Ejercicios espirituales Meditación 7 Retornar a Don Bosco

EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

RETORNAR A DON BOSCO”


Hacia el final de nuestros Ejercicios Espirituales, queremos vivir en clave de oración y encuentro con Dios lo que constituirá el objetivo central de nuestro Capítulo: el “partir nuevamente de Don Bosco, para despertar el corazón de cada salesiano, para regresar a los jóvenes con una identidad carismática renovada y una pasión apostólica más ardiente” (cfr. Carta del Rector Mayor, ACG 394).


1.- El Señor nos ha dado a Don Bosco como Padre y Maestro... (C 20)


Este “retornar a Don Bosco” no se trata, por supuesto, del regreso del hijo pródigo a la casa paterna: en realidad, nunca “nos hemos ido de casa”, de nuestro Carisma. Sin embargo, hay elementos objetivos que nos invitan a proyectar nuestro fidelidad a Don Bosco y al Carisma Salesiano ante los nuevos retos de la historia y de los jóvenes. El Rector Mayor, en la carta de convocación del CG, escribe: “Hoy más que ayer y mañana más que hoy, existe el grave peligro de romper los lazos que nos mantienen unidos a Don Bosco. Estamos a más de un siglo de su muerte. Ya han desaparecido las generaciones de Salesianos que habían estado en contacto con él y le habían conocido de cerca. Aumenta la separación cronológica, geográfica y cultural respecto del Fundador. Falta aquel clima espiritual y aquella cercanía psicológica, que consentían una referencia espontánea a Don Bosco y a su espíritu” (ACG 394, p. 9).


Es evidente que nuestra reflexión no pretenderá, en absoluto, hacer una “síntesis” de Don Bosco: además de la imposibilidad objetiva de hacerlo, frente a una figura colosal como la suya, yo sería el menos indicado para ello: todos nosotros conocemos demasiado bien a nuestro Padre como para pretender decir cosas “nuevas”.


Quisiera, sin embargo, partir precisamente de esa grandeza extraordinaria de Don Bosco, que nos llena de un legítimo orgullo, pero que no siempre está exenta de riesgos. Uno de ellos, concretamente, sería el perdernos en la compleja multiplicidad de rasgos, que podría incluso impedirnos ver lo esencial de su persona y del Carisma que, a través suyo, el Espíritu Santo ha dado a la Iglesia y a la humanidad. Como dice el proverbio, en ocasiones puede suceder que “los árboles nos impidan ver el bosque”. Basta recordar de cuántas profesiones y actividades humanas es Patrono Don Bosco, para subrayar, a nivel sin duda superficial y simplista, la riqueza poliédrica de su personalidad.


A propósito de san Francisco de Asís, el gran escritor inglés G. K. Chesterton dice que en ocasiones se ha querido interpretar su perfil de santidad de las maneras más diversas (desde iconoclasta hasta patrono de la ecología), olvidando lo más importante, lo que da sentido a todas las demás dimensiones: su amor a Cristo. Y añade, con su habitual ironía, que proceden como si alguien se pusiera a escribir una biografía de Amundsen, con una sola prohibición: hacer cualquier referencia a los Polos norte y sur. Quizá una comparación más actual sería: tratar de relatar la vida de Pelé, o Maradona, hablando de todo, menos de una cosa: del futbol.


En la misma Carta, el P. Pascual nos lo dice claramente: “En la base de todo, como fuente de la fecundidad de su acción y de su actualidad, hay algo que muchas veces se nos escapa: su profunda experiencia espiritual, que se podría llamar su “familiaridad” con Dios. ¡Quién sabe si no será precisamente esto lo mejor que tenemos de él para invocarlo, imitarlo, ponernos en su seguimiento para encontrar a Cristo y hacer que lo encuentren los jóvenes!” (ACG 394, p. 12).


