Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy



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Documento 1.7. Jesús, profeta del Reino

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro




1.7. Jesús, profeta del Reino


Jesús deja el desierto, cruza el río Jordán y entra de nuevo en la tierra que Dios había regalado a su pueblo. Es en torno al año 28 y Jesús tiene unos treinta y dos años. No se dirige a Jerusalén ni se queda en Judea. Marcha di­rectamente a Galilea. Lleva fuego en su corazón. Necesita anunciar a aque­llas pobres gentes una noticia que le quema por dentro: Dios viene ya a libe­rar a su pueblo de tanto sufrimiento y opresión. Sabe muy bien lo que quiere: pondrá “fuego” en la tierra anunciando la irrupción del reino de Dios (Lucas 12,49): “He venido a poner fuego en la tierra”.

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1.1 Profeta itinerante

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Jesús no se instala en su casa de Nazaret, sino que se dirige a la región del lago de Galilea y se pone a vivir en Cafarnaún, en casa de Simón y An­drés, dos hermanos a los que ha conocido en el entorno del Bautista.

Ca­farnaún era un pueblo de 600 a 1.500 habitantes, que se extendía por la ri­bera del lago, en el extremo norte de Galilea. Probablemente Jesús lo elige como lugar estraté­gico desde donde puede desarrollar su actividad de profeta itinerante.

Cafarnaún es una aldea importante, comparada con Nazaret, Naín y otras muchas de la Baja Galilea, pero muy modesta frente a Séforis o Ti­beríades.

La población de Cafarnaún es judía, si exceptuamos, tal vez, los re­caudadores de impuestos, algunos funcionarios y, probablemente, una pequeña guarnición del ejército de Antipas. En las afueras de Cafarnaún hay una aduana donde se controla el tránsito de mercancías.

Los habitantes de Cafarnaún son gente modesta. Bastantes son cam­pesinos que viven del producto de los campos y las viñas de las cerca­nías, pero la mayoría vive de la pesca. Entre los campesinos, algunos lle­van una vida más desahogada; entre los pescadores, algunos son dueños de su barca. Pero hay también campesinos despojados de sus tierras que trabajan como jornaleros en las posesiones de los grandes terratenientes o contratando su trabajo por días o temporadas en alguna de las embar­caciones importante.

Cafarnaún es, sobre todo, una aldea de pescadores cuya vida se con­centra en los espacios libres que quedan entre las modestas viviendas y las escolleras y los rudimentarios embarcaderos de la orilla. Es segura­mente donde más se mueve Jesús.

Al parecer, Jesús simpatiza pronto con estas familias de pescadores. Le dejan sus barcas para moverse por el lago y para hablar a las gentes sentadas en la orilla.

Sin embargo, él no se instala en Cafarnaún. Quiere difundir la noticia del reino de Dios por todas partes. No es posible reconstruir los itinera­rios de sus viajes, pero sabemos que recorrió los pueblos situados en torno al lago; evita las grandes ciudades de Galilea: Tiberíades y Séforis; tampoco entra en los núcleos urbanos; se detiene en las aldeas del en­torno o en las afueras de la ciudad, donde se encuentran los más exclui­dos: gentes de paso y vagabundos errantes que duermen fuera de las murallas. Jesús se dedica a visitar las aldeas de Galilea. Lo hace acompa­ñado de un pequeño grupo de seguidores. Cuando van a pueblos cerca­nos probablemente se vuelven a sus casas al atardecer. Cuando se desplazan de una aldea a otra, buscan entre los vecinos personas dispuestas a proporcionarles co­mida y un sencillo alojamiento, seguramente en el patio de la casa.

Al llegar a un pueblo, Jesús busca el encuentro con los vecinos. Recorre las calles como en otros tiempos, cuando trabajaba de artesano. Se acerca a las casas deseando la paz a las madres y a los niños que se encuentran en los patios, y sale al descampado para hablar con los campesinos que traba­jan la tierra. Su lugar preferido era, sin duda, la sinagoga o el espacio donde se reunían los vecinos, sobre todo los sábados. Allí rezaban, canta­ban salmos, discutían los problemas del pueblo o se informaban de los acontecimientos más sobresalientes de su entorno. El sábado se leían y co­mentaban las Escrituras, y se oraba a Dios pidiendo la ansiada liberación. Era el mejor marco para dar a conocer la buena noticia del reino de Dios.

