CARTA_Actas_410


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actas
del consejo general
de la sociedad salesiana
de San Juan Bosco
ÓRGANO OFICIAL DE ANIMACIÓN Y COMUNICACIÓN PARA LA CONGREGACIÓN SALESIANA
410 año XCII
mayo-agosto de 2011 núm.
1.  CARTA DEL RECTOR MAYOR
Don Pascual CHÁVEZ VILLANUEVA
ESPIRITUALIDAD Y MISIÓN
Discípulos y apóstoles de Jesús Resucitado
03
2. ORIENTACIONES Y DIRECTRICES
Don Francesco CEREDA
Fidelidad vocacional
25
3.  DISPOSICIONES Y NORMAS
No se dan en este número)
4.  ACTIVIDADES DEL CONSEJO GENERAL 4.1  Crónica del Rector Mayor
43
4.2  Crónica del Consejo General
50
5.  DOCUMENTOS Y NOTICIAS
5.1   Convocatoria del trienio de preparación 
al bicentenario del nacimiento 
de Don Bosco
55
Nueva oración a san Juan Bosco
58
5.2   Mensaje del Rector Mayor a los jóvenes
del Movimiento Juvenil Salesiano
59
5.3   Nombramiento del nuevo Economo General 65
5.4   Nuevos Inspectores
65
5.5   Nuevos Obispos salesianos
71
5.6   Personal salesiano al 31/12/2010
73
5.7   Hermanos difuntos
76

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SIGLAS
ACG
Actas del Consejo General
ACSSA Associazione Cultori Storia Salesiana
ADMA Asociación de Devotos de María Auxiliadora
AFO
Visitaduría de África Occid. Francófona
AFW
Visitaduría de África Etiopía-Eritrea
ANS
Agencia de Noticias Salesianas
ANT
Inspectoría de las Antillas
BS
“Boletín Salesiano”
CEP
Comunidad Educativo-Pastoral
CG 26 Capítulo General XXVI (2008)
CG 27 Capítulo General XXVII (2014)
CIVCSVA Congregazione per gli Istituti di Vita
Consacrata e le Società di Vita Apostolica
CNOS/FAP Centro Nazionale Opere Salesiane—
Formazione e Aggiornamentro Professionale
CONFERPAR Conferencia de Religiosos de Paraguay
Const., C. Constituciones de los SDB
CS
Comunicación Social
DKMR D irección del Consejo Católico Alemán
de Misiones
EDEBÉ Editorial Don Bosco, Barcelona
EE.UU. Estados Unidos de América
FMA
Hijas de María Auxiliadora
FRB
Inspectoría de Francia/Bélgica Sur
FS
Familia Salesiana
FSDB Formación de los SDB
GBR
Inspectoría de Gran Bretaña
HAI
Visitaduría de Haití
ICP
Inspectoría Circunscripción Piamonte
INB
Inspectoría de la India / Bombay
INC
Inspectoría de la India / Calcuta
IND
Inspectoría de la India / Dimapur
ING
Inspectoría de la India / Gawahati
INH
Inspectoría de la India / Hyderabad
INK
Inspectoría de la India / Bangalore
INM
Inspectoría de la India / Madrás
INN
Inspectoría de la India / Nueva Delhi
INP
Inspectoría de la India / Panjim
INT
Inspectoría de la India / Tiruchy
JMJ
Jornada Mundial de la Juventud
JUK/SPEL Joyeuse Union de Kénitra/Section
Professionnelle Électricité
LDC
Libreria Dottrina Cristiana (ElleDiCi)
LEV
Libreria Editrice Vaticana
MBe      M emorias Biográficas ed. española
MJS
Movimiento Juvenil Salesiano
NPG
“Note di Pastorale Giovanile˝
NBCLC C entro Nacional de Biblia, Catequesis
y Liturgia de la Conferencia Episcopal
(India)
ONG Organización No Gubernamental
PJ
Pastoral Juvenil
PLN
Inspectoría de Polonia Norte (Piła)
PLO
Inspectoría de Polonia Oeste (Breslau)
PLS
Inspectoría de Polonia Sur (Cracovia)
POR
Inspectoría de Portugal
SBA
Inspectoría de Barcelona (España)
SBF
Studium Biblicum Franciscanum
SBI
Inspectoría de Bilbao (España)
SDB
Salesianos de Don Bosco
SLE
Inspectoría de León (España)
SMA
Inspectoría de Madrid (España)
SMA
Hermanas de María Auxiliadora
SSCC Salesianos Cooperadores
SSCS Sistema Salesiano de CS
SSE
Inspectoría de Sevilla (España)
SVA
Inspectoría de Valencia (España)
UISG Unión Internacional de Superioras
Generales
UPS
Universidad Pontificia Salesiana
USG
Unión de los Superiores Generales
VDB
Voluntarias de Don Bosco
ZMB
Visitaduría de Zambia/Malawi/
Zimbabwe/Namibia
Central Catequística Salesiana
Alcalá, 166 / 28028 Madrid
Edición extracomercial
Imprime: GRÁFICAS/85, S.A. (Madrid)

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
ESPIRITUALIDAD Y MISIÓN
Discípulos y apóstoles de Jesús Resucitado
Punto de partida.1. Origen pascual de la misión.2. Dinamismo existencial de la
misión.3. Modalidad de actuación de la misión.4. Mística profunda de la misión.
Conclusión.
Roma, 24 de abril de 2011
Solemnidad de la Pascua del Señor
Queridos hermanos:
Os saludo con la inmensa alegría del Señor Jesús resucitado, nuevo
Adán, que nos hace discípulos y apóstoles para realizar su misión de
renovar en profundidad a la humanidad, liberándola de toda clase de
mal y transformándola con la fuerza del Amor. Fue en una solemnidad
de Pascua cuando Don Bosco pudo finalmente encontrar un ‘techado’
para empezar su misión educativa pastoral en favor de los jóvenes po-
bres y abandonados. Fue en una solemnidad de Pascua cuando nuestro
fundador y padre fue canonizado, confirmando con la santidad su ex-
periencia espiritual y pedagógica de Valdocco. En esta solemnidad de
Pascua os invito a vivir con un auténtico espíritu misionero en todas
las partes del mundo.
Después de mi última carta, en la que os presenté el comentario al
Aguinaldo «Venid y veréis» y os invité a promover una ‘cultura vocacio-
nal’, fruto de un ambiente caracterizado por un atrayente y envolvente
espíritu de familia, por una fuerte experiencia espiritual y una com-
prometedora dimensión apostólica, ha habido acontecimientos muy
importantes que ahora os comunico.