Un testimonio no muy conocido que aparece en las Memorias Biográficas, ilustra estas palabras del Rector Mayor:


En una ocasión, en que Don Bosco visitó un seminario, “la lectura espiritual quedó suplida por una exhortación de Don Miguel Rúa. Éste habló sobre el amor que Dios nos tiene. Sus ardorosas palabras revelaban en él un alma abrasada del amor divino. Más que una meditación, aquello resultó una contemplación y para el Santo (Don Bosco), un éxtasis. Corrían gruesas lágrimas por sus mejillas, y como se diera cuenta de ello el superior, dijo fuerte, con su voz dulce y simpática: Don Bosco está llorando. Es imposible describir la emoción que produjo en nuestras almas aquella simple expresión. Las lágrimas del Santo fueron todavía más elocuentes que las inflamadas palabras de don Miguel Rúa. Nos sentimos profundamente emocionados y reconocimos la santidad ante la señal del amor y ya no necesitábamos milagros para manifestar al Santo nuestra veneración” (MB 18, 131).


En este sentido, “retornar a Don Bosco”, no es otra cosa que crecer en lo que constituye nuestra identidad cristiana: la centralidad de Dios en nuestra vida, lo que nuestro Fundador escribió en el artículo primero de las Constituciones: “La Sociedad Salesiana tiene por fin el que los socios, al mismo tiempo que procuran adquirir la perfección cristiana, practiquen toda obra de caridad espiritual y corporal en bien de los jóvenes, especialmente de los más pobres”. Es buscar siempre esa “medida alta” de la vida cristiana y consagrada, la santidad, en la experiencia de la triple actitud teologal, que nos permita vivir, como él vivió, “como si viera al Invisible” (C 21).


A este respecto, la canonización de Don Bosco en cuanto Fundador, lo sabemos bien, tiene un sentido que va más allá del simple reconocimiento de la heroicidad de sus virtudes, o la verificación de una intervención extraordinaria de Dios a través de los milagros. Es lo que afirma, con toda claridad, Vita Consecrata: “Cuando la Iglesia reconoce una forma de vida consagrada o un Instituto, garantiza que en su carisma espiritual y apostólico se dan todos los requisitos objetivos para alcanzar la perfección evangélica personal y comunitaria” (VC, 93). En esa misma línea va la afirmación del primer artículo de nuestras Constituciones: “La Iglesia ha reconocido en ello la acción de Dios, sobre todo aprobando las Constituciones y proclamando santo al Fundador”(C 1).


Queridos salesianos, sed santos”, nos invitaba el Rector Mayor en una de sus primeras Cartas, elencando, además, las características de esta santidad salesiana (ACG 382, pp. 8-10). Toda la carta es una invitación a aceptar este reto; es “la tarea esencial de nuestra vida, según la expresión del Papa. Alcanzado esto, todo se ha alcanzado; si fallamos en esto, todo está perdido, como se afirma de la caridad (cf. 1 Cor 13, 1-8), esencia misma de la santidad” (Ibid., p. 11).


Don Bosco nos invita, ante todo, a que seamos santos, de manera que la misma Misión sea una expresión y consecuencia de esta santidad, a la vez que un camino para crecer en ella. “El testimonio de esta santidad, que se realiza en la misión salesiana, revela el valor único de las bienaventuranzas, y es el don más precioso que podemos ofrecer a los jóvenes” (C 25).


Permitidme una segunda precisación, que se inspira en el Prólogo del libro del Papa (o, como él mismo dice, de Joseph Ratzinger), Jesús de Nazaret. Lo que diré no pretende ser más que una simple analogía.


Es indudable que ahora tenemos muchos más elementos en las diversas ramas de la ciencia (histórica, lingüística, psicológica, sociológica, etc.), para conocer a Don Bosco; y es algo que tenemos que agradecer a tantos hermanos salesianos (algunos de los cuales están aquí presentes), que han dedicado su vida a estudiarlo y a comunicarnos los resultados de su cualificada investigación. Sin embargo, aquí también podemos correr el peligro que el Papa señala, a propósito del uso del método histórico-crítico. Dicho con una imagen muy simple, pero expresiva, podemos en ocasiones contentarnos o privilegiar una radiografía de Don Bosco, en vez de su rostro vivo y actual. Cuando un médico debe intervenir quirúrgicamente a su propia madre, de poco o nada le sirven las fotografías que de ella tiene, ya que necesita los estudios más especializados que existan; sin embargo, en su consultorio o en la mesa de trabajo no acostumbra tener la radiografía de su madre, sino una fotografía lo más fiel y “viva” posible.