Al parecer, esta manera de actuar no es algo casual. Responde a una estrategia bien pensada. El pueblo no tiene ya que salir al desierto a pre­pararse para el juicio inminente de Dios. Es Jesús mismo el que recorre las aldeas invitando a todos a “entrar” en el reino de Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas. Esta misma tierra donde habitan se convierte ahora en el nuevo escenario para acoger la salvación. Las parábolas e imágenes que Jesús extrae de la vida de estas aldeas vienen a ser “pará­bola de Dios”. La curación de los enfermos y la liberación de los endemo­niados son signos de una sociedad de hombres y mujeres sanos, llamados a disfrutar de una vida digna de los hijos e hijas de Dios. Las comidas abiertas a todos los vecinos son símbolo de un pueblo invitado a compar­tir la gran mesa de Dios, el Padre de todos.

Jesús ve en estas gentes de las aldeas el mejor punto de arranque para iniciar la renovación de todo el pueblo. Estos campesinos hablan arameo, como él, Y es entre ellos donde se conserva de manera más auténtica la tradición religiosa de Israel.

En estas aldeas de Galilea está el pueblo más pobre y desheredado, despo­jado de su derecho a disfrutar de la tierra regalada por Dios; aquí en­cuentra Jesús como en ninguna otra parte el Israel más enfermo y maltra­tado por los poderosos; aquí es donde Israel sufre con más rigor los efectos de la opresión. En las ciudades, en cambio, viven los que detentan el poder, junto con sus diferentes colaboradores: dirigentes, grandes te­rratenientes, recaudadores de impuestos. No son ellos los representantes del pueblo de Dios, sino sus opresores, los causantes de la miseria y del hambre de estas familias. La implantación del reino de Dios tiene que co­menzar allí donde el pueblo está más humillado. Estas gentes pobres, hambrientas y afligidas son las “ovejas perdidas” que mejor representan a todos los abatidos de Israel. Jesús lo tiene muy claro. El reino de Dios solo puede ser anunciado desde el contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de respiro y liberación. La semilla del reino solo puede en­contrar buena tierra entre los pobres de Galilea.

La vida itinerante de Jesús en medio de ellos es símbolo vivo de su li­bertad y de su fe en el reino de Dios. No vive de un trabajo remunerado; no posee casa ni tierra alguna; no tiene que responder ante ningún recau­dador; no lleva consigo moneda alguna con la imagen del César. Ha abandonado la seguridad del sistema para “entrar” confiadamente en el reino de Dios.

Por otra parte, su vida itinerante al servicio de los pobres deja claro que el reino de Dios no tiene un centro de poder desde el que haya de ser controlado.

No es como el Imperio, gobernado por Tiberio desde Roma, ni como la tetrarquía de Galilea, regida por Antipas desde Tiberíades, ni como la religión judía, vigilada desde el templo de Jerusa­lén por las elites sacerdotales. El reino de Dios se va gestando allí donde ocurren cosas buenas para los pobres.

1.2 La pasión por el reino de Dios

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Sin temor a equivocar­nos, podemos decir que la causa a la que Jesús dedica en adelante su tiempo, sus fuerzas y su vida entera es lo que él llama el “reino de Dios”. Es, sin duda, el núcleo central de su predicación, su convicción más pro­funda, la pasión que anima toda su actividad. Todo lo que dice y hace está al servicio del reino de Dios. Todo adquiere su unidad, su verdadero significado y su fuerza apasionante desde esa realidad. El reino de Dios es la clave para captar el sentido que Jesús da a su vida y para entender el proyecto que quiere ver realizado en Galilea, en el pueblo de Israel y, en definitiva, en todos los pueblos.

Aunque pueda sorprender a más de uno, Jesús solo habló del “reino de Dios”, no de la “iglesia”.

