Solemnidad de la Asunción de la Virgen María


Solemnidad de la Asunción de la Virgen María



CARTA DEL RECTOR MAYOR

ENFERMEDAD Y ANCIANIDAD EN LA EXPERIENCIA SALESIANA



“Alégrese mi corazón con tu salvación” (Sal 12,6);

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa: mi suerte está en tu mano” (Sal 15,5)


Las etapas de la vida. – I. LA ENFERMEDAD.- La experiencia de la enfermedad en nuestra vida consagrada. – Mirando a Don Bosco. – Una nueva etapa apostólica. – II. LA ANCIANIDAD: una edad que debe ser valorizada. – Una visión adecuada. – Ancianidad y misión juvenil. – Comprender la condición de los ancianos. – A envejecer bien se aprende desde jóvenes. – Formación permanente, en la comunidad local e inspectorial.


Roma, 15 de agosto de 2001.



Queridos hermanos:


Os escribo después de un año de enfermedad, y deseo compartir con vosotros lo que he sentido y lo que he pensado, durante este período, nuevo para mí, pero acompañado por la Gracia del Señor y por el afecto de los hermanos.

La enfermedad me llegó de improviso, en el corazón del Ministerio que me fue confiado por la Providencia. Había proyectado muchas cosas para el tiempo de mi Rectorado, pero me llegó esta sorpresa. La gracia de Dios y la caridad de vuestra oración me han ayudado a vivir este cambio vocacional, que me llamaba a servir al Señor de una manera nueva.

Hoy me siento en los brazos de un Padre misericordioso y recibo el don de fiarme totalmente de Él. Mientras me siento inmerso en la fragilidad, de la que es signo la enfermedad, me parece percibir también el apoyo de la mano del Señor, que ha extendido su brazo para no dejarme solo.

A pesar de la debilitación física, el Señor me ha concedido hasta hoy una discreta lucidez mental, que me permite relacionarme con los hermanos, participar en alguna pequeña fiesta salesiana y seguir velando por el bien de la Congregación.

Pienso constantemente en el inmenso campo apostólico confiado a la Congregación, en las invocaciones de los pueblos y de los jóvenes, en la benevolencia y en la estima de la Iglesia y de los jóvenes por el trabajo que los Salesianos realizan en todas las partes del mundo.

Veo, con alegría, la rica articulación de la Familia Salesiana y la abundancia de sus dones ofrecidos a la Iglesia, mientras tengo la ocasión de apreciar personalmente el servicio que las hermanas, Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, están en condiciones de ofrecer a sus enfermos.

Tengo presente a los numerosos hermanos y seglares, que he encontrado en tantas partes del mundo, con los que me siento unido en el ofrecimiento de mis sufrimientos.

Pienso en los jóvenes salesianos, que se preparan a la profesión perpetua, o a la primera profesión, o a entrar en el noviciado, y rezo por ellos. Me he sentido particularmente cercano a los hermanos enfermos y ancianos: a algunos los he podido visitar, a todos los demás les he escrito para asegurarles mi oración y para que mi amistad y participación común en esta experiencia de vida pudieran ser más explícitas.

Por todo ello bendigo al Señor, sin ocultaros la alegría que vibra en mi corazón.

Me he sentido unido en vuestra oración a Artémides Zatti, para pedirle la curación y todas las gracias de que tengo necesidad. Las cartas que os he escrito sobre la oración y sobre Artémides Zatti han sido también un modo de continuar caminando con vosotros y permanecer a vuestro lado. El compromiso que os he pedido para con el salesiano coadjutor es un modo pensado para cultivar intensamente nuestra relación recíproca.

Ahora quiero haceros partícipes de algunas reflexiones que, desde mi especial observatorio, me parecen útiles, no sólo para cuantos comparten personalmente la condición del sufrimiento o de la limitación física, sino para todos los hermanos que en la comunidad están en contacto con esta experiencia.



1 Las etapas de la vida

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Quiero comenzar con una especie de parábola sobre la vida. Decía un director espiritual que la existencia de fe de una persona tiene como tres períodos o etapas, cada uno caracterizado por actitudes y disposiciones originales.

El primer período o etapa está marcado por la pregunta: “¿Cómo acoger la vida?”. La vida se nos presenta ante nosotros. Se trata de comprender que es un don absolutamente gratuito, fruto de un amor inconcebible. La vida no es sólo temporal, sino eterna, como duración y como calidad; encuentra su sentido en Jesucristo, con el que compartimos nuestra experiencia humana; conlleva responsabilidad y, al mismo tiempo, alegría y riesgos. En esta perspectiva el sentimiento dominante es el de la confianza en la fidelidad de Dios cantada en los salmos: Tú, Señor, eres mi vida, mi fortaleza, mi esperanza, mi luz: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22,4). El hombre bueno ha sido definido sobre todo como un “hombre grato”, mientras el incrédulo, fundamentalmente, es un ingrato o un no grato.

Este período es un recorrido de fe, que dura toda la vida; pero está particularmente vivo en la juventud. A la búsqueda ardiente y llena de desafíos, propia de esta edad, responde la educación, a través de las diversas mediaciones de la familia, de la pastoral juvenil y de la catequesis.

Contemplando el misterio de la Encarnación, vemos que en María este recorrido de fe comienza en el momento de la Anunciación, cuando responde al Ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38); mientras en Jesús se expresa plenamente en aquella disponibilidad por la que dice: “He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,7). Nuestra misión de gente que ha experimentado la verdadera vida y quiere abrirse a ella es particularmente preciosa y gozosa. Por eso, en la espiritualidad juvenil salesiana, que inspira también contenidos educativos, ponemos la vida y su valor en el centro de la atención; y así es como miramos al Padre como dador de la vida y al Hijo como plenitud y garantía contra la muerte. Nos quedamos extasiados ante la resurrección de la niña muerta1 y exultamos ante el joven curado2.

No hay que maravillarse si muchos no se interrogan sobre este don de la vida, ya que acogen la existencia como una “casualidad”, sin sondear en su sentido o viviéndola como un pasatiempo. Pero nosotros hemos llegado, en virtud de la gracia, a hacer aquella confesión de fe: “La vida se ha manifestado y nosotros la hemos tocado con nuestras manos”3.

El segundo período está dominado por el pensamiento de “cómo emplear la vida en la dimensión del don”. Son los años del discernimiento y de la decisión vocacional, a la escucha de las urgencias de los hermanos y de la voluntad de Dios que se manifiesta a través de signos y mediaciones. En la conclusión de dicho recorrido está la opción fundamental: o por el Reino o por algún otro fin. También en este campo las opciones de nuestros jóvenes tienen necesidad de testimonio, de asistencia y de guía.

Para los Salesianos, que han acogido la llamada para seguir a Cristo por el camino trazado por Don Bosco, la vida se abre al compromiso apostólico total como un compromiso que se prolongará años y que les hará experimentar la espiritualidad típica, hecha de unión con Dios, que es la verdadera contemplación, y de alegría en trabajar con Dios, por la salvación de los jóvenes y de los pobres. Ésta es una profundización que se lleva a cabo no sin dificultad, pero que tiene una gran recompensa. Se crece en la comunión eclesial y en la vida comunitaria con la meditación de la Palabra, hasta ofrecer la vida en lo cotidiano.