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4
ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
Ante todo en el “Salesianum” de Roma se han celebrado las Jorna-
das de Espiritualidad sobre el tema del Aguinaldo 2011, con una gran
participación de los diversos grupos de la Familia Salesiana. Agrada
constatar que este momento se haya convertido en un potente coagu-
lante de las diferentes ramas, haciendo crecer la identidad, la comu-
nión y la misión de toda la Familia de Don Bosco.
Desde el 8 al 11 de febrero, con don Francesco Cereda y don Juan
José Bartolomé, participé en el Seminario teológico, organizado por
la Unión de los Superiores Generales (USG) y la Unión Internacional
de las Superioras Generales (UISG), sobre el tema «Teología de la vida
consagrada. Identidad y significatividad de la vida consagrada apostó-
lica». Participaron 30 teólogos/teólogas de todo el mundo y 20 Superio-
res/Superioras Generales. El tema lo habían escogido las dos Uniones
de Superiores y Superioras para señalar las cuestiones emergentes y
vitales que la vida consagrada apostólica está experimentando, favore-
ciendo una perspectiva de diálogo entre las preguntas y las respuestas,
entre las expectativas y las propuestas, entre los retos y los caminos
que se pueden recorrer. En la diversidad de los lenguajes y de las ne-
cesidades, han surgido inmediatamente dos cuestiones como las más
necesitadas de profundización y vivencia; son las dos cuestiones que
aparecen en el título del Seminario: la significatividad y la identidad.
La significatividad de la Vida Consagrada puede buscarse sólo en su
importancia evangélica y hay que buscarla, pues, no tanto en la recupera-
ción de espacios de visibilidad y de prestigio en la sociedad y/o en la Igle-
sia, como en su identidad carismática, evangélica y profética: ser memoria
viva de la forma de vida de Cristo, según el carisma de fundación, empapa-
da en el Misterio de Dios y comprometida en medio del mundo, amado por
Él. La identidad de la Vida Consagrada además debe comprenderse cada
vez más hoy como una identidad «relacional» y «en camino». Esa identidad
se funda en la consagración bautismal común; en ella se reconoce una
profunda fraternidad con todas le vocaciones cristianas; de ella, por regalo
de Dios, extrae la mayor gracia, intentando proponer y actualizar la misma
forma de vida de Jesús. Es una identidad «en camino» precisamente porque
se juega sobre una dialéctica entre una referencia que es siempre idéntica,
la vida de Jesús, y otra realidad que está siempre en cambio, la situación
histórica concreta.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
5
Se han realizado después las tres primeras «Visitas de Conjunto»: en
la Región Asia Sur en Bangalore (India); en la Región Asia Este y Oceanía
en Hua Hin (Tailandia); y en la Región América Cono Sur en Santiago de
Chile. Deben subrayarse los temas escogidos por las dos Regiones de Asia,
referidos a la inculturación del carisma salesiano y la evangelización en las
sociedades postcristianas, cristianas y plurirreligiosas.
Hemos vivido, finalmente, en este periodo, la solidaridad con el pueblo
japonés, duramente probado por un terremoto y un tsunami devastadores
que, sobre todo después de las graves averías de algunos reactores de una
central nuclear, han aterrorizado al mundo y han elevado su voz, pidiendo
reflexión y replanteamiento.
Esta nueva carta, siempre en línea con el CG26, está en estrecha co-
nexión con los dos últimos Aguinaldos de 2010 y 2011 y en perfecta sinto-
nía con el próximo Sínodo de los Obispos, que trata de «La nueva evange-
lización para la transmisión de la fe cristiana». Es una reflexión sobre el
carácter misionero de la Iglesia y de la Congregación y, de modo especial,
de la evangelización como horizonte de la actividad ordinaria de la Iglesia,
del anuncio del Evangelio «ad gentes», y de la obra de evangelización «intra
gentes».
Ha madurado ya la convicción de que todo el mundo se ha converti-
do en tierra de misión. El artículo 6 de las Constituciones dice sobre ello
que «la vocación salesiana nos sitúa en el corazón de la Iglesia y nos pone
totalmente al servicio de su misión». Esto para nosotros se traduce en la
misión de ser evangelizadores de los jóvenes, en el cuidado de las voca-
ciones apostólicas, en la educación de la fe en los ambientes populares,
especialmente con la comunicación social, y en el anuncio del Evangelio a
los pueblos que no lo conocen. Espero que la lectura de esta comunicación
os estimule a ser alegres y convencidos discípulos y apóstoles de Jesús.
Punto de partida
Querría partir, en esta carta sobre Espiritualidad y Misión, de Mt
28,16-20, el texto evangélico clásico del mandato misionero, que el
Señor Jesús resucitado confía a sus discípulos y con el que se cierra el
evangelio de Mateo. Se trata de un pasaje que nosotros los Salesianos,
enviados a los jóvenes, llevamos sin duda en el corazón como clave de

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
lectura de nuestra existencia y como impulso interior de nuestra activi-
dad. En las pocas palabras del texto evangélico la naturaleza auténtica
de la misión cristiana se expresa en una síntesis maravillosa, cuya ri-
queza debe descubrirse siempre en la oración constante, en la tarea de
la reflexión y en la obediencia de la vida. Os invito por eso a escuchar
con apertura de corazón y frescura de mente las palabras que Jesús
resucitado dirigió a los Once, en su último encuentro con ellos. Se pre-
sentan como síntesis y clave de lectura de toda la narración evangélica.
Los once discípulos, mientras tanto, fueron a Galilea, al monte que Je-
sús les había señalado. Cuando lo vieron, se prostraron. Pero dudaron.
Jesús se acercó y les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo
que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo» (Mt 28,16 y 18-20).
En el breve relato impresiona enseguida un hecho: el imperativo
con el que Jesús resucitado asigna a los Apóstoles, y en ellos a la Iglesia
de todo tiempo, el mandato misionero «Id y haced discípulos a todos
los pueblos». Se encierra entre dos afirmaciones en indicativo, que se
refieren a Jesús mismo y expresan su identidad: una declaración sobre
su autoridad universal —«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la
tierra»— y una Palabra para asegurarles —«Yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo». El mandato misionero va precedido,
pues, de la afirmación de Jesús que proclama su autoridad soberana
y universal; va seguida después por la promesa de estar siempre y en
todas partes con sus enviados.
La estructura literaria del relato describe de modo eficaz la esencia
cristológica de la misión. El mandato apostólico está puesto entre dos
sentencias que se refieren a Jesús resucitado, porque es a partir de Él
cómo se comprende la índole y el sentido de la misión cristiana. Lo
que los apóstoles y misioneros de toda época deben hacer deriva de
lo que Él es, que de Él nace y con Él crece. Lo que Jesús, resucitado
de entre los muertos, ha llegado a ser tiene consecuencias ineludibles
para lo que sus discípulos deben hacer; dicho con otras palabras, ya
que Jesús resucitado es Señor universal y es compañero permanente de
los discípulos que lo han visto y adorado, Él los puede enviar con un