Como Congregación; más aún: como Familia Salesiana, debemos buscar siempre una síntesis que nos permita conocer vitalmente al auténtico Don Bosco, a quien, como decíamos en el título de este parágrafo, Dios nos ha dado como Padre y Maestro.



2.- “...Lo estudiamos e imitamos, admirando en él una espléndida armonía entre naturaleza y gracia...” (C 20)


En las diversas reflexiones anteriores, hemos tratado de “poner en práctica” esta armonía entre naturaleza y gracia. Retomaré algunos (entre muchos otros) de los elementos meditados, que se integran maravillosamente en la persona de Don Bosco, personalidad sintética si las hay. Por una parte, dotado, como decíamos antes, de una riqueza extraordinaria: “profundamente humano y rico en las virtudes de su pueblo, estaba abierto a las realidades terrenas – profundamente hombre de Dios y lleno de los dones del Espíritu Santo”; por otra parte, capaz no sólo de una “espléndida armonía”, sino también de una fusión en un proyecto de vida fuertemente unitario: el servicio a los jóvenes. Aun desde esta perspectiva “formal”, el salesiano, dotado igualmente (no en la misma medida, sin duda) de dones de naturaleza y gracia, está llamado a ser un hombre de síntesis, de equilibrio, de buen sentido, que no hipertrofia ni atrofia ninguna de sus dimensiones fundamentales. El salesiano debe ser, en el mejor sentido del término, un hombre normal, como lo describió el Cardenal Pironio en la inauguración del CG 22; no en el sentido de “mediocridad”, sino todo lo contrario: inflamado de la pasión del amor por los jóvenes, buscando su bien máximo: su salvación.


1.- Hemos hablado de la gratuidad como esa atmósfera que, desde la fe (entendida, por lo tanto, como Gracia) creemos que envuelve a todo hombre, cristiano o no, como expresión de la presencia amorosa de Dios. Don Bosco era extraordinariamente sensible a este “sentido de la gratuidad”. Lo hemos subrayado en varios momentos, sobre todo al hablar de la predilección por los más “insignificantes”.


Recordemos lo que escribe el Rector Mayor en su Carta “Contemplar a Cristo con la mirada de Don Bosco”, evocando la experiencia que nuestro Padre tuvo con los alumnos de los Jesuítas: “Mientras estudiaba filosofía, Juan Bosco acompañó a jóvenes de buena posición en unas vacaciones de verano con los Jesuítas cerca de Turín, a donde habían invitado a sus internos durante una epidemia. Aunque es cierto que no encontró dificultad en su trato con ellos, más aún: se hizo amigo de aquellos jóvenes que lo querían y respetaban, se convenció de que su ‘método’ no se adaptaba a un sistema de ‘compensación recíproca’. En Montaldo (...) percibió la dificultad de tener en aquellos jóvenes la plena influencia que es necesaria para hacerles el bien. Se persuadió, en consecuencia, de no estar llamado a ocuparse de los jóvenes de familias acomodadas” (ACG, 384, p. 17).


Quisiera profundizar este tema, con el ejemplo que me parece más relevante. La vida, toda vida humana, lo hemos meditado, es el regalo por excelencia, en cuanto que todos lo tenemos, y también porque presupone cualquier otro don, de “naturaleza o de gracia”. Sería retórico decir que también Don Bosco lo sintió así. Hay algo más: creo que, a este respecto, encontramos un don extraordinario de Dios en su vida.