El tercer período está marcado por el compromiso de cómo “entregar la propia vida”. Si la primera actitud nos mandaba a la expresión de Jesús: “He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,7), y el segundo nos llevaba a la declaración de Jesús en Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18), este tercer trayecto hace resonar las palabras: “A tus manos encomiendo mi vida”4.

Una creencia popular expresa la convicción de que cada uno tiene una muerte de acuerdo con la vida que ha llevado. No se trata de una norma fija, no es una fatalidad. También en el último período de vida hay novedades significativas, positivas y negativas, consoladoras y dolorosas.

Ciertamente Jesús podía no esperarse todas las vicisitudes de su proceso, el escarnio y la cruz, y, sin embargo, aceptó todo ello de su Padre, para revelar su amor total al Padre, y para realizar nuestra redención. Al buen ladrón le tocó la inesperada sorpresa de encontrar al Mesías en el momento más pleno de su misericordia. A María le tocó recibir desde la cruz la maternidad espiritual de la Iglesia.

Los teólogos, reflexionando sobre la serie de acontecimientos personales que acompañan el camino de cada uno hacia su fin, expresan la imposibilidad de definir humanamente el último momento de consciencia y de conciencia, subrayando que nos vamos de este mundo sin que nadie pueda afirmar con seguridad la propia salvación. Pueden darse todavía novedades de dones y de consuelos. En muchos casos, entre las novedades dolorosas del último tramo de vida, están las enfermedades prolongadas, que no dependen de hábitos de vida, de las que a veces la medicina moderna sabe bloquear o disminuir los síntomas extremos, y que no siempre, más bien pocas veces, logra sanar.

Después de 150 años de vida, nuestra Congregación tiene hermanos distribuidos en las tres etapas. En las comunidades hay casi siempre un miembro que curar; ancianidad y enfermedad son ya una presencia permanente.



2 LA ENFERMEDAD

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Es idea común de los jóvenes y del pueblo que el salesiano en plena forma es el que por la mañana sale rápido de la propia habitación y – después de la oración comunitaria – baja al patio, acoge a los muchachos que están llegando, se entretiene con ellos, da alguna patada al balón en un partidillo y, pocos minutos después, los reúne en una sala para un momento activo de catequesis, al que muchas veces sigue la Eucaristía.

Es una situación real: sucede en muchas partes y es auténtica. El salesiano espera el momento favorable para el encuentro con los jóvenes y el momento de su llegada es uno de los más frescos y abiertos a las novedades.

Pero hay un peligro: el de aislarse, el de subrayar y pensar excesivamente en los resultados pastorales como éxitos debidos a las propias fuerzas, olvidando la dimensión gratuita, filial y oferente que fue típica de Cristo, que hizo de la cruz su momento de revelación y de la Eucaristía su momento de comunicación.

En la vida se inserta el sufrimiento y la cruz. Y es preciso decir en seguida que el período de enfermedad y de limitación es tan fecundo como el de la actividad específica, si es vivido a la luz del misterio de la muerte y resurrección de Jesús.

La enfermedad no tiene agenda ni horario. Se presenta de improviso y como una desconocida, tanto a los veinte como a los treinta o a los cuarenta años. Especialmente hoy, con la difusión de algunas enfermedades típicas de la vida moderna, desde el seno materno se puede ir al encuentro de tumores, infartos, ictus... Merecen una palabra aparte también los males psíquicos, tal vez menos llamativos, pero no menos molestos (depresiones, agotamientos, insomnio, cansancio crónico, etc.).

La enfermedad, pues, resulta ser una presencia casi ordinaria en nuestras comunidades, como lo es en las familias y en toda la existencia humana.



3 La experiencia de la enfermedad en nuestra vida consagrada

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De todo ello surge casi inmediatamente un dato: la enfermedad nos lleva a meditar sobre la precariedad de la existencia y, especialmente, sobre aquello en lo que confiamos, dándonos una idea, como reza el salmo, de cómo “el hombre en la prosperidad no comprende” (Sal 48,13). En la prosperidad el hombre se siente seguro y corre el peligro de no comprender plenamente la vida, de no comprender a los hermanos, ni las condiciones duraderas de felicidad.

La enfermedad acrecienta el conocimiento de sí y renueva el espíritu comunitario. El que sufre adquiere una visión más realista de la propia naturaleza humana. Se da cuenta de sus límites, de su pobreza, de la necesidad y, como nos lo recuerda con frecuencia la oración de los Salmos, aparece la visión de una existencia sin fin a la que hay que prepararse. La vida, además, a través de la enfermedad, a través del ejemplo que los hermanos y los jóvenes reciben y por los sufrimientos que se ofrecen por ellos, asume un nuevo significado apostólico.

A propósito de los hermanos afectados por la enfermedad, nuestras Constituciones dicen: “Éstos (los hermanos), con la prestación de los servicios que les sean posibles y aceptando su situación personal, son fuente de bendición para la comunidad, enriquecen su espíritu de familia y hacen más profunda su unidad”5.

Los que padecen un camino de sufrimiento están llamados a renovar serenamente su entrega a Dios. Ese Dios, que los ha llamado a la vida, es fiel, y los llama a la vida eterna a través de diversas pruebas, comprendidos los sufrimientos. Los Salmos, oración incomparable para el creyente, hablan del desaliento repentino y violento por la enfermedad. En ellos, de todos modos, prevalece siempre la confianza y la entrega a Dios, cuya misericordia es permanente y eterna. El cristiano, como el religioso, es educado, a lo largo de toda su vida, por los acontecimientos de Cristo. La enfermedad es, pues, una oportunidad para probar, expresar y profundizar la propia fe.

Por lo que respecta a la vida en las comunidades, hay que tener en consideración las indicaciones de las Constituciones: por una parte, cuidar la propia salud, con sobriedad y sin ansiedad; y, por otra, en tiempo de enfermedad, prestar el servicio de que se es capaz. Esta capacidad se debe medir y emplear después de un discernimiento con el Director, el cual evidentemente también debe escuchar la instancia médica.

A veces, uno podrá emplear las capacidades limitadas de que dispone desarrollando una función regular, que no crea tensiones: como la portería, la biblioteca, la presencia en determinados ambientes. Otras veces, si un enfermo tiene talento y deseo de estudiar, podrá producir frutos maduros dictando a un hermano su trabajo: es una forma de colaboración que debe ser tenida en consideración. Hay ejemplos de personas afectadas de ceguera o postradas por la debilidad que han tenido que dictar su trabajo a otros. Nuestros hermanos, además, han comunicado su experiencia espiritual de la enfermedad en las páginas de libros que han tenido, aparte de una discreta difusión, el valor del consuelo para otros en estado de sufrimiento.

Pero también es posible que suceda lo contrario, es decir, que un hermano enfermo se ponga a ayudar a uno sano. La enfermedad no está programada y los inconvenientes que produce no son iguales en todos; de modo que los remedios no deben prescindir de la fantasía y de la creatividad. Así pues hará falta inventar el trabajo, dar vida a procesos de colaboración y hacer de modo que las atenciones sean personalizadas y cuidadas, a medida que se alarga la enfermedad.

Tal vez no sea una casualidad el hecho de que, precisamente en estos tiempos, la Iglesia nos muestre ejemplos de santidad salesiana, construida en solidaridad con el enfermo, como los de Artémides Zatti, Simón Srugi, don Luis Variara, etc.