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
7
cometido preciso: convertir a los pueblos en discípulos, consagrados
por Dios con el bautismo y enseñados por ellos para que cumplan la
voluntad del Señor Jesús.
Os ofrezco, por eso, algunas reflexiones sobre este tema central,
desarrollando cuatro puntos que este denso relato evangélico propone:
el origen pascual de la misión; su dinamismo existencial; sus modos de
actuación; su mística profunda.
1.  ORIGEN PASCUAL DE LA MISIÓN
Como ya sugería, la primera afirmación del texto es una solemne
declaración del Señorío absoluto de Jesús resucitado, puesta en la boca
del mismo Jesús. Expresa de modo profundo la eficacia del aconte-
cimiento pascual: mediante la resurrección Jesús ha sido constituido
en el pleno ejercicio de su poder y comparte, con todos los derechos,
también en su propia humanidad, el señorío salvífico de Dios sobre el
cosmos y la historia.
Por esto se le puede atribuir el nombre que en Mt 11,25 se aplica
al Padre: «Señor del cielo y de la tierra». Oímos en este título el eco
de la profecía de Daniel sobre el Hijo del Hombre (cfr. Dan 7,14), que
Jesús se aplica a sí mismo ante el Sanedrín: «Veréis al hijo del hombre
sentado a la diestra del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo»
(Mt 26,64). Comprendemos así que Jesús anuncia solemnemente a los
discípulos su propia victoria sobre las potencias del mal y de la muerte
y se presenta a ellos como portador de renovación para la creación.
Hay otro elemento que no debe marginarse: el señorío universal
que Dios ha dado a Jesús resucitado no se afirma como un hecho per-
sonal, sino como una realidad recibida. Dios le ha dado un dominio
que sólo a Él mismo le pertenece; a su vez Jesús sabe que ha recibido
una soberanía que conviene sólo a Dios. Jesús ha aceptado libre y
conscientemente un poder que es propio de Dios. Consecuencia inme-
diata de este reconocerse Señor universal será el mandato misionero.
La misión apostólica no es, pues, un acto de benevolencia de Jesús
que envía; no nace de la compasión que suscita ver a su pueblo desca-
rriado. La misión apostólica es, en primer lugar, consecuencia y mani-

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
festación explícita del señorío de Jesús. Dado que Él es consciente de
ser Señor del cielo y de la tierra, envía a sus discípulos convirtiéndolos
en apóstoles. Hay una misión universal, porque hay un Señor universal.
Es muy importante para un enviado de Jesús, que todos los días está en
contacto con las más diversas y dolorosas formas de la pobreza huma-
na, material y espiritual, tener una asidua contemplación interior de ese
misterio. Se siente enviado por Cristo el que cree tener en Él al único
Señor; precisamente porque está sometido a la autoridad del Señor Je-
sús, el creyente en Jesús resucitado es consciente de ser enviado por Él.
El trabajo pastoral, sobre todo en las zonas más desoladas y pobres
del planeta, hace experimentar la fuerza brutal del egoísmo y del abuso
que producen las condiciones infrahumanas en la que tienen que vivir
tantos hermanos y hermanas. El choque diario con esta áspera realidad
puede conducir hasta la desconfianza y el debilitamiento interior de
las fuerzas o a la tentación de buscar caminos de solución que no son
las que sugiere el Señor Jesús. Por eso la mirada de fe de un apóstol
debe dirigirse permanentemente hacia el que tiene pleno poder en el
cielo y en la tierra, para poderse afianzar en la convicción profunda de
que Jesús es el manantial escatológico del que brota la renovación del
mundo (cfr. Jn 7,37-39; 19,34). En Él y sólo en Él existe un poder que se
revela más fuerte que cualquier potencia mundana, porque es la fuerza
misma de Dios, a la que nada puede resistirse. El enviado de Jesús no
puede olvidar nunca, sin perder su razón de ser, que ha nacido del
ejercicio de autoridad de su Señor.
Hay que añadir además, como enseña la Carta a los Hebreos, que
ese poder ha sido adquirido por Cristo precisamente a través del cami-
no que lo ha llevado a hacerse íntimamente solidario con el hombre y
con su condición de fragilidad. En la perspectiva sacerdotal típica de
este escrito del Nuevo Testamento se afirma que Jesús ha sido «hecho
perfecto» en su identidad de mediador entre Dios y el hombre precisa-
mente a través del sufrimiento (cfr. Heb 2,10; 5,9). El Sumo Sacerdote
que ha atravesado los cielos y ha sido entronizado por el Padre a su de-
recha, es el que se ha hecho «en todo semejante a los hermanos» (Heb
2,17) y «ha sido puesto a prueba en todo como nosotros» (Heb 4, 15).
Por ese motivo el autor de esa espléndida homilía puede animar a
los cristianos perseguidos, recordándoles que Jesús «precisamente por

