page 61

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Sin embargo, resultaba peligroso pisar la calle durante la noche. Y
más con destino incierto. El Director General de Seguridad había de-
jado encargo a sus subalternos de que no dejaran salir a nadie hasta que
él regresara a la mañana siguiente.
Así se cumplió. El día 24 por la mañana, todos los salesianos de
Carabanchel, uno a uno, fueron saliendo en libertad. Les había prece-
dido su director para buscarles un refugio acogedor y seguro.
8. En la pensión Loyola
Al amanecer del día 24, doña Tarsila Flores, esposa del señor Ar-
conada, guardia de Seguridad, se presentó en la Dirección General con
su hijo Manolo, en busca de don Enrique (8).
Juntos se dirigieron a la pensión Loyola, en la calle Montera, nú-
mero 10. La dueña, doña Avelina del Hierro, recibió con exquisita ca-
ridad al director, y más tarde a los dieciocho salesianos, dos aspirantes
y un empleado. Todos de la casa de Carabanchel, menos el empleado
que pertenecía a la de Atocha. Mientras las cocineras preparaban la co-
mida hicieron todos juntos la meditación. Más tarde, se instalaron en
las habitaciones, como pudieron. Algunos tuvieron que dormir en el
suelo.
Unos días más tarde, don Enrique les habló así: "El Señor nos ha
querido mucho y ha permitido que lleguemos hasta aquí. Pero desco-
nocemos lo que han de durar las presentes circunstancias. Además, al
ser tantos, nos presentamos al descubierto del enemigo. Por lo tanto,
concedo permiso a todos aquellos que tengan familiares en Madrid para
que se acojan a su hospitalidad. Los demás quedarán aquí conmigo".
Don Anastasio Crescenzi y don Ángel Cantamesa se dirigieron a la
Embajada italiana, donde se les recibió cordialmente. Se encontraron
con más de doscientos refugiados de su misma nacionalidad.
Poco después se les unía don Alejandro Battaini, director del cole-
gio de Paseo de Extremadura.
El día 6 de agosto, un barco zarpaba desde el puerto de Valencia
con dirección a Genova. Hicieron la travesía felizmente, bajo la ban-
dera de su país. Más tarde se entrevistaron con los superiores mayores
de Turín, que les esperaban con ansiosa inquietud.
(8) Don Manuel Arconada era antiguo alumno de don Enrique, a quien le unían vínculos de
sincera amistad y correspondencia.
— 70 —

7.2 Page 62

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Los demás componentes de la comunidad fueron repartiéndose por
la capital y sus alrededores. Quedaron con don Enrique seis salesianos,
dos aspirantes y otros dos empleados (9).
Resultaba sumamente expuesto carecer de documentación en aque-
llas aciagas circunstancias. Ello les movió a procurarse con rapidez cé-
dulas personales. Ofrecían éstas muy poca defensa; pero era lo único
que se podía conseguir por el momento. Al correr de los días, otros
componentes de la dispersa comunidad, se hicieron con carnets de los
diversos partidos políticos de las izquierdas, mediante influencias de
amistades. Las cédulas personales disimulaban la condición religiosa
o sacerdotal de los portadores. En ellas figuraban como profesores, es-
tudiantes o artesanos.
El día 28 de julio deparó un serio sobresalto a los moradores ce la
pensión Loyola. La policía dio con ellos. Un grupo de milicianos y mili-
cianas de la U.G.T., del radio de Chamberí, penetró en la pensión. To-
dos quedaron detenidos, menos don Maximino Gallego, a quien una
oportuna enfermedad le retuvo en el lecho.
Sobre la mesa de su habitación había dejado don Enrique un es-
crito con el historial de los acontecimientos vividos por él y los suyos
desde el asalto a la casa de Carabanchel. Los milicianos se lanzaron
ávidamente sobre los papeles. Los leyeron. Ni una palabra contra sus
perseguidores. "Pues no nos tratan mal", comentaron.
Dos coches esperaban en la calle. A poco, la caravana enfilaba ha-
cia la puerta del Sol. Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, un frena-
zo. Se había terminado la gasolina de uno de los coches. Ante él, ro-
deándolo, un remolino de gente armada y de público curioso.
—¿Quiénes son éstos? —preguntó alguien.
—Son los mismos que iban disparando ayer desde un mercedes ver-
de, se le ocurrió afirmar a otro. Y en mala hora. A renglón seguido un
tercero sentenció:
—Pues a éstos se les liquida aquí mismo.
El griterío que siguió a estas palabras cortó el aliento de los dete-
nidos, que inmóviles en el coche esperaban el fin de la aventura.
Un coche vacío frenó en aquel instante allí cerca. Recogió a los pri-
(9) Fueron éstos: don Juan Castaño, don Maximino Gallego, don Juan Codera, don Carmelo
Pérez, don Manuel Borrajo y don Pedro Artolozaga; los aspirantes, don Tomás Gil de la Cal y don
Higinio Mata; el empleado don Juan Mata, primo del anterior, y otro criado que más tarde ocasio-
naría no leves molestias al director.
— 71 —

7.3 Page 63

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sioneros y los condujo a la Dirección General de Seguridad. Permanecie-
ron en ella dos días.
"Ya estuvieron aquí hace poco —se dijeron los agentes—; ¿para
qué encerrarlos, si ya les concedimos la libertad?"
Y los despidieron (10).
La comunidad de Carabanchel fue la que más bajas sufrió durante
la persecución religiosa. De los nueve miembros que permanecieron
con su director en la pensión de Loyola, siete sufrieron martirio (11).
La misma suerte corrieron otros, acogidos a la hospitalidad de familiares
o personas de orden (12). A todos siguió su director.
La estadística arroja una cifra descorazonados.
9. El seminario
El Seminario de Carabanchel, en poder de los asaltantes, quedó des-
tinado a Cuartel de Milicias. Más tarde se destinó a depósito de muebles
de los vecinos del mismo pueblo.
La casa fue totalmente desmantelada. La huerta y los jardines que-
daron arrasados. Únicamente se salvó parte de la biblioteca.
Ya en poder de los nacionales, volvió a ser residencia de religiosos
y cuartel del Ejército (13).
(10) Existe una ficha en el Archivo Central de la Dirección General de Seguridad, 11.848-73,
en la que consta la filiación completa de los detenidos.y que termina así: "Presentados por los
agentes don Tomás Rumbo Sánchez y don Fidel González Mayoral, a requerimiento de las milicias
del Radio Chamberí, por ser religiosos."
Otra semejante obra en Causa General del Ministerio de Justicia, Estado, Letra A, Relac. nú-
mero 22, y núm. 45 de la relación.
(11) Don Juan Codera, don Carmelo Pérez, don Manuel Borrajo, don Pedro Artolozaga, don
Tomás Gil de la Cal, don Higinio Mata y don Juan Mata.
(12) Don Félix González, catequista; don Teódulo González, teólogo; don Virgilio Edreira, clé-
rigo trienal; don Pablo Gracia, coadjutor y don Federico Cobo, aspirante.
Los martirios de todos ellos pueden verse en el apartado respectivo de esta obra.
(13) Informe de la Congregación Salesiana elevado al Ministerio de Justicia. (Ms. 1.054, fol. 2-3.)
— 72 —

7.4 Page 64

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3* Oratorio
de San Juan Kantista
Estrecho - Cuatro Caminos
1. Los sucesos de mayo
Quienes conocieron el Madrid de los años treinta, bien saben que
la barriada de Estrecho pertenecía a los arrabales de la ciudad. Predo-
minaba en ella el elemento obrero, terreno abonado para las ideas re-
volucionarias.
Se fundó la casa salesiana en 1922, en la calle Francos Rodríguez,
bajo la advocación de "Oratorio San Juan Bautista". Su principal acti-
vidad eran las Escuelas Elementales y el Oratorio festivo.
Su iglesia, abierta al público, promovió entre los fieles del barrio la
devoción a María Auxiliadora, que dio como resultado la fundación de
la floreciente Archicofradía. La asociación de Antiguos Alumnos desa-
rrollaba una brillante y laboriosa actividad.
Desde la proclamación de la República no se podía vivir tranquilo.
Los acontecimientos de mayo de 1936, prendieron con fuerte vi-
rulencia en estos barrios suburbanos. El bulo de los caramelos envene-
nados arraigó en el ánimo de los vecinos; y crédulos a los infundios
y patrañas, se desataron en excesos y demesuras.
El colegio era objeto de frecuentes muestras de hostilidad por parte
del pueblo. Grupos de centenares de jóvenes de ambos sexos pulula-
ban todas las tardes por los alrededores gritando frenéticamente: " ¡No
queremos frailes, queremos maestros!" Eran manifestaciones organi-
zadas por el centro Comunista de la calle Goiri, con el fin de ame-
drentar e impacientar a los religiosos y lograr así que abandonaran su
labor docente (1).
En la fiesta del Director, como es costumbre en nuestros colegios,
se habían repartido caramelos a los alumnos. Ya de noche, dos de los
maestros regresaban a sus casas. Alguien delató que procedían de los
salesianos. La multitud se avalanza sobre ellos. Indefensos y sorprendi-
(1) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3.
— 73 —

7.5 Page 65

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dos se dejaron registrar. Unos caramelos encontrados en sus bolsillos
sirven de delito para que los maestros caigan bajo los golpes y empe-
llones de la turba. Puñadas, patadas y porrazos llovían sobre ellos. Pro-
videncialmente una brigada de Asalto pasaba por allí. Su oportuna in-
tervención libró a los maestros de las manos de los exaltados, y les con-
dujeron al hospital para ser atendidos. Sus rostros se encontraban to-
talmente desfigurados (2).
Las furias de las masas sin control llegó al paroxismo en estos ba-
rrios. Turbas, obedientes a consignas revolucionarias, se lanzan sobre
•iglesias, conventos y escuelas católicas y arrasan a sangre y fuego todo
cuanto sonaba a religioso: la parroquia de los Angeles, las escuelas del
Ave María, el colegio de las Salesianas de Villaamil alumbraban con
siniestras llamas el ir y venir de la plebe enfurecida.
Nuestro colegio de San Juan Bautista se libró providencialmente
del incendio.
"A eso de las diez de la mañana —historia don Alejandro Vicente,
entonces director del centro— un amigo del colegio, corredor de comer-
cio, me comunicó que por las fábricas se daba a los obreros la consigna
de concentrarse en Cuatro Caminos. Me puse al habla con la Dirección
General de Seguridad; pero no me hicieron caso. Insistí otras veces,
con idéntico resultado. Finalmente se disculparon alegando que, por
órdenes superiores, no podían salir hasta las tres de la tarde.
En vista del fracaso de la fuerza de Seguridad, llamé a la Guardia
Civil, quienes destacaron una pareja. A las once comenzó a arder la
parroquia; acto seguido las salesianas de Villaamil. La chusma se diri-
gía a nuestro colegio. Al asomarse a las tapias y ver a los guardias,
soltaron una barabúnda de imprecaciones e insultos contra la fuerza
gubernamental. Estos comunicaron al cuartel su apurada situación. Al
poco rato se destacó un escuadrón de caballería, que protegió también
a las salesianas, víctimas de los atropellos de las hordas descontrola-
das (3)."
2. El asalto al colegio
A mediados de julio Madrid ya vive en continuo sobresalto.
Desde las primeras horas del viernes día 17, en los arrabales urba-
(2) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1.
(3) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1-2. Véase también la parte dedicada a las Salesianas
en esta obra.
— 74 —

7.6 Page 66

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nos de Cuatro Caminos y en Tetuán de las Victorias, tropeles de muje-
res desgreñadas salen a la calle gritando: "¡Tenemos hambre!", y asal-
tan furiosamente algunas tahonas y tiendas de comestibles (4).
Al anochecer, arriba a la glorieta de Cuatro Caminos un camión
cargado de fusiles. Nadie sabe de dónde procede. El camión es asalta-
do y en un abrir y cerrar de ojos la chusma se reparte la carga. Inme-
diatamente recorren la barriada, fusil en mano, grandes grupos que des-
piertan la admiración y la envidia en unos, y el recelo y pavor en otros,
que presienten el espantoso drama que se avecina. Por las calles bulle
un gentío áspero y bronco que se agolpa a las puertas de la Casa del
Pueblo y de los Sindicatos Marxistas. Es una noche de alarma general.
A la mañana siguiente se verá incrementada esta anarquía callejera
con la entrega de armas al pueblo (5).
La noche del día 18 la pasaron los salesianos en vela, en el patio,
al enterarse que en uno de los Sindicatos cercanos estaban suministran-
do armas (6).
Amaneció el día 19, domingo. La única iglesia abierta al culto desde
Cuatro Caminos para arriba era la del colegio salesiano. Alguien insinuó
a don Alejandro no abrirla, ya que las demás estaban cerradas. "Abra-
mos —contestó—. No me gustaría que si alguno quiere venir a oir
misa tuviera que marcharse. No vamos a parecer nosotros más cobardes
que los mismos fieles". Lo cierto es que la iglesia se frecuentó como
los demás domingos. Al finalizar la última misa, se cerró. Quedaron en
el centro algunos antiguos alumnos y padres de familia (7).
A la hora acostumbrada fueron los salesianos a comer. La radio
comunicaba disposiciones gubernamentales. Manuel Larrañaga, enton-
ces clérigo trienal, servía a la mesa. En varias ocasiones tomó bromas
a la comunidad con la noticia del asalto. Nadie le prestaba atención
y tributaban a sus ingeniosidades el honor de una sonrisa; el ambiente
no estaba para más. Una de las veces insistió en que de verdad se en-
contraban allí los milicianos. Nadie le creía. Pero una descarga cerrada
contra el edificio rubricó la aseveración del clérigo (8).
Unos cincuenta individuos malencarados habían violentado la puerta
de hierro del patio. Los disparos se habían dirigido contra el local de
(4) Arrarás Joaquín: o. c., vol. IV, t. 17, pág. 380.
(5) Ibid., págs. 410-411.
(6) Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 1.
(7) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3.
(8) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3; Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1; Echeverría Francisco:
Ms. 800, fol. 1; Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 1.
— 75 —

7.7 Page 67

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Antiguos Alumnos, donde algunos conversaban tranquilos y confia-
dos (9).
En el comedor reina el desorden, y se produce la desbandada gene-
ral. Unos se apresuran a vestirse de paisano en sus habitaciones; otros
se despojan de la sotana y la abandonan allí mismo, corriendo a refu-
giarse donde se pueda (10).
Las pesquisas de los milicianos no se hicieron esperar. El grueso de
la comunidad fue localizada en poco tiempo. El clérigo Larrañaga in-
tentó la evasión saltando la tapia del patio; pero fue amenazado de
muerte si lo llevaba a efecto. Don Luis Cutillas y don Sabino Hernán-
dez permanecieron en sus habitaciones (11).
Con las manos en alto fueron empujados al patio y colocados en
fila cara a la tapia de la portería. Mientras eran cacheados, don Antonio
García de Vinuesa, con llaves en la mano, se ofreció a los milicianos
para el registro de la casa, en busca de las imaginarias armas y riquezas.
Recorrieron la iglesia, los coros, las clases, las habitaciones. Todas las
dependencias fueron objeto de un minucioso registro (12).
La presencia de los milicianos se hizo notar en la habitación del
Director, contigua a la de don Luis Cutillas. Don Luis teme una re-
presalia si le encuentran escondido; abre decididamente la puerta de
su habitación, y se entrega. Sorprendidos, le dan el alto. Al levantar
las manos, le cachean. Se reparten las pesetas que el director le había
entregado para posibles necesidades, le empujan al patio, y le agregan
al grupo de registro.
Otro grupo continuaba la batida por los cuartos. En su habitación
encuentran a don Sabino, que aún no se había despojado de la sotana
y le apremiaron a incorporarse con los detenidos en el patio (13).
Revolvieron los lugares más recónditos del edificio. Viendo fallidas
sus pesquisas y despechados por el descalabro, en los sótanos del esce-
nario apostrofaron a los salesianos: "Si no aparecen las armas que te-
néis aquí guardadas, dentro de cinco minutos moriréis". La insinuación
de que el único poseedor de armas tal vez fuera el portero, que había
obtenido la licencia, llevó sus pasos a la portería. Al subir el foso del
(9) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 1.
(10) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3; Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1; Larrañaga Manuel.
Ms. 896, fol. 1.
(11) Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3.
(12) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3; Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1; Larrañaga Manuel:
Ms. 896, fol. 1.
(13) Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 3.
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7.8 Page 68

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escenario, un empleado de Metro se avalanzó sobre don Luis con in-
tención de estrangularle; pero lo impidió tajantemente uno de los mili-
cianos. Una vez en el patio, camino de la portería, ven con sorpresa
que una parte de la tapia opuesta a Francos Rodríguez, había sido de-
rribada. Por entre las ruinas pululaban mujeres gruñendo, refrenadas
por un dique eficaz de milicianos que obstaculizaban su acceso al edi-
ficio (14).
Los detenidos en el patio, después del cacheo personal, permane-
cieron alineados, recibiendo los improperios de la chusma y las ame-
nazas de los milicianos. Desde la torre y azoteas salían disparos sin
blanco determinado. Se traslucía una gran indecisión en los milicianos,
quizá por miedo a ser agredidos por la espalda. Menudeaban los vitu-
perios a los religiosos, entreverados con el requerimiento de las armas.
3. A la Dirección General de Seguridad
En esta situación hicieron su aparición dos guardias de Asalto. Uno
de ellos tenía sus niños en el colegio. Su llegada fue tan fortuita como
providencial. Casualmente cruzaban por la calle; al oír el griterío de
la chusma y el tiroteo de los milicianos entraron por ver qué sucedía.
Se encaran con los guardianes y logran imponerse a sus propósitos:
"¿Qué vais a hacer? ¿No veis que no existe ninguna orden contra ellos?
Es necesario llevarles a la Comisaría" (15).
De dos en dos, con las manos en alto, fueron saliendo del colegio.
Al llegar al cruce de Estrecho, la turba enfurecida reventó: "¡Bandidos,
bandidos! ¡Matadlos!". A pesar del cerrojo miliciano protector, sufrie-
ron vejámenes fortuitos, pero certeros, de la gente. A don Francisco
Alonso le rompieron las gafas y le arañaron; a don Francisco Echeve-
rría, un obrero y un empleado de Metro le propinaron un puñetazo y un
puntapié en la cintura; al sacristán le trizaron la dentadura postiza; a
don Salvador Fernández un miliciano, de un culatazo, le destrozó las
gafas y le ensangrentó la cara.
Aprovechando aquella confusión, el clérigo Larrañaga logró esca-
bullirse; se mezcló entre la gente y permaneció observando la escena
desde lejos (16).
(14) Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1.
(15) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 4.
(16) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 4; Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 1; Cutillas Luis:
Ms. 791, fol. 1 v.°; Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 1.
—— 77 ——

7.9 Page 69

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Pasado Estrecho, lograron alcanzar la calle de Juan de Olías, donde
fueron internados en la Comisaría del Distrito (17). Allí se sucedieron
los interrogatorios y las acusaciones.
Trascurridas alrededor de cuatro horas de angustia, los trasladaron
a la Dirección General. Puesta en claro su actitud inocente, ya de no-
che, les dejaron en libertad (18).
Una vez en el mundo de la calle, lograron albergarse en domicilios
particulares, señalados de antemano.
4. Incautación del colegio
En el colegio había permanecido todavía don Luis Cutillas, dando
fin al registro requisitorio de armas. Malogrado el intento de los mili-
cianos, le conducen al Círculo de Juventudes Socialistas, contiguo a la
iglesia del colegio. En el salón del Círculo, atestado de hombres, le so-
meten a juicio. Subió don Luis al estrado. Dos jóvenes socialistas se
arrojan sobre él y le golpean, protestando mientras señalaban sendas
cicatrices en sus rostros: "Ahora vais a pagar lo que nos habéis hecho
sufrir en octubre del 33". Un asustadizo mutismo cubrió sus labios;
sólo poco después el padre Cutillas pudo excusarse: "Yo no he inter-
venido en nada. Nos dedicamos a la enseñanza de los niños pobres de
la barriada". El de más autoridad atajó: "Bueno, se hará lo que diga el
Comité. Si él ordena que te matemos, aquí mismo te damos la muerte".
Salieron todos para consultar al Comité. Don Luis permaneció cus-
todiado y prendido de las sarcásticas bromas de un miliciano. "No te
muevas —barbotaba—, que voy a ver si hago blanco en tu cabeza".
Mientras el guardián, entre burlas y amenazas, insistía en la declaración
de armas y dinero, entró otro, malencarado, vestido con mono y ar-
mado de pistola.
(17) Esta comisaría estaba situada en el número 15 de la calle de ese nombre, frente al colegio
de Nuestra Señora de Guadalupe.
En la actualidad se encuentra trasformada en garaje-pensión, con el título de "Garaje-Pensión
FALFES", edificio de línea moderna y de varios pisos con jardín de entrada.
Distaba de nuestro colegio unos doscientos metros. Según descripción de personas que se encuen-
tran en el garaje-pensión, el edificio actual no corresponde al primitivo de la comisaría. Esta con-
taba con planta y piso, en donde se encontraban las oficinas. Tenía un pequeño sótano con reja,
que servía de prisión o colabozo provisional; y todo el edificio se presentaba rodeado de un jar-
dincillo con seto.
(18) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 5; Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 1.
—— 78 ——

7.10 Page 70

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—¿Qué haces aquí? —abordó tajante al miliciano guardián.
—Custodiando a este fraile.
—Déjame que le pegue un tiro.
—No, aquí se hará lo que el Comité nos diga, —zanjó el vigi-
lante.
Volvieron los consultores del Comité, otorgándole carta de libertad.-
Para evitar la saña de las turbas, ellos mismos le procuraron un taxi.
A petición del propio don Luis, le dejan en la estación de metro
de Ríos Rosas. La despedida del acompañante fue cortés (19).
Inmediatamente, el colegio quedó transformado en cuartel del llama-
do 5.° Regimiento. De él salieron, en las primeras jornadas de guerra,
la Compañía de Acero y los batallones Pasionaria y Thaelmann camino
de la sierra.
La iglesia se transformó en teatro proletario. Se construyó una platea
alta desde el coro hasta la mitad de la iglesia, un escenario en el lugar
del altar mayor y sendos palcos en los laterales.
El salón de actos quedó habilitado para dormitorio.
Toda la casa y el patio se vieron repletos de chatarra (20).
(19) Cutillas Luis: Ms. 791, fol. 1 v.° - 2.
(20) Arrarás Joaquín: o. c., vol. IV, t. 18, pág. 604. Informe de la Congregación Salesiana
elevado al Ministerio de Justicia. (Ms. 1.054, fol. 2.)
— 79 —

8 Pages 71-80

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8.1 Page 71

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4. Colegio
de San Miguel Arcángel
de Extremadura
1. Síntomas de revolución
Otra de nuestras casas de Madrid que sufrió los desbarajustes his-
tóricos de aquellos años fue el colegio del Paseo de Extremadura.
Se halla enclavado en el número 11 de la calle que lleva el nombre
del famoso arquitecto abulense Repullés y Vargas. Goza el colegio de
una vista privilegiada de Madrid, gracias a su situación, en un barrio de
las afueras de la capital, considerado entonces como suburbano.
Su construcción en forma de "L" abarca una porción de terreno, el
patio de recreo, que en su extremo se abre en un profundo terraplén.
Tras una breve caída vertiginosa, su cuesta desciende suavemente hasta
la pequeña planicie del río madrileño.
Desde el año 1926, se venía prodigando allí con gran competen-
cia la Enseñanza Elemental y Secundaria. Los domingos y fiestas, a los
alumnos que frecuentaban las clases, se sumaban otra multitud de niños
y jovencitos que gustaban de jugar y corretear por los patios. Además
de las distracciones propias de un día festivo, encontraban allí la oportu-
nidad de recibir la conveniente instrucción religiosa con la labor del
Oratorio Festivo.
Durante los meses que precedieron al Movimiento, cuando en Ma-
drid se fraguaba el magma incandescente que había de erupcionar el 18
de Julio, los salesianos habían observado ya una inquietud alarmante en
todo aquel barrio.
Desde las elecciones de febrero, las autoridades habían destacado
una pareja de la Guardia Civil para la defensa del edificio y sus mora-
dores, contra inesperados desmanes de las hordas. Los dos guardias co-
mían y cenaban en el colegio.
De la calle provenían denuestos de gentes arremolinadas que grita-
ban: "¡Abajo los frailes!" y lanzaban otras imprecaciones anticlericales.
A este vocerío rabioso de la muchedumbre se sumaban las voces de
algunos alumnos externos. Aprovechaban la salida del colegio para re-
— 80 —

8.2 Page 72

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compensar el esfuerzo de sus educadores con proclamas insultantes y
provocadoras.
En el mes de marzo, se hizo necesario interrumpir los ejercicios es-
pirituales de los alumnos, a causa de los alborotos populares. Se suspen-
dieron las actividades escolares por unos días y se enviaron a los alum-
nos internos a sus casas, por temor a cualquier suceso dramático.
Algunos salesianos, para hurtarse a posibles atentados e incidentes
peligrosos, se refugiaron en casa de amigos o conocidos de confianza.
Restablecida la calma pasajeramente, por razones de seguridad y
prevención, se cambió el traje talar por el de calle. Solamente el direc-
tor, don Alejandro Battaini, y algún sacerdote más conservaron puesta
la sotana.
Dos meses más tarde, en mayo, Madrid se agobiaba bajo la presión
del bulo de los caramelos envenenados. La chusma inficionada por ta-
maño tóxico, tejía abultadamente y desorbitada hasta lo inverosímil toda
clase de invenciones y patrañas. De nuevo hubo que enviar a los chi-
cos con sus familias, si bien esta vez las forzadas vacaciones no duraron
más que unos cuatro o cinco días.
Como es de suponer, estas interrupciones no favorecían en absolu-
to ni la disciplina escolar ni la marcha normal del curso; inconveniente
que había de repercutir en la formación integral de los alumnos (1).
2. Primeras alarmas
Con la histórica fecha del 18 de julio, comenzaron a agolparse las
vicisitudes por las que había de pasar la comunidad salesiana.
La noticia del Alzamiento Nacional se conoció en el colegio al ano-
checer. Don Críspulo Martín, profesor residente en el colegio, que re-
gresó después de la cena, puso en conocimiento de todos que en la
Casa del Pueblo de aquel distrito se habían suministrado armas a las
muchedumbres callejeras (2).
En los primeros instantes fue imposible darse exacta cuenta de la
magnitud de la revolución. Inquietos por el porvenir, los salesianos tra-
tábamos de ahogar nuestro nerviosismo en comentarios optimistas. Pre-
(1) Yo mismo fui testigo presencial de estos inquietantes acontecimientos, pues me encontraba
ejerciendo mi Magisterio trienal en este colegio. (Véase también, García José Antonio: Ms. 838,
fol. 2; Ms. 839, fol. 1.)
(2) García José Antonio: Ms. 838, fol. 1.
— 81 —
6.—

8.3 Page 73

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valecía la opinión general de que aquella subversión no pasaría de un
golpe de estado rápido e incruento.
Pero avanzaba la noche y el tumulto callejero, en lugar de extinguir-
se, avivaba su excitación.
Dentro del colegio se velaba esperando acontecimientos. Las noticias
no llegaban claras.
Se nota entre la comunidad un incesante ajetreo de idas y venidas.
Algunos permanecen pegados a la radio, tratando de captar la trascen-
dencia de los acontecimientos, o datos para poder emitir un juicio ine-
quívoco sobre los sucesos. Otros van y vienen por el pasillo contiguo
al cuarto del señor director y se asoman a las ventanas para armoni-
zar los acontecimientos callejeros con las noticias radiofónicas. Pero
sólo se veían grupos incontrolados de milicianos que mostraban sus
armas recientemente adquiridas en la Casa del Pueblo, o turbas excita-
das que se agolpaban ante los Sindicatos marxistas, aterrando al ame-
drentado vecindario con el grito de " ¡Queremos armas!" Mientras sus
dirigentes desde los micrófonos de la Unión Radio los alentaban a la lu-
cha y excitaban aún más el odio, la rebeldía y el vandalismo.
Larga y triste noche de vigilia para los salesianos. La angustia ate-
nazaba los espíritus.
Presentíamos inmediatos acontecimientos trágicos. Nos sentíamos
a merced de aquellos desalmados que a una voz o seña, asaltarían el co-
legio para entregarse al pillaje, a la devastación y al asesinato.
3. El colegio abandonado
Amaneció el domingo 19 de julio. A pesar del desasosiego noctur-
no las misas se celebraron con normalidad. La asistencia de público fue
como de costumbre. Don Germán Martín, catequista del colegio, comu-
nica a los padres y asistentes que en vista de la anormalidad reinante,
no se celebrará el reparto de premios escolares de fin de curso, prefi-
jado para aquella tarde.
Alrededor del mediodía, desde el colegio se observaban movimien-
tos de gentes en la cercana Casa de Campo (3).
Terminada la comida, el teléfono viene a poner un punto de angus-
tia en la comunidad. Desde el colegio de Atocha comunican que una
(3) Ibid.
— 82 —

8.4 Page 74

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turba desenfrenada acaba de asaltar el colegio de Estrecho. Ningún dato
más, por el momento. Se ignora la suerte de la comunidad.
En vista del inminente e inevitable peligro parece prudente abando-
nar cuanto antes la casa. Cada salesiano teníamos ya asignados una can-
tidad de dinero y un domicilio protector, donde pudiéramos hallar co-
bijo durante los días que durara la revuelta. De dos en dos, para no
atraer la atención del vecindario, emprendimos la salida.
Antes 'de la partida don Alejandro Battaini nos llamó a don José
Antonio García y a mí, entonces clérigos trienales. Nos condujo a la
capilla, y entre los tres, consumimos las Sagradas Especies para evitar
toda posible profanación (4).
El colegio había quedado desierto. Sin prisas, sin precipitaciones,
sin detenernos a recoger los enseres personales, íbamos abandonando
la casa. Ni siquiera existieron los efusivos saludos de despedida. Todos
pensábamos regresar al día siguiente, apenas pasara el vendaval de la
revuelta. Todos salimos confiados en un próximo encuentro. Pero nunca
más volveríamos a reunimos toda la comunidad. Varios miembros se-
rían víctimas escogidas por el Señor.
Don Alejandro Battaini nos encaminó a don José Antonio y a mí
a la calle Ferraz, muy cerca del Cuartel de la Montaña, a casa de una
buena señora, madre de dos antiguos alumnos del colegio de Caraban-
chel Alto, Joaquín y José Rodríguez. Estos valientes muchachos se ha-
bían despedido de su madre para enrolarse con los heroicos defensores
del Cuartel de la Montaña, que la mañana del día 20 rindieron el su-
premo homenaje a la patria con sus vidas. Uno de ellos, José, cayó en
la defensa.
Juzgando que la permanencia en esta casa era un reproche para
nuestra conciencia de fugitivos, determinamos agradecer la cordial hos-
pitalidad a aquella mujer fuerte y valerosa, y despedirnos definitiva-
mente de ella. De allí pasamos al hotel Carmen, donde permanecimos
hasta el día 28.
4. Asalto pacífico
En el colegio quedaba aún el coadjutor don Fernando Caellas. Allí
le encontraron algunos salesianos que volvieron a recoger varios uten-
silios del equipo personal. El día 20 lo hicieron el director y don José
(4) García* José Antonio: Ms. 838, fol. 1; Ms. 839, fol. 1.
(5) García José Antonio: Ms. 839, fol. 1.
— 83 —

8.5 Page 75

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Villano va. El día 21, don Juan González y los dos clérigos del hotel
Carmen.
El colegio se mantuvo respetado hasta el día 22. Por la mañana se
presentaron en la portería dos milicianos. Toparon con el señor Caellas.
Le preguntaron por los moradores. Respondió que solamente estaba él.
Dieron un recorrido por la casa y se marcharon (6).
A eso de las once de la mañana, las casas aledañas al colegio se so-
bresaltaron. Estruendos de cañones y descargas de fusiles atronaban el
barrio. Una avalancha de milicianos escalaba el terraplén del patio para
asaltar el colegio y linchar a los frailes. Los primeros disparos tenían por
finalidad intimidar a sus moradores. Pero vieron frustradas sus san-
guinarias ilusiones. Nadie respondía a la descarga, sino el eco de sus
propios disparos (7).
El despecho de los milicianos, al no encontrar a los curas que bus-
caban, les obligó a disimular su fracaso. Vaciaron su acumulada inqui-
na en los perros que guardaban la pequeña granja. A quemarropa des-
cerrajaron sobre ellos unos cuantos tiros. Luego se llevaron las gallinas
y se dedicaron al pillaje por la casa. Antes de partir saciaron su fobia
clerical; destrozaron las imágenes sagradas y las entregaron a la hogue-
ra con los objetos de culto (8).
El señor Caellas, atemorizado por la invasión, logró escabullirse y
refugiarse en casa del panadero del colegio, familia de toda confian-
za (9).
Más tarde fue a comunicar la infausta noticia al director, que se
encontraba en un piso de la calle Fuentes, y a los del hotel Carmen (10).
Un convento de monjas cercano al colegio también fue saqueado
por las turbas terroristas. Todo el barrio sintió la opresión invasora,
y las familias se recluyeron en sus casas.
Las milicias frentepopulistas emplazaron algunas baterías en luga-
res estratégicos de las calles y casas para la defensa del distrito, pues
las tropas nacionales avanzaban imbatibles por la carretera de Extrema-
dura (11).
(6) Caellas Fernando: Ms. 757, fol. 1.
:
(7) Caellas Fernando: Ms. 757, fol. 1; García Lisardo: Ms. 841, fol. 1.
(8) Caellas Fernando: Ms. 757, fol. 1; García José Antonio: Ms. 838, fol. 1; Ms. 839, fol. 2;
García Lisardo: Ms. 841, fol. 1.
'
(9) Caellas Fernando: Ms. 757, fol. 1; Cañas Carmen: Ms. 765, fol. 1.
(10) Caellas Fernando: Ms. 757, fol. 1; García José Antonio: Ms. 838, fol. 1; Ms. 839, fol. 1.
(11) García Lisardo: Ms. 841, fol. 1; Blanco Vicenta: Ms. 743, fol. ' 1; Guede Servando,
M s . 861, fol. 1 .
•••..:••••....

8.6 Page 76

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5. Hospital de sangre
Poco tiempo después, el Comité popular encontró apto el colegio
para convertirlo en Hospital de Sangre. El antiguo salón de actos, los
dormitorios, las aulas de clase, se vieron transformadas en salas hos-
pitalarias, botiquines, quirófanos, salas de urgencia. Se dotó a la ins-
titución de médicos y enfermeras y se trató de habilitarlo conveniente-
mente para los heridos.
Para esta operación acudieron a los vecinos. A todos exigieron una
aportación de colchones, sábanas, mantas y toallas, según sus posibili-
dades (12).
En noviembre las tropas nacionales se apostaban en el llamado
Cerro de la muerte, en el barrio del Terol. Ante su empuje las milicias
se vieron constreñidas a evacuar todo el distrito del Paseo de Extrema-
dura.
Los vecinos se encontraron en la calle con sus hatillos de ropa y los
enseres más perentorios, y comenzó el éxodo hacia el centro de la Capi-
tal. Los inmuebles quedaron ocupados por los artilleros y más tarde
saqueados en el moblaje y ornamentación por las turbas que huían al
paso arrollador del ejército de Franco (13).
El sector madrileño del Paseo de Extremadura fue objeto de fre-
cuentes y duros bombardeos por parte de los nacionales; máximamente
el colegio que se había constituido en centro de observación y donde
se encontraba emplazado un antiaéreo (14).
6. Liberación
Tras la entrada de los nacionales en Madrid, los salesianos se ocu-
paron de examinar el colegio. Mostraba un aspecto desolador. Tabiques
derrumbados, puertas y ventanas arrancadas de cuajo, salas desmantela-
das. Se presentaba totalmente inhabitable.
Lentamente se procedió a su restauración.
Hoy cuenta con un moderno pabellón y nuevas instalaciones para su
funcionamiento. Los salesianos, tras aquel triste periodo de guerra, con-
tinúan su labor educativa en todo aquel barrio en vías de mayor ex-
pansión.
(12) García José Antonio: Ms. 838, fol. 1; Moro Isidoro: Ms. 945, fol. 1; García Lisardo:
Ms. 841, fol. 1; Blanco Vicenta: Ms. 843, fol. 1.
(13) Moro Isidoro: Ms. 945, fol. 1 v.°; García Lisardo: Ms. 841, fol. 1; Blanco Vicenta:
Ms. 743, fol. 1; Cañas Carmen: Ms. 765, fol. 1.
(14) Moro Isidoro: Ms. 945, fol. 1 v.°; García Lisardo: Ms. 841, fol. 1.
— 85 —

8.7 Page 77

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Los militares de Guadalajara no permanecían impasibles ante los
avances de la revolución en España. La mayoría de los jefes y oficia-
les habían prestado su adhesión al Movimiento.
Por su parte, los frentepopulistas tampoco se mostraban pasivos
ante las actividades conspiradoras de la guarnición. La tensión en las
calles entre oficiales y los grupos provocadores de la chusma aumentaba
de día en día. La primera decena de julio transcurrió en una atmósfe-
ra de agresividad.
El día 18, entre los oficiales de la guarnición de Guadalajara se
corrió la noticia del levantamiento del Ejército de África; pero se
mantuvieron, organizados, a la espectativa.
El día 19, las gentes pululan por los altozanos, ávidas de noti-
cias. Desde las primeras horas de la mañana se exhiben en las calles
grupos de marxistas armados. Los dirigentes frentepopulistas les ha-
bían proporcionado las armas, procedentes de las armerías o de los
depósitos que existían en la Casa del Pueblo y en los centros extre-
mistas.
A primera hora de la tarde, se cometen desmanes. Los grupos se
desparraman por la ciudad y perpetran toda clase de tropelías. Tan
peligrosa es la situación que el Gobernador asustado por haber arma-
do al pueblo, organiza una asamblea para la noche con el fin de con-
vencer a la muchedumbre que deben entregar las armas. Un grito
ensordecedor rechaza esta propuesta.
Los sucesos han de precipitarse en medida que nadie será capaz
de prever.
El día 21, emisarios de Alcalá de Henares traen a Guadalajara la
noticia de la victoria marxista. Los emisarios relatan que las milicias
del pueblo han aplastado a los militares de Alcalá en acciones que pin-
tan fantásticamente heroicas. Terminada esta tarea, las milicias están
dispuestas a venir a Guadalajara para acabar con las veleidades fascis-
tas de la guarnición.
— 87 —

8.8 Page 78

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Los rojos guadalajareños, exaltados, abultan, deforman y agigantan
el triunfo de Alcalá y propalan que millares de milicianos avanzan so-
bre la capital con armas y pertrechos de guerra para repartirlos entre
los obreros.
Esta es la chispa que hace estallar la cólera acumulada en don Ra-
fael Ortiz de Zarate, comandante de Ingenieros. Su decidida resolu-
ción de obrar por propia cuenta en el levantamiento gana el ánimo del
indeciso coronel Delgado, Jefe del Regimiento de Aerostación, quien
le otorga poderes ilimitados.
Tan pronto como hubo obtenido la autorización del coronel, dispo-
ne que se emplazen las ametralladoras en los observatorios dominantes,
para batir a los milicianos que vinieran del lado de Alcalá.
Los marxistas, por su parte, no se encuentran desprevenidos y se
sitúan, para oponer resistencia a cualquier evento de los militares.
Estos tomaron posiciones y se apoderan del Ayuntamiento, la Casa del
Pueblo y el Gobierno Civil. Más tarde se adueñan de Correos y Telé-
grafos.
La villa de Guadalajara, después de dos o tres horas de inquietudes,
recobra su ritmo normal, bajo el dominio absoluto de los militares. La
gente se echó a la calle optimista y regocijada.
Pero el optimismo reinante queda cercenado por los informes con-
cretos que los emisarios aportan de Alcalá de Henares. En la ¡vi\\\\a y en
Madrid se hacen preparativos para lanzar contra Guadalajara una riada
imponente de soldados, guardias y milicianos.
Esto motiva que, atropelladamente, se empiece a organizar la defen-
sa contra el ataque rojo.
A media noche, desde Madrid, por toda la carretera de Aragón, es
incesante el paso de camiones y automóviles. Más de un millar de coches
transporta ese alud, compuesto de hombres de todas las edades y ama-
zonas agrupadas en batallones que se denominan mujeres libres. A
ellos se unen las fuerzas de Artillería, guardias de Asalto, de Caballería,
de Seguridad y Guardia Civil que tomaron parte el día anterior en el
sangriento aplastamiento de Alcalá de Henares.
A las cuatro de la madrugada toda esta estrepitosa máquina guerre-
ra —unos diez mil hombres— se pone en marcha para aplastar en san-
gre al reducido número de sublevados en Guadalajara.
Estos no disponen más que de novecientos hombres.
A las diez de la mañana queda emplazada la artillería roja a unos
tres kilómetros de la capital. A las once de la mañana la Artillería rompe
— 88 —

8.9 Page 79

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fuego. Dos aviones rojos describen un amplio círculo sobre la población
y lanzan octavillas, invitando a los militares a que depongan las armas.
Más tarde los mismos aviones bombardean las inmediaciones del puente
sobre el Henares (1).
Las guerrillas de vanguardia se ponen en marcha de ataque hacia
el puente. Cuando los milicianos se aproximan a la estación de uno
de los cerros del puente, denominado el Pinarcillo, unas descargas de
fusil y ráfagas de ametralladoras detienen y paralizan el avance. En
este sector está el comandante Ortiz de Zarate, manteniendo impávido
la defensa. No sólo atiende a la dirección de sus hombres, sino que
personalmente maneja una ametralladora en el Pinarcillo y, con ella,
lanza un fuego mortífero.
Optan entonces los asaltantes por vadear el río y rodear la ciudad,
tomándola por la carretera de Chiloeches.
Poco después de las tres de la tarde, los rojos reanudan el comba-
te, tras una tregua para dar descanso a su tropa. Por donde más pro-
gresan es por la carretera de Chiloeches. Los primeros grupos de casas
han caído en su poder.
A las cinco de la tarde los rojos han conquistado ya casi toda la
parte alta de la ciudad. Cuerpos inánimes marcan el paso de la horda.
Ortiz de Zarate ha quedado casi solo abajo, en el puente. Está ro-
deado de muertos y heridos, y acosado por todas partes. Sigue sin
embargo al pie de la ametralladora. Hasta que, en un movimiento de
desesperación, la arroja por inútil. Ha quemado hasta el último car-
tucho. Los milicianos corren al heroico defensor y le apresan ya inerme.
Se arrojan sobre él, le desgarran las ropas, le ponen las pistolas al pe-
cho, le insultan y le vejan, hasta que un tiro criminal pone fin al mar-
tirio.
El cuartel de Aerostación, donde se han replegado las fuerzas na-
cionales para la defensa, se ve acordonado por un enjambre de ro-
jos. Por todas las bocacalles afluyen pelotones de soldados y paisanos,
y todos se concentran en el cuartel de Aerostación, donde la lucha se
avivará con llamaradas de hogueras.
(1) Se encuentra situado este puente entre la estación del ferrocarril y la ciudad, en donde
desemboca la carretera de Madrid. Es un puente de piedra con barandilla de hierro. Está como
encajonado por dos cerros que lo flanquean y dominan el terreno en una extensión de más de un
kilómetro. A una distancia aproximada de unos quinientos metros se encuentra la estación del
ferrocarril.
— 89 —

8.10 Page 80

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Logran apoderarse de la iglesia del antiguo Hospital y rinden el
Colegio de Huérfanos, aledaños al cuartel. La resistencia comienza a
ser desesperada, y, a veces cuerpo a cuerpo, pues una nube de milicia-
nos y guardias civiles y de Asalto se infiltran en el recinto y se despa-
rraman por todos los rincones.
Dominado el cuartel de Aerostación, la chusma se desborda por la
ciudad. Como dos débiles reductos quedan la Maestranza y el Cuartel
de la Guardia Civil. El primero es abatido por una traición. Un tenien-
te abre las puertas a los atacantes y los recibe puño en alto. La resis-
tencia del cuartel de la Guardia Civil fue mínima. El jefe optó por
entregar la fuerza totalmente desmoralizada. Pocos momentos después,
del cuartel se elevaban las llamas como luminarias de la victoria.
Eran las siete de la tarde. Guadalajara acababa de sucumbir para
la causa nacional (2).
(2) Arrarás Joaquín: o. c., vol. V, t. 19, pág. 40-60.
— 90 —

9 Pages 81-90

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9.1 Page 81

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1. Noviciado y Estudiantado
Filosófico
1. Ejercicios espirituales y rumores de revolución
A 15 kilómetros de Guadalajara, por la vía férrea de Madrid a Bar-
celona, se alza, a la izquierda, un montecillo cubierto de encinares.
Entre las encinas destacan dos graciosos chalets. Aquí tenía entonces
la Inspectoría el Noviciado y Estudiantado Filosófico. A dos kilóme-
tros se encuentra el pueblo de Mohernando.
El 14 de julio de 1936 debía comenzar en esta casa una tanda de
ejercicios espirituales. Aquella misma mañana habían llegado del Aspi-
rantado de Carabanchel los nuevos novicios en número de treinta. Los
cesantes se disponían a hacer su profesión religiosa temporal. También
los estudiantes de Filosofía se unieron a esta tanda. Varios hermanos
profesos de otros colegios pasaron a engrosar el número de ejercitan-
tes. Se hallaban en casa, a la sazón, unas noventa personas, presididas
por don Felipe Alcántara, Inspector Provincial (1).
Aquel mismo día, la comunidad recibió la visita de don Vicente
Gisbert, industrial de Alcoy, gran cooperador salesiano y amigo de
la Casa. Católico practicante a carta cabal, modelo de patronos, pa-
dre más que amo de sus dependientes, trabajaba en la fábrica como
uno de ellos. Comunicó el reciente asesinato de Calvo Sotelo y refirió
cómo la maniobra había sido planeada por el mismo Gobierno. Quizá
su visita, además de saludar a María Auxiliadora pidiendo luces y fuer-
zas, tuviera la intención de una tácita advertencia a la Comunidad para
que buscara amparo al otro lado de las fronteras.
(1) Alcántara Felipe: o. c., págs. 23-24; Crónica, Arch. N. S. M.: Es un libro Diario de los usa-
dos en contabilidad con rayado propio; encuadernado con pasta de cartón, de tela verde en su lomo
y esquinas, centro en negro. Sobre su pasta, pegado, un rectángulo negro, con cenefa y letras dora-
das, impresas, Diario. Sobre él se ha adherido otro rectángulo blanco sobre el que se ha escrito a
tinta: Crónica 1939-1940-1941. Mohernando. La paginación es propia del libro, y está numerada por
hojas. En la página 2, en su ángulo superior derecha se lee a lápiz la sigla 87-A. Más abajo, hacia
el centro, un sello: 'Noviciado Salesiano Mohernando. La paginación continúa hasta la 103. El pró-
logo comienza en la página 4; y los episodios que nos interesan llegan hasta la hoja 16.
_ 91 _

9.2 Page 82

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Por diversos conductos llegaban vagos rumores de la situación en
España. Pero no reinaba el pesimismo. Por eso comienzan con normali-
dad los ejercicios espirituales. Predican el señor Inspector las instruc-
ciones y don Lucas Pelaz las meditaciones.
A pesar del aislamiento en que se hallaba la casa y la tranquilidad
y recogimiento de los ejercicios, síntomas alarmantes dieron presta
razón de que algo grave sucedía. Dejaron de circular los trenes; no lle-
gaba el correo; del pueblo venían rumores de cosas extrañas (2).
En el pueblo de Mohernando el ambiente se mantenía tranquilo.
Los rumores que provenían de Guadaiajara no daban lugar para pro-
nunciarse en juicios verdaderos sobre los acontecimientos. Es verdad
que el grupo de ideas republicanas se consideraba numeroso; pero no
se atrevía a manifestarse por la disparidad de las noticias.
Por otra parte, aunque no abiertamente, algún cabecilla del pueblo
había manifestado ideas hostiles para con los salesianos del monte.
El colegio estaba descontento de la fábrica de luz de Humanes. Los
superiores pensaron en proveerse del fluido de otra línea; pero el con-
trato exigía un año de intervalo antes del traslado. Por eso se instaló un
sencillo grupo electrógeno en casa. Esta dinamo trajo el perjuicio de no
poder escuchar la radio por los ruidos que producía. Para ponerse al
tanto de las noticias, de vez en cuando, algún superior, y a veces algunos
filósofos, se desplazaban al pueblo; bien a la casa del señor cura párro-
co, bien a la de algún conocido del colegio, como el señor Ángel Mateo,
jardinero. Era éste muy amigo del director, don Miguel Lasaga; fre-
cuentaba la casa y ayudaba al sacristán a colocar los jarrones de la iglesia
y a otros menesteres de jardinería (3).
Transcurridos los primeros días de ejercicios espirituales, se reúne
el Consejo Inspectorial, según costumbre, para la promoción de los
novicios a la profesión religiosa.
¿Dejar para fecha más remota la admisión, ante el cariz de la
situación política? ¿Celebrar la votación? Era la disyuntiva que se pre-
sentaba a los superiores. Se procede a la votación; después los miem-
bros del Consejo Inspectorial regresan a Madrid. Es el último viaje
(2) Cartosio León: Ms. 770, fol. 1; Pelaz Lucas: Ms. 953, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pá-
gina 24; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 1 v°.
(3) Gil Juan: Ms. 848, fol. 1; Aunque el señor Ángel se mantuvo neutral ante la situación, como
aseguran sus convecinos del pueblo, parece ser —dice Juan Gil— que denunció algunos alimentos
y objetos que se habían ocultado en el monte previdféndo la evacuación; Sanz Andrés: Ms. 1.010,
folio 1.
;__ 92 __

9.3 Page 83

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que se pudo realizar libremente desde Mohernando a la capital de
España.
El día 17 se echó de menos el paso del tren. Las noticias llegaban
cada vez más alarmantes.
Don Miguel Lasaga fue quien el día 18 trajo la noticia del Alza-
miento. Por otra parte, el herrero de Yunquera, Inocencio González,
comunica al coadjutor señor Ildefonso Aizpuru que había estallado la
guerra en España. El señor Aizpuru se lo trasmite a don Felipe. La radio
había proclamado el estado de guerra.
La noticia no se difundió públicamente, aunque alguno, por su conti-
nuo contacto con los superiores, se enteró de ella.
La calma de los ejercicios no se vio alterada (4).
2. Triunfo prentepopulista
El día 22 cayó Guadalajara en poder de los rojos.
A las matanzas de la capital acompañan los incendios. Grupos de
petroleros, portando bidones de gasolina, corren a la iglesia de San
Seg&n
nañda,el Gx^Angel^can grave r.lesfjtjfbai/? a
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UarQtoHs lejBnjFlaedpteolscgBu,efrurea*Alcalde de fftehexne«ido varios

9.4 Page 84

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Los republicanos, respaldados por el triunfo de las milicias en Gua-
dalajara, se lanzan a cometer desmanes. Gritan por las calles del pue-
blo y amenazan matar a todos los de derechas. El mismo Alcalde, a
la sazón Anastasio González, capitanea el movimiento frentepopulista.
Se dirigen a la iglesia y queman todas las imágenes. Este fue el co-
mienzo de los desmanes que tuvieron lugar a lo largo de la revuelta.
Por estos días le llegó a don Felipe una carta. Remitía doña Josefa
Martínez, prima de don Miguel Lasaga (6). Con ella recibe una pano-
rámica de los diversos sucesos en los colegios de Madrid. Prefirió, sin
embargo, no perturbar la calma e ignorancia de los ejercitantes.
El día 22 ya no se conserva aquella serena paz de los primeros días
de ejercicios. Por la línea férrea pasan solamente máquinas de tren con
bandera roja. Se oyen grandes explosiones en Guadalajara. Ya aquella
misma noche desde el monte se divisaban los resplandores de los incen-
dios de la capital.
Los Ejercicios Espirituales llegaron a su fin. Terminada sexta y nona,
tuvieron lugar las profesiones de los novicios salientes.
Momentos antes, el rún-rún de algunos aviones llamó la atención
de los salesianos. La ignorancia absoluta de noticias impedía una exacta
interpretación de los acontecimientos.
A las diez de la mañana, en presencia de toda aquella familia re-
ligiosa, catorce jóvenes emitían, ante su Superior, los compromisos reli-
giosos.
En su última plática de ejercicios el señor Inspector reveló el es-
tado en que se encontraba España: "Os he callado hasta el momento
todo lo que fuera de este pequeño mundo, que es el colegio, sucede en
estos días. No he querido turbar vuestro material y espiritual sosiego
en estos santos ejercicios; pero me parece que ya es un deber que pesa
sobre mí el advertiros que se presentan en España acontecimientos
trágicos. No creáis que por encontrarnos en un lugar, lejos de las ciu-
dades y como escondidos en la espesura de este nuestro encinar, no-
pueden llegar hasta nosotros sus terribles consecuencias. Orad, orad mu-
cho porque Dios se apiade de España y nos conserve a todos". Y terminó
(6) Gil Juan: Ms. 848, fol. 2. Interrogada doña Pepita sobre esta carta, contestó que no recor-
daba haberla escrito. Afirmó, sin embargo, que difícilmente podría estar dirigida a don Felipe;
más bien se inclina a pensar que iba remitida a don Miguel, pues semanas antes había sido invitada
por éste para hacer de madrina en la bendición de un cuadro y no pudo acudir. (Véase relación de
doña Josefa Martínez: Ms. 926, fol. 1); Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 1, habla de una carta de
don José Lasaga, Ecónomo Inspectoría!, a don Felipe.
— 94 —

9.5 Page 85

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con las palabras del Apocalipsis, Veni, Domine ]esu, "Ven, Señor
Jesús".
Se clausuraron los ejercicios con la bendición con el Santísimo y
el tradicional canto del Laúdate Dominum omnes gentes.
Al final, el señor Inspector se dirige de nuevo a los hermanos:
"Habéis acabado los ejercicios. No os deis a alegrías inmoderadas; no
os alejéis de los alrededores de la casa. Los aviones nos pueden obser-
var. Tened paciencia. No dejéis durante el día el Sagrario abandonado.
Nada sé de nuestros hermanos de Madrid; encomendémoslos en nues-
tras oraciones."
Al salir de la iglesia no faltaron los parabienes, las felicitaciones
y abrazos a los recién profesos.
Ahogados los primeros entusiasmos, se comentan de mil maneras los
acontecimientos, tales como cada uno se los imagina. Se ignoraba la si-
tuación de España. Solamente se tenía sospecha de lo que ocurría.
Nada especial se notó en la sala del comedor a la hora de comer.
La tradicional sobremesa se redujo a un saludo de felicitación a los
nuevos profesos (7).
3. Búsqueda de armas
A primeras horas de la tarde, tres hombres piden hablar con el
director. Uno de ellos era bien conocido de todos. Se trataba del herrero
del pueblo, Vicente Blas; hombre fornido, de ideas anticlericales, que se
había constituido en uno de los cabecillas de la localidad. En ocasiones
anteriores había manifestado deseos de poseer la dinamo. Salió el señor
director, ignorante de las intenciones de la visita.
Comienza la conversación en voz baja. Pero el rostro de don Miguel
empieza a palidecer poco a poco.
Los presentes, algo alejados del grupo, intuyen el preludio de una
desgracia. Por momentos la conversación se va acalorando; las palabras
casi imperceptibles al principio, se escuchan ahora a la perfección. El
(7) Crónica, Arch. N. S. M.; Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 1; López Pudenciano: Ms. 904,
fol. 1; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pág. 24; Diez Eduardo: Ms. 797,
fol. 1; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 1; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 2; Callejas Francisco:
Ms. 761, fol. 1; Cortasio León: Ms. 770, fol. 6; Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 15; Bello Fer-
nando: Ms. 741, fol. 1; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 1.
— 95 —

9.6 Page 86

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director defendía valientemente los intereses de sus subditos o tal vez
la vida de éstos (8).
Inesperadamente una veintena de hombres armados hizo su aparición
bloqueando todas las salidas. Pertenecían a los diversos partidos y pro-
cedían de Guadalajara, a los que se habían añadido algunos de Yunque-
ra. De éstos fueron reconocidos un tal Aliños, de nombre Francisco Ló-
pez, y Alberto Bermejo. En sus mangas y solapas lucían brazaletes y es-
carapelas rojas.
Al frente de ellos venía un individuo alto, corpulento, curtido el
rostro y muy fornido, con aspecto de valentón, mirada torva y ojos
saltones, que parecían querérsele salir de sus órbitas; vestía de color
entre amarillo y blanco; en ambas manos empuñaba sendas pistolas; se
gloriaba de haber dado muerte a cincuenta oficiales del ejército, en el
asalto de Guadalajara. En su cabeza lucía un casco de acero, por lo que
entre los salesianos se le denominó desde entonces el hombre del casco.
Intimaron a presentarse todos ante ellos, al grito de manos arriba.
En esta posición, comienza un minucioso cacheo personal, entre insultos
blasfemias y palabras soeces.
Terminada la tarea personal, la comunidad, todavía algo dispersa,
fue colocada en fila entre los dos chalets, y cercada de una docena de
hombres armados.
A voz en grito instan a que les sean entregadas las armas que se
encuentran escondidas en el convento. Probablemente el herrero, conoce-
dor de la vida externa de la comunidad, denunció al señor Aizpüru,
hortelano, guardajurado, que el año anterior había obtenido la licencia
de armas.
Uno de los milicianos se dirigió a la huerta, donde se encontraba
trabajando el coadjutor, totalmente ajeno a los sucesos (9).
Mientras tanto, varias parejas de forasteros se habían internado
en la casa para buscar las pretendidas armas ocultas. Les acompañan don
Miguel Lasaga, don José Arce y el estudiante Juan Gil. Su pesquisa prin-
(8) Alcántara Felipe: o. c., pág. 24; Gil Juan: Ms. 848, fol. 5; Bastardea Salvador: Ms. 737,
fol. 18.
(9) Crónica, Arch. N. S. M.; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 1; Cartosio León: Ms. 770,
fol. 6; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c.,
pág. 24; Aizpüru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 18-19; Hernández
Emilio: Ms. 868, fol. 2; Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 1; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 1-2;
Gil Juan: Ms. 848, fol. 2; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 1; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 1;
Pintado José: Ms. 950, fol. 1; Arce José: Ms. 726, fol. 1; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 2.
— 96 —

9.7 Page 87

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, cipal la constituyó el sagrado recinto, pero el director logra adelantar-
se y librar así al Santísimo de una posible profanación.
Luego, siguieron por todas las dependencias de la casa. En la en-
fermería encontraron al sacerdote don Luis Soto que guardaba cama, jun-
tamente con otros dos salesianos, ignorantes de los acontecimientos. Un
miliciano los conminó a que bajaran con todos; permitieron quedarse
solamente a don Luis Soto.
A pesar de la bravuconería, daban muestras de hombres asustadizos.
Al abrirles las puertas, afianzaban entre sus manos las armas y pasaban
con visible preocupación.
La búsqueda de las pretendidas armas se hacía cada vez más an*
siosa; con frecuencia se prodigaban las amenazas, aún de muerte, si el
resultado era positivo. En el cuarto de don León Cartosio, creyó el
miliciano encontrar cuerpo de delito. Llegó a suponer que el microscopio
fuera un arma. En el desván encontraron una funda de cartón propia
de un violín o instrumento músico que blandieron alborozadamente al
grito de "¡armas, armas!" También se les antojó el sitio propicio para
ocultar armas el llamado ladrón del desagüe, que un miliciano de
Yunquera confundió con un cañón.
El registro por las dependencias resultó infructuoso.
En una última tentativa, el del casco ordena levantar las tejas.
Nada encontraron. Sólo el herrero apareció ufano mostrando una deto-
nadora que se usaba en las funciones teatrales. Uno de los clérigos,
Amador Peña, que en su servicio militar había obtenido el grado de
alférez, alzó la voz para demostrar que aquella pistola no servía para
nada, pues estaba oxidada.
La rebusca no estuvo exenta de rapiña, a gusto de los inquisido-
res (10).
Entretanto, había comparecido ya el señor Aizpuru. El del casco
se encara con él.
—Vengan las armas.
——¿Qué armas voy a tener yo?
—Sí, señor; usted tiene un rifle.
—No, señor; no tengo un rifle. Yo la única arma que tengo es una
tercerola, como guardajurado.
(10) Gil Juan: Ms. 848, fol. 2; Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 23-24; Callejas Francisco:
Ms. 761, fol. 2; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, foi. 1; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 2 v.°; Parré
José: Ms. 816, fol. 1; Arce José: Ms. 726, fol. 1; Pelaz Lucas: Ms. 953, fol. 1; Aizpuru Ilde-
fonso: Ms. 697, fol. 1.
— 97 —
7.—

9.8 Page 88

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Le mandaron a buscarla. Todavía alguno porfiaba por el rifle, que
el dicho Aliños solicitaba ansiosamente.
—¿Dónde está el rifle con el que usted tiraba a los abejarru-
cos?
—Aquí no existe más que la escopeta que les he dicho.
El mal humor aumentaba en aquellos foragidos. Un nuevo registro
efectuado en el basurero da como resultado el hallazgo de dos fundas
de escopeta, pertenecientes al Marqués de Mos y Mochales, antiguo
poseedor de la finca. Y las presentan al del casco con aire triunfa-
dor.
—Ya sabíamos que usted tenía un rifle. Lo que nosotros necesita-
mos saber ahora es dónde están escondidas las demás armas del con-
vento.
El diálogo fue acalorándose hasta el punto de mostrarse amenaza-
dora la actitud de los milicianos para con el coadjutor. Ante su insis-
tente negativa, optan por recurrir al azar; ponen en juego la vida del
religioso lanzando la moneda al aire; cruz equivalía a la muerte. Re-
sultó cara, y como para confirmar que sus amenazas hubieran tenido
inmediata realización, mascullaron:
—Te has jugado la vida a cara o cruz (11).
La amabilidad de don Miguel Lasaga los desarmó.
El mismo señor Inspector se adelanta hacia ellos y propone:
—Armas no tenemos; pero si quieren alimentos para saciar el ham-
bre o bebidas, les daremos cuanto necesiten.
Aquella salida salvó la situación. Pensaron los milicianos que no les
vendría mal recuperar las fuerzas perdidas en aquellas dos horas de
infructuoso rastreo, y aceptan la invitación.
Se les saca de beber y algunas latas de conservas. Dudaron si las
viandas estarían envenenadas; pero el ayudante del señor Administra-
dor comió delante de ellos para su seguridad. Perdido todo miedo, se
arrojan ansiosos a la lata, sin preocuparse del servicio de mesa que se
les había preparado.
El refrigerio y la merienda excelente y abundante fueron serenan-
do los ánimos.
Pero lo que más dispuso en favor fue la espontánea apertura con
(11) Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Crónica, Arch. N. S. M.; Aranda Isidoro: Ms. 713,
fol. 1; Gil Juan: Ms. 848 fol. 3; Bastardea Salvador: Ms. 737, fol. 21; López Pudenciano:
Ms. 904, fol. 1; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pág. 24; Hernández Emi-
lio: Ms. 863, fol. 3.
— 98 —

9.9 Page 89

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que todos —superiores, clérigos y coadjutores— se pusieron a disposi-
ción de los presuntos verdugos, fraternizando con ellos.
Acabada la refección, los milicianos partieron a Guadalajara; más
contentos de haber podido calmar el voraz apetito que del resultado
negativo de sus pesquisas. Con todo, prometieron volver al día si-
guiente.
A última hora, los vecinos de Mohernando y Yunquera, que se ha-
bían unido a los de la capital, desenterraron muy pronto las dos magní-
ficas escopetas del difunto marqués. Pero no se dio importancia al
asunto. Tanto más que el herrero del pueblo las reclamaba para sí, como
por derecho, en el reparto de la finca.
Al quedar solos, todos sintieron un vacío. Experimentaban la sen-
sación de haber esquivado un serio peligro.
La cena transcurre silenciosa. El señor Inspector pone en guardia
a todos sobre los acontecimientos futuros, y después de exhortarles a
perseverar en la oración y encomendarse todos al Ángel de la Guarda,
se retiran a descansar (12).
4. Sobresaltos
El horario de la mañana del día 24 transcurre normal. Hubo una
invocación general a la Santísima Virgen Auxiliadora, por ser día con-
sagrado a ella.
Algunos fueron.al trabajo, como de costumbre. Los de la huerta
oyeron a una señora que iban a llegar los de Humanes a incendiar la
casa y las imágenes sagradas, y a matar a todo el que encontraran a
su paso.
Por la tarde comienza la preocupación. Se temía que volvieran los
milicianos, como habían prometido. A media tarde, el señor Ángel con-
firma la noticia de que los saqueadores regresarían a quemar el edifi-
cio. Se toman las precauciones del caso. Don Felipe Alcántara ordena
cambiar el traje talar por el de paisano, y se reparten a cada uno dos
duros de plata.
(12) Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 26-28; Cartosio León: Ms. 770, fol. 6-7; Gil Juan:
Ms. 848, fol. 3; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 1; López Puden-
ciano: Ms. 904, fol. 1; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 1; Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Vázquez
Vicente: Ms. 1.041, fol. 2; Arce José: Ms. 726, fol. 1; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 2; Her-
nández Emilio: Ms. 868, fol. 3.
— 99 —

9.10 Page 90

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Algunos marchan al monte, llamado hoy del polvorín. Intentaban
cruzar la vía; pero estaba vigilada, y se volvieron. Otros se dispersan
por el mirador, para poderse salvar alguno en caso de incendio. Pasa-
das unas horas, en vista de que nada sucedía, se reúnen con los de-
más. Desde el tejado, algunos oteaban los caminos que confluyen en el
monte (13).
La alarma no tuvo cumplimiento.
Sin embargo, los salesianos responsables se mostraban preocupados,
inciertos. El señor Inspector hacía secretos comentarios con los de-
más superiores. Don Miguel Lasaga retiró el Santísimo y lo llevó a su
despacho. Tenía allí un secreter con un cajón clandestino, y en él guardó
el Sacramento. Otra precaución fue ocultar en sitios, aparentemente se-
guros, algunas viandas y objetos de valor, entre los que contaban algu-
nas pinturas (14).
Prosiguió el horario marcado, aunque irregularmente las horas res-
tantes del día.
Después de la cena tuvo lugar una hora santa para pedir por Es-
paña. Se trajo la forma grande para la custodia.
Estando en exposición, todos en la iglesia, se dejan oír voces con-
fusas e ininteligibles, acompañadas de un ruido de motor. Alguien da
la voz de alarma y cunde el desorden en la iglesia. Unos saltan por las
ventanas, otros se atrepellan por los bancos. En breves instantes el sa-
grado recinto se convierte en coso de confusionismo. Cuatro jóvenes
huyen monte abajo, muertos de pánico.
El director, con algunos estudiantes que estaban en el presbite-
rio, consumen la forma de la custodia.
En el patio esperaban cuatro hombres. Acababan de bajar de un
auto procedentes de Mohernando. Se trataba del señor Alcalde, el se-
ñor Ángel y algún otro vecino del pueblo. El señor Ángel había sido el
causante de los gritos oídos, creyendo tal vez que a aquellas horas to-
dos estarían reposando.
(13) Crónica, Arch. N. S. M.; Bastardea Salvador: Ms. 737, fol. 28-29; Vázquez Vicente:
Ms. 1.041, fol. 2; Gil Juan: Ms. 848, fol. 3; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 1; Aranda Isidoro:
Ms.713, fol. 1; Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 29; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 1; Sanz Andrés:
Ms. 1.010, fol. 1; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 3; Pelaz Lucas: Ms. 953, fol. 1.
(14) Gil Juan: Ms. 848, fol. 3. "Don Miguel Lasaga había pintado algunos cuadros para la
capilla. Tenía puestos sus amores en tres de ellos: el del Sagrado Corazón, la Parábola del Sama-
ritano y la Inmaculada de Murillo. Además, poseía los cuadros del Viacrucis y unos angelitos. El
los entregó a las amistades para que los guardaran. Ignoro el paradero de los que han desaparecido,
aunque tengo idea de que dijo que los ocultaran en un pozo. Yo he investigado, pero inútilmente."
(Gil Juan: Ms. 848, fol. 9.)
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Decían venir de Guadalajara, del Gobierno Civil, donde les habían
comunicado que los frailes debían evacuar el convento. Que ellos ha-
bían intercedido inútilmente, y que aún harían lo posible para ayudar
a la comunidad. Era preciso, sin embargo, abandonar el colegio, lle-
vándose lo imprescindible para pasar la noche a la intemperie, y alimen-
tos para unos días.
Creyendo el señor Inspector que se trataba de incendiar la casa
durante la noche, alega su responsabilidad, saliendo en defensa de to-
dos. Les hace ver que la mayor parte estaban comprendidos en la mi-
noría de edad; que él no podía abandonarlos, y que, por la responsa-
bilidad que le incumbía, no autorizaba a ninguno de sus subordinados a
abandonar el colegio. Y en un sublime rasgo de heroísmo añade: "Si
queréis sangre, tomad la mía; pero dejad libres a éstos".
De nuevo insistió el Alcalde, dejando entrever las verdaderas in-
tenciones de los revolucionarios, que no eran otras que hacer una carne-
cería entre los moradores de la casa.
No cedió el señor Inspector a los ruegos de la Autoridad. Por aque-
lla noche no se podía tomar ninguna determinación. Acordaron consul-
tar al Gobernador sobre los menores de edad. Un abrazo entre ambos
cerró la escena.
Cuando marcharon los visitantes, se entonan las oraciones de la
noche, allí mismo en el patio. Don Felipe dirige a toda la comunidad
las últimas "buenas noches", con honda tristeza y desasosiego dibuja-
dos en el rostro.
Comentó los acontecimientos que estaban viviendo. Alentó a to-
dos a tener confianza en la Santísima Virgen Auxiliadora, y les exhortó
a descansar tranquilos en las manos del Señor; los superiores velaban
por todos.
Las palabras sinceras del Alcalde hicieron que los nervios queda-
ran en tensión. Fueron a la cama. Difícil conciliar el sueño. Se mantu-
vo cierto discreto silencio, pero con nerviosismo. Unos, vestidos sobre
la misma cama; otros, paseaban por los dormitorios desgranando ave-
marias. Todo ruido resultaba sospechoso (15).
Quedan en vigilia toda la noche el señor Inspector, don Miguel La-
saga y unos seis filósofos.
(15) Crónica, Arch. N. S. M.; Gil Juan: Ms. 848, fol. 3-4; Bastardea Salvador: Ms. 737,
fol. 30-33; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 2; Alcántara Felipe: o. c., pág. 24; Salan Olegario:
Ms. 1.004, fol. 1-2; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 2; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 2; Hernández
Emilio: Ms. 868, fol. 3; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 2.
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10.2 Page 92

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"Toda la noche nos mantuvimos desasosegados, temiendo que lle-
garan —relata don Juan Gil, testigo de la angustia de aquellas ho-
ras—. Noche de vigilancia. Por la carretera del pueblo (una de las ca-
rreteras no cortadas a Zaragoza) menudeaba el tránsito de coches, pro-
bablemente al frente. Cada vez que mi vista tropezaba con las luces de
unos faros, mi excitación me alucinaba, viéndolo entrar por el camino
que se desvía hacia el colegio. Don Felipe, sin embargo, se conservó se-
reno, con enorme dosis de entereza, a pesar de la lucha interna que
sostenía. Clavada su aguda mirada en la carretera atisbaba el más mí-
nimo viraje de los vehículos. Su tranquilidad exterior nos mantuvo toda
la noche en auténtica serenidad. Fueron bastantes los filósofos que se
levantaban por ver en qué paraba todo aquello."
A hora avanzada se escuchó un ruido de auto y sus focos ilumina-
ron el bosque. Pero pronto desapareció la luz y los rumores se per-
dieron en la lejanía. Quizás un vehículo que había equivocado la
ruta (16).
5. Incautación del colegio
. Amaneció el día 25, fiesta del Apóstol Santiago. Alrededor de las
cinco don Miguel Lasaga celebró la santa misa. A las seis y media se
levanta la comunidad.
Por esta hora se unieron al grupo general los cuatro jóvenes que
habían huido la noche anterior. No atemorizados por la voz de " ¡alto!",
que los del pueblo les dirigían, corrieron monte abajo. Hasta que, ren-
didos, se tumbaron en un ribazo; así permanecieron hasta el amane-
cer. En vista de que nada anormal sucedía en el colegio, decidieron
regresar.
A las siete, vestidos los ornamentos rojos, se dirige el señor Ins-
pector a celebrar el santo sacrificio de la misa. Al momento de la co-
munión el celebrante se vuelve para decir unas palabras de fervo-
rín: "Esta ha de ser, hermanos, la comunión de la fe..." La emoción
le anudaba la garganta. Continuó con ideas propias de la ocasión: re-
cuerdos de catacumbas, el possumus de Santiago... No pudo terminar
su fervorín. La vehemencia de su palabra contagió al auditorio, que
(16) Gil Juan: Ms. 848, fol. 4-5; véase también Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 2; Bello Fernando:
Ms. 741, fol. 2; Cartosio León: Ms. 770, fol. 7; Bastardea Salvador: Ms. 737, fol. 34.
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10.3 Page 93

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rompió a llorar profundamente emocionado. El mismo don Felipe derra-
mó algunas lágrimas (17).
Después del desayuno comenzaron los preparativos para la marcha.
Del dormitorio se cogen mantas y ropas en algunos hatillos. De la des-
pensa se hacen provisiones: algún jamón, arroz, un saco de pacien-
cias (que servirían de pan), algunas frutas, chorizo..., cada uno fue car-
gando con algo. Y emprenden la marcha a campo traviesa, después de
recibir de nuevo la bendición de María Auxiliadora, impartida por el
señor Inspector.
La caravana se dirige a un bosquecillo, denominado La Balsa, lími-
te de la finca. Y en aquella alameda, con mantas, cuerdas y palos, im-
provisan sus tiendas de campaña para protegerse del sol.
Arriba, en casa, habían quedado con los enfermos el señor Inspec-
tor, don Miguel Lasaga, y don León Cartosio para responder ante las
milicias.
A eso de las once de la mañana llegan dos carretas de bueyes para
llevarse sábanas, mantas y hasta el gabinete de Física. Toda la ropa, /
los enseres de cocina y de refectorio, todo lo aprovechable para usos
domésticos, fue a parar al botín de los milicianos. Por supuesto se es-
meraron en dejar casi vacías las dependencias de la granja.
,^
Después de la comida, a eso de las tres, llega una orden de las mi- -
licias del pueblo, capitaneadas por el herrero. Los menores de edad
podían quedar en el colegio, bajo la protección del Comité Obrero de
Guadalajara; los demás debían abandonar inmediatamente la finca,
para su incautación.
La selección de menores se hizo atendiendo no a la edad, sino a '-"
la estatura y al aspecto infantil.
Los designados menores suben de nuevo a la casa. Algunos, sin
embargo, quedaban indecisos si permanecer en el colegio o ir con los
superiores. Hubo, pues, aún otra división en la que don Felipe desig-
naba. Finalmente, un buen grupo, en número de treinta y cinco, in-
cluidos los enfermos, quedaron en el colegio (18).
Los demás comenzaron un penoso éxodo a campo traviesa.
(17) Gil Juan: Ms. 848, fol. 4-5; Bastardea Salvador: Ms. 737, fol. 34; Vázquez Vicente:
Ms. 1.041, fol. 3; Crónica, Ach. N. S. M.; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 3 v.°; Callejas Fran-
cisco: Ms. 761, fol. 2; Cartosio León: Ms. 770, fol. 9; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 2.
(18) Crónica, Arch. N. S. M.; Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 35 y 42; Gil Juan; Ms. 848,
fol. 5; Alcántara Felipe: o. c., pág. 24; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 2; Hernández Emilio:
Ms. 868, fol. 3 v.° - 4; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 2; Cartosio León: Ms. 770, fol. 10; Alonso
Zósimo: Ms. 705, fol. 1; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 3; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 3.
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10.4 Page 94

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El último en abandonar la casa fue don Felipe, acompañado del
joven Juan Gil. Así narra éste aquellos angustiosos momentos: "El
señor Inspector llevaba un maletín que yo le cogí. Bajamos la cuesta
de La Balsa. En la bajada, don Felipe recitó el Sub tuum praesidium con
una unción y un fervor extraordinarios. Nunca juzgué tan oportuna
esta plegaria" (19).
6. Vida en el colegio
Los pequeños fueron recibidos con cierta curiosidad por los mili-
cianos. Los consideraron como estudiantes, eximiéndoles del apelativo
de frailes, que, desde entonces, sirvió para designar a los que ha-
bían abandonado la finca.
Apenas quedaron solos, les ponen una escarapela roja; se les toma
la filiación y les prometen enviarles de nuevo a sus casas una vez
restablecidas las comunicaciones entre las distintas provincias.
Terminada esta tarea se dio comienzo a otra sacrilega. Arrancan las
imágenes de sus nichos, despojan los altares y saquean la sacristía;
amontonan todo en gran pira y lo dan a las llamas. Para esta acción
de despojo pidieron ayuda a los estudiantes; pero se negaron rotun-
damente. No insistieron ni les coaccionaron.
Ante la puerta de la sacristía chisporroteaban, devoradas por las
llamas, las veneradas imágenes. Cebaron todavía la fogata con cuantas
sotanas encontraron en casa. Un miliciano las lanzaba desde una ven-
tana sobre la pira, que, a cada entrega, avivaba su llamarada.
Providencialmente se salvaron del fuego las mesas de los alta-
res y algunos ornamentos sagrados.
Después de estas escenas se disponen a derrocar la pequeña cruz
que coronaba la capilla, colocando en su lugar un trapo rojo (20).
Inmediatamente comenzó el recuento de los estudiantes. Lista en
mano, el secretario echaba sus cuentas. Vueltas y más vueltas al
papel; el número no coincidía. Manda pasar ante él uno a uno a los
muchachos. Tampoco daba exacto; faltaba uno. Los jóvenes con cier-
ta picardía le instan a que lea los nombres; ellos le dirían quién faltaba.
(19) Ms. 848, fol. 5.
(20) Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 43-44; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 3-4; Orive Ani-
ceto: Ms. 948, fol. 2; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 4; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 4;
Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 1-2; Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 2.
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10.5 Page 95

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El incidente rayó en la comedia cuando el secretario hizo patente
que era analfabeto.
Pero, en verdad, faltaba uno. Después de amenazarles con que se-
rían fusilados por haber dejado escapar al compañero, los dejaron en
paz.
El fugitivo logró reunirse con los superiores al atravesar el río.
Se les dio libertad para andar por los alrededores de la casa. Pero
sentían el vacío de los demás.
Llegó la hora de cenar. Los milicianos acercaron una mesa junto
a una encina y comenzaron su refección. Los jóvenes cenaron a parte,
en el comedor, en compañía de algunos milicianos.
Aquella noche fue triste para ellos. Se sentían solos.
Juntos, en el dormitorio, rezaron las oraciones ante un pequeño
crucifijo que encontraron. El joven sacerdote don Luis Soto, que había
quedado por enfermo, les dirigió unas palabras de buenas noches,
exhortándoles a sufrir con paciencia todas las contrariedades y a pedir
por los hermanos ausentes.
Y, confiados en la protección de María Auxiliadora, se acostaron.
Pero tal era la tristeza que la mayor parte se echaron vestidos.
Los milicianos que montaban guardia, de cuando en cuando, dis-
paraban a los árboles para entretener las horas de la noche. Otras ve-
ces subían por los dormitorios, produciendo un ruido infernal y vocife-
rando.
Durante la mañana del día 26, los milicianos se llevan muebles de
la casa y emplean a los estudiantes en diversos trabajos, siempre cus-
todiados.
Fue a la hora de comer cuando se oyeron ruidos de motor. Eran
milicias de Madrid que preguntaban por los frailes. Al saber que los
cobijados eran solamente estudiantes, se dedican a correr la casa bar-
botando mil barbaridades. Uno de ellos, vasco, les arenga en el come-
dor, prometiéndoles la felicidad en el paraíso comunista.
Al poco rato desaparecieron camino de Madrid (21).
Otro incidente vino a contrariar a los estudiantes, y pudo tener
consecuencias gravísimas. Cuando los milicianos efectuaron su primera
visita al colegio, el día 23, los superiores creyeron oportuno esconder
(21) Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 3; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 5; Bastarrica Salva-
dor: Ms. 737, fol. 46-47.
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10.6 Page 96

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alimentos en el bosque, cerca de La Balsa, por si llegaban a ser expul-
sados. Consistían en grandes trozos de tocino envueltos en sacos.
Los milicianos lograron enterarse, no se sabe cómo (22) y obliga-
ron a buscarlos a dos jóvenes, Eloy Vicente y Salvador Bastarrica. De-
trás, dos milicianos armados. Tardaban en dar con el escondite y los
milicianos comenzaban a impacientarse y a proferir amenazas.
Por fin, encontraron una parcela de tierra removida. Cavaron y
dieron con los sacos. Hubieron de cargar con ellos, manchándose de
grasa manos y vestido. Al llegar arriba se vieron en la humillación de
aguantar impasibles una lluvia de improperios. Les echaban en cara
aquel crimen, cuando ellos se preocupaban tanto por su defensa.
Aquella noche en nada se diferenció de la anterior. Los milicianos
subían por el dormitorio y tocaban la campana diciendo que había lle-
gado la hora de levantarse. Apenas si les permitieron dormir.
El día 27 trascurrió normal, hasta el atardecer (23).
7. Los exiliados
El otro grupo, en número de unos cincuenta, caminaban errantes a
campo traviesa.
No bien se hubieron separado de los pequeños, les cogió la angus-
tia de la indecisión. Don Felipe dispuso que cada uno pensara en cómo
poder arribar a sitio seguro. Algunos insinuaron caminar hacia la sierra.
Pero el señor Inspector desaconsejó estas propuestas. Sin negar los de-
seos de nadie, los disuade con gran prudencia. Unos pocos se escon-
den para poder unirse a los segadores, que iban por la vía hasta Zara-
goza: pero los superiores, atentos a cuidar del grupo, los incorporan a
los demás.
El señor Inspector envió a los hermanos Aranda para que gestio-
naran en Hita, su pueblo natal, la posibilidad de asilar a los cincuen-
ta salesianos. Juan Aranda y el clérigo Gil Delgado se dirigieron direc-
tamente al pueblo.
Isidoro pasa antes por el palacio de los marqueses de Heras, por
ver si los señores les pueden proporcionar hospedaje. Al llegar al ca-
serón supo que toda la familia de los marqueses estaba recluida en su
(22) Quizá los delatara el señor Ángel, como apunta Juan Gil. (Véase nota 3.)
(23) Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 47-48; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 4.
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propia casa. Las milicias se habían incautado del inmueble. Le die-
ron un tazón de leche y un pan grande, que llevó para engrosar los
escasos alimentos del grupo general (24).
Este a la sazón había cruzado ya el Henares. Con la idea de ale-
jarse de la finca se había pensado en atravesar el río. Don Miguel Lasa-
ga y Juan Gil se adelantaron en exploración. Encontraron a un hom-
bre que les preguntó quiénes eran. Pero, reconociendo al instante a
don Miguel, le espetó: "Usted es el director de los salesianos". Don
Miguel quedó sobrecogido.
Anochecía cuando llegaron al río. Su paso resultaba fácil, porque
llevaba poca agua. Vivían en zozobra de aventura. Los superiores se
mostraban preocupados.
Todos, bien dispuestos de palos y estacas para sondeo de la pro-
fundidad, vadean el río. Los últimos, don Miguel y don Felipe; éste a
hombros de un joven. En la otra orilla del río encuentran a dos sacer-
dotes, párrocos de Copernal y Heras. Quisieron asociarse a la comu-
nidad, pero don Felipe les persuadió para que se marcharan. No que-
ría cargar con la responsabilidad de serles ocasión de malaventura, o ser
los salesianos perjudicados por ellos que se sentían perseguidos.
Se pensó en caminar hacia Hita. Isidoro Aranda dirigía la carava-
na; conocía bien aquellos parajes y demostraba ser un excelente guía.
En dos horas de camino en la noche alcanzan un encinar. El coadju-
tor guía pretende llegar hasta Sopetrán, pero el cansancio rindió a mu-
chos y se ven precisados a descansar a la sombra de unos árboles. Pa-
san la noche en un declive (25).
Don Miguel Lasaga e Isidoro Aranda se dirigieron a Hita, con es-
peranza de encontrar algún refugio. Ya cerca del pueblo, don Miguel
se ocultó en un trigal; el coadjutor se acercó a su casa. Los encontró
a todos durmiendo. Ya habían llegado allí su hermano Juan y el clérigo
Gil Delgado. Ambos hermanos se contaron sus peripecias e impresio-
nes.
Los dos jóvenes, apenas separados del grupo, habían cogido el ca-
mino más derecho hacia el pueblo. Al llegar a un lugar del río donde
era necesario cruzarlo a remo, la mujer del barquero les dio las pri-
(24) Bello Fernando: Ms. 741, fol. 2; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 1-2; López Pudenciano:
Ms. 904, fol. 2; Aranda Juan: Ms. 712, fol. 1; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 2; Gil Juan: Ms. 848,
fol. 6; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 2.
(25) Gil Juan: Ms. 848, fol. 6; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Martínez Alfonso: Ms. 924,
fol. 1; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 2; Crónica, Arch. N. S. M.; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 2.
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meras noticias de la difícil situación en el pueblo. No podían caminar
sin un distintivo que les protegiera. Con un trapo rojo les hizo unas
cintas que les colgó de la solapa. Desde entonces buscaron las sendas
menos frecuentadas que llevaran a la aldea. Resultaba peligroso transi-
tar por carreteras o caminos harto conocidos y frecuentados.
Aún así, no les quedó más remedio que atravesar una importante
ruta, que lleva el nombre de camino real. Apenas avistada, a la dis-
tancia de medio kilómetro, pasó un automóvil de milicianos; al divisar
a los jóvenes les dirigieron el gentil saludo de dos disparos. La distan-
cia, la suerte o la providencia hicieron que erraran el tiro. Pero sirvió
de aviso a los fugitivos, que cambiaron al punto de dirección.
Por fin llegaron a casa. Naturalmente, toda la familia y los vecinos
les rodearon ávidos de noticias. Al mismo tiempo les pusieron al corrien-
te de la situación del pueblo. Era grave. La iglesia había sido saquea-
da y el tesoro robado; el cura párroco había tenido que huir a su pue-
blo natal. Todos vivían angustiados e invadidos de un agobiante re-
celo.
Los dos jóvenes no removían de su mente el recuerdo de los que
habían quedado en el río, en espera de contestación. Pero en el pue-
blo nadie se quería comprometer, y, por otra parte, tampoco había
muchas posibilidades. Aún las mismas familias se dividían. Aquella no-
che no les permitieron volver para llevar la respuesta.
Estando ya acostados llegó Isidoro, portador de la angustiosa situa-
ción de la fugitiva comunidad. Entonces se enteraron por la radio que
los nacionales se encontraban a veinticuatro kilómetros. Nada más se
pudo resolver en positivo.
Isidoro regresó al lugar donde le esperaba don Miguel, y antes del
amanecer ya se encontraban con todos (26).
La comunidad se había preocupado de buscar la posibilidad de
otros refugios. El señor Aizpuru y un acompañante anduvieron camino
de la vía en busca de lugar seguro para la acampada. Obtuvo resultado
valdío.
Para evitar sorpresas desagradables se montó la guardia. Uno de los
jóvenes que hacía vigilancia encendió la linterna, recibiendo por ello
una recriminación por parte de don Felipe; la luz delataba el campa-
mento.
La noche trascurrió sin otra novedad.
(26) Aranda Juan: Ms. 712, fol. 5; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 2.
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No había amanecido aún cuando prosiguieron la marcha, desan-
dando el camino de la noche anterior. Se dirigieron hacia el Sotillo en
busca de lugares recogidos, alertas y muy recomendados a mantener
el silencio para no acusar su presencia. Antes de salir el sol estaban de
vuelta junto al río. Se agazaparon entre la maleza y matorrales cada
uno como pudo, y así permanecieron todo el día.
Era domingo. Como no podían celebrar el santo Sacrificio, se cele-
bró lo que ellos llamaban misa seca, en honor de la Santísima Vir-
gen. Las demás prácticas religiosas fueron regulares.
Tumbados tomaron algún alimento de los que llevaba cada uno.
Pero las provisiones escaseaban;' por lo que los superiores recomenda-
ron no comer fuera del tiempo reglamentario.
Trascurrían las horas lentas entre prolongadas siestas y soñolientas
e interminables conversaciones con sus quiméricas cabalas y comenta-
rios sobre las noticias que se barruntaban. Algunos leían (27).
A últimas horas de la tarde don Felipe llama al señor Aizpuru y
a Isidoro Aranda; y los tres se dirigen a la estación del ferrocarril de
Humanes. Intentaban conseguir un permiso para ir por la vía camino
de Zaragoza; al mismo tiempo, poner un telegrama a Madrid y avisar
de la crítica situación que padecían.
Próximos a llegar, el señor Inspector ordenó a Aranda que perma-
neciera escondido. Si sucedía algo podía llevar la noticia a la comuni-
dad. El y el señor Aizpuru se adelantan.
"El caminero de la casilla próxima a la estación nos trató muy
agradablemente —relata el mismo señor Aizpuru—; pero más adelante,
en el camino, encontramos a otro que nos precedía y nos miraba con
muy mala cara.
Llegados a la estación, este caminero me obligó a quedar afuera.
Don Felipe penetró en el despacho del jefe y le pidió nos autorizara
a caminar por la vía. El factor de servicio, muy atento, respondió que
sus atribuciones terminaban en la estación, y que si nosotros, confiados
en la Divina Providencia nos adelantábamos hacia Zaragoza por la vía,
él no nos cortaría el paso de ninguna manera.
Apenas el caminero oyó la palabra autorización, gritó enfurecido:
—Nada de autorización. Con autorización o sin ella, frailuco que
venga, frailuco que se mata.
Y echó mano a la escopeta para fusilarme allí mismo. En aquel
(27) Gil Juan: Ms. 848, fol. 6-7; Crónica, Arch. N. S. M.; Arce José: Ms. 726, fol. 1; Diez
Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Cartosio León: Ms. 770, fol. 13-14.
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momento un empleado de la fábrica de harinas que linda con la esta-
ción se opuso a aquel innoble acto. Vinieron otros milicianos que no
se metieron para nada con nosotros. Atemorizado por la amenaza y per-
turbado por el pánico perdí el conocimiento, que recobré al aplicarme
un poco de éter.
Salió el señor Inspector del despacho y exclamó:
—Si ha de morir alguno que me maten a mí; pero que dejen ir a
los demás. Si alguno tiene la culpa, soy yo; los demás no tienen nin-
guna.
El jefe de estación contestó:
—Aquí no se ha de derramar la sangre de nadie, si es que yo pue-
do algo en esta estación.
Nos dio una taza de tila a los dos, y nos dejaron partir."
Don Felipe había dirigido el telegrama a Madrid. Según propio tes-
timonio, el telegrama, censurado por el Gobierno Civil de la Provin-
cia (llegó adulterado a su destino), dio a conocer el lugar en que se
hallaban los religiosos (28).
Entre tanto, el joven coadjutor Aranda estaba impaciente por la
suerte de los dos superiores.
"Fue una de las peores noches de mi vida —confiesa él mismo—.
A medida que trascurría el tiempo y no regresaban, me consumía la
angustia. Por momentos pensaba llegarme a la estación por ver qué
sucedía. Después me obsesionaba la posibilidad de que los hubiesen
matado; si yo iba, me matarían a mí también. Por fin se me ocurrió
volver adonde los demás y llevarme a otro conmigo para que inspec-
cionase mientras yo me aproximaba a la estación. Así lo hice. Cuando
cruzábamos el río escuchamos la voz de don Felipe que me llamaba."
Cinco horas habían trascurrido desde su partida cuando volvieron
a juntarse con los suyos, sin haber resuelto nada. Aquella fue noche
triste, angustiosa, agobiante.
Se refugiaron a la ribera del río entre los matorrales y junquillos.
Se reúnen los víveres y se renuevan los avisos de no comer a deshora,
pues el tiempo de estancia en aquella deplorable situación se revelaba
incierto. Cada uno pasó la noche como pudo (29).
(28) Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 2; Alcántara Felipe: o. c., pág. 25; véase también, Aran-
da Isidoro: Ms. 713, fol. 3; Gil Juan: Ms. 848, fol. 7; Cartosio León: Ms. 770, fol. 12; Bello
Fernando: Ms. 741, fol. 3.
(29) Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 3; Crónica, Arch. N. S. M.; Gil Juan: Ms. 848, fol. 7;
Pelaz Lucas: Ms. 953, fol. 2.
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11 Pages 101-110

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11.1 Page 101

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8. La detención
Nacía una nueva jornada llena de interrogantes.
De mañanita, el señor Inspector designó a Isidoro Aranda para
que volviera a Hita a ver si les habían procurado lugar para escon-
derse.
"Llegué al pueblo a eso de las diez de la mañana. Como resultaba
demasiado expuesto deambular por carreteras o caminos, atajé por
barrancales. En el pueblo me vi con el Teniente Alcalde. Le puse al
tanto de nuestra situación y le pedí que nos autorizara el acceso hasta
allí. Su respuesta fue satisfactoria; podíamos llegar tranquilamente."
Se acordó que podían guarecerse en una bodega preparada al efec-
to. La llegada se fijó para las dos de la noche (30).
Regresó Isidoro al río para anunciar lo acordado, escondiéndose
como a la ida. Al cruzar unos rastrojos fue visto por unos pastores, que
trasmitieron el aviso a las milicias. Estos pastores, percatados de la es-
tancia de los salesianos junto al río, les increpaban desde un alto-
zano:
—¡Fascistas! Iremos a buscaros (31).
Se decide hacer una sola comida en el día, a las cinco de la tarde.
El tiempo lo pasan rezando en pequeños grupos. No convenía juntarse
todos.
A media tarde, se ven repentinamente cercados por unos milicia-
nos provistos de diversas armas.
—¡Manos arriba!
Nadie se movió ante la amenaza. Al instante pretenden cachear-
les. Pero el estupor primerizo de los milicianos se trocó en confianza al
comprobar de quiénes se trataba. Estos hombres eran amigos de casa
y eso evitó una hecatombe. Algunos eran de Yunquera. Venía al frente
de ellos Alberto Bermejo (32).
Decían que buscaban a unos fascistas escapados de Guadalajara.
Enterados de la situación de los religiosos, les recomendaron salir de
(30) Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 3-4; Aranda Juan: Ms. 712, fol. 5.
(31) Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 4; Arce José: 726, fol. 1; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 2.
(32) Alberto Bermejo era vecino de Yunquera, aunque no natural de allí. Había llevado arren-
dadas las tierras del colegio, y al estallar el Movimiento intentó quedarse con ellas. Posteriormente
fue fusilado en Guadalajara.
—— 111 ——

11.2 Page 102

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allí por el peligro que corrían. Se compadecen de ellos y les prometen
ayuda.
Don Miguel se comprometió a acompañar a algunos milicianos,
para entrevistar al Gobernador de Guadalajara y exponerle el estado
precario de la comunidad. De común acuerdo se decide que fueran to-
dos.
Los condujeron en bloque al palacio de los marqueses de Heras (33).
Se les acomoda en la casa. Las señoras improvisan con trapos bra-
zaletes rojos y se los prenden en las mangas. Como no habían comi-
do, les llevan junto a la vaquería y les alivian con un poco de alimento
y un vaso de leche.
Los milicianos se procuraron unas camionetas en Yunquera. Solici-
taron los dos coches de los marqueses, que forzosamente pusieron a
su disposición, y, usando estos vehículos, enfilan todos hacia Guada-
lajara.
Al partir los coches surgieron los comentarios en la casa. Algu-
nos decían que los iban a matar; otros se lamentaban de la suerte de
los jóvenes, y la mayor parte hablaban contra la actitud de los mili-
cianos (34).
Atravesaban campos desolados y abandonados en período de re-
colección. Al paso por los pueblos los zaherían con insultos y les gri-
taban que debían darles el paseíto. Los religiosos, siguiendo la cos-
tumbre popular, adaptándose a las circunstancias, saludaban puño en
alto. Efectuaron una momentánea parada en Yunquera, donde los co-
mentarios de la gente se hicieron más agudos.
Al llegar a la capital, toparon con el espectáculo propio de la re-
volución. Milicianos y milicianas armadas deambulaban provocativos
por las calles. Algunos exhibían el correaje tinto en vino, y porfiaban
fanfarronamente que era sangre de los que habían matado en los com-
bates.
(33) Está situado este palacio a kilómetro y medio del pueblo del mismo nombre. Consta, en
forma simétrica cuadrada, de planta y piso, coronado por una terraza con amplio tragaluz en el
centro. En la parte posterior tiene adosados otros dos bloques de construcción que sirven de cocinas
y calefacciones uno, y de garaje y caballerizas el otro, separados por un patio.
La casona está rodeada de un gracioso jardín con verja. Anejos al palacio se encuentran los
edificios de la granja y las casas de los obreros que han de atender a las grandes posesiones de
los Marqueses. De este palacio se incautaron los rojos, haciéndolo cuartel general.
(34) Crónica, Arch. N. S. M.; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 4; Alcántara Felipe: o. c., pági-
na 25; Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848, fol. 7; Aranda Isidoro: Ms. 713,
fol. 4; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 2; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Pezuela Pedro, Ms. 959, fol 1;
Bello Fernando: Ms. 741, fol. 3.
— 112 —

11.3 Page 103

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La plaza del Gobierno Civil y calles que la circundan estaban ates-
tadas de gente que recibió a los salesianos con un saludo de silbidos,
insultos e imprecaciones.
Bajan de los vehículos y les alinean de dos en dos cara a la pa-
red, a lo largo de la acera del Gobierno Civil. Una hora permanecie-
ron allí expuestos a insultos y sarcasmos, custodiados por milicianos y
milicianas armadas que ejercían su honroso cometido entre insolentes
burlas y denuestos soeces, preguntas atrevidas y amenazas.
A un joven novicio le tentaban a blasfemar contra Dios. El heroica-
mente respondió:
—¿Por qué he de hacerlo, si Dios es infinitamente bueno?
De otros se mofaban porque no tenían las manos callosas, tachán-
doles de señoritos. De un tercero, porque estaba algo grueso; increpán-
dole con frases groseras de forma como: "Vaya comilonas y jamones
habrá engullido este tipo sin trabajar". Por el contrario al que tenía
las manos encallecidas le echaban en cara que era de manejar armas.
La chusma vociferaba en la plaza.
¡Hay que llevarlos a segar!
—¡Pobrecitos, cómo los tenían!, que les dé el aire, a ver si se les
quita el polvo del convento. Ahora van a saber lo que es trabajar...
Alguna miliciana se acercó a ellos. Al ver las cadenitas y medallas
que colgaban de sus cuellos exclamó:
—¡Qué ocasión! ¿Para qué dejarles escapar?
Preguntaban por el padre berrendo (querían decir reverendo) e in-
sistían machaconamente en quién era el superior. Ante las insistencias
de los guardianes, los jóvenes respondían con evasivas.
El señor Inspector y 'don Miguel, acompañados de algún milicia-
no, habían subido a hablar con el Gobernador. Molesto de verlos allí,
al oír las súplicas de don Felipe, contestó:
—Esté usted persuadido, padre, que mi situación es mucho peor
que la suya. Mi autoridad es irrisoria y mi vida pende de un hilo.
Daré orden para que les permitan volver otra vez a su residencia en
los mismos coches que les han traído. De momento no hay otra solu-
ción. Pero, cuidado, rehusen todo vehículo que no sea del Gobierno.
Bajaron los superiores y con celeridad ordenaron:
—A los coches, todos a los coches.
Entre las más execrables amenazas, logran subir a los vehículos.
El Alcalde de Yunquera, Francisco Beltrán, apodado el Pucherito tuvo
— 113 —
8.—

11.4 Page 104

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que darse prisa en despejar aquella peligrosa situación, por el enfure-
cimiento de la muchedumbre.
Mientras esperaban la orden de marcha, la chusma comenzó a pro-
clamar vivas a la F. A. I., C. N. T. y demás partidos de izquierdas. A
cada grito contestaban los jóvenes, llevados del entusiasmo de la su-
puesta libertad, o del miedo a las masas; por el terrorismo amenaza-
dor, o por el deprimente cansancio del cuerpo y del espíritu. Final-
mente lanzaron otro alarido sacrilego. Solamente las hordas contesta-
ron a este grito. Los jóvenes guardaron absoluto silencio (35).
9. Juntos de nuevo, pero detenidos
El viaje de regreso a Mohernando trascurrió sin novedad apa-
rente.
A eso de las siete de la tarde los bachilleres del colegio se alar-
man por un ruido de coches. Todos corren a esconderse, incluso los
mismos guardianes. Pero su sorpresa fue grande al comprobar que se
trataba de los exiliados. El encuentro fue apoteósico; hubo abrazos y
saludos efusivos.
En medio del alborozo general don Felipe se mantenía serio y
preocupado. Apenas llegados a casa pregunta:
—¿Cuántos coches han venido?
Recibida la respuesta, se dirige al director:
—Falta un coche.
Y luego, volviéndose a todos:
—Rezad por Andrés Jiménez y Cordeiro.
Ignoraban aún el terrible desenlace. Cuando a la mañana siguiente
llegó al colegio el secretario de Mohernando, Juan Hernández, don Fe-
lipe le preguntó por ellos. El secretario contestó que, aunque descono-
cía lo ocurrido, nada bueno se podía esperar de aquellos hombres (36).
Así reseña don José Arce la desaparición del coche:
(35) Crónica, Arch. N. S. M.; Gil Juan: Ms. 848, fol. 8; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Car-
tosio León: Ms. 770, fol. 15; Sánchez Mauricio: Ms. 1.007; fol. 1 v.°; Sanz Andrés: Ms. 1.010,
fol. 2; Parré José: Ms. 816, fol. 1; Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Gancedo Eduardo:
Ms. 828, fol. 1; Arce José: Ms. 726, fol. 1 v.°; Bello Fernando: Ms. 741, fol 3; Gil Juan: Ms. 848,
fol. 8; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 2; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 3; Martínez Alfonso:
Ms. 924, fol. 1.
(36) Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 5; Gil Juan: Ms. 848, fol. 8; Bastardea Salvador, Ms. 737,
fol. 48; Aizpuru Ildefonso: Ms. 697, fol. 1; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 3; Sanz Andrés: Ms. 1.010,
fol. 2; Martínez Alfonso: Ms. 924, fol. 1; Hernández Emilio, Ms. 868, fol. 4 v.°
— 114 —

11.5 Page 105

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"De regreso a Mohernando, los dos últimos coches que salieron
fueron el ocupado por don Andrés Jiménez y Eulogio Cordeiro, y el
ocupado por Mauricio Sánchez y yo. Forcejeaban entre los partidos so-
bre si conducirnos a Mohernando o a Madrid; pero unos milicianos
de la F. A. I. se adueñaron del primer coche, mientras el nuestro, sor-
teando los peligros de los controles en carretera, regresó finalmente al
Noviciado (37)."
A esta luctuosa noticia vino a añadirse la de que los mayores man-
tendrían en el colegio su calidad de detenidos; las cárceles de Guada-
lajara estaban repletas.
Y así eran considerados por los guardianes, que se empeñaban en
distinguir en la comunidad dos clases: la de los frailes y la de los es-
tudiantes, que no eran frailes. Los primeros debían habitar la casa
nueva, con la prohibición de salir de ella, salvo el tiempo en que no
fueran vistos por personas extrañas. En efecto, solamente bajaban a las
horas de las comidas. El dormitorio de los novicios se trasformó en
su calabozo.
Los pequeños continuaban en su privilegiada situación. De vez en
cuando recibían paternales consejos de los voluntariosos milicianos. Les
aseguraban que irían a Madrid y que allí lo pasarían muy bien con chi-
cas y con diversiones libres. Estas sugerencias producían en los jóve-
nes, la mayor parte novicios, una impresión desagradable.
En el dormítorio-cárcel se organizó la vida de comunidad. Aunque
tenían prohibido rezar en voz alta, se formaron grupos para hacer las
prácticas de piedad y se siguió celebrando la misa seca. Más o me-
nos vivían en tranquilidad; perturbada tan sólo por el angustioso so-
nido de las bocinas de los autos que llegaban al colegio.
Pasaban las horas entre oraciones y charlas.
Los días 29 y 30 trascurrieron como el día anterior, entre la ora-
ción, los sacrificios y los sobresaltos (38).
10. El asalto al colegio
El último día del mes de julio, rayando el mediodía, un pelotón de
milicias, fusil en mano, avanza por la parte de La Balsa, en plan de
(37) Ms. 726, fol. 1; véase también, Sánchez Mauricio: Ms. 1.007, fol. 1 v.°; Cordeiro Eulogio:
Ms. 783, fol. 2.
(38) Crónica, Arch. N. S. M.; Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848, fol. 8; Car-
tosio León: Ms. 770, fol. 18; Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 1; Callejas Francisco: Ms. 761,
fol. 5; Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 2.
— 115 —

11.6 Page 106

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ataque, y acordona el colegio en perfecto semicírculo, cada vez más es-
trecho. Al no encontrar resistencia, entran en casa y proceden a un
minucioso registro. Traían orden de requisar los animales de la granja,
aunque la chusma tenía muy diversas intenciones.
La vista de estas milicias supuso otro momento de terror para los
recluidos en el dormitorio, que fueron los primeros en apercibirse. La
misma sala y los lavabos contiguos se convirtieron en recintos sagra-
dos, en donde los sacerdotes oían confesiones e impartían la absolu-
ción.
Algunos milicianos que subían por la huerta encuentran en ella al
señor Aizpuru y a los jóvenes José Estévez y Francisco Callejas, que
recogían unas alubias verdes. Tras el clásico manos arriba y cacheo les
obligan a subir a la casa. En el registro personal, a uno de los jóvenes
le encuentran un crucifijo, por lo que recibieron un chaparrón de in-
sultos escogidos.
Ya todos arriba, los milicianos se dedican a la custodia de los pe-
queños y al expolio de la casa, aprovechando lo que no habían requi-
sado los del pueblo. Un miliciano pequeño, reviejo, con un cristal de
sus gafas roto, exhibió públicamente la custodia, parodiando una ben-
dición; alardeaba jactanciosamente que había sido seminarista. Expolia-
ron el gallinero y las demás dependencias de la granja, alegando que
servirían para dotar los hospitales de sangre, urgentemente necesita-
dos de carne.
El jefe de milicias, que lucía galones de sargento, con dos o tres
más, suben al dormitorio y pregunta por el responsable del grupo. Sin
hacerse esperar, se destaca el señor Inspector. Entre ellos se establece
un sencillo diálogo, nada arrogante. El jefe, un tal Romero, apodado el
Bala, pregunta a don Felipe por las circunstancias de la situación y
la declara insostenible.
Algún miliciano bravucón añade:
—Ahora que vayan bajando uno por uno esos frailes, que ya nos
encargaremos de ellos.
El sargento Romero cortó tajantemente:
—Aquí no se toca a nadie. Yo salgo responsable de todos y de
todo.
El señor Inspector le pidió excogitara un medio de trasladarlos a
Madrid. El se lo promete. Se interesan por armas y dinero, y con un
gesto muy marcial se retiraron.
"Yo estuve presente al diálogo —continúa don Juan Gil— y al
— 116 —

11.7 Page 107

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acompañar al jefe escaleras abajo, recibí un encargo para don Felipe,
dado con todo disimulo.
—Dile a don Felipe que lo he reconocido; pero no he creído con-
veniente presentarme. Haré todo lo posible por salvarles.
Yo volví a dar la encomienda. Don Felipe, visiblemente emociona-
do, rodeado de todos, declaraba en aquel momento la visible protec-
ción de María Auxiliadora. Aquel jefe de milicias resultó ser un anti-
guo alumno del colegio de Mataró, discípulo del mismo don Felipe y
padre de unos niños a quienes el señor Inspector había administrado
la primera comunión unos meses antes (39)."
El sargento ordenó al herrero del pueblo que se encargase de to-
mar la dirección a los que tuvieran familiares en Madrid. Y se marcha-
ron los milicianos, prometiendo volver al día siguiente para conducirlos
a todos a la capital (40).
11. Detenciones
Intención del sargento Romero fue el salvar al total de la comuni-
dad. Pero el retraso de dos días causó la separación de un grupo de
jóvenes juntamente con el director.
El día primero de agosto debían haber entrado en quintas los mo-
zos del reemplazo de 1936. En casa eran Juan Larragueta, Luis Martí-
nez, Esteban Vázquez, Florencio Rodríguez, Pascual Castro y Heliodo-
ro Ramos. Estaban inscritos en caja; pero, aunque ésta era la fecha le-
gal de incorporación, no habían recibido la citación oficial legal y ordi-
naria que siempre precede a la incorporación.
Muy probablemente, dadas las circunstancias en que vivían, ni se
dieron cuenta de la fecha, ni entre los jóvenes se comentó nada de
ello.
En la comida del día 2 se presenta en el refectorio un delegado
del Gobierno de Guadalajara, acompañado de varios milicianos. Traían
carta requisitoria de comparecencia de los citados mozos por "activida-
(39) Gil Juan: Ms. 848, fol. 10.
(40) Crónica, Arch. N. S. M.; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 5; Gil Juan: Ms. 848, fol. 10;
Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 3; Alcántara Felipe: o. c., pág. 25; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 7;
Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 6; Parré José: Ms. 816, fol. 1; Hernández Emilio: Ms. 868,
fol. 4 v.°; López Pudenciano, Ms. 904, fol. 2; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 4; Alonso Zósimo:
Ms. 705, fol. 2; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 4.
— 117 —

11.8 Page 108

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des políticas". A todos extrañó esta repentina aparición, y los prime-
ros sorprendidos fueron ellos.
"Yo ejercía entonces de sirviente de superiores —afirma don Juan
Gil— y recuerdo perfectamente que el señor Inspector se volvió a don
Miguel, sentado a su derecha, y le dijo:
—No puedes dejarlos solos, tienes que acompañarlos.
Don Miguel palideció; pero consciente de la responsabilidad de
su cargo y de la trascendencia del momento, replicó: "Donde vayan
ellos iré yo". Y los acompañó (41).
Salieron los jóvenes. El mismo delegado, al verlos, no pudo repri-
mir un gesto de contrariedad ante la tremenda injusticia.
Marcharon desprovistos de todo; suponían que, justificando el por
qué de no haberse presentado, volverían otra vez a casa para seguir el
curso legal.
No regresaron más. En una camioneta fueron llevados a la cárcel
de Guadalajara, donde morían asesinados con todos los demás presos,
el 6 de diciembre de aquel mismo año (42).
Era la segunda pérdida de salesianos que tenía la comunidad. Los
frailes del monte no estaban olvidados (43).
12. Camino de Madrid
Al día siguiente, día 3, cumpliendo su palabra, se presentan en
casa un grupo de milicianos al mando del sargento Romero, con va-
(41) Gil Juan: Ms. 848, fol. 9.
(42) Crónica, Arch. N. S. M.; Alcántara Felipe: o. c., pág. 25; Cartosio León: Ms. 770, fol. 19;
Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 4; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 7; López Pudenciano: Ms. 904,
fol. 2; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 3; Fernández Arsenio, Cordeiro Eulogio, Soneira Antonio, Pin-
tado José, reí. conj., Ms. 820, fol. 9.
(43) Los comentarios que los testimonios hacen de este suceso se reducen a lo siguiente. La
intención de las milicias del pueblo y de Guadalajara era encarcelar a toda la comunidad; siendo
esto imposible por el número tan grande, iban llevándose poco a poco a los que podían. Los nom-
bres de los salesianos llamados a filas les resultó fácil conseguirlos en el Ayuntamiento del pueblo,
del que sin duda salió el chivatazo de algún enemigo de la casa. Esta conjetura queda reforzada
por otro testimonio: el herrero del pueblo tomó las direcciones de los que tenían familiares en
Madrid, el día 1; el día 2 debía haber venido, según su promesa, el sargento Romero. Los de
Guadalajara, instigados por alguno del pueblo, que sabía habían de venir las milicias para condu-
cirlos a todos a Madrid, aprovecharon este recurso y arrestaron a los mozos. (Véase Gil Juan:
Ms. 848, fol. 8-9; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 2; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 4; Hernández
Emilio: Ms. 868, fol. 2). Hay que notar que en el expediente de Quintas, que obra en el Ayun-
tamiento de Mohernando, constan también como mozos del mismo reemplazo Vicente Rodríguez y
el fámulo Saturio Martín, que tampoco se presentaron y no fueron reclamados.
— 118 —

11.9 Page 109

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ríos vehículos, turismos y camiones. Venían para trasportar a Madrid a
toda la comunidad y con la intención de llevarse los animales que aún
quedaban en la granja. Todos se preparan para partir, arreglando sus
hatillos de ropa y algún libro salvado del incendio anterior.
Al salir del dormitorio para cargar las maletas en los coches, don
Felipe imparte a todos la absolución.
El señor Inspector y el señor Romero mantuvieron familiar con-
versación hasta la hora de la comida.
A mediodía se obsequió a los huéspedes, en amigable camaradería
con toda la comunidad, con el más abundante menú que las circunstan-
cias consentían. No se escatimaron las subsistencias de la despensa, en
la que imperaban ya los milicianos. La refección resultó muy ani-
mada.
Al final, algunos milicianos, de pie sobre los bancos del comedor,
pronunciaron arengas e invitaron a tocar y cantar los himnos republi-
canos. Los jóvenes realmente se encontraban muy poco duchos en músi-
ca y letra de tales himnos; y, una vez más, don Felipe supo salvar la
situación. Se sentó al piano y, con la maestría del gran profesor de
música, tocó la Marsellesa y el Himno del Riego, haciendo vibrar de
entusiasmo a todos. Eufóricos, puestos en pie, vitoreaban las Insti-
tuciones y hombres de la República.
Después de comer montaron como pudieron en los vehículos. Para
los pequeños habían traído un autobús, en cuya baca colocaron las
maletas. Algunos hubieron de acomodarse forzosamente en el camión
que llevaba las seis reses supervivientes de la granja.
Arrancaron los coches en medio de la alegría general, no exenta de
cierta nostalgia. En aquel momento, aquellos milicianos se habían cons-
tituido claramente en salvadores, y la perspectiva de ir a Madrid alegra-
ba todas las imaginaciones juveniles que avistaban ya su esperanzada
salvación.
Durante el recorrido fueron objeto de sorpresas, vejaciones e impro-
perios por parte de la chusma, que les reconocía como los frailes del
monte. Salvaban los diversos puestos y controles saludando puño en
alto. La primera parada, breve, fue en Guadalajara, para comunicar al
Gobernador que los trasportaban a Madrid. También en Alcalá de He-
nares los detuvieron. Hubo algún recelo, pero todo quedó felizmente
solventado.
De vez en cuando el sargento mandaba parar los coches para que
— 119 —