Aunque todos sabemos que la vida es regalo, no siempre lo experimentamos: sin duda, aquí también vale el refrán: “nadie sabe el bien que tiene, hasta que lo ve perdido”... o en peligro. No hace falta demostrar el hecho de que, quien ha visto su vida amenazada de muerte, y ha sobrevivido, ha aprendido a valorarla, en una medida infinitamente mayor. La descripción clásica de esta experiencia la encontramos (esta vez es inevitable la referencia) en la vida de Dostoyevski, a propósito de la situación que Stefan Zweig llama uno de los “momentos estelares de la humanidad”: el novelista lo relata en tercera persona:


le quedaban unos cinco minutos de vida, no más. Decía él que aquellos cinco minutos le parecieron un tiempo infinito, una riqueza inmensa (...) Iba a morir a los veintisiete años, sano y fuerte (...) Nada le resultaba entonces más penoso que una idea constante: ‘¡Oh, si no tuvieras que morir! ¡Oh, si te devolvieran la vida, qué eternidad! ¡Y sería toda mía! ¡Oh, cada minuto lo convertiría yo en todo un siglo, no perdería nada, calcularía cada uno de los minutos, ni uno solo perdería en vano!’ 1.


Todos conocemos el conmovedor texto de las Memorias Biográficas que relata la enfermedad mortal de Don Bosco, pero no resisto a transcribir alguno de sus párrafos.


Don Bosco, refiriéndose a su enfermedad, dejó escritas las siguientes palabras: “Me parecía que en aquel momento estaba preparado para morir; me dolía abandonar a mis jóvenes, pero estaba contento de terminar mis días, seguro de que el Oratorio tenía ya una forma estable”. Su seguridad provenía de estar convencido de que el Oratorio era algo querido y fundado por Dios y por la Virgen (...) Desde el principio de la semana, al difundirse la funesta noticia de esta enfermedad, se dio en los jóvenes del Oratorio un dolor y una angustia indescriptibles (...) Sucedían escenas conmovedoras: ‘Déjeme sólo verlo’, pedía uno; ‘no lo haré hablar’, aseguraba otro (...); ‘si Don Bosco supiera que estoy aquí, me dejaría entrar’, decía otro (...) Don Bosco oía los diálogos que se hacían con el portero y estaba conmovido (...) Viendo que los recursos humanos no dejaban ya ninguna esperanza, recurrieron a los celestiales, con un fervor admirable. (...) Era un sábado del mes de julio, día consagrado a la Augusta Madre de Dios.


Conocemos bien el desenlace de este momento decisivo, un verdadero parteaguas en la vida de Don Bosco. Invitado por el teólogo Borel a hacer al menos una oración por su salud, con mucha dificultad Don Bosco dijo, finalmente: “Sí, Señor, si te agrada, dame la salud”. “A la mañana siguiente, los dos doctores Botta y Cafasso vinieron para visitarlo, con el temor de encontrarlo muerto; y tomándole el pulso, le dijeron: “Querido Don Bosco, vaya a darle gracias a la Virgen de la Consolata, que hay motivo de sobra para hacerlo”.


Es indescriptible la escena en que el querido Padre regresa en medio de sus hijos. “Fue un espectáculo tan cordial, que se puede imaginar, pero no describir. Don Bosco les dirigió pocas palabras. Entre otras cosas, les dijo: “Yo os agradezco las pruebas de amor que me habéis dado durante la enfermedad; os agradezco las oraciones hechas para mi curación. Estoy persuadido de que Dios me concedió la vida por vuestras oraciones; y por ello, la gratitud quiere que yo la gaste enteramente por vuestro bien espiritual y temporal. Así prometo que lo haré, mientras el Señor me deje en esta tierra; y vosotros, por vuestra parte, ayudadme” (MB 2, 492-499).


Creo que nuestro Rector Mayor ha vivido una experiencia semejante, y curiosamente a la misma edad de Don Bosco, hacia los 31 años. Quizá la mayoría de nosotros nunca lo experimentaremos: lo más importante es que estemos convencidos de que, si Dios nos ha llamado a la vida y a esta vida, como salesianos, es para que digamos, como Don Bosco: “Yo por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros vivo, por vosotros estoy dispuesto incluso a dar mi vida” (C 14).