Quiero, además, asegurar a nuestros hermanos enfermos que su condición no es ningún peso, sino una ayuda para los jóvenes: esto no sólo porque con su presencia y su palabra ofrecen una comprensión más madura de la vida; no sólo porque los jóvenes aprenden de ellos a vivir la enfermedad con mayor serenidad; sino también porque los jóvenes pueden madurar sentimientos de compasión, empatía y deseo de ayudar. Hay ya jóvenes que cuidan voluntariamente a nuestros enfermos durante algunas horas del día; pero ¡qué bueno sería que en el Movimiento Juvenil Salesiano naciesen grupos de samaritanos o de nazarenos!

La salud, queridos hermanos, hoy es un problema que abarca a toda la humanidad y tiene su reflejo en casi todas las familias, haciendo necesaria una mayor atención y más caridad. Es bueno, pues, que en la Iglesia se desarrolle la pastoral de la salud que tiene, por otro lado, sus macromanifestaciones en las jornadas mundiales del enfermo y en las peregrinaciones a los santuarios. Por otra parte, la salud ha sido el principal signo del Reino como caridad y poder: “Proclamad que el Reino de los cielos esté cerca, curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios” (Mt 10,7-8).

No olvidemos que ciegos, sordos, paralíticos, leprosos, epilépticos y endemoniados han sido objeto de atención, de milagros y de signos de la llegada del Reino de Dios.

Y es en este punto donde entra en juego con gran eficacia la comunidad. La primera cosa que se debe hacer será ver la situación de forma positiva, descubriendo que la enfermedad, a la luz del misterio pascual, es una gracia. Vienen a la mente, en esta perspectiva, los Santos y las Santas que besaban los cuerpos destrozados y las heridas infectadas, considerándolas llagas de Cristo. Por nuestra parte, recordemos a los Salesianos dolientes, como el Venerable Andrés Beltrami o Alejandrina da Costa. Don Beltrami, entre otras cosas, estuvo en el origen de la vocación misionera de Don Luis Variara, que pronto, esperamos, será elevado al honor de los altares.



Mirando a Don Bosco


Sobre el fondo de todo esto, está – para nosotros – la experiencia de Don Bosco. Estamos acostumbrados a presentar su vivacidad juvenil, su creatividad pastoral, su capacidad de iniciativa para con los jóvenes, su vitalidad. Pero, con frecuencia, se nos escapan algunos aspectos de su vida, como el del sufrimiento, acaso poco comentados, ya que a primera vista aparecen menos atrayentes, aún siendo igualmente importantes y significativos.

Para dar mayor valor a esta afirmación podemos recordar varios momentos en los que Don Bosco, durante su vida, fue víctima de la enfermedad.

Un primer momento es cuando Juan Bosco seminarista cae enfermo después de la visión de Comollo. Recordamos de aquel episodio el detalle simpático de su madre que le llevó una botella de vino “generoso” y un pan de maíz6. Aún ahora se discute, bromeando, ¡de qué calidad de vino se trataba! ¡En aquella ocasión la curación fue casi inmediata!

Una seria enfermedad sufrió después Don Bosco en 1846, es decir, cuando él estaba ya en su madurez sacerdotal. A causa del enorme trabajo y de sus grandes preocupaciones, Don Bosco sufrió una grave forma de bronquitis que lo dejó casi en punto de muerte. Un episodio, éste, bien reconstruido en la reciente película hecha sobre su vida. Las Memorias Biográficas nos hablan de las oraciones incesantes, de las mortificaciones y de los ayunos que los jóvenes hicieron para alcanzar del Señor su curación, hasta el punto de que algunos de ellos llegaron a ofrecer la propia vida para obtener aquella gracia. Son ya muy famosas las palabras que Don Bosco pronunció, después de su curación, dirigiéndose a los jóvenes: “Estoy convencido de que Dios ha conservado mi vida gracias a vuestra súplicas; la gratitud exige que yo la emplee toda para vuestro bien espiritual y temporal. Así prometo hacerlo durante todo el tiempo que el Señor me deje en esta tierra, y vosotros, por vuestra parte, ayudadme”7.

Otro caso semejante se repetirá en Varazze, a principios del año escolástico 1871-1872. En aquella ocasión la enfermedad de Don Bosco duró 50 días8. También entonces los jóvenes rezaron incesantemente por su salud y también en aquella ocasión alguno ofreció la propia vida por su curación9. Al volver al Oratorio, Don Bosco se sintió tan conmovido que no fue capaz de hablar. Desde entonces comenzaría a decir la expresión que en 1886 revelaba conmovido a Don Viglietti: “He prometido al Señor que hasta mi último aliento, estaré al servicio de mis pobres muchachos”10.

Tres episodios que transcurrieron durante una enfermedad normal, aunque seria. Para curar, Don Bosco tuvo necesidad de una larga convalecencia.

Y, finalmente, recordamos el último período al término de su vida, cuando desgracias y enfermedades se acumularon. De los acontecimientos de aquel período tenemos páginas impresionantes, que nos hablan del sufrimiento físico, de la reflexión sobre la vida y sobre el trabajo desarrollado, del deseo de iluminar a sus hijos sobre el camino que debían emprender para continuar la Congregación, de la preocupación por el bien de los muchachos. “Es como un traje gastado –dirá el doctor durante la última enfermedad-, por haberlo llevado días festivos y laborables”11. Recuerdo cómo al llorado don Viganò, durante su última enfermedad, le gustaba meditar aquellas páginas, para sacar de allí luz y consuelo.

Toda la vida de Don Bosco estuvo acompañada de sufrimientos físicos notables, pero no le desalentaron, ni se dejó llevar a disminuir el trabajo. Durante esos períodos de sufrimiento y de enfermedad, comprendido el de los últimos tiempos de su vida, Don Bosco nunca abandonó su misión de apóstol y padre de los jóvenes. Por ellos ofreció, como Jesús por todos los hombres, su sufrimiento y sus molestias. Había comprendido bien el valor salvífico del dolor unido a los sufrimientos de Cristo, convencido de que es Jesús quien redime, y la persona que une sus propios sufrimientos a los Suyos, se convierte en su signo eficaz.

Es interesante advertir cómo también durante los períodos de enfermedad, Don Bosco continuó, según sus posibilidades, trabajando. Nunca dejó de recibir a personas, de escribir y de contestar las cartas, aunque fuera haciéndose ayudar por sus colaboradores, de hablar con los Salesianos, de informarse sobre las situaciones de sus jóvenes. Leemos en las memorias Biográficas: “Con tantas incomodidades, otro cualquiera se hubiera comportado como un enfermo o se hubiera abstenido de todo trabajo, pero él no disminuyó su acostumbrado paso de gigante para emprender y acabar sus maravillosas empresas. Cuanto más crecían las dificultades las enfermedades, más aumentaba él sus ánimos”12.


4 Una nueva etapa apostólica

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Analizando los hechos citados, se comprende bien de dónde provienen las indicaciones de nuestras Constituciones. Éstas, por una parte, invitan al enfermo a cuidar con moderación la propia salud, continuando en la medida de lo posible el trabajo comenzado; y, por otra, sugieren que las comunidades y los enfermos deben colaborar para potenciar los recursos que todavía perduran. “La comunidad rodea de atenciones y cariño a los hermanos ancianos y enfermos”13 y “los sostiene con caridad y oración más intensas”14. Así viene sucediendo entre nosotros cada vez más y mejor.