11.10 Page 110

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no quedara ninguno rezagado, procurando que ningún vehículo se des-
viara. La última parada se efectuó en Manuel Becerra (44).
Después de dos horas de molestísimo viaje llegaban a Madrid. Para
franquear sin peligro la capital se hizo preciso tumbarse en las camio-
netas. Pasados los controles sin salvedad, fueron conducidos a un cen-
tro de Izquierda Republicana. A falta de dependencias, los alojaron en
un invernadero existente en el patio de la casa (45).
Junto a las rejas del patio, a través de las cristaleras del inverna-
dero, se veía gente amotinada. Tuvieron que escuchar los religiosos una
serie interminable de sandeces, insultos y blasfemias, y los denostantes
gritos de la gente que pedía a voces que los dieran el pasetto.
Trascurrió una lenta espera de dos horas. Los jefes discutían y tra-
mitaban la situación de la comunidad, con visible incertidumbre por
parte de don Felipe. El sargento preguntó a sus jefes si los que te-
nían familiares en Madrid podían ser llevados a sus casas. Pareció más
prudente y menos comprometido conducirlos a todos a la Dirección Ge-
neral de Seguridad.
Dieron, pues, orden de montar de nuevo en los coches. Las mili-
cias populares ya se habían enterado que en aquel centro se alojaban
unos frailes. Mientras subían, varios milicianos armados hacían guar-
dia y custodiaban a los detenidos contra la turba arremolinada.
Fueron todos conducidos a la Dirección General de Seguridad. Los
(44) Crónica, Arch. N. S. M.; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 4; Hernández Emilio: Ms. 868,
fol. 6; Pintado José: Ms. 950, fol. 3; Cartosio León: Ms. 770, fol. 20-21; Gil Juan: Ms. 848,
fol. 11; Bastarrica Salvador: Ms. 737; fol. 2; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 3-4; Salan Olegario:
Ms. 1.004, fol. 4-5; Alonso Zósimo. 705, fol. 2; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 3; Pelaz Lu-
cas: Ms. 953, fol. 3.
(45) Este invernadero en la actualidad ya no existe. Se encontraba en los jardines del Palacio
de los Marqueses de Linares, hoy edificio de la Compañía Transmediterránea.
Los izquierdistas-republicanos se incautaron de dicho palacio y lo trasformaron en su cuartel
general. Tuvieron, sin embargo, la precaución de cerrar todo, excepto el piso primero que utili-
zaron para oficinas. Se han podido conservar así los valores artísticos del interior, como el mobi-
liario y cristalería que aún se ven marcados con las siglas "M. L."
El invernadero constaba de dos cuerpos similares a izquierda y derecha de la puerta de entrada
al mismo; ésta se orientaba al interior del jardín frente a la cascada que se encuentra en el centro
del patio. La parte posterior del invernadero corría a lo largo de la amplia verja que da a la
calle Marqués del Duero. Las cristaleras se levantaban alrededor de un metro del suelo,
montadas sobre una repisa de piedra, que remataba en las cuatro esquinas por sendos jarro-
nes ornamentales, también de piedra. El techo no era raso, sino bóveda achaflanada, con chasis
metálico. La puerta de acceso al interior era precedida por un par de escalones de piedra; y todos
los grandes ventanales estaban provistos de sus persianas para regular la luz y el sol en el recinto.
La puerta de entrada a los jardines forma bisel con Marqués de Duero. (Datos recogidos en el
lugar, y reconstrucción hecha por fotografías.)
— 120 —

12 Pages 111-120

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12.1 Page 111

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hicieron bajar de los coches entre una calle de milicianos armados que
impedían todo gesto a los curiosos que contemplaban el descenso. Se
vieron forzados a apearse de los vehículos saltando de ellos. Uno de
los jóvenes pide una silla que sirviera de peldaño al coadjutor don José
María Celaya, que se encontraba muy delicado de salud. Los milicia-
nos comienzan a blasfemar y a echar la culpa de la guerra a los frailes,
y concretamente a los de más edad; y a él, por creerle uno de los sacer-
dotes ancianos, le acusaban entre execrables blasfemias de haber enve-
nenado al pueblo con sus sermones.
A la puerta de la Dirección General aguardaba el sargento Rome-
ro, que hizo la entrega de los presos a los oficiales de la Dirección.
Les toman la filiación y las huellas dactilares, y les internan en los
sótanos. El sargento fue impedido de pasar más adelante, por no que-
rer soltar las armas que le hacían deponer los oficiales. El, muy digno
y arrogante, respondió:
—"Yo no dejaré las armas hasta que no se haya disparado el últi-
mo cartucho de la guerra y haya caído el último fascista (46)."
Los sótanos eran sucios, húmedos y fétidos. Estaban repletos de
detenidos zozobrosos, que esperaban definitivo alojamiento. Entre ellos
se encontraban otros religiosos en peores condiciones que los de la co-
munidad de Mohernando. Habían sido sorprendidos durmiendo la sies-
ta y no les habían permitido ni siquiera arreglarse. Varios se presen-
taban descalzos y en camisa.
Sobre las nueve les bajaron la cena. Consistió en unas alubias blan-
cas servidas de una casa de comidas por un camarero con chaquetilla.
La cena era colectiva, para quienes tuvieran recipiente para recibirla, y
escasa para el número de presos que se hacinaban en el recinto. Mu-
chos no quisieron probar bocado, por la situación sicológica del mo-
mento y el miedo de que estuviera envenenado.
Agobiados de cansancio se fueron sentando y tumbando por el sue-
lo v las escalerillas. Noche agitada. Ninguno tenía esperanzas de sa-
lir de allí con vida. De vez en cuando volvían a abrirse las puertas para
descargar nuevas redadas de presos o nombrar a algunos que salían con
destinos desconocidos.
Cada preso contaba sus peripecias; y se hacía comentario a todas
(46) Crónica, Arch. N. S. M.; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 8; Gil Juan: Ms. 848, fol. 11-12;
Bello Fernando: Ms. 741, fol. 5; Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 2-3; Salan Olegario: Ms. 1.004,
fol. 5; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 4; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 5; Callejas Francisco:
Ms. 761, fol. 8.
— 121 —

12.2 Page 112

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las noticias buenas o malas que llegaban por conducto de los dete-
nidos.
Entre todos los presos destacaban los soldados del Campamento
de Carabanchel. Allí esperaban su última suerte que no podía ser muy
halagüeña. Cantaban y gritaban aquellos pobres, pero valientes jóve-
nes, intentando ahogar en un desesperado abrazo de camaradería, la
amargura y el desconsuelo de aquellas últimas horas. Algunos se con-
fesaron con don Felipe.
A eso de las tres de la madrugada irrumpe un oficial con una lis-
ta. Comienzan a escucharse los primeros nombres de salesianos; angus-
tiados abandonaban el recinto por lo duro de la situación y con el áni-
mo encogido por su problemático destino.
De vez en vez, en diferentes remesas, fueron evacuados todos los
salesianos, ignorantes los unos de la fortuna de los otros (47).
13. El colegio
Libre ya de los religiosos el colegio de Mohernando, vino a tras-
f orinar se en cuartel general de milicias.
Cuando las tropas nacionales absorbieron Guadalajara, se aprove-
chó para instalar en él el Cuartel General del Estado Mayor de la
XII División. .-!
'
.-
,
Acabada la contienda bélica, don Felipe Alcántara y don José La-
saga visitaron varias veces el colegio para acelerar los trámites de la
recuperación.
El día 31 de mayo de 1939 la casa de Mohernando resucitaba a la
vida salesiana (48).
(47) Crónica, Arch. N. S. M.; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 6; Gil Juan: Ms. 848, fol. 12;
Cartosio León: Ms. 770, fol. 21-22; Bello Fernando: Ms. 741, fol. 5; Bastarrica Salvador: Ms. 737,
fol. 2; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 5; López Pudenciano: Ms. 904, fol. 3; Callejas Francisco:
Ms. 761, fol. 9; Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 2-3.
(48) Crónica, Arch. N. S. M.
— 122 —

12.3 Page 113

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El preludio de la revolución tuvo en Santander las mismas caracte-
rísticas que en el resto de España.
En las elecciones de febrero, los elementos de orden lograron una
gran mayoría de votos, tanto en la capital como en la provincia.
Cinco fueron los diputados derechistas que enviaron los montañe-
ses a las Cortes. Frente a esos cinco, las masas llamadas populares lo-
graron las actas pertinentes para dos de sus corifeos.
El triunfo del Frente Popular tuvo sus inmediatas manifestaciones
en la Montaña. La velocidad inicial alcanzó en breve plazo un ímpetu
arrollador. Surgieron las luchas violentas en las calles. Se multiplica-
ron las huelgas; se buscaba por el Frente Popular cualquier pretexto
para organizar manifestaciones.
Y surgió también en Santander la masa infantil envenenada y ren-
corosa. Algunos grupos escolares, después de ser arrojado el crucifi-
jo de las escuelas, llenaron el aire de canciones de odio; y, por manda-
to de sus maestros, engrosaron las filas de los "pioneros" marxis-
tas.
Menudeaban los atentados. "La situación es insostenible", comen-
taba el pueblo. Pero reinaba en el ambiente como una resignación co-
lectiva.
Era comandante de la Plaza el coronel don José Pérez García Ar-
guelles, de probada ideología derechista y brillante hoja de servicios.
Su adhesión al Movimiento se tenía por descontada desde el princi-
pio. El señor Pérez García demostró desde el primer momento un alto
espíritu patriótico y aseguró que la guarnición de Santander .secun-
daría decididamente el Movimiento.
El día 18 de julio aparece todo normal en la ciudad. Los periódi-
cos, bajo estrecha censura, publican las primeras noticias sobre el Alza-
miento. Arde la ciudad en comentarios de todo género. Se extienden
los rumores sobre sucesos ocurridos en otras provincias. Pero lo cierto
— 123 —

12.4 Page 114

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es que nadie sabe nada concretamente. Todo son conjeturas, y la des-
orientación impera en los dos bandos.
Por fin, el Gobernador logra conferenciar telefónicamente con Ma-
drid, que confirma la versión "oficial" de los sucesos. A la vez, reco-
mienda a las autoridades frentepopulistas de Santander que tomen las
precauciones pertinentes para impedir que la guarnición santanderina
pueda seguir el ejemplo del ejército de África.
A instancias del Gobernador, con el ruego de que acudieran al Go-
bierno para "cambiar impresiones", el coronel Pérez García se trasla-
da al despacho de la primera autoridad civil de la provincia. Allí se
encuentra rodeado por los dirigentes frentepopulistas.
Se le requiere para que manifieste su opinión sobre la actitud de
la guarnición a su mando. El señor Pérez García comprende la encerro-
na y sale del paso con una evasiva. "El regimiento de su mando man-
tendrá inflexible la disciplina y cumplirá en todo con su deber."
Enlaces civiles presionan ante el coronel para que declare el estado
de guerra. Pero él se coloca en una situación indecisa. Alega que pre-
cisaba ordenanza superior. El día 19, de la colindante ciudad de Bur-
gos donde había triunfado el Movimiento, le apremiaban telefónica-
mente para que declarase el estado de guerra. Pero el coronel Pérez
García se mantuvo en su inexplicable indecisión.
La situación comenzaba a ser dramática. De la Casa del Pueblo se
vieron salir hombres armados con pistolas y bombas de mano. Se pa-
ralizó todo el tráfico en Santander. Fue inútil que el propio coronel ad-
virtiera que en la cuesta de la Atalaya comenzaban a levantarse barri-
cadas.
La indecisión del coronel Pérez García Arguelles malogró definiti-
vamente el Alzamiento en Santander.
La valiente decisión posterior fue sofocada. El coronel, al ver que
aumentaba progresivamente el hervor revolucionario, se dirigió al Go-
bierno Civil para entablar nuevas gestiones. Allí fue detenido en el
acto. Pocos días después era conducido prisionero al vapor Alfonso Pé-
rez, anclado en la bahía y utilizado como cárcel flotante.
Fuerzas republicanas, procedentes de Santoña, se apoderaron del
cuartel de Infantería, donde cundió el desánimo y la desorientación en-
tre los jefes y oficiales, impotentes para resistir la avalancha roja (1).
(1) Arrarás Joaquín: o. c., vol. VI, t. 27, págs. 405-412.
— 124 —

12.5 Page 115

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Dos colegios tenía la congregación salesiana en la ciudad de San-
tander. El más antiguo era el Oratorio Don Bosco, fundado en 1892,
estaba situado en la calle Viñas, número 7; por lo que vulgarmente se
denominaba Colegio de Viñas. Funcionaban en él unas escuelas ele-
mentales con alumnos externos, y la Asociación de Antiguos Alum-
nos.
El Instituto de María Auxiliadora, de más rango, se abrió en 1907.
Contaba con escuelas elementales y Comercio para alumnos internos
y externos. Estaba enclavado en el antiguo paseo del Alta, hoy Paseo
del General Dávila. Tomó la denominación de Colegio del Alta,
título que ha conservado hasta nuestra época.
— 125 —

12.6 Page 116

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i. Instituto de Marín Auxiliadora,
1. La Mutua Escolar Cantábrica
Al comenzar el curso 1935-1936, puestos a salvar las apariencias, se
determinó constituir la Mutua Escolar Cantábrica, que supliera ante la
sociedad civil al hasta entonces Instituto de María Auxiliadora.
Fue nombrado como director de dicho centro el antiguo alumno
salesiano don Lauro Ibáñez, de manifiestas tendencias izquierdistas. Y
como presidente don Rodrigo Guate, también antiguo alumno.
Los registros escolares, hojas de exámenes, libros de cuentas, fac-
turas, registros, iban encabezados con el título de Mutua Escolar Can-
tábrica. Firmaban dichos documentos el presidente y el director.
Ambos, aunque de opuesta ideología política, se entendían a la per-
fección, y parecían dispuestos a apoyar a los salesianos en circunstan-
cias tan ambiguas.
El director salesiano, don Jesús Marcellán, pasaba ante el público
como capellán del colegio; y los demás sacerdotes y religiosos, como
profesores (1).
A primeros de mayo de 1936 llegó al colegio el aviso de una ins-
pección de enseñanza. Como medida de prudencia los sacerdotes y clé-
rigos cambian el traje talar por el de paisano. Hasta los alumnos de-
bieron percatarse de la necesidad y significado de este cambio. Extra-
ñeza y melancolía en sus rostros, sin pizca de sonrisa y sí de mucho
respeto, fue el impacto que causó en los colegiales la nueva indumen-
taria de sus profesores.
Llegó el inspector de enseñanza. Cautela y un poco de miedo por
parte de los salesianos que ignoraban la personalidad e ideología de
aquella autoridad.
Revisó los libros de administración, registros escolares, programas
de estudio, horarios de clases. Ante las explicaciones de profesorado,
él repetía con frecuencia: "No se preocupen, esto es pura formalidad".
Y hasta llegó a afirmar: "Un buen pedagogo sabe aprovecharse hasta
de las matemáticas para inculcar a los alumnos la idea de Dios" (2).
(1) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 1; .Barcena Jesús: Ms. 706, fol. 1; Riesco José:
Ms. 972, fol. 8.
(2) Este Inspector, llamado Virgilio, fue tachado de derechas y sufrió detención y encarce-
lamiento por el Frente Popular. (Cfr. Rodríguez Pedro: Ms. 985, fol. 1; Marcellán Jesús: Memo-
rias, I parte, fol. 2.)
— 126 —

12.7 Page 117

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La inspección resultó favorable. El visitante quedó complacido. Con
verdadera delicadeza afirmó que todo lo encontraba en regla, y aseguró
que veía difícil que clausurasen el centro por tratarse de una Mutua
Escolar legalmente instaurada y perfectamente constituida, gobernada
y dirigida por elementos civiles (3).
Continuaron las clases tranquilamente hasta la clausura del curso
escolar, sin otros inconvenientes que el hormigueo reinante en toda ia
Península.
Los internos marcharon a sus hogares. Quedó únicamente en el co-
legio la comunidad salesiana con unos cuarenta alumnos (4).
2. Las colonias veraniegas
El 9 de julio, con destino a la Mutua Escolar Cantábrica, salían
de la capital de España unos ciento trece niños en colonia infantil. Es-
taba organizada por la Asociación de Padres de Familia.
Al frente de la expedición venían cuatro salesianos, estudiantes de
Teología, que pasaban como maestros nacionales. Eran estos don Ino-
cencio Rodríguez, don José Riesco, don Lorenzo Martín y don Juan
Aniano González. La edad de los chicos oscilaba entre los nueve y los
catorce años. Pertenecían a familias humildes; requisito necesario para
poder disfrutar de la colonia.
Abandonan Madrid entre huelgas generales y manifestaciones calle-
jeras.
Durante el viaje, los distintos grupos de obreros ferroviarios salu-
daban puño en alto a los viajeros del convoy. En Reinosa, un contratiem-
po vino a enfrentar un grupo de obreros con los encargados de la
expedición. Un pequeño imprudente había contestado brazo en alto al
saludo comunista. Insultos, imprecaciones y palabras soeces cayeron
sobre los expedicionarios. El salesiano Lorenzo Martín salió por los
fueros de la justicia, proclamando la libertad de pensamiento y de sa-
ludo. Esta defensa exacerbó más a los obreros, que redoblaron la sarta
de insultos y groserías. Y hasta se permitieron arrojar piedras contra
los chicos. Afortunadamente el tren arrancó. Así se zanjó una disputa,
cuyos resultados hubieran podido ser lamentables.
(3) Marcdlán Jesús: Memorias, I parte, fol. 2; Rodríguez Pedro: Ms. 985, fol. 1.
(4) Barcena Jesús: Ms. 736, fol. 1.
— 127 —

12.8 Page 118

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Con este motivo, los salesianos amonestan a los muchachos para
evitar posibles disgustos ulteriores (5).
En la estación de Santander esperaba a los veraneantes don Jesús
Marcellán. Ya en casa, les acomodó convenientemente.
Se comenzó por organizar el horario veraniego. Por la mañana,
después de la misa y del desayuno, tenían alguna clase. Más para en-
tretenimiento que para alardear de cultura.
Si el día se presentaba bueno, a media mañana, salían a la playa de
El Sardinero. Este refrigerio marítimo era considerado el mejor mo-
mento de la jornada, por lo mucho que disfrutaba aquella muchacha-
da madrileña, cuya mayoría admiraba por primera vez el mar.
Alrededor de las doce y media regresaban a casa, para tributar el
mejor honor que puede hacerse a la comida colegial, casi cuartelera. Y
luego, la siesta. Jamás bien vista por los chicos; pero pesaba el cum-
plimiento de la prescripción médica.
Después de la merienda salían de paseo, si el tiempo lo permi-
tía. De lo contrario, el salón de juegos abría sus puertas de par en
par (6).
Las fuerzas de toda la comunidad se aunaron para hacer pasar a
los colegiales una estancia sana, agradable y feliz.
Todo dentro del colegio se desarrolló normalmente hasta el día
18 de julio. El mismo día 18 no hubo nada de particular, excepto los
rumores de que el ejército se había sublevado en Marruecos.
Un fontanero, que arreglaba el depósito de aguas del colegio, comu-
nicó al director la noticia del Alzamiento. Pronto pudieron comprobar-
lo por la radio, aunque algunas emisoras trataban de desmentir o res-
tar importancia al acontecimiento.
Supieron también que las tropas de la ciudad estaban acuartela-
das. Un salesiano que cumplía el servicio militar en la ciudad, pudo
ir a comer por última vez con la comunidad.
El día 19, domingo, varios mandos del cuartel, situado al lado del
colegio, pasaron a observar el precepto dominical a nuestra iglesia. El
director saludó a algunos conocidos, que le confirmaron la noticia.
(5) Riesco José: Ms. 972, fol. 1-3; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 1; Marcellán Jesús: Me-
morias, I parte, fol. 2; Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 1.
(6) Riesco José: Ms. 972, fol. 3-5.
— 128 —

12.9 Page 119

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3. Una situación delicada
Los niños de la colonia notaron que algo raro estaba sucediendo.
Su mayor preocupación venía de no recibir contestación a sus car-
tas.
Los salesianos, desorientados por los acontecimientos, trataban de
ocultarles la verdad, y les aseguraban que en Madrid se había decla-
rado una huelga general y ferroviaria.
Pero la realidad se presentó muy otra.
Los muchachos comienzan a hacerse con periódicos, a pesar de las
prohibiciones y vigilancias de los asistentes. Reunidos en corrillos co-
mentan el extraño movimiento de hombres armados por la calle y co-
ches descubiertos cargados de milicianos.
Los mayorcitos se inquietan y se retraen de los superiores, y aún
de los demás compañeros, que permanecen adictos a sus asistentes y
desaprueban los actos de indisciplina que cometen sus compañeros.
Se les ve relacionarse con gente extraña a la colonia y sospechosos
de ideas opuestas a la Asociación que les patrocinaba y costeaba el ve-
raneo. Y, a espaldas de los superiores, celebran reuniones clandestinas
en los sótanos del colegio.
Para eludir tales inconvenientes, los paseos se limitan a la playa y
por la mañana. Los pocos días que se les presentaba ocasión de salir
por la tarde, lo hacían a pueblos cercanos, para suprimir todo contac-
to con la ciudad (7).
A través de la Cruz Roja se recibió una carta de Madrid, dirigida a
un muchacho que por su rostro tostado y negruzco le apodaban el
Abisinio. La carta procedía de sus padres. Se expresaba más o me-
nos en estos términos: "Aquí en Madrid hemos sofocado el levanta-
miento de esos traidores fascistas. Yo estoy de jefe de una ametralla-
dora situada en una alta terraza... Y por suerte han desaparecido los
curas, frailes, monjas y toda esa ralea. No se ve ni uno; parece que se
los ha tragado la tierra..."
Ante estas circunstancias se tomaron medidas especiales con cua-
tro de aquellos mayores. Entre ellos se encontraba el Abisinio. Se les
llamó al orden con severidad. Se les prohibió terminantemente tratar
con los extraños a la colonia; durante cuatro días se les privó de par-
ticipar en juegos y competiciones, y se les recluyó en el estudio.
(7) Riesco José: Ms. 972, fol. 10-13; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 1 v.°; Matcellán
Jesús: Memorias, I parte, fol. 3; Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 2.
— 129 —
9,-

12.10 Page 120

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Así se suavizó la situación.
A pesar de todas las cautelas y represiones, los chicos se enteraron
del estallido de la guerra. Varios registros efectuados en el colegio vi-
nieron a confirmarles estas sospechas.
El primero tuvo lugar el día 27 de julio. Dos tipos sospechosos
se presentan, pistola en mano, requiriendo hacer un registro minucio-
so del edificio. Aseguraban que en los fosos del teatro se escondían ar-
mas.
Primeramente se dirigen al teatro, de donde se llevan todos los
trajes viejos de soldados y varios fusiles de madera que se usaban en
las representaciones teatrales. Nada había que pudiera comprometer
a la comunidad.
Sucedieron otros registros de milicianos, siempre armados. Uno de
ellos cuando los chicos se encontraban rezando en el dormitorio las
oraciones de la noche. El director ordenó inmediatamente la suspen-
sión de los rezos; pero no fue posible evitar que los visitantes se per-
cataran de que aquella colonia madrileña residía en un colegio de frai-
les (8).
4. Dispersión de la comunidad y nueva compañía
La situación se agravaba día a día.
La comunidad desarrollaba vida normal. Pero pasado el primer
mes comenzaron a sentirse escaseces y penurias. Por otra parte llega-
ban noticias alarmantes sobre la suerte de otros religiosos.
De acuerdo con el director, los salesianos fueron saliendo en busca
de lugares más seguros, en pensiones o familias conocidas.
Don Andrés Gómez se ocultó en una fonda. El coadjutor, don An-
tonio Cid, partió para Bilbao; en Basurto tenía unos parientes. El
señor catequista, don Rómulo Laita, buscó refugio en casa de sus
hermanos. Don Restituto Oniga, consejero, fue a Baracaldo. El mis-
mo director, don Jesús Marcellán, se retiró a casa de don Lauro Ibá-
ñez.
Quedaron todavía en el colegio algún tiempo más el sacerdote, don
Pedro Rodríguez y los coadjutores don Agustín Septién y don Jesús
Barcena; más tarde encontraron alojamiento en familias de alumnos
(8) Riesco José: Ms. 972, fol. 11 y 12 bis; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 1 v.°; Marcellán
Jesús: Memorias, I parte, fol. 3-4; Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 2.
— 130 —

13 Pages 121-130

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13.1 Page 121

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del colegio. Menos tiempo permaneció don Andrés Aparicio; a los po-
cos días partió para el frente y de allí se pasó a los nacionales (9).
Trascurrido el primer mes, la colonia infantil comienza a sentir pe-
nuria. Las reservas se consumían. Se hacía urgente la necesidad de re-
poner ropa y calzado.
Para las primeras necesidades se fueron consumiendo los víveres
del economato del colegio. Más tarde recibieron una pequeña ayuda
de asistencia social. Realmente el presupuesto estaba agotado (10).
A finales de agosto, las autoridades frentepopulistas se incautan del
colegio. Don Lauro Ibáñez y con él dos delegados del Gobierno de
Santander visitan el centro. Se entrevistan con don Inocencio Rodríguez,
teólogo director de la colonia, y le enteran que desde aquel momento
el inmueble pasa a disposición y servicio del Gobierno Republicano
Santanderino. Las colonias serían respetadas hasta el momento de eva-
cuar a los niños. Pero desde aquel día ninguna persona podrá visitar ni
relacionarse con los chicos, sin presentar un pase o permiso del Frente
Popular.
Por estas mismas fechas fueron también incautados varios colegios
de la ciudad. Entre ellos el colegio de San José, regentado por Herma-
nas de la Caridad (11). A la sazón, este colegio se encontraba también
ocupado por una colonia de niñas madrileñas.
Por orden del Gobierno las cuarenta niñas que formaban la colonia
fueron trasladadas al colegio salesiano, para que el Comité pudiera dis-
poner del inmueble.
Acompañaban a las niñas dos religiosas, vestidas de seglares, y una
señorita. Se aposentaron en el segundo piso. Los niños permanecieron
en el primero. También el patio y el comedor se dividieron en dos, de
modo que entre unos y otras no existía contacto alguno.
Cuando tenían lugar los encuentros futbolísticos de los muchachos,
las chicas, desde la balaustrada del patio, animaban a su equipo favorito,
con lo que los muchachos se enardecían. Ellas, por su parte, también
se dejaban advertir, y a veces admirar, en sus juegos y canciones (12).
(9) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 4; Rodríguez Pedro: Ms. 985, fol. 2; Laita Rómu-
lo: Ms. 895, fol. 1; Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. "I; Riesco José: Ms. 972, fol. 8.
(10) Riesco José: Ms. 972, fol. 12; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 2; Martín Lorenzo:
Ms. 914, fol. 1.
(11) Algunos testimonios hablan de salesianas; pero es inexacto. Las Hijas de María Auxiliadora
tenían sus colonias de niñas en Santoña.
(12) Riesco José: Ms. 572, fol. 13; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. J. v.°; Rodríguez Pe
dro: Ms. 985, fol. 3.
—— 131 ——

13.2 Page 122

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5. Nuevas actividades coloniales
Ya metidos en septiembre, se vio la necesidad de intensificar la ac-
tividad de la colonia. Aumentaron las clases de por la mañana. Clases
variadísimas que no supusieran apenas esfuerzo por parte de los alum-
nos. Se incrementaron también los juegos. Y para que no perdiesen es-
tímulo e interés, cada diez días comenzaban nuevos campeonatos, tanto
de juegos al aire libre como de salón; y cada vez con más y mejores
trofeos.
Todo esto arrastraba consigo esfuerzo y sacrificio por parte de los
salesianos encargados. Se desvelaban por la buena marcha de la colo-
nia. Y, sobre todo, cuidaban con paternal solicitud del bienestar de
cada muchacho. Labor por demás difícil, cuando también se echaban
de menos las columnas del sistema educativo salesiano, los sacramen-
tos.
Para solaz dominical de niños y niñas, los salesianos prepararon al-
gunas piezas teatrales. Ayudaban a los encargados de la colonia los
demás salesianos que venían al colegio en determinadas ocasiones.
Se consagraron profesionales de las tablas el señor Barcena y el se-
ñor Septién, que fueron aplaudidos y admirados. Don Rómulo Laita ac-
tuaba de pianista en las zarzuelas y escenas musicales.
Este elemento educativo, que tan gran papel ha jugado en la pe-
dagogía salesiana, cumplió a la perfección su cometido en aquellas pe-
nosas circunstancias. Además del entretenimiento, se sacaba gran par-
tido de tales representaciones; los muchachos participaban en ellas ac-
tivamente y su actuación era jaleada por los pequeños espectadores.
También las niñas prepararon en alguna ocasión su zarzuela, muy
bien trabajada y no menos aplaudida por todo el público infantil (13).
Las colonias habían venido por un mes y ya finalizaban los meses de
verano sin retorno. Se apreciaba ya entre los niños un apunte de ner-
viosismo y naturales anhelos de volver a los suyos. El bloqueo de no-
ticias hacía la situación mucho más penosa todavía.
Sobrevinieron el hastío y el cansancio de los campeonatos. Las fuer-
zas de los mismos salesianos se agotaban por la prolongada tensión ner-
viosa que debían mantener.
Entrado de lleno septiembre, la jornada de luz natural decrecía. Dos
largas horas separaban las últimas luces -y el momento de la cena. Dos
(13) Riesco José: Ms. 972, fol. 14-18; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 1 v.°
— 132 —

13.3 Page 123

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largas horas en las que se hacía necesario mantener la actividad de los
chicos.
Se determinó llevarles al salón de juegos. Dos asistentes queda-
ban con ellos. Los otros dos salían a dar un paseo que sirviera de se-
dante.
No faltaron incidentes desagradables. Una de aquellas monótonas
noches, mientras los demás muchachos jugaban, algunos mayorcitos se
dieron a destrozar juegos, a molestar inconsideradamente a los peque-
ños y a llevar a efecto actos de verdadero gamberrismo. Inmediatamen-
te les sobrevino un severo castigo.
Frente a la rebeldía de algún muchacho, el asistente, preso de im-
paciencia, la emprendió con él a golpes. La excitante tensión y el ner-
viosismo alteraron considerablemente al joven salesiano. Por este mo-
tivo pidió la exención de tal incumbencia. Pasados ocho días, todo
volvió a la normalidad (14).
6. La evacuación
A finales de septiembre, un alto personaje visitó el colegio. Se pre-
sentó como Delegado de Educación de Santander. Gestionaba el tras-
lado a Madrid de todas las colonias residentes en la provincia. La casi
totalidad procedían de la capital de España y de sus alrededores.
La evacuación se efectuaría a través de la Cruz Roja Internacio-
nal. Resultó fácil la salida de los pocos muchachos que pertenecían a
Asturias. Todas las colonias procedentes de Madrid serían conducidas
primeramente a Francia.
El Frente Popular se interesó por el número de niños y niñas re-
sidentes en nuestro colegio y por la condición de sus instructores y
encargados. Sólo en el caso de ser maestros afiliados al Frente Popu-
lar podrían acompañar a los niños.
Llegó e] 10 de octubre, día prefijado para la evacuación. Una or-
den citó a todos los niños y niñas coloniales de Santander en Laredo.
De allí serían embarcados para Francia.
Por razones de disciplina los salesianos acompañaron a los chicos
hasta el pueblo. En la playa se hacinaron centenares de niños y ni-
ñas procedentes de diversas colonias santanderinas y de diferentes pro-
vincias españolas, principalmente de Madrid.
(14) Riesco José: Ms. 972, fol. 19-20.
—— 133 ——

13.4 Page 124

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Procedentes de Santoña, se concentraron también en aquella locali-
dad un grupo de treinta y seis chicas madrileñas, hijas todas ellas de
empleados del Banco Español de Crédito. Venían dirigidas por dos
Hijas de María Auxiliadora, sor Francisca Sánchez y sor Ambrosina
Volpati, camufladas de maestras seglares. Al amparo de este camuflaje
pudieron infiltrarse entre las maestras enroladas para acompañar a las
niñas a Burdeos.
La alegría esperanzada de poder abrazar a padres y familiares, des-
pués de varios meses de ansiosa espectación, hizo menos penosa la es-
pera del barco.
A mediodía, cada agrupación hizo uso de la comida preparada al
efecto. Pero el barco retrasaba más de lo previsto. Llegaba la noche y
el vapor aún no daba señales de arribo.
Comenzaron las impaciencias, incrementadas por el cansancio y la
inactividad. Los chicos permanecían tumbados en la arena de la playa.
Se planteó el problema de la cena y el alojamiento para pasar la
noche. Varios instructores, entre ellos un salesiano, se dirigieron al
Grupo Escolar "Blasco Ibáñez", cerca del casino, donde el Frente Po-
pular tenía establecido su Comité.
Los dirigentes formularon un llamamiento por radio Laredo a to-
das las familias del pueblo. Estas acudieron a la demanda de favor.
Y la muchedumbre infantil quedó repartida por los diversos veci-
nos. La operación se prolongó hasta la una de la madrugada.
Acomodados todos los muchachos, los maestros pensaron también
en su propio alojamiento provisional. A eso de las dos fueron conduci-
dos con todos los milicianos a una casa señorial, magnífico palacio, re-
quisado a un marqués y convertido en Ateneo de uno de los partidos
republicanos.
En aquellas circunstancias de heterogeneidad se hizo imposible el
descanso.
A la mañana siguiente atracó el vapor en el puerto. Se trataba de
un ruinoso barco carbonero, en cuyo mástil ondeaba la bandera no-
ruega. Allí dieron cabida a aquella pobre chiquillería, que formó la abi-
garrada expedición.
A eso de las diez de la mañana el buque levaba anclas y arrumba-
ba a la nación vecina (15).'
(15) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 2; Riesco José, Ms. 972, fol. 21-26 y 35-41; Martín
Lorenzo: Ms. 914, fol. 2; Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 4-5; La mejor lección. Narración
de los sucesos acaecidos a las Hijas de María Auxiliadora en los años 1936-39, pág. 63.
— 134 —

13.5 Page 125

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Los salesianos no pudieron acompañar a los alumnos, bien por con-
sejo de su director, bien por no ser reconocidos como maestros afi-
liados al Frente Popular. Y se volvieron a Santander.
El colegio había perdido ya su función como tal. Los salesianos
que aún quedaban en él reconocieron su difícil situación y abandona-
ron el inmueble. A su cuidado quedó un empleado, Alfonso Escaje-
do, sacristán muy veterano y de suma confianza (16).
7. Incautación del colegio
El edificio quedó abandonado y expuesto a la libre entrada del pue-
blo. Pacíficamente y poco a poco el inmueble se vio ocupado por hom-
bres y mujeres, desparramados por todas las dependencias.
A pesar de la prudencia de los salesianos, que habían procurado sal-
vaguardar lo más valioso, las milicias y el pueblo encontraron mate-
rial abundante para satisfacer su instinto de rapiña.
El director pensó en trasladar a casa de don Lauro Ibáñez el ma-
terial escolar del colegio. Este antiguo alumno, por sus ideas izquier-
distas, mantenía ciertas garantías de seguridad.
Disfrutaba don Lauro de un chalet para vivienda. En otro adya-
cente, gemelo a la residencia, tenía abierta una floreciente academia de-
nominada Politécnica. En el coche del mismo don Lauro se traslada-
ron a la academia seis máquinas de escribir; microscopios y aparatos
más importantes de los gabinetes de Física e Historia Natural; el dic-
cionario Espasa, la radio y algunas ropas. Para el traslado se aprove-
charon las horas de la noche.
El antiguo alumno correspondió a esta esplendidez con el ofreci-
miento de su propia casa, donde el director salesiano podría encon-
trar asilo seguro. Don Jesús aceptó la invitación (17).
Merced a la sagacidad del fiel sacristán Alfonso, se lograron salvar
todavía los enseres de la iglesia. Varias casas de cooperadores salesia-
nos y antiguos alumnos se convirtieron en preservadoras arcas. Algu-
nos ornamentos fueron escondidos, otros repartidos por diversos domi-
cilios.
(16) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 2 v.°; Riesco José: Ms. 972, fol. 41-42; Marcellán
Jesús: Memorias, I parte, fol. 5; Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 3; Escajedo Alfonso:
Ms. 806, fol. 1.
(17) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 5.
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13.6 Page 126

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El mobiliario de todo el colegio y las estatuas de la iglesia queda-
ron a merced y pillaje de los incautadores. Pero el sagaz sacristán, cuya
simpleza despreocupaba a los milicianos, se valió para poner las imá-
genes a salvo.
Alegó que aquellas esculturas valían mucho y no convenía destruir-
las. Se determinó, pues, subirlas al desván. Entre protestas, blasfemias
e imprecaciones de milicianos, las estatuas fueron encontrando lugar
seguro. Algunos trataban de destrozarlas. Pero chocaban con la va-
liente oposición del sacristán.
Finalizó la faena de salvamento. El fiel sacristán intentó tomarse
un bien merecido descanso. Pero se vio turbado por una pedrea de
botellas. Se trataba de milicianos que aún buscaban las estatuas para
destrozarlas.
Sin temer los improperios y amenazas logró enfrentar a los dos gru-
pos; los "convencidos" del valor de las imágenes y los desconsidera-
dos que querían convertirlas en carne de horca.
La estratagema dio buen resultado. Los revoltosos desistieron de
su empresa y el intrépido sacristán, después de custodiar su preciada
encomienda, las metió en la gatera y las ocultó tras unas sábanas.
Durante los primeros días de la ocupación del colegio, todavía me-
nudearon las visitas del director y de algunos hermanos, sin que las
milicias opusieran resistencia. Así, poco a poco, aún se pudieron li-
brar de la destrucción y del pillaje el archivo de música, bastantes li-
bros de la biblioteca, un baúl de sotanas y ropa talar, y varios paque-
tes de cuadernos, lapiceros, plumas y gomas de borrar.
Algunos de estos objetos fueron a parar a casa de antiguos alum-
nos o se depositaron en el piso donde se albergaban miembros de la
comunidad.
Por diligencia del sacristán el órgano fue respetado, y los bancos
de la iglesia salvaguardados. El incansable Alfonso bregaba por cer-
cenar los vivos deseos de bandidaje de gentes sin control. Pero su sola
persona resultaba impotente para abarcar todos los lugares del edi-
ficio; y tuvo que darse por vencido.
Los muebles iban desapareciendo de la casa. Un confesonario lo
emplearon como garita de vigilancia. Más tarde desguazaron los ban-
cos de la iglesia.
Pero el fiel criado no cejó. Optó por tomar nota estricta de las pie-
zas que salían, enrolando en la nota el destino que se les daba, con el
fin de recobrar más tarde tales objetos. Más aún. Se llegó a imponer de
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13.7 Page 127

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tal modo, que nadie sacaba pieza alguna sin una autorización escrita
del Comité, con las debidas prevenciones y presentación de creden-
ciales personales (18).
El colegio continuaba sin destino.
La primera ocupación de que fue objeto se llevó a cabo por una
maestra nacional que fundó una escuela laica. Poco duró el reinado
de aquella intrusa y atrevida mujer. En breve el edificio fue ocupado
por milicias. Y el colegio quedó trasformado en Cuartel General de
reclutamiento de tropas para el frente.
Allí quedó todavía Alfonso Escajedo al servicio de los milicia-
nos.
Su tarea se redujo a la de simple empleado, sin percibir por eso re-
tribución alguna. Día tras día, y a veces durante la noche, trabajaba
en las labores más pesadas a capricho de los acuartelados.
No perdió el contacto con los salesianos. Diariamente les llevaba
comestibles, según su perspicacia y las circunstancias le permitieran.
Procuraba no exponerse ni exponer la seguridad de los religiosos. Pero
no faltaron incidentes que le costaron algún disgusto.
Ni la rudeza de sus modales, ni la simpleza de su comportamien-
to, ni la sinceridad espontánea de su hablar podían infundir sospechas
en aquellos hombres ávidos de una presa en quien poder abrir cami-
no franco a sus instintos.
Alguien pensó en enrolar a Alfonso en la lista de milicianos que
figuraban a cargo del inmueble. De este modo, podría percibir una ayu-
da económica. La idea partió de un antiguo alumno, que quiso apro-
vechar las circunstancias para ayudar a un criado tan trabajador. Pero
el intento jamás se llevó a efecto. El antiguo alumno fue removido de
allí y nadie en lo sucesivo se preocupó de mirar por el bienestar del
empleado. El, por su parte, seguía soportando pacienzudamente su la-
bor, sin perder el enlace, ya casi decadente, con los salesianos (19).
Así permaneció hasta su detención, que coincidió con la de otros
miembros de la comunidad.
(18) Escajedo Alfonso: Ms. 806, fol. 1-2; Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 5-6; Septién
Agustín: Ms. 1.016, fol. 4.
(19) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 6; Escajedo Alfonso: Ms. 806, fol. 1 y 3.
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13.8 Page 128

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8. Los salesianos
La comunidad se había disuelto.
El director, don Jesús Marcellán, había recibido hospitalidad en el
chalet de don Lauro Ibáñez. Su seguridad personal estaba bastante ga-
rantizada por parte de la familia de don Lauro; pero pronto se per-
cató de que un descuido o imprudencia podían comprometerle.
Servía en la casa una muchacha. Se llamaba Teresa. Sentía verda-
dero odio por todo lo que no significaba comunismo. Ávidamente bus-
caba en ademanes, expresiones y actitudes una declaración de las ideas
de aquel forastero, cuya personalidad ignoraba. Cualquier manifesta-
ción religiosa o fascista hubiera satisfecho el inmediato deseo de ven-
ganza.
Avisado don Jesús, se rodeó de cautela y ocultó bajo llave brevia-
rio y rosario. Fácilmente hubieran constituido motivo de compromiso,
ante aquella indeseable sirvienta, al efectuar la limpieza de la habi-
tación.
Compró algunos periódicos, los peores que llegaban de Madrid,
y los abandonaba en desorden sobre la cama. Intentaba con ello des-
pistar a la criada y sustraerla a la idea de efectuar una inquisición más
profunda, secundando la innata curiosidad femenina.
Unas monedas los días festivos venían, si no a granjearse la sim-
patía, sí a verse libre de animadversión y de la estrecha vigilancia. Aún
así se encontraba siempre dispuesta, con maliciosa y refinada curiosi-
dad, a la caza de todo lo que se hablaba.
Para justificar su permanencia en el domicilio de don Lauro, don
Jesús se ofreció para dar clases en la academia Politécnica. Allí tuvo
que chocar con un alumnado mixto en sexo y en ideología. Medía mi-
nuciosamente sus palabras y su comportamiento exterior. Y hasta llegó
a lanzar severos reproches a quienes explayaban sus ideas y sentimien-
tos patrióticos con demostraciones comprometedoras (20).
A parte de estas actividades, don Jesús Marcellán no perdió el con-
tacto con los salesianos de su comunidad. Visitaba casi semanalmente
a los hermanos residentes en una casa de la calle San José.
Eran estos los cuatro teólogos encargados de las colonias infanti-
les. Después de la partida de los chicos habían vuelto al colegio, y per-
manecieron allí algunos días.
(20) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 6-8.
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13.9 Page 129

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Lorenzo Martín se determinó acudir en demanda de ayuda a don
Mariano Ramos, director Agropecuario, paisano suyo, con bufete en
el Departamento de Agricultura del Frente Popular. Los teólogos fue-
ron muy bien recibidos. A requerimiento de los salesianos, les concedie-
ron un piso incautado en la ya citada calle de San José, número 1.
Los cuatro se establecieron allí. Les acompañó el coadjutor don
Agustín Septién. Más tarde, por ser muy conocido en el barrio, tuvo que
trasladarse de domicilio. Se acogió a la pensión donde se hospedaban
don Pedro Rodríguez y don Augusto Bazal. Posteriormente, a los cua-
tro teólogos se les unieron los coadjutores don Ramón Lorenzo y don
Pascual Sánchez.
Los seis salesianos formaron una reducida comunidad bien orga-
nizada. Los ejercicios de piedad se practicaban regularmente, dada la
facilidad y la independencia de que gozaban.
Una señora de edad, que había servido en el colegio, iba diariamen-
te a prepararles la comida y a hacerles la limpieza de las habitacio-
nes.
Por su parte se buscaron ocupaciones donde poder ganar unas pe-
setas que ayudaran a la manutención. Tres de ellos, José Riesco, Ama-
no González y Lorenzo Martín, se colocaron de profesores en la aca-
demia Politécnica. Inocencio Rodríguez ejerció la actividad de maes-
tro particular. Cada uno se esforzaba por servir de provecho a la eco-
nomía del pequeño grupo familiar.
Para camuflar su condición de religiosos y atajar posibles habladu-
rías del vecindario, se procuraban momentos de espontánea naturali-
dad. José Riesco se sentaba al piano, que providencialmente formaba
parte del moblaje del piso, y todos entonaban canciones, las más va-
riadas. Desde lo popular y la zarzuela, hasta tonadas de sabor revo-
lucionario.
Sin embargo, no dejaba de infundir sospechas un grupo de jóve-
nes solos en un piso, sin ninguna mujer. Así se lo manifestó en cierta
ocasión la portera de la casa.
La situación de la vivienda era por demás arriesgada. Tenía un ex-
terior a la cuesta del Atalaya. Noche tras noche llegaban hasta el piso
broncos runrunees de motores. Pertenecían a las fatídicas camionetas
de la muerte que ininterrumpidamente conducían sus víctimas al faro.
Con frecuencia se detenían en la misma bocacalle de San José. Es-
tas paradas sobrecogían a los moradores del edificio, que vivían en
continuo sobresalto. El coadjutor don Ramón Lorenzo apenas conci-
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13.10 Page 130

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liaba el sueño, presa de agitación. Estas agitaciones llegaron a pertur-
bar su sistema nervioso (21).
También se preocupaba el director de los demás salesianos disemi-
nados en diversos domicilios.
Don Rómulo Laita se encontró seguro en casa de su hermano. Allí
pasó toda la revuelta hasta la liberación de Santander (22).
Don Pedro Rodríguez y don Augusto Bazal se hospedaron en una
pensión de la calle Carvajal. Los dueños eran familiares de un anti-
guo alumno del colegio.
Pero no gozaban de seguridad total. En la misma pensión se alber-
gaba una señora con su hija, ambas de sentimientos anarquistas.
Poco después se les añadió don Agustín Septién. Más tarde don
Pedro pasó una temporada en casa de don Rómulo Laita (23).
Unos y otros salesianos se veían con frecuencia, ya por las enco-
miendas que cada uno se había buscado, ya porque se reunían para
cambiar impresiones y ayudarse mutuamente.
Don Pedro y don Inocencio daban clases particulares a las hijas
del capitán Puig (24). Adyacentemente a este piso residían unos fami-
liares del capitán. Si bien tenían con el señor Puig comunidad de san-
gre, no compartían con él las mismas ideas políticas. Los sentimien-
tos anarquistas de uno chocaban con la sensibilidad monárquica de los
otros.
Los hijos de esta familia habían frecuentado el colegio salesiano.
Con este motivo escogieron a don Agustín Septién para que les die-
ra clase.
Conocidas las ideas monárquicas de esta familia, no se vieron li-
bres de los engorrosos registros que menudeaban en épocas de mayor
agitación. Para verse inmunizados de estas pesquisas, que hubieran su-
puesto un serio peligro para ellos, practicaron un hueco en el tabi-
que divisor de ambas viviendas. Por él se trasladaban al domicilio del
capitán Puig, donde encontraban plena garantía (25).
(21) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, íol. 3; Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 3; Septién Agustín:
Ms. 1.016, fol. 1.
(22) Laita Rómulo: Ms. 895, fol. 1.
(23) Rodríguez Pedro: Ms. 985, fol. 3; Laita Rómulo: Ms. 895, fol. 1.
(24) De ideas izquierdistas, este Capitán de la guardia de Asalto, se hizo dueño de la fuerza
civil al estallar el Movimiento. Al frente de la guardia de Asalto conquistó el Ejército de Santan-
der y, por tanto, se adueñó de la situación militar.
(25) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 9; Laita Rómulo: Ms. 895, fol. 2; Rodríguez
Pedro: Ms. 985, fol. 3-5;Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 3-4; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 5.
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14 Pages 131-140

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14.1 Page 131

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La comunidad de Santander continuó sus actividades durante toda
la contienda civil. Pero no se vieron exentos de detenciones, perse-
cuciones, incluso encarcelamientos, como veremos en la segunda par-
te de esta obra.
El colegio del Alta permaneció en poder de las milicias, dedicado
a cuartel, hasta la liberación de la ciudad el 26 de agosto de 1937.
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14.2 Page 132

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3* Oratorio Don Hosco
1. La cárcel de Viñas
Los aciagos acontecimientos en que se debatía la ciudad de San-
tander no afectaron a la estructura docente del colegio de la calle Vi-
ñas. Las barricadas surgían retadoras en la propia calle, sin que ate-
nuaran las actividades escolares.
Los salesianos habían abandonado el traje talar, en previsión de
cualquier evento inesperado. Pero el colegio disfrutaba de plena calma.
La vida de la comunidad y las clases de verano continuaron pacíficas
e ininterrumpidamente hasta el 13 de agosto.
En esta fecha el director, don José Aguilar, recibe un oficio del
Frente Popular de Santander (1). El inmueble escolar pasa, por dispo-
sición gubernamental, a disposición, servicio y tutela del Gobierno Re-
publicano, que lo trasformaría en cárcel provisional.
Efectivamente. El oficio notificaba, además, que la comunidad de
Jesuítas de Comillas sería recluida en el colegio, bajo la guarda del
director y personal educativo del Centro.
La llegada estaba prevista para las primeras horas de la tarde.
El destino de esta comunidad se fijó primeramente en este cole-
gio salesiano del Alta; pero en él residía la colonia infantil de Madrid.
Los salesianos que la dirigían se hicieron fuertes ante la demanda del
Gobierno y no permitieron que incrementase el número de refugiados
en el colegio y, con ellos, las penurias y escaseces.
El grupo de los nuevos reclusos, conducidos en autocares, ascendía
a unos doscientos. Venía compuesto por parte del profesorado de Co-
millas, estudiantes de Teología jesuítas y algunos jóvenes de Acción Ca-
tólica de Madrid que se encontraban practicando ejercicios en la Uni-
versidad.
Hicieron la entrega de los presos al Director salesiano, constituido
director del centro penitenciario, el jefe de la F. A. I., don Jesús Malo,
y el comandante de la Guardia de Asalto, señor Puig, acompañados de
un médico forense.
(1) El único testimonio salesiano que poseemos sobre las actividades y peripecias de la comu-
nidad y colegio de Viñas pertenece a don José Aguilar. A él nos remitimos en la reconstrucción
de los hechos, avalado por la aseveración de otros documentos. Véase Ms. 695.
— 142 —

14.3 Page 133

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En el momento de la entrega surge una discusión entre el director
salesiano y el señor Malo, responsable directo de los prisioneros. La
cantidad de reclusos sobresaltó a don José. Y dignamente, pero con
entereza, se enfrentó con el dirigente anarquista.
—Me es imposible alimentar y proporcionar alojamiento decoroso
a tantas personas.
—Pues no sé donde está la caridad que ustedes predican —rebatió
el de la F. A. I.
—Si no tenemos nada; ¿qué se les va a dar de comer?
—Pues si no tienen qué comer, que coman grava.
—Cómela —atajó frenético el director—; si tú la digieres,
también ellos podrán digerirla.
Don José Aguilar se mantenía digno, sin arrogancia. El señor Malo,
exasperado empuñaba la pistola, dirigiéndola hacia el salesiano.
—Entonces, ¿qué quiere usted? ¿Que flete un barco y los hunda
en medio del mar?
—Al menos hay que tratarlos como personas, insistió don José.
El dirigente declinó su actitud. Luego invitó al director a que le
acompañara para visitar a los presos. Pasó lista. Al marcharse, de nuevo
se dirigió a don José para increparle:
—Sabe usted que responde con su cabeza.
—Si no hay confianza, llévatelos; la puerta está abierta, —replicó
el salesiano con arrojo—.
"No sé cómo me venían las palabras a la boca", —remata don José
este incidente—.
Ocho milicianos permanecieron a las órdenes del director para cus-
todiar a los detenidos.
El colegio tenía la estructura de una casa particular de cinco pisos.
Los salesianos habían adosado a ella otro cuerpo que contenía la capilla,
el teatro y algunas clases. En este pabellón acomodaron malamente a
los prisioneros.
La comunidad salesiana gozaba de entera libertad para entrar y salir.
Jamás los dirigentes frentepopulistas ni los mismos milicianos entorpe-
cieron la vida comunitaria. Por el contrario, el director supo captar el
aprecio de los guardianes, celebrando con ellos algunas tertulias.
Los jesuítas no ignoraban que la casa de reclusión era un colegio
salesiano; pero tampoco supieron imaginar que de director del penal
ejerciera un sacerdote; ni que parte del servicio penitenciario estuviera
formado por religiosos.
— 143 —

14.4 Page 134

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Don José, sin dar a conocer su identidad, preguntó por el superior.
Ignoraba si todos los internados eran jesuítas. Se personó el padre Ca-
beza, Vicario de la Universidad. El superior había sido conducido al
barco prisión Alfonso Pérez, con otros diez religiosos, más relevantes.
Se trató el asunto de la manutención. El padre vicario hizo entrega al
director de una cantidad de dinero que se aplicó en la adquisición de
alimentos para los reclusos.
La transformación del colegio en prisión eventual, no constituyó
óbice para que se continuaran ejerciendo las prácticas de piedad. Don
José y don Agustín Pallares celebraban diariamente la santa misa, re-
vestidos con todos los ornamentos, sin hacer aprecio excesivo a la
presencia de los milicianos.
Dos días llevaban recluidos los religiosos de Comillas, cuando el
director se dio a conocer al padre Cabeza. En el transcurso de la con-
versación el director dejó escapar esta frase: "Las operaciones marchan
bien". Ante la enigmática aseveración, el vicario jesuíta inquiere con
gran interés por la verdadera identidad de don José. "Soy el Superior
de los salesianos", contesta. El padre Cabeza lanza un suspiro de alivio.
Desaparece todo recelo y el diálogo se torna más sincero y confidencial.
Entre ambos conciertan la posibilidad de que algunos de los sacer-
dotes reclusos pudieran decir la misa, también a diario. Se establecen
turnos. Cuatro jesuítas se sucedían todos los días en la celebración del
santo sacrificio. Los demás se repartían en las diversas sesiones, y co-
mulgaban.
Aparentemente, a los ojos de todo el mundo, el inmueble se presen-
taba como una verdadera cárcel, con rigidez e intransigencia. Ocho mi-
licianos y dos guardias de Asalto custodiaban el centro penitenciario
día y noche, bajo la responsabilidad del director.
Pero se empezaba a sentir las incomodidades y estrecheces prove-
nientes del exagerado número de reclusos. Por eso, el mismo Frente
Popular, a instancias de don José, acordó instalar a los detenidos en
casas particulares.
Los mismos salesianos entablaron conversaciones con personas de
latente ideología derechista, camuflada bajo una aparentemente furibun-
da fobia clerical, para que salieran fiadoras de los presos que quisieran
albergar en su domicilio.
De acuerdo con los requisitos exigidos, una vez hallada la persona
competente, el Frente Popular cursaba una orden al director de los sa-
lesianos. En ella le autorizaba a hacer entrega del preso en cuestión
— 144 —

14.5 Page 135

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a la persona portadora del oficio. Como pura formalidad, la baja se en-
rolaba en los registros de la improvisada cárcel.
De esta manera, todos los detenidos fueron disfrutando de libertad
hasta que quedó sola de nuevo la reducida comunidad salesiana.
2. Nuevos presos
No gozaron los salesianos de tranquilidad duradera. La experiencia
de usar el colegio como centro penitenciario había resultado positiva.
Por eso, el Frente Popular se determinó a internar en él otra redada
de presos.
Esta vez le tocó el turno a cuarenta cistercienses del Monasterio de
Viaceli de Cóbreces.
El 8 de septiembre, mientras tomaban la siesta, a la una de la tarde,
fueron sorprendidos por las milicias. Los trasladaron a la capital en
camiones. Ya en Santander, recorrieron diferentes centros penitenciarios
donde se vieron sistemáticamente rechazados por falta de sitio. Un úl-
timo intento en el colegio salesiano del Alta; y tras nueva repulsa, en-
contraron cabida en el colegio de Viñas.
Tuvieron que soportar las mismas indigencias e incomodidades que
los anteriores.
El domingo primero que pasaron en la cárcel, el director salesiano
permitió celebrar misa al Prior del Convento, padre Pío Heredia.
Todos los demás religiosos comulgaron en ella.
La prisión, sin pena ni gloria, duró cinco días para unos y diez para
los demás. Por gestiones de personas influyentes, entre los que destacó
el antiguo alumno salesiano don Ángel Aldasoro, muy amigo de los re-
ligiosos de Viaceli, se fueron colocando todos en domicilios particu-
lares (2).
De nuevo quedó sola la comunidad salesiana. Su situación en el co-
legio se presentaba ambigua. Es verdad que gozaban de completa li-
bertad y hasta el momento no se había sufrido la menor molestia. Pero
nadie aseguraba que aquel estado de cosas perdurara en el futuro.
En busca de la seguridad para los salesianos, don José se personó
en el despacho del comisario Neila.
(2) Astorga Ignacio: De la paz del claustro al martirio. Cóbreces (Santander, 1947), págs. 113-115.
— 14.5 —
10.—

14.6 Page 136

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—Ahora que hemos terminado la labor con esos frailes, —demandó
el director— necesito una garantía para mí y para los míos.
—En estas circunstancias —se disculpó el comisario— no doy yo
garantías ni a mi padre.
3. Peligros y detención
Efectivamente. Las especulaciones del Gobierno sobre el colegio de
Viñas comenzaron a hacerse manifiestas. Y comenzaron con ello los ries-
gos para los salesianos, que habían visto frustrada su pretendida inmu-
nidad.
Con intención manifiesta de causar daño, el Frente Popular encon-
tró fácil excusa en la necesidad de traza? una calle. Precisamente partía
el colegio en dos. El Gobernador Civil dio la orden y comenzaron los
derribos. La sección de la iglesia, teatro y clases desapareció en poco
tiempo. Sólo quedó en pie la casa, residencia de la comunidad.
Más tarde, el antiguo alumno don Juan Arpide, carnicero de oficio
y afiliado al partido anarquista, enviaba clandestinamente al director
una nota, escrita en el papel que envolvía la carne. En ella le ordenaba
retirar toda la ropa de cura que hubiera en el colegio, y aconsejaba que
cada salesiano buscara un domicilio para protegerse; se había decretado
darles el paseíto.
El aviso no era de despreciar. Inmediatamente se recogió la ropa
talar y se remitió al mismo carnicero para que la escondiera. Se consi-
deró lugar seguro la parte superior de la cámara frigorífica de la propia
carnicería.
Aquella misma noche, próxima ya la madrugada, un grupo de mili-
cianos anarquistas preguntaba por el director y solicitaba efectuar un
registro por la casa. No encontraron nada comprometedor. Se limitaron
a intimidar a la comunidad y ponerla bajo custodia.
Un grupo de milicianos vigilaba de cerca las actividades de los sa-
lesianos, que, por otra parte, seguían gozando de completa libertad de
movimientos. Afortunadamente los guardianes trataban con benevolen-
cia a los religiosos; se trataba de los mismos que don José había tenido
bajo sus órdenes en el período de director de prisión.
No conforme con el arresto, incoaron expediente a todos los miem-
bros de la comunidad. Pretendían encontrar en sus vidas intromisiones
políticas para poder acusarlos y condenarlos. Y como en Santander no
— 146 —

14.7 Page 137

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hallaban delito que imputarles, cursaron diligencias a Madrid, Barcelo-
na y Valencia, lugares de origen de los diversos salesianos. Tampoco
así lograron encontrar delito denunciable.
En esta circunstancia, el Gobierno ordenó la incautación del edifi-
cio, para dedicarlo a escuela de sordomudos. Se hizo cargo del inmue-
ble el antiguo alumno don Lauro Ibáñez, que quedó como director del
centro.
Durante casi todo el mes de diciembre los salesianos habían sufrido
la estrecha vigilancia del Comité revolucionario. A raíz de la incauta-
ción del colegio les concedieron la libertad.
La comunidad se vio obligada a disolverse, buscando cada uno se-
guridad personal. Don José Aguilar y don Agustín Pallares marcharon
a Bilbao; y el resto permanecieron en Santander, acogidos en pensiones
o casas particulares. En la escuela de sordomudos quedó el señor Pe-
drosa, como bedel.
En la capital de Vizcaya, don José y don Agustín encontraron la
oportunidad de disfrutar la tolerancia religiosa por parte del Gobierno
nacionalista vasco. Celebraban todos los días la santa misa. Entablaron
relación con algunos jesuitas que habían pasado por Viñas en el perío-
do carcelario. Agradecidos al comportamiento del director en las aciagas
circunstancias pasadas, ayudaron económicamente a los dos salesianos,
y no permitieron que les faltara diariamente el estipendio de la misa.
4. Rescate del colegio
A mediados del año 1937, y sobre todo desde la conquista de Bilbao
y la ruptura del famoso cinturón de hierro, los acontecimientos se pre-
cipitaron sobre Santander. La situación se agravaba por días. Bloquea-
da la ciudad por mar y amenazada por tierra, corroída en sus organiza-
ciones por las discrepancias de anarquistas y socialistas, a medida que
el tiempo pasaba, resultaba más difícil sostener el espíritu de la urbe
y proporcionarle los alimentos necesarios.
Dentro de la ciudad existían quince batallones rojos, que no pudie-
ron huir por estar cortadas todas las vías de comunicación. Se sucedie-
ron horas de angustiosa inquietud. Y de pronto las gentes comenzaron
a salir confiadas a la calle, portando escarapelas y lazos con los colores
nacionales.
Tras una ofensiva iniciada el 14 de agosto, a los once días, las fuer-
— 147 —

14.8 Page 138

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zas de Franco, al mando del General Dávila, estaban a las puertas de la
ciudad.
En Cuatro Caminos salen al paso de las fuerzas liberadoras las mu-
chachas santanderinas. Luego son los médicos y enfermos del Sanatorio
y Hospital de Valdecillas los que agasajan a las tropas. Levantan los
brazos y arojan flores al paso de los soldados. Entre vítores y lágrimas
se les abraza en la marcha.
Era el 25 de agosto de 1937 (3).
A las veinticuatro horas de ser tomado Santander, don José Agui-
lar entraba en la ciudad.
Liberado Bilbao, se había dirigido a Vigo, donde practicó algunos
días de ejercicios espirituales. Por mediación de un antiguo alumno
que trabajaba en las oficinas, logró obtener un salvoconducto para mar-
char a Santander con las fuerzas de ocupación. Salió para Falencia; de
allí, en el primer tren, a Reinosa. Mal acomodado en un camión-grúa
abrió camino a la capital, salvando los controles con el documento ob-
tenido.
Allí se reunió con los demás salesianos.
Los dos colegios de Santander se fundieron en una sola comuni-
dad. Instaló su domicilio en la calle de Viñas; el colegio del Alta se
encontraba ocupado todavía. Quedó como director don Jesús Mar-
cellán.
Las primeras semanas fueron de grande actividad, buscando por
todas partes los muebles que habían sido requisados.
Aquel curso se sufrieron muchas estrecheces. Local pobre y derrui-
do; penuria de medios materiales. Fue preciso reorganizar el inmue-
ble por completo.
Sin embargo, las clases comenzaron con regularidad, aunque la ma-
trícula se cerró muy pronto por falta de locales (4).
(3) Arrarás Joaquín: o. c., vol. VI, t. 27, págs. 418-420.
(4) Marcellán Jesús: Memorias, II parte, fol. 27.
— 148 —

14.9 Page 139

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. fiíffmo
Como precedente inmediato de las repercusiones del Movimiento Na-
cional en la capital vizcaína, se hace necesario remontarse a las elec-
ciones de febrero (1).
Poseían los rojos en Vizcaya una fuerza electoral innegable. El
diario bilbaíno "La Gaceta del Norte" lanzó la idea de formar en Na-
varra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya un bloque contrarrevolucionario. To-
dos los partidos católicos y antimarxistas respondieron inmediatamen-
te con unanimidad y entusiasmo. El partido Nacionalista Vasco rechazó
la liga y concedió la victoria en Bilbao al Frente Popular.
En marzo de 1936 el ambiente se encontraba ya enrarecido por ro-
ces y escaramuzas. En Baracaldo, los rojos se dedicaban a la caza del
hombre. Varios carlistas sufrieron en sus carnes las desgarraduras del
plomo homicida.
Navarra se adhiere por unanimidad al Alzamiento. Una gran parte
de la población de las provincias vascas se declara también a favor des-
de el primer momento. Eminentes personalidades del nacionalismo vas-
co de Navarra, Álava y Guipúzcoa desean ligarse al general Franco;
por el contrario, el grupo de jefes vizcaínos se alinean decididamen-
te al lado del Gobierno de Madrid.
Estaba constituido Comandante militar de la plaza de Bilbao el co-
ronel Piñerúa. Al iniciarse la preparación del Movimiento, contestó con
rotunda negativa a algunas insinuaciones que se le hicieron.
Mandaba la Guardia Civil el teniente coronel Colina; hombre va-
cilante, falto en absoluto de decisión, que se sometió servilmente a las
órdenes de los comités rojos.
La oficialidad del regimiento de Careliano, en Basurto, se confesó
partidaria entusiasta del Movimiento. Pero el Gobierno rojo asesinó a
los más destacados oficiales junto a las tapias del cementerio de Derio.
(1) No tratamos de elaborar una crítica histórica de los sucesos ocurridos en Vizcaya, durante
el período que historiamos. Solamente nos ceñimos a ejercer el papel de cronistas. Existen trabajos
que tratan el tema desde todos sus ángulos, aunque no siempre con el desapasionamiento que
fuera de desear.
Antonio Montero, en su obra ya citada, nos aporta un abundoso elenco bibliográfico, útil para
el trabajo de un imparcial historiador crítico.
— 149 —

14.10 Page 140

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Las primeras noticias de la iniciación del Alzamiento Nacional lle-
garon a Bilbao al atardecer del viernes, 17 de julio. Eran rumores con-
fusos; lo exacto aparecía entreverado con una serie de fantasías. Hacia
las nueve, por orden del Gobernador Civil, fuerzas de Seguridad y de
Asalto reforzaban considerablemente los servicios de vigilancia y prohi-
bían la formación de grupos.
Camionetas de Asalto comenzaron a recorrer las calles, lanzando
continuos toques de alarma. La finalidad se veía clara: despertar la in-
tranquilidad en la población e intimidar a las gentes para que se en-
cerrasen en sus domicilios.,
El coronel Piñerúa negó su cooperación al Alzamiento y se puso de
parte del Gobernador. A las ocho de la tarde las armas del cuartel de
Careliano fueron requisadas y repartidas a los milicianos.
El día 18 trascurrió casi normal en las calles bilbaínas. Se adver-
tía un reforzamiento en la vigilancia, pero nada más.
Al anochecer aparecieron los primeros grupos extremistas. Hacían
ostentación de sus pistolas, y pretextando la venta de "Mundo Obrero"
y "Euzkadi Roja", lanzaban gritos groseros e insultantes.
El día 19, al tenerse noticia oficial del Alzamiento, el periódico
"Euzkadi", órgano del partido Nacionalista Vasco, insertó en su pri-
mera plana la declaración solemne y oficial del separatismo, adhirién-
dose a la resistencia.
Aquel domingo presentó un Bilbao desconocido y atemorizante. Ha-
cia el mediodía se concentran en la capital patrullas de milicianos de
la zona fabril y minera. Por la tarde, los representantes de los partidos
de izquierda y del separatismo vasco se reúnen conjuntamente. Por
la noche llegan camionetas de Guernica y Eíbar trasportando las armas
que se encontraban en las fábricas. Varias armerías fueron asaltadas y
destrozados los enseres. Patrullas de la fuerza pública y escopeteros re-
corrían las calles amenazadores.
El día 20 los rojos iniciaban una serie inacabable de desmanes, ase-
sinatos sin proceso, quema de iglesias y robos a mansalva.
En la provincia de Vizcaya fueron frecuentes la destrucción o que-
ma de imágenes; demolición de altares, violación de sagrarios, rotura
de órganos y destrozo de mobiliario.
Aunque el balance de víctimas no resulta nada brillante, es innega-
ble que la demarcación vizcaína constituyó un cierto paréntesis dentro
del área persecutoria. En otras ciudades de España, las legaciones vas-
cas fueron centro de refugio y de actividades religiosas para sacerdo-
— 150 —

15 Pages 141-150

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15.1 Page 141

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tes y fieles perseguidos. En Bilbao salvaron la vida bastantes eclesiás-
ticos y seglares de las provincias limítrofes, y su puerto sirvió para que
sacerdotes y fieles en peligro escaparan a Francia.
Inmediatamente a la proclamación del estado de guerra, comenza-
ron las detenciones de cuantos tenían un significado de derechas. Las
cárceles vizcaínas, antes de las sesenta y dos horas de haberse iniciado
el Movimiento, resultaban insuficientes para guardar a tantos deteni-
dos. Se habilitaron como prisiones iglesias, conventos, colegios y barcos.
El contubernio rojo-separatista no podía resultar cómodo para el
Gobierno de Euskadi. Los nacionalistas puros (excluimos los marxistas
y laicistas, que también existían en Vasconia) intentaron paliar en lo
posible los excesos antirreligiosos.
No obstante la presencia de los milicianos rojos, el culto no se in-
terrumpió. Por norma general, la mayor parte de las iglesias conserva-
ron sus puertas abiertas al público, y los sacerdotes vieron su carác-
ter y su ministerio respetado. Por otra parte, las autoridades de Euska-
di asistían públicamente a los cultos religiosos.
Pero las convicciones internas y las declaraciones públicas de miem-
bros y subditos del Gobierno Nacionalista no evitaron que la persecu-
ción a la Iglesia tuviera un capítulo sangriento en el propio país. Exis-
tieron excesos, y de gran tamaño. La Iglesia sufrió cuarenta y siete ba-
jas cruentas, entre el clero secular y el regular.
Casi todas las parroquias tuvieron que soportar registros muy mo-
lestos. Los llevaban a cabo milicianos desconsiderados, con el fútil pre-
texto de que en las dependencias se ocultaban armas o personas faccio-
sas, o que desde sus torres se hacían señales a los aviones nacionales.
Los comunistas, incontrolados, requisan la iglesia de Nuestra Se-
ñora del Rosario de Recaldeberri y su casa parroquial. Profanan el sa-
grado recinto y lo convierten en dormitorio de patrullas; milicianos y
milicianas convivieron en su interior en heterogénea promiscuidad.
Por su parte, las hordas incendian el convento de las Madres Con-
cepcionistas, que quedó reducido a pavesas. Días más tarde requisa-
ban y saqueaban colegios y conventos religiosos de la villa, para des-
tinarlos a cuarteles, hospitales de sangre y refugio de evacuados (2).
(2) Arrarás Joaquín: o. c., vol. VI, t. 26, págs. 312-322; Montero Antonio: o. c., págs. 75-78;
Le árame du pays basque. (París, 1937). Centro de Información Católica Internacional. El clero y
los católicos vasco-separatistas. (Madrid, 1940), págs. 58-59; 105-115. Informe sobre la situación de
las Provincias Vascongadas bajo el dominio rojo-separatista. (Valladolid, 1938). In metnoriam.
Mártires de Vizcaya, pág. 12.
— 151 —

15.2 Page 142

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1, El colegio
Los muros del colegio de Baracaldo datan del año 1897. Surgió
como Oratorio Festivo, bajo la advocación de San Paulino de Ñola.
Más tarde se inauguraron unas Escuelas Elementales, donde el pueblo
de Baracaldo, de edad en edad, iba recibiendo cultura humana y cris-
tiana. Numerosas generaciones de jóvenes educados en ellas gozan hoy
de una situación desahogada en el mundo, gracias a las enseñanzas allí
recibidas (1).
El espíritu de don Bosco se fue infiltrando en el pueblo baracaldés
por entre la competencia y el celo de los abnegados s^alesianos, rezu-
mando después en la próspera Asociación de Antiguos Alumnos, adic-
tos y entusiastas, que veían en su colegio la continuación de su hogar.
Junto a la venerable figura de don Bosco, arraigó, por necesaria
concomitancia, la devoción a María Auxiliadora. Penetró en las fami-
lias, y enraizó en los corazones. Archicofradía, antiguos alumnos y co-
operadores aunaron su actividad hasta el punto que la villa de Bara-
caldo puede considerarse, aún en la actualidad, una de las poblaciones
más netamente salesianas.
(1) Crónica, Arch. E. S. B. La Crónica del Colegio de Baracaldo es un apunte manuscrito
de diecisiete folios, numerados y arracimados por un clavillo encuadernador. Abarca un resumen
de las crónicas de los años 1897, primero de su fundación, hasta diciembre de 1937. Parece que
estos apuntes han sido entresacados de otra Crónica general originaria.
Por lo que hace a la historia de los últimos años, el folio 14 de la Crónica dice así: "1934.
Enero-Septiempre. No hay crónica. Septbre. 23. Llega de Vigo el nuevo Dir. D. Joaquín Urgellés.
Nota: Habiéndose perdido durante el período rojo separatista el cuaderno que contenía la crónica
correspondiente al tiempo comprendido entre septiembre de 1934 a julio de 1936, sólo se pueden
dar breves apuntes."
— 152 —

15.3 Page 143

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2. Alarmas y detenciones
A pesar de la raigambre y estima por parte de la merindad, el cole-
gio tuvo que sufrir los embates de la anarquía, cuando los aires revo-
lucionarios soplaron sobre la Península.
Nada anormal aconteció en el colegio los días 18 y 19, si bien los
rumores de revolución y el desacostumbrado movimiento de hombres
armados por las calles se presentaban alarmantes.
El primer roce de los salesianos con las milicias se coloca en la no-
che del día 20 de julio. El coadjutor don Justiniano del Prado, fami-
liarmente señor ]usti, cumplía su misión cotidiana de cerrar las puer-
tas de la calle. Varios milicianos, que hacían guardia en el exterior, le
conminaron a que no lo efectuara. El religioso, sobresaltado, obedece
y se retira a descansar (2).
A la mañana siguiente, alrededor de las ocho y media, encontrán-
dose la comunidad en la iglesia, el estampido de un disparo originó la
alarma en el colegio. El señor director, don Joaquín Urgellés, termina-
ba de celebrar la santa misa. Salió por ver a qué respondía el dispa
ro y se topó con un miliciano que le apuntaba con su fusil.
Inmediatamente al disparo, un torrente humano, al grito de "¡Los
frailes, los frailes! ¡Que tienen armas!", saltan las tapias de la parte
posterior del colegio y allanan arrolladoramente el patio. Don Luis Pazo
les sale al encuentro, intentando hacerles comprender de buenas mane-
ras que allí no existían armas. Detrás llegaba la comunidad inquieta
Fueron recibidos con la intimación de " ¡Manos arriba!"
El director reconoció a un policía entremezclado con la chusma, y le
pregunta:
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Una cosa muy seria —respondió el policía.
Y sin más explicaciones los alinean junto al muro de la puerta de
salida.
Tras los primeros tropeles de milicianos irrumpieron en el patio las
turbas, denostando a los religiosos como "enemigos del pueblo" (3).
Bien vigilados y encañonados por los pistoleros, se vieron someti-
dos a la operación de cacheo, practicada entre insultos y blasfemias.
Los coadjutores, señor Justi y don Francisco Llacayo (señor Quicó],
(2) Prado Justiniano: Ms. 963, fol. 1; Ms. 964, fol. 1.
(3) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 1 v.°; Prado Justiniano: Ms. 963, fol. 1; Ms. 964, fol. 1;
Saburido José: Ms. 998, fol. 1.
153 —

15.4 Page 144

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que no se encontraban con el resto de la comunidad, lograron ca-
muflarse sin ser vistos; pero reconocidos, les obligaron a anexionarse
al grupo.
La chusma, que había irrumpido a la desbandada, se derramó por
las distintas dependencias del colegio, aprovechando para saciar ávida-
mente sus acuciantes ganas de rapiña.
Mientras los salesianos sufrían las befas y vejámenes de las mili-
cias, un antiguo alumno, por propia iniciativa, se dirigió al Ayunta-
miento y expuso la difícil situación de los religiosos. Para restablecer
el orden y proteger a los detenidos, le cedieron unas unidades de Asal-
to. Los guardias se encararon con los milicianos atropelladores; inme-
diatamente se avinieron a razones: "Vamos a registrar la casa —con-
cluyeron—. Si encontramos armas ocultas o falangistas escondidos, los
fusilamos".
Esta feliz intervención serenó al pueblo y liberó por el momento a
la comunidad de cualquier atropello desalmado (4).
Se procedió a la inspección. El señor director les acompañaba. Cada
dependencia era objeto de un registro exhaustivo. Abrían las puertas a
patadas, por lo que don Joaquín se careó con ellos:
—¿Así abren ustedes las puertas?
—Esto es una cosa muy seria, Padre, le replicaron.
—Seria será para ustedes; para nosotros es algo ridículo.
En la habitación del director toparon con un busto de San Juan
Bosco, embalado en papeles. Por su forma se les antojó una grana-
da; don Joaquín les tranquilizó.
En el campanario existía una especie de garita, donde nadie jamás
había puesto el pie. Les picó la curiosidad y la sospecha, y uno de los
inquisidores bajó. Al momento salió lleno de polvo y telarañas (5).
Entre tanto, otro grupo había exigido al señor Justi que les acom-
pañara al teatro, indubitable venero de armamento. En efecto, se des-
cubrieron unos fusiles de juguete y los trajes del Batallón Infantil de
Santander, que por aquellos días se encontraba de visita en Bilbao, y se
albergaba en nuestro colegio. Más les disgustó el hallazgo de unas
banderas nacionales, que sacaron al patio para quemar (6).
(4) Saburido Jóse: Ms. 998, fol. 1. v.°
(5) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 2.
(6) Prado Justiniano: Ms. 964, fol. 1.
— 154 —

15.5 Page 145

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Sin quedar del todo convencidos de su infructuosa búsqueda de
armas, optaron por conducir a los religiosos al Ayuntamiento.
Durante el corto trayecto que separa el colegio de la Casa Consisto-
rial, la turbamulta furiosa formaba calle a los detenidos, amparados
por algunos nacionalistas vascos, que los protegían contra los más exal-
tados (7).
Llegaron dificultosamente a la Alcaldía, y les aislaron en la sala de
sesiones. Al fin llega el Alcalde, antiguo alumno del colegio, y habla
al director: "Padre, se ha registrado el colegio y no se ha encontrado
nada comprometedor. No obstante continúan las pesquisas. Si resulta-
ran negativas, ustedes volverán al colegio a mediodía".
Todavía permanecieron incomunicados algún rato. Después invita-
ron a don Joaquín a que se personara en el despacho. Se encontraban
allí reunidos unos doce individuos. Al entrar el director se levantan y,
deferentemente, le ofrecen el sillón presidencial.
Entre todos se excusaron del registro y de las molestias ocasiona-
das. "Discúlpenos, Padre; realmente nuestras sospechas eran infunda-
das." "Gracias a ustedes por la atención y defensa que nos han propor-
cionado —contestó el director—, pero les agradecería que pusieran al
pueblo al corriente de todo."
La plaza que se abre a los pies del Ayuntamiento estaba totalmen-
te atestada de público, que esperaba ver el final de aquella historia.
Salió al balcón uno de los delegados, también antiguo alumno, y de-
claró: "Pueblo de Baracaldo, aquí tenemos a los padres salesianos. Pon-
go en vuestro conocimiento que son merecedores de todo respeto;
ellos han sido quienes nos han enseñado. Toda nuestra cultura se la de-
bemos a ellos. Les estamos, pues, obligados".
No fueron bien recibidas por todos estas reivindicaciones. Un gru-
po de anarquistas se manifiestan en contra y se oponen a que los reli-
giosos vuelvan al colegio. Por lo tanto, se vieron en la necesidad de
permanecer en el Ayuntamiento hasta que se llegara a un acuerdo de-
finitivo (8).
A la hora de comer, los confinados, con agradecida sorpresa, reci-
bieron la comida de la lavandera del colegio, que solícitamente se les
brindó para atenderles en otros menesteres.
(7) Saburido José: Ms. 998, fol. 1. v.°; Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 2; Prado Justiniano:
Ms. 963, fol. 1; Crónica, Arch. E. S. B..
(8) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 2; Saburido José: Ms. 998, fol. 1 v.°; Prado Justiniano:
Ms. 963, fol. 1.
—— 155 ——

15.6 Page 146

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A la tarde, don Joaquín solicita entrevistarse con el Comité. Pero
le es desaconsejada tal propuesta por uno de los miembros del mismo,
pues estaban los ánimos extremadamente alborotados. "Perdone, Pa-
dre —se sinceró—, por nosotros volverían ustedes al colegio, pero es
que no nos entendemos." Más tarde, otra persona adicta a los religio-
sos sugirió una posible solución: aprovechar la noche para repartirse
por domicilios particulares. Allí mismo se prefijaron los destinos. Con
esta fórmula los salesianos recibieron una libertad condicionada; segui-
rían bajo la determinación del Comité, que registró en el archivo los
domicilios provisionales de los religiosos. Cerrada ya la noche, aban-
donaron su reclusión acompañados de nacionalistas vascos que protegían
su alojamiento.
El director se acogió a la hospitalidad de las monjas del Asilo Mi-
randa; don Narciso Fernández y don José Saburido recibieron aloja-
miento en el domicilio de un médico, cuya esposa era presidenta de la
Archicofradía de María Auxiliadora; don Luis Pazo y don Filemón se
hospedaron en un hotel, y los demás en fondas y casas de huéspe-
des ( 9 ) .
3. Vicisitudes de los salesianos
Durante los quince días que estuvo separada la Comunidad, man-
tuvieron frecuentes contactos, si bien cada uno organizaba su vida a
tenor de las circunstancias.
Dos días después de la evacuación, el señor Justi y el señor Quico
se aventuraron a visitar el colegio. Allí mismo quedaron detenidos, a
disposición de los milicianos que se habían incautado del inmueble (10).
Don José Saburido tenía echada la suerte. Un grupo de facinero-
sos, pertenecientes a la C. N. T. de Baracaldo, buscaban la ocasión
para prenderle y deshacerse impunemente de él. Por aquel enton-
ces se construían las actuales escuelas de Deusto. Don José era el en-
cargado de activar las obras, lo cual hacía suponer a los ignorantes mi-
licianos que guardaba en su poder mucho dinero. Se había puesto pre-
cio a su vida. Así se lo manifestaron a don Joaquín unos amigos, para
(9) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 2 v.°; Saburido José: Ms. 998, fol. 1 v.°; Prado Justi-
niano: Ms. 963, fol. 1; Crónica, Arch. E. S. B.
(10) Prado Justiniano: Ms. 963, fol. 1.
— 156 —

15.7 Page 147

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que enterara de ello a don José. Pero don José cayó enfermo y fue
el director quien recibió la sorpresa.
Un día bajó a Bilbao, y compartía su paseo con don Filemón por
el pórtico de la iglesia de San Vicente. Después de un rato de paseo, ob-
servaron que dos individuos les miraban con interés y les seguían de
lejos.
Los dos salesianos simularon una despedida y don Filemón entró
en un bar. Don Joaquín prosiguió su paseo hacia la plaza de Mazarre-
do. Ya en la plaza, le atajó uno de los perseguidores.
—Venga usted conmigo —le espetó el miliciano.
—Yo no tengo por qué acompañarle —replicó don Joaquín.
La porfía del facineroso chocaba con el aplomo del sacerdote. A
la discusión acudió la gente que transitaba por la plaza, arremolinán-
dose en torno a los dos contendientes.
La polémica atrajo la atención de dos policías que hacían su ser-
vicio por la acera de enfrente. Cruzaron la calle y, apartando a los cu-
riosos, se encararon con los litigantes:
—¿Qué pasa?
—Que este caminaba con las manos en los bolsillos —dogmati-
zó el miliciano—; lo cual quiere decir que lleva una pistola.
Don Joaquín se sometió pacientemente al cacheo. El miliciano que-
dó en evidencia. Se trataba de un pistolero pagado para asesinar al di-
rector, al que había confundido con don José (11).
Don Narciso no perdió contacto con el barrio de Elejabarri, don-
de se había formado un Oratorio Festivo. Fue reconocido por las mi-
licias, apresado y conducido al Ayuntamiento. Por segunda vez le otor-
garon la libertad, con la advertencia de que si salía de nuevo, ellos
no asumirían ninguna responsabilidad sobre él ni sobre su seguri-
dad (12).
Este imprevisto suscitó una reunión del Comité de Baracaldo, para
definir la posición de los salesianos.
Doña Elena, la esposa del médico en cuyo domicilio se albergaban
don José y don Narciso, regresó a casa alarmada de una de las visitas
que efectuó al Ayuntamiento. En la asamblea algunos de los miem-
bros del Comité había abogado por liquidar a los religiosos, cosa que
debían haber llevado a cabo en el mismo colegio (13).
(11) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 3; Sabutido José: Ms. 998, fol. 2. v.°
(12) Saburido José: Ms. 998, fol. 2 v.°; Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 3.
(13) Saburido José: Ms. 998, fol. 2 v.°
—— 157 ——

15.8 Page 148

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Por otra parte, los nacionalistas vascos amigos velaban alertamente
por la seguridad de los salesianos. Aquel mismo día el presidente de
los nacionalistas de Baracaldo se procuró una entrevista con don Joa-
quín, y le alertó de la situación de peligro en que se encontraban.
El director, de acuerdo con el presidente, se decidió a comunicar con
José Antonio Aguirre, jefe del Nacionalismo. Por medio de una carta,
le pone al corriente del precario estado de cosas para la comunidad.
Se entregó la carta a don Pedro Basaldúa, antiguo alumno de Baracal-
do y secretario de Aguirre.
La contestación no se demoró. "Comunica al Padre Superior que le
atenderemos", había dicho Aguirre a su secretario. Don Joaquín reci-
bió una comunicación telefónica; le concretaban que aquella misma no-
che (la crónica la sitúa el 4 de agosto) irían con coches para recoger
y concentrar a todos los religiosos en el Gobierno Civil. El mismo
Basaldúa salió a recibirlos.
Algunos de los milicianos, que vegetaban a la sombra del Gobier-
no, se interesaban por la identidad de los religiosos. El secretario, se-
camente, les espetó: "Vosotros no tenéis nada que ver con éstos. Que-
dan bajo la protección de nuestro Gobierno".
El propio Irujo, ministro de Justicia, se acercó muy amable a salu-
dar a la comunidad.
El señor Basaldúa les puso en comunicación con la presidenta de
las Emakumes (mujeres nacionalistas vascas), quien les proporcionó alo-
jamiento en un piso deshabitado que poseía la organización.
Pasan la noche acomodados en unos divanes, escuchando la ra-
dio (14).
A la mañana siguiente, bien de mañana, reciben de nuevo la visita
de la presidenta nacionalista, y con gran sorpresa de todos los religio-
sos, les invita a celebrar la misa donde pudieran. El señor director lo
hizo en los jesuítas; y los demás en la parroquia de San Vicente y otras
iglesias de la ciudad (15).
Cumplidos los deberes religiosos, la misma señora les proporcionó
almuerzo caliente. Y luego les indicó una fonda de confianza donde pu-
dieran comer.
Se trataba de buscar alojamientos definitivos, bajo la protección de
(14) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 3; Saburido José: Ms. 998, fol. 2; Crónica, Ardí. E. S. B.
(15) Las ideas religiosas del nacionalismo vasco contrastaban con las del ateísmo comunista, y
se sobrepusieron a ellas, aunque, por otra parte, se cometieran desmanes perpetrados por las hordas
revolucionarias marxistas.
— 158 —

15.9 Page 149

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los nacionalistas vascos. Don José permaneció en la misma fonda don-
de había comido; los demás se repartieron por otras pensiones, sin per-
der el contacto con el Gobierno de Aguirre (16).
Acogidos a los beneficios de la tutela nacionalista, se brindó a la
comunidad la ocasión de poder emigrar al extranjero. Se ponía como re-
quisito necesario haber cumplido los cuarenta y cinco años. Don Joa-
quín, don José y don Narciso pudieron disfrutar este privilegio.
Cada uno fue cursando los trámites oportunos para la obtención del
pasaporte.
El 15 de octubre partía don Narciso para Francia. Quince días
más tarde, el 30 del mismo mes, don Joaquín y don José embarcaban
en Santurce a bordo de un destructor inglés y zarpaban para San Juan
de Luz, en la nación vecina. Allí se separaron. Don Joaquín empren-
dió el camino de Turín, para presentarse a los superiores. Don José re-
gresó a San Sebastián, y de allí a Pamplona (17).
4. Explotación del colegio
"El día 25 de julio —relata el apunte de la crónica— el direc-
tor recibe un oficio del Alcalde, en el que se comunica que, con su ve-
nia, se utilizarán las cocinas de casa para preparar las comidas de gen-
tes que tienen familiares en los frentes de guerra, y el patio, para ins-
trucción de los milicianos (18)."
Así quedó convertido el colegio en cuartel de milicias, sufriendo la
incuria, negligencias y desmanes de gentes irresponsables.
El señor Justi y el señor Quico, detenidos en el mismo colegio,
aprovecharon esta circunstancia para cuidar el inmueble, en cuanto su
influencia les permitía. A las órdenes de los milicianos, les ayudaban
en los menesteres de cocina, lo que les proporcionaba también su pro-
pio alimento.
En septiembre se acondicionaron las instalaciones colegiales para
acoger en ellas a los evacuados de San Sebastián. Poco tiempo des-
pués, se estableció el batallón Matatesta, que solamente permaneció
unos días acuartelado.
(16) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 3 v.°; Saburido José: Ms. 998, fol. 3.
(17) Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 4; Saburido José: Ms. 998, fol. 3.
(18) Crónica, Arch. E. S. B.
— 159 —

15.10 Page 150

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En noviembre, Bilbao se aprestaba a la defensa de la plaza. Se
concentran en la ciudad grandes masas de milicianos; a falta del lugar
apropiado se ubican definitivamente en el colegio salesiano. Estas mi-
licias acuarteladas recibieron el nombre de Batallón Celta. Los evacua-
dos de San Sebastián y las instituciones culinarias que les suministraban
alimentos se desplazaron al colegio de los Hermanos de las Escuelas
Cristianas de Baracaldo.
Al señor Justi y al señor Quico les concedieron carta de libertad
definitiva, con tal que permanecieran ejerciendo su labor de ayuda a
los milicianos. Para asegurar su subsistencia optaron por trasladarse al
colegio de los Hermanos (19).
El Batallón Celta ocupó el colegio hasta el 19 de junio de 1937,
cuando las tropas nacionales rindieron Bilbao.
Este período marcó la época de los destrozos en la casa. Muchos
muebles fueron cambiados; el moblaje escolar trasladado fuera del co-
legio; habitaciones derribadas; el teatro destrozado y desaparecido. En
la iglesia quemaron los tres altares, los confesonarios, los bancos y el
órgano, y destruyeron el comulgatorio. Las imágenes habían sido tras-
ladadas desde el primer momento por los nacionalistas vascos a la igle-
sia de San Vicente. Amén de otros detrimentos y estropicios de me-
nor cuantía. El importe total de perjuicios no bajaría del orden de las
setenta mil pesetas.
El estrago se completó con el desmoronamiento del pabellón segun-
do, situado detrás del frontón, desahuciado hacía ya cuatro años a cau-
sa de las goteras (20).
5. La liberación
El día 12 de julio de 1937 se restablece la comunidad. Se comien-
za por reparar la iglesia, para abrirla nuevamente al culto.
Desde la parroquia de San Vicente se organizó una solemne proce-
sión para restituir la estatua de María Auxiliadora a su camarín. Asis-
tieron en pleno las autoridades militares y civiles de Baracaldo y nume-
rosísimo pueblo.
(19) Prado Justiniano: Ms. 964, fol. 1.
(20) Crónica, Arch. E. S. B.; Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 4; Prado Justiniano: Ms. 963,
fol. 1.
—— 160 ——

16 Pages 151-160

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16.1 Page 151

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Posteriormente, se reorganizó el trabajo de rehabilitación de las de-
pendencias escolares, con la puesta en marcha de lo más imprescindi-
ble.
Al mes, el colegio se encontraba nuevamente en condiciones de re-
cibir a los alumnos y reemprender normalmente las clases (21).
Hoy Baracaldo posee un prestigioso Bachillerato, que sigue inocu-
lando y manteniendo siempre férvido el espíritu de Don Bosco en la
ciudad.
(21) Crónica, Arch. E. S. B.; Urgellés Joaquín: Ms. 1.034, fol. 4.
— 161 —
u.—

16.2 Page 152

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SEGUNDA PARTE
la vida en zana roja

16.3 Page 153

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5.
A partir del 18 de julio de 1936, los centros penitenciarios de la
parte de España dominada por el Gobierno del Frente Popular se vie-
ron incapaces para cobijar el desorbitado número de presos políticos.
A consecuencia de este extraordinario aumento, se habilitaron como
prisiones una serie de edificios diversos. Se dedicaron con preferen-
cia a esta finalidad las iglesias, conventos o casas de comunidades reli-
giosas.
Una de las características más acusadas del Gobierno Frentepopu-
lísta en la esfera penitenciaria, fue la de anular totalmente la autori-
dad del Cuerpo de Prisiones. Los funcionarios, incluso los afectos al
régimen rojo, se vieron suplantados en su misión por milicianos ar-
mados, que se adueñaron por completo de las cárceles.
Los Reglamentos Penitenciarios se sustituyeron por la voluntad y
el capricho de los milicianos. A su antojo prohibían la comunicación
de los detenidos con sus familiares; se adueñaban de los víveres lleva-
dos para los presos; maltrataban a los reclusos de palabra y de obra,
con amenazas de fusilamiento, y aireaban ante ellos los asesinatos en
que habían intervenido.
En contraste con la dura vida de los reclusos, los milicianos cele-
braban en las prisiones frecuentes orgías, que empeoraban la suerte
de los detenidos.
Muchos funcionarios de prisiones, en servicio, fueron sacados de
los mismos establecimientos para ser asesinados. Algunos fueron en-
tregados a los milicianos, delincuentes comunes, que habían sufrido
condena y deseaban vengar el odio acumulado durante su reclusión.
Los funcionarios que quedaban en sus puestos, por parecer afectos al
régimen marxista, perdieron toda fuerza de autoridad y devinieron
meros instrumentos en manos de los milicianos.
En cada establecimiento penitenciario se constituyó un Comité con
representantes de todos los partidos políticos y entidades sindicales del
— 165 —

16.4 Page 154

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Frente Popular. El orden en el interior de las prisiones quedó enco-
mendado a las milicias (1).
La seguridad de la vida y de los derechos de los españoles residen-
tes en la zona marxista era nula. Y no solamente para los enemigos de-
clarados del Frente Popular y las personas simpatizantes con la causa
nacional; los neutrales, e incluso los republicanos no sometidos al extre-
mismo, sufrían idéntica zozobra.
En medio de esta inquietante agitación, el ingreso en una cárcel
oficial estaba considerado como un privilegio por los habitantes de la
capital de la nación.
Durante el primer mes de la contienda civil, aún se presumía que el
Gobierno de la República iba a asegurar el respeto a los presos con-
fiados a la custodia de las autoridades (2).
Pero las cárceles políticas enclavadas en la zona republicana se cons-
tituyeron en punto de partida para muchas de las trágicas sacas y sir-
vieron de escenario directo no pocas veces para las matanzas colectivas,
perpetradas en los asaltos de las turbas.
(1) Causa General: La Dominación toja en España. Ministerio de Justicia, 2.a edición, 1943,
páginas 233-234.
.(2) Causa General: o. c., pág. 219.
— 166 —

16.5 Page 155

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1. Cárcel de Ventas
1. Vida carcelaria
Antes y después de la guerra, este penal de la calle del Marqués de
Mondéjar ha sido exclusivamente destinado a mujeres. Sólo en los años
del dominio rojo se dio cabida a presos masculinos, reclutados de todas
las esferas, consideradas como opuestas al régimen imperante.
Conducidos en sucesivas remesas, los salesianos de Mohernando se
encontraron distribuidos por diversas dependencias de la cárcel. Quien
en celdas; quién en salas; no pocos en los sótanos, habilitados para re-
clusión.
A la entrada confeccionaban su ficha y les despojaban de los objetos
y dinero que llevaran encima. De todo se tomaba nota para devolvér-
selo a la hora de la libertad. Les ofrecían un colchón de esparto, una
almohada y una manta, que se encontraban amontonadas en una amplia
sala, y cada cual se encaminaba a su nueva residencia.
La mayoría de la comunidad fue recluida en la sala del lavadero.
Otros fueron a parar a la galería de estudiantes, por haber alegado esta
profesión en la Dirección General de Seguridad. Los destinados a cel-
das individuales tuvieron por compañeros a presos comunes, o militares,
o algún religioso o sacerdote.
La acogida en las diversas dependencias fue cordial; y aún familiar.
Rendidos por las peripecias de la jornada, se echaron sobre el petate,
dispuestos a reponer todas las energías, y tranquilos al considerarse en
sitio seguro.
A la mañana siguiente suenan las sirenas para despertar. Para mu-
chos el aseo personal había que hacerlo en los patios, aprovechando
los grifos y tuberías; otros gozaban de la comodidad de los lavabos.
Fue entonces cuando se dieron cuenta exacta de la triste realidad
del cautiverio.
Terminada la limpieza, los oficiales comenzaron a repartir el des-
ayuno. Por ser el primer día de rancho, los nuevos internados aún no
habían recibido los utensilios. No obstante, quedaron prendados de la
solidaridad de los demás reclusos que les cedieron generosamente los
suyos (1).
(1) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 2; Gil Juan: Ms. 848, fol. 13; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fbl. 4.
—— 167 ——

16.6 Page 156

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En los patios de la cárcel pudieron cambiar impresiones, en los mo-
mentos designados para gozar de unas horas de recreo. Estos primeros
contactos de unos salesianos con otros revelaron la suerte de toda la
comunidad de Mohernando.
Después del desayuno daba comienzo la limpieza de las habitacio-
nes. Uno de los presos, nombrado responsable o alcaide, distribuía por
días los distintos servicios de limpieza y dirigía las operaciones (2).
Así trascurrieron las primeras jornadas de prisión.
Poco tiempo después se verificó un reajuste de presos. Los oficiales,
que daban la sensación de ser buenos y sanos políticamente, o al menos
alguna parte de ellos, quisieron distribuir a todo el personal recluso
por profesiones. Y así se oía hablar de "patio de los militares", "de
los curas", "de los labradores", "de los presos comunes", "de los es-
tudiantes"... (3).
Los religiosos y sacerdotes fueron agrupados en el sótano del la-
vadero. Desde entonces tomó la denominación de "sótano de los reli-
giosos".
Se componía de dos piezas, amplias, sostenidas en el medio por co-
lumnas cuadradas. Una escalera interior abría el acceso a distintas de-
pendencias del penal. Otra escalera levantada en el extremo de la sala,
ascendía a un cuartucho, donde se alojaron los más propensos al frío.
Comunicaba con la sala por un ventanal; y de otra parte, con los ser-
vicios higiénicos.
La sección de religiosos se componía de miembros de varios insti-
tutos y congregaciones; de párrocos y coadjutores de los contornos de
la capital. El mayor contingente los daban los Hermanos de las Escue-
las Cristianas, provenientes la mayor parte del noviciado de Griñón.
Seguía en número la Congregación Salesiana con algo más de ochenta
individuos (4); y otros institutos, Hijos del Corazón de María, Agusti-
nos, Escolapios, Franciscanos, Dominicos... Los sacerdotes seculares
debían ser muchos, pero carecemos de referencias (5).
(2) Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 6; .Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 3.
(3) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 3; Gil Juan: Ms. 848, fol. 14; Gancedo Eduardo: Ms. 828,
fol. 1.
(4) El mayor número pertenecía a la comunidad de Mohernando. De los noventa que la cons-
tituían durante los ejercicios espirituales, sólo alrededor de una docena no entró en Ventas. Unos
murieron en Guadalajara, otros, por menores de edad, quedaron en la Dirección General de
Seguridad.
(5) Montero Antonio: o. c., pág. 152; Izaga Arsenio: Los presos de Madrid. (Madrid, 1940),
páginas 242-243.
— 168 —

16.7 Page 157

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Varios salesianos, sobre todo coadjutores, quedaron diseminados por
las diversas salas, según las profesiones que habían alegado. Más tarde
se reunieron con los demás religiosos por intercesión de don Felipe
Alcántara.
2. Vida religiosa
Las dos comunidades más numerosas del sótano eran, como hemos
dicho, la de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y la de los Sa-
lesianos.
Ambas colectividades tenían al frente a sus respectivos superiores,
quienes dirigían a sus subditos de la mejor manera posible.
Dentro del horario general de la cárcel las dos comunidades adop-
taron un horario especial para su gobierno. Así se podían dedicar a las
prácticas de piedad, sin advertir a los oficiales de la prisión.
El horario se desarrollaba como el de una auténtica comunidad
religiosa. Se hicieron comunes las horas de algunas actividades, como
la hora de levantarse; meditación y oraciones de la mañana; el recreo
al aire libre; la permanencia en el local, dedicada en gran parte a jue-
gos; la comida y la siesta, casi general, en un silencio riguroso; otro
rato de recreo por la tarde y las últimas horas del día encerrados hasta
la hora de cenar; tiempo que se dedicó muchas veces a conferencias
religioso-culturales (6).
Don Felipe Alcántara organizó pequeños grupos de unos diez indi-
viduos para hacer la meditación y la lectura espiritual. Al frente de
ellos colocó a sacerdotes, trienales y filósofos mayores. Por la noche
sugería los puntos de meditación a los encargados, y ellos, a la mañana
siguiente, los repetían al grupo. Para la lectura espiritual se disponía
de algunos libros de piedad, entre ellos la Imitación de Cristo, que
lograron introducirse furtivamente.
Las oraciones salesianas se rezaban con regularidad, según la tra-
dición. Para el rezo del santo Rosario se habían establecido turnos a
través de toda la jornada. Una diminuta capilla de María Auxiliadora,
que el joven Emilio Alonso logró pasar dentro de un calcetín, circulaba
por todos los grupos. Desgranaban sus avemarias llevando la cuenta por
un cordón con diez nudos que servía de decena (7).
(6) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 3; Gil Juan: Ms. 848, fol. 15; Cartosio León: Ms. 770, fol. 24.
(7) Gil Juan: Ms. 848, fol. 14; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4; Lizarralde José: Ms. 898, fol. 2.
— 169 —

16.8 Page 158

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Se transcribió la santa Misa, e incluso el Oficio Parvo de la Santí-
sima Virgen, que Lucio Corta recitó de memoria; casi todos los días
se celebraba la misa seca, sin materia de consagración; más tarde,
con la entrada de algún misalito, se pudo seguir hasta en sus partes
variables.
Nuestros religiosos mantenían frecuentes coloquios espirituales; y
los superiores hablaban individual y colectivamente con todos, mante-
niendo el fervor y, en continua oración, el estado de ánimo de los jó-
venes (8).
El mayor consuelo del período carcelario lo constituyó la vida sa-
cramental. Dado el peligro constante de muerte, vivían en un afán de
gracia y purificación.
Por diciembre de 1936, comenzó a celebrarse clandestinamente el
santo Sacrificio. Se comenzó en algunas celdas, y a horas ciertamente
intempestivas, por el temor a ser descubiertos, cuidando de ocultar el
rito a la suspicacia de los vigilantes.
La noche de Navidad, a pesar de la irregularidad del ambiente, fue
noche de júbilo. Milicianos y milicianas se dieron a la juerga y al bai-
loteo. Entre tanto el padre Félix García, agustino, en el departamento
de Madres, celebraba en un vaso el santo Sacrificio de la misa, ante
cuarenta reclusos que comulgaron en su casi totalidad (9).
El primer acto eucarístico colectivo en el sótano de los religiosos
tuvo lugar alrededor de los primeros días de enero de 1937.
Ocultamente se introdujeron en la sala las sagradas Especies. Al
momento se organizó una procesión de adoración al Señor, recorriendo
circularmente la sala. Terminó con la bendición eucarística, dada desde
el ventanillo que domina la estancia.
Fue indescriptible la emoción de todos; así como visible el descon-
tento de don Felipe, que juzgó el caso como una grave imprudencia.
Por este motivo, muchos salesianos no quisieron tomar parte en
estas manifestaciones religiosas.
Providencialmente nadie les molestó durante el acto. Era la hora
justa del desayuno, y aquel día, único en el período de la cárcel,
se quedaron sin desayunar. La comunión se repartió profusamente.
Después menudearon las misas y comuniones, aunque entre los
(8) Gil Juan: Ms. 848, fol. 14-15; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4.
(9) Gil Juan: Ms. 848, fol. 19; Montero, A.: o. c., pág. 153; Izaga, A.: o. c., pa'gs. 291-292;
Martínez Alfonso: Ms. 924, fol. 3.
— 170 —

16.9 Page 159

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nuestros, por imposición del señor Inspector, se guardó mucha discre-
ción (10).
A determinadas horas, la larga sala, recogidos los petates junto a
las columnas y paredes, se convertía en galería de paseo. Todos circu-
laban en una misma dirección y meditaban en silencio, o rezaban el ro-
sario, o charlaban en coloquios espirituales (11).
3. Vida cultural
Entre las actividades generales de la cárcel, no podían faltar los ac-
tos culturales, dada la variedad de estudiosos en los diversos campos
del saber.
Antes de pasar a la sala común, algunos asistieron a conversaciones
y arengas políticas de distinguidas figuras nacionales, como Figueroa,
el hijo de Romanones, Ramiro Ledesma... De los salesianos, el joven
Fernando Ortega habló en una sala sobre la figura de Domingo Sa-
vio. Charla que despertó admiración por el sistema educativo de don
Bosco (12).
A las horas señaladas por el horario propio, la sala de religiosos se
convertía en auditorio, donde las personalidades de la cultura monta-
ban cátedra de charlistas. Entre otros, dio una conferencia el padre
Félix García, sobre "Renacimiento y el pensamiento agustiniano"; el
padre Ruiz Bueno, a la sazón claretiano, sobre temas clásicos. Al pro-
pio Ramiro de Maeztu le fue permitido pasar al patio de los religio-
sos, donde se vio rodeado de un nutrido grupo de jóvenes que desea-
ban con toda ilusión escuchar sus vibrantes arengas en pro de una Es-
paña grande, en la certeza del triunfo de las armas nacionales (13).
La fiesta del Pilar de 1936 quisieron solemnizarla un tanto patrióti-
camente con una velada literario-musical. Hubo discursos, cantos, pre-
ferentemente jotas, por cuantos espontáneos quisieron intervenir.
El número más destacado fue el relato de la entrevista del sacerdo-
te salesiano don Eduardo Gancedo con Ramiro Maeztu. Este salesia-
no con el joven Juan Gil lograron introducirse en el patio de los in-
telectuales e interviuvar al ilustre hispanista. Las preguntas versaron
(10) Gil Juan: Ms. 848, fol. 20; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4.
(11) Gil Juan: Ms. 848, fol. 16; Fernández Arsenio, Pintado José, reí. conj., Ms. 820, fol. 5.
(12) Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 2; Gil Juan: Ms. 848, fol. 17.
(13) Gil Juan: Ms. 848, fol. 13; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 8.
—— 171 ——

16.10 Page 160

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sobre su producción literaria y sus pronósticos sobre la Hispanidad y
el futuro próximo de España (14).
La víspera de Reyes intentaron ambientar la fiesta de Epifanía y
hacer llegar a todos los tradicionales regalos de los Magos.
Algunos se quedaron en vela hasta las dos de la madrugada, for-
mando tantos paquetitos como el número de salesianos alojados en
la sala.
El contenido consistía sencillamente en una empanadita, untada con
leche condensada, y dos gajos de naranja, envuelto todo en papel hi-
giénico (15).
En otras ocasiones tuvieron lugar varios festivales de música, con
la interpretación de cantos a varios coros (16).
No acostumbrados a la inactividad, cada uno buscó una rama cul-
tural para su cultivo. Y para los más mañosos, los trabajos manuales.
Quién se aficionó a la poesía, quién a la música y armonía, sirvién-
dose de otros religiosos que se brindaron a enseñarles; algunos culti-
varon lenguas; otros se dedicaron a hacer recopilación de todos los can-
tos que los distintos religiosos cantaban y que ellos trascribían en mú-
sica.
Los trabajos manuales se reducían a entretejer cinturones. La ma-
teria prima se sacaba deshaciendo los petates. Aprovechando los hierros
de la cabecera de las camas, se improvisaron los telares. Florecieron así
profesionales de estas pequeñas industrias.
También se fabricaron rosarios. Por medio de milicianos o familia-
res se procuraban ovillos de seda de cotón-perlé, que entrelazaban en
cuentas.
Los Salesianos y los Hermanos de las Escuelas Cristianas dieron
una nota de laboriosidad, alabada por el propio director de la pri-
sión (17).
(14) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 8; Gil Juan: Ms. 848, fol. 17; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 4.
(15) Arce José: Ms. 726, fol. 2.
(16) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 7; Gil Juan: Ms. 848, fol. 17.
(17) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 6; Gil Juan: Ms. 848, fol. 16 y 19; Sanz Andrés:
Ms. 1.010, fol. 4.
— 172 —

17 Pages 161-170

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17.1 Page 161

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4. Entretenimientos
El tiempo trascurría naturalmente monótono.
Una hora muy interesante de la cárcel era la hora de salidas al pa-
tio de recreo.
Entonces funcionaban a espita suelta todos los bulos traídos e ima-
ginados en las diversas salas, ya infiltrados o ya inventados por los mis-
mos presos, que son extraordinaria materia apta para ellos.
Era una hora deseada; porque aunque todos se apercibían de la
falta de veracidad de muchísimos o de casi todos ellos, pues no se com-
probaban o realizaban, no por eso dejaban de encender menos su es-
peranza y fantasía. Y entre muchísimos errores y mentiras, también
iban llegando algunos testimonios veraces.
Fueron víctimas de todos los estados sicológicos de los campos de
concentración y de las ilusiones de los reclusos. Por ejemplo, todos es-
peraban como día de su liberación el 10 de agosto, aniversario del fa-
llido golpe de Sanjurjo (18).
Alcanzó celebridad el Padre Onda o Fray Bulo, apodo con que
se conocía al padre Martín, venerable dominico del Convento Con-
de Peñalver, bonachón y crédulo. Se mantenía siempre al tanto de to-
das las noticias, muchas de ellas fabricadas expresamente para su in-
genuidad; pero no por eso trasmitidas con menos candor y creduli-
dad.
En estas horas de patio se practicaba también el apostolado entre
los reclusos, y hasta se presenciaron muchas veces disimuladas confe-
siones (19).
Dentro de la sala, todos los presos mezclados jugaban a juegos de
salón, que se habían proporcionado con industrias manuales.
Sobre pequeños cartones y cartulinas, manos de artistas delinearon
los símbolos del ajedrez y de la baraja. Las damas y los combates na-
vales proporcionaban también entretenimiento durante las horas libres
del interior (20).
Con el tiempo, cuando el régimen penitenciario fue suavizándose,
se llegó a tener acceso a la biblioteca (21).
(18) Gil Juan: Ms. 848, fol. 17; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 6; Cartosio León: Ms. 770, fol. 25.
(19) Gil Juan: Ms. 848, fol. 18; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 6; Alonso Zósimo: Ms. 705,
fol. 3; Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 5.
(20) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 6; Gil Juan: Ms. 848, fol. 15.
(21) Gil Juan: Ms. 848, fol. 16; Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 1.
— 173 —

17.2 Page 162

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5. Ocupaciones
Poco a poco los reclusos del sótano terminaron por acostumbrarse
a un estado de regularidad. El hecho de estar detenidos les resultaba
bastante soportable, respecto de otros presos políticos, por haber vivi-
do la clausura religiosa.
Ya desde el principio nuestros religiosos dieron una nota de labo-
riosidad, de entrega a las necesidades de los compañeros, de ayuda a
los demás presos, de alegría en toda clase de ocupaciones, a las cuales
se brindaban desinteresados.
Uno de los primeros días se presentaron voluntarios para los ser-
vicios usuales. Pero no pudieron ocupar a todos; eran muchas las pres-
taciones y escasos los oficios. Y no sin cierta sorna, les contestaron los
oficiales: "No os preocupéis; no tengáis prisa, que una guerra que em-
pieza no sabemos cuándo ha de acabar, y todavía nos quedan mu-
chos turnos de limpieza" (22).
Muy pronto los salesianos fueron ocupando puestos importantes
en la marcha de la cárcel.
Don Felipe no tardó en desempeñar un cargo en las oficinas, al
frente del fichero general de la prisión. Don José Arce fue nombrado
alcaide o encargado del departamento, con estas encomiásticas palabras
del elocuente Raúl: "Aquí manda este camarada, que es el más traba-
jador. Todos tenéis que obedecerle".
El coadjutor don José Lizarralde ejerció de cocinero en la cocina
de la enfermería y del comedor de los oficiales. Otros fueron destina-
dos a diversos empleos: enfermería, lavaderos, ropería, carpintería. No
había actividad en la cárcel sin un salesiano al frente.
Los sastres confeccionaban cazadoras para los milicianos oficiales
con lindas mantas que ellos les proporcionaban, sustraídas a los pre-
sos.
Los oficiales de la cárcel les encomendaban todos los trabajos extra-
ordinarios con- suma confianza, pensando siempre que quedarían satis-
fechos (23).
Aparte los bulos y falsas noticias, los reclusos seguían con todo in-
terés los movimientos de las tropas nacionales. No se recibían noticias
(22) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 5; Arce José: Ms. 726, fol. 2.
(23) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 5; Gil Juan: Ms. 848, fol. 18; Arce José: Ms. 726, fol. 2;
Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 3; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 4; Fernández Arsenio, Pintado
José, reí. conj., Ms. 820, fol. 5; Lizarralde José: Ms. 898, fol. 1.
— 174 —

17.3 Page 163

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oficiales de ninguna clase; pero, gracias a los que desempeñaban su
oficio junto a los guardianes, llegaban al sótano gacetillas y noticias de
buena fuente.
El cargo de don Felipe le permitió, dada su sagacidad y cultura, ha-
cer a los religiosos numerosos servicios y mantenerlos buenamente in-
formados. Por otra parte, el señor Lizarralde todas las noches, al vol-
ver de la cocina después de acostados todos, sostenía con don Felipe una
larga conversación, y le enteraba de las charlas de los oficiales y hasta
de noticias alcanzadas en la prensa.
Otras nuevas se infiltraban clandestinamente en los envoltorios de
los paquetes y en cartas o tarjetas en clave.
En este horario de trabajo pasaban más entretenidas las largas ho-
ras de prisión (24).
6. Baúl, el miliciano
El trato que los guardianes de la cárcel dispensaban a los presos
religiosos era discreto, correcto y humano. Se revelaban de escasa cul-
tura y alguno manifestó envidia de no saber tanto como sus vigila-
dos.
Nunca se les oyó blasfemar, ni palabras incorrectas. Sólo bravuco-
nadas y expresiones amenazadoras, con el fin de que se mantuvieran
cumplidores y disciplinados en las órdenes que ellos daban.
Hasta se notaba cierta concesión a intimar más con los presos, al
ver sus deferencias. Pero su oficio y las circunstancias no se lo permi-
tían.
Alguna libertad e imprudencia, por parte de los reclusos, mereció
ser reprendida por los milicianos, con estas palabras: "Tengan uste-
des cuidado, que hoy la vida de un hombre no vale diez céntimos" (25).
El sótano estaba bajo la vigilancia, protección y responsabilidad
directa del oficial Salvador Raúl Ramos, Genetista. Se revelaba Raúl un
miliciano primitivo, de rudos modales, muy convencido de su credo,
pero de natural sano y buen corazón.
A pesar de los prejuicios con que empezó su labor de vigilancia, ter-
(24) Gil Juan: Ms. 848, fol. 18; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 9; Lizarralde José: Ms. 898,
fol. 1-2; Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 4; Martínez Alfonso: Ms. 924, fol. 2; Vázquez Vicen-
te: Ms. 1.041, fol. 7.
(25) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 14; Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 1.
— 175 —

