Vida de D. Miguel Rua escrita con buen humor. JM ESpinosa 1973


Vida de D. Miguel Rua escrita con buen humor. JM ESpinosa 1973



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JUAN MANUEL ESPINOSA, SdB
VIDA DE D. MIGUEL RÚA
ESCRITA CON BUEN HUMOR
Sevilla, 1973

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Depósito Legal: SE-234-1973 — I . S . B . N . 84-600-5781-X
ESC. GRAF. SALESIANA - SEVILLA

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A la memoria del admirado Don
Alejandro Bailó, catedrático de do-
lores, que un mal día, torturado de
hinchazones y diálisis, después de
hacerle fu al posible valimiento de
D. Rúa, se nos marchó en un san-
tiamén al Reino de los Cielos.

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CON LA VENIA...
Me perdonarán la confidencia...
Recibí una carta procedente del Centro Nacional Sale-
siano de Pastoral Juvenil qué bien suenaafincado en
la madrileña calle de Alcalá.
¿ T e atreves con D. Miguel Rúa? Piénsalo y contesta.
Esta pregunta, adobada generosamente con encomios y
cosquillas, me ponía entre la máquina y la pared. Respondí
que sí a Madrid. Más valor tiene un torero. «Cualquier
hijo de D. Bosco que le haya salido al Padre afirma el
misionero salesiano P. José Luis Carreño debe tener no
solamente hierro, sino también tinta en sus venas; porque
para nuestro querido santo, la imprenta era la niña de sus
ojos.»
Por lo que toca al buen humor que consta en el título
de este libro, no pretendo que el lector se ría a cada paso
recorriendo sus páginas. Simplemente quiero significar que
hace falta buen humor para escribir sobre D. Rúa, siendo
así que entre los propios Salesianos no nos llamemos a
engañogoza de escasas simpatías. Se ha tejido quizás
sobre él una injusta leyenda negra de hombre severo, tieso
e intransigente... Se ha creído sin más pruebas al canto
que el nuevo Beato era poco menos que antipático o re-
pulsivo. Incluso han corrido en letra impresa, como se verá
en su lugar, falsas atribuciones ya puntualizadas y rectifica-
das en el Proceso.

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El gran músico saguntino olfateó las intenciones del fa-
moso, has aletas de su nariz vibraron con ese característico
gesto de los que pasean por el mundo con sus pupilas apa-
gadas desde la más tierna infancia. El compositor comenzó
a poner pegas. ¿No sería rebajar la categoría de sus espa-
ñolísimas páginas en las que la guitarra canta y pelea con
la orquesta? Acabó estableciendo condiciones. Efectivamen-
te: «Aranjuez, mon amour» sonó con la orquestación que
escribiera su autor. Y con títulos parecidos, el segundo
tiempo entre expresivo y nostálgico del famoso «Concierto
de Aranjuez» ha paseado por los cinco continentes con le-
tras que jamás tuvo y en voces de alta cotización.
Estos son tiempos, señores, de pestaña postiza, flor ar-
tificial, «play-back» y pescadito congelado. Existen las cosas
buenas, auténticas, pero habremos de resignarnos, un poco
a lo Diógenes el Cínico, a tomar nuestras linternas y andar
y andar por las calles atenienses buscando algo puro, ge-
nuino. «Camoufler» llaman los franceses a esta cotidiana
operación del disfraz y el colorete.
No quisiera recibir al final de este trabajillo el repro-
che que Teresa dedicara a su desafortunado retratista que
la pintó fea y legañosa. D. Miguel Rúa podría lanzarme
también alguna mirada entre mansa y furibunda como cas-
tigo al atrevimiento de desenfocar su verdadero retrato.
Aunque la tarea no es de por sí fácil, cuento con el
valimiento de formidables y honrados testigos que cargan
sobre sus espaldas con el peso de la responsabilidad y la ver-
dad de muchos hechos y afirmaciones. Así las setecientas pá-
ginas italianas del P. Ángel Amadei. En ellas recoge mate-
rial de primera mano como el que pudieran suministrar un
Ceña, un Francesia o los propios tomos de las Memorias
Biográficas de D. Bosco. El P. Agustín Auffray, escritor
salesiano brillante como pocos, después de poner en fila
india más de veinte fuentes de información, afirma que
ha estudiado «minuciosamente los siete volúmenes de las
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Actas que recogen las declaraciones de los testigos del Pro-
ceso diocesano de la Causa de Beatificación». Serta descor-
tesía olvidar al P. Adolfo L'Arco, de popular bondad y
simpatía, que me envió y dedicó desde su encerrona de siete
meses en el C. G. E. un precioso opúsculo « D . Rúa a
servizio dell'amore»—, en el que vemos proyectada, desde
un ángulo evangélico y humano, la santidad del Primogénito
de D. Bosco. Su visión nueva, original, su afán de poner
las cosas en su sitio con tacto de escritor penetrante, hacen
de estas páginas del P. L'Arco, traducidas en Barcelona por
Ediciones Don Bosco, un instrumento imprescindible para
el que quiera adentrarse en la historia salesiana de los pri-
meros tiempos.
Uno se da por vencido y renuncia a husmear y a
estornudar tambiénentre documentos de archivo. Todo
este bagaje literario lo he colado por el tamiz de mi par-
ticular sensibilidad alérgica al aburrimiento.
El Espíritu sopla donde quiere, como quiere, cuando
quiere. ¿Que Miguel Rúa no tuvo aquel «dolce sorriso» de
D. Bosco? No vayamos a enfadarnos por eso. Un mismo
chorrito de aire produce distintos sonidos en un corno in-
glés, en una trompa, en un trombón de varas o en una
pipiritaña...
Y si este librito se apuntara en su haber una cierta agi-
lidad o desenvoltura, acháquesele a que tuvo la suerte de
ir naciendo a golpes de brisas marineras y atlánticas, allí
donde la luz del sol andaluz y las limpísimas arenas de la
playa conocen un feliz maridaje de miles de años.
No extraña que cualquier hijo parido bajo este cielo
nazca algo tocado de sal y buen ritmo. Aunque, como la
micción del enfermo de estranguria, esta «vida» ha ido sa-
liendo gota a gota y con dolor...
EL AUTOR
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flemático caballito de D. Quijote lo pueden ver ustedes
transformado de Rocinante en rinoceronte; el ultimátum
en último atún; los arbitrios en arbitros; las comedias en
comidas; los trenos en trinos; los ganadores en ganaderos;
las lonchas en lanchas; lo ecuménico en económico...
¡Honor a Mergenthaler, inventor de la linotipia! Pero,
con el perdón anticipado del linotipista que está en estos
momentos entretenido con mis folios mecanografiados, ha-
brá que reconocer que los duendes de la imprenta están
empeñados en armarnos gresca desde tiempos muy lejanos.
Y habrá que conformarse con leer pulmón donde debería
decir plumón y a ver convertida la «Danza de las almeas»
de « E l asombro de Damasco» en una extrañísima «danza
de almejas»...
Una sola letra cambiaba en nuestra Edad de Oro a Te-
resa de Jesús de indigna sierva en indina sierva, según
consta en la firma de sus cartas. Está claro que la gran
mística española tenía poco de descarada. Aunque en aten-
ción a sus condiciones de santidad, le concedamos la indig-
nidad y escasa autoestimación que ella proclamaba sin ru-
bores...
Lo partieron por el eje
Entre erratas anduvo también el apellido Rúa. Una erra-
ta bien simple: el acento. Sin enredarnos en etimologías
y discusiones semánticas, parece que este apellido comenzó
siendo agudo, es decir, monosilábico. Así ha constado en
actas bautismales, emparentándose con términos franceses
que vienen a significar realeza. En piamontés, Rúa significa
rueda. Un problema parecido trata de solucionar con sus
contundentes razones eruditas el salesiano P. Ragucci al
tratar de colocar el acento debidamente a nuestro monje
orensano del X V I I I , Padre Feijoo.
Tendremos que acostumbrarnos al D. Rúa, con acento
en español. Los hombres importantes entran en la Historia
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con un nombre registrado, consagrado, y hemos de respe-
tarlo.
Miguelito nació, según vemos, hecho iodo un rey...
Que por estos derroteros se enfila la palabra Rúa en su
primera pronunciación. Pero no va a ser tan sólo el acento
el que va a partirle por el eje. Sino que hay otro curioso
y extraño tajo con el que iniciaremos esta historia. De él
es ya imposible prescindir en ella.
Era Miguel un tierno niño pero ya inteligente y des-
pierto cuando la Providencia divina, que hermosea los l i -
rios con galas muy lejanas de los más suntuosos palacios,
puso en su camino a un mocetón piamontés, atrevido y sim-
pático, llamado Juan Bosco. El joven sacerdote, de treinta
años, merodeaba por aquel mercado turinés de Porta Pa-
lazzo en su condición de pescador de almas. ¿Quién era
aquel atrevido «prete», chiflado por la juventud desarra-
pada y paupérrima? El lector interesado seriamente en ello,
puede encontrar en la colección salesiana «Ala y Viento»
un tomito titulado D O N BOSCO UN A M I G O , que con
preciosas páginas llenas de amenidad le pondrá al corriente...
Miguelito llegaba con sus ojillos despiertos hasta aquel
atrayente sacerdote. Este repartía medallas, estampas, al-
gunas monedillas y golosinas. San Agustín ya advierte que
a los niños hay que ganarlos con nueces... Esto es: no
se conquista a un chico así por las buenas, por la propia
cara bonita. Aunque... no faltan caras bonitas que ellas
solas conquistan y para siempre.
Andaba cerca el colegio de Santa Bárbara, dirigido por
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Rúa era alumno
de aquellas aulas y a ellas acudía temprano con sus libros.
¡Cosa extraña! D. Bosco miraba al chico, le encasque-
taba la gorra, pero no atendía a sus ruegos de recibir al-
guna medalla o estampa. Las manos del sacerdote, dadivo-
sas siempre y muy largas para dar, recibir y volver a dar,
no se hundían en los bolsillos de su sotana pobrecilla.
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Abriendo la mano izquierda, hacía gestos con la de-
recha de partirla por la mitad.
—Toma, Miguelito, toma...
El niño quedaba perplejo una y otra vez. La escena
se volvía a repetir y en el corazón tierno del futuro santo
quedaba flotando una calima misteriosa a través de la cual
se esforzaba por adivinar alguna lucecilla reveladora...
La explicación de tal gesto de D. Bosco se la iría dan-
do el tiempo y la propia experiencia vivida junto al Santo
Fundador y Padre. Irían siempre a medias, a medias, a
medias...
No perdamos de vista esta encantadora escena: un cu-
rita tachado de soñador, de cabeza a pájaros, que trata
de regalar la mitad de su mano izquierda a un chico ino-
cente que se le queda con la boca abierta y a dos velas.
En torno, la batahola de un mercado en el que se mezclan
los más variados timbres de voz y donde la abigarrada clien-
tela es un flujo y reflujo en el que no faltan los aprove-
chados tunantes de siempre...
En medio de este bullicio, flota, sobrecogedora, una
«hora décima» en la que el Divino Maestro atrapará para
su causa a dos almas gemelas, de capacidad auténticamente
heroica.
Antes de entrar dejen salir
Este aviso, propio de un autobús de servicio público
o de una sala cinematográfica, se pudiera haber colgado
en el dintel de la casa de Miguelito Rúa.
Su abuelo, Juan Bautista Rúa, tuvo nada más que quin-
ce hijos. Alguno quedó de muestra, como el papá de Mi-
guelito, que fue asimismo bautizado Juan Bautista. Casó
con María Baratelli. Andaba el papá de Miguel por los 28
años. De este primer matrimonio nacieron cinco hijos. Tres
de ellos enfilaron hacia el camposanto. El buen hombre
hacía sus quince kilómetros diarios desde la alquería hasta
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la Fábrica de Armas de Turín, en la que había ido co-
brando prestigio y responsabilidad hasta llegar a ocupar un
cargo principal. Juan Bautista Rúa había querido desligar-
se de una tradición agrícola, hortelana, llena de quebrantos
y sudores, de sus antepasados. Pero eran tiempos en los
que no existía el utilitario. Solamente el «coche de San Fer-
nando»: un ratito a pie, y otro andando...
El panorama del padre de familia cuando un día de
1828 le faltó para siempre su esposa, que'moría a los trein-
ta y dos años, era desolador. Pedro, el mayor, contaba trece
años. El más pequeño, delicaducho siempre y débil, tres
años escasamente. No hubo más solución que Juana María
Ferrero, segunda esposa de Juan Bautista Rúa. Mujer de
sólidos arrestos, resistente, con admirables condiciones de
ama de casa. Cuatro hijos más nacieron. Entre ellos, la úni-
ca chica de la familia, Paulita, que, para no ser menos,
desaparecía tempranamente. El último de todos estos reto-
ños fue Miguelito Rúa.
Nuestro Beato nacía el 9 de junio de 1837, según que-
daba registrado en la antigua parroquia de San Simón y
San Judas. Dos días más tarde, era bautizado.
Bastaría con echarle un vistazo a alguna historia de las
ciudades, como la concienzuda de Eduardo Aunós, para ha-
cerse cargo de las ínfimas condiciones de salubridad, hi-
giene y limpieza que soportaba la pobre gente. Y aun la
no pobre. No causa extrañeza esta mortalidad infantil ma-
siva, detrás de la que se ponían en fila los canijos ingresos
económicos, la escasa alimentación y otros imponderables
que nacen de situación tan precaria, sin olvidar que los
adelantos de la Medicina aún no conocían resortes casi
infalibles que hoy llenan de seguridad al llamado bípedo
implume del siglo en que vivimos.
Miguel, último eslabón de esta accidentada cadena, pa-
rece llegar al mundo con un glorioso destino y aunque
estaba bien lejos de ser el Apolo de Belvedere, se encon-
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traba siempre dispuesto a cargar sobre sus huesos, desca-
rados y trabajadores, el tremendo peso que se le viniera
encima...
Y es curioso: una complexión tan vidriosa y quebra-
diza a ojos vista, que nos recordaría alguna novela ejem-
plar cervantina, se mantuvo entera hasta una ancianidad
muy respetable por aquellos entonces, sin dejarse vencer
por ninguno de los vientos, a veces huracanados, que pre-
tendieron derribarle y acobardarle...
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para poner en limpio borradores ininteligibles, para con-
testar montones de cartas, para darle un buen repaso a la
gramática española o francesa o alemana en viajes de apo-
teosis. Rúa cirineo. Rúa fiel secretario. Rúa segundo de a
bordo, casi asfixiado, sudoroso, inquieto. Rúa sacrificador
de sus propias iniciativas, de sus talentos, de sus excep-
cionales condiciones humanas, para llevar durante decenas
de años el maletón pesado de las cosas molestas, anodinas,
de los trámites, de los caramelos de menta para su triun-
fador de los ruedos...
Los tentáculos del cariño
Son omnipotentes. Como las ventosas del pulpo que es-
trecha hacia sí la codiciada presa. Les diré que la adoración
de Rúa por D. Bosco (adoración en el sentido del diccio-
nario de amor extremado) fue la única capaz de atarle a
su vida y a su corazón.
Veamos los primeros pasos de este acercamiento.
Miguel vivió en la Fábrica de Armas a la que su papá
había trasladado bártulos y enseres. Una capillita que se
encontraba a la entrada del edificio, era lugar de frecuente
cita con un capellán subvencionado por el Gobierno para
impartir un poco de formación religiosa y de cultura ele-
mental entre los hijos de los empleados. De labios de este
sacerdote, Miguel oyó las primeras lecciones de su vida.
Afirman los primeros biógrafos que el Beato siempre
fue querido de todos. Incluso de aquellos dos hermanas-
tros del primer matrimonio, Pedro y Juan Bautista, ya ma-
yores, que hacían algo difícil la convivencia y entendimien-
to con la nueva madre del hogar.
La infancia de Miguel no es rica de aventuras y emo-
ciones como lo fue la de su Maestro, D. Bosco.
Apenas alguna travesura, apenas un remojón en un ca-
nal y el susto que es de suponer a causa de un ramillete
de flores que venía navegando corriente abajo. Era el clá-
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sico sobrinito que siempre se rifan los tíos, que constituye
una fiesta para el afecto común y cuyas peripecias, adelantos
escolares y ocurrentes ingeniosidades, salen enseguida a
flote apenas iniciada una conversación familiar.
El 2 de agosto de 1845, Juan Bautista Rúa abandonaba
a los suyos a la edad de sesenta años. Recibió los últimos
auxilios espirituales, ya que en vida fue siempre celoso de
la atmósfera cristiana de su casa, atmósfera mantenida por
la oración común y la observancia exacta de cuanto legisla
la Iglesia.
La angustia de la madre de Rúa fue muy honda. Los
hijos mayores, Pedro y Juan B. Antonio, aprovecharon la
dolorosa coyuntura para abandonar a la madrastra, quedan-
do ésta con los tres hijos de su matrimonio: Juan Bautista,
más pequeño que su homónimo, Luis Tomás y Miguelito.
El primero de los tres, con sus quince años largos, se
afanaba ya en los menesteres del difunto, en tanto que los
otros dos, con diez y ocho, respectivamente, no tenían más
preocupación que sus primeras y elementales lecciones es-
colares.
Apenas transcurrido un mes en el que Miguelito pro-
baba las amargas lágrimas de la orfandad, un generoso co-
razón paternal le salía al paso y ya para siempre. En sep-
tiembre de 1845 se cruzaron aquellas primeras palabras,
aquellas primeras miradas de Miguel Rúa y Juan Bosco.
La tristeza mayor
Miguel comulgaba por primera vez en la primavera de
1846. Con nueve años. Solía hacerse el lunes y martes
santo. Monseñor Fransoni le administraría el sacramento de
los que se sienten animados a ser soldados y defensores
de la fe cristiana.
Una conmovedora peregrinación juvenil llegaba a los
pies de la «Madonna di Campagna». Don Bosco animaba
a sus hijos a rendirse a las plantas de la Madre de los
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atribulados en busca de una definitiva solución para el
constante «andirivieni» de sus centenares de pilluelos. Y
parece que la Señora escuchó aquellos cánticos encendidos,
aquellas plegarias de desesperación... Se acabaron los tras-
plantes, los vagabundeos, las angustias de tener que aban-
donar una iglesia en busca de otra, un prado en busca de
otro prado. Se acabó aquella situación que por sí misma
evoca una página incomparable de la «Gitanilla» cervantina
en la que se describen, quizás como nunca se haya hecho
jamás, la vida y condiciones de la inquietante gitanería...
Casa Pinardi. Célebre Casa Pinardi. Por fin un sitio
fijo. Se trataba de un pobre cobertizo junto a una casita
de propiedad de un encalador de la provincia de Várese.
Miguelito estaba interesado por todo aquel tinglado am-
bulante en el que D. Bosco, con insospechada maestría
circense, hacía toda clase de ejercicios peligrosos para man-
tenerse jovial y animoso, sin desfallecer en sus planes re-
dentores.
No había cumplido Rúa diez años y ya sus oídos habían
recogido opiniones de personas importantes que calificaban
a D. Bosco de loco rematado. Sin ir más lejos, el propio
Capellán de la Fábrica de Armas, compartía este veredicto
extendido por todo el clero turinés. «Gli ha dato volta il
cervello». Expresivo giro lingüístico que al chico le hizo
llorar, según propia confesión, al igual que cuando murió
su padre. «Si se hubiese tratado de mi padre, quizás no
hubiese sido mayor mi tristeza».
Durante el curso 1848-49, Miguel fue alumno de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas. Su madre trataba de
prepararle para que siguiera los pasos en el trabajo del
difunto marido, Juan Bautista Rúa. Pero el tren, conduci-
do por mano divina y misteriosa, entraría bien pronto en
cambio de agujas...
Entre los sacerdotes que se turnaban en la celebración
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eucarística y en las confesiones de los chicos en una cer-
cana capilla, se encontraba D. Bosco.
Recuerdo —dice R ú a — que cuando D. Bos-
co llegaba a celebrar la Misa e incluso a predicar
algunos domingos, apenas hacía su entrada en la
capilla, parece que una corriente eléctrica reco-
rriese a aquellos numerosos chicos. Se ponían
en pie, abandonaban su sitio, se apretaban a
su alrededor y no quedaban satisfechos hasta
besarle la mano. Pasaba un tiempo considerable
hasta que lograba llegar a la sacristía. Los bue-
nos Hermanos se veían impotentes para impe-
dir aquel aparente desorden y nos dejaban hacer.
Cuando venían otros sacerdotes, aunque piado-
sos y venerables, nunca se repetía este entusias-
mo. Cuando en las tardes de confesiones nos
anunciaban que D. Bosco había venido, los otros
confesores se quedaban sin trabajo porque todos
acudían a él deseosos de confiarle sus culpas.
El misterio de aquel acercamiento hacia D. Bosco
consistía en el beneficioso afecto que le guar-
dábamos en nuestra alma.»
El anzuelo.
El lucio busca y acosa a la rana. El verdel a la anchoa.
El pangolín a la hormiga. El abejaruco a las agridulces mo-
ras de la morera. La gaviota arenquera persigue a la saladita
sardina...
No le demos vueltas. Hay caminos ya trazados minu-
ciosamente, por donde se ha de caminar.
Rúa estuvo dos cursos en la Escuela de los Hermanos,
donde tanto se le quería. El chico parecía un señorito por
su limpieza exterior, por sus modales, por su distinción.
Hay millonarios que siempre serán catetos vestidos de lim-
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MIGUEL RÚA Y EL MOZO DE ESPADAS
José María Requena, poeta, periodista y buen antiguo
alumno, ha escrito un libro lleno de emoción: «Gente del
toro». Nada del hermoso y complejo planeta taurino —tér-
mino consagrado por el Sr. Cañábate— escapa a su certera
penetración...
Analiza naturalmente la figura del mozo de espadas
—«el mozo de espás»—. Las denominaciones taurinas sue-
len ser lacónicas: diestro, tercio, «picaó», «apoderao», so-
bresaliente, faena, paseíllo... Mozo de espadas es lo más
que se despacha en punto a títulos y palabras. El mozo
de espadas es una especie de Sancho que va tras su héroe
soñador, héroe que pisa los terrenos resbaladizos de la glo-
ria y calza unas zapatillas a las que sólo le faltan las alas.
Esa sombra del ídolo, del diestro, tiene por misión cuidar
de los imprescindibles paños calientes de los que tienen
urgente necesidad hasta los más altos protagonistas de la
Historia. Por eso, en la maleta del mozo de espadas hay
cerillas, cigarros, pastillas, calmantes, tijeras, caramelos de
menta, grandes pañuelos, mariposas para las lamparillas de
aceite, una agenda con direcciones y números de teléfono
y otros adminículos a los que el maestro, con sus oros y
sus angustias, nunca puede prestar personal atención.
He aquí el papel de Miguel Rúa: modo de espadas.
Allá irá con su Maestro, muy cerquita de él, de sus cal-
varios y tabores. Siempre con la pluma dispuesta, mojada,
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pió. La elegancia es algo sobre todo espiritual y aun entre
pobrecitos encuentra de vez en cuando buen asilo.
El Profesor y Director de Miguel llevaba su mismo
nombre y trataba por todos los medios de ganarlo para su
causa. Bien pensado. Dentro del misterioso mundo de las
vocaciones, no sabemos los insospechados alcances del as-
tuto pescador con su esparavel a punto. Sondeos hechos
sobre el particular, han dado como fruto libros en los que
se recogen confesiones impresionantes de eclesiásticos que
en la actualidad ocupan cargos de relieve y gozan de gran
prestigio.
— Y a veremos, Hermano Miguel. Si el próximo curso
usted continúa en Turín, solicitaré pertenecer a su Congre-
gación.
Había oído Miguelito rumores de que a su Director lo
iban a trasladar a otra localidad. Por esto, con diplomacia
en la que son catedráticos algunos chicos, iba dándole larga
al planteamiento definitivo de un asunto tan serio.
No había duda: el corazón de Miguel Rúa estaba ga-
nado por D. Bosco y latiendo a su compás, en «vivace»,
estaría durante cuarenta años fecundísimos. El santo turinés,
en tanto, soñaba y soñaba. Soñaba en la cama.
Uno de aquellos sueños que, coleccionados, han forma-
do un respetable y sorprendente libro. El advertía a los
suyos que si no querían prestarle mucho crédito a sus noc-
turnas visiones, hacían muy bien porque estaban en su
derecho. Lo bueno es que aunque los incrédulos y escépticos
se mantuvieran en sus trece, muchos sueños resultaron pro-
féticos y a más de un personajillo se le ponía luego la
carne de gallina.
Le pareció al santo verse en un jardín encantador. La
Reina de los Cielos le mostraba un camino de rosas bajo
un copioso emparrado. D. Bosco comenzó a caminar, no
sin antes descalzarse para no marchitar las hermosísimas
flores. Oía a su alrededor algunos comentarios:
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—Mira, mira, D. Bosco camina sobre rosas.
Pronto sus pies sintieron las punzantes espinas. Hubo
que ponerse el calzado. Los acompañantes de un principio
comenzaron a abandonarle hasta dejarlo completamente solo.
D. Bosco lloraba desconsoladamente...
Su desconsuelo se vio compensado por un grupo de
sacerdotes, estudiantes y seglares, que apareció ante su vista
ofreciéndole apoyo incondicional.
—Don Bosco, somos suyos. Estamos dispuestos a seguir
sus pasos.
Capitaneando el cuadro de trabajadores de la viña sa-
lesiana, D. Bosco había visto sin lugar a dudas a Míguelito
Rúa.
Este sueño, que el mismo santo calificó de visión autén-
tica, se encuentra en el tercer tomo de las Memorias Bio-
gráficas.
D. Bosco, apenas concluidas las clases que recibía Rúa
y en las que hacía acopio de muy interesantes conocimien-
tos, encontró a su amiguito y no en sueños precisamente
sino de tú a tú, entró en diálogo cariñoso con él.
—¿Cuáles son tus proyectos, Miguel?
—Quiero entrar en la Fábrica de Armas para comenzar
a corresponder así a los sacrificios de mamá que son muy
grandes.
—¿Te gustaría continuar estudiando?
—Claro, pero...
— ¿ Y si te entregaras al Señor comenzando enseguida
el estudio de latín?
—¿Dice si me gustaría?... Pienso en mi madre.
—Habla con ella. Ya veremos qué resultados obtenemos.
La madre de Rúa vio los cielos abiertos y no dudó
un solo momento en su decisión positiva.
El Hermano Miguel había sido trasladado a otra locali-
dad y Míguelito se entregaba a D. Bosco para ser mol-
deado por sus manos como cera blanda, dócilísima...
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MIGUEL RÚA Y LOS LATINES...
Me gusta acercarme a la gente del pueblo, la que lucha
con denuedo y con ingenio por su diario companage. Les
aseguro que muchas veces, esta conversación a la pata la
llana, sin citas ni erudiciones farragosas, resulta de más
enjundia que la de todo un encopetado conferenciante.
Una tarde de justiciero calor veraniego, acompañé a uno
de estos pacientes pescadores de cangrejos, que en la época
propicia llegan a embolsarse hasta mil quinientas pesetas
diarias. Parece increíble que el velludo y nervioso crustáceo,
arrinconado en sus características cuevecillas roqueñas, pue-
da dar de comer a toda una familia numerosa.
Acompañando al cangrejero comencé mi tiroteo de pre-
guntas. Preguntas y respuestas fueron consumiendo su cupo
al igual que las colillas de mi improvisado amigo. Hasta
que el silencio de mi contemplación se instaló a gusto entre
ambos. Una especie de exorcismo hecho con residuos de
sardinas a la boca misma de la cuevecilla, pone ya nervioso
al rápido cámbaro que indudablemente adivina alguna v i -
sita agradable. Enseguida un cangrejo pequeño ensartado en
una caña y bien sujeto a ella con un alambre, comienza a
ejecutar bajo la batuta del pescador una tentadora danza
como de vals marinero... El habitante velludo y hermoso
no tarda en salir fulminante con ganas de atrapar a su
pequeño congénere. El tirón de la caña pone a la pieza a
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tiro de ser capturada. Es entonces cuando la mano segura,
maestra, del cangrejero, se cierra fuertemente evitando la
posibilidad de que las implacables pinzas del cangrejo se
claven con fenomenal coraje en la yema de algunos de sus
dedos, con lo que las ganas de pescar cangrejos desapa-
recerían casi seguramente por unas cuantas semanas...
Contemplando esta operación, repetida un día y otro
durante largas horas, a veces nocturnas, supe por boca de
uno de estos originales trabajadores de bajura, que hay can-
grejos que saben latín y otros que estudian para catedrá-
ticos. Y conste que no invento.
Estos hombres jamás habrán leído artículos de D. Leo-
poldo Eulogio Palacios ni habrán hojeado los fenomenales
diccionarios del llorado Cardenal Bacci ni estarán informa-
dos de reyertas significativas de años atrás entre eruditos
monseñores. Pero el caso es que hasta las cangrejeros co-
nocen por lo visto que saber latín ha sido siempre sinóni-
mo de alta ciencia y refinada astucia. Existen modernos de-
tractores del latín. Seguramente deben conocerlo poco. Son
personas que solamente tienen interés por lo que sirve, por
lo directo, por lo que se consume, por lo que aporta be-
neficios...
De verdad, esas personas que desprecian el mundo clá-
sico, no saben lo que se pierden.
Miguelito Rúa la emprendió con la gramática latina.
Y no fue mucho su éxito inicial, precisamente. Su primer
maestro fue Félix Reviglio. Se trataba de un alumno algo
mayor que en las vacaciones de 1850 tuvo bajo su depen-
dencia a algunos compañeros suyos a los que D. Bosco ha-
bía echado el ojo para convertirlos en colaboradores de su
causa. Reviglio llegó a ser sacerdote, y de los buenos, y
proclamaba sin empacho que todo se lo debía a D. Bosco
sin excluir la camisa... Sustituyó en una vetusta parroquia
al Padre Vicente Ponsati, uno de aquellos dos reverendos
— 28 —

3.10 Page 30

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que intentaron con pésima fortuna mandar a D. Bosco al
manicomio.
Cuando el santo pidió cuentas a Reviglio de sus clases
de latín, la decepción no fue pequeña... Rúa resultaba, a
juicio del joven profesor, el peor de todos, el que menos
esperanzas ofrecía para el futuro. José Buzzetti, compañero
de Rúa, le comunicó al propio interesado la noticia desazo-
nadora. Miguelito escuchó asustado y pensando en el dis-
gusto que D. Bosco recibía por su causa. El cambio fue
repentino y el fervor por el estudio le puso ya para siem-
pre a la cabeza de todos sus sus posibles competidores.
¿Había sido despiste, falta de entrenamiento, «vaguitis»?...
Sólo podemos afirmar que Miguel Rúa a lo largo de toda
su vida brillaría por su espíritu reflexivo, por su talento
indudable, por su aprovechamiento del tiempo de forma
que nos deja profundamente impresionados.
Un vaso de buen vino.
El Dr. Fleming afirmó en Jerez de la Frontera que su
penicilina podía sanar a miles de enfermos pero que el vino
jerezano resucitaba a los muertos.
En Castelnuovo, afirma Amadei, biógrafo de Rúa, era
más fácil invitar por entonces con un vaso de vino que
con uno de agua. Por eso, en septiembre de aquel año,
los chicos que D. Bosco seleccionaba entre los mejores para
pasar unos días junto a su casita nativa de I Becchi, pidie-
ron una «convidaíta» a un improvisado cantinero.
Nada menos que Juan Cagliero se llamaba aquel canti-
nero... Muchacho vivo, algo más joven que Miguel. Pasaba
casi todo el día en la parroquia donde prestaba servicios
indispensables como el de sacristán y campanero y recibía
algunas clases a la hora más cómoda para el sacerdote coad-
jutor.
Cagliero llegaría a ser el primer Cardenal salesiano, mi-
sionero en tierras de América hispana y músico dotado
— 29 _

4 Pages 31-40

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4.1 Page 31

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de ese divino premio gordo de la inspiración —en la que
muchos tunantes no creen porque nunca la tienen— que
en ningún libro de texto se aprende por más que uno
se empeñe en ello...
D. Bosco había convertido en pequeña capilla dedicada
a Nuestra Señora del Rosario una de las habitaciones de
la casa levantada por su hermano José y allí peregrinaba
con sus mejores chicos con motivo de la fiesta mariana
del 7 de octubre.
Juan Cagliero fue asaltado por los mayorcitos que le
suplicaron en calidad de amo de la situación, que les invi-
tara a un traguillo de buen vino blanco. Pensó Cagliero
que el párroco hubiera asentido de estar allí y sin más re-
quisitorias comenzó el generoso reparto.
La cola se hacía larga, interminable. Tenía trazas de no
acabar nunca... Apareció Rúa. Cagliero advirtió el candor
angelical, según propias palabras suyas, de aquel chico tan
atildado y limpio. Aprovechando la ocasión, interrumpió el
reparto del vinillo blanco y preguntó a Miguel por su nom-
bre, intercambiando con él palabras de saludo. Invitó a
Rúa, pero a beber... agua. Con esta salida-se cerró la can-
tina y se dio por finalizada la degustación.
Curiosa esta ocasión en la que dos futuros pilares de
la Congregación Salesiana se conocían, aún niños, gracias
a un supuesto vaso de vino piamontés.
Recordó siempre Rúa aquel verano, sobre todo por unos
Ejercicios Espirituales a los que había sido admitido a pesar
de que los ejercitantes eran muchachos de más de diecisiete
años. D. Bosco, en el sermón de los recuerdos, insistió una
y tres veces en la importancia de no abandonar el día de
retiro mensual dedicado completamente a revisar y endere-
zar las cosas del alma.
— 30 —

4.2 Page 32

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La fruta a punto de madurar. [ : ^ i
• ''••7íf •!?!
D. Bosco necesitaba brazos. Pero sus:rméhtos de en-
contrarlos iban fallando de forma que a cualquiera hubie-
sen desanimado. Siempre acababan abanefehándole, toman-
do caminos distintos aquellos chicos en los que había puesto
confianza especial y con los que había soñado para su gi-
gantesca obra de regeneración juvenil.
Pero Rúa no falló, no podía fallar. No fallaría jamás.
Su hermanito Luis Tomás moría a los diecisiete años, de-
jándole sumido en la más abrumadora tristeza. D. Bosco
quería mucho al hermano de Miguel y no escatimó elogios
ni oraciones en el Oratorio apenas se enteró de la noticia.
También los Hermanos de las Escuelas Cristianas habían
hecho sus proyectos sobre el futuro de Luis Tomás. Miguel,
viendo cómo el cerco familiar se estrechaba dolorosamente,
llegó a figurarse que su fin también estaba cercano. Pero
su Director y auténtico Padre, bien pronto disipó con sus
prodigiosas artes toda borrascosa perspectiva.
Ya estaba Rúa en manos del Padre Pedro Merla, fun-
dador de la llamada «Familia de San Pedro», en la que
se regeneraban jovencitas deseosas de cambiar de vida pro-
venientes de las cárceles. El buen sacerdote se prestó a
ayudar al apóstol turinés colaborando en la formación de
los alumnos que abrigaban ideales sacerdotales. Pero como
ya hemos apuntado, los pájaros acababan siempre por em-
prender el vuelo, quedando Rúa tenaz en su propósito de
no abandonar a D. Bosco.
Sustituyó al Padre Merla el profesor Carlos José Bon-
zanino. Su alumnos provenían de familias ricas, linajudas.
Bonzanino era vocacionalmente un auténtico maestro, do-
tado de gran habilidad y sentido práctico. Su casa era jus-
tamente la que Silvio Pellico habitara durante la redacción
de su famosa obra «Mis prisiones».
El Padre Francesia, compañero de Rúa en los años de
su primera formación, explica cómo D. Bosco se alegraba
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4.3 Page 33

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cada vez que de labios del profesor Bonzanino oía que el
mejor, el primerísimo sin discusión, era Miguelito Rúa.
Cada vez que D. Bosco regresaba de visitar a su formi-
dable Director Espiritual, San José Cafasso, cambiaba im-
presiones con el prestigioso profesor de Miguel, cuyos fer-
vorosos elogios nunca descendían en entusiasmo...
Rúa no era todavía interno. Comía y dormía en su
casa. Pero su jornada estaba totalmente consagrada a Don
Bosco. Le ayudaba en el sacrificio eucarístico, le acompa-
ñaba a tomar algún ligero refrigerio y estaba siempre pen-
diente de sus deseos.
De esta generosidad juvenil, que nunca jamás se apa-
garía, habla la detallada página del ya conocido Juan Ca-
gliero, que traduzco a la letra seguidamente.
«D. Bosco, conocedor de sus hermosas do-
tes y excepcionales virtudes, nos lo había con-
fiado como jefe en nuestras idas y venidas a
clase en la ciudad.
Nuestra viveza juvenil, nuestro carácter abier-
to, nuestra ligereza infantil, contrastaban con la
serenidad y firmeza en el deber de Miguel, por
lo que no siempre era escuchado y considerado
por nosotros.
Pero su ejemplar conducta en la clase, en el
estudio, en el mismo recreo, su conversación
amable y su piedad fuera de lo corriente en
las funciones litúrgicas, constituían para noso-
tros razón para reflexionar y un fuerte atracti-
vo para frecuentar su compañía, amarle e in-
cluso obedecerle.
La mañana de los domingos se encontraba
en medio de nosotros, en el patio, donde nos
alegrábamos jugando hasta que D. Bosco, ter-
minadas las confesiones, comenzaba la Santa
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4.4 Page 34

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Misa. Entonces, Miguel, con un sentido espiri-
tual raro en su edad, se ponía junto al grifo de
la fuente para que quienes debían acercarse a
comulgar, no bebieran descuidadamente priván-
dose así de recibir al Señor por haber faltado
al ayuno prescrito.
Durante el Sacrificio del Altar, él, con su
compostura edificante, nos animaba a orar y
con caridad nos advertía para que permanecié-
semos en recogimiento, y no descuidásemos la
acción de gracias.
No todos observaban idéntico fervor. E n -
tonces, si advertía alguna ligereza, susurraba al
oído mientras daba unos suaves golpecitos en
la espalda: —Dale gracias al Señor, dale gracias
al Señor.
Hablando con nosotros nos traía a cuento
el amor grande que D. Bosco tenía a los jóve-
nes del Oratorio, en especial a aquellos que
estaban empeñados en el estudio y nos reco-
mendaba que también nosotros le amásemos, le
venerásemos y atendiésemos a sus enseñanzas.
Era delicadísimo y no consentía conversa-
ciones libres o peligrosas entre los aprendices,
tanto internos como externos. Y mucho menos
que las hubiera entre nosotros, que éramos as-
pirantes al sacerdocio y los primeros estudian-
tes de la Casa de D. Bosco. Como el pequeño
Samuel, Miguel crecía en edad y gracia bajo la
dirección de D. Bosco junto al Señor y junto
a nosotros, compañeros suyos de estudio y vo-
cación».
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4.5 Page 35

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MIGUEL RÚA Y LAS ACEITUNAS
Un poeta amigo, al margen de su actividad de abogado
en ejercicio constante, escribe libros de lírica exquisita que
han merecido importantes premios, lo que no es impedi-
mento para que entrando con paso decidido por el aluci-
nante mundo del flamenco haya conquistado el Premio Na-
cional de Poesía Flamenca. Repasando cuartillas de su fe-
cundo y gracioso cancionero andaluz, escondido en apre-
tadas carpetas, encontré estos versos:
«Contigo a la eterniá
aunque tan sólo comiera
acitunas aliñas»...
Estoy segurísimo de que si pudiera haberse arrancado
Miguelito Rúa con algún buen son de los que por docenas
anidan en el alma andaluza, no hubiese dudado en echar
mano de los salerosos versos. Con D. Bosco, en efecto,
iría Rúa hasta la «eterniá». Lo de las «acitunas aliñas»
iba a ser dificultad pequeñísima. Los estómagos de ambos
estaban ya sometidos a tal régimen de austeridad que las
«acitunas aliñas» —sabrosísimas por ciertas tierras espa-
ñolas— iban a constituir auténtica gollería para su mesa.
Quince años contaba Miguel cuando acompañado por
un grupo de condiscípulos y bajo la guía de su Director y
de la madre de éste, la santa y trabajadora Mamá Marga-
— 35 —

4.6 Page 36

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rita, se dirigieron al caserío de I Becchi para vestir por
primera vez la sotana. Diecisiete años antes, el Padre An-
tonio Cinzano había llevado a cabo una ceremonia idéntica
con un joven soñador llamado Juan Bosco Occhiena. Ahora
se trataba de dos alumnos del atrevido apóstol turinés:
Miguel Rúa y José Rocchietti. Cuando acabó la bendición
e imposición de las sotanas, el Padre Cinzano confesaba
festivamente al oído de su amigo Bosco, una vez sentados
a la mesa:
—¿Recuerdas aquellas palabras que repetías entonces?
Tendré estudiantes y clérigos y sacerdotes, tendré músicas
y hermosas iglesias. Yo te decía que estabas loco... Ahora
veo que sabías realmente lo que decías...
Rocchietti, con el paso de los años, se pasaría a la
diócesis, debido a sus continuas y molestas dolencias. Fue
ordenado sacerdote, y apenas le fue posible, dio su nombre
a la Sociedad Salesiana, mereciendo el afecto general. A
su muerte, en 1876, fue el propio D. Rúa quien se en-
cargó de tejer su oración fúnebre.
— M i querido Rúa, le había advertido D. Bosco. Co-
mienzas una vida nueva. Pero has de saber que antes de
la Tierra Prometida es preciso atravesar el Mar Rojo y el
Desierto. Si me ayudas, uno y otro lograremos nuestro
empeño.
Con el número 37 entraba Miguel en el internado del
Oratorio.
Fue un 24 de septiembre. Número 24 que va grabado
a fuego en toda alma salesiana porque se asocia a la en-
trañable devoción a María Auxiliadora. No sentó bien en
casa la noticia. Los hermanastros se soliviantaron. ¿Quién
le había mandado a Miguel meterse en aquellos líos? Ade-
más de pensar en ser sacerdote, se unía de por vida a un
«prete» sin una gorda en el bolsillo. ¿Por qué no habría
Rúa de trabajar como ellos en las ocupaciones heredadas
de su padre?
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4.7 Page 37