En estos servicios todos están comprometidos, y nadie debe quedar dispensado. En las comunidades puede haber también hermanos, sacerdotes o coadjutores, encargados específicamente del cuidado de los enfermos, ocupación tan importante como cualquier otra. Dando gracias al Señor, me parece que la sensibilidad y la atención hacia tales condiciones se han reforzado notablemente. Para este trabajo, cuando los hermanos no pudieran prestar los cuidados necesarios, se recurre laudablemente a personal externo, con tal de que no falten los cuidados domésticos, medicinales y de asistencia personal.

Entre nosotros, además, se ha ido confirmando un criterio que requiere previsión de parte de quien gobierna y disponibilidad por parte del hermano. Cuando se logra atender con suficiente autonomía a nuestros enfermos, éstos permanecen en las comunidades, según las modalidades que indican las Constituciones. Cuando, en cambio, nuestros enfermos tienen necesidad de asistencia y de ayuda particulares, es bueno que se los lleve a casas específicamente preparadas con personal y medios, y en general, próximas a estructuras hospitalarias eficientes. Las Inspectorías se han provisto ya de tales centros, singularmente o en colaboración, tratando de que esté atendida no sólo la parte médica, sino, sobre todo, la fraterna y espiritual.

El hermano ha de ser ayudado a comprender que se trata de una fase, en la que la existencia adquiere un nuevo significado apostólico, si se ofrecen con fe las limitaciones y los sufrimientos por los hermanos y por los jóvenes, y si el tiempo se orienta hacia la oración, la vida comunitaria y el trabajo que se pueda hacer. La oración, en efecto, dispone de mayor tiempo, así como la lectura, que puede hacerse con mayor calma y sin preocupaciones. No deberán faltar las visitas, las oportunidades de apostolado y cosas semejantes. En una palabra, en la enfermedad la acción apostólica no se elimina, sino que se multiplica.


Me parece oportuno aludir aquí, aunque sólo sea de pasada, a una cuestión de la que hay algunos síntomas, es decir, la responsabilidad y la sobriedad en el exigir atenciones costosas, en centros lejanos, considerados superespecializados y extraordinarios. Es verdad que la salud de los hermanos es un bien precioso. Pero también lo es que nosotros compartimos compromisos comunitarios y vivimos en la condición de los pobres. También aquí es necesario un discernimiento, que deberá tener en cuenta las condiciones personales, las esperanzas de curación, las perspectivas comunitarias, las consideraciones sobre la misión, que pueden ser algo diversas.

Se requiere, por lo tanto, por parte del hermano, “templanza” en las exigencias y especial disponibilidad para el discernimiento. Por parte del superior y de la comunidad son necesarios criterios no rígidos, sino atención a la situación concreta, en diálogo con los médicos.


Ésta es una reflexión que estoy profundizando desde hace algún tiempo, especialmente desde que me he visto obligado a una movilidad bastante reducida, pero acrecentada por la cercanía de muchos ángeles de la guarda.

Después de tantos años de servicio salesiano, me encuentro en la condición de ser servido, y atendido con gran amor y extrema delicadeza. Después de algunas situaciones iniciales embarazosas, ya he aprendido el precioso arte de dejarme servir, recibiendo todo como un don de amor.

Agradezco a todos los que están cerca de mí con su servicio, como los queridísimos médicos, las queridas Hermanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, los hermanos de la UPS y de la Pisana, a las Hijas de María Auxiliadora, especialmente a la Madre sor Antonia Colombo; a los numerosísimos visitantes y amigos: juntos me hacen respirar a mi alrededor un aire de casa, sereno y saludable.

Un especial aprecio quiero expresar a mi Vicario, que me acompaña con premura verdaderamente fraterna; a los miembros del Consejo General, que he visto a mi lado en los momentos más delicados.

Don Luc mismo –que está siempre cercano y sigue colaborando en su responsabilidad especial- me confirma cómo, desde su observatorio, puede percibir con claridad la participación asidua y fraterna de toda Familia Salesiana y de muchísimos amigos.

Confirmo con alegría su impresión. Como toda familia se moviliza por sus enfermos, así siento yo particularmente cercanos a los miembros de la Familia Salesiana, como testimonio de que ésta tiene un alma, más aún, un corazón, que genera y difunde fuego de caridad.

Os decía, en otra ocasión, que me siento como uno que recorre un camino entre dos filas de amigos. ¡Cada vez estoy más convencido de ella!.

En contacto con tanta amistad, y con atenciones tan premurosas, me siento en profunda sintonía con quien ha definido sabiamente el servicio como “un amor en acción”.

A decir verdad, también yo me esfuerzo por continuar sirviendo, según el ministerio que me fue confiado. Recuerdo que, en el Capítulo General 24º, cuando se habló de la edad avanzada del Rector Mayor y del peligro de enfermedad que va anejo a ella, hubo en el aula capitular quien subrayó con fuerza la importancia ministerial y carismática de este acontecimiento, que, más que exorcizar, hay que transfigurar.

Se quería evidenciar cómo un Rector Mayor enfermo y doliente no está fuera, sino dentro, más aún, en el corazón mismo del propio ministerio. ¿No era acaso la cruz el contexto y el tema de fondo de la Transfiguración?

Así me esfuerzo por vivirlo. Y no me resulta difícil descubrir, en todo esto, uno de los frutos de vuestra oración.

Y paso ahora a otro aspecto de mi reflexión.



ANCIANIDAD: UNA EDAD QUE DEBE SER REVALORIZADA


Mientras la enfermedad no tiene horas ni día de llamada, sino que se presenta y se impone, muchas veces sin previo aviso, la ancianidad viene hacia nosotros gradualmente, como el ocaso de un día espléndido. La ancianidad puede ser preparada y programada. En los últimos tiempos, al constatar que la vida humana media se ha prolongado con una calidad de vida cada vez mejor, se han multiplicado las iniciativas y las agencias profesionales que se proponen prevenir la ancianidad precoz, aprovechando mejor los recursos de la ancianidad fisiológica.

Sabemos que en los últimos años ha cambiado incluso la terminología: se prefiere hablar de “anciano” en vez de “viejo”, de “tercera edad” para referirse a la “sana vejez”, de “cuarta edad” para indicar la ancianidad con enfermedades crónicas, etc.

De un modo o de otro, queda el hecho de que envejecer es una realidad natural y biológica, que comienza desde cuando se nace. Pero se la vive como problema tanto cuando surgen enfermedades normales, típicas de la edad avanzada, como cuando comienza el proceso de progresiva marginación en relación con el anciano por parte de los demás miembros de la comunidad social. Se habla incluso de una “conjura del silencio”, o sea del miedo de afrontar todo lo que concierne a la tercera edad, evitando hasta tratar el tema.

Excesivas o mínimas son, al mismo tiempo, las expectativas que la sociedad espera del anciano, del cual se pretende o que tenga las mismas capacidades psicofísicas de la edad madura o, simplemente, que se retire sin hacer ruido. De hecho, se ha hecho notar que nuestra sociedad, mientras estimula la productividad, excluye del ciclo productivo y condena a la inactividad a un número elevadísimo de miembros que podrían continuar trabajando, aunque de otra forma, acudiendo al considerable patrimonio de su experiencia.

Por fortuna, la cultura y la misma ciencia médica han condenado lo que se podía considerar una visión negativa de la ancianidad. Respecto a ella se han hecho estudios sistemáticos sobre los sacerdotes que llegan a la edad de la pensión y están perfectamente actualizados y cualificados. Podemos decir, por lo tanto, que la visión de la ancianidad se presenta más positiva. También nosotros, en ámbito educativo, debemos dar vida a un relanzamiento dirigido a valorizar aquellas tareas que, aún en su sencillez, tienen un significado notable.