17.4 Page 164

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minó haciéndose el más amigo de los religiosos. Era gallego, fácilmen-
te maleable. Poseía dotes de mando, de energía y oratoria poco co-
munes.
El trato con sacerdotes y religiosos obró en él transformación; has-
ta convertirle en un sincero amigo y protector, y en un cancerbero
inexorable.
Se cerró en banda siempre que alguien pretendía nutrirse del sóta-
no para las sacas sin control. Y terminó por gestionar con éxito, en
la Dirección General de Seguridad, la libertad de casi todos sus en-
comendados (26).
Los clérigos de la sala hicieron cuanto estuvo en su mano para co-
rresponder a tal nobleza.
El día de su onomástico recibió conmovido el homenaje de inmen-
sa gratitud de tan admirables reclusos.
"Con velada intención de que un día pudiera servir de homenaje
al Caudillo de España, en quien esperanzadamente pensábamos siem-
pre —relata don Juan Gil—, don Felipe Alcántara improvisó un
soneto a Galicia, cuna de Franco y del miliciano Raúl. Y el gran músi-
co, padre José María Alcacer, compuso la música a cuatro voces igua-
les, que llegamos a cantar en el patio de la cárcel, delante de la bo-
nachona y admirada sonrisa de Raúl, que quedó completamente ga-
nado."
Otros cantos, hoy dedicados a la Virgen, se compusieron para ala-
gar la sencillez del guardián, dedicados a su novia (27).
El entusiasmo de Raúl ganó la benevolencia de otros milicianos para
con los religiosos. Cuantas veces se excedían los presos en el murmullo
de las oraciones, acababan amonestados por los oficiales que les aconse-
jaban más prudencia y les pedían que no les crearan complicacio-
nes (28).
7. Alimentación
Una de las mayores preocupaciones de los presos era la comida. Al
principio la alimentación se presentaba buena, abundante y nutritiva; su-
(26) Gil Juan: Ms. 848, fol. 16; Lizarralde José: Ms. 898, fol. 3; Montero, A., o. c., pág. 153;
Vicuña Carlos: Mártires Agustinos de El Escorial. (Madrid, 1942), pág. 233.
(27) Gil Juan: Ms. 848, fol. 17. Véase también, Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 7; Fernández
Arsenio, Pintado José, reí. conj., Ms. 820, fol. 5; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 7.
(28) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4. Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 1.
— 176 —

17.5 Page 165

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ficiente para personas que no se dedican a ningún trabajo intenso: un
buen plato de potaje, chorizo y tocino. Incluso el pan se daba con ex-
ceso. Con un buen pan para todo el día tenían suficiente; tanto que los
alféizares de las ventanas aparecían repletos de mendrugos de los que
nadie se preocupaba.
A medida que trascurría el tiempo de cautiverio, pasaron grandes
privaciones. El tocino, despreciado por muchos al principio, se ansia-
ba después.
Por noviembre se fue reduciendo la comida. Llegó a hacerse es-
casa y pobre. Hubo períodos de insistente alimentación; por ejemplo,
lentejas, las tristemente célebres pildoras de Negrín, y el período del
arroz, que a tantos produjo el escorbuto.
A muchos se les declararon úlceras en la lengua. Todos padecieron
avitaminosis; y algunos contrajeron enfermedades, que más tarde ha-
brían de acarrearles consecuencias (29).
La debilidad se contrarrestaba con los largos períodos de inacción
y descanso; con el renganche, la posibilidad de repetir el plato hasta
que se terminase la perola; los pequeños hurtos compensativos de los
trabajos realizados en la cocina, y, con frecuencia, el célebre brebaje de-
nominado alioli, que se preparaba a base de pan. untado en aceite y
ajo.
Menudeaban los turnos de pelar patatas en la cocina. No solían
faltar voluntarios para estos menesteres. Se aprovechaba para sufrir
menos frío y, si era posible, escamotear algunas cosas de comer.
A medida que avanzaban los meses de la guerra la situación em-
peoraba. La falta de alimentación ocasionó enfermedades crónicas y
muertes de varios salesianos (30).
8. Condiciones higiénicas
"A lo que nunca pudimos acostumbrarnos —dicen los testigos— fue
a las condiciones higiénicas que tuvimos que soportar. Pronto nos inun-
dó la miseria, imposible de combatir. Carecíamos de abundancia de
agua para el personal recluido. Resultaba imposible conservar la lim-
(29) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4; Cartosio León: Ms. 770, fol. 25; Gancedo Eduardo:
Ms. 828, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848, fol. 20.
(30) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 4-5; Gil Juan: Ms. 848, fol. 20-21; Arce José: Ms. 726, fol. 2.
19 _
—— 177 ——

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pieza individual; y la cárcel se encontraba infectada de parásitos, por
la aglomeración de gente. Carecíamos también de mudas. La mayor
parte habíamos entrado con lo puesto. Y no cabía la posibilidad de
aislamiento entre nosotros.
Para ocupar el tiempo y evitar las picaduras, nos dedicábamos con
todo decoro a la limpieza de ropas, sobre todo de la camisa, junto a
la ventana.
Resultaban trágicamente grotescas las horas de la limpieza colec-
tiva de la sala, dos o tres veces al día. No funcionó casi nunca la má-
quina de desinfección, que, en efecto, existía en la cárcel; ni tampoco
nos proporcionaron ningún medio de combatirlo. Ni siquiera pren-
das de recambio (31)."
Cuando alguno tenía que internarse en la enfermería le cambiaban
de ropa y le daban unas friegas de vinagre y otras sustancias, para
desinfectarle de parásitos.
Al joven sacerdote salesiano, don Luis Soto, le cortaron el pelo al
rape y le ducharon con agua fría, acelerando así su muerte.
Jamás se ducharon o bañaron los presos, ni nunca desinfectaron ni
desinsectaron las habitaciones (32).
9. La vigilancia
Era muy rigurosa. Durante la noche se oían las voces de los guar-
dianes, que gritaban el Centinela alerta. Y durante el día cumplían a
rajatabla la orden de disparar contra cualquiera que asomase por las
ventanas.
Durante el primer medio año se decía que habían muerto dos o tres
presos, alcanzados por los disparos de los centinelas al asomarse a las
ventanas exteriores (33).
Con todo, desde la sala de los servicios higiénicos del sótano se
divisaba la parte alta de la tapia de la cárcel; y detrás, campos incul-
tos, con algunas viviendas diseminadas.
"Un mal día —narra don Emilio Alonso—, no recuerdo de qué mes,
tal vez a finales del verano, después de la cena, divisaron, a través de
(31) Gil Juan: Ms. 848, fol. 20; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 5; Limralde José: Ms. 898, fol 2.
(32) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 6; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 13; Lizarralde José:
Ms. 898, fol. 2.
(33) Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 3.
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dichas ventanas un macabro asesinato. Algunos de los que lo presen-
ciaron, que no pudieron dormir de la impresión, relataban muy de ma-
ñana lo sucedido.
Habían visto a la luz de los focos de un camión, en plena no-
che, bajar maniatado a un individuo, ponerle delante de los focos del
coche y dispararle con pistola hasta dejarle tendido en el suelo. Vieron
como se revolcaba la víctima, y en vista de que tardaba en morir, re-
matarle, hasta que expiró. Y una vez muerto, se retiraron dejando el
cadáver abandonado.
Cuando amaneció, todos nos precipitamos a las ventanas para ver
el cadáver. En efecto, se veía un individuo abandonado en el suelo. Du-
rante las primeras horas de la mañana no apareció ningún curioso. A
medida que avanzaba el día, fueron acercándose niños y mujerzuelas
que, de cuando en cuando, se volvían, puño en alto, contra la cárcel,
amenazadores, y que faltaban al respeto al muerto con patadas y ma-
los tratos.
A última hora de la mañana apareció un guardia custodiando el
cadáver; y a las primeras horas de la tarde fue recogido de allí (34)."
10. Registros
En voz común se llamaron asaltos. En la práctica dichos asaltos con-
sistieron no en entradas violentas, a golpe de disparo, sino en moles-
tos interrogatorios. Todos más o menos se reducían a lo mismo.
Mandaban formar de uno en uno al pie de cada petate, de cara á
los pasillos. Dos o tres personajes, cartera en mano, inquirían de cada
preso declaraciones semejantes.
—¿Acatas la República?
—¿Quieres ir voluntario al frente?
Y prometían la libertad a cuántos quisieran presentarse voluntarios
a defender la República con la sangre.
En medio de estas básicas preguntas, se deslizaban subrepticiamen-
te otras, entreveradas con burlas, amenazas y desprecios, que conster-
naban y ponían en aprietos a los interrogados para dar una respuesta
satisfactoria.
Después de los primeros encuestados, las demás respuestas se re-
(34) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 7-8.
— 179 —

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dudan a repeticiones: Que sí; que irían al frente si la República les
mandaba... (35)
Unidos a estos interrogatorios se sucedían frecuentes los regis-
tros. Por regla general, periódicamente, los oficiales de la prisión revi-
saban las salas y ajuar personal de los reclusos.
Ese día no se hacía la cama. Mantas y sábanas debían quedar ple-
gadas sobre el colchón extendido. Todos los demás objetos persona-
les, bien a la vista, también sobre el colchón.
Tales registros se verificaban mientras los presos paseaban por los
patios. Alguna vez los efectuaron milicianos venidos de la calle.
Ordinariamente sustraían cuantos objetos de valor encontraban.
En uno de estos rastreos descubrieron una vida de Santa Teresa, que
quemaron con gran saña (36).
Con ocasión de una de estas intervenciones exteriores alinearon,
como de costumbre, a todos los presos del pabellón. Cada detenido era
objeto de preguntas comprometedoras de matiz religioso-político. Y
cada visitante anotaba secretas impresiones en sendas libretas traídas
al efecto.
Este interrogatorio parece que se extendió a toda la cárcel, y sir-
vió de ocasión, prevista por los milicianos, para detectar las personali-
dades recluidas en el penal; por si acaso se camuflaban bajo nombres
supuestos.
Al poco tiempo comenzaron las sacas (37).
Otro día, a media mañana, irrumpen de improviso en el departa-
mento de los religiosos varios milicianos; les acompañaban milicia-
nas, vestidas de militar, con pistola al cinto.
Atrajeron su atención dos jpvenes sentados muy cerca de la puer-
ta; un Hermano de la Salle y otro salesiano. Jugaban al ajedrez. Las fi-
chas de relieve estaban suplantadas por otras planas, de cartón, pinta-
dos los diversos símbolos de las figuras.
En su ignorancia tal vez del juego, o por malicia, las milicianas ad-
vierten que algunas fichas llevaban pintadas las coronas reales. Pregun-
tan a los jóvenes, y les dan las explicaciones adecuadas.
Pero ellas no quedaron satisfechas y aquello se les antojó un com-
plot monárquico. Protestaron que hablarían con los dirigentes para
(35) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 10.
(36) Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 7; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 11; López Pudenciano:
Ms. 904, fol. 3.
(37) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 11.
—— 180 ——

17.9 Page 169

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que pusieran remedio a aquel atentado contra la República, y les arre-
batan las fichas para enseñárselas a sus camaradas.
Así terminó el incidente mañanero, comentado por todos como de
incultura.
Por la noche, hecho ya el último recuento oficial del día, tras el
que se cerraba con llave el departamento, se abre de repente la puerta
e irrumpen varios milicianos, denostando con gritos y blasfemias.
Amenazadoramente demandan quién había pintado las coronas en
aquellos cartones. Se presenta el joven Hermano, que noblemente con-
fiesa ser el autor. Frenético el miliciano intenta por la fuerza meterle
las cartulinas por la boca, y le apostrofa: "¡Cómetelas!" Y sin reno-
var su intento, le vuelve a preguntar: "¿Tú eres católico?"
El joven confesó valientemente. La reacción del miliciano fue des-
potricar contra los nacionales, contra los curas, contra la religión:
—"Yo soy masón, ¿sabes? Ya sé que vosotros dais culto a un
Dios criminal; ese Dios inculto y asesino... Vosotros sois los que ma-
táis a las mujeres y niños..."
Y continuó su retahila de improperios con alusiones al Papa. Ter-
minó amenazando al joven con daños supremos, como un delito políti-
co de esa República el permitirse pintar coronas reales.
Después del desahogo, increpando a toda la sala, se marcharon, con
el consiguiente susto por parte de los religiosos.
Don Felipe intercedió ante el director de la cárcel, exponiéndole el
caso. Si el joven era castigado con pena de muerte, los mismos acusa-
dores deberían ser considerados también como regalistas, pues la ba-
raja con la que jugaban tenía nada menos que cuatro reyes.
Como castigo se le envió a fregar la cocina. Acto que el joven re-
ligioso realizó durante el tiempo que le fijaron.
Toda la sala con unanimidad felicitó al muchacho, que tan valien-
temente había confesado su fe.
Escarmentados después, usaron en el ajedrez los símbolos de las
coronas murales (38).
11. Sacas y asaltos
Los incidentes de la guerra tenían su reflejo en la cárcel. Pero refle-
jos mucho más trágicos se sentían o en las redadas de presos políticos,
(38) Gil Juan: Ms. 848, fol. 16; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 12-13; Bello Fernando: Ms. 741,
fol. 6; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 14; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 4.
— 181 —

17.10 Page 170

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que, de vez en cuando; inundaban la cárcel o en las sacas no infrecuen-
tes que la mermaban.
Solían coincidir éstas, las más numerosas, a propósito de contra-
tiempos rojos en el frente, de bombardeos a la ciudad o de otros reve-
ses políticos.
Estas sacas se dirigían principalmente a los elementos militares o
civiles distinguidos. Fue tristemente célebre la depuración que se llevó
a cabo entre los militares, quienes dieron una lección de hidalguía y pa-
triotismo a sus verdugos, aunque no faltaron casos de deserción (39).
Llegaron incluso a sacar enfermos de la enfermería, a pesar de la
oposición del médico.
A mitad de la mañana del día 27 de octubre de 1936, sobreviene
a Madrid un espantoso bombardeo por parte de la aviación nacio-
nal. Las milicias enfurecidas cercan la cárcel con intención de perpe-
trar un asalto.
A través de las ventanas se observaban balcones y techos de las
casas vecinas ocupados por milicianos armados de fusiles y ametra-
lladoras.
Al cabo de un rato, un buen número —quizá por cobardía de los
oficiales o franca licencia— penetran en la prisión; se sitúan en luga-
res estratégicos de los distintos departamentos y ordenan a los oficia-
les de prisiones encerrar en sus celdas o salas a todos los presos que,
por distintas circunstancias y ocupaciones, estuvieran diseminados por
las dependencias (40).
El coadjutor don Isidoro Aranda nos cuenta sus impresiones de
aquellos angustiosos momentos. "Yo iba, como de costumbre, fuera
del rastrillo a arreglar el cuarto de un oficial que antes había estado
en la enfermería. Al pasar por el salón de actos daba miedo. Estaba
lleno de milicianos de ambos sexos. Habían estado de juerga y se pre-
paraban para algo más serio, pues tenían ametralladoras en los pasi-
llos. No me permitieron seguir. Volví a la enfermería y pasé por la co-
cina, donde estaba el señor Lizarralde.
Comentábamos el suceso cuando llegó el oficial. Venía pálido. No
dijo ni palabra, a pesar de ser nuestro amigo. Silenciosamente recogió
los cuchillos y todo lo que pudiera servir de defensa y se marchó.
(39) Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848, fol. 18; Lizarralde José: Ms. 898,
fol. 2; Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 1; Vicuña, C., o. c., pág. 244.
(40) Gil Juan: Ms. 848, fol. 18-19; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 11-12; Martínez Alfonso:
Ms. 924, fol. 3; Vázquez Vicente: Ms. 1.041, fol. 6; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 11.
— 182 —

18 Pages 171-180

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18.1 Page 171

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No había que pensar más en la intención (41)."
Así lo comunicaron a los del sótano. Estas impresiones, las órde-
nes recibidas y el clima de pesimismo que invadía a todos, dejaron
los ánimos totalmente deprimidos y costernados ante la incertidumbre
de lo que podía suceder. Cundió el pánico y se repitieron las esce-
nas de confesión y absolución.
En otras galerías los presos se dispusieron para la defensa.
Parece que la autoridad logró impedir el asalto total. Si bien se lle-
varon a algunas personas importantes.
El sótano no fue mermado. Todo el día pasaron los presos reclui-
dos en su departamento, pues les ordenaron recogerse apenas salie-
ron al patio, y ni siquiera les permitieron salir a sus necesidades.
La comida se demoró varias horas. A eso de las cinco de la tar-
de volvió la calma.
La sensación de pánico colectivo, la depresión sicológica y la incer-
tidumbre absoluta redujeron el ánimo y el cuerpo de los reclusos a
una inactividad total, de forma que casi resultaba imposible pronun-
ciar palabra (42).
12. Los juicios
Existió también en la cárcel la realidad jurídica legal.
Se establecieron, dentro del mismo recinto penal, tribunales de
justicia en los que, más o menos burlescamente, se mantuvieron las
formas jurídicas. De ordinario los abogados defensores eran presos gra-
duados.
Aparte las falsas acusaciones en que consistían los cargos, el for-
mulario de preguntas se reducía al tradicional.
Don Felipe Alcántara había dado orden de complacer a los jue-
ces, excepto en materia de religión.
Todos los presos comparecieron ante estos tribunales.
A muchos de nuestros religiosos se les acusaba de "desafecto al
Régimen". A otros se les imputaba la "lectura de periódicos fascis-
tas".
(41) Aranda Isidoro: Ms. 613, fol. 12.
(42) Gil Juan: Ms. 848, fol. 18-19; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 12; Martínez Alfonso: Ms. 924,
fol. 2; Bastarríca Salvador: Ms. 738, fol. 3.
— 183 —

18.2 Page 172

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En enero de 1937 comenzaron a salir en libertad.
Para algunos la libertad consistió en el traslado de cárcel. Otros
fueron destinados a batallones disciplinarios. La muerte segó no po-
cas vidas (43).
Así fue acabando el cautiverio. Ninguno había bajado de los cin-
co meses de prisión.
(43) Gil Juan:-Ms. 848, fol. 21; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 14; Alonso Zósimo: Ms. 705,
fol. 4.
— 184 —

18.3 Page 173

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S. Cárcel Modelo
1. La prisión
La cárcel celular de Madrid abarcaba seis manzanas del barrio de
Arguelles. La abrazaban las calles Moret, Martín de los Heros, Rome-
ro Robledo y la plaza de la Moncloa.
Se utilizó solamente los cuatro primeros meses de guerra. Sin em-
bargo, se constituyó en la más importante de las cárceles madrile-
ñas.
De ella salieron las primeras expediciones masivas con destino a
Paracuellos del Jarama; y en ella se concentraron más sacerdotes y re-
ligiosos que en ninguna otra.
Constaba de fachada y cuerpo central. Cinco galerías con sus cin-
co patios convergían en el centro, como varillaje de abanico y su
país. Guardaba mil celdas; doscientas por cada galería.
Desde julio a noviembre su seno se dilató para dar cabida a más
de cinco mil reclusos. Existía un verdadero hacinamiento en los esca-
sos nueve metros cuadrados de cada celda.
Cinco o seis reclusos aseguraban día y noche su reducida área co-
rrespondiente. En los últimos meses el número de inquilinos por cel-
da aumentó hasta siete y ocho.
Un ventanuco chato y apaisado, inaccesible, dejaba entrar en la
habitación la luz del sol, racionada en porciones por gruesos barro-
tes de hierro. Debajo, un grifo, pequeño y roñoso. En un rincón, el
retrete; una reducida taza, maloliente, sin tapa ni bomba. Un table-
ro adosado a la pared servía de mesa. Completaba el mobiliario un ca-
mastro metálico estribado en el muro.
La puerta de entrada abría a la galería. Una chapa de hierro mal
ajustada protegía la madera; en su centro, a la altura de los ojos, el
chivato, la mirilla por donde los guardianes podían observar, desde fue-
ra, el espacio interior. Todo cerrado por sucias paredes encaladas (1).
Hasta mediados del mes de agosto de 1936, el régimen interno
(1) Vicuña, C., o. c., págs. 95-98; Montero, A., o. c., págs. 154-155.
— 185 —

18.4 Page 174

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de la cárcel viene a ser relativamente normal. No intervienen ni mi-
licias ni organismos sindicales o políticos (2).
Los presos comunes, identificados con el régimen republicano, se
sienten acreedores a la libertad.
Pero no se concedió con carácter general. Sólo se produjeron algu-
nos casos concretos, en virtud de reclamaciones especiales por entida-
des del Frente Popular.
La población penal se hallaba distribuida así: En la galería pri-
mera, militares; en la segunda y tercera, predominaban los falangis-
tas; en la cuarta, los delincuentes comunes contra la propiedad, y en
la quinta, presos comunes por delito de sangre. En el cuerpo cen-
tral de abanico, los llamados hasta entonces presos políticos (3).
2. Aspectos de la vida carcelaria
El horario de la cárcel se desarrollaba por igual en todas las gale-
rías.
Las primeras horas de la mañana se pasaban en ornamentación y
aseo de la celda. En un descanso se les servía un aguaducho, a títu-
lo de café.
A media mañana bajaban al patio correspondiente. Regresaban a
la celda para comer. Por la tarde, otro rato de recreo y de nuevo la
reclusión; toque de silencio y descanso.
Cada día en los patios aparecían caras nuevas, que habían engro-
sado la sociedad carcelaria la noche anterior.
Lo más paradójico de la vida de las cárceles es el recreo perma-
nente, parasitario y obligatorio. Este tiempo se presentaba propicio
(2) El día 8 de agosto de 1936, el diario de Madrid Política, órgano del Partido de Izquierda
Republicana, publicaba en su página cuarta una información sobre la cárcel Modelo, insultante y
despectiva para los presos, hacia los cuales reclamaba por este medio la atención pública. Entre
otros párrafos de la malintencionada información, pueden destacarse los siguientes, alusivos a los
reclusos: "En otra galería, en la segunda, se hallan recluidos otros setecientos militares, con gra-
duación de oficial, y paisanos. Fascistas todos y de muy diversa edad. Por lo general jóvenes...
Varios curas castrenses o civiles y, como cumple a su oficio, gordos y lustrosos, salvo rara excep-
ción... Van vestidos abigarradamente. Muchos pijamas, algunos monos como los de las milicias;
camisas de todos los colores del iris; pantalones de algodón caqui, arrugados y demasiado largos
o demasiado cortos. Sin afeitar la mayoría, no se diferencian gran cosa de los presos vulgares.
El aire distinguido se lo daba la ropa o el uniforme..."
(3) Causa General, o. c., pág. 220.
— 186 —

18.5 Page 175

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para las tertulias. Los nuevos reclusos noticiaban los últimos aconte-
cimientos bélicos y se elaboraban conjeturas esperanzadoras.
Era el único momento de contacto general. Las noticias saltaban
de corro en corro, amartillando los espíritus y revitalizándolos con ilu
sionadas perspectivas.
No faltaron los bulos. Más ligeros y sorprendentes que las mismas
noticias. Con el tiempo se fueron bautizando los diversos canales de
información: Radio-Petate, Radio-Pane cilio, Radio-P alan gana.
En el patio se improvisan juegos de balón, pelota vasca, ajedrez y
naipes pintados en cubiertas de cajetillas.
Y fuera y dentro de la celda se montan incluso industrias. Se fabri-
can artísticos rosarios con bramante, o engarzando huesos de aceitu-
na; cinturones con hilos policromados, extraídos del petate, y camafeos
labrados a punta de navaja (4).
3. Actividad religiosa
El mayor contingente de presos del penal de la Moncloa lo daban
los padres agustinos. Con ellos estaban un buen número de sacerdo-
tes seculares y representaciones numerosas de otras congregaciones. Al-
gunos salesianos se encontraban diseminados por las distintas gale-
rías, o en diferentes pisos, con escasa comunicación.
La presencia de numerosos eclesiásticos en la cárcel Modelo no
comportó unas manifestaciones religiosas intensas y bien organizadas.
Es evidente que las personas consagradas a Dios y los simples cris-
tianos de mejor espíritu encontraban en las celdas ocasión propicia para
el trato con Dios.
Muy pronto fueron brotando algunas prácticas conventuales posi-
bles en el nuevo régimen de vida.
La vigilancia era estrechísima. Cualquier extralimitación podía aca-
rrear las peores represalias de los milicianos.
La misma prensa frentepopulista acusó en sus columnas el rezo
del Rosario en la Modelo. Se trataba del rezo medroso de esta prácti-
ca mariana en un rincón del patio de la segunda galería.
Esta acción provoca a los carceleros y la prohiben violentamente.
El sacramento más profusamente administrado fue el de la peni-
(4) Vicuña, C., o. c., págs. 100-102; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 3.
— 187 —

18.6 Page 176

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tencia. Cuando no se hacía en la celda, se simulaba por el patio una sim-
ple charla entre dos reclusos.
Alguna vez se autorizó un sacerdote expresamente para asistir en
los últimos momentos a un condenado a muerte.
Aparte de estos privilegios, sólo se sabe de un sacerdote que cele-
braba alguna vez la misa en la propia celda. Se trata del claretiano
padre Juan María Gorricho, en la tercera galería.
Por medio de una carta enigmática adquirió vino y formas en abun-
dancia. La celda 498 se convirtió en Oratorio. Dos coadjutores salesia-
nos, don Anastasio Garzón, después mártir, y don Higinio Arce, compar-
ten la celda con el padre Gorricho y participan de estos momentos
de misterio. Don Anastasio Garzón servía de vigilante para evitar sor-
presas desagradables.
El 2 de noviembre se celebró una hora santa dentro de la celda, a
la que asistieron varios amigos. Duró toda la noche. A la mañana si-
guiente se comulgó (5).
Se sabe también que ocasionalmente se distribuyeron comunio-
nes con la mayor discreción (6).
4. Reg'stros y sacas
El 15 de agosto de 1936 el Subdirector de la prisión anuncia a los
reclusos la visita de milicianos. Vienen a practicar un cacheo a los pre-
sos de significación derechista. La orden emana del ministro de la Go-
bernación.
Efectivamente, los agentes de la Dirección General de Seguridad y
milicianos de los partidos Socialista y Comunista entran en la cárcel y
proceden a efectuar un registro general.
Insultan, amenazan de muerte a los reclusos y roban ropas y obje-
tos de valor en gran cantidad.
Con los agentes y milicianos penetra en la prisión un grupo de mu-
jeres vestidas como hombres y empistoladas. Recorren las galerías y
se dedican a improvisar mítines, haciendo labor de captación y propa-
ganda entre los presos comunes.
(5) Montero, A., o. c., págs. 155-156; Vicuña, C., o. c., pág. 116; Gorricho Juan María: En las
modernas catacumbas. Iris de paz, Jueves Santo, 1938; Gorricho Juan María: Florecillas eucarís-
ticas. Vida religiosa, mayo-junio, 1952.
(6) Montero, A., o. c., pág. 156.
— 188 —

18.7 Page 177

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Procuran soliviantarlos con soflamas, y fomentan su odio contra
los numerosos presos políticos.
De esta forma consiguieron extinguir el ambiente de indiferencia
que existía entre los delincuentes comunes respecto a los políticos y
azuzar una viva hostilidad (7).
Desde los primeros días del Alzamiento tuvieron lugar sacas in-
dividuales de presos. Pero a mediados de agosto se hicieron más in-
tensas.
El día 17, a las cinco de la madrugada, se abre una serie de im-
portantes asesinatos. Encabezan la lista los generales Fanjul y Fernán-
dez Quintana. Fanjul, herido en la defensa del cuartel de la Monta-
ña, es sacado de la enfermería. Seguirán otros militares de los cuarte-
les de Madrid, y hasta algunos prisioneros del frente de Extrema-
dura (8).
Pocos días después, en la checa oficial de la calle de Fomento, se
tomaba el acuerdo de realizar un registro en la cárcel Modelo.
Se encomendó esta misión a Emilio Sandoval, alias Doctor Mu-
ñiz. Tenía fama ganada de atracador. Poco antes había sido puesto en
libertad de la cárcel Modelo, en la que se encontraba por robo a mano
armada.
Para llevar a cabo su nuevo cometido, Sandoval buscó cuarenta mi-
licianos chequistas, de la C. N. T. Figuraban en la relación un conoci-
do malhechor, Santiago Aliques; había sufrido condena de ocho años
por hurto, atentado, estafador y usurpador de funciones.
Comenzaron el registro el día 21 de agosto. Y lo suspendieron para
reanudarlo al día siguiente (9).
5. Incendio y asalto
El día 22 entran a prestar servicios en la cárcel funcionarios de
significación marxista. Algunos llegan a doblar el turno, para que to-
dos los guardianes sean de absoluta confianza. Y se reanuda el regis-
tro que los milicianos confederales habían iniciado el día anterior.
Primeramente, expolian a los detenidos. Recorren celda por celda y
se apropian de cualquier objeto de valor de los presos.
(7) Causa General, o. c., pág. 106.
(8) Vicuña, C., o. c., pág. 106.
(9) Causa General, o. c., pág. 221.
— 189 —

18.8 Page 178

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Acabada la requisa dan órdenes de bajar al patio todos sin excep-
ción. Los delincuentes comunes quedan en plena libertad dentro de
la cárcel. Pero ellos no están acordes con esta medida y solicitan la li-
bertad absoluta. Amenazan con incendiar la prisión si no se atiende in-
mediatamente a su requerimiento.
Sobre las cuatro de la tarde, los presos comunes de la quinta gale-
ría y de los sótanos prenden fuego a la leñera de la tahona. El incen-
dio alcanzó prontamente proporciones alarmantes. El piso de entrada
a la segunda galería se hundió sin causar víctimas; pero dejó aislados
a los presos del resto de la cárcel.
Los elementos de la C. N. T. aprovechaban esta circustancia para
sus fines. Inmediatamente comienza a propalarse la noticia de que el
incendio era obra de los presos fascistas, que querían escapar (10).
Para evitar la fuga lanzan una llamada a los milicianos.
Los alrededores de la cárcel Modelo se pueblan de grupos de mi-
licias de todas las significaciones frentepopulistas. Unos ocupan los bal-
cones y azoteas de las casas inmediatas; otros penetran en la prisión.
Las turbas exaltadas, azuzadas por milicianos, pretenden asaltar el
edificio para acabar con los presos.
Al comenzar el incendio, los funcionarios de la cárcel habían pasa-
do aviso a las autoridades y al parque de bomberos.
El Director General de Seguridad, el de Prisiones y el ministro de
la Gobernación acuden al penal; pero observan una actitud pasiva. No
se adoptó ninguna medida para evitar los sucesos que se avecinaban.
Los bomberos sofocan el incendio.
Los milicianos, completamente dueños del edificio, ponen en li-
bertad a los presos comunes, que asaltan el almacén de víveres, el eco-
nomato y las oficinas.
Desde los edificios contiguos se inicia un fuego cerrado de fusil y
ametralladora contra los presos del patio. Se cuentan algunos muer-
tos y varios heridos. La única defensa de los detenidos era parapetarse
bajo el muro.
Los sacerdotes del patio recomiendan el acto de contrición e im-
parten absoluciones.
Sobre las siete de la tarde cesa el tiroteo. Los funcionarios de la pri-
sión son obligados a abandonar el establecimiento. El ministro de Gober-
(10) La prensa roja de Madrid da la versión "oficial" del suceso, delatando la intencionalidad
de los fascistas detenidos. (Véase Política, 23 agosto, 1936; El Liberal, 27 agosto, 1936; Clari-
dad, 24 agosto, 1936.)
— 190 —

18.9 Page 179

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nación y los directores generales de Segundad y Prisiones prestan su
anuencia con la torelancia pasiva.
Las milicias anarquistas elaboran una selección de treinta y dos pre-
sos, y los conducen a un sótano con amenazas de fusilarlos. Luego los
suben a la primera galería, donde se concentra el grueso de los presos
políticos. Públicamente anuncian que se va a proceder a su fusila-
miento en masa.
Durante la noche, las celdas y galerías del penal se trasforman en
confesonario incesante. Se suceden ininterrumpidamente las confesio-
nes generales, el rezo del rosario, oraciones y jaculatorias.
Al amanecer se realiza, una nueva selección de presos, efectuada por
policías y milicianos. Los bajan a los sótanos de la quinta galería y los
asesinan (11).
6. Nuevo aspecto carcelario
Después de estos sucesos se constituyó en la cárcel Modelo un co-
mité de control. Lo integraban representantes de todos los partidos po-
líticos y entidades sindicales del Frente Popular.
La guardia interior de la cárcel se encomendó a las milicias. La pri-
mera galería a elementos de la C. N. T.; la segunda a las milicias socia-
listas; la tercera a las milicias republicanas; la cuarta a los milicianos fe-
rroviarios, y la quinta a elementos comunistas del llamado Quinto Regi-
miento de Milicias Populares. En la enfermería se estableció un turno
de guardia, que prestaban milicianos de todos los grupos referidos.
La guardia exterior del edificio quedó encomendada a guardias del
Cuerpo de Asalto.
Hasta el día 25 de agosto se siguió esta organización, sin interven-
ción alguna de funcionarios del Cuerpo de Prisiones. En esta fecha se
autorizó la vuelta de los funcionarios al servicio. Pero quedan subordi-
nados a todo criterio de los milicianos (12).
El régimen del comité de control y milicianos para el servicio de
vigilancia interior de la cárcel se mantuvo hasta la evacuación com-
pleta de la prisión, 16 de noviembre de 1936.
(11) Causa General, o. c., págs. 222-223; Vicuña, C., o. c., págs. 119-134. El Duende Azul,
Emocionarlo íntimo de un cautivo. Los cuatro meses de la Modelo. (Madrid, 1939), págs. 115-121.
(12) Causa General, o. c., págs. 224-225; Vicuña, C., o. c., págs. 137-142; El Duende Azul,
o. c., pág. 246.
_ 191 _
J- S -L

18.10 Page 180

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Este sistema facilitó las sacas de presos. Al principio, de manera in-
dividual. Más tarde, en expediciones numerosas, que culminaron en
la hecatombe de los días 7 y 8 de noviembre en Paracuellos del Ja-
rama. En estas expediciones salieron los salesianos don Manuel Mar-
tín, clérigo minorista, y don Francisco Martín, coadjutor (13).
7. La evacuación
A primeros de noviembre de 1936 el ejército de Franco se encon-
traba a las mismas puertas de Madrid.
El día 4 se apodera del aeródromo de Cuatro Vientos, en Geta-
fe. El día 6 alcanza el suburbio de Carabanchel. El día 9 logra apode-
rarse de la altura sobre la que alza el Palacete de la Moncloa. Pero
no consigue pasar de ahí.
Acaba de chocar contra unos formidables dispositivos de defen-
sa. Los ataques y contraataques se suceden, igualmente violentísimos,
igualmente inútiles. Los antagonistas muestran la misma furia inefi-
caz. Ninguno avanza y ninguno retrocede.
Se colocan ametralladoras en la torreta de la cárcel Modelo y en
las cabinas de los centinelas.
La gran prisión se ha convertido en el comedor de las Brigadas In-
ternacionales, en hospital de sangre y en fortaleza y cuartel.
El día 10, por la tarde, un obús de Artillería causa impacto en
uno de los ángulos del Abanico de la cárcel. Destroza una ventana y
produce algunos heridos (14).
Los bombardeos contra Madrid continúan. La aviación de Franco
proyecta algunas incursiones aéreas sobre la capital.
Los días 14 y 15, balas de ametralladora y obuses de Artillería pro-
ducen algunos desperfectos en la prisión, convertida en objetivo mi-
litar.
El 16 arrecia el bombardeo contra la cárcel. Hacia media mañana,
los milicianos obligan a los presos a bajar a los sótanos. Toda la tarde
se pasan en los refugios entre zozobras y conjeturas, las más contra-
dictorias. Se teme una represalia, recordando las fatídicas sacas re-
cientes.
(13) Véase Paracuellos del Jarana, págs. 410-414.
(14) Vicuña, C., o. c., págs. 158-161; Roux Georges, o. c., págs. 197-200.
— 192 —

19 Pages 181-190

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19.1 Page 181

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De noche reina la calma. Y se aprovecha para ordenar la evacua-
ción (15).
Usando autobuses municipales, la población carcelaria, que se ha-
bía librado de las sacas, fue trasladada a otras cárceles de Madrid, más
lejanas del frente: Porlier, San Antón, Ventas, Duque de Sexto.
(15) Vicuña, C., o. c., págs. 175-179; Duende Azul, o. c., págs. 283-289; García Andrés:
Ms. 832, fol. 2; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 4.
— 193 —
13.-

19.2 Page 182

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&• Cárcel de San Antón
1. Una cárcel conventual
El amplio colegio de los Padres Escolapios, en la calle Hortaleza,
se vio trasformado en establecimiento penitenciario, desde los prime-
ros momentos de la contienda civil.
La conformación del edificio facilitó la acomodación de los pre-
sos.
Todas las dependencias escolares se convirtieron en salas de reclu-
sión. Existían cuatro pisos, que aceptaron el nombre de galerías; cada
una con sus correspondientes departamentos carcelarios.
En esta prisión llegaron a concentrarse, en la primera mitad del
mes de agosto, unos doscientos eclesiásticos de muy variadas proce-
dencias. La mayoría permaneció en el penal hasta la segunda gran ma-
tanza de Paracuelles del Jarama, el 28 de noviembre de 1936.
Marcaban el índice mayor los Agustinos, en número de ciento vein-
te. Más tarde, esta cifra se incrementó con los procedentes de la cár-
cel Modelo. Desde un principio ocuparon una de las piezas más espa-
ciosas del edificio, que tomó la denominación de sala de los frailes.
En otra sala del piso segundo se agrupó la numerosa comunidad de
Hermanos Hospitalarios de Ciempozuelos.
No existía ningún departamento destinado exclusivamente a pre-
sos eclesiásticos. Detenidos de carácter civil hacían causa común con
sacerdotes y religiosos, distribuidos por diversas dependencias (1).
Varios salesianos sufrieron encarcelamiento en San Antón. Vinie-
ron a parar aquí algunos evacuados de la cárcel Modelo, y los proce-
dentes del asalto al Viceconsulado de Finlandia. Otros procedían de
las frecuentes detenciones originadas por los registros domiciliarios.
Los cuatro meses que mediaron hasta las nutridas sacas de Para-
cuellos proporcionaron una organización religiosa dentro del penal. No
sólo en cuanto a la observancia de las personas consagradas a Dios,
sino también en cuanto a la atención espiritual al resto de los pre-
sos.
(1) Montero, A., o. c., págs. 146-147, Vicuña, C., o. c., pág. 195; Fernández Arias, Adelardo:
Madrid bajo el terror. (Zaragoza, 1937), págs. 119-125.
— 194 —

19.3 Page 183

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Contribuyó grandemente a esta cohesión espiritual del clero de San
Antón el hecho de que los agustinos ocuparan la sala de los frailes, que
era la de mayor capacidad.
Por efecto del terror imperante, dentro y fuera de la cárcel, las ac-
tividades religiosas en San Antón no alcanzaron la brillantez y pu-
janza registradas en otras prisiones.
La instalación de los presos en grandes aulas hacía prácticamente
imposible la ocultación de cualquier acto litúrgico. La santa misa, aún
en la forma simplicísima autorizada por Roma, resultó irrealizable.
En cambio, florecieron todas aquellas devociones que podían prac-
ticarse en el simple coloquio, o simulando lectura, paseos o distrac-
ciones comentes.
Los agustinos hacían en común o en pequeñas células todos los re-
zos de la Regla. Y en otoño de 1936 se llevó a cabo, dentro de la sala,
la profesión religiosa de un buen número de jóvenes, a quienes corres-
pondía renovar su consagración a Dios.
El mismo día 28 de noviembre, en la primera expedición a Paracue-
lles, los novicios Hospitalarios emitieron sus votos religiosos in artículo
mortis.
Los sacerdotes desplegaban infatigablemente su celo sacerdotal con
los hermanos, neoprofesos y novicios. Y todos los demás reclusos se
beneficiaban de la fraternidad y los consuelos de la religión.
Esto demuestra que, aún sin celebrar ni administrar la Eucaristía,
los sacerdotes y religiosos constituyeron un continuo bálsamo espiri-
tual y un estímulo para la vida del espíritu de los proscritos del gran
colegio Calasancio (2).
2. Régimen carcelario
Desde los primeros días de su institución, la cárcel estuvo en ma-
nos del cuerpo de Prisiones. En el interior, al cuidado directo de los
presos, se colocaron funcionarios y fuerzas del cuerpo de Seguridad,
bajo la autoridad de un inspector de Policía.
Existía también una guardia exterior, a cargo de milicianos del par-
tido sindicalista de la C. N. T.
(2) Montero, A., o. c., págs. 147-148; Vicuña, C., o. c., págs. 195 y 207; García de Vinuesa
Antonio: Ms. 832, fol. 2; Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 4.
— 195 —

19.4 Page 184

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En cada departamento se nombró a un recluso encargado. Recibía
el nombre de alcalde, y dependía directamente del empleado custo-
dio de la galería.
En los primeros días del mes de agosto, las milicias de la C. N. T.
irrumpieron en el interior. Desalojaron o destituyeron a los funciona-
rios y asumieron la vigilancia y gobierno de la prisión. Los oficiales exis-
tentes adquirieron el papel de figuras decorativas.
El régimen penitenciario cambió por completo (3).
El nuevo gobierno es un gobierno de "poderes absolutos", sin con-
trapeso institucional. Imperan el gusto y el fanatismo.
Se destacan por su actuación los milicianos Santiago del Amo, apo-
dado Petroff; Gonzalo Montes, el Dinamita; Gonzalo García, el sar-
gento Tartaja, y otro, apodado el Traganiños.
Actúan de manera sanguinaria. Dan malos tratos a los detenidos.
Les insultan y les hacen objeto de toda clase de vejámenes.
Se apropian inconsideradamente de la comida que los presos reci-
ben de sus familiares; y verifican registros para hurtar a los reclusos los
objetos de valor.
La comida, que desde el principio era propia de una cárcel, em-
peoró en calidad y cantidad. Durante el régimen policial, los presos ba-
jaban al comedor de los colegiales para la refección, y usaban de la
vajilla que se había conservado. Con la llegada de los milicianos todo
cambió. No les permitieron bajar al comedor. Les proporcionaron un
plato de metal y les servían la comida en las típicas gavetas carce-
larias, formando cola para recibir la ración.
La escasa carne asignada en el suministro para los presos nunca
llegó a los de San Antón. Se aprovechaban de ella los milicianos y ofi-
ciales para sus diarias francachelas y comilonas (4).
En pocas cárceles fue tan obsesiva la aprensión de los guardia-
nes contra todo tipo de manifestación religiosa.
El mencionado Petroff y sus compinches reprimían cualquier atisbo
de práctica piadosa que se realizara en la prisión. Se jactaban de ha-
ber asesinado a un buen número de curas y haber profanado a va-
rias religiosas.
Intencionadamente entraban en la sala de los frailes para profe-
rir a voz en grito blasfemias e inmundicias en tono jocoso e insultan-
(3) Causa General, pieza n.° 3, Cárceles y Sacas. Ramo separado, cárcel de San Antón, fol. 5,
8, 195; Fernández Arias, o. c., pág. 128.
(4) Causa General, ibid., fol. 195.
— 196 —

19.5 Page 185

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te. Y no se limitaban a blasfemar ellos. Con frecuencia cogían a los re-
ligiosos más jóvenes, novicios o profesos, y los aislaban de los demás.
Los encerraban en un departamento y les incitaban a blasfemar con
amenazas de muerte. Tras la rotunda negativa los ponían la bayone-
ta en el pecho o les golpeaban los dedos de los pies con la culata del
fusil hasta hacerles llorar. Todos sus intentos resultaron fallidos.
El agustino, padre Arturo García, fue sorprendido por Petroff con
el rosario entre los dedos, musitando avemarias. Su descubridor se le
echó al cuello y le recriminó barbotando palabrotas: "Con esto debía
ahorcarte ahora mismo, ¡chalao! Más te valiera estudiar historia y geo-
grafía". El interpelado era doctor en Historia, correspondiente de la
Academia y bibliotecario de El Escorial (5).
3. El reino de la crueldad
Todos los testimonios coinciden en subrayar la crueldad de los mi-
licianos de San Antón.
Los más destacados miembros del Comité socialista de la cár-
cel pertenecían a la más baja estofa de criminales.
Después del asalto al cuartel de caballería de Victoria Eugenia, se
pusieron con profusión en sus gorros y chaquetas los emblemas de di-
cho regimiento. Consistían en una calavera y dos tibias cruzadas. Con
estos símbolos comenzaron a denominarse el Batallón de la Muerte.
Su jefe, un antiguo hampón y borracho, Pedro Luis Calvez, se colocó
dos estrellas de teniente, y a los quince días las de capitán.
Por las noches recori^ las calles acompañado de tres o cuatro ase-
sinos y una miliciana. La 'nominaba compañera y le había concedi-
do el grado de alférez de C rabineros, cuyas estrellas y emblemas os-
tentaba en el mono. Se dedicaban a preguntar a los serenos dónde ha-
bía carcas. Subían a los pisos y los levantaban de la cama. Registra-
ban la vivienda y rapiñaban todo el dinero y los objetos de valor. Aca-
baban su trabajo con el clásico paseo.
Como su borrachera era continua, al día siguiente lo contaba en el
patio de la cocina de la cárcel. Jactanciosamente atribuía a su compa-
ñera los tiros de gracia, porque a él le temblaba el pulso (6).
(5) Vicuña, C., o. c., págs. 196-199 y 202; Causa General, ibid., fol. 44, 138.
(6) Causa General, ibid., fol. 91 v.°
— 197 —

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Se significaba por su crueldad el llamado Pefroff. Vestía de milicia-
no, con su pistola siempre al cinto y la escopeta terciada al hombro.
Sus grandes mostachos le valieron el apodo de Bigotes. Se mostraba
jactancioso y valentón. No perdía oportunidad para maltratar a los pre-
sos de palabra y de obra. Se ensañaba particularmente contra los que
consideraba los mayores enemigos del Régimen, por lo relevante de sus
apellidos, por su profesión o por su cargo, especialmente sacerdotes y
militares.
Escogió como víctimas preferidas a los agustinos de El Escorial.
Sometía a los detenidos a malos tratos. Entraba en las salas; des-
pertaba a los dormidos a culatazos y les obligaba a levantarse. Se goza-
ba sádicamente en mantener formados a los presos horas y horas sin
comer ni cenar, con el fútil pretexto de que había desaparecido una
pistola o un cuchillo.
Su vesánica aversión le impulsaba a subir a la azotea y disparar con-
tra los aviones nacionales.
Varias veces manifestó su odio directo contra sacerdotes y milita-
res. "Vosotros no tengáis miedo —decía, dirigiéndose a la generalidad
de los presos—. A vosotros no os sucederá nada. Nosotros no vamos
más que contra los curas y los militares (7)."
Gonzalo Montes, el Dinamita, revelaba con frecuencia sus instin-
tos criminales. Perseguía a los presos por patios y pasillos con la ba-
yoneta en una mano y la pistola en la otra. En invierno, obligaba a
los detenidos a quitarse los pantalones con el único fin de hacerles pa-
sar frío. Para los menesteres más bajos o servicios más injuriantes es-
cogía siempre a sacerdotes o religiosos y a militares o personas des-
tacadas.
El Tartaja ascendió de miliciano a sargento en un mes, por sus ca-
nalladas. Se complacía en mantener a los presos a pie quieto, a la som-
bra, en los días más crudos del invierno. Por el contrario, los alinea-
ba al sol los días más calurosos. Todo el que incurría en la más leve
falta atraía las iras del Tartaja. Inmediatamente lo encerraba en un ló-
brego calabozo.
Completaba la camarilla Victoriano de Paz. Poseía un coche patru-
(7) Fue este mismo miliciano quien "preparó" para el martirio al ilustre comediógrafo don Pe-
dro Muñoz Seca, en una de las sacas de Paracuellos. A su vuelta se jactaba de haberle arrancado
el bigote a tirones antes de matarle. (Véase Vicuña, C., o. c., pág. 197; Causa General, ibid.,
"fol. 27, 137-139 y 192.)
—— 198 ——

19.7 Page 187

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lia, que empleaba para los paseos. En la portezuela había pintado
una inscripción: "Los cuatro jinetes del apocalipsis" (8).
A estos miembros destacados se les unían otros números que se-
cundaban la actuación de sus jefes.
Estaban instalados en las habitaciones que habían pertenecido a la
comunidad religiosa. Allí organizaban sus francachelas y comilonas. Las
celebraban por la noche y les acompañaban milicianas que alternaban
con ellos.
Alentados por el alcohol vociferaban, lanzaban denuestos contra la
religión, el clero, los fascistas y Franco, y cantaban aires subversivos
y republicanos.
Se temía que, en la embriaguez, se dejaran llevar por sus instin-
tos y criminales intenciones y efectuaran una gran matanza general (9).
El más leve pretexto motivaba el castigo inmediato. La represión
más ordinaria era el calabozo. Una habitación inmunda, lóbrega y fría,
que había servido de leñera. No recibía más luz que la que entraba
por el ventanillo practicado en la puerta de madera.
Los castigados padecían incomunicación total. Solamente se les per-
mitía salir por una necesidad mayor, una vez cada veinticuatro horas.
Les entraban un solo rancho al día.
El piso estaba sin pavimentar. Y no se le permitía al penado ni jer-
gón, ni manta de abrigo para protegerse de la humedad.
Un Hermano de San Juan de Dios, de Ciempozuelos, fue enviado
a esta mazmorra por el hecho de sorprenderle rezando el rosario con
una cuerda de nudos (10).
Durante su gobierno en San Antón, los miembros del Comité fren-
te-populista incurrieron en toda clase de desafueros y violencias en el
trato con los presos.
4. Sacas y expedición de la muerte
La institucionalización de los Comités y tribunales populares com-
portó la violencia incontrolada. Policías y malhechores eran los mis-
mos. No existían garantías para nadie. Las bandas de maleantes aprove-
chan el confusionismo del ambiente para sus proyectos criminales.
(8) Causa General, ibid., fol. 191-192.
(9) Causa General, ibid., fol. 2 y 195 v.°
(10) Causa General, ibid., fol. 192, 196 v.°, 201.
— 199 —

19.8 Page 188

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Unas veces amparados en la tácita anuencia de un gobierno impo-
tente; otras, camuflados, deliberadamente en contra de sus disposicio-
nes.
Se crea una realidad "jurídica" con apariencias de justicia. Los tri-
bunales revolucionarios no siguen regla alguna de procedimiento o de
derecho. No admiten defensores y envían al "procesado" al suplicio,
después de ocho o diez minutos de comparecencia.
En la cárcel de San Antón se operaba con la más impune arbitra-
riedad.
Había quien se llegaba a la prisión únicamente a satisfacer vengan-
zas; o simplemente a complacer su espíritu criminoso. Exigían sus víc-
timas, y las obtenían sin la menor oposición por parte de los respon-
sables del penal.
Los mismos tribunales determinaron, después de una parodia de
juicio, quiénes iban a ser fusilados, quiénes iban a ser trasladados de
prisión y quiénes iban a ser puestos en libertad efectiva (11).
Las sacas individuales se efectuaban con el mayor sigilo en las pri-
meras horas de la madrugada.
La figura más tenebrosa fue Agapito Saiz de Pedro. Individuo de
baja estatura, bigote negro y recortado. Frecuentaba la prisión siem-
pre vestido de paisano y sombrero negro. No usaba armas. Solamente
cuando organizaba una saca nocturna se presentaba con una gran pis-
tola ametralladora colgada al cinto.
Se constituyó en organizador y responsable de las ejecuciones en San
Antón. Presentaba las listas, firmaba el recibo de los presos y se hacía
cargo de las expediciones. El mismo conducía a sus víctimas al marti-
rio y determinaba la ejecución (12).
Las trágicas expediciones masivas ofrecen un espectáculo inusi-
tado.
La noche del 27 de noviembre de 1936, el policía Agapito Saiz se
persona en la cárcel. Reúne a los capitostes del Comité de vigilancia
y convoca un conciliábulo al que asiste el director de la prisión. Se con-
fecciona una lista de presos y se acuerda sacarlos esa noche para su fusi-
lamiento en el mismo patio de la cárcel.
El director se opone a tal maniobra. Accede únicamente a permi-
tir la salida de los presos, en el caso de traslado de prisión.
(11) Causa General, ibid., fol. 191, 198; Vicuña, C., o. c., pág. 213.
(12) Causa General, ibid., fol. 11, 27, 189, 190 v.°
— 200 —

19.9 Page 189

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Inmediatamente se programa una serie de traslados a la cárcel de
Alcalá de Henares.
Y comienzan las sacas fatídicas.
El mismo Agapito Saiz organizaba la salida. Le secundan sus corre-
ligionarios Victoriano Paz, Pefroff, el Tartaja y los demás milicianos de
la prisión.
Amparados por el delegado de Orden Público y la Dirección Ge-
neral de Seguridad se extrajeron de San Antón tres expediciones con
destino a Paracuellos del Jarama.
En una de estas expediciones estaban integrados los salesianos don
Valentín Gil, coadjutor; don Justo Juanes, clérigo trienal, y don Anas-
tasio Garzón, coadjutor (13).
Se les despojaba a las víctimas de todos los objetos personales;
se les ataba fuertemente las manos con fino bramante y les empuja-
ban a los autobuses.
La crueldad de los verdugos raya en el extremismo.
Uno de los expedicionarios padecía catarro nasal. Las manos inuti-
lizadas, atadas a la espalda, le impedían sonarse. Un sacerdote, que ha-
cía de ordenanza en el rastrillo, se compadece de él. Saca un pañue-
lo y le limpia. El Bigotes presenciaba la escena. Coge al sacerdote de
un brazo, y de un golpe de fusil le empuja también hacia el coche,
mientras barbotaba: "Ahora vas tú con ellos, para que te den lás-
tima".
Los mismos milicianos, en turnos, acompañaban a los presos y par-
ticipaban directamente en la ejecución de las víctimas. A su regre
so comentaban jactanciosamente los acontecimientos (14).
5. La situación final
El matiz político dominante en la prisión al principio venía deter-
minado por las milicias que lo ocuparon. Imperaba el régimen sindica-
lista Genetista.
El 4 de diciembre de 1936 fue nombrado director general de Pri-
siones don Melchor Rodríguez. Con su llegada cambió radicalmente el
(13) Véase Paracuellos del Jarama, págs. 417 y 421.
(14) Causa General, ibid., fol. 6, 11, 14, 20, 75, 189-194 y 202-203; Vicuña, C., o. c., pági-
nas 216-236.
— 201 —

19.10 Page 190

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régimen carcelario. Suprimió todo servicio de los milicianos y revita-
lizó el ejercicio de los funcionarios de Prisiones.
Los milicianos de San Antón quisieron celebrar el cese de su car-
go con una de las acostumbradas orgías. Prepararon una espléndida cena
y bebieron hasta la embriaguez.
Aquella noche intentaron asaltar la sala llamada del oratorio y las
dependencias inmediatas, y asesinar a los reclusos.
Afortunadamente desistieron de sus tentativas y no llevaron a
efecto sus propósitos criminales (15).
Con este cambio en el gobierno de la prisión sobrevino un período
de estabilidad en el penal.
(15) Causa General, ibid., fol. 8 y 202 v.°
— 202 —

20 Pages 191-200

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20.1 Page 191

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« Cárcel de Portier
1. Organización carcelaria
Otro colegio escolapio vino a constituir asimismo un improvisa-
do centro penitenciario de los más movidos en sacas y detenciones.
Estaba situado en el número 54 de la calle General Porlier. Lo limita-
ban las calles Padilla y Torrijos.
Durante los primeros meses de la guerra los presos se hacinaban
en aulas y pasadizos del colegio en un contingente muy superior a la
capacidad del inmueble.
No existía ninguna estancia determinada para sacerdotes o religio-
sos. Se encontraban desperdigados por las diferentes dependencias.
Parece ser que el foco eclesiástico más considerable lo formaban
catorce padres agustinos.
Varios salesianos pasaron por este penal sin llegar a formar célu-
la diferenciada. La mayoría provenía de la cárcel de Ventas; otros, de
la evacuación de la Modelo o por detenciones domiciliarias (1).
Las salas se organizaban por los mismos reclusos. Se nombraba un
responsable, elegido por aclamación, y a él se sometían los criterios de
la comunidad penal, en lo referente al gobierno de la sala.
Los primeros meses la disciplina era rígida. Como en otras prisio-
nes la vigilancia dependía directamente de los Comités. Los milicia-
nos se encargaban de la guardia y cuidado de los detenidos.
Más tarde, el régimen cambió. Las milicias se sustituyeron por fun-
cionarios del cuerpo de Prisiones.
La disciplina se suavizó.
Durante el primer período, en la cárcel de Porlier, se vivieron los
mismos sobresaltos y zozobras que en el resto de las prisiones (2).
Las sacas anónimas se sucedían a un compás caprichoso y absoluta-
mente arbitrario.
Ejercía de responsable del penal Mariano Robles. Le apodaban el
Balas por el número de proyectiles que ostentaba en el cinturón y en
la pulsera.
(1) Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 14; Lizarralde José: Ms. 898, fol. 4; Pelaz Lucas: Ms. 952,
fol. 3; Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 1; Vicuña, C., o. c., pág. 179.
(2) Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 9; Vicuña, C., o. c., pág. 185.
— 203 —

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Muy frecuentemente irrumpía de noche en las galerías con un pi-
quete de milicianos. A oscuras reclamaba una veintena de presos, indis-
tintamente, para colmar las plazas libres de los autobuses de la muerte.
Ni siquiera se proveía de una lista de condenados.
A título personal y secreto organizó un servicio sádico de "salva-
mento". Según la calidad de sus víctimas, les exigía una gruesa canti-
dad de dinero por la libertad. En caso negativo serían sacrificados
sin opción.
El mismo acompañaba a los presuntos liberados hasta la salida.
Y él mismo comprobaba su fusilamiento en cualquier paraje ignoto de
las cercanías.
Sus desmanes trascendieron. Se le destituyó de su cargo y fue sen-
tenciado a muerte por el Gobierno rojo. Pero la condena no se llegó a
ejecutar (3).
A los nuevos reclusos, a su entrada, se les tomaba la filiación y se
les aligeraba de todos los objetos que llevaban encima. Seguidamen-
te se les encerraba en un sótano con dieta rigurosa. Era la primera pro-
videncia que tomaban con ellos.
En las salas existían espías camuflados. Acechaban la oportunidad
de obtener víctimas que confesaran ingenuamente su condición en el
seno de la confianza.
Resultaba peligroso asomarse a las ventanas de la sala. Los centi-
nelas del patio batían el edificio con sus armas por los motivos más
fútiles e imaginarios. Algunos presos cayeron víctimas de estos dispa-
ros fulminantes.
El tiroteo llegó a hacerse muy frecuente; casi continuo. En un tiem-
po los reclusos se vieron obligados a acudir por el rancho a gatas,
pegados al muro (4).
El sentimiento de inseguridad creció con las aciagas sacas de no-
viembre.
2. Organización religiosa
Dentro del ambiente descrito germinaron, en el recinto de la pri-
sión de Porlier, algunas prácticas de piedad.
Hasta pasadas las matanzas de Paracuellos no parece que se dijera la
(3) Vicuña, C., o. c., págs. 187-189.
(4) Sáiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 11; Vicuña, C., o. c., págs. 185-186.
— 204 —

20.3 Page 193

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santa misa. Pero el sacramento de la confesión se administraba profu-
samente. Sobre todo, ante la angustia de las sacas.
Menudearon las charlas sobre temas religiosos y se rezaba asidua-
mente el santo rosario.
Sabemos que varios sacerdotes salesianos se entregaron al ejerci-
cio de su ministerio en sus salas respectivas.
Don Fortunato Saiz ingresó en la prisión el 7 de septiembre de
1936. Después de unos días de penuria, lo trasladaron a una sala de
la galería tercera. En ella encontró ambiente propicio para la con-
fianza. Se dio a conocer como sacerdote y estableció contactos con el
párroco de Zarzalejo, residente en la misma sala. Ambos se relaciona-
ron con otro padre franciscano, y los tres se dedicaron a la labor es-
piritual entre los reclusos.
Confesaban disimuladamente, paseando en coloquio, o en la sala,
sentados sobre el petate.
A raíz de las sacas de noviembre se excogitó el medio de que pe-
netrara el Santísimo en la prisión para administrarlo como viático.
Se aprovecharon las visitas que un sacerdote cubano cumplimenta-
ba a un detenido de su misma nacionalidad. Se entablaron relaciones
con él y aceptó suministrar el Sacramento.
En una bolsita, escondida en el pliegue de una toalla, ingresaban
desapercibidamente algunas partículas. Los sacerdotes reclusos se tur-
naban para guardarlas en su pecho, en espera de la hora propicia para
repartirlas.
En plena virulencia de las sacas se incrementa la labor sacerdo-
tal entre los presos. Durante el día se les prepara con la confesión.
Por la noche, sigilosamente, los sacerdotes recorren las dependencias.
Las presuntas víctimas, previamente advertidas, permanecen despiertas
para recibir la comunión.
Se vivieron verdaderos ejemplos de heroísmo (5).
Pasados los meses de persecución violenta, se normalizó la vida de
los presos. Entonces comenzó a celebrarse la santa misa en diversas
dependencias; primero, subrepticiamente; más tarde, con mayor li-
bertad, aunque con precaución, aprovechando las horas del alba.
A medida que se suavizaba el régimen penitenciario, entrado ya el
año 1937, reglamentaron las prácticas religiosas.
Se organiza el rosario perpetuo, en turnos de dos en dos. Se dis-
(5) Sáiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 9.
— 205

20.4 Page 194

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tribuye la comunión abundantemente en todas las salas, y se crea en
la cárcel un ambiente de verdadero oratorio (6).
En su planta, el salesiano don Joaquín Pérez celebraba diariamen-
te la misa. Para la materia se servía de sellos medicinales obtenidos en
la enfermería, vaciando su contenido.
Don Lucas Pelaz alternaba la distribución de la Eucaristía con al-
gunas celebraciones. Comenzó a decir misa regularmente el día de Pas-
cua de 1937. Servía de altar una maleta, montada sobre una silla.
El coadjutor don José Lizarralde ejercía de cocinero en la enfer-
mería del penal. El aislamiento de la estancia sanitaria proporcionó
facilidad para organizar actos de culto. La santa misa se celebraba en
el cuarto de los cocineros diariamente, en un clima de intensa pie-
dad (7).
No todos los sacerdotes podían celebrar diariamente; pero sí los
días festivos.
El día de Jueves Santo de 1937 se conmemoró, casi con descaro,
la institución de la Eucaristía. En una de las salas se mantiene el
Santísimo expuesto a la adoración. De sagrario servía un estuche de
aseo instalado en un armario de la pared (8).
3. Situación material
La extraordinaria aglomeración de reclusos, hacinados en un espa-
cio insuficiente, dificultaba la vida de los presos.
No existía la hora de recreo en los patios, como en otras prisio-
nes. Y el tiempo de inactividad en las salas venía a hacer más pre-
caria la situación.
La alimentación era monótona e insuficiente. Y los reclusos agu-
dizaban su ingenio. Se aprovechaban el "renganche" y los servicios
en la cocina para paliar la acuciante necesidad.
En este marco de penuria se ponen de manifiesto altas virtudes hu-
manas y cristianas. Altruismo, generosidad y caridad. Principalmente,
(6) Montero, A., o. c., pág. 151; Gorricho Juan María: floréenlas eucar'tsticas. Vida religio-
sa, mayo-junio, 1952.
(7) Soneira Antonio: Ms. 1.028, fol. 1 v.«; Pelaz Lucas: Ms. 952, fol. 4; Lizarralde José:
Ms. 898, fol. 4; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 7 v.°; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 7; Mon-
tero, A., o. c., pág. 151.
(8) Pelaz Lucas: Ms. 952, fol. 4; Gorricho Juan María: En las modernas catacumbas. Iris de
Paz, Jueves Santo, 1938.
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en las fiestas más relevantes los componentes de alguna sala aunan los
envíos alimenticios que reciben de sus familiares o amigos. Los más
afortunados comparten sus subsistencias con los desvalidos, que de
otro modo pasarían la fiesta en total desamparo.
El hacinamiento tampoco favorece las condiciones higiénicas. A
pesar de la buena voluntad de los presos, no se puede evitar la pro-
liferación de parásitos. En estas circustancias, las. enfermedades pren-
den en la población penal.
Hubo que deplorar varias muertes, principalmente de tuberculo-
sis. Se padeció avitaminosis, sarna y otras enfermedades larvadas de
funestas consecuencias posteriores.
Oficialmente no existía la asistencia médica. Algunos presos titu-
lados atendían a los enfermos; pero se carecía de medicamentos apro-
piados (9).
Las sacas y registros menudearon abiertamente. Como en las pri-
siones del resto de España, noviembre se constituyó en el mes fatídico
para los presos del colegio calasancio de Porlier.
Consta, por el testimonio de ordenanzas de la misma cárcel, que
los milicianos tiraban las fichas de los presos contra la pared. Las que
caían boca arriba integraban las expediciones de la muerte (10).
Las sacas iban precedidas de un simulacro de juicio nocturno. A la
una o las dos de la madrugada un pelotón de milicianos irrumpía en
las dependencias y desconsideradamente, a culatazos, despertaban a
los encartados, deslumbrándoles con linternas.
El salesiano don José Villalba se vio víctima de uno de estos in-
terrogatorios.
Encerraban al preso en un compartimento oscuro. Individuos, casi
enmascarados en la oscuridad, proyectaban sobre el acusado unos focos
potentes. Y con insultos y amenazas intentaban violentar al reo hasta
la convicción y confesión de delitos imaginarios (11).
Más tarde se organizaron los tribunales populares. Los juicios se
celebraban con aparente normalidad, como en el resto de las cárce-
les. Integraban el jurado tres obreros. A veces el secretario asumía los
atributos de fiscal. Existía además, en ocasiones, un abogado de oficio.
Los interrogatorios se dirigían a sonsacar a los detenidos la decla-
(9) Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 10-12; Vicuña, C., o. c., págs. 182-184.
(10) Vicuña, C., o. c., pág. 187.
(11) Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 13.
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20.6 Page 196

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ración de ideas o actividades contrarias al Régimen. Para ello se fal-
seaban o se acomodaban situaciones; incluso se presentaban algunos
falsos testigos (12).
Pero la suerte no resultaba igual para todos los que compare-
cían ante esta jurisdicción. Incluso la absolución no daba garantías.
Fueron frecuentes los casos de infelices, puestos en libertad, asesina-
dos por sus propios guardianes al salir del juicio.
A partir del cambio de Régimen en Porlier, la situación evoluciona
y se llega a mejorar manifiestamente.
(12) Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 13-15.
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50 Cárcel de Duque de Sexto
1. Ambiente de prisión
La aglomeración de presos en los diversos centros penitenciarios
de Madrid, obligó al Frente Popular a abrir otras prisiones eventua-
les en edificios requisados.
En el convento franciscano de la calle Duque de Sexto, se instaló
también una reclusión de circunstancias.
La iglesia del convento, totalmente desmantelada, se convirtió en
galería carcelaria. Cerca de mil presos malvivían hacinadamente en
ella, carentes hasta de lo más preciso.
Aquí vinieron a parar varios salesianos, trasladados de la cárcel de
Ventas.
Las condiciones higiénicas eran indignas. Una única fuente debía
servir para beber y lavarse todos los reclusos. También se hacen insu-
ficientes los dos excusados para toda la población penal. Y se ven com-
pelidos a instalar un cubo dentro de un confesonario (1).
Se padeció mucha miseria. La comida era escasa y mal condimen-
tada.
El reparto del rancho se efectuaba desde el presbiterio. Los presos
formaban en una larga cola y recibían su ración en un inmundo plato
de aluminio o porcelana.
Los paquetes que ingresaban en la cárcel por familiares de los
reclusos venían a resolver, en parte, esta indigencia alimenticia. Los
menos afortunados recibían ayuda desinteresada de sus compañeros,
que compartían familiarmente con ellos las provisiones recibidas (2).
La vida se desenvolvía monótonamente, sin otro interés que la es-
peranza de libertad.
Ejercían la autoridad ordenanzas del cuerpo de Prisiones. Algu-
nos milicianos montaban guardia; pero sometidos a los funcionarios.
De noche, eran los presos quienes se turnaban en la hora de imagi-
naria (3).
(1) Fernández Arias, o. c., pág. 203.
(2) Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 17; Bastardea Salvador: Ms. 738, fol. 5; Fernández
Arias, o. c.,, pág. 203.
(3) Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 2; Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 5.
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1-4,-

20.8 Page 198

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2. Ambiente religioso
También en la cárcel de Duque de Sexto florecieron las prácti-
cas piadosas, y, sobre todo, en las fechas más señaladas.
Valiéndose de las visitas, ingresó en la prisión el Santísimo Sacra-
mento. El sacerdote beneficiado lo repartía entre los presos de con-
fianza. Se aprovechaban para ello las primeras horas del alba, cuando
todavía no había comenzado el turno de vigilancia.
Las formas se disimulaban en un papel de fumar, y los mismos
reclusos comulgaban por su propia mano. Algunos lo conservaban más
tiempo en su poder, escondido bajo la almohada (4).
En el curso de un registro de curiosidad varios presos toparon con
un crucifijo oculto en un desván de la sacristía. Esta imagen presidió
la misa matinal del Jueves Santo y el Viacrucis de la tarde.
Posteriormente, en otra habitación excusada, se halló una ima-
gen de nuestra señora del Pilar, de bronce, con cabeza y planta de
marfil.
A medida que amainaba la rigidez de la disciplina, se llegaron a
normalizar las prácticas religiosas. La imagen de la Pilarica presi-
día los cultos cotidianos. El mes de mayo de 1938 se celebró en Du-
que de Sexto, con toda solemnidad cultual; en honor de la Santísi-
ma Virgen (5).
Por estas fechas los salesianos detenidos ya habían abandonado la
cárcel.
Todos se sometieron a los tribunales populares. A unos se les otor-
gó la libertad efectiva, y a otros se les obligó a seguir en el ejército rojo
o en el Batallón Disciplinario.
(4) Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 2; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 17; Bastarrica Salva-
dor: Ms. 738, fol. 5.
(5) Montero, A., o. c., págs. 157-158.
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20.9 Page 199

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fí.
En un principio el Gobierno republicano prescindió prácticamen-
te de las fuerzas de orden público. Desconfiaba de ellas. Resultaba fá-
cil caer en la cuenta de la incompatibilidad entre estas instituciones,
informadas por principios tradicionales de honor y de disciplina, y los
pistoleros y turbas armadas que defendían el Régimen.
Pero adoptó, sin titubeo alguno, medidas excepcionales para la ad-
ministración de la justicia.
El 24 de agosto de 1936 se decreta la creación de los famosos tri-
bunales populares, y se les confiere atribuciones para juzgar delitos
por rebelión, sedición y atentados contra la seguridad del Estado.
Al montaje de los tribunales se sumó una tupida red de las llama-
das "checas", sobre todo en las grandes ciudades.
La institución soviética de la "checa", como instrumento de terror,
se conoció desde el primer momento revolucionario en todo el terri-
torio español sometido al Frente Popular.
Los partidos políticos extremistas establecieron comisiones repre-
sivas, con facultades ilimitadas para realizar detenciones, requisas y ase-
sinatos. Se montaban generalmente en los numerosos edificios incauta-
dos para la instalación de sus respectivos centros.
Cada partido político o asociación obrera organizaba su institución
penal, bien en su centro o en sucursales o cuarteles de milicias autóno-
mas. Los marxistas y anarquistas sentían preferencia por los templos
y conventos. En Madrid pueden contarse más de veinte edificios reli-
giosos convertidos en centros de represión.
Incluso llegaron a establecerse checas, que bien pueden calificarse
como semiprivadas, a cargo de malhechores comunes.
Todos estos centros rivalizaban en su actuación sanguinaria y en
su avidez por el botín.
Solamente en Madrid funcionaron doscientas veintiséis checas, de
carácter inequívoco y permanente. Todas ellas venían inspiradas en
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el modelo soviético; con la esencial diferencia de presentar cada una
de ellas carácter autónomo. Sus jefes actuaban según capricho, y to-
das gozaban del total apoyo o "vista gorda" de las autoridades del
Frente Popular. Ni estaban jerárquicamente subordinadas a dichas auto-
ridades, ni se sentían obligadas a dar cuenta de su actuación.
Su función era, a la vez, policíaca, judicial y ejecutora de la pena
máxima.
Extendidas por todo Madrid existían un núcleo de checas directa-
mente conectadas con las autoridades oficiales rojas, para llevar a cabo
las medidas represivas ordenadas por aquéllas.
Todas estas checas, creadas y oficialmente reconocidas durante la
primera etapa del terror frentepopulista, no diferían en ningún aspec-
to fundamental, en cuanto a su actuación, de las checas incontrola-
das. La misión que realizaban unas y otras era el asesinato a gran es-
cala, por motivos arbitrarios, y el saqueo.
En una segunda etapa de la guerra las checas incontroladas van ce-
sando poco a poco en sus actividades. Y el Gobierno marxista des-
arrolla reflexivamente su campaña represiva.
Organiza técnicamente sus métodos y prodiga el uso de la tortu-
ra, con características diferentes de las que revistió la barbarie tumultua-
ria y colectiva del período primitivo.
En lo que se refiere a la persecución religiosa, en muchas partes se
procedió a una minuciosa pesquisa. Los agentes llegaron a ofrecer can-
tidades en metálico por la entrega o el descubrimiento de cada sacerdo-
te o religioso. Buen servicio prestó en esta empresa la publicación de
las fatídicas "listas negras", de las que se hacía eco la prensa dia-
ria (1).
De los centenares de checas que funcionaban en Madrid, citamos
las más destacadas por su relación con la historia salesiana o por su
carácter notoriamente conocido.
(1) Causa General, o. c., págs. 83-95; Flaquer Alberto: Checas de Madrid y Barcelona. (Barce-
lona, 1963), págs. 13-20; Montero Antonio: o. c., pág. 59.
— 212 —

21 Pages 201-210

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21.1 Page 201

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I. Checa oficial
de la calle JFomettfo
Quedó fundada en el palacio del Círculo de Bellas Artes, Alca-
lá, 40, a primeros de agosto de 1936. El director de Seguridad convo-
có una reunión, presidida por él mismo, con asistencia de representan-
tes de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales. En ella
se acuerda la constitución de un Comité Provincial de Investigación
Pública.
En estrecho y permanente contacto con la Dirección General de
Seguridad roja, debían encargarse de dirigir la política represiva, con
amplias atribuciones para acordar asesinatos. Este organismo se crea-
ba con carácter de "checa".
El Comité Provincial de Investigación Pública funcionó, hasta fi-
nales del mes de agosto, en los sótanos del Círculo de Bellas Artes.
Después se trasladó a un palacio requisado, en el número 9 de la calle
Fomento. Por el lugar de ubicación recibió el nombre de "Checa de
Fomento", tan conocido y temido en la capital de España.
En sus dos etapas de actuación, esta checa oficial dispuso del de-
recho más absoluto de vida y muerte sobre la población de Madrid.
En ella, tanto la libertad como la condena a muerte dependían con
frecuencia del simple capricho o de la simpatía o antipatía perso-
nal.
La permanencia de los detenidos en la checa no solía prorrogar-
se mucho. Sin embargo, había quienes, para su desgracia, pasaban más
tiempo del acostumbrado. Se trataba de personas relevantes. Por su
situación social o política ofrecían posibilidades de facilitar direccio-
nes; con ellas podían ser localizadas determinadas personas persegui-
das afanosamente y que habían desaparecido sin dejar rastro.
Una vez ingresado, el detenido pasaba al departamento de recep-
ción. Se elaboraba su ficha con los cargos que se le imputaban y des-
cendía a los calabozos.
Cada impreso con la filiación se presentaba al tribunal de turno,
que iba llamando a los detenidos según le convenía.
El tribunal interrogaba al preso entre insultos y amenazas, con
objeto de arrancarles la confesión de creencias religiosas o ideas po-
líticas.
— 213 —

21.2 Page 202

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Los interrogatorios eran generalmente de corta duración. Si el
interrogado se resistía a contestar adecuadamente a las preguntas que
se le formulaban, los chequistas le recluían en alguna de las habita-
ciones contiguas; allí se daban buena maña para atormentar a la víc-
tima.
Cuando las violencias empleadas resultaban insuficientes, le mos-
traban de lejos unas tarjetas que uno de los jueces sacaba del cajón
de la mesa. Con esta maniobra se proponían sorprender y desconcer-
tar al detenido e intentaban hacerle comprender que se trataba de
su propia ficha, encontrada en alguno de los ficheros ocupados a los
partidos políticos enemigos del Frente Popular.
Seguidamente se dictaba la sentencia.
Tres eran los acuerdos que se tomaban. Libertad, asesinato o cár-
cel.
Los acuerdos de asesinato se hacían constar en la hoja correspon-
diente por medio de la inicial "L", como en el caso de libertad efecti-
va; pero con la diferencia de agregar a dicha "L" un punto. Este sig-
no ortográfico servía de contraseña para el inmediato asesinato del
detenido.
Los tribunales de la checa funcionaban ininterrumpidamente y con
carácter de permanencia. Los componentes se relevaban por turno de
ocho horas. En cada turno funcionaban simultáneamente tres tribuna-
les.
Las horas de la noche y de la madrugada arrojaban un índice de
mayor actividad. Eran las horas elegidas por los agentes de las brigadi-
llas para realizar las ejecuciones.
Se revelaron sus lugares preferidos las carreteras y cementerios
de las afueras de la capital.
Entre las víctimas de la checa de Fomento se cuentan, debidamen-
te concretadas, muchas mujeres y numerosos sacerdotes y religio-
sos ( 2 ) .
Diez de nuestros salesianos asesinados sufrieron martirio por esta
checa; otros pasaron por ella.
(2) Causa General, o. c., págs. 99-108; Flaquer Alberto, o. c., 39-44.
— 214 —

21.3 Page 203

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20 Checa socialista
de García
En el mes de agosto de 1936, el Gobierno del Frente Popular
efectuó numerosos nombramientos de agentes de policía.
Un nutrido grupo de estos improvisados agentes de la autoridad,
quedó agregado a la brigada de investigación criminal.
Dentro de este organismo funcionaban algunos elementos autóno-
mos, bajo el mando de Agapito García Atadell. Era tipógrafo de ofi-
cio, antiguo militante socialista y personalmente adicto a Indalecio
Prieto, ministro de Defensa.
Este grupo socialista de nuevos agentes se desligó bien pronto de
su nominal relación de dependencia, respecto a la Brigada de Inves-
tigación Criminal. Se trasladó a un hotel incautado en la calle Martí-
nez de la Rosa, número 1, y asumió la denominación de Milicias Po-
pulares de Investigación, de García Atadell.
El personal de la checa se componía de cuarenta y ocho agentes,
todos ellos de nuevo nombramiento.
Los asesinatos cometidos por la checa de Atadell fueron muy nu-
merosos; pero esta checa se dedicaba principalmente a robos de im-
portancia, acumulando un verdadero tesoro (3).
La clave de los éxitos, que se apuntó García Atadell en su cam-
paña persecutoria, se encontraba en la asidua información que reci-
bía sobre sus futuras víctimas.
La Organización Sindical Socialista de los porteros de Madrid le
suministraba detallada relación de la ideología política y religiosa, y
especialmente de la posición económica de los inquilinos.
En la propia checa se había establecido un Subcomité permanen-
te, integrado por porteros. En diversos turnos se encargaban de re-
coger y dar cauce a la información que diariamente llegaba de la
ciudad.
(3) A fines de octubre de 1936, Agapito García Atadell, acompañado de sus secuaces de con-
fianza, abandonaron Madrid con cuanto dinero y alhajas pudieron llevarse, y embarcaron para
Marsella. Al intentar la fuga para América, fueron detenidos en Santa Cruz de la Palma. Procesados
por un tribunal militar, fueron ejecutados en Sevilla, en virtud de sentencia. (Causa General,
o. c., pág. 130.)
— 215 —

21.4 Page 204

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Los detenidos por la Brigada de Atadell y condenados a muerte
por el Comité de la checa eran conducidos en automóvil a la Ciudad
Universitaria y otras afueras de Madrid.
Los mismos agentes de la brigada ejecutaban a los detenidos (4).
Entre las víctimas de García Atadell se encuentra el salesiano don
José Villanova Tormo.
(4) Causa General, o. c., págs. 129-131; Flaquer Alberto, o. c., págs. 55-61.
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21.5 Page 205

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30 Checa,
de la calle Marqués de ftíscaf,
Se constituyó en una de las checas de más sangrienta actuación.
La fundaron unas milicias del Círculo Socialista del Sur.
Más tarde se convirtieron en primera Compañía de Enlace de la
Inspección General de Milicias Populares, y cayeron bajo la inmediata
dependencia del entonces ministro de la Gobernación, Ángel Galarza
Gago.
Estaban dedicadas al servicio de escolta del propio ministro, y a
la protección del Ministerio de Gobernación.
Esta checa mantenía dos sucursales establecidas respectivamente, en
la calle Fernández de la Hoz, número 7, y en la calle Caracas, núme-
ro 17.
Fue señaladamente cruel, y emplearon los más bárbaros procedi-
mientos para martirizar a sus víctimas.
Se ultrajaba a las mujeres detenidas, entre ellas algunas religiosas, y
se ofrecieron escenas degradantes delante de sacerdotes y religiosos de-
tenidos, que fueron ejecutados después de haber padecido todo género
de torturas.
Los patrulleros de la checa expoliaron casas e iglesias, sobre todo
pequeñas capillas de conventos de religiosas.
Su persecución iba dedicada preferentemente a la detención de re-
ligiosos y religiosas, a quienes se les obliga a cometer sacrilegios de toda
índole.
Los detenidos solían ser maltratados cruelmente y ejecutados en
los altos del Hipódromo y en la pradera de San Isidro (5).
Los salesianos don Virgilio Edreira y don Francisco Edreira sufrie-
ron detención y martirio por los agentes de esta checa.
(5) Causa General, o. c., págs. 149-151; Flaquer Alberto, o. c., págs. 63-67.
— 217 —

21.6 Page 206

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4. Checa
cíe Ifi Ronda de Atoeltct
Quedó establecida en nuestro colegio a raíz de su incautación. Po-
pularmente se denominaba "Checa de los Salesianos".
Fue constituida por el Centro Socialista en íntimo contacto con el
Comité Central de obreros y empleados ferroviarios. Este Comité
tenía como finalidad primordial la vigilancia de la Estación.
Por aquella época, muchas personas de orden huían del terror que
imperaba en los pueblos y se dirigían a Madrid. Como carecían de
documentos o eran deficientes, las escoltas de vigilancia practicaban
bastantes detenciones. Se les conducía al Comité y de allí a la Checa
de los Salesianos, de donde les sacaban para su ejecución.
Esta checa también mantuvo contacto con otro centro extremista
del Puente de Vallecas (6).
La iglesia del colegio quedó habilitada para mujeres detenidas. Vi-
vían hacinadas incómodamente. Los hombres ocuparon la cripta, en
idénticas condiciones.
Esta checa destacó por la perversión de los procedimientos em-
pleados con los detenidos, y el régimen insufrible de los castigos.
A las mujeres se les obligaba a comparecer ante sus jueces total-
mente desnudas, y, en ocasiones, las invitaban a la inmoralidad.
Ni siquiera en la enfermería los pacientes tenían dedicación espe-
cial. Yacían tirados en el suelo.
La desidia de los responsables determinaba en el penal un régimen
de escasez y privaciones. En el verano de 1937 los presos sufrieron la
falta absoluta de agua durante varios días, originada por una ave-
ría en la conducción. Nadie se ocupó de arreglarla, y el calor agobian-
te agravaba el hediondo malestar de los reclusos.
Se habilitaron para celdas de castigo los tabucos destinados para
el carbón y los huecos de debajo de las escaleras. Estos habitáculos,
de dimensiones reducidas, resultaban abuhardillados.
Los presos yacían en una posición forzada que no les permitía in-
corporarse (7).
(6) Causa General, Pieza núm. 4, Ramo 120. (Véase Ms. 1.075.)
(7) La celda número 5 medía medio metro de ancho por tres de largo, y se encontraba en
el hueco de una baja escalera.
— 218 —

21.7 Page 207

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Para las mujeres incomunicadas habían levantado, junto a la mis-
ma puerta de la iglesia, unas estrechísimas celdas de madera.
Mayor incomunicación se sufría en los calabozos de los pisos altos,
conocidos entre los presos con el nombre de calabozos de la muerte.
Estas prolongadas incomunicaciones que se prodigaban en la checa
resultaban verdaderos medios de tortura.
A mediados de junio de 1937, el tesorero de la Cruz Roja Espa-
ñola de Madrid, acompañado del delegado de la Cruz Roja Internacio-
nal realizaron algunas visitas de inspección. Habían recibido noticias
del régimen insufrible de la checa de la Ronda de Atocha y quisieron
comprobarlo.
Como resultado de las visitas, el tesorero de la Cruz Roja ges-
tionó de las autoridades competentes que el personal del Cuerpo de
Prisiones se hiciera cargo de la checa de los salesianos. Esperaba que,
al fin, mejorase la insoportable situación de los detenidos.
Sobrevino un período de mejora en el trato de los presos. Pero,
por noviembre de 1937, comenzó a implantarse de nuevo el régimen
del tormento.
Más tarde, a finales del año 1937, pasó a depender directamente
de la Dirección General de Seguridad roja, ya con carácter de cár-
cel (8).
(8) Causa General, o. c., págs. 260-262; Flaquer Alberto, o. c., pág. 99; Martínez Josefa
Ms. 926, fol. 3; Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 4.
— 219 —

21.8 Page 208

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7.
de leí soma oetttt*cil
Los sucesos del 18 de julio de 1936 alcanzaron en Madrid una
virulencia insospechada. Los primeros resultados deja revolución apa-
recen desoladores. A las cincuenta y dos horas de estallado el Movi-
miento, varios de nuestros colegios de Madrid ya han sufrido el asalto
de las turbas, y algunos salesianos están encarcelados.
El desconcierto domina todos los sectores. Cunde el pánico y la
desorientación primeriza. Las comunidades se desintegran; los miem-
bros quedan abandonados a su suerte. Solamente se trata de poner a
salvo su propia seguridad.
La situación se convierte en un caos inquietante del que puede na-
cer cualquier cosa.
Uno a uno han ido cayendo los colegios en poder de las milicias.
Y una a una se van desmoronando las comunidades. El día 19, Estre-
cho y Atocha, sucesivamente; el día 20, Carabanchel y Paseo de Extre-
madura.
Como único reducto queda Mohernando. El alejamiento de la ca-
pital le confiere cierta garantía. Pero el día 23 cae. Es la única comu-
nidad que va a permanecer unida, aunque en el cautiverio. Esta unión
prolongará la cohesión moral de los miembros, que no se extinguirá en
los tres años de guerra.
Entre los dispersos por Madrid reina la confusión. Se ignora lo
que ha sucedido a unos y a otros. Además se carece, por el momen-
to, de cabezas visibles; se desconoce dónde residen los superiores o
qué ha sido de ellos.
Los días trascurren sin que se vislumbre una tregua en los acon-
tecimientos. Lo que estimaban un simple golpe de estado estaba resul-
tando una verdadera guerra civil.
— 221 —

21.9 Page 209

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En este confuso ambiente va a tener lugar una verdadera reorga-
nización.
En capítulos anteriores se ha puesto de relieve el espíritu de pie-
dad y la vida sacramental en las cárceles, en el seno de un ambiente
adverso, hostil y peligroso.
En páginas sucesivas se podrá apreciar el espíritu salesiano que
conservaron los hermanos, su dedicación apostólica y su fraternal ayuda
mutua.
La diversidad de ambientes, donde los salesianos desarrollaron su
actividad, originaron diversas manifestaciones de vida. No siempre se
presentaban posibles los contactos; no todos gozaban de libertad efi-
ciente. La vida de batallón o de trinchera no se presentaba propicia
para mantener la conexión; las embajadas se revelaron un paréntesis
de tranquilidad, no exenta de incertidumbre. Los hermanos, que dis-
frutaban de cierta seguridad, se procuraron trabajos y ocupaciones. Así
conseguían algún dinero para cubrir gastos y satisfacer necesidades de
primer orden.
Unos y otros afrontaban las vicisitudes que su tren de vida les im-
ponía, y procuraban mantener regularmente sus prácticas religiosas
y el contacto mutuo.
Los superiores, dominados los primeros momentos de confusión,
se desvivieron por todos los hermanos a su alcance, cuidando su vida
material y, principalmente, su vida moral y espiritual.
222 —

21.10 Page 210

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I. Ovgunizneión
de la ríela snlesinna
1. Situación material
Los primeros días resultaron para todos de desorientación. El terror
y la consternación les obligaba a permanecer encerrados en los domi-
cilios o refugios provisionales.
Por su parte, los superiores, aunque hubiesen tratado de rehacer
nuevamente las comunidades, no hubieran podido poner en práctica
un proyecto inmediato y eficaz.
En las calles de la capital la agitación crecía peligrosamente. La
situación de los salesianos se hizo precaria durante varios días. Ante el
temor de la detención y de la muerte nadie se atrevía a salir. El exce-
so de confianza en los primeros días costó la vida a algunos.
Solamente pequeños núcleos intentan una tímida comunicación.
Más tarde se intensificarán los encuentros.
Trascurridos los primeros días de pánico y desorientación, los sa-
lesianos, que han logrado una relativa seguridad, fomentan el contacto
con los hermanos. Las salidas frecuentes engendran cierta garantía.
Según pasaba el tiempo, la penuria económica se acentuaba. Algu-
nos miembros, al abandonar el colegio, habían recibido una cantidad
de dinero para subvenir a las primeras obligaciones. Pero no dio mu-
cho de sí.
Esta necesidad de recursos económicos y, sobre todo, espiritua-
les originó una tupida red de comunicaciones y contactos.
El estallido de la revolución sorprendió a don Felipe Alcántara en
Mohernando, donde tenía lugar una tanda de ejercicios espirituales.
La detención masiva y el encarcelamiento privó al señor Inspector de
ponerse al frente de los hermanos de la Inspectoría.
Don José Lasaga, Ecónomo Inspectorial, disfrutó de libertad des-
de el primer momento. El día en que se verificó el asalto al colegio de
Atocha, durante la comida, recibió la llamada de unas Hijas de Ma-
ría Auxiliadora. Se hospedaban en un piso de la calle Ayala; pero no
encontraban seguridad, ante la irrupción vertiginosa de los aconteci-
mientos. De común acuerdo, las trasladó a la calle Alberto Aguilera, nú-
mero 14, domicilio de don Juan Marín, bienhechor salesiano.
— 223 —

22 Pages 211-220

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22.1 Page 211

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El se dirigió inmediatamente a la calle de San Bernardo. En el
número 14 residían unos familiares suyos que administraban un es-
tanco. Con ellos permaneció varios días.
A raíz de los acontecimientos anteriores, cuando ya se presentía
el estallido de la revolución, don José había depositado en el estan-
co algunos valores bancarios, en previsión de cualquier eventualidad.
Estuvieron ocultos durante mucho tiempo. El valor nominal de estas
acciones representaba un capital considerable (1).
Pero don José se sentía inseguro en casa de sus primos. En reali-
dad se le buscaba, quizá por la significación que tenía dentro de la Ins-
pectoría como Ecónomo que era.
Esta inseguridad le obligó a vagar por diversas pensiones. Final-
mente logró colocarse en la Embajada de Rumania, desde donde co-
menzó su labor de ayuda a los salesianos (2).
Había dejado en depósito a su prima Pepita una cantidad de di-
nero. Desde' entonces, el estanco se constituyó centro de información
y ayuda. Determinados salesianos pasaban, a horas previstas, por el es-
tablecimiento y percibían disimuladamente su cobranza. Al mismo tiem-
po se intercambiaban noticias y comunicaciones (3).
El estanco se hizo objeto de varias pesquisas, rastreando siempre
la pista de don José (4).
Un día llegó una tarjeta de Italia. Firmaba don Alejandro Battaini.
Anunciaba la llegada de dos jóvenes salesianos estudiantes y rogaba
que fueran atendidos convenientemente (5).
(1) Como los valores corrían peligro por las frecuentes inspecciones de la Tabacalera y regis-
tros de milicianos, don Luis, primo de don José, alquiló a su nombre una caja fuerte en el Banco
Central, y puso a buen recaudo los papeles.
A los pocos días de haber ingresado los valores, se presentaron en el estanco los milicianos.
Buscaban a don José. Exigieron la llave de la caja fuerte, y se marcharon sin otras pretensiones.
A los pocos días, don Luis fue al Banco y comprobó que la caja estaba precintada. Más tarde
volvió otra vez, y ya la encontró violentada y vacía.
Después de la guerra oyó decir a don José que se habían recuperado todos los valores en
Valencia. (Ms. 927, fol. 1.)
(2) Lasaga José: Ms. 897, fol. 1; Martínez Luis y Plágano Dolores, reí. conj., Ms. 927, fol. 1;
Martínez Josefa: Ms. 926, fol. 1.
(3) Martínez Josefa: Ms. 926, fot. 1; Martínez Luis y Plágano Dolores, reí. conj., Ms. 927, fol 1.
(4) En uno de los registros, al ver un cuadro de San Juan Bosco que colgaba de la cabe-
cera de la cama de doña Pepita, los milicianos exclamaron con aire de triunfo: "¡Este es el cura
que buscamos!" (Ibid.)
(5) No se ha podido identificar a estos dos jóvenes, llegados a Madrid en plena guerra. Don Luis
Martínez especifica que eran españoles que estudiaban en Italia; doña Pepita cree recordar que uno
se llamaba Erasmo, y que eran estudiantes de Pintura. (Ibid.)
— 224 —

22.2 Page 212

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En efecto. Se les recibió; se les compró ropa; se les proporcionó di-
nero y se les buscó pensión.
Parece que intentaron pasarse a los nacionales y los apresaron. En
la prisión los someten a tortura, los apalean, y confiesan que reci-
bían ayuda del estanco y que los dueños eran primos de don José La-
saga.
Improvisamente, la policía se persona en el establecimiento. Pe-
pita, desadvertida de lo sucedido, recibe a los agentes creyéndoles ins-
pectores de la Tabacalera. Practican un registro; encuentran el dine-
ro, y los dueños quedan detenidos.
Este suceso ocurría a mediados de marzo de 1937 (6).
Desde entonces, el estanco perdió su actividad unificadora.
Desde la embajada de Rumania, don José Lasaga se dio a diligen-
ciar la libertad de algunos salesianos, valiéndose del pabellón diplomá-
tico. Primeramente salió don Felipe Alcántara, que se amparó en la
misma Legación. Desde este refugio procuró organizar, en lo posible,
a los salesianos concentrados en Madrid.
Siempre que algún hermano recibía la excarcelación, se utilizaba el
coche de la Embajada con banderín diplomático, para ir a buscarlo. De
la puerta de la cárcel se le conducía a otros consulados o a domicilios
particulares y pensiones.
Con frecuencia acudían a la Embajada salesianos necesitados para
recibir ayuda económica del señor Inspector.
Del dinero secuestrado en el estanco de doña Pepita se habían po-
dido salvar cuarenta mil pesetas, que permanecieron ocultas a las pes-
quisas de los milicianos. Dos Hijas de María Auxiliadora, sor Áurea
Montenegro y sor Nieves López, pudieron rescatarlas y entregarlas a
don José Lasaga en la Embajada.
Con esta cantidad se hizo frente a los gastos de muchos hermanos
obligados de dinero, para el pago de las pensiones y necesidades per-
sonales (7).
Más tarde, por setiembre de 1937, don Felipe citó a don Alejandro
Vicente a la Embajada. Había recibido de los Superiores Mayores el
consejo de trasladarse a la zona nacional, para atender a aquella parte
(6) Doña Pepita estuvo presa hasta el final de la guerra. Los engorrosos interrogatorios a que
la sometieron se polarizaron en torno a la personalidad y paradero de don José Lasaga y don Felipe
Alcántara. (Ms. 926, fol. 2; también Martínez Luis y Plágano Dolores, Ms. 927, fol. 1; Arce Vi-
cente, Ms. 727, fol. 3.)
(7) Lasaga José: Ms. 897, fol. 1; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 18; Arce Vicente: Ms. 727,
fol. 2. La mejor lección, págs. 38 y 44.
— 225 —
15.—

22.3 Page 213

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de la Inspectoría. Por esta razón, le nombraba su vicario, en orden a
los hermanos y aspirantes de Madrid.
Don Felipe y don José Lasaga se acogieron a la ley de evacuación.
Amparados en la bandera francesa, embarcaron a la nación vecina; y
luego, se repatriaron a la zona de Franco (8).
Por estas fechas, don Alejandro Vicente estaba entregado totalmen-
te al apostolado sacerdotal.
A finales de 1937, la virulencia de la persecución religiosa ya había
decrecido y se disfrutaba de cierta seguridad. También la mayor parte
de los salesianos se hallaban ya en libertad, y se encontraban disemina-
dos por casas de huéspedes o domicilios particulares.
Algunos habían conseguido desenvolverse por sí mismos, en un Ma-
drid desarticulado e inseguro. La carencia de documentación bien re-
glada impulsó a muchos a gestionar la consecución de carnets de afilia-
dos a algún sindicato. Predominaban los da la C. N. T. y de la F. A. I.
El sindicato Genetista poseía una sección de enseñanza. Por media-
ción de personas influyentes varios salesianos se inscribieron en esta
agrupación.
Favorecieron grandemente a los salesianos en esta labor don Fran-
cisco Rojas y don Servando Guede.
Don Servando vivía por el Paseo de Extremadura, y mantenía
relación con la comunidad del colegio. Al acercarse las tropas nacionales
a Madrid, tuvo que evacuar al centro de la capital; y continuó el con-
tacto con los salesianos. Don Francisco habitaba en la calle San Ber-
nardo, en la misma casa que los primos de don José Lasaga.
Ambos disfrutaban de bastante valimiento en el Sindicato y ayu-
daban desinteresadamente a los menesterosos que se encontraban en
apuros. Por su intervención muchos salesianos consiguieron la docu-
mentación necesaria (9).
En esta tesitura, don Alejandro vio menester organizar la interco-
municación.
Se procuró, en primer lugar, que todos estuvieran convenientemente
atendidos, pagando pensiones y gastos de todos los que lo necesitaban.
En nombre de la casa de Estrecho, el antiguo alumno don Martín
(8) En la capital había quedado prácticamente todo el personal en formación. Los estudiantes
de Teología y los aspirantes latinistas de Carabanchel; y los novicios y estudiantes de Filosofía
de Mohernando.
(9) Guede Servando: Ms. 861, fol. 1; Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 3; Arce Vicente:
Ms. 727, fol. 3.
— 226 —

22.4 Page 214

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Moreno guardaba en su poder dos efectos bancarios: una cartilla de
Ahorro y un talonario de cheques.
La cartilla estaba abierta indistintamente a nombre de don Nicolás
de la Torre, coadjutor encargado de los cooperadores de Estrecho, y
de don Martín. Los cheques del talonario estaban en blanco, y previa-
mente firmados por don Alejandro y don Antonio García de Vinuesa,
titulares de la cuenta corriente.
El director entregaba al antiguo alumno una lista de salesianos con
la cantidad que se les debía abonar. Don Martín rellenaba el cheque
en blanco y distribuía el dinero, conforme a las instrucciones de don
Alejandro (10).
Pero los recursos se hacían escasos. Después de un año de guerra,
los gastos habían ascendido a fuertes cantidades.
Entonces se procuró que todos los sacerdotes celebraran la santa
misa y ejercieran el apostolado. Por otra parte, los clérigos y el perso-
nal joven se agenciaban para dedicarse a la enseñanza; algunos, en las
mismas familas donde estaban acogidos. El estipendio se invertía en
pagar la pensión y otras obligaciones.
Los coadjutores, que habían conseguido ejercer libremente alguna
actividad o estaban empleados al servicio de los milicianos, entregaban
religiosamente sus ganancias al superior (11).
El señor Lizarralde ejercía de cocinero con los oficiales de la cárcel
de Porlier. Al abandonar el penal, tenía ahorradas ciento setenta y cinco
pesetas, de las que hizo entrega a don Alejandro (12).
En el número 14 de la calle Almagro, el coadjutor don Fabián Quí-
lez había instalado un taller de zapatería. Por consejo de don Alejandro
se adquirió una tienda desalquilada. El local había sido una colchone-
ría; la adaptación resultó sencilla. La lonja era amplia; con una tras-
tienda muy capaz y un escaparate al exterior.
Se comenzó el negocio con doscientas pesetas. Se compraron mesas,
hormas, material y todo lo imprescindible para el trabajo.
La primera providencia que se tomó fue sindicar el establecimiento.
Lo regentaban tres salesianos: el señor Quílez, el estudiante Arsenio
Fernández, y poco más tarde se les unió el coadjutor don Higinio Arce.
Al principio les ayudó el antiguo alumno Santos del Campo, hasta que
(10) Moreno Martín: Ms. 941, fol. 2-3.
(11) Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 5; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 15; Martín Anto
nio: Ms. 910, fol. 5; Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 3.
(12) Lizarralde José: Ms. 898, fol. 5.
— 227 —

22.5 Page 215

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el negocio se formalizó. Finalmente, se colocó también el joven coad-
jutor Francisco Callejas.
Se abrió al público por abril de 1937. Atendía a toda clase de
personas.
El trabajo fue abundante hasta el final de la guerra. Y se obtuvie-
ron considerables beneficios. Lo sobrante, después de dotar el taller
del material necesario y cubrir gastos personales, se entregaba a don
Alejandro para favorecer a hermanos necesitados.
La zapatería, se constituyó en punto de cita; aunque no llegaron a
celebrarse reuniones. El local no se presentaba propicio para concurren-
cias. Más bien jugaba el papel de "banco de informaciones". Los sa-
lesianos iban y venían por el establecimiento para dejar y recoger no-
ticias; y sobre todo, para compartir fraternalmente las vicisitudes co-
tidianas, proporcionándose mutuamente alientos y consuelos (13).
"Todos los hermanos —concluye don Alejandro Vicente— se por-
taron como magníficos religiosos, llevando una vida de piedad, sacrificio
y hermandad, verdaderamente ejemplarísimos" (14).
2. Situación espiritual
No menos organizada estaba la vida espiritual.
Don Juan Castaño y don Maximino Gallego se constituyeron en
confesores ordinarios, en su domicilio de la calle de la Cruz. Su radio
de acción abarcaba prácticamente a todos los hermanos; los dispersos
por Madrid, y los que venían con permiso del frente, fortificaciones o
batallones de castigo.
Otros acudían a don Lucas Pelaz, en la calle del Pinar. Los jóvenes
principalmente se dirigían con don Alejandro.
Cualquier calle de Madrid, y sobre todo el Paseo de la Castellana,
se constituían lugares propicios para las confesiones.
Para la recepción de la Eucaristía se establecieron diversos centros
o parroquias regentadas por salesianos (15).
Otros sacerdotes, sin llegar a ejercer un apostolado a grande escala,
(13) Quílez Fabián: Ms. 968, fol. 1-4; Fernández Arsenio: Ms. 819, fol. 2-3; Callejas Francis-
co: Ms. 761, fol. 20; Arce Higinio: Ms. 723, fol. 2.
(14) Ms. 1.049, fol. 5.
(15) Véase apartado siguiente de este capítulo.
— 228 —

22.6 Page 216

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celebraban en sus domicilios y recorrían pisos y pensiones para decir
alguna misa furtiva o llevar la Eucaristía a los refugiados.
Se pueden destacar don Maximiliano Francoy, don Ernesto Arme-
lles, don Francisco González, don Luis Cutillas (16).
Falta hacer mención, al menos, de la vida espiritual que los herma-
nos llevaban particularmente en pensiones y domicilios.
En la calle del Pinar, número 8, se constituyó una primitiva célula
comunitaria. La formaban don Juan González y el estudiante de Filo-
sofía Juan Gil. Practicaban su lectura espiritual en el "Padre Rodríguez"
y hacían ordinariamente sus oraciones reglamentarias. Posteriormente,
a don Juan González le sustituyó don Lucas Pelaz, que enfocó la vida
en un plan apostólico (17).
En la pensión Rosario, en la plaza del Callao, se hacía vida regular.
Había misa, celebrada por don Alejandro o algún salesiano, y se fre-
cuentaba la confesión. Incluso se llegó a impartir la Bendición Eucarís-
tica con ornamentos. Don Maximiliano Francoy se preocupó de pro-
porcionar algunas clases de Filosofía a los estudiantes allí acogidos (18).
Don Francisco González ejerció de capellán en una de las parro-
quias fundadas por don Alejandro, en la calle Ramón de la Cruz (19).
En la pensión Abella, de la calle San Bernardo, el coadjutor don
José María Sabaté recibía la Eucaristía de don Ernesto Armelles. Y
la conservaba en una cajita de pastillas para distribuirla en los momen-
tos oportunos (20).
Don Juan González celebró alguna vez en la calle Fuentes, donde
residía el estudiante de Filosofía Salvador Bastarrica. La familia Mer-
lín había acogido anteriormente a otros salesianos. De esta casa salió
para el martirio don José Villanova (21).
Los que se habían albergado en la calle Conde de Xiquena, núme-
ro 4, pudieron disfrutar también de una vida de piedad regulada. Du-
rante un período estuvo acogido en este domicilio don Juan Gonzá-
lez. Tenían misa casi todos los días y recibían la comunión. En alguna
(16) Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 6; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848,
fol. 24; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 15; Martín Antonio: Ms. 910, fol. 5; Larragaña Manuel:
Ms. 896, fol. 3; Martín Manuel: Ms. 919, fol. 3; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 20.
(17) Gil Juan: Ms. 848, fol. 22-23.
(18) Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 11.
(19) González Francisco: Ms. 855, fol. 1 v.° - 2.
(20) Sabaté José María: Ms. 996, fol. 6.
(21) Bastarrica Salvador: Ms. 738, fol. 6.
— 229 —

22.7 Page 217

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circunstancia ellos mismos fabricaron las formas con dos planchas ca-
lientes (22).
La pensión Sebas, en la calle Felipe II, se constituyó domicilio
ocasional de bastantes salesianos. Habitualmente permaneció en ella
el señor Quílez. Compartía la pensión con algunas religiosas y otras
personas refugiadas. De vez en cuando tenían misa. Y hasta se llegó a
celebrar una Navidad con belén y villancicos. La misa de medianoche
la celebró un padre escolapio (23).
El coadjutor don Magín Portella, desde el primer momento, se ha-
bía hospedado en el domicilio de un alumno del colegio de Atocha, Gre-
gorio García, en la calle García de Paredes, 63. Permaneció en él los
siete primeros meses de la contienda. Luego se trasladó a Barcelona.
Vivían en intimidad de familia. Todos los días se rezaba el santo
rosario y un padre paúl llegaba a celebrar la santa misa. Solemnizaron
convenientemente todas las fiestas importantes del año (24).
La precaria situación material, la falta de alimentación y de cuida-
dos, las vicisitudes de las cárceles produjeron enfermedades en algunos
salesianos. Y se vio la urgencia de hospitalizarlos.
El sanatorio Riesgo, situado en la calle Ayala, fue el elegido para
estos casos. Hasta aquí llegaba también la actividad religiosa de don
Alejandro y de otros sacerdotes que se desvelaban porque no faltara
nada a los enfermos. Se les llevaba la comunión y se les proporcionaba
facilidad para confesarse.
El estudiante de Filosofía don Andrés Sanz logró meterse de ayu-
dante del doctor y servir de consuelo y compañía a los enfermos (25).
En el aspecto comunitario, don Alejandro menciona una reunión
de un buen número de salesianos en la calle del Pinar, en la que se
practicó un retiro con misa y conferencia (26). Y don Arsenio Fer-
nández habla de ejercicios espirituales predicados por don Alejandro y
don Lucas Pelaz (27).
Pero estas reuniones masivas resultaban temerarias; más, tratándose
de hombres solos.
(22) Alonso Zósimo: Ms. 705, fol. 6.
(23) Quílez Fabián: Ms. 968, fol. 4.
(24) Portella Magín: Ms. 962, fol. 2.
(25) García Andrés: Ms. 832, fol. 4; Sanz Andrés: Ms. 1.010, fol. 8-9; Martín Manuel:
Ms. 949, fol. 2.
(26) Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 6.
(27) Ms. 1.049, fol. 3.
— 230 —

22.8 Page 218

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Para concluir, citemos las palabras de don Alejandro Vicente, que
resume así sus impresiones:
"Tengo la seguridad de que la mayoría de los hermanos cumplían
con sus deberes religiosos de una manera normal. Me refiero a la ora-
ción, confesión y comunión. Yo los visitaba con frecuencia en sus casas,
sobre todo a los más jóvenes. Me preocupaba mucho su situación, las
casas donde residían y las compañías que frecuentaban. Debido a esto,
en alguna ocasión me vi precisado a aconsejar a alguno cambio de re-
sidencia (28)."
3. Otras vivencias
Resulta imposible trascribir un panorama completo y exahustivo
de la actividad desarrollada por la Congregación en los lugares y época
que historiamos. La visión ha de ser, por fuerza, conjunta, panorámi-
ca. Los episodios individuales que, por imperativos cronísticos, se des-
tacan, sólo persiguen un fin: retratar una consecuencia de aquella situa-
ción general. No vienen a ser datos inconexos de la crónica, sino el
producto de una circunstancia histórica común.
A este respecto vamos a consignar otros testimonios que comple-
ten la visión general que pretendemos dar.
María Ortego fue una de las generosas personas que acogieron des-
interesadamente a los salesianos. Era enfermera titulada. Su primer con-
tacto con lo salesiano se coloca en el encuentro con don Eduardo Gan-
cedo. Ambos coincidieron como refugiados en un piso de la plaza de
las Cortes, propiedad de un empleado de la embajada de Rumania. En
este refugio permanecieron unos meses del año 1937.
Al encontrar cierta tranquilidad en el ambiente de la capital, María
regresó con su hermana a su casa, en la calle Churruca. Por julio, acogía
en ella a don Eduardo Gancedo, y a algún salesiano más.
Don Alejandro visitaba con frecuencia este domicilio para atender
a los hermanos en lo que fuera preciso. Por su parte, María velaba por
la seguridad de sus acogidos. Para efectos de registros, todos se con-
sideraban miembros de la misma familia, hijos o sobrinos.
Todos compartían familiarmente los mismos riesgos, el mismo pan
y el mismo techo. El ama de casa mostraba verdadera preocupación ma-
(28) Ibid., fol. 6.
— 231 —

22.9 Page 219

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ternal por los jóvenes salesianos, y los muchachos correspondían filial-
mente con su trabajo, procurando servir de utilidad al grupo fami-
liar.
El primer período de estancia salesiana en el domicilio de María
Ortego lo cubrieron don Eduardo Gancedo y el joven Vicente Rodrí-
guez.
Don Eduardo, favorecido con un carnet de la C. N. T., se presentó
a oposiciones y ganó la plaza de maestro en Las Ventillas. Con sus in-
gresos se remediaban los gastos de la casa.
Pero un día, en uno de los frecuentes registros, se llevaron presos
a los dos salesianos y los encerraron en la checa de Atocha.
María Ortego continuó su labor de protección. Su primera solici-
tud fue llevarles dos colchones para que durmiesen cómodamente. No
faltó tampoco comida, ni ropa, ni libros, juntamente con el consuelo de
las visitas.
Al cabo de un mes, don Eduardo fue trasladado al penal de Alcalá
de Henares. Allí siguieron llegándole envíos por correo (29).
Al abandonar la casa don Eduardo, ocupó su lugar el joven Juan
Gil. Sucesivamente pasaron por este domicilio el sacerdote don Luis
Cutillas, y los estudiantes de Filosofía Olegario Salan y Fernando Or-
tega. En los momentos más acuciantes de escasez de víveres otros sa-
lesianos dispersos llegaban al piso demandando un bocado.
Madrid conocía entonces grave penuria alimenticia. Durante el in-
vierno de 1938 el abastecimiento empeoró. La ración cotidiana consistía
en sesenta gramos de alubias o de arroz, con un suplemento muy irre-
gular de azúcar o de bacalao salado. Pero era necesario poseer carti-
llas de racionamiento.
María Ortego confiesa que en casa solamente disponían de malta y
algo de pan. Sin embargo, este inconveniente también fue salvado.
Un día se presentan en casa unos desconocidos. Preguntan por la
dueña y le hacen entrega de unas cartillas para el racionamiento, con
la recomendación de que no debe preocuparse por conocer su origen.
Esta ayuda providencial comportó un gran alivio para los acogi-
dos (30).
Juan Gil fue quien más tiempo convivió en este domicilio, con
carácter permanente. Bien pudo normalizar su vida durante casi un
año.
(29) Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 4; Ortego María: Ms. 949, fol. 1-2.
(30) Ortego María: Ms. 949, fol. 2.
— 232 —

22.10 Page 220

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El ambiente cristiano de la familia Ortego favoreció grandemente
a los religiosos para mantener una vida de piedad regulada. Frecuen-
temente celebraban en casa don Luis Cutillas y don Juan González.
El contacto permanente con otros sacerdotes dentro y fuera de esta re-
sidencia completaba la vida sacramental.
Para ocupar el tiempo y obtener un modesto lucro, los jóvenes aco-
gidos impartían enseñanza a los niños en casas particulares. Al mismo
tiempo frecuentaban los encuentros con otros salesianos en paseos y
plazas de Madrid, proporcionándose recíprocamente noticias de la Con-
gregación y de la Patria, y no poca dosis de entusiasmo y optimis-
mo (31).
Hemos dicho ya que María Ortego ejercía de enfermera. Su título le
proporcionó también ocasión de favorecer a los salesianos. Visitaba a
los enfermos en los hospitales, procurándoles mejores atenciones. Con
el mismo desinterés se hacía con medicinas para los necesitados de ellas.
Cuando alguno se veía constreñido por la edad, obligado a incorpo-
rarse al ejército rojo en el frente, ella buscaba un médico amigo que
falsificara un certificado de inútil total para las armas. De este modo
libró a varios (32).
La labor hospitalaria y caritativa de María Ortego coadyuvó gran-
demente a la cohesión moral y material de los hermanos dispersos.
Las vicisitudes de los primeros días, que obligaban a procurarse
un refugio seguro, impulsaron a algunos salesianos a buscarlo en sus
propias familias, residentes en zona roja.
Los domiciliados en Madrid mantuvieron la misma vida de unión
que hemos relatado.
Los de los pueblos, aislados del núcleo central, se vieron obligados
a bandearse por sí solos en un ambiente de incomprensión y, a veces,
de verdadera persecución.
Don José Antonio García, entonces clérigo trienal, partió de Ma-
drid para Horcajo de Santiago, en Cuenca, el día 2 de agosto de 1936.
El Régimen del pueblo era izquierdista. Por esta razón, sus fami-
liares le avisan que su presencia debe pasar desapercibida para los ca-
pitostes.
El primer período de su estancia transcurre en la clandestinidad,
aunque el encierro no fuera hermético. Su primera salida la efectúa
(31) Gil Juan: Ms. 848, fol. 24-25.
(32) Ortego María: Ms. 949, fol. 1-3; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 15.
— 233 —

23 Pages 221-230

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23.1 Page 221

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a casa del sacerdote don Clemente Arquero, escondido también en su
propio domicilio. Este sacerdote celebraba misa diariamente a puertas
cerradas. El salesiano asistía a ella todos los días. Allí mismo hacía
su meditación y permanencia en este domicilio hasta el mediodía.
El día 15 de agosto se celebró solemnemente la última misa. Don
José Antonio ya no volvió más junto al sacerdote. A los pocos días
don Clemente y su hermano eran detenidos, y con ellos otro sacer-
dote antiguo alumno salesiano.
En su encierro domiciliario, don José Antonio pudo organizar su
vida. Rezaban en familia el santo rosario y practicaban otras devocio-
nes. Para acortar las largas horas inactivas se procuró unas clases a
unos parientes vecinos suyos.
Durante los primeros meses fue creciendo en el pueblo la virulen-
cia antirreligiosa. El salesiano tuvo varios intentos de detención, de los
que le libró un tío suyo socialista.
Por decreto sindical exigieron que todos los vecinos entregaran,
en el plazo de seis horas, todas las imágenes y objetos religiosos que
poseyeran. La orden comportaba una obligación bajo pena de regis-
tro y consecuencias extremas. Con lo recogido y las estatuas de la igle-
sia se formó en la plaza una gran pira y se le prendió fuego. Don José
Antonio pudo salvar algunos libros religiosos, rosarios y crucifijos que
escondió en el pajar.
La clandestinidad resultaba ya imposible. A pesar del peligro que
corría, el salesiano se manifestó en público, conservando la reserva.
La vida de este segundo período trascurrió monótona por la in-
actividad a que estaba sometido. Tuvo períodos de mayor peligro; du-
rante ellos permanecía oculto o cambiaba de domicilio. Su nombre
se jaleaba en la Casa del Pueblo con perversos intentos.
Clandestinamente mantuvo algunos contactos con don Clemente
Arquero. A raíz de su detención había quedado enajenado, y vivía re-
cluido en su propia habitación. En momentos de lucidez, aprovecha-
ba don José Antonio para confesarse.
Se procuraba solemnizar familiarmente las fiestas religiosas y las
devociones populares. El novenario de las Animas, la novena y fiesta
de la Inmaculada, la novena del Niño Jesús, el mes de San José, los
Viacrucis de Cuaresma. A todas estas prácticas acudían bastantes ve-
cinos.
Entre el trabajo en el campo, amenazas y sobresaltos por la deten-
— 234 —