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Poco iban a poder estos malos humores contra la de-
cidida voluntad de Miguelito. Su vocación estaba más que
enfocada y en ella había puesto su valioso grano de oro
el consejero de D. Bosco, el santo Director de conciencias
Padre Cafasso.
—Del jovencito Miguel Rúa —repetiría el Cardenal Ca-
gliero— no se dirán nunca demasiadas cosas buenas.
Y el primer Doctor en Letras de la Congregación, Don
Juan Bautista Francesia, que llegaría a ser confesor del
Primer Sucesor de D. Bosco, afirmaba:
—Desde que era joven se corría la voz en el Oratorio
de que Rúa era santo como D. Bosco. Sólo había una
diferencia: D. Bosco era un santo maduro y Rúa un santo
joven, pero la virtud de uno y otro era la misma.
Francesia, muerto con más de noventa años, ha sido
uno de los firmes pilares al tratarse de construir una bio-
grafía fundamentada en serios testimonios.
Rúa escogió a Félix Reviglio como monitor secreto.
Algo así como un exigente corrector de imprenta de su
vida de internado.
D. Bosco luchaba a brazo partido per salir adelante
con sus obras, recabando fondos económicos y sin dejarse
amedrentar por las increíbles dificultades que le salían al
paso. Eran las espinas del sueño revelador. Espinas que
en manera alguna fueron simbólicas..., sino muy reales y
punzantes.
En medio de un ambiente familiar, confiado y alegre,
donde reinaba el amor y la piedad sacramental, el afán de
estudio y los ideales de un juvenil apostolado, el alma
del primer clérigo de D. Bosco se iba troquelando, entre-
nando, para las importantes bregas de no muy lejanos años
de trabajo intenso y fecundo.
A raíz de su vestición de sotana, quedó bien claro para
Rúa aquel gesto con el que D. Bosco, años atrás, cuando
se dirigía a la Escuela de los Hermanos, pretendía rega-
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4.8 Page 38

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larle la mitad de su mano. Estaba seguro, y su propio
Director emocionadamente se lo acababa de explicar, de que
algún día dividirían el pan, el sudor, el trabajo, las preocu-
paciones, las alegrías y las cruces a partes iguales...
Una promesa tranquilizadora.
Año de 1853. Se celebraba el cuarto centenario del
milagro del Santísimo Sacramento.
Hacia 1453 unos ladrones habían profanado la Eucaris-
tía en una iglesia del Alto Piamonte. La cabalgadura en
que llevaban las sagradas especies se negó a caminar y ante
una multitud grande y asombrada que se había congregado
junto al Ayuntamiento, la Sagrada Forma se mantuvo en
los aires durante algunas horas. El Obispo allí presente
recibió finalmente en su patena el Cuerpo del Señor, le-
vantándose en recuerdo del portento un hermoso templo
en aquel lugar, llamado del Milagro del Santísimo Sacra-
mento.
D. Bosco había publicado recientemente en uno de sus
fascículos de las «Lecturas Católicas» noticias históricas
sobre el hecho impresionante. El éxito de la obrita había
sido considerable, al igual que ocurría con todos sus es-
critos populares, redactados en su gran parte a altas horas
de la madrugada.
R ú a fue a buscarle un día a la casa de campo del pro-
fesor Mateo Picco, donde solía refugiarse el santo de vez
en cuando en busca de algún sosiego para su espíritu y
también sus fuerzas físicas, intercambiando así impresiones
relacionadas con el mundo de la Historia y de la Literatura.
No iba solo Rúa y entre sus compañeros y los dos
amigos que gozaban de la paz campesina, pasaron un ale-
gre rato de esparcimiento. Al regresar, D. Bosco le dijo
a Miguel:
—Cuando se celebre el noveno cincuentenario de este
milagro en 1903, ya no existiré yo. Pero tú vivirás todavía.
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4.9 Page 39

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Desde ahora mismo te encomiendo el encargo de volver
a publicar mi opúsculo...
—Con mucho gusto. ¿Pero y si la muerte me jugase
una mala partida?
—Queda tranquilo. La muerte no te dará ninguna bro-
ma de mal gusto y podrás perfectamente cumplir mi en-
cargo.
Le faltó tiempo al muchacho para quedarse con un ejem-
plar y comenzar a creer a pies juntillas que al lado de
D. Bosco le restaba por delante una larga vida.
Razones no le habían faltado para inquietarse. Juan
Bautista, único hermano superviviente del segundo matri-
monio de su padre, acababa de fallecer a los veintitrés
años.
Entretanto, los libros eran los grandes amigos del joven
clérigo. El nuevo profesor que se encargó de orientarlo fue
el ya citado D. Mateo Picco. Le vio entrar por sus puertas
y recibió un alegrón de los gordos, ya que aceptando a los
alumnos de D. Bosco, el amor propio de éstos y su espí-
ritu de trabajo servirían de ejemplo y estimulante para los
otros que ya recibían clases en la propia casa del profesor
Picco.
Miguel iba cosechando por todas partes éxitos escolares
y su intachable conducta merecía el elogio de todos. Pro-
gresaba salvando exámenes y capacitándose cada vez más
y a conciencia para sus futuras responsabilidades...
Por la puerta grande.
«La noche del 26 de enero de 1854 —escribe Miguel
R ú a — nos reunimos en la habitación de Don Bosco: Roc-
chietti, Artiglia, Cagliero y Rúa. Se nos propuso hacer, con
el auxilio divino y de San Francisco de Sales, una prueba
práctica de caridad hacia el prójimo, para formular poste-
riormente una promesa y si fuese conveniente y posible,
emitir votos al Señor. A partir de aquella noche se le
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4.10 Page 40

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puso el nombre de Salesianos a quienes estuviesen dispues-
tos a llevar a cabo tal apostolado.»
Todo el mundo sabe la especial predilección de Don
Bosco por el santo obispo de Ginebra, la lectura de cuyas
obras todavía nos llena de sorpresa agradabilísima. El pro-
pio Oratorio de Valdocco estaba a él consagrado.
Salvando las infinitas distancias, D. Bosco fundaba su
obra gigantesca, universal, sobre la roca de Miguel Rúa, al
igual que Jesús lo hiciera sobre la de Pedro. Aquel racimo
de muchachos bien dispuestos hacía vida normal entre sus
camaradas pero con intención de ejemplaridad bien acentua-
da. Ya entonces la actividad de Rúa comienza a llamar po-
derosamente la atención.
En 1848, el Seminario turinés había sufrido un defini-
tivo cerrojazo. Los doscientos alumnos, mezclados en con-
flictos políticos y dejando a un lado las indicaciones seve-
ras del Arzobispo, se encontraron con la decisión tajante
del Prelado que contaba en su diócesis con dos seminarios
más. El edificio magnífico acabó por recibir entre sus pa-
redes como inquilinos habituales a un buen grupo de sol-
dados.
Las clases de Miguel tenían lugar en instalaciones de-
ficientes y por pocas horas diarias. No llenaban sus deseos
de aprovechamiento y seria preparación. Por su cuenta y
riesgo se dedicó a ampliar estudios y a multiplicarse en
un sinfín de actividades que llegaron a rebasar con creces
sus fuerzas juveniles.
Rúa dominaba la lengua griega. Rúa era el ángel tutelar
de los alumnos del Oratorio. Rúa se encontraba de res-
ponsable en el estudio y en el patio y en la capilla. Rúa
preparaba clases de Catecismo. Rúa cuidaba la incipiente
biblioteca del colegio. Rúa era el secretario obligado de
D. Bosco que a él confiaba los endemoniados manuscritos
de sus libros y publicaciones, plagados de notas y rectifi-
caciones. Rúa ayudaba en los nuevos Oratorios que su D i -
— 40 —

5 Pages 41-50

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5.1 Page 41

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rector iba multiplicando, sobre todo en el de S. Luis Gon-
zaga, cerca de Porta Nuova, en una punta de la ciudad.
Díganme si esto no se llama pluriempleo...
El santo sacerdote fue encontrando la forma de hacerse
ayudar eficazmente por eclesiásticos amigos de su obra y
por lo más granado y selecto de sus propios hijos.
Semejante tren de vida parecía dar al traste con la
salud quebradiza de Miguel. Así lo advirtió Cagliero a
D. Bosco:
—Este Rúa se va a matar...
Efectivamente: los días festivos el muchacho hacía has-
ta doce kilómetros andandito, desde Valdocco al Oratorio
de San Luis y desde éste a Valdocco. D. Bosco puso re-
medio haciendo que permaneciese al mediodía en su lejana
residencia y añadiese a su frugal almuerzo una sopita ca-
liente.
Afirma al P. Ángel Amadei que de no haber interveni-
do su compañero y amigo Cagliero, Miguel hubiese callado.
Padecía impertinentes jaquecas y llevaba una vida de autén-
tico sacrificio.
No había transcurrido mucho tiempo desde que Rúa
había abandonado las aulas del profesor Bonzanino cuando
se le encomendó volver a ellas pero ya en calidad de maestro.
Había sido introducido el nuevo sistema métrico deci-
mal y según palabras del P. Francesia, el barullo de ideas
que la determinación causaba entre la juventud y el propio
pueblo, es indescriptible. D. Bosco había compuesto una
pieza teatral para tratar de explicar graciosamente aquellas
medidas y pesos. Rúa fue designado por él para ayudar al
profesor Bonzanino en la tarea ingrata de hacer compren-
der a sus alumnos dicho galimatías aritmético... Sus anti-
guos compañeros le vieron llegar con alguna extrañeza. Rúa
no se anduvo con muchas contemplaciones y advirtió desde
el principio que a pesar de ser amigo de todos, lo habían
colocado en aquel puesto con misión de enseñar y esperaba
— 41 —

5.2 Page 42

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verse correspondido por alumnos atentos, sumisos y dili-
gentes...
Su eficacia, seriedad y competencia fueron más que su-
ficientes para ganarle la atención deseada. ¿Qué podía pedir
el santo a aquel jovencito —que llegó a ser llamado el
Primogénito de D. Bosco— que no hallase inmediata res-
puesta en su corazón generoso?...
La entrega definitiva.
El verano de 1854 fue trágico y doloroso para T u r í n .
Una epidemia de cólera sembró de centenares de muertos la
ciudad, al igual que ocurría en otros muchos puntos de
Italia y Europa.
D. Bosco ofreció su vida a la celestial Madre de Dios
con tal de que ninguno de sus hijos fuese dañado por el
terrible azote. En el grupo de alumnos mayores que se
ofrecieron para resistir a los apestados, no faltó, como pue-
de suponerse, Miguel Rúa. Acudían a buhardillas infectas,
a casas particulares, a improvisados hospitales. En una de
aquellas ocasiones, nuestro muchacho hubo de correr con
diligencia huyendo de una lluvia de piedras que unos golfos
quisieron regalarle.
Con un agradecido Te Deum acabó todo el 8 de di-
ciembre. D. Bosco se había salido con la suya: ni uno solo
de los suyos había sido atacado de cólera y él mismo una
noche apenas conoció síntomas muy ligeros.
Eran fechas claves para la obra salesiana. El adolescente
más joven que ha subido a los altares — s i n cumplir los
quince años y sin sufrir el martirio cruento— Domingo Sa-
vio, discípulo más que predilecto de San Juan Bosco, no
cabía en sí de gozo uniéndose a la proclamación universal
del Dogma de la Inmaculada Concepción de María. Domingo
era fundador de una sociedad llamada Compañía de la In-
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5.3 Page 43

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maculada, en la que, bajo un exigente reglamento, ingresa-
ban compañeros que se comprometían decididamente a ser
levadura en la masa.
Poco más adelante, en la fiesta de la Anunciación del
año 1855, Miguel Rúa, a solas con D. Bosco en su cuarto
y arrodillado fervorosamente, formulaba privadamente sus
votos de pobreza, castidad y obediencia por un año, para
renovarlos trienalmente al año siguiente.
La incipiente Sociedad, en la que no se hablaba de no-
viciados y otros términos que sonaran a tradicionales es-
quemas, pues los tiempos eran furibundamente anticlerica-
les, y cuya fundación le había sido sugerida a D. Bosco
incluso por elementos nada adictos a la Iglesia, cobraba su
mejor pieza en Miguel, estudiante por entonces de segundo
curso de Filosofía.
Su mirada no se apartaba de su joven y santo maestro,
cuya sola presencia y actuación valían por una tanda de
Ejercicios Espirituales. D. Bosco no escatimaba elogios en
honor de su futuro sucesor e incluso llegó a asegurar —co-
mo consta por testimonio de Cagliero— que Rúa, de ha-
berlo querido y pedido al Señor, sin duda hubiese obrado
milagros.
Algo sobrenatural y admirable veía el Fundador de los
Salesianos en su primer hijo. A él encomendaba las papele-
tas más duras y dificultosas, las responsabilidades más de-
licadas, confiando plenamente en la madurez y seriedad del
joven, que por especial designio del Señor fue elegido entre
sus numrosos hermanos de sangre, todos desaparecidos en
años tiernos, para dirigir una embarcación formidable, de
gloriosas y evangélicas singladuras, que sería amada a través
de los tiempos con amor dé predilección por la Iglesia.
Les aseguro a ustedes que Rúa, si hubiera sentido en
el alma el pellizco del «Camarón de la Isla» o de «Fosfori-
to», un buen día hubiera sentado a D. Bosco en un sillón
y a los sones de una guitarra templada con duende, se hu-
— 43 —

5.4 Page 44

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biera arrancado de esta guisa para expresarle el inquebran-
table deseo de no apartarse de su vera:
«Contigo a la eterniá
aunque tan sólo comiera
acitunas aliñas»...
— 44 —

5.5 Page 45

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MIGUEL RÚA Y EL SIFÓN
Se ha dicho y escrito multitud de veces que al español
le encantan el sifón y el pero. El pero, no como postre,
sino como conjunción adversativa. Tanto el pero como el
sifón son utilizados para rebajar y empobrecer méritos aje-
nos. Es el chisguete que mana violento del manantial se-
creto de la envidieja...
Qué bien torea ese muchacho, pero... se ha casado con
una cacatúa.
Qué canción más bonita, pero... la canta en español.
Será estupendo el coche, pero... no sé yo cuándo va
a pagarlo...
Por confidencia epistolar sé de un Premio Nacional de
Literatura que muchos incalificables envidiosos demuestran
ignorarle a conciencia y silencian una y otra vez sus muchos
méritos, pretendiendo desconocer el entusiasmo constante
del escritor galardonado y su lista pasmosa de primeras
distinciones. Es la envidia amarilla, flaca, desasosegada...
Muerde y ataca con ferocidad terrorífica, la misma que es-
tilan las oreas que navegan por los mares del Norte.
¡Ay si Miguel hubiese echado mano del sifón! Innume-
rables aciertos y conquistas de D. Bosco le tuvieron como
principal mano de obra. Pero Miguel era sencillo y hu-
milde como algunos ni imaginan siquiera y se entregaba
en manos de su Padre como dócil pañuelo, ignorando al-
midones y tiesuras...
— 45 —

5.6 Page 46

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Por eso, Rúa mereció un buen premio, no pequeño
ciertamente.
Una mañana de febrero de 1858, ambos inseparables
amigos partieron hacia Roma. D. Bosco se proponía hablar
por vez primera con el Vicario de Cristo que era entonces
Pío I X . Sufrió en el camino esos terribles e incomparables
males que el mar regala a los inocentes viajeros no aveza-
dos a esos trotes.
De esta visita a la ciudad santa se conserva una simpá-
tica crónica que el Santo prepararía seguramente para sus
hijos de Valdocco. La formación de uno y otro era, literaria
e históricamente, clásica y no nos extraña que dos almas
tan finas y sensibles quedaran sobrecogidas y hasta silen-
ciosas ante las bellezas y los recuerdos de la Roma pagana
y cristiana.
El 9 de marzo, justamente cuando se cumplía el pri-
mer aniversario de la muerte del santito Domingo Savio,
D. Bosco y su acompañante fueron recibidos por el Papa.
Cuenta el viajero que cuando se le dio la orden de entrar
en la cámara pontificia, tuvo que hacer un serio esfuerzo
para no perder el juicio. Precisamente en el camino habían
encontrado a un jovenzuelo que les pedía limosna pretex-
tando ser huérfano de padre y que su mamá tenía cinco
niñas y que él hablaba italiano, francés y latín. D. Bosco,
maravillado, le había hablado en francés, recibiendo por
toda respuesta del tunantillo un sí continuado sin entender
ni jota; luego fue invitado a hablar en latín y el chico
soltó esta retahila que D. Bosco apuntó en su crónica: «Ego
stabam bene, pater meus mortuus est l'annus passatus. Et
ego sum rimastus poverus». Etc., etc. Naturalmente, la
risa no la pudieron aguantar y todo se terminó socorrién-
dole con algo e invitándole a no ensartar tan solemnes
trolas. D. Bosco ante Pío I X , habló más que el políglota
mendicante. Al principio, el nombre del santo fue equivo-
cado, pero el fallo duró poco. El Papa mereció en la cro-
— 46 —

5.7 Page 47

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niquilla del Fundador los adjetivos más entusiastas. Acen-
tuaba el aspecto más afable y digno de verenación que
pintor alguno pueda trasladar a un lienzo.
D. Bosco le habló de sus cosas, de sus proyectos, de
sus hijos, de sus dificultades. Le presentó una colección de
sus «Lecturas Católicas» preparadas por los propios alum-
nos del Oratorio. Todo fue cordialidad en dicho encuentro.
También el Papa se interesó por Rúa y sus estudios. Este
besó dos veces la mano del Pontífice, una por sí mismo y
otra en nombre de sus compañeros, a quienes se lo había
prometido. Hubo medallas de Pío IX como obsequio y re-
cuerdo de la audiencia. Haciendo salir a Rúa, D. Bosco in-
timó con el santo Pontífice, que distinguió ya siempre al
humilde sacerdote con un afecto de verdadera predilección,
allanando escollos y facilitando la definitiva aprobación de
la Sociedad Salesiana, como él quiso llamarle entonces.
Con una bendición especial, cuya fórmula latina recoge
D. Bosco en sus apuntes del viaje, salieron radiantes del
Vaticano con una imperecedera impresión en el alma.
El 21 de marzo siguiente, el Papa llamaría a D. Bosco
en audiencia privada y después de empaparse de la trayec-
toria sobrenatural de su obra, aconsejaría al santo pusiera
por escrito todo aquello, incluidos los «sueños». En 1867
el consejo se transformó en obediencia, gracias a la cual
podemos gozar con la lectura de unas Memorias del Orato-
rio que van desde 1825 a 1867, ricas en noticias prodigio-
sas y que constituyen un documento de primer orden.
Con la alegría de que el Romano Pontífice aprobaba
en principio la idea de fundar una Sociedad en favor de
la juventud abandonada, los dos viajeros asistían gozosos a
la función del Domingo de Ramos, día 28 de marzo, en
San Pedro de Roma y en un lugar de privilegio.
De la mano de Pío IX recibieron las palmas cimbrean-
tes los dos anonadados peregrinos. Junto a D. Bosco, un
— 47 —

5.8 Page 48

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protestante inglés de gran relieve exclamaba oyendo a un
chico de la Capilla Sixtina que cantaba en solitario:
—Después de esto, al Paraíso.
Dos meses estuvieron en Roma Maestro y discípulo.
Rúa aprovechaba ratos libres pasando a limpio un trabajo
de su Director sobre el Mes de Mayo y se ganaba el afecto
de todos los eclesiásticos que conoció en los lugares de
alojamiento.
Todavía el 6 de abril, una semana antes de partir para
Valdocco, D. Bosco fue recibido por el Pontífice como en
señal de despedida. También Rúa participó en la entrevista
y volvieron a Turín con halagüeñas perspectivas sobre el
futuro de la Congregación.
El mar estaba tranquilo y el viaje resultó más agrada-
ble a la vuelta que a la ida. El Oratorio había cambiado
entre tanto de aspecto totalmente. D. Víctor Alasonatti,
tres años mayor que D. Bosco, había renunciado a sus co-
modidades en el mundo y a su puesto de profesor titulado
en el que llevaba cerca de veinte años para convertirse
en el primer sacerdote colaborador de la obra de su amigo.
Fue un hombre trabajador, capaz de pasar noches en blanco
repasando asuntos que poner al día.
D. Víctor había sido la mano rectora del Oratorio du-
rante los dos meses en que D. Bosco y Rúa habían estado
ausentes en Roma. Todo había sido animado por un aire
serio, envarado, como de cuartel, y el espíritu familiar y
santamente alegre que D. Bosco había influido en su casa,
había desaparecido. Se propuso, con tacto, volver a recobrar
lo perdido apenas puso pie en Valdocco. Aquella severa
disciplina no estaba muy en consonancia con sus ideas y
experiencias pedagógicas. Fue Miguel Rúa el que volvió a
su puesto de responsable en la sala de estudio, en el co-
medor, en la marcha de las aulas, en la presidencia de la
Compañía de la Inmaculada.
El Padre Julio Barberis, columna de sustentación en la
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5.9 Page 49

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dirección espiritual de la futura Congregación, decía que ya
desde clérigo Rúa compartía con D. Bosco la dirección del
Oratorio turinés.
Madre muerta, madre puesta.
Antes de este inolvidable viaje, D. Bosco y su bullicio-
sa grey habían perdido a una madre inigualable de gran
entereza cristiana. Margarita Occhiena, zarandeada en su
vejez por una pulmonía implacable, abandonaba a su que-
rido Juan no sin antes —como había hecho en otras oca-
siones solemnes de la vida de su hijo— regalarle como úni-
ca herencia sus preciosos consejos maternales.
El corazón del santo sacerdote quedó herido de la más
intensa pena porque en Mamá Margarita había encontrado
el primer rodrigón y ángel tutelar. El recuerdo de su ma-
dre, pobre, trabajadora, viuda, generosa hasta ser capaz de
abandonar la quietud de sus campos y la casita donde na-
cieron sus hijos para entregarse a una tarea comprometida
y tachada por unos y otros como disparatada, jamás se
borraría del espíritu de Juan, siempre dócil y respetuoso
para con aquella mujer de escasas letras y corazón sin me-
dida...
La madre de Rúa, Juana María Ferrero, había desple-
gado toda su solicitud y cariño desde que la madre de
D. Bosco había caído enferma para no levantarse más. No
le faltó su asistencia hasta que expiró. ¿Quién mejor que
ella podía sustituir las manos incansables que cuidaran la
comida y el huerto y la ropa?...
Estaba entre los cincuenta y sesenta años cuando la
señora Juana María arremangó el áspero crudillo de su
bata de faena y se puso manos a la obra en el nuevo
campo de batalla...
Fue digna sucesora. Tenía constitución resistente, pa-
ciencia y fe verdadera en la Providencia del Señor.
Miguel se alegraba de tener junto a sí a su madre.
— 49 —
4

5.10 Page 50

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Pero huía de toda excepción que pudiera hacerle aparecer
ante sus compañeros como distinguido con especiales aten-
ciones.
Juana María, llevada de su natural instinto materno,
hacía de vez en cuando una furtiva visita al pobre rincon-
cillo donde su hijo tenía la cama y los libros en perfecto
orden. Con sorpresa, no exenta de algún pesar, encontraba
bien enrollado en un ángulo el colchón de su hijo. A la
hora de carearse ambos, Rúa pretendía convencer a su ma-
dre de que el colchón no le hacía mucha falta y de que
descansaba bien sin él. Buenas son las madres para tra-
garse sin atragantarse estas celestiales razones... En estas
contiendas acabó la mamá por convencer a Miguel de que
sus huesos —que llegarían a ser inmortales— debían des-
cansar sobre algo blando y confortable para poder trabajar
con bienestar al día siguiente.
A la cama sin cenar.
Poco tenía que ver la táctica pedagógica de D. Bosco
con los castigos humillantes. El sistema del santo, basado
en cimientos de sentido común, de vida sacramental y evan-
gélica y una amabilidad que conquistaba por completo el
corazón, uno a uno, de sus muchachos, huía de todo cuanto
degradaba la dignidad e irritaba el ánimo de sus educandos.
Una mañana, Rúa y otro compañero hacían cariñosa
guardia junto al Director a la hora del desayuno. E r a cosa
frecuente este empeño de todos por servirle el desayuno
siempre flojillo... El santo puso su reloj, único en la casa
de Valdocco, sobre la mesa. Mientras la conversación se iba
animando, y D. Bosco apuraba su tentempié, el reloj fue
a dar en el suelo desde las manos curiosas y confiadas de
Miguel. Cristales rotos y unas palabras, en broma, de Don
Bosco:
—Para pagar daños y perjuicios, un mes sin cena.
Aquello era broma, ya que fue pronunciado sin la menor
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6 Pages 51-60

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6.1 Page 51

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alteración y sin perder la sonrisa. ¿Cómo D. Bosco, perdo-
nador de muy gordas calumnias, iba a ser riguroso de tal
manera con su hijo predilecto que dejaba caer al suelo in-
voluntariamente el único reloj del Oratorio?
Pasados algunos días, D. Bosco hizo una visita de las
que honraban a familias ilustres y bien dotadas económica-
mente, gracias a cuya asistencia podían cancelarse facturas
con el panadero, con los albañiles y demás proveedores.
Llevó consigo a Miguel Rúa. D. Bosco celebró la Misa
y luego hizo honores a una mesa de bien dispuestos man-
teles, con la mismísima gloria celestial humeante en las
fuentes... Un miembro de la familia tomó del brazo a Rúa
y le invitó a cenar aparte con la gente joven. El invitado,
contemplando el panorama incitante, dijo que no podía pro-
bar ni siquiera un bocado de todo aquel bien de Dios. Se
asombró el joven conde y acudió enseguida a pedir expli-
caciones a D. Bosco. Rúa, respondiendo a las naturales fra-
ses de extrañeza, recordó a su Director el incidente del
reloj mientras desayunaba.
D. Bosco acabó por invitar a Rúa a cenar tranquila-
mente. Cena que nada tenía de parentesco con la colación
frailuna con que en el Oratorio se engañaba el estómago
antes de irse a dormir.
—Hay que tener cuidado cuando se habla con Rúa
—afirmó D. Bosco—. Es preciso medir las palabras porque
este muchacho es de una obediencia rigurosa jamás vista...
Miguel Rúa, estudiante de Teología.
En el curso 1855-56 había comenzado sus estudios teo-
lógicos. Acudía al Seminario del arzobispado y no se en-
contró tan solo como en cursos anteriores por lo que se
refiere a compañeros de fatigas.
El Profesorado era excelente, sobresaliendo el P. Fran-
cisco Marengo, de quien D. Bosco dejó escritos largos elo-
— 51 —

6.2 Page 52

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gios por su preparación científica, espíritu sacerdotal y vir-
tudes de auténtico apóstol celoso de las almas.
No llegaban a cuatro horas, entre mañana y tarde, las
que Rúa empleaba en clases de Ciencias Sagradas. Lo res-
tante, avaro santamente del tiempo, lo empleaba en clases
particulares de hebreo como alumno y en otras disciplinas
como profesor.
Las predilecciones de Rúa estuvieron siempre centradas
en los estudios bíblicos y así lo hizo saber más adelante.
El sinnúmero de actividades que tendría que abordar, le
impedirían dedicarse plenamente a ellos.
Miguel madrugaba. D. Bosco consentía en que los pri-
meros jóvenes que se alistaban en sus filas, saltaran de
madrugada del lecho en lugar de prolongar las horas noc-
turnas en el estudio. Cagliero nos cuenta cómo dominados
por el deseo de aprovechamiento del tiempo se levantaban
tempranísimo y después de hacer la limpieza con pellas de
nieve, puesto que muchas veces el agua se helaba en la
palangana, entraban decididamente en batalla con asigna-
turas y materias accesorias que cada uno había elegido según
personal inclinación y temperamento.
En el Oratorio de Valdocco y en el de San Luis se
establecieron las Conferencias de San Vicente de Paúl. Era
responsable en el Piamonte el Conde Carlos Cays, que
moriría a los sesenta y nueve años en el seno de la Con-
gregación Salesiana después de recibir el Orden Sacerdotal.
Rúa encontró en el puesto de secretario otra actividad
en la que conocer y ponerse en contacto con las innume-
rables necesidades materiales y espirituales de la pobre
gente.
Ante la imagen de la Virgen del Rosario, el 8 de di-
ciembre de 1856, un grupo de selectos muchachos forma-
ban una ejemplar Sociedad que pusieron bajo el valimiento
de la Virgen Inmaculada. Entre otras cosas, estos primeros
miembros de la Compañía se comprometían a observar con
— 52 —

6.3 Page 53

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escrúpulo el horario del Oratorio, ocupar el tiempo sin con-
ceder ni un mínimo margen al ocio y servir de ejemplo
a los compañeros haciendo el bien por todos los medios
posibles...
Una de las razones que impulsaron al jovencito Domin-
go Savio a fundar esta Compañía fue una invitación del
propio D. Bosco. Este tuvo una mañana que volver a in-
troducir las Formas de la Comunión dentro del Sagrario
sin repartir ni a un solo comulgante el Pan eucarístico. Los
jóvenes componentes de dicha Asociación pusieron sumo
cuidado en procurar que la cosa no volviera a repetirse
y para ello se iban turnando. No se acostumbraba por en-
tonces a comulgar diariamente. D. Bosco fue apóstol audaz
en este campo como en tantos otros y los mejores de sus
hijos, entre ellos Rúa, encontrarían en la Eucaristía de cada
mañana el más sólido alimento para la jornada y la fuente
de entusiasmo constante de salesianos apóstoles.
Savio, alma de aquella célula de apostolado dentro del
colegio, moriría el año siguiente en Mondonio, dejando tras
de sí un celeste perfume de pureza de alma y caridad im-
propias de un tierno adolescente. La Compañía de la I n -
maculada tuvo en Miguel Rúa un presidente elegido sin
discusiones que no llevó el cargo como simple honor sino
eficazmente y con actividad singular.
Sin miedos ni prisas, recibía cargos y cargas a los que
nunca desdeñaba por pusilanimidad, bastándole el deseo de
D. Bosco. Así tuvo que sustituir al sacerdote Pablo Rossi,
que había sido Director por tres años en el Oratorio de
San Luis, en Puerta Nueva. Moría a los veintiocho años,
dotado de excelentes cualidades, y Miguel hubo de hacer
frente a todas las ocupaciones que esta muerte echaba sobre
sus espaldas. Todas ellas, unidas a sus estudios de Teología,
hicieron imposible que Miguel pudiera con el programa de
estudios que le otorgarían el título de Maestro.
F é l i x Reviglio fue el primer alumno del Oratorio de
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6.4 Page 54

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Valdocco que llegaba al sacerdocio. Fiesta de gran gala,
en aquella casa, pobrecita pero llena de alegría sana y de
maravillosos sueños... Pasó Reviglio a la archidiócesis y
su acción apostólica, tan asidua en el Oratorio del Ángel
Custodio, fue sustituida dignamente por la de Miguel.
Ya entonces el estudiante se ejercitaba en la predica-
ción, según deseo del propio D. Bosco. Sermones entera-
mente espirituales, lejanos de la vanidad y la farfolla, cuyos
apuntes se han conservado muchos de ellos, registrados en
papeles de carta de la correspondencia de su Director. Rúa
no era un gran orador, pero su palabra estaba llena de
una interior fuerza espiritual y un convencimiento que ca-
laban en el auditorio. Había en ella ese sutil aleteo de la
santidad que las almas sensibles saben captar con rapidez...
A los dieciocho años, cuando Rúa comenzó a sumer-
girse en sus libros de Ciencias Sagradas, su Comunión dia-
ria y su confesión semanal constituían una cita infalible.
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6.5 Page 55

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MIGUEL RÚA Y LA GRADUACIÓN
«A mayor graduación, más lejos del cañón».
El refrán pertenece al particular repertorio de un hu-
morista español que ha dado esta vez en la diana, aunque
no falten excepciones de importancia que confirmen una
afirmación tan contundente...
«A mayor graduación, más lejos del cañón». La señora
ama de casa que ha ido subiendo económicamente, puede
acabar abandonando el plumero del polvo, la cesta de la
ropa y la «fregona» de todos los días en manos de una
empleada de servicio doméstico, a quien en las festivas
páginas de la zarzuela «La Gran Vía» se le cantaba aquello
de «pobre chica la que tiene que servir». El soldado raso
que ha comenzado a recibir entorchados puede acabar un
poco lejos de las polvaredas y sudores de la tropa para su-
pervisar y contemplar desde puntos estratégicos los entre-
namientos militares. El capitán de un barco da órdenes y
otea con su catalejo el horizonte; es lo suyo y rara vez
se pringa en la sala de máquinas. El Director de un cole-
gio, que en otro tiempo fue humilde operario de escaños
llamémosles inferiores, puede acabar aficionándose a la at-
mósfera de los despachos y a las blanduras de los sillones,
lejos también del mundo juvenil del patio de recreo que es
como abandonar el más estratégico campo de observación
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6.6 Page 56

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e influencia, según la certera intuición y experiencia de San
Juan Bosco.
Miguel Rúa comenzó a tocar con propia mano la gra-
duación que se le venía encima... Pero jamás desertaría del
cañón. Junto a él estuvo hasta la muerte.
Desde 1853, el Oratorio de Valdocco se había ido atre-
viendo con nuevas y audaces iniciativas. Chicos que comen-
zaron a trabajar en el tejido, el calzado, la madera, la en-
cuademación... Aquel mundo incipiente de jóvenes arte-
sanos, semilla de las modernas Escuelas Profesionales Sa-
lesianas extendidas benéficamente por el mundo entero, ne-
cesitaban un ojo avizor que supiera preveer y arreglar po-
sibles desórdenes. También las clases comenzaron a am-
pliarse, a ensanchar su capacidad de alumbrado y sus ma-
terias de estudio. R ú a fue celoso educador y jefe de disci-
plina de los chicos del Oratorio de San Francisco de Sales.
Incluso dirigía con frecuencia su palabra, alternando con
D. Víctor Alasonatti, a los aprendices en esas últimas re-
comendaciones salesianas con que termina la jornada y que
se han llamado «Buenas noches» o «Buenas tardes».
A veces, D. Bosco gustaba de unir a estudiantes y apren-
dices que, después de rezar las oraciones de la noche, oían
la voz siempre afectuosa de aquel Padre al que todos ido-
latraban y respetaban.
Ante los centenares de muchachos en completo silencio,
el santo contaba alguno de sus «sueños», hacía alguna
advertencia, comunicaba noticias interesantes para todos,
aconsejaba cariñosamente y hasta anunciaba muertes próxi-
mas que infaliblemente tenían lugar a poca distancia.
Rúa, después de ponerse de acuerdo con D. Bosco, in-
terrumpía con cierta frecuencia aquellas «Buenas noches»,
haciendo preguntas, pidiendo explicaciones, estableciendo
diálogo que mantenía vivos la atención y el interés de todos.
El P. Amadei nos pone un ejemplo de estos simpáticos
careos públicos entre D. Bosco y Rúa.
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6.7 Page 57

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Los chicos que componían la Banda de Música habían
venido conmemorando anualmente la festividad de su Pa-
trona, con almuerzo lejos del Oratorio. El año 1859, Don
Bosco prohibió la salida. Pero los músicos de marras le
hicieron bien poco caso, confiados en la tolerancia de Don
Bosco, y al igual que otras veces proyectaron y llevaron
a cabo su cuchipanda.
El resultado final fue que los instrumentos fueron en-
cerrados bajo llave y los músicos, después de hablar priva-
damente con el Director, volvieron a sus casitas los que
tenían parientes y recibieron un empleo en la ciudad los
que se encontraban solos. Hay quien dice que el Señor nos
quiere hermanos pero no primos...
D. Bosco hizo objeto de su comentario en las «Buenas
noches» el hecho reprobable. Rúa pidió la palabra y rogó
que había que considerar el caso de uno de ellos que había
sido engañado por sus compañeros, llegando a creer sin-
ceramente que existía un permiso posterior a la negativa
primera. D. Bosco aceptó la objeción y puso a prueba du-
rante algún tiempo al alumno en cuestión esperando de
su buen comportamiento poder continuar admitiéndole en
el Oratorio.
El canónigo Ballesio, entre otras cosas, afirma textual-
mente: «Resulta difícil en estos días de escepticismo, ima-
ginarse la vida de piedad, de trabajo, de estudio, de vir-
tudes cristianas, de santa y serena alegría, de nuestro Ora-
torio. Entre todos los que ayudaban a D. Bosco, clérigos,
sacerdotes y seglares, se encontraba en primer lugar nuestro
D. Miguel Rúa, el cual, en los pensamientos, en los sen-
timientos, en los hechos y en todas las virtudes, era una
sola cosa con D. Bosco, una perfecta copia suya.»
— 57 —

6.8 Page 58

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Dieciocho años después.
El 8 de diciembre de 1859 se cumplían dieciocho años
de aquella primera corazonada de D. Bosco, empeñado en
atraer junto a sí a una gran muchachada que estaba en
peligro de ser ganada por las ideas y los señuelos de una
sociedad impía. El santo anunció a sus colaboradores que
una vez que los alumnos estuviesen ya descansando, desea-
ba tener una interesante reunión con ellos en su despacho.
Así fue al siguiente día. El apoyo de P í o IX no daba margen
a dudas, el tiempo transcurrido poniendo en práctica un
género de vida y de apostolado a todas luces provechoso
para la juventud, fundamentaba la resolución que se iba a
tomar. Por otra parte, una llamada sobrenatural captada
por el santo ya a sus nueve años de edad, empujaba y
enfervorizaba la trascendente empresa.
D. Bosco estaba decidido a fundar una Sociedad que
llevaría el nombre de San Francisco de Sales. La reunión
fue un éxito y la gran mayoría estaba decidida a seguir a
D. Bosco aunque fuera con espinas punzantes bajo los pies,
según el significativo «sueño» del emparrado.
Poco más de una semana bastó para que D. Bosco, junto
a diecisiete candidatos, entre los que se encontraba el sacer-
dote Víctor Alasonatti, confirmase la idea de constituir de-
finitivamente una Sociedad o Congregación Religiosa en la
que sus miembros, tratando de trabajar sin descanso en la
propia perfección cristiana, se ocupasen del prójimo, en es-
pecial de la juventud más necesitada. Se procedió al nom-
bramiento del primer Consejo Superior. D. Bosco fue ca-
riñosamente obligado a aceptar el cargo de Superior General
o Rector Mayor. Alasonatti hubo de confirmarse en su
condición de administrador y hombre de papeletas difíciles;
a Rúa, con total unanimidad, se le designó Director Espi-
ritual de la naciente Sociedad.
Entre la letanía ditirámbica del canónigo Ballesio, des-
tacamos estas afirmaciones: « E l clérigo Rúa era para noso-
— 58 —

6.9 Page 59

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tros el bien, la bondad; era el orden, el estudio, el saber;
era la severidad y la benignidad; pensar en Rúa era excluir
el mal, la malicia, lo defectuoso; pensar en él era pensar en
lo bueno, en lo virtuoso. Por tanto era total y máxima la
estima y el afecto, la confianza y la veneración que le pro-
fesábamos.»
Y otro alumno, C. Rinaudo, afirmaba recordando sus
tiempos: «Viví durante ocho años bajo su vigilancia. Estuve
junto a él y pude admirar sus dotes de mente y corazón.
F u i ganado enseguida por sus modales amables, dándome
cuenta de que se trataba de una persona superior, con una
superioridad a un tiempo responsable y humilde, por lo
que se hacía querer de todos. Nosotros lo considerábamos
como modelo de virtud absoluta. Su trato nos resultaba
amable y eficaz; ninguno de sus consejos caía en saco roto,
sino que penetraba hondamente en nuestro ánimo perca-
tándonos de que se trataba de sincera caridad. E r a asistente,
maestro, guía espiritual de los jóvenes. D. Bosco lo tenía
como secretario y confidente, de forma que yo, y conmigo
muchos otros, preveíamos que Rúa llegaría a ser el Sucesor
de D. Bosco.»
Había recibido en aquel mes de diciembre de 1859, O r -
denes Menores y el Subdiaconado. El 24 de marzo del año
siguiente, era ya Diácono. Preparaba las escaladas de su
carrera con días de intenso retiro espiritual y oración fer-
vorosa.
Fiesta de las gordas.
Se consiguió en Roma la dispensa para Miguel. Eran
precisos ciertos trámites engorrosos, sin olvidar una res-
petable suma de dinero.
El día de su ordenación sacerdotal se fijó para el 29 de
julio de 1860. El joven aspirante tenía veintitrés años y se
recluyó la noche anterior junto a la Capilla de Santa Ana,
aneja a una rica casa del Barón Blanco de Barbania.
— 59 —

6.10 Page 60

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Rúa, para concentrarse, había llegado incluso a darle la
vuelta a los espejos que había en su cuidada habitación de
huéspedes, y a juicio de los criados de la casa, el lecho
estaba intacto por la mañana.
El 30 de julio, Rúa aparecía sencillo y conmovido ante
los centenares de chicos del Oratorio, celebrando por pri-
mera vez la Eucaristía.
Ya habían conseguido la misma meta José Rocchietti
y Ángel Savio, un poco antes. El primer sonoro y prolongado
aplauso que se dedicaba a Rúa, sonaría en las «Buenas no-
ches» que les dirigió a los alumnos del Oratorio, que queda-
ron emocionados al oirle hablar con tan gran sinceridad.
Al siguiente domingo, la alegría de la casa estalló desde
las horas matutinas. R ú a cantó una Misa de comunión ge-
neral en la que aprendices y estudiantes rodearon al deci-
dido lugarteniente de D. Bosco. Se oyeron vivas y aplausos
que Rúa declinaba y ofrecía a su Director como quien re-
cibe una pelota y la devuelve.
Entre los humildes regalos destacó una cama de hierro
que mamá Juana María ofreció a su hijo. Este opinaba que
se trataba de algo demasiado bonito, pero no tuvo más
remedio que aceptarlo.
Se celebró un homenaje en honor del Misacantano. En
él brillaron con luz propia los mejores valores literarios y
artísticos de la casa. Al final, Rúa, que tenía escritas sus
palabras de agradecimiento, se expresó así:
«Agradezco a todos estas demostraciones de
alegría que me habéis ofrecido; los augurios y
expresiones de afecto que me habéis manifesta-
do. Seguramente cada uno podrá considerar de-
bidamente cómo no lo merezco por ninguna ra-
zón y cómo he de recorrer un camino largo hasta
llegar a ese grado a que me habéis elevado con
vuestras palabras.
— 60 —

7 Pages 61-70

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7.1 Page 61

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A pesar de ello os lo agradezco igualmente
porque las cosas que me habéis dicho las con-
sidero como excelentes advertencias hechas con
gracia para señalarme cómo debo ser en la nue-
va dignidad de la que el Señor ha querido reves-
tirme. Releeré esos discursos vuestros con aten-
ción y quiero hacer lo posible para que me
sirvan de norma a fin de que sepa cómo he de
comportarme.
Os puedo asegurar que ya os amaba. Pero
en adelante os amaré mucho más, y si el Señor
me ayuda, todas mis energías serán empleadas
en vuestro provecho espiritual y temporal. Tra-
tándose de ello no quiero ahorrar ningún es-
fuerzo.
Algo siento tener que deciros. ¿Os lo diré?
Quizás alguna vez el deber me obligue a pelar
sin ser peluquero. Si esto sucediese, os ruego que
desde ahora sepáis ya tomarlo en buen sentido
porque siempre actuaré en función de vuestro
bien. Espero que esto jamás suceda y que siem-
pre tendré ocasiones en que alabaros. Quiera el
Señor bendecir las fatigas que con su gracia
soportaré en vuestra ventaja.
Os he hecho una promesa. Estad atentos
para ver si cumplo mi palabra. Si veis que falla,
tened la caridad de advertírmelo. Una vez avi-
sado podré volver al buen camino. Pero como
ya os dije hace días, quisiera de vuestras mues-
tras de afecto que no se limitaran tan sólo a
palabras. Desearía algo más: que vosotros roga-
rais al Señor y a su Santísima Madre para que
Ellos me ayuden y así pueda llevar sobre mis
espaldas el peso que me impone mi nueva dig-
nidad sacerdotal.
— 61 —