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
9
haber sido probado y haber sufrido personalmente, […] es capaz de
ayudar a los que sufren la prueba» (Heb 2,18). Se trata de un mensaje
asombroso de fuerza y consolación: la potencia victoriosa de Jesús re-
sucitado es la del que se ha hecho hermano de todo hombre, solidario
con el nivel extremo de la miseria humana y precisamente por eso se
ha convertido en vencedor. «La gloria de Cristo», afirma en un comen-
tario el Card. Vanhoye, no es la gloria de un ser ambicioso, satisfecho
de las propias empresas, ni la gloria de un guerrero que ha derrotado
a los enemigos con la fuerza de las armas, sino que es la gloria del
amor, la gloria de haber amado hasta el final, de haber restablecido la
comunión entre nosotros pecadores y su Padre».1
Así pues, cuando Jesús anuncia a los Once que le ha sido dado todo
poder, no lo hace desde luego para informarles de su éxito, sino para
transmitirles, y a través de ellos a todo el mundo, la más hermosa no-
ticia de la historia: Él ha vencido para nosotros; es Señor de todo para
que todo sea nuestro y nosotros podamos ser de Dios (cfr. 1 Cor 15,28).
Por eso estamos llamados a abandonar el mundo viejo, el mundo de la
corrupción y del pecado, de la mentira y del sin sentido, para entrar en
la creación nueva, en lo que podríamos llamar un nuevo habitat, del
que Jesús es Señor. Es el habitat del Reino de Dios, Reino de justicia,
de amor y de paz, en el que se entra revistiéndose del hombre nuevo.
El testimonio de los misioneros nace precisamente al descubrir en su
propia vida esta pertenencia al Reino, al experimentar en sí mismos
la potente solidaridad de Cristo y su señorío de amor que renueva y
transforma todo con su potencia.
El carácter totalizador de este señorío de amor está fuertemente
resaltado por el hecho de que en estos versículos aparece hasta cuatro
veces el adjetivo «todo»: «toda la potencia», «todos los pueblos», «todo lo
que os he mandado», «todos los días». Con la insistencia de este adjetivo,
el evangelista quiere mostrar sin duda que no hay dimensión en el espa-
cio y en el tiempo que se sustraiga al influjo del Señor Jesús, que pueda
resultar extraña a la renovación que Él ha introducido en la historia y
que no sea destinataria de su acción.
1  A. Vanhoye, Accogliamo Cristo nostro Sommo Sacerdote. Esercizi Spirituali con Benedetto
XVI, LEV, Ciudad del Vaticano 2008, 28.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
Entre las varias consideraciones que este dato podría sugerir, a no-
sotros nos interesa poner en relación el señorío salvífico de Jesús con
la universalidad de la misión. El texto de Mateo es sumamente explí-
cito: la evangelización debe ser dirigida a «todos los pueblos». Ya en la
última cena Jesús había expresado claramente la dimensión universal
de su acción salvífica, afirmando que su sangre, en la que se realizaba
la nueva y definitiva alianza, venía derramada «por muchos» (Mt 26,28).
Estaba, pues, claro para la comunidad naciente que, después de la
muerte y resurrección de Jesús, era necesario superar toda forma de
exclusiva de la salvación; pero la molestia en traducir a actitudes y op-
ciones concretas esa certeza no fue en ningún caso pequeña. Se pedía
un verdadero vuelco de mentalidad, en el que tuvo un papel esencial y
relevante la actividad del gran Apóstol de las gentes, que es el modelo
de todo misionero, Pablo de Tarso. Ante el pensamiento de que «uno
ha muerto por todos» (2 Cor 5,14), él se sintió poseído y lanzado por
el amor de Cristo: caritas Christi urget nos. Aun habiendo nacido y
crecido en la mentalidad del más rígido exclusivismo salvífico hebreo,
Pablo aprendió a mirar a los hombres de otros lugares y culturas con
ojos totalmente nuevos, porque «Dios quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
Queridos hermanos, también para nosotros hoy el horizonte uni-
versal de la misión sigue siendo un reto abierto y una meta en absoluto
alcanzada. No se trata evidentemente de una colonización eclesial del
planeta, sino del servicio del amor y de la verdad ante millones, miles
de millones de hombres que no conocen aún la novedad de Cristo y
la experiencia dulcísima de su amor y de su compañía. Juan Pablo II
en la gran encíclica Redemptoris Missio, refiriéndose a la buena noticia
del Evangelio, escribía: «Todos de hecho la buscan, aunque a veces de
modo confuso, y tienen derecho a conocer el valor de ese don y de
acceder a él. La Iglesia y, en ella, todo cristiano no pueden esconder ni
conservar para sí esta novedad y riqueza, recibida de la bondad divina
para que sea comunicada a todos los hombres».2
En el contexto de un mundo cada vez más caracterizado por la
globalización, con los fenómenos derivados de encuentro de culturas y
2 Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 11.

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2.1 Page 11

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
11
tradiciones diversas, de migraciones y hegemonía del mercado, el reto
de la universalidad de la misión se plantea con extrema urgencia. El
indiferentismo religioso y el relativismo cultural que marcan especial-
mente el Occidente, tienden a apagar la percepción de la infinitud de
Jesucristo y a favorecer un reflujo de la fe a lo privado y hasta el subje-
tivismo de una religión «hecha a la medida», de la que obviamente no
puede salir ningún impulso misionero. También nuestras comunidades
cristianas, y también nosotros, los Salesianos, corremos el riesgo de
contagiarnos hasta no advertir ya la urgencia de evangelizar, de abrirse
al exterior, de buscar al hermano diverso, de atreverse al riesgo del
compromiso de un testimonio en primera persona. El peligro de una
creciente indisponibilidad para la evangelización serpea entre nosotros
y pone en peligro nuestra vocación apostólica, precisamente porque
ese peligro no siempre es consciente. Y se vuelve inconsciente cuando
no se vive sometido a la soberanía de Jesús resucitado.
También nosotros podríamos ser víctimas de este clima y dejarnos
fascinar por tareas no directamente centradas en el testimonio de Jesús,
para contentarnos con cualquier cosa que de modo inmediato parece ser
más eficaz que la siembra evangélica de la Palabra de Dios. O también
podríamos sufrir la tentación de quedarnos en posturas estancadas, lejos
de la frontera del primer anuncio. La Palabra que nace del corazón de
Cristo Señor y nos manda conducirle a Él todos los pueblos, debe in-
quietar nuestras conciencias y sacudir toda nuestra inercia y pereza para
devolvernos la valentía de la temeridad. Como ocurrió con los primeros
Apóstoles, que predicaron a Cristo, poniendo en peligro sus existencias.
2.  DINAMISMO EXISTENCIAL DE LA MISIÓN
De la afirmación del señorío de Cristo deriva, ineludible, el impera-
tivo de la misión. Es significativo el modo con que se expresa el texto
evangélico. Después de afirmar el señorío de Jesús, prosigue: «Id, pues,
y haced discípulos…». Ese «pues» expresa la concatenación que subsis-
te entre la primera afirmación y la segunda. La instauración del señorío
de Cristo, que es el movimiento con el que el amor de Dios viene al
encuentro del hombre, suscita el movimiento de la misión.