“Un buen portero es un tesoro”, decía Don Bosco15. También un buen maestro de música, un sacristán, un archivero, un bibliotecario, etcétera. Y, sobre todo, quedamos admirados de la nueva sintonía o simpatía entre jóvenes y ancianos, que reproduce la empatía que se manifiesta entre nietos y abuelos. Bastantes jóvenes se interesan tanto de los aspectos menos conocidos de una historia, como de la experiencia vivida, y asurgen expontáneos los relatos personales.

Se reconoce que la ancianidad es rica por la experiencia madurada. Es una ocasión para vivir la hora espiritual de la síntesis, de la serenidad y del ofrecimiento: socialmente y, para nosotros, educadores, educativamente útil y fecunda.

Es preciso, por lo tanto, prepararla con tiempo, desde la juventud, a través del principio de la formación permanente y una valoración positiva de sus posibilidades.

Es necesario potenciar las características: son conocidas, a este respecto, las asociaciones de ancianos, las universidades para la tercera edad, los centros de reunión, etc.

Hay que aceptarla con sus dones y dentro de sus límites, intentando liberarla de ellos en lo posible. De esto se ocupan la medicina, la psicología y en general la gerontología. De estas oportunidades se están ya aprovechando nuestros cursos de formación permanente, generales o específicos.

Es necesario rodearla del aprecio que se merece. Nos llega, a este propósito, una abundante producción bibliográfica. El año 1999, que fue proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas Año Internacional de las personas ancianas, tenía este característico eslogan: “Una sociedad para todas las edades”.

“Se trata de un problema nuevo –escribe el gerontólogo Giuseppe Baldassarre en su respetable volumen “Del saco a la riqueza”, la ancianidad del nuevo milenio- y bajo varios aspectos otra vez nuevo, denso de incógnitas y de repercusiones en diversos planos (político, económico). Se trata de un problema que, si por un lado requiere respuesta inmediata a las soluciones urgentes, por otro plantea con vigor la cuestión de una nueva orientación cultural de la existencia individual y social y, paralelamente, una revisión de viejos y consolidados modos de vida y de pensar, de proyectar y de intervenir”.

La vida consagrada lleva pensando en esto desde hace tiempo, después de una primera ingenua alarma frente al envejecimiento. Nuestra experiencia, junto a la de muchos Institutos, puede servir de campo de experiencia para que dé sus frutos también en la pastoral y en la animación social. Debemos, pues, vivir personalmente esta fase de la vida, inspirándonos en la Escritura y en el significado que ésta atribuye a la persona de los ancianos del pueblo, en la educación de las nuevas generaciones, en la transmisión de la alianza, en la experiencia de fe.



5 Una visión adecuada

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La primera exigencia, por lo tanto, es adquirir una visión justa de la ancianidad.

La vejez, entre las edades del hombre, no siempre goza de buen nombre. La niñez está llena de promesas, la juventud es brillante y alimenta esperanzas del futuro, la madurez es la plena expresión de los recursos, asumiendo las responsabilidades del presente. La ancianidad, en cambio, debe contar con el decaimiento físico, el peligro de la involución psicológica, el enrarecimiento de las relaciones, la separación de las responsabilidades, y por eso, en nuestra cultura, genera, en el mejor de los casos, un sentimiento de gratitud, de respeto y de amor, que se traduce en asistencia profesional y en atenciones afectuosas. Pero que, más raramente, induce a valorizar sus recursos originales.

En la raíz de semejante actitud hay una concepción de la vida en la que cuenta sobre todo la capacidad productiva, manual o intelectual, y que, según va disminuyendo ésta, pierde valor la misma existencia humana.

Sin embargo, no se puede aceptar que la llamada jubilación quede reducida a una edad de inercia y de pasividad. Si bien es precisamente esto lo que la cultura va introduciendo porque, aunque a veces implícitamente, la persona se ve relegada a la inutilidad16.

La exclusión del anciano del proceso productivo lo hace descender, si está identificado con el trabajador en paro, a los más bajos niveles de prestigio social. De esa forma se crea la idea de que es algo ”sobrante” y de “segunda categoría”. De golpe, con la pensión, se vuelven económicamente improductivos, culturalmente fuera de tiempo, socialmente aislados. Y, así, la edad de la jubilación se convierte en “fuente de inquietud” a nivel jurídico (con todo lo que conlleva el abandono del trabajo), a nivel económico (por el aumento de los gastos para la asistencia sanitaria), a nivel psicológico (por el sentido de abandono y de inutilidad que se vive y por el hecho de que, por derecho, la pensión se presenta como una imposición arbitraria e injusta)17.

Semejante visión, cuando predomina o simplemente subyace a la cultura del ambiente, es fácilmente interiorizada por los ancianos y produce, al menos en los más frágiles, una minusvaloración de las propias posibilidades. Se abre camino, como consecuencia, un deseo de marginación voluntaria, por la que los años “activos” se abrevian y los recursos de la ancianidad no logran desarrollarse de manera positiva.

La experiencia religiosa y salesiana nos mantiene alejados de esta mentalidad. Pero inevitablemente quedamos algo tocados por ella. El envejecimiento comunitario multiplica las preocupaciones y cada salto de la media de edad provoca comentarios sobre el futuro. Esto es legítimo por el hecho de que la Congregación se caracteriza por frentes que requieren energías frescas, mientras que, con frecuencia, su recambio no es proporcionado a los compromisos. Pero no sería legítimo mirar toda esta cuestión sólo o principalmente bajo la perspectiva del trabajo que realizar. El mismo empeño pastoral nuestro por la salvación de los jóvenes queda desfigurado cuando se lo considera sólo en términos de actividad, aun cuando ésta sea indispensable y representa su punta más visible.

Nuestra existencia consagrada es, en su totalidad y en su sentido concreto, lo que se convierte en don del Padre a los jóvenes, fuente de gestos y palabras que los ayudan a madurar como hombres y los abren al misterio de Dios. El Bautismo y la Profesión Religiosa colocan toda la vida bajo el signo particular del amor. El Espíritu comunica la misma fecundidad a la energía juvenil, a la madurez adulta y a la etapa de la ancianidad.

El crecimiento de la vida en el Espíritu no se detiene con los años o la enfermedad. Es más, a medida que el hombre exterior se va disolviendo, el hombre interior crece18 recogiendo los frutos de la entera existencia en espera del gran encuentro.

Así la condición de ancianidad resulta siempre revelación de la vida y debe ser valorada sólo por el camino hecho desde el nacimiento en la perspectiva de la madurez y de la consumación.

Sus riquezas no son solamente misteriosas o invisibles, sino que tienen manifestaciones que deben ser valorizadas en la convivencia, como la madurez espiritual, la disposición para la amistad, el gusto por la oración y la contemplación, el sentido de la pobreza de la vida y el abandono en las manos de Dios.

Así, pues, la condición anciana será ciertamente para nosotros objeto de cuidados y de atención afectuosa, y también recurso humano y pastoral que debe producir frutos en la comunidad y en la misión salesiana.



6 Ancianidad y misión juvenil

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Mirando a nuestra Congregación, reconocemos que el Señor nos bendice con la longevidad. Muchos de nuestros hermanos alcanzan una edad madura. Algunos, favorecidos por una particular energía física y psíquica, siguen en plena actividad en las ocupaciones que la obediencia les confía. Otros viven la condición de ancianos en serena laboriosidad, después de los años de pleno empleo en trabajos apostólicos y en responsabilidades comunitarias.

