Ejercicios espirituales Meditación 2 Da mihi animas

EJERCICIOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO GENERAL XXVI SDB

MÍSTICA DEL CARISMA:

DA MIHI ANIMAS...


Al inicio de la Carta de Convocación del CG 26, el Rector Mayor escribe: “Hace tiempo que he madurado la convicción de que la Congregación hoy tiene necesidad de despertar el corazón de todo hermano con la pasión del ‘Da mihi animas’” (ACG 394, p. 6). Éste será el núcleo de la presente reflexión.


1.- “Da mihi animas”: mística y ascesis salesianas


Poco más adelante, en la misma carta, D. Pascual nos recuerda un texto muy relevante de nuestra Tradición salesiana:


El lema de Don Bosco es la síntesis de la mística y de la ascética salesiana, como se indica en el ‘sueño de los diez diamantes’. Aquí se entrecruzan dos perspectivas complementarias: la del rostro visible del salesiano, que manifiesta su audacia, su valor, su fe, su esperanza, su entrega total a la misión, y la de su corazón escondido de consagrado, cuya nervadura está constituída por las convicciones profundas que lo llevan a seguir a Jesús en su estilo de vida obediente, pobre y casto” (p. 8); “la razón de su incansable obrar por ‘la gloria de Dios y la salvación de las almas’”(p. 7).


Aun distinguiendo las dos partes del lema, tomado de la Sagrada Escritura (Gn 14, 21: no entramos aquí en discusiones exegéticas), conviene no separarlos: la mística y la ascesis no se pueden entender más que unidas. Recordemos, como ejemplo, la imagen que a este respecto presenta el documento sobre la vida fraterna en comunidad: “la comunidad sin mística (comunión) no tiene alma, pero sin ascesis (vida común) no tiene cuerpo” (n. 23). Retomaremos luego esta relación entre la mística y la ascesis, en su unión más plena, que constituye también su auténtico punto de partida: el amor.


En primer lugar, desde el punto de vista formal, este lema es una oración. “Precisamente porque es oración, hace comprender que la misión no coincide con las iniciativas y las actividades pastorales. La misión es don de Dios, más que compromiso apostólico; su realización es oración en acto” (ACG, p. 6). Recordemos, asimismo, las expresiones de Jesús, en el discurso del Pan de Vida: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado (...) Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí, si no se lo concede mi Padre” (Jn 6, 44.65). En este sentido, es una oración de

petición: le pedimos a Dios que nos dé a los jóvenes para “salvarlos”. ¿Somos conscientes de lo que nos arriesgamos a pedirle a Dios, de la tremenda responsabilidad que implica nuestro lema? Nada menos que el que nos confíe “la porción más delicada y valiosa de la sociedad humana” (C 1), los jóvenes... ¿Estamos a la altura de esta petición?


...la Gloria de Dios y la salvación de las almas...”


En el fondo, ¿qué le pedimos a Dios, cuando rezamos: Da mihi animas? ¿No nos lleva esta petición a una mentalidad espiritualista, dicotómica, desligada de la realidad integral e histórica de los jóvenes?


Esta objeción podría tener algo de verdad; pero en nuestro tiempo, sobre todo a la luz del trabajo hecho por la Congregación en las diversas partes del mundo, se vuelve puramente retórica: se ha visto respondida suficientemente en la práctica. Pedir al Señor “las almas”, lo ha entendido siempre la Congregación como una expresión metonímica que designa a la persona integral: todo joven, y todos los jóvenes, en su realidad corpóreo-espiritual, son, “en potencia”, destinatarios de nuestra pasión apostólica; y por ello, nuestro trabajo es educativo y pastoral, concretizando así nuestra misión, que “participa en la misión de la Iglesia, que realiza el plan salvífico de Dios, la venida de su Reino, llevando a los hombres el mensaje del Evangelio en íntima unión con el desarrollo del orden temporal” (C 31).


Personalmente, considero que el problema sigue siendo otro. Dicho sintéticamente, y retomando el carácter metonímico de la expresión, la pregunta sobre el carácter específico de la palabra “alma” no queda todavía respondida.


Ni quedará respondida si olvidamos que la promoción integral, que Don Bosco ha buscado para sus jóvenes, tiene como meta última y definitiva su salvación. Si no es ésta nuestra meta en el trabajo educativo y pastoral, no iremos más allá de ser una organización más o menos eficaz para el desarrollo de la juventud, pero no seremos un movimiento carismático, cuya misión consiste en ser “signos y portadores del Amor de Dios a los jóvenes, especialmente a los más pobres” (C 2).