2.- Al mencionar antes, como clave de comprensión de la vida entera de Don Bosco, la centralidad de Dios en ella, suponemos algo que ahora quisiera explicitar: esta fe total en Dios es inseparable del seguimiento e imitación de Jesucristo. Para nuestro Padre, hablar de religión es hablar del Cristianismo: en su tiempo y en su contexto socio-cultural-religioso, esto es innegable e indiscutible. Sin duda, Don Bosco sería el primero en invitarnos a participar activamente en el diálogo ecuménico e interreligioso, precisamente porque estaba convencido de que Jesucristo es –con palabras del Magisterio y la teología actual- el “único y universal Salvador de todos los hombres”.


Es Jesucristo quien, desde los primeros años de su vida, guía y orienta todas sus acciones. Es Jesucristo quien, en el sueño de los nueve años, le indica una misión, haciéndole comprender que toda su existencia está marcada por una vocación-misión, y le da la Maestra, “sin la cual toda sabiduría es necedad”2. Es a Jesucristo a quien descubre, ama y sirve en cada una de las personas que encuentra en su camino, sobre todo los jóvenes más pobres y abandonados, tomando en serio las palabras del Señor en Mt. 25, 31ss. Es a Jesucristo a quien quiere “plasmar” en ellos, a través de un camino donde la pedagogía y la catequesis se integran plenamente: “Como Don Bosco, estamos llamados, todos y en todas las ocasiones, a ser educadores de la fe. Nuestra ciencia más eminente es, por tanto, conocer a Jesucristo, y nuestra alegría más íntima, revelar a todos las riquezas insondables de su misterio. Caminamos con los jóvenes para llevarlos a la persona del Señor resucitado, de modo que, descubriendo en Él y en su Evangelio el sentido supremo de su propia existencia, crezcan como hombres nuevos” (C 34).


Para Don Bosco, la santidad no es un ideal ético, sino la plenitud de la amistad con una Persona: Jesucristo.


En esta centralidad del Señor Jesús en la vida de Don Bosco, encontramos una sensibilidad carismática que lleva a privilegiar algunos rasgos de su inagotable figura (cfr. C 11): entre ellos, como nos recordaba el Rector Mayor hace algunos años, la imagen de Apóstol del Padre y de Buen Pastor. En la contemplación de Jesucristo, Buen Pastor, Don Bosco “aprende” –y todos nosotros, como salesianos, estamos llamados a realizar ese mismo aprendizaje- el Sistema Preventivo: la gratuidad, la preocupación por el más alejado, el amor hecho bondad, el conocimiento personal (“el buen pastor conoce a sus ovejas, y las llama a cada una por su nombre”), y sobre todo, la necesidad de entregarlo todo y entregarse, hasta “dar la vida por sus ovejas” (cfr. ACG 384, 26-28).


3.- La figura del Buen Pastor, y su preocupación por cada una de sus ovejas, con una desconcertante predilección por la oveja perdida, nos puede servir de motivación para tratar de profundizar, hacia el final de nuestros Ejercicios, un tema particular que en los días precedentes sólo hemos mencionado: la unidad del agape y el eros en la vida y en la acción de nuestro Padre.


Frente a la semántica habitual de la palabra eros, malentendida casi como sinónimo de “sexualidad” (y con frecuencia, incluso de sexualidad morbosa), y también ante la concepción de un sector de la teología protestante del siglo XX (en especial en el norte de Europa), que oponía drásticamente eros y agape, el Papa Benedicto XVI ha tenido el mérito de reivindicar, desde la más alta cátedra de la Iglesia universal, el valor humano, cristiano y -¿por qué no decirlo?- teológico, del eros, culminando de esta manera toda una corriente de reflexión humanista en esa misma dirección.