Su presencia enriquece el ambiente educativo y el trabajo pastoral con aportaciones originales.

La misión salesiana, en efecto, admite, más aún, requiere la aportación de todas las edades de la vida del hombre. Vemos hoy, como en el pasado, a hermanos ancianos comprometidos según sus fuerzas en la asistencia a los jóvenes, en el ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual, en la predicación, en la atención diligente a algún sector importante de la casa (biblioteca, archivo, secretaría, administración, museo, laboratorio, iglesia), en la acogida de los huéspedes, en el cuidado de los enfermos, en una actividad reducida, pero preciosa, de enseñanza y de tantas otras formas difícilmente numerables.

A este propósito, pienso con simpatía y afecto en tantos Salesianos ancianos que, precisamente gracias al tiempo libre de que disponen, han podido encontrar en el patio a muchachos y jóvenes en busca de una orientación vocacional, los han acompañado en la formación humana y cristiana, se han puesto a su disposición en la celebración del sacramento de la reconciliación, ejercitando el ministerio de la palabra y del consejo del que todos sentían necesidad en un mundo que aturde con sus rumores y no deja espacio para un encuentro personal.

Y con gratitud y reconocimiento dirijo mi pensamiento a los Salesianos ancianos que conservan lazos de afecto con los numerosos exalumnos a los que han dado sus mejores energías y con los que comparten, aunque sea de forma reducida, proyectos e iniciativas de solidaridad, de voluntariado, de presencia y de animación en el territorio.

Esta riqueza tiene importantes repercusiones en toda la comunidad, como el testimonio de una vida que va llegando a su consumación; como la sabiduría que da la justa medida a cada aspecto de la existencia a la luz de la llegada definitiva; como la experiencia de los problemas y de las personas que es comunicada por quien ha recorrido ya las diversas etapas de la vida. La ancianidad es también memoria del pasado, que hace ver la interdependencia entre las generaciones y contacta con el momento original del carisma o de una obra en particular. Esto hace que los ancianos sean casi indispensables en las comunidades de formación inicial.

Con frecuencia, a los años se le añade la salud débil o una enfermedad terminal y, como consecuencia, la actividad se reduce y puede cesar totalmente. Se depende de los demás. Los hermanos entonces participan en la misión salesiana con la oración, el sufrimiento y el ofrecimiento de la propia vida. Haciendo así, se convierten en canal de gracias y en fuente de bendición para la comunidad y para los jóvenes.

“Enriquecen el espíritu de familia y hacen más profunda su unidad”, dice el artículo 53 de las Constituciones. Efectivamente, el dolor no sólo purifica a quien lo sufre, sino que despierta en los hermanos energías de participación y de servicio. Al lado del hermano que sufre, la comunidad se encuentra unida en la solidaridad vocacional y en el afecto fraterno.

Por todo esto se ha hablado de la longevidad como de un “carisma”, un don, que santifica a quien lo recibe y se vuelve fuente de santificación también para los demás. A condición de que se viva como una gracia por parte de quien es su portador y por parte de los que son copartícipes.



7 Comprender la condición de los ancianos

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Quien entra en las llamadas tercera y cuarta edad tiene necesidad de una ayuda particular. Los hermanos y las comunidades están invitados a ofrecerla dentro de la normalidad de la vida fraterna.

La primera ayuda consiste en la valoración comunitaria de la persona. Es importante hoy proclamar la misión que las personas de una cierta edad tienen dentro de la convivencia y, por consiguiente, será importante promover esta faceta.

Esto comporta ayudar a los hermanos a tomar plena conciencia de la nueva fase que se abre ante ellos, de los recursos de que disponen, de las nuevas metas que les esperan y también de los desapegos y de las adaptaciones que la edad exige. Es una de las etapas significativas de la formación permanente, que el documento sobre la formación en los Institutos Religiosos subraya y recomienda: “En el momento del retiro progresivo de la acción, las religiosas y los religiosos sienten más profundamente en su ser la experiencia que Pablo describe en un contexto de marcha hacia la resurrección: ‘No perdemos el ánimo, no desfallecemos; aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día’ (2 Cor 4,16) (...). El religioso debe vivir estos momentos como una oportunidad única de dejarse penetrar por la experiencia pascual del Señor Jesús hasta desear morir para ‘estar con Cristo’, en coherencia con su opción inicial: “y conocerle a Él, el poder de su resurección y la comunióin en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurección de entre los muertos”(Flp 3, 10-11)”19.

En alguna parte se ha provisto predisponiendo para los hermanos de la tercera edad un tiempo extraordinario, que ha podido contar también con competencias especializadas. Los resultados han sido satisfactorios. En otros casos, los hermanos mismos, sintiendo esta necesidad, han participado en iniciativas de formación permanente que ofrecían tiempos y medios para alcanzar los mismos objetivos.

Hay que pensar, además, en modalidades de trabajo comunitario, que consientan el empleo de las personas durante el mayor tiempo posible. Está claro que no se trata sólo de tener ocupados a los hermanos, sino de descubrir aportaciones útiles a la misión salesiana según las capacidades y las fuerzas de cada uno. Inserta, como está, en un vasto movimiento de personas y abierta a servicios diversísimos, la comunidad puede incorporar en su propio proyecto cualidades y prestaciones originales.

Esto llevará a un compromiso mayor no sólo en los momentos de oración y de convivencia fraterna, sino también en la corresponsabilidad comunitaria, creando círculos amplios de relaciones, de intercambios y de colaboración. Como siempre, el secreto del resultado es el conjunto, que se enriquece con la vitalidad de muchas presencias, entre las cuales hay lugar para todos los ancianos, como porteros, sacristanes, ayudantes de enfermería, asistentes de patio, bibliotecarios, etc.

Una atención particular se debe reservar para los servicios que tienen la función de consentir al anciano vivir su propia existencia en un contexto garantizado, rico de posibilidades de valoración de sus recursos y carente, en lo que sea posible, de obstáculos. Pienso, de manera específica, en la información debida y necesaria sobre las condiciones de salud, en los indispensables controles médicos periódicos y sistemáticos, en la implicación en las prácticas pensionistas, en las propuestas de utilización del tiempo libre en actividades educativas, en la supresión de barreras arquitectónicas, de modo que sea posible su presencia en todos los ambientes comunitarios.

Respecto de la asistencia médico-sanitaria, las Inspectorías han madurado criterios y puesto en acto iniciativas que conviene recoger, porque constituyen ya una praxis adecuada.

Como ya he indicado antes, hablando de la enfermedad, los hermanos permanecen en las comunidades activas mientras son autosuficientes o, si están enfermos, mientras la comunidad local pueda atenderlos debidamente. El espíritu de familia y el testimonio educativo nos orientan hacia esta solución. Aplicamos a la comunidad lo que Juan Pablo II decía a los consultores familiares: “Sacar al anciano de la casa es muchas veces una violencia injusta. La familia con su afecto puede hacer aceptable, voluntario, operante y sereno el momento precioso de la ancianidad. Hay en el anciano recursos que deben ser considerados en su debido valor y de los que la familia puede aprovecharse para no empobrecerse, si quedasen desatendidos u olvidados”. En la misma línea se orienta la ciencia médica que da la preferencia a la asistencia a domicilio y la sostiene con iniciativas de perfil nuevo para asegurar un suficiente servicio sanitario.