Tratando de expresar esto en un esquema muy simple, diría:




Perdición eterna





expresiones”

de la

condenación


SITUACIÓN

CONCRETA

DE LOS

JÓVENES


Mediaciones

De la

salvación



Salvación

eterna


El centro, como es evidente, representa la realidad juvenil actual; los extremos corresponden a una visión cristiana “tradicionalista” de la situación humana frente a Dios, como si todo se jugara sólo en la salvación o condenación eternas; los espacios intermedios, con el texto en cursiva, expresan una visión más “actual” de dicha realidad, pero si se vuelve exclusiva se corre el peligro de olvidar las “realidades últimas”, los novísimos. El conjunto corresponde a una visión integral, la única que anima y hace plena justicia a nuestro trabajo salesiano.


Sólo cuando buscamos “trabajar por la salvación de la juventud” (cfr. C 12), nuestro trabajo se convierte en experiencia de Dios. “La gloria de Dios y la salvación de las almas fueron la pasión de Don Bosco. Promover la gloria de Dios y la salvación de las almas equivale a conformar la propia voluntad con la de Dios, que se comunica a Sí mismo como Amor, manifestando de este modo su gloria y su inmenso amor a los hombres, que quiere que todos se salven. En un fragmento casi único de su “historia del alma” (1854), Don Bosco confesará su secreto sobre las finalidades de su acción: ‘Cuando me entregué a esta parte del sagrado ministerio, quise consagrar todas mis fatigas a la mayor gloria de Dios y en beneficio de las almas; quise consagrarme para hacer buenos ciudadanos en esta tierra, para que fuesen luego un día dignos habitantes del cielo. Dios me ayude a poder continuar así hasta el último respiro de mi vida. Así sea” (ACG 394, 37-38).


No está de más precisar que la “salvación” no significa, usando una comparación sencilla, “llegar, a duras penas, al cielo”. Para Don Bosco, el ideal de la educación salesiana es la santidad, la “medida alta” que nos presenta el Santo Padre Juan Pablo II en Novo Millenio ineunte (nn. 30-31) como la meta y el programa de toda la acción de la Iglesia.


Incluso para sus muchachos, quienes en su mayoría no provenían de ambientes “privilegiados” (ni desde el punto de vista socio-económico, ni religioso), Don Bosco ha propuesto un programa de espiritualidad tal, que todos pudieran seguirlo en su vida cotidiana. Estaba convencido de que todos estamos llamados a la santidad, incluso los muchachos y jóvenes, que pueden hacer un camino espiritual análogo al de los santos adultos. Este camino, orientado por un guía espiritual, se dirige hacia el don gozoso de sí en lo cotidiano, y encuentra sus momentos de fuerza en la oración, los Sacramentos y la devoción a María; y se expresa en la atención y caridad para con los demás, todo ello vivido en la alegría: “nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”.


Por ello, trató de hacer más accesible la enseñanza tradicional de la Iglesia, adaptándola de modo concreto y conveniente a la edad juvenil. Domingo Savio, Miguel Magone, Francisco Besucco, son testimonio de la espiritualidad juvenil de Don Bosco. Aunque no todos han llegado a la santidad de los altares, son todos ellos, sin duda, ejemplo de vida cristiana lograda en plenitud. El relato de su vida y de su ejemplar muerte muestra cómo Don Bosco los considera ya en el Reino de Dios, en el Paraíso.


Hablando del que menos podría haberse imaginado este ideal de santidad, Miguel Magone, constituye un ejemplo de vida virtuosa y santa, y escribe Don Bosco: “Habríamos deseado ciertamente que aquel modelo de virtud hubiera permanecido en el mundo hasta la ancianidad más tardía, y ya sea en el estado sacerdotal, para el cual se mostraba inclinado, sea en el estado laical, habría hecho ciertamente mucho bien a la patria y a la religión”. Aparece, con toda claridad, el ideal humano y cristiano del joven, según Don Bosco.



3.- La pasión del Hombre, de Cristo, de Dios...


Es muy interesante y significativo, en la presentación que el Rector Mayor hace del lema de Don Bosco, encontrar la palabra “pasión”. Indudablemente, es un término que se ha introducido en forma progresiva en el lenguaje de nuestro tiempo: habría que ver si también ha sido así en nuestra mentalidad. Todavía hasta hace pocos años, tenía un significado positivo únicamente cuando se refería a la “pasión de Cristo” y sólo porque se entendía como equivalente de su sufrimiento y muerte en la cruz (cfr., por ejemplo, la película de Mel Gibson). La respuesta a la pregunta: ¿Cuándo comienza la pasión de Cristo? era unánime: “la víspera de su muerte”.