Jesús no enseña en Galilea una doctrina re­ligiosa para que sus oyentes la aprendan bien. Anuncia un aconteci­miento para que aquellas gentes lo acojan con gozo y con fe. Nadie ve en él a un maestro dedicado a explicar las tradiciones religiosas de Israel. Se encuentran con un profeta apasionado por una vida más digna para to­dos, que busca con todas sus fuerzas que Dios sea acogido y que su rei­nado de justicia y misericordia se vaya extendiendo con alegría. Su obje­tivo no es perfeccionar la religión judía, sino contribuir a que se implante cuanto antes el tan añorado reino de Dios y, con él, la vida, la justicia y la paz.

Jesús no se dedica tampoco a exponer a aquellos campesinos nuevas normas y leyes morales. Les anuncia una noticia: “Dios ya está aquí bus­cando una vida más dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mi­rada y nuestro corazón”. Su objetivo no es proporcionar a aquellos veci­nos un código moral más perfecto, sino ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el mundo y la vida si todos actúan como él. Eso es lo que les quiere comunicar con su palabra y con su vida entera.

Jesús habla constantemente del “reino de Dios”, pero nunca explica directamente en qué consiste. De alguna manera, aquellas gentes barrun­tan de qué les está hablando, pues conocen que su venida es la esperanza que sostiene al pueblo. Jesús, sin embargo, les sorprenderá cuando vaya explicando cómo llega este reino, para quiénes va a resultar una buena noticia o cómo se ha de acoger su fuerza salvadora. Lo que Jesús trans­mite tiene algo de nuevo y fascinante para aquellas gentes. Es lo mejor que podían oír.

El reino de Dios no era una especulación de Jesús, sino un símbolo bien conocido, que recogía las aspiraciones y expectativas más hondas de Is­rael. Una esperanza que Jesús encontró en el corazón de su pueblo y que supo recrear desde su propia experiencia de Dios, dándole un horizonte nuevo y sorprendente.

El pueblo lo sentía como su “liberador”, su “pastor” y su “padre”, pues había experi­mentado su amor protector y sus cuidados. Al comienzo no le llamaban “rey”. Pero, cuando se estableció la monarquía e Israel tuvo, como otros pueblos, su propio rey, se sintió la necesidad de recordar que el único rey de Israel era Dios.

Cuando oían hablar de la venida de Dios, una doble esperanza se despertaba en su corazón: Dios librará pronto a Israel de la opresión de las potencias extranjeras, y esta­blecerá en su pueblo la justicia, la paz y la dignidad.


1.3 La situación era tan desconcertante que resultaba para todos un enigma indescifrable. ¿Dónde está Dios? Es necesario que él mismo re­vele sus designios secretos y asegure a su pueblo que sigue controlando la historia.

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Jesús sorprendió a todos con esta declaración: “El reino de Dios ya ha lle­gado”. Su seguridad tuvo que causar verdadero impacto. Su actitud era demasiado audaz: ¿no seguía Israel dominado por los romanos? ¿No se­guían los campesinos oprimidos por las clases poderosas? ¿No estaba el mundo lleno de corrupción e injusticia? Jesús, sin embargo, habla y actúa movido por una convicción sorprendente: Dios está ya aquí, actuando de manera nueva. Su reinado ha comenzado a abrirse paso en estas aldeas de Galilea. La fuerza salvadora de Dios se ha puesto ya en marcha. Él lo está ya experimentando y quiere comunicarlo a todos. Esa intervención decisiva de Dios que todo el pueblo está esperando no es en modo al­guno un sueño lejano; es algo real que se puede captar ya desde ahora. Dios comienza a hacerse sentir. En lo más hondo de la vida se puede per­cibir ya su presencia salvadora.

El evangelista Marcos ha resumido de manera certera este mensaje original y sorprendente de Jesús. Según él, Jesús proclamaba por las aldeas de Galilea la “buena noticia de Dios”, y venía a decir esto: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. Conviértanse y crean esta buena noticia”. Este lenguaje es nuevo. Jesús no habla, como sus contemporáneos, de la futura manifestación de Dios; no dice que el reino de Dios está más o menos cercano. Ha llegado ya. Esta aquí. Él lo experimenta. Por eso, y a pesar de todas las apariencias en contra, Jesús invita a creer en esta buena noticia.