23.2 Page 222

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ción de sus familiares, transcurrió el primer año de permanencia en
el pueblo.
-
A finales de mayo de 1937 llamaron a filas al reemplazo de don José
Antonio. El primero de junio salía para Cuenca para enrolarse en las
milicias de Izquierda Republicana (33).
Vecino del mismo pueblo era el coadjutor don Agapito Roldan. Tam-
bién él buscó refugio en su familia.
Al principio se vio vejado por un matón del pueblo, que intentaba
imponer su capricho a todos los vecinos.
Poco tiempo después fue nombrado Secretario del pueblo. El se
negó en principio; pero le coaccionaron a aceptar. En este cargo tam-
poco se vio exento de algunas amenazas y prohibiciones.
Mantuvo contacto con don José Antonio, siempre clandestinamente
para no levantar sospechas.
Particularmente tenía regulada su vida de piedad, en cuanto las
circunstancias le permitían.
El mismo don Agapito confiesa el resquebrajamiento físico y mo-
ral procedente de una vida angustiosa e insegura; pero ve palpable la
protección de María Auxiliadora (34).
Generalmente el espíritu religioso de los que tenían que vivir es-
condidos en domicilios particulares o pensiones se conservó fiel.
Este florecimiento religioso, en el Madrid terrorista y desapacible,
fue primordialmente consecuencia de la cohesión espiritual de los miem-
bros de la Congregación, del contacto fraterno y del celo abnegado de
los sacerdotes, que se entregaron a su labor apostólica bajo un graví-
simo riesgo constante.
(33) García José Antonio: Ms. 840, fol. 5-25.
(34) Roldan Agapito: Ms. 988, fol. 1-3; García José Antonio: Ms. 840, fol. 12, 16.
— 235 —

23.3 Page 223

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!£• Apostolado sacerdotal
1. En el ámbito nacional
A pesar de la furiosa persecución que desencadenó, en la Espa-
ña sometida, el Frente Popular contra la Iglesia y el clero, el fervor,
las prácticas religiosas y la misma labor pastoral fueron tomando cuer-
po en todos los puntos de la Península.
Inmediatamente a la proclamación del estado de guerra, se adopta-
ron soluciones de urgencia. Las primeras noticias de la sublevación ape-
nas daban pie para esperar una guerra formal de tres años.
En general, los sacerdotes y religiosos enclavados en zona republi-
cana eligen soluciones interinas, hasta observar qué rumbo tomaba la
situación. Se visten de paisano y buscan un asilo amigo, en donde
piensan superar la borrasca.
En todo caso, apenas deslindados los dos campos en pugna, desapa-
rece del ámbito de zona roja toda manifestación religiosa visible; ex-
ceptuados algunos núcleos, pertenecientes a Ordenes religiosas.
En tales circunstancias la vida de la Iglesia comienza a discurrir
por cauces clandestinos. Primero serán brotes espontáneos, desconec-
tados, en la soledad recién conquistada de los escondrijos. Después
el movimiento pujante y organizado, por cárceles y campos de concen-
tración, por domicilios, hospitales y embajadas.
Las concesiones extraordinarias de la Santa Sede para poder cele-
brar el sacrificio de la misa sin ara, ornamentos, ni vasos sagrados,
abrió un portillo a la actividad religiosa clandestina. El privilegio dio
cauce en toda España a un florecimiento extraordinario y conmove-
dor de sagrarios ocultos en domicilios de familias católicas. Los mismos
seglares, en ocasiones, se convirtieron en portadores de Cristo, trasla-
dando el Reservado a otro domicilio para evitar peligros o encontrar
en su refugio al sacerdote.
La organización, algo regular de los servicios religiosos, empezó
a tomar cuerpo desde comienzos de 1937; y no cobró pujanza hasta
bien entrado este año, y, sobre todo, hasta 1938.
Una vez normalizadas las condiciones de esta vida religiosa en plena
etapa persecutoria, se montaron capillas y hasta parroquias en toda re-
gla para organizar la asistencia espiritual de los fieles.
— 236 —

23.4 Page 224

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Madrid ofrece a este propósito una pujante actividad de la Igle-
sia bajo el terror de la persecución (1).
Ciñéndonos a la actividad netamente salesiana encontramos ver-
daderas páginas de heroísmo, en las que se palpa visiblemente la pro-
tección de María Auxiliadora.
2. Don Alejandro Vicente
Regentaba la casa de Estrecho.
Durante varios meses no encontró estabilidad, a causa de los regis-
tros domiciliarios.
Al salir de la Dirección General de Seguridad, las hermanas Agui-
lar, cooperadoras salesianas, le habían acogido en su domicilio de la
calle Valverde.
Pensiones de la calle Arrieta, Plaza Mayor, Ciudad Rodrigo y
Callao constituyeron otras tantas etapas de sus primeros meses erra-
bundos.
Desde esta última residencia procuró seguir la vida de los herma-
nos de su comunidad. Les prestaba ayuda y pagaba la pensión y gastos
de las diversas casas en donde se hospedaban.' Al mismo tiempo pro-
curaba mantener en ellos, en lo posible, la vida religiosa.
Finalmente, buscando más seguridad, se acogió al asilo político de
la embajada de Finlandia.
El asalto a la legación balcánica le proporcionó un mes en la cár-
cel de San Antón. Recobró la libertad en enero de 1937.
A la salida se instaló en la calle Almagro, número 14. El piso al-
bergaba a algunos refugiados, entre ellos a la comunidad entera de Cla-
risas de Chinchón.
Inmediatamente se dieron a conocer, y organizaron un plan ade-
cuado de vida espiritual.
En la habitación que ocupaban las Hermanas se montó un pequeño
altar. Todos los días se celebraba la santa misa y se guardaba el Sacra-
mento, para la administración a los fieles que frecuentaban el piso o
para los dispersos en cárceles y domicilios.
"El aire de la calle y lo que había sufrido en la cárcel —confiesa
(1) Montero Antonio, o. c. Los capítulos 4, 5 y 6 de su obra constituyen un centón de testi-
monios de la organización clandestina y el fervor religioso en toda la geografía sometida al Frente
Popular.
— 237 —

23.5 Page 225

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don Alejandro— me dieron confianza en mí mismo, y me dediqué ple-
namente a la labor de apostolado.
Comencé por tomar contacto con mis hermanos salesianos y tam-
bién con los novicios y aspirantes que se encontraban desparramados
por la ciudad.
Los jovencitos que lo deseaban venían a mí para que los oyera en
confesión. Lo hacíamos por las calles de Madrid, sobre todo por el
Paseo de la Castellana. Confesaba a uno y los otros me esperaban en
las bocacalles. Cuando acababa uno se iban acercando los demás (2)."
La vida de don Alejandro en la calle Almagro llegó a normalizar-
se. Tomaba el desayuno cada día en una casa, donde celebraba la san-
ta misa. Hacia el mediodía regresaba a su domicilio. Una de las Her-
manas clarisas se dirigía a la casa de comidas cercana, y allí le propor-
cionaban el alimento para el sacerdote. Por la tarde continuaba su la-
bor apostólica y el contacto con los demás hermanos.
Pero algo inesperado viene a estropear la tranquilidad del sacer-
dote.
Un mediodía la religiosa recadera tardaba en volver. Don Alejan-
dro sospecha lo peor y se lo comunica a la Superiora. "Es menester
poner a salvo el Santísimo." Recoge el Sacramento, los Santos Óleos y
todos los objetos religiosos, y sale del piso.
Efectivamente. Había sucedido lo que se temía.
Al llegar la Hermana al restaurante se ve sorprendida por los mi-
licianos, que practicaban un registro. Adivinan su identidad ("se le no-
taba a mil leguas", aclara don Alejandro), y sospechan de la del desti-
natario de la comida. La acompañan al piso y someten a interrogato-
rio a sus moradores.
El joven Luis Terreno, entonces aspirante salesiano, se encontra-
ba en la casa esperando al sacerdote. El tumulto de los milicianos y
los lamentos de la Hermana le hacen comprender lo ocurrido. Al abrir
la puerta se guarece detrás, se camufla y burla la presencia de los pes-
quisidores. Localiza a don Alejandro y le pone al corriente del su-
ceso.
Los milicianos montaron guardia en el piso durante varios días.
Pero don Alejandro no volvió por allí.
Su multiforme actividad y el encargo de prestar ayuda a los sale-
sianos de Madrid obligó a don Alejandro a tomar precauciones. Procu-
(2) Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 1-5.
— 238 —

23.6 Page 226

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raba mantener íntimo contacto con los hermanos, pero silenciando en
ocasiones su residencia. Incluso se valió de la estratagema de usar do-
micilios ambulantes para evitar cualquier posible evento inesperado.
Su actividad apostólica se concentró en diversos domicilios. Algu-
nos de ellos alcanzaron incluso la categoría de parroquias. Tal era su
organización. Cada día de la semana tenía asignada la atención de una
de ellas.
Comenzó su labor por un encuentro providencial con una joven
apostólica, llamada María Dorado. En la calle Barquillo existía una ex-
pendeduría de tabacos, cuyo negocio llevaban dos hermanas, amigas
de María. Estas jóvenes pidieron a don Alejandro dirección espiritual
en esta expendeduría. Allí se puso el primer confesionario y se re-
partió la primera comunión.
El local no gozaba de grandes proporciones; pero por las maña-
nas tempranito se reunían bastantes fieles para recibir la Sagrada Co-
munión. Por ser planta baja y carecer de portería, se mostraba propicio
para no llamar la atención.
La parroquia que desarrolló más actividad estaba situada en la calle
Ramón de la Cruz, número 63. Vivían en esta casa cinco hermanos, tres
varones y dos muchachas. Procedían del barrio de la Ronda de Ato-
cha; los chicos eran antiguos alumnos; su padre había sido ferro-
viario.
Generosamente ofrecieron el piso para tener allí las funciones sa-
gradas. Disponían de una amplia habitación ricamente ornamentada.
En ella se instaló la capilla. El Santísimo permanecía reservado a lo
largo de todo el día.
En breve tiempo se dispuso de todo el aderezo necesario para el
culto divino, gracias al fervor de los fieles que acudían al piso. Los
ornamentos los confeccionaban las mismas hermanas; contaban ade-
más con vasos sagrados y una magnífica custodia, que habían adquirido
en una librería religiosa. Como cáliz se usaba un gran vaso de plata,
donación de don Juan de la Torre y señora, cooperadores salesianos;
una cajita de oro y plata, regalo de los mismos fieles, servía para lle-
var el Santísimo a cárceles y domicilios.
Don Alejandro celebraba en esta capilla una vez a la semana, en
día fijo conocido de los fieles. Se administraban bautismos, se bende-
cían matrimonios, se confesaba y, en los días más solemnes, se impar-
tía la bendición eucarística por la tarde.
— 239 —

23.7 Page 227

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Frecuentaban esta parroquia gran cantidad de personas. El tra-
bajo se hacía intensísimo en los días de Semana Santa.
El domingo de Resurrección de 1937 se decidió celebrarlo con todo
esplendor. A este fin se organiza por la tarde una hora santa. La ha-
bitación se abarrota de fieles. Don Alejandro expone el Santísimo y co-
mienza a dirigir la práctica piadosa.
Inesperadamente suena el timbre de la puerta. El ambiente se so-
brecoge de temor, y se produce un silencio cauteloso, como adivinando
algún contratiempo.
Efectivamente. Se trataba de tres agentes de la autoridad que iban
a efectuar un registro. Inspeccionan dos o tres habitaciones someramen-
te y dan por terminada su labor. Indolentemente se dirigen a la puerta
de salida. Al pasar por delante de la capilla, una señora, nerviosa, apa-
ga la luz de la pieza. La maniobra es advertida por un policía a través
de las rendijas de la puerta y sospecha.
Sin más, irrumpe en la habitación. El espectáculo de devoción y
recogimiento, de respiración nerviosamente contenida, de grandiosidad
de misterio sorprendió al policía. Cierra la puerta y dice a la señora de
la casa que le acompañaba: "No se preocupen ustedes; continúen. Mi
madre también rezaba mucho".
La hora santa se consumó con normalidad.
Otra parroquia radicó en la calle llamada por los rojos Rufilan-
chas, hoy Recoletos. Allí vivía la familia García Mauriño. Se com-
ponía de padre y ocho hijos, todos varones, menos Carmen, actual-
mente religiosa Hija de la Caridad.
Católicos fervorosos, intrépidos, ofrecieron su casa a Dios, con to-
das sus consecuencias.
En esta parroquia el trabajo de confesión se hizo muy intenso. Car-
men, muchacha de unos veinte años, se constituyó en el alma de todo
el apostolado realizado en su casa. Militaba en la Acción Católica y es-
taba muy relacionada con la juventud femenina. A lo largo de toda la
semana llevaba a muchas jóvenes a confesarse.
La casa no estaba lejos del Ministerio del Ejército y los bombardeos
repercutían en el inmueble. Un obús destrozó la parte superior de la
vivienda.
Don Alejandro recuerda una misa celebrada en medio del estruen-
do de los obuses, en la que los fieles conservaron la serenidad duran-
te toda la celebración del sacrificio.
— 240 —

23.8 Page 228

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La familia Loma residía en la calle García de Paredes. El padre
había sido sacristán de la iglesia de Nuestra Señora de los Angeles.
Don Alejandro iba con regularidad una vez a la semana a decir la
misa y a confesar. Cuando se hacía necesario administraba los sacra-
mentos del Bautismo y el Matrimonio.
La constante regularidad de las visitas del sacerdote a la casa, siem-
pre el mismo día de la semana, y a primeras horas de la mañana, atra-
jo la atención de la portera, que era comunista. Y delató sus sospe-
chas a la Policía.
El día respectivo, a la hora exacta en que debían comenzar los
oficios, se personaron los agentes en el piso para efectuar una inspec-
ción.
"Aquella mañana —relata don Alejandro—, ensimismado en mis
rezos no me fijé en el número del portal y me pasé de largo hasta la
Castellana. Entonces advertí mi error. Volví pasos atrás y enfilé de
nuevo la calle arriba. Este retraso me salvó la vida. De lo contrario, la
Policía me hubiera cogido dentro de la casa.
Llegué al portal; subo las escaleras, y, cuando me acercaba a la puer-
ta del piso para llamar, se abre sigilosamente y aparece una jovencita
que me dice: "Márchese, padre, que están los milicianos haciendo un
registro y le vienen a buscar".
Me escabullí prontamente, y di gracias a Dios por su paternal pro-
videncia (3)."
En la calle Esparter, número 15, estaba enclavada otra parroquia.
Se trataba del domicilio de la familia Dorado. El padre había que-
dado viudo con una hija y dos chicos, en plena juventud.
Uno de los hijos perdió su vida en el Cerro de los Angeles, defen-
diendo la estatua del Sagrado Corazón. El otro es actualmente jesuíta,
y la hija, María Dorado, religiosa de clausura.
Esta joven, apostólicamente excepcional, se constituyó en la pro-
motora de las actividades de don Alejandro, fundando algunas parro-
quias.
También se hizo preciso abandonar este domicilio por delación de
la portera.
Otras casas de familias convencidamente cristianas se trasforma-
ron en capillas regentadas por don Alejandro.
En el Paseo del Prado, en un inmueble adosado al Ministerio de
(3) Esta jovencita es actualmente sor Juana Loma, religiosa Hija de María Auxiliadora.
— 241 —
16.—

23.9 Page 229

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Marina, celebró varias veces la santa misa y administró los sacramentos
a la familia Blanco (4). Aquí celebraba también don Santiago Evia. Se
oficiaba en la buhardilla. Como era muy baja, había que hacerlo de ro-
dillas.
En el numero 3 de la calle Montalbán vivía don Francisco Novela.
Estaba al frente de una empresa de importación de maquinaria.
Don Alejandro frecuentaba la casa como confesor de la familia, y
celebraba la santa misa en ocasiones.
El señor Novela nombró a don Alejandro jefe contable de su empre-
sa y le extendió una valiosa documentación que le sirvió de salvocon-
ducto durante la guerra. El sacerdote aparecía de vez en cuando por
las oficinas para hacer efectivo el nombramiento.
Se usó también como parroquia una cueva perteneciente a la fami-
lia Zubillaga. Había sido construida por los rojos como refugio antiaé-
reo. Más tarde se convirtió formalmente en capilla y sirvió de parro-
quia durante mucho tiempo.
En la casa de don Felipe Hernández se reunían principalmente los
aspirantes de Carabanchel. Se les confesaba y se les repartía la comu-
nión.
Para los fieles del barrio de Salamanca, se dispuso como capilla
un domicilio de la calle Velázquez. Pertenecía a las hermanas Solana.
Un grupo muy numeroso de señoritas telefonistas se reunían clan-
destinamente en la casa de una de ellas. El domicilio de María Menéndez
se constituyó en centro capital. La frecuencia de sacramentos en este
sector fue numerosa. Para despistar a la policía se estableció parro-
quia volante. De cuando en cuando se trasladaba de residencia, rotan-
do por domicilios de telefonistas.
En el Sanatorio Riesgo, enclavado en la calle de Ayala, se habían re-
fugiado bastantes católicos perseguidos, enfermos o simulando enfer-
medad.
Algunos salesianos pasaron fugazmente por este sanatorio. Don Ale-
jandro procuraba atenderlos en el aspecto económico y en el espiritual.
Había en él algunos presos políticos enfermos. Por este motivo exis-
tía a la puerta del sanatorio una brigada de guardias de Asalto.
Una o dos veces por semana penetraba el sacerdote para confesar y
llevar la comunión a los salesianos. Aprovechaba las primeras horas de
(4) Dos hijos de esta familia, José María y Juan Antonio, se hicieron salesianos y misione-
ros de Corea.
— 242 —

23.10 Page 230

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la mañana; los guardias se encontraban dormidos y resultaba más fácil
la entrada desapercibida (5).
Además de estas actividades particulares, don Alejandro mantenía
contacto con otros sacerdotes salesianos y diocesanos para unirse a la
organización religiosa clandestina dirigida por don José María García
Lahiguera (6).
3. Don Lucas Pelaz
Gran labor espiritual desarrollaron los sacerdotes del llamado gru-
po Villarrubí. Se trataba de un foco eclesiástico bien organizado que
pasaba como centro del Socorro Rojo Internacional (7).
Tenía su sede en un piso del número 88 de la calle Lagasca, requi-
sado por el partido comunista.
Al amparo de este camuflaje muchos sacerdotes pudieron poner en
juego estupendas iniciativas apostólicas que rindieron muy buenos resul-
tados.
El grupo Villarrubí llegó incluso a organizar clases de latín para
seminaristas que no podían cursar sus estudios. Con ello reducían no-
tablemente el paréntesis de su formación sacerdotal, impuesto por las
circunstancias bélicas y políticas que impedían el normal funcionamiento
de los seminarios.
El organizado trabajo de estos sacerdotes cobró notable vigor. Su
(5) Vicente Alejandro: Ms. 1.049, fol. 5-15.
(6) Por su cargo de Director Espiritual del Seminario gozaba de la amistad y afecto del clero
madrileño, al que dedicó sus desvelos cotidianos durante los tres años de la guerra. Llegó a rela-
cionarse habitualmente con más de un centenar de sacerdotes. En marzo de 1938, el obispo de
Madrid-Alcalá, doctor Eijo y Garay, desvinculado de la región de su diócesis enclavada en zona
roja, le designó representante suyo y Vicario General de la Diócesis para todos los efectos. (Mon-
tero, A., o. c., pág. 86.)
(7) Entresacamos del carnet de socio la finalidad de esta asociación: "¿Por qué es necesario
el S. R. I? En todos Jos países capitalistas y coloniales, España entre ellos, hay una lucha enco-
nada entre los amantes de la libertad, de la justicia y de la paz, y los partidarios de la reacción,
del fascismo y de la guerra. En esta lucha, los mejores combatientes de la libertad, son detenidos,
procesados, torturados, desterrados, asesinados. El S. R. I es la Cruz Roja de los millones de hom-
bres y mujeres libres, sin distinción de partido, de religión, de raza y de nacionalidad, que luchan
por una sociedad mejor.
¿Cuáles son los fines del S. R. I.? Ayudar a todas las víctimas de la reacción, de la injusticia
de la lucha por la paz. Movilizar, utilizando todos los medios de agitación y propaganda, a las amplias
masas en contra de la reacción. Ayudar a cada país e internacionalmente a la unificación de todas
las organizaciones de ayudas humanitaria, filantrópica, etc., para crear una única organización de
solidaridad en cada país y en todo el mundo."
— 243 —

24 Pages 231-240

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24.1 Page 231

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campo de influjo se ensancha con la formación de cuatro escuelas, to-
das ellas bajo el emblema sindicalista. En ellas se ensamblan una sana
labor cultural con la administración de los sacramentos y otras aten-
ciones espirituales, practicadas más o menos clandestinamente.
Las escuelas alcanzaron una asistencia nutridísima. El profesorado
lo constituían sacerdotes, profesores seglares y religiosas camufla-
das (8).
Enterado de esta organización clandestina, el salesiano don Lucas
Pelaz se inscribió en la sección de cultura del grupo Villarrubí, aun-
que desarrolló una actividad independiente.
Al salir de la cárcel de Porlier, don Alejandro le encaminó a la calle
Almagro, número 14. En este domicilio permaneció poco tiempo.
Definitivamente se establece en la calle del Pinar, núm. 8.
Este domicilio había proporcionado refugio a las Hijas de María Au-
xiliadora de Villaamil en los aciagos días de mayo de 1936, con motivo
del bulo de los caramelos envenenados.
El piso pertenecía a los padres de una antigua alumna salesiana del
colegio de La Ventilla. Al dispersarse las religiosas, quedó disponible
el inmueble, siempre en favor de la familia salesiana.
La residencia del Pinar se convirtió en centro de irradiación apos-
tólica. En una de sus dependencias se instaló un altar fijo y se colocó
una estatua de la Virgen, encontrada en el sótano (9).
Por la época en que don Lucas abandonó la prisión de Porlier, a
mediados de 1937, la vida religiosa y la labor pastoral habían adquirido
cuerpo en Madrid. Por su parte, aprovechó estas facilidades no exen-
tas de riesgo para dedicarse, también él, al apostolado parroquial.
Pocas veces celebró la santa misa en su domicilio de la calle del
Pinar. Sin embargo su labor sacerdotal se difundió profusamente por
diversos puntos de la capital.
El mismo Lucas nos proporciona unas, cifras a modo de estadística,
que servirán de índice de su amplia labor apostólica.
153 calles por donde tenía relaciones.
216 hogares visitados.
623 misas celebradas en domicilios particulares.
54 bautizos administrados.
21 matrimonios bendecidos.
(8) Montero Antonio: o. c., págs. 105-106.
(9) Pelaz Lucas: Ms. 951, fol. 4; Gil Juan: Ms. 848, fol. 22-23.
—— 244 ——

24.2 Page 232

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1.556 comuniones repartidas, globalmente.
87 unciones de enfermos moribundos.
Asistía espiritualmente a 18 religiosas repartidas en domicilios.
Visitaba 12 agrupaciones de religiosas.
Administró sacramentos y confortó con su visita a 33 sacerdo-
tes escondidos.
Varias embajadas recibieron su visita, motivada siempre por fines
apostólicos.
Frecuentaba el Hogar Vasco, y administraba los sacramentos a los
refugiados. La abundancia de personal le obligaba, a veces, a adelan-
tar las confesiones a la víspera, para no alargar la función del día si-
guiente.
En medio de estas actividades mantenía contacto con otros sacer-
dotes dedicados al ministerio sacerdotal, incluidos en la organización
pastoral diocesana.
No perdió su vinculación con los salesianos. Les prestaba ayuda y
acudía a sus demandas. Principalmente permaneció anexionado en su
labor a don Alejandro Vicente.
No se vio libre de los riesgos que la tarea apostólica encarnaba en
sí. Registros, sobresaltos, visitas intempestivas venían a poner una nota
de angustia en su trabajo.
Alternaba el ministerio sacerdotal con el apostolado docente. Como
asociado al grupo Villarrubí daba clases a una joven que mantenía con-
tacto con otros sacerdotes del grupo.
En el domicilio de esta muchacha se repartían formas y vino para
el sacrificio, y en una de las piezas se instaló un sagrario permanente.
La labor de don Lucas se prolongó hasta San Sebastián de los Re-
yes, pueblo de las cercanías de Madrid, para confortar con los sacra-
mentos a un joven tuberculoso moribundo.
"Jesús paseaba de un lugar a otro —comenta don Lucas— en to-
das direcciones y por todos los medios de locomoción; en la cabina de
un camión o colgado de los estribos de un tranvía (10)."
4. Don Juan Castaño
En un piso del número 26 de la calle de la Cruz se constituyó
otro centro promotor de actividades apostólicas.
(10) Pelaz Lucas: Ms. 951, fol. 4-9.
— 245 —

24.3 Page 233

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Se trataba de una pensión. Pertenecía a un matrimonio, católico, de
muy buenos sentimientos humanitarios. Si cualquier persona se pre-
sentaba en su domicilio sin documentación, no dudaban en darle hos-
pedaje, sin reparar en el riesgo que corrían a causa de los frecuentes
registros.
Don Juan Castaño y don Maximino Gallego llegaron a esta pen-
sión el 28 de agosto de 1936. Procedían de la calle de la Montera,
donde habían convivido con la comunidad de Carabanchel.
La pensión albergaba a un sacerdote rural y varias religiosas; mili-
tares y cadetes; y alguna joven, militante de Acción Católica.
Los dos salesianos comenzaron a decir misa bastante tarde. Don
Juan sitúa la fecha por junio de 1937. Sin embargo, desde los prime-
ros días tuvieron con ellos las sagradas Especies, que les entraban de
fuera.
Desde los primeros momentos de su labor apostólica, don Juan dis-
tribuyó los días de la semana por los diversos domicilios.
Dos o tres veces celebraba en la calle Hortaleza, número 91. Ocu-
paban el piso un grupo de religiosas del Santo Ángel, con algunas no-
vicias de la misma Congregación. Estaba al frente la señorita Hermi-
nia. Externamente pasaba por una viuda que vivía con su madre, una de
las Madres del Consejo Superior de la Congregación. Tenía algunas hi-
jas, y completaban la familia las chicas de servicio, profesas y novicias.
Don Juan pasaba por el profesor de una de sus hijas, que se pre-
paraba para Aduanas.
A este piso acudían también otras personas para recibir los sacra-
mentos.
Una vez a la semana se llegaba a la calle Montesquinza. Acudían a
los diversos oficios los señores de la casa, algunos vecinos y un nu-
trido grupo de religiosas clarisas de Valdemoro.
Otro grupo de esta misma Comunidad eran atendidas en la calle
Barcelona, o en la propia pensión de la calle de la Cruz.
Otro de sus centros de apostolado radicaba en el paseo de la Cas-
tellana. Correspondía a uno de los pabellones del colegio de las Carme-
litas de la Caridad. En él se concentraron varias Hermanas de este
Instituto y otras personas refugiadas.
A primeros de diciembre de 1936 ó 1937 (don Juan no sabe pre-
cisar) las Hermanas le manifiestan deseos de que el día de la Inmacu-
lada se solemnizara con la celebración de la santa misa en la capilla del
antiguo colegio. El sacerdote acepta con una única condición. "Todos
— 246 —

24.4 Page 234

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los asistentes deberán estar dispuestos a pasar de la capilla a la che-
ca." (En el pabellón de entrada, a pocos metros de la capilla, montaba
guardia un destacamento de milicianos.)
Se aprueba unánimemente.
Durante dos o tres días los refugiados se preparan con el sacra-
mento de la penitencia.
El día 8 se celebra la misa. Sin ornamentos, aunque los había. Todo
se realiza con normalidad. Se disuelve la asamblea, y el sacerdote vuel-
ve a su domicilio.
A la hora de comer, una Hermana carmelita lleva al sacerdote la
ingrata noticia. "No debe volver por allí; los milicianos están entera-
dos de que se ha dicho misa y se proponen detenerlo."
El entredicho duró poco tiempo. Las milicias se relevaban cada
quince días. Pasado el peligro, volvió a ejercer su apostolado.
Contemporáneamente atendía a otras familias en sus domicilios par-
ticulares. Mantuvo relación con el general Gómez Núñez y su fami-
lia, en la calle Españólete, número 19. En Santa Brígida número 2,
casa de la familia Segurado, decía misa y administraba con frecuencia
los sacramentos a personas que acudían al piso. En una casa de la calle
Barceló, número 15, atendía a doña Dolores Goyenechea, cuyo mari-
do había sido asesinado por los rojos.
Algunas visitas esporádicas para administrar los sacramentos com-
pletaban su trabajo apostólico.
En la misma pensión don Juan y don Maximino celebraron varios
matrimonios, bautizos y primeras comuniones.
Los dos salesianos practicaban juntos cada mañana su vida de ora-
ción, e inmediatamente se entregaban a su actividad sacerdotal.
Incluso, durante una temporada, confeccionaron ellos mismos las
formas para la misa, que distribuían entre los salesianos. Llegaron a ex-
portarlas a don Antonio García de Vinuesa, preso en Alicante.
La pensión sufrió varias pesquisas de los milicianos; pero sin conse-
cuencias lamentables para los sacerdotes, aunque su documentación no
se encontraba en regla (11).
(11) Castaño Juan: Ms. 772, fol. 1-5.
—— 247 ——

24.5 Page 235

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5. Don Fortunato Sáiz
Al salir de la cárcel de Porlier, por enero de 1937, buscó refugio
en la calle San Lorenzo. En un piso de esta calle, las Esclavas de San
José habían logrado mantenerse ocultas sin recibir molestias de los mi-
licianos. En frente estaba enclavada la célebre checa de San Lorenzo.
Don Fortunato se convirtió en el capellán de las religiosas. Decía
misa con frecuencia, y salía del domicilio, solicitado para asistir a mo-
ribundos, necesitados del consuelo de los sacramentos.
Esta fue su residencia habitual hasta el final de la guerra.
Cultivaba las visitas a los salesianos; principalmente a don Alejan-
dro y a don Juan Castaño, a quienes permaneció unido en su labor.
Buscó recursos y encontró plaza en la Escuela de Ingenieros In-
dustriales (12).
El Secretario General de la Escuela conocía la identidad sacerdo-
tal de don Fortunato. Por este conocimiento pasó a desempeñar las fun-
ciones de capellán secreto. Cuando algún enfermo necesitaba asisten-
cia era llamado el sacerdote. De este modo don Fortunato asistió a al-
gunos moribundos.
En su domicilio de la calle San Lorenzo celebraba misa algunas ve-
ces. Pero extendió su ministerio a casas particulares. Para no llamar la
atención vestía el atuendo de miliciano.
Por una posible delación, la Escuela se clausuró. Don Fortunato
perdió su puesto; pero no abandonó su apostolado.
En esta coyuntura, se industria las cédulas de afiliado a la F. A. I.
y a la C. N. T.; y, por una suplantación astuta, consigue el certifi-
cado de inútil total para el frente.
Con este documento se dedica a viajar. Sobre todo, recorre las
provincias de Guadalajara y Cuenca. Entre los pueblos que más fre-
cuentó se halla La Isabela, donde su hermano, Leandro Saiz, y otro
salesiano, Mauricio Sánchez, cumplían condena (13).
Don Fortunato gozaba de la amistad de algunas personas de Gua-
dalajara. Y todos los sábados salía de Madrid para esta capital.
(12) Esta Escuela agrupaba, camuflados y como militarizados al servicio del Ministerio de la
Guerra, a dos o tres centenares de hombres. Predominaban los de derechas, acogidos a la fracción
titulada "Sección de Acopios y Suministros".
Gozaban de uniforme y carnet de identidad militar; percibían una soldada; y, sobre todo,
disfrutaban de un buen suministro.
(13) Véase Apartado 4 de este capítulo, pág. 270.
— 248 —

24.6 Page 236

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En el número 5 de la calle Mayor se había emplazado el lugar de
sus actividades sacerdotales. En este domicilio tenían lugar los ejer-
cicios de piedad, confesiones y la administración de otros sacramen-
tos.
\\
Afirma don Fortunato que fue el único sacerdote que ejerció el mi-
nisterio en Guadalajara por espacio de un año.
El fin de la guerra sobrevino durante una de las visitas que reali-
zaba a La Isabela. El sanatorio rindió cálido homenaje a los vence-
dores. Se preparó una misa de campaña, a la que asistieron enfermos
y empleados. La celebró don Fortunato.
Con las fuerzas de ocupación entró en La Isabela el pater, don
Juan Rovira. Los dos sacerdotes dedicaron varios días a recristianizar
iglesias, legalizar matrimonios y administrar bautismos. El salesiano
proporciona la cifra de un centenar de bautizos entre niños y adul-
tos.
Días más tarde, con un salvoconducto, pudo pasar a Madrid (14).
6. Don Antonio García de Vinuesa
Sufrió las primeras vicisitudes con la comunidad de Estrecho. Al
salir de la Dirección de Seguridad se acogió a la hospitalidad de unos
parientes. Le acompañaban los salesianos don Luis Monserrat y don Er-
nesto Armelles.
Celebraban misa todos los días; pero la inminencia de los peli-
gros les hizo desistir. A los pocos días abandonaban la casa.
Don Antonio mantenía constante relación con don Alejandro. Con
él se refugió en la embajada de Finlandia, y sufrió el asalto al Consu-
lado y la cárcel.
El día 2 de febrero de 1937 abandonaba la prisión. En septiem-
bre fue nuevamente detenido y conducido a la checa. Primeramente a
la calle Serrano, donde permanece incomunicado en el hueco de una
escalera. A los ocho días lo trasladan a Atocha, checa de los salesia-
nos; más tarde, de nuevo a San Antón.
A primeros de noviembre partía, rumbo a Alicante, una expedi-
ción de más de mil presos. Entre ellos, don Antonio. Su destino fue
el castillo de Santa Bárbara, hasta marzo de 1938.
(14) Saiz Fortunato: Ms. 1.001, fol. 16-20.
— 249 —

24.7 Page 237

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La falta de alimentación, la humedad y el descuido que sufrían los
presos produjo en ellos avitaminosis. Por este motivo, los trasladan al
reformatorio provincial, donde estaban encarcelados la mayoría de los
presos.
Desde este momento, don Antonio comienza su labor sacerdotal.
Celebraba misa todos los días. Los oficiales mostraban compren-
sión y disimulo, y los sacerdotes, aunque con precaución, ejercían libre-
mente su ministerio.
Los sacramentos se impartían regularmente, sin incomodo.
El servicio de correos dejaba pasar los paquetes de formas y el
vino para la misa. Las botellas, precintadas, ostentaban la etiqueta "vino
para enfermos".
En las celdas se hacían las prácticas religiosas ordinarias. Incluso
llegó a infiltrarse un breviario, que discurría por todos los sacerdotes.
La fiesta de Navidad de 1938 se solemnizó con la misa de media-
noche.
Don Antonio recibió la libertad la víspera de la liberación de la
ciudad (15).
Si quisiéramos enumerar el trabajo apostólico de todos los sacerdo-
tes salesianos incardinados en zona roja resultaría una relación pro-
lija.
Los ejemplos aducidos son los más destacados de los testimonios que
nos han llegado.
Hemos visto en el apartado anterior la actividad sacerdotal de otros
hermanos dirigida directamente a los mismos salesianos.
Casos semejantes se podían aducir de otros muchos sacerdotes.
(15) García de Vinuesa Antonio: Ms. 835, fol. 2-3.
— 250 -

24.8 Page 238

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3* Las embajadas
1. Fácil concesión del asilo político
Las sangrientas consecuencias del terror practicado por el Régimen
del Frente Popular, en la zona sometida a su dominio, halló un leni-
tivo en la generosa intervención de las representaciones diplomáticas.
En Madrid, todos los que se consideraban amenazados o temían ver-
se algún día en peligro, buscan refugio en las embajadas y legacio-
nes extranjeras.
Los gobiernos representados en Madrid conceden generosamente
asilo diplomático o proporcionan simple refugio clandestino a innu-
merables personas perseguidas por el Régimen. Por este medio se sal-
varon muchísimas vidas. Don Aurelio Núñez Morgado, embajador de
Chile y decano del cuerpo Diplomático acreditado en Madrid, llega a
dar la cifra de quince mil refugiados en las diversas embajadas o domi-
cilios protegidos por ellas, durante los tres años de guerra.
Los diplomáticos de las distintas legaciones asentadas en Madrid
elevaron las correspondientes reclamaciones al Gobierno de la capi-
tal. Tales reclamaciones venían motivadas por los excesos cometidos por
elementos incontrolados, pertenecientes a Sindicatos y Organizaciones
extremistas. Ni los subditos extranjeros gozaban de inmunidad. Agen-
tes de policía o escuadrillas de milicianos allanaban los domicilios y
efectuaban registros y requisas.
Las embajadas proporcionaban a sus subditos brazales con los co-
lores de su nación, sellados por las propias legaciones y la Dirección
General de Seguridad. En las puertas de las casas de los subditos ex-
tranjeros se colocaron documentos acreditativos de "familia extran-
jera", y el reconocimiento de protección bajo la bandera de su país.
A pesar de estas precauciones, hubo que lamentar desmanes per-
petrados contra tributarios extranjeros. Diariamente llegaban al Minis-
terio del Exterior notas de protesta por los atropellos de que eran
víctimas.
A la vista de tales desafueros y ante la ineficacia de un gobierno
impotente, los embajadores se ausentaron de Madrid. Las embajadas
quedaron regentadas por encargados de negocios. Solamente los embaja-
dores de Chile y Méjico permanecieron al frente de su legación. En
— 251 —

24.9 Page 239

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varias ocasiones el cuerpo diplomático amenazó retirarse en pleno. El
Gobierno rojo suplicaba, imploraba y prometía.
El traslado sucesivo del Gobierno republicano a las sedes de Valen-
cia y Barcelona no implicó un cambio de domicilio para las legaciones
establecidas en Madrid. Razón por la que ésta fue prácticamente la
única ciudad donde se registró un refugio diplomático de carácter per-
manente.
El refugiado se comprometía a acatar las disposiciones del jefe de
misión. No se podía salir de la embajada bajo ningún pretexto; en
algunos refugios se impuso la prohibición de recibir visitas, ni siquie-
ra de familiares; y, para algunos, la necesidad de mantener el incóg-
nito.
El acecho exterior era constante; si bien los diplomáticos acogedo-
res procuraban evitar con sus protegidos todo acto irritante para el
gobierno español.
Por lo general, los acogidos a un refugio diplomático no gozaban
de libertad de movimientos. Ea presión ejercida desde fuera, reflejada
a voz en grito por prensa y radio, mermaba la seguridad de los inter-
nados. Incluso algunos centros fueron objeto de un asalto formal.
Las embajadas de Italia y Alemania, que reconocieron desde el pri-
mer momento al Gobierno de Burgos, perdieron su derecho de extra-
territorialidad. El 19 de noviembre de 1936, les era comunicada una
orden gubernamental que obligaba a clausurar los locales en el plazo de
veinticuatro horas. A la salida de los refugiados, unos milicianos hicie-
ron fuego contra ellos. Apresaron a algunos; los demás se repartie-
ron entre otras legaciones, que previamente habían concertado su asilo.
Dentro de este ambiente de zozobra, las embajadas se constituye-
ron en tabla de salvación para muchas personas amenazadas de muer-
te, a las que ofrecieron alimento y vivienda.
Aún más. Eos pabellones extranjeros rindieron otros beneméri-
tos servicios. Facilitaron la evacuación por aire, tierra o mar de mu-
chos subditos españoles, con pasaporte de otros países.
Ea mayor parte de las legaciones diplomáticas de Madrid fueron
evacuando progresivamente a la casi totalidad de sus huéspedes. Eas
expediciones, más o menos nutridas, se prolongaron durante todo el
año 1937 (1).
(1) Montero Antonio: o. c., págs. 197-198; Fernández Arias Adelardo. Madrid bajo el terror.
(Zaragoza, 1937), págs. 94-96; 188-191; Guasa General: o. c., págs. 96-97.
— 252 —

24.10 Page 240

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2. Embajada de Rumania
Desde el punto de vista de la historia salesiana, la embajada de
Rumania se constituyó en el centro más importante de actividad.
Por el mes de octubre de 1936, don José Lasaga, ecónomo pro-
vincial, se instala de modo permanente en esta legación. El mismo había
tramitado las gestiones, aconsejado por su prima Pepita. La iniciativa
había partido de don Vicente Arce.
Por medio de su hermano Adolfo, don Vicente entabló relaciones
con un individuo que trabajaba en la legación balcánica. Apoyado en
esta amistad, gestionó la posibilidad de que algún salesiano se acogiera
a la protección política de la embajada. Conversó con doña Pepita, y
ambos sugirieron a don José Lasaga efectuar las diligencias pertinen-
tes.
En efecto. Don José solicitó una entrevista con el embajador, Se-
cretario General del Cuerpo Diplomático, don Enrique Helfant. El sa-
lesiano hizo su presentación y le manifestó los motivos de su visita.
El diplomático escuchó atentamente la identidad del sacerdote. Después
respondió: "Pues yo soy judío, masón y librepensador; pero tengo
una aguda penetración, y usted se queda aquí conmigo, como secre-
tario". Le pidió dos fotografías y le extendió un flamante nombramien-
to de Asesor Jurídico del Cuerpo Diplomático.
Avalado con este nombramiento, comenzó por diligenciar la liber-
tad de don Felipe Alcántara, inspector provincial, preso en Ventas con
la comunidad de Mohernando. Más tarde, a medida que los demás
miembros de la comunidad obtenían la excarcelación, él los iba colo-
cando en las embajadas o en familias de toda confianza (2).
El domicilio social del consulado de Rumania radicaba en Her-
manos Bécquer, número 8. Se trataba de un inmueble de varios pi-
sos, inscrito bajo la protección de la enseña rumana. Sin embargo, al-
gunos apartamentos, que estaban habitados, quedaron en propiedad de
los inquilinos habituales.
Don José Lasaga y don Felipe Alcántara residían en el entresue-
lo, acogidos en plan de pensión por un matrimonio sin hijos.
Varios salesianos pasaron por esta residencia, constituyéndose en
domicilio eventual para los que salían de la cárcel. Fijaron en ella su
(2) Lasaga José: Ms. 897, fol. 2; Arce Vicente: Ms. 727, fol. 2.
— 253 —

25 Pages 241-250

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25.1 Page 241

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alojamiento con carácter estable, don José Arce y don Emilio Alon-
so, estudiante de Filosofía.
Durante cuatro meses no existió problema de alimentación. Por el
mes de junio de 1937, la adquisición de alimentos llegó a hacerse em-
barazosa. La acogedora familia no podía subvenir a las necesidades de
los cuatro salesianos.
Don José Lasaga aprovecha su documentación de Asesor Jurídi-
co de la embajada para proyectar unas expediciones de abastecimien-
to. Se llega hasta Valencia, y, en nombre del Consulado, se procura
varios camiones de víveres. La mercancía se instala en los sótanos del
inmueble y queda constituido un economato donde los refugiados po-
drán adquirir alimentos a precios asequibles.
Por el mes de septiembre del mismo año, don Felipe Alcántara
y don José Lasaga se acogen al beneficio de la ley de evacuación. Con-
siguen pasaporte de subditos franceses y, amparados en la bandera del
país vecino, pasan a zona nacional (3).
Durante la estancia de los dos superiores salesianos en la embaja-
da, no existieron privaciones apremiantes. El señor inspector y su
ecónomo remediaban las necesidades del grupo.
La situación cambió radicalmente con las evacuaciones. Don José
Arce y don Emilio Alonso quedaron sin protección. Se encontraron
sin dinero, ni tenían donde ganarlo. Tampoco se les abrían perspecti-
vas para hacer frente a su vida material. La embajada procuraba vali-
miento político; pero cada refugiado tenía que valerse por sí mismo para
su subsistencia.
Las mismas familias acogidas se desintegraron. Las mujeres y los
niños evacuaron al extranjero. Solamente permanecieron asilados hom-
bres y jóvenes comprendidos en edad militar.
La mayoría de los refugiados mancomunaron la provisión de ali-
mentos. La embajada, por medio de algunos empleados, se encargaba
del abastecimiento de víveres. Los dos salesianos no formaban parte de
comunidad, por penuria monetaria, y sufrían estrecheces alimenticias.
Pero una contingencia ocasional vino a resolver la precaria situa-
ción.
En el último piso del inmueble tenía su domicilio particular el ti-
tular de la embajada de Chile. Había acogido en su piso a un buen
grupo de jóvenes universitarios, compañeros de su hijo. El matrimo-
(3) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 18-19; Arce José: Ms. 726, fol. 5-6.
— 254 —

25.2 Page 242

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nio proveía a todos los gastos de manutención y cuidados de este gru-
po de jóvenes selectos.
Una de las mujeres de servicio enfermó del pecho. Rebasaba los
cuarenta años. Era soltera y sin familia que pudiera cuidar de ella. So-
lamente tenía un sobrino por tierras de Guadalajara. Para poder car-
tearse con él quiso aprender a leer y a escribir.
Varias circunstancias dispusieron que el maestro fuera don José
Arce. Cada día, a las horas prefijadas, el salesiano subía al piso. Pa-
cienzudamente y con total desinterés daba sus lecciones a la enferma.
Este rasgo admiró extraordinariamente a la esposa del diplomático
chileno, que se interesaba vivamente por la muchacha. La señora que-
ría pagar las clases al sacerdote; pero don José rehusa el dinero, ale-
gando que para él constituye un entretenimiento.
En la conversación, se mencionan las estrecheces y falta de recursos
alimenticios de los dos salesianos. Entonces la señora les ofrece la ayuda
que necesitaban. Todos los días a la hora de las comidas podrían subir
al piso, a compartir con los jóvenes refugiados. Pero ellos prefirieron
independizarse. Y así lo hicieron.
Durante dos años, Emilio Alonso se presentaba en el piso dos veces
al día con una cazuela, a beneficiarse de la ayuda que le brindaba la
buena familia del Embajador de Chile.
De este modo se resolvió la situación alimenticia y económica de
los dos salesianos. Como derecho de hospedaje se había establecido un
importe. La familia chilena pagó también esta pensión (4).
La vida religiosa en la embajada de Rumania discurrió por varias
etapas.
Mientras estuvieron don Felipe Alcántara y don José Lasaga no
existió ninguna manifestación externa de piedad colectiva, ni en pequeño
ni en grande. Don Felipe no quería comprometerse ni comprometer a
nadie. Eran los únicos sacerdotes acogidos en esta legación. Cuando
más tarde llegó don José Arce, se conservó la misma actitud.
Con todo, ellos decían misa particularmente en su cuarto, conser-
vando la clandestinidad. Las formas se conseguían por medio de una
señora que vivía en la calle Genova, número 5. Los cuatro religiosos
practicaban su vida de oración individualmente sin exteriorizar los ejer-
cicios piadosos (5).
(4) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 20-21; Arce José: Ms. 726, fol. 5-6.
(5) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 21; Arce Vicente: Ms. 727, fol. 2.
— 255 —

25.3 Page 243

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Después de la evacuación, brotan las primeras manifestaciones pú-
blicas, todavía tímidamente.
La convivencia social de los refugiados favorece el conocimiento
de las personas. Y los salesianos advierten la presencia de personas
verdaderamente religiosas.
Don José estudió la posibilidad de celebrar la Santa Misa. Como
no disponían de habitación particular, comienza por decirla muy de
mañana en diversos lugares, donde no se llamara la atención. Algunas
veces servía de altar una mesa de mármol de la cocina del sótano. Otros
días se montaba una mesita en el rellano de la escalera. Finalmente, un
joven sastre ofreció su habitación; cada mañana temprano aderezaba
la pieza para el culto religioso.
A estas misas asistían solamente dos hermanas santanderinas, que
habían hecho amistad con don José, tal vez por ser paisanos.
Estas piadosas señoras, al ver las vicisitudes, las incomodidades,
y hasta lo poco respetuoso de los lugares donde se decía la misa, les
brindan su propia habitación. Se trataba de una amplia sala, bien
dispuesta. Por medio de biombos la pieza se dividió en dos. Un compar-
timiento servía de dormitorio; el otro se adecentó para capilla. Se ins-
taló un altar junto a la pared, y se ornamentó con motivos religiosos
que guardaban las hermanas.
Muy de madrugada tenía lugar la celebración del santo sacrificio.
Poco a poco los domingos se fueron admitiendo personas de más
confianza, siempre con la máxima reserva.
La Nochebuena de 1937 se solemnizó con la misa de medianoche,
dentro de la mayor alegría y espontaneidad. Un buen número de asi-
lados acudió a esta celebración (6).
Un poco más tarde, los dos religiosos obtienen que se les asigne
una habitación para ellos solos. Aunque reducida, admiten a convivir
con ellos a don Rafael Luengo, joven casado, de máxima confianza
por su piedad y religiosidad.
Obtenida la independencia de aposentamiento, optan por aban-
donar la habitación de las hermanas, para poder gozar de más libertad
de acción y evitarles las molestias que les procuraban.
Esta nueva dependencia se transformó en el centro espiritual de
la embajada, en lugar de tertulias, de juego y de alegre esparcimiento.
El mobiliario de la habitación era simple; un armario, una mesa
(6) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 22.
256

25.4 Page 244

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con tres sillas y un solo catre. Durante el día, el somier recibía los
tres colchones, cubiertos con una sola colcha. La mesa adoptaba múlti-
ples empleos, según el momento de la jornada. Durante la misa, como
altar; a las horas de comer, de mesa familiar; durante el resto del día,
mesa de estudio y trabajo.
Todos los días se celebraba la misa en el apartamento. Existían ho-
ras de confesiones, y los domingos se daba facilidad a todos los que
quisieran para cumplir con el precepto.
Entrado ya el año 1937, se realizó un reajuste de asilados en to-
dos los refugios amparados bajo la bandera rumana. Con este motivo,
se establecieron en Hermanos Bécquer el padre agustino José López
Ortiz, posteriormente obispo de Tuy y Vicario General Castrense, y
los padres jesuítas Pedro y Saturio Rodríguez, hermanos carnales.
Con el aumento de sacerdotes se incrementan también el número
de misas y las facilidades apostólicas. Los cuatro celebraban en la de-
pendencia de los salesianos; más tarde el padre Pedro se retirará a
una habitación particular.
Los salesianos proveían de pan, vino y de. velas para todos. La abun-
dancia de comuniones arrastró la escasez de formas, y se pensó en la
manera de fabricarlas en el propio domicilio.
Unos taleguillos de harina, proporcionados por un señor de San
Sebastián de los Reyes, permitieron preparar la materia. Este señor
era padre de un aspirante de Carabanchel Alto y conocía a don José
Arce.
El joven Emilio Alonso se sirvió de dos planchas metálicas para la
fabricación de hostias en serie.
El vino para el sacrificio también ingresaba del exterior. Una seño-
ra de plena confianza encontró una marca que reunía todos los requisi-
tos de electividad. Para su mejor obtención lo pedía como para en-
fermos.
Todavía se puede aprovechar una ocasión favorable para conseguir
una sala fija, en donde se instala una capilla, casi en toda regla y de
modo permanente.
El local lo cedió una familia del segundo piso, desocupando una
hermosa habitación con ventanales a la calle Hermanos Bécquer. En
uno de los pisos altos, otra familia de evacuados, al abandonar la casa,
dejó también el utillaje de un oratorio privado que disfrutaban.
De él se trasladaron a la nueva capilla los ornamentos, vinajeras,
misales y cuadros del viacrucis. Todo se conservaba en buen uso. Se
— 257 —
17.—

25.5 Page 245

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bajó también el armonio; pero el agregado, con muy buen acuerdo, no
permitió que se tocase.
Los cuatro sacerdotes de la embajada celebraron la misa diaria en
este aposento hasta el final de la guerra.
El Santísimo quedó reservado. Se hicieron horas santas; y se rezaba
el santo rosario comunitario.
A medida que avanzaban los meses de guerra, la situación religiosa
mejoraba. Se llegó a perder todo recelo, y los domingos se organizaban
los horarios de misas, para que todos los refugiados pudieran acudir a
cumplir con el precepto (7).
Por su parte, don José confesaba también a los acogidos en la em-
bajada de Chile, residentes en la misma casa. La muchacha de servi-
cio que había enfermado murió de tuberculosis, asistida espiritualmen-
te por el salesiano.
En dos ocasiones también salió del recinto de la embajada para aten-
der a moribundos.
Varios salesianos frecuentaban la legación para obtener auxilios es-
pirituales, que don José les dispensaba fraternalmente.
Por medio de la valija diplomática se recibieron cartas y ayudas
del padre Modesto Bellido. Era director del colegio salesiano de Ma-
taró. Había sufrido persecución, también él, con los salesianos de Bar-
celona. Tras varias actividades y peripecias pudo evacuar a Marsella,
desde donde procuró auxilios y salvamento a varios salesianos (8).
La vida de la embajada se desarrollaba monótonamente y llena de
ansiedades. La vigilancia exterior de patrullas frentepopulistas frenaban
las actividades de los refugiados. Sabemos que algunas legaciones cons-
tituyeron objeto directo de un asalto. Otras sufrieron tentativas.
La de Rumania se vio privada de fluido eléctrico durante varios me-
ses, sin duda para impedir escuchar la radio. Peor fue el corte en el su-
ministro de agua, por espacio de tres días. Las empleadas de la emba-
jada debían salir con sus cántaros a buscarla a las fuentes públicas.
Las consiguientes molestias de limpieza y bebida fueron graves.
Los últimos días de la guerra, cuando la República se debatía rota
en dos bandos, en el domicilio de la embajada de Rumania se forma
una sección de la quinta columna. Reuniones clandestinas tienen lugar
en las dependencias de la legación, y las personas de más eficiencia
se organizan en células.
(7) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 23-24; Arce José: Ms. 726, fol. 5.
(8) Arce José: Ms. 726, fol. 6-7; Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 25.
— 258 —

25.6 Page 246

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La aportación de este tercio no fue precisa. El 28 de marzo de
1939 las tropas de Franco entraban sin resistencia en la capital. El 30,
la situación tiende poco a poco a normalizarse. Y los refugiados aban-
donan la embajada alborozados (9).
La embajada de Rumania dio también cabida a otros salesianos en
centros acogidos a su protección.
Tenemos noticia de que, por mediación de don José Lasaga, llega-
ron al "Hogar Rumano" el coadjutor don Francisco Echeverría y, más
tarde, el estudiante Olegario Salan.
El coadjutor ejercía de cocinero. Diariamente salía de la legación
para surtirse de víveres, y, al mismo tiempo, servía generosamente de
recadero para los demás asilados. Estas salidas le facilitaban la comu-
nicación con otros salesianos.
En general, el ambiente del hogar era bueno. Pero los ánimos se
mostraban exaltados, produciéndose algunos incidentes desagradables
en las relaciones cívicas.
La vida religiosa se hacía difícil. En el hogar no se albergaba nin-
gún sacerdote. Los religiosos se limitaban a fomentar las prácticas sen-
cillas, oraciones reglamentarias y santo rosario.
En una ocasión don José Lasaga les proporcionó la Eucaristía; unas
partículas envueltas en papel de fumar, dentro de una cajita de ce-
rillas.
La penuria alimenticia ocasionó en los salesianos algunas enferme-
dades (10).
3. Embajada de Finlandia
La embajada de Finlandia dio cabida a una nutrida concentración
de refugiados, repartidos por los diversos anexos al amparo de su ban-
dera.
Existían personas de todos los estratos socialmente elevados; prin-
cipalmente nobles, aristócratas y militares. También los sacerdotes y
religiosos constituían un nutrido grupo no compacto. El número de
salesianos era discreto.
El hacinamiento de los asilados acarreó la incomodidad y la pe-
(9) Alonso Emilio: Ms. 703, fol. 27-29.
(10) Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 13-15.
— 259 —

25.7 Page 247

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nuria. La permanencia en el domicilio resultaba monótona por la inac-
tividad a que estaban sometidos los refugiados.
La vida de los centros estaba organizada por pisos. En cada piso
existía un responsable. La norma más rígida la constituía la prohibi-
ción de salida, excepto para los responsables. Solamente ellos mante-
nían relaciones directas con los encargados de los distintos anexos.
Don Alejandro Vicente nos deja constancia de que, en el centro
de la calle Velázquez, los sacerdotes de su piso celebraban misa to-
dos los días y las comuniones eran abundantes. Practicaban libre-
mente el sacramento de la confesión (11).
El 26 de noviembre el encargado de negocios de la embajada de
Finlandia intenta evacuar a los asilados en el anexo de la calle Quin-
tana situado en zona de guerra, para llevarlos al centro de la calle
Velázquez.
Muy temprano la legación se ve circundada por las milicias. Espe-
raban la salida de los refugiados para proceder a una detención masiva.
El agregado diplomático se niega a efectuar el traslado en estas cir-
custancias. Los milicianos le amenazan con bloquear el inmueble, cor-
tando el suministro de víveres. El hambre les haría capitular.
El Encargado de Negocios finlandés gestionó con los dirigentes de
la C. N. T. lo apretado del caso. El trance se solventó con el pago de
una determinada cantidad.
Algún tiempo después, los asilados abandonaban la legación sin que
nadie les molestara (12).
El día 3 de diciembre, el Viceconsulado de la calle Velázquez era
objeto de un asalto a mano armada.
Anteriormente, policías y milicianos allanan el anexo de Fernando el
Santo, y quedan detenidos cuatrocientos asilados.
Luego se dirigen a la calle Velázquez. Irrumpen en tropel y les obli-
gan a levantar los brazos. Proceden a un cacheo y los empujan hacia
la calle masivamente. En unos autocares, fuertemente custodiados, los
conducen en bloque a la cárcel de San Antón.
El hecho provoca una fuerte reacción entre los gobiernos represen-
tados en Madrid. Por parte del Cuerpo Diplomático se elevan protes-
tas al Gobierno de la República. Esta réplica obligó a las autoridades
frentepopulistas a conceder la libertad a los detenidos unas semanas más
tarde; si bien algunos permanecieron encarcelados algunos meses.
(11) Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 2; Vicente Alejandro: Ms. 1.040, fol. 4.
(12) Fernández Arias Adelardo: La agonía de Madrid. (Zaragoza, 1938), pág. 86.
— 260 —

25.8 Page 248

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Inmediatamente se propaga el motivo "oficial" del asalto. Desde el
anexo de Fernando el Santo se había arrojado a la calle latas con ex-
plosivos.
Por otra parte, la legación de Finlandia estaba en entredicho. Era
"público y notorio" que el agregado de la embajada, español, "había
convertido el derecho de asilo en un negocio" (13).
En todo caso, Alvarez de Vayo, ministro de Asuntos Extranjeros,
enviará una nota de contrarréplica al gobierno de Finlandia. En ella ex-
plica que ya antes había enviado al decano del Cuerpo Diplomático una
nota con su criterio sobre el derecho de asilo; y que los detenidos en la
legación de Finlandia "eran fascistas de acción, militares, religiosos, aris-
tócratas y gente adversa al Régimen" (14).
4. Embajada de Chile
Al amparo de la bandera de Chile, en distintos anexos, se acogie-
ron otros salesianos.
Sabemos que en el domicilio social de la embajada, qj titular don
Aurelio Núñez Morgado acogió a más de dos mil refugiados, a lo largo
de los tres años de contienda.
En este centro de la calle del Prado, número 26, floreció una inten-
sa actividad religiosa. Llegaron a celebrarse en su recinto doce matrimo-
nios y doce bautizos (15).
No tenemos noticia de ningún salesiano que se albergara en este
domicilio capital de la embajada.
Don Fernando Bello, estudiante de Filosofía, al salir de la cárcel de
Ventas, se acogió a uno de los centros amparados en el pabellón chi-
leno. En él residían varias Hermanas de la Caridad.
Dentro de este hogar chileno se estableció una vida religiosa per-
fectamente organizada. Un padre paúl celebraba todos los días la san-
ta misa; el salesiano ayudaba. La administración de los sacramentos se
desarrolló regularmente (16).
(13) Los mismos diplomáticos que protestaron por el asalto al Consulado repudiaron pública-
mente la conducta de este funcionario. Por otra parte debemos reconocer que a don Juan González
y a mí no nos cobraron la pensión, fiándose solamente de nuestra palabra de religiosos.
(14) Fernández Arias: o. c., págs. 105-106; 113-114.
(15) El mismo señor embajador dejó escritas sus experiencias de la guerra en el libro: Los su-
cesos de España vistos por un diplomático. (Buenos Aires, 1941.)
(16) Bello Fernando: Ms. 741, fol. 9.
— 261 —

25.9 Page 249

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En otra sede de la legación chilena hallaron refugio los salesianos
don Aniceto Orive y don Fernando Ortega, estudiantes de la comuni-
dad de Mohernando. Al salir de la cárcel de Ventas, por mediación del
conocido periodista Boby Deglané, se acogieron al pabellón de Chile.
El anexo estaba situado en la calle Carbonero y Sol, número 2. El
edificio correspondía a la Legación de El Salvador, que había perdido
su inmunidad por haber reconocido el gobierno de Franco.
En este centro ejercieron su apostolado dos sacerdotes, el padre Ri-
cardo Melchor y el padre Luis Sainz. Los dos salesianos les ayudaban
en su ministerio (17).
5. El Hogar Vasco y otras Embajadas
No se han recogido muchos testimonios sobre la presencia de sa-
lesianos en otras legaciones extranjeras.
Algunos de origen vascongado tentaron la posibilidad de acogerse
al gobierno nacionalista vasco, que gozaba de independencia.
El Hogar Vasco en Madrid proporcionó un piso en la calle Serrano
al coadjutor don Ignacio Urtasun. En este apartamento vivió unos me-
ses con dos hermanos alumnos del colegio de Atocha, José y Anselmo
Arambarri.
Las únicas prácticas religiosas se reducían a la oración, principal-
mente el rezo del santo rosario.
El mismo gobierno vasco les concedió la evacuación como subdi-
tos tributarios de su bandera. De Valencia pasaron a Francia; de allí se
repatriaron a su tierra (18).
Varios salesianos más frecuentaron el Hogar Vasco, en demanda de
protección. Y algunos pudieron conseguir cédula de subdito euskadia-
no (19).
La caída de Bilbao, el 19 de junio de 1937, causó la ruptura de re-
laciones diplomáticas entre el gobierno vasco y el republicano. Este in-
cidente obligó a limitar la actividad de protección de los centros am-
parados en la bandera de Euskadi.
Desde el primer momento de la contienda, la embajada de Italia
(17) Orive Aniceto: Ms. 948, fol. 8.
• (18) Urtasun Ignacio: Ms. 1.038, fol. 1-2.
(19) Larrañaga Manuel: Ms. 896, fol. 2; Gil Juan: Ms. 848, fol. 23; Gancedp Eduardo:
Ms. 828, fol. 3.
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25.10 Page 250

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trabajó por procurar la evacuación de todos los subditos de su naciona-
lidad, residentes en zona roja.
En las primeras expediciones salieron don León Cartosió, don Án-
gel Cantamesa y don Anastasio Crescenzi; más tarde, don Alejandro
Battaini.
Don León Cartosió, de la comunidad de Mohernando, se encon-
traba en la prisión de Ventas. Recibió la excarcelación por medio de la
embajada de su país.
Don Anastasio Crescenzi y don Ángel Cantamesa corrieron las mis-
mas vicisitudes que los salesianos de Carabanchel Alto. Posteriormen-
te, se acogieron a la legación italiana, y el 6 de agosto zarpaban para
Genova.
Don Alejandro Barttaini ejercía de director en el colegio del Paseo
de Extremadura. Disfrutó de la protección del Gobierno de su país, y,
más tarde, se enroló en una de las expediciones de evacuación a su
tierra nativa (20).
(20) Cartosio León: Ms. 770, fol. 27-35; Crescenzi Anastasio: Ms. 542, fol. 4-5.
— 263 —

26 Pages 251-260

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26.1 Page 251

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-J. Los enrolados
al servicio de los rojos
1. Vida en los frentes
Al producirse el Alzamiento, el Gobierno del Frente Popular pro-
cede a la disolución del Ejército, licenciando a todos los soldados que
se encontraban en filas (1).
En un primer momento, el ejército gubernamental se constituye a
base de las milicias marxistas unificadas (socialdemócratas y comunistas).
Más tarde se forman unidades de milicianos con individuos de las sin-
dicales obreras y partidos políticos frentepopulistas, tituladas con diver-
sos nombres, más o menos expresivos: Leones rojos, Columna de hierro,
Spartacus. Y, por último, se integran en el Ejército los presos por deli-
tos comunes, recién libertados.
Estas "milicias populares" están constituidas por voluntarios, in-
mediatamente enrolados y provistos de armamento.
Poco después de haber disuelto el Ejército, el Gobierno se da cuen-
ta de su necesidad, y trata de rehacerlo y reformarlo. Para lo que rec-
tifica la medida tomada el 18 de julio.
Las primitivas milicias voluntarias del Frente Popular resultaron
bien pronto insuficientes. Y se hace preciso recurrir a levas forzadas.
Inmediatamente el Gobierno hace público en la prensa que está
estudiando un proyecto de movilización de tres quintas, que serán en-
cuadradas a las órdenes de los oficiales y suboficiales que se han mante-
nido fieles.
Sucesivamente, el ejército frentepopulista se incrementa. Lo inte-
gran ciudadanos residentes en zona roja, que se ven obligados, sin re-
medio, a incorporarse a filas (2).
Las movilizaciones se suceden cada vez con más frecuencia, hasta
el extremo de ser reclutados muchachos de dieciocho años, popularmen-
te llamada la Quinta del Chupete.
(1) Decretos firmados el 18 de julio de 1936, aparecidos en la Gaceta de Madrid del 19 de julio.
(2) Causa General: o. c., págs. 289-304; Roux Georges: o. c., págs. 113-114.
— 264 —

26.2 Page 252

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La inmensa mayor parte de los salesianos que habían permanecido
en zona roja, se hallaban comprendidos en edad de militarización.
Los primeros meses se sienten seguros, camuflados al amparo de
pensiones, domicilios y embajadas; para otros, el encerramiento en las
cárceles les protege de la movilización. Los más jóvenes tienden a re-
tardar su alistamiento y se restan años hasta lo inverosímil.
La prolongación inesperada de la guerra obliga a tomar otra pos-
tura.
La permanencia en Madrid se hace peligrosísima. La falta de docu-
mentación bien reglada comporta una situación comprometida. La edad
y el aspecto físico suponen otro inconveniente para lanzarse a la calle,
o para salir airosos de los inevitables registros domiciliarios.
A estas inseguridades se suma la deficiente situación material, la fal-
ta de recursos, la escasez alimenticia.
En todo caso, para algunos su posición resulta insostenible. Y optan
por alistarse en el Ejército, aprovechando la movilización de su quinta.
Otros, a fuerza de cambiar la edad, se encuentran en una situación com-
prometida y se ven obligados a incorporarse a una de las levas que
corresponda a su edad aparente.
El destino de los movilizados era el frente de batalla. Pero pocos
llegaron a la línea de combate. Algunos encontraron la posibilidad de
enrolarse en Servicios Auxiliares, Cuerpo de Sanidad y Oficinas.
Los combatientes de primera fila nos hablan de los peligros de
muerte inminente, situaciones precarias, vicisitudes, desasosiegos. Es
cierto también que algunos topan allí con la oportunidad de pasarse
a los nacionales, y la aprovechan con éxito.
En las líneas de retaguardia tampoco escasean las inseguridades,
riesgos y apreturas. La vida de campaña, monótona, se desarrolla ge-
neralmente en un ambiente bajo y hostil a todo lo que pudiera traslu-
cir ideología de derechas o condición eclesiástica (3).
Para los que nos vimos ineludiblemente sometidos a la moviliza-
ción, una de las manifestaciones más incómodas de la vida militar re-
sultó ser la convivencia.
Como hemos dicho, el ejército rojo se componía de una heterogé-
nea amalgama de personas. El abigarrado contubernio de malhechores
comunes, anarquistas a ultranza, radicales socialistas y obreros igno-
rantes engendraba un ambiente enrarecido.
(3) Aranda Juan: Ms. 712, fol. 31-35; García José Antonio: Ms. 840, fol. 25-48; Gancedo Edua»
do: Ms. 828, fol. 5-6; Gil Juan: Ms. 848, fol. 26; Hernández Emilio: Ms. 868, fol. 12.
— 265 —

26.3 Page 253

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Las privaciones, la falta de higiene, el hambre y, a veces, el clima
añadían a nuestro sufrimiento moral el malestar físico.
No faltaban tampoco los sobresaltos y el temor de ser descubiertos
como religiosos. El pertenecer al Ejército no proporcionaba seguridad
personal.
Varios testimonios nos hablan de esta ansiedad (4).
Yo mismo fui víctima del terrible estado sicológico de la angustia
por temor a quedar de manifiesto, si llegaban a comprobar un dato fal-
seado de mi ficha.
No se puede hablar de prácticas religiosas en el frente, por más que
cada uno se esforzara en hacerlas personalmente. Tampoco existían ni
ocasión ni momento propicio para exteriorizar los sentimientos pia-
dosos.
No hemos allegado ningún testimonio de salesianos que ejercieran
su apostolado sacerdotal en el Ejército. Únicamente don Eduardo Gan-
cedo aporta el dato de que tuvo ocasión de celebrar misa, antes de in-
corporarse a filas. Se había enrolado en Servicios Auxiliares. Destinado
a Orgaz, provincia de Toledo, fundó una escuela. A primeros de junio
de 1938 le obligan a ir al frente. Y se le presenta la oportunidad de
atender espiritualmente a las Carmelitas de Llepes. Las confesó, cele-
bró misa y les dejó un copón de formas para lo sucesivo.
De aquí partió para incorporarse a filas, de donde se pasó a los na-
cionales (5).
En lo que respecta a la recepción de los sacramentos, la carencia
de ellos urgía a desearlos con mayor anhelo. Los salesianos cercanos a
la capital aprovechaban los permisos para largarse a Madrid y entre-
vistarse con superiores y hermanos.
Acudían a los domicilios donde se celebraba la santa misa, y disfru-
taban de los sacramentos. Otras veces se veían en la calle con don Ale-
jandro, don Juan Castaño o don Lucas Pelaz y se confesaban con
ellos (6).
En ocasiones entablaban también contacto con los hermanos o fa-
milias conocidas.
Don Eduardo Gancedo, desde Orgaz, frecuentaba la casa de María
Ortego y proveía de víveres a los acogidos en ella. Don José Antonio
García venía a Fuentes, 5, donde nos hospedábamos los hermanos Bas-
(4) García José Antonio: Ms. 840, fol. 25, 27, 32; Aranda Juan: Ms. 712, fol. 30-31.
(5) Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 5.
(6) García José Antonio: Ms. 840, fol. 30, 35, 37; Aranda Juan: Ms. 712, fol. 30.
— 266 —

26.4 Page 254

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tarrica. Don Juan Gil menciona una escapada que verificó desde Cani-
llejas, Madrid, a Albacete para ver a su compañero Emilio Hernández,
que cumplía allí el servicio militar (7).
2. En los batallones disciplinarios
Al llamado Batallón Auxiliar de Fortificaciones fueron a parar bas-
tantes religiosos y sacerdotes de la capital. Principalmente procedían
de las cárceles y centros penitenciarios. Al recibir la "libertad" les es-
peraba un coche que, sin más contemplaciones, los conducía al bata-
llón de castigo.
El centro de alistamiento se encontraba en el grupo escolar Matilde
Diez, por el barrio de la Prosperidad.
La custodia y el régimen de estas unidades estaba confiada al Ejér-
cito; y, en ocasiones, se transformaban en verdaderos lugares de supli-
cio. Además del trato despectivo que reinaba, con algunos se extrema-
ban los castigos.
Varios salesianos fueron a parar a este batallón, en las distintas bri-
gadas de trabajo.
Don Antonio Ubeda fue alistado en la brigada mixta 42. Había su-
frido el asalto al colegio de Carabanchel Alto y las vicisitudes de los
hermanos de la comunidad. Al quedar libre se refugió con su familia.
Un día, en la calle, un antiguo alumno del Oratorio Festivo de Cara-
banchel le reconoce y le denuncia. Después de varios días de encierro
es destinado a trabajos forzados. Pertenecía a una de las brigadas que
cerraba el frente de Madrid. En ella transcurrió toda la guerra (8).
Los coadjutores don José Lizarralde y don Isidoro Aranda se enro-
laron en el Regimiento de Caminos. Su destino fue Caspueñas, en la
provincia de Guadalajara. La iglesia del pueblo, desmantelada, servía
de cuartel de milicias. Varias veces sufrieron denuncias de personas que
conocían su condición, sin que ello les acarreara consecuencias.
Después de cuatro meses sufrieron un traslado. En el itinerario in-
definido que recorrieron, los dos religiosos encontraron serias dificulta-
des. Beleña, Humanes, Maluque, Mohernando; muchos vecinos de esta
(7) Gancedo Eduardo: Ms. 828, fol. 5; García José Antonio: Ms. 840, fol. 37; Gil Juan:
Ms. 848, fol. 27.
(8) Ubeda Antonio: Ms. 1.032, fol. 1.
— 267 —

26.5 Page 255

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comarca conocían a los dos coadjutores por haber pertenecido a la co-
munidad del Noviciado, sobre todo al señor Aranda, natural de Hita.
Los cuatro días que residieron en nuestro colegio se vieron vícti-
mas de la angustia, por si alguno del pueblo los reconocía. Se hablaba
de que aquel edificio había pertenecido a los frailes, y algún matón se
ensañaba truculentamente venteneando las brutalidades que él lleva-
ría a cabo, si algunos de aquellos frailes caía en sus manos.
La meta siguiente será Gárgoles de Abajo, en la misma provincia.
El señor Lizarralde abandona el trabajo de carreteras y pasa a ejer-
cer de cocinero de los oficiales. Sin parar mucho tiempo en este pue-
blo, por la ofensiva del ejército nacional, se sitúan definitivamente en
Chinchón, provincia de Madrid.
Al pasar por la capital, aprovechan para oír misa en los domici-
lios consabidos, y recibir los sacramentos de la penitencia y comu-
nión.
En Chinchón concluyen el período bélico.
También aquí se vieron objeto de algunas denuncias, sin que arras-
traran extremos desagradables (9).
Pertenecientes al mismo Cuerpo de Fortificaciones, se concentraron
en Peñagrande varios salesianos excarcelados de los diversos centros
penitenciarios en los que habían recibido la "libertad".
En mayo de 1937 son trasladados a Oruzco, en la provincia de Ma-
drid. Tenían encomendada la construcción de un ferrocarril con el
objeto de establecer comunicación con Valencia.
Permanecieron en el pueblo cuatro días. Dormían en las escuelas,
sin ninguna comodidad.
Al cabo de estas jornadas, enclavan su cuartel general en Nuevo
Baztán (10).
Esta villa, cercana a Madrid, es reducida. Fue residencia de un rico
terrateniente de ascendencia navarra. El núcleo del pueblo lo formaba
un palacio, vasto edificio de elegante construcción. A sus pies, aleján-
dose, brotaron una serie de edificaciones, todas de la misma estructura.
Otro palacete servía de Ayuntamiento. Muy próxima, la iglesia.
Palacio, iglesia y casa consistorial se tranformaron en albergue para
acuartelamiento de la tropa.
(9) Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 25-35; Lizarralde José: Ms. 898, fol. 6-7.
(10) Tenemos noticias de haberse concentrado aquí los salesianos don Antonio García Aguado,
don Eduardo Diez, don Pudenciano López, don Alfonso Martínez, don Antonio Soneira, don Leo-
poldo Rodríguez y don José Estévez.
— 268 —

26.6 Page 256

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El batallón disciplinario se componía de elementos heterogéneos en
carreras y clases sociales. El régimen y la graduación se estructuraba
como en el ejército; los oficiales ostentaban mandos militares.
El trabajo estaba distribuido en tres turnos de ocho horas ininte-
rrumpidas. En general, el trato personal era despótico, sin considera-
ciones. La comida, insuficiente y mal condimentada al principio, se hizo
cada vez más escasa (11).
La existencia de sacerdotes y religiosos comportó mutua ayuda es-
piritual.
Antonio Montero cita, como el caso más llamativo, el del padre
Francisco Diez, agustino. Desde el 1 de enero de 1937 hasta finalizar
la guerra llevó consigo diariamente el Santísimo Sacramento, escondido
en la chaqueta. De noche, entre las dos y las tres de la madrugada, se
desplazaba frecuentemente a una casa llamada de los oficios para cele-
brar clandestinamente el Santo Sacrificio (12).
Por su parte, los salesianos nos relatan los procedimientos que em-
pleaban para poder comulgar, sin atraer la atención de los guardianes.
Pasados los primeros meses de convivencia, los sacerdotes y reli-
giosos se fueron dando a conocer mutuamente.
En la compañía donde prestaban servicio los salesianos se destacó
la labor del padre Maximiliano Fernández, del clero secular. Los oficia-
les le habían puesto al frente de la sección de Cultura para atender al
Hogar del Soldado, un departamento donde estaba enclavada la biblio-
teca.
En esta sala se recibía la comunión. En ocasiones se llegaron a
reunir hasta quince o veinte reclusos, entre religiosos y seglares.
El reparto de las formas se efectuaba manifiestamente, delante de
otros trabajadores rojos; pero con disimulo. Los comulgantes se diri-
gían al bibliotecario y solicitaban: "Maxi, dame eso". El se acercaba
al demandante y le impartía disimuladamente la comunión.
Otras veces, la entrega tenía lugar la noche anterior. El sacerdote
repartía unos papelitos que contenían las partículas; se guardaban cui-
dadosamente, y por la mañana se buscaba el momento propicio para
comulgar (13).
(11) Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 3-5; Soneira Antonio: Ms. 1.028; fol. 2-3, Martínez Alfon-
so: Ms. 924, fol. 3-5; López Pudenciano: Ms. 981, fol. 2 v.° - 3; Parré José: Ms. 817, fol. 1.
(12) Montero Antonio: o. c., pág. 136, citando a Fueyo Amador.
(13) Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 6.
— 269 —

26.7 Page 257

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Quienes no podían recibir la eucaristía en horas oportunas, se in-
geniaban para hacerlo durante el trabajo.
Con permiso de los guardianes, abandonaban la formación para ha-
cer una necesidad; alejados del grupo, el primero de la serie, sacaba una
cajita con las hostias, comulgaba y abandonaba la caja en el campo para
el siguiente. Así se iban sucediendo, hasta que se acababan las par-
tículas (14).
Las confesiones se realizaban con mayor facilidad. En los ratos libres
de trabajo, sacerdote y penitente simulaban una conversación (15).
A mediados de 1938, el núcleo del batallón se desmembra y las
diversas compañías se reparten por la región, desligándose unas de
otras. Pozuelo de la República, Ambite, Villatobas, El Pardo, se cons-
tituyen sucesivas residencias de los diversos grupos.
Se conservaba el mismo régimen, aunque la vida variaba con las
circunstancias ambientales.
El fin inminente de la guerra repercutía también en los componen-
tes del batallón disciplinario. Se filtraban noticias, o se comunicaban
abiertamente las luchas internas del gobierno frentepopulista. Todo ello
creaba un clima de esperanza; y al mismo tiempo, incrementaba el de-
seo de abandonar aquella vida de trabajo penoso y abrumador.
Poco a poco las fugas se van haciendo más frecuentes, sin que los
guardianes puedan poner remedio ni tomen represalias. Entre los fuga-
dos se cuenta el salesiano don Antonio García Aguado (16).
La despreocupación de los milicianos que mandaban las brigadas de
castigo fue en aumento, hasta la total deserción a finales de marzo de
1939, cuando las tropas de Franco entraban en Madrid (17).
3. El sanatorio de La Isabela
Por formar parte de los "arrestados al servicio de los milicianos",
insertamos en este apartado las vicisitudes de dos salesianos en este
sanatorio.
En enero de 1937 el Tribunal de Guadalajara reclamaba a dos sale-
(14) Soneira Antonio: Ms. 1.028, fol. 2 v.°
(15) Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 6.
(16) Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 8.
(17) Diez Eduardo: Ms. 797, fol. 8; Soneira Antonio: Ms. 1.028, fol. 4 v.°; Martínez Alfonso:
Ms. 924; fol. 5; López Pudenciano: Ms. 981, fol. 7.
— 270 —

26.8 Page 258

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sianos que cumplían encierro en la cárcel de Ventas. Se trataba de don
Mauricio Sánchez y don Leandro Sáiz. Habían sido detenidos con la
comunidad de Mohernando, por eso los emplazaba la Audiencia Terri-
torial.
El traslado de la prisión madrileña a la de Guadalajara se efectúa
con normalidad. Primeramente se les conduce a la cárcel militar, en
donde les visita el tribunal que asumiría la causa.
Cumplidos los ocho días, los detenidos no militares son trasladados
a la prisión provincial. Todavía se apreciaba en las paredes y mantas,
manchadas de sangre, las señales de la masacre de hacía poco más de
un mes.
Al día siguiente de su llegada a esta prisión, son requeridos por la
Audiencia Provincial para la vista del proceso correspondiente.
La acusación que se les imputaba venía a ser "fanatismo religioso".
Por lo cual, el ministerio fiscal solicitaba para los encartados "reclusión
a trabajos obligatorios por tres años en el Sanatorio Siquiátrico Pro-
vincial". La sanción le pareció muy oportuna al abogado defensor,
titulado, y manifestó su conformidad, sin intentar la defensa.
El día 31 de enero, fiesta de san Juan Bosco, salían de la cárcel con
destino a La Isabela.
Este pueblecito está enclavado en la frontera de Cuenca y Guada-
lajara en el partido judicial de Sacedón. Existía allí un célebre balneario
de aguas medicinales'.
Con motivo de la guerra, se trasladó a esta localidad el Sanatorio
Siquiátrico Provincial; el edificio reunía las condiciones requeridas para
albergar a los enfermos.
Ejercía de director del centro don Eduardo Várela de Seijas, pres-
tigioso siquiatra de Madrid. Al servicio del sanatorio estaban inscritas,
camufladas, cuatro Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl,
procedentes del Hospital Provincial de Madrid.
El director, el administrador y las Hermanas acogieron amigable-
mente a los procesados y les ayudaron a superar las vejaciones y mo-
lestias de parte de algunos empleados.
Más tarde, don Leandro fue nombrado secretario del director.
La vida en el sanatorio se desarrollaba penosamente; más por la
calidad y mentalidad de los enfermos que por el trabajo.
Cuando el sanatorio adquirió carácter nacional, se incrementó el
personal de servicio. Al mismo tiempo se creaba una situación más pre-
caria para los salesianos. Algunos de los advenedizos, al enterarse de
— 271 —

26.9 Page 259

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la condición de los dos religiosos, les infligían desconsideradamente
malos tratos. En una ocasión intentaron sacarlos de allí con perversos
intentos. El director y el administrador evitaron el abuso.
Al cabo de un año, removieron al administrador. Un militante co-
munista, que había ejercido de portero en el hospital, ocupó su puesto.
Este cambio motivó la revisión de la causa de los dos salesianos.
El jurado dicta sentencia absolutoria para don Leandro. A don Mau-
ricio se le confirma la setencia anterior por un año. Cumplida la pena
se le ordenó la incorporación al ejército.
Las gestiones realizadas por el director en su favor, dieron como
resultado su enrolamiento en Servicios Auxiliares, con destino a la
guarnición de Guadalajara. Un nuevo traslado a Sacedón le proporciona
la oportunidad de mantener sus contactos con la Isabela.
En ella había permanecido don Leandro, sumido en una bruma de
intrigas. Las personas de servicio los odiaban, y no desperdiciaban oca-
sión para demostrárselo. La presión sobre los dos religiosos era cons-
tante. Las amenazas, más o menos veladas, y a veces muy significativas,
se sucedían con frecuencia.
Las cuatro religiosas de la caridad, el director y el administrador
con sus respectivas familias, representaron para los salesianos el apoyo
más eficaz en medio de aquel ambiente hostil. En varias ocasiones los
salvaron de situaciones muy escabrosas, incluso exponiendo ellos sus
personas.
A este sanatorio acudía frecuentemente don Fortunato Saiz, para
visitar a su hermano y llevarles los auxilios espirituales (18).
Los dos salesianos permanecieron en la Isabela hasta la entrada de
las tropas nacionales.
(18) Sánchez Mauricio: Ms. 1.007, fol. 2-4; Saiz Leandro: Ms. 1.072, fol. 1 v.°; Saiz Fortu-
nato: Ms. 1.001, fol. 19-20.
— 272 —

26.10 Page 260

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de
La comunidad del Colegio del Alta se había disuelto. Cada miembro,
en su domicilio y en sus actividades, procuraba mantener el espíritu de
unión con los demás salesianos, sin comprometer su propia seguridad.
Una de sus preucupaciones de más peso fue subvenir a las propias
necesidades económicas. Según pasaban los meses, la penuria iba acen-
tuándose. Las actividades particulares servían para resolver modes-
tamente las necesidades más perentorias.
Junto a esta vida de trabajo, los salesianos de Santander mantuvieron
una intensa actividad espiritual. Era el desahogo interior de una exis-
tencia agobiante, incierta y recelosa. A pesar de las dificultades supieron
mantener un acendrado espíritu de piedad y desarrollar un fructífero
apostolado.
Su relativa tranquilidad no les hacía olvidar su carácter de religiosos
y que constituían una comunidad, aunque no se encontraran atados por
los vínculos de la vida común. Los animaba el espíritu de fraternidad.
Los contactos mutuos menudeaban; y de esta manera unos a otros se
trasmitían serenidad y sosiego en las aciagas circustancias que pasaban.
Sufrieron vicisitudes; arrostraron peligros; se lanzaron, incluso, a
la aventurada incertidumbre de una evasión a la zona nacional. Tampoco
se vieron exentos de persecuciones, detenciones y encarcelamientos.
Es deber de nuestra crónica recoger y elaborar los testimonios para
completar el panorama salesiano de la zona sometida al Gobierno de
la República.
— 273 —
18.—

27 Pages 261-270

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27.1 Page 261

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I. Vicisitudes de las sniesinnos
1. Vida Religiosa.
La seguridad y sustento personal no violentaba la vida religiosa de
los salesianos. Las diversas ocupaciones personales no les dejaban mucho
margen para hacer en común y públicamente las prácticas de piedad.
En estos casos, se proporcionaban un hueco para hacerlas en privado.
Los del piso de la calle San José no encontraron embarazo ninguno
para hacer perfecta vida de comunidad con sus oraciones reglamentarias,
meditación y lectura espiritual.
No disfrutaban la misma facilidad los de la pensión de la calle Car-
vajal. Pero el trato frecuente con su director y los demás hermanos
mantenían en ellos la serenidad del espíritu.
Personalmente don Jesús Marcellán no dejaba ninguna práctica
religiosa. Cerrado en su habitación, por miedo a la curiosa sirvienta, re-
zaba el Breviario todos los días. Otras veces, sentado en la galería que
daba a la calle, a pocos metros del Centro de Juventudes Libertarias,
cubría el libro piadoso con periódicos o revistas. Simulaba leer la prensa
y hacía sus lecturas y meditaba (1).
Logró agenciarse vino y hostias para celebrar la santa misa. Se las
proporcionaba una religiosa camuflada. Desde este momento, comenzó a
decir misa con cierta frecuencia, aunque no todos los días, en familias
de gran confianza. La que más participó del Divino Sacrificio fue la
familia del señor Raba.
Don Antonio Raba había ocupado la presidencia de los Antiguos
Alumnos por varios años. A su casa acudió don Jesús en demanda de
ayuda; sobre todo para desahogar su ánimo, a causa de los sufrimientos
morales que padecía en el domicilio de don Lauro Ibáñez, por la situa-
ción ideológica de la familia.
No toda la vecindad del señor Raba profesaba sus mismas ideas; y
se impuso la necesidad de justificar y camuflar las frecuentes visitas del
sacerdote. Resultó fácil encontrar la solución. Como don Antonio ejercía
la pintura y daba clases, don Jesús pasaría por alumno suyo. Y así fue
en realidad.
(1) Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 3.
— 274

27.2 Page 262

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Cada día, según la frecuencia que permitían las circustancias, subía
el sacerdote al segundo piso del número 29 de la calle Río de la Pila,
desfigurado su parecido con gafas oscuras y boina.
El trinchero del comedor servía de altar; de vaso sagrado, una copa
de cristal en forma de cáliz; un platito hacía las veces de patena y un
blanco pañuelo, la de corporales. Así se elevaba al cielo, casi diariamente
el Sacrificio de la misa.
Ciertamente no faltaron sobresaltos; momentos en que la zozobra
hacía presa en los circustantes. Llamadas intempestivas venían a turbar
el recogimiento y a incrementar el nerviosismo de aquellas horas. Nin-
guna de ellas llegó a hacer efectivo lo que se temía (2).
El día 24 de diciembre de 1936 no pasó desapercibido a los reli-
giosos, bien a pesar de los difíciles momentos que atravesaban. Reunidos
varios miembros de la comunidad en el piso de la calle San José, el
director celebró una misa rezada a media noche. Faltaron la solemnidad
y los tradicionales villancicos; pero el boato externo se vio sobradamente
satisfecho con la intensidad de fervor y profundidad de misterio (3).
En el domicilio de sus hermanos, donde hacía vida de familia, don
Rómulo Laita gozaba de entera libertad religiosa. Todos los días cele-
braba la santa misa, si bien en ocasiones llegó a escasear el vino. Diaria-
mente practicaba el rezo del santo rosario en familia. Y se encontraba
siempre dispuesto a presentar sus servicios a cuantos venían a pedir
confesión.
En el mismo portal se hospedaban una Dama Catequista y un fraile
Capuchino. Este partió para Bilbao. Desde entonces, don Rómulo se ane-
xionó la asistencia espiritual de aquella casa; y bajaba a celebrar la santa
misa. En el entresuelo habitaban unos cubanos muy religiosos. Este
apartamento se convirtió en consistorio de reuniones, donde todos los
de derechas del inmueble bajaban a celebrar los domingos en honor de
San José. Don Rómulo los confesaba; decía la santa misa y practicaba
el ejercicio de los siete domingos (4).
Otra familia ejemplar era también objeto de frecuentes visitas por
parte de don Jesús Marcellán y otros salesianos. Se trataba de la
familia Escudero. Don Emilio, el padre de familia, ostentaba un man-
(2) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 10; Raba Antonio: Ms. 970, fol. 1.
(3) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, íol. 10.
(4) Laita Rómulo: Ms. 895, fol. 1-2.
275

27.3 Page 263

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do militar. Por esta razón tenía su residencia en el mismo cuartel, lin-
dante con el colegio (5).
2. Sobresaltos
El día 27 de diciembre de 1936 ha pasado a ser memorable en la
Crónica de Santander. La aviación nacional bombardeó por vez pri-
mera la ciudad.
Invitado por don Emilio Escudero, llegó don Jesús a celebrar la
santa Misa a su casa.
Desde los comienzos del Alzamiento, el señor Escudero se había
velado a los frecuentes registros de que era objeto por su condición de
militar. Un fuerte reuma simulado le tenía a los ojos de los milicianos,
postrado en cama día y noche (6).
Antes de comenzar la misa, el sacerdote oyó confesiones. Todo trans-
currió normal y con gran recogimiento. Terminada la comunión, mien-
tras se rezaba el último evangelio, las sirenas de la ciudad delatan la
presencia de la aviación. Inmediatamente las señales de alarma quedan
confirmadas por horrísonas explosiones. El bombardeo sembró el pá-
nico en la ciudad.
Doña Eugenia, la esposa del señor Escudero, se arrodilló con sus
hijas, pequeñas, a los pies de la imagen de San José e imploró la protec-
ción del Santo Patriarca en aquellos graves momentos de angustia.
Pero allí corrían peligro. Se trataba del cuartel militar. Así lo mani-
festó don Jesús con energía:
—¡Vayamos de aquí! El cuartel será también objetivo de los
aviones.
Al instante quedaba abandonado el edificio. Todos encontraron fácil
cobijo en los prados vecinales. Agazapados tras las pequeñas murias de
piedra que cierran las propiedades rústicas, otras personas imploraban
clemencia del cielo.
Del sector de las estaciones ferroviarias se elevaban espesos nuba-
rrones que ennegracían el horizonte. La distancia que mediaba entre el
(5) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 12; Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero
López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 1.
(6) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 11-12; Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero
López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 1.
— 276 —

27.4 Page 264

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lugar del improvisado refugio y el blanco de la aviación tranquilizaba
los ánimos. El cuartel fue respetado (7).
No corrieron la misma fortuna quienes se encontraban en el centro
de la ciudad.
Don Inocencio Rodríguez y don Lorenzo Martín habían salido a pa-
sear por el muelle con ganas de respirar aire fresco. Allí escucharon las
sirenas de alarma. Precipitadamente buscaron seguridad en las soportales
de la Plaza Hernán Cortés, protegidos por sacos terreros.
Tras el chaparrón de bombas, comenzaron las reprensalias del Frente
Popular. Minuciosos cacheos, exigencia de documentación, preguntas
comprometedoras.
Cuando proyectaban la escapada, don Inocencio se siente cogido por
el cuello. Un miliciano le pide la documentación. El joven salesiano mues-
tra su cartilla militar.
—No sirve para nada. ¡Al paredón!, fue la desabrida respuesta.
Allí se encontró con un buen número de sospechosos detenidos; entre
ellos el señor Raba con un hijo de corta edad, a quien separaron de su
padre.
Lorenzo Martín había logrado escabullirse; y llegó al piso sin más
complicaciones.
Una camioneta esperaba a los detenidos en el Hotel Ignacia. Les
conminan a subir y les dan un paseo por Concha Espina. Por Puerto
Chico desemboca en Maliaño. En la dársena se hallaba anclado el buque
prisión Alfonso Pérez (8).
Aquel sector había sido acribillado por la aviación nacional. Las casas
humeaban.
Descendieron del coche y les alinearon en el malecón. Presas de rabia
las mujeres se abalanzaban sobre los detenidos con los puños crispados,
dispuestas a lincharles. Los milicianos contuvieron la avalancha, prome-
tiendo darles su merecido.
Inmediatamente piden médicos para subir a bordo del barco. Acuden
dos o tres. Al tiempo se oyen estallidos de bombas y traqueteo de me-
(7) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 12; Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero
López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 2,
(8) Buque de ocho mil toneladas, propiedad de don Ángel F. Pérez. Se encontraba el día 17
de julio fondeado en la bahía. El 28 del mismo mes el Frente Popular por medio de la Delega-
ción marítima procedió a la requisa del buque, para utilizarlo al servicio de la causa republicana.
Los encargados de la administración elevaron una protesta. Como resultado les fue definitivamente
arrebatado el barco, dándole el nombre de Cantabria. Por el momento lo utilizaron como cárcel
flotante para presos políticos. (Arrarás Joaquín: o. c., vol. VI, t. 27, págs. 415-416.)
— 277 —

27.5 Page 265

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tralletas. Los presos del vapor Alfonso Pérez caían impunemente en
las bodegas sin pisar ni siquiera cubierta, víctimas de las represalias y
el odio incontenido de aquellas personas sin justicia (9).
Inmediatamente después del bombardeo, se habían presentado en el
Alfonso Pérez unos cuantos agentes de la checa, al frente de una turba
sin control. Invitaron a los detenidos que se considerasen sin culpa,
a que salieran fuera de los escondrijos en que se habían refugiado, ade-
lantándose hasta los primeros escalones de la escotilla.
Nadie prestó el más leve caso a la demanda. Se presentía el burdo
engaño. Por el contrario, se parapetaron tras los colchones.
Sin previo aviso, los pistoleros comienzan a disparar a quemarropa sus
fusiles y pistolas ametralladoras y a arrojar bombas de mano, hasta que
la totalidad de los sorprendidos se revolcaba por el suelo, muertos o gra-
vemente heridos y desangrándose. Muchos de estos fueron rematados a
machetazos y puñaladas.
A los heridos sacados a cubierta se permitió que los médicos que es-
taban presos les practicaran una cura.
Por la tarde, cuando aún se ocupaban los médicos en esta labor se
presentaron en el Alfonso Pérez el Consejero de Justicia, Quijano, y
el Jefe de la Checa, Neila, seguidos de numerosos individuos de escolta.
Llevaban preparada una lista. Incluso montaron un tribunal de emer-
gencia que redujo su actuación a preguntar a los presos su nombre y
origen.
Uno de los verdugos leía los nombres; los pistoleros les apuntaban
con sus fusiles, y les obligaban a subir a cubierta. Apenas los presos
abandonaban la bodega y se dirigían a la escotilla, los verdugos hacían
funcionar las pistolas ametralladoras; un último balazo en la cabeza po-
nía fin a la vida de los señalados.
Luego, la tropa de pistoleros se dirigió a las otras bodegas y orde-
naron que los sacerdotes dieran un paso al frente. Sin más preguntas, ni
siquiera un simulacro de justicia, se asesinó en esta forma a todos los
sacerdotes que había en el barco.
En la cubierta estaban también amontonados los heridos en el asalto
de la bodega por la mañana. El Consejero de Justicia y Neila se negaron
a trasladarlos al hospital. Los milicianos los remataron a tiros (10).
(9) Raba Antonio: Ms. 970, fol. 2-3.
(10) Arrarás Joaquín: o. c., vol. VI, t. 27, pág. 416. No resulta fácil probar la afirmación de
este testimonio sobre el asesinato en masa de los sacerdotes del barco. (Véase Montero, A., o. c.,
pág. 535 ss.; también, Bustamante y Quijano, R. A bordo del Alfonso Pérez. Escenas del cautiverio
rojo en Santander. (Madrid, 1940, págs. 158-179.)
— 278 —

27.6 Page 266

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El jerifalte se acercó a los recién detenidos de la dársena que toda-
vía formaban columna en el muelle. Un piquete de milicianos estaba
presto para ejecutar la orden de fusilamiento. Uno de los prisioneros co-
menzó a gritar, barbotando imprecaciones y asegurando que él era mili-
ciano. Para demostrarlo se dirige a uno de los camaradas que rodeaban
la fila y le increpa: "¿Es que tú no me conoces?"
A instancias del jerifalte, el increpado, camarero de oficio, le avaló.
De nuevo el jefe proclama el nombre de un segundo. Y salió por sus
fueros el mismo camarero. Uno de los milicianos, escupió una blasfemia
y atajó: "¿Pero es que vas a responder de todos?"
En vista de tan peligrosa situación, don Inocencio adoptó una acti-
tud por demás atrevida. Abandona su puesto en la fila; se adelanta hasta
el miliciano y alega:
—Yo soy maestro nacional de una colonia infantil. Los chicos han si-
do evacuados y yo me he quedado sin documentación. Pero aquí tengo el
papel de los Comités de Asturias.
Y se lo enseñó. A vista de tantos sellos, el miliciano, analfabeto,
exclamó:
—Claro, si tú eres de los nuestros. Márchate de aquí.
Y libremente salió de aquel peligroso contratiempo. Dirigió sus pasos
a la calle san José, donde cayó como venido de ultratumba. Lorenzo
Martín había comunicado ya la noticia de su detención y fusilamien-
to (11).
Los días que siguieron al bombardeo se llevaron a cabo frecuentes
registros y detenciones en la ciudad. El ambiente se volvió más receloso
y aumentaron los sobresaltos. La misma casa de don Lauro Ibáñez se
vio frecuentada por milicianos en plan de requisa.
Los salesianos continuaban su vida ordinaria, si bien los contactos
mutuos se iban distanciando.
Don Jesús cambió su labor docente por la pintura. A raíz del bom-
bardeo, los alumnos dejaron de asistir a la Politécnica.
Los cuatro teólogos se encontraban en apurada situación. Su edad
militar les impedía moverse libremente por las calles, a trueque de ex-
ponerse a peligrosos incidentes, con consecuencias extremas.
Los demás seguían en sus respectivos domicilios, sometidos a los
registros y requisas propios de aquella aciaga temporada (12).
(11) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 4-5; Martín Lorenzo: Ms. 914, tol. 3.
(12) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 15; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 5; Septién
Agustín: Ms. 1.016, fol. 1.
— 279 —

27.7 Page 267

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3. Atrevida determinación
En estas indefinidas circustancias, un encuentro fortuito vino a cam-
biar la vida de los salesianos.
Vagando por el Paseo Pereda, José Riesco y Lorenzo Martín tro-
pezaron con un chico, alumno del Colegio del Paseo de Extremadura
de Madrid, hijo del capitán don Víctor Marchante. Las primeras pre-
guntas se dirigieron a preocuparse por la situación de los padres del mu-
chacho.
—Mi padre, contestó el chico, se encuentra en el frente. Mi madre
vive aquí en la ciudad.
Reveladas las señas, quedaron en ir a visitarla. Así lo hicieron.
Doña Carmen de Marchante se albergaba en casa de una modista,
doña Soledad Rodríguez (13).
Es ella quien nos pone al corriente de sus relaciones con aquella bue-
na familia.
"Yo comencé mi labor por conocimiento de don Víctor Marchante
y su esposa, doña Carmen Gil. Tres años consecutivos habían venido
a pasar el período de verano a Santander; y se hospedaron en mi casa.
Estallado el Movimiento, don Víctor maduró la idea de pasarse a
los nacionales por Bilbao. Sin revelar a nadie su intención, un día se pre-
sentó a mí y me dijo: "Me voy al frente. Le encomiendo a mi mujer y a
mi hijo. Pero ahora no tengo dinero para pagarle". Yo me hice cargo y
acepté la propuesta, por la confianza que tenía con la familia.
Y tal sucedió, don Víctor partió para Bilbao, desde donde se pasó a
los nacionales con toda su tropa. Doña Carmen y su hijo quedaron vi-
viendo conmigo.
Un día, llamó un señor a mi casa. Mostró deseos de hablar con la
señora Marchante. Alegaba que él era de Madrid y conocía a la familia.
Ante la insistencia del desconocido de que don Víctor se encontraba en
Burgos, la señora porfiaba que estaba concentrado en Bilbao. Por fin,
el visitante hizo entrega de una carta dirigida a doña Carmen de puño
y letra de su marido.
El enviado se dio a conocer como Germán Gutiérrez. Allí mismo nos
contó cómo había entablado conocimiento en Burgos con el Capitán
Marchante. De este modo nos enteramos de la labor realizada por Ger-
(13) Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 4; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 5; Marcellán Jesús:
Memorias, I parte, fol. 14.
— 280 —

27.8 Page 268

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man. Reclutaba personas de derechas y las pasaba a la zona de Franco.
Desde entonces él sirvió de enlace entre don Víctor y su esposa (14)."
Aquí se enlazan los testimonios sobre la actuación de los que arries-
gaban su vida por asegurar el éxito a los fugitivos de la zona roja.
San Miguel de Luena es un pueblecito sudsantanderino, en el valle
de Luena, fronterizo con la provincia de Burgos. Sus reducidas cons-
trucciones faldean un monte, a la derecha de la carretera de Santander
a Soria, por Burgos; justamente donde comienza la subida del puerto
del Escudo.
Por entonces ejercía el oficio de práctico en veterinaria don César
Porras. El pueblo y sus alrededores carecían de un titulado, y don César
no dudó en brindarse, dada su experiencia en la materia. Su labor se
extendía incluso a algún pueblo de la provincia de Burgos, concreta-
mente Aedo. Por sus asistencias a uno y otro sitio, llegó a conocer a la
perfección todos aquellos intrincados parajes.
No lejos de San Miguel, en el cerro denominado La Matártela, se
encontraba apostado desde los comienzos del Alzamiento, un batallón
de milicias. También César tomó a su cargo atender el ganado de aquel
puesto. Día y noche transitaba por allí libremente; de esta manera en-
tabló gran contacto con los milicianos, que le consideraban izquierdista
cabal.
»
El día de Santiago se celebraba en San Miguel de Luena la última
misa. El párroco hubo de esconderse. Con él, algún otro sacerdote a
quienes buscaban insistentemente. El maestro fue removido. Todos los
vecinos afiliados a la Falange eran objeto de enconada persecución por
los frentepopulistas.
Pero un día desaparecieron. Solamente los familiares de los perse-
guidos conocían su paradero. Se habían fugado a zona nacional. Tres
personas del pueblo habían intervenido en asegurar el éxito de la pasada:
César Porras, Rosendo Martínez y Germán Gutiérrez.
Por el mes de septiembre, otro grupo abandona el pueblo de noche
para ser recibidos en la zona de Franco. Se trataba de algunos jóvenes
de edad militar, que no quisieron ser víctimas de la movilización general
en las filas rojas.
»
Pronto llegó a ser organización el equipo de salvamento. Germán y
(14) Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 1. Respetamos la relación de doña Ascensión Porras, quien
afirma que fue ella misma quien llevó la carta a doña Carmen. Nos inclinamos a favor de doña So-
ledad. No resulta difícil que la carta de que habla doña Ascensión correspondiera a alguna de las
posteriores. (Véase, Porras Ascensión: Ms. 961, fol. 2.)
— 281 —

27.9 Page 269

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Rosendo establecieron su domicilio en Santander. Servían de enlace en-
tre los fugitivos y César, que pasó a ser el guía de la expedición.
Alrededor del triunvirato se solidarizaron otras personas del pueblo,
especialmente familiares, que contribuían al feliz éxito de la empresa.
En ocasiones, Calixto Ibáñez, cuñado de Germán, se encargaba de acom-
pañar a los fugitivos hasta San Miguel en el coche de línea. Ya en el
pueblo, se les ocultaba en pajares o en alguna casa particular de confian-
za, hasta la noche, tiempo propicio para la fuga.
A estos improvisados albergues se les llevaba cuanto necesitaban.
"En alguna ocasión —confiesa el mismo don Calixto— me pasé la no-
che sacando agua con un cubo, para proveer a unos cuarenta que se pa-
saban aquella misma madrugada."
Así comenzaron estas caravanas que finalizaron por el mes de febrero
de 1937 (15).
En una de estas evasiones conoció Germán a don Víctor Marchante.
Y con esta ocasión a la esposa del Capitán y a doña Soledad Rodríguez.
Y se entabló un estrecho vínculo entre César, Germán y la modista,
quien desde entonces confió a Germán otras personas para que él las
ayudase a pasar.
Coincidieron algunos de estos trámites con el encuentro entre los
dos jóvenes salesianos y la señora de Marchante, quien presentó a doña
Soledad como enlace.
En el primer contacto, esta modista les comunicó la dirección de Ger-
mán. Y para más detalles añadió algunas reseñas personales, en minicio-
so retrato (16).
Con estos datos, acudieron a su domicilio, calle Méndez Núñez, nú-
mero 17. Las tres primeras pesquisas resultaron infructuosas. En ningu-
no de los tres pisos habitaba el tal Germán. Optaron por abandonar la
empresa.
Quedaba todavía una tentativa. El último piso del edificio no había
sido visitado. Subieron. A su llamada salió una señora.
—¿Vive aquí Germán Gutiérrez?
La mujer quedó perpleja. Y preguntó a su vez.
—Pero, ¿quiénes son ustedes? »
Se presentaron como amigos del capitán Marchante. Apenas vieron
(15) Ibáñez Calixto: Ms. 891, fol. 1; Porras Ascensión: Ms. 961, fol. 1; Marcellán Jesús:
Memorias, I parte, fol. 16.
(16) Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 2; Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 5 v.°; Martín
Lorenzo: Ms. 914, fol. 4.
— 282 —

27.10 Page 270

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a Germán se abalanzaron sobre él y le abrazaron, como si se tratara de
antiguos camaradas. Le expusieron la situación, y concertaron la fuga
para la semana posterior. La presente resultaba imposible, pues estaba
ya dispuesta una partida.
Se hacían imprescindibles varios requisitos.
Era necesario proveerse de un salvoconducto para llegar a los pueblos
fronterizos. Al mismo tiempo precisaban cambiar su indumentaria por
el mono de milicianos. Así lo prometieron. Y se despidieron cordialmente
hasta fecha próxima en que concertarían los detalles de la pasada.
Con esta perspectiva se presentaron a su director. Don Jesús les hizo
meditar el peligro de la aventura, lo expuesto que resultaba; la posibili-
dad de ser descubiertos y castigados con pena capital. Los jóvenes sale-
sianos insistieron, exponiéndole también las dificultades que encerraba
su permanencia en zona roja, dada su edad.
Ante la persistencia, don Jesús accedió. Les hizo entrega de algún di-
nero y les dio la bendición de María Auxiliadora. Así partieron contentos
a realizar sus aspiraciones (17).
Día tras día, fueron sacando los salvoconductos. Doña Soledad les
proporcionó los monos, por medio de una amiga.
El día 25 de enero se entrevistan nuevamente con Germán. En
esta reunión conciertan la fecha y circustancias de la partida. Tomarían
un taxi al atardecer, para llegar a san Miguel de noche cerrada. Germán
se apostaría en la carretera, en el puerto del Escudo. Apenas le avistaran,
él simularía secarse el sudor. El taxi debía seguir unos metros y detenerse
so pretexto de saludar a un amigo que les invitaría a quedarse con él;
pagar al taxista y bajar. En el pueblo se ocultarían hasta que se integrara
la expedición.
Este proyecto, si bien muy sencillo, no se encontraba exento de incon-
venientes. El coche bien podía retrasarse por cualquier circunstancia.
Germán podía ser impedido imprevistamente de acudir a la cita, lo que
produciría un trastorno y supondría un arriesgado peligro.
Admitidas las dificultades, Germán mismo se brinda a acompañarlos
desde Santander. Como afiliado al partido Genetista, él respondería con
su carnet frente a los controles.
Al mismo tiempo les comunica que les acompañará el capitán don
Manuel Obeso, enfermo a la sazón al cuidado del doctor don Jesús Mata.
Este militar permanecía oculto desde los primeros días de la revuelta.
(17) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 6; Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 15.
— 283 —

28 Pages 271-280

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28.1 Page 271

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Germán encargó a los salesianos que le proporcionaran el salvoconducto.
Así lo hicieron (18).
4. La evasión
El día 28 de enero tuvo lugar la partida.
Alrededor de las cinco de la tarde, cuando empezaba a anochecer,
José Riesco y Germán se presentan con el taxi en el domicilio del capi-
tán Obeso. Desfigurado su rostro con barba y gafas de sol, sube al taxi.
En el paseo Pereda aguardaban los demás salesianos.
Emprendieron la ruta. El carnet de la C, N. T. y los salvoconductos
dejaron camino franco en los controles. Cerrada la noche, llegaron a
San Miguel de Luena. Se apean del vehículo y charlan un rato, haciendo
tiempo. Al momento despiden al taxista.
Apenas el coche se perdió en la primera revuelta, emprenden la su-
bida hacia el escondite. Caminaban en fila india, unidos todos, Ger-
mán en cabeza.
Chapoteando barro, llegan al pajar propiedad de Calixto. Era una
casa de piedra de dos pisos. El inferior servía de cuadra, y el superior,
que se alcanzaba por una escalera de piedra, guardaba la paja para los
menesteres ganaderos. Se acomodan como mejor pueden y comienzan su
vida de fugitivos.
Las provisiones se reducían a la leche condensada, chorizo y queso.
No era acopio suficiente para tres días que debían permanecer en su
improvisado domicilio. También en este caso Germán les procuró ayuda
alimenticia.
La presencia de los prófugos debía pasar desapercibida para el pue-
blo. Ninguna llamada debía ser atendida si no iba acompañada del santo
y seña. Escogieron el grito falangista: "Arriba España". Esta fue la des-
pedida, hasta la mañana siguiente.
Se acomodaron en la paja cuanto daban de sí las posibilidades, y
procuraron cobijarse del frío que se colaba por todas las rendijas. Al-
gunas indisposiciones y contratiempos vinieron a hacer más penosa
la noche.
Con las primeras luces de la mañana se oyen golpes tímidos en la
puerta. De primera intención presumen que se les traía el desayuno.
(18) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, íol. 8; Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 2.
— 284 —

28.2 Page 272

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Desisten de la posibilidad cuando no se escucha la contraseña. Nuevos
golpes en la puerta ponen a los fugitivos en angustiosa situación; pen-
saban que habían sido descubiertos. La tercera llamada va seguida de
una exclamación apenas perceptible: "Arriba". Y tras unos instantes de
silencio: "Arriba España". Aliviados, descorren el cerrojo interior. Era
Luis, hijo del señor Calixto, que les traía leche caliente, como primer
alimento del día.
La jornada transcurrió sin otra novedad hasta el atardecer en que
llamó Germán. Traía una noticia poco consoladora: Alguien había dela-
tado unas pisadas de zapatos, bien marcadas en el barro de la calleja que
conducía al pajar. Resultaban extrañas unas huellas de zapatos en un pue-
blo donde se acostumbraba a calzar albarcas. Así se lo habían manifes-
tado al señor Calixto para que tomara las oportunas medidas de inves-
tigación y defensa, por si se trataba de ladrones.
Al mismo tiempo que Germán ponía en guardia a los refugiados,
ante tamaño incidente, les infundía no poca dosis de esperanza y va-
lentía.
—Esperemos que no se propalen estos rumores. De no ser así es-
tarían perdidos. En ese caso, escápense por donde puedan.
Afortunadamente no sucedió nada.
Anochecido el día 31 se presenta de nuevo Germán, y les invita a
dejar definitivamente el escondite. Había llegado el momento oportuno
de acometer la difícil empresa.
Salen tras Germán y emprenden la caminata. Cerca de dos horas
emplearon en llegar a una paridera, bien situada en la montaña. Allí les
esperaba César Porras y el resto de la expedición. Toman un trago
de licor y continúan juntos el camino. César se coloca en cabeza, de.
guía. Germán cerraba la marcha.
Como únicas armas de defensa llevaban un trabucón de tambor y
una bomba de mano.
Avanzaban en silencio, precavidamente. No existía peligro inme-
diato. Lo encontrarían al cruzar la carretera fuertemente vigilada por
la policía que la guardaba iluminándola con los focos de sus coches.
Lentamente emprenden la subida de la sierra.
Pero no era todo miel sobre hojuelas. El capitán Obeso se sentía
incapaz de continuar el éxodo. Su estado precario de salud y la obliga-
da tensión de ánimo le impedían seguir a sus compañeros de expedi-
ción. Les rogó que lo abandonaran; que se salvaran ellos. Pero los
expedicionarios no estaban dispuestos a abandonarlo a su suerte, que
— 285 —

28.3 Page 273

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no hubiera sido ciertamente buena. Por iniciativa de los salesianos, se
turnan en soportarlo a hombros. Esto suponía mayor lentitud y pe-
sadez en la escalada; pero demostraba gran espíritu de solidaridad y
sacrificio.
Pausadamente, llegan a una colina donde avistaron una casa. Al
cruzar junto a ella un perro les sale al paso. Los forasteros provocan
un ladrido; los olfatea y se aleja de ellos. Ya César les había preveni-
do sobre este incidente.
A poco, oyen pisadas y voces lejanas que se van aproximando.
Ante el temor de que fueran patrullas de reconocimiento, el guía les
ordena esconderse. El se adelanta a otear. Se trataba de hombres y
mujeres que iban cargados de patatas. Les dejan pasar, y reempren-
den la marcha.
Por fin se divisa la carretera.
César se adelanta de nuevo para efectuar un minucioso reconoci-
miento del paraje. Otea. Pega el oído al suelo. Nada percibió que de-
notara la presencia o cercanía de las patrullas de control. A una señal
del guía, los fugitivos cruzan rápidamente la carretera.
A partir de este momento, todos se sienten más seguros, más ani-
mosos. Con el ánimo se restauran las fuerzas. El mismo capitán Obeso
se encontró más aliviado.
Ahora les dominaba la impaciencia por verse ya a salvo.
—¿Estamos ya en zona nacional?
—No. Apenas crucemos aquella colina.
Y con esta esperanza aligeran el paso. Llegados al punto indicado,
César se adelanta. Los demás ondean sus pañuelos. Suena un dispa-
ro. Provenía de las filas nacionales; señal inequívoca de que habían ad-
vertido su presencia. Dada la contraseña, les abren paso franco.
Fueron muy bien recibidos por el teniente del puesto de Aedo Ro-
bredo. Los abrazó a todos y los brindó un buen desayuno y fuego para
calentarse.
De Aedo aún marcharon andando a Pedrosa, donde se apostaba
una compañía de Falange. Les hicieron algunas preguntas y les fran-
quearon camino para Santa Elices. De aquí, en ferrocarril, pasaron a
Villarcayo.
Este mismo día la radio nacional lanzaba la noticia del buen re-
sultado de la empresa, con estas contraseñadas palabras: "Han llega-
do bien los pinos".
Los cuatro salesianos cumplimentaron visita a don Víctor Marchan-
— 286 —