7.2 Page 62

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Por lo demás, amémonos cada vez más; pro-
curemos soportar pacientemente las molestias de
algún compañero; ayudémonos mutuamente y
dirijamos nuestros esfuerzos hacia la consecu-
ción de aquel premio que el Señor ha prometido
a sus servidores fieles.
Amémonos como hermanos. Así debemos
considerarnos por encima de todo, ya que, no
sólo somos hijos de un mismo Padre celestial,
sino también hijos de D. Bosco.
Y D. Bosco, vosotros lo sabéis sin que yo
tenga que decíroslo, nos ama como un Padre lle-
no de ternura, y continuamente, de día y de
noche, se ocupa de nuestro bien. Procuremos
corresponder nosotros a los paternos cuidados
que nos prodiga ofreciéndole nuestra sumisión
y nuestro cariño.
Ahora, para terminar bien esta fiesta, unios
a mí y gritemos todos de acuerdo: ¡Viva D o n
Bosco, Viva nuestro querido Padre!»
Así de expresivo era Miguel R ú a , cuya severidad y se-
riedad quizás se hayan exagerado con alguna ligereza. El
profesor Mateo Picco, del que ya se ha hablado anterior-
mente, se encontraba en la festiva asamblea y quedó con-
movido por las palabras de su antiguo discípulo.
Miguel había pedido días antes a D. Bosco algunas re-
comendaciones como programa de su vida sacerdotal. Lo
pidió por escrito y en francés. D. Bosco accedió en un latín
sencillo y sonoro. La traducción fiel de este recuerdo del
Director a su discípulo es la siguiente:
«Todo bien en el Señor al querido hijo Mi-
guel Rúa. Has hecho bien en hacerme llegar
una carta escrita en lengua francesa. Sé francés
— 62 —

7.3 Page 63

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en el idioma, pero en el corazón y en los hechos
sé romano intrépido y generoso.
Te esperan muchos sufrimientos. Pero el
Señor te hará encontrar en ellos muchos con-
suelos. Ofrécete como ejemplo de buenas obras.
No dejes de pedir consejos útiles y lo que ante
Dios es bueno practícalo constantemente.
Lucha contra el diablo. Espera en Dios y ya
sabes que en cuanto de mí dependa, seré todo
tuyo.
La gracia de N. S. J. esté siempre contigo.
Vale.»
Conocemos otra carta de D. Bosco dirigida a Rúa antes,
de su ordenación sacerdotal. Brilla en ella la sencillez, la
claridad de ideas, el espíritu sobrenatural más admirable.
Compara en ella su autor a la vida con el vapor que se
desvanece en el aire, con la huella de una nube, con una
sombra fugaz. Hay que recordar el Paraíso. Es ésta una
idea constante del santo fundador. Hay que estar contentos.
Ya entonces D. Bosco firmaba las cartas dirigidas a su que-
rido discípulo con un cariñoso «tuus sodalis», es decir, tu
compañero, tu camarada, tu colega. Lo cual nos habla elo-
cuentemente de la cordialidad que existía entre ambos.
Un pez gordo.
Un chico quedó sorprendido un buen día cuando Don
Bosco inició con él un diálogo parecido a este:
—Quiero que hagamos un contrato entre los dos.
—¿Qué contrato?
— Y a te lo explicaré más adelante.
Pasaron siete días y el muchacho volvió sobre el asunto,
después de acudir al confesonario.
—¿Qué contrato es ese de que me hablaba usted hace
una semana?
— 63 —

7.4 Page 64

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—¿Serías capaz de quedarte en el Oratorio para per-
manecer siempre con D. Bosco?
— D e buena gana.
— M u y bien. Dirígete a Don Rúa y dile que quiero
hacer un contrato contigo.
Para Miguel Rúa no sonaban a novedad aquellas pala-
bras. El chico era Pablo Albera, que con el andar del tiempo
sucedería a Rúa en la más alta dirección de la Congregación
Salesiana.
D. José Cafasso abandonaba para siempre a su querido
D. Bosco. Pero a pesar de que los tiempos eran revueltos
y anticlericales y de que los mejores amigos del Fundador
irían desapareciendo poco a poco, fuerzas nuevas y juveniles
engrosarían las filas salesianas con una generosidad sin lí-
mites.
En este reclutamiento entraba Rúa como elemento in-
dispensable. Ya lo hemos visto en el caso de Albera, tra-
tando de ganar para la Sociedad los elementos mejores. A
pesar de ello, todos sabían que D. Bosco dejaba en total
libertad de elección y jamás coaccionaba la voluntad de sus
hijos.
Rúa podía con todo lo que su Director íe echaba enci-
ma. Incluso llegó a dar clases de gramática francesa a los
propios soldados franceses acuartelados a lo largo de la
vía del tren de Milán después de la refriega de Solferino.
El deseo inquebrantable de estos muchachos, alumnos
de D. Bosco por apretarse a su lado y serle fieles, podemos
constatarlo en la súplica que elevaron al Arzobispo, Monse-
ñor Fransoni, en estos términos:
«Los abajo firmantes, movidos únicamente
por el deseo de asegurarnos la salvación eterna,
nos hemos unido en vida común a fin de poder
con mayor comodidad atender a todo aquello
que se refiere a la gloria de Dios y a la salva-
— 64 —

7.5 Page 65

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ción de las almas. Para conservar la unidad de
cora2ones y de disciplina y poder poner en prác-
tica los medios que creemos útiles para el fin
propuesto, hemos formulado algunas reglas a
guisa de Sociedad religiosa, que excluyendo toda
norma relacionada con la política, tiende exclu-
sivamente a santificar a sus miembros, especial-
mente con el ejercicio de la caridad para con el
prójimo. Hemos ensayado ya este género de vida
y lo hemos encontrado compatible con nuestras
fuerzas y ventajoso para nuestras almas.»
Tan firme era esta decisión de fidelidad a D. Bosco y
a las reglas de la nueva Sociedad, todavía no aprobadas
por Roma, que estos primeros socios hicieron una promesa
que llama la atención: «Hacemos promesa solemne de que
si por mala fortuna, por razón de los malos tiempos que
vivimos no se pudiesen emitir los votos, cada uno en cual-
quier parte en que se encuentre, aunque todos nuestros
compañeros hubiesen sido dispersados, aunque no existie-
sen más que dos solamente, aunque se tratase de uno solo,
se esforzará por promover esta Pía Sociedad y por observar
siempre, en cuanto le sea posible, las reglas de la misma.»
— 65 —
5

7.6 Page 66

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MIGUEL RÚA Y LOS «BURGAOS»
Registra el diccionario la palabra burgado, como cara^-
col de tierra, y he encontrado en libros marineros el vul-
gado, caracol marino. Pero pedirle a un chipionero o a un
sanluqueño un sufijo así de limpio y compuesto sería tanto
como obligarle al «bacalado», al «Bilbado», al «cacado»,
al «colmado», al «tablado»...
El «burgao», el «burgaillo», es una deliciosa berrugui-
ta que le sale a la piedra resbaladi2a de los corrales o ata-
jadizos del litoral apenas el mar retira sus embates y se
remansa un poco. Este caracolillo inocente y entretenido
sabe de artes y engañifas para librarse de la persecución
de los aficionados a la diminuta fauna que habita en las
playas. Se esconde a la vista por una estratagema del mi-
metismo y hasta se ampara entre la hierba copiosa, como
en guedeja o cabellera, que recubre las rocas. Hierba que
es llamada salemera por las playas del Sur, ya que la salema,
pez pintarrajeado y goloso, la consume que es un primor.
Aseguro que más de una vez he terminado con un dolor
insolente por todo el espinazo como premio a la obstinada
caza del «burgao».
La presente introducción en honor de este compañero
de la almeja, el camarón o el cambarito, viene a cuento
después de emprender el trabajo de buscar a Don Rúa entre
— 67 —

7.7 Page 67

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Don Bosco: se parece muchísimo al de atrapar al inofensi-
vo caracolillo entre la hierba salemera.
¿Hasta dónde llegaba Don Bosco? ¿Hasta dónde su
brazo derecho, Miguel Rúa? Me temo que — a l menos para
mí— el Sucesor del Fundador de los Salesianos va a quedar
emparentado con los «burgaos» como San Francisco de Asís
con el lobo, Fray Escoba con los ratones, Francisco Solano
con el banco de cangrejos y San Antonio con los peces del
Mar Tirreno...
Ya sacerdote, Miguel sería exactamente eso: un trabaja-
dor a partes iguales en la viña salesiana que crecería pu-
jante y no precisamente con uvas agraces...
Nuestro novel curita no necesitaba apartarse de aquel
vastísimo campo de trabajo que brindaba la obra de su
Director para tener que buscar entretenimientos... A pesar
de ello, anduvo de un sitio para otro comenzando su cons-
tante ministerio de la palabra. Bien pudieran aprender mu-
chos predicadores a preparar concienzudamente sus charlas
u homilías sin dar palos al aire ni echar mano de resortes
más que rancios y sobados. Con magnetofón en ristre, re-
cogió una revista española decenas de homilías que pecaban
de inexactas y flacas de contenido teológico. Esto sin entrar
en el campo, tantas veces desastroso, de la forma y expo-
sición, a las que muchos prestan escasísima importancia,
como si se pudieran presentar viandas exquisitas en ban-
dejas nauseabundas... ¡Y pensar que muchos cristianos, en
cuyas manos jamás descansa una revista religiosa o un dis-
curso del Papa, no reciben más alimento que la palabra
descuidada y pobre de ciertas homilías dominicales, prepa-
radas quizás a última hora y con prisa!...
Una anciana religiosa que oyó a D. Rúa en una de sus
predicaciones, exclamó:
—Este es un santo o llegará a serlo con toda seguridad.
Le hubiera gustado al joven sacerdote acudir a los cur-
sos del «Convitto Eclesiástico» donde por dos años se hu-
— 68 —

7.8 Page 68

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biera preparado a fondo en la Moral, con vistas al ministe-
rio de la Confesión. En aquel centro de espiritualidad había
dejado huella indeleble San José Cafasso, enviado del cielo
para dirigir la impetuosa corriente, la fecunda corriente de
ilusión y actividad de San Juan Bosco. Miguel estudió pri-
vadamente haciéndose dirigir por el canónigo José Zappata.
Los alumnos del Oratorio eran más de quinientos y todos
los brazos eran pocos para remar en la alegre embarcación.
El susto más gordo.
¿Qué hubiera pasado si en tan crítica encrucijada, cuan-
do el Oratorio entraba en su Edad de Oro, en su fase
más pujante y fecunda, D. Bosco hubiese abandonado a su
grey?
Pues justamente esto anunciaba el santo. Sus años es-
taban contados. No debería v i v i r más de cincuenta. Sola-
mente las oraciones y la ejemplaridad de sus hijos podrían
conseguir que se torcieran tan funestos planes. Y así consta,
y no solamente por una vez, que las oraciones de los hijos
de D. Bosco le salvaron de la muerte hasta que totalmente
agotado cumpliera los setenta y dos largos.
Rúa, en vista de que junto a su Director se palpaba
una atmósfera del todo sobrenatural, las predicciones se
cumplían, revelaba cosas ocultas, obraba prodigios a la vista
de todos y curaba a enfermos sin remedio, concibió la idea
de formar una comisión que se encargara de registrar tales
hechos y de comprobar su autenticidad.
El P. Alasonatti y otros salesianos sacerdotes, además
de algún seglar y nueve clérigos o estudiantes, entre los
que se encontraban Cagliero, Francesia, Durando, Cerrutti
y Bonetti, aceptaron como óptima la sugerencia. Y gracias
a tal cuidado, vigilancia y absoluta honradez, tantas veces
refrendada por el lápiz corrector del propio D. Bosco, he-
mos heredado un material biográfico difícil de igualar en
muchos santos canonizados.
— 69 —

7.9 Page 69

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El susto de ver a D. Bosco desaparecer de entre los
suyos, se evaporó como por encanto, y para colmar la
alegría de todos, tuvo lugar el 14 de mayo de 1862 la
primera emisión formal de los votos de pobreza, castidad
y obediencia. Eran veintidós jóvenes que fueron repitiendo
en común la fórmula que Rúa pronunciaba. Estaban apre-
tados y de pie porque la habitación era estrecha. También
espiritualmente estaban unidos, junto al Padre y Capitán
que nunca desfallecía en la empresa comenzada.
Cargos y cargas.
En manos de Rúa estaba ya el Oratorio del Ángel Cus-
todio en Vanchiglia. Era él prácticamente alma y vida de
dicho centro, aunque el título recayese sobre el Padre Mu-
rialdo, que ayudaba en cuanto podía, sobre todo los días
festivos.
Se ha recogido el testimonio de un alumno de entonces
que subía a la humilde celda de Rúa, llave en mano, para
bajarle la esclavina o el sombrero. En un cuaderno en el
que más de una vez metía las narices el curioso mandadero,
comprobó la agudeza, la bondad de D. Rúa que allí iba
consignando cuanto su corazón le sugería para hacer el bien
abundantemente.
En Vanchiglia oían su voz pobres muchachos sin cul-
tura y el novel predicador los ganaba con hechos intere-
santes de la Biblia y otros m i l recursos recreativos y for-
mativos. Seguía haciendo camino a pie como cuando estaba
en San Luis engañando a su estómago con una mesa más
bien pobre y ligerilla.
Al volver de una de aquellas jornadas desde Vanchiglia
a Valdocco, era frecuente que D. Rúa invitara a sus cola-
boradores a rezar el Rosario. Una vez, Domingo Fea, algo
cansado, le pidió que lo dejara. Bondadosamente, le respon-
dió Miguel invitándole a rezar algo y ser recompensado lue-
go con el plato más importante de su cena. De esta forma
70

7.10 Page 70

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el mortificado joven sacerdote tomaba solamente una ligera
sopa que seguramente no escondía en su seno esos inefa-
bles tropezones que la hacen apetecible... Pocos cólicos
suponemos que sufriría nuestro asceta.
Era difícil el campo de trabajo. Rúa no tenía miedos.
Superaba el frío invernal, el cansancio y las incomodidades
sin concederse melindres ni delicadezas. Seguía madrugando
como en sus tiempos de estudiante novato.
En carta dirigida a D. Bosco, Monseñor Fransoni se
alegraba de todo el bien que a manos llenas se estaba re-
partiendo en sus centros juveniles y en particular en Van-
chiglia, desde que Miguel Rúa había tomado las riendas po-
niendo en su labor tanto corazón como perseverancia.
Los dos años de Mirabello.
El 20 de octubre de 1863 se abría el colegio de Mi-
rabello, en el Monferrato, que tomó el nombre de «Pequeño
Seminario de San Carlos».
D. Miguel Rúa fue nombrado por D. Bosco Director
de aquel centro. La madre le acompañó para convertirse
en el ama de casa y en el auxilio de los más pequeñines.
El número escaso de aspirantes al sacerdocio con que
contaba el Seminario diocesano de Cásale fue incremen-
tado hasta ciento veinte muchachos por elementos formados
en el colegio de Mirabello.
Fueron inmediatos los frutos del campo de apostolado
asignado a la dirección de Rúa, que contaba ya con el
personal elegido por D. Bosco.
No tardaron en llegar a manos del Director de Mira-
bello unos folios en los que el Padre común se explayaba
a gusto recomendándole cosas importantes. Nunca extravió
Rúa estos preciosos consejos de forma que aún siendo Su-
perior o Rector Mayor de los Salesianos, los conservaba
ante sus ojos diariamente.
Era un grupo de gente joven animosa. Rúa tenía vein-
— 71 —

8 Pages 71-80

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8.1 Page 71

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tiséis años y era el único sacerdote de la Comunidad. Pro-
vera, veintisiete; Bonetti, veinticinco; y los tres clérigos,
Belmonte, Cerrutti y Albera, rondaban los veinte.
Dice una crónica de entonces: «Don Rúa se comportaba
en Mirabello como D. Bosco en Turín. Siempre rodeado de
jóvenes atraídos por su amabilidad para quienes siempre
tiene algún hecho nuevo que contar. Al principio del curso
escolar recomendó a los maestros que no fuesen demasiado
exigentes y que tolerasen con paciencia cualquier negligen-
cia o ligereza sin excesivas riñas. Después del almuerzo
nunca falta D. Rúa en medio del recreo, jugando y alegrán-
dose con los alumnos.»
La mayoría de los muchachos quería confesarse con él
pero se hacía acompañar de otro sacerdote de los contornos
para que la libertad de elección existiera.
Marchaba viento en popa la embarcación y Rúa sintió
algo de turbación y vanagloria que comunicó a D. Bosco.
La medicina fueron las conocidas preguntas de S. Bernardo:
¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿En qué te ocupas?
El prestigio de Rúa le valió la proposición de una cá-
tedra importante en un centro oficial. Hubo de rechazarla
por razones de peso.
Cerrutti, uno de los tres clérigos, confesaba: «Invitado
por D. Rúa, de acuerdo con D. Bosco, para acompañarle a
Mirabello como profesor y luego como jefe de estudios, si
constituyó para mí un tormento el abandonar a D. Bosco,
el más tierno de los padres y al que yo amaba más que
a mí mismo, mi tormento encontraba inmediato alivio al
contemplar en el nuevo Superior el retrato y la imagen del
Padre. Recuerdo todavía los dos años de directorado de
D. Rúa en Mirabello. Recuerdo aquella actividad sin des-
mayo, aquella prudencia en el mando, llena de finura y de-
licadeza, aquel interés por el bien no sólo religioso y moral
sino físico e intelectual de los Salesianos y jóvenes a él
confiados. Tengo todavía en el recuerdo aquella caridad que
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8.2 Page 72

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no califico de paterna sino de materna con que me atendió
cuando en mayo de 1865 caí gravemente enfermo.»
No puede ser más expresivo y claro el testimonio del
clérigo Cerrutti.
Don Rúa puso por obra los consejos de D. Bosco, ha-
ciéndolos norma y regla de oro de su comportamiento como
Director en Mirabello. E r a el Padre que sabía caer en la
cuenta. Con relación a los alumnos, D. Bosco insistía en
hacerse amar para hacerse temer. En corregir y avisar lleva-
dos siempre del deseo de hacer el bien y nunca por móviles
caprichosos. Tolerarlo todo a la hora de batallar contra el
pecado. Pasar el tiempo de recreo entre los alumnos y de
vez en cuando dejar caer esas palabras al oído que conquis-
tan el corazón.
Tampoco D. Bosco había economizado palabras tratándo-
se de los colaboradores de D. Rúa. Había que velar solícita-
mente por su reposo y alimento; no perder de vista el ex-
cesivo trabajo; hablar con ellos privada o colectivamente;
fijarse en si necesitaban libros o ropa; si tenían algún ma-
lestar físico o algún problema espiritual. «Una vez conocida
una necesidad cualquiera —escribía textualmente D. Bos-
co— haz todo cuanto puedas por poner remedio.»
En cuanto a la salud de D. Rúa, su Director hacía hin-
capié en no mortificarse en el alimento y en permanecer en
el lecho no menos de seis horas de descanso.
Sabemos cómo algunas noches del Fundador transcu-
rrían en continuo trabajo silencioso sorprendiendo al santo
sobre la mesa las primeras luces del alba. Rúa aprendió
pronto aquellas malas costumbres... Prueba de este rigor
para consigo es el hecho que nos cuenta Celestino Durando.
Había marchado éste a Mirabello acompañado de otros
profesores para los exámenes de fin de curso. No había
habitaciones suficientes y Durando tenía que compartir la
misma habitación con el Director. Ya se había retirado Du-
rando y estaba casi para meterse en la cama, cuando sintió
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8.3 Page 73

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llamar a la puerta y la voz de Rúa que le llamaba por su
nombre. Entró un poco confuso y hablaba de algo que
había olvidado. Se trataba de una larga tabla que desde
la cabeza a los pies extendía en su lecho bajo las sábanas.
Durando le reprendió cariñosamente y hasta le preguntó si
lo sabía D. Bosco.
— N o es nada de importancia. Y además no lo hago
siempre.
Fue necesario hacer purgas importantes entre los alum-
nos de Mirabello, donde no faltaban chicos difíciles. Pero
las vocaciones que brotaron en el «Pequeño Seminario de
San Carlos» compensaron las relativas amarguras de ciertas
medidas imprescindibles.
El párroco tenía en el Director del colegio uno de sus
colaboradores más generosos, cuyos servicios fueron útiles
incluso en ocasiones solemnes.
Un nombre glorioso comenzó a sonar por entonces. L u i s
Lasagna fue aceptado en T u r í n . Pero el chico se escapó del
Oratorio y volvió con los suyos. De nuevo entró por las
puertas de la casa de D. Bosco que le volvió a aceptar, afir-
mando que aquel niño tenía buena tela. Tela de obispo era
aquella, ya que Luis, vivo y nervioso como un camarón,
marcharía a las Misiones del Matto Grosso y sería revestido
de la dignidad episcopal.
Lasagna alumno terminó en las manos de D. Rúa, en
Mirabello, bajo cuyos cuidados fue moldeándose su alma
de artista y de apóstol. Nunca olvidaría el futuro Monseñor
Lasagna a su bien Director de Mirabello, cuyo afecto y
santidad influyeron decisivamente en el gran obispo y mi-
sionero salesiano.
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8.4 Page 74

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MIGUEL RÚA Y LA MOSCARDA...
La moscarda entra en la habitación. Es algo ya tarde
y el sueño quizás nos acecha. La moscarda comienza en-
tonces sus interminables escalas cromáticas que dejan en
pañales a las de Rimsky-Korsakov en su famosa partitura
imitativa. Al encender la luz, el animalejo se queda inmóvil.
Comenzaremos su búsqueda y cuando demos con él habrá
que tener paciencia hasta que la toalla que pretende derri-
barle consiga su intento. Puede ser que de buenas a pri-
meras desaparezca y hasta nos duela el pescuezo de tanto
mirar hacia arriba. Es casi seguro que al volvernos a acostar,
el insectucho mal educado continuará su interrumpido con-
cierto hasta que algún feliz batutazo dé con él en tierra.
La moscarda, por su tenaz y reiterativo sonsonete, por
su pegajosa serenata que taladra los huesos, se parece a
algunas ideas que cruzan por el alma y el cerebro humanos
y han de ser desalojadas, exterminadas, a manotazo deses-
perado. La moscarda parece que se va pero vuelve siem-
pre...
Los años de directorado de Rúa se acabaron pronto.
Ya estaban encariñados con él, ya había tomado el pulso
al ambiente de Mirabello, cuando D. Bosco tuvo que echar
mano por centésima vez de su más íntimo y seguro colabo-
rador.
No sé si habrá algo tan duro en la vida religiosa como
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8.5 Page 75

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En las últimas.
Ocho días habían durado las fiestas en honor de María
Auxiliadora, con motivo de la consagración de su esplén-
dido Santuario, en 1868.
Rúa no pudo más. El excesivo trabajo, el escaso reposo
nocturno y sus muchas austeridades, le postraron en el lecho
de forma que los médicos pusieron mal gesto y anunciaron
lo peor.
D. Bosco había estado fuera y apenas pisó la portería
fue asaltado materialmente por grandes y pequeños advir-
tiéndoles de la gravedad del enfermo. Pero el santo pareció
hacerle bien poco caso al asunto. Estuvo confesando aquella
tarde; cenó tranquilamente, atendió a algunas cosas pen-
dientes y se acercó finalmente a la cama de su amigo. Ya
le había dicho a quienes le habían acorralado al entrar,
que conocía bien a D. Rúa y que éste no se iría de su lado
al otro mundo sin pedirle permiso.
—Dígame, D. Bosco, si esta es mi última hora. Dígalo
sin miedo. Estoy dispuesto a todo.
—Querido Rúa, no quiero que te mueras. Tienes que
ayudarme todavía en tantas cosas...
D. Bosco lo bendijo, seguro del buen resultado de su
intervención... A la mañana siguiente el médico insistía en
la gravedad de la enfermedad. D. Bosco, viendo que se
había preparado lo necesario para administrarle la Unción
de los Enfermos, dijo:
—¡Gente de poca fe! ¡Animo, D. Rúa! Aunque te ti-
rases por la ventana y dieses contra el empedrado, no te
morirías.
En pocos días se puso fuera de peligro. Fue recibido
bajo los pórticos con música y aplausos y hasta hubo dis-
cursos. Se le hizo sentar como un rey en medio del común
regocijo.
Rúa había conocido ya la eficacia y portentosa interven-
ción de aquella farmacia de D. Bosco el año anterior, cuan-
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8.6 Page 76

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do una molestia constante en una mano no le permitía
dormir y hasta le hacía saltar de la cama por la noche.
La bendición del santo y una novena a María Auxiliadora,
fueron suficientes...
Rúa, que sabía rodearse en su despacho de chicos difí-
ciles e insoportables para convertirlos en colaboradores de
sus entretenidísimas tareas de administrador del Oratorio
y Prefecto General de la Congregación, nunca perdió el ca-
riño de los muchachos del Oratorio que apenas conocieron
con dolor su grave estado abandonaron las clases para arran-
car de la Virgen la salud de tan admirado Superior.
Lágrimas de alegría.
El mismo D. Rúa declaró el hecho siguiente en el Pro-
ceso de la Causa de Beatificación y Canonización de Don
Bosco.
Muchas veces la caja de los dineros sonaba a hueco.
Las deudas se amontonaban... Un día, D. Bosco tenía que
hacer entrega urgente de 300 liras. No podía aplazarse el
pago y los dos hombres se encontraban sin un billete. La
respuesta de D. Bosco fue como siempre providencialista.
Se presenta un señor, Carlos Occelletti, que le dice:
—Hemos podido conseguir una cantidad de dinero. ¿Se
disgustará usted mucho, D. Bosco, si le hacemos partícipe
de ella?
—No, todo lo contrario. Le quedaré agradecidísimo, ya
que nos encontramos a cero y debemos esta semana hacer
entrega al recaudador.
— L a suma que voy a entregarle no es muy grande.
No se trata más que de 300 liras.
— E s precisamente lo que necesitamos. Viene usted a
nuestra casa como instrumento providencial. Haga el favor
de entregarlas a D. Rúa que las espera con devoción...
Cuando el señor Occelletti escuchó la explicación del
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8.7 Page 77

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viente, dio pruebas de un equilibrio difícil al tener que con-
jugar la amabilidad y el afecto —constantes básicas del Sis-
tema de D. Bosco— con la custodia de la disciplina y la
regularidad.
Viraje sorprendente.
El futuro Cardenal Cagliero le dijo claramente a Don
Bosco: «Está claro que cuando usted se muera, y quiera
Dios que tarde mucho, quien recogerá su herencia será Don
Rúa. Así lo dicen todos y usted también lo ha repetido
varias veces. Pero no todos están de acuerdo en la afirma-
ción de que Rúa vaya a gozar de la confianza de que goza
usted. Porque con esta vida consagrada a velar por la dis-
ciplina, a muchos no les resulta simpático.»
Atendió el santo a la observación de Cagliero y pronto
se notaron los efectos. Rúa, en 1872, fue nombrado Director
del Oratorio, sustituyéndole en el cargo de Administrador
D. Francisco Pro vera. No quiso el título de Director Don
Rúa, deseando que siempre lo fuera D. Bosco, pero aceptó
la voluntad de éste y tomó el título de Vicedirector.
Inmediatamente, afirman los biógrafos, el cambio fue
patente. Aquella impresión anterior de quien encarnaba la
perfección y el cumplimiento del horario y del reglamento,
iba a ser difícil de borrar.
«Era rodeado de gran estima por salesianos y jóvenes,
dice Agustín Sanguinetti. Era tenido en gran estima por
el mismo D. Bosco, quien lo consideraba su brazo derecho.
Su figura ganaba nuestra atención juvenil. Recuerdo que
discutiendo entre nosotros hacíamos comparaciones entre
D. Bosco y D. Rúa. Y a pesar de que todos estábamos
admirados de las virtudes de ambos, alguno, quizás a causa
del aspecto del segundo, que impresionaba más, lo ante-
ponía en santidad al mismo D. Bosco.»
En realidad, el Director del Oratorio era él, ya que
D. Bosco se ausentaba con alguna frecuencia debido a sus
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8.8 Page 78

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muchas obligaciones para con su Congregación. Todo que-
daba en recias, en seguras manos...
Esta flexibilidad de Rúa es uno de sus más eminentes
méritos.
Siempre estuvo dispuesto a lo que el Fundador nece-
sitara de él sin apegarse a cargos, a casas, a regímenes de
vida; desde que un día abandonó su traje limpio y hasta
elegante por la pobre sotana de los hijos del santo turinés,
todo cuanto exigió para sí fue trabajo, cruces, que supo
llevar encima con buen talante. Aunque no fuera ese hom-
bre cascabelero y sonriente a ultranza que a todos contagia.
La razón es clara: a cada uno lo ha traído al mundo su
propia madre.
De esto a creer que Miguel Rúa fue persona desagrada-
ble o antipática median muchos kilómetros de distancia...
«Con la noche a cuestas».
En la novela galardonada con este mismo título, contó
Manuel Ferrand la historia de un guarda que vigilaba de
noche en un barrio sevillano. Tiene muchos secretos la
noche tensa, llena de misteriosos y diversos ruidos.
Podríamos garantizar que Rúa llevaba a cuestas la noche
del Oratorio.
Siempre ha tenido la Congregación Salesiana especial
cuidado por el cultivo de la música, hasta el punto de
que D. Bosco llegó a afirmar que un colegio de los suyos
sin música era como un cuerpo sin alma. Uno de los exce-
lentes músicos de primera hora fue Dogliani.
Le dio por estudiar el violín y aprovechaba las silen-
ciosas horas de la medianoche. Pero ¿qué se escaparía a los
ojos y a los oídos de D. Rúa? Paseaba éste recorriendo la
casa a las horas más imprevistas santificando su vigilancia
con avemarias de un rosario infalible.
Llamó a la puerta del aprendiz. El violinista no hizo
mucho caso a la primera, creyendo poco menos que impo-
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8.9 Page 79

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A nadie le amarga un dulce.
Este don de la omnipresencia lo tenía nuestro Beato
y elegiremos otro hecho sencillo, casi sin importancia, para
probarlo.
D. Bosco había preparado un almuerzo en honor de sus
bienhechores. Se supone que el monacal condumio de la
diaria mesa del Fundador se vería transformado y mejorado
notablemente, pues de lo contrario, al levantarse los in-
vitados hubieran tenido que organizar por cuenta propia
otro almuerzo.
Fue designado para servir uno de los alumnos estu-
diantes mayores y de índole festiva. Bajaba D. Rúa por la
escalera en el punto y hora en que el alegre camarero, con
un plato de dulces en la mano, se llevaba uno a la boca.
Al pasar junto a él, sonriendo y señalando el plato, le dijo
a media voz: —¿Están buenos los dulces, eh?...
No quiere decir esto que D. Rúa fuese el clásico Su-
perior quisquillas, auténtico sarampión de antiguas comu-
nidades. Su actuación, inspirada en la caridad y en la pa-
ciencia, dejaba vencido al pequeño o grande delincuente,
cuya única escapatoria era el silencio y el cambio de con-
ducta.
— 85 —

8.10 Page 80

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MIGUEL RÚA Y LA SANTA HUMILDAD
« E l Agujetas» es un gitano fragüero, de encallecidas
manos y días de siniestra encerrona, que se ha echado a
cantar conmoviendo a los críticos del cante grande.
Le he oído aquellos «campanilleros» antiguos que co-
mienzan así:
«A las puertas de un rico avariento
llegó Jesucristo y limosna pidió»...
¿No recuerdan? El rico avariento no le dio limosna al
divino pedigüeño, sino que le achuchó los perros.
«Y Dios primitió y Dios primitió
que los perros murieran de rabia
y el rico avariento probé se queó.
Y pa demostrá, y pa demostró,
que tan sólo las puertas del cielo,
tan sólo las abre la santa humirdá».
La adjetivación de santa le viene a la humildad desde
bien lejos...
Si a Miguel Rúa se le abrieron las puertas del cielo,
que de eso no hay duda, tuvo parte principal en ello la
santa humildad.
No se olvide que Rúa valía muchos millones. Incluso
intelectualmente, por su talento y constancia. Acudió a la
— 87 —

9 Pages 81-90

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9.1 Page 81

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Universidad de Turín y siempre se lució con un papel bri-
llante. El griego, aún el que entrañaba importantes dificul-
tades, lo traducía a primera vista. Conocía el francés, el
inglés, el portugués, el español; tampoco era totalmente
profano para el alemán.
— S i tuviese seis hombre como D. Rúa, abriría una Uni-
versidad, afirmaba uno de sus profesores particulares, el
abate Peyron.
Rúa fue miembro de Academias que le distinguieron con
nombramientos procedentes de Roma y del propio Arzobispo
Gastaldi. Por niguna de estas razones se le vio al austero
superior muestra alguna de altanería o excesiva estima per-
sonal. D. Bosco iba descargando sobre él los más delicados
menesteres, como el de proveer a los cambios del personal
salesiano. Operación que el Fundador deseaba que se llevara
a cabo «sponte, non coacte», es decir: con normalidad, con
espontaneidad, sin imposiciones. Alguno, dominado por el
cariño que profesaba al santo Fundador, se resistía y hasta
se negaba a marchar de su lado. En este particular, como
en tantos otros, Rúa dio muestras de prudencia, de tacto
y de paciencia. ¿Existe algún paciente que no sea humil-
de?...
Llaman a la puerta.
La obra de D. Bosco, tan amenazada de peligros exter-
nos por su novedad y su arrojo en hacer el bien, necesitaba
de una amorosa pero constante vigilancia desde dentro para
que no se desviase el espíritu que la animó desde un prin-
cipio. Ya afirmaría el Fundador que todo el mundo obser-
vaba a sus hijos, sobre todo la Iglesia, y que era preciso
absolutamente que las Constituciones fuesen rigurosamente
observadas por todos.
Las casas se iban multiplicando y fue D. Rúa el primer
Inspector o Provincial de todas ellas. ¿Qué sucedía cuando
llegaba a un colegio?
— 88 —

9.2 Page 82

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Todos sabemos cómo se recibe a la gente. Si el que
llega es de humilde condición social, podemos decirle que
espere. Si es el fontanero hasta podemos echarle una riñita
por haber tardado tanto. Si es un bienhechor bien dotado
de talonarios de cheques, se lo perdonamos todo y manda-
mos por unas «tapitas», suspendemos el trabajo y comienza
a oírse ese instrumento de percusión que es la espalda del
visitante a quien le sacudimos cariñosamente el polvo...
Comienza el festival de las sonrisas y la conversación toma
un tono brillante como de repentina euforia. Si son las
monjas las que llaman preguntando por la Misa de mañana,
podemos decirles que estamos cenando y que llamen más
tarde. Si el que llama es D. Fulano, que nos ha pavimentado
el patio y nos regaló por Navidad cien mil pesetitas, salimos
disparados y decimos que no se preocupe, que no molesta,
que estamos cenando pero que él lo merece todo, faltaba
más, que somos todavía jóvenes y capaces de bajar hacien-
do un «sprint» como en nuestros mejores tiempos.
Cuando la visita ha sido anunciada con días de antela-
ción y se trata de una autoridad influyente, aparecerán esas
deliciosas engañifas de las recepciones: se limpian rincones
que siempre han estado cochambrosos, brilla la casa con
un esplendor falso y todo adquiere esa tiesura y ese lustre
que tienen las cosas compradas en la tienda y que todavía
no han comenzado a ser usadas. Veremos con consterna-
ción que lo que a diario negamos a quienes conviven con
nosotros, surge como por ensalmo del fondo de la tierra
para ser ofrecido a un extraño aunque importante perso-
naje. Incluso superiores que jamás alternan en la vida nor-
mal y rutinaria de los alumnos, en esas ocasiones hacen
brillante aparición de compromiso, formando parte orna-
mental del séquito...
Rúa fue comisionado por su querido Padre para llamar
a las puertas de los colegios salesianos y no sólo a los de
varones, sino también a los de las Hijas de María Auxilia-
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9.3 Page 83

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dora o Salesianas, Instituto fundado por el propio B. Bosco
y apenas naciente, dedicado al apostolado de la juventud
femenina.
Podemos darle a D. Rúa el título de Primer Inspector-
Provincial, lo que no quiere decir que D. Bosco no visitara
sus colegios. Pero era de otra forma, sin intención de
meter la nariz en todos los asuntos, sino con el afán pa-
ternal, constante, de su corazón, de ayudar y alentar a sus
hijos.
D. Miguel Rúa lo curioseaba, analizaba, destapaba y apun-
taba todo. Desde la sacristía a las celdas de los salesianos,
desde el horario a las condiciones higiénicas, escolares y
espirituales de la casa. Repartía consejos a diestro y sinies-
tro, a noche y moche, a grandes y a chicos; así podía
confirmarse la aseveración de su Maestro y Padre: «Si yo
quisiera señalar con un dedo sobre D. Rúa un punto en
el que no hubiese virtud en grado perfecto, no podría ha-
cerlo porque no sabría dónde poner ese dedo.»
Este Rúa decidido, escudriñador, que no tiene miedo a
poner el dedo en la llaga —aunque siempre con amor—
es el mismo que algún día, siendo ya Rector Mayor, será
capaz de aguantar palabras ofensivas de un Director des-
compuesto a quien había llamado la atención. El silencio
del Beato y sus lágrimas fueron índice más que suficiente
de su dolor íntimo.
Sin complejos.
Una mañana celebraba el sacrificio eucarístico mientras
se presentó un importante personaje acompañado de su sé-
quito. El sacristán fue inmediatamente avisado por un ner-
vioso mensajero. D. Bosco se encontraba ausente y el ilus-
tre visitante no tuvo más remedio que acomodarse hasta
que el celebrante acabase. Cuando D. Rúa llegó a la sacris-
tía fue advertido casi en alta voz de la novedad. Pero el
noble forastero tuvo que volver a sentarse hasta que el
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9.4 Page 84

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sacerdote terminó su acción de gracias al Señor, de rodillas
en el reclinatorio, por propia indicación suya. Cuando lo
hizo se adelantó con los brazos extendidos atendiendo ama-
blemente a quien le requería.
Admiramos el fervor y el recogimiento del Beato y al
mismo tiempo su postura en la jerarquía de valores que
dejó en el príncipe visitante y sus acompañantes una im-
presión excelente.
Estos hombres que saben tratar a Dios, que le conocen
porque cultivan una intensa vida interior, suelen ser poco
menos que insensibles al miedo o al nerviosismo general
cuando llega a su puerta algún personaje. No nos extrañe
que tanto D. Bosco como su brazo derecho, anduvieran
como por casa por los palacios y las casas suntuosas sin
que nada de cuanto contemplaban sus ojos hiciesen mínima
mella en su pobreza, sencillez y austeridad de vida.
Con esa misma tranquilidad, el 21 de junio de 1876,
Rúa vio morir a su madre, a su santa madre. Había sido
digna sucesora de aquella otra «Mamá Margarita» y como
ella había entregado sus últimas energías en manos de Don
Bosco, atendiendo con infatigable sacrificio a tantos menes-
teres materiales de primera urgencia como tiene un centro
de centenares de alumnos.
Acompañó Rúa a su madre hasta su última morada con-
teniendo el llanto. Todo el Oratorio se unió a su dolor y
el hijo escribía a su hermano Antonio y demás familiares
aconsejando que el recuerdo de su madre jamás se borrase
de la memoria de todos, al igual que los admirables ejem-
plos de su vida. Hizo copias del retrato de la abnegada
mujer y dio cuenta de lo que había dejado al morirse: bie-
nes muy escasos y de ínfima categoría.
Diferentes puntos de vista.
No siempre coincidía el criterio del discípulo con el
del Maestro.
— 91 —

9.5 Page 85

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Rúa era calculador, previsor, metódico, meticuloso. Don
Bosco era todo confianza en la Providencia. En ocasiones
de auténtica estrechez económica, D. Rúa, siguiendo las di-
rectrices del Fundador, dejaba vacía la caja de caudales ha-
ciendo frente a lo más perenterio y dejando que Dios, con
su providencia paternal, hiciese todo lo demás.
Me parece, afirmaba D. Bosco, que estamos tan ago-
biados de dinero porque queremos hacer excesivos cálculos.
Y así, cuando el hombre es el que quiere decidir, Dios se
retira.
En una de estas situaciones de apuro, se le ocurrió a
D. Bosco rifar un cuadro, buena copia de un original de
Rafael, existente en el Vaticano. Llamó a varios de sus
colaboradores para someter a votación la idea. Resultado
negativo. Era una obra de arte y aparte de que la gente
estaba ya en contra de las rifas, sería una pena deshacerse
de ella. Después de un tira y afloja en el que cada uno
expuso su propio parecer, se acabó por hacer lo que Don
Bosco opinaba. Su última palabra fue esta: —A la hora
de la comida, en lugar de bajar al comedor para reponer
fuerzas, que vayan a contemplar el cuadro...
La objeción caía de su peso: ¿por qué no dejar el
cuadro en la sacristía, ya que el nuevo templo de María
Auxiliadora tenía desnudas sus paredes y dejar actuar a la
Providencia?
Rúa, no obstante, accedía enseguida y se ponía al lado
de D. Bosco, haciendo demostración de una obediencia in-
condicional y de una humildad sincera.
Viéndolas venir.
En 1874 eran aprobadas definitivamente las Reglas o
Constituciones de la Sociedad Salesiana. ¡Cuántas piruetas
e incluso curaciones sorprendentes y sonadas para que a
las manos de D. Bosco llegase el sí de Roma a la obra de
sus sueños!
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9.6 Page 86

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Todo iba, pues, encauzándose por caminos de regulari-
dad, un poco distantes de las primeras improvisaciones y
espontaneidades... No había lugar para el ocio en la casa.
Francia e Italia solicitaban nuevas fundaciones y los hijos
de D. Bosco se multiplicaban de forma impresionante.
En noviembre del 15 partían los primeros Misioneros
Salesianos hacia la lejana Patagonia. Juan Cagliero, jefe del
puñado de intrépidos viajeros, dejaba a D. Rúa un hueco
que llenar. De forma que por estas fechas, nuestro Beato
tenía los siguientes cargos: Prefecto General y Director E s -
piritual de la Congregación; Director del Oratorio de San
Francisco de Sales; predicador y confesor ordinario del San-
tuario de María Auxiliadora; visitador o Inspector de los
colegios salesianos de Italia, incluidos los de las Hijas de
María Auxiliadora; Director y confesor de la casa abierta
por las Salesianas de Valdocco. Todo esto sin que olvidemos
que D. Bosco, trabajador para quien no parecía existir la
fatiga, le proporcionaba abundante entretenimiento con las
obritas que daba a la imprenta y las cartas que en nombre
suyo había de cursar después de recibir detalladamente por
escrito el asunto de las mismas.
El Santo Fundador era detallista y no era raro que
Rúa recibiese notas sueltas en las que se fijaban determi-
nados temas para charlas a los alumnos o normas concretas
para la buena marcha de la recién aprobada Sociedad.
Tenía su rigurosa teoría propia D. Bosco sobre el tra-
bajo. Pero ya conocemos cómo él velaba por la salud y el
descanso de los suyos. Recorriendo la historia de algunos
de sus queridos hijos, como Alasonatti, Croserio o Ruffino,
muertos por aquellos años, D. Bosco puntualizaba que ya
traían graves malestares anteriores y que no había sido el
trabajo el que los había hecho sucumbir.
Pero estaba convencido de que cuando uno de sus
hijos muriese a causa de trabajo excesivo, el Señor man-
daría un centenar de nuevos aspirantes.
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9.7 Page 87