No es difícil entender el escepticismo de algunos y el desconcierto de casi todos: ¿cómo se puede decir que el reino de Dios está ya presente? ¿Dónde puede ser visto o experimentado? Su respuesta fue desconcertante: “El reino de Dios no viene de forma es­pectacular ni se puede decir: "Mírenlo aquí o allí". Sin embargo, el reino de Dios ya está entre ustedes”.

Trata de convencer a todos de que la llegada de Dios para imponer su justicia no es una intervención terrible y espectacular, sino una fuerza liberadora, humilde pero eficaz, que está ahí, en medio de la vida, al alcance de todos los que la acojan con fe.

Para Jesús, este mundo no es algo perverso, sometido sin remedio al poder del mal hasta que llegue la intervención final de Dios. Junto a la fuerza destructora y terrible del mal podemos captar ahora mismo la fuerza salvadora de Dios, que está ya conduciendo la vida a su liberación definitiva.

La seguridad de Jesús es desconcertante. Están viviendo un momento privilegiado: aquellos pobres campesinos de Galilea están experimen­tando la salvación en la que habían soñado tanto sus antepasados. Jesús felicita a sus seguidores porque están experimentando junto a él lo que tantos personajes grandes de Israel esperaron, pero nunca llegaron a conocer: “¡Dichosos los ojos que ven los que ustedes ven! Por­que yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron”.

La llegada de Dios es algo bueno. Así piensa Jesús: Dios se acerca porque es bueno, y es bueno para nosotros que Dios se acerque. No viene a “de­fender” sus derechos y a tomar cuentas a quienes no cumplen sus man­datos. No llega para imponer su “dominio religioso”. De hecho, Jesús no pide a los campesinos que cumplan mejor su obligación de pagar los diezmos y primicias, no se dirige a los sacerdotes para que observen con más pureza los sacrificios de expiación en el templo, no anima a los escri­bas a que hagan cumplir la ley del sábado y demás prescripciones con más fidelidad. El reino de Dios es otra cosa. Lo que le preocupa a Dios es liberar a las gentes de cuanto las deshumaniza y les hace sufrir.


Un anuncio entusiasmante

El mensaje de Jesús impresionó desde el principio. Aquella manera de hablar de Dios provocaba entusiasmo en los sectores más sencillos e ig­norantes de Galilea. Era lo que necesitaban oír: Dios se preocupa de ellos. Las fuentes cristianas presentan constantemente y de diversas maneras el mensaje de Jesús y su actuación como “buena noticia”.

El reino de Dios que Jesús proclama responde a lo que más desean: vivir con dignidad. Jesús se siente portador de una buena noticia y, de hecho, su mensaje genera una alegría grande entre aquellos campesinos pobres y humillados, gentes sin prestigio ni seguridad material, a los que tampoco desde el templo se les ofrecía una esperanza.

Los escritores apocalípticos describían de manera sombría la situa­ción que se vivía en Israel. El mal lo invade todo.

En este ambiente apocalíptico, Jesús anuncia que Dios ha comenzado ya a invadir el reino de Satán y a destruir su poder. Ha empezado ya el combate decisivo. Dios viene a destruir no a las personas, sino el mal que está en la raíz de todo, envileciendo la vida entera.

Jesús ve que el mal empieza a ser derrotado. Dios no viene a destruir a los romanos ni a aniquilar a los pecadores. Llega a liberar a todos del poder último del mal. Esta batalla entre Dios y las fuerzas del mal por controlar el mundo no es un “combate mítico”, sino un enfrentamiento real y concreto que se produce constantemente en la historia humana. El reino de Dios se abre camino allí donde los en­fermos son rescatados del sufrimiento, los endemoniados se ven libera­dos de su tormento y los pobres recuperan su dignidad. Dios es el “anti­mal”: busca “destruir” todo lo que hace daño al ser humano.