28.4 Page 274

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te, a quien entregaron una carta de su esposa. Los recibió con grandes
muestras de simpatía y les dio 500 pesetas para hacer frente a los pri-
meros compromisos. El mismo les buscó acomodo en la pensión titu-
lada La Rubia.
Tras una semana de permanencia, fueron remitidos a Burgos. En
Capitanía General prestaron la declaración procedente y fueron enrola-
dos en Servicios Auxiliares (19).
5. Comienzan las detenciones
El primero de febrero supo don Jesús que los cuatro teólogos sa-
lesianos habían llegado sanos y salvos a tierras de Burgos.
Aquello le llenó de consuelo y tomó la determinación de procu-
rar la huida a todos los que quedaban de la comunidad.
Movido por los lazos de la sangre, escribió una tarjeta a su her-
mano José María, que trabajaba en Bilbao. En ella le invitaba a go-
zar unos días en su compañía. Su intención era exponerle de palabra
la posibilidad de salir de zona roja y brindarle ocasión de unirse a los
demás salesianos. Efectivamente, José María no denegó la citación. A
los pocos días se presentaba en Santander.
Don Jesús se entrevistó con la modista y le expuso sus intencio-
nes. Por su parte doña Soledad manifestó que se uniría a la expe-
dición el s e ñ o r Pérez del Molino, prestigioso diputado de la
C. E. D. A. (20)
Todo estaba ya dispuesto para la nueva pasada. Faltaba solamen-
te concertar la fecha con Germán, que estaba por llegar de la expedi-
ción anterior. Pero el guía se demoraba, y los preparativos quedaron
en meros proyectos. Jamás se efectuaría aquella evasión.
En breve comenzarían una serie de detenciones en las que se ve-
rían incluidas personas de todo sexo y condición.
Ignoramos la causa de tan heterogénea redada. Los diversos tes-
timonios nos proporcionan distintos motivos.
Parece que comenzaron las detenciones en el pueblo de San Mi-
guel. El primer arrestado fue Rosendo Martínez, uno de los organi-
zadores.
(19) Rodríguez Inocencio: Ms. 976, fol. 8; Martín Lorenzo: Ms. 914, fol. 4; Rodríguez Sole-
dad: Ms. 986, fol. 2; Ibáñez Calixto: Ms. 891, fol. 1-2.
(20) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 15; Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 2.
— 287 —

28.5 Page 275

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Por el mes de febrero, dos de la familia Tello, vecinos de San Mi-
guel, se hicieron encontradizos con un tal José Rivas y le manifesta-
ron grandes deseos de pasarse a los nacionales. Le preguntaron si co-
nocía a alguna persona que se brindase a guiarles. José afirmó. Al mis-
mo tiempo se ofrecía para presentarles a Rosendo. En el curso de la
conversación manifestó que él mismo intentaba también abandonar el
pueblo. Disimulándose de esta manera, los de Tello fueron enrolados
en la expedición. Rosendo tenía ya todo preparado. Incluso había es-
condido a algún fugitivo en su casa en espera de la partida.
Sin que fuera posible prevenirlo, la casa se vio rodeada de mili-
cianos. Penetraron violentamente y se llevaron esposados a dueños y
huéspedes. Los de Tello habían traicionado a Rosendo.
Con esta detención la policía obtuvo una pista. Las casas del pue-
blo fueron sometidas a vigilancia continua, principalmente aquellas fa-
milias sobre las que recaían más fundadas sospechas.
César, previendo los acontecimientos, había aprovechado una sali-
da para ocultarse en los montes. Desde el escondrijo divisaba perfec-
tamente su casa. La luz sirvió una vez más para delatar la presencia
de los milicianos y prevenirle para que no bajara. En los montes re-
cibió la infausta noticia de la grave enfermedad y muerte de un hijo
suyo. Con dolor latente soportó la irremediable desgracia; pero no se
atrevió a asistir al entierro por miedo a ser detenido. Más tarde se
pasó también él a los nacionales (21).
Por su parte Germán no era menos huroneado. Una noche, regre-
saba de Burgos con otros del pueblo. Por causa del viento se senta-
ron en el cerro de la Matanela. Germán se quedó dormido. Soñó y des-
pertó sobresaltado, dando voces de alarma. Los acompañantes, pensan-
do que verdaderamente los habían sorprendido las milicias, emprendie-
ron la carrera hacia Burgos. El se presentó en su casa. Apenas llegar,
afirmó: "Tengo la sensación de que me persiguen. Cerrad bien la puer-
ta, y si alguno pregunta por mí decid que no estoy".
El mal agüero del sueño se cumplió. Efectivamente. No tardaron
en presentarse en su casa. Era un guardia que solicitaba su presen-
cia. Dijeron que no estaba. Más tarde, alrededor de las tres de la ma-
drugada, nuevamente requieren a Germán. Esta vez se trataba de tres
vecinos; uno de ellos de toda confianza y gran amigo de la familia;
por lo cual atendió a la llamada. Y cayó en el garlito.
(21) Porras Ascensión: Ms. 961, fol. 2; Ibáñez Calixto: Ms. 891, fol. 2.
— 288 —

28.6 Page 276

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—¿Qué queréis?
—Que tienes que declarar en la casa del pueblo.
—Al menos me dejaréis vestirme, ¿no?
—Sí, vístete.
Mientras iba vistiendo sus ropas, los tres guardias revolvieron los
libros y papeles de la alcoba. Les pasaron desapercibidas, sin embargo,
unas bombas de mano que Germán ocultaba en el colchón.
Bajaron. La noche estaba oscura. Los guardias tuvieron que valer-
se de linternas. Apenas llegaron a la puerta, Germán abrió los bra-
zos y golpeó a los dos primeros que caminaban con él; al mismo tiem-
po cerró violentamente la portillera y echó a correr. La oscuridad am-
paró la huida. Y en dos etapas nocturnas logró alcanzar la zona na-
cional (22).
6. En la capital
Mientras se desarrollaban estos acontecimientos en San Miguel de
Luena, paralelamente se practicaban varias detenciones en Santander.
Ignoramos cómo logró la policía hacerse con los nombres de los
salesianos, o al menos, con el del primer salesiano a quien achacan la
delación de todos los demás (23).
Todos los testimonios se aunan para afirmar que el primero que
cayó en manos de la policía fue el coadjutor don Ramón Lorenzo. Ha-
bía permanecido sólo en el piso, después de la fuga de los cuatro teó-
logos.
Desconocemos las circustancias de su detención. Indudablemente,
por miedo a la tortura dio los nombres de los que se habían pasado y
acusó a la modista como intermediaria.
* Una mañana de primeros de febrero, doña Soledad Rodríguez, la
modista, y doña Carmen, la esposa del capitán Marchante, entraban
en la cárcel de Ontaneda, pueblo poco distante de la capital.
Aquella misma tarde cayeron don Jesús Marcellán, su hermano,
José María, y el joven Emilio Escudero.
(22) Ibáñez Calixto: Ms. 891, fol. 2-3.
(23) Don Jesús Marcellán sostiene que a Germán le descubrieron una serie de cartas y papeles
de que era portador a su regreso de Burgos. Debido a esta documentación detuvieron a doña Sole-
dad y a doña Carmen de Marchante. (Véase, Memorias, I parte, fol. 16). El testimonio directo de
la hermana y cuñado de Germán, aducido más arriba, no menciona tales documentos.
— 289 —
19.—

28.7 Page 277

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Así nos relata los sucesos el mismo don Jesús.
"Cuando mi hermano José María acudió a mi invitación y le pre-
senté a la modista, Germán ya debía haber regresado de Burgos. Ella
misma extrañó la tardanza. Por eso nos aplazó para dos días, porque
seguramente entonces se podría realizar el viaje-huida proyectado. Así
lo hicimos.
En aquella ocasión yo me quedé paseando por la calle con las
manos metidas en los bolsillos de la gabardina y rezando el santo
rosario. Aconsejé a mi hermano que subiese él solo a la casa para fi-
jar la fecha y detalles de la ansiada evasión.
Subió mi hermano al piso. Llamó a la puerta, que se abrió rápida-
mente, y apareció un joven como de treinta años, quien sin más pre-
guntó:
—¿Viene usted a hablar con mi señora?
—Pues sí, respondió tranquilamente.
—En este momento no está, pero tardará poco en venir. Si quie-
re usted pasar...
Y José María, creyéndolo el esposo de la modista, aceptó la in-
vitación y se sentó en el recibidor. Allí se deslizó un diálogo forzado
y vulgar.
—¿Vive usted en Santander?
—No, resido en Bilbao donde trabajo; he venido a pasar aquí unos
días con mi hermano.
—¡Ah! ¿Tiene usted un hermano?
—Sí, es profesor en una Academia...
—¿Fuma usted?
—Un poco.
Y dando las gracias aceptó un cigarrillo. Continuó la conversación
por rumbos intrascendentes, como dando tiempo a que llegara la due-
ña de la casa.
Interrumpió este diálogo el ruido de la llave que abría la puerta
del piso. En lugar de la esperada señora, hizo su aparición la figura
de un joven, también desconocido.
No se había repuesto José María de su primera sorpresa, cuando
se vio encañonado por una pistola que empuñaba su interlocutor. Le
instó a levantar las manos. Maquinalmente obedeció, asustado, sin lle-
gar a comprender lo que ocurría.
Le registraron exhaustivamente y a placer, sin encontrarle nada de
compromiso. Inmediatamente le sometieron a un interrogatorio.
— 290 —

28.8 Page 278

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—Dijo usted que tiene un hermano en Santander. ¿Dónde vive?
Cogido en la emboscada, mi pobre hermano no tuvo más reme-
dio que confesar mi domicilio.
Aquella inolvidable tarde la generosa familia Escudero nos había
invitado a merendar.
Viendo la tardanza de mi hermano en bajar del piso, me fui a sa-
borear la deseada merienda, con la esperanza de que pronto se pre-
sentaría él alegre y satisfecho por el resultado de la entrevista.
Trascurrió media hora, y una hora, y más tiempo aún, sin apa-
recer José María. Comenzamos a inquietarnos, a hacer cabalas y has-
ta suponer algún trance desagradable y doloroso.
Emilio, joven de diecisiete años, miembro de la familia Escudero,
se brindó para llegarse a casa de la modista y enterarse de lo suce-
dido (24)."
"Llegué a la calle Arcillero —continúa Emilio— y subí al piso.
Abrió la puerta una muchacha llamada María.
—Desearía saber si está aquí José María Marcellán.
En este instante cruzó por mi mente la idea de peligro. En el por-
tal había visto a dos individuos en actitud del que espera a alguien.
Sin pensar nada más dije a la muchacha.
—...Pues dígale que le espero a cenar.
Y salí precipitadamente escaleras abajo. A mis espaldas oí la voz
de la joven: "¡Campos, deten a ese!"
Me vi frente a dos individuos armados. Me subieron a la casa y me
internaron en una habitación. Allí procedieron a un interrogatorio.
—¿Quién te ha enviado aquí?
—Pues uno que se llama "tal". (Y di un nombre falso.) Y me
ha dicho que me espera en la calle San Francisco.
Estuvimos porfiando bastante tiempo, pero no me hicieron caso,
y me dejaron solo (25)."
"Bien entrada la noche —continúa relatando don Jesús Marce-
llán— y viendo con pena que ninguno regresaba, llegamos a sospe-
char que ambos habían sido detenidos, sin imaginarnos el cómo ni el
porqué. Con la ansiedad que es de suponer, aguardamos inútilmente
hasta cerca de las diez, hora que decidí marchar a mi domicilio.
Cuando llegué al chalet y me dispuse a llamar a la puerta, la en-
(24) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 16, 19-20.
(25) Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 2-3.
— 291 —

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centré bien cerrada con llave y dos cerrojos. Cosa extraña para mí.
Nunca lo hacían hasta que regresaba Lauro, a hora más avanzada-.
Súbitamente abrieron el portal y me encontré encañonado por dos
milicianos corpulentos, que con fusil en mano y bien pertrechados, me
intimaron: " ¡Manos arriba!" Obedecí desconcertado. No pude pensar
nada. Uno de ellos introdujo su mano en el bolsillo de mi gabardina
y sacó el rosario, aún caliente por el roce de mis dedos.
—Este es, dijo. Y añadió: Adelante, síganos.
Algunas personas que presenciaron esta escena desde el interior
del piso, quedaron llorando, espantadas por mi desgracia. Lauro no
estaba en casa.
Cruzamos varias calles hasta llegar a la de Arcillero. Pasamos por
delante de la casa de la modista; yo, por el momento, me alegré al
ver que nada había ocurrido allí. Pero a los pocos metros un joven,
que paseaba por la acera, ordenó imperioso: "Más atrás, al número die-
cisiete". Era el piso fatídico.
Al entrar, la sirvienta que abrió la puerta, dirigiéndome una mira-
da escrutadora, afirmó sin ser preguntada: "Sí, este señor estuvo aquí
varias veces".
Me registraron minuciosamente y me sustrajeron cuanto llevaba en-
cima: el rosario y una reliquia de Don Bosco. Únicamente me dejaron
el reloj, en cuya tapa posterior llevaba pegada una diminuta estampa
de María Auxiliadora (26)."
7. En la checa
i
Tampoco se vio libre de interrogatorio el nuevo detenido. Tras
él comenzaron nuevamente con el joven Emilio Escudero, a quien
mostraron el rosario y la reliquia sustraídos a don Jesús. Un mili-
ciano le instó vehementemente si conocía aquello. Respondió que no.
Y el miliciano, apretando ambos objetos en su puño, los arrojó sañu-
damente contra la pared con esta burda expresión: "¡Esto huele a
cura!"
Les dejaron solos, separadamente. Así trascurrió la noche. Imposi-
ble conciliar el sueño, después de tantos sobresaltos.
El piso de doña Soledad quedó convertido en una verdadera tram-
(26) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 18-19.
— 292 —

28.10 Page 280

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pa. Persona que pulsaba el timbre de la puerta, preguntando por la
hermana, hija o amiga, persona que se veía privada de la libertad (27).
A la mañana siguiente, un coche celular se encargó de trasportar a
los detenidos a la checa denominada de Neila, en la calle del Sol (28).
Don Jesús y su hermano quedaron detenidos en la puerta. Todos
los demás comparecieron ante Neila, jefe sin piedad y cruel, que odia-
ba y perseguía todo sentimiento religioso (29).
A partir de este centro policíaco el joven Emilio perdió todo con-
tacto con el director de los Salesianos. Sus suertes, si bien ambas in-
deseables, corrieron diversos senderos.
A Emilio le dejaron en la propia checa. En ella se topó con el coad-
jutor don Ramón Lorenzo. Quería este salesiano agregar a sus bolsi-
llos unas cartas, para que se las encontraran en uno de los frecuen-
tes cacheos. Tenían éstas por finalidad hacer creer que él era de iz-
quierdas. Estaban escritas de su puño y letra e iban dirigidas a sí
mismo.
En la checa menudearon los interrogatorios y no menos las tortu-
ras a que eran sometidos los interrogados. En lo que atañe a nues-
(27) Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 3;
Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 18.
(28) Frente a la iglesia de los PP. Carmelitas, en la actual calle del Carmen (antiguamente
calle del Sol) se alza un lujoso chalet, al presente dedicado a cuartel de la Policía Armada. Perte-
neció esta vivienda, como todas las que lo rodean, a un rico señor. Venido a menos en su fortuna,
vendió sus propiedades. Y así este chalet pasó a la Dirección General de Seguridad, que instaló
en él una comisaría, habilitando los sótanos para calabozos.
En los días del dominio rojo en Santander, lo que fue comisaría pasó a ser checa, sin cambiar
la estructura del inmueble. Constaba de dos plantas y terraza, además de un sótano bajosuelo. Frente
a la puerta de entrada, desciende una escalera que desembocaba en los calabozos; dentro, a mano
izquierda, varias celdas de castigo; y, al fondo del corredor, a mano derecha, una amplia sala.
Aquí, según testigo, apaleaban y torturaban, e incluso mataban, a los presos.
Hoy día este sótano está convertido en almacén y ha perdido la contextura anterior. En el pri-
mer plano, sobre cortos peldaños, se encuentran las dependencias del primer piso. Lo que en la
actualidad sirve de ambigú, correspondía a la sala utilizada para acumular los diferentes objetos
requisados a los detenidos. Al lado, tabique en medio, actualmente suprimido, existía, como al
presente, el comedor; dos amplios aparadores cubrían toda la pared. Al fondo del pasillo, la sala
de juicios, hoy sala de reuniones. Existen otras dependencias que se utilizaban como despacho
del jefe, y demás servicios.
El segundo piso estaba habilitado para dormitorios. Hoy se encuentra ligeramente reformado.
La antigua terraza se ha cubierto y sobre ella se ha levantado un tercer piso.
(29) Manuel Neila, dependiente de un comercio y luego propietario de otro, fue nombrado
jefe de la Policía roja santanderina por el abogado sin prestigio Roberto Alvarez, que había susti-
tuido en el cargo de Fiscal a don Juan Garzón. El siniestro Neila pertenecía al partido socialista
y había cumplido condena por los sucesos de octubre de 1934. Designado Comisario de Policía del
Frente Popular, desde los primeros instantes empleó el terror en la ciudad. Todo el período de su
mando se esmaltó de crímenes y depredaciones. (Arrarás Joaquín: o. c., ibid., pág. 412.)
— 293 —

29 Pages 281-290

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29.1 Page 281

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tro cometido es de notar la avidez con que la policía buscaba a los
salesianos, principalmente al director.
"Un día —refiere el joven Emilio— me sacaron juntamente con
otro y nos condujeron a Peñacastillo. Aprovecharon la coyuntura de
unas cuevas naturales y allí nos metieron. Sin la menor explicación,
sin el mínimo intento de interrogatorio, se llevaron a mi compañe-
ro hacia el monte. No tardaron en oírse dos disparos. "Ya está uno",
exclamaron.
A mí me introdujeron en un saco y me proporcionaron un baño.
Sus reiteradas preguntas se dirigían a sonsacarme si yo pertenecía a
los salesianos y quién era el director. A cada negativa o silencio de mi
:parte, correspondía una inmersión dentro del agua. Con preguntas y
negativas, se multiplicaron las inmersiones, de modo que me conside-
raron ya axfisiado. Al sacarme del agua y verme todavía vivo, uno
de mis verdugos exclamó: "Este, al faro".
Pero no sucedió así. Me condujeron de nuevo a la comisaría, de
donde salí en "libertad". Apenas puse el pie en la puerta fui empujado
hacia un coche que esperaba en la calle. En él entré en la cárcel, de
donde salí liberado por los nacionales (30)."
Don Jesús Marcellán y su hermano ocuparon un coche prepara-
do al efecto. Salieron de la ciudad por la carretera de Burgos. Delan-
te, el conductor y un policía armado con metralleta. Detrás, los dos
hermanos. En medio de sobresaltos, llegaron a Ontaneda, donde el Es-
tado Mayor Rojo de la zona sur de la provincia tenía establecida su
sede.
Su primer albergue lo constituyó una dependencia del caserío, viejo
edificio blasonado como antiguo palacio de nobles.
Por primera vez, después de la detención, ambos hermanos tuvieron
oportunidad de cambiar impresiones a solas y confidencialmente.
"Por la tarde comparecimos ante un tribunal —continúa don Je-
sús—, presidido por el comisario político, señor Argüeso. En un rin-
cón de la sala, sentada, observamos a doña Soledad, la modista. El
interrogatorio iba dirigido a conocer el porqué de las visitas a casa
de esta señora. No habiendo tenido ocasión para ponernos de acuer-
do sobre las respuestas, el interrogatorio resultó un ciempiés. Y echán-
donos en cafa nuestras contradiciones, nos enviaron a la cárcel de
aquel pueblo.
(30) Escudero Emilio, López Eugenia y Escudero López Emilio, reí. conj., Ms. 810, fol. 3-4.
— 294 —

29.2 Page 282

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Servía de prisión la casita del señor Cura, asesinado al principio
de la guerra. Desmantelada, se alzaba humildemente al lado de la igle-
sia, convertida en almacén de mieses.
Nos instalaron en un cuartito; su única luz la recibía de dos ven-
tanas enrejadas que daban al exterior (31)."
8. Nueva redada
Al día siguiente, con gran sorpresa, vieron caer en la misma cár-
cel a los coadjutores salesianos don Agustín Septién y don Ramón Lo-
renzo.
A raíz de las anteriores detenciones, la policía se personó en el do-
micilio donde se albergaba don Pedro Rodríguez, don Augusto Bazal y
el señor Septién. Ninguno se encontraba en la pensión. Habían salido,
como de ordinario, a dar sus clases. Fue el muchacho de la casa quien
llevó la noticia a don Pedro. Los milicianos habían quedado en regre-
sar a la una. Ante la perplejidad de volver al domicilio o no, la se-
ñora del capitán Puig les aconsejó que hicieran vida normal. Siguieron su
consejo.
Efectivamente. Conforme a lo prometido, después de comer, la po-
licía se presentó en la pensión. Se llevaron detenidos a don Pedro y
a don Augusto. El señor Septién todavía no había llegado, ignorante
de lo que sucedía. Condujeron a los detenidos a la checa. Por el cami-
no se iniciaron las preguntas:
—Bueno, ¿pero ustedes son frailes o no?
—Qué hemos de serlo, contestó don Augusto.
Llegaron a la checa. Les pidieron la documentación. Don Pedro
presentó el aval, expedido por la esposa del señor Puig, donde afir-
maba que ambos eran afectos al Régimen.
Entraron los policías con estos documentos al comisario. Poco tar-
daron en salir con la orden de libertad. Don Pedro dirigió sus pasos
a casa del capitán a comunicar la nueva a la señora. Enterado don Cé-
sar Puig de la condición sacerdotal de don Pedro, le aconsejó trasla-
darse a su propia casa, donde, sin duda, estaría más seguro.
Aquel mismo día pasó de la pensión al domicilio del capitán Puig,
donde continuó ejerciendo la labor de profesor (32).
(31) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 19-20.
(32) Rodríguez Pedro: Ms. 985, fol. 5-6; Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 2.
— 295 —

29.3 Page 283

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Apenas pudieron, enviaron un comunicado a don Agustín Sep-
tién, por medio de una muchacha, sobrina de la dueña de la pen-
sión. Contaron lo acaecido y le manifestaron que se bandeara como pu-
diera. Ellos no habían confesado absolutamente nada que pudiera com-
prometer a ninguno de los religiosos.
Don Agustín regresó tarde a la pensión. De nuevo volvió la poli-
cía a eso de las diez de la noche. Tenían su nombre y no resultaba fá-
cil escabullirse de sus pesquisas. Le condujeron detenido a la Comi-
saría, y de allí a Ontaneda. Como no estaba el comisario, se abstuvie-
ron de interrogatorios.
En el coche, que le conducía al pueblo, se encontró con don Ra-
món Lorenzo. En la prisión se vieron con don Jesús y su hermano,
aunque no pudieron intercambiar palabra. Les incomunicaron en apar-
tamentos diferentes (33).
Comenzaron los interrogatorios. El desdichado don Ramón tem-
blaba y hasta lloraba de miedo. Su tensión nerviosa no le permitía pres-
tar atención a las continuas insinuaciones del señor Septién, para que
rezara y ofreciera a Dios aquellos difíciles momentos, y para que pro-
curara no complicar a los demás Hermanos cuando le llamasen a de-
clarar.
Requerido para el interrogatorio, y como le prometieran la liber-
tad si "cantaba", manifestó todo lo que sabía, comenzando por confe-
sar que don Jesús era el director del Colegio salesiano (34).
Seguidamente, convocaron a don Agustín a comparecer ante el tri-
bunal.
Le interrogaron sobre los que se habían pasado a los fascistas;
sobre don Jesús Marcellán; sobre el colegio; los objetos escondidos y
demás pormenores que había delatado don Ramón. Le nombraron con-
cretamente a don Rómulo y a don Pedro. A todo contestaba con eva-
sivas. Tan sólo afirmó que los conocía como compañeros de Magis-
terio; pero que ignoraba su vida actual.
El nombre de cada salesiano iba acompañado de una fotografía
donde aparecía él. Por fortuna, don Agustín, como coadjutor, en todas
se mostraba vestido de paisano, lo que indujo a los milicianos a con-
cluir que ciertamente no era cura.
(33) Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 2.
(34) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 21; Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 2.
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29.4 Page 284

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Este razonamiento y el aval del capitán Puig, inclinaron a la poli-
cía a dejarle en libertad condicionada (35).
En aquella improvisada prisión de Ontaneda se concentraron dete-
nidas varias personas de distinta condición, pero complicadas en el
mismo asunto. Los salesianos; la modista y doña Carmen de Marchan-
te; el señor Calixto y Rosendo Martínez; doña Asunción Porras, hija
de César, con su madre y un hijo de corta edad. Resultó, pues, aque-
lla casa centro carcelario donde almacenaban a cuantos sorprendían sos-
pechosos por aquellos contornos (36).
Poco a poco, los detenidos iban abandonando la prisión. Unos, con
libertad absoluta; otros, condicionada, y algunos trasladados a la cárcel
Provincial de Santander (37).
9. En la cárcel interina
De las personas que a través del relato se nos han ido haciendo fa-
miliares, en la prisión de Ontaneda quedaban solamente los hermanos
Marcellán. Su vida carcelaria trascurría entremezclada de sustos y peri-
pecias.
(35) Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 2-3.
(36) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 20; Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 3; Ibáñez
Calixto: Ms. 891, fol. 2; Porras Ascensión: Ms. 961, fol. 3.
(37) El encarcelamiento de doña Soledad, conocida como enlace entre los fugitivos y sus guías,
trajo consigo la detención del diputado cedista Pérez del Molino. Enterada la policía de que este
diputado constaba en las listas de los que debían efectuar el fallido paso a los nacionales, obligaron
a doña Soledad, pistola en mano, a personarse en la casa del señor Pérez de Molino.
El mismo comisario Argüeso, que la acompañaba, se hizo pasar por Germán. Salió a recibirles
la esposa del diputado. Doña Soledad intentaba por señas hacer comprender su situación a la señora;
pero se hizo imposible por la vigilancia a que estaba sometida. Pérez del Molino no residía en casa.
Ignorante de la trama, la esposa entregó al falso Germán una tarjeta dirigida a su marido, que se
encontraba a resguardo de toda inspección.
Allí se dirigieron sin lograr hacer comprender a la señora la encerrona preparada y el peligro que
corría su marido.
La casa donde se escondía Pérez del Molino quedó completamente acordonada de milicianos. De
este modo resultó fácil la captura del diputado; desavisado de la taimada intención de Argüeso,
cayó en el impune y bien premeditado garlito.
A la entrada de los nacionales, Pérez del Molino habló por la radio y acusó a la modista con
esta injusta frase: "La que fue acreditada modista, doña Soledad Rodríguez, hoy espía de los rojos".
De nada sirvieron avales, recomendaciones ni explicaciones. Doña Soledad fue encarcelada y no
bien tratada.
Su inocencia, hecha patente, y las gestiones de don Jesús Marcellán, la devolvieron definita-
vamente a su familia, con la gloria, no recompensada, de haber servido fielmente y con generosidad
a la causa nacional. (Véase, Rodríguez Soledad: Ms. 986, fol. 3-4; Marcellán Jesús: Memorias,
II parte, fol. 32.)
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Copiamos de sus memorias.
"Por conocer nuestra filiación de maestros nacionales, nos llama-
ban todos los hermanos maestros. Los primeros días sólo había dos pla-
tos de porcelana donde servían el rancho, que invariablemente consis-
tía en arroz con lentejas. Lo traían de algún cuartelillo cercano en un
cubo de hierro como el que se usa para dar de beber a los anima-
les. El cazo estaba fabricado rústicamente con un bote de hojalata y
alambre enroscado, a modo de asidera.
Nuestros vigilantes se turnaban como los centinelas de las cárce-
les. Eran milicianos de la más variada condición. Con algunos llega-
mos a intimar, pues los había sencillotes, y hasta diría "buenos". No
faltaron ratos de camaradería y nos permitimos bromas y entreteni-
mientos.
Mi hermano dibujó a lápiz un calendario con los treinta días del
mes, en la blanca pared del cuarto, que seguramente sirviera de des-
pacho del señor cura. Casi era una obra maestra, y todos la admiraron
como tal. Con eso ganó prestigio ante los interinos guardianes, que se
turnaban casi siempre los mismos.
Se presentó la ocasión de demostrar también yo mis pequeñas apti-
tudes caligráficas, y escribo sobres para las cartas que los milicianos
dirigían a sus familias y prometidas. Dibujaba letras enlazadas para
marcar camisas y pañuelos. En todo, naturalmente, me esmeraba, lle-
nando bien con rasgos de fantasía los blancos sobres, e inventando
enlaces de mayúsculas, que tanto admiraban los ignorantes milicia-
nos, en su mayoría pueblerinos.
Esto nos servía para participar, a veces, de un poco de rancho de
los soldados, que naturalmente era mejor que el nuestro, y que gusto-
sos nos entregaban como recompensa.
Una joven, ya madura, hija del pueblo de Ontaneda, que había
sufrido meningitis, frecuentaba la improvisada cárcel para charlar con
los oficiales. Era buena y se compadeció de nosotros. Al enterarse que
éramos maestros detenidos, se brindó a lavarnos la ropa. Lo hizo muy
bien, y la presentaba, además de planchada, algo perfumada. Zoila era
el nombre de esta moza servicial.
También nos visitaba semanalmente el barbero. Joven prudente,
de pocas palabras, que, poco a poco, se nos fue abriendo hasta que
comprendimos que profesaba ideología de derechas. Alguna vez supi-
Snos por él noticias del frente.
Otros detenidos inesperados nos acompañaron durante algunas jor-
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nadas. Pero todos desaparecían menos los hermanos maestros. Los nú-
meros del calendario iban disminuyendo. Hacíamos cabalas profetizan-
do la fecha de nuestra liberación. Pero inútilmente. Sin embargo, nunca
desmayamos (38)."
10. Continúan las actividades de los Salesianos
Entre tanto, la vida de los demás salesianos iba tomando rumbos
normales. Todos los miembros de la comunidad, menos el director,
gozaban de libertad.
Ya hemos dicho que don Rómulo Laita ejercía sin dificultad el
ministerio sacerdotal. Para sus ocupaciones ordinarias, una de las ve-
ces que frecuentó el colegio, llevó una máquina de escribir y realizó
algunos trabajos de traducción de obras dramáticas francesas.
Al enterarse de la detención de los salesianos y de la delación de
don Ramón Lorenzo, se trasladó de domicilio, a casa de otra cuñada,
donde vivió tranquilo hasta la liberación de la ciudad (39).
Don Pedro Rodríguez se encontraba seguro en su nueva residen-
cia, protegido por el capitán Puig. Pero su nombre constaba en los
ficheros de la policía, que no reposaba hasta tenerle seguro. Así se
lo manifestó el mismo capitán. Y le aconsejó que buscara otro refu-
gio, pues la policía sospechaba que él lo albergaba en su propio piso.
El mismo don Pedro nos refiere sus últimas peripecias.
"Me despedí de la familia y de la señora, que lo sintió mucho. Y
aquella misma mañana salí. Era el último día de febrero.
Ya en la calle pensé en don Rómulo. Me dirigí a su casa y le ;>use
al tanto de mi situación. Don Rómulo me invitó a pernoctar allí. Pero
su cuñada se lamentó de la escasez de comida, y delató el peligro a
que se arriesgaba la familia al albergar a uno rastreado por la policía.
A la mañana siguiente mandé a la criada a casa del capitán, para que
le expusiera nuestra situación económica. El me correspondió con una
cesta llena de víveres. De mi parte, también me encaminé al asilo de
monjas y me proporcionaron dos panes. Desde aquel día me proveye-
ron de pan hasta que fue liberado Santander.
En casa de don Rómulo permanecí todo el mes de marzo. Pero
(38) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 21-23.
(39) Laita Rómulo: Ms. 895, fol. 2.
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29.7 Page 287

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un día el sacristán Alfonso, que aún estaba en el colegio, me comuni-
có que la policía me buscaba y sospechaba mi domicilio. Abandoné,
pues, a don Rómulo y marché a otra casa en donde vivía uno de mi
pueblo. Con ellos hice vida de familia.
Por este tiempo comencé a decir misa, alrededor del 12 ó 13 de
abril. En aquel domicilio ya tenían Santísimo, proporcionado por un
hijo seminarista. Yo decía misa y el chico distribuía el sacramento por
otros hogares.
De vez en cuando iba a celebrar a familias particulares. Me con-
fesaba con un padre jesuita, quien a la vez se confesaba conmigo.
Así pudimos seguir tranquilamente hasta el final (40)."
Don Agustín Septién no se vio menos afortunado. Al conceder-
le la libertad condicionada, tuvo que dar su domicilio. A los ocho días
se sorprendió por una llamada intempestiva. Salió a abrir. Se trata-
ba de varios milicianos portadores de una carta.
—Traemos esta carta para Agustín Septién.
—Ese señor —respondió él cínicamente— ya no está. Ha marcha-
do al frente.
Al admitir como cierta esta contestación, la policía perdió la pista
de su persona y ya no volvió a ser molestado.
Se trasladó a otra pensión y todos los días salía a dar clase al do-
micilio anejo al del señor Puig. Igualmente continuó sus contactos con
don Rómulo y don Pedro.
11. Sobresalto en la cárcel
Por el mes de abril, la monótona y tranquila vida de los hermanos
maestros, presos en Ontaneda, cambió de rumbo. Sus circustancias em-
peoraron.
"Cierta mañana —reseñan las memorias de don Jesús— se pre-
sentó inesperadamente el policía que nos condujera a nuestro primer
destierro, empuñando pistola ametralladora. Entró en el cuarto y sen-
tándose a lo "chulo", con el respaldo de la silla por delante, nos es-
petó sin más preámbulos:
(40) Rodríguez Pedro: Ms. 982, fol. 6-7.
(41) Septién Agustín: Ms. 1.016, fol. 3. Desconocemos por falta de testimonio la actividad de
don Augusto Bazal y don Ramón Lorenzo, después de abandonar la prisión.
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—r-Bueno, ¿qué hacemos con vosotros? ¿Os mandamos a casa o
preferís dos tiros?
—Obre como quiera, contesté serenamente.
Vomitó unas palabrotas e insultos y desapareció.
Días después, volvió con su inseparable pistola. Esta vez, en auto
hasta la misma puerta de la cárcel.
Al verle de nuevo ante nosotros, quedamos sobresaltados. El, con
tono imperativo, nos ordenó: "Tomad lo, que tengáis y vamos a mi
coche".
Creíamos llegada nuestra hora. Arrancó el vehículo y marchamos
carretera arriba hacia el puerto del Escudo. Al llegar a la cima del
monte, contemplamos un alto mástil con la bandera roja. Cerca, como
a cincuenta metros, el barracón de madera donde malvivía un grupo
de hombres, que constituían la llamada "Brigada Disciplinaria".
Tomada nuestra filiación, se presentó un hombre que rapó nues-
tras cabezas con máquina del doble cero. Acto seguido nos alargaron
un pico y una pala y comenzamos una penosa labor que jamás había-
mos practicado (42)."
(42) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 24-25.
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£. Urinaria de castigo
1. Régimen penitenciario
El barracón, de unos treinta metros de largo por unos cuatro de
ancho, tenía literas de madera con colchonetas de paja. Tres venta-
nucos servían para ventilarlo y darle, como por favor, un poco de luz
natural. En el extremo del Poniente se abría una puerta, siempre bien
custodiada. Otra puerta practicada en el costado opuesto, impenetra-
ble para cualquier recluso, dejaba entrar a la vivienda de los guar-
dianes.
De noche, un candil de acetileno que colgaba del centro del barra-
cón intentaba hacer llegar su lívida luz a los cuatro rincones de la
caseta. Un redondo depósito de chapa servía para las necesidades hu-
manas.
El trabajo penoso, la escasez de medios y la penuria de lo más ele-
mental rendían honores al nombre con que se denominaba este ba-
tallón: "Brigada de Castigo".
A primeras horas de la mañana sonaba estridente un silbato. En
medio de expresiones groseras, de palabras soeces y a menudo blasfe-
mias, se levantaban los presos y corrían a un rústico pilón de agua
acanalada. Se lavaban como podían y se lanzaban con egoísmo mal
disimulado a formar cola para recibir un líquido negruzco que llama-
ban "café". Los primeros en la carrera eran galardonados con el
"reenganche".
En esto consistía, lo que por ironía de las circunstancias, denomi-
naban "desayuno".
Como en las demás provincias, al Batallón disciplinario iban a parar
toda clase de personas procedentes de cárceles o checas. Gentes de de-
rechas se entremezclaban abigarradamente con presos comunes y aún con
malhechores profesionales.
La excavación de trincheras, tala de árboles, construcción de ca-
rreteras eran el trabajo de aquel batallón. A mediodía, servían un pobre
rancho. Consistía en arroz y lentejas con un escaso mendrugo de pan
negro de cuya corteza se podían arrancar con las uñas trozos de pajue-
las. Sin tomar el más mínimo descanso se reanudaba la dura tarea de
abrir zanjas, hasta la noche.
— 302 —

29.10 Page 290

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Con las herramientas bien limpias, requisito exigido por los guar-
dianes, regresaban al barracón. Tras el invariable rancho, que pretendía
servir de reconstituyente, el cuerpo apetecía ávidamente el reposo. La
sufrida colchoneta de paja recibía acogedora aquellos cuerpos rendidos
que buscaban un bien merecido descanso, imposible de concederles.
En las largas jornadas lluviosas, el trabajo se sustituía por clase de
canto, que tenía por objeto himnos comunistas o de sabor revolucio-
nario.
Días más duros eran los dedicados a la instrucción militar, si bien
compensaba la reserva de energías corporales, no quemadas en los duros
trabajos cotidianos.
Al frente de aquel batallón estaba un comandante apodado el Che,
sin duda porque vivió algún tiempo en Argentina. Su nombre era temi-
do hasta en los mismos ambientes de los jerifaltes. Era un tipo de me-
diana edad y estatura corriente, algo rubio, casi calvo, muy nervioso,
altivo, sanguinario y cruel. Siempre con la pistola en el cinturón daba
órdenes; exigía máximo rendimiento, y amenazaba a los remolones.
Hablaba poco y no tenía amistad con ninguno de los suyos. Andaba de
un lado para otro como inquieto leopardo, y amargaba a todos la vida
con su inhumana vigilancia, sus absurdas exigencias y su extrema cruel-
dad.
"Nuestra vida —resume don Jesús Marcellán— se deslizaba como
el agua que, limpia en su manantial, corre por entre peñascos, atraviesa
hondonadas, cruza llanuras, arrastra hojarasca y desperdicios, se mez-
cla con terrenos cenagosos y pierde su trasparencia, quedando negra y
corrompida.
Así era nuestra vida... La soledad del monte, el ambiente de temor,
la inquietud por el fin del castigo, las pésimas condiciones higiénicas,
la escasa y repugnante alimentación, el trato brutal de los guardianes,
el trabajo continuo y penoso obraban en nosotros una transformación
como aquella agua, pura en su nacimiento, acababa por corromperse y
llenarse de miasmas contagiosos. Expresa este símil solamente el cambio
humano y físico de cada uno de los presos, porque el espíritu conservó
siempre su pureza y nitidez (1)."
Nuevas necesidades que apremiaban las líneas fronterizas rojas em-
pujaron a los trabajadores a lugares más cercanos al frente, para reali-
(1) Marcellán Jesús: Memorias, I parte, fol. 30-31.
— 303 -

30 Pages 291-300

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30.1 Page 291

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2ar nuevas fortificaciones. Trincheras en todas direcciones, zanjas pro-
fundas, nidos de ametralladoras, tala de árboles...
"Una mañana de finales de junio —dicen las Memorias de don
Jesús:— nos dieron órdenes de tomar nuestras cosas y levar anclas. No-
tamos un movimiento especial y todos ocupamos los camiones ya dis-
puestos, que se pusieron en marcha en plan de traslado.
Quedó a nuestra derecha el sanatorio de Corconte; cruzamos Arija
y continuamos pasando por otros pueblecitos; en uno de ellos contem-
plé, con pena, el confesonario de la iglesia destruida, que servía de
garita a un centinela; sobre él la estatua de un santo, en cuyas manos
ondeaba la bandera roja.
Después de recorrer montes escabrosos, sin vegetación y cruzar
parajes desolados, descubrimos un pueblecito pobre, perdido en triste
soledad. Se trataba de Ruanales, a pocos kilómetros de Reinosa. Allí
enclavamos nuestras tiendas como clan de gitanos.
La iglesia lugareña, completamente desmantelada, nos sirvió de
albergue. Estaba llena de paja, sin ornato alguno de lugar sagrado. So-
lamente la mesa del altar y el pulpito que eran de piedra, habían re-
sistido la furia de aquellos bárbaros.
Comenzamos el nuevo plan de obras, urgentes en la intención de
los milicianos. Con un trazado rudimentario y a lo loco, sin pies ni
cabeza, fuimos desbrozando unos, allanando y arrastrando piedras otros;
talando árboles los expertos y tirando barrenos los especialistas, pues
el batallón abundaba en todo (2)."
2. La enfermedad
El esfuerzo de aquellas semanas, la falta de descanso apropiado, la
escasa alimentación, fueron minando el cuerpo de don Jesús que, ago-
tado, cayó enfermo. Fuertes dolores le impedían permanecer de pie y
mucho más dedicarse a la penosa tarea cotidiana.
Habilitaron la pequeñísima sacristía como enfermería. Naturalmente
carecía de lo más elemental; incluso de una yacija donde poder recli-
narse. El duro suelo terroso sirvió de lecho para el enfermo, que no
veía otra cosa que el techo raso, las paredes desnudas y un ventanuco
por el que se colaba furtiva la escasa luz que puede absorber un redu-
cido marco.
(2) Ibid., íol. 34.
— 304 —

30.2 Page 292

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Ni le aplicaron el más elemental remedio casero, ni trataron de ave-
riguar la dolencia que le aquejaba. La exención del trabajo constituyó
la única medicina para el enfermo que agravaba su malestar a causa
de la incomodidad y dureza del pavimento.
Sólo el segundo día de postración apareció un intruso doctor. Con
sorna le llamaban médico; en realidad no era nada más que un mucha-
chote, hijo del médico del pueblo, que había cursado segundo año de
Veterinaria. Sus conocimientos eran nulos; pero él alardeaba petulante-
mente de los estudios realizados.
Parodió los tradicionales ritos de tomar el pulso, observar la tem-
peratura, reconocer al enfermo; y lanzó un diagnóstico digno de su
ciencia: "Continúe sin moverse en el suelo y guarde rigurosa dieta". A
instancias del "paciente", condescendió a sus ruegos y le autorizó ali-
mento líquido, que era tanto como condenarle a morir de hambre o
intoxicado por aquel pejuco denominado café.
Pero la suerte del infortunado enfermo tuvo un final más feliz
de lo que se puede sospechar.
Las Memorias de don Jesús nos narran así el acontecimiento: "Es-
tando para cumplirse la semana sin moverme en aquella soledad y de-
bilitado notablemente, apareció el comandante Che. Supo por el apren-
diz a veterinario que yo no trabajaba porque los dolores me impe-
dían dar un paso.
Ignoro qué interés pudo tener aquel temido jefe al disponer que
marchara con él, en su propio coche. Monté con miedo en el rojizo
vehículo y después de muchas vueltas y revueltas llegamos a Ontane-
da. Entramos en el hospital de sangre y dio la orden de que me cuida-
ran, desapareciendo inmediatamente.
Aquello fue para mí como un verdadero oasis. Varias semanas pa-
sadas durmiendo sobre paja, trabajando sin descansar, mal alimenta-
do, sucio; y entraba en un edificio acondicionado, dormía sobre una
cama con sábanas y colchón, sin trabajar, bien alimentado y atendido
caritativamente sin faltar medicinas y remedio, que pronto me res-
tablecieron del todo.
Como en sueños me vi, pues, instalado en el salón de aquel sana-
torio, que sin duda sirvió de comedor de gala en otros tiempos.
Pasaba el médico con regularidad; nos atendían enfermeras; recibía-
mos medicamentos eficaces; la comida era abundante y bien condimen-
tada. No pude menos de dar gracias a Dios por tantos beneficios (3)."
(3) Ibid., fol. 35-36.
— 305 —
20.—

30.3 Page 293

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En ocho días, entre tantos cuidados, el cuerpo fatigado y exhausto
recobró la fortaleza perdida hasta su completo restablecimiento. Unos
días más completaron la convalecencia.
3. De vuelta al barracón
Recibida la notificación médica de alta, abandonó el hospital. En la
peluquería del pueblo se sometió a un buen lavado de cabeza y afeitado,
y en el comercio adquirió unos pañuelos y toallas. Limpio y provisto
de lo elemental, salió a la carretera. Alcanzó un camión cargado de alam-
bres de espino y sin ninguna complicación llegó a la cumbre del Puer-
to del Escudo, donde continuaba el mezquino barracón de madera, con
su carga humana, de vuelta ya de Ruanales.
Me presenté al comandante Che —nana, don Jesús— y dándole las
gracias le hice entrega del volante acreditativo de mi alta de enfer-
mo. Al comprobar que el certificado tenía fecha de aquel mismo día,
me dijo secamente: "Está bien. Así se cumple. Ahora vete con los de-
más y a trabajar". Al verme los compañeros de fatigas, más de uno
me llamó tonto porque no aproveché para irme unos días a Santan-
der (4)."
Nuevas fatigas, nuevas penurias, malos tratos, deficiente alimenta-
ción..., nueva vida no olvidada.
Cabanas de Virtus, a orilla de la carretera general de Santander a
Burgos, se constituyó meta de las nacientes actividades. Un novedoso
trabajo excogitaron los guardianes para emplear a los reclusos: fijar pos-
tes y rodear de alambre espinoso los terrenos fronterizos.
Pero ya no duró mucho este laborioso régimen. Algunas jornadas
después, uno de los oficiales reclamó a los hermanos maestros. Un co-
che les esperaba fuera del barracón; junto a él un policía que les invi-
taba a subir.
Nuevamente sobresaltos, dudas y temores. Descendió el coche por
la carretera general, dirección a Santander. El angustioso silencio, casi
cultual, por las aparentes circunstancias, se sentía violado únicamente
por el entrecortado y exasperante monólogo del policía.
Se desahogaba contra todo lo religioso; presumía de matón y ame-
(4) Ibid., fol. 37.
— 306 —

30.4 Page 294

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nazaba con quitar la vida a una tía suya monja, apenas el destino se la
pusiera al alcance de su arma.
Entra el coche en la ciudad. Llega a la plaza de Cuatro Caminos,
vira a la derecha y se detiene ante el edificio de la cárcel Provin-
cial.
Descendieron los presos con cierta tranquilidad, liberados ya de
la angustia primeriza. Entran en el recinto y les abandonan en el ves-
tíbulo. Un guardián les preguntó su procedencia. Obtenida cumplida
respuesta les condujo a una sala-despacho. Tras un minucioso registro,
les toman la filiación; atraviesan el rastrillo de la cárcel y les empu-
jan a ocupar la celda de castigo (5).
(5) Ibid., fol. 35-36.
— 307

30.5 Page 295

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3* CVírcel l*rorificiol
1. Soledad y compañía
"Nunca llegamos a saber —escribe don Jesús—, ni he podido adi-
vinar humanamente, el por qué de nuestro traslado desde la Brigada
Disciplinaria a la cárcel de Santander. No se dio el caso de que ni uno
de aquel batallón saliera para otro lugar.
Nos encontramos, pues, en una cárcel de nueva construcción. Atra-
vesamos el rastrillo. A nuestra vista se presentó un patio interior rec-
tangular, circundado de estrechas galerías adonde miraban unas puer-
tas de hierro que sugerían otras tantas habitaciones.
Cruzamos el patio y nos internaron en una celda llamada de cas-
tigo, de aspecto lóbrego y carente de todo motivo de alegría. Era un
espacio de tres metros de largo por dos de ancho; puerta metálica con
mirilla para abrir desde el exterior; camastro formado con una plan-
cha férrea, taladrada como una criba con agujeros redondos de un
centímetro de diámetro; en el ángulo, un tosco recipiente hediondo para
las necesidades personales, y una ventana alta, de poca luz, cuadricu-
lada por fuertes barrotes de acero.
Allí entramos tristemente los dos hermanos. Aquella soledad y la
falta de horizonte donde expansionar la vista llenó nuestro ánimo de
tristeza y preocupación (1)."
No estaba predestinado este garito para ser habitado por los no-
veles presidiarios; por eso, duró poco su permanencia en él. Una nue-
va celda abrió sus puertas para retenerlos. Precisamente en el dintel
figuraba el número 24. No ocupaba más espacio que la anterior; pero
se sentía más generosamente iluminada.
En aquélla convivían varios inquilinos, que aceptaron con franca
camaradería a los dos nuevos compañeros. El clima de confianza que
en ella reinaba abrió de par en par las puertas a la sinceridad, dándose
a conocer prontamente la ideología de cada penado.
Al escuchar de labios de don Jesús que era el director de los Sa-
lesianos, uno de los presos manifestó que él había cooperado al buen
(1) Marcellán Jesús: Memorias, II parte, fol. 1-2.
— 308 —

30.6 Page 296

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éxito de la pasada de los cuatro jóvenes estudiantes. A instancias de
don Jesús le contó tan famosa andanza. Había sido detenido precisa-
mente por colaborar en la fuga de otras personas derechistas, secun-
dando los planes de Germán.
Inmediatamente les facilitaron plato, cuchara y vaso de aluminio.
A la hora de rancho, una nueva sorpresa proporcionó no poca dosis de
optimismo al director. Apenas se abrió la puerta de la celda, dos mira-
das se clavaron mutuamente. Uno de los gaveteros resultó ser un an-
tiguo alumno salesiano, ferroviario y maquinista de profesión, casti-
gado como los demás, pero con el enchufe de "ranchero". Ninguno de
los dos disimuló la alegría de verse. Como es natural, el antiguo alum-
no se mostró espléndido en el reparto del rancho.
Al día siguiente, un nuevo recluso venía a disputar a los inquili-
nos del 24 el reducido espacio de la estrecha celda.
A la hora del esparcimiento, en el patio de recreo, pudieron cono-
cer los hermanos maestros la distinta condición de los presidiarios:
sacerdotes, industriales, médicos, abogados, obreros, campesinos y mi-
litares de graduación; entre ellos el coronel Pérez García Arguelles, co-
mandante militar de la Plaza, cuya indecisión había malogrado el triun-
fo del Alzamiento en Santander.
2. Más comodidad
Alrededor de una semana se redujo la estancia de los hermanos en
aquella celda. Favorecidos por el antiguo alumno gavetero, les traslada-
ron a un dormitorio corrido, donde la vida se prometía más variada y
agradable.
Unas sesenta personas ocupaban la sala, como de veinte metros de
larga por seis de ancha. Las ventanas se elevaban a bastante altura,
pero eran lo suficientemente amplias para proporcionar profusa luz al
ambiente. Adosadas a los costados, bien sujetas a la pared, se alinea-
ban dos filas de camas, nada diferentes de aquellas de la celda, con la
única ventaja de estar elevadas a sesenta centímetros del suelo.
Los primeros que ingresaron gozaban del privilegio de usufructuar
las planchas oradadas; los demás apoyaban sus huesos sobre el pa-
vimento, tan duro como las camas, pero con el perjuicio de resultar
menos higiénico.
Aprovechó don Jesús los servicios del antiguo alumno para enviar
— 309 —

30.7 Page 297

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un escrito a la familia Escudero, comunicándoles su nueva residencia.
No se hizo esperar la respuesta de la buena familia. Inmediatamente
enviaron dos colchones, que hicieron el descanso agradable y regalado.
La caritativa familia se constituyó desde entonces en el ángel custo-
dio de los dos hermanos. La ropa inmunda y destrozada, que había su-
frido los rigores de la suciedad y la abundancia de parásitos repugnan-
tes y contagiosos en la Disciplinaria, se trocó blanca y limpia, tan pre-
parada como era posible en las aciagas circunstancias, cuando el ja-
bón se hacía apreciar por su escasez. Nunca más faltó una cestita de ali-
mentos, gracias a la caridad de la buena familia Escudero y la ayuda de
algunos cooperadores salesianos.
"A mediodía —escribe don Jesús en sus Memorias— nos sentába-
mos en una mesa redonda el encargado o responsable de aquel dormi-
torio, señor Mucientes, hombre piadoso que fue presidente de la Ado-
ración Nocturna de Santander; don Manuel González, redactor del "Dia-
rio de Montañés", casado con una hermana de don José Arce; un
joven fámulo en el palacio del señor Obispo y los dos hermanos maes-
tros. .. Bendecíamos la mesa y nos repartíamos nuestras cosas como ver-
daderos hermanos, llenos de satisfacción (2)."
3. Actividades de los reclusos
Poco a poco, los hermanos Marcellán se fueron ambientando en el
nuevo género de vida. Cada jornada servía para estrechar más los lazos
de la amistad y caridad entre los presos.
En cada dormitorio existía un jefe o responsable, nombrado entre
los mismos reclusos. En la pequeña sala ostentaba este cargo don Do-
mingo Mucientes. Era hombre soltero, de mediana edad, serio, joyero de
oficio, se hacía respetar por su bondad y cordura. Procuraba hacer apos-
tolado, y miraba solícitamente por todo y por todos. No le faltaban sus
disgustos, dada la heterogeneidad de criterios y temperamentos. Incluso,
a veces, se veía en la precisión de tomar ciertas determinaciones que
forzosamente suscitaban protestas. Pero él sabía imponerse a la difícil si-
tuación con mucho de amabilidad, pero con no menos de inflexibili-
dad y energía.
(2) Ibid., fol. 5-6; Véase también Escudero Emilio, López Eugenia, Escudero López Emilio:
Ms. 810, fol. 4.
— 310 —

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Cada recluso demostraba sus propias aptitudes; el ingenio se agu-
zaba para sacar de sus ocultas profundidades cuanto podía ser más
útil para alegrar la vida, alejar los pensamientos o malos presagios y
sembrar el ambiente de agradables frutos de cualquier especie, eufóri-
cos y optimistas.
Existía en la cárcel un economato, donde los presos podían adqui-
rir objetos de uso corriente o personal. Con papel y cartón, hilos y cuer-
das había quien fabricaba trabajos manuales muy curiosos. Redecillas,
trenzas, cestillas, bordados, dibujos ornamentales, incluso trabajos de
marquetería, valiéndose de herramientas rudimentarias.
Así surgieron cinturones verdaderamente artísticos, naipes dibuja-
dos a plumín, rosarios de trencillas, juegos de ajedrez, pelotas borda-
das.
José María, el hermano de don Jesús, exhibió sus talentos de dibu-
jante y se dedicó a la caricatura. Como gozaba de buena mano, todos
querían posar para ver sus facciones plasmadas artísticamente en una
leve cartulina. Los trabajitos tenían su mérito; por eso no faltó quien
recompensara agradecidamente aquella obra maestra. Cuando había con-
fianza el preso disponía de especies, era preferible un platito de arroz
con leche al dinero metálico o a los vales canjeables.
"Hay hechos que no se explican —exclama don Jesús—. Imposi-
ble que hubiese influencias ni petición por parte de nadie. Lo cierto
es que un día, cuando realmente matábamos el tiempo porque no se
sabía qué hacer, apareció en la puerta del dormitorio uno de los guar-
dianes de la prisión, llamando en voz alta: "¡José María Marcellán!"
Acudió mi hermano; yo quedé pensativo, entretejiendo suposicio-
nes sobre aquella inesperada salida. Pasaron pocos minutos cuando le
veo entrar de nuevo con buena cara.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Nada, que el director de la cárcel me ha nombrado profesor de
sus hijos.
Eran éstos dos pequeños galopines que, groseramente y con des-
caro, se asomaban por las puertas de las celdas escupiendo insultos so-
bre los pobres e indefensos detenidos (3)."
Desde aquella fecha, cada día el joven maestro traspasaba el ras-
trillo y se dirigía a un pabellón del mismo edificio penitenciario, donde
tenía su vivienda el director del penal.
(3) Marcellán Jesús: Memorias, II parte, fol. 12.
— 311

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Allí enseñaba a los pequeños ciertas asignaturas que, para el je-
fecillo, resultaban más interesantes que la educación.
Este empleo le permitió introducir noticias en el recinto de la cár-
cel y mantener a los presos más favoritos al corriente de los sucesos
.nacionales de mayor relieve.
La captación de noticias se efectuaba a través de la imprudencia in-
fantil de los alumnos. En su inconsciente ingenuidad repetían, duran-
te el desarrollo de la lección, frases oídas a sus padres. "Los fascistas
quieren tomar Santander". "Los rebeldes están cerca de Reinosa". Has-
ta llegaron a decirle: "Nos vamos a marchar a Francia".
Todas estas gacetillas eran recogidas y confidenciadas prudentemen-
te a los presos de más confianza, que cada día rodeaban al porta-nuevas,
ávidos de información. Un día la gacetilla se convirtió en noticia de
primera página. En el piso estaban haciendo los preparativos de equi-
paje para salir de España toda la familia. Efectivamente, apenas la ofen-
siva de Santander se hizo realidad, le ordenaron que cesara de dar clase
a los pequeños.
4. Comunión en la cárcel
Los frecuentes contactos de los presos en las horas de recreo mo-
tivaban el perfecto conocimiento mutuo. Esta misma frecuente rela-
ción dio pie para que la personalidad de don Jesús se difundiera, aun-
que no llegara a generalizarse.
"Una mañana —relata él mismo en sus Memorias— se me acercó
un joven llamado Lino, seminarista de Corbán, que había cursado la
Filosofía. Después de saludarme respetuosamente me dijo, sin más pre-
ámbulos:
—Si usted quiere, puede comulgar.
—¿Cómo se hace? —le pregunté con ansiedad y extrañeza.
—Vaya a la enfermería, y encontrará a un señor de edad; es un
sacerdote; él le explicará.
—¿Y cómo puedo llegar a la enfermería?
—Preséntese a un miliciano, diciéndole que le duele algo y que tie-
ne necesidad de coger una medicina.
Efectivamente, coloqué mi mano derecha sobre la mejilla, simu-
lando un fuerte dolor de muelas. Después de algunos minutos me acer-
qué decididamente a uno de los oficiales, fingiendo estar atormentado
por el dolor.
— 312 —

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—¿Qué desea? —dijo secamente.
—Ir a la enfermería para pedir un calmante, repliqué haciendo es-
fuerzos por contener la molestia de mi boca.
—Vaya usted.
Aceleré los pasos. Llegué a la enfermería y penetré con cierta pru-
dencia. Vi sentado en una silla a un señor de edad que no tenía aspec-
to de ser médico ni enfermero. Me acerqué mucho a él y, en voz baja,
le pregunté:
—¿Es usted sacerdote?
Abrió asustadamente los ojos; en seguida le tranquilicé.
—No se preocupe. Yo también lo soy. Desearía confesarme.
Se levantó con calma; entornó la puerta y me escuchó como con-
fesor.
Ya animado, limpio de polvo y paja, volví a preguntar:
—¿Dónde está el Santísimo?
Sin más, me señaló un cuartito próximo, añadiendo: "Detrás de
la puerta verá una chaqueta colgada... Pues allí, en el bolsillo".
Entré emocionado. Cerré la puerta; vi, en efecto, una prenda avie-
jada; metí la mano y hallé una cajita metálica redonda, como de pas-
tillas.
No es para describir el imborrable momento en que mi mano llevó
a la lengua aquel Pan del cielo...
Cuando pasaron aquellos momentos, que para mí fueron segun-
dos de verdadero paraíso, volví al patio.
Al verme el buen seminarista Lino corrió al encuentro, diciéndome:
"Otra vez no tarde tanto, que pueden sospechar..." (4)
Fue esta la primera vez que don Jesús Marcellán recibió el Sacra-
mento de la Eucaristía. A partir de entonces tuvo oportunidad de ha-
cerlo en otras ocasiones, aun diariamente, aunque sin moverse de su
dormitorio.
El jefe de la sala mantenía contacto con el sacerdote de la enfer-
mería. Desconocemos el modo cómo entraban en el ámbito de la pri-
sión las Hostias consagradas. Don Jesús opina, salvo propia ignoran-
cia, que dentro de la cárcel nunca se celebró la santa misa. La vigilan-
cia se practicaba al extremo; incluso algún miliciano propaló la voz
de que "los fascistas comulgaban con papel blanco"...
Parece verosímil el proceso que él mismo propone. Cuando ingresa-
(4) Ibid., fol. 6-8.
— 313 —

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31.1 Page 301

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ban del exterior los medicamentos, uno de los presos, encargado de
recoger los envíos a los mismos reclusos, sabía camuflar la cajita que
servía de copón y entrevelarla entre las mismas medicinas; luego, el
sacerdote de la enfermería se encargaba de hacerla llegar a los dormi-
torios.
Lo cierto es que comulgaban muchas veces. La vigilia, el señor Mu-
cientes, conocedor de los individuos que formaban aquella especie de
comunidad, preguntaba quiénes tenían deseos de recibir la sagrada co-
munión. A las primeras luces del día, el jefe del dormitorio despertaba
a los señalados, indicándoles el momento. Practicaban privadamente los
actos de preparación, y, acostados como enfermos, extendían sobre
el pecho un pañuelo blanco. La cajita discurría de colchón en col-
chón para detenerse y adentrarse en los que habían manifestado de-
seos de recibir al Señor.
No se abandonaban otras prácticas religiosas. Don Jesús escuchó en
confesión a cuantos se acercaban a él, con ánimo de tranquilizar su
alma o recibir fuerzas para sostener cristianamente las incomodida-
des del encierro.
El propio señor Mucientes, los sábados y domingos, invitaba a re-
citar el santo rosario en familia. La mayor parte le secundaba. Quienes
no sentían tan en cristiano, guardaban respetuoso mutismo (5).
5. Nueva actividad
"Proseguía la vida carcelaria cada vez más tranquila y apacible —co-
menta don Jesús— como si una luz misteriosa nos hiciera ver el pron-
to y fácil desenlace de nuestra odisea."
El ambiente era más grato. Existía ya la amistad con algunos com-
pañeros de buena posición y de óptimas prendas personales. El tiem-
po se empleaba ya de buenas maneras. Corrían de mano en mano algu-
nos libros, que se usaban de entretenimiento. Se hacían comentarios
optimistas y hasta planes para cuando se vieran ya lejos del recinto
carcelario.
Recibían frecuentemente noticias del frente con la seguridad de
la pronta ofensiva de Santander. Se valían de ingeniosas industrias para
infiltrar y hacer salir las noticias y comunicaciones. Nunca faltaba la
(5) Ibid., fol. 10-11.
— 314

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cestita de comida que, con constancia heroica, preparaba la familia Es-
cudero, y que doña Eugenia, la santa mujer, verdadera madre, llevaba
a la cárcel.
"En fin —anota don Jesús—, que la vida en la cárcel llegó a
hacerse casi agradable."
Constreñidos por la necesidad, los milicianos se presentaron en
la prisión reclutando voluntarios para realizar labores de fortificación
en los alrededores de Santander. Un grupo de jóvenes se brindó ale-
gremente. Salían a primera hora de la mañana y regresaban a co-
mer. Aún les quedaban fuerzas para otro turno vespertino.
Por una vez también se enroló don Jesús, impulsado por una emo-
ción sentimental y para recordar los días de la Brigada Disciplinaria.
Los primeros trabajos se concentraron en ampliar una carretera ya
existente, cerca del cementerio. De común acuerdo los reclutados pro-
curaron rendir al mínimo. Los guardianes se mostraban condescendien-
tes y tolerantes, sin exigir tampoco gran cosa. Pero ante la pasividad
de los reclusos, o por otras razones ocultas, ya no volvieron a cruzar
el umbral de la cárcel. Los trabajos se suspendieron definitivamente.
6. El triunvirato
Los acontecimientos se precipitaron. Comenzó la ofensiva del Nor-
te y, con ella, el cerco a la ciudad de Santander.
Los guardianes de la cárcel seguían asiduamente los acontecimien-
tos del frente y se percataron que toda resistencia resultaría inútil.
Entre los oficiales del penal sobresalía un tal Mateo, miliciano por
las trazas, y que se distinguía por su notoria autoridad. Su perspiscacia
y clarividencia aguzó su ingenio y planeó sutilmente una añagaza para
salvar a los presos y, como de rechazo, poner a salvo su propio pe-
llejo.
Convocó a los militares de los elementos que más destacaban en-
tre los penados y constituyó un triunvirato, que gobernara los destinos
de la cárcel. Inmediatamente comenzaron a actuar con decisión y ener-
gía. Tras una reunión privada, y como primera providencia, afrontaron
bien armados al director del centro penitenciario. Le amenazaron con
las pistolas y le coaccionaron a que cesara en su cargo; y le exigieron
armas para actuar enérgicamente si fuera preciso. No intentó defender-
se ni negar cuanto demandaban aquellos nuevos directivos, que habían
ido dispuestos a jugarse el todo por el todo.
— 315 —

31.3 Page 303

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El segundo acuerdo determinó poner en libertad a todos los pre-
sos comunes, que pasarían del centenar, para que no constituyesen un
obstáculo en el nuevo gobierno. Acto seguido expulsaron a los milicia-
nos oficiales, y milicianas que se cuidaban de las mujeres.
Expurgada ya la residencia penitenciaria, Mateo logró hacerse con
armas. Se instaló una ametralladora en la puerta del rastrillo y otra
en la terraza sobresaliente en el centro del edificio, desde donde se do-
minaba un hermoso panorama. Facilitó además unos cuantos fusiles y
dos cajas de bombas.
Todo el penal se trasformó en nudo de extraordinaria efervescen-
cia en espera de grandes acontecimientos. Este golpe de mano se ve-
rificó el 22 de agosto de 1937.
"El día 24 —consigna don Jesús— pude comulgar por última vez,
dando gracias a nuestra Virgen Auxiliadora por su protección durante
aquellos largos meses de padecimientos e inquietudes.
El día 25 la cárcel hervía de movimiento alocado; nos mezclamos
ya todos, saliendo de las celdas y dormitorios sin distinción de luga-
res o pabellones, como dueños absolutos; gozábamos de plena liber-
tad para trajinar por donde quisiéramos (6)."
7. La libertad
Alrededor de las nueve de la mañana del día 26 algunos de los
presos vieron la bandera nacional enarbolada en el mástil principal de
la cárcel. El entusiasmo se hizo incontenible. Gritos de euforia y vítores
a España, al Caudillo y al Ejército atronaron las aulas. Se repartie-
ron banderitas y escarapelas, que las mujeres habían elaborado rápida
y artísticamente con jirones de vestidos rojos y amarillos.
Una orden corrió como pólvora por todos los rincones del edificio:
Todos los reclusos debían congregarse en el patio principal de la pri-
sión. Agrupados en torno a la bandera victoriosa, un coronel del Ejér-
cito entonó el Cara al sol. Siguió una arenga y una oración por los caí-
dos en la contienda.
Con este acto se proclamó la libertad oficial concedida a los pre-
sos.
(6) Ibid., fol. 18-19.
— 316 —

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Satisfechas colmadamente las efusivas manifestaciones de conten-
to y alborozo por la victoria, don Jesús se dirigió al colegio del Alta.
Hacía tiempo que las tropas de reclutamiento habían abandona-
do el edificio para trasformarlo en hospital de sangre.
La presencia de un sujeto demacrado y con visos de mendigo en
el edificio estatal no inspiraba la más mínima confianza. Y no resulta
extraño que el portero le recibiera con menguada cortesía. Pero don
Jesús supo imponerse a tan adversas circunstancias. Descubrió al fun-
cionario su personalidad de sacerdote y director del colegio, velada
accidentalmente bajo las apariencias de una humanidad débil y en-
juta.
Bajaron tres médicos. Cruzaron con el director el saludo de forma-
lidad. El salesiano se dio a conocer y ellos le invitaron atentamente
a girar visita al centro sanitario.
La iglesia había quedado trasformada en dormitorio. Unas seño-
ritas planchaban la ropa de los enfermos en el coro, habilitado como
sala de costura. Las aulas, estudios y habitaciones rebosaban de heri-
dos. Rivalizaban la soledad más triste con aglomeración tan heterogé-
nea; el indolente descuido del inmueble con la esmerada solicitud por
los enfermos.
La impresión que el director recibió de su colegio fue desalenta-
dora.
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31.5 Page 305

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9. JLos aspirantes de
Carabattcltel
1. La evacuación
En tanto Madrid se debatía inquieta en agitaciones y conflictos que
devastaban la capital, en Carabanchel Alto los aspirantes desarrolla-
ban una vida tranquila, alejados del centro.
Habían sido trasladados al colegio de Santa Bárbara el día del asal-
to al seminario.
Durante tres largos meses estarán sometidos a las órdenes de un
comité. Rehechos de las primeras impresiones, su vida se normalizará.
Hasta primeros de noviembre de 1936.
El 7 de octubre, dos columnas del ejército nacional convergen ha-
cia Madrid. El avance se realiza sin gran dificultad. El 4 de noviembre
se encuentran a las puertas de Carabanchel, después de apoderarse del
aeródromo de Cuatro Vientos.
La población suburbana es evacuada. También la población esco-
lar concentrada en Santa Bárbara, aspirantes y chicos del colegio. El
día 5 abandonan el inmueble. Al día siguiente, 6 de noviembre, los
Carabancheles estarían en poder de los nacionales (1).
Durante cuatro días los aspirantes serán admitidos en el Colegio de
huérfanos de Ferroviarios, situado en la Dehesa de la Villa. La acogi-
da por parte del director del Centro, del personal y de los mismos chi-
cos y chicas residentes fue muy favorable.
Los cuatro días que permanecieron en este colegio transcurrieron
en la inactividad.
Durante estos días se entablaba a las puertas de Madrid una fu-
(1) Véase Carabanchel Alto, pág. 63; también Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj.,
Ms. 716, fol. 1-2; Cuezva Enrique: Ms. 790, fol. 1; Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 1-2; Iglesias
Cándido: Ms. 893, fol. 1; Rodríguez José Miguel: Ms. 978, fol. 1; Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 1.
— 319 —

31.6 Page 306

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riosa batalla. La lucha se hizo encarnizada por la parte Oeste, en la
Ciudad Universitaria. Los ataques y contraataques se sucedían in-
interrumpidamente. Se disparaba en el interior.de las casas; se bombar-
deaba de piso en piso.
El día 9 el combate arreció. Las granadas y obuses alcanzaron al
mismo Colegio de huérfanos de Ferroviarios. Provocaron algunos des-
perfectos; pero no hubo desgracias personales.
Se hizo necesaria la evacuación. A pie, aprovechando una interrup-
ción en los bombardeos, salen a la calle Francos Rodríguez y huyen
hacia el centro, arribando a la Castellana.
La situación de los muchachos y muchachas evacuados resultaba
indefinida. Hasta media tarde permanecieron en la calle pendientes de
resolución. Unos se acurrucaban al sol; era una mañana clara y fría;
otros curioseaban los alrededores. Los inquilinos de los hotelitos cer-
canos se compadecieron de ellos y a algunos les proporcionaron ali-
mentos.
A eso de las tres o cuatro de la tarde, el director del colegio se per-
sona en el lugar. Le acompañaba el Presidente del comité de Caraban-
chel y un delegado del Ministerio de la Guerra del que dependían los
huérfanos militares.
Allí mismo se lleva a efecto una separación. La muchachada es di-
vidida en tres grupos. Los huérfanos de Ferroviarios, que después irán
a Barcelona; los huérfanos de Militares, que evacuarán a Murcia; y los
aspirantes salesianos que son conducidos a un colegio de la calle López
de Hoyos.
Se trataba de una institución benéfica; llevaba por título Fundación
Fausta Elorz. La había dirigido un sacerdote, fusilado en los primeros
días de la revuelta. El inmueble, incautado, conservaba todas sus de-
pendencias: capilla, salón de actos, locales de clases y viviendas; todo
cercado por una verja (2).
Disfrutaban el inmueble cuatro personas. Un matrimonio salman-
tino, quizá los hortelanos, muy buena gente; un señor, de nombre Lá-
zaro, y una mujer, llamada Julia. Aparentaba los treinta y cinco años,
y había sido miliciana en los primeros meses de la anarquía.
Esta mujer manifestaba cierta sensibilidad maternal, y se consti-
(2) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 1-3; Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 3-4; Rodríguez José
Miguel: Ms. 987, fol. 2; Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 3-4; Iglesias Cándido: Ms. 893, fol. 2-3;
Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716, fol. 2; Cuezva Enrique: Ms. 790, fol. 2.
— 320 —

31.7 Page 307

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tuyo en protectriz de los muchachos. Se preocupó de buscarles comi-
da y puso a su disposición algunas ropas.
Sin embargo, la vida en esta residencia se hacía insostenible.
Se carecía de lo más indispensable. Las instalaciones resultaban re-
ducidas para los cincuenta muchachos cobijados. La refección se hacía
en el sótano, por grupos, sin cubiertos suficientes. Sólo algunas veces
subían al comedor. En las habitaciones faltaba mobiliario. Dormían cua-
tro o seis en una alcoba; y se acostaban dos o tres en una cama.
Por otra parte, la alimentación era escasa; llegaron a sufrir fuerte-
mente las consecuencias del hambre.
Más penosa se presentaba la faceta educativa.
No existía organización escolar. Para alardear de cultura, la Julia (ex-
presión para denominar a la encargada) comenzó algunas charlas "for-
mativas" sobre la doctrina marxista. Unas muchachas llegaban con
frecuencia a la institución y montaban cátedra de charlista. En su ar-
dor, difundían absurdas especies contra curas y monjas. Lanzaron in-
cluso la ingenua calumnia de que "ya se habían enterado que los frai-
les de Carabanchel los habían usado de parapeto para resistir con ar-
mas a los milicianos (3)."
2. Nuevo cambio de vida
La aglomeración de fuerzas frentepopulistas para la defensa de la
Plaza, presentaba un Madrid congestionado e incapaz. Las pensio-
nes y albergues se abarrotan de soldados. Los colegios y grandes ins-
tituciones se habilitan para acuartelar en ellos efectivos para el frente.
Cuando ya los muchachos empezaban a aclimatarse a una vida es-
trecha y austera, a finales de noviembre, ven sus locales literalmente
invadidos por la tropa de las Brigadas Internacionales.
Los nuevos inquilinos aprovechan primeramente las dependencias
libres, iglesia, salón de actos; luego, desbordan los demás aposen-
tos.
La convivencia de milicias y aspirantes durará tres días. En ellos
los muchachos alternarán amigablemente con los soldados, y escucha-
rán de sus labios fantásticos relatos de la guerra.
(3) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 4-5; Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 4; Iglesias Cándido,
Ms. 893, fol. 3; Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 4; Rodríguez José Miguel: Ms. 987, fol. 2; Cuezva
Enrique: Ms. 790, fol. 2-3; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716, fol. 2-3.
— 321 —
21.—

31.8 Page 308

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Por su parte, los militares simpatizan con los chicos y les proporcio-
nan alimentos.
Pero la situación de los protegidos continuaba siendo insosteni-
ble.
Las milicias tenían ocupado todo el establecimiento. En consecuen-
cia, se programa la evacuación (4).
En un hotelito de la calle Fortuny se había instalado el centro de
Protección de Menores y la Oficina de Evacuación.
La despedida de López de Hoyos fue cordial. Julia lloraba. Algu-
nos soldados acompañaron a los muchachos hasta Fortuny.
En la oficina les confeccionan las fichas. Corrió la voz de que no se
permitía salir de Madrid a los que rebasaran cierta edad. Algunos, al
dar su filiación, se restan años. Gracias a esta astucia se pudieron librar
de la movilización dos años más tarde.
La elaboración de la ficha supuso varias horas, largas, aburridas,
llenas de presagios.
Al cabo de ansiosa espera, llegó la infausta noticia. Los mayores
de catorce años debían permanecer en Madrid, dispuestos, si fuera pre-
ciso, a empuñar las armas. Los más pequeños serían evacuados a Va-
lencia.
La separación resultó dolorosa para los muchachos, sobre todo para
los que permanecían en la capital. Madrid significaba hambre y guerra,
con la secuela de calamidades. Levante se mantenía en calma, por el
momento; gozaba de abundantes subsistencias y abiertas comunica-
ciones con el extranjero, y la vida se desarrollaba en un ambiente de
cierta tranquilidad (5).
3. Los evacuados a Valencia
Los veinticinco aspirantes separados, menores de catorce años, se
sumaron a otros menores protegidos. La partida tuvo lugar a primeros
de diciembre (los testimonios la colocan entre el 5 y el 7).
Abandonan Madrid de noche. La caravana constaba de diez auto-
(4) Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 4; Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 5-6; Rodríguez José
Miguel: Ms. 987, fol. 2; Cuezva Enrique: Ms. 790, fol. 3; Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 4; Arce
Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conl., Ms. 716, fol. 3.
(5) Hernández Tobías: Ms. 885; fol. 6; Rodríguez José Miguel: Ms. 987, fol. 2; Cuezva Enri-
que: Ms. 790, fol. 3; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716, fol. 3; Estévez
Tomás, Ms. 812, fol. 4; Viso Ramón, Ms. 1.052, fol. 5; Iglesias Cándido: Ms. 893, fol. 3.
— 322 —

31.9 Page 309

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cares. Precavidamente llevaban los focos apagados para no llamar la
atención de los aviones.
La primera escala será Tarancón, a sesenta kilómetros de Madrid,
para tomar algo de alimento. El resto del viaje se efectuará sin inci-
dentes. Por la mañana del día siguiente llegaban a Valencia.
De momento, todos los expedicionarios son conducidos al Centro
de Izquierda Republicana. Inmediatamente, la radio local lanza al aire
un reclamo. Acaba de llegar una expedición de evacuados y se espera
de toda la población solidaridad y hospitalidad.
Varias familias acudieron a la llamada; y algunos aspirantes queda-
ron recogidos en la ciudad. El resto pasa la noche en una lonja, alma-
cén de colchones y mantas.
A la mañana siguiente, toda la turba infantil sin hogar fue traspor-
tada a Puzol, población a diecisiete kilómetros de Valencia.
Allí tuvo lugar un nuevo reparto, hasta que todos quedaron colo-
cados.
Las familias acogedoras militaban en los distintos partidos políti-
cos; no faltaban los de derechas (6).
En lo que concierne a los aspirantes, la mayoría encontraron un
ambiente familiar e íntimo. Desde el primer momento se vieron aten-
didos solícitamente por sus protectores. Se sentían como en la propia
familia.
Poco a poco, la convivencia despertó la confianza. Algunos pudie-
ron incluso continuar los estudios, costeados por sus tutores.
En general, la actividad de los muchachos se limitaba a lo manual;
prevalecía el trabajo de agricultura.
Pasados los primeros días, comienzan los contactos mutuos. Se ave-
rigua el paradero de cada uno, y se van formando círculos de amigos
que hacen comunes sus diversiones, organizan paseos y, sobre todo, se
ayudan mutuamente.
Con frecuencia los de Puzol se desplazan a Valencia para tomar
contacto con los pocos compañeros que habían quedado allí (7).
Por diciembre de 1937, el coadjutor don Higinio Arce llegaba a
Puzol. Le reclamaba la familia protectora de su hermano aspirante.
En Madrid había conseguido un certificado de inútil total para el
(6) Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 4-5; Iglesias Cándido: Ms. 893, fol. 5-7; Cuezva Enrique:
Ms. 790, fol. 4; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716, fol. 3.
(7) Iglesias Cándido: Ms. 893, fol. 7-8; Cuezva Enrique: Ms. 790, fol. 4; Estévez Tomás:
Ms. 812, fol. 5; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716, fol. 4-5.
— 323 —

31.10 Page 310

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frente, por enfermedad. Así pudo desplazarse sin encontrar dificul-
tades.
Inmediatamente intentó el contacto con los salesianos de Valen-
cia.
En Puzol montó un taller de zapatería, para percibir algunos ingre-
sos que ayudaran a la economía familiar.
Los domingos fomentaba los encuentros con aspirantes y partici-
paba en sus paseos, con el fin de apartarlos del cine y alejarlos de los
ambientes peligrosos (8).
En lo que concierne a la vida de piedad, los testimonios nos reve-
lan un florecimiento alentador.
En algunos hogares se rezaba diariamente el rosario en familia. El
contacto con los salesianos de Valencia proporcionó la posibilidad de
practicar los sacramentos, principalmente el de la penitencia.
Don Higinio menciona alguna misa oída en el mismo Puzol. La
celebraba un sacerdote escondido, aprovechando las horas de la noche.
Sin embargo, reconoce que resultaba difícil trabajar espiritualmente con
los muchachos. En el pueblo era peligroso, y encaminarles a Valencia
era comprometedor para los salesianos (9).
El día 29 de marzo de 1939, la quinta columna de Valencia toma
posesión de los edificios oficiales.
El día 30 el general Aranda hace su entrada en la ciudad, enga-
lanada con los colores nacionales.
Don Higinio y los aspirantes habían estado preparando guirnaldas
y banderolas para este momento (10).
Lo más grave de la estancia de los evacuados en Valencia fueron,
sin duda, los peligros morales a que estaban sometidos. Se vivieron
unos años de confusionismo; el nivel de costumbres era bajo; la irreli-
gión, el libertinaje, las compañías de muchachos corrompidos, la faci-
lidad de asistencia a los espectáculos públicos, la inestabilidad del or-
den minaban la conciencia de los aspirantes, en edad de por sí difí-
cil.
La acogida en familias moralmente sanas, las relaciones mutuas, la
(8) Arce Higinio: Ms. 723, fol. 4; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716,
fol. 5; Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 5.
(9) Arce Higinio: Ms. 723, fol. 4-5; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716,
fol. 4-5; Estévez Tomás: Ms. 812, fol. 6.
10) Arce Higinio: Ms. 723, fol. 4; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj., Ms. 716,
fol. 5.
—— 324 ——

32 Pages 311-320

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32.1 Page 311

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dedicación al trabajo y al estudio constituyeron en muchos casos barre-
ra protectora, que neutralizaba las morbosas influencias exteriores.
En todo caso, no existía la cercanía del sacerdote, ni la facilidad
de los sacramentos (11).
Después de unos días de permanencia en el pueblo, al normalizarse
las comunicaciones, los aspirantes se reintegraron a sus familias.
4. Los que permanecieron en Madrid
Apenas se separaron de sus compañeros, los mayores fueron condu-
cidos al número 23 de la calle General Pardiñas.
Existía aquí una guardería infantil, donde se concentraban niños y
muchachos que después serían evacuados o deportados al extranjero.
Dirigía el centro la señorita Pilar Fernández, joven maestra comu-
nista.
A la sazón habitaban el edificio cerca de trescientos niños entre
los seis y los trece años. El ambiente moral estaba depravado; las blas-
femias, insultos soeces y groserías afloraban continuamente a sus la-
bios. Se hacía públicamente mofa de lo sagrado; y la directora daba
charlas a los muchachos parangonando la religión con las teorías co-
munistas (12).
Los aspirantes fueron objeto de buena acogida, si bien su edad y
el carácter de aquel centro no les prometía una estancia duradera.
Efectivamente. Hacia el 11 de diciembre de 1936, abandonan el
inmueble para errabundear por diversos centros. En todos se les re-
chaza. Finalmente, el Tribunal Tutelar de Menores determina que se
les albergue en la calle General Pardiñas, con carácter de permanen-
cia. La institución había sido ya evacuada de la turbulenta chiquille-
ría.
En pocos días la vida se normaliza.
La directora les permite salir de paseo por Madrid. Las primeras
salidas comportan los primeros contactos con los salesianos; encuen-
tros que se prolongarán hasta el final de la guerra.
De este modo se enteran de los encarcelamientos, y muerte de al-
gunos superiores del seminario.
(11) Iglesias Cándido: Ms. 893, fol. 13-14; Arce Florentín y Cerro Heliodoro del, reí. conj.,
Ms. 716, fol. 6.
(12) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 7; Rodríguez José Miguel: Ms. 978, fol. 2; Viso Ra-
món, Ms. 1.052, fol. 5.
— 325 —

32.2 Page 312

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Las salidas posteriores se polarizarán principalmente en las cárce-
les y en el contacto con otros aspirantes a quienes sus familiares habían
sacado de Santa Bárbara.
Un nuevo traslado llevará a los muchachos al número 17 de la calle
Lagasca. Sucedía a mediados de enero de 1937. La nueva residen-
cia había servido de asilo para ancianos desamparados.
El número de aspirantes que ingresaron en este centro no corres-
pondió al inicial. Algunos estaban ya enrolados en el Ejército.
La vida en Lagasca mantiene la normalidad conseguida en la resi-
dencia anterior. La directora, que había acompañado a los mucha-
chos, programa unas clases mejor planificadas. Varios de los profeso-
res exteriorizaron, precavidamente, sus ideas derechistas; provenían del
colegio de la Sagrada Familia, de Vallehermoso.
La convivencia con otros muchachos y profesorado heterogéneo
en ideas ejercían sobre los aspirantes cierta ligera influencia. Se trata-
ba simplemente del enfoque que cada uno de los profesores daba a
sus clases, según su ideología.
Las visitas a los encarcelados de Ventas se hicieron más frecuen-
tes. Esta asiduidad llegó a oídos de la directora, y les aconsejó que se
abstuvieran de estas visitas, aunque alababa el cariño que demostraban
a sus antiguos superiores.
Posteriormente, cuando los salesianos salieron de la cárcel, los as-
pirantes incrementaron los contactos.
Coincidió este período con la dedicación de los sacerdotes al apos-
tolado.
Don Alejandro Vicente, don Lucas Pelaz y don Juan Castaño se
constituyeron en los confesores ordinarios de los aspirantes; si bien,
mantenían contacto con otros sacerdotes.
Las confesiones se verificaban principalmente por la calle. Se eli-
gió como lugar muy propicio la Castellana.
Para recibir la Comunión quedaban citados en domicilios particu-
lares donde los sacerdotes habían instituido sus parroquias. En ocasio-
nes se llevaban la Eucaristía para poder comulgar en días sucesivos; o
se trocaban en portadores de Cristo para otros domicilios y hospita-
les (13).
(13) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 6-11; Rodríguez José Miguel: Ms. 978, fol. 3-4; Viso
Ramón: Ms. 1.052, fol. 5-7.
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32.3 Page 313

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En estas circunstancias de estabilidad, un nuevo traspaso de do-
micilio se programa para los aspirantes.
En la calle García de Paredes existía un edificio conocido por Asilo
Porta Coeli, fundación de un canónigo de Madrid para chicos del
arroyo. Contaba con unos talleres para la formación profesional de
los asilados.
Esta institución será el destino definitivo para los jóvenes aspiran-
tes. Mientras se acondicionan las dependencias, que servirán de vivien-
da, son destinados a la calle Jordán, número 8. Es un chalet ruinoso,
pequeño y con un patio interior, al estilo andaluz.
Su estancia en este domicilio fue muy breve.
En Porta Coeli encontraron de director a don José Rodríguez Var-
gas. Ya le conocían de la residencia anterior, en donde había ejercido
de maestro. Personaje pintoresco, hombre nefasto y malicioso; alardea-
ba de masón y se ofrecía desinteresadamente a los muchachos para in-
gresarlos en la logia.
Les impartía algunas clases; pero sin competencia, que intentaba
salvar abordando temas en los que se revelaba poco inspirado. Se com-
placía en encauzar la conversación hacia temas inmorales, y se brindó
incluso a dar unas "orientaciones" a este respecto.
Los aspirantes compartían su estancia con los chicos del asilo; mu-
chachos maleducados, groseros y blasfemos.
Sufrían escasez de alimentación; hasta el punto de que algunos sa-
lían con un cubo a los cuarteles cercanos para pedir las sobras.
La jornada se distribuía entre el taller y algunas clases. Por la tar-
de les estaba permitido salir a la ciudad. Los sábados se hacía semana
inglesa.
El día de Santiago Apóstol dos de los aspirantes del asilo, Tobías
Hernández y Celso Moran, pueden oír la santa misa por primera vez
en el período de la guerra.
A partir de esta fecha la práctica se generalizó, hasta llegar a la po-
sibilidad de hacerlo todos casi semanalmente. Aun durante la semana
comulgaban varias veces.
Para estas prácticas se veían obligados a madrugar, y saltar furti-
vamente la tapia derrumbada de la institución. En la cercana calle
Abascal habitaba la familia del aspirante Felipe Hernández. Este domi-
cilio se había constituido en una de las parroquias clandestinas regen-
tadas por los salesianos.

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Los muchachos debían estar de regreso en el hogar antes del desayu-
no, para no delatar su ausencia (14).
Providencialmente, el régimen del internado cambió de enfoque al
ser removido de su cargo el director del Centro. En otoño de 1937
tuvo lugar una movilización; y el señor Vargas fue destinado a Le-
vante.
Asume la dirección don Julio Camarena. Es hombre optimista, ac-
tivo y entusiasta; y buen católico.
Ejercía de profesor en el hogar, adonde había llegado con los mu-
chachos desde la calle Lagasca. Su dedicación a los aspirantes había
abierto la confianza, y era muy considerado en el grupo. Desde el
cargo de director se constituyó en verdadero padre para ellos.
Su primera actividad fue reducir las horas de taller y aumentar la
dedicación a las clases.
En la primavera de 1938, el señor Camarena cesaba, también por
movilización (15).
Por estas fechas el número de aspirantes que permanecían en el
asilo había mermado.
La crudeza de la guerra estigmatizaba los espíritus de aquellos jó-
venes, sicológicamente indefensos ante los sucesos de una insospecha-
da guerra civil. El hambre les restaba fortaleza física; los bombardeos
repercutían fuertemente en sus ánimos. Muchas noches tenían que sal-
tar de la cama para refugiarse en un subterráneo, practicado por Jilos
mismos en el patio.
La prolongación de la guerra y de la toma de Madrid engendraba
momentos de pesimismo y decaimiento. Las condiciones míseras por
las que discurría su existencia les llevaron a pensar en otro posible gé-
nero de vida más llevadero: ejército, fábricas de guerra o centros de
trabajo. En efecto, la mayor parte estaban afiliados a alguna organiza-
ción sindical.
Estas reflexiones, elaboradas por uno de aquellos aspirantes, inten-
tan sugerirnos la razón de esta merma (16).
A primeros de marzo de 1938, el profesor de Literatura del Cen-
tro, don José Rey, era promovido a director de unas colonias infan-
(14) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 11-12; Rodríguez José Miguel: Ms. 978, fol. 3; Viso
Ramón: Ms. 1.052, fol. 7-8.
(15) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 13; Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 8.
(16) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 13-14.
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tiles con destino a Alicante. Ofrece plaza a los aspirantes, y cuatro de
ellos se enrolan en la expedición.
El ambiente colonial revelaba un nivel moral bajo. Se entremezcla-
ban chicos mayores y pequeños. Adyacentemente existían dos colonias
femeninas, también de muy diversas edades.
Don José Rey trabajó con buena voluntad, imposibilitado de ha-
cer frente a unas condiciones heterogéneas. Velaba por continuar la
formación de los aspirantes; por sí mismo se preocupaba de darles cla-
ses particulares, e incluso les manifestó el temor de que por su culpa
perdieran sus ideales sacerdotales.
Los nombró monitores de un grupo de coloniales, y maestros de
una sección mixta en alumnado.
Permanecieron en Alicante hasta la liberación de la ciudad. Algu-
no se alistó en el Ejército.
En el verano de 1938 solamente quedaban en Porta Coeli seis
aspirantes. El resto, por las ingerencias aducidas, habían cambiado su
modo de vivir; la mayor parte alistados en el Ejército, bien por movi-
lización, bien voluntariamente.
A don Julio Camarena le había sustituido en el cargo de director
un tal Francisco (los testimonios silencian el apellido). Era andaluz,
miembro del partido de Izquierda Republicana. Sabía la procedencia de
los aspirantes, y se comportó muy bien con ellos.
Los distinguió de los demás muchachos; los sacó del dormitorico
común y los instaló en habitaciones. Con frecuencia se desahogaba con
ellos; y, en el verano, sus charlas se prolongaban por la noche pasean-
do por el huertecillo anexo al Centro.
Por su parte, los aspirantes continuaron el contacto con los sale-
sianos, y frecuentando los sacramentos. Don Alejandro Vicente se in-
teresa por ellos y organiza unas clases con cierta regularidad. Fomen-
taba las reuniones en casa de Felipe Hernández; y en enero de 1939
se realizaron unos ejercicios espirituales en este mismo domicilio. Los
predicó don Arturo González.
Al finalizar la guerra, solamente quedaban cuatro aspirantes en el
asilo de García Paredes (18).
Pasados los primeros meses de paz —para algunos casi un año—
(17) Viso Ramón: Ms. 1.052, fol. 9-10; Rodríguez José Luis: Ms. 978, fol. 4-5; Hernández
Tobías: Ms. 885, fol. 12.
(18) Hernández Tobías: Ms. 885, fol. 13-14.
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comienza la reagrupación en los colegios de Astudillo (Falencia) y Ca-
rabanchel Alto (Madrid).
Algunas vocaciones se habían malogrado en el ambiente adverso de
la guerra. Un buen número, la mayoría, regresaron para continuar sus
estudios sacerdotales.
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32.7 Page 317

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TERCERA PARTE
JLos iii«íríírc*# del odio
ct leí fe

32.8 Page 318

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IO. Madrid
1. Bdo. D. ENRIQUE SAIZ APARICIO, sacerdote
Dirigía la casa de Carabanchel Alto. Con la comunidad sufrió las
vicisitudes descritas en la primera parte de esta obra (1).
En la pensión Layóla permaneció todavía don Enrique algún tiem-
po, después de disolverse la comunidad.
No nos han llegado noticias más que de una salida suya a la calle
durante los días que pasó en la pensión (2). Pero allí mismo se le es-
condía el peor enemigo. Se trataba de un doméstico, descontentadizo y
atrevido. En su afán de mayor libertad, se desprendió del resto de la
comunidad, exigiendo al director cierta cantidad de dinero que decía
le era absolutamente necesario. Don Enrique respondió que no lo te-
nía. Insistió el criado. El superior algo encontró, no sabemos cómo,
y se lo entregó.
Desde la calle no cesó de molestar a don Enrique con sus reitera-
das exigencias de dinero. Una de las veces le pidió mil pesetas para
comprarse un carro y dedicarse a vender fruta. Iba escoltado por otros
milicianos que defendían su causa. Reclamaban justicia; alegaban que,
al quedarse en la calle desamparado, necesitaba montar un negocio para
poder vivir. Un día el infeliz criado llegó a amenazar a su bienhe-
chor: "Si no me da dinero, vendré con otros y lo llevaremos".
El asunto iba tomando mal cariz. Todo aquello comprometía seria-
mente a don Enrique. No podía sentirse seguro en ningún momento;
la más elemental prudencia le aconsejaba un rápido cambio de domici-
lio. Lo contrario hubiese rayado en suicida temeridad.
Pensó y se decidió.
Algún tiempo antes, se habían trasladado desde Loyola a la pen-
sión Nofuentes, en la calle de Puebla, 17, don Carmelo Pérez, don
Pedro Artolozaga, don Manuel Borrajo y los primos Mata; habían sido
(1) Todos los datos de la detención y martirio de don Enrique están extractados de la obra
de Bastarrica José Luis, Don Enriqtte Saiz (Madrid, 1965). En esta obra constan también los testi-
manios que avalan los sucesos historiados.
(2) Tenemos noticia de una salida que realizó don Enrique a la pensión Abella para llevar a
los salesianos, hospedados allí, la noticia del fallecimiento de don Ramón Goicoechea, director
del colegio de Atocha.
— 333 —

32.9 Page 319

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acogidos caritativamente por doña Beatriz del Hierro, hermana de doña
Avelina.
En este inmueble, en el piso inmediato inferior, estaba enclavada la
pensión Vascoleonesa. En ella fueron recibidos don Juan Codera, don
Pablo Gracia y don Tomás Gil, por no encontrar lugar en Nofuentes.
Don Enrique convino con el señor Arconada, guardia de Seguri-
dad, en simular una detención. Esta se llevó a efecto. Y el director sa-
lió "detenido" de Layóla para refugiarse en la pensión Vascoleonesa.
Nuevamente juntos.
El director y los suyos respiraban un mismo ambiente de subido fer-
vor. El dolor los unía aún más. La vida en ambos pisos trascurría pa-
ralela. Don Enrique seguía siendo el superior y padre de todos. Conver-
saba todos los días con sus hijos de ambas pensiones, los animaba e
irradiaba su paz y serenidad en torno a ellos.
Atendía a cuantos, de casa y de fuera, le pedían consuelo y direc-
ción espiritual.
Al enterarse don Joaquín Crespo, sacerdote rural, de la vida de
oración que llevaba la comunidad salesiana, pidió a don Enrique acom-
pañarles. Con todo sigilo y fervor rezaban todos los días el santo ro-
sario. Don Enrique, con gran espíritu y entrega de ánimo, los alentaba
a sobrellevar con paciencia aquella vida de continuos sobresaltos. Su
afabilidad atraía y convidaba a confesarse frecuentemente con él. En
el sacramento recibían alientos para aceptar con resignación cristia-
na todo, incluso la misma muerte, por Cristo.
"Uno o dos días antes de su detención definitiva —relata un testi-
go— me confesé con él. Me refirió que la conducta de Tomás Moro,
aceptando la muerte antes que traicionar los intereses de Dios, le había
dado materia de meditación aquel día. Me recomendó la virtud de la
prudencia, pero sin excesivo temor a la muerte. Me animó al martirio, re-
cordándome que los martirios de entonces eran más soportables que
los de los tiempos primitivos. Sé que de igual suerte hablaba, por
ejemplo, al señor Codera y a Pablo Gracia. A mí me impresionó mu-
cho su actitud; me pareció un gran santo."
"Le visité el 8 de agosto de 1936 —escribe don Alejandro Vi-
cente— y le encontré muy dispuesto al martirio. Se había entregado to-
talmente a la voluntad de Dios."
Tres días antes de su muerte decía don Enrique a una religiosa:
"Tenemos que prepararnos porque nuestro futuro es certísimo".
También don Enrique tuvo el consuelo de recibir repetidamente
— 334 —

32.10 Page 320

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el sacramento de la Penitencia. Don Joaquín Sainz afirma que "se con-
fesaban mutuamente".
Tampoco faltaban en la fervorosa comunidad sus ratos de recrea-
ción y honesto esparcimiento. Todos los días subía don Enrique al piso
superior; en él se entretenía con los demás, jugando a las cartas, a fin
de hacerles más llevaderas aquellas jornadas solitarias y aburridas. Se-
guían con gran interés, clandestinamente, los avances del ejército na-
cional.
El director no se exponía al peligro, ni tampoco lo temía. General-
mente permanecía en casa. Un día salió y entró en una barbería.
En aquella ocasión había ido a visitarle doña Társila Flores, espo-
sa del señor Arconada. A su regreso le preguntó:
—¿Por qué sale usted, don Enrique? ¿No ve que le buscan?
El se limitó a contestar.
—¿Qué quieres? Tenía tanto pelo y tanta barba... Ya sé que me
conocen y que me buscan. Precisamente al salir de la barbería me salu-
dó un muchacho: ¿Qué tal, don Enrique? ¿Cómo está? (3).
Por medio de los coadjutores don Juan Codera y don Pablo Gra-
cia y del aspirante Tomás Gil, menos conocidos que él y con una pre-
sencia externa menos propicia para atraer la atención de las milicias,
enviaba auxilios de ropas a los encarcelados (4).
El día 1 de octubre, a media tarde, la pensión Nofuentes se vio
sorprendida por la desagradable visita de los milicianos.
Después de un registro y un minucioso interrogatorio, se llevaron
a todos los huéspedes y a la dueña.
En el piso inferior, asomado a la mirilla de la puerta, don Enri-
que presenció el descenso de los detenidos. Cuando desaparecieron de
su vista, pronosticó: "Mañana vendrán por mí".
Le aconsejaron cambiar de domicilio; se le facilitaron direcciones.
Pero él respondía a todos que los padres deben cuidarse de sus hijos
y correr, cuando llega el momento, la misma suerte.
Es doña Beatriz Ibarreche la que nos narra la escena de la deten-
ción de don Enrique. Ella se encontraba presente; también su herma-
na Margarita.
"La víspera —relata— pagó la pensión.
(3) "Tal vez —añade doña Társila— no fue esa la pregunta del chico, sino esta otra: "¿Dónde
está?"; pero no recuerdo exactamente el dato."
(4) Un día estos salesianos no volvieron más. Fueron detenidos y asesinados. (Véase pági-
nas 383 y 386.)
— 335 —

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33.1 Page 321

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—¿Por qué me paga usted esta noche, don Enrique?
—Porque mañana vendrán por mí.
—No sea usted pesimista.
—Sí, sí; vendrán.
Don Joaquín Sainz intervino en la conversación.
—Y, ¿por qué piensa usted así?
Lo mismo le preguntaban los demás. El a todos respondía:
—Sí, sí, mañana.
Aquella noche no se acostó. Meditaba paseando; y, de vez en cuan-
do, se asomaba a la mirilla de la puerta.
Fue una noche de plegaria silenciosa y de espera.
Efectivamente. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, se pre-
sentaron dos jóvenes en la pensión. Uno de ellos saludó a don Enri-
que con fingida amistad, dándole una palmadita en la espalda, y desig-
nándole por su nombre.
Don Enrique no perdió la serenidad habitual. Le invitaron a pa-
sar a su habitación; los dos penetran tras él.
A los dos minutos uno de ellos me lleva al comedor y me pre-
gunta:
—¿Dónde tiene el dinero este fraile?
—¿Usted cree —le respondí— que yo pregunto a mis huéspedes
dónde guardan el dinero? Que conste que este señor me paga pun-
tualmente. Y que yo no sé que sea fraile.
—¿No sabe usted que es fraile?, replicó él con cierto retintín.
—No lo sé. El trae aquí la documentación legal como cualquier ciu-
dadano y tiene el nombre inscrito en la comisaría del Distrito (5).
Desilusionado el miliciano por su plan frustrado, penetró de nue-
vo en la habitación del salesiano.
Ignoramos en absoluto la conversación sostenida por ellos. Nadie
estaba presente en el diálogo.
Al poco tiempo salía don Enrique, acompañado de los dos inquisi-
dores. Yo me acerqué a él para devolverle lo sobrante del cobro an-
terior.
—No lo necesito, respondió con dulzura.
—Cuando usted vuelva se lo entregaré.
—No, ya no volveré más.
(5) Conviene advertir que, desde la detención de don Juan Codera y su compañero, don Enri-
que se había desprendido de todo el dinero, entregándolo a las hermanas de doña Beatriz y doña
Avelina del Hierro, a fin de que ellas socorriesen a los salesianos necesitados.
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33.2 Page 322

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Nos despidió a mí y a mi hermana, mientras sonriendo repetía:
—No, ya no volveré más."
La puerta estaba abierta de par en par.
Entre los dos visitantes salió don Enrique. Caminaba tranquilo, se-
reno.
Al llegar al descansillo de la escalera se volvió nuevamente hacia
los que quedaban en la pensión; se despidió y avanzó decidido, sin
perder la sonrisa.
Primeramente, le condujeron al convento de San Plácido, de reli-
giosas benedictinas, en la calle San Roque, número 9. El edificio esta-
ba convertido en Ateneo Libertario. Esta había sido también la pri-
mera etapa de los detenidos el día anterior en la pensión Nofuentes.
Ignoramos dónde pasó don Enrique el resto del día 2 hasta por la
noche, cuando tuvo lugar su martirio (6).
Un detalle, al parecer insignificante, nos lleva a creer que se en-
contró con los otros detenidos en la checa de Fomento.
El testimonio nos lo proporciona doña Beatriz del Hierro: "Es casi
cierto que se juntaron los tres en la checa, pues es dato muy significa-
tivo el que don Pedro Artolozaga, ya cadáver, apareciera calzado con
los zapatos blancos de su director". Don Pedro siempre había deseado
poseer aquellos zapatos. Tal vez nunca, hasta entonces, momento en
el que más peligro corría su vida, se había atrevido a pedírselos a su
generoso dueño.
¿Cómo ocurrió el martirio de don Enrique?
Uno de sus asesinos, con aire de triunfo, relataba a dos enferme-
ras del Hospital Provincial de Madrid el trágico suceso: "Vengo de
matar al director de los salesianos. Me encuentro satisfecho... He de
acabar con estos canallas.
Iba con nosotros en el coche como si nada le fuera a pasar. Le
disparé un solo tiro para no matarle y hacerle sufrir. Entonces él
exclamó: "¡Por Dios! Acabad de matarme; no me hagáis sufrir más".
Entonces le pegué otro tiro."
A la mañana siguiente un antiguo alumno contemplaba su cadá-
ver en el término de la calle Méndez Alvaro, después del túnel del
ferrocarril que surte a la C.A.M.P.S.A., y al lado de los talleres gene-
rales del Ayuntamiento, en un ensanche que se abre allí. Le reconoció
(6) Los datos suministrados al Juzgado de Causa General por persona desconocida, son inexec-
tos, como consta por las comprobaciones que practicó don José Burgos en el Ministerio de Justicia,
Causa General.
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22.—

33.3 Page 323

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perfectamente porque no estaba desfigurado. Un pañuelo denunciaba
su nombre marcado en rojo.
"Al día siguiente de su muerte —dice Héctor Martín— los porte-
ros de estos talleres me dijeron: "Creemos que mataron ayer a un sa-
lesiano. Vete a ver si lo conoces. Cuando venía en el coche con los
milicianos, le oímos decir: "¿Adonde me llevan ustedes?" Y dirigién-
dose a nosotros: "Soy el director de los salesianos" (7).
Me dirigí inmediatamente al lugar indicado por ver si lo cono-
cía. Cuando llegué, se me saltaron las lágrimas. Sin necesidad de acer-
carme, reconocí en aquel cadáver a don Enrique.
Algunos transeúntes me preguntaron: ¿Qué te pasa? ¿Es algún fa-
miliar?
No —contesté yo—, pero soy alumno suyo.
Le habían colocado alrededor del cuerpo una bandera nacional floja;
la chaqueta la tenía abierta. Mostraba el rostro sereno, sin señales de
violencia."
El "Boletín Provincial" de Madrid, con fecha 23 de octubre de
1936 daba la noticia del sumario que en Alcalá de Henares se seguía
por la muerte de varias personas en el término de Vallecas, entre ellas
"el de otro hombre de cuarenta años, complexión regular, pelo negro
con entradas, camiseta blanca con cremallera, llevando un rosario y un
pañuelo con nombre marcado en rojo de E. Saiz".
Con los datos suministrados en el Juzgado de Alcalá y los consul-
tados en el libro de Defunciones del Juzgado de Vallecas, se dio con
el lugar de su sepultura en el cementerio de este pueblo (8).
Exhumado e identificado el cadáver, el 11 de mayo de 1956, se pro-
cedió a su traslado al panteón salesiano en el cementerio de Caraban-
chel Alto, el 14 de mayo del mismo año.
(7) Todas las diligencias practicadas para localizar a estos porteros han resultado estériles. La
causa es que eran muchos los que se turnaban en el servicio diario.
(8) Sumario del Juzgado de Alcalá de Henares, Número 465, 1936. En el archivo de la Inspec-
toría de Madrid, sec. Mártires, obra un certificado expedido por dicho Juzgado de Instrucción y
firmado por Enrique Martínez Gallardo, Secretario del mismo, en el que se declara: "El cadáver
a que esta certificación se refiere recibió sepultura en el cementerio de Vallecas en el cuartel 7,
de la C.a de Castellón, sepultura 437, 4.a cavidad, chapa 287, talón 705". La ficha de defunción
consta en el Juzgado de Vallecas, registro civil, sec. 3.a, libro 57, hoja 362.
— 338 —

33.4 Page 324

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2. Bdo. D. FÉLIX GONZÁLEZ TEJEDOR, sacerdote
Ejercía el cargo de catequista en el Seminario de Carabanchel Al-
to. Durante el tiroteo y asalto al colegio, el día 20 de julio, prodigó sus
cuidados a los seminaristas, y trataba de elevar los ánimos de sus alum-
nos desconcertados y confusos.
"Con frecuencia nos decía —atestigua un alumno suyo— que de-
bíamos ser valientes, para confesar sin miedo la propia fe, si alguna
vez las circunstancias lo requerían (1)."
Siguió las mismas vicisitudes que la comunidad de Carabanchel,
hasta la pensión Loyola, de la calle Montera.
Solamente permaneció en ella unos días. Abandonó este domicilio
para albergarse en casa de su hermano Ángel, que vivía en la turbu-
lenta barriada de Ventas.
El día 2 de agosto se vieron obligados a dar albergue a su herma-
na Corina. Su esposo había sido destituido del cargo de secretario que
desempeñaba en Ledesma, Salamanca. Perseguidos y amenazados, se
refugiaron en Madrid, coincidiendo los tres hermanos durante varios
días.
Pero la situación se agravaba. Toda la familia corría peligro, por-
que sus miembros se veían amenazados con la misma pena. Por co-
mún determinación convinieron en separarse.
Doña Corina y su esposo encuentran habitación en la calle de la Bol-
sa, número 8. Don Félix, en una casa de huéspedes de la calle Espoz y
Mina; en ella paraba solamente para comer y dormir.
Unos días después de su partida el 7 de agosto, detenían y ase-
sinaban a su hermano Ángel (2).
Don Félix pasaba el día oculto en una trastienda inmediata al do-
micilio de su hermana, en el número 6 de la calle de la Bolsa. Per-
tenecía a una librería regentada por antiguos alumnos. Las ventanas de
la trastienda abrían al patio de la casa de sus hermanos, y todos los
(1) Hernández Tobías: Ms. 886, fol. 1.
(2) Gutiérrez Miguel: Ms. 863, fol. 2; Ms. 864, fol. 1.
— 339 —

33.5 Page 325

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días, con las precauciones necesarias, se comunicaban a través de las
ventanas (3).
Poco después comenzó a preocuparse de los jóvenes profesos, ex-
puestos a los peligros de ambientes difíciles; y visitaba a algunas fami-
lias conocidas. En alguna de ellas ejercía el ministerio de la confesión.
Las consolaba, las animaba a confiar en Dios y las confortaba con la
bendición de María Auxiliadora (4).
Una de estas familias le proporcionó un salvoconducto. Se hizo cons-
tar en la cédula su condición de músico, y se simuló procedente de Bil-
bao en busca de trabajo (5).
El día 24 de agosto de 1936 cumplía una de estas visitas a una fa-
milia de la calle Méndez Alvaro, número 2.
Se trataba de las hermanas doña María Luz y doña Mercedes Cid,
a quienes atendía también espiritualmente.
Habitaban diferentes pisos. Se avisó a doña Luz de la presencia
del sacerdote y bajó al domicilio de su hermana. Juntos departieron
durante algún rato.
Alrededor del mediodía se despidieron. Al llegar al portal, un gru-
po de milicianos detiene a don Félix; le piden la documentación y lo
arrestan (6).
Un muchacho le había delatado. Formaba parte de una cuadrilla de
milicianos que rondaban la calle en una camioneta. Al entrar don Fé-
lix en el portal, lo reconoció y le acusó.
—Ese es un cura.
—¿Estás seguro, chico?, indagaron sus compañeros.
—Si estaré seguro, que ha sido mi profesor.
—Pues a por él.
En el vestíbulo de la casa encuentran al portero.
—¿Adonde va ese cura que acaba de entrar?
El portero extraña la pregunta; no había pasado nadie con so-
tana.
——Yo no he visto entrar a ningún cura.
¡(3) Gutiérrez Miguel: Ms. 863, fol. 3; Periáñez Jesusa: Ms. 957, fol. 1.
' (4) Cid Mercedes: Ms. 776, fol. 1; Beca María Luisa: Ms. 740, fol. 1; Ramiro Carmen:
Ms. 969, fol. 1; Hernández Encarnación: Ms. 869, fol. 1; Campo Santos del, Ms. 764, fol. 1; Pe-
riáñez Jesusa: Ms. 957, fol. 3.
(5) Periáñez Jesusa, Ms. 957, fol. 1.
(6) Cid Mercedes: Ms. 776, fol. 1; Cernuda Marcial: Ms. 774, fol. 1; Uréña Agustín: Ms. 1.033,
fol. 1.
>
— 340 —

33.6 Page 326

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—Ese que acaba de entrar es un salesiano, concluyeron. Y le in-
dicaron el chico que le había delatado.
;;: ;Se apostaron en el portal y aguardaron a que bajara.
Lo montan en la camioneta y se lo llevan (7).
!
Poco tiempo; después se presentan nuevamente. Se encaran con el
portero y le piden el domicilio de don Teodoro Cid, padre dé las dos
hermanas. Suben al tercero y aporrean la puerta con la culata de los
fusiles. x ..'•'/•
; Al regresar doña María Luz a su casa encuentra a los milicianos
interrogando a; su anciano padre. La barba del anciano les infundía sos-
pecha y le tachan de cura disfrazado. El anciano protesta que es ferro-
viario jubilado, no cura. Le exigen el carnet acreditativo, y lo presenta.
Entra doña Luz y su padre le manifiesta el objeto de la visita de los
milicianos: "Vienen preguntando por un cura que ha estado aquí". La
hija declara la verdad: "Aquí no ha entrado ningún cura. Ha sido
abajo".
Bajan al piso inferior y se encaran también con doña Mercedes. Prac-
tican un registro y prometen volver cuando estuviera en casa el ma-
rido. No volvieron más (8).
Los testimonios más verosímiles convienen en que fue asesinado el
mismo día 24 de agosto, a primera hora de la tarde.
Los milicianos pertenecían a la checa de la Estación de Atocha,
cercana al lugar del arresto. No resulta ilógico que le condujeran a ella.
Y de allí al martirio.
Los mismos testimonios sitúan el lugar del fusilamiento en la mis-
ma calle de Méndez Alvaro, junto a los talleres de la Fundición Ja-
reño (9).
Un antiguo alumno intenta lanzar algo de luz sobre los fautores
del asesinato: "Un día —dice— en que fui al Centro Socialista de la
calle Valencia en busca de un automóvil para trasportar a mi cu-
ñado a un sanatorio, me encontré allí con un antiguo alumno salesia-
no, jefe de la sección de Automóviles del Centro, el cual me dijo: "Han
matado a don Félix. Ha sido gente de aquí, y el chófer que condujo
el coche era un antiguo alumno". Me lo decía con mucho sentimien-
to" (10).
(7) Cernuda María: Ms. 775, fol. 1; Llórente Eugenia: Ms. 905, fol. 1.
(8) Cid Mercedes: Ms¿ 776, fol. 1; Cernuda Marcial: Ms. 774, fol. 1.
••••' (9) Campo Santos del, Ms. 764, fol. 1; Ramiro Carmen: Ms. 969, fol. 1; Cernuda María:
Ms: 775, fol. 1.
- .:
.
(10) Cernuda Marcial: Ms. 774, fol. 1,
— 341 —

33.7 Page 327

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Sin embargo, no se han podido precisar más extremos.
Aquella misma tarde, una señora que había estado en el Depósito,
comunicaba a doña María Luz Cid la muerte del sacerdote. "A don
Félix le mataron a las tres. Y después de todo, me alegro mucho, por-
que no lo han martirizado tanto como si hubieran tardado unos días
en hacerlo (11).
Se desconoce el lugar de su sepultura.
La incansable actividad y el celo apostólico de don Félix culmi-
naron con la entrega total de su vida como sacerdote, precisamente en
un día consagrado a María Auxiliadora de quien había sido tan de-
voto.
(11) Cemuda María: Ms. 775, fol. 1. Existen otros testimonios que emparejan la muerte de
don Félix con la de un sobrino suyo. La novia de éste estaba afiliada a un Ateneo Libertario, y
pudo ser la acusadora. Estos datos resultan improbables. Por el testimonio directo de la detención
de don Félix, relatado, y por la fecha de la muerte del sobrino, 25 de octubre de 1936, queda des-
cartada la posibilidad de relación entre ambas muertes. (Véase Periáñez Jesusa, Ms. 957, fol. 2.)
— 342 —