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El año 1877, se reunían los Directores de Italia y Fran-
cia en el Oratorio. D. Rúa, después de exponer el estado
de cosas, dijo que se podía creer que el Señor llevaba en
brazos a la Congregación y le proporcionaba todos los me-
dios necesarios para su prosperidad.
Y Pío I X , aquel Juan María Mastai Ferretti, que había
sido alguna vez festejado en el Oratorio el 24 de junio
por expreso deseo del Fundador, desbancando así su propio
onomástico, revelaba entre otras cosas estos sentimientos:
«Estoy seguro de que esta Sociedad ha sido
inspirada en estos tiempos por la Divina Pro-
videncia para demostrar el poder de Dios. Estoy
seguro de que Dios ha querido tener escondido
hasta ahora un secreto importante, desconocido
para tantos siglos y Congregaciones pasadas.
Vuestra Sociedad es nueva en la Iglesia, tiene
un sello especial, de forma que pueda ser re-
ligiosa y secular, que haya en ella voto de po-
breza y se pueda poseer, que participe del mun-
do y del claustro, y cuyos miembros sean re-
ligiosos y ciudadanos libres.
Yo os aseguro que vuestra Congregación flo-
recerá, se dilatará milagrosamente, durará du-
rante los siglos venideros y encontrará bienhe-
chores y colaboradores siempre que se mantenga
en espíritu de piedad, pero especialmente siem-
pre que reine en su seno la castidad.»
Don Rúa palpaba con sus manos que el soplo del Es-
píritu empujaba la barquichuela frágil llamada a conquistar
singladuras hermosas. Don Rúa las veía venir, las adivi-
naba...
Tuvo que ser sustituido por el P. Lazzero en el cargo
de Director del Oratorio, puesto que sus viajes y obliga-
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9.8 Page 88

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ciones fuera de él no le consentían dedicación plena. Se
notó la sustitución.
El mes de septiembre de 1877 tuvo lugar en Lanzo el
primer Capítulo General de la Congregación. Los Directores
y Administradores tomaron parte activa. Los trabajos de
esta primera gran asamblea se pusieron a los pies de la
Virgen. Después de noventa y cuatro años, cuando los Hijos
de D. Bosco han celebrado el Capítulo General número X X ,
la Obra Salesiana se ha extendido con fuerza y pujanza sin
igual por todos los continentes.
Al volver D. Juan Cagliero de su primera expedición
misionera a América del Sur, habló con D. Bosco sobre
el futuro Sucesor de la Sociedad.
—Siempre fue D. Rúa mi brazo derecho, dijo el Fun-
dador.
—Y no sólo el brazo —remataba Cagliero—, sino la
cabeza, el ojo, la mente y el corazón para suplirle cuando
usted nos falte.
A pesar de la humildad del futuro primer sucesor de
D. Bosco, nunca daba un paso atrás por miedo o pusilani-
midad. Jamás le falló al Apóstol de los Jóvenes su querido
Mgiuel, a su lado en las tormentas que arreciaron sobre la
Obra Salesiana, sin duda permitidas por el Señor para prue-
ba y consolidación de la fe de sus miembros...
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9.9 Page 89

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MIGUEL RÚA Y LOS PAPELES
Existe el «homo faber», el «homo technicus». Pero no
se molesten en buscar en algún calepino al «homo polvo-
roniensis», el hombre polvorón.
En uno de esos inefables discursetes que se oían en la
que habíamos llamado hasta ahora fiesta del Director, un
antiguo alumno se presentó ante la muchachada con sus
cuartillas en la mano alegando que al hombre del siglo
actual le pasa lo que a los polvorones: se les quita el papel
y se deshacen, se desmoronan... ¿Qué hace la pascaliana
«caña pensante» de nuestros días sin papeles?
A raíz de aquella causa ventilada en Burgos hace algún
tiempo, un chico leonés, sintiendo fuegos patrióticos que
nunca se habían atizado en su alma, se acercaba a una de
esas ventanillas que igualmente pueden resultar la caja de
Pandora que la gallina de los huevos de oro. Sentía vivos
deseos de vestir el sufrido caqui. Pero allí le dijeron que
estaba oficialmente muerto. Por poco le entra una pataleta.
A arreglar esos papeles, dijo el aspirante, que estoy vivo
y bien vivo. Esta situación papelera ha llegado en ocasio-
nes a extremos de angustia vital, a crueldades exasperantes,
constituyendo tema muy serio y sentimental para obras tea-
trales y cinematográficas...
La Congregación Salesiana podíamos decir que ha en-
trado en franco período de empapelamiento. Yo creo que
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9.10 Page 90

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por la ventana que Juan X X I I I abrió, no sólo se coló el
aire fresco que la Iglesia estaba necesitando, sino que mi-
llones de infolios vinieron en sus brazos danzando un za-
rambeque la mar de alegre. Demos gracias al cielo. Este
alud de papeles que desciende de la alta montaña de nues-
tros centros rectores ha contado con nosotros. Desciende
implacable pero llama a nuestra puerta, pide opinión y
nuestro voto, nos exige horas de atenta reflexión y laborioso
bolígrafo. Les aseguro que todo este jadeo frenético a que
han sido sometidas las multicopistas todas del planeta sa-
lesiano trae —entre otros muchos beneficios— el de pro-
porcionarnos a los atacados del constante sarampión de la
letra impresa, un rimero generoso de papel borrador que
va incrementándose a ojos vista.
No fue ajeno D. Miguel Rúa a este sarampión papelero.
Con la grave diferencia de que en nuestros días todo se
suple con el trabajo diligente de las máquinas en tanto que
en aquellos lejanos días el esfuerzo personal se convertía
en protagonista de cualquier empresa, no importaba su ma-
yor o menor alcance.
Comienza la danza papelera de las circulares. Eran con-
tactos a través del correo y cayeron todos bajo la respon-
sabilidad de nuestro Beato. Los Directores de las casas re-
cibían periódicamente recomendaciones referentes a la ob-
servancia de las Reglas y a la marcha de los colegios.
En 1879 se fundan las primeras Provincias o Inspecto-
rías salesianas: la Piamontesa, la Ligur y la Americana. Con-
tactos siempre manuscritos con los Inspectores-Provinciales
obraban en poder de D. Rúa.
Al año siguiente se celebra el Segundo Capítulo Gene-
ral. Resultó laborioso poner en orden las actas de la im-
portante asamblea, por lo que D. Bosco, mientras trans-
currían los dos años que fueron necesarios para su publi-
cación, redactó en lengua latina una circular que fue a parar
a manos de Rúa como todas las cosas. El contenido de la
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10 Pages 91-100

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10.1 Page 91

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circular se centraba en ocho recomendaciones. El exigente
corrector que era Rúa añadió por su cuenta dos páginas de
observaciones. Unas referentes a la forma y sintaxis y otras
referentes al propio contenido. D. Bosco tuvo en cuenta la
opinión de su ayudante y hasta se permitió cambiar algunas
fórmulas de tratamiento que contenía su circular para adop-
tar las que sugería Rúa. Al final de sus observaciones, el
corrector firmaba: «Or baciando la man tua, mi diró Mi-
chele Rúa». Fórmula algo vieja, porque hacía casi treinta
años que Francesia y Rúa habían escrito unos versos dedi-
cados a D. Bosco con motivo de la festividad de S. Juan
y eran firmados así: «Or baciando la man tua ci diciam
Francesia e Rúa».
Otros papeles más delicados.
Todos sabemos los quebraderos de cabeza que dan cier-
tos papeles sobre la mesa... Y a medida que los cargos
que se desempeñan son de más envergadura, la cosa em-
peora.
Por estos años D. Bosco comienza a perder gas sensi-
blemente. Sufrimientos morales y achaques físicos van a
dar con él en la tumba. El Ordinario de Turín le propor-
ciona cinco años de tremenda situación, capoteada elegan-
temente por el Fundador con un silencio y una prudencia
incomparables. Tiene que intervenir León X I I I en el asun-
to, y aunque la Congregación Romana decide a favor del
santo, el Papa echa mano de las enormes reservas espiri-
tuales de D. Bosco para que su humildad heroica sea la que
dirima finalmente. Siempre a su lado, D. Rúa templa y
consuela mientras el temporal arrecia.
No tenía bastante D. Rúa con su papel de ángel tutelar
del Oratorio que por aquel tiempo llegaba al millar de per-
sonas, incluidos los Superiores. Intervenía en todo cuanto
de importante se iba logrando en la Sociedad Salesiana.
Por eso se las tuvo que ver con arquitectos y bienhechores
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10.2 Page 92

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una vez que León X I I I echó sobre las espaldas del Fun-
dador la tarea de rematar el templo romano al Sagrado
Corazón de Jesús, cuyos cimientos habían sido comenzados
en el Pontificado de Pío I X . Hubo que buscar dinero,
arreglar papeles y poner en marcha el deseo de Su San-
tidad.
En este año de 1881, D. Bosco tiene su famoso sueño
de los diamantes. Le parece estar en una espléndida sala
charlando con los Directores. Un apuesto Personaje aparece
cubierto de rico manto y luciendo diez esplendorosos dia-
mantes. Junto al cuello una cinta o faja presenta una le-
yenda: «Pia Salesianorum Societas, anno 1881; qualis esse
debet». Los diamantes corresponden a otras tantas virtudes
que han de adornar a la Congregación. El Santo escribe
apenas despierta por la mañana unos apuntes para que las
ideas no se le evaporen. El sueño ha durado casi toda la
noche y al despertar se encuentra muy fatigado. El manus-
crito contiene una advertencia muy seria referente a la po-
sible pérdida de eficacia en el futuro si los hijos de Don
Bosco no practican determinadas virtudes imprescindibles
que harán brillar en la Iglesia a la Sociedad. Este sueño
fue comentado por D. Rúa una y otra vez en charlas y
conferencias, y cuando murió el santo volvió sobre el tema,
enviando en 1890 una copia de la narración auténtica a
todas las casas salesianas.
Rúa recogía notas y detalles de la vida de su gran
amigo, al que rondaba la muerte. El viaje a París, a finales
de abril de 1883, fue otra ocasión para que Rúa llenase
cuadernos de apuntes y comunicase a las casas la apoteosis
indescriptible de admiración y afecto hacia el santo en la
capital francesa, tan habituada a recibir personajes aureola-
dos de fama. El 25 de mayo, al abandonar la ciudad, Don
Bosco callaba y su amigo también. Volvían abrumados por
los acontecimientos. El santo, en un rasgo de sincera hu-
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10.3 Page 93

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mildad, evocaba en el tren de vuelta su infancia pobre y
anónima mientras se acercaban a la casa turinesa.
Vicario General.
Ninguno de los papeles que a D. Rúa se le asignaron
trajo consigo más tira y afloja que el de asumir el primer
puesto de la Congregación, todavía en vida su Fundador.
D . Bosco está viejo, le decía León X I I I a Monseñor
Cagliero, Vicario Apostólico entonces de la Patagonia Sep-
tentrional y Central. Fue recibido en audiencia el 5 de no-
viembre de 1883. Mientras el Pontífice se explayaba ha-
ciendo consideraciones sobre el espíritu que cada Instituto
ha de conservar y cuidar, siendo por tanto necesario que
D. Bosco proveyera a un sustituto que estuviese totalmente
compenetrado con él, el primer Cardenal Salesiano pensaba
para su capote que tal persona era indudablemente Rúa.
El Fundador, después de su viaje triunfal a París, decae
notablemente. Es nombrado Arzobispo de Turín el Cardenal
Alimonda, que profesa por el santo una veneración sin lí-
mites. Quedan de esta forma definitivamente ahuyentados
el malestar y las lágrimas secretas que D. Bosco había pro-
bado, sin duda las más amargas de su vida. Los médicos
intervienen y prohiben al santo que se mueva. Un golpe
franco trae nuevas alegrías al corazón cansado del Funda-
dor: León X I I I concede a su Congregación los privilegios
propios de todo Instituto religioso. Ha habido dificultades
pero el veredicto del Pontífice es apabullante: «Concedere-
mos todo lo que Vd. desee. Quien es vuestro enemigo es
enemigo de Dios. Yo tendría miedo de hacerle guerra. El
Papa, la Iglesia, el mundo entero piensa en vosotros, en
vuestra Congregación y os admira. Su admirable incremento,
el bien que se lleva a cabo, no tiene cabida en los criterios
humanos; Dios mismo sostiene, dirige, vuestra Congrega-
ción. Decidlo así, escribidlo, proclamadlo.»
— 101 —

10.4 Page 94

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De esta forma la Sociedad de D. Bosco queda normal-
mente constituida y asegurada...
Si D. Bosco anda muy mal de salud, su primer ayudante
no le puede servir precisamente de estimulante. Arriñonado,
con lumbago, muy molesto, D. Rúa daba pena verlo. El
P. Lemoyne escribía a D. Bonetti: «Dale ánimos a D. Rúa.
Dile en nombre de D. Bosco que la Sociedad Salesiana tiene
necesidad de que él esté en pie, de otra forma todo el
mundo andará jorobado.»
A pesar de estos males, el gran trabajador tomará en
tercera un tren que le llevará a la presencia del Conde
Colle, el más insigne bienhechor de la obra del Fundador.
El viajero vuelve derrengado, torpe y bromeando, diciendo
que el peso de las ciento cincuenta mil liras que trae le
hace encorvarse y no poder con su cuerpo.
No es extraño, y varios indicios así lo confirman, que
Rúa llevase cilicio.
Un médico generoso que asistía gratuitamente hacía va-
rios años a todos los males físicos del Oratorio, formula
la sentencia a requerimientos del P. Ghione, aficionadillo
a las curas caseras de urgencia. En la plaza de María Auxi-
liadora, el Dr. Albertotti exclama: —Imposible alargar la
vida de D. Bosco. Es una zapatilla gastada. No admite arre-
glo. Dígale a D. Rúa que mande construir un chalet con
su jardincito y a él vayan a vivir sus postreros días Don
Bosco, D. Rúa y el ejemplar secretario D. Lago.
¡Para chalet y jardincito estaban aquellos divinos tes-
tarudos !
El 10 de mayo de 1884 D. Bosco escribe desde Roma.
Ha tenido otro sueño o distracción, como él le llama. Ha
visto el Oratorio de los primeros tiempos, lleno de vitalidad,
en una atmósfera de total confianza entre Superiores y
alumnos. Ha vuelto a verlo en la actualidad, falto de este
clima indispensable. Los alumnos, afirma D. Bosco esta vez,
no solamente han de ser amados, han de sentirse amados.
— 102 —

10.5 Page 95

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Ahora los Superiores son considerados como tales y no como
hermanos, padres y amigos. ¿Cómo arreglar esta situación?
Gon la caridad. «La caridad de los que mandan —afirma
textualmente el santo— y la de los que obedecen haga rei-
nar entre nosotros el espíritu de San Francisco de Sales.»
D. Rúa no llega a leerle la carta a los alumnos. No se
atreve. Ni siquiera hace una mera alusión. Pidió a D. Bosco
otra copia retocada y la conservó para sus conferencias y
contactos con los Salesianos. «Eran días difíciles», dice Ama-
dei y habían desaparecido bastante del Oratorio las formas
del Sistema Preventivo. Había alumnos que dejaban mucho
que desear y para quienes solamente tenían éxito la ame-
naza y el castigo.
Hubo que insistir mucho por parte de los Salesianos y
de los médicos para que D. Bosco se retirase a descansar.
Lo hizo en una casita del obispo de Pinerolo. Un clérigo
que le acompañaba, Viglietti, escribía a D. Rúa: «¡Si su-
piera con cuánta frecuencia se habla de V d . y con cuánto
to afecto! D. Bosco me dice le recomiende que se cuide
porque el arco demasiado tenso finalmente cede y se rompe.»
El Cardenal Alimonda recibe notificación del Vaticano
para que se entreviste con D. Bosco, a quien trata con
exquisitos modales, y le haga ver la necesidad de pensar
rápidamente en un Vicario General. El santo no se hace
esperar, y reuniendo a su Consejo Superior elige pública-
mente a D. Rúa para dicho cargo. El Papa, a través del
Cardenal Nina, protector de la Congregación, queda entera-
do y satisfecho de la elección.
El documento de esta elección queda listo el 27 de
noviembre de 1884. No obstante, el documento no consta
en archivos. ¿Se perdió, se echó en olvido? Transcurre un
año casi entero para que D. Bosco oficialmente haga saber
este cargo que Rúa en la realidad diaria venía desempe-
ñando hacía bastante tiempo. Todos acudían a él, a su pa-
labra, a su permiso y a sus consejos, ya que D. Bosco
— 103 —

10.6 Page 96

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a la vista de todos estaba imposibilitado para desplegar un
trabajo parecido al que había sido su característica de siem-
pre. Fue el 24 de septiembre de 1885 cuando D. Bosco
hace público el nombramiento, aduciendo unas razones que
el P. Lemoyne señala: «He preferido a D. Rúa porque es
uno de los primeros de la Congregación, incluso en el orden
temporal, porque desde muchos años desempeña este cargo,
porque este nombramiento sería del agrado de todos los
Hermanos.» Como sustituto de D. Rúa en el cargo de Pre-
fecto General fue designado D. Celestino Durando. Una
circular breve y expresiva de D. Bosco anunciaba a todas
las Casas la resolución. « E l nuevo Vicario estoy cierto que
en asuntos de gran interés aceptará siempre con gratitud
cuantos avisos y consejos le fuesen suministrados.»
Entre tanto, nunca perdía ocasión de manifestarse como
sacerdote y repartidor de bienes sobrenaturales. Había pe-
dido nombramiento de nuevos Inspectores para Lazio, Si-
cilia, España, pero D. Bosco deseaba que las visitas regu-
lares siguiera haciéndolas su segundo de a bordo. En una
de estas visitas, escribe D. Francisco P i c e d l o , fue invitado
a dictar unos Ejercicios Espirituales. Un día, rodeado de
chicos externos, fijó su mirada en uno de ellos: — T ú serás
mi hijo. Después de cuatro años el chico se hizo salesiano,
llegando a ocupar en el futuro cargos de responsabilidad.
La noticia de la elección llena de alegría a la familia
salesiana que reacciona con cartas y felicitaciones que llegan
incluso de lejanas tierras sudamericanas. «Venga, venga —es-
cribía D. Lorenzo Giordano desde el B r a s i l — para que
vea con sus propios ojos el bien que se puede hacer, las
necesidades urgentes, los peligros.» El estado de salud de
D. Bosco no podía permitir a su Vicario viajar al Brasil,
Uruguay o Argentina.
Apenas D. Rúa es constituido Vicario General para toda
la Congregación, su actitud de externa severidad desapare-
ce con asombro de todos. Su afán más notorio consiste
— 104 —

10.7 Page 97

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en atender al Fundador, cuya vida se apaga indefectible-
mente. Le cuida y le escucha siempre atentamente, le sirve
en la celebración eucarística y nada dispone sin contar con
su opinión. Por su parte, D. Bosco se declara «hijo de
obediencia» de su Vicario y tampoco decide nada, incluidas
nuevas fundaciones, sin la última palabra de D. Rúa.
¿Quién mejor para ocupar tal puesto? Unos cuarenta
años llevaba Rúa junto a su Director y Maestro. Desde 1852
vivía a su lado, interpretaba sus deseos, hacía propios sus
sentimientos y asimilaba mejor que nadie su verdadero es-
píritu. Ahora, a los cuarenta y ocho años de edad, D. Miguel
Rúa tomará el timón de aquella nave zarandeada por los
elementos pero al fin decidida a tomar rumbos en los que
Dios estaba presente con sus luces.
Nada mejor que la encendida expresividad del Cardenal
Cagliero para cerrar con elogios este comentario relativo a
la nueva misión del Beato.
«Fui su compañero en la juventud, siendo
clérigo, en el sacerdocio, en el Directorado y
siendo miembro del Consejo Superior de nues-
tra Sociedad. Puedo asegurar que en todos los
estadios de la vida fue siempre primus inter
pares, primero en la virtud, primero en el tra-
bajo, primero en el estudio y en el sacrificio,
como fue siempre el primero en el amor santo
y fuerte hacia D. Bosco y hacia los jóvenes, por
cuyo bien y éxito futuro era todo celo, solici-
tud fraterna y paterna caridad.
Por algunos lustros nos hemos encontrado
juntos en torno a D. Bosco, él a la derecha,
yo a la izquierda, rodeados de muchos herma-
nos celosos y trabajadores. Llenos de juvenil
entusiasmo nos animábamos y recorríamos los
caminos del Señor, guiados por su Providencia,
— 105 —

10.8 Page 98

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deseosos de aligerar a D. Bosco en el peso de
la dirección, en el manejo de los asuntos y en
la administración del Oratorio, de los colegios,
pero sobre todo en la tarea de ayudarle en la
formación de nuestra Sociedad ,tan contrariada
desde sus comienzos, seriamente combatida en
sus progresos y no poco contrariada en su de-
finitiva aprobación; sí, todos avanzábamos, pero
el premio de San Pablo, el premio era de D o n
Rúa, siempre incomparable en celo, sacrificio y
trabajo.
En la historia del Oratorio recordamos, con
gloriosa y santa complacencia, y como si se tra-
tara de un ramillete de bellísimas flores de vir-
tud, la vida pura e inocente de Domingo Savio
y la envidiable sencillez de D. Ruffino; admi-
ramos la robusta laboriosidad de D. Alasonatti
y el constante afanarse de D. Provera de igual
forma que la unión con Dios y los heroicos su-
frimientos, soportados con amor, de D. Beltra-
m i ; no obstante no tengo miedo de equivocarme
si afirmo que Rúa los emuló y superó a todos,
procurándose gracias y dones y revistiéndose de
carismas como San Pablo inculcaba a los santos
de Corinto. Lleno del espíritu de Dios y seguro
en su devoción a María Santísima Auxiliadora,
él fue la ayuda, el apoyo y el brazo derecho de
D. Bosco. Recto de espíritu, humilde de cora-
zón, no solamente tenía en cuenta órdenes, sino
que adivinaba el pensamiento, intuía los pro-
yectos, los deseos, de forma que por nosotros
era considerado como modelo del verdadero sa-
lesiano, del piadoso sacerdote y del santo reli-
gioso.
Nada más justo, pues, que nosotros le con-
106

10.9 Page 99

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siderásemos como el más digno, el único con
méritos para suceder a D. Bosco en la dirección
de la Sociedad, para que como experto timonel
dirigiese la nave salesiana a través de las olas
del mar borrascoso de este mundo; y como va-
liente capitán condujese el ejército de nuestra
Congregación a la conquista de nuevas tierras,
nuevos mares y nuevos pueblos para Jesucristo,
para la Iglesia y para el avance mismo de la
civilización.
No hay que maravillarse por tanto si fue
elegido por D. Bosco como a su a latere, si fue
elegido como Vicario en la ancianidad del Santo
y si a la muerte fue designado como Sucesor por
voto unánime de los Salesianos y soberana san-
ción del Papa León X I I I . »
— 107 —

10.10 Page 100

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MIGUEL RÚA Y LA SONRISA
Una vieja película de cariz aventurero pretendió recor-
darnos la fabulosa hazaña del capitán Scott. Robert Falcon
Scott, explorador inglés, soñó a principios de siglo con al-
canzar antes que nadie las tierras australes.
Su diario de bitácora primero y sus apuntes a compás
de marcha después, constituyeron un documento de excep-
ción para informar al detalle sobre aquellas fatigas, vencidas
por un entusiasmo heroico. Centenares y centenares de k i -
lómetros sobre la tundra helada combatiendo la ventisca
y los sesenta bajo cero. Cuando el capitán Scott creía que
sus huellas eran las primeras que hollaban la inmaculada
nieve del Polo Sur, encontró al término de su expedición
una bandera hincada por el noruego Amundsen, que se le
había adelantado. Ni la escasez de alimentos, ni el progre-
sivo enfriamento de los miembros, ni el cansancio que
mordía sus carnes pudo con el optimismo de tales valientes.
Pero la bandera que les había ganado el camino les heló
la sangre en sus venas. En aquel lugar terrible la rudimen-
taria máquina fotográfica trató de registrar para la posteri-
dad el rostro de los valientes exploradores. Sonrían, por
favor, señores, invitaba uno de los expedicionarios. Impo-
sible. La sonrisa se les había olvidado desde que su em-
presa, gestada con tantos sudores y temblores, se había
venido abajo.
La sonrisa de D. Rúa no tenía el atractivo de la de
— 109 —

11 Pages 101-110

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11.1 Page 101

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D. Bosco. Pero llegó un día en que los labios del asceta
enjuto, del Vicario fiel, se negaron a sonreir.
El Cardenal Cagliero, sano y salvo de milagro, llegaba
de América, acuciado por una voz interior que le empujaba
hacia Turín. D. Bosco se moría. De manos del bravo evan-
gelizador de las Pampas recibió el Viático, en vísperas de
Navidad. Repetía una constante invitación a la frecuente
Comunión y la devoción ferviente a María Auxiliadora.
Aguinaldo para toda la vida, recomendaba el moribundo.
Ya no confesaba, y el 29 de enero de aquel 1888 Don
Bosco perdía el habla. Con tres años más, hubiera podido
celebrar sus Bodas de Oro. Su Vicario, en total intimidad,
había sostenido largos coloquios con él durante el último
mes de su vida. Las informaciones que puntualmente lle-
gaban a las casas salesianas corrían de la cuenta del atento
confidente. Se le evitaron al enfermo toda clase de sustos
y malestares, como el de la deuda importante que el Padre
Sala guardaba en su cartera de Ecónomo, proveniente del
templo romano al Sagrado Corazón de Jesús: seiscientas
mil liras..
Los chicos perdieron su animación y su alegría habi-
tuales apenas se cercioraron de que el mal no tenía remedio.
Todavía consciente, D. Bosco había dirigido unas sim-
páticas reflexiones al Dr. Tomás Bestente, como respuesta
a la inquietud de Rúa.
« E l Oratorio y toda la obra de D. Bosco es como una
casa y por tanto tiene un techo. Sabe lo que ocurre cuando
la lluvia cae sobre el techo. Las gotas de la teja más alta
caen sobre la segunda, de la segunda a la tercera, y así hasta
la última. Diga a D. Rúa que esté tranquilo: el agua caerá
de la primera teja a la segunda sin dificultad de ningún
género.»
Al entrar en agonía, Monseñor Cagliero, arrodillado, di-
ce casi llorando: — D . Bosco, estamos aquí sus hijos. Le
pedimos perdone todo aquello que haya tenido que sufrir
— 110 —

11.2 Page 102

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por culpa nuestra. Como última señal de afecto, denos su
bendición.
Fue D. Rúa quien levantando la mano del Fundador,
ya sin fuerzas, bendijo a los presentes. Irían a medias, le
había prometido D. Bosco. Y así fue incluso en la hora
suprema de la bendición postrera. A las cinco menos cuarto
de la madrugada expiraba. Somos doblemente huérfanos,
exclamó D. Rúa. Hemos perdido un padre en la tierra y
conquistado un protector en el cielo. Demostrémosle que
somos dignos de él siguiendo sus santos ejemplos.
La noticia es telegrafiada al Papa, a los Inspectores y
bienhechores.
Una carta en versión francesa y española fue enviada
aquel mismo día a los Salesianos, Hijas de María Auxiliado-
ra y Cooperadores.
«Con la angustia en el corazón, escribía D. Rúa, con
los ojos hinchados de llorar, con mano temblorosa, os co-
munico la noticia más dolorosa que yo haya dado jamás y
pueda dar en el resto de mi vida. Os anuncio que nuestro
queridísimo Padre en Jesucristo, nuestro Fundador, el ami-
go, el consejero, el conductor de nuestra vida, ha muerto.
¡Ah! Palabra que taladra el alma, que traspasa el corazón
de parte a parte, que abre el cauce a un río de lágrimas.
»Las oraciones privadas y públicas elevadas al cielo para
que no desapareciera de nuestro lado han retardado a nues-
tro corazón este golpe, esta herida, esta llaga dolorosísima,
pero no han valido para privarnos de ella, como era de
esperar.»
Estas frases dejan en claro la sensibilidad y el afecto
del que sería Sucesor de un gran santo y apóstol.
D. Rúa no se aparta de los restos de su querido amigo.
La manifestación popular que sigue a la muerte de
D. Bosco se calcula en las 200.000 personas. Con sol ra-
diante, calma total del aire, miles de luces ardientes, aso-
ciaciones, corporaciones, testimonian el dolor común.
— 111 —

11.3 Page 103

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El desfile ante los restos es interminable.
Valsalice los recogerá definitivamente. De todas partes
llegan peticiones para conservar alguna reliquia. D. Rúa
trata de acceder a este deseo, sobre todo tratándose de los
más insignes bienhechores de la obra del Santo.
Y antes de que transcurra un mes del fallecimiento,
nuestro Beato comienza gestiones para abrir el estudio so-
bre las virtudes del Fundador, comenzando la Causa de
Beatificación. El Cardenal Alimonda, amigo entrañable del
difunto, aporta su personal entusiasmo para que la idea
tome buen sesgo.
Las últimas impresiones.
Los acontecimientos inmediatamente anteriores a la
muerte de D. Bosco habían sido compartidos de forma es-
pecial por su Vicario. En 1886, D. Bosco viajaba a Bar-
celona, último viaje que hacía al extranjero antes de morir.
Tomó por su cuenta D. Rúa el papel de intérprete y en
una gramática de cuatro gordas hizo los primeros pinitos
en español. No sabemos si se obró ese extraño milagro de
aprender un idioma en diez días como anuncian ciertos
atrevidos prospectos... El caso es que D. Rúa, valiéndose
de una «Imitación de Cristo» como lugar de confrontación
y refugio, traspasa las fronteras hablando español e incluso
predica a los alumnos de Sarria.
Contamos con unas notas que el Beato toma de tales
jornadas.
«Al llegar a Barcelona encontramos en la estación una
inmensa multitud que esperaba ansiosa ver al visitante, cuya
santidad era ya famosa. Impacientes, le pedían su bendición.
Quedé grandemente maravillado al ver, una vez abandonada
la estación de ferrocarril, la gran cantidad de vehículos lu-
josos de las más distinguidas familias, entre ellas el Alcalde
y el Gobernador que representaba a la Reina, que habían
— 112 —

11.4 Page 104

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venido para recoger con gran respeto y el mayor honor
al pobre D. Bosco.
Llegados junto a Doña Dorotea, la más insigne bien-
hechora de la casa ,asistió a la Misa que yo mismo celebré,
sintiendo mucho no poderlo hacer él mismo, porque de-
biendo haber pasado la noche en el tren en un estado de
salud muy precario, le había sido imposible guardar el
ayuno.
Llegando por la tarde a Sarria, pudimos ver las calles
llenas de gente que se apiñaba también cerca de nuestra
casa. Hasta en los árboles había jóvenes encaramados es-
perando a quien por la fama ya sabían gran amigo de la
juventud. Desde aquel día comenzó una especie de pere-
grinación de Barcelona y otras muchas ciudades de España
para ver a D. Bosco. Las audiencias comenzaban a las ocho
de la mañana y duraban hasta las seis de la tarde, con una
breve interrupción al mediodía. Y téngase en cuenta que
no se dejaba más de un minuto a cada visitante. No se vaya
a creer que se trataba solamente de gentes sencillas del
pueblo, sino de personas de la más distinguida nobleza es-
pañola que deseaban recibir la bendición del santo. Se le
presentaban muchos enfermos que buscaban milagrosas so-
luciones.»
Lo que D. Rúa no consigna es una portentosa curación
obrada a través de su intervención. Un niño deshauciado
por los médicos fue presentado a D. Bosco, que, fatigado,
se ve en la imposibilidad de atenderle. Lo envía a D. Rúa
con cuya bendición el chico sana al instante.
La vuelta del santo ha de ser bien protegida. La gente,
como sucediera en París, quiere llevarse retazos de la so-
tana de D. Bosco. Sin encogimiento ni rubor, D. Rúa tiende
la mano en la catedral de Montpellier durante la celebra-
ción eucarística. Celebraba D. Bosco y al llegar el Evangelio
una autoridad eclesiástica tiene la iniciativa de rogar a los
presentes una limosna para la obra salesiana. El propio V i -
— 113 —
8

11.5 Page 105

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cario recorre las naves del templo recogiendo la aportación
de los franceses.
Las mutuas delicadezas entre los dos hombres no cejan.
De ninguna forma D. Rúa puede consentir el arrinco-
namiento de quien lo había sido todo para él, incluso en
los días postreros de cansancio y agotamiento.
En septiembre de 1886 se celebra el Cuarto Capítulo
General de la Sociedad. El santo es colocado en medio de
todos. Nuevas elecciones del Consejo Superior. Todos ponen
en sus manos sus cargos deseando que su palabra sea la
que apruebe y decida. Dando cuenta a los Salesianos de
aquella asamblea, el venerado Rector Mayor hacía en esen-
cia estas reflexiones:
«Consideremos a nuestros Superiores como hermanos,
más aún, como padres amorosos. Que ninguno pretenda
otra cosa que la gloria de Dios, la salvación de las almas,
nuestro propio bien y el progreso de nuestra Sociedad.
Veamos en ellos a los representantes de Dios, acostum-
brándonos a considerar sus disposiciones como manifesta-
ciones de la voluntad divina.
Guardémonos, queridos hijos, de caer en el grave de-
fecto de la murmuración, que es tan enemiga de la caridad,
no querida por Dios y dañina para la Comunidad.
Una tercera cosa me interesa mucho y es la observancia
perseverante del voto de pobreza. Recordemos que de esta
observancia depende en gran parte el bienestar de nuestra
Sociedad y el fruto de nuestras almas. La Divina Provi-
dencia nos ha ayudado hasta ahora y digámoslo también,
de forma extraordinaria, en todas nuestras necesidades.
Esta ayuda, estamos seguros, continuará llegándonos en el
futuro por intercesión de María Auxiliadora que nos ha
hecho de Madre siempre.»
D. Bosco, por su parte, no deja pasar ocasión con la
que demostrar su agradecimiento y afecto para con Rúa.
Se abre la primera casa para la formación del nuevo
— 114 —

11.6 Page 106

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personal en Foglizzo Canavese. En honor de su Vicario, el
Santo la pone bajo el patrocinio de San Miguel y le da
su nombre.
Tampoco consideró oportuno que quien le había acom-
pañado a su primera visita al Papa no lo hiciera también
en la última. La tarde anterior a la bendición del templo
al Sagrado Corazón, con lo que D. Bosco cumple un ex-
preso deseo de León X I I I , es recibido por el Pontífice.
El Papa admite a Rúa en la audiencia y entre otras cosas
se toca el tema del trabajo de los Salesianos. D. Bosco
dice: —Santidad, mis hijos lo que necesitan es moderación.
Y D. Rúa interviene: —Santidad, el propio D. Bosco es
quien nos ha dado un pésimo ejemplo en este campo.
Tampoco queda al margen el tema de las Misiones de
Patagonia por las que se interesa vivamente León X I I I .
Este viaje a Roma, en 1887, acumulaba más cansancio
en los resistentes viajeros. D. Rúa escribía cartas en horas
del día y de la noche. D. Bosco quería ser visitado y con-
templado por todo el mundo. En una de estas jornadas,
D. Rúa cae desmayado al ir a celebrar la Eucaristía. Segu-
ramente su estómago, como tantas veces, recibía pocas aten-
ciones y no muy exquisitas por cierto. D. Bosco, antes de
partir de la ciudad santa, celebra en el altar de María
Auxiliadora del templo inaugurado. Los sollozos interrum-
pen la acción litúrgica. La misión encomendada y anun-
ciada por la Señora en los albores de su infancia aparece
ahora en toda su dimensión y claridad, cuando la vida
se le acaba.
Es de suponer que los nuevos refuerzos que pedían en-
trada en la Sociedad llenarían de gozo el corazón del Fun-
dador. Así sucedió con 94 novicios, a quienes D. Bosco
impuso la sotana en Foglizzo. «Otro año no vendré yo,
pero vendrá D. Rúa», pronosticaba con toda verdad el santo.
También en el Santuario de María Auxiliadora, D. Bosco
investía con la sotana al Príncipe Augusto Czartoryski, reci-
— 115 —

11.7 Page 107

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biéndolo en el seno de su familia junto a otros tres candi-
datos de nacionalidad inglesa, polaca y francesa. Habla Don
Rúa y lleno de emoción hace alusión a las palabras de Isaías:
«tus hijos vendrán de lejos»...
Entre los homenajes que ambos santos varones recibie-
ron poco antes de la desaparición del Fundador hay que
recordar la significativa de León Harmel al frente de no-
vecientos peregrinos franceses. D. Bosco y su Vicario se
desplazaron para acceder a aquella muestra de veneración
por parte del mundo obrero y de muchos directores de
asociaciones católicas. Como si se tratara de alumnos del
Oratorio, los centenares de peregrinos desfilaron ante Don
Bosco besando su mano y recibiendo un recuerdo alusivo
a María Auxiliadora.
Inquietud aplacada.
El comportamiento del Beato tras la muerte del Fun-
dador pone muy en claro la total ausencia de ambiciones
de mando. No aparecía el documento que acreditaba la de-
signación hecha en 1884 por D. Bosco. D. Rúa escribía al
Papa para que pusiera los ojos en otro de más relevantes
méritos. Corrían rumores por círculos vaticanos de que una
vez desaparecido el Fundador, todo se vendría abajo. Los
miembros del Consejo Superior, entre los cuales descollaba
como Director Espiritual «ad honorem» Monseñor Cagliero,
se expresaban en términos muy claros:
«Por nuestra parte, los humildes firmantes, nos alegra-
remos muchísimo de que el Santo Padre confirme como
Nuevo Rector Mayor, es decir, Superior General de la
humilde Sociedad de San Francisco de Sales, al susodicho
Sacerdote Miguel Rúa, designado ya y propuesto como su
Vicario por nuestro D. Bosco mismo, después de la invi-
tación recibida por S. B. que en su paterna bondad deseaba
ver de tal manera asegurado el porvenir de la Congre-
gación Salesiana. Es más, elegidos entre los primeros Su-
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11.8 Page 108

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periores, conocemos no solamente el ánimo de los electores,
sino también de todos los Socios, y podemos asegurar con
la más íntima certeza del corazón que la noticia que con-
firmase que el Santo Padre nos ofrece como Superior G e -
neral al Sacerdote Miguel Rúa sería recibida no solamente
con profunda sumisión, sino con sincera y cordial alegría.
Añadamos más. Si hubiese que llegar a una elección,
según las Constituciones, es común sentir que D. Rúa sería
elegido por unanimidad, y esto en obsequio a D. Bosco
que lo tuvo siempre como su primer confidente y brazo
derecho y también por la estima en que todos le tienen,
dadas sus eximias virtudes, conocida su particular habilidad
en el gobierno del Instituto y por su singular destreza en
despachar y gestionar asuntos, de lo que dio ya luminosas
pruebas, bajo la dirección del inolvidable y queridísimo nues-
tro Padre y Fundador»...
El Cardenal Parocchi, Protector de la Congregación,
recibió con agrado estas declaraciones rotundas. El Papa no
tarda en dar su «placet». Monseñor Manacorda, viejo ami-
go de D. Bosco, habla con los venerables Padres romanos
sobre la situación y de esta forma los ánimos recobran la
tranquilidad y la alegría.
D. Rúa viajaba a Roma para agradecer al Papa tan sin-
gular nombramiento, no sin antes asistir a la Beatificación
de San Juan Bautista de la Salle. Aquel 20 de febrero de
1888 traería sin duda a su memoria recuerdos de la infan-
cia, cuando bajo la ya prestigiosa pedagogía de los Herma-
nos de las Escuelas Cristianas avanzaba en los primeros
estudios al par que comenzaba a entrevistarse providen-
cialmente con el que sería su gran Director y Maestro.
León X I I I recomendaba al nuevo Rector Mayor que
las obras emprendidas se consolidasen en sus fines y en
la dotación del personal competente, rechazando por un
tiempo la natural tentación de abrir más y más centros
dedicados a la juventud necesitada. Al declarar D. Rúa
— 117 —

11.9 Page 109

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cómo D. Bosco había recomendado en el lecho de muerte
la devoción al Papa y el amor constante por la Iglesia, el
Pontífice exclamó: «Oh, se ve que vuestro D. Bosco era
un santo semejante en esto a San Francisco de Asís, que
cuando le llegó el momento de la muerte recomendó enca-
recidamente a sus religiosos que fuesen siempre hijos de-
votos y sostén de la Iglesia Romana y de su Cabeza visible.
Practicad estas recomendaciones de vuestro Fundador y el
Señor no dejará de bendeciros.»
El nuevo Rector Mayor se había encargado de hacer
circular en pequeño formato unas palabras de oro que Don
Bosco dejaba como testamento espiritual.
«Vuestro primer Rector Mayor ha muerto. Pero nuestro
verdadero Superior, Cristo Jesús, no morirá. El será siem-
pre nuestro Maestro, nuestro Guía, nuestro Modelo... Vues-
tro Rector Mayor ha muerto, pero será elegido otro, que
tendrá cuidado de vosotros y de vuestra eterna salvación.
Escuchadlo, amadlo, obedecedle, rogad por él, como habéis
hecho por mí»...
No extrañe el empeño especial del Beato de compor-
tarse en todo y por todo, a veces hasta el escrúpulo, como
lo hizo o lo hubiera hecho su santo antecesor.
Siempre circundado por el volcán eruptivo de los pa-
peles, D. Rúa recibe un especial consuelo al repasar la
voluminosa correspondencia acumulada con motivo de la
muerte de D. Bosco. Entre las muestras de dolor llegadas
de todas partes donde la obra salesiana y la fama del santo
tenían algún asiento, resaltaba la carta de Carlos Gastini,
presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos.
Gastini aseguraba que el mismo cariño y sumisión de-
mostrados hacia la persona del Fundador continuarían in-
tactos para con su Sucesor. Entre otras ideas, D. Rúa con-
testaba:
«En cuanto a mí, puedo deciros con verdad
que quisiera tener un corazón grande y tierno
— 118 —