A este respecto, un pensador ruso, D. Merezhkovsky, escribe: “Es muy extraño que la Iglesia, que califica el apasionamiento como pecaminoso y la impasibilidad como santa, haya tenido el valor de llamar ‘pasión’ a su máximo misterio” 1.


Podemos profundizar progresivamente en el análisis de la pasión a través de tres momentos: antropológico, cristológico y teo-lógico.


1.- En el sentido antropológico, la pasión (y las pasiones) era considerada como algo negativo, ligada al pecado o, al menos, a la imperfección de la concupiscencia; muchas veces, el modelo humano de perfección consistía en la ausencia absoluta de las pasiones o, al menos, en el equilibrio y control de las mismas, buscando el “justo medio” (aurea mediocritas): si bien la palabra que expresaba, literalmente, este ideal: la apatía, no era muy aceptable. Frente a esta mentalidad, vale la pena recordar la frase, intencionalmente provocatoria, de Kierkegaard: “Pierde menos el que se pierde en su pasión que el que pierde su pasión”.


En particular, quiero referirme a la temática ligada al amor humano, y concretamente, al eros: que, como subraya Josef Pieper en su extraordinario libro Sobre el Amor, ha sido objeto de una “campaña de difamación y de calumnia”, entendido como sinónimo de la sexualidad, y a veces hasta de una desviación morbosa de la misma. Probablemente, ya no se entiende así: pero no porque se haya reivindicado al eros, sino porque ha recibido la consecuencia de la actual valoración de la sexualidad (tratándose, en cambio, de dos realidades completamente distintas). Me parece que ni siquiera la extraordinaria encíclica de Benedicto XVI, Deus Caritas est, y el aún más atrevido Mensaje de Cuaresma 2007, han penetrado suficientemente en la manera cristiana de pensar a este respecto.


Es indispensable que, como educadores-pastores, seamos capaces de formar personas “apasionadas”, que sepan amar y ser amadas. Recordemos que una de las prioridades de nuestra educación humana y cristiana, en el discernimiento realizado en el Capítulo General 23, en 1990, fue precisamente ésta: la educación al amor y en el amor. No creo que haya dejado de ser actual esta preocupación.


2.- Ya en la perspectiva cristiana, hablar hoy de la “pasión” de Jesucristo en el lenguaje teológico y espiritual 2 se refiere cada vez más a su Amor, como razón última de la donación de su vida por nosotros: “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por los que ama” (Jn 15, 13).


En esta dirección, podemos decir, sin caer en una tautología, que la pasión de Jesús lleva a su pasión. Se ha hecho mucho camino tratando de despojar a Jesús, Hijo de Dios hecho Hombre, de una “apatía” que durante muchos siglos impidió una comprensión plena de su Humanidad, y propició un larvado monofisismo. Como dice el Rector Mayor, “el programa de Don Bosco evoca la expresión ‘tengo sed’, que Jesús pronuncia en la cruz mientras está entregando la propia vida para realizar el proyecto del Padre (Jn 19, 28). Quien hace propia esta invocación de Jesús, aprende a compartir su pasión apostólica ‘hasta el fin’” (p. 7).


Sin embargo, si nos detenemos aquí, nos quedaríamos a la mitad del camino, pues parecería que la “pasión” de Jesús sería sólo consecuencia de la Encarnación, de su “amar con corazón de hombre”, como dice bellamente el Concilio Vaticano II (GS 22): pero, en el fondo, no nos estaría diciendo nada de cómo es Dios, en sí mismo. En tal caso, no sería la revelación de Dios, sino su encubrimiento.


3.- El sentido más profundo de esta pasión es el teo-lógico: como dice sintéticamente J. Moltmann, “la pasión de Cristo nos revela la pasión de un Dios apasionado.


En el fondo, el ideal humano de la apatía era un reflejo del anhelo de “llegar a ser como Dios”, de ser lo más posible semejantes a El. Este deseo no es, de ninguna manera, negativo o pecaminoso: ¡hemos sido creados a imagen y semejanza suya! Como dice en forma extraordinaria santo Tomás de Aquino, “prius intelligitur deiformis quam homo”! (Hay que entender al ser humano antes como un ser deiforme que como hombre). El error radica en la imagen equivocada de Dios, al creer que Dios está ausente de sentimientos y pasiones; que se trata, en fin de cuentas, de un “Dios apático”; y que tal sería el sentido de su Omnipotencia: “Dios allá, en su Cielo, gozando de su Felicidad plena; yo quiero parecerme a ese Dios, aquí en la tierra”.