33.8 Page 328

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3. Bdo. D. SABINO HERNÁNDEZ LASO, sacerdote
El día 19 de julio sufrió con los demás hermanos del colegio de
Estrecho el asalto de las milicias.
Durante el registro de la casa permaneció oculto en su habitación.
Las pesquisas de los milicianos dieron con él y le agregaron al grupo
de la comunidad, que había sido concentrada en el patio.
Era el único que conservaba vestida la sotana. Y con ella llegó has-
ta la comisaría de Juan de Olías. Allí se la cambiaron por un guarda-
polvos (1).
Durante el trayecto del colegio al centro policial recibió la agre-
sión de la multitud frenética, que les atacó a puñadas y arañazos. Don
Sabino llegó sangrando a la Dirección General de Seguridad (2).
Puesto en libertad, encontró asilo definitivo en el domicilio de
doña Ana Fernández Vallejo, que residía en la calle Fuencarral, nú-
mero 10.
Existe un brevísimo período de unos días que se ignora dónde los
pasó .don Sabino.
Parece que al salir de la Dirección General de Seguridad se dirigió
a casa de unos familiares, donde permaneció muy pocos días (3).
Por la inseguridad que encontraba en este domicilio fue a visitar
a su director, don Alejandro Vicente, que residía en la calle Valverde,
número 25. Unas cooperadoras salesianas le habían ofrecido su piso,
y él lo aceptó, acogiéndose a él con don José Villalba.
Don Sabino explicó su situación a don Alejandro y le sugirió la
posibilidad de quedarse también él en el domicilio de las cooperado-
ras.
Las señoras de la casa no creyeron oportuno recibirle; pero le en-
(1) Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 1.
(2) García Andrés: Ms. 830, fol. 1.
(3) Esta probabilidad que apunta don Alejandro Vicente no concuerda exactamente con el dato
que aporta doña Anita. Esta afirma que el día del asalto al cuartel de la Montaña (20 de julio) ya
estaba don Sabino en su casa. Precismente la noche del 19, la comunidad de Estrecho abandonaba
en libertad la Dirección General de Seguridad. Queda, pues, la concordancia posible de que todo suce-
diera en un mismo día. (Véase Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1; Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1.)
— 343 —

33.9 Page 329

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caminaron a la pensión de doña Anita, persona de buenos sentimien-
tos y gran confianza (4).
Compartían este domicilio tres sacerdotes más. Dos agustinos y uno
del clero secular (5).
Rezaban todos en común el santo rosario, y compartían los azares
y peligros de aquellos días de angustia. Existía el miedo; pero se con-
fortaban mutuamente.
Don Sabino dejó en todos la impresión de religioso ejemplar y sacer-
dote santo. Manifestaba gran espíritu de resignación; y con frecuen-
cia recurría a la protección del Apóstol Patrono de España, con la his-
tórica expresión: ¡Santiago y cierra España! En los momentos de ma-
yor peligro repetía insistentemente el versículo del salmo 136: Que
se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de tí... Se mos-
traba optimista respecto a los acontecimientos; pero dispuesto siem-
pre a morir como religioso (6).
La víspera, o el mismo día de su muerte, recibió la visita dé su di-
rector; y aprovechó para confesarse con él. Luego exteriorizaba su con-
tento por haber podido reconciliarse: "Ya me he confesado. Estoy tran-
quilo" (7).
El día 28 de julio unos milicianos irrumpen en el piso. Practican
un somero registro y someten a los huéspedes a un interrogatorio.
Don Sabino pudo eludir el encuentro con los rastreadores, ocul-
tándose en una de las dependencias de la casa.
Por el interrogatorio, los milicianos se informan de la condición
religiosa y sacerdotal de los huéspedes. En un cajón descubren las cé-
dulas de los padres agustinos, que confiesan abiertamente su carácter
sacerdotal. " ¡Ah, canallas! —barbota un miliciano—. Y sin corona ni
hábito talar, contra vuestras leyes. Si yo he sido cura y sé vuestras le-
yes. ¡Canallas! Vais a morir como perros..."
Y después se dirigen a doña Anita.
—¿Dónde tienes al obispo?
(4) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1; Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1.
(5) Eran el padre Juan Múgica, director agustino del colegio de Guernica; el padre Evaristo
Seijas, del Monasterio de El Escorial, y don Francisco Ulpiano, párroco de Saelices, Cuenca. (Fer-
nández Ana: Ms. 818, fol. 1; Vicuña: o. c., pág. 72.)
(6) Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1; Seijas Evaristo: Ms. 1.012, fol. 1.
(7) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 2; Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1.
— 344 —

33.10 Page 330

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—Aquí no hay ningún obispo. Como no sea, alguna confusión con
el padre Múgica, que es hermano del obispo de Vitoria... (8).
Inmediatamente quedan detenidos los dos agustinos y el párroco.
Y les conducen a la checa de la calle de la Luna, Palacio Monistrol, cuar-
tel General de la G.N.T. Por intervención de la policía recobran la
libertad y vuelven a su residencia (9).
Seguidamente los sacerdotes deliberan sobre la conveniencia de per-
manecer en el piso o trasladarse de domicilio. Don Sabino propone con-
sultar el caso con su director. Se dirige a la calle Valverde y expone
su delicada situación.
Don Alejandro les recomendó no moverse. Carecían de documen-
tos; y en cualquier pensión exigían la cédula personal. Incluso cabía la
posibilidad de que, una vez practicando un registro infuctuosamente, no
volvieran ya por allí. Siguieron su consejo (10).
No había pasado una hora, y nuevos golpes sonaron a la puerta.
Serían las seis de la tarde. Nuevamente los milicianos buscaban a los
sacerdotes.
Don Sabino se ocultó en su cuarto. El otro sacerdote quedó en la
cama, por cólicos hepáticos que le retuvieron providencialmente. Com-
parecieron los dos padres agustinos y la señora de la casa.
Los milicianos pretextaron llevarse por la mañana a los detenidos
para confeccionarles la cédula de identidad. Doña Anita opuso resisten-
cia. Eran sus huéspedes y ella respondía de ellos con su documentación.
No le valieron razones. Ella misma quedó detenida.
Comienzan a bajar las escaleras. A la puerta de la casa esperaba un
coche. Todos lo reconocieron. Se trataba de una de las fatídicas camio-
netas empleadas para el clásico paseíto. Protestaron; y se negaron
a montar en el auto.
Al instante suena un disparo que atraviesa el corazón del Padre
Múgica. Una segunda bala hiere a doña Anita. El padre Seijas se esca-
bulle de los milicianos, y es perseguido a tiros. Providencialmente logró
evadirse, sin ser tocado.
Inmediatamente rematan al padre Múgica y a la señora, que se ha-
(8) Doña Anita afirma que los detenidos eran los dos padres agustinos y don Sabino; y denun-
cia inexactitudes en el relato de Vicuña: o. c., págs. 72-76. Pero el padre Seijas se reafirma en
esta relación en dos cartas con fecha 7-5-52 y 4-10-53. (Ms. 1.012 y 1.013.) •
(9) Vicuña: o. c., págs. 72-73; Seijas Evaristo: Ms. 1.012, fol. 1; Ms.'1.013, fol. 1.
(10) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1; Seijas Evaristo, Ms. 1.012, fol. 2.
— 345 —

34 Pages 331-340

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34.1 Page 331

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bía refugiado en un patio bañada en sangre y simulando estar muer-
ta (11).
Acabada su labor, mientras unos milicianos perseguían al padre Sei-
jas, otros suben al piso. Practican un registro y encuentran a don Sabino.
Lo apresan y le bajan al coche. Juntamente detienen al portero del in-
mueble por encubridor y defensor de los frailes.
El portero, con gritos y protestas, logra ser atendido. La fuerza pú-
blica le arrebató de manos de los asesinos y le condujo a la Dirección
de Seguridad (12).
Don Sabino permaneció en el auto; silencioso, sin oponer resistencia
a su detención. Inmediatamente le llevaron al lugar del martirio (13).
Parece que existió una denuncia. Apunta la posibilidad doña Ani-
ta. Fundamenta esta suposición en unas palabras que le dirigió un mi-
liciano en el primer registro.
—Que mal la quieren a usted, le dijo el joven.
—No creo que tenga enemigos, contestó doña Anita.
—Sí, aclaró el miliciano; una de la terracita de enfrente.
"Es posible, concluye doña Anita, que esta persona observara alguna
actitud nuestra al rezar el rosario" (14).
Ciertamente la condición sacerdotal de don Sabino era notoria y
conocida de los milicianos. En esta afirmación están acordes los testi-
monios (15).
Se desconoce el lugar de su muerte y el paradero del cadáver de
don Sabino.
(11) El padre Múgica murió instantáneamente al primer disparo. Doña Anita, llevada a la
clínica de urgencia, tras delicadas oporaciones, pudo salvar la vida. A consecuencia de esta cruenta
escena, su cuerpo presentaba veintidós heridas. (Véase Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1 v.°; Vicu-
ña: o. c., págs. 73-74; Seijas Evaristo: Ms. 1.012, fol. 2 v.°
(12) En los calabozos se encontró con el padre Seijas, a quien creía muerto a balazos. El agus-
tino había podido burlar a sus perseguidores y ocultarse en un bar cercano. Reconocido por los
camareros como fugitivo, le entregaron a los milicianos, que le condujeron a la Dirección General
de Seguridad. El portero le relató la detención del salesiano y la propia, con la intervención de
la policía. (Véase Seijas Evaristo: Ms. 1.012, fol. 3; Ms. 1.013, fol. 2 v.°; Vicuña: o. c., pág. 75.)
(13) Seijas Evaristo: Ms. 1.012, fol. 2; Ms. 1.013, fol. 2 v.°
(14) Fernández Ana: Ms. 818, fol. 1.
(15) Seijas Evaristo: Ms. 1.013, fol. 3; Fernández Ana: Ms. 818, fol. 2.
— 346 —

34.2 Page 332

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4. Rdo. D. GERMÁN MARTIN MARTÍN, sacerdote
D. DIONISIO ULLIVARRI BARAJUAN, coadjutor
El obligado éxodo de la comunidad del Paseo de Extremadura aunó
las vidas y el martirio de don Germán, Catequista del Colegio, y don
Dionisio. Este ejercía el cargo de administrador en el colegio de María
Auxiliadora de Salamanca. Por motivos administrativos se vio obligado
a trasladarse a Madrid, hospedándose en el Paseo de Extremadura, don-
de le sorprendió el Alzamiento.
A su salida furtiva del colegio, el padre Germán y don Dionisio va-
garon juntos por las calles madrileñas, sin rumbo definido. Deseaban
no comprometer a nadie; por eso desatendieron el acogerse al domicilio
que el director les había proporcionado. Finalmente optaron por hos-
pedarse en una pensión cercana a la Gran Vía (1).
En estos días aprovechaba don Germán para visitar a un familiar
suyo, don Higinio Sánchez. Cuando todavía estaba en el colegio había
mantenido frecuentes entrevistas con él.
Varias veces don Higinio le ofreció su casa, como residencia más se-
gura; invitación que don Germán denegó por no dejar solo a don Dio-
nisio (2).
Por recomendación de este pariente, los dos salesianos abandonaron
la pensión para instalarse en la calle Alfonso XII, número 66. La dueña
de este piso, doña Cesárea Bercial, conocía a Don Germán por ser pai-
sanos, lo que constituía cierta garantía de seguridad y una estancia más
soportable y llevadera.
Por falta de habitaciones en casa de doña Cesárea, subían a dormir
al piso de doña Francisca Aramburu. Doña Francisca lo acogió con cier-
to recelo, pues doña Cesárea la había puesto ya en antecedentes sobre
la condición religiosa de los huéspedes. Pero el sentido de la caridad
se impuso, y la estancia de los dos religiosos allí llegó a ser muy aprecia-
da. En la misma casa se albergaba una monja, hermana de doña Fran-
cisca.
(1) Gandía Manuel: Ms. 829, fol. 1.
(2) Sánchez Higinio: Ms. 1.006, fol. 1.
— 347 —

34.3 Page 333

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Practicaban la vida ordinaria en el domicilio de doña Cesárea. De
noche, después de cenar, se desplazaban a la vivienda superior. Con las
ventanas cerradas y la luz apagada, departían y pasaban el rato con la
dueña, hasta la hora de dormir (3).
Una vez alojados !convénienteniente, intentaron formarse un con-
cepto claro de su extraña situación, en el nuevo género de vida que for-
zosamente les deparaban las circunstancias. Realmente, se presentaba
comprometida. Andar por Madrid indocumentado equivalía a entregarse
en manos de las numerosas patrullas de milicianos armados que pulu-
laban por las calles exigiendo la documentación.
El espíritu decidido de don Germán le lanzó a remover todos los
obstáculos y a practicar todas las gestiones para conseguir un carnet
de afiliado al sindicato de la C. N. T. Creyó encontrar total inmunidad
en este documento, que siempre llevaba consigo. A cuantos le aconseja-
ban moderación y le instaban precavidamente a que permaneciese en
casa, respondía: No os preocupéis, no me cogerán" (4).
En la misma pensión residían unos ferroviarios de ideas izquierdistas.
Los huéspedes procuraban disimular su condición de religiosos, pero
ellos adivinaron su identidad eclesiástica. Sin embargo los respetaron.
Por su parte, jamás se presentaron contratiempos para los salesianos (.5).
Llevaban pocos días en la nueva residencia, cuando surgió impro-
visamente el primer sobresalto. Unos golpes fuertes y desacompasados
en la puerta sobrecogieron el ánimo de los presentes. Varios milicianos
procedían al registro del inmueble entero. Se había cometido un robo
de pieles y trabajaban en la investigación. Por fortuna los dos salesia-
nos no se encontraban eri casa, y nada hubo que los delatara.
Pero concibieron la idea de abandonar la pensión, para evitar cual-
quier posible disgusto posterior a la señora. Ante la presión de la dueña,
desistieron de su intento y se quedaron (6).
Pasado el pequeño sobresalto, volvieron a menudear las salidas. Fia-
dos en la presunta inmunidad que les procuraba el documento Genetista,
trataron de entablar comunicación con otros salesianos.
Encontraron lugar propicio para estos frecuentes contactos los alma-
cenes "SEPU". El vaivén de gente en sitios semejantes representa un
(3) Sánchez Higinio: Ms. 1.006, fol. 1; Bercial Cesárea: Ms. 742, fol. 1; Aramburu Fran-
cisca: Ms. 709, fol. 1 y 2.
(4) Escribano Emiliano: Ms. 809, fol. 1; Aramburu Francisca: Ms. 709, fol. 2; Arzadun Ju-
lián: Ms. 734, fol. 1.
(5)'Bercial Cesárea: Ms. 742, fol. 1; Gandía Manuel: Ms. 829, fol. 1.
(6) Bercial Cesárea: Ms. 742, fol. 1.
—— 348 ——

34.4 Page 334

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magnífico papel de encubridor. Allí les resultaba fácil citarse y cambiar
impresiones, mientras recorrían los distintos departamentos (7).
Por petición de algunos salesianos que se encontraban indocumen-
tados y con insistente peligro para su seguridad, don Germán tramitó
la consecución del carnet de la C.N.T., dotándoles de este aval de pro-
tección (8).
,
':..,.
Mantuvieron asiduamente las relaciones fraternales con otros sale-
sianos, y frecuentaban domicilios de confianza, nudo de contacto y de
actividades de los religiosos.
,
Todas las mañanas don Germán y don Dionisio pasaban por el es-
tanco de doña Pepita para cambiar impresiones. Se mostraban siempre
optimistas y de buen humor, desechando cualquier alusión a su posi-
ble detención y muerte (9).
Los domingos, los dos salesianos centraban su actividad en el do-
micilio del Coronel don César Serrano, gran amigo de don Germán,
a quien había conocido don César por sus contactos profesionales con
los salesianos (10).
(7) Gandía Manuel: Ms. 829, fol. 1; Bercial Cesárea: Ms. 742, fol. 1.
(8) Urtasun Ignacio: Ms. 1.035, fol. 1.
(9) Martínez Josefa: Ms. 926; fol. 1; Escribano Emiliano: Ms. 809, fol. 1.
(10) Don César, militar con una carrera 'brillante, unía a su reciedumbre profesional las deli-
cadezas de un alma mística.
Estudió en la Academia Militar de Toledo y en la de Artillería de Segovia, cursando la ca-
rrera de Ingeniero Industrial.
Desde joven comprendió la postración en que se hallaba la gente humilde y se dedicó a elevar
el nivel de esos seres depauperados que por aquel entonces engrosaban los suburbios madrileños.
Nombrado en 1911 profesor de Industrias de la Academia de su Arma, estableció diversos talleres
y fundó laboratorios y escuelas profesionales para mayor eficacia de la enseñanza. Precisamente a
través de esta noble inclinación a la redención de la clase obrera se originó su simpatía por los
salesianos, con quienes compartió la labor educadora.
Toda su vida fue de cristiano ejemplar. En cuartel y en campaña mantenía su mente en con-
tacto íntimo con Dios. Su destacadísimo espíritu de oración y reparación queda bien patente en las
cartas que desde África enviaba a su esposa y familia. A su unión con Dios se añadía el elevado
espíritu apostólico que proyectaba sobre sus mismos compañeros de milicia.
Toda su vida se centraba en la misa y en la comunión que no abandonó nunca, si no por causas
incompatibles. Desempeñó importantes cargos oficiales y dirigió varias fábricas, siempre buscando
el bien de los obreros.
Estaba en posesión de numerosas cruces y condecoraciones. Es autor de numerosas obras técnicas
industriales y colaborador de otras publicaciones importantes, periódicos y revistas, y del dic-
cionario Espasa.
El hecho que nos narra su hijo Luis muestra su finura de alma, su amor y espíritu de entrega.
"Me consta que estando yo amenazado de morir fusilado en el verano de 1936 (todos los oficiales
de mi Batería lo fueron) y constituyendo yo un grave motivo de preocupación para él en los últi-
mos días de su agonía .moral, ofreció a Dios su vida por la mía. Esto me lo dijo mi madre. El
murió en efecto, el día 31 de agosto, y yo debí haber sido fusilado en 1 de setiembre". (Serrano
José Antonio: Ms. 1.020; Serrano Luis: Ms. 982, fol. 1; diccionario Espasa, "Serrano Jiménez".)
— 349 —

34.5 Page 335

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En esta casa sería donde el Señor les deparaba el comienzo de su
breve y glorioso calvario.
No arredraban a los dos religiosos ni el estado caótico de Madrid
ni el peligro de ser descubiertos. Conscientes del riesgo que corrían en
aquel domicilio por la patente actividad e ideología religiosa del coronel,
todos los domingos, a media mañana, llegaban don Germán y don Dio-
nisio al número 15 de la calle Orellana, al apartamento de don Cé-
sar. Se concentraba toda la familia en un cuarto; y después de un mo-
mento de oración en común, comentaban en amena charla los avata-
res del ejército en su avance hacia Madrid; así proporcionaban legítima
expansión a sus espíritus oprimidos (11).
Las salidas a la calle Orellana intranquilizaron a doña Francisca y
a doña Cesárea; repetidas veces les insistieron para que no volvieran.
Pero don Germán, siempre optimista, amparaba su arriesgada resolu-
ción en la cédula sindical. Incluso rechazó la petición de doña Cesárea
para que se despojara de la medalla que colgaba de su cuello, que po-
día llegar a ser ocasión de peligro.
Don Dionisio se mantenía silencioso y secundaba las propuestas de
don Germán (12).
El mes de julio había pasado en Madrid entre agitaciones y atrope-
llos. Agosto no se presentaba menos dramático. La consternación y el
temor reinaban en todas las familias cristianas.
Don Germán y don Dionisio proseguían asiduamente su forma de
vida en el Madrid libertario. La casa del coronel Serrano constituía
lugar a propósito para poder hablar de Dios y de la Patria sin temor,
aprensiones, ni recelos.
Sin embargo, en el inmueble se conocía la identidad religiosa de los
dos salesianos. Todo el piso profesaba ideología de derechas, a excep-
ción de algún inquilino. Por otra parte, ninguna de las familias ignora-
ba el relieve patriótico y cristiano de don César. No resulta extraño,
pues, que las sospechas y conjeturas iniciales sobre la condición eclesiás-
tica de los dos asiduos visitantes, se tornara en absoluta certeza.
Don Aníbal Ruiz, jefe de casa en aquel período, con afán de pre-
venir cualquier posible contratiempo, advirtió al coronel: "Se va sa-
biendo en la vecindad que vienen por aquí dos sacerdotes". Sin em-
(11) Aramburu Francisca: Ms. 709, fol. 1; Bercial Cesárea: Ms. 742, fol. 1.
(12) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1; Serrano José Antonio: Ms. 1.020, fol. 7-8;
Ms. 1.019, fol. 1 v.°; Pablo Carmen de, Ms. 950, fol. 1; Aramburu Francisca: Ms. 709, fol. 1;
Gandía Manuel: Ms. 829, fol. 1; Escribano Emiliano: Ms. 809, fol. 1.
— 350 —

34.6 Page 336

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bargo, no parece probable que la detención subsiguiente se efectuara
por alguna denuncia (13).
El domingo 30 de agosto, como de ordinario, los dos salesianos se
encontraban, a eso de las once de la mañana, en casa de la familia Serra-
no. Aquel día, además, compartían la estancia con ellos el capitán don
Manuel Roig, hijo político de don César, y el comandante de Infante-
ría don Emilio Ferrer, perseguido ya en Canarias por su ideología ca-
tólica, y refugiado en Madrid (14).
Rezaron el rosario, como de costumbre. Comenzaba ya la charla fa-
miliar; pero se vieron interrumpidos por una visita inesperada. Cinco
milicianos requieren la presencia de don César. Viene al frente del gru-
po Juan Gil Heredia, que, incorporado al Servicio de Investigación y
Vigilancia, obraba a los dictados de la checa de Fomento (15).
El coronel se negó a comparecer y a franquearles la entrada. Insis-
tieron los milicianos en que se hallaban perfectamente facultados por
las Autoridades Rojas para practicar un registro. Don César no cede.
(13) Ruiz Aníbal: Ms. 992, fol. 1; Rodríguez Luis: Ms. 982, fol. 1.
(14) Don Emilio Ferrer era en 1936 Comandante de Infantería retirado por la ley de Azaña.
Su carrera trascurrió sin cosas extraordinarias, pero con una intachable hoja de servicios. Su trabajo
se desarrolló principalmente en Canarias.
Fue fundador de la Cruz Roja Española en 1910, por lo que le otorgaron una Gran Cruz; en
1915 fundó los Exploradores Españoles (Boys Scouts). Conviene destacar sus conferencias a los mu-
chachos sobre temas de civismo, moral, religión, patria y cultura física. En tiempos de la Repú-
blica organizó la Asociación de Padres de Familia de Las Palmas de Gran Canaria. Por esa época
también fundó un periódico católico, El Defensor de Canarias.
Fue esposo y padre modelo, y su vida estuvo toda llena de buenos ejemplos, sin escatimar
nunca la ayuda de una causa noble, ni el sacrificio por sus semejantes. (Angeles de Arenas, Viuda
de Ferrer.)
(15) Juan Gil Heredia, en Causa General del Ministerio de Justicia, en pieza denominada de
Checas, aparece como responsable de las Brigadillas pertenecientes a la F. A. I. y como miembro
del Comité del Ateneo Libertario de Vallecas. (Fol. 118.)
Contaba en 1936 treinta y tres años. Estaba inscrito como miembro de los titulados Tribunales
Populares. El 21 de julio de 1936 ingresó como dirigente del Comité de Defensa de la C. N. T. y
de las Juventudes Libertarias sitas en Nicolás Salmerón (Puente de Vallecas). Pertenecía también
al Partido Comunista.
Procesado judicialmente en 1948, se le sentenció a pena capital y recibió garrote vil en Ocaña,
el 4 de noviembre de 1949. (Proceso judicial de Juan Gil Heredia, Capitanía General, Causa nú-
mero 1955-48.)
Su muerte —relata su abogado defensor— fue desventurada. Rechazó al sacerdote y murió gri-
tando, maldiciendo y blasfemando. Fue en aquellos momentos cuando manifestó que eran muchos
los que había fusilado, y que sentía no hubieran sido más. (Arrazola José: Ms. 732, fol. 1 v.°).
Están encartados en el mismo proceso: Miguel Bayón, Gonzalo Julio Muñoz, Francisco Velasco,
Emilio Velasco y Juan Celestino Ortiz que formaban brigadilla con Juan Gil Heredia. Celestino
Ortiz y los hermanos Velasco fueron también sentenciados a muerte, si bien el recurso les valió
la conmutación de la pena capital por treinta años de prisión. (Proceso Judicial, ibid.)
— 351 —

34.7 Page 337

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Telefónicamente requiere los auxilios de la Comisaría del Hospicio y
espera la llegada de los policías (16).
Aprovechando los momentos de indecisión y sobresalto produci-
dos por la inesperada aparición de los milicianos, don Germán rompe
su documentación y oculta los pedazos en un sofá (17).
La negativa de los inquilinos exarcebó el ánimo de los milicianos,
que no estaban habituados a las negativas. Las culatas de los fusiles
comenzaron a batir la puerta, intentando violentarla; pero llegaron a
tiempo los funcionarios de la Comisaría.
Se abre la puerta a requerimiento de los agentes; irrumpen los asal-
tantes y proceden a un concienzudo registro por el domicilio. No en-
contraron nada comprometedor, pero se incautaron de una pistola, con
cachas de nácar, unos pendientes de brillantes, un sable y el fajín de
general, pues por aquel entonces don César pasaba al Generalato (18).
Llamó la atención del jefe de la Brigadilla la presencia de las tres
personas ajenas a la familia. Juan Gil llevaba orden de detener a dos
militares (don César y don Manuel Roig). Al encontrar también al co-
mandante Ferrer y a los dos salesianos, cuya presencia, identidad y sig-
nificación resultaban sospechosas desde un principio, consulta por telé-
fono al Comité de Fomento. Este ordena que comparezcan los cinco
ante dicho Comité. Y les envían un coche para su traslado (19).
El registro se prolongó hasta pasado el mediodía. Terminada la pes-
quisa, el jefecillo declaró detenidos a los cinco hombres, para pro-
ceder a algunas declaraciones ante el Comité, y que a la media hora
estarían de vuelta.
Al comunicarles la orden de detención, no hicieron el más leve ges-
to de desaliento, protesta o rebeldía. Aceptaron la orden con orgullo,
y se despidieron de la familia del señor Serrano, y éste de su esposa e
hijos con un "hasta luego".
Antes de salir, don César se arrodilló ante la imagen del Sagrado
(16) Proceso Judicial, ibid., declaraciones de María Teresa Serrano, Juan Gil, Emilio Velasco;
Velasco Francisco: Ms. 1.044, fol. 1.
(17) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1; Véguez Felisa: Ms. 1.042, fol. 1; Serrano José An-
tonio: Ms. 1.019, fol. 1. v.°
(18) Proceso judicial, ibid., declaraciones de María Teresa Serrano, Juan Gil; Serrano José
Antonio: Ms. 1.020, fol. 9; Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1 v.°
(19) Proceso Judicial, ibid., declaraciones de María Teresa Serrano, Juan Gil, Francisco Ve-
lasco, Enrique Eymar; Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1 v.°; Velasco Emilio: Ms. 1.043,
fol. 1; Velasco Francisco: Ms. 1.044, fol. 1; Serrano José Antonio: Ms. 1.020, fol. 9.
— 352 —

34.8 Page 338

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Corazón. Los milicianos presenciaron el hecho respetuosamente, sin pro-
nunciar ninguna palabra de insulto o irreverencia (20).
Descendieron la escalera sin un solo temblor, sin un ademán de pá-
nico; antes al contrario, con una entereza digna de mártires cristia-
nos (21).
Una vez en el portal, comentaban los milicianos con cinismo in-
explicable: "¡Cinco tíos, y diciendo misa que estaban!" (22)
Serenamente montaron en los coches y partieron para la checa de
Fomento.
Ignoramos la razón primera que motivó el registro. Tal vez —apun-
ta don Aníbal Sánchez— pudo ser indiscreción de alguna muchacha de
servicio. Ya existía el antecedente; la criada de don Luis Rodríguez,
que vivía en el piso superior, había delatado a su señor. Por otra parte,
el portero del número 13, portal contiguo, gozaba de mala nota entre
los vecinos (23).
Pero esta conjetura no aparece confirmada.
Del proceso judicial y de la aseveración de la hija de don César,
se deduce que los nombres de los militares los obtenían por documen-
tos oficiales o tarjetas de visita, encontradas en otros domicilios regis-
trados, y se aclara que Juan Gil era portador de una lista de milita-
res retirados por la ley de Azaña. El cargo que inculparon al coronel
Serrano fue que "no se había adherido a la causa del Gobierno" (24).
Sin embargo, la detención no está exenta de cariz antirreligioso.
Cuando sacaban a los detenidos, doña María Teresa se encaró con
los milicianos. "¿Por qué detienen a mi padre, que ha hecho tanto
por los obreros?" "Sí —le contestaron—; pero ha sido por los obre-
ros católicos." (25)
(20) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 5 v.°
(21) Serano José Antonio: Ms. 1.020, fol. 9; Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1 v.°; Pablo
Carmen de, Ms. 950, fol. 1.
(22) González Zeneida: Ms. 857, fol. 1.
(23) Ruiz Aníbal: Ms. 992, fol. 1; Rodríguez Luis: Ms. 982, fol. 1.
(24) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1 v.°; Proceso Judicial, ibid., declaración de
Emilio Velasco.
(25) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 7. La personalidad de teofobia y espíritu anticlerical
del jefe de la Brigadilla, Juan Gil Heredia, queda patente en el Proceso Judicial, en la relación
de varios hechos perpetrados por este grupo. El conductor del coche de la Brigadilla, Francisco
Velasco, atestigua que este grupo detuvo a algún sacerdote y a alguna monja. En la detención del
Comandante de Ingenieros señor Falquina, le encontraron unos libros de conferencias del P. Laburu.
Irónicamente le insinuaron: Vaya libritos que se gasta... La hija se ofreció para que la llevasen a
ella, en lugar de su padre: A usted no la detenemos por ser mujer, le contestaron, pero los libros
que le hemos encontrado serían suficientes. Dos días después de la detención fue ella a la checa de
— 353 —
23.—

34.9 Page 339

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No es probable que los milicianos conocieran anteriormente la con-
dición religiosa de don Germán y don Dionisio. Pero se tiene certeza
de que la descubrieron en la checa. "Los interrogatorios de las checas
tenían por objeto arrancar la confesión de creencias religiosas e ideas
políticas, cuya existencia daban por cierta los interrogadores. (26)"
En la prisión los valerosos militares dieron alta prueba de patrio-
tismo; se confesaron adictos a Franco y se negaron a toda transacción
que pudiera significar colaboración con elementos antipatriotas y anti-
cristianos. Todos se dieron a la oración, preparándose de esta suerte al
martirio (27).
Aquella misma noche caían asesinados en el cementerio de Ara-
vaca.
Es de suponer la trágica espera en el domicilio de la familia Serra-
no. Impaciencia en la tarde, angustia y temor en la noche, certeza do-
lorosa en la mañana del 31 de agosto.
Los vecinos, enterados de la detención, ayudaron a la esposa e hi-
jos del coronel a sobrellevar con entereza el triste desenlace. Todos a
una ofrecieron sus esfuerzos para aclarar el terrible enigma. Viajes a
la checa, a la Dirección General de Seguridad, a la Diputación.
Poco a poco, todo fue poniéndose claro, si bien se desconocen con
exactitud los últimos momentos de las víctimas.
Las primeras informaciones llegaron confusas e imprecisas. "Habían
liquidado a los cinco en el cementerio de Aravaca." Las pesquisas sub-
siguientes ponían como punto de referencia a los tres militares. Las res-
puestas se fueron precisando cada vez más. "Los han matado con otros
dos sacerdotes. (28)"
Fomento para investigar el paradero de su padre. La vio Juan Gil, la detuvo y fue muerta poste-
riormente. (Véase también, Velasco Francisco: Ms. 1.044, fol. 1 v.°). Completa este episodio la
declaración de doña Dolores Rizzo, amiga de la hija del coronel. Ambas coincidieron en Fomento.
En la checa ordenaron a la hija del coronel que se quedara detenida porque había averiguado que
era secretaria de Urraca Pastor, y además el individuo éste que mandó la detención ordenó se pu-
siese en la ficha que era fascista. Al día siguiente le preguntaron si pertenecía a Acción Católica,
respondiendo que era la Secretaria, quiere decirse, que era la Vicepresidenta de la Parroquia de
San José de Madrid. (Rectificación en el documento Oficial.)
Doña María Luisa Bamborena declara que habiendo Juan Gil Heredia practicado un registro
en su domicilio, con intención de llevarse a su esposo, y al intervenirle objetos del colegio del Sa-
grado Corazón de Jesús en donde se educaban sus hijos, dijo el Juan: "Menudo pájaro hemos co-
gido". Al marido lo asesinaron en Paracuellos del Jarama. (Proceso Judicial, ibid.)
(26) Causa General: o. c., pág. 101.
(27) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 1 v.° y 4; Ruiz Aníbal: Ms. 992, fol. 1.
(28) Declara doña María Teresa Serrano: "Yo puedo afirmar bajo juramento, basándome en
— 354 —

34.10 Page 340

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A los pocos días de la detención todo el barrio conocía que habían
sido detenidos con don César dos sacerdotes. El prestigio que gozaba
el coronel a escala nacional tuvo repercusión en la prensa que lanzó
la noticia de su detención: "Detenidos el coronel Serrano, el capitán
Roig y dos sacerdotes (29)."
Sin embargo, no se llegaba todavía a una conclusión indubitable.
Las noticias venían divergentes. "Han salido en libertad a las doce de
la noche." Esta fue la respuesta que recibió doña María Teresa. Por
este motivo presentó una denuncia en la Comisaría del Hospicio, cu-
yas investigaciones resultaron infructuosas.
En la Dirección General de Seguridad constaban "en libertad".
Finalmente, en la Diputación Provincial, encontraron unas fichas,
trasmitidas por el Ayuntamiento de Aravaca, con la reseña de siete ca-
dáveres aparecidos en dicho término municipal durante la madrugada
del día 31.
Los indicios morfológicos y la descripción del vestuario de cinco de
ellos correspondía exactamente a los detenidos en la calle de Orellana.
Los otros dos fueron también identificados posteriormente por sus fa-
miliares (30).
Pesquisas posteriores, efectuadas los primeros días de la liberación
de Madrid, confirmaron la realidad de los sucesos. El mismo enterra-
dor recordaba el grupo de los "militares y sacerdotes. (31)"
Aravaca es el primer pueblo en la carretera de Madrid a la Co-
ruña. Hoy es un conjunto de hotelitos de verano y algunas viviendas
de reciente construcción.
A espaldas del pueblo, enfila vertiginosa la magnífica autopista de
todas las gestiones que en aquel entonces se efectuaron, que el padre Germán y don Dionisio
fueron conocidos entonces en Fomento como religiosos o como sacerdotes, o mejor, como sacerdotes,
pues yo creía también que Ullívarri era un Padre. Y es que en Fomento siempre decían "dos
sacerdotes". (Ms. 1.023, fol. 1 v.°)
Yo puedo afirmar, insiste también don Aníbal Ruiz, que a los dos religiosos los mataron por
serlo. Esto lo deduzco de todas las circunstancias del hecho, sin poder precisar pruebas concretas,
pues después de tanto tiempo, no responde a todo la memoria." (Ms. 992, fol. 1.)
(29) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 2, 3, 5 v.°
(30) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 2, 4, 6; Roig Santiago: Ms. 987, fol. 1; Pablo Car-
men de, Ms. 950, fol. 1; Serrano José Antonio: Ms. 1.020, fol. 9; Herrera Mercedes y Herrera
María, reí. conj., Ms. 887, fol. 1.
(31) Serrano María Teresa: Ms. 1.023, fol. 6.
— 355 —

35 Pages 341-350

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35.1 Page 341

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La Coruña. Más allá de la carretera están situados los dos cemente-
rios, adosados el uno al otro. El cementerio municipal es un recinto bo-
nito, bien cuidado en el que no se echan de menos las esculturas, algu-
nas de ellas desportilladas por las balas.
El cementerio de los caídos tiene forma rectangular, de paredes
blancas, encaladas. En su recinto todo predica sencillez. En la pared
frontera a la puerta, pespunteada de impactos de ametralladora, se al-
za un altar de granito, sencillo, sobrio, desnudo. Una inscripción nos
recuerda que allí "reposan ochocientos caídos por la grandeza de Es-
paña y por la gloria de Dios". A lo largo de las demás paredes, dormi-
das en tierra, las tumbas de cemento, pálidas y crudas. Se calcula que
cada fosa esconde en su seno los despojos anónimos de sesenta caí-
dos (32).
Allí reposan los restos de los dos salesianos, en fosa común.
Ha resultado imposible su identificación.
(32) Las listas de los muertos identificados, cuya relación aparece en dos lápidas, en el suelo
a los costados del altar, reúnen a unos doscientos caídos solamente; luego es posible que en cada
fosa haya más de sesenta cadáveres.
— 356 —

35.2 Page 342

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5. D. ESTEBAN COBO SANZ, clérigo minorista
D. FEDERICO COBO SANZ, aspirante al sacerdocio
Don Esteban había terminado ya los cursos de Teología y espera-
ba su ordenación sacerdotal. Ejercía su trabajo en el colegio del Paseo
de Extremadura. Su hermano Federico había acabado su tercer curso
de Latín en el Seminario de Carabanchel Alto.
En el asalto al Seminario, el 20 de julio de 1936, Federico fue con-
ducido con todos sus compañeros al Colegio Militar de Santa Bárba-
ra. El día 21, atendiendo al reclamo de la radio de Madrid, doña Cris-
tina Cobo se presenta en el centro para hacerse cargo de su hermano.
Lo conduce a casa, adonde ya había llegado don Esteban, y comienza
para ellos la vida de refugiados, que acabará el día 22 de septiembre
de 1936.
La mayor parte del vecindario se revelaba de ideas antirreligio-
sas, pero les acogieron con buena voluntad, exceptuadas algunas perso-
nas extremistas. Nadie ignoraba la condición religiosa de don Esteban
y que el joven Federico aspiraba al sacerdocio. Sin embargo, se ofre-
cieron a defenderlos si fuera preciso.
Pero las promesas no garantizaban la inmunidad. La permanencia en
el domicilio no se presentaba exenta de peligros para los hermanos.
Los elementos más reaccionarios de la vecindad no se ahorraban
el placer de zaherirles en sus sentimientos más arraigados. Les propor-
cionaban periódicos inmorales y antirreligiosos, y les incitaban a su lec-
tura. Don Esteban sabía rechazar oportunamente los ofrecimientos, pre-
textando que no necesitaba leerlos, porque su cultura era muy supe-
rior a la de los papeles. Pero sufría mucho. "¡Qué envenenada está la
gente!" —se le oía con frecuencia. "No sabía la maldad existente en el
mundo. {Qué bien se está en el colegio! (1)"
Practicaban vida recogida, que les facilitaba llevar a cabo sus prác-
ticas religiosas.
Don Esteban manifestó la necesidad de aprovechar el tiempo y de
(1) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 1.
— 357

35.3 Page 343

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instruir a su hermano; y comenzaron a frecuentar la Biblioteca Nacio-
nal, si bien doña Cristina no se solidarizaba con esta idea. En varias
ocasiones manifestó a su hermano la temeridad que suponían estas sa-
lidas. Pero don Esteban la tranquilizaba: "Yo guardo mi vida; no me
expongo. Pero si Dios tiene dispuesto que muera, yo contento doy la
vida por El. Si os enteráis algún día de mi muerte, no os aflijáis.
¡Qué felicidad más grande me puede caber!" A Federico le animaba a
presentarse ante el mejor Juez (2).
El 22 de septiembre, a las siete y media de la mañana, cuatro mi-
licianos empistolados invadieron el piso. Dos vestían el uniforme de
Asalto; los otros decían pertenecer a la policía.
A su llamada sale a abrir el marido de doña Cristina. Le encañonan
con sus pistolas y le exigen verificar un registro en la casa. Obligan a
todos a levantarse de la cama e inspeccionan detenidamente las habi-
taciones, con resultado infructuoso. Finalmente, decretan:
—Nos los llevamos a los dos.
La hermana se atrevió a insinuar:
—¿Por qué? Pidan ustedes informes a la vecindad, y verán que
mis hermanos no ofrecen peligro; si no se mueven de aquí.
—No hace falta. Son frailes. Todos los frailes están en la cárcel y
no vamos a dejar a éstos en libertad. ¡Estaría bonito!
Doña Cristina, en situación tan extrema y apurada, se decide a in-
terceder, al menos, en favor del más pequeño.
—A éste lo he sacado yo del Colegio de Santa Bárbara, y hasta me
han expedido un volante. Es menor de edad.
—Eso no importa. Este lo mismo que todos. Ese papel no vale
nada.
Don Esteban permanecía sereno; don Federico miraba sorprendido a
su hermana.
—Cuando quieran ustedes, añadió don Esteban.
Doña Cristina le invitó a quitarse las alpargatas y calzarse los za-
patos. "Es igual, respondió; lo mismo me van a recibir."
Todavía la señora insiste ante los milicianos.
—¿Dónde los van a llevar?
—A la Dirección General de Seguridad, contestan los policías.
Abajo, en la calle, les esperaba un automóvil (3).
(2) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 1-2.
(3) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 2; Cobo Jesús: Ms. 781, fol. 1; Cordón María: Ms. 787,
fol. 1; Espinar Encarnación: Ms. 811, fol. 1.
— 358 —

35.4 Page 344

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A pesar de los ofrecimientos de la vecindad, ningún hombre salió
en su defensa. Algunas mujeres se llegaron a la Comisaría a implorar
el indulto. Pero inútilmente. Los detenidos no habían sido llevados a
la Dirección General de Seguridad.
Sus cadáveres se expusieron el día 23 en el Depósito Judicial de
Santa Isabel. En las fichas del Juzgado constaba que habían sido ase-
sinados en Puerta de Hierro.
El día 25 los inhumaban en el cementerio de la Almudena.
Probablemente la denuncia partió de algún vecino. Las sospechas
recaen sobre doña Francisca Merchán. Era ella quien proporcionaba
a los religiosos los periódicos y revistas (4). Mujer de pésimos inte-
cedentes, muy habladora y propagandista de ideas revolucionarias. No
se recataba de injuriar y calumniar al Movimiento Nacional y a los
frailes. Declaraba abiertamente su oposición a todos los vecinos que
"olían a cera", a quienes perseguía denodadamente. El mismo esposo
de doña Cristina tuvo que incorporarse al ejército rojo, y otra vecina
se vio precisada a abandonar la casa, por sus diatribas (5).
Según manifestaciones de la vecindad a doña Cristina, esta señora
propalaba por el barrio la condición religiosa de los dos hermanos; y
que iban a la Biblioteca Nacional, donde se reunían muchos frailes para
conspirar. En sus denuestos se le oía decir: "Hasta que no desaparezcan
todos los frailes, no acabará esto; no hay que dejar con vida a nadie
que huela a cera".
En el proceso judicial se confirma el dato que aporta doña Cris-
tina, respecto a la presunta denuncia contra sus hermanos.
En una riña, provocada entre vecinas, la contendiente, también de
ideas izquierdistas, echó en cara a la señora Merchán, que "por su
culpa habían sido detenidos los dos muchachos (7)."
Las diligencias posteriores, realizadas por doña Cristina, dieron por
resultado el reconocimiento de los cadáveres.
La reseña detallada en el fichero del Depósito correspondía a los
dos hermanos. Sus ropas aparecían marcadas respectivamente: "Don Es-
teban" y "F. Cobo".
(4) En 1939 se le formuló proceso judicial, y sufrió reclusión por sus ideas izquierdistas.
Varias vecinas se presentaron a declarar en su contra.
(5) Proceso Judicial, Causa n.° 35658, Ministerio de Justicia, declaración de Cristina Cobo,
Encarnación Espinar, Soledad Rodríguez.
(6) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 3.
(7) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 3; Proceso Judicial, ibid., declaración de Soledad Rodríguez.
— 359 —

35.5 Page 345

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En la Dirección General identificó las fotografías de los cadáve-
res. Don Esteban aparece con el número 7-36; Federico, con el 6-36.
El 11 de diciembre de 1947 se procedió a la exhumación y reco-
nocimiento de los asesinados durante la guerra y enterrados en el ce-
menterio de la Almudena. Doña Cristina presenció la exhumación e
identificó los restos de sus dos hermanos, que fueron trasladados de
lugar (8).
El día 14 de mayo de 1956 fueron definitivamente inhumados en
el panteón salesiano del cementerio de Carabanchel Alto.
(8) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 2 y 4.
— 360 —

35.6 Page 346

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6. D. MATEO GAROLERA MASFERRER, coadjutor
Fue de los sorprendidos por las milicias en la Casa de Ronda de
Atocha. Alineado con otros hermanos cara a la pared, bajo la amena-
za de los fusiles, sacó serenamente su rosario y comenzó a rezarlo. Al-
guien se lo tachó de imprudencia; pero él replicó: "¿Por qué nos va-
mos a avergonzar de aparecer lo que somos?" Uno de los milicianos le
instó amenazadoramente a que lo tirara; él se negó. "¡Qué importa
que me maten! —comentaba; más pronto iré al cielo." Y continuó
rezando (1).
La llegada de los Guardias de Asalto procuró la libertad a los sa-
lesianos. Don Mateo se dirigió con don Emiliano de la Purificación al
domicilio de los Condes de Plasencia, calle Juan Bravo, número 32. El
portero de esa casa, don Pedro Vara, era tío de don Emiliano. Le aco-
gieron con cordialidad. Allí vivió refugiado durante quince días.
Llevaba el rosario enroscado en su muñeca, y lo rezaba con frecuen-
cia. A menudo se entretenía con los niños; se le veía gozar con ellos.
Salía poco, y casi siempre con don Emiliano. A los cuatro días de
abandonar el colegio, quiso volver a buscar unos papeles. Llevaba el
rosario como de costumbre. Su joven acompañante le hizo observar
el peligro a que se exponía. "Nunca me separaré de él", respondió.
En una de sus salidas solitarias arribó a la glorieta de Cuatro Ca-
minos; siempre con su rosario en la muñeca. Un miliciano le detiene.
Se percata del rosario y le pregunta que a dónde va con eso. "Soy re-
ligioso —responde sereno el coadjutor—; y estoy buscando a un
compañero."
—Bueno —replica el miliciano—; lárgate de aquí, porque puede
sucederte algo grave (2).
Practicaba una intensa vida de piedad; se pasaba el día rezando.
Daba sensación de presentir cercana su muerte, por las frases que
pronunciaba (3).
(1) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 3; Sabaté José María: Ms. 994,' fol. 2; Quílez Fabián:
Ms. 967, fol. 1.
(2) Vara Pedro: Ms. 1.039, fol. 1; Purificación Emiliano de la, Ms. 965, fol. 1.
(3) Vara Pedro: Ms. 1.039, fol. 1.
— 361 —

35.7 Page 347

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Por tratarse de una portería, las milicias frecuentaban la casa para
obtener información sobre la vecindad. Don Mateo juzgaba que su pre-
sencia en aquel piso podía acarrear dificultades a la generosa familia.
Así se lo manifestó. Sus protectores se opusieron a la determina-
ción de abandonar la casa. Pero don Mateo porfió y venció la resis-
tencia (4).
Se procuró alojamiento en la calle Santa Isabel. En el número 40
vivía doña María Ojeda, cooperadora salesiana, que le recibió con en-
tusiasmo.
En este domicilio continuó la línea de piedad que había llevado.
Rezaba con la familia el santo rosario y platicaban en conversaciones
espirituales. Su tema frecuente era el cielo.
Se revelaba poco hablador, apocado. Sin embargo, manifestaba de-
seos de martirio y presentimiento de su muerte. "¿Qué más da hoy
que mañana?" —comentaba—. Si le aconsejaban no salir a la calle,
tenía pronta su respuesta: "Pero, ¿qué voy a hacer aquí? De todos
modos me van a matar".
La portera y la administradora de la casa se oponían a la estancia
de don Mateo en el piso. Consideraban que albergar a un religioso su-
ponían un grave compromiso para la vecindad. Se lo notificaron a doña
María; pero la señora no accedió a despedir a su huésped.
El 15 de agosto, portera y administradora se hicieron encontradizas
con don Mateo en la escalera. Le plantearon la problemática y le invi-
taron a que se buscara otro refugio. El religioso habló con su protecto-
ra y se determinó a dejar la casa. Doña María intentaba persuadirle,
pero no lo consiguió.
Gestionaron el poderse acoger a una embajada de las que ofre-
cían asilo; el deseo quedó frustrado en sus trámites (5).
Parece que el domicilio posterior de don Mateo fue la pensión Lo-
yola. Al menos esta fue la última residencia del coadjutor.
En ella le detuvieron el día 1 de octubre de 1936.
En esa fecha la pensión Nofuentes, regentada por una hermana
de la dueña de la pensión Loyola, se vio sorprendida por la visita de
dos policías. Practicaron un registro y sometieron a los huéspedes a
un interrogatorio. Como resultado detuvieron a cinco salesianos y a
la dueña. La inesperada llegada de dos criadas y una religiosa de la pen-
(4) Vara Pedro: Ms. 1.039, fol. 1; Purificación Emiliano de la, Ms. 965, fol. 1.
(5) Ojeda María y Fernández María Fernanda, reí. conj., Ms. 946, fol. 1.
— 362 —

35.8 Page 348

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sión Loyola infundió sospechas en los milicianos; telefonearon a la
pensión y prometieron una "visita" (6).
Efectivamente. Aquel mismo día se personaron los milicianos en
la pensión Loyola, pretextando verificar un registro. Ordenaron que
todos los huéspedes se recluyeran en las habitaciones, y comenzaron
las pesquisas, dependencia por dependencia.
Se hospedaban en la pensión dos sacerdotes del Corazón de Ma-
ría, uno de los Sagrados Corazones, el estudiante salesiano Eulogio Cor-
deiro y don Mateo. A los dos salesianos les encerraron en la misma ha-
bitación.
El interrogatorio era simple. Una sola pregunta: "¿Tú eres :ura?
Documentación ".
Por documentación, don Mateo presentó unos libros religiosos (7).
En el interrogatorio, el hablar del coadjutor era lento y calmoso.
Esto sirvió a los milicianos para dictaminar: "Hasta en el habla se le
conoce que es fraile" (8).
Inmediatamente lanzaron sentencia de arresto contra los tres sacer-
dotes, el coadjutor y la dueña de la pensión. Seguidamente les condu-
jeron a la checa de Fomento.
En ella se encontraron con los detenidos en la pensión Nofuen-
tes (9).
Pero permanece velada la suerte final. Sufrió martirio probablemen-
te el 2 de octubre de 1936.
Días más tarde, doña Beatriz, ya en libertad, se presentaba ante el
juez de la checa y le interrogaba por los detenidos en las dos pensio-
nes. El juez se contentó con responder fríamente: "Eran curas. No le
conviene hacer averiguaciones sobre su paradero" (10).
Los lugares de la muerte y sepultura de don Mateo han quedado ig-
norados.
(6) Bastarrica José Luis: o. c., pág. 231; Hierro Beatriz: Ms. 890, fol. 1.
(7) Los testimonios hablan diversamente de un catecismo, un libro de oraciones, un rosario.
(Véase, Hierro Avelina y Hierro Beatriz, reí. conj., Ms. 889, fol. 1; Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 1;
García Andrés: Ms. 830, fol. 1; Cordeiro Eulogio: Ms. 786, fol. 1; Ms. 784, fol. 1.
(8) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 1.
(9) Hierro Avelina y Hierro Beatriz, reí. conj., Ms. 889, fol. 1; Hierro Avelina, Ms. 888, fol. 1.
(10) Hierro Beatriz: Ms. 577 b, fol. 3.
— 363 —

35.9 Page 349

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7. Rdo. D. SALVADOR FERNANDEZ PÉREZ, sacerdote
El día 19 de julio la Comunidad de Estrecho era detenida, tras el
imprevisto asalto al colegio, y conducida entre un grupo de milicia-
nos a la Comisaría del Distrito. A pesar del cerco protector de los mi-
licianos las turbas embestían contra los detenidos a golpes y puñadas.
A don Salvador le alcanzaron en un ojo con la culata de un fusil; le
rompieron las gafas y le dejaron malherido (1).
Al abandonar, en libertad, la Dirección General de Seguridad, se
dirigió directamente a la calle Monteleón, donde residían unos parien-
tes.
La acogida fue cordial, pero temerosa. La herida que don Salvador
presentaba en el ojo alarmó sobremanera a sus primos, que temieron
la pérdida de la vista. El sacerdote les contó la obligada y penosa sali-
da del colegio. "Nos han sacado de casa como a malhechores, a em-
pujones y a puñetazos. Mirad la muestra (2)."
Los exquisitos cuidados que le prodigaba un hijo de la familia,
farmacéutico, evitaron complicaciones en la herida. Lentamente se fue
recobrando.
En su nueva residencia se entregó plenamente a la oración y a la
lectura. Se retiraba a un cuartito interior, para no revelar su presencia
a los vecinos, y rezaba a solas con la familia el santo rosario. Fue el
único objeto religioso que pudo salvar consigo, escondido en una bota;
y en ningún momento se resignó a desprenderse de él.
En este domicilio recibía a menudo visitas de salesianos, que apro-
vechaban para confesarse.
Servía de interina en la familia una muchacha de ideas izquierdis-
tas. Al lavar la ropa de don Salvador, por la calidad y color de las
prendas, sospechó que se trataba de un sacerdote. Llevó la noticia a
su casa y la divulgó por la vecindad.
Fue el mismo portero del inmueble quien enteró a la familia del
(1) Véase colegio de Estrecho, pág. 77.
(2) Bullía Consejo: Ms. 748, fol. 2.
—— 364 ——

35.10 Page 350

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peligro que corría don Salvador, y aconsejó cambiar de residencia; re-
sultaba expuesto continuar en la casa.
Otros familiares le brindarían gustosos su domicilio.
Se escogieron las primeras horas de la tarde para el traslado; las
calles estarían casi desiertas por la hora y por el ardiente sol del
verano. La cara y compostura del sacerdote delataban abiertamente su
sagrada profesión: "Pon cara de pillín para que no te conozcan" —le
decía su acompañante. Y le calaba un sombrero verde de ala baja, para
evitar todavía las miradas inoportunas de los pocos transeúntes que
tropezaran (3).
La nueva casa se encontraba en el número 11 de la calle Fran-
cisco de Rojas. En esta residencia continuó su antigua norma de vida:
oración, lectura y estudio.
Salía poco de su habitación, donde se pasaba la mayor parte del
tiempo rezando, cuando no se dedicaba al estudio y a la lectura. Apren-
dió trigonometría y practicaba varios idiomas.
Improvisamente, sin que se sepa porqué, un grupo de milicia-
nos se presentó en la portería, inquieriendo por un sacerdote refugia-
do en el piso.
El portero profesaba ideas comunistas, conocía a don Salvador y
estaba al tanto de su condición sacerdotal. Pero, a sabiendas, le encu-
brió. Negó rotundamente la presencia de tal sacerdote en el inmueble.
Apenas se marcharon los milicianos, subió al piso y comunicó el
suceso a la familia: "Conozco a don Salvador y le aprecio mucho —con-
cluyó. Ya pueden hacer de mí lo que quieran, que jamás le delataré
como sacerdote" (4).
Pero la sorpresa la recibieron un día que los milicianos entraron en
el piso a practicar un registro. Al dueño de la casa le llamó la aten-
ción el extraño proceder de los visitantes. Recorrieron las habitaciones
y exigieron solamente algunos colchones y mantas, sin hacer alusión a
las imágenes religiosas, que, de seguro, no les habían pasado desaper-
cibidas.
El registro no arrastró más consecuencias; pero sembró la intran-
quilidad en la familia.
Prestaba sus servicios en la casa una señora de edad. Se mostraba
temerosa y extremadamente pusilánime. No dormía en el piso, por lo
(3) Builla Consejo: Ms. 748, fol. 1-2; Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 10.
(4) Simón Juan: Ms. 1.025, fol. 1; Ms. 1.026, fol. 1; Román Rita: Ms. 989, fol. 1.
—— 365 ——

36 Pages 351-360

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36.1 Page 351

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que representaba un peligro para la segundad de don Salvador si llega-
ban a interrogarle sobre la condición del sacerdote. Le hubiera delata-
do al menor amago de intimidación.
Esta doble contingencia provocó un nuevo traslado de domici-
lio (5).
Acompañado de su sobrino, fue a pedir alojamiento en la casa del
doctor don Jerónimo Farré, ortopédico, en la calle Marqués de Val-
deiglesias, número 5. El doctor le brindó acogedora hospitalidad. Pero
no le silenció las circunstancias por las que pasaba la familia: "Somos
dieciocho en casa —le explicó—; pero hay sitio para usted. Se tum-
ba un colchón en el suelo y listo. Pero si viene para esquivar un peli-
gro, le advierto que de un momento a otro vendrán por nosotros".
Don Salvador aceptó la advertencia y rechazó la invitación, por
el riesgo que se proporcionaban mutuamente. Sin embargo, perma-
neció en el apartamento, mientras la esposa del doctor tramitaba algu-
nas gestiones para proporcionarle refugio, a seguro de todo peligro.
Las gestiones resultaron fallidas.
En el poco tiempo que permaneció en la casa del doctor, don Sal-
vador ejerció su ministerio, oyendo en confesión a varios miembros de
la familia. Exhortaba a todos a la resignación y a entregarse totalmen-
te en las manos de Dios. El se mostraba sereno.
Cerca de este domicilio, en la calle Libertad, número 12, se en-
contraba la pensión Manzano. En ella pensó el doctor. Su dueño se
revelaba persona de buenos sentimientos y de absoluta confianza. Se
acercó el doctor a la pensión y habló con el señor Manzano, sin ocul-
tarle la condición sacerdotal de su recomendado. El señor Manzano ma-
nifestó que no veía ningún peligro y que no tenía ningún reparo en acep-
tarlo.
Regresó el doctor a su casa y dio cuenta de sus gestiones. Don Sal-
vador quedó instalado en la pensión.
Veinte horas después los milicianos registraban la casa del doctor
Farré y se llevaban detenidos a todos sus hijos (6).
En la pensión Manzano permaneció desde el 28 de agosto hasta
el 18 de septiembre de 1936.
Nadie conocía la condición sacerdotal del huésped, excepto el iue-
ño de la pensión; si bien todos estaban persuadidos de que don Sal-
(5) ídem., ibid.
(6) Farré Jerónimo: Ms. 815, fol. 1.
366 ——

36.2 Page 352

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vador era sacerdote. Sus maneras y el recogimiento que practicaba ha-
blaban bien a las claras.
Residía en la pensión otro sacerdote, pero nunca se dieron a co-
nocer mutuamente, por las reservas que había que guardar en aque-
llos aciagos días.
El 17 de septiembre, dueños y huéspedes se vieron sorprendidos
por la inesperada visita de los milicianos. Efectuaron un registro, pi-
dieron la documentación y se marcharon (7).
El coadjutor salesiano don Francisco Echeverría no había perdido
contacto con don Salvador. Le proporcionaba dinero para los gastos de
la pensión y demás eventualidades, y servía de enlace entre el sacerdo-
te y los superiores.
Enterado del registro, comunicó la noticia a don Alejandro Vicen-
te, quien aconsejó a don Salvador nuevo cambio de pensión.
Pero resultaba difícil buscar alojamiento seguro para un sacerdo-
te. Su edad y su presencia externa le delatarían en cualquier parte. Por
esta razón se determinó a permanecer allí, entregándose a la Divina Vo-
luntad (8).
Al día siguiente, alrededor de las seis de la tarde, se repitió la
visita de los milicianos. Pretextaron una revisión de las documentacio-
nes y procedieron, sin más, a la detención de cinco huéspedes, entre
ellos don Salvador y el otro sacerdote, y al arresto del dueño de la
pensión por encubridor.
Condujeron a los detenidos a la checa de Méndez Alvaro y seguida-
mente a la de Fomento (9).
Su sacrificio permanece en el anónimo. Diez días más tarde se
exponían las fotografías de los cadáveres en la Dirección General de
Seguridad.
Con toda probabilidad, la denuncia partió de otras personas de la
misma casa.
El 24 de octubre de 1939, doña Avelina Diez, sobrina del señor
Manzano, presentó una denuncia en el Juzgado de Causa General (10).
Delata como sospechosos de participación en el crimen a un hués-
ped de la misma pensión; a la sirvienta de la casa y al portero del in-
mueble.
(7) Diez Avelina: Ms. 796, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1.
(8) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1.
(9) Diez Avelina: Ms. 796, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 1; Echeverría Fran-
cisco: Ms. 800, fol. 10.
(10) Causa General, Ramo n.° 2, Religiosos, folio 186-378.
— 367 —

36.3 Page 353

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La conducta del huésped se revelaba anormal; él alardeaba de ca-
tólico públicamente, y fue el primero que vio los cadáveres en el Depó-
sito judicial. Salió de la pensión inmediatamente de ocurrido el inci-
dente. Parece ser que este sujeto manifestó a unos extranjeros que
percibía veinte duros por cada denuncia que ponía o persona que mataba.
La sirvienta abandonó la pensión antes del suceso. No se encontra-
ba a gusto en la casa ni congeniaba con los señores.
El portero del inmueble informó a los milicianos sobre los dete-
nidos desfavorablemente, con evasivas. De ideas marcadamente izquier-
distas se dedicó a dar mítines durante el dominio rojo; en todos ellos se
expresaba en términos violentos y excitaba al pueblo contra las perso-
nas de derechas. En su portería se confeccionaron listas de los que de-
bían ser asesinados (11).
Sin embargo no se ha podido confirmar el extremo de la denuncia.
Con las fotografías de los cadáveres expuestas en la Dirección Ge-
neral de Seguridad se reseñaban las ropas de los asesinados. Doña Ave-
lina reconoció a su tío y a los demás huéspedes de la pensión (12).
Identificado posteriormente el lugar de su inhumanación en el ce-
menterio de la Almudena, los restos de don Salvador fueron trasladados
al panteón salesiano de Carabanchel Alto el 14 de mayo de 1956.
(11) Los tres encartados se encontraban ya detenidos por otros cargos en el momento de la
denuncia de doña Avelina. (Causa General, ibid., fol. 280; véase también, Ms. 1.076.)
(12) Diez Avelina: Ms. 796, fol. 1; Román Rita: Ms. 989, fol. 1.
— 368 —

36.4 Page 354

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8. Bdo. D. PIÓ CONDE CONDE, sacerdote
El 19 de julio de 1936 sufrió con la comunidad de Estrecho el asal-
to al colegio y los vejámenes de la multitud, que le alcanzaron hasta
producirle sangre.
Ya anteriormente, pocos meses antes del Alzamiento, se había per-
petrado contra él un intento de agresión. Le habían requerido para el
ejercicio del sagrado misterio en una casa de la barriada de Cuatro Ca-
minos. Inmediatamente se vio circundado por una multitud, ansiosa de
desfogar su fobia religiosa en un sacerdote. Su vida corrió grave peli-
gro(l).
Al concederle la libertad en la Dirección General de Seguridad,
unos amigos le acogieron en su casa en donde permaneció unos meses es-
condido (2).
Por el mes de octubre de 1936, se le procuró refugio diplomático
en la Embajada de Finlandia. Lo recomendaba la esposa del benemérito
antiguo alumno don Martín Moreno, a instancias de don Alejandro Vi-
cente (3).
Pero el día 3 de diciembre la Embajada fue objeto de un asalto ar-
mado; y las personas allí acogidas fueron transladadas en bloque a la
cárcel de San Antón.
El hecho provocó un fuerte acareamiento, con sacudida internacional,
de los gobiernos representados en Madrid. Unas semanas más tarde, las
autoridades republicanas concedían la libertad a estos detenidos.
Don Pío, al salir, se instaló en una pensión. Mantuvo contacto con
su sobrino, llamado Zenón Conde, que le cedió su identidad.
Pero esto no impidió que fuera detenido de nuevo.
Su figura había destacado en el distrito de Cuatro Caminos por la
labor apostólica desplegada en aquella barriada; y esto fue causa de
que fuera denunciado.
Se presentaron en la pensión unos policías con carta requisitoria;
(1) García Andrés: Ms. 830, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 4.
(2) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 11; Cutillas Luis: Ms.: 793, fol. 1.
(3) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 5.
— 369 —
24.—

36.5 Page 355

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y se llevaron al sacerdote a la comisaría de Estrecho, de donde partía
la denuncia (4).
Por ser mayor de cuarenta y cinco años, se le aplicó la ley de eva,-
cuación; y se le condujo al Refugio de Evacuados, en espera de oportuni-
dad para efectuarlo (5).
Este refugio radicaba en la calle García de Paredes. Desde los pri-
meros días del Movimiento, las milicias republicanas habían requisado
el edificio de los padres Paúles, y lo habilitaron más tarde para concen-
trar a cuantas personas querían evacuar al extranjero. Entre los aco-
gidos predominaban las mujeres y los niños; los hombres habían remon-
tado ya la edad de incorporación a filas.
Algunos de los refugiados se encontraban en calidad de detenidos,
sometidos a estrecha vigilancia. Se trataba de personas de destacadas
ideas religiosas o contrarias al régimen reinante, a quienes no podía
caber en suerte más que un éxodo con apariencia de emigración; pero
con una realidad más funesta.
Don Pío, con el seudónimo de Zenón, fue puesto bajo estricta vigi-
lancia, como detenido.
Prestaba servicio en este centro un cabo de la guardia de Asalto,
que reconoció al salesiano. Sabía que era sacerdote. Desde los suce-
sos de febrero había montado guardia en el colegio de Estrecho para pro-
tegerlo de posibles embates inesperados por parte de las turbas. Por eso
conocía a todos los salesianos. Delató a don Pío como sacerdote a las
autoridades del Refugio y asumió personalmente su custodia (6).
Había entrado ya el mes de marzo de 1937.
Por medio de su sobrino Zenón, don Pío envía una nota a don
Luis Cutillas, sacerdote de su misma comunidad. Le pedía que hi-
ciera lo posible por ayudarle.
Al día siguiente de recibir la nota, don Luis se persona en el Re-
fugio y le aconseja que se escape. Don Pío responde que no se atre-
ve; que se encuentra muy vigilado por el cabo. Don Luis insiste: si
(4) La coincidencia de que, viviendo en el casco urbano, le detuvieran en una comisaría subur-
bana, hizo sospechar a don Pío —testimonia don Luis Cutillas— que la denuncia provenía del cabo
de Seguridad que luego le custodió en el Refugio de Evacuados, o de otra persona de Estrecho.
(Ms. 793, fol. 1.)
(5) Alcántara Felipe: o. c., pág. 10; Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 4; Ms. 793, fol. 1; Echeverría
Francisco: Ms. 800, fol. 1; Vicente Alejandro, Ms. 1.048, fol. 1.
(6) Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 1; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 11; Echeverría Fran-
cisco: Ms. 800, fol. 11.
— 370 —

36.6 Page 356

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logra escapar, él le buscará un refugio seguro. Don Pío no se decide;
lo considera muy arriesgado.
Como último recurso, el padre Cutillas le aconseja encomendarse
a la protección del venerable Domingo Savio. Don Pío le respondió
que el día 9 (fecha conmemorativa de la muerte del santo jovenci-
to) lo había hecho con gran confianza, y que se ponía en las manos de
Dios.
El guardia de Asalto también conocía a don Luis por pertenecer a
la comunidad de Estrecho. Apenas le vio hablando con el refugiado,
comenzó las maquinaciones para detenerle.
Cuando acabó la visita, don Luis se dirigió a recoger su tarjeta de
entrada. El responsable la retenía disimuladamente y dilataba volunta-
riamente la entrega. Aprovechando una ausencia del miliciano, el pa-
dre Cutillas pidió a otro la tarjeta y salió, sin percatarse de la taimada
maniobra de los vigilantes.
Apenas llegó a su pensión, telefonea a don José Lasaga, acogido
en la Legación de Rumania, le entera de la situación de don Pío y
le pide que gestione la salida del detenido, valiéndose del coche de la
embajada. Don José prometió realizar las gestiones al día siguiente.
Pero realmente no fue posible.
Cinco o seis días más tarde volvía don Luis al refugio, sin afán de
encontrar a don Pío. Le suponía ya a seguro en la embajada. Por el
portero supo que Zenón Conde seguía detenido.
Apenas don Pío se encuentra frente a su visitante, le pregunta:
—¿No le han detenido?
—No —responde don Luis—. Por ahora no.
—Pues la última vez que vino usted, el cabo dio órdenes de dete-
nerle; lo reconoció como salesiano.
—Entonces, ahora me detendrán.
Y continuaron charlando durante un rato.
Don Pío se manifestaba en una situación de ánimo de completa
resignación y conformidad con la voluntad de Dios. Finalmente, se des-
piden con un "sea lo que Dios quiera".
Efectivamente. Al ir a pedir la tarjeta, don Luis quedó retenido.
Le exigieron la documentación y el certificado de trabajo. Pasó la tar-
de en continua incertidumbre sin que su situación se definiera. Ya de
noche, le llaman a declarar.
"Es inútil que nos quieras engañar —concluyeron sus interrogado-
— 371 —

36.7 Page 357

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res. Sabemos que eres fraile." Le intervienen la documentación, y aque-
lla misma noche le concedían la libertad (7).
Ese mismo día, sor Áurea Montenegro, Hija de María Auxilia-
dora, comunicaba al coadjutor don José María Sabaté que don Pío
iba a ser evacuado.
El coadjutor se llegó hasta el coche, custodiado ya por milicianos y
policías, para despedir al sacerdote.
Durante el diálogo se aproximó a ellos un desconocido y preguntó:
—¿Son ustedes familiares?
—No —respondió el coadjutor—; pero nos queremos como her-
manos.
—Pues despídase de su amigo para siempre; ya no le va a ver
más (8).
Al anochecer de aquel día, en la desasosegada espera que don Luis
Cutillas se vio forzado a sufrir, había preguntado al cabo de Asalto por
don Pío. El cabo fingió ignorarlo y trasmitió la pregunta al guardia que
estaba a sus órdenes: "Esta tarde a las cuatro —respondió— le han
evacuado a Valencia". Pero la expresión de su rostro infundió en don
Luis la sospecha de que lo habían asesinado.
Ocurría el incidente entre el 16 y el 20 de marzo de 1937 (9).
Acabada la guerra, el cabo que vigilaba a don Pío fue detenido.
Informados algunos antiguos alumnos se personaron en la comisaría y
le preguntaron directamente por el salesiano. El guardia, en expre-
sión trágica, se llevó las manos a la cabeza y contestó: "¡Oh, lo que
se me acumula a mí en la cabeza!" No fue posible obtener de él más
información (10).
Permanecen ignotos el lugar y el momento en que asesinaron al
sacerdote. Entre los casos semejantes que se cuentan, a unos los ha-
cían bajar del coche en Alcázar de San Juan, y allí los asesinaban; a
otros los llevaban a Valencia, y allí se deshacían de ellos.
(7) Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 1-3.
(8) Sabaté José María: Ms. 994, fol. 6.
(9) La fecha que aporta don Felipe Alcántara en su libro (pág. 10) es inexacta. Afirma don
Luis Cutillas que él habló con don Pío después del 9 de marzo. (Véase Ms. 792, fol. 2-3.)
(10) Rubio Alfonso: Ms. 991, fol. 1.
'
—— 372 ——

36.8 Page 358

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9. Rdo. D. JOSÉ VILLANOVA TORMO, sacerdote
Al estallar el Movimiento ejercía el cargo de Consejero de Estu-
dios en el colegio del Paseo de Extremadura, de Madrid.
Se ignora su primera residencia al abandonar el colegio, el día 19
de julio.
La familia Merlín, cristiana y caritativa, que residía en Fuentes,
número 5, le acogió desde principios de agosto hasta el 29 de septiem-
bre de 1936, fecha de su martirio. Compartían la generosidad de la
familia Merlín, don José Sánchez, sacerdote, y don Rafael Calvo de
León. Anteriormente habían residido allí otros salesianos, entre ellos
don Francisco Edreira, asesinado también más tarde (1).
Don José rezaba el rosario con dicha familia. Se revelaba optimis-
ta respecto a los sucesos futuros, y manifestaba gran ilusión por cele-
brar con aquellos amigos la fiesta de la Inmaculada en su colegio.
Solía proporcionar a los demás hermanos de la comunidad de San
Miguel Arcángel el dinero que necesitaban para su manutención y
vestido. El se proveía antes en el estanco de la calle San Bernardo,
donde estaba depositado. Los encuentros se verificaban en un lugar
convenido de antemano (2).
En la mañana del 29 de septiembre de 1936 dos milicianos, arma-
dos de fusiles, suben hasta el piso y exigen practicar un registro. Se tra-
taba del pistolero Manuel Saavedra y un ayudante, pertenecientes a la
Brigada de García Atadell (3).
Uno de los huéspedes, don Rafael Calvo, intenta evadirse. Pero es
reconocido por Saavedra que repara, además, en la falsificación de la
cédula. Reunidos todos los hombres en una habitación, se les some-
te a interrogatorio. Don José Villanova presenta su carnet de Licencia-
(1) Merlín Catalina y Merlín Ignacio, reí. conj., Ms. 932, fol. 1. Los únicos testimonios que
poseemos sobre la estancia y detención de don José en este domicilio se los debemos a la familia
Merlín. A ellos nos remitimos para los sucesos acaecidos.
(2) Caellas Fernando: Ms. 758, fol. 1; Martínez Josefa: Ms. 926, fol. 1.
(3) A Manuel Saavedra se le siguió proceso en Cuenca; y allí se le fusiló. En esta ciudad al-
canzó triste celebridad por las atrocidades cometidas. Se dio el caso que una joven, al enterarse que
Saavedra iba a practicar un registro en su domicilio, se arrojó por la ventana a la calle, desde una
planta alta. Hasta tal punto se temía su actuación. (Véase Merlín Catalina: Ms. 930, fol. 1.)
— 373 —

36.9 Page 359

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do en Ciencias Físico-Químicas, documento que respetan los milicia-
nos. Reparan también en un sobre verde con unas mil pesetas, que
posee el declarante. Se lo devuelven con naturalidad, sin darle impor-
tancia.
Concluidas estas formalidades, don Rafael Calvo y don José se
ven forzados a acompañar a los milicianos. Don José no se altera;
más bien sale con la convicción de que no tardará en volver, apenas
hubiera ampliado en otro lugar la declaración. Con la misma sensa-
ción de seguridad permanecieron los de la casa. Eran como las dos
de la tarde.
Al día siguiente aparecieron los cadáveres de los dos detenidos en
las afueras de Madrid.
Los detenidos por la Brigada de Atadell eran conducidos a una
checa instalada en un hotel de la calle Martínez de la Rosa, número 1.
Una vez juzgados, los condenados a muerte eran llevados en automó-
vil por los propios agentes de la Brigada a la Ciudad Universitaria y
otras afueras de Madrid, donde se les asesinaba (4).
Así debió ocurrir con don José. Su nombre figura en la lista de
asesinados por la citada Brigada, que obra en Causa General del Mi-
nisterio de Justicia (5).
El misterio más absoluto envuelve el hecho de su prisión y mar-
tirio. Creemos que no debió ofrecer gran dificultad a los secuestra-
dores adivinar la condición religiosa y sacerdotal de don José.
Su cadáver aparece identificado en la Dirección General de Segu-
ridad el 30 de septiembre de 1936, con el número 81-37. Y en los
registros del cementerio de la Almudena de Madrid consta su inhuma-
ción como efectuada el 1 de octubre.
Sus restos descansan actualmente en el Panteón Salesiano del ce-
menterio de Carabanchel Alto, desde el día 14 de mayo de 1956.
(4) Véase Checa de García Atadell, 216.
(5) Causa General sitúa el asesinato en el kilómetro 10 de la camera de El Pardo. (Causa
General, o. c., pág. 130.)
— 374 —

36.10 Page 360

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10. D. VICTORIANO FERNANDEZ REINOSO, clérigo trienal
D. EMILIO ARCE DIEZ, coadjutor
Los dos pertenecían a la comunidad de la Ronda de Atocha. Don
Emilio, ya veterano en ella, como encargado de la Asociación de An-
tiguos Alumnos; don Victoriano, casi recién llegado de Mohernando.
En el caos producido por el asalto al colegio, el día 19 de julio,
ambos lograron evadirse. Don Victoriano en los primeros instantes;
don Emilio el día 20, después de extinguir el incendio provocado por
las turbas alborotadoras (1).
Se ignora donde se acogió don Victoriano en los primeros momen-
tos.
Don Emilio, el mismo día de su salida, pedía habitación en la pen-
sión La Giralda (hoy pensión Candelas], en la calle Esparteros, núme-
ro 6. Para su identificación presentó la cédula de chófer.
El día 22 don Victoriano se instalaba en la misma pensión. Se pre-
sentó con carnet de estudiante, procedente de Mohernando (2).
Compartieron su estancia en Esparteros con Juan José Leturio, es-
tudiante de Filosofía, recién llegado de Italia, y que se encontraba tam-
bién en Ronda de Atocha.
Don Emilio se revelaba decidido, valiente; no medía peligros. Vic-
toriano, más tímido, inadaptado al medio ambiente y desorientado ante
las circunstancias.
Los dos concibieron la idea, aventurada, de visitar el colegio; desea-
ban conocer en qué había parado el encadenamiento de los sucesos pro-
ducidos.
Conocemos una salida de don Victoriano previa a la de su deten-
ción. En ella su vida corrió grave riesgo. Le acompañaba Juan José
Leturio. Pasaban en tranvía por delante del colegio; unos muchachos
reconocen a don Victoriano y comienzan a gritar: "¡Fraile, fraile!" (3)
(1) Véase colegio de Ronda de Atocha, pág. 46.
(2) Registro de la pensión, fol. 47.
(3) Don Juan José Leturio no sabe precisar si esta salida tuvo lugar el día anterior o la ma-
ñana del mismo día de la detención. (Ms. 1.061, fol. 1; Ms. 1.062, fol. 2.)
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El día 23 de julio don Emilio manifiesta gran empeño por visitar
de nuevo el colegio (4). Su decisión arrastra a don Victoriano. Juan
José Leturio intenta disuadirles, previendo el peligro; por eso él renun-
ció a la invitación que insistentemente le hacía el coadjutor. No le ha-
cen caso, y a media tarde abandonan la pensión.
Parecían impulsados por la idea, casi obsesión, de que su presen-
cia era necesaria para la protección del colegio contra todo daño (5).
El antiguo alumno, don Laureano López, los encontró aquella tar-
de por los alrededores de la iglesia de María Auxiliadora.
—¿Adonde va, don Emilio? —le preguntó.
—Voy a ver a la Virgen.
—La Virgen está muy bien; vamos a dar un paseo.
Y juntos suben por la calle Argumosa. Unos chiquillos los ven y
comienzan a gritar: "¡Salesianos, salesianos!" Inmediatamente son de-
tenidos por unos milicianos que rondan por allí, y los conducen al Co-
mité Socialista de la calle Valencia.
Poco tiempo después, el antiguo alumno y don Emilio recobran la
libertad. Caminan juntos unos pasos y se separan definitivamente (6).
No se ha podido averiguar nada de lo sucedido a don Victoriano,
ni el lugar de su martirio y sepultura.
Don Emilio tampoco regresó a la pensión. Parece que aquella mis-
ma tarde fue detenido nuevamente. Quizá, al obtener la libertad, los
mismos milicianos siguieron sus pasos y lo apresaron.
La detención ocurrió cerca del colegio. Don Emilio caminaba solo,
y vino a tropezar con don Isidoro Gómez. El antiguo alumno le pre-
guntó si le habían detenido (se refería a los primeros tiempos del asal-
to al colegio); don Emilio, interpretando mal la pregunta, respondió
que le habían soltado.
La conversación no se prolongó. Unos milicianos se acercaban a
ellos. Don Isidoro se evadió hacia la acera de enfrente. Desde la desem-
bocadura de una calle advirtió que los milicianos hablaban con don
Emilio (7).
Otro testigo asegura que vio al coadjutor descender de un co-
(4) Los testimonios aportan dos fechas verosímiles, el 22 y el 23 de julio, sin que se pueda
precisar la más exacta. Escogemos la del 23 después de una seria reflexión y confrontación de los
documentos. Nos parece que la concordancia que hacemos de los testimonios es la que mejor com-
pagina los sucesos.
(5) Leturio Juan José: Ms. 1.061, fol. 1; Ms. 1.062, fol. 1.
(6) López Laureano: Ms. 1.063, fol. 1.
(7) Gómez Isidoro: Ms. 1.059, fol. 1.
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che a la puerta del círculo Socialista de la calle Valencia. Iba preso.
Los curiosos arremolinados comentaban: "Es un fraile" (8).
Los testimonios cotejados revelan, pues, dos detenciones, sufridas
por don Emilio. La primera con don Victoriano; la segunda, poco des-
pués de conseguir la libertad. Los detalles precisos de días ahora no
son unánimes. Todos sitúan las respectivas detenciones aproximada-
mente de siete a ocho de la tarde.
Lo que sí aparece expresamente manifiesto es que, tanto el coad-
jutor como el joven clérigo, fueron reconocidos como salesianos; por este
motivo sufrieron detención, y consiguientemente, martirio.
Adquiere visos de probabilidad la aseveración de algunos testigos
"de oídas". Afirman que don Emilio fue conducido a la Casa de Cam-
po. Que antes de ser ejecutado pidió licencia a sus asesinos para ha-
blar, y se la concedieron. El gritó por tres veces: "Viva Cristo Rey",
y cayó víctima de la descarga (9).
Al día siguiente se exhibía su cadáver en el depósito judicial de
Santa Isabel, y fue perfectamente reconocido e identificado por algu-
nas personas.
Presentaba la cara amoratada y revelaba síntomas de violentas con-
tusiones; el cráneo aparecía hundido, como si hubiera recibido gol-
pes con la culata de los fusiles (10).
En la Dirección General de Seguridad y en Causa General se con-
serva la fotografía del cadáver de don Emilio.
Probablemente sus restos están enterrados en el panteón de los
caídos del Cuartel de la Montaña, en el cementerio de la Almude-
na (11).
Por encontrarse en fosa común, ha resultado imposible su iden-
tificación.
(8) Delgado Tomás: Ms. 1.057, fol. 1.
(9) Calleja Manuel y Gómez Elvira, reí. conj., Ms. 1.056; Folgueiras Antonio: 1.058, fol. 1.
(10) Delgado Tomás: Ms. 1.057, fol. 1; Gómez Isidoro: Ms. 1.059, fol. 1; Echeverría Fran-
cisco: Ms. 800, fol. 12.
(11) Don Emilio Mezcua, habilitado de dicho cementerio, afirma que los enterrados el día 23
de julio se mezclaron y se confudieron en fosa común. No es probable que fuera enterrado en otro
cementerio, pues, el Juzgado de Santa Isabel correspondía a esta Sacramental. (Ms. 1.064.)
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37.3 Page 363

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11. D. NICOLÁS DE LA TORRE MERINO, coadjutor
Pertenecía al colegio de Estrecho, como encargado del cobro de
los recibos de los cooperadores.
Al salir en libertad de la Dirección General de Seguridad parece
que se instaló en una pensión de la Colonia del Viso.
Anteriormente, don Roque García, que había mantenido cordia-
les relaciones con el coadjutor, le ofreció su casa. Don Nicolás no se
atrevió a aceptar, por no comprometer a tan buena familia (1).
En ningún momento abandonó don Nicolás su labor de cobro. Con
su cartera de cuero bajo el brazo mantenía ininterrumpidamente con-
tacto con los cooperadores. Los "Boletines Salesianos" seguían llegan-
do, por su medio, a todos los domicilios de los bienhechores de la
Obra Salesiana.
Los fondos de los cooperadores contribuían a engrosar el capi-
tal depositado ya en el banco. Como medida de prudencia, la cartilla
bancaria estaba abierta a nombre de don Nicolás y de don Martín
Moreno, gran bienhechor y amigo de la casa; paisano, además, del coad-
jutor.
Durante el tiempo del dominio rojo, el haber de la cartilla fluctua-
ba por las entradas depositadas por el director, don Alejandro Vicen-
te, o limosnas obtenidas de los bienhechores, y por las cantidades que
se extraían para subvenir a las necesidades de los hermanos. Don Ni-
colás ejercía de administrador, según las órdenes de don Alejandro (2).
Tantas idas y venidas resultaban peligrosas para la seguridad del
decidido coadjutor. El mismo trató de paliar este riesgo, añadiendo a
su atuendo personal una corbata roja, que diera externamente la ren-
sación de afecto al Régimen.
Pero fue detenido a causa de estas visitas, o, tal vez, por una de-
nuncia personal (3).
(1) Villalva José: Ms. 1.050, fol. 1; García Roque: Ms. 847, fol. 1.
(2) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 6.
(3) Algunos testimonios apuntan que, en la pensión donde residía, confidenció su personalidad
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Inmediatamente después de la detención, le efectuaron un cacheo
y le encontraron dos documentos comprometedores.
Se trataba de un carnet donde constaba la filiación y domicilio de
su director. Gomo don Alejandro se encontraba indocumentado, pidió
a don Nicolás que le sacara un carnet para licencia de kilométrico.
A este efecto le entregó una fotografía y una ficha con su filiación.
La otra cédula era un pase de metro que don Nicolás había obte-
nido antes del Alzamiento, avalado por don Manuel Martín Farrula,
empleado en la Compañía Metropolitana. En el pase constaba la iden-
tidad salesiana del coadjutor (4).
Con estas dos pistas, los milicianos comenzaron a rastrear nuevas
víctimas.
Primeramente, obligan a don Nicolás a que les conduzca al domi-
cilio de su superior.
Don Alejandro se había acogido con don José Villalba en la casa
de unas cooperadoras, en la calle Val verde. Pero dos días antes de
la detención de don Nicolás, se había trasladado a la calle Arrieta.
En el piso de las señoras quedaba solamente don José Villalba.
Llegan los milicianos a la casa e inquieren por un cura. Don José
Villalba supone que preguntan por don Alejandro y, furtivamente para
no ser advertido, huye por la escalera de servicio (5).
La primera pesquisa de los rastreadores resultó fallida.
Inmediatamente conducen al detenido al edificio de las Damas
Apostólicas, en la calle Francisco Rojas, número 4. El día 24 de ju-
lio las milicias se habían incautado del inmueble. Primeramente, sir-
vió de hospital, y, más tarde, se convirtió en Hogar del Combatiente.
de salesiano a una enfermera. Ella misma le delató y le señaló a los milicianos que le detuvieron.
(Campo Santos del, Ms. 763, fol. 1.) Don Roque García revela que don Nicolás, para encubrir su
calidad de religioso, se veía en ocasiones con una miliciana. Enterada que don Nicolás "manejaba"
dinero, le delató por codicia. (Ms. 847, íol. 1.)
El extremo de la delación no está comprobado. Tampoco se ha llegado a encontrar la verdadera
causa de la detención. Don Alejandro Vicente descubre algo de imprudencia en la actuación del
coadjutor pues hizo amistad con algunos milicianos de la pensión donde estaba. (Ms. 1.048, fol. 9.)
Don Francisco Echeverría y don Martín Moreno poneu como causa las visitas domiciliarias a los
cooperadores. (Ms. 800, fol. 8; Ms. 942, fol. 6.)
(4) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 9; Martín Farrula Manuel: Ms. 920, fol. 1; Echeve-
rría Francisco: Ms. 800, fol. 8.
(5) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 9; Villalba José: Ms. 1.050, fol. 1; Echeverría Fran-
cisco: Ms. 800, fol. 8.
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Allí dejan preso a don Nicolás. Y se dirigen al piso del señor Mar-
tín Farrula, garante del pase de metro, con intención de detenerle.
Alegan contra él que es fraile y proceden a su detención. El se-
ñor Martín protesta, y llama en su valimiento a un miembro del Co-
mité de la Compañía Metropolitana, de las oficinas de Ventas, jun-
to a su casa.
Las insistencias de los milicianos de que don Manuel Martín era
también fraile como el "otro" resultaba tenaz, a pesar del testimo-
nio unánime de los miembros del Comité.
Sin atenerse a razones, le condujeron también al mismo calabo-
zo donde se encontraba don Nicolás. Varios detenidos yacían en el sue-
lo. Nuevos careos, nuevas protestas, y las mismas acusaciones.
Insisten los milicianos en que el señor Martín era tan fraile como
don Nicolás. Por fin reconocen su error y le dejan en libertad.
La segunda presa se les iba de las manos.
Más tarde, el delegado del Comité del Metro decidió aclarar la si-
tuación del coadjutor. Acompañado de don Manuel, se dirige a la pri-
sión:
—Queremos ver al fraile —demanda el delegado.
—Déjale —le contestan—; de ése ya no hablemos más.
Con esta frase querían insinuar su muerte.
El señor Martín Farrula quiso cerciorarse si estas palabras se re-
ferían a don Nicolás. Prontamente se convenció de ello. El mismo de-
legado reparó en unos papeles, o tal vez en la cartera, del difunto, con
la inscripción "Nicolás, salesiano" (6).
Ocurría este triste suceso el 8 de agosto de 1936.
La fotografía de su cadáver se halla en la Dirección General de Se-
guridad y en Causa General del Ministerio de Justicia.
Su cuerpo no ha podido ser identificado.
(6) Martín Farrula Manuel: Ms. 920, fol. 1.
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12. D. JUAN CODERA MARQUES, coadjutor
D. TOMAS GIL DE LA CAL, postulante
Pertenecían a la Comunidad de Carabanchel Alto. Como todos los
demás hermanos sufrieron detención, el 20 de julio de 1936; y si-
guieron a su director, don Enrique Saiz, en las penosas vicisitudes de
detenciones y traslados (1).
Se instalaron definitivamente en la pensión Vascoleonesa, de la calle
Puebla, número 17, donde convivieron con su director, hasta el día 25
de septiembre de 1936, fecha de su detención.
Don Juan Codera revelaba un espíritu intrépido y entusiasta. Du-
rante la penosa conducción de los salesianos de Carabanchel, desde el
Ayuntamiento a las escuelas, le arrancaron de las manos el rosario, y re-
cibió como castigo un empujón que casi da con él por tierra (2).
Se han recogido expresiones de sus deseos frecuentes de martirio.
Estos mismos deseos guiaron siempre su modo de obrar, sin recatar
sus sentimientos religiosos.
Cuando oyó referir las penalidades sangrientas de los salesianos de
Estrecho, en el asalto al colegio, exclamó: "Lo mío no llega a marti-
rio. ¡Aún no he derramado sangre! (3)"
En un encuentro callejero con don Luis Cutillas, se expansiona-
ba con el sacerdote: "¿Qué hacemos ya en este mundo? Si lo mejor
es morir; nos debían haber matado en la pla2a de Carabanchel" (4).
Visitaba frecuentemente a otros salesianos escondidos para animar-
los o para llevarles las tristes noticias de hermanos asesinados. En los
comentarios, él mismo pedía a Dios la muerte, como una gracia mar-
tirial, y suplicaba oraciones para hacerse digno de ella (5).
Su carácter, alegre y jovial, contribuía eficazmente para levantar
los ánimos abatidos. Por su presencia externa, poco propicia para atraer
(1) Véase colegio de Carabanchel Alto, pág. 53 ss.
(2) Bastarrica José Luis: o. c., pág. 215.
(3) Echeverría Francisco: Ms. 799, fol. 1.
(4) Cutillas Luis: Ms. 792, fol. 9.
(5) Sabaté José María: Ms. 994, fol. 4.
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sospechas de los milicianos, don Enrique le encomendaba los encargos
más delicados. Compraba la ropa de los salesianos, ayudaba a los me-
nesterosos y visitaba a los presos. No por esto recataba su condición de
religioso.
Un día, al regreso de comprar unos artículos, refería a la comuni-
dad con su gracejo habitual: "Me han preguntado que quién era yo.
He contestado que era fraile y no me han creído" (6).
Frecuentaba la cárcel de Ventas; en ella se encontraba la comunidad
de Mohernando, presidida por el señor Inspector. Otras veces visita-
ba Porlier. En esta labor le acompañaban el coadjutor don Pablo Gra-
cia, y el postulante don Tomás Gil. Proporcionaban a los detenidos el
consuelo de las noticias y el auxilio de ropa y mantas, que les procu-
raban un encierro menos ingrato (7).
Algunas de estas visitas las hacía por mandato de su director; otras,
por propia iniciativa. En este caso ascendía a un cerro cercano a la
cárcel, desde donde se veían los patios; y, por señas, se comunicaba
con los salesianos a la hora del recreo.
Todas estas actividades entrañaban serio peligro. Algunos herma-
nos se lo hicieron notar, para que tomara precauciones. Pero él, impru-
dente y optimista, repetía: "No te preocupes, si me matan, ¿qué me-
jor ocasión para morir mártir?" (8)
El día 25 de septiembre salió por la mañana hacia la cárcel de
Ventas, acompañado de don Tomás Gil. Se entrevistaron con el señor
Inspector y algunos hermanos más.
España vivía por aquellos días la epopeya del Alcázar de Tole-
do. Los dos bandos se mantenían espectantes. Las noticias gubernamen-
tales hablaban de la inminente rendición de la fortaleza; las naciona-
les de la proximidad del ejército de Franco y la toma de la ciudad.
Hasta la cárcel llegaban clandestinamente las gacetillas y noveda-
des del desarrollo bélico.
El señor Codera anunció a los salesianos que aquel día el Ejérci-
to recobraría Toledo. Y les prometió confirmarles la noticia por la tar-
de, desde el cerro.
A primera hora, después de comer, salieron de nuevo don Juan Co-
dera y don Tomás Gil. Se dirigieron a la pensión Arriba, donde se al-
ió) Ibatreche Beatriz: Ms. 892, fol. 1.
(7) Hierro Beatriz: Ms. 577, fol. 3; Quílez Fabián: Ms. 967, fol. 1.
(8) Martín Manuel: Ms. 918, fol. 3; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 10.
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37.8 Page 368

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bergaba don Juan Castaño y don Maximiliano Francoy, y les comunica-
ron las impresiones de su charla de la mañana con don Felipe Alcán-
tara.
Don Juan Castaño intentó persuadir al señor Codera para que no
repitiera aquella tarde la visita a la cárcel; lo encontraba imprudente.
El coadjutor lo tranquilizó; él no presentía ningún peligro.
Nadie más supo del señor Codera y de su acompañante (9).
Parece ser que les detuvieron en las cercanías de la cárcel, la mis-
ma tarde del 25 de septiembre.
Las frecuentes visitas a los religiosos detenidos habían avivado las
sospechas de los milicianos, que, finalmente, se apoderaron de ellos (10).
Se ignoran las circunstancias de su muerte.
Lo que sí parece probable, según diversos testimonios, es que, tal
vez sometidos a tortura, delataron el domicilio de los salesianos refu-
giados en la calle Puebla, 17. A los pocos días comenzaron las de-
tenciones (11).
Sin embargo, tampoco se tiene certeza de este extremo.
(9) Castaño Juan: Ms. 536, fol. 2; Soneira Antonio: Ms. 1.027, fol. 1; Hernández Emilio:
Ms. 867, fol. 1.
(10) Alcántara Felipe: o. c., pág. 23; Quílez Fabián: Ms. 967, fol. 1; Vicente Alejandro:
Ms. 1.048, fol. 10.
(11) Bastarica José Luis: o. c., pág. 230; Echeverría Francisco: Ms. 799, fol. 2.
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13. D. PABLO GRACIA SÁNCHEZ, coadjutor
Formaba parte de la comunidad de Carabanchel. Con ella corrió to-
dos los riesgos y penalidades, hasta instalarse en la pensión Vascoleo-
nesa.
Abandonó este domicilio el 25 de septiembre, según consta en
los registros de la pensión, sin que dejara constancia de su nuevo domi-
cilio ni la razón de su traslado.
Sabemos que, posteriormente, habitó unos días en Antonio Grilo,
número 6, con don Ramón Eirín (1).
La última residencia de don Pablo fue un hotelito, domicilio del
antiguo alumno salesiano don Martín Moreno, en la calle Suero de
Quiñones, número 8.
Anteriormente ya había frecuentado esta casa.
Don Martín, desde que adquirió el chalet, trabajaba en mante-
ner pulcro y bien cuidado el pequeño jardín. El coadjutor don Nicolás
de la Torre, paisano suyo, le aconsejó los servicios de don Pablo Gra-
cia; quien siempre que le permitían sus ocupaciones, ajardinaba los
parterres del señor Moreno. De esta manera don Pablo intimó con la
familia.
Estas visitas continuaron durante el período bélico. De vez en
cuando, el coadjutor se acogía a la benevolente ayuda de don Mar-
tín. Aparecía algo pusilánime y medroso; por lo que el antiguo alum-
no le infundía tranquilidad y le aconsejaba buscase una ocupación pro-
pia de su aspecto y carácter de hombre de campo, para disimular su
condición religiosa.
Hasta entonces don Pablo atendía a su sustento trabajando, don-
de y como podía, de recadero y de mozo (2).
Cada mes percibía de don Alejandro Vicente una ayuda econó-
mica con que hacer frente a las necesidades más perentorias (3).
Por consejo del mismo don Alejandro, don Pablo se dirigió al ho-
(1) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 4; González Amalia: Ms. 851, fol. 1
(2) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 2.
(3) Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 13; Moreno Martín: Ms. 942, fol. 2.
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tel del señor Moreno para que le admitiera como jardinero. En la casa
donde residía había caído un obús, y se había quedado sin albergue.
Don Martín no estaba en casa. Expulsado de su destino, en la Es-
cuela Nacional que regentaba, encontró asilo político en la Legación
de Finlandia con otros salesianos, colocados por él.
Su esposa, doña Celia de la Huerta, recibió al coadjutor con aco-
gedora cordialidad. Y así quedó instalado don Pablo, como un miem-
bro más de la familia.
Se le proporcionó un cuarto muy independiente, adosado a la vi-
vienda del guarda, pero incomunicado con ella. Se le advirtió, no obs-
tante, su camuflaje de jardinero, que procurase disimular cuanto pu-
diera su condición de religioso, por causa de dos familias de ideolo-
gía comunista, acogidas en el mismo chalet (4).
Pero don Pablo no supo o no quiso disimular su carácter religio-
so, ni abandonar su extraordinaria vida de piedad. Llevaba siempre el
santo rosario en sus manos, se entregaba a sus oraciones sin recato
y mantenía conversaciones piadosas.
Varias veces doña Celia le advirtió que se cohibiera algo, para no
dar que sospechar a las familias que vivían dentro, o a la gente exter-
na que le viera. Pero don Pablo persistió en su actitud (5).
Las familias que convivían en el hotel eran dos matrimonios recogi-
dos por don Martín. Uno de ellos, que habitaba en la llamada casa del
guarda, llegó recomendado por el sereno, unos meses antes del Alza-
miento. El otro provenía de la evacuación del Paseo de Extremadura,
al acercarse a Madrid el ejército nacional.
Ambos de condición obrera con ideología comunista.
Principalmente las mujeres dieron muestras repetidas veces de falta
de dignidad para con los dueños del hotel. Usaron de don Pablo como
de un criado, y lo traían y llevaban a su aire. Le encomendaban re-
cados en la calle y le trataban con superioridad, e incluso con despo-
tismo. La actitud del coadjutor era siempre de una decorosa com-
postura y modales respetuosos (6).
Habitaba con doña Celia, sor Jerónima Moreno, hermana de don
Martín. Pertenecía a la Congregación de la Sagrada Familia, en Bar-
(4) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 3; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 13.
(5) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 4; Moreno Jerónima: Ms. 938, fol. 1.
(6) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 4. Las dos señoras afirman que don Pablo era obediente y
dócil, y que aprovechaban de su bondad para mandarle recados. (San Jaime Isabel: Ms. 1.009,
fol. 1; Sánchez Purificación: 1.008, fol. 1.)
— 385 —
25.—

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38.1 Page 371

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celona. Al estallar el Movimiento pudo huir y cobijarse en Madrid con
sus hermanos.
A mediados de diciembre, una patrulla de la Brigada de Investi-
gación de la Agrupación Socialista se presentó en el inmueble. Iban
preguntando por un fraile y una monja.
Don Pablo no estaba en casa. Le esperaron. Apenas llegó, le obli-
gan a subir al coche, preparado a la puerta; detrás, sor Jeróníma.
Los conducen a la checa instalada en el Palacio Episcopal, y los so-
meten a severos interrogatorios (7).
Comienzan por la religiosa. Le formulan preguntas sobre su her-
mano. Después, a don Pablo sobre idéntico formulario. El coadju-
tor contesta que don Martín le había dado hospitalidad, que se trata-
ba de una persona de buenos sentimientos y que no tenía nada en con-
tra (8).
Ninguno de los dos negó su condición de religiosos, si bien cada
uno sufrió distinta suerte.
A sor Jerónima la aislaron en un cuarto aparte. Ya no supo más
de don Pablo, sino las alusiones veladas de los milicianos en los eno-
josos interrogatorios.
Al cabo de un tiempo, entró ante la religiosa un miliciano de edad
avanzada; y redobló la inquisición sobre don Pablo, con reiteradas
preguntas, dirigidas directamente a la persona y su actuación: que
quién era aquel "fraile"; de dónde era, de qué le conocía... Ella trata-
ba de encubrir al religioso; pero el otro atajó su actitud de reserva con
estas palabras: "El se encuentra bien; ya no le duele nada".
Por esta enigmática confesión, sor Jerónima dedujo que lo habían
asesinado (9).
Ocurría el hecho hacia el 10 de diciembre de 1936.
La detención provino de una denuncia, que seguramente partió
de los mismos inquilinos del hotel.
Del proceso judicial abierto posteriormente contra los dos matrimo-
nios refugiados en casa de don Martín, como presuntos denunciantes,
se deduce que el vecindario conocía la identidad religiosa de los de-
tenidos (10).
Por su parte, la criada de la casa conocía anteriormente a don
(7) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 4; Ms. 941, fol. 1; Moreno Jerónima: Ms. 938, fol. 1.
(8) Moreno Jeróniraa: Ms. 938, fol. 1; Moreno Martín: Ms. 942, fol. 4.
(9) Moreno Jerónima: Ms. 938, fol. 1.
(10) Capitanía General, Causa núm. 45.877, declaraciones de doña Purificación Sánchez, don
Félix Tenorio, doña Isabel San Jaime.
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38.2 Page 372

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Pablo y sabía que era religioso. Aparece como probable que ella reve-
ló este pormenor a los inquilinos, sin intención de causar mal, sino por
simplicidad (11).
Los denunciantes calificaron aquella casa como "refugio de frailes
y monjas".
Pocos días después, practicaban en el hotel un nuevo registro y
se llevaban detenida a doña Celia. El inmueble, incautado, fue trans-
ferido a los mismos denunciantes en calidad de propiedad, para que no
vivieran entre "fascistas" (12).
Sor Jerónima quedó en libertad a los pocos días.
Permanecen en el más oculto misterio los lugares de la muerte y
sepultura del coadjutor don Pablo Gracia.
(11) Moreno Martín: Ms. 941, fol. 1; Moreno Jerónima: Ms. 938, fol. 1.
(12) Moreno Martín: Ms. 942, fol. 5.
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14. D. VIRGILIO EDREIRA MOSQUERA, clérigo trienal
D. FRANCISCO EDREIRA MOSQUERA, clérigo trienal
Don Virgilio pertenecía a la comunidad de Carabanchel Alto. Don
Francisco pertenecía a la del Paseo de Extremadura.
Ambos hermanos recibieron la misma muerte, el 29 de septiembre
de 1936, por el único delito de ser religiosos.
<
Cuando todavía se estaba fraguando la revuelta, un alumno pre-
guntó a don Virgilio cuál era su pensamiento sobre la revolución que
se barruntaba. "Somos soldados de Cristo dispuestos a luchar por la
causa de la religión, respondió. Ser apóstol o mártir acaso, mis bande-
ras me enseñan a ser. Lo peor que podemos hacer en estas circunstan-
cias es acobardarnos. (1)"
Al efectuarse el asalto al colegio de Carabanchel, el 20 de julio,
don Virgilio se camufla entre los aspirantes. Inadvertido de los mili-
cianos se traslada con sus alumnos al colegio de Santa Bárbara. Los de-
más salesianos eran conducidos al Ayuntamiento del pueblo.
Pero allí su vida corría grave riesgo. Por eso se acoge a la ayuda
que le brinda doña Cristina Cobo, que le ofrece su domicilio.
Permanece alrededor de un mes con los hermanos Cobo, uno sale-
siano y otro aspirante. Pero la vecindad no le acogió con agrado; des-
de el primer momento le consideraron fraile, y algunos hasta es-
pía.
Por su parte desarrolló una actividad intensa y continua. En man-
gas de camisa, la estrella comunista al pecho, barba descuidada y ga-
fas de sol, iba y venía por Madrid. Se trataba con milicianos; monta-
ba en sus coches y procuraba ganar su confianza.
Recogía las noticias que saltaban de boca en boca en la calle y las
comunicaba a los superiores. Visitaba a los salesianos presos en la
cárcel de Ventas; recorría las pensiones y domicilios donde se hospe-
daban salesianos y servía de enlace entre el señor Inspector, encarce-
lado, y los hermanos de la ciudad.
(1) Viso Ramón: Ms. 1.051, fol. 1.
—— 388 ——

38.4 Page 374

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Visitó en alguna ocasión a los aspirantes que habían quedado en
Santa Bárbara. Trataba de llevarles la alegría y la serenidad de ánimo.
Tampoco dejaba de preocuparse de los que ya habían sido recogidos
por familiares y amistades (2).
Su incansable actividad no se circunscribió solamente a la capi-
tal. Incluso recorría los pueblos en busca de los alimentos para los her-
manos. Se llegó hasta Guadalajara, y tal vez hasta Mohernando, para
enterarse de la suerte que habían corrido los salesianos de aquella co-
munidad.
Estas peligrosas excursiones le ocasionaron más de una detención,
sin consecuencias.
La familia Cobo le quiso convencer del grave peligro que arrastraba
una vida tan aventurada. Pero él respondió llanamente que no po-
día quedarse mano sobre mano, consciente de que muchos estaban su-
friendo. Que era necesario trabajar, y que estaba dispuesto a morir, si
entraba en los planes de Dios (3).
Entre tanto, los vecinos no le perdían de vista. Le provocaban, acu-
sándole de fraile. Pero él evadía la respuesta sagazmente. Le proporcio-
naban periódicos antirreligiosos y provocativos; y él sobreponía su cul-
tura a toda aquella literatura barata (4).
Al fin, se vio obligado a cambiar de domicilio. Parece que se diri-
gió a la pensión donde residía su hermano Francisco, en la calle In-
fantas. Vivieron juntos hasta el día de su detención.
Don Francisco había encontrado asilo primeramente en la calle Fuen-
tes, número 5, en el domicilio de la familia Merlín. A los diez días aban-
donó este refugio por no encontrarse seguro.
Encaminaba su actividad a las cárceles, llevando alimentos a los sa-
lesianos detenidos. Se le alertó del peligro que encerraba aquella acti-
vidad; pero él vivía alegremente despreocupado (6).
Las visitas que don Virgilio realizaba al colegio de Santa Bárbara
levantaron sospechas en los milicianos. Hasta que le identificaron como
(2) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 1; Urtasum Ignacio: Ms. 1.036, fol. 1; Rodríguez José Mi-
guel: Ms. 977, fol. 1; Hernández Tobías: Ms. 886, fol. 2; Arteaga Juan José: Ms. 733, fol. 1;
Peña Saturnino: Ms. 954, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pág. 21.
(3) Cobo Cristina: Ms. 778, fol. 1.
(4) Ibid.
'(5) López Isidoro: Ms. 899, fol. 1.
(6) Merlín Catalina y Merlín Ignacio: reí. conj. Ms. 932, fol. 1; Edreira Antonia: Ms. 801,
folio 1.
— 389 —

38.5 Page 375

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religioso. Un día le siguieron de lejos; espiaron su domicilio, y a la no-
che detuvieron a los dos hermanos.
No se ha podido obtener ningún dato sobre su detención. Pero
sí un testimonio directamente relacionado con ella.
Don Lorenzo Martín López, entonces salesiano, frecuentaba con
cierta asiduidad la pensión donde residían los Edreira. El vivía con
unos tíos en la calle Barquillo.
El día 26 de septiembre de 1936, unos desconocidos llamaban a la
puerta de su casa. Vestían bien y portaban una gran cartera.
—¿Vive aquí Lorenzo Martín?
—Sí, aquí es, contestó su tío.
—Deseamos hablarle. Pertenecemos al Patronato de Menores, y
queremos saber si tendrá inconveniente en dar clase a unos niños.
Salió don Lorenzo. Tras un corto diálogo, le ordenaron que les
acompañara. Sin más, quedó detenido. Le mandan subir a un coche y le
conducen a una checa de la calle Valencia.
El interrogatorio que los desconocidos desarrollaron durante el tra-
yecto, hacía referencia a don Lorenzo y a su calidad de profesor o di-
rigente en el colegio de Carabanchel. Esto le hizo sospechar que co-
nocían su condición de salesiano, sin explicarse cómo.
De la calle Valencia le trasladaron a la checa de Marqués de Ris-
cal, número 1. El día 29 de septiembre, a las doce de la noche, com-
parecía ante un capitán de Milicias para ser juzgado.
Por el sesgo que tomaba el interrogatorio, don Lorenzo dedujo que
su juez ignoraba el por qué de su detención; incluso desconocía su nom-
bre. Según parece, la ficha no estaba bien confeccionada.
El salesiano quedó absuelto. A los pocos momentos de regresar a
su celda con la orden de libertad, oyó distintamente que llamaban a
don Virgilio y a don Francisco Edreira.
Don Lorenzo ignoraba, hasta entonces, que los dos hermanos es-
tuvieran detenidos. Igualmente extrañaba cómo habían podido los mi-
licianos saber su nombre, su condición de religioso y profesor, y su do-
micilio.
Entonces se explicó todo. En una de sus frecuentes entrevistas con
los hermanos Edreira, sospechosos ya por las visitas de don Virgilio
a Carabanchel, le siguieron y anotaron su paradero. La detención y es-
crutinio de los dos hermanos revelaron su identidad de religiosos sale-
sianos, y dio luz sobre la personalidad de don Lorenzo, que inmedia-
tamente fue detenido por la misma patrulla que los hermanos.
— 390 —

38.6 Page 376

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La deficiente confección de su ficha, le favoreció. El juez no logró
saber que era religioso y le extendió la orden de libertad (7).
Los hermanos Edreira, detectados como religiosos salesianos, dete-
nidos como tales, fueron asesinados por este único motivo. (8).
Identificados sus cuerpos, actualmente reposan en el cementerio de
Carabanchel Alto.
(7) Don Lorenzo Martín concluye que, en el interrogatorio que sufrió en Marqués de Ris-
cal, no le mencionaron en absoluto su identidad de salesiano ni de profesor. Por lo que sospecha
que en la checa se ignoraba el motivo de la detención. Al no encontrarle delito, le soltaron. Y
continúa su carta con unas deducciones. Ellas confirman que no sólo los milicianos que les detu-
vieron, sino los jueces de la checa llegaron a conocer la identidad de don Virgilio y don Fran-
cisco; y por eso los mataron. (Ms. 916, fol. 1 v.° y 2; Ms. 915, fol. 1-2; Ms. 917, fol. 1; Eche-
verría Francisco: Ms. 800, fol. 2; López Isidoro: Ms. 899, fol. 1.)
(8) La checa de Marqués de Riscal orientaba preferentemente su persecución hacia sacer-
dotes y religiosos. (Véase pág. 217.)
— 391 —

38.7 Page 377

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15. D. CARMELO PÉREZ RODRÍGUEZ, subdiácono
D. PEDRO ARTOLOZAGA MELLIQUE, clérigo trienal
D. MANUEL BORRAJO MIGUEZ, clérigo trienal
D. HIGINIO MATA DIEZ, postulante
D. JUAN MATA DIEZ, fámulo
Todos pertenecían a la comunidad de Carabanchel Alto, excepto
don Juan Mata. Este, empleado en la comunidad de La Ronda de Ato-
cha, se unió a la de Carabanchel en la pensión Layóla.
Con su director, don Enrique Sáiz, corrieron peligros, afrontaron
detenciones, y compartieron la vida de comunidad en la pensión de
la calle Montera, número 10. Finalmente, se instalaron en la pensión
Nofuenies, situada en la calle Puebla, número 17. En el piso inme-
diato inferior se ubicaba la pensión Vascoleonesa. Allí llegó también
don Enrique (1).
El 1 de octubre de 1936, a las siete de la tarde, la pensión Nofuen-
tes se ve sorprendida por la desagradable visita de dos milicianos, Se
presentaron como policías. En realidad, se trataba de comunistas.
Preguntaban por una religiosa, sor Serafina de los Angeles. Su re-
querimiento resultó inútil. Pero persuadidos de que los moradores de
aquel piso profesaban ideología contraria a la suya, les sometieron a
un minucioso interrogatorio.
Comienzan por la dueña, doña Beatriz del Hierro, preguntándo-
le por la identidad de cada uno de los huéspedes. La señora afirma
que unos son estudiantes y otros obreros. En el interrogatorio indivi-
dual, los primos Mata confirman que trabajan al servicio de los sale-
sianos.
Al oír esta declaración, uno de los visitantes exclama: "¡Vaya ca-
rotas de curas!"
(1) Véase Bastarrica José Luis: o. c., pág. 221-225.
— 392 —

38.8 Page 378

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Acabado el interrogatorio, los inquisidores se encaran de nuevo con
doña Beatriz.
—¿Cómo nos dice usted que éstos (Carmelo, Artolozaga y Borra-
jo) son estudiantes, si aquéllos nos dicen que son sus criados? (2)
Compartía también la pensión el señor Liencres con sus hijas. En el
interrogatorio a que fue sometido también él, un miliciano le porfia-
ba: "Cómo no van a ser curas si en los armarios tienen pantalones
negros" (3),
Inesperadamente, aparecen en el piso dos criadas acompañadas de
sor Serafina de la Asunción. Pertenecían a la pensión Layóla, que re-
gentaba doña Avelina del Hierro.
Sorprendidas, tienen que declarar. Los rastreadores comprenden que
la hermana de doña Beatriz da refugio en su pensión de la calle Mon-
tera a un grupo no menor de "sospechosos".
Telefónicamente comunican con la pensión Layóla y se les oyó de-
cir: "Las chicas están aquí... También ahí haremos un registro".
Y así sucedió más tarde (4).
En este conflicto, irrumpen otros dos milicianos, ignorantes de la
presencia de los dos comunistas. Comienzan nueva investigación; pero
no les arroja más luz.
Finalmente, de común acuerdo sentencian: "Nada, nada; nos los
llevamos a todos. Aquí no hay más que curas y falangistas".
Custodiados por los cuatro milicianos, descendieron hasta el por-
tal la dueña de la pensión, dos religiosas, las dos criadas, los tres sale-
sianos y los dos primos Mata. En la calle les esperaba un coche.
(2) Resulta difícil adivinar una ilación lógica entre los interrogatorios y la detención. Pare-
ce que, en estas palabras, queda implícito que los primos Mata insinuaron, de alguna manera, la
identidad de los salesianos. Doña Beatriz cree que Carmelo y los criados se les antojaron reli-
giosos, y Artolozaga y Borrajo, falangistas encubridores. Efectivamente, dice ella, Artolozaga y
Borrajo eran jóvenes y de buen tipo; y por ser jóvenes los milicianos no se imaginaban que
pudieran ser sacerdotes. A los primos Mata los creyeron con toda seguridad religiosos; don Car-
melo tenía más figura de fraile que los otros jóvenes, y esta apariencia indujo a los policías a
considerarlo como tal, y además se lo llevaron juntamente con los criados. (Véase Hierro Bea-
triz: Ms. 577 b, fol. 1.)
(3) Es incierto que los tuvieran. Sor Serafina de la Asunción asegura que no poseían más
pantalones que los puestos; en cambio, sí se habían surtido de alguna ropa interior, después de
su salida de Carabanchel. Afirma también que don Pedro Artolozaga vestía traje marrón claro y
don Manuel Borrajo, gris oscuro, con raya fina. Doña Beatriz confirma que no tenían otros tra-
jes; y aclara que había colocado en sus habitaciones otra ropa para inducir a los posibles sabue-
sos a pensar que ya llevaban tiempo en la pensión. (Véase Regina de los Angeles: Ms. 679, fol. 2;
Hierro Beatriz: fol. 1.)
(4) A consecuencia de este registro sacaron al coadjutor don Mateo Garolera. (Pag. 363).
— 393 —