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12
ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
El ir de los discípulos a todo el mundo deriva precisamente del eter-
no ir de Dios al encuentro de todo hombre en Cristo Señor, y justamen-
te por esto debe reflejarlo en profundidad: no puede ser un camino
decidido a partir de cálculos humanos, sino que debe dejarse plasmar
continuamente por la docilidad al querer del Señor Jesús. Y, en efecto,
el envío no nació en el corazón de discípulos bien intencionados, sino
de la voluntad soberana de su Señor; no depende por eso de la buena
voluntad de los enviados, porque es un mandato preciso del Señor Je-
sús, plenamente consciente de su poder.
Es esta, pienso, la enseñanza que nos transmiten aquellos episodios
de los Hechos de los Apóstoles, en los que el Señor parece indicar de
modo muy directo los lugares en los que el misionero debe ir. Al diá-
cono Felipe, por ejemplo, un ángel le dice: «Levántate y ve hacia el sur,
por el camino que baja de Jerusalén a Gaza» (Hch 8,26); allí encontrará
al funcionario de la reina Candace. A Pablo y Timoteo, que de la Misia
querían pasar a Bitinia, «el Espíritu de Jesús no lo permitió» (Hch 16,7)
y, mientras se encontraban en Troade, una visión nocturna le dijo al
Apóstol que se dirigiese a Macedonia. El episodio no es una simple
anécdota; en toda la historia del cristianismo los santos han experimen-
tado de diversos modos que el Señor les indicaba un territorio especial
al que debían orientar sus energías. Don Bosco, lo sabemos muy bien,
no es una excepción; desde pequeño se sintió enviado a una misión
específica y vivió toda la vida realizando ese mandado.
No puedo dejar de referirme, al llegar a este punto, a los sueños
de Don Bosco. Él soñó con mucha precisión con algunos pueblos a
los que debería enviar a sus primeros misioneros. Es la señal de que
la marcha del discípulo está movida realmente por la intervención de
Dios. Naturalmente estas experiencias extraordinarias de iluminación
divina no pueden ser la forma normal del discernimiento. Ordinaria-
mente, en efecto, la luz para la opciones pastorales debe buscarse en
la escucha orante de la Palabra, en la acogida de las indicaciones y las
peticiones de la Iglesia, en la atención a los signos de los tiempos; pero
su presencia en la historia de la Iglesia, y en particular en los momen-
tos de fundación de los Institutos, sigue siendo el signo elocuente de
cómo la actividad apostólica requiere docilidad absoluta a la voluntad
de Dios y al aliento del Espíritu.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
13
Si bajo el perfil «geográfico» la misión no tiene límites, porque el
anuncio del señorío de Cristo debe ofrecerse a todos los pueblos, po-
dríamos preguntarnos: bajo el perfil personal ¿hasta dónde debe llegar
el itinerario del enviado? La respuesta no puede ser más que idéntica:
hasta la entrega de sí sin límites, sin medida, sin demora. También
al apóstol, en efecto, como a Pedro, el Señor le dice: «Duc in altum,
boga mar adentro» (Lc 5,4). El «adentro» no es un punto preciso al que
debe dirigirse, sino una situación en la que se han dejado atrás las se-
guridades de la orilla y la estabilidad de una tierra bajo los pies, para
retar al mar abierto. Es el lugar en el que la única seguridad viene de
la compañía del Señor y de la obediencia a su querer; es el lugar en
el que no se caminaría nunca sobre la base de prudencias mundanas
consolidadas; es el lugar hacia el que se dirigió el camino de los gran-
des personajes bíblicos, independientemente de las trochas de la tierra
que han recorrido.
Al decirnos «Id», el Señor nos pide también a nosotros, como in-
dividuos y como comunidad, que alcancemos ante todo ese ‘lugar’,
al que se llega sólo con un profundo acto de fe y de disponibilidad,
que aumenta donde y cuando crece el peligro cierto o desconocido.
La experiencia de vida misionera debe hacer ese camino, porque sólo
yendo allí donde nos conduce Dios lo encontraremos de nuevo y nos
haremos capaces también de entender los lugares y las situaciones a
las que nos ha enviado Dios.
Por otra parte ¿no ha sido esta, quizá, la experiencia de Pablo após-
tol? Mucho antes de sus viajes misioneros, debió hacer un viaje mucho
más comprometido: el que hizo hacia la profundidad del propio cora-
zón, aceptando un radical vuelco de su precedente visión del mundo
y de la vida. Ese viaje, programado en el camino de Damasco, lo vio
llegar a la meta de un modo completamente diferente de lo que había
imaginado: no ya con la petulancia del hombre seguro de sí y de la
propia justicia, que va a hacer realidad sus proyectos convencido de
que actúa en el nombre de Dios, sino con la humildad del que se ha
rendido y entregado a un Misterio más grande y ansía conocer qué es
lo que el Señor espera de él.
Sin este primero y fundamental viaje, no tendríamos al gran Apóstol
de las gentes, el viajero incansable que recorrió los caminos del mundo