A este respecto, el mismo Moltmann afirma: “El hombre desarrolla la propia humanidad en relación con la divinidad de su Dios. Experimenta su propio ser en relación con lo que se le manifiesta como el Ser supremo. Dirige la propia vida hacia el Valor último. Se decide, fundamentalmente, por lo que le atañe en forma incondicional (...) La teología y la antropología se encuentran en una relación de mutuo intercambio (...) El Cristianismo primitivo no estuvo en grado de oponerse decididamente al concepto de apátheia que el mundo antiguo proponía como axioma metafísico e ideal ético. En él se condensaban la veneración por la divinidad de Dios y la aspiración a la libertad del hombre” (El Dios Crucificado, ed. Italiana, p. 313-314).


El Rector Mayor se refiere también a esta raíz de nuestra pasión apostólica cuando, hablando de la formación, indica: “Es preciso formar personas apasionadas. Dios nutre una gran pasión por su pueblo; a este Dios apasionado la vida consagrada mira con atención. Ésta debe, por lo tanto, formar personas apasionadas por Dios y como Dios” (p. 28). En su Mensaje de Cuaresma, Benedicto XVI afirma: “Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje ardiente y apasionado (cf. Ez 16, 1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el ‘sí’ de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa”.



4.- La Pasión apostólica de Don Bosco


Es necesario tratar de concretizar, en la perspectiva salesiana, esta “nueva imagen de Dios”; ciertamente será un enriquecimiento extraordinario, también desde el punto de vista teológico, pero sobre todo en la práctica concreta de nuestra Misión.


Conviene decir, sin duda, que no es sólo cuestión de palabras: corremos el riesgo de echar vino nuevo (¡y óptimo!) en odres viejos; pero, por otra parte, debemos también decir que los auténticos cristianos –en primer lugar, los santos y santas- han “intuído” esto, quizá sin tener las categorías conceptuales y lingüísticas idóneas para expresarlo: ¡la experiencia del Dios de Jesucristo, cuando es auténtica, no se agota en las ideas ni en las palabras!


Podemos caracterizar correctamente a Don Bosco como un hombre apasionado, inundado de la pasión del Amor (que, en el fondo, quiere decir cristianamente = lleno del Dios de Jesucristo). Pero, más allá de esta bella expresión, para que no se quede en pura retórica, hay que preguntarnos: ¿cuáles son los elementos que esta nueva visión puede ofrecer, para una renovación, incluso teológica, de la pasión de Don Bosco?


* En primer lugar, podemos decir que nuestro Padre comparte la pasión de Dios por la salvación de la humanidad, concretamente, de los jóvenes y en particular “los más pobres, abandonados y en peligro” (cfr. C 26). Este sería el sentido más profundo de la “compasión con Dios”. No tomar esto en serio, nos conduce nuevamente a la apatía teológica, o sólo a una preocupación intramundana por la promoción integral de los jóvenes. Como decíamos antes: el pedirle a Dios que nos a los jóvenes, es una manera tremendamente real de decirle que queremos colaborar con El, sentir con El, sufrir con El, por ellos...


* En segundo lugar, Don Bosco es particularmente sensible a la manifestación del amor de Dios: el “No basta amar...”, más allá de ser una expresión maravillosa de su inmenso corazón, y un elemento educativo formidable, posee una extraordinaria densidad teológica: en el fondo, todo el plan de salvación de Dios se puede sintetizar en una sola palabra: epifanía: consiste, no sólo en amarnos, sino en manifestarnos su amor, en Cristo (cfr. Rom 8, 39). A ello dedicaremos una de nuestras reflexiones posteriores.


* La pasión educativo-pastoral de Don Bosco subraya, de forma radical, la gratuidad de su amor, como expresión de la Gracia de Dios, que no es “algo”, sino Dios mismo, que se dona a nosotros en su Realidad Trinitaria, sin ningún mérito de nuestra parte. También será objeto de una mayor profundización.


* Por otra parte, en la vida y en el sistema educativo de Don Bosco ocupa un puesto fundamental la respuesta del joven. Más aún: el “no basta amar...”, conduce en esta dirección: “Quien sabe que es amado, ama; y quien es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes” (Carta de Roma, p. 251). Resuena en nuestro corazón el “studia di farti amare...” Quizá aquí podemos ponernos la pregunta: esta respuesta, ¿no amenaza la total gratuidad de nuestro amor y de nuestra donación incondicional?