38.9 Page 379

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—Suban ustedes, ordenan los milicianos.
Doña Beatriz se niega rotundamente a obedecerles. Prefieren la
muerte inmediata al clásico paseíto.
Llevadla andando, termina por decir el mandamás.
Solamente don Carmelo, don Juan y don Higinio subieron al co-
che fatídico. Con toda probabilidad creemos que fueron conducidos
directamente al lugar de su desconocido martirio.
Don Carmelo había escrito en sus apuntes espirituales del Novicia-
do: "Está pronto a vivir como Dios quiera. Ofrécele tu vida, dispues-
to a perderla donde y cuando El quiera".
Los demás, a pie, son conducidos al Ateneo libertario de la calle
San Roque, número 9, en donde les someten a un nuevo interrogato-
rio individual.
A la media noche les conducen a la checa de Fomento. Allá se en-
cuentran también los detenidos en la pensión Layóla.
Apenas llegan a la checa, doña Beatriz pregunta a los milicianos por
don Carmelo y los dos empleados, suponiendo que estaban allí dete-
nidos.
—"¿Les habrán dado de comer?"
—"Se los han llevado los comunistas, y ya no necesitan de nada."
Fue la desabrida respuesta (5).
Como era costumbre en la checa, los detenidos comparecieron ante
un tribunal. Los interrogatorios se repitieron individual y colectiva-
mente. En uno de ellos, don Pedro y don Manuel declararon su lugar
de nacimiento: Bilbao y Orense, respectivamente.
—¿Y cómo estáis en Madrid? ¿Qué sois?, insistieron los jueces.
—Somos estudiantes.
Don Pedro temblaba de miedo; don Manuel se mostraba sereno.
Dirigiéndose a don Pedro le acusan:
—Tú eres falangista.
—Yo no sé qué es eso.
—Sí," sí; tú eres fascista.
A la mañana siguiente, las mujeres recibían la libertad (6).
El mismo misterio, que envuelve tantas ejecuciones perpetradas
por incontroladas checas autónomas, ha impedido el esclarecimiento de
las circunstancias del martirio de los cinco detenidos en la pensión No-
fuentes.
(5) Hierro Beatriz: Ms. 577 b, fol. 1; Regina de los Angeles: Ms. 679, fol. 2.
(6) Hierro Beatriz: Ms. 577 b, fol. 3; Hierro Avelina, del: Ms. 888, fol. 1.
— 394 —

38.10 Page 380

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Pero la causa de la detención la adivinamos en las palabras que
los milicianos dirigieron a la portera del inmueble: "Esto está lleno de
frailes" (7).
Días después del martirio de don Pedro y don Manuel, doña Bea-
triz se tropezó con el que ejercía en la checa de juez la noche fatídi-
ca. Movida por el interés, le preguntó por los desaparecidos. El juez se
contentó con responder secamente: "Eran curas. No le conviene hacer
indagaciones sobre su paradero" (8).
Los cadáveres de don Pedro y don Manuel aparecieron, el 3 de oc-
tubre, en la carretera de Andalucía y en el kilómetro 10 de la carrete-
ra de Castellón, respectivamente.
A don Pedro se le encontró un papel escrito por los asesinos: "Pe-
dro Ortolozaga, ficista" (9).
Don Pedro había dejado escrito en sus apuntes espirituales del No-
viciado: "Pedía al Señor me diese la muerte antes de que yo le ofen-
da" (10).
(7) Hierro Beatriz: Ms. 577 b, fol. 4.
(8) Ibid., fol. 3.
(9) Obra en nuestro Archivo un certificado expedido por el Juzgado de Instrucción de Alca-
lá de Henares, firmado por Enrique Martínez Gallardo, Secretario del mismo, en el que se de-
clara: ...Este cadáver recibió sepultura en el cementerio de Vallecas, en el cuartel número 3 de
las Compañías de Castellón, sepultura 439, segunda cavidad, chapa 289, talón 707.
La ficha de defunción consta en el Juzgado de Vallecas, registro civil, sec. tercera, libro 57,
hoja 363. (Ms. 1.065.)
Por don Manuel Borrajo se siguió sumario en el Juzgado núm. 5, bajo el número 395, de
1936. 13 de noviembre, núm. 71-38, procede de la carretera de Andalucía, correspondiente a la
persona de Manuel Borrajo o Barayo. Encontrado el 3 de octubre último. (Ms. 1.066.)
(10) Respondo de la certeza de estas palabras de don Pedro Artolozaga, leídas por mí en su
libreta de Noviciado con motivo de mis trabajos de investigación. La libreta ha desaparecido.
Igualmente de las palabras de don Carmelo Pérez, transcritas más arriba: Estáte pronto a vivir y
morir...
595

39 Pages 381-390

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39.1 Page 381

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16. D. JOSÉ MARÍA CELAYA RADIOLA, coadjutor
Formaba parte de la comunidad de Mohernando. Sufría desde ha-
cía años una molestísima enfermedad, parálisis progresiva, que solamen-
te lograba atajar gracias a un eficaz medicamento.
Por razón de su dolencia, se le permitió quedarse en el colegio con
el grupo de los pequeños, mientras el resto de la comunidad abando-
naba la finca, expulsados por los milicianos.
Durante la devastación de la casa, los asaltantes encontraron en
don José María un valiente censor de sus atropellos sacrilegos.
Al entrar en la capilla, le encontraron orando. El herrero del pue-
blo, Vicente Blas, le increpó con descaro:
—¿Qué hace usted aquí? Mejor sería que se ocupara en cosas de
mayor provecho.
—Estoy pidiendo a Dios que tenga misericordia de ustedes —res-
pondió con sencillez (1).
Como le costaba caminar, le sacaron de la iglesia a empellones (2).
El expolio y la quema de libros y objetos sagrados hirieron fuer-
temente su piadosa sensibilidad. No dudó en encararse con el milicia-
no: "¿Para qué hace usted eso? No estropeen así estas cosas. ¿Qué
daño les hacen a ustedes?" (3).
Uno de los asaltantes demostraba su fobia religiosa, golpeando con
su fusil los cuadros del Viacrucis. El noble coadjutor se enfrentó con él
y le reprochó severamente su vandálico proceder. Esta actitud decidi-
da y valiente pudo costarle la vida. El miliciano le replicó con insul-
tos y amenazas. Los que presenciaban la escena temían que pasara de
las palabras a las obras (4).
En todo momento hizo manifestación de su fe cristiana, sin alar-
des; pero sin cobardías. Mientras los jóvenes trataban de ocultar to-
dos los objetos religiosos personales que pudieran ser comprometedo-
(1) Aizpuru Ildefonso: Ms. 699, fol. 2; Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 7.
(2) Aranda Juan: Ms. 711, fol. 1.
(3) Alonso Emilio: Ms. 702, fol. 1.
(4) Bastarrica Salvador: Ms. 737, fol. 44.
— 396 —

39.2 Page 382

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res, don José María sacó su rosario y lo rezaba abiertamente durante
el tiempo que duró el expolio (5).
Su dedicación ordinaria en el colegio era el gallinero, que él aten-
día sabiamente y con acierto en sus ratos libres.
Como todas las dependencias de la granja quedó destruido. El buen
coadjutor contemplaba frenético cómo se llevaban las aves impunemen-
te. Veía su labor, fruto de continuos sacrificios, destrozada en un mo-
mento. Pero logró sobreponerse y se le oyó exclamar: "Hágase la vo-
luntad de Dios" (6).
La evacuación del colegio le forzó a integrar la expedición a Ma-
drid. El viaje, oneroso y atropellado, lleno de incomodidades, resultó
para don José María un punzante tormento.
Al llegar al Centro de Izquierda Republicana, un hermano le pre-
guntó:
—¿Qué tal le ha sentado el viaje?
Y él, con voz apagada, casi ininteligible respondió:
—Lo menos me han quitado hoy tres años de vida (7).
De nuevo tuvo que soportar la incomodidad del traslado de la Di-
rección General de Seguridad.
El descenso de los coches se efectuaba entre una calle de milicia-
nos armados, que impedían todo gesto de curiosos. Los salesianos eran
forzados a saltar de los vehículos al suelo. La delicada salud de don
José María le impedía descender sin ayuda de un escalón. Un joven se
atrevió a insinuar que le pusieran una silla como peldaño. Los mili-
cianos, por toda respuesta, comenzaron a blasfemar y a echar la culpa
de la guerra a los frailes. Y a él, por creerle uno de los sacerdotes an-
cianos, le acusaban, entre execrables blasfemias, de haber envenenado
al pueblo con sus sermones (8).
La primera media hora en la Dirección General de Seguridad la pa-
saron los detenidos de pie, cara a la pared, y manos atrás. Don José
María, agobiado por su mal, pedía insistentemente la medicina que
tenía en la maleta. Su ruego fue siempre desatendido (9).
A las dos de la madrugada, en diversas remesas, la comunidad de
(5) Alonso Emilio: Ms. 702, fol. 1.
(6) Aizpuru Ildefonso: Ms. 699, fol. 2 v.
(7) Artículos que se proponen para la Causa de Beatificación..., pág. 100.
(8) Alonso Emilio: Ms. 702, fol. 1; Gil Juan: Ms. 848, fol. 12.
(9) Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 1; Aizpuru Ildefonso: Ms. 699, fol. 2 v. Artículos que
se proponen..., pág. 101; Cartosio León: Ms: 770, fol. 26; Arce José: Ms. 726, fol. 1.
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39.3 Page 383

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Mohernando entraba en la cárcel de Ventas. Aquí le esperaban al coad-
jutor nuevos sufrimientos hasta su muerte.
Uno de los guardias, al entrar, le oprimió fuertemente la cabeza y
le dio un empujón, mientras sarcásticamente decía a sus camaradas:
"Este es el Padre Prior". Don José María respondió con una jacula-
toria (10).
Por el mal estado de su salud, le trasladaron inmediatamente a la
enfermería del penal. Su situación se agravaba.
Su aspecto daba lástima; y su resignación y silencio imponían res-
peto. Nunca dejó escapar una queja por sus sufrimientos.
La carencia de la medicina llevó la gravedad al extremo.
Uno de los médicos que le atendía se decidió a ponerle una inyec-
ción. Como si hubiese olvidado algo, bajó al botiquín. En el entretan-
to, llegó otro joven médico y examinó la cápsula inyectable. Entre
los dos doctores se entabló una seria disputa; el joven intentaba im-
pedir que inyectaran al paciente, porque aquel medicamento serviría
para acelerar su muerte, no para calmar la dolencia (11).
A los cinco días de su ingreso en la cárcel, el 9 de agosto de 1936,
totalmente agotado, falleció el sufrido coadjutor. La falta absoluta de
medicamentos eficaces y los malos tratos recibidos fueron la causa de
su extinción.
Como preparación inmediata a la muerte, había hecho su última con-
fesión, único sacramento que entonces se le podía administrar (12).
Su cadáver permaneció algún tiempo abandonado en el patio de
la enfermería. Insetmlto todavía, fue objeto de insultos y burlas gro-
seras por parte de los milicianos (13).
La inhumación se verificó dos días después, el 11 de agosto.
El día 22 de noviembre de 1947 se le trasladó al cementerio de
la Almudena (14).
Actualmente sus restos mortales descansan en el panteón salesiano
de Carabanchel Alto.
(10) Aizpuru Ildefonso: Ms. 699, fol. 2 v.
(11) Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 7.
(12) Alcántara Felipe, o. c., pág. 29; Cartosio León: Ms. 770, fol. 26.
(13) Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 10; Aranda Juan: Ms. 711, fol. 1.
(14) Meseta quinta, cuartel primero, fosa núm. 3, cuerpo noveno (copia: Ms. 1.067).
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39.4 Page 384

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17. D. RAMÓN EIKIN MAYO, coadjutor
El día 19 de julio, mientras los milicianos invadían el colegio de
La Ronda de Atocha, don Ramón salta por una ventana a la calle y se
pone a salvo. Su primera providencia fue esconderse en un portal, has-
ta que pasara el peligro; pero los porteros de la casa le obligan a aban-
donar inmediatamente este refugio.
En compañía de otros dos salesianos se dirige a la pensión Vigo,
situada en la plaza de Santo Domingo. Desde allí telefonea a su her-
mana, residente en Madrid, y le comunica su apurada situación (1).
A las pocas horas, la hermana le había encontrado un domicilio
más seguro que las pensiones, sometidas frecuentemente a registros y
pesquisas.
Lo presentó a una amiga suya, doña Amalia González, domicilia-
da en Antonio Grilo, número 6. Doña Amalia tenía algunos huéspedes,
aunque su casa no figuraba como pensión. Al hacer las presentaciones,
doña María Eirín silenció la condición religiosa de su hermano. Afir-
mó que era ebanista de oficio, que había llegado de La Coruña para
buscar trabajo, y que le habían quitado la documentación en la Puer-
ta del Sol. Doña Amalia le recibió gustosamente.
Más tarde, el mismo don Ramón comunicó a la señora su condi-
ción de religioso salesiano, y cómo había tenido que huir del cole-
gio ( 2 ) '
Salía poco a la calle; no más de lo necesario. Con frecuencia se
le veía leer un libro pequeño de pastas negras y rezar el santo rosa-
rio. Lo rezaba frecuentemente con los huéspedes.
Revelaba buen carácter, aunque reservado y discreto. Jamás se le
oyó pronunciar palabra de censura contra los que le habían redu-
cido a aquel estado (3).
Visitaba a los salesianos dispersos por Madrid, principalmente a la
comunidad del colegio de Atocha, refugiada en la pensión Abella. Les
comunicaba noticias que fácilmente él recibía, y se trasmitían alientos
(1) Eirín María: Ms. 803, fol. 1. En el libro de entradas y salidas de la pensión no consta
su nombre.
(2) Eirín María: Ms. 803, fol. 1; González Amalia: Ms. 852, fol. 1.
(3) González Amalia: Ms. 852, fol. 1 v.
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39.5 Page 385

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mutuamente para sobrellevar las inquietudes y peligros en que se veían
envueltos cada día.
Mantuvo siempre contacto con los superiores, que le proporciona-
ban dinero para sus gastos, por medio del estanco de doña Pepita.
Oía con frecuencia la santa misa, juntamente con otros hermanos,
ocultándose de la vista de personas que le pudieran delatar. El mismo
día de la Purísima, ocho días antes de su detención, pudo recibir la co-
munión (4).
La situación económica de la dueña de la casa vino a menos. La
pensión que abonaba la hermana del salesiano por alojamiento y sus-
tentación era muy reducida. Por este motivo, la señora manifiesta a don
Ramón la imposibilidad de darle de comer, por la escasez y alto pre-
cio de los artículos alimenticios.
Desde entonces el coadjutor salía a comer fuera. Se escogió una ta-
berna barata, de la calle del Olmo (5).
Para que pudiera colocarse fácilmente, su hermana le consigue un
carnet de la U.G.T. Practican diversas gestiones, pero con resultado ne-
gativo. Finalmente, un compañero de hospedaje, don Jesús Fernández
Otero, le proporciona colocación.
Don Jesús trabajaba de enfermero en el Asilo de Ancianos Incu-
rables de la calle Atocha. Se había colocado allí por gestiones de su her-
mano Emilio, empleado del mismo establecimiento.
Un día don Emilio fue a visitar a su hermano. Y don Jesús le pre-
sentó al coadjutor. Los dos habían llegado a intimar, porque don Ra-
món se le había ofrecido a darle algunas clases particulares. El salesia-
no le pone al corriente de su precaria situación económica, y le manifies-
ta deseos de encontrar colocación. Don Emilio lleva a cabo algunas di-
ligencias en el Asilo, y consigue que admitan de enfermero a su reco-
mendado.
Pero no fue recibido con complacencia por parte de algunos em-
pleados izquierdistas, que preferían que sus amigos ocuparan la pla-
za. En un principio, don Ramón no se mostraba partidario de colocarse
en el Hospital, y exteriorizó sus temores de que le ocurriera algún
incidente irremediable. Pero se conformó con las circunstancias (6).
(4) Alcántara Felipe: o. c., pág. 8; Sabaté José María: Ms. 1.994, fol. 3; Eirín María: Ms.
803, fol. 1 v. y 2.
(5) González Amalia: Ms. 852, fol. 1; Ms. 851, fol. 1.
(6) Fernández Otero Emilio: Ms. 821, fol. 1; Eirín María: Ms. 803, fol. 1 v.; González
Amalia: Ms. 852, fol. 1.
— 400 —

39.6 Page 386

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Permaneció en el asilo no más de veinte días.
Se manifestaba tímido y reservado. Hablaba poco. Llegó a inti-
mar con los hermanos Fernández Otero, con quienes se mostraba abier-
to y simpático.
Cumplía rigurosamente sus obligaciones, aunque el ambiente no
le era propicio; existía bastante negligencia entre sus compañeros de
trabajo. Con sumo empeño hacía las camas, distribuía la comida a los
enfermos y mantenía aseada la sala. Servicial con los pacientes, si bien
le ponían en gran aprieto cuando le solicitaban para que les liara el ci-
garrillo.
Un día comentaba con su hermana la muerte de uno de los hospi-
talizados. Su deseo era atenderle en los últimos momentos y recordarle
las misericordias del Señor. Pero la presencia de algunas personas que
no compartían estas ideas cristianas se lo impidió (7).
La detención sobrevino el día 15 de diciembre de 1936.
Eran las seis de la tarde. Dos desconocidos penetran en el esta-
blecimiento, acompañados de dos milicianos. Preguntan por Jesús Fer-
nández y Ramón Eirín. Se avisa antes a don Jesús, que se presenta el
primero a los visitantes. Le manifiestan que es necesaria su compare-
cencia en la comisaría para extender una declaración.
Los empleados del asilo habían recibido instrucciones para casos se-
mejantes. En consonancia con las normas, don Jesús exige que le mues-
tren la documentación de policías. Sólo uno la enseña. Por lo cual, el
enfermero se desobliga del mandato requisitorio; alega que tiene ór-
denes de sus superiores de no abandonar el servicio bajo ningún pre-
texto.
Visto que no se avenía a sus deseos, los presuntos policías termi-
nan por decir que tal vez no sea necesaria la comparecencia, siempre
que conteste allí mismo a algunas preguntas. Accede, y comienza el in-
terrogatorio.
Todas las preguntas se polarizan en torno a don Ramón Eirín. De
qué le conoce; si recibe visitas en casa de la patrona; si le había oído
hablar contra el Régimen.
Las respuestas de don Jesús son escuetas y exactas. "Le conozco
de vivir en la misma pensión; y no sé de visitas y de conversaciones
contra el Régimen."
(7) Fernández Emilio: Ms. 821, fol. 1 v.; López Segunda: Ms. 903, fol. 1; Marcos Dolo-
res: Ms. 907, fol. 1 v.; Guaita Abel: Ms. 860, fol. 1.
401
26.—

39.7 Page 387

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"Es un buen pájaro", remató uno de los milicianos refiriéndose a
don Ramón.
Quedaron satisfechos, al menos en apariencia, con la declaración
del enfermero; y, sin más, le despiden.
Al dirigirse don Jesús a sus ocupaciones, se cruza con don Ramón
que, avisado, venía a presentarse a los presuntos policías. Aparecía de-
macrado y lleno de turbación.
Le repiten la orden requisitoria. Alega que a las siete y media debe
estar de vuelta para la cena. Se lo prometen; se trata sólo de hacer
una declaración. Pide cambiarse de ropa; se quita la bata de enfer-
mero y se viste su americana. Luego acompaña a los milicianos.
No volvió ni se supo más de él (8).
Al día siguiente, su hermana, enterada del triste suceso, comenzó
una serie de diligencias para descubrir su paradero. Todas con resul-
tado negativo. Presentó una denuncia en la comisaría, y también resul-
tó ineficaz (9).
Permanecen en la penumbra los lugares de su martirio y sepultura.
En Causa General, Ministerio de Justicia, consta que fue asesinado en
Paracuellos del Jarama. Este dato parece proporcionado por una de-
nuncia posterior, en la que se dio Paracuellos, como probable lugar
del asesinato. No se ha logrado confirmación por otros documentos del
Ministerio, ni por testigos personales.
"Yo no niego la verdad. Cuando me pregunten, diré lo que soy."
Así respondió a un pariente suyo, que le aconsejaba emplear ex-
presiones impropias de un religioso, con el fin de pasar desaperci-
bido (10).
Su línea de conducta venía marcada por la rectitud de su con-
ciencia.
Cumpliría su propósito de no negar la verdad.
(8) Artículos que se proponen..., pág. 108; Véase también, Eirín María: Ms. 803, fol. 1 v.;
Marcos Dolores: Ms. 907, fol. 2; Fernández Emilio: Ms. 821, fol. 1; Echeverría Francisco: Ms.
800, fol. 4; González Amalia: Ms. 851, fol. 1.
(9) Eirín María: Ms. 803, fol. 2.
(10) Artículos que se proponen..., pág. 108.
— 402 —

39.8 Page 388

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18. D. TEODULO GONZÁLEZ FERNANDEZ,
estudiante de teología
Había concluido el curso teológico en Carabanchel Alto. Para pa-
sar el verano, los superiores le destinaron a la Casa de Estrecho.
Desconocemos dónde halló refugio al ser asaltado el colegio. Y
su misma muerte permanece en el anónimo.
Un testigo de oídas afirma que le denunció un muchacho de Cara-
banchel Alto. Los milicianos verificaron su detención provistos ya de
la orden requisitoria correspondiente. El no opuso ninguna resisten-
cia a su arresto (1).
El 9 de septiembre de 1936 se recibe un aviso telefónico en la
Comisaría de Cuatro Caminos. Comunican que en el camino de Maudes
yace un cadáver que presenta heridas producidas por armas de fuego.
Por cédulas personales que lleva consigo queda identificada su perso-
nalidad. Se trataba, de don Teódulo González (2).
El cadáver fue inhumado en el cementerio de la Almudena de Ma-
drid, el 11 de septiembre de 1936 (3).
La vida de don Teódulo transcurrió humilde, callada, inadvertida. Y
culmina en el sacrificio anónimo en defensa de su fe.
Sus restos descansan actualmente en el panteón salesiano de Ca-
rabanchel Alto.
(1) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 9; Ms. 799, fol. 3.
(2) En el depósito Judicial figura identificado, el 10 de septiembre de 1936, con el núme-
ro 20-33.
(3) Ficha de defunción: Meseta quinta, cuartel primero, fosa núm. 69, cuerpo sexto (co-
pia, Ms. 1.068).
— 403 —

39.9 Page 389

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Una de las creaciones más logradas del sadismo rojo fue la institu-
cionalización organizada y expeditiva de los asesinatos en masa. Res-
pondía a una perfecta organización metódica, estudiada y sistemati-
zada en la propia Dirección General de Seguridad.
En los primeros meses del Movimiento, durante el verano de 1936,
se sucedieron "sacas" individuales de presos de las diversas cárceles.
Con pretextos de ser puestos en libertad, eran entregados a los agen-
tes de las "checas" o a otros milicianos, que los asesinaban a la sa-
lida.
El mismo Gobierno, por medio de su Director General de Seguri-
dad, facilitaba a los milicianos la orden de libertad, en blanco. La la-
bor de los pistoleros consistía en llenar las hojas en blanco con los
nombres de los presos, cuyos asesinatos estaban previamente acorda-
dos. Más tarde organizaron las "sacas" con sus listas negras, sus auto-
buses, sus piquetes de ejecución, enterradores y zanjas descomunales.
Por lo tardío de la fecha y lo desorbitado de la cifra, las ejecucio-
nes masivas, ocurridas durante el mes de noviembre en las inmedia-
ciones de Paracuellos del Jarama, constituyen tema aparte en la his-
toria del Madrid rojo.
En los primeros días del mes de noviembre, representantes de
la checa de Fomento, con miembros del ejército marxista, acudieron a
las cárceles de Ventas, San Antón y Porlier, y requirieron a los milita-
res profesionales que sufrían prisión para que se incorporasen al ejérci-
to rojo. Les amenazaban de muerte si no satisfacían el requerimiento.
Como consecuencia de su actitud digna, negándose a mandar fuer-
zas militares del Frente Popular, se decretó su asesinato. Sin interven-
ción de tribunal alguno, se confeccionaron listas, que se entregaron a
la Dirección General de Seguridad. Este organismo autorizó las sacas de
405

39.10 Page 390

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presos para su ejecución, pretextando en algunos casos la libertad y en
otros el traslado.
El avance victorioso de las fuerzas nacionales y su aproximación a
Madrid produjo la huida del Gobierno rojo de la capital de España a
Valencia; y se constituyó una Junta de Defensa de Madrid. De esta
Junta dependía, a partir del 6 de noviembre, la llamada Consejería de
Orden Público. A ella quedaba vinculada la suerte de los presos (1).
El Delegado de Orden Público, Serrano Poncela, se encargó perso-
nalmente de cursar las órdenes reservadas, para asesinar a los presos.
Se dirigió al Parque Móvil de la Dirección General de Seguridad para
disponer de los vehículos necesarios; y al Inspector General de Milicias
de Vigilancia de Retaguardia, para tener dispuestos los elementos ar-
mados que acompañaban a las expediciones y componían los piquetes
de ejecución.
El plan venía premeditado, y estaba elaborado con frialdad; inclu-
so se dispuso de antemano el lugar de ejecución y el de enterramiento
de las víctimas.
Con algunas fechas de antelación se preparaban las listas de los
presos elegidos. Se presentaba en la Dirección del penal una or-
den superior emanada de la Dirección General de Seguridad o de los
Órganos que la sustituyeron; y con esta autorización tenía lugar la sa-
lida de los reos para su "traslado" o "libertad".
Las expediciones más nutridas correspondieron al día 7 de noviem-
bre; estaban constituidas primordialmente de militares.
Mil seiscientos reclusos de las diversas cárceles de Madrid tenían
orden de traslado a la prisión de Alcalá. Solamente trescientos llegaron
a su destino; los demás fueron fusilados en Torrejón de Ardoz y Para-
cuellos del Jarama (2).
El elenco de sacerdotes y religiosos sucumbidos en este primer día
asciende a veintinueve. La mayoría sacados de la cárcel Modelo.
Al día siguiente, día 8, caían, en otra fatídica expedición, nueve
eclesiásticos más (3).
(1) La Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa fue confiada a Santiago Carrillo,
de las J. S. U., y se nombró delegado de Orden Público —cargo equivalente en su esfera, dentro
de la Junta, al de Director General de Seguridad— a Segundo Serrano Poncela. Este presidía la
actuación de un Consejo, creado en la Dirección e integrado por elementos todos ellos de actua-
ción muy destacada en distintas checas de las que funcionaban en Madrid. (Causa General, o. c.,
página 240.)
(2) Fernández Arias Adelardo, o. c., pág. 63 y 64.
(3) Montero Antonio, o. c., pág. 336-337.
— 406 —

40 Pages 391-400

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40.1 Page 391

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Para el traslado de los presos se utilizaron veinte autobuses de Ja
Compañía Municipal de Tranvías.
Fuertemente atados, de dos en dos, con hilo de bramante, eran ins-
talados los presos en el interior del vehículo casi a presión.
Las expediciones salían por el barrio de Ventas, siguiendo la carre-
tera de Aragón; torcían después por la carretera de Madrid a Belvis,
pasando por Barajas, para detenerse en un descampado desértico que se
extiende al pie del monte de San Miguel, a quinientos metros más allá
de Paracuellos, a un kilómetro del río Jarama y a veinte de Madrid.
A uno y otro lado de la carretera aparecían siete descomunales
zanjas.
Los autobuses o camiones se detenían junto a un grupito aislado de
pinos, a unos doscientos metros de las fosas.
Ya en tierra se iba distribuyendo a los presos en grupos variables
entre los diez y los veinticinco, y se les forzaba a caminar hacia las
zanjas. Hasta siete descomunales zanjas iban a ser rellenadas con estos
enterramientos gigantescos.
La cabida de estas fosas era verdaderamente desorbitada. La cuarta
mide ciento sesenta metros de longitud por cuatro de anchura. La quin-
ta ochenta metros y la sexta ciento veinte; ambas con una anchura de
ocho metros.
Treinta o cuarenta milicianos formaban el piquete de ejecución.
Llegados los presos al borde de la zanja caían sobre ellos una descarga
cerrada.
Más de doscientos sepultureros, reclutados entre los "fascistas" de
los pueblos aledaños, esperaban para proceder inmediatamente al en-
terramiento global de los centenares de fusilados.
Los ejecutados en Paracuellos el día 7 de noviembre parece que
fueron ametrallados sobre las zanjas denominadas primera y segunda.
A partir del 8 de noviembre sobrevino una brusca interrupción de
estas descomunales matanzas. Continuaron los paseos nocturnos, pero
a escala reducida.
El cese de las sacas en masa parece motivado por la intervención
del Delegado de la Cruz Roja Internacional con los poderes de Madrid,
ante el escándalo internacional de estos procedimientos.
Se apagaron las protestas diplomáticas en vísperas de diciembre; y
con ello se cerró el paréntesis de seguridad sobre los presos de las cár-
celes de la Capital de España.
— 407 —

40.2 Page 392

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El sábado 28 de noviembre se efectuaron dos extracciones de presos.
Formaban parte de un programa de seis translados a la cárcel de Alcalá.
Para salvar las apariencias de legalidad, ante la alarma internacional,
se constituyeron los tribunales populares, luctuosamente afamados. Las
diversas comisiones se trasladaron a las cárceles respectivas, donde pro-
cedieron a simulacro de interrogatorio (4).
Estos interrogadores utilizaban los datos extraídos de los ficheros
de la Dirección General de Seguridad y los de los partidos políticos. Pero
principalmente procedían a capricho; guiados en muchas ocasiones única
y exclusivamente por lo ilustre de los apellidos de los detenidos; y se de-
jaban influenciar fácilmente por las sugerencias interesadas.
Una media docena de estos tribunales, compuestos cada uno de dos
milicianos, y en algún caso con elementos femeninos integrados, se ins-
talaron en la cárcel de San Antón. Vinieron actuando ininterrumpida-
mente durante la última semana de noviembre y la primera de diciembre.
Las doscientas once víctimas que formaron en la segunda expedición
del día 28 habían sido juzgadas entre la vispera y la noche precedente.
A las cuatro de la madrugada se procedía ya a la lectura de las listas. A
continuación, los presos eran concienzudamente maniatados y puestos
a punto para los autobuses de la muerte.
El número de religiosos y sacerdotes asesinados en esta expedición
asciende a cincuenta.
Se conserva un documento suscrito por el Delegado de orden Públi-
co, Serrano Poncela, en el que se ordena la libertad de cuarenta y seis
presos nominalmente citados. Entre ellos se nombran a dieciséis religio-
sos, fusilados en esta saca del 28 de noviembre (5). Ello demuestra el
carácter vergonzante que se dio a esta matanza, escamoteando cínica-
mente la verdad.
(4) Concretamente, de los que juzgaron a los Agustinos en San Antón, escribe el padre Vi-
cuña que el "proceso" se reducía a un breve interrogatorio. Puesta de manifiesto la condición re-
ligiosa del reo, se le preguntaba si estaba dispuesto a defender la República. La negativa, que
invariablemente se producía, daba lugar a la sentencia de "libertad definitiva", equivalente de la
última pena. Tal fue el formulismo para los primeros. Para los que vinieron detrás bastó consta-
tar que procedían de El Escorial para decretar la consabida sentencia. (Vicuña: o. c., pág. 213-214.)
(5) Fotocopia en "Causa General, Anexo VII, núm. 6. Comunicada el 27 de noviembre al
jefe de Servicios por el Director de la cárcel de San Antón, y "cumplimentada", según firma ile-
gible, el siguiente día 28, fecha de su inmolación en Paracuellos. En ella figura los salesianos
don Valentín Gil, don Justo Juanes y don Anastasio Garzón.
— 408 —

40.3 Page 393

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Las víctimas de este fusilamiento cayeron acribilladas en las fosas
tercera y cuarta (6).
El día 30 de noviembre, en las primeras horas de la mañana, la zan-
ja número cinco absorbía a doscientos cincuenta presos; entre ellos, se-
tenta y tres sacerdotes y religiosos.
Por fortuna, el 4 de diciembre fue nombrado Director General de
Prisiones Melchor Rodríguez, anarquista en pugna con el Partido Comu-
nista, que acabó enérgicamente con las ejecuciones en masa.
Así demostró la facilidad con que hubiera podido obtener este mis-
mo resultado el Gobierno del Frente Popular, si alguna vez se lo hubiera
propuesto (7).
(6) La escena final, grabada vivamente en el recuerdo de los forzados enterradores, nos la re-
lata uno de ellos, don Gregorio Muñoz Juan, Alcalde de Paracuellos, castigado por los rojos a
abrir las zanjas y a enterrar a los fusilados. "Estoy completamente seguro que el día 28 de noviem-
bre, un sacerdote o religioso pidió a las milicias le permitieran despedir a todos sus compañeros
y darles la absolución, gracia que le fue concedida. Dicho sacerdote o religioso fue abrazando a cada
uno de sus compañeros, y arrodillados en tierra, les daba la absolución, al menos (dice a preguntas
insistentes sobre el particular) hizo sobre ellos la señal de la cruz como cuando absuelven al peni-
tente en la confesión. Una vez que hubo terminado, pronunció en alta voz estas palabras: Sabemos
que nos matáis por ser católicos o religiosos; lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdo-
namos de todo corazón. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!"
Este animoso sacerdote al que se refiere el informe anterior es el padre Avelino Rodríguez,
Provincial de los los Agustinos. (Vicuña, o. c., págs. 229-231.)
(7) Para todo, véase Causa General, o. c., págs. 238-243; Montero Antonio, o. c., págs. 328-346;
Vicuña, o. c., págs. 162-174; 221-236.
— 409 —

40.4 Page 394

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1. D. MANUEL MARTIN PÉREZ, clérigo minorista
La tarde del día 19 de julio abandonaba el colegio del Paseo de
Extremadura emparejado con el coadjutor don Valentín Gil.
Su primer refugio, quizá el domicilio designado por el director, fue
un bajo de la calle Pérez Caldos, número 4. Su propietario, don Igna-
cio Pérez, le acogió con gran amabilidad y deferencia.
Sin embargo, los dos salesianos no consideraron seguro este aparta-
mento; por corresponder a la portería del inmueble, se constituía blan-
co de visitas, registros e inquisiciones. Y contra la voluntad de su pro-
pietario, por no comprometerlo con su presencia, lo abadonaron (1).
Les recibió una casa de huéspedes, en el número 46 de la calle Ato-
cha.
El día 17 de septiembre les sorprendía la ingrata visita de unos mi-
licianos que pretextaban un registro en la pensión. Exigieron docu-
mentación a los huéspedes. Los dos salesianos no la pudieron presen-
tar por carecer totalmente de ella. Desde este momento, pasaron a ser
sospechosos. Se les preguntó si tenían algún aval que les declarara afec-
tos al Régimen. Don Manuel invocó a un familiar suyo, guardia de
Seguridad; don Valentín quedó desamparado.
Gracias al informe de su pariente, don Manuel fue dejado en liber-
tad; el señor Gil, conducido prisionero (2).
La fecha inmediata conocida en la vida de don Manuel es el 15 de
octubre de 1936. Ignoramos si permaneció en la calle de Atocha algún
tiempo después del registro mencionado. Sí sabemos que estableció su
último domicilio en la calle Montera, número 10, pensión Loyola; la
dueña, doña Avelina del Hierro, había dado albergue en fechas ante-
riores a la Comunidad de Carabanchel.
Aquí residía cuando fue detenido en la fecha antes mencionada.
En el archivo central de la Dirección General de Seguridad consta,
(1) Martín Manuel: Ms. 918, fol. 4 y 6.
(2) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 3.
—— 410 ——

40.5 Page 395

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el documento de detención. El arresto se efectuó por un agente de la
brigada de Atadell, por considerarle indocumentado (3).
Su vida penitenciaria se desarrolló en la celda número 6 del segun-
do piso de la cárcel Modelo. Compartió su reclusión con otros cinco
presos, uno de ellos sacerdote, con las incomodidades propias de un
reducido recinto.
En los ratos de recreo y expansión mantenía contacto con otros sa-
lesianos detenidos. En cierta ocasión comentaba con un coadjutor los
avatares de la guerra y los acontecimientos que estaban viviendo. "Coin-
cido con usted —le dijo— en que triunfará la causa de Dios" (4).
No se ha podido precisar le fecha exacta de su muerte. Corresponde
a una de las primeras sacas en masa de la Modelo, efectuadas los días
7 y 8 de noviembre de 1936 (5).
Formó parte, pues, de las fatídicas expediciones a Paracuellos del
Jarama.
(3) Legajo núm. 84.—Expediente núm. 53.—(Al dorso). Indocumentado.—Pasó directamente
a la C. Celular desde Comisaría Centro. Anexo: "Comisaría de Vigilancia —del— Distrito del
Centro - núm. 12962. limo. Sr.: En cumplimiento de sus superiores órdenes tengo el honor de po-
ner a disposición de V. I. a don Manuel Martín Pérez, hijo de Joaquín y de Hilaria, de 31 años,
natural de Encinasola (Salamanca), soltero, estudiante; domiciliado en Montera, 10 principal; dete-
nido por el agente Sr. Barba, de la brigada Atadell, por considerarle indocumentado.—Madrid, 15 de
octubre de 1936.—El Comisario Jefe.—Firmado y rubricado, ininteligible.—limo. Sr. Jefe Superior
de la Policía Gubernativa."
(4) Cordeíro Eulogio: Ms. 786, fol. 2; García Andrés: 973, fol. 1.
(5) Arce Higinio: Ms. 720, fol. 1; Cordeiro Eulogio: Ms. 786, fol. 2.
— 411 —

40.6 Page 396

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2. D. FRANCISCO JOSÉ MARTIN LÓPEZ DE ARROYAVE,
coadjutor
El día 19 de julio, en el asalto a La Ronda de Atocha, logró evadirse
por el portón de Sebastián Elcano. Ya en libertad, reparó que algunos
alumnos quedaban en el colegio expuestos al peligro de los asaltantes.
Regresó de nuevo. En el patio se encontró con chicos y antiguos alum-
nos que cruzaban el recinto en dirección al portón de salida; cogió a
los muchachos y los animó: "Vamos, vamos; daos prisa, que van a
venir". Salieron a la calle; pero en la esquina de José Antonio Armona
toparon inesperadamente con unos coches de milicianos armados, atrai-
dos por los gritos de "¡Frailazos! ¡Facistas!", que lanzaban las mujeres
desde los balcones. Los prendieron y les obligaron a engrosar las filas
de los que alinearon en la calle.
Con ellos les condujeron a la Dirección General de Seguridad.
A los tres días fue recluido con otros salesianos y antiguos alumnos
en la cárcel Modelo (1).
Su conducta en la prisión dejó estela de admirable y ejemplar. En
su rostro se veían reflejadas continuamente las señales de la paz y la
tranquilidad.
Dotado de un carácter jovial y optimista, se constituyó en el ídolo
de sus compañeros de reclusión (2).
Desde la calle visitaban a don Paco sus antiguos alumnos; y el buen
educador aprovechaba los ansiados momentos de comunicación para
verter palabras de consejo y orientación en aquellas mentes juveniles (3).
Prestaba sus servicios en la cárcel Modelo como oficial de prisiones,
el antiguo alumno don Ramón Crespo. Al reconocer a los salesianos
detenidos, procuró hacerles más llevadera su reclusión.
A unos los destinó a ordenanzas, a otros a gaveteros. Don Paco
desempeñaba su oficio con agrado y simpatía. Ponía en el cargo todo
(1) Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 4; Martín Antonio: Ms. 909, fol. 2. v.°; Misis Luis:
Ms. 933, fol. 1; Martín Manuel: Ms. 918, fol. 2.
(2) Misis Luis: Ms. 933, fol. 2; Gorricho Juan María: Ms. 858, fol. 1; Arce Abilio:
Ms. 714, fol. 1.
(3) Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 5-6; García Ángel: Ms. 833, fol. 1.
— 412 —

40.7 Page 397

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su empeño; y con espíritu de sacrificio, generosamente, predicaba la
hermandad con sus actos (4).
En la galería reinaba la algazara y el buen humor. Se preparaban
chocolatadas, y no faltaron cervezas para celebrar alguna fiesta.
Para burlar el ocio, don Francisco elaboró unos naipes aprovechan-
do las cubiertas de las cajetillas de tabaco. A trazos de lápiz, emanaban,
de sus manos de artista certero, las multiformes cartulinas de la ba-
raja (5).
La celda 498 de la galería 3.a se convirtió en templo y sagrario.
El padre Juan María Gorricho, claretiano, logró hacerse con vino y for-
mas que le pasaban del exterior, y celebraba clandestinamente el Santo
Sacrificio de la Misa.
Aprovechando la proximidad de la celda, el coadjutor y sus compa-
ñeros de habitación recibieron, en ocasiones, la Eucaristía y disfrutaron
también de los consuelos del Sacramento de la Penitencia.
Dentro de la celda rezaban todos los días el santo rosario y otras
oraciones de comunidad, principalmente por la noche (6).
Conservamos una carta que don Francisco escribió desde la cárcel
a un alumno suyo. Tiene fecha del 23 de julio de 1936 y va dirigida a
Ángel García. Su tono es hilarante y optimista. Con expresiones in-
geniosas le da un panorama de su situación en los primeros días de cau-
tiverio. Termina atreviéndose a pedirle oraciones: "Supongo que en tus
oraciones te acordarás de nosotros y le pedirás a Dios que, por lo menos
los que nada hemos tenido que ver con los sucesos actuales, y nunca nos
hemos metido en ninguna política, nos veamos pronto juntos, con paz,
con trabajo y muy buen humor."
Según el testimonio de don Agustín Martínez, que iba a visitarle,
en alguna circunstancia no acudió al locutorio, por indisposición. Recu-
perado ya, en sucesivos encuentros, don Francisco aparecía algo triste,
aunque con gran serenidad de ánimo (7).
Por mediación del señor Crespo, que controlaba el fichero del penal,
lograron enterarse los salesianos que don Francisco y su compañero de
celda, Abilio Arce, figuraban en una lista elaborada por los milicianos.
Abilio secundó las insinuaciones que se le propusieron. Sus com-
(4) Misis Luis: Ms. 933, fol. 2; Arce Higinio: Ms. 717, fol. 1; García Ángel: Ms. 833, fol. 1.
(5) Misis Luis: Ms. 933, fol. 1 y 2.
(6) Misis Luis: Ms. 933, fol. 1; Arce Abilio: Ms. 714, fol. 1; Gorricho Juan María: Ms. 858,
fol. 1.
(7) Martínez Agustín: Ms. 923, fol. 6.
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40.8 Page 398

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pañeros que trabajaban en el fichero, amparados en el silencio encubri-
dor del señor Crespo, hicieron desaparecer la ficha.
Las mismas propuestas le presentaron a don Francisco. Pero éste
se negó: "Sea lo que Dios quiera —contestó—. Si es voluntad de Dios
que muera no quiero oponerme a ella." (8).
El día 7 de noviembre, por la noche, se despidió de todos. Se mos-
traba tranquilo, resignado. Se desconocía el trágico final que esperaba
a aquella expedición. Todavía se le instó a romper la ficha; él respon-
dió con nueva negativa (9).
Aquella misma madrugada fue llamado. Figuraba en la lista como
profesor. Los milicianos advirtieron que el canje de los vales-moneda
se efectuaría en el destino. Llevaban orden de traslado a la prisión de
Alcalá. La ropa y los enseres podían dejarlos en un paquete a su nom-
bre; después pasaría un camión a recogerlos; hacían el viaje en auto-
buses y no tenían cabida los bultos.
Se despidió de los compañeros de celda, sus alumnos. Lo hizo sere-
no, animoso. Entró en el locutorio con los demás nominados. Le ataron
las manos; le empujaron a los autocares, y arrancaron hacia Paracuellos
del Jarama (10).
No son meras conjeturas afirmar que fue ametrallado el día 8; si
bien permanece en la penumbra la fecha y la hora en que cayeron las
víctimas que algunos testimonios colocan en este día.
Las investigaciones practicadas por su propia madre, en setiembre
de 1939, la llevaron a la conclusión de que el grupo de su hijo fue ase-
sinado a las diez y media de la mañana; y que cayeron valientemente
gritando: "¡Viva Cristo Rey!" (11). No parece exacta la fecha que le
dieron del día 9; pues las "sacas en masa" se interrumpieron el día 8.
No está comprobada la existencia de expediciones numerosas el día 9
de noviembre.
Admitido el día 8 como fecha verosímil, sus restos se encuentran
en la llamada zanja número tres.
(8) Arce Higinio: Ms. 717, fol. 1; García Ángel: Ms. 833, fol. 1.
(9) Arce Higinio: Ms. 717, fol. 1.
(10) Misis Luis: Ms. 933, fol. 2.
(11) López Arróyave María Socorro: Ms. 901, fol. 1 v.°; Ms. 902, fol. 1.
— 414 —

40.9 Page 399

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3. D. JUSTO JUANES SANTOS, clérigo
Pertenecía a la comunidad de Ronda de Atocha; y como todos,
sufrió las primeras sorpresas y desconciertos del asalto al colegio.
El mismo día del Alzamiento visitó a unos parientes en Madrid. So-
licitó de ellos refugio para él y otro compañero. Los familiares se brin-
daron espléndidamente a recibir a cuantos quisieran llegar. Don Justo
regresó al colegio, y no volvió a ver más a estos parientes (1).
En los domicilios que el director había distribuido, previamente a
los acontecimientos, don Justo estaba destinado a una pensión de la
calle Fuencarral, número 154. Era dueña de la pensión doña Purifica-
ción Rodríguez.
Por la tarde del día 19, cuando las hordas obligaron a los salesianos
a abandonar el colegio, él fue a refugiarse en la pensión. Unos días más
tarde se le vino a unir el coadjutor don Andrés García, también del
colegio de Atocha, que había sufrido detención en la Dirección General
con otros miembros de la comunidad (2).
El día 9 de octubre de 1936, después de cenar, los moradores de la
pensión se sorprendieron inesperadamente por la visita de dos milicia-
nos. Traían orden requisitoria. Efectúan el registro y les encuentran
algunos objetos religiosos. Inmediatamente quedan detenidos los dos
salesianos y la dueña de la pensión.
Pasaron la noche en la Dirección General de Seguridad. A la ma-
ñana siguiente, entraban los dos salesianos en la cárcel Modelo (3).
Los recluyeron a los dos en la misma celda. A las horas de expan-
(1) Juanes Presentación: Ms. 894, fol. 6.
(2) García Andrés: Ms. 832, fol. 1.
(3) Según ficha, que se conserva en la Dirección General de Seguridad, Sección Informes,
Grupo 1.°, Expediente, 12140-81: "Fueron detenidos en la pensión de doña Purificación Rodríguez
Carrero, Fuencarral, 154, 2.° derecha, por sospechosos, por los milicianos José Alcolea y Luis
Méndez. Se les encontró lo que sigue: tres imágenes, ocho medallas en una caja, una cruz, una
bala de fusil, dos libros de misa, estampas y un bastón estoque."
Igualmente obra en nuestro archivo una fotocopia de la ficha carcelaria de don Justo: "JUANES
SANTOS Justo.—24.—Ovidio y Encarnación.—Salamanca.—Estudiante.—Fuencarral, 154.—Legajo 79.
Exped. núm. 29". (Al dorso). 9 oct. 1936. Detenido por Sargento de Milicias Sr. Alcolea por ocul-
tarse en un domicilio. Ocupación de efectos de carácter religioso.—10-10-1936.—Prisión Celular.
"16.11.36 CS A" (Ms. 1.069).
— 415 —

40.10 Page 400

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sión entablaron contacto con otros salesianos detenidos en la misma cár-
cel, comentando por el patio de recreo los acontecimientos cotidianos.
Se vivían momentos angustiosos. Cada noche invariablemente sa-
caban a alguno para el sacrificio. Se respiraba terror de fusilamiento.
El día 16 de noviembre, el ejército nacional, a las puertas de Ma-
drid, castigaba pesadamente con su artillería los muros de la prisión.
Dentro se confunden el júbilo de la liberación y el terror de la ma-
tanza.
De noche reina la calma. Se aprovecha para la evacuación. Las gale-
rías amplifican y vuelven fatídicas las voces de los carceleros que pu-
blican a gritos una lista interminable. Se piensa en una represalia. To-
davía se conservan frescas en las mentes las sacas de hace ocho días.
Pero los presagios no tienen cumplimiento. Los presos van trasla-
dados a las diversas cárceles de Madrid. Algunos salesianos, entre ellos
Justo Juanes, son conducidos a San Antón (4).
Por aquellos días comenzaron su abusiva labor los tribunales po-
pulares.
Es muy posible que ni los jueces improvisados ni los ejecutores de
la sentencia conocieran la personalidad religiosa de don Justo. En el
interrogatorio alegó que era estudiante llegado a Madrid para exami-
narse de una materia que había suspendido en Salatnanca (5).
Pero la ficha hablaba por demás. La causa de su detención, senten-
cia y martirio queda en ella bien patente.
La vida de don Justo culminó en las sangrientas orgías de Para-
cuellos del Jarama, el día 28 de noviembre.
Su nombre consta en la lista de "libertad", que se conserva en Cau-
sa General, firmada por el delegado de Orden Público (6).
(4) García Andrés: Ms. 332, fol. 2; Arce Higinio: Ms. 721, fol. 1. Al final de la ficha carce-
laria consta: "16.11.36 C S A", fecha de traslado y siglas de Cárcel de San Antón.
(5) Arce Higinio: Ms. 721, fol. 1.
(6) Véase notas 5 y 6 de Paracuellos del Jarama, pág. 441.
— 416 —

41 Pages 401-410

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41.1 Page 401

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4. D. VALENTÍN GIL ARRIBAS, coadjutor
Al abandonar el colegio del Paseo de Extremadura, donde ejercía
de cocinero, compartió las vicisitudes con don Manuel Martín.
Juntos se acogieron en el domicilio de don Ignacio Pérez. Más tarde,
se trasladaron ambos a una pensión de la calle Atocha (1).
El día 17 de septiembre sufrieron un registro. Los dos salesianos
se encontraban indocumentados.
Un pariente, guardia de Segundad, avaló a don Martín. El señor
Gil quedó indefenso a merced de los milicianos. Lo apresaron y lo con-
dujeron a la Comisaría del distrito (2).
Le someten a interrogatorio, y de las pesquisas averiguan su con-
dición de religioso. En la Dirección General de Seguridad consta su
ficha de detención (3).
Adjunta a su expediente se encuentra una comunicación, librada
por la Comisaría de la Inclusa a la Dirección General; en ella se mani-
fiestan los motivos de la detención: "Por estar indocumentado..., y por
las investigaciones practicadas resulta que dicho individuo ha estado
de cocinero en el colegio Miguel Cisneros, sito en la calle de Repu-
llés y Vargas, número 11, habiendo sido dicho colegio de los frai-
les" (4).
(1) Martín Manuel: Ms. 918, fol. 6.
(2) Echeverría Francisco: Ms. 800, fol. 3.
(3) Archivo Central, Legajo núm. 58-10. (Al dorso). "17 sept. 1936. Detenido por la Comisaría
Inclusa por indocumentado y sospechoso. 18-9-36. C. Celular." (En el ángulo superior izquierdo
hay un signo, semejante a una L trazado a lápiz azul.)
(4) Anexo a la ficha: "Comisaría de Vigilancia —del— Distrito de la Inclusa núm. 8319.—
limo. Sr. tengo el honor de poner a disposición de V. L, por sospechoso de desafecto al Régimen,
a Valentín Gil Arribas, de 39 años, soltero, natural de Rábano (Valladolid), hijo de Andrés y María,
con domicilio en la Calle de Atocha, 46, piso 1.° izquierda, casa de huéspedes, el cual ha sido de-
tenido en dicha casa de huéspedes por los agentes afectos a este distrito don Vicente Lérix y don
Antonio Montalbán, siguiendo mis instruciones, por estar dicho individuo indocumentado, pose-
yendo únicamente el pase militar, y por las investigaciones practicadas resulta que dicho individuo
ha estado de cocinero en el colegio de Miguel Cisneros, sito en la Calle de Repullés y Vargas, 11,
habiendo sido dicho colegio de los frailes.—Madrid, 17 de sept. de 1936.—El Delegado Jefe
Int.°—Firmado y rubricado, César Agüeros."
Hay un sello: Comisaría de investigación y vigilancia - Inclusa.
417 —
27.-

41.2 Page 402

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Al día siguiente ingresaba en la cárcel Modelo. Al tomarle la filia-
ción, figuró como labrador.
La evacuación de la cárcel, motivada por el bombardeo nacional,
le llevó a la prisión de San Antón, el 16 de noviembre.
Los tribunales populares le condenaron. Ignoramos la causa, como
de tantos otros. Pero su ficha, transferida de la Dirección General de
Seguridad, dejaba bien sentado que se conocía su condición religiosa.
Once días más tarde, el 27 de noviembre, el delegado de Orden
Público firmaba una "orden de libertad" para cuarenta y seis presos
de la cárcel de San Antón (5). Entre ellos don Valentín Gil.
El día 28, "cumplimentada" esta orden, los cuarenta y seis pre-
sos incrementaban el número de una de las tétricas expediciones a Pa-
racuellos del Jarama, donde cayeron impunemente ametrallados.
(5) Véase notas 5 y 6 de Paracuellos del Jarama, pág. 441.
— 418 —

41.3 Page 403

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5. D. ANASTASIO GARZÓN GONZÁLEZ
En el asalto inesperado a la Ronda de Atocha, la tarde del día 19
de julio, don Anastasio encontró oportunidad de fugarse por la puerta
del patio. Al doblar la esquina, topó con don Honorato Monedero,
que se dirigía al colegio, al Centro de Padres de Familia. Ambos se ale-
jaron del peligro hacia Santa María de la Cabeza y buscaron refugio
provisional en la casa del antiguo alumno don Manuel López.
En el domicilio compartieron la tertulia durante unas horas con
otros antiguos alumnos. El tema de la conversación venía impuesto por
los sucesos; hacían recapitulación y lanzaban pronósticos.
Pasada la inminencia del peligro, el señor Monedero condujo a don
Anastasio a su casa. Pasa la noche sin otra novedad.
A la mañana siguiente, unos milicianos exigen practicar un regis-
tro en el piso, porque allí se escondía un "salesiano". Pidieron docu-
mentaciones. El coadjutor presentó su cédula personal; en ella figuraba
como religioso salesiano. La ignorancia y analfabetismo de los rastrea-
dores oscurecieron su vista, agudizada en otras ocasiones; confundida-
mente leyeron siciliano. "Este es uno de los nuestros", aseveró el man-
damás. Y le dejaron en paz, por el momento.
En el registro destrozaron cuantos cuadros o figuras religiosas en-
contraban a su paso, dando rienda suelta a su odio antirreligioso. Des-
pechados por no encontrar al fraile, se llevaron detenido al señor Mo-
nedero.
Su detención fue pasajera; pronto pudo volver a su familia.
Los registros se repitieron en días posteriores; porfiaban los sa-
buesos que allí se escondía un salesiano. Don Anastasio, viendo que los
milicianos insistían en el asedio, decidió abandonar el piso (1).
El día 27 de julio llegaba a la pensión Asturiana, en la calle Abada,
número 10, pidiendo albergue. En ella se juntó con el sacerdote sale-
siano don Fortunato Saiz.
Ignoramos dónde pasó los días que mediaron entre el 21, en que
(1) Monedero Honorato: Ms. 934, fol. 1; Rodríguez Leopoldo: Ms. 979, fol. 1-2.
— 419 —

41.4 Page 404

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abandonó el domicilio del señor Monedero, y su ingreso en la pensión
Asturiana.
Compartían la pensión con los dos salesianos dos jóvenes esposos
de buenos sentimientos, que mostraron confianza con los religiosos. Pero
las conversaciones debían ser comedidas por la presencia de otros hués-
pedes de distintas ideologías.
Don Anastasio se mostraba prudente, nada exaltado, conforme con
las circunstancias adversas. Hacía sus prácticas de piedad habitual-
mente; llevaba su rosario y una libreta con apuntes espirituales.
No era ni apresurado, ni cobarde, ni tenía miedo a la policía.
Paraba poco en casa. En ocasiones, la calle procuraba mayor segu-
ridad. Los registros menudeaban en la pensión; incluso de noche, que
les obligaban a levantarse de la cama (2).
Con frecuencia visitaba a los salesianos de la comunidad de Atocha,
que se albergaban en la calle de San Bernardo. Les prestaba los servi-
cios de recadero y hacía el papel de noticiero (3).
El sábado 6 de septiembre se personaron en la pensión Asturiana
dos jóvenes, uno de ellos llevaba el brazo vendado en cabestrillo. Ren-
dían visita a Fortunato y Anastasio, de parte de un salesiano que cum-
plía su servicio militar en el frente.
Los dos religiosos no se encontraban en casa; los visitantes queda-
ron en volver al día siguiente, a las cuatro de la tarde.
El domingo, después de comer, los elementos derechistas de la
pensión prolongaron su sobremesa en el comedor. Don Fortunato ha-
bía salido; tenía una cita aquella tarde y no estaba dispuesto a per-
derla por la visita anunciada.
A eso de las tres se presentaron dos hombres armados (4).
Penetran en el comedor y preguntan por Fortunato y Anastasio.
Este se pone de pie. Le invitan a entrar en la habitación contigua al
(2) Saiz Fortunato: Ms. 1.000, fol. 1.
(3) Sabaté José María: Ms. 994, fol. 5.
(4) Afirma doña María Mercedes Montero que su madre asegura que eran los mismos del sá-
bado; que ella ¡os había visto hablar con la dueña. Sin embargo, en el testimonio de la detención
no se menciona "el brazo en cabestrillo" (véase Ms. 935). Creemos que solamente uno de ellos fuera
el de la tarde anterior. Se trataba de Antonio Bueno, antiguo alumno del colegio de Carabanchel
Alto, hijo del sacristán, que por entonces prestaba servicio militar en el frente. También intervino
en la detención de don Fortunato Saiz, a quien conocía de Carabanchel. Parece ser que este mu-
chacho había ido alguna vez por la pensión, estando sólo don Anastasio, interesándose por los
salesianos y sus domicilios. Garzón debió darle algún detalle, creyéndole de buena fe. (Saiz For-
tunato: Ms. 1.000, fol. 1.)
— 420 —

41.5 Page 405

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comedor. La puerta quedó entreabierta, de modo que se pudo escu-
char el diálogo y ver los ademanes.
Entre el coadjutor y los milicianos mediaron unas palabras:
—A ver tu documentación. (Don Anastasio mostró su carnet.)
—¿Tú qué haces en Madrid?
—He venido a buscar trabajo.
—Mentira; tú eres el salesiano que conducía el coche de Caraban-
chel. ¿Te acuerdas de las elecciones?
Y sin mediar más palabras comienza un concienzudo registro por
la habitación; descosen hasta las almohadas y colchones. El resultado
fue nulo; pero le detuvieron. No protestó. Con la mirada despidió a
los que quedaban en la pensión, y salió tras los milicianos (5).
Unas horas después, el mismo Antonio Bueno detenía en la calle
a don Fortunato y a don José Villalba.
Se habían propuesto entrar al cine aquella tarde. Sacaron las entra-
das y pasearon, haciendo tiempo, hasta el comienzo de la cinta. En su
paseo rondaron los alrededores de la pensión. De repente, apareció An-
tonio Bueno acompañado del hijo del casquero que surtía al colegio
de Carabanchel Alto.
Con ayuda de un policía y los milicianos, lograron detener a los re-
ligiosos.
Antonio Bueno conocía bien a don Fortunato; por eso precisó que
era sobrino del director de Carabanchel, y que era sacerdote; y añadió
cínicamente que en Carabanchel había disparado contra el pueblo, y
que habían tomado parte activa en las elecciones. A don José no le
valió la excusa de que era maestro, amigo de don Fortunato. Este no
negó su condición de sacerdote.
Propusieron llevarlos al cementerio del Este y fusilarlos.
Pararon un coche y les obligaron a subir. Durante el trayecto sur-
gió un forcejeo entre el policía y los jóvenes delatores: "Hay que lle-
varlos a la Dirección General de Seguridad" —defendía el policía.
—Si él ha dicho que es cura —impugnaba Antonio Bueno— hay
que matarle.
El agente zanjó la cuestión con la pistola. Amenazó a los milicia-
nos y ordenó imperiosamente al chófer: "A la Dirección General de
Seguridad".
(5) Montero Mercedes: Ms. 935, fol. 1.
— 421

41.6 Page 406

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En el centro se volvió a repetir la acusación, aumentada con otras
invenciones. Los religiosos se defendían; pero no les prestaron aten-
ción.
Les recluyeron en los calabozos. En ellos se encontraron con don
Anastasio Garzón. Había sido conducido allí después de la deten-
ción (6).
Pasaron incómodamente la noche. Corrían voces de que, a primeras
horas de la mañana, solían hacer sacas de presos para darles el "paseí-
to". Don Anastasio no se mostraba excitado o cobarde, sino natural.
A las cuatro de la madrugada comenzaban las sacas.
En las piezas contiguas se oían las voces y risas de los guardianes,
que confeccionaban la relación de los que iban a ser sacados. Entre
los componentes de la primera lista, don Fortunato oyó distintamen-
te, a través del tabique, el nombre de Garzón. Este no se había aperci-
bido; por eso trataron de prepararle para cuando llegara el momento
que no le cogiera de sorpresa. En la segunda lista se escucharon los
nombres de los otros dos salesianos.
A las cinco, leyeron la primera relación. Don Anastasio se des-
pidió de los hermanos, sereno, sin angustia.
La expedición partía para la cárcel Modelo. La siguiente lo haría
para la de Porlier.
En la Dirección General sus delatores dejaron constancia en la fi-
cha de que el señor Garzón pertenecía al colegio salesiano.
Muy de madrugada, el día 7 de septiembre, la cárcel Celular cerra-
ba sus puertas tras una nueva redada de presos.
Dios le deparó el consuelo de convivir con personas de elevado es-
píritu religioso, en la celda 498.
La presidía el padre Juan María Gorricho, claretiano. Formaban
su camarilla el coadjutor salesiano don Higinio Arce, el señor Pérez La-
borda, secretario de Acción Popular; el señor Landecho, Ingeniero de
Minas, con su hijo Manuel; el Señor Loreda, y Garzón, que venía a
disputarles el ya reducido espacio de la celda.
Le recibieron con simpatía y confianza (7).
Sobre la vida del nuevo recluso en la prisión, nos traza el padre
Gorricho una enjundiosa semblanza. "En la celda se colocó, espontánea-
mente en la situación de mayor humildad —en el sentido cristiano teo-
lógico de la palabra. El se creyó servidor de todos; pero con una bon-
(6) Saiz Fortunato: Ms. 1.000, fol. 1-2.
(7) Gorricho Juan María: Ms. 858, fol. 1; Arce Higinio: Ms. 722, fol. 1.
— 422 —

41.7 Page 407

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dad, naturalidad y exquisitez que nos encantaba, siendo por ello muy
querido de todos.
Antes que nadie cayera en la cuenta, barría, ordenaba y aseaba la
celda...
Con notable ingenio y óptima voluntad, se industriaba para pro-
curarnos cuantos lenitivos podía haber a la mano... Era todo finísi-
ma y hacendosa caridad.
Mantenía comunicación fraternal con los demás religiosos salesia-
nos detenidos en la Modelo.
Dicho se está, que se asociaba, devoto, a nuestros rezos, las tres o
cinco o más partes del rosario, a las horas santas, y a las misas que
clandestinamente decíamos en la feliz celda 498.
Para estos casos de la santa misa, lo designábamos para la custo-
dia de la puerta, a fin de evitar sorpresas desagradables. Era el guar-
dián de sus hermanos y de Cristo. A una de estas misas me ayudó, y
comulgó en todas... Mi opinión, en resumen: lo tengo por un verdade-
ro santo. Como a tal le venero (8)."
A raíz del bombardeo nacional, el 16 de noviembre, los presos de
la Celular son evacuados. Don Anastasio paró en la cárcel de San
Antón, con otros salesianos. Le instalaron en una de las grandes gale-
rías, donde estuvo hasta el día 28 del mismo mes.
Salió para la muerte en una de las hórridas sacas de presos, asesi-
nados en Paracuelles del Jarama, el día 28 de noviembre.
Su nombre aparece, junto con don Justo Juanes y don Valentín Gil,
en la relacción de "evacuados", firmada el día 27 por el delegado de
Orden Público (9).
Es de notar que los tres salesianos que figuran en esta lista fueron
detenidos por motivos religiosos, y de dos de ellos, don Valentín y
don Anastasio, se llegó a identificar su condición de religiosos sale-
sianos.
(8) Gorricho Juan María: Ms. 858, fol. 1.
(9) Véase las notas 5 y 6 de Paracuellos del Jarama, pág. 441.
— 423 —

41.8 Page 408

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41.9 Page 409

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1. RVDO. D. MIGUEL LASAGA CARügO, sacerdote
D. PASCUAL CASTRO HERRERO, estudiante de Filo-
sofía
D. JUAN LARRAGUETA GARAY, estudiante de Filosofía
D. FLORENCIO RODRÍGUEZ GÜEMES, estudiante de Fi-
losofía
D. LUIS MARTÍNEZ ALVARELLOS, estudiante de Filo-
sofía
D. HELIODORO RAMOS GARCÍA, coadjutor
D. ESTEBAN VÁZQUEZ ALONSO, coadjutor
1. La prisión central
El fuerte de San Fernando, habilitado ya desde antes del Movi-
miento como prisión central de Guadalajara, se reveló testigo mudo,
frío y estoico de una de las más lamentables maniobras de la vesania
roja.
En esta cárcel chaparon a los militares de primera hora, apresados
en la sofocada rebelión patriótica del 22 de julio. Más tarde, las ga-
lerías carcelarias se fueron abarrotando de presos. Cuantas personas
poseían una significación religiosa o derechista se vieron aherrojadas,
sin otro motivo que su ideología o condición.
El 2 de agosto de 1936, engrosaban el elenco del penal siete sale-
sianos. Todos pertenecían a la comunidad de Mohernando. Don Mi-
guel Lasaga, director, cuatro estudiantes de Filosofía y dos coadjuto-
res.
Habían corrido la misma suerte que el grueso de la comunidad,
hasta el día de su detención.
Con todos los de Mohernando aguardaban esperanzados su traslado
liberador a Madrid; pero Dios los tenía predestinados al sacrificio su-
premo.
— 425 —

41.10 Page 410

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El día 2 de agosto, mientras la comunidad se encontraba en el re-
fectorio, un delegado del Gobierno de Guadalajara requería la compa-
recencia de los seis nominalmente citados, pertenecientes al reempla-
zo militar de 1936.
A ellos se unió el director. Consciente de su responsabilidad no se
resignó a dejarlos partir solos (1).
Cuatro meses duró la vida carcelaria de los siete salesianos. El día
6 de diciembre de 1936 morían, víctimas del furor de las hordas.
2. Vida en la cárcel
Los seis jóvenes, alrededor de su director, habían hecho germinar
una comunidad en pequeño dentro del recinto penitenciario. Don Mi-
guel protegía paternalmente a los jóvenes, y ellos correspondían amo-
rosamente a los cuidados de su director. Suavemente mandaba el supe-
rior y de buen grado se sometían los alumnos. Todos se mantenían
vinculados por lazos de amor y de respeto.
Los jóvenes atendían a don Miguel con solicitud; le lavaban y
recosían la ropa y le limpiaban el calzado. Nunca le consintieron que
se ocupara en estas labores.
Su conducta ejemplar y desinteresada atraía la admiración de los
demás reclusos (2).
La cultura nada común de sus miembros prestigiaba a la pequeña
comunidad salesiana; pero la sencillez, la humildad y el compañeris-
mo les compelían a ocuparse en los menesteres y servicios más bajos de
cocina y de limpieza, y los cumplían siempre alegres, con elevadísimo
espíritu de verdadera caridad hacia sus compañeros de prisión (3).
En la cárcel existía un departamento de mayor comodidad, donde
recluyeron a los sacerdotes. Don Miguel denegó siempre los ofreci-
(1) Véase capítulo de Mohernando, pág. 118.
(2) Busons Higinio: o. c., pág. 26.
(3) Busons Higinio: o. c., pág. 26; Figueroa Julián: Ms. 823, fol. 1; Escobar Juan José:
Ms. 808, fol. 1 v.°; Bravo Antonio: Ms. 747, fol. 1 v.° No ha sido posible precisar el lugar exacto
donde estuvieron recluidos los salesianos. Los datos que aporta el índice de la cárcel son incom-
pletos y no definitivos. Otros testimonios apoyan, pero no puntualizan. De todo se revela que no
convivían en los mismos departamentos, aunque ocupaban las salas del piso bajo, junto a los lava-
deros; y que algunos, antes de estabilizarse en un dormitorio, pasaron por celdas. Parece ser que
los de los dormitorios gozaban de mayor libertad para relacionarse con los otros reclusos; por eso
no es de extrañar el íntimo contacto entre don Miguel y los jóvenes salesianos. (Véase índice de la
prisión; Busons Higinio: Ms. 753, fol. 2 v.°; Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 2.)
— 426 —

42 Pages 411-420

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42.1 Page 411

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mientos de acomodarse en él. Entendía que su puesto se encontraba
con los que podían necesitar de su ayuda (4).
La vida de trabajo carcelario se alternaba con la vida de oración.
Dentro de la comunidad penal no se practicaban actos religiosos en
conjunto. Pero no faltaron ciertas prácticas realizadas por pequeños gru-
pos, incluso por dormitorios enteros.
En las dependencias donde había salesianos se rezaba el santo ro-
sario comunitariamente todos los días. No carecía de peligro practi-
car en público este acto religioso, mayormente en el dormitorio situa-
do junto al Centro de Vigilancia de la cárcel. Su proximidad con el
turno de guardia les hacía objeto de especial acecho por parte de los
milicianos custodios.
Tres jóvenes salesianos habitaban en esta dependencia. Presidía otro
sacerdote: se le conocía por Don Antonio. Residía en Budía aunque
no ejercía de párroco. Los tres salesianos permanecía en oración todas
las noches hasta las once o las doce. Diariamente se rezaba el rosa-
rio. No todos los reclusos de la sala compartían el rezo; si bien con-
servaban una actitud respetuosa. Los salesianos seguían las avemarias
por rosarios de cordeles con nudos, fabricados en la misma cárcel.
En una ocasión se vieron sorprendidos por un miliciano del Cen-
tro de Vigilancia. Al comprobar la ocupación a que se dedicaban los
presos, se desató en improperios y amenazas. Los reclusos no depusie-
ron su actitud; se interrumpió el rezo momentáneamente mientras du-
raron los denuestos del miliciano; cuando abandonó la sala, don An-
tonio proclamó públicamente: "Si nos matan por esto, que nos maten;
así moriremos como cristianos". Y se continuó el rosario (5).
Dos veces al día, antes de la comida y de la cena, se juntaban los
reclusos en los patios. Era el único momento de contacto general en
el que los amigos o paisanos separados podían departir tranquilamente.
Aquí se difundían las noticias; se sembraban los bulos y se rumoreaban
los acontecimientos prósperos para la causa nacional.
Los salesianos se manifestaban reservados, sin secundar las con-
versaciones políticas de sus compañeros reclusos. Siempre que les era
posible rodeaban al director, y continuamente se les veía alegres y
optimistas (6).
(5) Marín Carmelo: Ms. 908, fol. 1-2; Mateo Ramón: Ms. 928, fol. 1; Busons Híginio: Ms. 753,
fol. 2; Ramos Alfonso: Ms. 971, fol. 1.
(6) Beato Pío: Ms. 739, fol. 2; Marín Carmelo: Ms. 908, fol. 1; Busons Higinio: Ms. 753,
fol. 2 v.°; López Patricio: Ms. 900, fol. 1; Bravo Antonio: Ms. 747, fol. 1 v.°
— 427 —

42.2 Page 412

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Por su parte, don Miguel era quien trazaba la línea de acción a
la pequeña comunidad salesiana.
Su vasta cultura, su extraordinaria simpatía, su inagotable caridad
le hacía objeto de profunda veneración y de una ilimitada confianza.
Se constituyó en el centro a cuyo alrededor giraba la vida social de la
cárcel (7).
Aceptó ejercer el oficio de barbero de la comunidad penal. Así ob-
tenía algún dinero para atender a las pequeñas necesidades que se po-
dían satisfacer con dinero en la cárcel. Esta incumbencia le propor-
cionaba mayor libertad para poder recorrer los distintos aposentos. A
todas partes llevaba don Miguel el optimismo y la resignación. Se ha-
cía querer; cautivaba a todos —presos, milicianos y funcionarios— con
su trato exquisito y afable. Con su palabra cálida y sacerdotal sabía po-
ner en los espíritus un atisbo de sobrenaturalidad. Lo hacía de una ma-
nera natural, humana, adaptándose a la sicología de cada recluso y de
cada guardián (8).
Todos los moradores de la cárcel conocían el carácter sacerdotal de
don Miguel. Tampoco ignoraban la condición religiosa de los demás
salesianos (9).
"Con conocimiento de las autoridades rojas —declara don Juan
José Escobar, entonces ayudante del director de la Prisión— don Mi-
guel asistió a todos los sentenciados en capilla. No todos los ajusticia-
dos eran cristianos practicantes; pero todos, por obra del sacerdote,
sintieron la fe, operándose la total conversión de todos los ejecuta-
(7) Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 2 v.°; Ramos Alfonso: Ms. 971, fol. 1; Busons Higinio:
Ms. 753, fol. 2 v.°; Marín Carmelo: Ms. 908, fol. 3; Martín Gonzalo: Ms. 922, fol. 1; Aragonés
José: Ms. 706, fol. 1.
(8) Martín Gonzalo: Ms. 922, fol. 1; Busons Higinio: o. c., pág. 26; Ms. 753, fol. 1; Marín
Carmelo: Ms. 908, fol. 3; Mateo Ramón: Ms. 928, fol. 1 v.°; Escobar Juan José: Ms. 808;
fol. 1 v.°; Bravo Antonio: Ms. 746, fol. 1 v.°; Ramos Alfonso: Ms. 917, fol. 1; Aragonés José:
Ms. 706, fol. 1; Figueroa Julián: Ms. 823; fol. 1; López Patricio: Ms. 900, fol. 1 v.°; García
Policarpo: Ms. 846, fol. 1.
(9) No todos los sacerdotes del penal se concentraron en el departamento designado para ellos.
El padre José de Pedromingo, jesuíta, habitaba el dormitorio número dos. Frecuentamente pasea-
ban con don Miguel en los recreos.
Difícilmente el carácter eclesiástico de los presos escapaba a la perspicacia de un sabueso mili-
ciano, Celedonio Tena, que indagaba exhaustivamente sobre la condición social de los detenidos.
No obstante, dos sacerdotes disimularon su naturaleza, camuflados bajo nombres supuestos. (Véase
Busons Higinio: Ms. 753, fol. 1; Mateo Ramón: Ms. 920, fol. 1. v.°)
— 428 —

42.3 Page 413

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dos. Hay un caso, el de Bermejo, horrible en su tragedia, y en éste bri-
llaron esplendorosamente las dotes sobrenaturales de don Miguel (10)."
Alude el señor Escobar a Ángel Bermejo, hombre ya de edad, obre-
ro de la "Eléctrica de Guadalajara". Fue juzgado y condenado a muer-
te. Como todos los ancianos, en el trágico momento, manifestó debi-
lidad y apego a la vida. En el paroxismo de la desesperación se nega-
ba a salir de capilla para el cumplimiento de la sentencia. "Si han de
matarme —protestaba— que lo hagan aquí dentro." Llegó don Mi-
guel. Su palabra cayó en el alma de aquel infeliz como suave bálsa-
mo de paz. Le confesó; elevó su espíritu decaído, y salió para la muer-
te tranquilo y resignado con la voluntad de Dios (11).
Su labor sacerdotal se extendió también a la cárcel militar. En va-
rias ocasiones se vio solicitado para atender a reclusos en capilla, por de-
seo de ellos y autorización de los capitostes rojos (12).
Siempre se manifestaba el padre Lasaga como sacerdote. Sus pa-
labras, emanadas de un corazón profundamente sacerdotal, poseían
la virtud de alentar a los espíritus abatidos y de orientar a los vaci-
lantes.
"Tuve ocasión de tratar mucho con él —concluye don Juan José
Escobar. No fueron pocas las consultas que le hice en aquellos días trá-
gicos, y siempre llevó a mi alma la tranquilidad (13)."
Entre los milicianos había uno contrahecho que le tenía verdade-
ro odio y no perdonaba ocasión para manifestárselo. Se trataba de Ca-
ledonio Tena; le apodaban el Cucaracha. Don Miguel obró en él tal
trasformación que todo el odio primero se trocó en admiración y afec-
to hacia la persona del sacerdote (14).
3. Sus últimos momentos
Entre julio y diciembre la prisión de Guadalajara vivió parecidos
episodios acaecidos en otras cárceles rojas oficiales o improvisadas. Sa-
(10) Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 2 v.°; véase también, Bravo Antonio: Ms. 747, fol. 1 v.°;
Figueroa Julián: Ms. 823; fol. 1; Beato Pío: Ms. 739, fol. 2; Aragonés José: Ms. 706, fol. 1;
García Policarpo: Ms. 846; fol. 1.
(11) Don Gonzalo Martín Neé afirma haber escuchado este relato del mismo don Miguel Lasaga.
(Véase Ms. 922, fol. 1). Don Higinio Busons corrobora que don Miguel les hacía llorar cuando les
contaba alguna de aquellas valerosas muertes. (Ms. 753, fol. 2 v.°; véase también, López Patri-
cio: Ms. 900, fol. 1.)
(12) Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 2 v.°; Ramos Alfonso: Ms. 971, fol. 1.
(13) Ms. 808, fol. 4; véase también, Marín Gonzalo: Ms. 922, fol. 1.
(14) Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 4.
— 429 —

42.4 Page 414

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cas individuales o inesperadas condenas a muerte venían a aliviar el
contingente carcelario; pero dejaban en el ambiente un poso de angus-
tia letal.
Ya el 1 de septiembre de 1936 se intentó asaltar la cárcel, como re-
presalia por una incursión aérea nacional que no causó daños.
Un grupo de milicianos armados irrumpe en las puertas de la pri-
sión. Se entienden con la guardia externa y penetran en el interior. Se
dirigen al oficial de servicio y le presentan una lista interminable de
presos; exigían la entrega inmediata. El oficial se resiste. Las ambicio-
nes de los milicianos quedan reducidas, tras duro forcejeo, a doce re-
clusos de los más codiciados.
El señor Escobar llegó a la prisión a cumplir su servicio en el ins-
tante en que las doce víctimas estaban preparadas en el patio de en-
trada. Entabla discusión con los tumultuarios y logra convencerlos. La
saca pretendida no se llevó a efecto.
Este hecho inicial originó un triste presagio. Menudearon las ame-
nazas para lo sucesivo. Quedó grabado en la conciencia de todos que
un nuevo intento no había de quedar frustrado (15).
Efectivamente, el día 6 de diciembre un nuevo bombardeo engen-
dra la tragedia. Concurren en ella todos los agravantes. El Goberna-
dor concede explícitamente su anuencia y el ejército colabora directa-
mente en la masacre (16).
Hacia las tres de la tarde, veintitrés trimotores de Franco vola-
ban sobre la ciudad en perfecta formación. Dejan caer unas bombas
que producen cuarenta bajas, y la escuadrilla se retira.
Entre los presos reinó el silencio más absoluto, zozobroso, inquie-
tante. Pasado el primer estupor, se entregaron a discutir la probabili-
dad de que se cumplieran las amenazas.
Don Higinio Busons deja constancia de los presentimientos de don
Miguel (17).
(15) Busons Higinio: o. c., pág. 10; Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 1 v.°; Martín To-
más: Ms. 921, fol. 1.
(16) Por estas fechas acampaba en Guadalajara la primera compañía del batallón Rossemberg,
de la 49 Brigada en su casi totalidad por voluntarios de la Provincia. (Busons Higinio: o. c., pág. 17.)
(17 La narración más completa de los acontecimientos se la debemos a don Higinio Busons en
Relato de un Testigo. Escapado providencialmente de la sangrienta catástrofe, nos traza una crónica
de la masacre con la narración extensa de las peripecias que permitieron su ocultación y consi-
guientemente, su libertad. Encañonado por un miliciano subía unas escaleras que conducían al re-
cinto donde iban acabando con sus compañeros. Un pequeño revuelo surgido en el dormitorio ve-
cino atrajo al miliciano. Don Higinio se escondió tras una puerta y luego en la leñera, desde donde
— 430 —

42.5 Page 415

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"Mézcleme en la discusión —relata don Higinio— y sostuve un
punto de vista que yo mismo estaba lejos de sentir, animado solamen-
te del deseo de tranquilizar a los más pesimistas.
Cogido de mi brazo, me separó del grupo don Miguel Lasaga, Su-
perior del Colegio de Salesianos de Mohernando, y me llevó a pasear
con él, a solas, por el angosto pasillo que dejaban entre sí dos filas de
camas.
—¿Cree usted, Busons, sinceramente que no se producirá hoy la
intentona del primero de septiembre?
No era, ciertamente, el miedo lo que le movía a hacer esta pre-
gunta. El valor y la serenidad con que hasta entonces había asistido
y confortado a los condenados a la última pena, en sus largas horas de
capilla, lo dejaban a cubierto de cualquier sospecha de pánico. Su ac-
titud de minutos más tarde, enfrentado ya con la certidumbre de la
muerte, hubiera despejado cualquier duda.
—Desde luego —le contesté y, haciendo un esfuerzo para conven-
cerme a mí mismo, añadí:
—No es posible que el Gobernador, que es un hijo de Guadala-
jara; que, además, cuenta entre los detenidos con muchos amigos en-
trañables o con hijos de familias a las que siempre estuvo unido por
vínculos de estrecha amistad, consienta una matanza tan cruel y eche
mancha tan grande y tan negra sobre su pueblo.
Pocos minutos bastaron para que supiéramos quién había acerta-
do en sus augurios (18)."
Cesaron los bombardeos y desaparecieron los aparatos. Inmedia-
tamente comenzaron a amotinarse unas pocas personas del barrio en
la estación; doce o catorce solamente. Enfilan decididos hacia la cár-
cel. En pocos minutos se organiza una expedición orientada hacia el
penal. Van armados, con el siniesto propósito de acabar con los re-
clusos.
Dentro de la prisión, un oficial de servicio, escoltado por dos mili-
cianos empistolados, confina a los presos en celdas y galerías, sin dar
explicación alguna de tan súbita determinación.
Una masa compacta, militares y paisanos armados, controlan las
siguió, como pudo, las últimas escenas de la catástrofe. Los registros practicados en el almacén no
tuvieron resultados positivos. Seis días duró su encierro entre troncos. Finalmente pudo evadirse
de la prisión.
(18) Busons Higinio: o. c., págs. 15-16.
— 431 —

42.6 Page 416

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calles y plazas, camino de la cárcel. Un grito unísono terminó por do-
minar la confusión: "¡A matar a los presos!"
Desde el Gobierno Civil no permiten pasar adelante a quienes no
lleven armas. Atrás queda una multitud exasperada que vocifera y azu-
za a los matones. Son tomadas militarmente las bocacalles. Una guar-
dia a caballo pone cerco a la prisión, en tanto que los de a pie insta-
lan en el patio central su base de operaciones.
Algunos funcionarios ofrecen resistencia. Tratan de disuadir a los
manifestantes, de cerrar la cancela y esconder la llave. Finalmente, ante
la ineficacia de los razonamientos, recaban la permisión explícita de
la autoridad.
Se llama por teléfono al Gobernador. A la difícil consulta da una
respuesta expeditiva e irresponsable: "Ya lo sabéis, hombre. Lo que
queráis, donde queráis y como queráis".
El oficial sólo pudo alegar la existencia de presos comunes en la
cárcel.
Se accedió a su demanda. Fueron separados los reclusos por deli-
to común, más todos aquellos que invocaban esa condición y no eran
conocidos por los milicianos. Se les aisló en unas celdas a la derecha
del edificio (19).
La turba armada se desparrama por todas las dependencias de la
cárcel. Inmediatamente comienzan los fusilamientos en masa, que se
prolongarán hasta altas horas de la noche (20).
Tomamos del relato de don Higinio Busons los datos esenciales
de la crónica.
"...Una descarga nutrida, cerrada, que, seguida de otra y otras mu-
chas, sonó allí cerca, en el recinto de la prisión, del que nos separaba
solamente la pared de nuestra celda, nos dejó cortados y suspensos.
Volvió a renacer aquel silencio de antes, más pesado y lleno de triste-
za. En realidad, era incontestable la elocuencia de aquellos hechos.
"¡Ya han empezado!", decíamos casi todos. Aquellas descargas nos do-
lían en nuestra propia carne. No podíamos, sin embargo, ver quiénes
eran, y las descargas seguían sin interrupción. ¿Matarían uno a uno o en
grupos? ¿Qué dormitorio había sido el primero que pagaba su tribu-
to en la buena causa? Indudablemente eran varios a la vez los que
(19) Este grupo, numeroso al principio, quedó menguado después por nuevas sacas, quedando
reducido a doce. (Véase Busons Higinio: o. c., pág. 51; García Policarpo: Ms. 846, fol. 1.)
(20) Busons Higinio: o. c., pág. 16-19; Escobar Juan José: Ms. 808, fol. 2; Martín Tomás:
Ms. 921, fol. 1; García Policarpo: Ms. 846, fol. 1.
— 432 —

42.7 Page 417

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se abrieron; pero todos conveníamos en que, por fuerza, habían de
ser los veintiún sacerdotes que, juntamente con el oficial de Prisiones
que por calentar un vaso de café y leche a su hermano sacerdote dete-
nido fue a su vez puesto en prisión, ocupaban la primera celda que
se encontraba al entrar del rastrillo, los que salían a morir enton-
ces...
Varios compañeros de los que aguardaban conmigo su hora en el
dormitorio pusieron este colofón a los comentarios que sugirió las pre-
guntas de quiénes habían sido los primeros: "¡Pronto nos tocará a
nosotros!" La insistencia con que se sucedían los disparos terminó
fácilmente con la serenidad de todos... En confuso tropel se deshi-
zo el grupo general y se lanzó cada uno a buscar efímero cobijo en el
lugar más apartado de la puerta.
Ajeno a nuestras escasas manifestaciones, desde que se dejaron oír
las primeras descargas, se había sentado en una cama no muy separa-
da del grupo más numeroso, del que él mismo había formado parte,
el padre salesiano don Miguel Lasaga. Paréceme aún estarle viendo: los
ojos entornados, a través de las lentes de sus gafas, cruzados los bra-
zos sobre el pecho y un tanto inclinada la cabeza hacia el hombro como
el que está orando o medita. Y no salió de esta actitud hasta que los
grupos comenzaron a dispersarse con precipitación. Alzóse entonces don
Miguel y, saliendo al estrechísimo pasillo que había entre las camas,
nos contuvo con un ademán y brevísimas palabras: "Bueno, amigos,
dijo, esperen ustedes un momento, que les voy a dar la absolución".
Pocos instantes después, unos de rodillas y otros de pie, inclinados
busto y cabeza, pedíamos perdón a Dios de nuestros pecados, mien-
tras el salesiano, hecha la señal de la cruz sobre nosotros, pronun-
ciaba repetidas veces, pausadas y clarísimas, aquellas tranquilizadoras
palabras: Ego vos absolvo a peccatis vestris. Nosotros las escuchába-
mos con una avidez y ansia que escapa absolutamente al alcance de
mi pluma y con una fe y una devoción que volvieron la calma a nues-
tro espíritu.
Pero no es cosa fácil resignarse a morir si puede encontrarse un me-
dio de salvar la vida. Y el instinto ciego impulsa a acciones que, a la
luz de la razón, pueden parecer absurdas. Tal, en aquel momento, el
propósito que todos cumplíamos de ocultarnos como pudimos en los
huecos que entre sí dejaban las camas. Todos menos el salesiano, que,
después de habernos dado la absolución, tornó a su misma postura de
antes, sentado en la misma cama. Pero esta vez le acompañaba uno de
— 433 —
28.—

42.8 Page 418

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los alumnos del Colegio de Mohernando. Reclinaba éste la cabeza so-
bre el pecho del Superior, no de otra suerte que el discípulo amado lo
hiciera en el pecho de Jesús, y entrelazaba las manos en la actitud del
que reza, no sé si para pedir la fortaleza heroica de los mártires o para
dar gracias a Dios por haberle concedido la abnegación suficiente para
ofrecerle su vida por la fe y por el triunfo de España."
No faltó entre los presos quien propusiera una improvisada y deses-
perada resistencia, que no se llevó a cabo por la intervención de don
Miguel.
Continúa la narración de don Higinio:
"X tomó entonces una tabla de las tres que constituían la base de
sustentación de la colchoneta sobre la cama y, alzándola en el aire, dijo
arengando a sus compañeros:
—¡Ea, muchachos, a defendernos!
—¡No! ¡No! Contestaron varias voces.
—Mirad; yo me coloco al lado de la puerta y, cuando abran, al
primero que pase lo derribo de un tablazo. Estad vosotros cerca, y
si me matan, coged el fusil y la dotación que lleve el miliciano.
—No, X, no; que es peor, replicó Melitón.
—Hombre, peor que morir no hay nada.
Terció en la discusión don Miguel, y la cortó con esta reflexión de
pura inspiración cristiana:
—Nada, X, esté usted quieto, que más le hicieron a nuestro Se-
ñor, y no se quejó... (21)"
"Trascurrió algún tiempo sin que se oyera en aquel dormitorio ni
el respirar de los que estábamos dentro. Por fuera todo seguía lo mis-
mo. Un "¡Viva España!", o "¡Viva Cristo Rey!", o "¡Arriba España!"
seguido de múltiples detonaciones que atronaban, nos decían de her-
manos que iban cayendo sin desánimo, pero inexorablemente. De pron-
to se oyeron pasos de varias personas que se acercaban por el pa-
tio, del lado de nuestro dormitorio, ante cuya puerta se detuvieron...
Irrumpieron tres milicianos armados de fusil con todo lujo de precau-
ciones para evitar cualquier lógica agresión por nuestra parte... Uno
gritó con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Libertad para los que no
sean de Guadalajara!" Aquel grito no era más que una añagaza para
(21) En otro testimonio, don Higinio confiesa que el denominado con X en su libro es él
mismo. (Ms. 753, fol. 3.)
— 434 —

42.9 Page 419

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conseguir que, con el señuelo de la libertad, saliera la inmensa ma-
yoría dócilmente y sin oponer resistencia... (22)"
Los asesinatos continuaron hasta avanzada la tarde. Los milicia-
nos subían y bajaban por dormitorios y galerías. Disparaban a que-
marropa; acribillaban a los refugiados en las dependencias o los empu-
jaban al patio para ejecutarlos.
De los dormitorios salían interminables tandas, de cinco presos
cada una, individualmente conducidos por sendos milicianos. Entre tan-
da y tanda, un intervalo de calma, interrumpida por disparos disper-
sos de fusil y de pistola, certeros tiros de gracia, o por alguna des-
carga suelta.
A entrambos lados del recinto se multiplicaban inverosímilmente
los asesinatos.
Ya de noche, sobreviene una avería eléctrica. Toda la cárcel quedó
a oscuras. Cesan las descargas; nace para algunos la esperanza. Pero
la misma autoridad envía un técnico a reparar la avería.
Con la luz, vuelven las descargas y los asesinatos. Bajo esta luz si-
niestra y agónica se suceden las más duras escenas.
Hubo intentos esporádicos de defensa. Los dormitorios segundo
y tercero se atrincheraron entre camas y colchonetas, y acumularon en
la cancela de la puerta una barricada de catres y camastros. Pero no
les valió su intento. Los asaltantes emplearon la estrategia de ame-
nazas y promesas combinadas. Arrastraron a la puerta un gran cajón
y avisaron a los encastillados que estaba lleno de bombas. Si salían
voluntariamente se usaría con ellos de indulgencia; de lo contrario for-
zarían la oposición con las granadas.
Inaccesible a lamentos y recriminaciones, el responsable de la cár-
cel, Adrián Ortiz, jaleaba a los piquetes en su tarea. Hartos quizá de
sangre, los milicianos se mostraban ya remisos y querían cejar en la
empresa, pero el responsable les arengó y consiguió que continuase
la matanza con renovado ahínco.
A las tres de la madrugada acababa la descomunal tarea.
4. Enterramientos
Consumado el crimen, se veía necesario deshacerse de los cadá-
veres. Se pidieron camiones a los Comités, y los Comités los enviaron.
(22) Busons Higinio: o. c., págs. 27-33.
— 435 —

42.10 Page 420

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Los cadáveres que más estorbaban eran los amontonados en las
galerías de las celdas. Habían caído los últimos y fueron los primeros
en ser evacuados.
Aprovecharon algunas mantas para arrastrarlos hasta la entrada de
la prisión, donde se habían situado los camiones. Para esta labor re-
caban la ayuda de algunos presos comunes, respetados por su condi-
ción.
Más tarde, la Cruz Roja aporta dos camillas que se utilizan hasta
el final (23).
Las primeras remesas de cadáveres llegaron a las puertas del Ce-
menterio Municipal para su enterramiento. La magnitud de la heca-
tombe no hacía viable la sepultura inmediata; se carecía de fosas y de
brazos adecuados para abrirlas en cantidad.
Arrancan de nuevo los camiones, atraviesan la ciudad y toman la
carretera de Chiloeches.
A tres kilómetros del casco urbano crece un olivar. A la dere-
cha, a unos cien metros de la carretera, descargan los cadáveres y re-
gresan a la prisión para seguir el transporte.
Varios días permanecieron insepultos estos cuerpos. El hedor pro-
ducido por la descomposición alarmaba a las autoridades. Los milicia-
nos tratan de quemarlos, rociándolos con gasolina. Finalmente, por
mandato del Alcalde, reclutan brazos de personas derechistas y les obli-
gan a cavar una fosa.
Era de forma circular, abierta alrededor del montón de cuerpos
abandonados. Con horcas, arrojaban los cadáveres a la zanja, y los cu-
brían de vez en cuando, con una capa de cal; y encima, más tierra.
Los asesinados en los recintos y en los patios, usando los mismos
camiones, los trasportaron al cementerio y los colocaron en fosas co-
munes (24).
Tres años después, en marzo de 1940, se procede a la exhuma-
ción. Primeramente se descubren los enterrados en el camino de Chi-
loeches. Aparecieron la mayor parte irreconocibles. La humedad, la
tentativa de incendio y la cal habían corroído los cuerpos. Solamente
algunos que no fueron alcanzados por las llamas y que, en la fosa, ca-
yeron en el centro, se presentaban en mejor estado.
(23) Busons Higinio: o. c., págs. 37-70; Marín Carmelo: Ms. 908, fol. 3; López Patricio:
Ms. 900, fol. 1.
(24) Busons Higinio: Ms. 756, fol. 2; Mateo Ramón: Ms. 928, fol. 1 v.°
— 436 —

43 Pages 421-430

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43.1 Page 421

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El día 27 de marzo eran inhumados en el Mausoleo de los Caídos,
que la Hermandad de Familiares levantó en el cementerio para todos
los asesinados en la provincia.
Más tarde, en marzo de 1941, se procedió a la exhumación,y trasla-
do al Mausoleo de los Caídos de los enterrados por los rojos en distintas
fosas comunes del cementerio (25).
En este panteón yacen los siete salesianos.
No ha sido posible su identificación. Se ignora también si fueron
enterrados primeramente en el cementerio o en el camino de Chiloe-
ches. Las conclusiones vienen dadas por el lugar que ocupaban en la
cárcel.
Se sabe que, a raíz del bombardeo, los presos fueron recluidos pre-
cipitadamente en celdas y dormitorios. No todos entraron en su es-
tancia habitual. Tenemos el caso de don Higinio Busons, a quien confi-
naron en el dormitorio quinto. Por él sabemos que en ese dormitorio
estaban don Miguel Lasaga y otro salesiano.
Don Carmelo Marín afirma que presenció la saca de dos salesianos
de los tres que habitaban en el dormitorio número uno. "El tercero
—confiesa— pudo escapar a mi observación, o bien podía estar en
otro dormitorio (26)."
Ha resultado imposible precisar la ubicación de cada uno en el
momento del bombardeo; si bien parece cierto que todos residían ha-
bitualmente en el piso bajo (27).
Las sacas comenzaron por el departamento de los sacerdotes; a con-
tinuación, la enfermería y los dormitorios del piso inferior. Los con-
ducían al recinto y allí los asesinaban, abandonándolos en desorden.
La avería eléctrica vino a variar la táctica de los ejecutores. Como
faltaba la luz natural, y el recinto carecía de iluminación, los fusila-
mientos se efectuaron en las naves y galerías. Estos fueron los tras-
portados al camino de Chiloeches.
Resulta, pues, probable que los salesianos recibieron primera sepul-
tura en el cementerio (28). No se desecha tampoco la posibilidad de
(25) Busons Higinio y Seseña Víctor, reí. conj., Ms. 1.071, fol. 1. Memoria, Hermandad de
Familiares (1946), pág. 40. En el libro de las defunciones del cementerio no consta el atestado de
ninguno de los asesinados en la cárcel el día 6 de diciembre de 1936; excepción hecha de alguno
que pudo ser identificado entonces o después por sus familiares. (Ms. 1.070, fol. 1.)
(26) Marín Carmelo: Ms. 908, fol. 2.
(27) Véase nota 4.
(28) Busons Higinio: Ms. 753, fol. 3; Mateo Ramón: Ms. 928, fol. 1; Marín Carmelo: Ms. 908,
fol. 2 v.°
— 437 —

43.2 Page 422

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que alguno de los jóvenes salesianos perteneciera a los asesinados en
las galerías de las celdas, y posteriormente enterrado en el olivar de
Chiloeches.
Como posible dato para la interpretación de este sacrificio masivo
de la población penal, hay que hacer notar lo tardío de la fecha y la
proximidad con las grandes sacas de Madrid.
Las tácticas y consignas comunistas se extendían a todas las ciu-
dades. Se trataba de la marcha general de las cárceles rojas: eliminar
a sus moradores, cualquiera que se significara por su adscripción a
las derechas, por su carácter o fervor religioso, o por su elevado nivel
económico.
Los delincuentes comunes fueron respetados (29).
Sólo contaba la ideología o la conciencia cristiana.
(29) Busons Higinio: o. c., pág. 51; Ms. 753, fol. 4.
— 438 —

43.3 Page 423

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2. BVDO. D. ANDRÉS JIMÉNEZ GALERA, sacerdote
novicio
Pertenecía a la promoción que aquel año comenzaba su noviciado
en Mohernando. Con el grueso de la comunidad sufrió el exilio. Du-
rante tres días deambularon errantes en busca de cobijo. Fueron días
de angustia y de zozobra. Tal se revelaba el ambiente de los exilia-
dos.
Don Andrés, de temperamento franco, dicharachero y alegre, procu-
raba mantener la serenidad de ánimo en los jóvenes.
Las circunstancias imponían su carga de pesar, excitación y abati-
miento; peso que don Andrés aligeraba con su conversación amena. A
su alrededor se agrupaban los jóvenes, y con bromas y chistes templa-
ba los nervios, excitados por el cansancio, el decaimiento y la zozobra
de incertidumbre.
Reveló alto espíritu de fortaleza. Poco acostumbrado a largas ca-
minatas, obligado a privaciones y escaseces, no exteriorizó muestras de
cansancio, que quizá prendieran en él, obeso de cuerpo, más que en
ningún otro.
En aquel pesado peregrinar por las márgenes del Henares, sembró
el optimismo y elevó el espíritu pesaroso de los jóvenes (1).
Agazapados entre arbustos y juncales, pronosticaban sobre aconte-
cimientos y lanzaban quiméricas cabalas. Don Andrés presiente un trá-
gico final y anima a los jóvenes a dar la vida por Dios, si las circunstan-
cias lo exigieran; él mismo se ofrece a ser la primera víctima por la
salvación de los demás: "Animo, y a estar contentos. Si Dios nos
quiere mártires, bendito sea. Yo me ofrezco a ser el primero (2)".
El día 27 de julio, sorprendidos por las milicias, son conducidos
al Palacio de los Marqueses de Heras, y de aquí a Guadalajara: "Sea lo
(1) Cartosio León: Ms. 768, fol. 1 v.°; Vázquez Vicente: Ms. 1.040, fol. 2; Pelaz Lucas:
Ms. 951, fol. 1; Ms. 952, fol. 1.
(2) Callejas Francisco: Ms. 760, fol. 1; Vázquez Vicente: Ms. 1.040, fol. 2; Pérez Joaquín:
Ms. 956, fol. 1.
—— 439 ——

43.4 Page 424

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que Dios quiera" —manifestó don Andrés al despedirse de los seño-
res marqueses (3).
En camionetas y turismos los trasportaron al Gobierno Civil. El
Gobernador, impaciente y enervado, ordena que sean devueltos de nue-
vo a Mohernando en calidad de detenidos.
Pero este feliz desenlace culminó en un doloroso incidente.
La comitiva emprende el regreso. A la salida de la ciudad, los co-
ches se detienen ante un surtidor de gasolina para repostar combus-
tible.
Al enterarse que se trata de una caravana de frailes, un grupo de
milicianos de la F. A. I. procedentes del Centro de Ventas, de Ma-
drid, entablan un careo con los guardianes de la expedición. Inten-
tan retener los dos últimos coches. Los milicianos de Yunquera opo-
nen resistencia; pero son arrollados por el número y la autoridad de
los agresores.
Uno de los coches logra destacarse y desaparecer de la influencia de
los conspiradores. Llega libremente a Mohernando y relata el inci-
dente.
Otro queda requisado. Lo conducía el propio chófer de los seño-
res marqueses de Heras, don Pedro Aedo; a su derecha, se sentaba Eu-
logio Cordeiro, estudiante profeso; detrás, don Andrés Jiménez.
Comenzaron a llover sobre los cautivos insultos y amenazas de
muerte. Uno de los milicianos, el que más cruelmente denostaba, apro-
vecha un momento en que las víctimas estaban solas, y se encara con
el joven profeso.
—¿Tú eres cura?
—No, soy estudiante.
Y luego, dirigiéndose a don Andrés.
—¿Y tú?
—Soy profesor de estos chicos.
—Pues si no sois sacerdotes —concluyó el denostante—, decid-
lo porque os van a matar.
Se acercó al coche otro miliciano, por enterarse quiénes eran los
detenidos. Al ver a don Andrés le apostrofa.
—¡Hola!... ¿Tú aquí? ¿No me conoces?
—No —responde el sacerdote, sonriente y compasivo—. No re-
cuerdo. ..
(3) Moreno Carbonero José, Silvela José María; Travesedo María Josefa, Travesedo Ana María,
Travesedo Isabel, reí. conj., Ms. 939, fol. 2; Travesedo Ana María: Ms. 1.031, fol. 1.
—— 440 ——

43.5 Page 425

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—Pues yo a ti sí que te conozco. Tú eres el cura que decía misa
en "tal" pueblo.
Plenamente conscientes de la condición sacerdotal de don Andrés,
quedó dictada contra él sentencia de muerte (4).
Intimaron al chófer del vehículo requisado que desviara la ruta,
dirigiéndose hacia Madrid. El señor Aedo obedeció. Partieron de allí.
Les precedía un coche y les seguía otro, abastecidos de milicianos. El
primero lo ocupaban cuatro milicianos y una mujer (5). El último co-
che lo compartían también criminales habituales (6).
Llegan a un descampado, cerca del kilómetro cincuenta y dos de
la carretera de Madrid, próximo a Guadalajara.
El coche de cabeza frena y bajan tres de sus ocupantes. La mu-
jer se extraña de la parada intempestiva y pregunta la causa a su
acompañante.
—Van a pedir la documentación a unos individuos —le con-
testa.
Detrás, a unos quince metros, se detiene el coche de las vícti-
mas; a continuación, el otro. Bajan los milicianos, se precipitan sobre
el vehículo de los religiosos y les obligan a descender.
Antes de poner pie a tierra, ya les habían quitado las gafas. Se
abalanzan sobre ellos y les cachean. Se apropian del reloj y algún dine-
ro; les devuelven la documentación.
No advirtieron los objetos religiosos, medallas y crucifijo, que Eulo-
gio Cordeiro llevaba en el bolsillo pequeño de su pantalón, junto con
el reloj. A don Andrés le encontraron el crucifijo. Intentan arrebatár-
selo, pero él no consiente.
A empujones le ordenan atravesar la cuneta. Don Andrés, al sen-
(4) Cordeiro Eulogio: Ms. 785, fol. 1; Aedo Pedro: Ms. 691, fol. 1. v.°; Arce José: Ms. 724,
fol. 1.
(5) Se trataba de José Cuevas, (a) El Sopas, Alvaro León, (a) El Alvarito, Eugenio Gar-
cía y Tomás Barriopedro. Este último perteneciente a la "Escuadra Sanguinaria". (Véase Proceso
Sumarismo de Urgencia, doña María del Carmen Amo, núm. 38665, Capitanía General.)
La mujer era doña María del Carmen Amo. Algunos testimonios la denominan "miliciana", por
desconocer su personalidad; su misma indumentaria, iba vestida de mono, inducía a error. Era casada,
con una hija; a su marido le mataron después los rojos. Su padre fue Gobernador de La Coruña,
y ella se había educado con las monjas de Cluny, de Vigo. En aquella aciaga circunstancia
tenía en Guadalajara unos familiares que se encontraban en peligro. Contrató a los milicianos que
la acompañaban para que la llevasen, retribuyéndoles monetariamente. En el camino tuvo que com-
prarse un mono para pasar desapercibida. Al regreso ocurrió el incidente que relatamos. En 1941,
procesados los delincuentes, la acusaron de intervención en la muerte de don Andrés. Eulogio Cor-
deiro declaró en su favor. (Véase Cordeiro Eulogio: Ms. 783, fol. 2.)
(6) Proceso judicial, núm. 38665.
— 441 —

43.6 Page 426

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tirse tratado con tanta dureza, exclama: "Por Dios, ¿qué vais a ha-
cer con nosotros?" (7)
Convencido de que había llegado su último momento, hace la se-
ñal de la cruz y se recoge para orar.
Le conminan varias veces a que arroje al suelo el crucifijo que
aprieta en su mano fuertemente; pero el sacerdote lo lleva a los la-
bios y lo besa (8).
Obedeciendo las órdenes de los milicianos cruza la carretera y avan-
za. Aparecía sereno.
Frente a él se abría una tierra en barbecho, y al fondo, a unos
cien metros, el río Henares. Caminaba lentamente, pero firme, sin
titubeos, con los brazos extendidos y el crucifijo en su mano dere-
cha. Rezaba en alta voz el acto de contrición.
Detrás, a cierta distancia, desplegados en guerrilla, unos ocho mi-
licianos le acañonan con sus armas. Suena una descarga de fusilería y
el sacerdote cae de bruces.
Uno de los milicianos se adelanta hacia la víctima y mueve el
cuerpo con el pie. Luego se retira unos pasos y, por tiro de gracia, le
vacía el cargador de su pistola (9).
El joven Eulogio Cordeiro había permanecido junto a los coches.
Al percatarse de lo que estaba sucediendo, doña Carmen del Amo se
tiró del auto y comenzó a increpar duramente a los milicianos; les
echaba en cara su proceder; que no admitía ninguna justificación por
tratarse de víctimas indefensas; que el ser sacerdote no constituía nin-
gún delito. Tomó la defensa del joven salesiano y le condujo al co-
che que ella ocupaba (10).
Apenas se despejó la situación, el chófer de los señores Marque-
ses de Heras monta en su coche y se aleja furtivamente de aquel lu-
(7) Cordeiro Eulogio: Ms. 783, fol. 2; Ms. 785, fol. 2; Aedo Pedro: Ms. 691, fol. 2; Ms. 692,
fol. 1; Proceso judicial, declaración de doña María del Carmen Amo; García Eugenio: Ms. 836, fol. 1.
(8) Eulogio Cordeiro manifiesta que tiene idea, aunque imprecisa, de que le dijeron que le
perdonaban la vida, si pisaba el crucifijo. (Ms. 785, fol. 2.) Esto mismo afirman los Marqueses de
Heras, que aquella misma tarde oyeron el relato de labios de su chófer, testigo presencial. (Ms. 938,
fol. 2). Véase también, Alcántara Felipe: Ms. 700, fol. 1; Gancedo Eduardo: Ms. 827, fol. 1 v.°
(9) Cordeiro Eulogio: Ms. 785, fol. 2; Ms. 783, fol. 2; Aedo Pedro: Ms. 690, fol. 2; Ms. 691,
fol. 1; Velázquez José: Ms. 1.046, fol. 1.
(10) Algunos testimonios relatan que doña Carmen, a quien ellos consideran miliciana, instigaba
a los asesinos; incluso alguien afirma que fue ella quien disparó el tiro de gracia. (Véase Aedo
Pedro: Ms. 690, fol. 2; Ms. 694, fol. 1; Pezuela Pedro: Ms. 958, fol. 1; Travesedo Ana María:
Ms. 1.031, fol. 1.)
Todo es erróneo. La testificación de don Eulogio Cordeiro, protagonista de los hechos, queda
además confirmada por el Proceso judicial de doña Carmen.
— 442 —

43.7 Page 427

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gar. Llegado a la residencia, relata los sucesos a todo el personal del
palacio (11).
Los demás coches parten para Madrid, dejando abandonado el
cadáver.
Durante el trayecto comentan su proceder, intentando justificarse
ante los reproches de doña Carmen, que les afea su crimen. Se enta-
bla discusión sobre la suerte del superviviente. Unos decretan su muer-
te; otros le defienden. El joven alegó que tenía un pariente en Ma-
drid, inscrito al sindicato de la C. N. T. Le condenan, y la mis-
ma señora le protege, hasta entregarlo a sus familiares (12).
El cadáver de don Andrés probablemente permaneció varios días
insepulto (13).
Actualmente se desconoce el lugar de su inhumación. Investigacio-
nes practicadas en el cementerio municipal de Guadalajara y las decla-
raciones de personas encargadas, en aquellos aciagos días, de la re-
cogida de cadáveres no han conducido a nada definitivo.
Existe la probabilidad de que haya sido enterrado en el cemen-
terio, en fosa común (14).
Todos los cadáveres encontrados en las cercanías de la pobla-
ción fueron trasladados al cementerio. Se les inhumaba en fosa co-
mún sin tratar de identificarlos, ni recoger datos, ni extender el ates-
tado.
Así se estuvieron verificando los enterramientos durante mes y me-
dio o dos meses. Más tarde, el señor Alcalde ordenó al enterrador que
se tomaran datos identificanvos, y que se obtuvieran fotografías de
los cadáveres indocumentados (15).
Entre los enterrados sin previa identificación ni atestado, hemos
de creer, al menos con certeza moral, que se encuentra el cuerpo de
don Andrés Jiménez.
(11) Aedo Pedro: Ms. 690, fol. 2 v.°; Moreno Carbonero José, Silvela José María, Travesedo
María Josefa, Travesedo Ana María, Travesedo Isabel, reí. conj., Ms. 939, fol. 2; Pezuela Pedro:
Ms. 958, fol. 1.
(12) Cordeiro Eulogio: Ms. 783, fol. 2. No conservamos el testimonio directo de doña María
del Carmen del Amo. Quedó incluido en las Actas del Proceso de Beatificación enviada a la
Santa Sede.
Solamente poseemos dos declaraciones de doña Carmen, extractadas del Proceso judicial que citamos.
(13) Martínez Demetrio: Ms. 925, fol. 1.
(14) García Ángel: Ms. 834,fol. 1.
(15) García Fabián: Ms. 837, fol. 1; Véase también, Ms. 1.081, fol. 1 v.°
— 443 —

43.8 Page 428

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Desde la fecha del suceso hasta el presente, los componentes en-
tonces de la Comunidad de Mohernando, como los testigos presencia-
les o los enterados directamente por estos testigos, siguen en la per-
suasión de que don Andrés murió víctima del odio a la fe (16).
El ofrecimiento de su vida fue aceptado por Dios.
(16) Los Marqueses de Heras aportan un dato curioso. El 10 de agosto de 1936, unos días des-
pués del martirio de don Andrés, iban conducidos por los milicianos de Madrid a su residencia de
Heras. Presentían que iban a matarlos. Al rebasar el kilómetro cincuenta y dos de la carretera,
invocan con un padrenuestro la intercesión de don Andrés. Todo resultó favorable. Actualmente
practican esta misma devoción cada vez que en su recorrido pasan por dicho kilómetro. (Véase Mo-
reno Carbonero José, Silvela José María, Travesedo María Josefa, Travesedo Ana María, Travesedo
Isabel, reí. conj., Ms. 938, fol. 2; Moreno Carbonero José: Ms. 939, fol. 1; Travesedo Silvela Ana
María, Travesedo Silvela María Josefa, reí. conj., Ms. 1.031, fol. 1 v.°)
— 444 —

43.9 Page 429

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1. Bvdo. D. ANDRÉS GÓMEZ SAEZ, sacerdote
Formaba parte de la comunidad del colegio del Alta de Santan-
der. Además de profesor, ejercía el cargo de maestro de música y
canto.
Autorizada por el director la disolución de la comunidad, don An-
drés se hospedó en una fonda de la calle Atarazanas, por los alrede-
dores de la Catedral.
Durante los primeros meses del Movimiento subía frecuentemen-
te por el colegio. Cambiaba impresiones con los salesianos que ha-
bían quedado allí, atendiendo a la colonia infantil, y comentaba los
sucesos acaecidos en la ciudad. Sufría y se indignaba por el ambiente
corrompido, blasfemo e irreligioso que había prendido en .la capital
montañesa (1).
Cuando evacuaron las colonias y los salesianos se dispersaron por
la ciudad, todavía mantuvo contacto con algunos; los visitaba en su
domicilio y recibía visita de ellos (2).
Parece ser que su residencia, cercana a la Catedral, le daba oportu-
nidad de ejercer su ministerio, al menos ocasionalmente.
Nos informa don Francisco Sarmiento (3): "Le conocí en aquellos
momentos de persecución, en un confesonario. Yo había ido a confe-
sarme a la cripta de la Catedral, Capilla del Santo Cristo. Me extrañó
ver a un señor, vestido de paisano, dentro del confesonario. Terminé
y quedé un poco intrigado e intranquilo. Me dirigí a la sacristía y pre-
gunté al sacristán si conocía a aquel señor y si era sacerdote. Me res-
pondió que sí, y que era sacerdote salesiano. Cuando don Andrés salió
del confesonario me presenté a él como antiguo alumno: se alegró mu-
(1) Rodríguez Pedro: Ms. 984, fol. 1 v.°; Septién Agustín: Ms. 1.014, fol. 1; Marcellán Jesús:
Ms. 906, fol. 1.
(2) Rodríguez Pedro: Ms. 984, fol. 1 v.°
(3) Ms. 1.011, fol. 1 v.° y 2.
—— 445 ——