Podemos decir, en forma muy breve, que “sabemos lo que no es el eros”; pero ¿qué es? Incluso si leemos con atención la Encíclica del Santo Padre, y sobre todo su Mensaje de Cuaresma 2007, podemos quedarnos con la impresión de que no es claro al respecto, e incluso encontrar alguna aparente contraposición. Por ejemplo, si, a la luz de la Encíclica Deus Caritas Est, n. 7, entendiéramos el agape como “amor descendente”, y el eros como “amor ascendente”, ¿cómo podría hablarse del eros de Dios para con el hombre? E igualmente, ¿qué otro tipo de amor podría tener el ser humano para con Dios sino el ‘ascendente’, por tanto, sólo el amor erótico? A mi juicio, podrían encontrarse al menos cinco o seis descripciones diferentes del eros en estos documentos del Papa: como amor ascendente – como correspondencia en el amor – como sentimiento y emoción “extáticas” – como posesión de lo que falta al amante – como anhelo de unión...; estas descripciones, en el fondo, no son alternativas, sino más bien son todas ellas aproximaciones, desde diferentes perspectivas, a su esencia, indefinible, en cuanto que, como auténtico amor, está más allá de la comprensión lógica humana; podemos aplicarle las palabras de san Anselmo: “rationabiliter comprehendit... incomprehensibile esse”: comprendemos, razonablemente, que el amor está más allá de la razón. Pero esta incomprensibilidad no significa que no se pueda penetrar en su conocimiento, sino más bien que no se puede agotar.


El camino que quisiera sugerir parte de dos elementos, ya mencionados anteriormente. Por una parte, el Santo Padre da a entender que el eros es indispensable incluso para la realización del agape (cfr., entre otros textos, DCE, 7); por otra parte, hemos subrayado la necesidad de profundizar en el amor desde las dos “orillas” de la experiencia: el amar, sin duda, pero también el ser-amado. En ambos aspectos descubrimos la presencia de un factor esencial, que es tan evidente, que con frecuencia nos puede pasar desapercibido, a saber: la singularidad de la persona amada. Sin ella, el mismo agape (¡y, paradójicamente, desde el otro extremo, la sexualidad!) puede llegar a ser impersonal; y sin esta característica, la persona no puede sentirse amada, en lo más profundo de su ser. Creo que la descripción –sin duda, balbuciente- del eros va ligada al reconocimiento de la persona amada como única e irrepetible: y esto en toda la gama del amor, desde la sexualidad, que se convierte en auténtico amor humano cuando se deja personalizar de esta manera, hasta el agape, que también necesita dejarse personalizar por el eros 3, so pena de convertirse en egoísmo narcicista: existe el peligro, real, de que, tras la máscara del “yo amo a todos”, no amo, en realidad, a nadie.


Desde esta clave de lectura podemos entender perfectamente lo que llamábamos “aproximaciones” al eros, en los documentos de Benedicto XVI; incluyendo la dimensión del sentimiento y la emoción, que son, sin duda, esenciales no sólo en la experiencia del amor en general, sino en especial ante el estupor del encuentro con la persona única e irrepetible que constituye su objeto, y que se expresa en la sencilla frase: ¡qué maravilla que existas!


El Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas en el redil (¡o en el monte!, Mt. 18, 12) para buscar a la ovejuela perdida, entiende perfectamente esto (cfr. también ACG 384, p. 27). La aplicación a nuestro santo Padre Don Bosco es evidente y, añadiría yo, entusiasmante. Tratando de precisar aún más esto, yo diría que la estructura y orientación de su amor es el agape; y que el contenido y dinámica del mismo es su eros. Don Bosco no busca, en su propia realización a través del amor, a quien le fascina y “plenifica”, sino a quien más necesita de su amor agápico; pero dicho amor es totalmente personal y afectivo (y, por supuesto, efectivo): cada muchacho se sentía amado personalmente por Don Bosco; más aún: se sentía su predilecto, como si fuera el único. ¡Cómo resuenan nuevamente en nuestros oídos y en nuestro corazón las palabras de estos muchachos de la calle, ante el cuarto del querido moribundo: “Si Don Bosco supiera que yo estoy aquí, haría que entrara de inmediato”!