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
hasta el centro del Imperio, para anunciar la necedad y la debilidad de
la cruz como sabiduría y fuerza de Dios. No tendríamos al que vivió
creando comunidades, de las que se sintió siempre padre y maestro.
No tendríamos al que, al final, anunció a Cristo sobre todo con el mar-
tirio, llevando la entrega de su vida hasta las consecuencias extremas.
No podemos dejar de preguntarnos hasta qué punto nosotros he-
mos hecho de verdad este primero y fundamental viaje de la fe y hasta
qué punto estamos convencidos de que esta es la condición funda-
mental para que a nuestro múltiple caminar por el mundo se le pueda
aplicar realmente un término cristianamente tan alto, como es el de
«misión». Esta es la Palabra con la que Jesús se define y presenta a sí
mismo y con la que indica lo que el Padre ha hecho de Él: el Enviado,
el Mandado, el Apóstol.
Pero el ir de los Apóstoles y de los misioneros, puesto en movi-
miento por el ir del mismo Dios, no es el único movimiento que se
destaca en estas palabras. En la afirmación «haced discípulos» está in-
cluido, en efecto, el movimiento de los que al convertirse exactamente
en discípulos, se abrirán a Cristo e irán a su encuentro. Ser discípulo
es un modo de vivir la propia existencia, en la que se entra aceptando
una ‘disciplina’, es decir, un modo de actuar, que se aprende estando
cerca de Jesús, de acompañar en la vida. Los primeros enviados de Je-
sús resucitado fueron ante todo sus discípulos y fueron enviados para
‘dar discípulos’ a su Señor. Antes, pues, de ir en su nombre, se debe
permanecer junto a Él; antes de tener come destino el mundo y como
encargo ‘hacer discípulos’, se debe haber aprendido en la convivencia
qué significa ser enviados por el Enviado: sólo el Apóstol del Padre es
el maestro de sus apóstoles.
Se sabe que el contenido de la misión lo explicitan con matices
diversos los cuatro evangelistas, como lo declara también la encíclica
Redemptoris Missio núm. 23, y que en Mateo el acento está en la fun-
dación de la Iglesia; pero no es éste el lugar para una discusión de este
género. Interesa más bien subrayar que, dado que el discipulado cris-
tiano no puede de ningún modo aparentar una pertenencia inducida
por la fuerza, la expresión «haced discípulos», mientras confía el come-
tido de una enseñanza con autoridad, abre el horizonte de un límpido
camino de libertad.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
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Convertirse en discípulos de Jesús, efectivamente, significa conver-
tirse en discípulos de la verdadera Sabiduría, y por tanto ser alcanzados
en lo profundo del propio espíritu por el esplendor de la luz divina.
Esto comporta el ejercicio de la propia libertad en la asunción de una
persona, Jesucristo, como norma de vida. Significa al mismo tiempo
entrar en la gran familia de los discípulos que es la Iglesia, descubrien-
do la compañía de tantos otros hermanos y hermanas no sólo en la
comunión sincrónica de una comunidad que se extiende en todos los
continentes, sino también en la comunión diacrónica con todos los
cristianos que nos han precedido y que ya están junto a Dios, empe-
zando por la Santísima Virgen y por todos los santos del cielo.
¡Qué maravilloso movimiento es el de la libertad que invade a los
discipulos cristianos y respira el aire fresco del Evangelio, dejándose
oxigenar por el Espíritu de Cristo! Es como una danza, una fiesta de la
libertad, que implica no sólo a cada uno, sino a comunidades y cultu-
ras enteras. Éstas, abriéndose a Cristo, no pierden nada de sus propios
y auténticos valores, sino que los recuperan a un nivel más elevado,
en el discipulado cristiano, purificados de lo que tenían de ambiguo
y caduco. Comprendemos qué delicado y exigente es el papel de los
misioneros en este servicio a la auténtica libertad de los que encuen-
tran, cuánta íntima sintonía con el Señor exige, cuánta preparación
teológica y cultural requiere, qué capacidad de escucha y de diálogo
supone. Verdaderamente la superficialidad y la improvisación en este
ámbito podrían producir solo daños, porque corren siempre el riesgo
de «hacer discípulos» de nuestras ideas y de nuestras costumbres, de
nuestras estrategias y de nuestros proyectos, de nuestra mentalidad y
de nuestros esquemas culturales, más que discípulos de Cristo y de su
Palabra. Y entonces, en vez de favorecer el movimiento de los pueblos
hacia la alegría de la fe, podríamos provocar el riesgo de obstaculizarlo
o de ralentizarlo.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
3.  MODALIDAD DE ACTUACIÓN DE LA MISIÓN
Al confiar la misión, Jesús señala también a los Apóstoles los que,
de algún modo, serán sus «instrumentos de trabajo»: la Palabra y los
sacramentos. Él dice, en efecto, que deberán «enseñar a observar todo
lo que ha mandado» y que tendrán que «bautizar en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Este binomio de Palabra y de ges-
to sacramental, de enseñanza y de acción salvífica, caracteriza desde
siempre el mandato de Jesús. Ya los relatos evangélicos de vocaciones
narran que Él mandó a los Doce «a predicar con el poder de echar los
demonios» (Mc 3,14-15) y en toda la tradición evangélica el anuncio del
Reino está siempre acompañado, cuando no precedido (cfr. Mc 1,21ss),
por los gestos de liberación y de salvación que atestiguan su venida
efectiva.
En la unión de estos dos elementos fundamentales de la misión
cristiana, emerge con claridad el hecho de que la Palabra de Dios, que
el misionero ha de transmitir a los hombres, no es nunca simplemente
una doctrina conceptual, un conjunto de verdades abstractas, un códi-
go de comportamiento ético, sino que es la expresión de la comunica-
ción viva y actual de Dios. La Palabra de Dios es viva y eficaz, actúa con
fuerza, tanto que el Señor puede presentarse ante la humanidad afir-
mando solemnemente: «¡He dicho y he hecho!» (Ez 37,14). Y en efecto,
toda la historia del mundo, desde la creación en adelante, está puesta
en movimiento por aquella Palabra creadora de Dios (Jn 1,1-3), que en
la Encarnación toma el rostro humano de Jesús (Jn 1,14). La Palabra de
Dios es Dios mismo, manifestado en Jesucristo.
Así pues, cuando el misionero anuncia a Cristo a los hombres, no
introduce en su vida algo extraño y ocasional, sino más bien hace
comprensible aquella Palabra que desde siempre fundamenta su exis-
tencia y manifiesta de modo definitivo su significado y valor. La Igle-
sia, como ha recordado autorizadamente el reciente Sínodo de los
Obispos, ha sido constituida como casa de la Palabra no para retener-
la, sino para difundirla en todo el mundo. Una Palabra que no dice ya
nada, una Palabra callada, es Palabra muerta; el apóstol anunciando
la Palabra, además de difundirla, la defiende del olvido; ella da vida
al mundo.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
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Vale la pena volver a escuchar a este propósito algunos pasajes del
Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea del Sínodo de los Obis-
pos sobre «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia».
«De Sión saldrá la ley y de Jerusalén la Palabra del Señor» (Is 2,3). La
Palabra de Dios personificada sale de su casa, el templo, y se encamina
por las calles del mundo para encontrar la gran peregrinación que los
pueblos de la tierra han emprendido a la búsqueda de la verdad, de la
justicia y de la paz. Hay, en efecto, también en la moderna ciudad secu-
larizada, en sus plazas y en su calles —donde parecen dominar incredu-
lidad e indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, crean-
do la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén— un aliento
oculto, una esperanza germinal, un temblor de espera. Como se lee en el
libro del profeta Amós, “He aquí que vendrán días en los que mandaré
hambre en el país, no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar
la Palabra del Señor” (Am 8,11). A esta hambre quiere responder la mi-
sión evangelizadora de la Iglesia. También Cristo Jesús resucitado lanza
a los Apóstoles titubeantes la llamada para que salgan de los confines
de su horizonte protegido: “Id y haced discípulos a todos los pueblos…
enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt. 28,19-20). La
Biblia está toda ella penetrada por llamadas a no callar, a gritar con
fuerza, a anunciar la Palabra en el momento oportuno y no oportuno, a
ser centinelas que rasgan el silencio de la indiferencia».3
Y después de haber recordado los retos que ocasionan los nuevos
medios de comunicación, en los que debe también resonar la voz de la
Palabra divina, el Mensaje prosigue eficazmente:
«En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente por
ese medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es sig-
nificativo y sugestivo todavía hoy el modelo privilegiado por Cristo. Él
recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia cotidiana,
a la parábola: “Les hablaba de muchas cosas en parábolas… y fuera de
parábolas no decía nada a las masas” (Mt 13,3.34). Jesús en su anun-
cio del reino de Dios no se dirigía nunca a sus interlocutores con un
lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que los conquistaba partiendo
precisamente de la tierra que pisaban para conducirlos de lo cotidiano
3 XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Mensaje al Pueblo de Dios,
10.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
a la revelación del reino de los cielos. Resulta significativa, entonces, la
escena evocada por Juan: “Algunos querían arrestar a Jesús, pero nadie
puso las manos sobre él. Los guardias volvieron junto a los jefes de los
sacerdotes y los fariseos y éstos les dijeron: ¿Por qué no lo habéis traído
aquí? Respondieron los guardias: ¡Nunca un hombre ha hablado así!”»
(Jn 7, 44-46) ».4
Se abren aquí horizontes espirituales verdaderamente fascinantes
de comunicación del Evangelio, en los que el apóstol, ensimismándose
en los sentimientos y pensamientos de Cristo, aprende a convertirse
en su portavoz, según la espléndida imagen de Pablo: «en nombre de
Cristo somos embajadores: por nuestro medio es Dios mismo el que
exhorta» (2 Cor 5,20). Como Jesús, Hijo predilecto de Dios, antes de
ponerse a evangelizar al mundo, el evangelizador hoy debe recono-
cerse y quererse como Dios lo ha proclamado y querido: hijo amado.
El apóstol, antes de tener el Evangelio como cometido, lo encuentra y
conserva como un tesoro en el propio corazón. Cuando lo proclama,
como Jesús, será testigo digno de fe, que sabe suscitar la respuesta y
por tanto «hacer discípulos».
Y si alguna vez tenemos la impresión de que muchos no compren-
den y no acogen la Palabra que anunciamos, o que el resultado de
nuestros esfuerzos es demasiado pequeño, recordemos la parábola del
sembrador. Jesús la contó precisamente para responder al desánimo de
los discípulos que, después de los primeros entusiasmos suscitados por
Él, veían que poco a poco se reducía el número de los que lo seguían.
Hasta empezaban a preguntarse cómo nacería la salvación de Israel
de un acto tan humilde como la predicación dirigida a gente simple y
sin prestigio en la sociedad. Jesús, precisamente por medio de la pará-
bola, quería infundir optimismo y confianza: quien tiene la paciencia
del campesino puede constatar que la ingrata fatiga de una siembra
generosa, aunque esté expuesta al riesgo de terrenos estériles, resulta
premiada con abundancia.
Comentando esta parábola, en una meditación sobre la espiritua-
lidad sacerdotal, el entonces teólogo Joseph Ratzinger afirmaba: «de-
bemos pensar en la situación muchas veces casi desesperada del agri-
4 Ibidem, 11.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
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cultor de Israel, que arranca la cosecha de una tierra que en todo
momento amenaza con volverse desierto. Y también, aunque se hayan
hecho esfuerzos vanos, hay siempre semillas que maduran para la co-
secha y creciendo a través de todos los peligros llegan a ser fruto,
premiando abundantemente todas las fatigas. Con esta alusión Jesús
pretende decir: todas las cosas verdaderamente útiles en este mundo
comienzan en la modestia y en el ocultamiento […] Lo que es pequeño
comienza aquí en mis palabras y crecerá cada vez más, mientras que lo
que hoy se propone como un gran éxito está hundido ya hace tiempo».5
En el anuncio de la Palabra, pues, hay una lógica de pequeñez y de
humildad que todo misionero debe aprender. Él no pocas veces «al ir,
va llorando, llevando la simiente que arrojar», pero él o quien le siga
tendrá la alegría de «volver con júbilo, trayendo sus gavillas» (cfr. Sal
125/126). Lo que se le pide, en realidad, no es el éxito, sino la fidelidad
a su Señor, aun cuando esto suponga incomprensiones y servidumbres
que pagar. Al final lo único que no defrauda es esta fidelidad a la Pa-
labra. Hagamos, pues, nuestras las palabras con las que Pablo, distan-
ciándose de los falsos misioneros que perturbaban a la Iglesia naciente
de Corinto, expresó su línea de conducta en el anuncio del Evangelio:
«Hemos rechazado el callar por vergüenza, sin portarnos con astucia ni
falsificando la Palabra de Dios; al contrario, anunciamos abiertamente
la verdad y nos presentamos nosotros mismos ante toda conciencia
humana, bajo la mirada de Dios» (2 Cor 4,2).
En esta línea se sitúa también la celebración de los sacramentos y
más ampliamente la liturgia de la Iglesia, a la que el texto de Mateo
se refiere introduciendo el tema del bautismo con la fórmula trinitaria.
Para la mentalidad pragmática del hombre moderno no hay nada que
resulte tan escandaloso como la lógica de la liturgia. Con todos los
problemas urgentes que hay en el mundo —así le resulta espontáneo
razonar— ¿no es pérdida de tiempo dedicar momentos de la vida a la
celebración? Y sin embargo precisamente la celebración litúrgica, y de
modo especial la celebración de los sacramentos, lleva dentro de sí la
fuerza de la Pascua de Cristo, el dinamismo potente de la vida de Dios.
5 J. Ratzinger, Servitori della vostra gioia. Meditazioni sulla Spiritualità sacerdotale, An-
cora, Milán 1989, 18s.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
Bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
significa no sólo, según el significado profano da «actuar en el nombre
de», recurrir a una autoridad jurídica que nos ha confiado su represen-
tación; quiere decir también, según el significado bíblico de «actuar en
el nombre de», referirse a la presencia viva y a la potencia operante del
Dios trinitario. Ahí, más que nunca, la misión alcanza la propia meta,
porque conduce a los hombres a encontrarse no sólo con el testimo-
nio acerca de Dios, sino con Dios mismo en su totalidad.
Y los hombres deben bautizarse, es decir, sumergirse a través de
la fe en el seno de la Trinidad, que es su casa; deben introducirse en
la potencia de amor, que se reveló en el señorío pascual de Cristo. Es
ésta la verdadera “eficiencia» que regenera al mundo, aquella sin la
que en vano nos levantaremos de madrugada e iremos tarde a dormir,
para comer sólo pan de sudor, mientras que el Señor se lo dará a sus
amigos mientras duermen (cfr. Sal 127). De aquí nace la vida de la Igle-
sia, esa humanidad renovada por la gracia pascual que el Señor hace
crecer en la historia también por medio nuestro.
4.  MÍSTICA PROFUNDA DE LA MISIÓN
La última Palabra que Jesús dice a los Once, después de haberles
confiado el mandato misionero, es una Palabra de fortalecimiento:
«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Es una
gran promesa, que vale como garantía de seguridad y motivo de con-
fianza. En ella resuena el eco del apoyo que Dios garantizó siempre
en el Antiguo Testamento a los que había llamado para una vocación
especial: «No temas, yo estoy contigo». En ella se cumple sobre todo la
identidad de Jesús, que desde el principio del Evangelio de Mateo, en
los relatos de la infancia, es presentado como Enmanuel, el «Dios con
nosotros». Los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de
Jesús no han borrado, pues, su presencia de la historia, ni su voluntad
de quedarse junto a los que, poco antes no se habían quedado junto a
él; el compromiso de Jesús resucitado de estar con ellos se ha hecho
definitivo y permanente, en el tiempo y en el espacio, hasta el fin del
mundo.