En cambio, para quienes necesitasen cuidados continuos y especializados, las Inspectorías han predispuesto casas en las que el servicio médico, el ambiente y la atención crean condiciones óptimas de asistencia. La experiencia va sugiriendo modalidades que hacen aceptable este paso ciertamente difícil. Por parte del hermano hay que saber prevenir con serenidad esta eventualidad, acogiéndola como un signo de amor de la Congregación, como una medida conveniente para la salud y como una colaboración en la misión de la comunidad. El consentimiento y la aceptación facilitan las cosas.

Los Salesianos ancianos se encuentran mejor cuando estas casas están cerca de otras en las que se desarrollan normalmente actividades salesianas y ofrecen la posibilidad de pequeñas colaboraciones, de participación ocasional en momentos comunitarios y de simple esparcimiento, aun sólo visual, del movimiento de jóvenes y de adultos. Es también digna de alabanza la diligencia con que las comunidades, en las que estos hermanos han trabajado, siguen visitándolos y teniéndolos informados de su vida.

Es fundamental la capacidad de los hermanos encargados de animar a cada persona, a grupos homogéneos y a toda la comunidad de estas casas. Estos hermanos tratan de adecuar la oración, de animar el trabajo posible, de reavivar las relaciones, de proveer informaciones, de acompañar a cada uno juntamente con los especialistas.

Nuestro sincero agradecimiento a esos hermanos que acogen la obediencia de trabajar en estas casas. Ellos expresan a los ancianos la gratitud y el afecto de la Congregación. Hay que pensar en una cualificación que les consienta acompañar a los ancianos con competencia pastoral y espiritual.



8 A envejecer bien se aprende desde jóvenes

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La ancianidad, como cualquier edad de la vida, sufre crisis y presenta riesgos. Somos testigos de ello. Al lado del anciano activo está el jubilado precoz. Junto a quien difunde serenidad y confianza se encuentra quien es presa de la ansiedad y del pesimismo. Hay quien asume con alegría ocupaciones y responsabilidades más de acuerdo con sus propias fuerzas, y quien se aferra a un determinado oficio o trabajo, impidiendo incluso su necesaria sustitución.

Tales situaciones no nos toca juzgarlas, porque las causas del humor, de la vivacidad o de la depresión se escapan con frecuencia al control de la persona. Pero la prolongación de la vida, que discurre en todo el mundo, nos impulsa a pensar con tiempo cómo vivir esta etapa de la vida por el Señor y por los jóvenes en todas sus posibilidades.

En efecto, la calidad que tendrá la condición anciana de cada uno no es casual ni totalmente imprevista. Depende de la respuesta que la persona es capaz de dar. Y ésta no se improvisa. Se prepara en los años que preceden. Ordinariamente en la ancianidad se recogen los frutos de lo que se ha aprendido y practicado. Envejecer se convierte así en un ejercicio de toda la vida, que consiste en afrontar positivamente los desafíos a la maduración, en fidelidad a la propia vocación.

Se tiene un buen envejecimiento si el estilo de vida, aún antes de la tercera edad, era excelente. Se ha afirmado, a este propósito, que “el estilo de vida está estrechamente unido con la personalidad y, por eso, no es fácilmente modificable en la vejez: es la resultante de factores génicos y de una serie de aprendizajes en la edad evolutiva”. Esto, obviamente, no se debe tomar en sentido determinista, ya que “es siempre posible, aun en edad tardía, actuar con la educación para modificar conscientemente ciertos planteamientos y ciertas costumbres que pueden estar cristalizadas por estar estrechamente conexas con los rasgos de la personalidad”20.

Algunos aspectos o actitudes tienen, por eso, una importancia particular. El primero es la tensión hacia un crecimiento ininterrumpido como respuesta a la llamada del Señor. Tal tensión comporta atención a la experiencia espiritual que se va desarrollando en nosotros, por la que descubrimos con una profundidad cada vez mayor la obra de Dios en nuestra vida. A ella en un religioso educador va unida la apertura cultural, que nos hace capaces de captar nuevos significados y nos dispone a asumir serenamente los cambios necesarios.

Un segundo aspecto que considerar es el trabajo: el modo con que nos preparamos al trabajo, cómo se realiza, cómo se aplican con flexibilidad las competencias adquiridas. Es seguro que, a igualdad de condiciones físicas y psíquicas, los que han adquirido una profesionalidad seria y la han consolidado luego en una área de trabajo, continúan en forma egregia sus prestaciones aún cuando llega la disminución de las fuerzas. El largo ejercicio, la experiencia acumulada, las síntesis maduradas, hacen preciosas también las aportaciones cuantitativamente reducidas. Al contrario, una acción iniciada sin el soporte de la competencia, hecha en forma dispersa, sometida a continuos cambios de áreas, no conduce a la madurez, sino que provoca un sentido de inadaptación y un retiro prematuro.

Ésta es una atención que se nos exige a cada hermano, y también a los que organizan la acción y proyectan el desarrollo de una Inspectoría o de una obra. Dos artículos de los Reglamentos la exigen. Uno se refiere a la competencia que se debe adquirir: “Estudie cada hermano con sus superiores el campo de cualificación que va más de acuerdo con sus dotes personales y las necesidades de la Inspectoría, dando la preferencia a cuanto concierne a nuestra misión. Conserve la disponibilidad característica de nuestro espíritu, y esté dispuesto a renovarse periódicamente”21. El artículo 43, en cambio, previene contra el “trabajo desordenado” y sugiere una equilibrada distribución de los quehaceres, de distensión y de tiempos de formación.

Los dos artículos sugieren que es irrenunciable, hoy, dar más importancia a las personas que a las obras; y que no hay que sacrificar la formación inicial o permanente o la calidad de la vida y de la acción a la urgencia de “sostener” estructuras e iniciativas.

Se realizará de este modo el anhelo del Salmo:

“En la vejez seguirá dando fruto

y estará lozano y frondoso,

para proclamar que el Señor es justo” (Sal 91,15-16).

Es indispensable, de todos modos, que cada uno se prepare a envejecer, desde la juventud, para desarrollar un estilo positivo que permita vivir bien la propia condición anciana.

Entre las dotes que es necesario desarrollar para vivir serenamente en la tercera edad debe recordarse la adaptabilidad, entendida no sólo como aguante, resignación o sumisión a los acontecimientos de la vida cotidiana, sino sobre todo como capacidad para la modificación de los programas, para la adaptación a las nuevas condiciones tanto físicas como sociales, para lograr los resultados deseados a través de modalidades nuevas y diversas de las utilizadas anteriormente. El anciano tiene una doble posibilidad en relación con los problemas que se le presentan: o enfatizar y dramatizar la pérdida de un papel social, o valorizar el tiempo que tiene a disposición para realizar iniciativas y proyectos. En este sentido, la adaptabilidad debe ser educada, preparada y potenciada.

Otra dote que se debe desarrollar, y que es determinante para el estilo de vida del anciano, es la creatividad que, si se ha practicado desde la juventud, se traduce en capacidad original de integrar las propias habilidades y conocimientos en visiones mucho más amplias y en iniciativas particularmente estimulantes.