El mismo Benedicto XVI, a este respecto (además del texto antes citado) ahonda en este aspecto, hablando de Dios mismo: “Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito (...) En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros (...) En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves los sacrificios más duros” (cursivas nuestras).


A la base de esta mentalidad se encuentra la idea de que el amor es más “puro” cuando a la total gratuidad no encuentra ninguna correspondencia, ya que, en tal caso, parecería un amor “interesado”. Trataremos de responder a esta inquietud, cuando ahondemos en la experiencia del amor, como eros-agape; por ahora, sólo quisiera subrayar, partiendo de la hermosa frase de san Pablo: “No tengan entre ustedes otra deuda, más que la del amor mutuo” (Rom 13, 8), que en el amor auténtico y pleno, la gratuidad no desaparece, sino al contrario: encontramos, por decir así, el encuentro de dos “gratuidades”.


Se trata de un tema que, en la fenomenología del amor, resulta fascinante. No pudiendo afrontarlo ampliamente, ofreceré algunos aspectos que pueden iluminarlo. Por una parte, retomando una certera observación de E. Jüngel, hay que distinguir entre el “ut” finale (amo para ser amado) y el “radiante ‘ut’ consecutivum (donde el ser-amado es consecuencia, y no finalidad de mi amor)3. San Bernardo ya lo había dicho, en forma magnífica: “Todo amor verdadero carece de cálculo y, sin embargo, tiene un pago; incluso únicamente puede recibir ese pago si no lo ha incluído en su cálculo... Quien como pago del amor sólo piensa en la alegría del amor, recibe la alegría del amor. Pero el que en el amor busca otra cosa que el amor mismo, pierde el amor y también su alegría” 4. Podemos aplicar al amor lo que Jesús dice sobre el Reino de Dios: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). En cambio, quien espera “todo lo demás” al buscar el Reino, se queda sin el Reino, sin su justicia y también sin todo lo demás...


En fin de cuentas, debemos remontarnos a la Fuente última de la teología (y también de la vida humana), a la reflexión teológica por excelencia (que no es, en absoluto, ‘abstracción de tercer grado’), en la contemplación del Dios Trinitario. La perijóresis nos garantiza que, en Dios, tan divino es el amar como el ser-amado. A este Dios nos parecemos, hemos sido creados a imagen y semejanza suya. No conviene que el hombre separe lo que Dios ha unido...


Ante todo esto, nos plantearemos una pregunta decisiva, aunque peligrosa si no se entiende adecuadamente: ¿podemos hablar del amor erótico de Don Bosco? Desde ahora podemos adelantar: Sí, por supuesto: si se trata de un amor a imagen del Amor mismo de Dios. Esto igualmente requiere de una reflexión más profunda y matizada.


* Para terminar, creo que la expresión tradicional sobre Don Bosco: padre y maestro de los jóvenes, tiene todavía muchísimo qué ofrecernos; en particular, quisiera subrayar la paternidad, que es una de las expresiones más profundas del ser-hombre, y Don Bosco la ha vivido a plenitud. Para no quedarnos tampoco aquí en la retórica de la expresión, indico sólo dos aspectos típicos de la paternidad (y, evidentemente, también de la maternidad, aunque con matices diferentes), que son manifiestos en nuestro Padre:


- el amor paterno-materno es la expresión más plena y radical de la incondicionalidad del amor de Dios: ya que cualquier otro amor humano presupone el conocimiento de la persona amada, excepto éste: se ama al hijo/a antes que tenga un rostro y un nombre, antes incluso de saber si es niño o niña...


- el amor paterno-materno, no siendo de ninguna manera indiferente a la respuesta filial, no depende de ésta: así es reflejo del Amor divino, que es bueno incluso con los malos e ingratos (cfr. Mt 5, 44-45)...


Concluyamos con una frase de nuestras Constituciones, hecha oración a María Inmaculada Auxiliadora:


María, ¡enséñanos y ayúdanos a amar como Don Bosco amaba!

(Cfr. C 84).


1 Citado por J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca, Ed. Sígueme, 1983, p. 37.

2 Podemos recordar el reciente Congreso sobre la Vida Consagrada: “Pasión por Dios, pasión por la humanidad”.

3 Cfr. EBERHARD JÜNGEL, Dio, Mistero del Mondo, Brescia, Queriniana, p. 420.

4 Citado por: J. PIEPER, Amor, en: Las Virtudes Fundamentales, p. 514.

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