11.10 Page 110

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como el del querido D. Bosco, para amaros lo
mismo que lo hizo él. Que si mi corazón no
puede compararse con el suyo, haré todo lo po-
sible para demostraros mi cariño fraternal en
las ocasiones que se me presenten. Siempre con-
sideraré en vosotros a los hijos de D. Bosco,
el objeto del más vivo afecto de nuestro llorado
Padre; siempre reconoceré en vosotros a mis
queridos hermanos. Si te pareciera bien comu-
nicar estos sentimientos a los demás Antiguos
Alumnos, no solamente te lo autorizo, sino que
te quedaré agradecido»...
Mientras D. Bonetti recibía con urgencia el encargo de
archivar datos sobre la vida prodigiosa del desaparecido
Fundador de los Salesianos e Hijas de María Auxiliadora,
el Beato aseguraba a todos su infalible fidelidad al espíritu
heredado por disposición del Pontífice y también del común
asentimiento. Los salesianos misioneros que se encontraban
en Argentina, recibían una cariñosa carta en la que D . R ú a
afirmaba: «Si por desgracia os equivocáis sobre cuanto pue-
de referirse a mi persona, existe un punto en el que no
os equivocaréis y es que yo os amo como un ternísimo
padre.» Y mucho más adelante la carta decía: «Ruego por
vosotros, pienso en vosotros, me afano por vosotros como
una madre por su hijo único.»
El año 1888 apenas el nuevo Rector Mayor se mueve
del Oratorio. Las visitas que hace son de corta duración y
a corta distancia. Los alumnos mayores comienzan a escu-
char periódicamente sus conferencias formativas. Las pe-
ticiones de nuevas fundaciones son numerosas y la gran
preocupación de D. Rúa es el reclutamiento y fomento de
nuevas vocaciones salesianas.
Una estela imborrable de nostalgia dejará este año en
— 119 —

12 Pages 111-120

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12.1 Page 111

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al alma de D. Rúa, que no acaba de acostumbrarse a tener
que llenar el sitio vacío.
«¿Te acuerdas de aquel sueño de D. Bosco, en el que
nos vio a los dos empujando un carro? Si te acuerdas,
dijo que había visto que yo estaba delante tirando y tú
detrás empujando con toda la fuerza. ¿No estaremos ya
dando realidad a aquel sueño? Sobre mis espaldas ha caído
el peso de estar a la cabeza del carro en la casa-madre,
mientras tú en la Patagonia, que parece el país más extremo
del mundo, cumples tu parte de empujar el carro de nues-
tra Sociedad; y todo esto después de varias peripecias que
parecían deber impedir esta realidad. Ruega por mí, que
tiemblo al sólo pensamiento de la responsabilidad que me
ha caído encima.»
Estas palabras las leía al otro lado del océano D. Ángel
Savio, salesiano de la primera hora, Ecónomo General, que
a sus cincuenta años acompañó a Monseñor Cagliero a las
misiones de la Patagonia.
»
— 120 —

12.2 Page 112

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MIGUEL RÚA Y LA JAULA DE CRISTAL
El 29 de junio de 1972, Angela Davis se dirigía a veinte
mil neoyorquinos que fueron a escucharla y aplaudirla al
Madison Square Garden. «Pedimos la liberación de todos
los prisioneros políticos y el fin del racismo donde existe:
aquí y en Vietnam y en África del Sur», gritaba la valiente
mujer de color, declarada inocente después de un célebre
proceso que tuvo con orejas tiesas a toda la prensa mun-
dial. Cien mil dólares se embolsó Angela como respuesta
generosa de los miles de personas que contribuyeron a que
pagara a la justicia y a sus abogados. Pero lo que nos
pasma y entristece a un tiempo es ver cómo la ardiente
oradora se escondía en una jaula de cristal anti-balas para
defender su frágil existencia de esos francotiradores aluci-
nados que cada día aparecen como fantasmas del infierno
por alguna esquina de nuestro planeta.
A D. Bosco le persiguieron también las balas de esos
enemigos que nunca fallan en la vida de los ilustres hom-
bres. D. Rúa no huyó de tiros escurridizos y tuvo el valor
indispensable para aparecer magro y consumido de abne-
gaciones pidiendo en público y en privado la aportación
generosa de sus bienhechores, que lo eran también de sus
jóvenes necesitados.
A los tres meses de muerto D. Bosco el Cardenal A l i -
monda acudía después de las ceremonias de sufragio a la
— 121 —

12.3 Page 113

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mesa de D. R ú a . Suponemos que no buscaría en ella go-
llerías y sí el placer de un rato de charla y convivencia.
—Después de su vuelo al Cielo, preguntaba el prelado,
¿se han acabado ya las manifestaciones de la Providencia?
— H a y que confesar, respondía D. Rúa, que D. Bosco,
una vez que llegó al Paraíso, no se ha podido dedicar al
reposo, sino que trabaja lo suyo...
Y enseguida, el Rector Mayor narraba un hecho de
todas todas sorprendente.
El mismo día de la muerte de D. Bosco los salesianos
de París se encontraban muy preocupados por no tener una
suma necesaria para la adquisición de la casa de Ménilmon-
tant. Treinta mil liras necesitaban al menos. Una persona
desconocida telegrafía notificando que desea hacer una ofer-
ta a los Salesianos y pide orientación sobre su destino:
Turín o París. La respuesta la proporciona la dirección de
los salesianos necesitados en la capital francesa, que ven
llegar la cantidad como llovida del cielo.
El P. Francesia decía que el suceso, contado con tanta
sencillez por D. Rúa, había sido el mejor plato de la co-
mida, de por sí frugal y quizás algo aliviada y enriquecida
aquel día en atención a la personalidad que les honraba.
Podemos afirmar sin duda alguna que una de las gran-
des preocupaciones del nuevo Superior de la Sociedad Sa-
lesiana fue la de ir tapando huecos económicos. Deudas
considerables agobiaban los libros de cuentas que a su
muerte D. Bosco había dejado. ¡Y pensar que alguno pro-
pagó la pésima y falsa noticia de que el nuevo Rector Mayor
heredaba del Fundador una importante fortuna!
En la enfermedad del santo, D. Rúa recibió una extraña
confidencia que le aseguraba asistencia económica para sus
obras posteriores. En realidad, ningún día a partir de la
pérdida del santo faltó una cantidad considerable durante
el año 1888 para acortar las trampas de la Congregación.
Ya se sabe cuáles eran las voraces hogueras que con-
— 122 —

12.4 Page 114

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sumían tanta lira procedente de muchos puntos de Italia
y Europa: miles de chicos necesitados de todo, vocaciones,
Misiones, obras levantadas a buen ritmo sin contar de an-
temano con un capital fuerte.
En marzo de 1888 partían nuevos misioneros para Ar-
gentina. Próximamente se organizarían otras dos expedi-
ciones y esta vez contando con la aportación personal de
las Hijas de María Auxiliadora. D. Rúa tuvo la conmove-
dora iniciativa de celebrar una ceremonia de despedida en
la habitación pobrecita donde D. Bosco había expirado. A l l í
pronunció una fervorosa oración para que sus valientes ex-
pedicionarios no se acobardaran ante la inmensidad de la
mies.
—¿Vendrá a visitarnos a América?, le preguntó una
Salesiana.
— D . Bosco no viajó nunca a América, fue la respuesta
del Rector Mayor, escrupulosamente preocupado por ir pi-
sando las huellas del Fundador.
Ni oro ni plata.
El dinero del Beato Rúa tenía rapidísima salida. Y tra-
tándose de dar es seguro que su mano no se tendía ofre-
ciendo oro ni plata. Pero como Pedro con el tullido de la
Puerta Hermosa, D. Rúa sacaba de sus alforjas remedios
insospechados.
Viajaba a Borgo San Mar tino rodeado del alborozo ge-
neral e incluso de la alegre fanfarria que hizo mutis apenas
fue traspuesta la cancela del colegio. Muy cercana la resi-
dencia de las Hijas de María Auxiliadora, Sor Filomena
.Bozzo se encontraba muy grave. Atacada de males incura-
bles por tres flancos diversos, había recibido el dictamen
reciente de que moriría en aquella misma noche, tras una
consulta de tres especialistas.
D. Rúa apareció después de la cena, observando la tris-
teza general de todas las religiosas.
— 123 —

12.5 Page 115

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Ante la invitación de la Directora, D. Rúa, un poco
pensativo, afirmó:
—Permaneced tranquilas. La Hermana no morirá. Debe
hacer todavía mucho bien. En este instante no puedo vi-
sitarla, pero dígale que permanezca tranquila. Mañana por
la mañana estaré temprano junto a ella. Mientras tanto, esta
noche, a las nueve, desde mi habitación, le mandaré la ben-
dición de María Auxiliadora. En esa hora, usted y sus mon-
jas recitad tres Avemarias junto al lecho de la enferma.
D. Rúa volvió junto a sus muchachos de Borgo San
Martino y les animó en las «Buenas Noches» a tener pre-
sente a Sor Filomena. Después de quince días de insomnio,
a las diez de la noche de aquel día, la enferma se durmió
plácidamente. Recibió al día siguiente la Unción de los En-
fermos, la absolución sacramental e incluso hizo los votos
perpetuos. La mejoría comenzó a llamar poderosamente la
atención de todos.
—Esto es un verdadero milagro, exclamaba el médico.
Con tantos males y tan graves complicaciones, la curación
era humanamente imposible.
El Beato conoció esta milagrosa mejoría, que inmedia-
tamente refirió a la bondad de la Auxiliadora.
No descuidaba la devoción a la Virgen y así urgía a unos
y otros para que la decoración y acabado del templo a la
Auxiliadora quedase en su punto. La primera festividad de
la Señora que se celebraba sin D. Bosco, es claro que todos
echaron de menos al santo. D. Rúa le sustituyó hasta en
mínimos detalles y la afluencia de la gente a la sacristía
para exponer sus problemas y recibir la bendición de Don
Bosco, volvió a repetirse esta vez en la persona del Sucesor.
En las horas vespertinas, la misma corona de muchachos
que se apretaba junto al Fundador lo hizo junto al primer
Rector Mayor.
Eran claras sus palabras: «Temían algunos que después
de la muerte de nuestro Padre todo quedase empantanado.
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12.6 Page 116

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Pero él mismo había dicho: deseo marcharme pronto al
Paraíso, desde allí podré trabajar mejor por nuestra Socie-
dad y proteger a mis hijos. El mantiene su palabra y cada
día comprobamos su particular protección.»
El caso de Sor Filomena no es único. La santidad de
D. Rúa ha sido por muchos comparada e incluso ponde-
rada por encima de la de su Padre y Fundador. Son ex-
trañas e inadecuadas estas comparaciones...
Sor María Sorbone, en Niza, recibió también el be-
neficioso ofrecimiento del Beato, sin oro ni plata, como
el Apóstol. Llevaba más de cuarenta días casi inmóvil.
El mal de estómago que le atormentaba le había tenido
sin tomar alimento durante todo este tiempo. También esta
vez la religiosa —como en el caso anterior— emitió sus
votos.
— L e auguro que viva todavía tantos años como tiene
la corona del Rosario. Podría ser esta su hora pero D o n
Bosco tiene necesidad de milagros para ser beatificado. Haga
usted que éste sea uno.
La enferma besó la reliquia de D. Bosco y recibió la
bendición del Beato.
— E l milagro, terminaba D. Rúa, lo escribirá usted de
su puño y letra. Haga honor a D. Bosco.
Muy poco tiempo pasó de esta escena, cuando la Salesia-
na pidió de comer. Se interpretó como delirios de agonía.
Le hicieron caso. Comió y una media hora después volvió
a pedir algo de comer. Así lo hizo muchas veces. Después
se vistió y ante la estupefacción de todas, recorrió la casa
y fue a hacerse la encontradiza con el propio D. Rúa, que
le recomendó volver al lecho a reposar, no sin antes dar
gracias a María Auxiliadora.
La boca abierta del médico, la sorpresa de todos, que
esperaban que la enferma pasara al otro mundo aquella
misma noche, la seguridad del Beato, la alegría indescrip-
tible de la monja... Todo aquello queda consignado por
— 125 —

12.7 Page 117

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la confesión de la interesada, que fue llamada por D. R ú a
la «monja del milagro». V i v i ó tantos años como le pro-
nosticó el improvisado enfermero. «Nunca he vuelto a pa-
decer de aquellos males», confesaba muchos años después
Sor María Sorbone.
De esta forma, con motivo de la festividad del 24 de
mayo de 1889, el Conde de Villeneuve-Flayesc, ante un
grupo de personas muy importantes, entre ellas el Carde-
nal Alimonda, exclama: «Es la segunda vez que celebra-
mos la fiesta de María Auxiliadora sin aquel que nos en-
señó a amar y a servir a esta Madre Celestial. Pero me
corrijo diciendo que ahora tenemos a dos D. Bosco. El que
está en el cielo, más poderoso ahora que cuando se en-
contraba entre nosotros; y aquel que es su imagen viviente,
que se encuentra aquí con nosotros.»
Continuidad de estilo.
Dos mil personas asistieron el 22 de junio de 1889 a
la inauguración y bendición de la capilla levantada sobre los
restos del Santo Fundador. Fue especial empeño de D. Rúa.
Bastó la sugerencia por su parte y la diplomacia de las
palabras bien medidas para que todo surgiera con primor
y además gratuitamente.
Los antiguos alumnos, al mes siguiente, después de haber
recibido el Rector Mayor el primer homenaje o fiesta en su
honor por parte de los alumnos del Oratorio, se reunían
a su alrededor en una mesa fraternal y alegre. No podemos
menos de citar a la letra las palabras del Beato: «Mis her-
manos queridos, yo os quiero. No podré hacerlo como lo
hacía D. Bosco, pero es mi deseo hacerlo como él. Me es-
forzaré en imitarle en todo aquello que esté a mi alcance.
Cuantas veces necesitéis de mí, acercaos con la confianza
de un hermano para con otro hermano, y yo seré todo
para vosotros hasta donde llegue la posibilidad de mis
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12.8 Page 118

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fuerzas. Y no olvidéis jamás que el Oratorio es vuestra
casa paterna.»
Parecen palabras del Santo y son de su primer Sucesor.
Siempre que se analizan con algún detenimiento las car-
tas, discursos e intervenciones en público del Beato, podre-
mos observar una gran claridad en las ideas y una línea
expresiva que está casi calcada de los sentimientos que
albergaba D. Bosco. Ningún mentís más fuerte a la posible
creencia de que D, Rúa pudiera ser hombre frío y poco
afectuoso que estos párrafos llenos de verdadero cariño pa-
ra con quienes él sabía que estaban en la mente de Don
Bosco: los antiguos alumnos de su Oratorio.
En octubre moría Antonio Rúa, el único hermano que
sobrevivía de los que compusieron la familia del Beato. No
había escatimado sacrificio, incluso económico, su herma-
no Antonio para ayudar al Fundador siempre que le fue
posible y luego al hermano fidelísimo, a Miguel, tan exi-
gente para consigo mismo y tan generoso para sus hijos
y hermanos.
Comenzaba el año 1890 y D. Rúa volvía una y otra
vez a aprovechar ocasiones para lanzar llamadas de urgen-
cia:
«De la misma manera que sin operarios no se puede
cultivar un campo, ni hacer la guerra sin soldados, de la
misma manera nosotros, si no nos rodeamos de ayudantes,
de sacerdotes, catequistas, maestros de taller, no podremos
sostener nuestras casas fundadas ni fundar otras nuevas.
Sin estos susodichos ayudantes tendremos que cerrar cole-
gios y orfanatos, supender los talleres, parar las máquinas
tipográficas, abandonar las Misiones. Por todo esto, la obra
de las obras, la que los Salesianos y Cooperadores jamás
deben perder de vista, es aquella de formar un personal
adecuado a las necesidades. Esta formación resulta costo-
sísima, porque es menester durante años y años mantener
a los jóvenes, o en las escuelas para el estudio o en los
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12.9 Page 119

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talleres para el aprendizaje de un arte u oficio, y que así
sean capaces de enseñar a otros. Es necesario proveerles de
libros y de profesores, de instrumentos de trabajo. Es ne-
cesario sobre todo buscar el alimento necesario a su edad
y condición. Y tendré que deciros que los jóvenes tienen
siempre buen apetito y estoy contento de ello»...
D. Rúa era padre de familia, de enorme familia juvenil
y adulta que iría creciendo de forma fabulosa, comparable
a la multiplicación de los panes y peces, como afirmaría
más tarde un famoso obispo americano. ¿Y qué padre de
familia no suda y trasiega para dar con el pan de cada día?
Hemos visto que no se andaba con muchos rodeos a la
hora de tender la mano a sus bienhechores ni gracias a
Dios tuvo que parapetarse dentro de una jaula de cristal
como la desafortunada Angela Davis huyendo de posibles
balas homicidas.
E l contacto con el Papa León X I I I continuaba y siem-
pre el Pontífice mostraba el mismo interés y afecto por la
obra de D. Bosco, que se iba agigantando contra el pronós-
tico de no pocos padres graves de Congregaciones romanas.
«Si no ayudáis a estos pobres jovencitos, afirmaba Don
Rúa, de aquí a algunos años aparecerán por las calles y
plazas armados de palos para arrasarlo todo.»
Apenas la triste sombra de la desaparición de D. Bosco
fue disipándose poco a poco, D. R ú a comenzaba a viajar
dentro de Italia: San Pier d'Arena, Cásale, Alasso, Borgo
San Martino, Faenza, Nizza Monferrato...
Sus largas jornadas en tren le llevarían a todos los pun-
tos de su querida grey, repartida por naciones de todas
las costumbres y colores. Jamás se le olvidó que D. Bosco
había asegurado el porvenir de sus hijos siempre que la
pobreza fuese reina y testimonio evangélico entre la gente.
Campeón de tal programa fue sin duda nuestro biografiado
contento con las más duras estrecheces y siempre alegre y
sereno con tal de hacer el bien olvidándose de sí mismo.
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12.10 Page 120

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En el verano de 1890 una voz autorizada entre los
A A . A A. acudiría con emoción a un símil entresacado del
segundo libro de los Reyes de la Biblia. Elias es arrebatado
a los cielos y su sucesor Eliseo recibe su manto y también
su espíritu. También D. Bosco es arrebatado de entre sus
hijos pero su espíritu es heredado por su más fiel intérprete
y seguidor, Miguel Rúa.
Nada arredró a éste cuando se trataba de hacer ver que
ese espíritu heredado quedaba en pie, fresco y sin arrugas.
Característica de D. Bosco fue siempre el desenfado y la
serenidad ante los ricos y los bien señalados por la fortuna
recordando cuántos pobres jovencitos quedan sin pan y sin
instrucción debido a falta de medios materiales.
Condición humana que nos hace quizás más cercana y
atrayente la figura de los santos, que no se alimentaban
del aire, aun cuando San Francisco de Asís pasara largas
jornadas con un panecillo y unos buchitos de agua...
Los jóvenes tienen siempre buen apetito, afirmaba el
Beato.
¡Cuántos millones de liras fueron a parar a manos de
D. Rúa y sus colaboradores y se volatilizaron en un dos
por tres debido a este apetito constante! La casi totalidad
de las obras de misericordia se explayaban en la casa de
D. Bosco. Instruir, aconsejar, corregir, consolar, alimentar,
vestir, acoger bajo techo, repartir la fuerza de la oración
y de los consuelos sobrenaturales...
— 129 —
9

13 Pages 121-130

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13.1 Page 121

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MIGUEL RÚA Y LA CHATARRA...
Hasta los cielos que cobijan e iluminan nuestros días
sobre la tierra, se están haciendo pequeños para dar vía
libre a los desalados reactores, a las naves viajeras que de
un brinco salvan los océanos y las tierras distantes. No
cabemos tampoco sin riesgos ni peligros por las vías del
espacio, como si ya no fueran bastantes las víctimas sem-
bradas semanalmente por las carreteras del mundo entero.
Hay que confesar que los Rectores Mayores de la Con-
gregación Salesiana han disfrutado de muy diversas opor-
tunidades tratando de desplazarse y conocer personalmente
a los suyos. D. Luis Ricceri no ha dudado un momento en
tomar su «valigia» y aparecer en naciones sudamericanas
después de unas confortables horas de vuelo. No me refiero
a las horas de vuelo que ha de tener todo Superior General,
sino a las consumidas sobrevolando mares inmensos y gi-
gantescas cordilleras. Confortables horas de vuelo porque si
las comparamos con aquellas que empleó D. Miguel Rúa
para hacer centenares y centenares de kilómetros, distan
unas de otras de forma insalvable... Figúrense en vagones
de tercera clase, siempre que los había, al Rector Mayor
de los Salesianos, en promiscuidad franciscana con la her-
mana gallina, los cestos de frutas y legumbres, la tufarada
de los cigarros, la pobre gente inculta y misérrima, muchas
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13.2 Page 122

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veces en apretada competición por adueñarse de un rincón
o un duro asiento.
Chatarra sin duda deberían ser tales alojamientos en
comparación con el confort y hasta el aire acondicionado
de que hoy día hacen gala los trenes sin poéticos penachos
de humo, pero más higiénicos, cómodos, limpios y veloces.
Por lo que toca al aire acondicionado, no solamente era
el sentido del gusto el que D. Rúa mortificaba en sus viajes,
llegando a cenar alguna noche un trozo de manzana y un
trago de vino, sino que como propina de los traqueteos y em-
pujones, charlas de pocas calidades académicas y otros etcé-
teras, aquellos vagones no ofrecían precisamente ningún
celestial olor de santidad...
¿Y el mar? Nada comparable —dicen— al mal de mar
y al mal de amores...
Poca simpatía guardaba D. Rúa para las largas travesías
en las que un mareo a tiempo es ya suficiente para desen-
cuadernar al más valiente. No obstante, pudo mucho más
el amor a su Congregación que el martirio de las olas.
En su biografía, el P. Auffray titula con cifras rim-
bombantes uno de sus capítulos: C I E N M I L K I L Ó M E -
T R O S . Y la afirmación se ve que no está hecha al azar,
ya que el meticuloso conocedor de la historia salesiana nos
va sumando singladuras hasta demostrar la veracidad de la
suma total.
Parece cosa del otro mundo la resistencia física de un
hombre tan flaco que, como decía el apóstol, castigaba su
cuerpo y lo reducía a servidumbre con implacable regula-
ridad.
Se propuso el Beato visitar todas las casas salesianas
europeas.
Tierras francesas e inglesas, belgas y españolas, holan-
desas y polacas, turcas y austriacas, suizas, griegas, alema-
nas, sirias, tunecinas, argelinas, portuguesas y hasta las tie-
rras holladas por el Divino Nazareno, conocieron la presen-
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13.3 Page 123

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cia inquieta y andariega del primer Sucesor de D. Bosco.
Veinte años de madurez, de los cincuenta a los setenta,
se mantuvo en constante ajetreo dentro y fuera de Italia.
La Congregación, como una planta vigorosa, crecía casi mi-
lagrosamente. A pesar del aviso preventivo del Papa, las
llamadas eran constantes para fundar nuevos centros en
las más distantes latitudes.
«Intento imitar a D. Bosco en todo y por todo, siempre
que me es posible», dijo D. Rúa en «Notre Dame», pre-
sente el obispo de la capital francesa. Realidad tan clara,
que un P. Capuchino exclamaba admirado: «Todo es pro-
digioso en la vida y en las obras de D. Bosco. Pero esta
prolongación suya en D. Rúa me parece el mayor de todos
los prodigios.»
Juan Rouden es un nombre que recogen los biógrafos
con caracteres especiales. Había recibido grandes beneficios
físicos dé D. Bosco pero se encontraba sordo totalmente.
Asediado D. Rúa por una multitud constante, le fue difícil
acercarse a él. Pero todo lo consigue la fe de un enfermo.
Cuando logró entender lo que D. Rúa le proponía, cum-
plió durante tres días las sencillas condiciones piadosas. Al
cuarto día oía perfectamente. Con mucho gusto se hizo Coo-
perador Salesiano, insinuación que también provenía de
su gran bienhechor.
La visita de D. Rúa a España se vio circundada de gran
afecto y expectación. Le acompañó D. Julio Barberis, uno
de los pilares espirituales de la Congregación, por cuyas
manos pasaron muchas almas juveniles deseosas de mol-
dearse en el espíritu de D. Bosco. Algunos señores catalanes
se adelantaron hasta Moneada para acompañar durante un
sector del trayecto a los viajeros. D. Felipe Rinaldi, enton-
ces Director de las Escuelas Profesionales de Sarria, fue
quien dio con ellos, en tercera clase. Los otros señores
buscaban inútilmente por los vagones de primera y segunda.
No pudo faltar una atención especial para Doña Dorotea.
— 133 —

13.4 Page 124

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Celebró en su capilla, comió rodeado de señores influyentes
de la capital catalana. Visitó también Sarria. En la villa
de D. Luis Martí Codolar se dejó fotografiar en el mismo
lugar donde lo fuera en 1886 el propio D. Bosco.
Andalucía no fue a la zaga en estas demostraciones de
afecto. Entre otras poblaciones, D. Rúa visitó Utrera, donde
fue fundada la primera casa salesiana española. El P. Bar-
beris afirmaba que nunca había visto llorar a D. Rúa y en
Utrera lo hizo. Los muy tunantillos le llegaron bien hondo
con sus vivas en la estación, con su deseo de arrancarle
botones y pedazos de la orla de la sotana.
En la primavera de 1890, D. Rúa visitaba el norte
de Francia, Inglaterra y Bélgica. Todo es muy pobre y
escaso en tierras inglesas. El Beato da un gran impulso
a las obras fundando una casa para chicas, una iglesia nue-
va y un centro masculino. Inglaterra, presente en la visión
famosa del angelical jovencito Domingo Savio, sentía así el
personal apoyo del Rector Mayor, celoso de cualquier rin-
cón de su rebaño, ya extendido por multitud de países.
A la vuelta de estos grandes paseos que le dejaban
poco menos que baldado, confesaba haber encontrado por
todas partes mucha pobreza, gran espíritu, abundante tra-
bajo y frutos que le llenaban de gran consuelo.
A golpe de manivela.
D. Rúa, a los cincuenta años de los humildes comien-
zos, recordaba y comentaba el sueño de D. Bosco tenido
en 1856.
Un personaje invitaba al santo a darle vueltas a una
manivela con la que una especie de rueda de la fortuna
iba presentándole aspectos presentes y futuros de su Obra.
Cada giro de aquella ruleta comportaba diez años del desa-
rrollo de la Congregación.
«Considerando las distintas fases de la Obra de Don
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13.5 Page 125

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Bosco, la veo en el primer decenio limitada a la ciudad
de Turín, comentaba D. Rúa; en el segundo extendida a
las distintas provincias del Piamonte; en el tercero dila-
tando su fama y su influencia en las diversas tierras de
Italia; en el cuarto extendida por varios países de Europa
y finalmente en el quinto —en el cincuentenario— cono-
cida y deseada en todas las partes del mundo.»
El continuo ajetreo de D. Rúa se veía salpicado de
tangibles realidades. Primeras piedras que llegaban a úl-
timas. Nadie sentía tan hondo el latido de aquella criatura,
engendrada con dolores de complicado parto por D. Bosco.
Criatura que a los pocos años de venir al mundo, crecía
vigorosa, pujante, con unos signos tan claros de la protec-
ción divina que ponían miedo en los corazones de los pri-
meros hijos de la Congregación. Verdaderamente, D. Rúa
fue el encargado de hacerle crecer arrimando continuamente
la leche de la buena doctrina, velando por su salud y vigi-
lando sus primeros pasos.
El optimismo del Beato es cristiano y audaz. No deja
de enviar nutridos grupos de misioneros a tierras muy dis-
tantes de Italia. Nuevos destinos se abren al apostolado
generoso: África y Tierra Santa, por ejemplo. Siempre en
busca de los desvalidos, de los huérfanos, de los margi-
nados.
El año 1891 D. Rúa recuerda con los suyos los cin-
cuenta años que les distancian de aquel 8 de diciembre
de 1841 en que D. Bosco pesca el primer pececillo de su
gran redada apostólica: Bartolomé Garelli. Grandes fiestas
en Turín, a donde acuden varios prelados y se inaugura la
decoración del Santuario de María Auxiliadora.
Pero también este año trae consigo muy sensibles pér-
didas. Recoge el biógrafo Amadei una lista de queridas per-
sonas que no volverán a prestar su personal apoyo en este
mundo a los Salesianos: el primer médico del Oratorio,
Doctor Celso Bellingeri; el autor de una interesante bio-
— 135 —

13.6 Page 126

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grafía de D. Bosco, Carlos D'Espiney; bienhechores tan
relevantes como Doña Dorotea de Chopitea, entre las pri-
meras manos que se tendieron en España a la obra sale-
siana; y el Cardenal Alimonda, tan adicto y amigo del santo
de los muchachos; los hermanos Carlos y José Buzzetti,
alumnos del Oratorio en los primeros tiempos, uno de ellos
salesiano y el otro dirigente en la construcción del Santuario
de Valdocco; también Don Juan Bonetti, Director Espiri-
tual de la Congregación, Vicario de D. Rúa, abandonaba su
campo de trabajo, ausentándose de él para siempre.
El P. Miguel Unia, superadas algunas dificultades, parte
intrépidamente hacia Colombia, y en Agua de Dios, per-
dido en el campo, despliega su caridad heroica en medio
de 730 leprosos, 120 de los cuales eran menores de diez
años.
La consigna era tan atrevida como eficaz: mandar a las
Misiones a los mejores, los mejor preparados incluso inte-
lectualmente, los mejor dotados de virtudes recias, los más
sanos de cuerpo, los mejor templados de espíritu. Por todos
aquellos que se iban vendrían otros mejores. Así sucedía en
efecto.
La Universidad Gregoriana de Roma contó entre sus
alumnos con un buen grupo de hijos de D. Bosco. El clé-
rigo Festa, secretario del propio D. Rúa, abandonaba su
puesto delicado, del que el Beato se encontraba tan necesi-
tado, para llevar a cabo sus estudios en la afamada Uni-
versidad. De estudiantes, en tales aulas, mientras el Beato
regentaba la Sociedad, saldrían obispos y cardenales sale-
sianos.
De esta forma decidida, con absoluta seguridad de que
la obra estaba amparada por el manto de la Señora Auxilia-
dora, sin abandonar la consulta y las directrices del Papa, el
Rector Mayor más viajero y quizás el más penitente, gustaba
de bocados dulces y amargos, en una casi constante alter-
nancia que no mermaba su serenidad de siempre.
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13.7 Page 127

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Increíble pero cierto.
Llegó D. Rúa a Marsala por vía marítima, acompañado
del P. Francesia, como siempre reclamado por nuevas fun-
daciones. Para tal circunstancia se compuso un himno. El
autor de la letra, profesor Gambini, se acercó al Beato a
la hora de la despedida. Le acompañaban dos hijos pe-
queños, Miguel y Luis.
—También yo me llamo Miguel, dijo D. Rúa, y tuve
un hermano que se llamaba Luis. A corta edad nos que-
damos huérfanos. Venid vosotros dos conmigo, yo os acep-
taré con mucho cariño.
El padre de los dos chicos quedó estupefacto mientras
apretaba la mano del Beato despidiéndose.
—Hasta vernos en el Paraíso, fueron las enigmáticas
palabras...
Después de pocos días, atestigua el Canónigo Ignacio
de María que le asistió en las últimas horas, el profesor
susodicho enfermaba gravemente y abandonaba a Miguelito
y Luis junto con otros tres hermanos huérfanos sin re-
medio.
«En 1892 —recuerda Sor María Genta— me encontra-
ba en Sicilia, en el colegio de la Inmaculada, y habiendo
perdido hacía poco tiempo a mi madre, que dejaba un
único hijo y dos hijas todavía muy jóvenes dependiendo
de mi padre, quedé profundamente afligida, teniendo mu-
cho miedo, sobre todo por el porvenir de mis dos her-
manas. Entretanto D. Rúa vino a visitar esta casa y yo le
pedí una bendición para mi familia. El me dijo estas pre-
cisas palabras: —Escriba a su padre que hay un puesto
para él en la Congregación.
Me parecía una cosa imposible conociendo las costum-
bres de mi padre y las circunstancias de la familia; pero
después de siete años la profecía se realizaba. Mis hermanas
son ambas religiosas y mi padre entró en los Salesianos y
con ellos permaneció contento hasta la muerte»...
— 137 —

13.8 Page 128

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Sor Octavia Clerici cuenta una predicción semejante.
Acompañada de una prima suya, visitó la tumba de Don
Bosco en Valsalice. Por primera vez conocía a D. R ú a , a
quien fue presentada por su prima que le hablaba al Beato
a media voz. D. Rúa le puso a la jovencita una medalla al
cuello y le dijo: — N o solamente se hará religiosa, sino que
marchará al extranjero haciendo mucho bien. La futura mon-
ja decía para sus adentros que no, que no, que aquello no
sería nunca posible, ya que no podía pasar sin la compañía
de sus padres. Pero en 1906, después de catorce años de
la entrevista, emitía por primera vez los votos y al año
siguiente viajaba desde Roma a Albania para permanecer
diez años en el extranjero. «Como se ve, afirma Sor Octavia,
D. Rúa resultó profeta.»
Otros hechos, como el que a continuación consignamos,
parecen cosa de cuentos. Junto al Beato llegó un día so-
focado, con mucha prisa, un clérigo que traía una nota para
él. E r a n necesarias absolutamente tres m i l liras que el pa-
nadero exigía en la mano a las doce del mediodía como
espacio máximo. El clérigo fue de D. Rúa al P. Belmonte
sin éxito alguno, ya que las liras que éstos tenían a mano
constituían una cantidad exigua. Solución increíble: el clé-
rigo Luis Giaccardi se postra en la capilla y reza tres ave-
marias apresuradamente porque el tiempo se iba consu-
miendo. Al salir de cumplir la indicación de D. Rúa, vio
a éste acompañado de un señor ensombrerado y vestido de
negro. El Beato traía un sobre. Entregado al clérigo y ocul-
tando el nombre del bienhechor que pedía total anonimato,
se comprobó que contenía exactamente tres mil liras, con
las que el apuro tuvo solución al momento.
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MIGUEL RÚA Y LA MÍSTICA FORTALEZA
En la soledad de la celda desmantelad? y hasta en el
mismísimo comedor, acompasadas con el «andirivieni» de
las fuentes y el soniquete de los cubiertos, han llegado a
oídos salesianos palabras que D. Bosco escribiera en la I n -
troducción de las primitivas Constituciones.
«Es tanta la paz y la tranquilidad que se goza en esta
mística fortaleza, que si Dios la diese a conocer y gustar
a los que viven en el siglo, veríase a los hombres todos
huir del mundo y asaltar los claustros para concluir allí
sus días. El religioso es semejante al que se refugia en una
nave, y entregándose al cuidado del experto capitán, des-
cansa tranquilo aun en medio de las borrascas.»
No llamaban a las puertas del Santo jóvenes deseosos
de enrolarse en sus filas con la intención de refugiarse en
nave alguna, ya que el trabajo a repartir era abundante y
hasta las prácticas de piedad prescritas canónicamente bas-
tante escasas. Ahora, la juventud que decide este camino
tampoco trae intenciones de refugiarse y permanecer en el
anonimato. Todos quieren ser protagonistas, tener voz y
voto en la tarea de la evangelización, de la educación, de
la atención a los pobres.
A nivel internacional se han estudiado no solamente
las causas por las que la Congregación sufre una auténtica
sangría, al igual que otras muchas instituciones, sino incluso
aquellas por las que permanecen en ella quienes no levan-
taron también el vuelo... El caso es que no «asaltan los
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claustros para concluir allí sus días» los jóvenes actuales,
sino que muchos de ellos, y también otros socios que peinan
canas, abandonan un camino a veces largo tiempo reco-
rrido y amado. Nadie quiere avanzar con aturdimiento, co-
mo en penumbra, guiado exclusivamente de palabras ajenas;
todos quieren experimentar, tocar con propia mano, pisar
el terreno «in situ».
Los noviciados y casas de formación han abandonado
los antiguos reductos campesinos, donde la única compañía
extraña al propio recinto consistía en la luna lunera, las
mansas bestezuelas del Señor y algún que otro perdido sig-
no de civilización motorizada...
Los antiguos moradores de estos remansos de paz se
concentran ahora en los grandes centros urbanos, donde el
mundo se mantiene en constante ruido, en febril impacien-
cia, donde se toma contacto con la gente y sus problemas.
Las vocaciones salesianas de los primeros tiempos de la
Congregación surgían al compás de las obras, se iban con-
solidando allí mismo donde brotaban y acompasaban los
libros con las diarias ocupaciones.
En octubre de 1892, D. Rúa experimenta una indecible
alegría: ciento doce candidatos emiten sus votos en Val-
salice. Todos eran bienvenidos y hallaban enseguida trabajo
abundante.
Eterna preocupación del Rector Mayor era la de pro-
mover una constante siembra vocacional. Sus palabras son
siempre definitivas cuando tocan el tema.
«El corazón de los jovencitos no es terreno ingrato.
Por esto debemos cultivarlo con sumo cuidado aunque sea
a costa de importantes sacrificios. ¡Nuevas vocaciones! Nues-
tro queridísimo D. Bosco fue consultado un día por una
señora sobre la forma de reparar tantas glasfemias, tantas
profanaciones, tanta impiedad como hay que deplorar en
nuestros días. Proponía ella varios medios ofreciendo im-
portantes sumas de dinero. D. Bosco le hizo ver claramente
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cómo trabajando para que un jovencito llegase a ser sacer-
dote se haría una cosa muy superior a cualquier obra bue-
na, repitiendo así las palabras de San Vicente de Paúl, con
el que tenía tantos puntos de semejanza: ninguna obra es
más hermosa y buena como la de contribuir a conseguir
un nuevo sacerdote.»
En esta especie de lucha contra reloj que la naciente
Sociedad iba sosteniendo a los ojos atónitos de todos, nuevos
puntos de contacto se iban poniendo al alcance: ahora le
tocaba al continente africano y a tierras santificadas por
Cristo. También en las abrasadas tierras de color y en el
mismo Belén hay huérfanos y hermanos pequeños que ne-
cesitan de todo: pan para el estómago, orientación para la
vida, savia espiritual y consuelo para sus almas...
La prensa dedicaba con frecuencia páginas informativas
y encomiásticas a la obra que dirigía el P. Miguel Rúa.
«Nosotros —insistía el Beato— tenemos una gran nece-
sidad de operarios. Y no somos solamente nosotros. Tam-
bién la tiene la Iglesia, la tienen las diócesis. Es necesario
por tanto cultivar diligentemente las vocaciones eclesiásticas
y salesianas»...
Los Capítulos Generales se van sucediendo bajo la pre-
sidencia del activo y amable Superior. Hay un dato que
nunca brilla por su ausencia: D. Rúa echa mano de cua-
dernos y apuntes de D. Bosco antes de conceder vía libre
a las asambleas y desea que el pensamiento del Fundador
presida el trabajo de estas importantes horas de estudio
con las que se pretende impulsar y mejorar la marcha de
la Sociedad.
Con motivo de un centenario más de la hazaña des-
cubridora de Colón, Monseñor Cagliero y otros misioneros
salesianos de la Patagonia, al igual que dos Hijas de María
Auxiliadora, llegaban a los queridos lugares salesianos para
participar en la Exposición de las Misiones Católicas Ame-
ricanas. Chicos y chicas de aquellas desconocidas lejanías
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acompañaban a sus bienhechores y hasta hicieron acto de
presencia en Roma, ante la mirada complacida de León X I I I
que les dirigió cariñosas frases.
Trapero del tiempo.
Curiosa pero exacta definición que de sí mismo daba
el glorioso Doctor Marañón. Trapero del tiempo como si
todas las horas del día, e incluso de la noche, fuesen for-
midable tesoro del que no se puede despreciar la más leve
migajilla. Y es frecuente que tan tenaces trabajadores, apro-
vechadores del tiempo diurno y de horas de la madrugada,
acaben sus días sin demasiados achaques después de haber
vivido numerosos años.
La actividad de D. Rúa conocía bastante de esta santa
avaricia. Por eso encontraba tiempo paar redactar circulares
y cartas íntimas que formaron con el correr de los años
una colección considerable.
En estas circulares o «cartas edificantes», como él las
llamaba, trataba ciertos temas delicados que no tenían por
qué aparecer en las páginas del ya existente Boletín Sale-
siano, publicación que hoy día continúa llegando periódi-
camente a manos de los Cooperadores Salesianos para dar
cuenta de cuanto de interesante ocurre por todos los puntos
de la Congregación repartida por el mundo.
Allí donde algún acontecimiento otorgaba relieve a la
obra salesiana, se encontraba D. Rúa. Esto ocurría, por
ejemplo, cuando D. Luis Lasagna, el vivaz e inteligente
huerfanito que D. Bosco recogiere en su casa, es consagra-
do obispo en 1863. D. Rúa, bonete en mano y lágrimas en
los ojos, acude a la sacristía para besar el anillo del nuevo
pastor que se le echa al cuello abrazándolo afectuosamente.
Buena mies le reservaba el Señor al simpático misionero
en tierras uruguayas y brasileñas...
Dos salesianos de importante personalidad abandonaban
la viña: D. Ángel Savio, primer Ecónomo de la Sociedad,
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empeñado en funciones de gran responsabilidad a sus jó-
venes veinticuatro años, todavía diácono. Piadoso apóstol en
tierras americanas, donde D. Bosco le había visto en sue-
ños, murió en un viaje de exploración después de ocho años
intensos de vida misionera. La segunda pérdida era recogida
por las crónicas con caracteres de oro. El Príncipe Augusto
Czartoryski, a los treinta y cuatro años, moría después de
ser ordenado sacerdote y haber llevado adelante muchos do-
lores con admirable optimismo cristiano. Le había costado
trabajillo entrar en la Congregación. Apenas vio a D. Bosco
en Francia, se entregó a su obra, abandonando halagadoras
perspectivas en la actividad diplomática y en el posible
trono. D. Bosco quiso que el Papa diese su opinión sobre
la situación del Príncipe. El ejemplo de este noble de sangre
y espíritu, sirvió a muchos de sus compatriotas polacos para
seguir sus pasos en la entrega a la Congregación. Hoy lee-
mos con enorme alegría en revistas especializadas que, en
número considerable, salesianos polacos reciben el Sacra-
mento del Orden, conscientes de las dificultades que les
asaltarán en el camino.
Bien afinado el oído, D. Rúa recogía todas las ondas
que surcaban los aires, que circulaban en la prensa, que
llegaban hasta los propios círculos del Vaticano, referentes
a la marcha de la Sociedad, tan atacada de sutiles enemigos.
El Papa, a quien el Beato respondía en latín, puntualizaba
en una extensa carta: «Entre todas vuestras iniciativas la
que nos proporciona más consuelo es el gran bien que se
hace en muchos lugares al educar a la juventud, mientras
los peligros de los que está rodeada y atacada esta edad
débil e ingenua se van agravando cada día.»
El amor por su porción preciosa le llevaba de un sitio
para otro. Aquí asistía a unos Ejercicios Espirituales, allá
presidía la inauguración de un nuevo templo. No importa
que fuera en Londres, en Holanda o en algún punto dis-
tante de la propia Italia.
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De vez en cuando, como hiciera el periódico bolones
«L'Unione», los gruesos granos de incienso eran quemados
justamente en honor de la máquina gigantesca de apostola-
do que año tras año acrecentaba sus fuerzas, sus técnicas
y sus campos de trabajo. El prestigio y la fama de D. Rúa
eran a todas luces reconocidos y su nombre lo aureolaba
la santidad que todos captaban al primer golpe de vista.
He aquí otro relato que nos llena de estupor.
Dos Salesianas se presentaron al Beato en desigualdad
de condiciones. Una tísica, la otra en perfecto estado de
salud. El Beato saluda a la religiosa llena de salud: —Po-
brecita, no está usted demasiado bien, verdad? La monja
le advierte el error. La enferma está esperando fuera. Don
Rúa insiste: —Resígnese a la voluntad de Dios. ¡Mucho
ánimo! A la Salesiana enferma no le hizo alusión alguna
a su mal. Preocupada su compañera por las extrañas pala-
bras del Rector Mayor, marchó después de haber advertido
a la Directora de la circunstancia. Pasaron los días y tras-
ladada a Turín, la monja sana pasó en breve tiempo al
otro mundo, después de un enfriamiento fulminante.
Corrió la voz y ya había sido confirmado por Don
Bosco, de que D. Rúa, si le viniese en gana, podría hacer
milagros. Al recorrer las biografías italianas y españolas más
importantes, nos encontramos con hechos verdaderamente
asombrosos en los que suelen registrarse datos muy con-
cretos: fechas, nombres, testigos cualificados. Rúa, según
había aprendido en su única escuela, lo atribuía inmediata-
mente al poder y favor de la Señora.
Bien puede afirmarse rotundamente que los días de
D. Rúa eran llenos, sin resquicios para la ociosidad y casi
nos atreveríamos a decir que ni para el indispensable des-
canso. Una idea constante obsesionaba su mente: la de ir
inyectando sangre joven en la Congregación. «Vuestro ojo
inteligente —escribía a los Directores de América— no de-
jará de advertir quiénes son aquellos a los que Dios ha
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señalado con la aureola de una vocación celestial. Al igual
que el diligente jardinero cuida con solicitud especial a las
tiernas plantitas que más sanas y prósperas que las demás
están llamadas a proporcionar la semilla de una nueva re-
colección, así vosotros deberéis hacer con estas almas pre-
dilectas que el Señor llama a la vida religiosa o a la carrera
eclesiástica. Soy de la opinión de que por todas partes son
muchos los llamados al servicio del altar, en un número
mayor del que se descubre; pero desgraciadamente ¡cuán-
tos se pierden por no haber sido descubiertos ni cultiva-
dos!»
Por tierras palestinas.
En marzo de 1895, D. Rúa vive unas jornadas intensas
y llenas de emoción. Por una parte la visita a lugares san-
tificados por los sufrimientos y la sangre del Redentor.
Por otra el consuelo de constatar que también en la tierra
de Jesús los Salesianos cosechan frutos y agrandan sus fron-
teras.
Como en todas partes, la gente se apiña para recibirle
y hasta es preciso bajar del vehículo para avanzar a pie
porque los que le tributan el recibimiento cordial no dejan
el camino expedito. La lluvia abundante, como bendición
del cielo, parece un regalo que el Beato llevaba consigo a
tierras resecas y ardientes.
Las casas salesianas de Palestina son por aquella fecha
tres, a las que D. Rúa bautiza como Casas de la Fe, Es-
peranza y Caridad. La segunda de ellas, a unos diez kiló-
metros de Belén, que el Rector Mayor hace a pie a pesar
del mal estado del camino, cobija bajo su techo a muchos
aspirantes. En Nazaret, D. Rúa sueña con un orfanato y
un hermoso templo. Sus sueños no tardarían mucho en
cumplirse. El templo de Jesús Adolescente surgiría en el
amable paisaje donde Cristo vivió los escondidos años de
su primera juventud.
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Peligros le acechaban en Palestina. Recorrió en diligen-
cia kilómetros de campo a través, tierras de arenilla y gui-
jarros, pantanos y hasta una vez contendría la respiración
al ver el torrente caudaloso que bajo un puentecillo ame-
nazaba con su fuerza. Los viajeros quisieron echar pie a
tierra pero no les dio tiempo porque los caballos, fustiga-
dos por el mozo, corrían sobre el frágil y estrecho puente
sin defensas. Cuando acabó el susto y suspiraron hondo,
D. Rúa comentó: —¿Qué son estos sustillos en compara-
ción con los peligros y peripecias de nuestros Misioneros?
A D. Rúa no le entendían mucho los nativos. Pero por
medio de intérprete habla a unos y a otros. D. Pablo A l -
bera, futuro Rector Mayor, acompañaba al Beato y asegura
que una noche, por las galerías altas de la casa franciscana
que les ha prestado hospitalidad, D. Rúa prolonga larga-
mente su oración mientras ellos descansan en el lecho. Esta
soledad de las horas más silenciosas, costumbre que D. Rúa
heredó del gran trabajador nocturno que fue el Fundador,
se llenan de fervor junto al Santo Sepulcro, celosamente
custodiado por los hijos de San Francisco.
Otras comunidades religiosas prestaban gustosamente
asilo al viajero. Así los Jesuitas, que siempre le trataron
con tanta deferencia, o los Hermanos de las Escuelas Cris-
tianas.
No podía alejarse de Palestina sin ocuparse en la más
preferida de sus intervenciones constantes: recibir profe-
siones, imponer la sotana a los aspirantes, y la simpática
ceremonia de la toma de hábito de la primera Salesiana
nacida en Belén, estreno riguroso que se vio circundado
por la asistencia y curiosidad de jóvenes y mayores.
A bombo y platillo.
Con palabras textuales del Beato, el año 1895 se resu-
mía de esta forma:
« E l año 1895 fue un continuo alternarse de aconteci-
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14.7 Page 137