Pero más importante aún es la constante y creciente conciencia de que la propia existencia, a pesar de la edad, los achaques y los impedimentos progresivos, conserva siempre una dignidad propia y un sentido propio. Mientras la mentalidad consumista acentúa el valor productivo como fundamental, hace falta subrayar que el anciano puede, y debe, desarrollar un papel particularmente activo, porque en él pueden darse seguridad afectiva, disponibilidad para la escucha, testimonio que invita a la meditación y al reajuste de los problemas. Muy oportunamente se ha hecho ver que “en líneas generales, constituye una grave pérdida social el sacar fuera de sus directrices de desarrollo a las personas ancianas con el retiro y el aislamiento. Cuando, al final, ellos ya no sean capaces de una acción civil, podrán transcurrir válidamente su tiempo en recomponer juntos los fragmentos de cuanto han conocido de la vida y continuar buscando su sentido en el estudio o en el pensamiento filosófico o religioso”22.


9 Formación permanente, en la comunidad local e inspectorial

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Cuanto se ha dicho sobre la preparación de las diversas edades o etapas de la vida, se puede relacionar con el principio general de la Formación Permanente.

Con la nueva redacción de la Ratio, éste es el criterio central de toda la formación. Ésta pretende no sólo plasmar exteriormente a las personas, sino crear en ella dinamismo y deseos de crecimiento intelectual, espiritual, pastoral y de relaciones. Da también indicaciones útiles sobre los métodos y sobre los recursos para la vida. La formación inicial es importante, pero es sólo inicial. Si se detuviese ahí, no serviría para la vida que va adelante psicológica, social, profesional y religiosamente.

Es necesario mantenerse en un dinamismo y en un deseo continuo de crecimiento como quien descubre nuevos panoramas. Esto asegura una cualificación y una preparación adecuada para todo el desarrollo posterior de la persona y para cada etapa y circunstancia de la vida. Además esto guarda particularmente relación con la experiencia de Dios, fuente inagotable de verdad y de sabiduría, y con la meditación de su palabra.

En la proximidad del CG25, la referencia va dirigida a las comunidades, como factores y ámbitos primeros de la formación permanente. Ellas organizan el tiempo y el trabajo, las oportunidades y el estilo de los encuentros; practican las diversas formas de profundización y de evaluación, como son el discernimiento, la programación, la revisión de vida. Por medio de ellas, sobre todo, los hermanos comunican con sencillez su experiencia espiritual, profundizan y ensanchan las relaciones, proponen lecturas iluminadoras.

A lo que hace la comunidad local en lo cotidiano, siempre enriquecido y nunca rutinario, se añaden las oportunidades ofrecidas por la comunidad inspectorial. Conviene que tales oportunidades estén bien relacionadas, lleguen a todos, y unan el aspecto pastoral y espiritual al teológico y ascético.

Hoy hay en las Inspectorías una Comisión para la formación. Corresponde a ella asistir al Inspector y a su Consejo para los planes de asistencia para el crecimiento. Pero el sujeto determinante será siempre el hermano mismo, arraigado en su vocación, atento a su profesionalidad, entusiasta de su campo apostólico.


Queridos hermanos, he compartido con vosotros estas reflexiones sobre la condición de enfermedad y/o ancianidad, presentes en nuestras comunidades, y lo he hecho –como os decía- desde el observatorio particular de mi condición actual, a la que el Señor me ha llamado.

Al concluir, mi pensamiento se dirige a María y a su presencia constante en todo momento y circunstancia de nuestra vida, como lo fue en la de Don Bosco. Dos imágenes marianas, grabadas en el Evangelio, me parece que iluminan bien las condiciones de vida de que hablaba: la de la Visitación y la de la Virgen a los pies de la Cruz.

En la primera, al contemplar a María que visita a su prima Isabel, llevando en su seno al Señor y llena del Espíritu, advertimos la cercanía materna de la Virgen al lado de todos los que están en necesidad, y percibimos una cercanía que infunde esperanza y, sobre todo, comunica el don y la fuerza del Espíritu.

En el momento del Calvario, donde María está a los pies de la Cruz, contemplamos a la Madre que, participando en el dolor de su Hijo divino, comparte también los sufrimientos de todos sus hijos espirituales que, en las circunstancias más diversas, están unidos a la Cruz de Cristo. Desde el Calvario Ella nos enseña “la fidelidad en la hora de la Cruz”23, y nos indica la victoria de la Resurrección.

Queridos hermanos, mientras de nuevo os agradezco vuestra cercanía y vuestra oración, confío a cada uno de vosotros y a vuestras comunidades a la protección de María, deseándoos un fecundo trabajo educativo y pastoral, en la perspectiva del Capítulo General que se acerca, y que encomiendo de nuevo a vuestra oración y a vuestra especial y urgente atención.



9.1 Juan Vecchi

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NOTA RESPECTO A LA CARTA DEL RECTOR MAYOR


Queridos hermanos:,

En la situación en la que se encuentra, pues también él está enfermo, el Rector Mayor muestra una atención especial por los hermanos enfermos. Les escribió una carta con ocasión de la Pascua, visitó algunas casas donde residen hermanos enfermos y todavía quería visitar otras más. Ahora, se ha dedicado a comunicar su experiencia en una carta circular, consciente del hecho de que antes o después podrá ser útil a todos.

Muy bien podéis pensar que, por las condiciones de salud en la que don Vecchi se encuentra actualmente, esta carta no ha salido tal como está escrita de la pluma de don Vecchi. Durante todo este período de enfermedad el secretario y las Hermanas de los Sagrados Corazones han recogido sus muchas expresiones, reflexiones y comentarios y hasta las han grabado. Con todo este material hemos “construido” la carta. Los pensamientos son de don Vecchi, incluso algunos trozos han sido elaborados por él mismo, cuando esto todavía era posible. Finalmente él ha dado su conformidad a todo.

Esta carta del Rector Mayor enfermo es, pues, una reflexión hecha por él mismo en diversos momentos, desde su habitación en la enfermería, desde su lecho de soledad y de sufrimiento. Es preciosa porque viene desde la profundidad del alma, con las ganas de comunicar a los hermanos la serenidad y la confianza en Dios que él está viviendo.

Contuemos rezando por él, poniendo por intercesor a Artémides Zatti.


Luc Van Looy, sdb

Vicario del Rector Mayor


1 Cf. Lc 8,54

2 Cf. Mc 9,17-27

3 Cf. 1 Jn 1,1-3

4 Cf. Sal 30,6.16; Lc 23,46

5 Const. 53

6 Cf. MBe I, pág. 386

7 MBe II, pág. 373

8 Cf. MBe X, pág. 214-289

9 Cf. MBe X, pág. 235

10 MBe XVIII, pág. 229

11 MBe XVII, pág. 58

12 MB IV, pág. 173

13 Const. 53

14 Const. 54

15 Cf. MBe IV, pág. 442

16 M. Spandonaro, Problemi del pensionamento e minimo vitale, en: Anziani e società, Edizioni del Rezzara, Vicenza 1982, pag. 117-122


17 S. Burgalassi, L’età inutile: considerazioni sociologiche sull’emarginazione anziana, Pacini, Pisa 1975


18 Cf. 2 Cor 4,16

19 Orientaciones sobre la formación en los Institutos religiosos, 1990, n. 70

20 M. Barucci, Psicogeragogia. Mente, vecchiaia, educazione, UTET, Florencia 1989, pag. 226

21 Reg. 100

22 G. W. Allport, Psicologia della personalità, LAS, Roma 1977, pag. 252-253

23 Const. 92