43.10 Page 430

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cho y charlamos. Quedó en ir por casa en alguna ocasión. Aquella fue
nuestra única entrevista. Después me enteré que había desapa-
recido".
El día 31 de diciembre de 1936 se acercó de visita a la pensión
donde se hospedaba don Pedro Rodríguez. Tenía por objeto ofrecerle
algunas clases de francés para una familia conocida. Don Pedro acep-
tó; pero quedaron en verse al día siguiente, para acudir los dos jun-
tos al domicilio de esa familia. Don Andrés no acudió a la cita ni
nada más se supo de él (4).
Diciembre fue mes fatídico en los anales santanderinos de 1936.
Los descalabros del frente y los bombardeos nacionales operaron nega-
tivamente sobre los nervios del Comisario Neila y sus esbirros. En po-
cos días fueron sacrificados los cistercienses de Cóbreces, los presos del
Alfonso Pérez y los dominicos de las Caldas de Besaya.
Los cistercienses de Viaceli, en número de once, fueron precipi-
tados por el faro; el día 27, tras el bombardeo nacional, cayeron im-
punemente ciento sesenta presos en el barco prisión; nueve domini-
cos de Las Caldas fueron detenidos, y desaparecieron el día 28, se-
gún parece, arrojados por el faro.
En estas fechas de mayor virulencia antirreligiosa desapareció don
Andrés.
El primero del año 1937, después de comer, salió a pasear por el
muelle. Se encontraba observando las lanchas que hacen la travesía
de Pedreña; dos milicianos se le acercaron y le detuvieron.
Un muchacho irreflexivo, expulsado del colegio el curso anterior, le
había delatado como sacerdote y religioso (5).
Liberado Santander, una señora, familiar del muchacho denuncian-
te, relataba la escena a los salesianos.
No se han podido allegar más detalles sobre la desaparición de
don Andrés. Parece muy probable que aquella misma noche lo lle-
varon al faro y lo precipitaron por el acantilado. Era el género de
martirio mayormente usado en Santander.
Para algunas víctimas, el tormento sanguinario o la muerte prece-
dían al despeñamiento; otras eran precipitadas vivas, con las manos
atadas.
(4) Rodríguez Pedro: Ms. 983, fol. 1 v.°
(5) Rodríguez Pedro: Ms. 984, fol. 2; MarceUán Jesús: Ms. 906, fol. 1.
— 446 —

44 Pages 431-440

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44.1 Page 431

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. Kíffmo
1. DON ANTONIO CID RODRÍGUEZ, Coadjutor
Cuando se produjeron los sucesos revolucionarios, permaneció al-
gún tiempo en Santander con la comunidad del colegio del Alta, a la
que pertenecía.
A raíz de la dispersión de los salesianos, don Antonio prefirió
marchar a Bilbao. En Basurto vivían unos parientes. Les había visi-
tado en años anteriores, y por ser familiares, su casa podía constituir
un refugio seguro. Escribió a Bilbao, y sus parientes aceptaron tener-
le consigo. Con anuencia de su director, don Jesús Marcellán, partió
confiado (1).
El optimismo de don Antonio le hacía pensar que la revuelta du-
raría una semana.
Al tiempo que practicaba vida de familia con sus primos, cumplía
asiduamente sus prácticas religiosas. Oía misa todos los días en la igle-
sia de los Padres Capuchinos, hasta que las milicias se incautaron del
edificio sagrado. Siempre llevaba consigo el rosario; y lo rezaba fre-
cuentemente, incluso por la calle.
Su vida ordinaria trascurría serena, sin prodigar las salidas. Sólo
de vez en cuando compartía sus paseos con un antiguo alumno suyo,
don Manuel González (2).
Pero el vecindario no ignoraba su condición de religioso. Había
ejercido anteriormente de profesor en el colegio de Baracaldo, y to-
dos sabían que era salesiano. Igualmente tampoco desconocían en la
barriada la ideología derechista de su pariente, afiliado a la Acción Po-
pular de Gil Robles. Por esto no le perdían de vista.
Los comentarios que se devaneaban por la vecindad sobre don An-
tonio le consideraban como "espía" (3).
(1) Rodicio Concepción: Ms. 974, fol. 1; Marcellán Jesús: Ms. 906, fol. 1.
(2) Rodicio Concepción: Ms. 974, fol. 1; González Manuel: Ms. 906, fol. 1.
(3) Rodicio Concepción: Ms. 974, fol. 1; Marcellán Jesús: Ms. 906, fol. 1.
— 447 —

44.2 Page 432

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El día 25 de septiembre las sirenas de Bilbao anuncian la presen-
cia de bombarderos. La aviación nacional realiza una incursión sobre
la villa. Horrísonos estallidos sembraron el pánico y provocaron la ira
de las turbas.
Grupos convulsos entre los que figuraban gran número de muje-
res, se dirigieron hacia los muelles de la ría, próximos a la factoría de
Altos Hornos. Se encontraban allí fondeados los barcos Cabo Quila-
tes y Altuna-Mendi, convertidos en prisión. Algunos grupos más auda-
ces se trasladaron a bordo en gabarras.
Un miliciano flacucho, de mirar atravesado y feo, se presentó en la
boca de la bodega del Cabo Quilates, gritando desaforadamente: " ¡Hala!
¡Los Marqueses, Condeses, Curas, Frailes y Dominicos..., que suban
tóos arriba!" Los aludidos obedecieron y formaron en cubierta, en apre-
tado grupo.
Así estuvieron dos horas, entre insultos y vejaciones, en la más
terrible incertidumbre y ansiedad. Al cabo de ellas, recibieron orden
de bajar nuevamente a la bodega.
A las primeras horas de la noche comenzaron las matanzas en masa.
La mayoría de los presos fueron asesinados en cubierta.
En el Altuna-Mendi obligaron a los detenidos, a punta de ametra-
lladora, a permanecer varias horas con los brazos en alto. Después se
asesinó a fusil y pistola a veintinueve detenidos (4).
Los bombardeos nacionales y reveses del Frente Popular propor-
cionaban pretexto para suscitar represalias, sacas siniestras, registros
escrupulosos y detenciones insospechadas.
Tal sucedió en este 25 de septiembre. A media noche, cuatro mi-
licianos comunistas llegaban a la casa donde estaba refugiado don An-
tonio. Les guiaba un muchacho de la vecindad, llamado José María
Lujambio. Golpean fuertemente la puerta. La dueña se resiste a abrir
por las horas interpestivas. Pero los milicianos amenazan con derri-
bar la puerta, en caso de resistencia. Preguntan por don Antonio.
El estaba acostado. Entran hasta su habitación. Al levantarse, los mi-
licianos clavan los ojos en un crucifijo que pendía de su pecho.
Efectuaron un registro minucioso por la alcoba y en las male-
tas. Aquí encontraron el cuerpo del delito: medallas, un misal, estam-
pas..., objetos religiosos. Celebraron el hallazgo con miradas de inteli-
(4) Causa General, o. c., pág. 236; In memoriam... Mártires de Vizcaya, págs. 35-39.
— 448 —

44.3 Page 433

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gencia y sonrisas maliciosas. Luego le invitaron a seguirles. Se lleva-
ron consigo todo, menos la ropa.
Don Antonio poseía algún dinero que intentó dar a su prima; pero
los milicianos le observaron: "Llévese el dinero, que le puede hacer
falta".
Una última mirada del religioso a sus familiares, y siguió a los fo-
ragidos, sin manifestar el más leve síntoma de nerviosismo (5).
No se volvió a saber nada más de él. Por más averiguaciones que
se practicaron se ignora su paradero.
Existían dos posibilidades. Los dos lugares más frecuentes de ase-
sinato eran el Alto de Castrejana y el Cuartel de Careliano. Por los
acontecimientos que siguieron a su detención, parece ser que lo condu-
jeron a Garellano y allí lo ejecutaron.
Una hora después de la primera visita se presentaron nuevamente
los milicianos en el domicilio. Practicaron un segundo registro y se
llevaron a don Juan Montes, primo de don Antonio. Le condujeron
al Cuartel. Cuando recibieron al detenido, los milicianos de la prisión
preguntaron a sus camaradas: "A éste, ¿rigurosamente incomunica-
do como al otro?" "No, contestaron, a éste le vamos a pedir unas
declaraciones".
Más tarde, por mediación de un nacionalista vasco, antiguo alumno
del colegio, don Juan Montes salió en libertad.
A la mañana siguiente de la detención de don Antonio, una veci-
na comunicaba a doña Concepción: "A tu primo lo han matado. He
oído decir a un miliciano: "¡Vaya espía que hemos cogido en la carre-
tera de Castrejana!" (6)
No cabe duda que la expresión enigmática rigurosamente incomu-
nicado equivalía a sentencia de muerte.
Es de notar también, respecto a la motivación de su muerte, que
el primer registro tuvo por objeto directo la persona de don Anto-
nio. Solamente registraron su habitación, y el móvil de la detención
inmediata, del salesiano únicamente, parece que fueron los objetos re-
ligiosos encontrados. Solamente cuando se deshicieron de él, volvieron
por su primo, cuyas ideas derechistas eran bien conocidas.
Está en nuestra mente que el apelativo de "espía" sólo se em-
pleaba para salvar apariencia o encubrir impunidades.
(5) Rodicio Concepción: Ms. 974, fol. 1 v.°; Cid Pilar: Ms. 777, fol. 2.
(6) Rodicio Concepción: Ms. 974, fol. 2; Rodicio Francisco: Ms. 975, fol. 1.
— 449 —
29.—

44.4 Page 434

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CUARTA PARTE
dfe leí c/iierro

44.5 Page 435

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15. Un balance desolado**
Lo más lamentable de una guerra lo constituyen las horribles con-
secuencias materiales, personales y morales.
Un rasgo acusado de la guerra civil española ha sido la dimensión
numérica.
Materialmente, el desastre parece una catástrofe geológica. Se cuen-
tan 166 iglesias o conventos totalmente quemados; 1.800 inutilizados
por completo; 3.000 gravemente deteriorados. Se destruyeron 250.000
casas y otras tantas debieron ser más o menos restauradas. El poten-
cial industrial quedó aniquilado.
Más grave todavía resulta el balance de víctimas.
Las pérdidas humanas fueron enormes. Razonablemente pueden cal-
cularse entre 850 y 900 mil personas muertas; de las que 150.000 fue-
ron asesinadas.
Sobre una población total de veinticuatro millones de almas, la
producción de desaparecidos es una de las más atroces que se hayan
conocido.
La aristocracia y la burguesía quedaron desangradas. La Iglesia,
diezmada. Quince mil sacerdotes o religiosos, entre ellos trece obis-
pos, fueron asesinados (1).
La Inspectoría Céltica Salesiana debe lamentarse del tributo de
sangre y dolores con que contribuyó a esta hecatombe.
Como hemos visto, más de la mitad de sus miembros gimieron lar-
gos meses en las cárceles y checas. Algunos, hasta el momento de la
liberación, soportaron duros trabajos en brigadas disciplinarias o de
castigo. No pocos donaron generosamente su vida, unos por su condi-
ción de sacerdotes o religiosos, otros en campos de batalla o desmoro-
(1) Georges-Roux: o. c., págs. 335-337.
— 453 —

44.6 Page 436

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nados por una enfermedad mortal, efecto de privaciones y sufrimien-
tos.
La panorámica de ejecuciones perpetradas en odio a la fe, que he-
mos intentado presentar en la tercera parte de esta obra, no absorbe
la totalidad de víctimas de la guerra, pertenecientes a esta Inspecto-
ría.
Quedaría ciertamente incompleta nuestra crónica si negáramos un
recuerdo a estos hermanos desaparecidos, algunos de ellos en el ano-
nimato de un frente de batalla.
Resulta auténticamente insoslayable el recuerdo de estas víctimas.
Es preciso reconocer que de algunos no poseemos datos precisos de sus
últimos momentos; pero se hace necesaria, al menos, una sucinta rela-
ción.
— 454 —

44.7 Page 437

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I. Víctimas de la enfermedad
1. RVDO. D. RAMÓN GOICOECHEA
Ejercía el cargo de director en el colegio de la Ronda de Ato-
cha.
Hombre ya maduro. Había llevado una vida de intenso y constan-
te trabajo. Los sucesos del asalto al colegio causaron un fuerte impac-
to en su ánimo, y no le fue posible remontar la avalancha de sufrimien-
tos y emociones por las que hubo de atravesar. Su sistema nervio-
so, debilitado ya por largos años de brega continua, desmoronó su
organismo, que sucumbió ante la fuerza de los acontecimientos.
Con los demás hermanos sufrió el asalto al colegio y se vio vejado
por los milicianos, que le exigían violentamente las presuntas armas,
ocultas en la casa.
Al percatarse de las aviesas intenciones de los asaltantes, dos ideas
afluyeron al exterior y determinaron la conducta de sus últimas ho-
ras. Que los niños no sufrieran daño alguno, y salvar el Santísimo
de una profanación.
Mientras estaba con los demás salesianos y alumnos, de cara a la
pared, con las manos en alto, bajo la amenaza de las armas, pedía a
los milicianos que le permitieran sacar el Santísimo. La súplica de don
Ramón y la negativa de los guardianes se sucedieron repetidas ve-
ces (2).
Le llamaron a parte, le encañonaron con sus armas, y entre ame-
nazas y golpes le obligaron a conducirles donde estuvieran escondi-
das las armas. Sus protestas de que no existía tal armamento en el co-
legio fueron desatendidas. Le condujeron al teatro y al sótano del es-
cenario, donde suponían que podían encontrarlas.
(2) Urtasun Ignacio: Ms. 1.035, fol. 1.
— 455 —

44.8 Page 438

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"Lo que pudiera ocurrir allí —relata don Rufino Encinas— y en
el recorrido por las dependencias del teatro no es posible saberlo. Pero
a juzgar por las amenazas y empujones que le daban cuando le con-
ducían y, sobre todo, por la excitación nerviosa en que se encontra-
ba cuando regresaron, después de un rato largo, puede colegirse que
le atormentaron o maltrataron.
Andaba con dificultad, mirando con temor a cualquiera que se le
acercaba; su mirada, inquieta; su rostro, pálido; y en la comisura de
los labios apuntaban algunos hilos de sangre con mezcla de saliva. Mos-
traba recelo de cualquiera que se le acercaba, temiendo que le fuera a
pegar."
El coadjutor don José María Sabaté confirma estos datos, y aseve-
ra que el mismo don Ramón confesó que los milicianos le habían gol-
peado (3).
La intervención de la brigada de la Guardia Civil puso fin a la
serie de acontecimientos dramáticos que habían estigmatizado el or-
ganismo del director. Conducidos a la pensión Abella, encontraron un
refugio seguro, en donde podía aquietar los nervios y rehacerse de las
emociones recibidas (4).
Pero aquella noche don Ramón sucumbió bajo el agobio de tantos
sufrimientos. Llevaba día y medio sin probar bocado. La idea de que
intentaban envenenarlos obsesionaba su mente. Otra especie atenazó
su espíritu en la pensión: que se encontraba entre gente de mala fama.
Su agotamiento nervioso había producido el trauma.
Después de una breve oración trataron de descansar. El director y
el señor Sabaté ocuparon las dos camas de la alcoba. Don Rufino y los
muchachos, los colchones dispuestos en el suelo.
"Don Ramón se mostraba excitado —continúa relatando don Ru-
fino—; no paraba en la cama. Se levantaba, tratando de escapar de la
pensión. Su espíritu de responsabilidad le alucinaba, acusándose de
comprometer a la comunidad.
En vista de tal situación nerviosa, acerqué una butaca a la puerta
de la alcoba, y me senté en ella para evitar que la abriera en su demen-
cia, y escapara, si yo me dormía.
Su exaltación rayaba, a veces, en la misma pérdida de la razón.
Rezaba continuamente. Pedía por las juventudes socialistas y co-
munistas, y por la misión de todas las juventudes de España. Rezaba
(3) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 5; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 2.
(4) Véase Colegio de Atocha.
456 —

44.9 Page 439

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por la salvación de la patria, y, sobre todo, por el respeto a la Reli-
gión y el triunfo de la Iglesia Católica. Recitaba salmos enteros, en alta
voz. Se interesaba mucho por el bien de la Congregación, por la que
también ofrecía sus oraciones.
A intervalos se levantaba y se acercaba a la puerta con deseos de
escapar. Recorría la habitación nerviosamente. Se detenía y trazaba la
señal de la cruz sobre los alumnos, que dormían agotados por las emo-
ciones de la jornada.
Dos armarios, situados en ángulos opuestos de la habitación, re-
flejaban en sus lunas, cualquier movimiento que se hiciera en la alco-
ba. Esta multiplicación de imágenes excitaba la fantasía del direc-
tor, que se atormentaba más con la idea de que había sido llevado a
una casa de mala nota.
Por la fuerza de mis insinuaciones enérgicas se acostaba una y otra
vez, para volver a intentar de nuevo la huida, creyéndome dormido.
Con frecuencia se me acercaba, y me recomendaba una y otra vez
que asistiéramos a los chicos, que nunca se encontraran solos.
La preocupación dominante de toda su vida de la asistencia a los
niños y su escrupulosidad por la defensa de la santa virtud de la pu-
reza se reflejaban en sus actuaciones y consejos en estos momentos de
sobreexcitación.
El nombre de la Congregación le preocupaba mucho; y en su de-
lirio exclamaba: "Si los Superiores de Turín supieran la situación en
que nos encontramos, ¡cómo llorarían y vendrían en nuestra ayuda!"
Entre oraciones y frases semejantes pasó toda la noche.
Dominado por la idea obsesiva de la guarda de la moralidad, y el
buen nombre de la Congregación, que a toda costa se había de defen-
der, intentó repetidas veces romper la luna de los armarios. Así haría
desaparecer la causa de su preocupación, que era precisamente la mul-
titud de personas que su fantasía descubría en aquellos espejos, y que
nos miraban. Logré imponerme y evitar la catástrofe.
Finalmente, quise darle ocasión de que se convenciera que el públi-
co que él veía en su fantasía no era más que su propia persona, y per-
mití que se acercara a una de las lunas. Me miró, me creyó dormido y
aprovechó la oportunidad para levantar un pie y dar un fuerte golpe al
espejo que lo hizo trizas.
Inmediatamente me lancé sobre él; y con gran esfuerzo impedí que
hiciera lo mismo con el otro.
Al ruido se levantaron el señor Sabaté y los chicos. Después de
— 457 —

44.10 Page 440

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reducirle, nos vimos en la necesidad de atarle a la cama. En esta po-
sición él repetía fuera de sí: "Me habéis atado como a Jesús".
Era ya de madrugada (5).
Poco después tuvo unos momentos de serenidad. Reconoce su es-
tado nervioso y pide perdón a los salesianos por las molestias que es-
taba ocasionando, y a los dueños de la pensión por el destrozo come-
tido.
Don Rufino procura infundirle ánimos. El director le insta para
que no se separe de su lado. Previendo, tal vez, su próxima muerte,
don Ramón muestra al clérigo unas medallas que llevaba atadas, sobre
el pecho, a uno de los ojales de la camisa, y serenamente le dice: "Por
esto podréis identificar mi cadáver" (6).
Entretanto, el señor Sabaté telefoneaba al estanco de doña Pepi-
ta para comunicar a don José Lasaga el incidente.
Al enfermo, totalmente sereno, se le desató; se le acompañó al
comedor y se le brindó una infusión de tila. El se negó a tomar nada.
Durante este tiempo don José Lasaga gestiona de la Dirección Ge-
neral de Sanidad el ingreso en el sanatorio. Los trámites resultaban di-
fíciles. Más dificultad entrañaba el conseguir una ambulancia; estaban
dedicadas al trasporte de armas. Después de mucho suplicar, se accede
a su demanda.
En una ambulancia se le conduce al sanatorio del doctor León,
situado en la plaza de Mariano de Cavia. Los camilleros no permitie-
ron que nadie les acompañara (7).
Dos ideas seguían aferradas con insistencia a la mente de don Ra-
món: "¿Qué es de los niños de casa? ¡Mis niños, tratádmelos bien!
¿Y Jesús Sacramentado? ¡Id a sacar las formas para que no las pro-
fanen!"
Y con esta obsesión continua de sus niños y del sagrario, expiró
al día siguiente (8).
El mismo día de su muerte, don Arturo González se personaba en
el sanatorio. Celebró una misa por el difunto en el mismo hospital,
y permaneció velando el cadáver.
Luego activó los tramites de la funeraria. Hacia las cuatro de la
(5) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 14-16; también, Sabaté José María: Ms. 996, fol. 5.
(6) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 16.
(7) Encinas Rufino: Ms. 805, fol. 17; Sabaté José María: Ms. 996, fol. 5; Lasaga José:
Ms. 897, fol. 1.
(8) Alcántara Felipe: o. c., pág. 3.
— 458 —

45 Pages 441-450

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45.1 Page 441

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tarde tuvo lugar el sepelio; sin comitiva. Solamente don Arturo acom-
pañaba el féretro en el pescante del coche.
La inhumanación se efectuó en un nicho del cementerio de La Almu-
dena.
Como único signo religioso, don Arturo grabó a lápiz en el yeso de
la tumba las iniciales R. I. P. y el nombre del difunto (9).
Su sepultura ocupaba la meseta 2.a, zona A, sección 5.a, fila 2.a,
número 125.
Actualmente sus restos descansan en el panteón salesiano del cemen-
terio de Carabanchel Alto.
(9) González Arturo: Ms. 853, fol. 1; Ms. 854, fol. 1; Ardanaz Trinidad: Ms. 728, fol. 1.
— 459 —

45.2 Page 442

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2. KVDO. D. LUIS SOTO, sacerdote
Había sido ordenado sacerdote el 21 de mayo de 1936.
Su ardor por los estudios y su empeño constante por su formación
minaron su fibra, no muy robusta; y al terminar sus estudios se le de-
claró una tuberculosis ya avanzada que exigió un remedio pronto y
radical.
A este fin se le envió a la casa de Mohernando, donde el especia-
lista le prescribió reposo absoluto (10).
Antes del Movimiento ofreció su vida por España y por la prosperi-
dad de la Congregación. Tenía la persuación de que moriría pronto. So-
portaba pacientemente su enfermedad; nadie le oyó nunca quejarse (11).
Los trágicos sucesos de julio le sorprendieron en la cama.
El primer registro efectuado por los milicianos no le afectó; le
permitieron permanecer en el lecho, considerando su estado (12).
Pero no sucedió lo mismo cuando fueron trasladados a Madrid. In-
gresó con la comunidad en la cárcel de Ventas.
Antes del reajuste de presos permaneció en una celda con varios
salesianos más, durante quince días. El era el único sacerdote. Anima-
ba a todos al buen comportamiento, y se preocupaba de que las prácti-
cas de piedad se cumplieran regularmente. Al final de la jornada les
dirigía las buenas noches (13).
Su cuerpo desmoronado no podía más. El calor de los primeros
meses mitigaba su malestar; pero el otoño en Madrid es castigador. Los
primeros fríos recrudecieron la enfermedad. La falta de ropa de abrigo,
la escasez de comida y su mala condimentación le iban reduciendo lenta-
mente a un esqueleto ambulante.
Se le veía enflaquecido, febricitante, necesitado de cuidados y sobre-
alimentación. Sin embargo no se le prodigaron atenciones especiales.
(10) Alcántara Felipe: o. c., pág. 29.
(11) Saiz Fortunato y Fernández Arsenio, reí. conj., Ms. 1.002, fol. 1.
(12) Arce José: Ms. 725, fol. 1.
(13) Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 2; Corta Lucio, Ms. 789, fol. 1.
— 460 —

45.3 Page 443

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Varias veces se hizo presente al médico la situación del enfermo.
Todo en vano.
Una mañana del mes de noviembre, se le acercó don Emilio Alonso
para conversar con él.
—¿Qué tal, don Luis?
—Aún vamos tirando; pero cada día me encuentro peor.
—¿No va a la enfermería?
—Sí. Todos los días me apunto a reconocimiento; pero el médico
no hace más que tomarme el pulso y me manda con los demás, diciendo
que no es nada.
—¿No le ponen el termómetro?
—Dos veces me lo han puesto; pero como sólo marca treinta y siete
y medio, me dicen que no tiene importancia. ¡Qué le vamos a hacer!
¡Bendito sea el Señor! (14).
Al fin la enfermedad se agravó, y se le asignó lugar en la enfer-
mería de la cárcel. Antes de ingresarle tuvo que someterse a la desin-
sectación. Le desnudaron y le friccionaron de pies a cabeza con vinagre
y agua fría.
El médico recluso que estaba al frente de los servicios de la en-
fermería obtuvo autorización para que uno de los hermanos velara cons-
tantemente a la cabecera del enfermo. Esta permisión era contraria a
los usos vigentes en la cárcel.
Por su parte, el señor Inspector y otros sacerdotes le visitaban
con frecuencia. La presencia de los hermanos le infundía consuelo, y
le proporcionaba la facilidad de confesarse. Don José Arce le atendía
como confesor (15).
Fue apagándose como una lámpara por falta de combustible.
Entregó su alma a Dios el 12 de diciembre de 1936.
Hacía siete meses que había sido ordenado sacerdote. Solamente
celebró una vez el santo sacrificio. Esperaba con ilusión el día de su
primera misa solemne en su pueblo natal.
Pero Dios se lo llevó al cielo.
(14) Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 2; Alcántara Felipe: o. c., pág. 30.
(15) Alcántara Felipe: o. c., pág. 30; Arce José: Ms. 726, fol. 1; Alonso Emilio: Ms. 703,
fol. 6; Salan Olegario: Ms. 1.004, fol. 6 y 10; Aranda Isidoro: Ms. 713, fol. 7.
—— 461 ——

45.4 Page 444

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3. D. DAVID MARTIN MARTÍNEZ, Coadjutor
Hizo su noviciado en Mohernando; y allí mismo emitió sus votos re-
ligiosos temporales y perpetuos.
En 1936 se hallaba al frente de la sastrería. Revelaba buenas do-
tes de sastre; también se ocupaba de la ropería (16).
En enero de este año sintió un malestar que le obligó a guardar
cama el día primero de febrero. Su estado empeoró, hasta llegar a pun-
to de muerte. El día 13 de febrero recibía el viático, acompañado de
los superiores, que velaban sus últimos momentos. Pero su constitución
remontó la gravedad, y lentamente se fue recuperando (17).
Al iniciarse la guerra se encontraba todavía convaleciente.
Con toda la comunidad de Mohernando fue recluido en la prisión
de Ventas.
A poco de entrar en la cárcel, le requirieron para que practicase
su oficio de sastre. Al frente de algunos hermanos montó un tallercito,
donde se confeccionaron algunas prendas para los oficiales.
Lo reducido de la alimentación y la falta de solicitudes quebranta-
ron su delicada salud. Su enfermedad se recrudeció; y se vio obligado
a guardar cama en la enfermería.
En medio de sus dolencias se manifestaba siempre alegre; y salpi-
caba su conversación con refranes y dichos graciosos (18).
Por marzo o abril de 1937, de la cárcel de Ventas lo trasladaron a
la de San Antón. El régimen penitenciario de este centro era más rígido
y despótico. La falta de cuidados provocó una recaída, y obligó a los
oficiales de la prisión a internarlo en el Hospital del Rey.
A finales de mayo de 1937 le evacuaban a un sanatorio de Villa-
franca del Cid, en la provincia de Castellón de la Plana.
Pocos días antes de que las tropas de Franco tomaran aquella re-
gión, don David entregaba su alma a Dios, el 26 de marzo de 1938 (19).
(16) Alcántara Felipe: o. c., pág. 30; Alonso Emilio, Ms. 701, fol. 4.
(17) Carta de don David a su hermana, el 17 de julio de 1936. Obra una copia en nuestro
archivo. (Ms. 911, fol. 4.)
(18) Alcántara Felipe: o. c., pág. 31; Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 4.
(19) Martín José: Ms. 911, fol. 13; Ms. 912, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c., pág. 31; Alonso
Emilio: Ms. 701, fol. 4 v.°
—— 462 ——

45.5 Page 445

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á. D. AGUSTÍN CARABIAS, Clérigo temporal
El año 1936 terminaba su noviciado en Mohernando. Formó par-
te del grupo que el día 23 de julio, al finalizar los ejercicios espiritua-
les, ofrendó su vida al Señor con emisión de los votos religiosos.
Desde los primeros días del noviciado comprendió perfectamente
la importancia de la vida religiosa, y se entregó a ella con denodado
fervor. Su piedad servía de ejemplo para sus compañeros. Había to-
mado muy en serio el negocio de su adelantamiento en la virtud (20).
Las privaciones y penurias que arrastraba la vida carcelaria no apo-
caron su alegre sensibilidad. Era de los más celosos en organizar tur-
nos de oración; y revelaba un profundo espíritu de fervor (21).
A los seis meses de cárcel se le vio taciturno y melancólico. Efec-
tivamente. Una tuberculosis galopante le llevaba por momentos al se-
pulcro. Las privaciones y el hambre de la cárcel habían minado su
cuerpo.
Por el mes de abril de 1937 recibió la excarcelación.
De momento, se guareció en una casa de huéspedes. En ella coinci-
dió con varios salesianos jóvenes; algunos de ellos, disipados ya en su
vida religiosa, efecto del ambiente que respiraban. El joven clérigo dis-
cutía con ellos y defendía con ímpetu las Reglas de la Congregación.
La enfermedad se recrudecía. Y tuvo que ingresar en un sanatorio.
A pesar de los sufrimientos, nunca dejó de cumplir las prácticas de
piedad que se le permitían. Continuamente se le veía con el rosario
engarzado en sus manos.
Su salud empeoraba por momentos. Los vómitos de sangre se su-
cedían cada vez más frecuentes. Una infección al vientre agravó su es-
tado. Se hizo precisa una operación de urgencia. Aceptó con santa resig-
nación y pidió a don Alejandro Vicente que le administrara los Sacra-
mentos.
La intervención quirúrgica se superó favorablemente.
Pero a los pocos días, unos vómitos de sangre le arrancaron la
vida (22).
Era el 1 de marzo de 1938.
(20) Alcántara Felipe: o. c., pág. 31; Vázquez Vicente: Ms. 1.040, fol. 3; Alonso Emilio:
Ms. 701; fol. 2 v.°
(21) Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 2 v.°; Alcántara Felipe: o. c., pág. 31.
(22) Vázquez Vicente: Ms. 1.040, fol. 4; Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 2 v.°; Alcántara Feli-
pe: o. c., pág. 31; Vicente Alejandro: Ms. 1.048, fol. 12; Callejas Francisco: Ms. 761, fol. 18;
Ortego María: Ms. 949, fol. 6.
— 463 —

45.6 Page 446

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5. D. MIGUEL SEPTIEN, novicio clérigo
Los luctuosos acontecimientos de julio de 1936 le sorprendieron en
Mohernando, donde hacía su noviciado.
Siguió la suerte común de todo el colegio, y permaneció en la cár-
cel de Ventas once meses.
Al salir en libertad fue enrolado en un batallón de milicias ro-
jas (23).
En medio de estos peligros, Miguel supo conservar su espíritu re-
ligioso y su fervor patriótico. Clandestinamente hacía propaganda de
los nacionales y repartía hojas impresas con el himno de la Acción
Católica Española (24).
En varias ocasiones intentó pasarse al ejército de Franco; en una
de estas aventuras fue arrestado por largo tiempo en el calabozo.
A consecuencias de la deficiente alimentación prolongada durante
el tiempo de cárcel y de servicio militar, contrajo la enfermedad que le
llevó a la tumba. Y fue internado en el Hospital del Rey (25).
Supo llevar con resignación cristiana su enfermedad, e incluso sa-
bía prescindir de algunos alimentos para dárselos a un hermano suyo
más necesitado.
Con frecuencia su temperatura se elevaba sobre los cuarenta gra-
dos. De sus últimos momentos apenas nos quedan detalles.
Tal vez la enfermedad fuera una tuberculosis, efecto de la penu-
ria alimenticia, precisamente en el período de crecimiento.
Su vida se extinguía el 2 de mayo de 1938, en el Hospital del
Rey (26).
(23) Septién Agustín: Ms. 1.015, fol. 1.
(24) Septién Benito: Ms. 1.017, fol. 1 v.°
(25) Septién Agustín: Ms. 1.015, fol. 1.
(26) Septién Benito: Ms. 1.017, fol. 1 v.° y 2; Septién Agustín: Ms. 1.015, fol. 1; véase tam-
bién, Alcántara Felipe: o. c., pág. 32.
— 464 —

45.7 Page 447

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6. D. MANUEL GARCÍA, novicio clérigo
Al estallar la guerra acababa de ingresar en el noviciado de Moher-
nando.
A pesar de sus pocos años, fue llevado con todos a la cárcel de
Ventas. Más tarde pasó por San Antón y Duque de Sexto.
Las privaciones sufridas provocaron en él una tuberculosis galo-
pante. Al salir de la cárcel fue trasladado a un sanatorio.
En él murió el 7 de marzo de 1938 (27).
(27) Alcántara Felipe: o. c., pág. 32.
— 465 —
30.—

45.8 Page 448

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2* Víctimas de las armas
1. D. SEBASTIAN HERNÁNDEZ CASADO, novicio clérigo
Acababa de comenzar el noviciado al estallar los sucesos de julio.
Con la comunidad de Mohernando fue trasladado a Madrid, el 3
de agosto. En la Dirección General de Seguridad, en lugar de llevarle
a la cárcel de Ventas, fue enviado, por menor de dieciséis años, al co-
legio noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Gri-
ñón, en la provincia de Madrid.
Después del asalto y saqueo de dicho centro, el Frente Popular
había concentrado en él a los jóvenes aspirantes de diversas congrega-
ciones religiosas que tenían sus familiares en la zona nacional (1).
Al constituirse aquel sector en frente de batalla, los muchachos fue-
ron trasladados a la capital; al poco tiempo, de Madrid a Valencia y, de
allí, a Barcelona. Llegaban a esta capital el 3 de diciembre.
Sebastián, en una carta a sus hermanos, les comunica veladamente
que permanecieron tres meses en las Escuelas Salesianas de Sarria, in-
cautadas por los milicianos (2).
En Barcelona, el grupo de jóvenes fue desmembrándose rápidamen-
te; algunos se alistaban en el frente con la sana intención de pasarse
al territorio nacional.
Sólo cuatro quedaron en condiciones de protegidos, a causa de su
minoría de edad. Eran: Pedro Hernaiz, Agustín Cardero, Juan José Mo-
reno y Sebastián Hernández (3).
Continuando la misma vida de protegidos pasaron a trabajar a una
granja, en Masnou, pueblo de la provincia. Más tarde, con algunos com-
pañeros más, fueron enviados a Barcelona, a una representación de
la misma granja.
(1) Alcántara Felipe: o. c., pág. 32; García Suazo Miguel: Ms. 845, fol. 1 v.°; Moreno Martí-
nez Juan José: Ms. 943, fol. 1; Pintado José: Ms. 950, fol. 1; Hernández Luis: Ms. 872, fol. 1.
(2) Carta de Sebastián s/d. Ms. 880; García Suazo Miguel: Ms. 845, fol. 2.
(3) Moreno Martínez Juan José: Ms. 872, fol. 1.
— 466 —

45.9 Page 449

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Por este tiempo envió las primeras noticias a la familia, por me-
dio de la Cruz Roja Internacional. Y entonces, su hermano Luis, sale-
siano, pudo ponerse en contacto epistolar con él, a través de la casa
salesiana de Marsella; don Modesto Bellido servía de intermediario.
En su nueva residencia fueron muy considerados por su educa-
ción.
Sebastián despuntaba por su buen humor y simpatía. Era el alma
y la alegría del grupo de cautivos. Derrochaba valentía y optimismo
para buscarles el sustento necesario, y los mantenía siempre enterados
de las buenas noticias de la España Nacional. Tenía entrada libre en
casa de los señores de la granja y empleaba su audacia, a veces temera-
ria, para escuchar la radio (4).
Las continuas derrotas que sufría el ejército rojo obligan a sus je-
fes a verificar numerosas llamadas a quintas.
Al ser movilizado el reemplazo del 41, los cuatro jóvenes se pre-
sentan en la Caja de Reclutas, y quedan enrolados en la 104 Brigada
Mixta, Batallón 416.
Desde el primer momento manifestaron deseos de fugarse a zona
nacional. Tal era el fin de su alistamiento. La idea de pasarse era una
obsesión colectiva, además de particular.
El 28 de abril de 1938 salía de Barcelona, y el 5 de mayo ya es-
taban en el frente de batalla, por las cercanías de Sort y Tremp, en Lé-
rida.
Pensaban de continuo en la posible fuga; pero desistieron por el
momento. Lo consideraban demasiado expuesto; se hallaban en la lí-
nea del frente e ignoraban su formación y situación (5).
En días posteriores fueron trasladados a la frontera de Andorra,
por Lérida, en los alrededores del pueblo de Civis.
En este puesto se les presentó más factible la esperada huida. Y
tras un pequeño estudio del terreno, los cuatro jóvenes deciden co-
rrer la aventura.
Escogen la noche del 27 de junio.
Por estas fechas Florencio Fariñas, compañero de aspirantado de
Sebastián, recibió una carta suya. Contraseñadamente le descubría la
anhelada fuga con estas palabras: "Nos vamos al baile" (6).
(4) Hernández Luis: Ms. 871, fol. 1; Ms. 873, fol. 1.
(5) Cardero Agustín: Ms. 766, fol. 1; Moreno Martínez Juan José: Ms. 872, fol. 1 v.°; Fariñas
Florencio: Ms. 813, fol. 2; García Suazo Miguel: Ms. 845, foi. 2 v.°
(6) Cardero Agustín: Ms. 766, fol. 1; Ms. 767, fol. 2; Moreno Martínez Juan José: Ms. 943,
fol. 1 v.°; Fariñas Florencio: Ms. 813, fol. 2.
— 467 —

45.10 Page 450

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Cedamos el relato a uno de los fugitivos supervivientes.
"Escogimos para ello una noche en la que uno de nosotros ha-
cía servicio de imaginaria. Emprendimos la marcha por donde nos pa-
reció más conveniente.
Al amanecer del nuevo día, nos encontramos frente a un río que
nos desorientó (más tarde pude comprobar que habíamos cruzado la
frontera). Por temor a introducirnos más en zona roja, retrocedimos.
A media mañana llegamos a un poblado, que ignorábamos total-
mente si era de España o de Andorra. Prudentemente nos camufla-
mos, observando todo aquello que podía darnos una pista, como ha-
bría sido el toque de campanas de la torre de la iglesia, que divisába-
mos perfectamente y hubiéramos oído sin dificultad.
Al finalizar el día continuábamos con la misma desorientación.
Tratamos de salir del paso, dividiéndonos dos por cada parte, para
reunimos nuevamente en el mismo lugar, con los detalles que hubié-
ramos adquirido. En caso de encontrarnos con alguna persona, si era
civil, debíamos preguntarle por el nombre del poblado y la situación
fronteriza. Así lo llevamos a cabo, y nos separamos.
Sin duda alguna, a aquellas horas ya debían haber dado la voz de
alarma por dichos parajes. No tardamos en darnos cuenta del peli-
gro que esto ofrecía; y, animando a mi compañero, volvimos los dos
en busca de Sebastián y Pedro, al lugar donde nos habíamos separa-
do. Nuestra búsqueda no tuvo éxito, pues a pesar de nuestras llama-
das en voz alta (lo que significaba un nuevo peligro para nosotros), no
fuimos contestados, ni los volvimos a ver, presintiendo ya el temible
desenlace.
Cardero y yo, apesadumbrados, esperamos que la noche cubriera
con su negro manto aquellos lugares, y, sin reparar en el peligro, atra-
vesamos el poblado, escalando la montaña frente a la que habíamos de-
jado a nuestros amigos. En la cima se hallaba la línea fronteriza de
Andorra.
Al llegar a este territorio y explicar a un coronel de la Gendar-
mería francesa el lugar donde habíamos encontrado el río que nos
desorientó e hizo retroceder, pudimos observar que aquella zona era
de Andorra. (7)"
¿Qué había sucedido a los otros dos fugitivos?
(7) Moreno Martínez Juan José: Ms. 943, fol. 1 v.°; véase también, Cardero Agustín:
Ms. 767, fol. 1.
—— 468 ——

46 Pages 451-460

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46.1 Page 451

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Las investigaciones practicadas por la familia de Sebastián han dado
los siguientes resultados.
Al conocerse en el Batallón la fuga de los cuatro jóvenes, varias
patrullas salieron en su busca.
Parece ser que a eso de las ocho de la noche, una hora después de
la disgregación del grupo, Sebastián y Pedro encontraron a un campe-
sino y le interrogaron sobre la situación; pero resultó ser un enlace
del batallón 415, perteneciente a la misma Brigada que los fugitivos.
Y los delató.
Don Luis Hernández averiguó posteriormente que los rojos te-
nían apostados espías a lo largo de la frontera. Y los gratificaban gene-
rosamente por las denuncias de los que pretendían evadirse (8).
Inmediatamente, los condujeron a Civis, donde se encontraban apos-
tados los dos batallones.
Tras un sumarísimo proceso militar, les fue dictada sentencia de
fusilamiento. Su espíritu se mantuvo sereno ante la condena.
A eso de las cuatro de la tarde del día 28 de junio, fueron con-
ducidos a las afueras del pueblo. Frente al piquete de ejecución, Se-
bastián se despojó de su cazadora de cuero, y se la alargó a uno de los
ejecutores.
—"Toma —le dijo—, para que te acuerdes de mí, y que la dis-
frutes."
Les preguntaron cómo querían morir, si de cara o de espaldas.
—De cara —respondieron. Nosotros no somos unos cobardes.
Cayeron ametrallados, saludando brazo en alto y en sus labios el
grito de "¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba España!"
En principio intentaron formar un piquete de ejecución constitui-
do por amigos de los prófugos; pero a última hora desistieron de tal
intención.
Sin embargo, trataron de hacer más penosa su muerte. Las descar-
gas hirientes se sucedieron, buscando las partes del cuerpo menos vul-
nerables. Un testigo presencial afirma que Pedro Hernaiz recibió unas
diecisiete heridas previas a su muerte (10).
Los cadáveres fueron enterrados en el mismo lugar del fusilamiento.
(8) Cardero Agustín: Ms. 767, fol. 2; Hernández Luis: Ms. 873, fol. 1 v.°; Hernández Luis:
Ven y sigúeme, junio 1940, Sevilla, pág. 3.
(9) Cardero Agustín: Ms. 767, fol. 2; Hernández Luis: Ms. 873, fol. 3; Moreno Martínez
Juan José: Ms. 874, fol. 1; Ms. 875, fol. 1 v.°; Ms. 876, fol. 1; Hernaiz Rafael: Ms. 865, fol. 1 v.°;
Hernández Emilia, citando carta de su hermano Pablo: Ms. 866, fol. 1.
(10) Moreno Martínez Juan José: Ms. 943, fol. 1 v.°; Ms. 944, fol. 1 v.°
— 469 —

46.2 Page 452

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El hermano del Comisario del Batallón 416 y el capitán de Ametra-
lladoras del mismo se revelaron los mayores fautores de la muerte in-
mediata de los fugitivos (11).
En la ardorosa preparación del plan de fuga, Sebastián escribía
su última carta. Va dirigida a su hermano Luis y rebosa ternura y amor
para con sus padres. En ella deja entrever su huida, e infunde ánimos
a su familia en el caso de que fracasara la empresa.
"He sido destinado a no muchos kilómetros de la frontera, así que
estamos más cerca que antes... Por mí no tienes que preocuparte; pro-
curaré cumplir lo mejor posible con mi deber. Haré todo lo posible
porque tengáis pronto noticias mías, si la suerte me acompaña. Si tar-
do en escribirte, te ruego no te alarmes pronto, y menos se lo comuni-
ques a casa, hasta último caso; y si éste llega, tomadlo con serenidad,
teniendo el completo convencimiento de que ha sido por el mayor
bien de todos (12)."
Terminada la contienda fratricida, don Pablo Hernández, hermano
de Sebastián, se dirigió al pueblo de Civis. Llegaba el 9 de agosto
de 1940.
El pueblo se mostraba huraño y receloso de cualquier visitante ex-
traño que llegara a sus términos. Finalmente un carabinero salió en su
ayuda.
Los vecinos, en principio, se negaron a proporcionar datos de nin-
guna clase sobre el particular.
Pero el citado carabinero puso de manifiesto, con palabras persua-
sivas, que don Pablo no había llegado al pueblo a tomar represalias,
sino a cumplir un deber de familia.
De este modo consiguió que, en la mañana del día 10, llegasen va-
rios vecinos al lugar del fusilamiento.
Resultaba algo difícil señalar con precisión el lugar del sacrificio.
Tras una breve búsqueda dieron con el sagrado depósito.
Todos los presentes hablaban del heroísmo y valor de los dos jó-
venes y de su serenidad ante la muerte.
Los restos de las víctimas se encontraron a un metro de profundi-
dad. Yacían juntos; pero en dirección opuesta.
Depositados en un ataúd, preparado al efecto, el párroco de Arca-
bel les dio honrosa sepultura en el cementerio de Civis.
(11) Cardero Agustín: Ms. 767, fol. 2 v.°
(12) Hernández Sebastián: Ms. 884, fol. 1.
— 470 —

46.3 Page 453

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Sebastián conservaba intacta su cabellera de pelo rubio y ondulado.
Presentaba el cráneo roto; señal inequívoca de que había recibido algún
disparo en la cabeza.
Pedro denotaba mayor estatura; estaba descalzo (13).
En el archivo parroquial de Civis consta el acta de defunción de
Sebastián, extendida el 10 de agosto de 1940, después de la exhuma-
ción y reconocimiento del cadáver (14).
(13) Hernández Pablo: Ms. 874, fol. 1; Ms. 875, fol. 1-2; Ms. 876, fol. 1; Hernández Emilia:
Ms. 866, fol. 1-2, citando carta de su hermano Pablo.
(14) Obra en nuestro archivo un certificado expedido por don Fernando Parré, encargado de
la Parroquia de Civis, con fecha de septiembre de 1952. (Ms. 814, fol. 1.)
471

46.4 Page 454

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2. D. SEVERO VIDE, estudiante de Filosofía
Acababa de cursar el segundo de Filosofía cuando estalló la revolu-
ción.
Siguió la suerte de los hermanos de Mohernando. Ingresó en la
cárcel de Ventas y allí permaneció largos meses.
Al salir, su quinta estaba ya movilizada. Y se vio obligado a in-
corporarse en las filas del ejército rojo.
Mantuvo continuo contacto con los hermanos, a quienes escribía
con frecuencia.
Por abril de 1938 no se volvió a tener noticia de él.
Se supone que sucumbiera en alguna de las duras batallas de la
contienda (15).
(15) Alcántara Felipe: o. c., pág. 31.
— 472

46.5 Page 455

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3. D. VICENTE RODRÍGUEZ DEL RIO, estudiante de Filo-
sofía
1%
Pertenecía también a la comunidad de Mohernando, donde cursaba
estudios de Filosofía.
Dotado de gran espíritu de sacrificio, y de verdadero amor al tra-
bajo, daba grandes esperanzas de sí para el porvenir.
Después de varios meses de cárcel recibió la excarcelación.
Estuvo hospedado en casa de María Ortego con don Eduardo Gan-
cedo, conviviendo familiarmente entre preocupaciones y penurias.
Movilizaron a su quinta y se vio obligado a engrosar en las filas
del ejército rojo.
Cuando podía conseguir algún permiso, no dejaba de visitar a los
superiores. Su relación con ellos se mantuvo constante.
Unos días antes de la célebre batalla de Brúñete fue a Madrid; y
aprovechó para confesarse con don Alejandro Vicente.
En Brúñete se libró una terrible batalla. Las tropas gubernamenta-
les se apoderan del pueblo, en un terreno conquistado que se extiende
a quince kilómetros de anchura y doce de profundidad.
El ejército nacional, desbordado, retrocede a costa de grandes pér-
didas. Sus unidades quedan diezmadas.
Después de dos semanas de lucha, se reconquista Brúñete, o me-
jor dicho, las ruinas de lo que fue Brúñete.
Los gubernamentales cuentan veinticuatro mil muertos; doce mil
los nacionales (16).
Entre estas bajas se incluye Vicente Rodríguez.
Era el 13 de enero de 1939 (17).
(16) Roux Georges: o. c., pág. 216-217.
(17) Alcántara Felipe: o. c., pág. 32; Rodríguez Leopoldo: Ms. 980, fol. 1.
— 473 —

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4. D. JOSÉ IGLESIAS RODRÍGUEZ, clérigo trienal
Pertenecía a la comunidad de Salamanca; pero pidió hacer ejerci-
cios espirituales en Mohernando, donde le cogió el Movimiento.
Le tocó sufrir la terrible odisea de los hermanos de esta comuni-
dad, y finalmente fue a parar a la cárcel de Ventas de Madrid.
Al recibir la excarcelación se albergó en una casa donde encontró
cierto peligro moral. Salió airoso. Pero la policía, en uno de sus fre-
cuentes registros, detuvo a los inquilinos. Inmediatamente fueron con-
ducidos a la checa de Atocha.
Salió de esta prisión para enrolarse en filas. Su quinta había sido
movilizada (18).
Al principio, pudo esquivar peligros por haber ingresado en el gru-
po de "milicianos de la cultura". Pero cuando arreciaron las derrotas
del ejército rojo, quedó incorporado al frente del Ebro.
Las últimas cartas que se recibieron de él datan de marzo de 1938.
Se supone que caería en uno de los ataques de aquella sangrienta
campaña (19).
(18) Alonso Emilio: Ms. 701, fol. 4-5; Alcántara Felipe: o. c., pág. 37.
(19) Alcántara Felipe: o. c., pág. 37.
— 474 —

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5. RVDO. D. RAFAEL OJANGURE1V URQUIZA
Pertenecía a la comunidad del colegio de San Matías de Vigo.
Al iniciarse el Movimiento, se ofreció generosamente como capellán
militar, en el ejército nacional.
Ejerció su ministerio en varios frentes de batalla.
El 23 de mayo de 1937 se encontraba en las Navas del Marqués,
provincia de Avila. Al salir de su chabola, una granada disparada des-
de el campo gubernamental estalló a sus pies, y le arrancó la vida.
Rindió el homenaje de su vida a la Virgen Auxilio de los Cristianos
la víspera de su fiesta (20).
(20) ídem, págs. 37-38.
— 475 —

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6. D. AMADOR PEÑA MARTÍNEZ, clérigo trienal
El día 23 de julio de 1936 emitía en Mohernando la profesión per-
petua. Acababa de cumplir el servicio militar reglamentario.
Acompañó a los hermanos en la angustiosa tragedia, hasta entrar en
la cárcel de Ventas.
Recibió la excarcelación al cabo de ocho meses.
Al hallarse en libertad vio movilizada su quinta. Y de nuevo lo te-
nemos enrolado en las filas del ejército rojo.
Aprovechando una feliz oportunidad se pasa al campo nacional.
Inmediatamente logra un permiso y vuelve al colegio de Salaman-
ca para saludar a los Superiores.
Reclamado de nuevo partió para el frente.
El día 21 de septiembre de 1938 un avión enemigo volaba por
encima de su campamento. Dejó caer al desgaire una bomba y vino a
estallar en medio de un grupo en el que se encontraba Amador.
Fue la única víctima.
Sus restos descansan en el cementerio de El Toro, provincia de
Teruel (21).
(21) ídem, pág. 38.
— 476 —

46.9 Page 459

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7. D. ANDRÉS APARICIO DEL CERRO, clérigo trienal
Cumplía el trienio práctico en la casa de Astudillo (Falencia).
Los sucesos de julio le sorprendieron ocasionalmente en Santander.
A los pocos días de comenzada la revuelta, se alista en el ejército gu-
bernamental. Parte para el frente de Burgos y se cruza a las líneas
nacionales por la comarca de Cubillos del Rojo, en la provincia de
Burgos (22).
Al ser movilizada su quinta, se vio obligado a enrolarse en las fi-
las del ejército nacional. Participó en diversas acciones de guerra como
enfermero del cuerpo de la Cruz Roja. Nunca quiso llevar armas, ni
aceptar cargos oficiales; rehusó el cargo de teniente.
Escribe la última carta desde el frente de Teruel. Precisamente en
vísperas de la gran batalla. Comunicaba a sus padres su perfecto esta-
do, y revelaba buen ánimo.
A los dos días la familia recibía una comunicación del médico y
comandante del batallón. Andrés había sido herido en un pie y en el
costado. El reconocimiento de la herida había sugerido la hospitaliza-
ción. Y le condujeron al vecino pueblo de Celia.
Pero la aviación roja sorprendió al convoy, y la ambulancia quedó
totalmente deshecha. Un obús había cortado las dos piernas del he-
rido.
Entró ya cadáver en el hospital, el 22 de enero de 1938 (23).
(22) Aparicio Cipriano: Ms. 708, fol. 1.
(23) ídem, fol. 2.
—— 477

46.10 Page 460

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8. D. ANTONIO VELASCO CASTRO, clérigo trienal
Al iniciarse la guerra civil se vio precisado a tomar las armas al ser-
vicio del ejército nacional.
Recorrió varios frentes de guerra, siguiendo la marcha del ejér-
cito. Finalmente, participa en la campaña de Alfambra, en la reconquis-
ta de Teruel.
El día 22 de enero de 1938, la célebre Muela de Teruel queda de-
finitivamente recuperada por los nacionales, que arrollan en potencia
bélica a su adversario. La batalla se libró con dureza. Las víctimas fue-
ron cuantiosas por los dos campos.
Entre ellas, se contaba don Antonio. Había caído el día 21, víspe-
ra de la capitulación del famoso reducto (24).
(24) Alcántara Felipe: o. c., págs. 38-39; véase Roux Goerges: o. c., pág. 276.
— 478

47 Pages 461-470

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47.1 Page 461

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9. D. GIL DELGADO SÁNCHEZ, estudiante de Filosofía
Cursaba sus estudios en Mohernando.
Formó parte del grupo de exiliados que anduvieron errabundos por
las márgenes del río.
Todavía se encontraba convaleciente de un fuerte ataque de apen-
dicitis. Por este motivo, se le procuró inmediato albergue en el cercano
pueblo de Hita, con el coadjutor Juan Aranda.
Aranda se albergó en su casa; Gil fue recibido por don Adrián
Blas.
Mientras el coadjutor sufrió varias veces detención y encarcela-
miento por ser conocido en el pueblo, Gil pudo sortear las dificulta-
des del momento, inscribiéndose como "miliciano de la cultura".
Se ingeniaba para salir airoso de los interrogatorios a que alguna vez
era sometido. Y mantuvo a la familia que le albergaba al corriente de
las deliberaciones reservadas de los milicianos (25).
No perdió el contacto con los superiores, hasta que las tropas na-
cionales se acercaron a Hita.
El avance del ejército de Franco obligó a la evacuación del pue-
blo. Primeramente se integró en la expedición que se dirigía a Cuen-
ca. A los pocos días arregló el salvoconducto y partió para Barcelo-
na, reclamado por un hermano suyo.
Llegaba a esta capital hacia el 20 de diciembre de 1938.
Quince días más tarde, el 6 de enero de 1939, era atropellado por
un coche. Perdió la vida en el accidente (26).
(25) Alcántara Felipe: o. c., pág. 32; Blas Adrián: Ms. 744, fol. 1.
(26) Blas Adrián: Ms. 744, fol. 1; Delgado Ángel: Ms. 795, fol. 1; Alcántara Felipe: o. c.
gina 32.
— 479 —

47.2 Page 462

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QUINTA PARTE
Las Hija,*
de Marta

47.3 Page 463

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Etap
Al completar nuestra historia de estos años con la crónica de las
Hijas de María Auxiliadora (Salesianas de San Juan Bosco), es for-
zoso remontarse a la etapa anterior al 18 de julio de 1936.
En esta fecha las Hermanas de los tres colegios existentes en Ma-
drid ya no ejercían su labor docente en sus respectivos centros educa-
tivos.
Los acontecimientos acaecidos a raíz de la implantación de la Re-
pública en 1931, a tenor de la Constitución Antirreligiosa, desbocaron
sobre las hermanas el desenfreno de los extremistas. Más tarde, en
mayo de 1936, el bulo de los "caramelos envenenados" azuzó las hos-
tilidades, latentes durante un quinquenio.
Es cierto que las Hijas de María Auxiliadora no tuvieron que la-
mentar nenguna baja en Madrid, víctima del odio a la fe. Pero los su-
cesos inmediatamente precedentes al Alzamiento del 18 de julio son
más que suficientes para considerar mártires a las que se vieron expul-
sadas, apedreadas, zaheridas, arrastradas por el suelo, maltratadas y
escarnecidas hasta el derramamiento de sangre.
Es justo, pues hacer constar este testimonio en nuestra crónica, aun-
que rebase ligeramente nuestros propósitos y los límites de nuestra his-
toria, centrada en los tres años de guerra en España (1).
(1) Todo lo referente a las Hijas de María Auxiliadora está extractado de "La mejor lección".
Narracción de los episodios acaecidos a las Hijas de María Auxiliadora de las casas de Madrid
durante la "dominación roja".
Es una crónica de 77 folios, mecanografiados a doble espacio.
Comprende: 1) Unos apuntes de los orígenes de la obra de las Hijas de María Auxiliadora en
Madrid, y una relación de los sucesos de mayo de 1936, firmada, conjuntamente, por sor Juana
Vicente, sor Nieves López, sor María Miralles, sor Ana María Martí y sor Áurea Montenegro.
2) Relatos personales de los sucesos firmados respectivamente por sor Angeles Oliveros, sor Euge-
nia Sánchez, sor Julia Fernández, sor Carmen Bellver, sor Nieves López, sor Áurea Montenegro,
sor Juana Loma, sor Ambrosina Volpatí y sor Francisca Sánchez.
Están sin firmar, por fallecimiento, las relaciones de sor Luisa Sanmartín y de sor Teresa Soto.
— 483 —

47.4 Page 464

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I. Actividad educativa en Affadt*id
La actuación de las Hijas de María Auxiliadora en Madrid no co-
mienza hasta el año 1920.
La señora Condesa, viuda de Floridablanca, pensó en dotar al barrio
de Bellas Vistas de un centro de educación para la niñez y juventud fe-
menina. Bellas Vistas era una barriada suburbana, enclavada en el dis-
trito de Cuatro Caminos, mayormente obrera, necesitada de dedicación
educativa.
La señora Condesa, para llevar a cabo su proyecto, solicitó la ayuda
de las Hijas de María Auxiliadora. Sor Emilia Fracchia, Provincial de
la Inspectoría Española, aceptó la fundación, y envió a tres Herma-
nas para ejercer tan difícil encomienda: Sor Rosario Muñoz, como di-
rectora, sor Concepción Lafuerza y sor Juana Vicente.
Sor Rosario desempeñó su cargo por espacio de nueve años. La
sucedió sor Concepción, y pasado el sexenio, tomó el cargo sor Juana
Vicente.
Se inició la obra con dos reducidos chalets. En uno se instalaron las
clases, comedor y cocina; en el otro los dormitorios. Las penurias y es-
caseces constituyeron la característica de aquella fundación primeriza.
La obra se irá conociendo gracias a la actividad de la señora Con-
desa de Floridablanca. Y se da comienzo a la construcción de la pri-
mera parte de la casa. Constaba de dos plantas, dedicadas en su mayor
parte a dependencias escolares, para Primera Enseñanza.
Los domingos se implantará también la obra del Oratorio Festi-
vo, al que asiste un crecido número de niñas. Se les enseña la Reli-
gión y se les prepara para recibir los sacramentos. Algunas comienzan
por recibir el Bautismo.
Pero los elementos de izquierdas de aquel sector no miraban con
buenos ojos el apostolado que realizaban las Hermanas.
La proclamación de la República, en 1931, en su revolución pací-
fica, se abre con promesas y buenos deseos de paz, orden y respeto.
— 484 —

47.5 Page 465

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Pero el 8 de mayo el Gobierno dicta un decreto reduciendo la en-
señanza religiosa en los centros dependientes del Ministerio de Instruc-
ción Pública.
El 10 estallan los primeros desórdenes en Madrid.
El 11 se producen en la capital los disturbios, que pronto se con-
vierten en motín. Durante toda la mañana, una manifestación mons-
truo reclama la expulsión de los obispos y la disolución de las congre-
gaciones religiosas.
Pero antes del mediodía, la multitud, bruscamente sobreexcitada,
se lanza al asalto de los conventos. Once de ellos son atacados al mis-
mo tiempo, a pesar de hallarse en barriadas muy alejadas unas de otras.
El colegio de María Auxiliadora de Villaamil es incendiado. Las
Hermanas salieron incólumes, y fueron recogidas en domicilios de bien-
hechores. En esta situación permanecieron varios días.
El colegio había quedado muy deteriorado del incendio; pero no
destruido. La señora Condesa de Floridablanca emprendió de nuevo
la restauración del inmueble; se hacía preciso continuar la labor do-
cente.
Entre tanto, se alquiló un local provisional en el número 31 de la
calle Francos Rodríguez, donde se abrió un nuevo colegio, y se cons-
tituyó en residencia habitual de las Hermanas. A este nuevo centro
educativo se le denominó colegio de Concepción Arenal.
En noviembre de 1932 se concluyeron los trabajos de reconstrucción
del centro de Villaamil. Dos Hermanas se destinaron a él: sor Carmen
Bellver y sor Francisca Sánchez. Eran desconocidas en el barrio y po-
dían ejercer libremente su magisterio, camufladas bajo la apariencia
de maestras seglares. Poco a poco se fue incrementando la comunidad
hasta siete Hermanas (2).
Esta comunidad carecía de carácter autónomo; dependían de la
Directora, sor Concepción Lafuerza, que convivía en Francos Rodrí-
guez con las otras siete Hermanas que atendían al colegio de Concep-
ción Arenal (3).
(2) Sor Josefa Rufas, sor Angeles Oliveros, sor Eugenia Sánchez, sor Dolores Herrero, sor Car-
men Bellver, sor Julia Fernández y sor Francisca Sánchez.
(3) Sor Juana Vicente, sor Teresa Soto, sor María Miralles, sor Nieves López, sor Luisa San-
martín y sor Ana María Martí.
— 485 —

47.6 Page 466

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Además de estos dos colegios, funcionaba, desde 1927, otro centro
educativo en la Ventilla, barriada del suburbio de Tetuán de las Vic-
torias. Se denominaba Escuelas de Nuestra Señora del Pilar. Era una
fundación de la señora Marquesa de Torralba de Calatrava, por media-
ción del jesuita padre Rubio. Ejercía de Directora del centro sor Am-
brosina Volpati.
Los acontecimientos de 1931 prendieron en este barrio con la mis-
ma virulencia que en Bellas Vistas.
Inmediatamente al estallido de los primeros desórdenes el día 11
de mayo, las madres de las alumnas se volcaron en la protección de
las Hermanas. Les proporcionaron vestidos de seglar y las acogieron
en sus domicilios.
Pasada la medianoche, las turbas extremistas se lanzan a incen-
diar el colegio. La voz de fuego recoge el barrio, y todos los vecinos
se levantan, decididos a sofocar el incendio. El colegio quedó custodia-
do por los padres de las alumnas, los traperos de La Ventilla. Caso
insólito y único en el Madrid incendiario.
El 19 de noviembre de 1933 se proclaman en España unas elecciones
generales, que conceden la victoria a los diputados de derechas.
La nueva Cámara toma inmediatamente una serie de decisiones ten-
dentes a la pacificación interior: aplazamiento del cierre de las escuelas
confesionales, suspensión de varias prohibiciones religiosas, amnistía
para los presos políticos...
La vida española va normalizándose.
Apoyadas en esta tranquilidad, las Superioras acuerdan aunar las
dos pequeñas comunidades de Villaamil y Concepción Arenal; y todas
las Hermanas pasan a residir al nuevo colegio de Villaamil. Conservan,
sin embargo el vestido seglar.
El curso de 1935-1936 es nombrada directora de la comunidad sor
Juana Vicente. Las clases comienzan con normalidad. Seis Hermanas
se desplazan todos los días al colegio de Concepción Arenal, donde
existe una matrícula de doscientas niñas en clases de Primaria. Tam-
bién se imparten clases de Mecanografía, Taquigrafía, Música y Fran-
cés. Otro grupo de niñas se preparaba para su ingreso en el Bachille-
rato.
El colegio de Villaamil contaba una matrícula de cuatrocientas alum-
nas, todas completamente gratuitas. Sesenta acuden a clases comple-
mentarias vespertinas; y unas noventa a las nocturnas. El Oratorio
— 486 —

47.7 Page 467

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Festivo recibe, cada domingo, a quinientas niñas y jovencitas, la ma-
yoría entre los catorce y veinte años.
Este mismo curso se establece la Asociación de Antiguas Alumnas,
abriéndose con la inscripción de doscientas sesenta y ocho jóvenes.
El colegio figuraba como dependiente de la Asociación de Padres
de Familia.
El 4 de enero de 1936, el presidente de la República, Alcalá
Zamora, decide disolver la Cámara. Las nuevas elecciones se celebrarán
el 16 de febrero. El escrutinio arroja un resultado a favor del Fren-
te Popular.
Al día siguiente, se producen desordenadas manifestaciones en todo
el país.
Durante dos meses, del 16 de febrero al 16 de abril, el colegio
de Bellas Vistas se ve custodiado por una pareja de la Guardia Civil.
Todos los días se destacaban dos números para contener preventivamen-
te cualquier agresión inesperada de la gente del barrio, que acentuaba
cada vez más sus hostilidades contra la comunidad; sin que por eso
dejaran de enviar sus hijas al colegio.
Algunas familias se habían ofrecido incondicionalmente para reci-
bir a las Hermanas en sus domicilios, si se veían precisadas a abando-
nar la casa.
, El día 4 de abril, miembros de las Juventudes socialistas matan
a un alférez de la Guardia Civil. El 16, con ocasión del entierro, al-
bañiles, desde lo alto de sus andamios, hacen fuego sobre el cortejo
fúnebre. Hay muertos y heridos.
Con motivo de este incidente, la guardia que custodiaba el colegio
es retirada. Varios padres de familia se presentan para suplirlos duran-
te la noche.
— 487 —

47.8 Page 468

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2* Los trágicos sucesos cíe TUnyo
El 1 de mayo se celebran en España las manifestaciones ritua-
les. Cuarenta y ocho horas más tarde circula por Madrid el rumor de que
"los frailes y las monjas reparten caramelos envenenados a los niños".
El rumor acusador se difunde por todos los barrios de la ciudad
como un reguero de pólvora. Y la muchedumbre se lanza sobre los sacer-
dotes, las iglesias y los conventos.
El día 4, lunes, amanece tranquilo.
A media mañana llegan al colegio de Villaamil rumores de un in-
tento de incendio de la parroquia de Nuestra Señora de los Angeles, so-
focado prontamente por los bomberos.
Las clases habían dado comienzo a su hora, sin que se notase dis-
minución de asistencia, en ninguno de los dos centros educativos. Sin
embargo, sobre las 11 de la mañana, varias madres llegan al colegio
de Francos Rodríguez a buscar a sus hijas, y notifican a las Hermanas
rumores poco tranquilizadores. En Villaamil no se produce alteración
en el horario; las alumnas salen de clase a las doce como todos los
días.
Las Hermanas que a esta hora regresaban de Francos Rodríguez se
percatan ya de la efervescencia reinante en la barriada.
Se llama al Cuartel de la Guardia Civil y a la Comisaría del Dis-
trito para pedir protección. Solamente se obtienen palabras vanas; na-
da existe en concreto en que se pueda confiar.
Una antigua alumna llega al colegio con el aviso de que se prepa-
ra un incendio en las cercanas Escuelas del Ave Maña.
Se vuelve a pedir protección a la fuerza pública; pero con el mis-
mo resultado. Varias jóvenes y señoras del barrio interceden ante la
Dirección de Seguridad; pero no consiguen nada. Personas de bien instan
a las Hermanas a abandonar el colegio; pero ellas estaban decididas a
no hacerlo más que por la fuerza. Y se espera a ver el rumbo que toman
los acontecimientos.
— 488 —

47.9 Page 469

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El primer síntoma alarmante lo constituye una columna de humo que
se eleva de las Escuelas Parroquiales, lindantes con el patio del cole-
gio. Es la voz de alerta más eficaz. Las Hermanas se preparan para aban-
donar la casa.
Pero ya es tarde. Una turbamulta tenía acordonado el edificio.
Los primeros, trepando por los árboles, ganaban la tapia. Las re-
ligiosas piensan escapar por la parte trasera de la casa; la puerta del
teatro tenía salida a un campo abierto. Pero también estaba ocupada.
Los asaltantes, salvada la tapia, arrancan la tela metálica que pro-
tegía las ventanas del bajo y allanan arrolladoramente la portería, en
el momento en que se telefoneaba por última vez a la fuerza pública.
La puerta del teatro también cedió a los embates de la turba, esperaba
la salida de las religiosas.
Un grupo compacto de muchachos, jóvenes, hombres y mujeres
irrumpe en el local. La Hermana Directora se encara con el cabecilla y
le exige explicación por el atropello. La respuesta fue autoritaria: "Que
la República necesitaba locales higiénicos para sus escuelas, y que, en
su nombre, venían a incautarse del inmueble.
La Hermana insiste en que el edificio pertenecía a un Patronato y
que las escuelas, legalmente reconocidas, dependían de una junta de
Padres de Familia; que debían dirigirse a tales entidades.
Fuera, la chusma amotinada gritaba: "¡Que salgan, que salgan! ¡A
matarlas!" Y gesticulaban hacia dentro, amenazando a las religiosas.
Durante la discusión, los que habían penetrado en el local, amon-
tonaron las sillas para prenderles fuego. Las Hermanas fueron empuja-
das hacia el exterior. La visión que se abrió a sus ojos fue aterradora.
El campo era un hormigueo de personas agitadas y frenéticas.
Apenas trasponen la puerta, comienzan a llover piedras; las prime-
ras yerran el blanco. Los más próximos se avalanzan sobre ellas; y las
empujan, sacuden y bandean despiadadamente. La pedrea arrecia, bus-
cando acertadamente el blanco. Una piedra alcanza a la Directora en
la espalda; otra hiere a una Hermana en la cabeza, produciéndole san-
gre.
La comunidad intenta aprovechar la confusión de los primeros mo-
mentos para huir a la desbandada.
Sor Francisca Sánchez se escabulle en dirección al barrio llamado
de La Bamba, por la calle Villaamil abajo. Pide ayuda a una casa y
se la niegan. Pero la madre de una antigua alumna la esconde en su
domicilio.
— 489 —

47.10 Page 470

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Lo mismo sucede con sor Teresa Soto. Burlando a la portera de una
casa logra llegar hasta el último piso, donde es primero rechazada y
luego aceptada por una señora; la encerró en su casa, y ella se en-
caró con la portera y la chusma que perseguía a la religiosa.
Sor Luisa Sanmartín echa a correr, pero es descubierta; salen en
su persecución y la tiran al suelo. Piedras, patadas y puñadas caían so-
bre ella; la cogen de los pies y la arrastran por la calle. Otras mujeres
tiran de los pelos y golpean con piedras la cabeza, y espalda de la Her-
mana. La madre de una alumna intenta hacerla subir a un tranvía,
pero el conductor lo impide violentamente. La obligan a abrazarse a
un poste de la luz, y reclaman a gritos gasolina para quemarla viva.
Varias antiguas alumnas la recogieron ya casi sin sentido y la conduje-
ron al Hospital de la Cruz Roja.
Sor Julia Fernández también intentó la fuga. Un hombre la alcan-
za y la pone en manos de unas harpías que la vejan con empellones, pa-
tadas y manotazos. La cogen de los cabellos, la tiran al suelo y le gol-
pean la cabeza contra los adoquines de la calle, hasta producirle san-
gre. Luego la agarran de los pies y la arrastran por el suelo, sin de-
jar de propinarle patadas. Unos caramelos encontrados en sus bolsi-
llos son motivo para redoblar los golpes, acompañados de insultos y
blasfemias.
La intervención de un guardia de Seguridad la puso a salvo.
Sor Angeles Oliveros también perdió de vista a las demás Herma-
nas, arrastrada por una turba de mujeres. Sobre ella caían también los
más enconados insultos y vejaciones. Fue librada por la intervención
del guardia de Seguridad.
Sor Eugenia Sánchez se vio inmediatamente agredida. Intenta unir-
se a otra hermana que se metió en un portal, pero un hombre la de-
tiene y la proyecta contra la pared. Puñetazos en la cara, tirones de
pelo, golpes a mansalva. La religiosa cae al suelo, y durante un buen
rato no puede moverse por la avalancha que le vino encima. Y se
redoblan los golpes y las patadas. Una buena señora conocida, doña Mar-
garita Cobos, la ayuda a llegar a un coche de guardias de Asalto. To-
davía las mujeres intentan impedir que monte en el vehículo. Pero
los guardias la recogen y la conducen a la Casa de Socorro.
El resto de las Hermanas, en grupo, quedan a merced de la gente.
Sor Áurea Montenegro se ve sujeta por un individuo alto y fornido que
le lanza medio ladrillo a la frente.
Acosadas, buscan refugio en un callejón sin salida; adivinan la en-
— 490 —

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cerrona y logran escapar, intentando alcanzar la calle de Francos Rodrí-
guez. Al salir del callejón una mujer esperaba a las víctimas con un
martillo en la mano. Sor María Miralles se percata, se adelanta al gru-
po, y con un movimiento brusco, le arrebata el martillo y lo arroja le-
jos de sí. Inmediatamente se siente cogida por el pelo. Y comienza un
juego en el que las religiosas se ven traídas y llevadas por sus cabellos
a capricho de las turbas.
Sorteando embates y sufriendo vejámenes, alcanzan la calle de
Francos Rodríguez donde esperaban hallar alguna casa que las acogie-
ra. Pero todas las puertas se cerraban a su paso. Ni siquiera quienes les
habían brindado su domicilio en caso de peligro salieron en su ayuda.
El miedo podía más que cualquier sentimiento humanitario.
Cesaron las piedras y comenzó el ataque cuerpo a cuerpo. Los hom-
bres colocaban sus patadas donde podían; las mujeres trataban de ha-
cerlas caer al suelo con tirones de pelo. A sor Josefa Rufas, ya ancia-
na, la arrastran varias veces por la calle y un niño se sube sobre su
cuerpo y le patea encima.
A cada intento de levantarse por parte de las religiosas correspon-
día una lluvia de patadas, bofetones, puñetazos, tirones de pelo, que las
hacía caer de nuevo. Sor Josefa Rufas, en el suelo, chorreaba sangre.
Sor Áurea se levanta frenética, agarra al hombre que sujetaba a la Her-
mana y le increpa: "¿No ve que es una anciana? ¡Déjela, por piedad!"
La respuesta fue una bofetada, que dio con ella en tierra.
Este martirio se prolongó a lo largo de Francos Rodríguez, hasta
el colegio de los salesianos. Solamente una persona defendía a las re-
ligiosas. Se trataba de la antigua alumna, Ramona Martín. Con peli-
gro de su vida, no se separó un momento de las Hermanas, procuran-
do apartar de ellas a las turbas. También ella recibió golpes e insul-
tos, sin lograr su empeño.
La saña más enconada se desfogó sobre la Hermana Directora. Por
llevar en Madrid todo el tiempo de la fundación era muy conocida en
todo el barrio. En una de sus caídas la descalzaron; el abrigo se lo arran-
caron a jirones; solamente le quedó una tira colgando y el forro de
una manga. Sangraba por boca y nariz de los golpes recibidos. Un
hombre la sujetó por la nuca y la abofeteó sañudamente con una al-
pargata de goma.
Sor María Miralles y sor Ana María Martí intentaron refugiarse en
una casa, pero se les obligó a salir.
A varias Hermanas les arrancaron los crucifijos del cuello, y, ele-
— 491 —

48.2 Page 472

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vándolos en alto, los escarnecían. A las vejaciones de hecho se unían
insultos soeces. Y entre los gritos de las mujeres se destacaban algunas
imprecaciones blasfemas: "¡Anda, sufre por Cristo!" "¡No decías que
hay Dios? Pues andad, ¡que Dios os salve!" No faltó quien intenta-
ra sacarles los ojos.
A pesar de las insistentes llamadas a Comisarías y Cuarteles, nin-
gún agente de la Autoridad había aparecido en todo el luctuoso tra-
yecto para restablecer el orden y proteger a las religiosas. Varios lo
hicieron como meros espectadores curiosos. Uno de ellos se encaró con
las Hermanas:
—Pero, ¿por qué han hecho ustedes eso?
—¿Qué es eso?, preguntó sor Áurea extrañada.
—Eso de matar a las criaturas.
—Pero hombre —apostrofó la religiosa—. ¿Es posible que usted
también crea esas estupideces?
Por fin, un piquete de la Guardia Civil a caballo desembocó por
la calle Jerónimq(_Llorente. Al verlos, la multitud tiene un momento de
vacilación y se repliega hacia la calle Bravo Murillo. Pero fue un mo-
vimiento pasajero; inmediatamente reaccionan y les hacen frente. No
existió choque violento. Los guardias amenazan, pero con suavidad; se
contentan con retener en las aceras a los amotinados.
Una Hermana, aprovechando la oportunidad, empuja a la Direc-
tora y a sor Josefa Rufas al centro del piquete, por entre los caba-
llos. Las turbas pretenden todavía infiltrarse por entre los guardias para
continuar sus vejámenes. Pero los agentes logran contenerlas.
El aspecto de las Hermanas, agrupadas ya todas entre los caba-
llos, era lamentable. Protegidas de las insistentes acometidas del pue-
blo, arriban a la calle Bravo Murillo. Una ambulancia de la Cruz Roja
se detiene para recoger a las religiosas. Pero la chusma grita que, si
suben, quemarán el coche. Las Hermanas prefieren continuar hasta la
cercana comisaría de Juan de Olías. Las turbas, contenidas, gritaban
desaforadamente: "¡U. H. P.!" Al ritmo de esta cantinela alcanzan el
centro policial.
En la comisaría, aunque despreocupadamente, las atienden.
Todas las Hermanas presentaban contusiones en el cuerpo; y algu-
nas, heridas en la cabeza por pedradas, magullamientos, distensiones,
heridas producidas por instrumentos cortantes, conmoción nerviosa...
Les efectuaron las primeras curas de urgencia y las invitaron a des-
— 492 —

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cansar. A los sufrimientos físicos se añadía la angustia, por ignorar la
suerte de las Hermanas separadas del grupo.
Estas se hallaban a buen recaudo. Las que habían encontrado un
domicilio amigo en el mismo barrio permanecieron en él hasta el ano-
checer. Las recogidas por los guardias de Asalto recibieron las prime-
ras curas en la Casa de Socorro, de donde las remitieron al Hospi-
tal para un examen más detenido.
Atenuada la virulencia de la persecución, se presentaron en la Co-
misaría varias personas para recoger a las Hermanas.
Los señores condes de Gamazo condujeron a su domicilio a la Her-
mana Directora, a sor Nieves López y a sor Ana María Martín. Al
arrancar el coche, gentes que todavía rondaban los alrededores inten-
taron bloquear el vehículo; pero una impetuosa arrancada cercenó el in-
tento.
Don Ángel García de Vinuesa recogió a las demás Hermanas en
su casa, en donde las cuidaron con verdadero cariño. A este domicilio
llegó más tarde sor Carmen Bellver, una de las dispersas.
Sor Teresa Soto, sor Luisa Sanmartín y sor Francisca Sánchez re-
cibieron cordial acogida en el apartamento de don Juan Marín.
El colegio de Villaamil, no obstante los estragos que el fuego pro-
dujo, se lo apropió la U. G. T. para instalar un cuartel de milicias so-
cialistas; y, más tarde, la F. A. I. establece un Ateneo Libertario y es-
cuelas racionalistas "para resolver el problema escolar creado en Cua-
tro Caminos por la huelga de frailes y monjas" (4).
La furia callejera del 4 de mayo también alcanzó al colegio de La
Ventilla.
A media mañana, varias mujeres, alarmadas por los desórdenes de
Cuatro Caminos, llegaban al centro escolar a recoger a sus hijas; y
enteraron a las Hermanas de lo delicado de la situación.
Sor Ambrosina Volpati comunica telefónicamente con Villaamil
para aconsejar a sor Juana Vicente que abandonen la casa; pero recibe
la sorpresa de que el colegio se encuentra acordonado.
Repetidas llamadas a la Guardia Civil obtuvieron un resultado ne-
gativo.
Un inmenso gentío, enarbolando banderolas rojas, se iba agolpan-
do ante el colegio de La Ventilla.
Preventivamente las Hermanas cierran puertas y ventanas, y sueltan
(4) Arrarás Joaquín: o. c., vol. IV, tomo 18, pág. 604.
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por el patio a un gran perro lobo que guardaba la casa. Nadie por el
momento intenta saltar las tapias. Fuera, la chusma vociferaba contra
las religiosas.
Un grupo de muchachos, portando latas de gasolina, se decidep a
prender fuego al edificio. En ese preciso momento, una camioneta con
varias unidades de Asalto se detienen a las puertas del colegio. Las
madres de las alumnas interceden a favor de las religiosas. Los guardias
bajan del coche y mantienen a raya a los incendiarios, que renovaban
reiteradamente sus intentos.
Poco después llega otro piquete de guardias a caballo, que rodean
el colegio.
Los ánimos se iban serenando; pero no era prudente permanecer
dentro del edificio; desde luego, hubiera sido suicida pernoctar en el
colegio.
A eso de las nueve de la noche, dos autocares llenos de hombres
frenan frente a las puertas de la casa. Y se oye aporrear la puerta. Los
recibe el oficial de Asalto. Preguntaban por la Superiora.
Sor Ambrosina, acompañada de sor Francisca Muñoz, bajarí al sa-
lón y se enfrenta a los visitantes. Vienen a que se les haga entrega del
colegio, mediante la firma de una escritura de incautación. La Directora
protesta que el inmueble pertenece a un particular que lo había cedido
en beneficio de las niñas pobres, y que las religiosas no pueden dispo-
ner de él.
Un ademán significativo del que ejercía de secretario, que gozaba
de buena reputación entre las Hermanas, hizo comprender a la Supe-
riora la ventaja de acceder a la demanda. Se firmó la escritura, y las
Hermanas abandonaron el colegio.
Al despedirse la Directora, el padre de una alumna le insinuó: "Esta
noche, aunque usted no lo crea, hemos salvado el colegio". Parece
ser que en el Ayuntamiento de Chamartín se había convocado una re-
unión en la que se abogó por conservar el inmueble. "Los padres de
nuestras alumnas —confiesa sor Ambrosina—, aunque muy rojos, apre-
ciaban la labor que se hacía con sus hijas."
La comunidad se reunió en casa de los señores Marqueses de Vi-
llar, que cedió todos los servicios de su palacio a disposición de las
Hermanas.
494 —

48.5 Page 475

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Etapa bélica
Después de los sucesos de mayo, resultó imposible volver a reanu-
dar las actividades docentes en ninguno de los tres colegios de las Hi-
jas de María Auxiliadora.
Las Hermanas se procuraron alojamiento, acogidas en familias de
bienhechores o en pisos particulares.
Después de unos días, la comunidad de Villaamil, de acuerdo con
la Asociación de Padres de Familia, decide alquilar un piso en la calle
Ayala. En el ático del número 112 se instala el grupo de Hermanas que
permanecían en Madrid. Parte de la comunidad había sido repartida por
diversos colegios de la Inspectoría.
La comunidad de La Ventilla también consiguió un piso en la calle
del Pinar, número 8. Con la ayuda de la Guardia Civil y el secretario
de la Asociación de Padres de Familia, don Francisco Orfila, que brin-
dó generosamente su piso a las Hermanas.
En ambas se procuró organizar prontamente la vida de comuni-
dad, conforme el estado de cosas.
Las Hermanas de la calle de Ayala frecuentaban la iglesia de los
Dominicos de la calle General Porlier; y cada semana se desplazaban
al colegio salesiano de Ronda de Atocha para recibir el sacramento
de la Penitencia.
Las que vivían en la calle del Pinar lo hacían en la Basílica de
La Milagrosa.
Entre tanto, se daban algunas clases particulares a niñas que acu-
dían a los respectivos domicilios. Otras Hermanas aprovechaban el tiem-
po libre para sus estudios particulares.
Los domingos, las religiosas de Villaamil se reunían con las anti-
guas alumnas en lugares prefijados, y continuaban la labor del Orato-
rio Festivo. El acto dominical concluía con las funciones eucarísticas en
la iglesia de los padres Dominicos. Un grupo de antiguas alumnas con-
tinuó la preparación de las niñas que iban a hacer aquel año la Pri-
— 495 —

48.6 Page 476

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mera Comunión. La ceremonia se celebró el 24 de mayo, festividad de
María Auxiliadora, en la iglesia salesiana de Francos Rodríguez.
La Comunidad de la Ventilla también organizó su Oratorio Festi-
vo en los jardines y parques públicos. Las antiguas alumnas frecuenta-
ban el domicilio de las Hermanas, que procuraban atenderlas ejerciendo
el apostolado armonizable con las circunstancias.
Más tarde, las comunidades se desmembran por diversas activida-
des. Algunas Hermanas son escogidas para dirigir una colonia infan-
til; otras salen de Madrid para practicar ejercicios espirituales.
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48.7 Page 477

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i. Actividades de las Hermanas
en Madrid
La actividad de las Hijas de María Auxiliadora que permanecieron
en Madrid, estuvo íntimamente vinculada a la organización de los sa-
lesianos y a la labor apostólica de los sacerdotes.
En el piso de la calle Ayala habían quedado solamente tres religio-
sas de la comunidad de Villaamil: sor Nieves López, sor Áurea Monte-
negro y sor Luisa Sanmartín (5).
La mañana del 18 de julio de 1936, sor Nieves y sor Áurea aban-
donan la capital, acompañando a una colonia infantil. Tenía como des-
tino Avila; y la misión de las dos Hermanas era poner a las niñas en
manos de religiosas de la Caridad, encargadas de las colonias y regre-
sar a Madrid por la noche.
En Avila se enteran del Alzamiento del ejército de Marruecos. Se
les aconseja no volver; pero pesa sobre ellas la responsabilidad de la
Hermana que ha quedado sola en el piso de Ayala. Y se arriesgan a
regresar.
El viaje se efectúa con toda normalidad; pero ya se perciben sínto-
mas de la tensión reinante en el ambiente de la capital.
El día 19, domingo, se desplazan a oír misa a la iglesia de los pa-
dres Dominicos. Y se topan con un espectáculo sorprendente. Las puer-
tas del templo, abiertas de par en par; un sacerdote celebraba tranqui-
lamente la misa en el altar mayor; varios milicianos armados vigilaban
a los asistentes al santo sacrificio, y unas muchachas desaliñadas cachea-
ban a las mujeres.
También las religiosas tuvieron que someterse a la operación de
registro.
A mediodía, el dueño de la casa les comunica que los inquilinos ha-
(5) No poseemos documentación sobre la actividad de las tres Hermanas de La Ventilla que
permanecieron en la calle del Pinar: sor Purificación Montenegro, sor Ambrosia Martínez y sor Vi-
centa Calvo. Solamente conocemos que, a principios de abril de 1937, lograron salir de zona roja,
amparadas en la embajada Belga.
— 497
32.—

48.8 Page 478

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bían manifestado temor por la presencia de las religiosas en el inmue-
ble. La condición de las Hermanas era notoriamente conocida.
En esta tesitura, sor Áurea Montenegro telefonea a don José La-
saga y le pone al corriente de su situación. Don José acude a la de-
manda y coloca a sor Áurea y a sor Luisa en el domicilio de don Juan
Marín, gran bienhechor salesiano, redactor del periódico El siglo fu-
furo.
Sor Nieves se refugia en casa de su hermana.
Pero el domicilio del señor Marín ofrecía peligro para las religio-
sas; el dueño, significadísimo por su profesión, se sentía perseguido.
Otro bienhechor, el señor Gordcín, acoge a las dos Hermanas en su
casa, situada en el número 22 de la calle Velázquez. Un miembro de
esta familia era sacerdote y se encontraba refugiado en el mismo do-
micilio. La presencia de este sacerdote comportó la facilidad de cele-
brar todos los días la misa en el propio piso.
Los primeros días de la estancia de sor Nieves con su familia estu-
vieron exentos de peligro. Y se aprovechó de esta coyuntura para lle-
garse al piso de Ayala y destruir los documentos más importantes y
comprometedores.
Pero más tarde, una antigua alumna, engañando a la Hermana, se
hace con la llave del piso, se pone de acuerdo con los milicianos, efec-
túan un registro en la casa, y se llevan impunemente el mobiliario.
El día 27 de octubre, un triste suceso se cierne sobre la reducida
comunidad de Villaamil. Sor Luisa Sanmartín muere víctima de una
peritonitis, sin que fuera posible la intervención quirúrgica. En la casa
del señor Cordón la atendieron caritativamente como lo hubieran he-
cho con un miembro de la familia. Igualmente, puede ser asistida con
los auxilios espirituales por la presencia del sacerdote en la casa. En
el mismo domicilio se celebró una misa corpore insepulto, a las dos
de la noche.
El día 22 de noviembre, sor Áurea Montenegro se traslada de
domicilio. Esta vez es acogida por la familia de don Ángel García de
Vinuesa. Más tarde abandonará esta casa para buscar albergue en la
calle Almagro, con la comunidad de Clarisas de Chinchón.
El tiempo y las frecuentes salidas fueron proporcionando a las dos
Hermanas cierta confianza en sí mismas, dentro del ambiente inseguro
de Madrid. Y se propusieron entablar contacto con los salesianos.
El primer encuentro lo tienen con don Felipe Alcántara en la cár-
cel de Ventas. Por el mismo señor Inspector saben el domicilio de don
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48.9 Page 479

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Juan Castaño y don Maximino Gallego; habitaban en una pensión
en la calle de la Cruz.
Las condiciones de suciedad y miseria que encontraron en la cár-
cel de Ventas les impulsan a proporcionar ropa a los encarcelados.
De acuerdo con don Juan y don Maximino compran telas; y las re-
ligiosas del Santo Ángel, que compartían la pensión con los dos sale-
sianos, confeccionan camisas y ropa interior que se remitirán a la
cárcel.
La cohesión entre las dos religiosas y los salesianos se incrementa-
ba con frecuentes contactos; de tal manera que la ayuda que prestaron
a los hermanos fue valiosísima.
Dedicaban todo el tiempo disponible a aliviar la situación de los
presos, buscarles acomodo, y colocarles en lugares seguros, cuando re-
cibían la excarcelación.
Proporcionaban formas a los sacerdotes para el santo sacrificio y
llevaban la Eucaristía a los lugares donde los sacerdotes no podían ir,
por correr mayor peligro.
Todos los centros de irradiación salesiana tenían como enlaces a las
dos religiosas.
A la zapatería del señor Quílez llevaban y recogían los zapatos de
los salesianos, que no podían arriesgarse a salir a la calle; al mismo
tiempo comunicaban y recibían noticias concernientes a la Congrega-
ción.
Del estanco de Pepita, en la calle de San Bernardo, salvaron algu-
nos valores de la Inspectoría. Arriesgando su vida se llegaron intrépi-
damente al establecimiento, fuertemente vigilado después de la deten-
ción de los dueños, y recogieron algunos documentos y dinero en me-
tálico, que sirvió para subvenir a las necesidades de los salesianos.
Sor Nieves menciona también una comida extraordinaria, celebrada
en la embajada de Rumania el día 24 de mayo de 1937. Participaron
en ella don Felipe Alcántara, don José Lasaga, don José Arce, don Emi-
lio Alonso, don Ernesto Armelles, sor Áurea y sor Nieves.
A partir de los últimos días de mayo de 1937 las dos religiosas re-
ciben acogida en el anexo de la embajada de Rumania de Hermanos
Bécquer.
Tres meses más tarde, a través de la misma embajada, eran evacua-
das de España. El día primero de septiembre abandonaban la capi-
tal; al día siguiente zarpaban de Valencia con destino a Marsella. A los
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48.10 Page 480

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quince días se trasladan a Turín, donde las acogieron fraternalmente
la Madre General y demás Superioras del Consejo.
Unida a la actividad de las Hijas de María Auxiliadora en el período
bélico, se encuentra la labor de la joven Juana Loma, hoy Hija de Ma-
ría Auxiliadora. Se trataba de una de las antiguas alumnas de Villaamil
más adictas a las Hermanas. Vivía en la calle García de Paredes,
número 51.
Este piso se constituyó en una de las parroquias clandestinas aten-
dida por los salesianos. Don Lucas Pelaz y don Alejandro Vicente se
llegaban con frecuencia a este domicilio para celebrar la santa misa.
Para despistar a la portera de la casa, se instaló en el piso una aca-
demia de Corte y Confección. Camufladas bajo esta apariencia docente,
las jóvenes que asistían a la academia podían recibir los sacramentos,
sin que externamente se sospechara la realidad. Al amparo de este
mismo camuflaje se impartieron clases de Religión y se predicaron tri-
duos y novenas.
Mientras residieron en Madrid sor Áurea y sor Nieves, la activi-
dad de la joven se mantuvo íntimamente unida a la de las religiosas,
con quienes compartía sus labores.
Cuando las dos Hermanas evacuaron a Italia, Juana Loma asumió
el cuidado de la ropa de los refugiados en la embajada de Ruma-
nia.
Asociada a don Lucas Pelaz, le acompañaba en sus correrías apos-
tólicas para administrar sacramentos. Ella servía de intermediaria; y,
a veces con riesgo de sus vidas, se llegaban a lugares inverosímiles para
confortar a los moribundos con los auxilios espirituales.
Fomentó la obra del Oratorio Festivo, reuniendo a las jóvenes más
adictas en el campo del Hipódromo o en los jardines del Museo de
Ciencias Naturales. Comentaban los acontecimientos y se animaban y
confortaban mutuamente.
Su labor de ayuda apostólica culminó con el ofrecimiento de su
vida consagrada a Dios en el Instituto de las Hijas de María Auxilia-
dora.
— 500

49 Pages 481-490

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49.1 Page 481

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colóralas
El día 4 de julio de 1936 partían de Madrid noventa y seis niñas
en colonia infantil con destino a la provincia de Santander. Cuatro
Hijas de María Auxiliadora las acompañaban: sor Ambrosina Volpati,
sor Francisca Sánchez, sor Juana Vicente y sor Vicenta Calvó.
Las colonias estaban patrocinadas por la Asociación Católica de Pa-
dres de Familia.
De este grupo, sesenta niñas quedaron en Cóbreces y Santander, en-
comendadas a las Hijas de la Caridad. Las treinta y seis restantes, to-
das ellas hijas de empleados del Banco Español de Crédito, continua-
ron hasta Santoña con las cuatro Hermanas Salesianas.
Sor Juana Vicente y sor Vicenta Calvo, después de unos días, re-
gresaron a Madrid.
La colonia se instaló en un edificio religioso, incautado por el Fren-
te Popular. Las Hermanas pasaban como maestras seglares, y las ni-
ñas las llamaban señoritas.
Hasta el día 29 de julio pudieron practicar libremente la vida de
piedad, propia de los colegios salesianos. Las niñas, gustosas y volun-
tariamente, asistían a la misa y comulgaban diariamente casi en su ma-
yoría.
El día 25 de julio se celebró la última misa en la iglesia. A pesar
de estar Santoña sometida al Gobierno rojo, los elementos del Frente
Popular toleraron la celebración de algunos cultos en la parroquia.
El día 26 se clausuran todas las iglesias y capillas. Desde entonces,
la vida de piedad tuvo que practicarse clandestinamente.
Durante los meses de agosto y septiembre las dos Hermanas se
trasladaron tres o cuatro veces a Santander para recibir los sacramen-
tos de la Confesión y Comunión, que les administraba reservadamente
don Jesús Marcellán.
El 10 de octubre se dictó orden de evacuación para todas las colo-
nias infantiles de la provincia. El Comité del Frente Popular dispo-
ne que todos los coloniales se concentren en Laredo. En la playa se
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49.2 Page 482

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hacinaron centenares de niños y niñas provenientes de las diversas co-
lonias de Santander. También se trasladó a Laredo la colonia de ni-
ños, regentada por cuatro salesianos estudiantes de Teología, que se
había instalado en el colegio del Alta (6).
El barco no llegó para el día prefijado. Y aquella abigarrada turba
infantil se vio precisada a hacer noche en el pueblo. Los dirigentes for-
mulan un llamamiento por radio, y muchas familias acogen a los niños
en sus casas. Los maestros y maestras quedaron sin alojamiento. Las
Hermanas tuvieron que pasar la noche sentadas en una silla de un
tabernucho que les brindaron.
Bien de mañana, arribó el barco deseado. Se trataba de un bu-
que viejo y ruinoso; provenía de Vigo y hacía la travesía hasta Bur-
deos.
A las ocho comienza la operación de embarco de la tropa infantil.
Las dos religiosas, camufladas como maestras seglares, obtienen permi-
so de embarcar con las niñas.
La travesía fue espantosa. Un terrible temporal provocó el mareo
en todos los pasajeros. Los víveres llegaron a faltar; las niñas se en-
contraban extenuadas.
Por fin arribaron a Burdeos, donde permanecieron dos días.
Las dos Hermanas pensaron acogerse a la embajada de Italia y
partir libremente para Turín, pero pesaba la responsabilidad de las
niñas encomendadas a su cuidado. Y tuvieron que someterse a la vo-
luntad del Comité que dirigía las colonias a Cataluña.
El destino de los chicos coloniales fue una finca, titulada Fortianell.
Se trataba de un local incautado a los Hermanos de las Escuelas Cristia-
nas, distante unos ocho kilómetros de Figueras.
Al frente de esta heterogénea comunidad colonial colocaron a un
matón, extremista y reaccionario, que aireaba con la mayor sangre
fría todos los asesinatos que había cometido.
Después de dos meses de incomunicación se atrevieron a desplazar-
se a Barcelona, y localizaron a una Hermana, que les proporcionó una
partícula Eucarística para poder comulgar. En lo sucesivo, se mantuvie-
ron algunos contactos más.
Pero el malestar se acentuaba en el pequeño mundo de Fonfianell;
y la vida de las religiosas tampoco se encontraba muy segura. El je-
(6) Véase, Santander, pág. 127.
— 502

49.3 Page 483

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rifalte sospechó su condición y las amenazó con darles el paseíto si
llegaba a descubrir la verdad.
La estancia en esta finca duró cinco meses. En marzo de 1937, el
Comité de Empresa del Banco Español de Crédito se personó en Fi-
gueras y separó a sus coloniales para trasladarlas a Barcelona. Fueron
alojados momentáneamente en la Casa de Misericordia.
Más tarde las trasladaron al palacio de Pedralbes. La colonia corrió
diversas residencias antes de establecerse definitivamente en Sarria, en
una hermosa torre, incautada por el Frente Popular al arquitecto Sag-
nier.
La estancia en la capital facilitaba a las Hermanas los contactos
con los demás miembros del Instituto y con los salesianos encarcela-
dos o escondidos. Sirvieron de enlace las antiguas alumnas del colegio
de la calle Sepúlveda.
La recepción de los Sacramentos se fue haciendo habitual. Para no
levantar sospechas alternaban su asistencia a los diversos domicilios
constituidos en centros eucarísticos clandestinos.
Entablaron contacto con el padre Guillermo Viñas y de él recibían
e' sacramento de la Penitencia. Cualquier lugar se prestaba propicio
para confesarse. Algunas veces lo hacían en el mismo local de la colo-
nia, donde el padre Viñas pasaba como profesor de Francés de las dos
señoritas.
En el mismo domicilio de la colonia conservaron el Santísimo hasta
el final de la guerra.
Casi todos los domingos y días festivos reunían un grupito de an-
tiguas alumnas del colegio de Sepúlveda, se encerraban en el cuartito
que servía de capilla y practicaban ejercicios piadosos; se rezaba el santo
rosario y se hacían horas santas.
El día 20 de noviembre de 1938 la Iglesia rendía culto de Beata a
la Fundadora de las Hijas de María Auxiliadora, sor María Dominga
Mazzarello. Las Hermanas acordaron con el padre Viñas no dejar pasar
esta fiesta; y se preparó una misa solemne, celebrada por el padre Viñas
en el domicilio de las señoritas Carralero. Acudieron a la fiesta numero-
sas antiguas alumnas de Barcelona.
La primavera de 1937 constituyó un período difícil para las colo-
nias. Los partidos políticos del Frente Popular se debatían entre sí, y
en las calles surgían frecuentes tiroteos. A consecuencia de este enfren-
tamiento sobrevino una huelga general. Y llegaron a faltar los víveres
para las colonias. Las niñas lloraban de hambre.
— 503 —

49.4 Page 484

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Sor Paquita, decididamente, se lanza a la calle sin prestar atención
a las refriegas callejeras. Se persona en el Comité, y pide entrevistarse
con el Presidente. Le manifiesta la penosa situación de las niñas, y de
la entrevista obtiene la ayuda que necesitaba.
Superada esta crisis, la colonia será abastecida abundantemente.
Las dos Hermanas se servirán de estas circunstancias favorables para
socorrer la precaria situación de otras religiosas necesitadas o enfermas
y de los salesianos encarcelados.
Cada miércoles preparaban una cesta bien provista y ellas mismas
la llevaban a la cárcel Modelo, en donde se encontraban encerrados
varios salesianos. Entre las vituallas se camuflaban, a veces, el vino y
las formas para la celebración del santo sacrificio.
La misma ayuda material recibieron otras hermanas necesitadas;
principalmente las enfermas que se hallaban recluidas en Hospitales o
sanatorios siquiátricos.
La aproximación de las tropas de Franco a Barcelona despertó ma-
yor esperanza por la liberación.
El 26 de enero de 1939 las vanguardias nacionales hacen su apari-
ción en los suburbios de la capital. Las carreteras están cubiertas de
oleadas humanas que evacúan la población. En las últimas horas de la
mañana el éxodo se agrava. Dentro de la ciudad la resistencia es débil,
casi nula. Hacia el mediodía, las tropas del general García Valiño hacen
su entrada en la ciudad que parece desierta.
El 27 se celebra al aire libre, en la plaza de Cataluña, una misa so-
lemne, ante veinte mil fieles que cantan y lloran (7).
En la residencia de la colonia se celebra también el santo sacrificio.
Don Modesto Bellido, proveniente de Marsella, atiende espiritualmente
a las Hermanas y niñas.
Después de unos días, religiosas y coloniales se trasladan al colegio
de la calle Sepúlveda.
Finalmente, el 24 de mayo de 1939, sor Ambrosina y sor Paquita
parten para Madrid a entregar a sus padres las muchachas de la colonia.
En su alma sentían el gozo y la satisfacción de haber cumplido fiel-
mente su encomienda, a pesar de las tribulaciones y vicisitudes.
(7) Roux-Georges: o. c., págs. 312-314.
— 504 —

49.5 Page 485

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Apéndice
El 9 de octubre de 1956, en la capilla del palacio episcopal de Ma-
drid, se celebraba la apertura del proceso informativo diocesano para
la causa de beatificación y canonización, por vía de martirio, de cuaren-
ta y dos salesianos de la antigua inspectoría Céltica.
El doctor Eijo y Garay, Patriarca-obispo de Madrid-Alcalá, presi-
día el acto. Asistieron don Modesto Bellido, miembro del Consejo Su-
perior de la Congregación Salesiana, los Provinciales salesianos de Es-
paña, familiares de los mártires, jueces de la causa y otras personali-
dades.
Una larga serie de trabajos se habían realizado en orden a la prepa-
ración de este proceso.
El 7 de junio de 1949 se lanzaba la primera circular multicopiada,
requiriendo la colaboración de todos los, hermanos en la búsqueda y
aportación de datos sobre los presuntos mártires.
Esta labor, lenta y pacienzuda, duró varios años; y dio como resul-
tado los ciento cincuenta artículos que se propusieron para la causa.
Simultáneamente, se procedía al reconocimiento de doce cadáve-
res (1). Algunos de ellos habían sido sepultados anónimamente; pero
su identificación y recuperación se hicieron posibles. Los restos morta-
les, previamente lavados, se encerraron en pequeñas cajas de cinc, in-
dividualizadas, que se precintaron y lacraron con el sello del señor Obis-
po de Madrid-Alcalá (2).
El 14 de mayo de 1956, los despojos mortales de los doce salesia-
nos eran trasladados desde los cementerios de la Almudena y pueblo de
Vallecas al Seminario Teológico Salesiano de Carabanchel Alto.
Los sarcófagos se recibieron solemnemente en la plaza de Caraban-
(1) Don Enrique Saiz, don Ramón Goicoechea, don Salvador Fernández, don José Villanova,
don Esteban Cobo, don Federico Cobo, don Virgilio Edreira, don Francisco Edreira, don José María
Celaya, don Pedro Artolozaga, don Manuel Borrajo, don Teódulo González.
(2) Documento notarial, firmado y sellado por don Juan Fernández Rodríguez, Ms. 686.
— 505 —

49.6 Page 486

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chel. Un gran número de salesianos, Hijas de María Auxiliadora, Coope-
radores, Antiguos Alumnos, y alumnos de todos los colegios salesia-
nos de Madrid, familiares de los mártires, y gran número de perso-
nas simpatizantes de la Obra de Don Bosco participaban en el magno
cortejo. Presidía don Marcelino Olaechea, Arzobispo de Valencia.
En el patio del seminario salesiano tuvo lugar un emotivo acto de
homenaje postumo a los caídos. Para finalizar, el pontífice que presi-
día alzó su voz serena, familiar, íntima. Sus palabras rezumaban cari-
ño de padre y hermano. Los recordó a todos; uno a uno. Recordó su
fisonomía moral, sus rasgos más característicos, sus virtudes, sus bene-
merencias. Acariciaba con amor la memoria de sus subditos de otros
tiempos. La Congregación hablaba por sus labios. No los lloraba. El
dolor de su partida era inmenso. Pero los felicitaba. Se felicitaba. Se
gozaba en su triunfo glorioso y definitivo.
Seguidamente, se inició la solemne procesión fúnebre hacia el ce-
menterio de Carabanchel Alto para ser inhumados en el panteón sa-
lesiano.
La apertura del proceso informativo comportó, en sucesivas eta-
pas, un largo y continuado desfile de testigos ante el tribunal nombra-
do por el señor Obispo de Madrid-Alcalá (3).
La sala de audiencias se situó en el colegio salesiano de Ronda de
Atocha, en Madrid. Sacerdotes, religiosos y seglares, sobrellevando con
generosidad ejemplar y conmovedora, con alegría incluso, las incomodi-
dades inherentes a tales desplazamientos, acudieron a la capital, desde
todos los puntos geográficos de la Península, para deponer como testi-
gos en el proceso.
El proceso sobre no culto sucedió al proceso informativo. El tri-
bunal verificó el reconocimiento exterior del panteón; y varios testigos
fueron llamados a deponer si en alguna ocasión se había dado culto pú-
blico a los siervos de Dios.
A continuación se llevó a cabo el proceso sobre "los escritos". Dili-
gentemente se recogieron escritos de los presuntos mártires, que, junto
con el proceso informativo, se enviarían a Roma para ser examinados
por la Santa Sede.
(3) Componían este tribunal, como Juez delegado, el doctor Emilio Lisson Chávez, arzobispo
de Metyhne; Juez adjunto, don Florencio Rufo; Promotor de la fe, don Doroteo Martín Berzal;
Subpromotor de la fe, don Salvador Malo; Notarios, don Juan Fernández, don Luis Sánchez y
don Remigio Aguado. Ejercía de vicepostulador salesiano, don Vicente Ríos.
— 506 —

49.7 Page 487

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El acto de clausura del proceso informativo diocesano tuvo lugar
el 27 de noviembre de 1957, en la capilla del palacio episcopal.
Presidía esta última sesión el doctor Eijo y Garay, asistido del Juez
delegado, Monseñor Lisson Chávez, y los demás miembros del tribu-
nal. Al frente de la representación salesiana destacaban el Excmo. y
Rvdmo. don Marcelino Olaechea; don Luis Castaño, Procurador Gene-
ral de la Congregación Salesiana, desplazado desde Roma para el acto,
y los Provinciales salesianos de España.
En la sala se encontraban los directores de todos los colegios de Ma-
drid, salesianos, familiares de los mártires y amigos de la Obra Sale-
siana, en sus tres ramas.
Con rigurosa escrupulosidad se llevaron a cabo las detalladas for-
malidades prescritas para el caso. Revisión y certificación de las actas
del proceso que se depositarán en el archivo de la Curia, y la copia que
debe remitirse a Roma, convenientemente lacrada y sellada. Súplica de
que sea atendida la petición de estudio de la causa en la Sagrada Con-
gregación de Ritos. Juramento de haber efectuado con fidelidad los
propios cargos cuantos han intervenido de oficio en el proceso. Y final-
mente, compromiso, por parte del Vicepostulador, de presentar el pro-
ceso a Roma, por sí o por otro.
Poco tiempo después, las actas del proceso se ponían en manos de
la Sagrada Congregación de Ritos.
Actualmente los trabajos siguen su marcha ininterrumpida.
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índice general
Páginas
Prólogo ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
9
Presentación ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
13
Siglas ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 17
Documentación y bibliografía ... ... ... ... ... ... 19
I. Fuentes ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
19
II. Bibliografía ... ... ... ... ... ... ... ... ...
27
I
EL ASALTO A LOS COLEGIOS
1. MADRID. ... ... ... ... ... ... ... ... ... 33
1. Oratorio de San Francisco de Sales ... ... ... 36
2. Seminario del Sagrado Corazón ... ... ... ... 52
3. Oratorio de San Juan Bautista ... ... ... ... 73
4. Colegio de San Miguel Arcángel ... ... ... ... 80
2. GUADALAJARA ... ... ... ... ... ... ... ... 87
1. Noviciado y Estudiantado Filosófico ... ... ... 91
3. SANTANDER . ... ... ... ... ... ... ... ... 123
1. Instituto de María Auxiliadora ... ... ... ... 126
2. Oratorio Don Bosco ... ... ... ... ... ... 142
4. BILBAO . ... ... ... ... ... ... ... ... ... 149
1. Oratorio de San Paulino de Ñola ... ... ... ... 152
II
LA VIDA EN LA ZONA ROJA
5. CÁRCELES ... ... ... ... ... ... ... ... ... 165
1. Cárcel de Ventas ... ... ... ... ... ... ... 167
2. Cárcel Modelo . ... ... ... ... ... ... ... 185
3. Cárcel de San Antón ... ... ... ... ... ... 194
— 509 —

49.9 Page 489

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Páginas
4. Cárcel de Porlier ... ... ... ... ... ... ... 203
.5. Cárcel de Duque de Sexto ... ... ... ... ... 209
6. LAS CHECAS ... ... ... ... ... ... ... ... 211
1. Checa de la calle Fomento ... ... ... ... ... 213
2. Checa de García Atadell ... ... ... ... ... 215
3. Checa de la calle Marqués de Riscal ... ... ... 217
4. Checa de la Ronda de Atocha ... ... ... ... 218
7. PANORAMA DE LA ZONA CENTRAL ... ... ... 221
1. Organización de la vida salesiana ... ... ... ... 223
2. Apostolado sacerdotal ... ... ... ... ... ... 236
3. Las Embajadas . ... ... ... ... ... ... ... 251
4. Los enrolados al servicio de los rojos ... ... 264
8. LA COMUNIDAD DE SANTANDER ... ... ... 273
1. Vicisitudes de los salesianos ... ... ... ... ... 274
2. Brigada de Castigo ... ... ... ... ... ... ... 302
3. Cárcel Provincial ... ... ... ... ... ... ... 308
9. LOS ASPIRANTES DE CARABANCHEL ... ... 319
ni
LOS MÁRTIRES DEL ODIO A LA FE
10. MADRID. ... ... ... ... ... ... ... ... ... 333
1. Rvdo. D. Enrique Saiz Aparicio . ... ... ... 333
2. Rvdo. D. Félix González Tejedor . ... ... ... 339
3. Rvdo. D. Sabino Hernández Laso ... ... ... 343
4. Rvdo. D. Germán Martín Martín
D. Dionisio Ullivarri Barajuán . ... ... 347
5. D. Esteban Cobo Sanz
D. Federico Cobo Sanz . ... ... ... ... ... 357
6. D. Mateo Garolera Masferrer ... ... ... ... 361
7. Rvdo. D. Salvador Fernández Pérez ... ... ... 364
8. Rvdo. D. Pío Conde Conde . ... ... ... ... 369
9. Rvdo. D. José Villanova Tormo ... ... ... ... 373
— 510 —

49.10 Page 490

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Páginas
10. D. Victoriano Fernández Reinoso
D. Emilio Arce Diez ... ... ... ... ... ... 375
11. D. Nicolás de la Torre Merino ... ... ... ... 378
12. D. Juan Codera Marqués
D. Tomás Gil de la Cal ... ... ... ... ... 381
13. D. Pablo Gracia Sánchez ... ... ... ... ... 384
14. D. Virgilio Edreira Mosquera
D. Francisco Edriera Mosquera ... ... ... ... 388
15. D. Carmelo Pérez Rodríguez
D. Pedro Artolozaga Mellique
D. Manuel Borrajo Mínguez
D. Higinio Mata Diez
D. Juan Mata Diez . ... ... ... ... ... ... 392
16. D. José María Celaya Badiola ... ... ... ... 396
17. D. Ramón Eirín Mayo ... ... ... ... ... ... 399
18. D. Teódulo González Fernández ... ... ... ... 403
11. PARACUELLOS DEL JARAMA ... ... ... ... 405
1. D. Manuel Marín Pérez ... ... ... ... ... ... 410
2. D. Francisco José Marín López de Arróyave . ... 412
3. D. Justo Juanes Santos ... ... ... ... ... ... 415
4. D. Valentín Gil Arribas . ... ... ... ... ... 417
5. D. Anastasio Garzón González ... ... ... ... 419
12. GUADALAJARA ... ... ... ... ... ... ... ... 425
1. Rvdo. D. Miguel Lasaga Caruso
D. Pascual Castro Herrero
D. Juan Larragueta Garay
D. Florencio Rodríguez Güemes
D. Luis Martínez Alvarellos
D. Heliodoro Ramos García
D. Esteban Vázquez Alonso ... ... ... ... ... 425
2. Rvdo. D. Andrés Jiménez Galera ... ... ... ... 439
13. SANTANDER . ... ... ... ... ... ... ... ... 445
1. Rvdo. D. Andrés Gómez Saiz . ... ... ... ... 445
14. BILBAO . ... ... ... ... ... ... ... ... ... 447
1. D. Antonio Cid Rodríguez ... ... ... ... ... 447
— 511 —

50 Pages 491-500

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50.1 Page 491

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IV
OTRAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA
Páginas
15. UN BALANCE DESOLADOR ... ... ... . . . . . . 453
1. Víctimas de la enfermedad ... ... ... ... ... 455
1. Rvdo. D. Ramón Goicoechea . ... ... ... 455
2. Rvdo. D. Luis Soto . ... ... ... ... ... 460
3. Rvdo. D. David Martín Martínez ... ... ... 462
4. D. Agustín Carabias . ... ... ... ... ... 463
5. D. Miguel Septién ... ... ... ... ... ... 464
6. D. Manuel Gracia ... ... ... ... ... ... 465
2. Víctimas de las armas ... ... ... . . . . . . . ... 466
1. D. Sebastián Hernández Casado ... ... ... 466
2. D. Severo Vide . ... ... ... ... ... ... 472
3. D. Vicente Rodríguez del Río . ... ... ... 473
4. D. José Iglesias Rodríguez ... ... ... ... 474
5. Rvdo. D. Rafael Ojanguren Urquiza ... ... 475
6. D. Amador Peña Martínez ... ... ... ... 476
7. D. Andrés Aparicio del Cerro . ... ... ... 477
8. D. Antonio Velasco Castro ... ... ... ... 478
9. D. Gil Delgado Sánchez . ... ... ... ... 479
V
LAS HIJAS DE MARÍA AUXILIADORA
16. ETAPA REPUBLICANA ... ... ... ... ... ... 483
1. Actividades educativas en Madrid ... ... ... ... 484
2. Los trágicos sucesos de mayo ... ... ... ... 488
17. ETAPA BÉLICA ... ... ... ... ... . . . . . . . ... 495
1. Actividades de las hermanas de Madrid ... ... ... 497
2. Las colonias veraniegas ... ... ... ... ... ... 501
Apéndice ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 505
512 —