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mientos tristes y alegres para nuestra Sociedad. En efecto,
nunca se habían abierto tantas casas; nunca se había hecho
una expedición misionera tan numerosa; nunca se había
conocido un triunfo tan grande para las Obras de D. Bosco
como el que tuvo lugar en el Congreso Salesiano de Bo-
loña; nunca habían marchado tan favorablemente los tra-
bajos de la Causa de D. Bosco. El colmo de nuestra alegría
vino a concretarse con la consagración del tercer obispo
salesiano. Pero ah, días de tan grande alegría se verían sus-
tituidos por otros bien tristes. La muerte trágica del Padre
Dalmazzo, la enfermedad y la subsiguiente muerte de Don
Antonio Sala, el desastre del Brasil, que juntamente con
nuestro queridísimo Monseñor Lasagna nos robaba otros
cinco misioneros, la pérdida del P. Unia, cuando lo creía-
mos ya fuera de todo peligro... ¡Y todo esto en un solo
año!»
Los misioneros a los que se refiere D. Rúa llegaban a
ciento siete, repartidos entre 87 salesianos y 20 Hijas de
María Auxiliadora, que marchaban a Méjico, Venezuela,
Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil,
etcétera. Expedición reina hasta la fecha. «No busquéis di-
nero», insinuaba el Rector Mayor. «Dondequiera que va-
yáis sed los buenos hijos de D. Bosco.»
El tercer obispo salesiano, Monseñor Santiago Costa-
magna, era consagrado en mayo. Quería ver a los salesianos
sin defectos y lo repetía con frecuencia. Carácter firme,
sensibilidad de compositor popular, trabajador de primera
hora, misionero lleno de actividad e iniciativa, gran palanca
para el desarrollo del Instituto de las Salesianas, sacerdote
y propagandista de prensa, al estilo del santo Fundador.
Don Rúa se sintió profundamente conmovido con esta con-
sagración episcopal que llegaba después de considerables
méritos apostólicos. D. Santiago Costamagna abrazaba y
besaba fraternalmente al Rector Mayor en tan inolvidable
ocasión.
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Pero la gran bomba de este año, cuya explosión ya re-
tumbaría en la historia inicial de la Sociedad Salesiana, fue
el primer Congreso de Cooperadores Salesianos, habido en
Boloña los días 23, 24 y 25 de abril.
A la palabra triunfo le daremos de lado por prohibitiva.
Pero D. Bosco había anunciado para estas fechas «un gran
triunfo». La moderna sensibilidad cristiana va huyendo de
toda manifestación a la que pueda enjaretársele este apelati-
vo de triunfalista. Pero aquí, como en todo, los extremos
se tocan. El exceso de oscuridad y encogimiento podría
hacer que las obras buenas que hoy tienen más necesidad
que nunca de ser vistas bajo el sol de cada día, se escon-
dieran bajo el celemín o se recluyeran en un rincón de la
Iglesia, cuando los avisados hijos de las tinieblas afilan
sus armas y sus muchas astucias...
D. Rúa sintió que la voz le temblaba al dirigirse en
aquellas sesiones solemnes a personas de tanto número y
categoría. Cuatro Cardenales y veintinueve Obispos presi-
dían el Congreso. Mañanas y tardes eran empleadas en es-
tudiar la manera de impulsar el trabajo salesiano en el
mundo, con los variados matices que su Fundador le había
otorgado. El Cardenal Mauri, dominico, se explayaba de
la forma siguiente: «No hace falta elogiar ni a la Sociedad
Salesiana ni a su Fundador. Basta con considerar sus frutos.
Atiéndase al simple programa de nuestro Congreso. Leyén-
dolo es imposible sustraerse a la variedad y amplitud del
ministerio de estos nuevos operarios evangélicos, llegados
últimamente a la viña del Señor. El salesiano es apóstol
de gentes salvajes, enfermero y consolador de pobres le-
prosos, ángel tutelar de nuestros pobres emigrantes. Pre-
dicador en el pulpito, director de conciencias en el confe-
sonario, catequista en la iglesia, en los Oratorios, en los
orfanatos. En las escuelas y colegios es maestro de toda
clase de personas, ricos y pobres, grandes y pequeños, no-
bles y plebeyos. Mientras con el magisterio, con la difusión
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de la buena prensa, promueve las ciencias, las letras, las
artes, y con celo más amoroso todavía se interesa de los
más humildes menesteres; jóvenes abandonados son trans-
formados en buenos artesanos, trabajadores, capaces, dignos
de un pueblo cristiano y civilizado. Y en tanta variedad
de ocupaciones, ¡cuánta oportunidad! ¡Qué correspondencia
con las condiciones y necesidades de los distintos sitios y
tiempos! ¡Cuántas industrias, cuántos atractivos a fin de
conseguir que su ministerio resulte amable y fructuoso!
¡Con gran sabiduría fue denominado nuestro Congreso co-
mo el Congreso de los Cooperadores Salesianos!»
Estas palabras, extractadas entre las muchas que sona-
ron en alabanza de la Sociedad en labios de eminentes per-
sonajes, son un mero índice. El Papa también mostraba su
gran complacencia uniéndose espiritualmente a las sesiones.
Cuando D. Rúa se disponía a comunicar a los Salesianos
las impresiones del triduo del Congreso, escribía esta frase:
«Os confieso que quedé confuso al ver en qué alta estima
se tiene en todas partes a los pobres Salesianos.»
Una lápida recordatoria dejaba perpetuada en Mondonio
la memoria del apostólico alumno de D. Bosco, Domingo
Savio, que en fechas posteriores sería encumbrado a la
gloria de los santos. Entre las adhesiones importantes se
recibió la notificación del futuro Benedicto X V , que de
pequeño había oído de labios maternos la narración de la
vida del jovencito, escrita por D. Bosco. Monseñor Santia-
go della Chiesa se hacía portador de la bendición papal
para aquella sencilla y al par conmovedora ceremonia.
En medio de estas alegrías que llenaban el espíritu de
D. Rúa, llegaban ramalazos de dolor para sus entrañas pa-
ternales. ¿No había escrito él que trabajaba por sus her-
manos como una madre lo hace con su hijo único? Una
catástrofe ferroviaria ocurrida en Brasil destrozaba mate-
rialmente las vidas de varios salesianos y salesianas, entre
ellos Monseñor Lasagna, que viajaba decidido a fundar dos
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colegios femeninos y una escuela agrícola. La tristeza pro-
funda de estas pérdidas se une a la desaparición del após-
tol de los leprosos de Agua de Dios, en Colombia, Don
Miguel Unia. Son nombres que la historia de la Sociedad
recogería con letras de oro en sus anales. A los actuales
continuadores del espíritu de D. Bosco deberían ofrecer su
lección de entrega a la causa del Evangelio desplegada en
circunstancia muchas veces heroica, audaz, temeraria...
Buenas espaldas.
Más adelante, el lector bien dotado de paciencia podrá
comprobar qué clase de infundios caerían calumniosamente
sobre el Sucesor de D. Bosco y sus hermanos en Congre-
gación. Para aquellos duros golpes parece que la Providen-
cia le fue preparando con otros también muy dolorosos.
No eran solamente personas queridas que iban desapa-
reciendo después de una admirable plana de servicios, como
D. Antonio Sala, Ecónomo bajo cuya dirección se habían
levantado preciosas obras dentro de Italia y fuera de ella;
o como el joven Andrés Beltrami, mártir durante siete años,
dechado de grandes virtudes, autor de libros dedicados a la
juventud, que hizo del sufrimiento su verdadera alegría y
ya va camino de los altares. En el Ecuador los Salesianos
eran maltratados y expulsados, debiendo soportar cerca de
treinta días y noches de sufrimientos a través de bosques
intransitables, pantanos y ríos. Uno de ellos moría exhausto.
Tampoco en Bolivia o en Chile iban bien las cosas. Se
producían expulsiones, malos tratos, injustas acusaciones
políticas. Y en la Patagonia, un viento lleno de violencia
agigantaba el incendio que convirtió en cenizas la iglesia
y el complejo levantado por Salesianos e Hijas de María
Auxiliadora, que tuvieron que improvisar alojamientos sin
que los ciento sesenta indios que se beneficiaban de la
Misión se alejaran de su residencia.
En medio de tales dificultades, D. Rúa recordaba —y
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se conmemoró públicamente— que habían pasado cincuenta
años a partir de aquella fecha en la que un joven sacerdote,
acompañado de su madre, llegaba a Turín sin más tesoro
que una increíble fe en la Providencia. Apenas un brevia-
rio, un reloj, un cesto de ropa blanca. En noviembre de
1846, Margarita abandonaba su casita de I Becchi para
convertirse en ángel tutelar de una empresa a los ojos
humanos descabellada y loca... Los «birichini» de su hijo
Juan Bosco llegarían un día no muy lejano a conocer su
nombre y bendecir su memoria por todos los ángulos del
mundo.
Indudablemente el recuerdo de esta total pobreza del
Fundador, de esta audacia propia de santos que siempre
rompen moldes, aupaba el espíritu del Beato Rúa, acribi-
llado de dolores inevitables...
Recomendaba en sus comunicaciones escritas que se tu-
viese en cuenta con cuánto sacrificio muchos de los bien-
hechores contribuían económicamente al sostenimiento de
las obras. Austeridad por tanto en el vestido, en los viajes,
en el alimento. Ha sido decenas de veces editada la ya
famosa circular de D. Rúa sobre la pobreza, de la que fue
dechado escrupuloso. Una pobreza que no sólo anidaba
en su corazón, sino que descaradamente se manifestaba en
innumerables detalles que saltaban a la vista. Pocas veces
un cargo tan brillante, tan relacionado con personas de alto
nivel, presentaría en la historia de la Congregación un as-
pecto de tal sencillez evangélica, lejanísima del relumbrón
y de cuanto a ostentación pudiera tener visos...
Se acercaba un acontecimiento importante: la fecha en
que D. Rúa había de ser reelegido como Rector Mayor o
sustituido por otro candidato. Los años que precedieron a
esta fecha, se mantuvo algo alejado de largos viajes, con-
solidando cimientos sin los que no se podría caminar ex-
peditamente.
Cumplía sesenta años en 1897. Todavía el Instituto de
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las Hijas de María Auxiliadora, sano y salvo durante vein-
ticinco años, no estaba oficialmente aprobado por la Santa
Sede y crecía a la sombra y bajo la dependencia de la
Congregación Salesiana. D. Rúa trabajaría eficazmente en
este sentido.
Nada le preocupaba tanto como la suerte de las per-
sonas, de los miembros de la Sociedad, infinitamente más
importantes que los muros de los colegios y orfanatos. Por
eso apenas llegaba a su conocimiento algo que desdoraba
la fama de la Congregación, como ocurriera injustamente
en tierras ecuatorianas, no cejaba en lo posible hasta de-
volver el prestigio y el honor a los suyos.
Esta preocupación, amasada de caridad, le hacía expre-
sarse en estos términos: »No puedo llamar verdadero celo
el de un religioso o sacerdote que se contentase con ins-
truir y educar a los jóvenes de su colegio y no tratase de
facilitar el camino hacia el Santuario a quienes dan señales
de vocación y suelen ser los mejores»...
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MIGUEL RÚA Y LOS PRIVILEGIOS
Por primera vez en la historia de la Congregación Sa-
lesiana supimos de un gesto lleno de humildad al que asis-
tieron conmovidos los Capitulares llegados de todas las par-
tes del mundo: D. Renato Ziggiotti, quinto Sucesor de
D. Bosco, fornido Capitán de Artillería de la primera gue-
rra mundial, recibía la bendición del sexto, D. Luis Ricceri,
después de haber pedido a la asamblea que pensara en un
hombre nuevo, joven, lleno de cualidades como lo exigían
los tiempos, y que le fuera permitido retirarse donde su
presencia y su actividad pudieran todavía ser útiles.
Exactamente igual pretendía D. Rúa en el año 1898.
Pero las cosas no saldrían a su gusto. Se reunían 217 elec-
tores. Había que renovar el Consejo Superior y por deseo
del Beato, aunque no cumplía los doce años de Rector
Mayor, buscar un nuevo Superior General evitando con
esta coincidencia nuevos trastornos y molestias posteriores.
Duraron escasos días los trabajos de los componentes de
aquel V I I I Capítulo General. Las votaciones corrieron co-
mo la seda. Algo impresionante llenó de muda expectación
el ambiente: D. Rúa hizo leer una comunicación por la
que pedía a la asamblea le dejasen retirarse donde se cre-
yera oportuno y fuese elegido un salesiano joven, de buen
aguante, para los trabajos que la Congregación reservaba
para años posteriores. La votación cae abrumadoramente
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sobre el Beato, que ha de volver al sillón presidencial,
del que se había alejado durante la ceremonia. Alguno
toma muy en serio las recomendaciones de D. Rúa y da
el voto a D. José Bertello, figura sobresaliente de la So-
ciedad por entonces; un salesiano de la extrema Patagonia,
no se sabe si por veneración asombrosa o por asombroso
despiste, concede su voto a D. Bosco; D. Rúa presta su
confianza al futuro Delegado Apostólico de Centroamérica,
D. Juan Marenco. Pero los 213 votantes empeñados en
que D. Rúa siguiese mandando la nave constituyeron una
mayoría contra la que no hubo apelación posible.
El primer Sucesor escribía explicando el hecho: « L a ca-
ridad, la concordia, el deseo de la gloria de Dios y el bien
de la Congregación fueron los que impulsaron todas las
jugadas. Por mi parte puedo aseguraros que la casi unani-
midad, con la que se me quiso reelegir, a pesar de mi
poquedad, me convence cada vez más de vuestra venera-
ción por nuestro amadísimo Fundador D. Bosco, que me
había elegido su Vicario en los últimos años de su vida,
así como de vuestro afecto al Vicario de Cristo que se
dignó inmediatamente después de la muerte suya designar-
me como Sucesor. Esta vuestra confianza me anima siem-
pre más a ocuparme con coraje del bien de la Congregación.»
Pablo V I , recordando últimamente su elección como
Vicario de Cristo, hablaba del verdadero privilegio del
Papa: «amas me plus his?» ¿Me amas más que éstos?,
preguntaba certeramente el Señor a su primer Vicario. El
pasaje de Juan X X I , 15, venía espléndidamente comentado
por el Papa Montini. La conclusión que él se hacía era
que caridad y autoridad llegan a ser una misma cosa.
He aquí el único y verdadero privilegio de D. Rúa:
amar más que los demás al Fundador, estar a su lado con
todas las consecuencias. Esta palanca será la que potenciará
una vez más los últimos años de su existencia, plenos de
actividad y buen espíritu.
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15.5 Page 145

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En 1898 se celebraba el primer decenio de la muerte
del Fundador. A los diez años de tan tremenda pérdida,
lo mejor de la Congregación insistía en aceptar y amar
a D . Rúa.
Se preparaban manifestaciones en honor del Santo. El
Director de un importante periódico italiano lanza la idea
de crear un Comité Internacional que levante una obra
de gran relieve en honor de D. Bosco. D. Rúa manifiesta
su agradecimiento, dando viabilidad a la idea pero ponien-
do sus reparos: «que todo se concentre en conmemorar el
decenio de la muerte de D. Bosco y no el decenio del
cargo de su Sucesor. Nosotros no sabemos más que reco-
ger lo que D. Bosco ha sembrado con tantos sudores».
Sabía D. Rúa que las espinas seguirían apareciendo en
su camino y así lo expresaba por escrito. Pero el alivio
seguiría siendo la floración de los nuevos brotes. Provin-
ciales de Argentina, Chile, Brasil, Perú, Roma, Londres,
abrían casas de formación a las que D. Rúa llamaba «giar-
dini di elettissimi fiori». «No olvidemos nunca que este
es el medio más eficaz para asegurar a nuestra Sociedad
una perenne juventud.»
La afluencia de gente que llegaba a;Turín en este año
a causa de varias conmemoraciones centenarias que ya se
venían preparando desde 1895, aprovechaba la ocasión para
visitar la Basílica de María Auxiliadora y Jas habitaciones
del Fundador en un número incalculable.
En septiembre se levantaba un monumento al Funda-
dor en Castelnuovo D. Bosco. Se encontraban presentes
Monseñor Cagliero y numerosos obispos, a los que hacían
apretado acompañamiento miles de personas representati-
vas de asociaciones y corporaciones del Piamonte y otras
regiones italianas. D. Bosco aparecía en la escultura acom-
pañado de dos jovencitos, uno europeo, el otro de lejanas
tierras. Los actos revistieron una emoción sobre la que
aleteaba algo sobrenatural. La visita a los lugares humildes
— 155 —

15.6 Page 146

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donde el pastorcillo de los prados había vivido su pobre
infancia se culminó con una celebración eucarística, de ré-
quiem, tras la que Esteban Scala, impulsor del Homenaje
Internacional a D. Bosco, comparaba el esplendor vigente
de la Obra con la pobreza de sus comienzos, signo evidente
de la protección celestial. No pudo faltar un recuerdo es-
pecialmente lleno de ternura para Mamá Margarita, la ma-
dre del santo Fundador.
No era regalo de despreciar el que hacía la Congrega-
ción al llorado Padre y Fundador: ciento treinta misioneros,
entre Salesianos e Hijas de María Auxiliadora, tomaban
sus maletines viajeros camino de lo desconocido. Seguro
que el Santo, desde sus sagradas cenizas, aprobaba tanta
generosidad a los diez años de su tránsito.
La Congregación, en diez años, a partir de 1888, había
cuadruplicado sus miembros y las fundaciones recibían un
frenazo que no sólo era recomendado por el Papa, sino
que se originaba en el seno mismo de la Sociedad, necesitada
de formar a conciencia sus nuevas vocaciones.
León X I I I recibía al reelegido Sucesor de D . Bosco
manifestando su personal alegría por el acontecimiento del
Octavo Capítulo General.
En un trozo de papel que conservaría hasta el final
de sus días, D. Rúa anotaba entre otras cosas:
«1898. ¿Te hicieron Rector?
Humildad. Amabilidad. Sé entre ellos como uno de
ellos. Caridad solícita para proveer de lo necesario material
y espiritualmente. Trata con prudencia y serenidad los asun-
tos de nuestra Congregación.»
¿Qué se concedía personalmente a sí mismo que no
estuviese en la línea de lo común y accesible a todos? Pues-
tos a observar sus pasos, desde que la luz de la aurora
ilumina el nuevo día hasta que el silencio sagrado de en-
tonces dejaba mudas todas las lenguas, un buen abogado
del diablo poco tendría que anotar en su agenda de culpas.
— 156 —

15.7 Page 147

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Austero en la mesa, privado del más necesario des-
canso, huidizo apenas la menor comodidad pretendía ave-
cinársele, viajero de tremendas incomodidades que no con-
sentía visitar lugares cercanos de su trayecto por la simple
razón de que los demás Salesianos no podían permitirse
aquellos lujos de turistas, puntual y edificante en la ora-
ción, escrupuloso en la letra de las Reglas, sereno y pru-
dente en las gordas situaciones que plantea el enemigo,
anonadado, abnegado, olvidado de sí, humilde como la pro-
pia tierra, hombre de escasas palabras y admirables reali-
dades, exquisito en el trato y tenaz en sus buenos propósi-
tos, ¿quién pescaría una mota, una pequeña mancha en la
conducta de este auténtico asceta? Se explica fácilmente
que algunos, al considerar el curriculum de D. Rúa, topasen
con una virtud tan recia que les causaba miedo. Ya dijimos
que tenía anchas espaldas el primer Sucesor de D. Bosco
y habrá que añadir que es muy posible, como lo prueba
alguna anécdota que señalaremos muy pronto, que esas
espaldas conociesen el castigo físico de los azotes secretos,
al modo de los antiguos monjes.
¿Quién podría demostrar que D. Rúa ejerció la autori-
dad como privilegio? ¿Quién podría señalarlo con el índice
y decirle: «aprovechao»? No se encuentra en la relación
de hechos que componen su vida un solo signo de debili-
dad en este sentido, de concesión al bienestar y al privilegio.
Solamente los buenos, los intachables, los humildes, los sen-
cillos y prudentes a un tiempo como lo exige el Evangelio,
deberían mandar, esto es, servir a los demás. No servirse
a sí mismo de los demás. ¿Quién desea hoy ponerse al
frente de una Comunidad? Sabe de cierto que le espera un
áspero senderillo en el que no apañan alfombras. Sabe que
ha de echar mano de la más exquisita caridad para hacer
ver lo que hay que hacer entre todos, no como imposición
del propio criterio, sino como interpretación comunitaria
de las Constituciones, de la voluntad de la Iglesia, de la
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15.8 Page 148

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conciencia colectiva empeñada en una misión complicada
pero hermosa.
La anécdota es reciente, está fresquita.
D. Luis Ricceri comunicaba en julio del 72 sus sen-
timientos al abandonar los entrañables lugares salesianos
para asentarse definitivamente en Roma, junto con los
miembros del Consejo Superior. «Sonó preso da viva, pro-
fonda commozione». Antes habían sido recibidos por Pa-
blo VI en la «inmensa Aula delle Audienze». Se integraban
a una masa de visitantes y peregrinos de todo el mundo
que no querían abandonar la legendaria ciudad sin escuchar
antes la palabra del Papa. En primera fila, el alto mando
de los salesianos pudo escuchar de labios del Pontífice su
propia satisfacción al verles entre el pueblo, porque «i Sa-
lesiani per vocazione preferiscono essere con e per il popólo,
per il quale lavorano».
Por vocación D. Rúa prefirió siempre integrarse en
lo común, en primera fila por elección masiva pero entre
todos, sin echar mano de atribuciones que podrían ser acep-
tadas, dada la situación en que D. Rúa se encontró la
mayoría de los años maduros de su vida.
Parecería confeccionado a su propia medida el sonoro
y enjundioso párrafo que rozando este tema escribió en
su «Discurso del Padrenuestro» el P. Cabodevilla al refe-
rirse a nuevas formas de autoridad más fraternales. Una
evolución previsible y ya actual en muchos ambientes, que
va «de la cátedra magisterial a la mesa redonda, del anate-
ma a la discusión, de la desconfianza en los hombres a una
confianza cada día mayor, de la excomunión a la comunión
en el dolor, de la amonestación a la exhortación, de la
exhortación a la consulta, de la ejecución a la colaboración,
del silencio al diálogo, de la maldición a la plegaria y de
la bendición al abrazo, del báculo a la cruz, de la intole-
rancia a la paciencia, del trono del altar a la mesa del
altar, del poder coercitivo a la dirección en espíritu, de
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15.9 Page 149

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la dirección a la búsqueda en común, de la estrechez a la
apertura y de la rutina a la inventiva, del escudo de armas
al saludo de la paz».
Buen puñado de vocablos, cargados de sentido, que en-
tran por la puerta grande en la línea de conducta, como
Superior, de nuestro biografiado: confianza, abrazo, plega-
ria, cruz, paciencia, saludo de la paz...
Quienes gusten analizar los motivos y el trayecto que
dio a su autoridad encontrarán una pureza de intención
que asombra. Jamás buscando sus propios intereses, el triun-
fo de su criterio o el quedar bien ante la gente. Siempre
procurando bienes para todos, expansión para la obra con-
fiada por D. Bosco a sus manos rectoras, complacencia a
la Jerarquía, atención a los más necesitados y sobre todo
ello exquisita dedicación a los problemas particulares y
generales de sus Salesianos.
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15.10 Page 150

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MIGUEL RÚA Y SUS COSAS...
Todos las tenemos. Todo el mundo las tiene...
Son pequeños caprichos de cada día que a veces pueden
adquirir categoría maniática: comulgar en último lugar, no
abandonar un determinado rinconcillo al que se le tiene
especial cariño, afeitarse de una forma invariable, cumplir
ciertos extraños ritos que a nadie consentiríamos analizar,
temores infundados, miedos secretos, silencios que velan
sentimientos que nadie compartirá.
Nos consuela torpemente, por cuanto desvelan a todas
luces su condición humana, ciertos defectillos que sabemos
tuvieron los santos. Cuando nos enteramos de que el Pa-
triarca de Venecia, el futuro Papa Sarto, era amante de
pipar o jugarse unas buenas partidas con los amigos o que
alguna vez arreó un buen guantazo, quedamos convencidos
de que era uno de los nuestros y que con nuestro mismo
paño pudo ir tejiendo en su alma las maravillas de la
santidad.
Quizás en la táctica meticulosa de D. Rúa podamos
encontrar unos puntillos de exageración, de seriedad, de
fidelidad a ultranza a las Reglas. Hoy nos chocan y amila-
nan un poco. La reacción equivocada por nuestra parte sería
la del desprecio y la risa que viene de vuelta... La espiri-
tualidad va conformándose con los tiempos. Los matices
cambian pero la intención y el perfume de las obras siempre
nacen del hondón del alma.
— 161 —
n

16 Pages 151-160

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16.1 Page 151

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Indios borrachínes.
Se celebró en Turín una gran Exposición de Arte Sacro
y Misiones Extranjeras. La presencia salesiana no pudo evi-
tarse. Nada menos que desde las remotas selvas brasileñas
llegaba D. Balzola acompañado de ejemplares vivientes que
constituirían un atractivo singular para los visitantes.
Aquel signo de ambiente misionero salesiano lo for-
maban tres chicos que no entendían ni jota de italiano y
que no hicieron tampoco el mínimo esfuerzo por conse-
guirlo. Así, pues, en silencio constante recibían los obse-
quios que de vez en cuando ponían en sus manos los cu-
riosos.
Mientras se dirigían a Valsalice uno de aquellos días,
los tres indios entraron en un bar y empinaron el codo
más de lo corriente. Cuando llegaron al Seminario irrum-
pieron en el comedor de los Salesianos en actitud salvaje,
furiosos, como desbocados. Saltaban sobre mesas y sillas
y los comensales se dispusieron asustados a despejar el
local. Solamente D. Rúa permaneció inmóvil, mirando fi-
jamente a los tres saltimbanquis. Esta actitud les amedrantó
y pacificó poco a poco hasta que pudieron ser atendidos
debidamente por el P. Balzola, que los había tratado y
entendido mejor.
Y no es que D. Rúa matase con la mirada, a la manera
del basilisco, el fabuloso animal mitad gallo y mitad ser-
piente; no sería justo atribuir esta severidad de expresión
a quien repartió el bien a manos llenas y era acogido con
tanta alegría por todas partes por su humildad y sencillez.
D. Rúa y los animalitos.
Es lógico figurarse que quien tanta finura de alma po-
seía, tanta sensibilidad para tomar la temperatura que al-
canzan determinados dolores, guardase siquiera un rincon-
cillo cariñoso para los animales. No podemos afirmar que
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16.2 Page 152

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se entretuviese en acariciar gatitos pero sí que alguna vez
llamó bondadosamente la atención a quien se permitía ma-
los tratos para con estos seres que llenan nuestro mundo
de belleza, variedad y ventajas de todo tipo.
Bondad para los animales, hoy aconsejada por medios
masivos, y que nos enlazan con siglos medievales y almas
de santidad encumbrada.
El hecho lo registra Amadei con muchos detalles. Se
trata de una invasión de hormigas negras y rojas que la
emprendieron con el arroz, el azúcar, la fruta, el queso, de
una despensa monjil. D. Rúa estaba muy cerca de la muerte
pero lleno de ánimo y enérgico en su cargo.
La sacristana buscó ese librito negro y rojo en el que
se recogían bendiciones para todos los gustos. No lo trajo
a manos del Beato porque no daba con él por ningún sitio.
Bastó, según nos cuenta la propia Hija de María Auxilia-
dora, con que D. Rúa se echase sobre el muro, por el
que avanzaba la hilera destructora... Preguntó si había algún
sitio al que se pudiera conducir aquel auténtico ejército
de hormigas. Cuando se le indicó la viña, eso bastó, ase-
gurándose de que se le adelantaran algunos desperdicios de
fruta. Quedaron las monjas boquiabiertas cuando se cons-
tató que no sólo las hormigas se batían en retirada, sino
que nunca más volvieron a asaltar sus dominios.
«También los animales son criaturas de Dios», afirmaba.
No es que recomendase él tener animales en casa, pero de
tenerlos, aconsejaba, es preciso proporcionarles todo lo ne-
cesario para que su existencia junto a nosotros se les haga
grata y no continuamente erizada de molestias.
Bajo el chaparrón.
Salía a la luz, como una bomba que prometía incendiar
muchos rastrojos, la encíclica de León X I I I «Rerum No-
varum». La simpatía de D. Bosco, heredada por su primer
Sucesor, hacia el mundo obrero, constituyó siempre nota
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16.3 Page 153

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esencial de su espíritu. Por eso la amistad y mutuo enten-
dimiento entre el Beato y León Harmel, dirigente de obre-
ros franceses católicos, fue constante. Trenes de miles de
peregrinos pasaban por Turín en aquel 1891 haciendo su
parada obligada en Turín camino del Vaticano para expresar
al Papa su homenaje agradecido. Allí les acogía siempre
bondadosamente D. Rúa, acompañado de Salesianos de car-
gos importantes en la Congregación. Los siete trenes que
abarrotaban cuatro mil obreros franceses vaciaron su hu-
mana mercancía en Valsalice, junto a la tumba del Fun-
dador. ¿Cómo no dedicar un emocionado recuerdo al pio-
nero de los aprendices? La comida, para la que no existían
locales suficientemente extensos, se sirvió en el patio, bajo
la arboleda, con D. Rúa al frente, que no dejó pasar la
ocasión para desahogar su corazón en un francés muy inte-
ligible y expedito.
No se crea que preparar mesas al aire libre había sido
cosa muy fácil. Un cielo encapotado, borrascoso, aguaba la
fiesta con su lluvia pertinaz. Bajo un pequeño pórtico de
madera de la vieja capilla de Valsalice, D. Rúa contempla-
ba contrariado la situación atmosférica. Se quitó el bonete,
invitó a sus acompañantes a rezar fervorosamente y no
tardó mucho en alejarse el agua, dando paso a un cielo
totalmente sereno. D. Rúa, cuenta el biógrafo, mirando
hacia arriba exclamaba: qué bueno es el Señor, fijaros.
El poder de un Avemaria.
D. Rúa daba concretos consejos para ejercer la autori-
dad: «calma, buenas maneras y sobre todo oración». «Ga-
narse el corazón de los hombres», decía siempre, y lo lle-
vaba fielmente a la práctica.
En una ocasión hubo necesidad de destacar un sale-
siano que conociese bien la lengua inglesa a la ciudad de
New York. Pasó por Turín un salesiano inglés al que abor-
dó D. Rúa pensando haber encontrado solución inmediata.
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16.4 Page 154

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Pero el hueso fue duro de roer. Comenzó el diálogo que
sobrepasó la hora sin que se produjera acuerdo alguno.
Lo dejaron para después de la cena, mediando así un tiem-
po suficiente para que el posible viajero meditase su de-
terminación. Esta, después del tiempo convenido, continuó
cerrada en la negativa. La decisión de D. Rúa, como última
instancia, consistió en entrar por la sacristía al Santuario
de María Auxiliadora, a esas horas ya cerrado con llave,
y rezar un Avemaria.
Apenas salió de su escondite, se produjo el suspirado
sí por parte del inglés. Estaría dos años en Norteamérica
y luego volvería.
Fíjate cómo puede un Avemaria, terminaba el Rector
Mayor.
Situaciones difíciles de solucionar como ésta y aún
mucho más comprometidas, no faltaron en la vida del P r i -
mer Sucesor de D. Bosco. Podemos recordar la sentencia
escueta pero profunda que dio a un Director recientemente
nombrado que le suplicaba algún consejo para tener siem-
pre en cuenta. «Quotidie moriar», fue la salida del Beato.
Morir cada día un poco en el uso del propio criterio, de la
comodidad personal, del propio tiempo, de todo cuanto no
acerca la fisonomía del Superior a aquella del Maestro que
una tarde se ceñía una toalla y se abajaba a humildes me-
nesteres con sus discípulos.
«Moscas vulgares».
Es Antonio Machado quien buscó para ellas adjetivos
definitivos: «moscas vulgares, familiares, golosas, voraces,
pertinaces, divertidas»... Un poeta de tan sutiles vuelos
descendió un día a cantar la vida de estos dípteros, que,
según él, ni trabajan como las abejas ni brillan como las
mariposas, moscas de la aborrecida escuela, moscas de la
juventud dorada, moscas de todas las horas, que posaron
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16.5 Page 155

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sobre el libro cerrado, sobre el juguete encantado, sobre
la carta de amor, sobre los párpados de los muertos.
D. Rúa, con sus ojos enrojecidos e inflamados, con sus
párpados enfermos, soportó más de una vez y a la vista
de todos la tremenda molestia de esas moscas que dan la
paliza sin tregua. Permanecía como una estatua repartiendo
comuniones sin tratar de presentarles guerra, como dicen
hacía San Francisco de Sales tratándose de su solemne cal-
vatrueno. A veces pasó por la enfermería para ver la forma
de aliviar sus ojos cansados y enfermos y poder agotar las
últimas horas de trabajo a la luz del gas macilento. D o n
Francisco Piccollo afirmaba que «su vida fue toda de sa-
crificio, trabajo y oración; y aunque por naturaleza fuese
dado al rigor, a base de esfuerzo llegó a convertirse en un
modelo de bondad y dulzura, sobre todo cuando fue elegido
para suceder a D. Bosco. Mientras la heroicidad de su
espíritu de sacrificio aterraba a quien se le acercaba, se
portaba con todos con una dulzura y bondad imposible
de describir».
Quizás sea una de las notas más sobresalientes de la
espiritualidad del Beato este ascetismo continuado de toda
su vida.
Muchas moscas, de las vulgares de cada día, y otras
muchas moscas que aparecen en la vida del hombre sobre
la tierra, abordaron y pincharon la paciencia de D. Rúa,
que siempre salía vencedora. Pero no bastaron las molestias
que el cielo ponía en su camino. El buscó por su cuenta
otras muchas con las que castigó los posibles malos brotes
de su naturaleza.
«La santidad de D. Miguel Rúa me da miedo», excla-
maba Monseñor Costamagna. «Se trata de algo extraordi-
nario, imposible de imitar.»
Ahora puedo recordar el susto morrocotudo que me dio
en una capillita conventual sevillana aquel salesiano tan
amante de las Letras, tan estudioso de nuestra historia,
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16.6 Page 156

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que fue D. Francisco de la Hoz. Al llegar a las tres ave-
marias que se solían rezar entonces al final del sacrificio, se
derrumbó pesadamente sobre el suelo. El revuelo monjil
se produjo enseguida y fueron necesarias muchas manos
para poder trasladarle a la sacristía. Allí, y una vez re-
puesto de su patatús, D. Francisco pedía «una taza de
nada», cuando la solicitud de las religiosas quería aliviar
el flato con algo caliente. Luego he sabido que la frase la
habían repetido otros muchos salesianos habituados a pocos
melindres y que partía del mismo Beato Miguel Rúa. T o -
maré una taza de nada, repetía cuando iba de visita o se
le ofrecía algún refresco.
Por la mañana, el frugal desayuno nos recuerda un
poco el moderno Cola-Cao. Agua caliente en una taza y
alguna cucharada de chocolate o algo parecido con lo que
el color se alegraba y el sabor a agua, hoy tan cotizado
y recomendado, cobraba algún aliciente. Nunca azúcar. «Du-
rante más de treinta años, dice D. Julio Barberis, me senté
a la mesa con él y si dijera que una sola vez se dejó do-
minar por la gula sé que mentiría.» D. Rúa bebía vino
aguado, tomaba alimentos comunes, los que todos tenían
delante, jamás consentía distinciones en este campo como
en ningún otro.
Alguna secreta fuerza motriz empujaba cada día al pri-
mer trabajador de la Congregación. Más de una vez, afei-
tándole el peluquero, D. Rúa pedía permiso para echar un
sueñecillo rápido, agotado como estaba. Apenas recibida
respuesta afirmativa, se quedaba atornillado al asiento de
forma que el operario le levantaba la cabeza como si se
tratase de un muerto.
Palabras a tiempo.
E r a silencioso, más dispuesto a escuchar que a largar
parrafadas.
Parece que es signo de hombres sabios. Pero a la vista
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16.7 Page 157

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tenemos páginas anecdóticas en las que aparece decidido a
la hora de cortar por lo sano.
Al salir un día del Oratorio vio en un ángulo del patio
a un chico inmóvil, en actitud de castigo. Pronto hizo de
forma que el joven salesiano que había dispuesto la sanción
se le acercase.
— M i r a , déjame que salga y luego te llegas a ese chico
que está de rodillas, le haces levantar y le perdonas. Haz
de forma que él vea que quien le levanta el castigo es
quien se lo ha puesto. Cuida de no repetir estas cosas, ya
que D. Bosco no quería que se castigase de esta forma a
los alumnos.
En otra ocasión, tratándose de días consagrados a Ejer-
cicios Espirituales, entró en una capilla de un colegio mien-
tras los alumnos escuchaban atentamente al predicador. El
tema era delicado y a D. Rúa, recogido silenciosamente al
fondo, no le pareció prudente aquella forma de hablar. Se
levantó pronto, comenzó a andar pasito a paso hasta llegar
al sitio donde se encontraba el sacerdote. Pidió diplomáti-
camente permiso para dirigir unas palabras a los chicos y
recogió en un resumen el argumento que se trataba, mien-
tras el predicador, entendiendo el gesto, se dirigía a la sa-
cristía. Por confesión propia del interesado sabemos que no
le sentó mal la intervención del Superior, que a pesar de
actuar decididamente siempre encontraba las formas suaves
y rehuía la altanería.
Había hecho acopio de ciertos estribillos muy familiares
a D. Bosco. ¡Animo! ¡Siempre contento! ¡Somos amigos!
¡El Señor te bendiga!
Hasta sus últimos años fue ameno charlista tratándose
de los muchachos. Aconsejaba que la palabra dirigida a la
juventud ha de adornarse de atractivos, de hechos concre-
tos, aleccionadores, capaces de sostener la imaginación en
la dirección que desea el orador. En el patio, rodeado de
chicos, era frecuente verle pronunciar misteriosas palabras
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16.8 Page 158