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
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Percibimos sin duda cuánto consuelo y cuánta fuerza brotan de
esas palabras. Para el que se sabe y quiere ser enviado suyo, cada
jornada de la vida se abre y se cierra en la luz de una presencia ase-
guradora, más fuerte que cualquier soledad y que todo miedo. La
alegría de una vida de castidad que vive esperando al mejor Amante,
la riqueza del que renuncia a los bienes terrenales con tal de no dejar
de buscar «las almas», la libertad de nuestra obediencia que hace que
nos parezcamos a nuestro Señor, encuentran aquí su más auténtico
fundamento y quieren ser signo visible y elocuente justamente de este
misterio. Cristo está con nosotros y llena nuestra vida de modo super-
abundante. La plenitud interior que se deriva de ello es en el fondo
el verdadero tesoro del misionero y el don más grande que él puede
transmitir a aquellos a los que es enviado. Nada hay más persuasivo y
convincente que quien, representando al Señor Jesús existencialmen-
te, se presenta habitado por su presencia luminosa, hasta transparen-
tarlo en la serenidad de su rostro, en la profundidad de la mirada, en
la humildad del trato y en la verdad de los gestos y de las palabras.
Del mismo modo que Jesús fue para los discípulos imagen y transpa-
rencia del Padre, así el verdadero misionero está llamado a ser icono
transparente de Jesús resucitado. Y lo puede ser porque Cristo está
verdaderamente con él, en una compañía tan íntima que se convierte
en verdadera inhabitación: el apóstol, como Pablo, puede exclamar:
«yo vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
De ese modo la misión alcanza de verdad la profundidad mística
que le es propia. Desde el principio, en efecto, al llamar a los Doce,
Jesús los había instituido «para que estuviesen con él y para enviarlos
a predicar» (Mc 3,14). Por experiencia personal sabemos todos lo fácil
que es advertir en lo concreto de nuestra existencia una cierta tensión
entre esos dos elementos y cómo se puede oscilar en una especie de
rotura interior entre la oración y las obras, la contemplación y la ac-
ción, la donación a Dios y la entrega de sí a los demás. Ahora bien,
desde el principio de la llamada a los Doce, las dos dimensiones se
presentan, en cambio, juntas e íntimamente relacionadas entre sí: sólo
si se entra en una profunda familiaridad con Jesús, se puede irradiar
su presencia a los demás y transmitir verdaderamente su Palabra.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
Transmitir la Palabra al mundo quien antes la ha escuchado, como
hizo María en casa de Isabel. Se convierte en hermano de Jesús quien
está junto a él, ocupado en la escucha de su Palabra. Estar con Jesús no
puede entenderse de ningún modo como algo que se realiza de vez en
cuando, en las pausas de la actividad. El Evangelio de Juan es muy claro
sobre esto, cuando habla de la necesidad absoluta de permanecer en Él,
porque sin Él no se puede nada. Y, en efecto, precisamente en fuerza de
la novedad de la resurrección, por la que la presencia de Cristo invade
todo tiempo y lugar, la íntima unidad entre oración y anuncio se convier-
te en un nuevo título experimentable. Contemplación y testimonio llegan
así profundamente a compenetrarse, reclamándose mutuamente en un
movimiento semejante al de sístole y diástole de nuestro corazón.
Naturalmente en el camino personal de todo misionero, esta ínti-
ma compenetración de oración y anuncio no son nunca el punto de
partida, sino la meta que alcanzar. Esto requiere un camino formativo
adecuado y una constante vigilancia interior. Sólo así se puede evitar
un falso espiritualismo, que aparta del trabajo apostólico y engaña con
una cercanía a Dios que después resulta desmentida por los hechos;
al mismo tiempo se puede superar un estéril activismo, que obtiene el
único resultado de vaciar la vida de un discípulo, y quizá de llevarlo
hasta el abandono. La urgencia fundamental y el corazón mismo de la
misión consisten, por tanto en aprender el arte supremo, el de vivir en
Jesús, en su señorío, profundamente identificados con Él, con sus pen-
samientos, haciendo de su Palabra el propio alimento.
Interrogándose sobre los horizontes de la Iglesia en el Tercer Mile-
nio, después de la celebración del Gran Jubileo, Juan Pablo II escribía
en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte:
Nos interrogamos con confiado optimismo, aunque sin infravalorar los
problemas. No nos seduce, desde luego, la perspectiva ingenua de que,
ante los grandes retos de nuestro tiempo, pueda existir una fórmula má-
gica. No, no será una fórmula la que nos salve, sino una Persona, y la
certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de
inventar un «nuevo programa». El programa ya existe: es el de siempre,
recogido por el Evangelio y la viva Tradición. Se centra, en definitiva, en
Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar para vivir en Él la
vida trinitaria, y transformar con Él la historia hasta su perfección en