Por eso Jesús no habla ya de la “ira de Dios”, como el Bautista, sino de su “compasión”. Dios no viene como juez airado, sino como padre de amor desbordante. La gente lo escucha asombrada, pues todos se estaban preparando para recibirlo como juez terrible.

Jesús, por el contrario, busca la destrucción de Satán, símbolo del mal, pero no la de los paganos ni los pecadores. No se pone nunca de parte del pueblo judío y en contra de los pueblos paganos: el reino de Dios no va a consistir en una victoria de Israel que destruya para siempre a los gentiles. No se pone tampoco de parte de los justos y en contra de los pecadores: el reino de Dios no va a consistir en una victoria de los santos para hacer pagar a los malos sus pecados. Se pone a favor de los que sufren y en contra del mal, pues el reino de Dios consiste en libe­rar a todos de aquello que les impide vivir de manera digna y dichosa.

Si Dios viene a “reinar”, no es para manifestar su poderío por en­cima de todos, sino para manifestar su bondad y hacerla efectiva. Es cu­rioso observar cómo Jesús, que habla constantemente del “reino de Dios”, no llama a Dios “rey”, sino “padre”. Su reinado no es para im­ponerse a nadie por la fuerza, sino para introducir en la vida su miseri­cordia y llenar la creación entera de su compasión. Esta misericordia, acogida de manera responsable por todos, es la que puede destruir a Sa­tán, personificación de ese mundo hostil que trabaja contra Dios y con­tra el ser humano.

Jesús destaca en sus parábolas la “compasión” como el rasgo principal de Dios (Lucas 15,11-31; Mateo 18,18-35; 20,1-16). Por otra parte, según los evangelios, la “compasión” es lo que caracteriza su comportamiento ante los que sufren (Marcos 1,41; 6,34; Mateo 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lucas 7,13). Se emplea siempre un verbo muy expresivo, splanjnizomai, que signi­fica literalmente que a Jesús (y a Dios) le “tiemblan las entrañas” al ver a la gente sufriendo.

Je­sús comunica su propia experiencia de Dios, no lo que se venía repi­tiendo en todas partes de manera convencional. Así se le experimenta a Dios en un conocido salmo: “El Señor es un Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad”. Salmo 86,15. El lenguaje que emplea Jesús para hablar de Dios sugiere el contenido de los tres términos hebreos que aparecen en este salmo: “misericordioso” indica una “compasión” que nace de las entrañas y conmueve a toda la persona; “clemente” ex­presa un amor gratuito, incondicional, desbordante; “amor fiel” habla de la fidelidad de Dios a su amor por el pueblo.

Sin embargo, Jesús no cita las Escrituras para convencer a la gente de la compasión de Dios. La intuye contemplando la naturaleza, e invita a aquellos campesinos a descubrir que la crea­ción entera está llena de su bondad.

Dios no se reserva su amor solo para los judíos ni bendice solo a los que viven obedeciendo la ley. Tiene también compasión de los gentiles y pecadores. Esta actua­ción de Dios, que tanto escandalizaba a los sectores más fanáticos, a Je­sús le conmueve. No es que Dios sea injusto o que reaccione con indife­rencia ante el mal. Lo que sucede es que no quiere ver sufrir a nadie. Por eso su bondad no tiene límites, ni siquiera con los malos. Este es el Dios que está llegando.

Jesús entusiasmó a los campesinos de Galilea. El reino de Dios, tal como él lo presentaba, tenía que ser algo muy senci­llo, al alcance de aquellas gentes. Algo muy concreto y bueno que enten­dían hasta los más ignorantes: lo primero para Jesús es la vida de la gente, no la religión. Al oírle hablar y, sobre todo, al verle curar a los en­fermos, liberar de su mal a los endemoniados y defender a los más des­preciados, tienen la impresión de que Dios se interesa realmente por su vida y no tanto por cuestiones “religiosas” que a ellos se les escapan. El reino de Dios responde a sus aspiraciones más hondas.


Maestro que cura...

Los campesinos galileos captan en él algo nuevo y original: Jesús pro­clama la salvación de Dios curando. Anuncia su reino poniendo en mar­cha un proceso de sanación tanto individual como social. Su intención de fondo es clara: curar, aliviar el sufrimiento, restaurar la vida.