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al oído de unos y otros que con frecuencia quedaban ma-
ravillados, pensativos e incluso avergonzados de algo que
desvelaba su estado interior.
Probablemente, aprovechando la ocasión que la pintan
calva, alguna pluma salesianá se entretendrá en hacer un
estudio del epistolario ruano. Su Beatificación brinda inme-
jorable oportunidad. Muchas de sus cartas las contestaba
en casa de algún amigo o bienhechor, como hiciera también
el fundador, en horas de silencio y retirado en alguna ha-
bitación a donde no llegase el continuo requerimiento de
unos y otros. También se sirvió de secretarios, que jamás
supieron el destino de las cartas que les eran dictadas por-
que el Beato se preocupaba de escribir personalmente las
direcciones o de echar mano de especiales trucos que de-
jaban a salvo el secreto.
Alguna vez el remitente no se contentaba con el trabajo
del secretario, sino que pedía la propia letra de D. Rúa.
Así solicitaba una salesianá que recibió estas breves líneas:
«Quiere usted un escrito de mi propia mano. Aquí lo tiene.
Sea usted muy observante de la Santa Regla. ¿Está ahora
contenta? Bien. Cada vez que lea esta nota rece un Avema-
ria por el pobre D. Rúa.»
Los detalles de D. Rúa.
Estos gestos aparentemente insignificantes, gestos que
siempre nos llaman la atención por lo que tienen de insó-
litos, son frecuentes en la vida del Beato.
Gestos de sencillez y humildad.
En una visita hecha en Roma a la casa que se encon-
traba en la «Via Marghera» le recibió una monja que no
le conocía.
¿A quién presento, Padre?
—Dígale a la Madre Eulalia que aquí está un salesiano.
Entró ésta en la sala de recibir y al ver a D. Rúa quedó
sorprendida de su forma de anunciarse. Sonó la campana
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16.9 Page 159

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y se armó el consiguiente revuelo, como siempre inspirado
por una sincera alegría.
Gestos de caridad exquisita.
Testigo D. Bonelli. Un día, al llegar al comedor, en-
contró un papelito con letra del Beato. Corría la Cuaresma.
El texto decía: «Sé que comes de vigilia. Es preciso que
tomes algo con grasa. Sac. Miguel Rúa.»
«No te preocupes —decía a un Inspector-Provincial—
por esas excepciones que has de hacer para llevar adelante
el tratamiento/Nadie se escandaliza por ello, antes al con-
trario esta actitud hace amar la Congregación enseñándonos
cómo en casos de necesidad ella sabe hacer las necesarias
excepciones a la Regla.»
Un día de invierno acudió al pobrecito cuarto del Beato
un salesiano de hermosa calvicie. D. Rúa era amante de
hacer paseos a pie y no era raro verle depositar en manos
de un mendigo el importe del transporte que debía ha-
berle hecho más corto el camino. Trayecto que tampoco
dejaba de ofrecer ocasión para repasar algunos papeles, al-
guna correspondencia o echar un vistazo a algún asunto
pendiente. Pero esta vez el paseo sería por la habitación.
La charla con el visitante avanzaba mientras de un lado
para otro intentaban quitarse el frío. Con frecuencia D. Rúa
notaba que su interlocutor se echaba mano a la calva. Este
contestó por fin a la demanda del Superior, confesándole
que le dolía bastante la cabeza, probablemente por el frío
que sentía en la calva. De un cajón sacó D. Rúa un gorrito
de negro terciopelo que inmediatamente fue a parar a la
cabeza de su amigo. El gorrito quedó como una reliquia
en manos del consultante, que con señales inequívocas de
agradecimiento ha escrito el hecho en apariencias insigni-
ficante.
Gestos de soberano aguante.
No siempre rodaban las cosas a gusto del Rector Mayor.
Esta vez le salió la criada respondona. Un director, de edad
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16.10 Page 160

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madura, le hizo frente con palabras insultantes y encendi-
das mientras D. Rúa trataba con amabilidad de hacerle ver
ciertas cosas que no iban bien. Se vio sorprendido el Su-
perior por aquella actitud arrogante y no encontró más fácil
solución que aguantar la tormenta en silencio. Cuando acabó
el orador, los ojos de D. Rúa estaban llenos de lágrimas.
— S i tienes algo que decir todavía no te lo calles. Lo
importante es que recobres la tranquilidad.
El discurseador vio que se le venía el alma a los pies
y por todos los medios se deshizo en excusas. El perdón
estaba de antemano concedido.
Exageraciones en torno al Beato.
Manuel Díaz Ledo ha traducido así esta importante
reseña que en su interesante libro reciente consigna el Padre
Adolfo L'Arco:
«Dos expresiones, preferidas por D. Bosco, pero alte-
radas y tergiversadas después, han contribuido a falsear la
figura de D. Rúa. El proceso ha registrado una rectificación
suficientemente demostrativa. D. Lemoyne cuenta el siguien-
te episodio.
D. Bosco dijo un día al Prefecto del Oratorio con toda
seriedad:
—Amigo mío, hazme caso: hazte comerciante de aceite.
—¿Comerciante de aceite? —respondió atónito el Pre-
fecto.
—Sí, comerciante de aceite.
—Pero, D. Bosco, un religioso...
—Precisamente. ¿O acaso no eres tú el Prefecto y como
tal encargado de los arreglos y reparaciones que se presen-
tan en el Oratorio? Y me parece haber oído rechinar algu-
nas cerraduras y un poco de aceite en ellas lo arreglaría
todo...
—Pero no veo la razón...
—Y además —respondió D. Bosco con dulce sonrisa,
— 171 —

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17.1 Page 161

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pronunciando distintamente sus palabras— y además... tus
subordinados rechinan de una manera... Al tratarlos no
olvides que eres un comerciante de aceites.
Y hasta aquí la narración es simpáticamente fiel. Pero
concluye con estas tres palabras equívocas: D. Rúa com-
prendió.
El buen D. Rúa no comprendió absolutamente nada por
la sencilla razón de que aquellas palabras no habían sido
pronunciadas ni para él ni por él.
El proceso rectifica de la siguiente manera: « E l histo-
riador cambió el nombre del Prefecto D. Marchisio por el
del Prefecto D. Rúa, porque así se había formado la tradi-
ción, y el Siervo de Dios había callado, porque, cuidadoso
como era de alejar de sí toda alabanza, habitualmente ca-
llaba cuando injustificadamente le hacían alguna censura.
El Proceso refiere también un elogio superlativo que
D. Bosco hizo, en esta época, sobre D. Rúa. Las actas lo
extraen literalmente de una información de Monseñor Cos-
tamagna. El santo dijo al futuro obispo: Si Dios me dijera
prepárate, que debes morir y escógete un sucesor porque
no quiero que la obra del Oratorio empezada por ti sufra
detrimento y pídeme para este sucesor tuyo todas las gra-
cias, virtudes, dondes y carismas que juzgues necesarios, para
que pueda desempeñar bien su cargo, que yo se los daré
todos, te aseguro que no sabría qué pedir al Señor a este
fin, porque veo que D. Rúa lo tiene todo. El Santo de
la bondad no habría expresado ciertamente un tan esplén-
dido elogio de su Primogénito, si hubiese encontrado es-
casa su provisión de aceite pata la lámpara de la caridad.
Ha contribuido también a falsificar la suave figura de
D. Rúa una frase de D. Bosco que, separada del contexto,
no traduce, sino que traiciona el pensamiento del Santo.
A un grupo de Salesianos, entre los cuales se hallaba el in-
teresado, contó D. Bosco lo siguiente: Esta noche he so-
ñado que me encontraba en la sacristía para reconciliarme
— 172 —

17.2 Page 162

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en confesión. Vi sentado junto a un reclinatorio a D. Rúa,
y casi no me atrevía a acercarme, porque lo consideraba
demasiado riguroso.
D. Francesia, presente en la escena, comenta: No se
puede decir cómo reimos todos aquella ocurrencia y cómo
todos nosotros, dirigiéndonos a D. Rúa, le decíamos: bravo,
bien, con tu seriedad das miedo hasta a D. Bosco, y todos
reíamos.
Para comprender plenamente el pensamiento del Santo
es preciso tener en cuenta estas dos observaciones hechas
por el mismo biógrafo que narra el episodio: A D. Bosco
le gustaba, cuando se presentaba la ocasión, hacer alguna
observación a D. Rúa en presencia de otros hermanos, por-
que tenía la certeza de darles un espléndido ejemplo de
cómo deseaba ser obedecido.»
Hasta aquí el relato del P. L'Arco.
Estas lanzas rotas en honor del buen nombre del dis-
cípulo de D. Bosco no son suficientes, decimos nosotros,
para que la sombra de ciertas sospechas se alejen de su
enjuta figura. En efecto, él mismo dio lugar a que ten-
gamos de su mentalidad un recuerdo de intransigencia y
escrupulosidad.
¿Acaso no es cierto que durante representaciones ente-
ras de teatro en las que actuaban chicas o novicias mante-
nía los ojos cerrados sin consentir empaparse de cuanto
sucedía en el escenario?
¿No aconsejó a una casa en la que abundaba la fruta
y se la consumía fuera de las comidas que se deshicieran
de ella repartiéndola a los pobres e incluso dejándola que
se echara a perder porque antes debe ser el cumplimiento
de la Regla y el hábito de cristiana mortificación que otra
cualquiera ventaja material?
¿No escribía a un Director que un clérigo de su casa
a quien el médico había prescrito el tabaco como medicina
debía abandonar la Congregación una vez cumplido el tiem-
— 173 —

17.3 Page 163

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po de sus votos ya que no podía cumplir las Constituciones?
¿No atendía D. Rúa más a la lectura que se hacía en
el comedor que al propio alimento? ¿No aconsejaba en
una Comunidad que está bien hacer alguna fiesta a la
llegada del Rector Mayor e incluso a la partida pero no
durante todos los días de su estancia en un colegio?
¿No era capaz de sacar una navajita del bolsillo y comer
como un pueblerino en una Comunidad de una Congrega-
ción extraña a la que había sido invitado? ¿No es verdad
que no tenía reparo alguno en recoger pedazos de pan por
la calle y atraverse a comérselos tan campante? Cualquier
dentadura no es capaz de estos prodigios, pero sobre todo
cualquier virtud no tiene los suficientes grados como para
permitirse gestos semejantes.
Manos bienhechoras.
Son muy numerosos los hechos que nos cuentan biógra-
fos bien documentados y que haríamos mal en silenciar del
todo. En ellos está presente una luz extraña, sobrenatural,
que ha sido percibida por innumerables personas.
Más de una vez, como en Gerona o en Vizzini o en
Tierra Santa, D. Rúa, con su fervorosa oración, ahuyentaba
la lluvia importuna que desluciría la ceremonia de una pri-
mera piedra o atraía por el contrario un deseado diluvio
que beneficiaba tierras resecas e improductivas...
En Palermo, la mano alzada en bendiciones constantes
del Rector Mayor pondría de pie a un viejecito de ochenta
y seis años, cardenal de la Santa Iglesia, que se creía en las
últimas.
Un chico español, Miguel Fernández, de catorce años,
aprendiz de sastre, sufría de ataques epilépticos. En una
escalera aguardó el momento de encontrarse con el famoso
viajero. Los médicos habían aconsejado que el muchacho
se marchase del colegio para bien suyo y de todos. Pero
los ataques a partir de la visita de D. Rúa no se repitieron
— 174 —

17.4 Page 164

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jamás. Combatió en la guerra por tierras francesas y aunque
llegó a ser hospitalizado por otras causas, el mal primero
de sus años de adolescente desapareció del todo.
A la señora Julia Garena, viuda gravemente enferma,
le fue concedida la alegría de conocer esta acción bienhe-
chora. El Dr. Pesci, que siguió el curso de la enfermedad,
exclamaba: Si hubiese llamado a todos los médicos de Euro-
pa hubiesen asegurado que la enferma no tenía curación.
Solamente este doctor D. Rúa, siendo como es un santo,
le ha curado en un instante.
Doña Francisca Cassar escribía estas palabras: «Hacía
ocho años que estaba casada y no tenía hijos. Llegó Don
Rúa a Giaffa. Me informé por los Salesianos de la ciudad
sobre cuándo regresaría de Jerusalén y fui a la estación
para encontrarme con él. Me prometió su visita y una
media hora después tuve el honor y la gran felicidad de
tenerlo en casa. Me bendijo, me puso las manos sobre la
cabeza, prometiéndome que haría una novena junto con
sus huerfanitos según mi intención para que el buen Dios
me concediese un hijo. Llevé a cabo fielmente cuanto me
había dicho y nueve meses después el Señor me regalaba
una preciosa niña.»
En Vigo, un pequeño atormentado por un eczema que
le invadía la cabeza, el pecho y la cara, a quien tuvieron
que amarrar las manos porque el prurito constante le tenía
muy nervioso y en peligro de hacerse daño, recibió la ben-
dición del Beato, viendo desaparecer con estupor de todos
aquel mal exasperante. Este hecho fue afirmado bajo jura-
mento por la familia del enfermito y por numerosos amigos.
Los hechos insólitos que encontramos en la vida de
nuestro biografiado rayan a veces con lo que pudiéramos
bautizar de ilusorio o perteneciente al mundo de las fan-
tasías infantiles de otros tiempos...
No se puede, a pesar de la tentación natural de abando-
narlos en la carpeta de apuntes, dejarlos a la vera del ca-
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17.5 Page 165

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mino por la simple razón de que pueda haber quien sonría
escépticamente al conocerlos.
En el año 1902 D. Rúa espera en una de sus incursio-
nes internas por Italia un barquito que ha de transportarle
por mar. Mientras aguarda el momento de la partida se
entretiene con un grupo de pescadores quejosos de su mu-
cho trabajo y escasísimo fruto. Nada más triste para los
hombres de mar que la desilusión de una pesca casi nula.
D. Rúa les aconseja echar redes por un sitio determinado
y la sorpresa de la abundante recolección corre como la
pólvora, afianzándose la fama de santidad del Sucesor de
D. Bosco.
En otro de sus viajes, cuando todos esperaban tenerle
ausente durante varios meses, D. Rúa, después de llegar
a Francia, vuelve de improviso a Valdocco. Empezó a char-
lar largamente con D. Domingo Belmonte, Prefecto General
de la Sociedad. Había extrañeza en'todos por este repentino
cambio de ideas. En el mes de febrero de aquel año de
1901 el P. Belmonte, durante una representación teatral,
se desmayaba repentinamente y aquella misma noche pa-
saba a la eternidad. D. Rúa escribía a su futuro Sucesor,
D. Albera: cuánta pena, cuánto dolor para todos... El pues-
to del P. Belmonte fue por lo pronto ocupado por el Beato
hasta que D. Rinaldi, Inspector entonces de España, se
encargaría de ocuparse personalmente de este cargo.
Las manos de D. Rúa multiplicarían caramelos de men-
ta, estampas, arrojarían una medalla de la Auxiliadora a las
aguas enfurecidas para calmarlas al instante. Afirman haber-
le visto extático y él mismo confesaba haber consultado
con D. Bosco, después de muerto éste, algún asunto en el
que se veía apurado, obteniendo respuesta conveniente y
eficaz.
Y todo este cúmulo de intervenciones ciertamente sor-
prendentes eran adobadas con una sencillez y naturalidad
que aun las encumbran más y más.
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17.6 Page 166

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Prueba de esta sencillez lo es una anécdota recogida
con detalles camino de Polonia. En el departamento el se-
cretario ocasional del Beato comenzó a hablar con un ale-
mán de la obra de D. Bosco. Ayuno de noticias escuchaba
atento, prendido del entusiasmo con que dicho secretario
ponderaba el milagro de la empresa. A un momento de-
terminado, D. Rúa, embebido en su lectura, preguntaba a
otro salesiano cercano sobre el argumento de la conversa-
ción, de la que barruntaba el sentido, ya que sus conoci-
mientos de la lengua alemana no eran del todo elementales.
Cuando efectivamente supo por dónde se dirigían los tiros,
aconsejó disimuladamente que no le dijera a aquel señor
que se encontraba presente D. Rúa.
De haber comprobado lo poca cosa que era el Rector
Mayor de los Salesianos, afirmaba el Beato, hubiera que-
dado decepcionado...
Terminamos este recorrido que no agota el caudal de
curiosas anécdotas que pudieran contarse de D. Rúa, con
unas afirmaciones de quien fue confesor suyo durante mu-
chos años, después de la muerte del Fundador. Estas son
las palabras del P. Francesia: «Parece que D. Rúa hubiese
conquistado al precio de continuos sacrificios la montaña
de la perfección. No era así. Desde los años de su pri-
mera juventud, la virtud había constituido la sed, el ideal
y el hábito de su alma. No le costaba ninguna fatiga. Era
la copia fiel de D. Bosco. Lo único que tenía diverso era
el exterior, esto es, el modo de hacer, el gesto, la forma
externa»...
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12

17.7 Page 167

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MIGUEL RÚA Y SU CRUZ PARTICULAR
Como aquellos «signati», señalados, que aparecen en el
capítulo séptimo del Apocalipsis joanneo, los santos han
sido obsequiados con munificencia teniendo que llevar so-
bre sus hombros una cruz más que regular con la que pare-
cerse al Maestro que cargó con la suya, tan pesada...
Miguel R ú a no fue excepción. Y, con perdón, me re-
cuerda a los percebes gallegos. Los arriesgados pescadores
de estos pedúnculos carnosos, tan cotizados en el mercado,
muchas veces han acabado sus días junto a esas olas bravas
que azotan las rocas costeras. El percebe es hermoso y
apetecible a medida que los golpes del mar son más po-
tentes. Y hasta esas verdaderas sepulturas humanas que
son las olas de mal talante se acercan los atrevidos hijos
de la riente Galicia para robar el rico botín. Muchos se
han ahogado, en cadena, amarrados por una soga durante
la operación.
Parece que los golpes duros de la calumnia no pudieron
con la entereza del Rector Mayor, sino que a la manera
como sucede con el susodicho crustáceo, se crecieron en su
espíritu la confianza, la humildad y el coraje de seguir ba-
tallando, puesta la intención en lo alto. Tenemos delante
a un hombre y no a un «don Tancredo»; los golpes des-
piadados de las malas lenguas y de los periódicos lanzados
al escándalo fueron acusados por la sensibilidad del Beato.
H o y , echando mano de una palabra francesa en uso
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17.8 Page 168

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periodístico, podríamos bautizar aquel cisco como el «affai-
re» de Varazze.
Faltaban tres años para la desaparición de D. Rúa y
seguramente no nos equivocamos pensando que el mazazo,
le dejaba herido de muerte...
Se celebraban los cincuenta años de la muerte de Do-
mingo Savio y una alegría juvenil especial perfumaba a
Castelnuovo y Mondonio, visitados expresamente como ex-
cursión del año.
1907 pasaría a la historia salesiana. Más fuerte que la
sacudida sufrida en Méjico, sin desgracias personales, entre
los 350 alumnos del colegio, fue la que hizo temblar los
ánimos y hasta enfermar los cuerpos de quienes sufrieron
directamente en su carne el zarpazo de tan despiadadas
invenciones...
Era en verano, tiempo de vacaciones. Los chicos de
Varazze no pasaban en mucho de veinticinco. Varazze había
dispensado acogida triunfal a la causa salesiana, pero la
oscuridad de un viernes santo se cernía sobre los hijos de
D. Bosco. Protagonista de especial relieve fue el Director,
P. Viglietti, teólogo y doctor en Filosofía y Letras, que fue
señalando en su diario datos y noticias.
De mañana, cuando chicos y Superiores se encontraban
en la capilla, irrumpe la fuerza militar en el presbiterio
mientras se celebraba una misa de difuntos.
En medio de enérgicas frases desconsideradas, los chicos
son apartados de sus profesores y se les arrincona en una
clase.
Unos y otros son acusados de actos nefandos, de desór-
denes y «misas negras»... El Director exige aclaración en
esto de las «misas negras», que él no entiende en absoluto.
Se le responde que no es posible explicarlo, que lo prohibe
la decencia y la honradez.
Al mediodía los chicos vuelven del cuartel donde se
les ha acorralado y sometido a un torturante y vergonzoso
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17.9 Page 169

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interrogatorio. Media la señora Besson, viuda de vida irre-
gular, sicológicamente decentrada, que propala mentiras es-
candalosas contra los Salesianos. Al llegar al comedor los
alumnos se niegan a probar un solo bocado, hundiéndose
en su tristeza y sus lágrimas. No hay comunicación posible
con los religiosos que se cuidan de ellos.
La reacción de la prensa no se hace esperar: títulos de
caracteres llamativos corren por toda Italia informando a
miles de lectores de aquellos supuestos sucesos abominables
que tenían lugar en el colegio de Varazze, antro de corrup-
ción según las páginas en circulación.
El comentario casi airado de Monseñor Cagliero es el
siguiente: son mejor los patagones que estos antropófagos
anticlericales. No he asistido jamás a cosas semejantes.
Un ilustre antiguo alumno, Juan Possetto, acude indig-
nado al despacho de D. Rúa. Era preciso deshacer todo el
enredo calumnioso en el que un chico de quince años, Carlos
Marlario, y una viuda sin escrúpulos ni la cabeza en con-
diciones, atestiguaban falsedadas monstruosas y manchaban
el prestigio de la Congregación.
Se encontró al Rector Mayor lívido, llena su mesa de
voluminosa correspondencia, y con una pierna tiesa, ven-
dada, apoyada sobre una silla. En su humildad, D. Rúa
atribuía todo el mal sembrado a su atrevimiento de aceptar
la reelección como Superior General de la Congregación.
Los biógrafos no dudan en afirmar que estos meses
veraniegos son los de más sufrimientos acumulados en toda
la vida del Beato. No faltaron los amigos incondicionales
que inmediatamente se pusieron a disposición del Sucesor
de D. Bosco, juntamente con Salesianos competentes para
desenredar un ovillo diabólicamente enredado.
El 4 de agosto los periódicos retiraban sus comunica-
ciones. Ante la enérgica protesta presentada a las autorida-
des comienza a demostrarse que la casa de Varezze, situada
geográficamente en medio de tantos encantos naturales, no
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17.10 Page 170

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era una pocilga como se venía publicando, sino un centro
salesiano en el que reinaba la atmósfera sana que el F u n -
dador había querido para todos sus colegios.
Dos salesianos encarcelados salen por fin de su ence-
rrona con una reacción de explosivo entusiasmo por parte
del pueblo: aplausos, grandes recibimientos, canto del Te
Deum, acción de gracias a Dios.
El 20 de septiembre se organiza una magna peregrina-
ción a Nuestra Señora de la Guardia, en la que toman
parte unas tres mil personas. De noche y en el patio del
colegio, la manifestación de alegría y la demostración de
afecto hacia los calumniados es indescriptible. Son miles
de personas. Se acepta la iniciativa de fundar un Oratorio
Festivo en Varazze. Los encarcelados reciben obsequios co-
mo recuerdo de sus jornadas de dolor...
El colegio abre de nuevo sus puertas. La tormenta ha
descargado, aunque sus reliquias, a pesar del buen trabajo
de los abogados, son difíciles de olvidar...
«La venganza —dice Manuel Halcón en una de sus
preciosas novelas— es la negra flor más cuidada, que florece
sin luz. La venganza no traspasa los muros. Se diría que,
aunque la planee y ejecute la misma persona, se hace dos
en una para exigirse mutuo secreto.» ¿Se figuran ustedes
la venganza de D. Rúa? Palabras de disculpa para todos
y la idea clavada en su mente de que la culpa era suya
por haberse creído con fuerzas para seguir llevando el timón
de la nave.
Otras espinas.
Apenas reelegido Rector Mayor, D. Rúa había vuelto
a su martirio de los viajes. Ahora sin D. Bosco, pisaba de
nuevo tierra española, en 1899. D. Rúa pasea por La Ram-
bla barcelonesa, bendice primeras piedras como casi siem-
pre, conoce Bilbao, Zaragoza, Santander, Salamanca. ¿Cómo
abandonar España sin venerar las reliquias de Santa Teresa
— 181 —

18 Pages 171-180

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18.1 Page 171

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en Alba de Tormes o meter las narices en la Semana Santa
sevillana? En Quejigal, una estación de poca monta, un
accidente ferroviario le causa unos pequeños rasguños en
la frente y le hace sangrar por la nariz. Vigo, E r i j a , Mon-
tilla, Jerez de la Frontera, Málaga, Almería... En Utrera
dicen que esa clase de recibimientos solamente se hacen
cuando pasa el Rey o algún miembro de la familia real.
Portugal le dispensa el mismo alborozo de la gente espa-
ñola, recordando una vez más escenas de la vida del santo
Fundador.
Los honores parece que resbalan por su alma... « L ' O s -
servatore Cattolico» publicará en 1900 que un gobernador
y un bobierno protestantes tienen delicadezas especiales
para con D. Bosco y su primer Sucesor, como fueron las
dos calles dedicadas a su memoria en la isla de Malta:
«Don Bosco street», «Don Rúa street». Dos años después,
cuando hacía exactamente medio siglo que el Rector Mayor
había vestido por primera vez su humilde y sufrida sotana,
Castelnuovo se llena de alborozo concediendo a D. Rúa
el título de ciudadano de honor. El Fundador había sido
paisano de aquellos campesinos y la fiesta de Nuestra Se-
ñora del Rosario en Becchi se prestaba de maravilla para
la concesión del título al continuador de su obra.
Pero de Roma habían llegado determinaciones que com-
plicaban la trayectoria seguida hasta ahora en un punto
muy delicado. Se formulaba la prohibición muy clara: nin-
gún candidato, mayor o menor, debería confesar en los
seminarios, colegios, comunidades religiosas, a los alumnos
que en su misma casa hacían vida de internado. ¿Cómo
compaginar la tradición de D. Bosco con las nuevas normas
de la Iglesia? D. Rúa, esta es la verdad, quedaba perplejo
y muy contrariado. Siempre el Director salesiano había
desempeñado el papel de vigía espiritual de la Comunidad,
siempre había recibido las confidencias y desahogos de con-
ciencia de los alumnos. Sesenta años caminando por estos
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18.2 Page 172

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derroteros no se arreglaban de la noche a la mañana fá-
cilmente.
D. Luis Piscetta, teólogo moralista de tan agudo cri-
terio y ancha erudición como escasas dotes físicas, solucio-
naba embrollos que a D. Rúa se le iban planteando...
La Santa Sede recibió quejas de algún obispo e incluso
de miembros de la Congregación no conformes con la
aplicación de la rotunda prohibición formulada. «La olla
hervía —dice gráficamente Amadei— de forma que una
sola gotita le hubiera hecho rebosar.»
D. Rúa, después de tragar mucha saliva, formulaba
sus argumentos en la línea clarísima que le era familiar:
«No se averigüe cómo se ha dado esta orden, por causa
de quién o de qué suceso»... Y recordaba por si acaso:
«No olvidemos que es disposición de la amorosa Provi-
dencia del Señor, que es el mismo Jesús quien se digna
hablarnos a través de su Vicario, y procuremos seguir sus
órdenes con la mayor fidelidad»...
En el mismo Capítulo General número IX volvió a re-
machar el clavo: «Debemos totalmente eliminar cualquier
maligna suposición.» Este nuevo viraje le costó a la Con-
gregación algunas pérdidas sensibles y no pocas lágrimas.
Con buen pie.
A caballo entre siglo y siglo, el 31 de diciembre, Don
Rúa se hacía rodear de su Consejo y con una fórmula
enviada a propósito a Roma para su aprobación, ponía
en las manos del Sagrado Corazón de Jesús el porvenir
de la Sociedad Salesiana, tratando de implorar clemencia
por los errores cometidos en el siglo que moría y pro-
metiendo trabajar más apostólicamente en el que entraba.
En Buenos Aires echaban a volar las campanas con la
presencia de D. Pablo Albera. Se quedaron con las ganas
de ver al Rector Mayor, que nunca iría a tierras america-
nas. Se cumplían veinticinco años de la llegada de los
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18.3 Page 173

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primeros misioneros salesianos al continente y el Congre-
so de Cooperadores, con el que se quiso conmemorar la
fecha, se vio honrado con la representación que el Beato
enviaba. Tres años permaneció D. Albera, Director Espi-
ritual por entonces de la Sociedad, visitando casas de Ar-
gentina, Uruguay, Chile, Patagonia, Bolivia, Perú, Ecua-
dor...
Mientras D. Albera pisaba y recorría con atención ver-
daderamente amorosa estos países, Monseñor Fagnano ha-
blaba con entusiasmo en Turín de las noventa y siete casas
y residencias fundadas en las Américas. D. Rúa le escuchaba
sin duda gozosamente, de vuelta de su primera canita al
aire en territorio polaco. Allí había inaugurado un centro
salesiano en Oswiecim, donde hubo un pequeño susto du-
rante el sacrificio eucarístico, debido a la disposición de
las tarimas de los cantores, sin mayores consecuencias. Al-
gún sermoncito en alemán y alguna que otra palabra en
polaco aprendida en su salsa.
Ni los recursos económicos de los chicos del Oratorio
eran tan exiguos como para no poder regalar a D. Rúa un
busto en mármol de D. Bosco para que presidiera los pór-
ticos, ni el bolsillo del Rector Mayor tan tacaño como para
no obsequiar al anciano León X I I I , que cumplía noventa
y tres años, con una cantidad de dinero significativa y unos
álbumes de firmas donde se contenía en miles de rasgos
de la más diversa calaña el afecto de chicos, Salesianos e
Hijas de María Auxiliadora. A los veinticinco años de su
Pontificado, el Pontífice de la «Rerum Novarum» calibró
en su justo precio el humilde homenaje.
Pero D. Rúa siempre era claro en este aspecto: «Algu-
no, viendo nuestras obras tan extendidas, quizás se vea
en la tentación de creer que los Salesianos son ricos...
Cada casa es una sangría. Tenemos grandes deudas y nos
encontramos algo olvidados.»
— 184 —

18.4 Page 174

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Con un juego de palabras no sé si muy afortunado pero
sí muy ajustado a la realidad de los hechos, se ha oído decir
muchas veces aquello de «Don Bosco, Don Busca». Se pasó
la vida buscando. Primero buscando la forma de que le
entendieran, luego buscando la forma de que le ayudaran.
D. Rúa le sigue muy de cerca. Y si no, vean estas descar-
nadas noticias del limosnero incansable: «Esta mañana,
celebrando la santa Misa, he querido hacer por vosotros
un memento especial más fervoroso que de ordinario. He
rezado por vosotros, por vuestras familias, por vuestras
necesidades, tanto espirituales como materiales; pero he
rezado también por mí. Pensando en escribiros esta carta
me he encomendado al Señor para que mis palabras habla-
sen eficazmente a vuestros corazones y los moviesen para
que vinieran en mi ayuda. Este día consagrado a la Virgen
Inmaculada, que ha dado tantas pruebas de amor y de
especial patrocinio a la Sociedad Salesiana, me permito es-
perar que todos vosotros responderéis generosamente a la
humilde demanda del pobre Sucesor de D. Bosco.»
Con este tesón y arrojo el nombre salesiano se va tra-
duciendo en ladrillos y realidades humanas a todos los
idiomas. «The salesian school». —Oh, sí sí, haced todas
estas cosas, celebrad todos estos agasajos y fiestas —diría
en Inglaterra—, porque entiendo que todo esto es ofrecido
en honor de D. Bosco.
En mayo de 1903 la alegre música de Dogliani resonaba
triunfante sobre la nueva corona de la Auxiliadora. «Co-
rona áurea super caput eius». Había sido una ilusión largo
tiempo sostenida por el Rector Mayor. En Roma daban
su conformidad, comenzando por la personal alegría del
Papa. El Cardenal Richelmy, arzobispo de Turín, fue de-
signado para la importante ceremonia. Coronar solemne-
mente, canónicamente, a la Reina de la Congregación Sa-
lesiana, Aquella que lo había hecho todo, suponía echar
— 185 —

18.5 Page 175

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mano de todos los requisitos indispensables para estas oca-
siones pero con una brillantez que pasara a la Historia
de la floreciente Sociedad. Por eso, el imponente cortejo,
el júbilo de las campanas, el fervor del canto popular, el
aleteo de las palomas, la participación masiva de los miles
de devotos de la Virgen de D. Bosco, pudieron con la
entereza de Rúa, que no tuvo más remedio que echarse
a llorar como forma de agradecimiento a la Señora.
La Coronación Canónica de la Virgen había sido pre-
cedida por el tercer Congreso Salesiano de Cooperadores.
Programa ambicioso: «Educación e instrucción de la ju-
ventud según el Sistema de D. Bosco, en los Oratorios
Festivos y diarios, en las escuelas nocturnas, en los cole-
gios y escuelas profesionales y agrícolas, apostolado misio-
nero, emigrantes, difusión de la buena prensa y culto a
María Auxiliadora». Tres cardenales, tres arzobispos y vein-
tisiete obispos prestaron solemnidad y empaque a la asam-
blea que se congregó durante tres días, integrada además
por un gran número de sacerdotes y seglares llegados de
todas partes de Italia.
Al tiempo que D. Rúa cumplía una vieja promesa — l a
de volver a imprimir en las «Lecturas Católicas» un opúscu-
lo titulado «Noticias históricas en torno al milagro del
Santísimo Sacramento»—, León X I I I abandonaba este
mundo cargado de años y benemerencias. No pasarían más
de cuatro meses después de la triste fecha sin que D. R ú a
presentara personalmente su devoción y la de sus Salesia-
nos al nuevo Pontífice, Pío X, que le confesó de entrada
lo inexplicable que le resultaba la Congregación de D o n
Bosco sin una asistencia del todo especial por parte de
la Providencia.
La muerte del Pontífice que tanto había confiado en
los destinos de la obra salesiana angustiaba el corazón del
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18.6 Page 176

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Rector Mayor de igual manera que cuando el Rey de Italia
Umberto I había sido asesinado a principios de siglo. Le
había faltado tiempo al Beato para implorar el auxilio
divino sobre la Reina y su familia y hacerle presentar el
pesar de los Salesianos a través del Procurador General,
P. Marenco.
D. Rúa pacificador.
La señorita Cesarina Astesana había estado casi mori-
bunda pero D. Bosco la tranquilizó con su palabra pro-
fética... Conservó esta alma auténticamente apostólica una
predilección creciente por el mundo de las chicas obreras,
campo propicio para ciertos abusos en el campo de la
justicia y la honradez. Entre sus manos se deslizaban las
cuentas de un rosario que el santo Fundador había depo-
sitado en ellas como precioso recuerdo. El programa de la
militante se cifraba en tres metas: combatir el pernicioso
trabajo de los días festivos, acortar el horario sobrecargado
de horas de rendimiento y mejorar el salario casi siempre
flaco por incorregible vicio...
Su idea y su actividad hallaron pronto eco en la atención
personal de D. Rúa. Se fundaron centros para las obreritas
y durante los veranos se ponían a disposición de Cesarina
y sus chicas medios y facilidades que convertían los meses
calurosos en una temporada de agradable recuperación fí-
sica y moral. El P. Trione, salesiano entusiasta, de elo-
cuente palabra que pidió como don especial en su primera
Misa, de gran iniciativa organizadora, incrementó podero-
samente el ritmo de un trabajo tan necesario como familiar
al ideario salesiano.
El año 1906 el Beato interviene en un fenomenal jaleo
laboral.
Un buen amigo, ingeniero industrial y hasta padre de
familia ejemplar, amo de una fábrica de hilados, se planta
inflexible ante la amenaza de sus operarios y operarías que
— 187 —

18.7 Page 177

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desean menos horas en la jornada y que el sueldo no sea
recortado. Hay abandono total del trabajo, comienza la
necesidad y la impaciencia, niños y mujeres no tienen más
remedio que buscar en el campo algún ligero alivio para
su situación alimenticia... Pero la cosa no mejora ni tiene
cariz de obtener por ambos bandos arreglo que satisfaga
plenamente. Un grupo de muchachas vuelve al trabajo con
gran disgusto del resto. A quienes pretendan seguir este
camino le lloverán piedras y amenazas. A través de la
diplomacia y serenidad de D. Rinaldi, brazo derecho del
Rector Mayor, se había pretendido dar alguna salida al
conflicto. Junto a D. Rúa tomaban asiento en una inten-
tona de diálogo definitivo algunas personas más implicadas
e interesadas en la huelga. El resultado de la mesa redon-
da, después de más de un mes de enfrentamiento, fue to-
talmente satisfactorio, logrando por medio del Beato que
los sentimientos del Sr. Poma y los criterios de los opera-
rios viniesen a una disposición convincente. Se encontraba
en la reunión la señorita Astesana, quien cursó inmediata-
mente un escrito redactado por D. Rinaldi para que sus
chicas obreras se enrolasen de nuevo en el trabajo.
Los encuentros de clases sociales en la ciudad de Turín
eran serios por entonces. Las ideas proclamadas por la
Iglesia con respecto al mundo laboral tardarían en cuajar
y tomar cauce...
Los periódicos se hicieron eco del acontecimiento, que
tuvo sin lugar a dudas un arbitro imparcial y sereno en
D. Miguel Rúa.
No hubo necesidad de estas componendas en el X Ca-
pítulo General de la Congregación, que tenía lugar del 23
de agosto al 13 de septiembre de 1904, donde la caridad
reinó absolutamente y las intervenciones se fueron desa-
rrollando en la mayor armonía. Tres bravos salesianos
hicieron sonar sus voces, bien timbradas de entusiasmo:
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18.8 Page 178

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Cagliero, Costamagna y Fagnano, evangelizadores de otro
continente.
El Rector Mayor andaba achacoso con sus piernas y
hasta se veía obligado a usar de algún apoyo extraordina-
rio para celebrar la Eucaristía. En tanto sus ideas perma-
necen claras y firmes y sus iniciativas no conocen tregua:
así funda el centro teológico internacional de Flogizzo, de
éxito inmediato y seguro. Sin que ello sea obstáculo para
que la redada misionera continúe cobrando buenas piezas
y partan doscientos voluntarios divididos en varios grupos
hacia nuevas avanzadillas. D. Rúa, que no puede intervenir
directamente en la siempre conmovedora ceremonia, se
hace transportar en un sillón a la hora de comer para
dirigir unas palabras a los expedicionarios del Evangelio.
«Normae secundum quas» fue un documento que con-
trarió no poco a las Salesianas. Todavía en 1901 las Hijas
de María Auxiliadora no gozaban de la estabilización regular
y de buenas a primeras se vieron en la necesidad de adaptar
sus Constituciones a los nuevos dictámenes del Vaticano.
La voluntad de las religiosas era continuar trabajando a la
sombra de los hijos de D. Bosco, cuyo Rector Mayor de-
seaban fuera el representante directo del Santo Padre. En
su V Capítulo General la decisión de acatar las normas del
documento no vino a alegrar los ánimos precisamente. Don
Rúa advirtió que si D. Bosco viviese indudablemente se
llevaría a cabo lo que fuese voluntad de la Iglesia. Ya se
encargaría la Madre Daghero de hacer las debidas gestiones
a fin de que Benedicto XV le concediese autorización para
que las Hijas de M. A. pudieran servirse del trabajo de
los Salesianos y hacer uso de la autoridad del Superior
Mayor de la Congregación. Entre tanto, D. Rúa no inter-
vino en absoluto y cesó en su cargo de Superior inmediato
en público como en privado, desligándose del régimen del
Instituto.
Junto a D. Rúa las batallas más difíciles habían de
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18.9 Page 179

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terminar con una paz inmediata. La serenidad de espíritu
era algo consustancial al Beato. Y no faltaron golpes, como
ya hemos podido comprobar, para poner a prueba sus dotes
de aguante.
Y aunque los pequeños y grandes sustos no cesaran,
como ocurrió en el incendio de Londres de 1906, no bas-
tarían fuegos ni terremotos ni ríos desbordados para hacer
languidecer el ritmo de las obras levantadas bajo el recto-
rado del Beato. Veinticinco nuevas iglesias aupaban sus
muros, entre ellas el Templo barcelonés del Tibidabo; en
la «Mostra degli Italiani», la aportación salesiana lograba
el Gran Premio con sus estadísticas, monografías y docu-
mentos; en la isla de Malta sonaba la marcha real en ho-
nor del Rector Mayor y algún cardenal se arrodillaba a la
vista de todos rogando su bendición; Vitoria, Baracaldo,
Bilbao, Santander, Salamanca, Béjar... conocerían también
por esta fecha su inquietud viajera.
Voto cumplido.
Claro indicio de que los viajes no constituían para Don
Rúa un regalo ni mucho menos, lo tenemos en que decidió
como acción de gracias y acto penitencial después de los
tristes sucesos de Varazze visitar de nuevo y detenidamente
la tierra del Señor.
Salió el 3 de febrero de 1908 para Palestina acompa-
ñado del P. Bretto. Sus paradas por aquí y por allá estu-
vieron sembradas de caridad exquisita, como era en él ha-
bitual. Hablar con todos, animar a todos, y hasta atreverse
a querer pagar la hospitalidad dispensada en una casa sa-
lesiana necesitada de recursos, deseo que no le fue permitido
realizar.
Quizás en este viaje resonaban en su espíritu las ova-
ciones entusiastas de los cuatro mil peregrinos que habían
rendido homenaje a D. Bosco en su tumba hacía muy pocos
años o la voz del P. Santinelli (que luego fallecería en una
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18.10 Page 180

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leprosería tras largos años de sacrificio y actividad ingente)
cuando animaba a uno de los últimos bien nutridos grupos
de misioneros de ambos sexos.
Quizás todavía quedasen en su recuerdo las horas de
insomnio y angustia acumuladas durante la tormenta terri-
ble de Varazze.
No dejó de visitar Efeso, para poder admirar sus ruinas
y dejar penetrar por su alma el perfume de la Señora, de
la Madre de Dios, allí glorificada por la voz ecuménica de
la Iglesia.
De Nazaret a Belén tomó un caballo y a tierra vinieron
caballo y caballero. No hubo graves consecuencias. Los san-
tos también caen en el camino, pero su voluntad de acero
siempre resulta vencedora.
La humildad de D. Rúa era una buena salsa que con-
dimentaba cualquier plato. El Jueves Santo se aprestó al
lavatorio con los alumnos de Belén. En el Vía Crucis di-
rigido por un Padre franciscano recorriendo lugares san-
tificados por el Redentor, D. Rúa se enroló entre la mul-
titud compuesta por cristianos para todos los gustos, con
la incomodidad que ello supone. Pero no había llegado D o n
Rúa a Tierra Santa para gozar de unos días de turismo
barato...
Cuando volvía a casa de regreso estaba hecho un as-
quito. Llevaba prendas deterioradas, estaba agotado de can-
sancio y había perdido algunos dientes. Cumplía por esta
fecha setenta y un años y aquel había constituido el viaje
quizás más largo de su vida, si atendemos a sus propias
palabras.
D. Rúa tiene que tener cuidado porque a la primera
de cambio, al primer descuido, como sucediera en una es-
tación, alguien se arrodilla y le ruega que se digne bende-
cirle. Estas escenitas deben molestar bastante al humilde
hijo de D. Bosco, para quien toda ostentación resulta in-
comodísima.
— 191 —