Y gracias a este amor agápico, hecho afecto entrañable (¡qué bella expresión psicosomática!), sus muchachos se sentían amados por Dios, al grado que, según el testimonio de Don Giacomelli, “los muchachos lo querían tanto y le tenían tanto aprecio y respeto, que le bastaba manifestar un deseo para ser atendido. Se abstenían de todo lo que pudiera disgustarle: no había temor servil en su obediencia, sino afecto verdaderamente filial. Algunos se guardaban de cometer ciertas faltas, casi más por miramiento a él que por no ofender a Dios; pero él, al darse cuenta, se lo reprochaba seriamente, diciendo: ¡Dios es algo más que Don Bosco”! (MB 3, 585). Y hacia el final de su vida, le decía el teólogo Piano: “El amor, que entonces le profesábamos, lo conservamos todavía (...) ¿Acaso no fue en el Oratorio donde la mayor parte de nosotros encontramos el pan y los vestidos de que carecíamos? Dejará de latir nuestro corazón antes que dejemos de amaros. Quereros a vos es para nosotros una prenda del amor de Dios” (MB 18, 131).


En otra ocasión, también hacia los últimos años de su vida, dijo a un grupo de exalumnos sacerdotes y laicos: “Ahora me toca a mí responder, quién sea el más querido por mí. Decidme: ésta es mi mano: ¿cuál de los cinco dedos es el más querido por mí? ¿De cuál de ellos aceptaría privarme? Ciertamente, de ninguno, porque los cinco me son queridos, e igualmente necesarios. Ahora bien: yo os diré que os amo a todos, sin distinción y sin medida” (MB 18, 160).


La frase más atrevida, a mi juicio, de Benedicto XVI (y él mismo lo da a entender), hacia el final de su Mensaje, creo que puede aplicarse, análogamente, a Don Bosco: “Se podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre (en la cruz de Cristo) es, en realidad, la expresión suprema de su agape”. ¡Nada extraño que el gran Orígenes entendiera de esta manera –contra gran parte de la Tradición de la Iglesia- la bellísima frase de san Ignacio de Antioquía: “Mi Eros está crucificado”: “Por lo menos, yo recuerdo que uno de los santos, llamado Ignacio, dijo de Cristo: ‘Mi Eros está crucificado’, y no creo que merezca ser censurado por ello” (Comentario al Cantar de los Cantares, Prólogo).


Todo esto nos permite recuperar toda la hondura de la invitación de Don Bosco, entonces y hoy: Studia di farti amare! A la gratuidad total del amor no se opone en absoluto el deseo, más aún: el anhelo de la correspondencia; mucho menos es expresión de egoísmo embozado. Cuando es auténtico, implica la más radical kénosis: el vaciarnos tan plenamente de nosotros mismos, que sea Cristo quien vive en nosotros (cfr. Gal 2, 19-20): y sea El quien ama y es amado en nosotros. ¡Ojalá podamos escuchar, cada uno de nosotros, de parte de nuestros jóvenes, lo que escuchó Don Bosco: “¡Quereros a vos es para nosotros una prenda del Amor de Dios!”


Termino este parágrafo, una vez más, con una frase sintética del Mensaje del Papa: “En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros”.



3.- “...también nosotros encontramos en él nuestro Modelo” (C 97)


Como conclusión, me parece necesario precisar aún más nuestra relación con Don Bosco, Padre y Maestro. Sin duda, hemos escuchado muchas veces, de parte de personas que no pertenecen a nuestra Familia Salesiana, expresiones de desconcierto, o incluso de reproche, por la manera en que lo veneramos y tratamos de imitar. Algunos incluso llegan a decirnos que hemos puesto a Don Bosco en el lugar de Cristo nuestro Señor. Evidentemente, son apreciaciones injustas, pero denotan algo que conviene reflexionar: nuestra relación con Don Bosco no es igual a la que otras Órdenes o Congregaciones tienen para con sus Fundadores; y esto no tendría por qué preocuparnos, o menos aún, avergonzarnos. Por otra parte, es evidente que podemos correr el peligro de llamarnos “hijos de Don Bosco” sin serlo en verdad (cfr. Lc. 3, 8; Jn. 8, 39. 42), por muchos motivos; entre otros, por confundir la fidelidad con la inmutabilidad nostálgica; pero también “inventándonos” a Don Bosco, respondiendo, cada uno como se lo imagina, a la pregunta: “¿Cómo actuaría él, aquí, hoy?”