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1. CARTA DEL RECTOR MAYOR
23
la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia con el vaivén de los
tiempos y las culturas, aunque tenga en cuenta el tiempo y las culturas
para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de
siempre es el nuestro para el tercer milenio.6
Y después proseguía designando como verdadera urgencia de la
Iglesia las líneas de una pedagogía de la santidad, como «alto grado
de la vida cristiana ordinaria»,7 sobre la base de la convicción de que
«ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Él mismo
oía repetir la objeción de que una perspectiva como esa parecía de-
masiado genérica y alta para inspirar una programación pastoral, pero
con extrema claridad respondía que solo asumiendo con seriedad y
coherencia esta perspectiva, los diversos problemas de la vida pastoral
concreta podían encontrar solución. La santidad no puede añadirse
posteriormente a una programación apostólica planteada sobre otras
bases, sino que debe ser la inspiración original que mueve todo el
discernimiento pastoral; si no, el riesgo de perderse en discusiones
estériles y en proyectos vanos, que no reflejan el pensamiento de Dios,
se hace por desgracia real.
Conclusión
Queridos Hermanos, a la vida consagrada de nuestro tiempo se
reprocha, algunas veces, que produce muchos servicios, pero ofrece
poca santidad. Tal vez precisamente por eso es necesario examinarse
para que nuestra Familia Salesiana y nuestras comunidades apostólicas
puedan ser verdaderas escuelas en las que se aprende concretamente
el arte de la santidad, es decir, el arte de la vida cristiana auténtica,
como nuestro santo Fundador Don Bosco la practicó y como nos la ha
transmitido.
En los lugares donde nos encontramos viviendo como discípulos
y apóstoles estamos llamados a ser santos. La misión asume por todas
partes nuevos cometidos; pide personas y comunidades enamoradas
de Jesús y valientes en el testimonio y en el servicio. En todas partes,
pero especialmente en Europa, la Congregación despliega ahora su
6 Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 29.
7  Ibidem, 31.

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ACTAS DEL CONSEJO GENERAL, núm. 410
atención y envía sus mejores energías. ¡Es el tiempo de la misión! Que
puedan seguir surgiendo entre nosotros auténticas vocaciones misio-
neras, santas y generosas; que podamos suscitar entre los jóvenes y los
laicos voluntarios misioneros, discípulos y apóstoles.
Junto a vosotros confío este compromiso misionero de la Congre-
gación a María Auxiliadora, Madre de la Iglesia. Ella ha estado siempre
presente en nuestra historia y no dejará que falte su presencia y ayuda
en esta hora. Como en el cenáculo, María, la experta del Espíritu, nos
enseñará a dejarnos guiar por Él «para poder discernir la voluntad de
Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2b).
Con mucho afecto, estima y gratitud.
Pascual Chávez Villanueva, SDB
Rector Mayor