19 Pages 181-190

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19.1 Page 181

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¿Recuerdan la copla? Al paño fino le cayó una mancha
en la tienda y no hubo más remedio que venderlo a bajo
precio porque el valor había disminuido. Varazze había cons-
tituido una mancha inesperada, mancha que había de de jai-
huella a través de los años. El paño de D. Rúa era fino,
muy fino, pero la Providencia permitiría que su valor no
fuese rebajado por el primer desaprensivo, por el contra-
rio, como en las heridas de los toreros de buena casta,
salió del trance más purificado y animoso de espíritu.
De espíritu, porque físicamente D. Rúa se venía abajo
irremediablemente a pesar de las reservas titnánicas de su
voluntad.
Una vez más, al primer Sucesor de D. Bosco le vemos
señalado por los estigmas del dolor. No hay santidad sin
esta bandera, como no hay bombones de licor a los que
no se les distinga con un papel doradito y llamativo que
pone resplandecientes los ojos de los niños...
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19.2 Page 182

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MIGUEL RÚA Y EL ATLETISMO
Escribo bien: el atletismo. Una vez más Pablo VI dio
en la diana...
«Atleta de actividad apostólica» le llamó en su día nues-
tro Pontífice. Hasta fonéticamente —como si no bastase
el parentesco etimológico— atleta y asceta se parecen. Am-
bos suponen el sudor y la lengua fuera y el jadeo cons-
tante...
En este último capítulo de nuestra modesta biografía
asistiremos a los postreros esfuerzos de este atleta de ac-
tividad apostólica.
Imágenes televisivas de un programa internacional nos
sirvieron en bandeja las escenas conmovedoras y cómicas
a un tiempo de un corredor maratoniano que, muy cercana
la meta, en lugar de avanzar retrocedía exhausto, totalmente
deshecho... El cansancio de D. Rúa es inevitable y contem-
plaremos escenas sublimes y sencillas en las que todo un
santo rinde tributo obligado a su condición humana.
«Débil y agotado perfil de sacerdote», «pequeño-gran
hombre», sigue bautizándole Pablo V I . Pero a la hora exac-
ta de su tránsito, de su desaparición definitiva, qué manos
tan llenas, tan bienhechoras, tan generosas, son las que
caen desmayadas, inertes, sobre el lecho.
D. Rúa cumplirá en 1908 la agradable obligación de
visitar por última vez Roma. Pío X le recibirá tan bonda-
doso como siempre. El Santo Pontífice celebraba su jubileo
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13

19.3 Page 183

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sacerdotal y la Congregación Salesiana contribuía a la ge-
neral alegría con un templo dedicado a Santa María Libe-
radora. El P. Francesia, que lee ante el Papa el ofrecimien-
to, dice que ellos serán los «últimos en el tiempo pero no
en el amor»...
No era la primera vez que D. Rúa cambiaba cordiales
frases confidenciales con el Papa de la Comunión frecuente.
En 1905 había informado a Pío X de muchas cosas intere-
santes de la Congregación a las que el Pontífice prestó sin-
cera atención. D. Rodolfo Fierro, en el sabrosísimo tomazo
de sus Memorias, relata la sorpresa y la ilusión de aquella
«mañana brillante de la primavera romana». Es lástima,
como muy bien se queja la editorial de este formidable libro-
documento de la biografía del P. Fierro, que no hubiera
acompañado una buena máquina fotográfica a un salesiano
como él llamado a ver y vivir en primera línea tantos
acontecimientos interesantes y tratar con personajes que
han quedado registrados en la Historia contemporánea. Si
a D. Rodolfo «parecíale descender del Tabor» cuando aban-
donó la audiencia de 1905 acompañando a D. Rúa, a éste
a no dudarlo se le arrugaron las entretelas del corazón al
abandonar Roma en 1908 para jamás volver a ella. Los
recuerdos se agolpaban en su memoria y como todos su-
ponemos entre ellos figuraba la estampa de su Maestro
D. Bosco, asiduo turista —aunque con escasas fortunas
económicas— de la Ciudad Eterna.
Cualquier viaje es siempre aprovechado para hacer pe-
queñas visitas, rápidos cambios de impresiones con casas
cercanas. Por todas partes, en este ocaso de la vida del
Beato, las manos se juntan para aplaudir frenéticamente...
En Ancona el Arzobispo se perderá en mil detalles para
hacer la estancia agradable al Sucesor de D. Bosco. El fue-
go, la cena, el lecho... Pocos remilgos necesita D. Rúa y
no valen razones de que en esta cama durmió León X I I I
o Pío IX...
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19.4 Page 184

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En Firenze, desfallecimiento. Se le espera para la cele-
bración de la Eucaristía pero es hallado en total postración
que va desapareciendo a medida que la ceremonia avanza.
En Trevi arrecian los aplausos. Un chico se da un mal
golpe en la cabeza y dos médicos que acuden califican el
caso de muy grave. La intervención del Beato pone fuera
de peligro al accidentado, ante la sorpresa general. A la
mañana siguiente del porrazo, la Comunión general tiene
toda la fuerza de un signo...
D. Rúa tiene ya dañada sin remedio una pierna con
una llaga molesta pero camina siempre repartiendo bienes
y remedios, sin prestar demasiada atención a su cojera.
Calabria. Tremendo golpe para el ánimo del Beato. Un
terremoto que se calcula en doscientas mil víctimas, in-
cluida Sicilia, deja anuladas todas las comunicaciones. Unas
cincuenta personas, entre Salesianos y alumnos, desaparecen
trágicamente en el seno de la Familia de D. Bosco. El 4
de enero de 1909 tienen lugar los tristes funerales, a los
que asistió D. Rúa, aunque no en calidad de celebrante,
dada su salud muy delicada. Los heridos fueron muchísi-
mos y el propio Superior se encargó de que las Casas sa-
lesianas atendieran a necesidades de primera urgencia y des-
plegaran toda clase de actividades caritativas.
De estas últimas fechas de la vida del Rector Mayor
quedan testimonios admirables de su bondad, de su volun-
tad despierta y activa, aunque las fuerzas físicas le iban
faltando notablemente.
A Sor María Vigna no se le olvidaría la huella de aque-
lla mano del Beato pasando por sus ojos enfermos, por su
rostro algo desfigurado a causa de los males de la denta-
dura. La presencia de esta Salesíana, a veces, hacía reír
a más de una novicia, tal era su aspecto entre parches
y vendajes. Pasaron veinticuatro años tras la intervención
de D. Rúa y Sor María Vigna jamás hubo de sufrir de
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19.5 Page 185

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las molestias que le habían traído por la calle de la amar-
gura.
Esta misma mano repartidora de todo bien es la que
empuña la pluma para contestar a un generoso comunicante
que ofrecía al Señor su propia vida con tal de que el Rector
Mayor continuase al frente de la Congregación. «Me resulta
muy agradable la tuya del 17 de marzo corriente por el
buen corazón que demuestras en ella y por la acción ver-
daderamente generosa que desearías llevar a cabo en mi fa-
vor... Te doy las gracias de todo corazón. Pero la vida
nuestra está en manos de Dios y te dispenso de tu promesa,
la cual tendré siempre presente y estimo en mucho. Por
mi parte no cesaré de recomendarte al Señor a fin de que
te bendiga y conserve siempre en su gracia.»
Momento llegaría en que no pudiendo gobernar los tem-
blores de su mano, D. Rúa acudiría al extraño recurso de
poner un ladrillo encima para de esta forma confiarle al
papel sus ideas y sentimientos postreros.
Su mente está despierta y pocas cosas se le escapan...
Partían cuarenta misioneros, entre ellos el P. Cesari, de-
cidido a no despedirse del querido Superior para no ha-
cerle pasar un mal rato. Pronto lo advierte D. Rúa, que
manda traerlo a su cuarto, donde le abraza y le bendice,
quejándose de lo que parecía falta de memoria, aunque muy
seguramente se tratase de un gesto de delicadeza por parte
del viajero...
Los chicos pudieron verle todavía adornado de las me-
jores galas de la humildad en el lavatorio del Jueves Santo.
La cena fue compartida con los alumnos que ocuparon su
sitio de «apóstoles» en la ceremonia.
D. Rúa, en la mesa, susurra al oído del chico que había
ocupado el sitio del apóstol Pedro: Tú predicarás el Evan-
gelio, pero... pero... pero... Pasaron los años y aquel mu-
chacho, terminados sus estudios, contrajo matrimonio, mar-
chando a Nueva Y o r k . Su vida fue enfocada por derroteros
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19.6 Page 186

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comerciales. No le fueron muy bien las cosas y hubo de
aceptar el ofrecimiento y la retribución suficiente de una
sociedad protestante para predicar el Evangelio por esos
caminos de D i o s . . . Uno de aquellos días no le fue posible
conciliar el sueño. ¿Qué sucedía? Le venían a la mente las
palabras de D. Rúa. Su vida en el Oratorio y la escena que
siguió al lavatorio del lejano Jueves Santo parecían estar
ante sus ojos. Tuvo que volver a su vida anterior, renunciar
a su puesto, encontrando un trabajo digno y apetecido...
Contaba el propio protagonista este hecho asombrado.
L o s achaques de D. Rúa no son capaces de vencer su
indomable hábito de penitencia y pocas exigencias. Las pier-
nas hay que curárselas pero jamás exigirá vehículos espe-
ciales para sus traslados. En la mesa rechaza toda especia-
lidad y cuando se da cuenta de que a todos se mejora el
alimento para que él también tome parte en lo que a todos
se sirve, rechaza la estratagema afirmando que solamente
tiene achacosas las piernas.
El P. Ziggiotti, Rector Mayor emérito, recuerda con ale-
gría y nostalgia los días de la enfermedad postrera de Don
R ú a , cuando todavía el salesiano Ziggiotti contaba con es-
casos meses de profesión religiosa. Una noche le asistió ca-
riñosamente, tratando de prestar afecto y compañía al santo
enfermo. Le habían hecho una cura dolorosa a D. Rúa y el
clérigo Ziggiotti se atrevió a preguntar: — ¿ H a sufrido mu-
cho, D. Rúa? — U n poco, contestó el Beato. —También el
Señor sufrió en la cruz, apostilló Renato Ziggiotti. Sonrió
D. Rúa y mirándole expresivamente le dijo: —Bravo, Zig-
giotti. (Ahora, el que fuera Quinto Sucesor de D. Bosco
se ríe de aquel fervor juvenil y de aquel atrevimiento pia-
doso. Pero espera, dice él, que cuando vuelva a encontrarse
en el Paraíso con el gran discípulo de D. Bosco, vuelva a
escuchar las mismas palabras reconfortantes: Bravo, Zig-
giotti...)
El 24 de noviembre es fecha que no pasa desapercibida
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19.7 Page 187

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para la memoria fiel de D. Rúa. Cumplía los mismos años,
meses y días con los que el Fundador había muerto. En su
favor, el primer Sucesor había desplegado un gran entu-
siasmo aportando al Proceso Apostólico para la Causa de
Beatificación y Canonización importantísimas declaraciones
que sumaron unas treinta y dos intervenciones. Sin duda
las más importantes de cuantas contribuyeron al estudio
de las virtudes heroicas de D. Bosco.
Sería en febrero de 1910, al año siguiente, cuando el
Beato se dispone, aunque equivocadamente, a entregarse al
Señor. Le dice a Francesia: — H o y creía que iba a morir.
Creía que mi hermano Luis me venía a buscar. (Sin duda
D. Rúa recordaba la fecha lejana en que su hermano L u i s
Tomás había fallecido.) Te recomiendo que no alarmes la
casa. Mientras tanto, se haga la voluntad del Señor.
Rehuye la cama y se arrincona como puede en un viejo
diván. Así recibirá a mucha gente de categoría que desfila
por la humilde estancia y asistirá a la Eucaristía que celebra
su amigo Francesia. D Rinaldi se ocupará de la correspon-
dencia. Sin abandonar un suave aire de buen humor, Don
Rúa pronostica que la fiesta se hará sin el santo, refirién-
dose a los preparativos que todos disponen para su Misa
de Oro.
Escrupuloso en el uso del tiempo hasta última hora,
D. Rúa dispone una especie de horario para cada día, que
confía a su caritativo Balestra, a quien recomienda no dude
exigirle su cumplimiento. Este horario transcurre entre la
meditación, los ratos de oración vocal, las curas y el reposo.
También encontramos en esta curiosa nota la palabra recreo.
Uno se hace cruces pensando en el recreo de D. R ú a , ya
casi agonizante. ¿Qué podrá recrearle? ¿La música, algún
juego, la lectura de un libro, la charla de un amigo? Por
la habitación desfilan el Arzobispo, la Madre Daghero, el
Cardenal Mercier, el Cardenal Maffi que le trae sentimien-
tos del Papa, miembros de la Comunidad de los Hermanos
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19.8 Page 188

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de las Escuelas Cristianas y toda una letanía interminable
de personas ligadas a la obra salesiana y a los carismas per-
sonales del Rector Mayor. D. Rúa afirma que va llegando
la hora de ajustar cuentas con el Amo. No faltará un
inventario de todo cuanto contienen armarios, cajones y
anaqueles de la habitación. Su mente está lúcida y todo
ha de quedar a punto, según sus deseos.
Una mañana de Jueves Santo, llamas encendidas y ple-
garias «sotto voce» se acercan al lecho. D. Rúa recibe el
Viático que es ofrecido por el P. Rinaldi. Recogemos las
palabras del enfermo:
« E n estas circunstancias siento el deber de dirigiros al-
gunas palabras. La primera es de acción de gracias por
vuestras continuas oraciones. El Señor os lo pague también
por las que hacéis ahora. Otra palabra quiero deciros por-
que no sé si tendré ocasión de hablaros en otro momento
a todos reunidos. Os ruego que lo comuniquéis a los que
se encuentran ausentes. Yo rogaré siempre al Señor por
vosotros. Espero que el Señor escuche la petición que hago
por todos aquellos que se encuentran en esta casa y por
los que vendrán en el futuro. Tengo muy en mi corazón
que seamos y nos conservemos dignos hijos de D. Bosco.
D. Bosco en el lecho de muerte nos ha dado una cita a
todos: hasta vernos en el Paraíso. Es este el recuerdo que
él nos dejó. D. Bosco quería consigo a todos sus hijos. P o r
esto nos recomendó tres cosas: gran amor a Jesús Sacra-
mentado, viva devoción a María Santísima Auxiliadora, gran
respeto, obediencia y afecto a los Pastores de la Iglesia y
especialmente al Sumo Pontífice. Es este el recuerdo que
yo también os dejo. Procurad haceros dignos hijos de D o n
Bosco. No olvidaré rogar por vosotros. Si el Señor me acoge
en el Paraíso con D. Bosco, como espero, rogaré por todos
los miembros de todas las casas, pero especialmente por los
de ésta.»
Estas palabras, dirigidas a todos los miembros de la
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19.9 Page 189

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Comunidad de la casa, resumen un ideario que durante
toda su vida había sido proclamado y vivido por el primer
Sucesor de D. Bosco. «¿Qué nos enseña D. Rúa?», se
preguntará Pablo V I . « E l enseña a los Salesianos a per-
manecer Salesianos, hijos siempre fieles de su Fundador»,
se responderá a continuación.
Los sobrinos visitan al enfermo con mucha frecuencia.
D. Rúa hace llamar a uno de sus familiares que se encuen-
tra lejos para saludarle antes de marchar hacia la eternidad.
Un pequeño susto pasajero siembra el nerviosismo a
su alrededor: se ha quedado sin habla y sin conocimiento.
Todos se agolpan junto al Superior pero éste se lamenta,
una vez que vuelve en sí, de haber alterado la tranquilidad
general.
Aunque se celebra un solemne triduo en la Basílica, an-
te el Santísimo, para que D. Rúa no abandone a su gran
familia; aunque a causa de la lluvia y de la nieve ha de
suspenderse una peregrinación a la tumba de D. Bosco para
que su hijo predilecto, «verdadero benefactor y padre de
los hijos del pueblo», según dicen las convocatorias, per-
manezca junto a los suyos, el enfermo pisa terreno firme
y no se anda por las nubes...
«Siamo agli sgoccioli», esto es: estoy ya en las «escu-
rriúras»..., repite D. Rúa. Sabe que sus hijos de vez en
cuando le engañan con mentiras piadosas y reúne en torno
a sí a la mayor cantidad de sobrinos e hijos de éstos por
quienes se interesa vivamente recomendando su cuidado al
P. Rinaldi.
Los periódicos indagan sobre el estado del Rector Ma-
yor de los Salesianos y se les notifica la existencia de una
clarísima «insuficiencia cardíaca». D. Rúa afirma casi tex-
tualmente que hay capitanes que pueden ocupar su puesto.
Pero llega un momento en que este Capitán, al que po-
demos calificar de muy esforzado y valiente, conoce la
debilidad del pavor ante la muerte cercana. Apenas unos
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19.10 Page 190

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momentos, D. Rúa pide con voz muy apagada que aquella
muerte se aleje... El P. Albera le conforta con palabras
llenas de contenido cristiano y hondo afecto. La crisis es
muy rápida y la fortaleza y la serenidad de D. Rúa no se
verán veladas en adelante mientras su «miocarditis senil»
avanza.
El P. Auffray, tan aficionado al lenguaje expresivo y
exacto de los números, detalla: «Recibió la Congregación
con 700 religiosos y la dejaba con 4.000. D. Bosco le legó
sesenta y cuatro Casas diseminadas por seis países y él
entregaba a su Sucesor 341, esparcidas por treinta naciones
del Antiguo y Nuevo Continente. Al morir el Fundador en
1888 las Misiones Salesianas se limitaban a la Patagonia y
la Tierra del Fuego; en 1910 habían entrado en las selvas
de las tribus indias del Brasil, del Ecuador, la China, en
la India, en Egipto, en Mozambique.»
Hasta la cabecera llega el P. Cerruti con la intención
de redactar una jaculatoria especial dirigida al Sagrado Co-
razón de Jesús para obtener selectas vocaciones en el seno
de la Sociedad Salesiana. El enfermo muestra deseos de
conocer esa jaculatoria, rezarla con frecuencia y tenerla bajo
la almohada. Esta breve oración la han rezado y cantado
muchas generaciones y no estaría mal que volviera a re-
nacer de sus cenizas...
¿Qué pensamientos cruzan por la mente del Beato? Lle-
no de lucidez, pide que le lean algunos puntos de medi-
tación, aunque sus facultades mentales no están para mu-
chas piruetas... La amenaza de muerte inminente tiene a
todos en vilo, pero su recomendación de que cada uno
vuelva a sus puestos diarios de actividad trae la normali-
dad a la casa.
«No me hables de problema alguno que no sea el que
se refiere a la salvación de mi alma», recomendará a Don
Francesia. Sus sentimientos son de bendición y aliento para
— 201 —

20 Pages 191-200

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20.1 Page 191

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todos: Salesianos, Cooperadores, alumnos, Hijas de María
Auxiliadora.
En el patio los estudiantes observan un silencio de so-
brecogimiento y tristeza fuera de lo normal. Parece que
son días de Ejercicios Espirituales. Suena la campana de
las oraciones. Se entona el Himno «Presso l'augusto avello»
(Junto a la gloriosa tumba), que acaba con estas palabras:
«Don Bosco, io vengo a Te». D. Rúa, atento el oído, repite
en su cama: «Sí, D. Bosco, también yo voy hacia T i . »
Entrará en agonía sin especiales sufrimientos, con gran
calma, sin llamar mucho la atención. El sobrino mayor,
conmovido, besará su frente después de haber escuchado
de labios de su tío cómo le agradecía su presencia y su
afecto y la recomendación de hacer llegar a todos los fa-
miliares su recuerdo y el deseo de que se ofreciera alguna
fervorosa Comunión en su memoria.
D. Francesia se queja de que su buen amigo no reza
por su propia curación. «Rezo con vosotros, pero de di-
versa manera. Vosotros lo hacéis para que salga de este
trance. Yo lo hago para que la voluntad del Señor se cumpla
perfectamente.»
Nombres de Salesianos beneméritos que pasaron a la
eternidad van sonando en los oídos del moribundo. A todos
los recuerda y se encomienda a su protección. Una jacu-
latoria tradicional en el ambiente salesiano de los primeros
años se va repitiendo con predilección en sus labios: Dulce
Corazón de María, haz que yo salve el alma mía.
Salvar el alma es todo... es todo... Estas son las úl-
timas palabras del Beato Miguel Rúa.
A las primeras horas del día comienza un emotivo des-
file por la habitación del moribundo. Salesianos jóvenes,
alumnos, hijas de María Auxiliadora con la Superiora Ge-
neral al frente. La noticia corre rápida porque hacia las
nueve y media de la mañana, el día 6 de abril de 1910,
a los 72 años, 9 meses y 27 días, dulcemente, D. Rúa
202

20.2 Page 192

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APÉNDICE
HOMILÍA DE PABLO VI EN LA BEATIFICACIÓN
D E D . M I G U E L R Ú A (29-X-1972)
¡Venerables Hermanos y queridísimos hijos, bendigamos
al Señor!
E S C U C H A D . ¡D. Rúa acaba de ser declarado «beato»
por Nos!
Una vez más se ha realizado un prodigio. Sobre la
muchedumbre de la Humanidad, levantado por los brazos
de la Iglesia, este hombre, invadido por un espíritu sacer-
dotal, que la gracia de Dios recibida y secundada por un
corazón heroicamente fiel ha hecho posible, emerge a un
nivel superior y luminoso y hace que converjan en él la
admiración y el culto, autorizados para aquellos hermanos
que, llegados a la otra vida, han alcanzado ya la bienaven-
turanza del reino de los cielos.
Un débil y agotado perfil de sacerdote, todo afabilidad
y bondad, todo deber y sacrificio, se proyecta sobre el ho-
rizonte de la historia y allí permanecerá para siempre: es
D. Miguel Rúa, «beato».
¿Estáis contentos? Superfluo preguntarlo a la triple fa-
milia salesiana, que aquí en el mundo se alegra con Nos y
transmite su júbilo a toda la Iglesia. Donde quiera que
están los Hijos de D. Bosco, hoy es fiesta. Y es fiesta
especialmente para la Iglesia de Turín, patria terrena del
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abandona a los que siempre amó, sin un lamento, sin que
casi nadie se aperciba de ello. El D r . Battistini, inclinándose
sobre la frente del difunto, confirmará su muerte con el
ósculo de la amistad. Sonaron las campanas más solemnes
del Santuario y las de la parroquia de San Joaquín, con
un lenguaje de sobra conocido por todos... Nevaba inten-
samente aquella mañana pero el sol espléndido, inesperado,
comenzó a brillar con general sorpresa...
A través del Cardenal Merry del Val, Secretario de E s -
tado, el Papa se muestra «profundamente dolorido por la
triste noticia, asociándose al grave luto de la entera Familia
Salesiana». El Cardenal Rampolla se une a las lágrimas de
los Salesianos, «que veneraron en él a un Padre muy que-
rido, al compañero fiel de D. Bosco y a su digno Sucesor».
A la cabeza su alcalde, Teófilo Rossi, el Ayuntamiento
turinés hace una excepción a la norma de no elevar mocio-
nes antes de que el balance anual haya quedado clausurado.
El Profesor Rinaudo, antiguo alumno del Oratorio, toma
la palabra y hace de D. Rúa un elocuente panegírico. Con-
cluyendo: «Turín debe estar orgullosa de haber sido cuna
de un Sucesor de D. Bosco tan grande.»
La Reina Madre no permanece ajena al pesar común.
Ediciones especiales de la prensa italiana ( « L ' Unione»,
«La Stampa», « I I Momento», «L'Azione»...) destacan a
primer plano la pérdida de un santo y de un bienhechor
del pueblo. El biógrafo Amadei afirma haber recogido más
de sesenta elogios fúnebres y fascículos publicados por
aquellas fechas en memoria y exaltación del Sucesor de
D. Bosco.
Gentes de toda condición quieren pasar ante el cadá-
ver e incluso tomar contacto de alguna manera, con algún
objeto. Trenes que mueren en Turín derraman por la ciu-
dad una enorme cantidad de personas. Los restos mortales
son trasladados al Santuario de M. A. Laureles y palmas
rodean el cuerpo del atleta de actividad apostólica, que
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20.4 Page 194

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ya en la tierra está recibiendo el homenaje apoteósico del
cariño universal. Los funerales se ven concurridos por per-
sonas de gran relieve y nombradía, cuya lista haría inso-
portable la lectura de estas últimas páginas.
Pocas veces en Italia se había dado una manifestación
multitudinaria de tal especie. Se recuerdan fechas como la
Coronación de María Auxiliadora y la muerte del santo
Fundador.
Un cortejo de más de cien mil personas comienza a
desfilar hacia las cuatro de la tarde.
Al mediodía del 9 de abril, los restos de D. Rúa, en
forma privada, con intervención de D. Rinaldi y D. Albera,
serán transportados a Valsalice desde el Oratorio. Junto a
D. Bosco volverá a compartir el discípulo fiel a medias
con él el afecto de todos sus hijos.
Pietro Fedele, profesor de Historia Moderna en la Uni-
versidad de Turín, se había expresado en estos términos el
día de la muerte de D. Rúa: «Si estuviésemos en la Edad
Media, mañana por al mañana no se celebraría Misa de
Réquiem, sino que se cantaría Misa en honor de San Miguel
Rúa, elevado al honor de los altares por la voz del pueblo.»
Y sobre el pueblo siguió derramando, en muerte, innu-
merables beneficios de todo tipo. Afirma Amadei que si
hubiésemos de recopilar estos hechos portentosos que pre-
gonan la santidad de D. Rúa, necesitaríamos un tomo bien
grueso exclusivamente destinado a tal fin.
Un poco a lo San Juan Evangelista habría que afirmar
al final de este capítulo que muchas otras cosas hizo D o n
R ú a que no están registradas en este libro. Efectivamente,
no he agotado ni mucho menos el acervo documental del
que podía haberme alimentado durante largas jornadas de
agotadora mecanografía... Pero he creído haber encendido
alguna lucecilla, siquiera debilucha, con que iluminar esa
figura gigante del Primer Sucesor de D. Bosco, «extraña-
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20.5 Page 195

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mente alterada en muchos puntos», según apreciación del
actual Rector Mayor, D. Luis Ricceri.
No se le quiso embalsamar a D. Rúa como si con ello
se cometiese casi una profanación... No lo embalsamemos
nosotros con un desconocimiento y una ligereza incalifica-
bles, convirtiéndole en una momia salesiana, siendo así
que su mensaje es tan meridiano, evangélico y provechoso...
El P. Orione quiso en su juventud hacerse salesiano.
Razones tenía: conoció a D. Bosco en sus últimos años
de vida y a D. Rúa en los primeros de su Rectorado. Sien-
do alumno fue querido tiernamente por ambos. Pero el
Señor le llamaba por otros derroteros. Fundaría la Pequeña
Obra de la Divina Providencia, destinada a repartir el bien
a manos llenas en la Iglesia. No se apartaban de su me-
moria ni de sus labios los ejemplos y las palabras de D o n
Bosco y de su discípulo.
Después de la catástrofe de Messina el P. Orione había
cambiado impresiones con D. Rúa. Ya el Beato se encon-
traba muy enfermo. De tal forma que el verano del mismo
año, ya difunto nuestro biografiado, quiso D. Orione inútil-
mente acudir a la bondad del antiguo amigo por encon-
trarse en una situación de desconsuelo y decaimiento gran-
des.
Un día, hacia la una y media, al salir de su oficina, el
P. Orione contempló delante de sí, con gran estupor, a
D. Rúa, revestido de sobrepelliz y andando a buen paso.
Se dio prisa por ponerse a su lado pero el Beato nada le
dijo. Simplemente le sonrió con gran dulzura, con expre-
sión de suavidad y ternura, dejando en su alma la luz y el
aliento suficientes para disipar el mal estado en que se
encontraba. Desapareció sonriendo. El P. Orione no dejó
desde este día de invocar el nombre de D. Rúa y su pro-
tección constante.
D. Rúa camina junto a la Congregación Salesiana, re-
juvenecida por las aguas casi bautismales, confirmatorias,
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del Capítulo General Especial. «Hagamos de forma que
nuestra alegría no sea la de un triunfalismo vacío», exclama-
ba D. Luis Ricceri en las «Buenas noches» que precedieron
a la jornada de la Beatificación, el 29 de octubre de 1972.
«Tratemos de darnos cuenta, sigue el Rector Mayor, de
lo que realmente era el verdadero D. Rúa, no el D. R ú a
tantas veces conocido en forma casi deformada»...
Creo yo no haber deformado la efigie verdadera del
Beato con mi largo centenar de páginas, algo festivas, como
para aligerar la lectura de este formidable «curriculum v i -
tae».
En las palabras que el P. Cerruti, perito en filigranas
latinas, dejó junto a los restos de D. Rúa, podríamos en-
contrar alguna pista del secreto de su santidad: «Miguel
Rúa, sacerdote turinés, segundo Padre de la Familia Sale-
siana, émulo de los ejemplos de piedad, sabiduría y acción
de San Juan Bosco, descansa aquí en la paz de Cristo.»
Segundo Padre... Emulo de los ejemplos... «¿Dónde se
encuentra la raíz de la paternidad de D. Rúa?», se pregunta
D. Ricceri. Y él mismo responde: « E n la foto que los
Salesianos de Barcelona, con una idea genial, han conse-
guido de un viejo daguerrotipo, está la respuesta v i v a y
palpitante de esta pregunta. Mirad bien aquel rostro, aque-
lla sonrisa, aquel gesto eminente de confianza. Mirad aquel
gesto de afecto filial, tierno. D. Rúa debe gran parte de
aquello que ha sido a este hecho: ha mirado siempre y con
aquel rostro a D. Bosco.»
Sí, terminemos de una vez: quizás volver a mirar a
D. Bosco valga la pena... en unos tiempos en los que
ningún miembro de nuestra Familia debe pretender des-
cubrir la pólvora por su cuenta desconociendo la Historia
más viva, palpitante y casi diría heroica, de nuestra Con-
gregación.
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nuevo beato, la cual se ve inscrita, en el ejército, podemos
decir, moderno de sus elegidos, una nueva figura sacerdotal;
que demuestra las virtudes de su estirpe civil y cristiana,
y que ciertamente promete otra fecundidad futura.
D. Rúa «beato». No vamos a dibujar ahora su perfil
biográfico ni vamos a hacer su panegírico. Su historia es
ya muy conocida por todos.
Un discípulo, un imitador, un modelo.
No son ciertamente los valores salesianos los que pri-
van de celebridad a sus héroes. Y es este un homenaje de-
bido a sus virtudes que, al hacerlos populares, extiende la
luz de su ejemplo y multiplica su benéfica eficacia; crea la
epopeya para la edificación de nuestro tiempo.
Y ahora, en este momento, en el que la emoción ju-
bilosa llena nuestros espíritus, preferimos más bien meditar
que escuchar. Así, pues, meditemos durante unos instantes
sobre el aspecto característico de D. Rúa, aspecto que lo
define y que con una sola mirada nos lo dice todo, nos lo
hace comprender. ¿Quién es D. Rúa?
Es el primer Sucesor de D. Bosco, el santo Fundador
de los Salesianos. ¿Y por qué ahora D. Rúa es beatificado,
es decir, glorificado? Es beatificado y glorificado justa-
mente porque es sucesor, es decir, continuador; hijo, discí-
pulo, imitador; el cual ha hecho con otros indudablemente,
pero el primero entre ellos, del ejemplo del Santo una escue-
la, de su obra personal, una institución extendida, puede de-
cirse, por toda la Tierra; de su vida una historia, de su
regla un espíritu, de su santidad un tipo, un modelo; ha
hecho de la fuente, una corriente, un río.
Recordad la parábola del Evangelio: « E l Reino de los
Cielos es semejante a un grano de mostaza que un hombre
coge y siembra en su campo; y con ser la más pequeña de
todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de
todas las plantas, y llega a hacerse un árbol de suerte que
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las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas» (Mateo,
X I I I , 31-32). L a prodigiosa fecundidad de la familia sale-
siana, uno de los mayores y más significativos fenómenos
de la perenne vitalidad de la Iglesia en el siglo pasado y
en el actual, ha tenido en D. Bosco el origen, en D. Rúa
la continuidad. Ha sido este su discípulo el que, desde
los humildes comienzos de Valdocco, ha servido a la obra
salesiana en su virtualidad expansiva, ha captado la felici-
dad de la fórmula y la ha desarrollado con coherencia fiel,
pero siempre con genial novedad. D. Rúa ha sido el fide-
lísimo y por ello el más humilde y al mismo tiempo el más
denodado de los Hijos de D. Bosco.
D. Rúa ha inaugurado una tradición.
Esto ya es conocidísimo. No recordaremos pasajes que
la documentación de la vida del nuevo beato ofrece con
exuberante abundancia; pero haremos una sola reflexión,
que Nos consideramos, especialmente hoy, muy importante.
Dicha reflexión afecta a uno de los valores más discutidos,
en bien y en mal, de la cultura moderna, queremos decir,
la tradición. D. Rúa ha inaugurado una tradición.
La tradición, que encuentra cultivadores y admiradores
en el campo de la cultura humanística, la historia, por ejem-
plo, el devenir filosófico, no es honrada, en cambio, en el
campo operativo, en el que más bien «la rotura de la tra-
dición» — l a revolución, la renovación apresurada, la origi-
nalidad siempre impaciente de la escuela ajena, la indepen-
dencia del pasado, la liberación de todo vínculo— parece
que se ha convertido en norma de la modernidad, en la
condición del progreso. No contestamos a lo que hay de
saludable y de inevitable en esta actitud de la vida pro-
yectada hacia adelante, que avanza en el tiempo, en la
experiencia y en la conquista de las realidades circunstan-
tes; pero advertiremos sobre el peligro y el daño del re-
chazo ciego de la herencia que el pasado, mediante una
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tradición sabia y selectiva, transmite a las nuevas genera-
ciones.
Valor de la tradición.
No prestando la debida atención a este proceso de trans-
misión, podremos perder el tesoro acumulado de la cultura,
y vernos obligados a reconocer que hemos retrocedido y
que no hemos progresado, y a comenzar de nuevo, desde
el principio, una fatiga extenuante. Podremos perder el
tesoro de la fe, que tiene sus raíces humanas en deter-
minados momentos de la historia que huye para encontrar-
nos de nuevo náufragos en el océano misterioso del tiempo,
sin tener ya la noción, ni la capacidad del camino a recorrer.
Discurso inmenso, pero que aparece en la primera página
de la pedagogía humana y que nos advierte, aunque no
de otra cosa, del mérito que tiene todavía el cultivo de la
sabiduría de nuestros mayores, y para nosotros, hijos de
la Iglesia, el deber y la necesidad que tenemos de beber
en la tradición aquella luz amiga y perenne que desde el
pasado lejano y próximo proyecta sus rayos sobre nuestro
camino procedente.
Pero para nosotros, el discurso, de cara a D. Rúa, se
hace siempre sencillo y elemental; pero no por esto menos
digno de consideración. ¿Qué nos enseña D. Rúa? ¿Cómo
ha podido subir a la gloria del Paraíso y a la exaltación
que la Iglesia hace hoy de él? Precisamente, como decía-
mos, D. Rúa nos enseña a ser continuadores, es decir, se-
guidores, alumnos, maestros, si queréis, por el hecho de ser
discípulos de un maestro superior. Ampliemos la lección que
de él nos llega; él enseña a los salesianos a permanecer
salesianos, hijos siempre fieles de su Fundador, y nos en-
seña después a todos la reverencia al magisterio, que pre-
side el pensamiento y la economía de la vida cristiana.
Cristo mismo, como Verbo procedente del Padre, y como
Mesías ejecutor e intérprete de la Revelación a él concer-
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niente, ha dicho de sí: «Mi doctrina no es mía, sino de
Aquel que me ha enviado» (Juan, V I I , 16).
La imitación en el discípulo, es fermento, perfección.
La dignidad del discípulo depende de la sabiduría del
maestro. La imitación en el discípulo no es ya pasividad,
ni servilismo; es fermento, es perfección (cfr. I Cor. I V , 16).
La capacidad del alumno para desarrollar la propia perso-
nalidad procede, en efecto, de aquel arte extractivo, propio
del preceptor, y cuyo arte se llama justamente educación,
arte que guía la expansión lógica, pero libre y original, de
las cualidades virtuales del alumno.
Queremos decir que las virtudes de las que D. R ú a
nos sirve de modelo y en las que se ha basado la Iglesia
para su beatificación, son todavía las virtudes evangélicas
de los humildes pertenecientes a la escuela profética de la
santidad; de los humildes, a los que han sido revelados
los misterios más elevados de la divinidad y de la humani-
dad (cfr. Mt. X I , 25).
Si de verdad a D. Rúa se le califica como el primer
continuador del ejemplo y de la obra de D. Bosco, nos
gustará considerarlo siempre, y venerarlo, en este aspecto
ascético de humildad y de dependencia; pero no podremos
olvidar jamás el aspecto dinámico de este pequeño-gran
hombre, mucho más porque nosotros, no ajenos a la men-
talidad de nuestra época, inclinada a medir la estatura de
un hombre por su capacidad de acción, nos damos cuenta
de que tenemos delante un atleta de actividad apostólica
que, siempre sobre el molde de D. Bosco, pero con dimen-
siones propias y crecientes, confiere a D. Rúa las propor-
ciones espirituales y humanas de la grandeza. En efecto,
su misión es grande. Los biógrafos y los críticos de su
vida han encontrado en ella virtudes heroicas, requisitos
que la Iglesia exige para el resultado positivo de las cau-
sas de beatificación y de canonización, y que suponen y
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21 Pages 201-210

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21.1 Page 201

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demuestran una extraordinaria abundancia de gracia divina,
causa primera y suma de la santidad.
La obra de D. Rúa.
La misión que hizo grande a D. Rúa se proyecta en
dos direcciones exteriores distintas, pero que en el corazón
de este poderoso operario del reino de Dios se entrelazan
y se funden, como sucedió habitualmente en la forma de
apostolado que la Providencia le asignó: la Congregación
Salesiana y el Oratorio, es decir, las obras para la juventud
y todas las demás que forman su corona. Aquí nuestro
elogio debería dirigirse a la triple familia religiosa que
tuvo su raíz, en primer lugar, en D. Bosco, y después en
D. Rúa, con sucesión lineal; la familia de los sacerdotes
salesianos, la de las Hijas de María Auxiliadora y la de
los Cooperadores Salesianos, cada una de las cuales tuvo
un maravilloso desarrollo bajo el impulso metódico e in-
cansable de nuestro beato.
Baste recordar que, en los veinte años de su gobierno,
de las 64 casas salesianas fundadas por D. Bosco durante
su vida, éstas se multiplicarían hasta llegar a 314. Vienen
a los labios, en sentido positivo, las palabras de la Biblia:
« E l dedo del Señor está aquí» ( E x . V I I I , 19). Glorificando
a D. Rúa, damos gloria al Señor, que ha querido, en su
persona, en el numeroso ejército de sus hermanos y en el
rápido incremento de la obra salesiana, manifestar su bon-
dad y su poder, capaces de suscitar incluso en nuestro
tiempo, la inagotable y maravillosa vitalidad de la Iglesia,
y de ofrecer a su ansia apostólica nuevos campos de tra-
bajo pastoral, que el impetuoso y desordenado desarrollo
social ha abierto ante la civilización cristiana. Y saludamos,
rebosantes con ellos de júbilo y esperanza, a todos los hijos
de esta joven y floreciente familia salesiana, que hoy, bajo
la mirada amiga y paternal de su nuevo beato, reaniman
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21.2 Page 202

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su marcha por el camino empinado y recto de la ya reco-
nocida tradición de D. Bosco.
Además, las obras salesianas se iluminan delante de N o s
encendidas por el santo fundador y con nuevo brillo del
beato continuador. Os miramos, jóvenes de la gran escuela
salesiana. Vemos reflejado en vuestros rostros y resplan-
decientes en vuestros ojos el amor, bajo cuya protección
maravillosa os han puesto D. Bosco y con él D. Rúa y
todos sus hermanos de ayer, de hoy y también de ma-
ñana. Cuan queridos y hermosos sois para Nos y con cuánto
agrado os vemos alegres, vivaces y modernos; sois jóvenes,
crecidos y crecientes en esta multiforme y providencial obra
salesiana.
Cómo aprieta en el corazón la emoción de las cosas
extraordinarias que el genio de caridad de San Juan Bosco
y del beato Miguel Rúa y de sus millares y millares de
discípulos han sabido crear para vosotros; para vosotros
especialmente, hijos del pueblo, para vosotros, si estáis ne-
cesitados de asistencia y de ayuda, de instrucción y de edu-
cación, de entrenamiento para el trabajo y para la oración;
para vosotros, si hijos de la desgracia o confinados en tierras
lejanas, esperáis a quien se aproxime a vosotros, con la
sabia pedagogía preventiva de la amistad, de la bondad,
de la alegría, a quien sepa jugar y dialogar con vosotros,
a quien os haga buenos y firmes, haciéndoos serenos, puros,
valientes y fieles, a quien os descubra el sentido y el deber
de la vida, y os enseñe a encontrar en Cristo la armonía
de todas las cosas.
También a vosotros, Nos os saludamos hoy, alumnos
pequeños y mayores de la jovial y laboriosa competición
salesiana y con vosotros a otros muchos coetáneos vuestros
de las ciudades y de los campos, a vosotros de las escuelas
y de los campos de deportes, a vosotros, del trabajo y del
sufrimiento; y a vosotros, de nuestras clases de catecismo
y de nuestras iglesias, sí, desearíamos dirigiros a todos por
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21.3 Page 203

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unos momentos el «atentos» e invitaros a elevar las miradas
hacia este nuevo Beato D. Miguel Rúa, que os ha amado
tanto, y que ahora, por mediación de nuestra mano, que
quiere ser la de Cristo, a cada uno particularmente y a
todos juntos os bendice.
O. R. 30-31 octubre 1972. Original italiano. Traducción
de ECCLESIA.)
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ÍNDICE
PÁG.
Dedicatoria
5
Con la venia
7
Miguel Rúa y las erratas
13
Miguel Rúa y el mozo de espadas
19
Miguel Rúa y los latines
21
Miguel Rúa y las aceitunas
35
Miguel Rúa y el sifón
45
Miguel Rúa y la Graduación
55
Miguel Rúa y los "burgaos"
67
Miguel Rúa y la moscarda
75
Miguel Rúa y la santa humildad
87
Miguel Rúa y los pepeles
97
Miguel Rúa y la sonrisa
109
Miguel Rúa y la jaula de cristal
121
Miguel Rúa y la chatarra
131
Miguel Rúa y la mística fortaleza
139
Miguel Rúa y los privilegios
153
Miguel Rúa y sus cosas
161
Miguel Rúa y su cruz particular
178
Miguel Rúa y el atletismo
193
Apéndice (Homilía de Pablo V I )
207
índice
215