Considero que el artículo constitucional del que forma parte la frase inicial nos da una preciosa respuesta. Por una parte, nos recuerda, en el comienzo (no sólo cronológico, sino carismático) de nuestra Congregación, cómo “los primeros salesianos encontraron en Don Bosco un guía seguro. Vitalmente incorporados a su comunidad en acción, aprendieron a modelar la propia vida sobre la suya. También nosotros encontramos en él nuestro modelo”. Pero, por otra parte, “la naturaleza religioso-apostólica de la vocación salesiana determina la orientación específica de nuestra formación; tal orientación es necesaria para la vida y unidad de la Congregación” (C 97).


Dejando a un lado el contexto de este artículo (que es el de la vida como formación), se trata de buscar una síntesis vital entre la figura concreta de Don Bosco, y la naturaleza de nuestro Carisma. Descuidar lo segundo, nos llevaría a una repetición nostálgica y anecdótica de Don Bosco, quien sería el primero en reprochárnoslo; pero lo contrario nos llevaría a centrarnos en un conjunto de ideas y conceptos de tipo teológico, pedagógico o espiritual, olvidando que todo ello es parte de un Carisma, que Dios ha dado a la Iglesia y a la humanidad, sobre todo a los jóvenes, en una persona concreta, llamada Juan Bosco.


Dicha síntesis, me atrevo a decir, la encontramos en Don Bosco mismo: “Si me habéis amado hasta ahora, seguid haciéndolo en adelante con la observancia exacta de nuestras Constituciones” (Constituciones, Proemio); “acogemos las Constituciones como testamento de Don Bosco, libro de vida para nosotros y prenda de esperanza para los pequeños y los pobres” (C 196).


4.- Conclusión


Casi al final de nuestros Ejercicios, quisiera ofrecerles dos reflexiones conclusivas.


Si quisiéramos sintetizar en poquísimas palabras la personalidad de Don Bosco, yo diría: habiendo centrado toda su vida en Dios, en el seguimiento de Jesucristo, y gastado toda su vida por los jóvenes, de quienes estuvo carismáticamente apasionado, nuestro Fundador y Padre se mnaifiesta, al mismo tiempo y de forma inseparable, como un hombre santo y feliz. Ha integrado perfectamente las dos dimensiones de su realización personal en Cristo: la dimensión “objetiva” = perfección, santidad; y la dimensión subjetiva = felicidad. No es sólo un juego de palabras la expresión, tantas veces citada respecto de él (y también de san Francisco de Sales, su patrono, y también el nuestro): “Un santo triste es un triste santo”.


La segunda reflexión quiere ser, en cierta manera, una síntesis final, anticipada. En las diversas reflexiones, hemos tratado de “poner en práctica” la armonía entre naturaleza y gracia, que es característica de Don Bosco (cfr. C 21). En un cierto sentido, podemos decir que, en el fondo, no hemos profundizado otra cosa más que... el Sistema Preventivo. De hecho, hemos tomado como “tema” y contenido central la ‘amorevolezza’, entendida como expresión-manifestación del amor, entre los dos polos de la razón (experiencia humana) y la religión (reflexión teológica). Es la síntesis más breve y densa que podemos hacer...



1 F. M. DOSTOYEVSKI, El Idiota, Barcelona, Bruguera, 1981, p. 75.

2 SAN JUAN BOSCO, Memorie dell?oratorio, Roma, LAS, 1991, p. 36.

3 Cfr. el extraordinario texto (¡puesto en una nota perdida a pie de página!) de EBERHARD JÜNGEL, Dio Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, 2004, p. 416, nota 15 –aunque no estoy totalmente de acuerdo con el lenguaje que utiliza).

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