El evangelio de Juan pone en boca de Jesús una frase que resume bien el recuerdo que quedó de Jesús: “Yo he venido para que tengan vida, y vida abundante” (10,10).

No cura de manera arbitraria o por puro sensacionalismo. Tampoco para probar su mensaje o reafirmar su autoridad. Cura “movido por la compasión”, para que los enfermos, abatidos y desquiciados experimenten que Dios quiere para todos una vida más sana.

Jesús entiende que es Dios quien está actuando con poder y misericordia, curando a los enfermos y defen­diendo la vida de los desgraciados. Esto es lo que está sucediendo, aun­que vaya en contra de las previsiones del Bautista y de otros muchos. No se están cumpliendo las amenazas anunciadas por los escritores apoca­lípticos, sino lo prometido por el profeta Isaías, que anunciaba la venida de Dios para liberar y curar a su pueblo (Isaías 35,5-6; 61,1).

Según los evangelistas, Jesús despide a los enfermos y pecadores con este saludo: “Vete en paz” (Marcos 5,34; Lucas 7,50; 8,48.), disfruta de la vida. Jesús les desea lo mejor: salud integral, bienestar completo, una convivencia dichosa en la familia y en la aldea, una vida llena de las bendiciones de Dios.

El término he­breo shalom o “paz” indica la felicidad más completa; lo más opuesto a una vida indigna, desdichada, maltratada por la enfermedad o la po­breza. Siguiendo la tradición de los grandes profetas, Jesús entiende el reino de Dios como un reino de vida y de paz. Su Dios es “amigo de la vida”.

Jesús solo llevó a cabo un puñado de curaciones. Por las aldeas de Ga­lilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo sin remedio su mal. Solo una pequeña parte experimentó su fuerza curadora. Nunca pensó Jesús en los “milagros” como una fórmula mágica para suprimir el sufrimiento en el mundo, sino como un signo para indicar la dirección en la que hay que actuar para acoger e introdu­cir el reino de Dios en la vida humana. Cuando Jesús confía su misión a sus seguidores, les encomienda invariablemente dos tareas: “anunciar que el reino está cerca” y “curar a los enfermos”. Por eso Jesús no piensa solo en las curaciones de personas enfermas. Toda su actuación está encaminada a generar una sociedad más saludable: su rebeldía frente a comporta­mientos patológicos de raíz religiosa como el legalismo, el rigorismo o el culto vacío de justicia; su esfuerzo por crear una convivencia más justa y solidaria; su ofrecimiento de perdón a gentes hundidas en la culpabili­dad; su acogida a los maltratados por la vida o la sociedad; su empeño en liberar a todos del miedo y la inseguridad para vivir desde la confianza absoluta en Dios. Curar, liberar del mal, sacar del abatimiento, sanear la religión, construir una sociedad más amable, constituyen caminos para acoger y promover el reino de Dios. Son los caminos que recorrerá Jesús.


Una buena noticia para todos

Jesús no excluye a nadie. A todos anuncia la buena noticia de Dios, pero esta noticia no puede ser escuchada por todos de la misma manera. To­dos pueden entrar en su reino, pero no todos de la misma manera, pues la misericordia de Dios está urgiendo antes que nada a que se haga justi­cia a los más pobres y humillados. Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven explotados, mientras se convierte en amenaza para los causantes de esa explotación.

Jesús declara de manera rotunda que el reino de Dios es para los po­bres. Tiene ante sus ojos a aquellas gentes que viven humilladas en sus al­deas, sin poder defenderse de los poderosos terratenientes; conoce bien el hambre de aquellos niños desnutridos; ha visto llorar de rabia e impo­tencia a aquellos campesinos cuando los recaudadores se llevan hacia Sé­foris o Tiberíades lo mejor de sus cosechas. Son ellos los que necesitan es­cuchar antes que nadie la noticia del reino: “Dichosos los que no tienen nada, porque es de ustedes el reino de Dios; dichosos los que ahora tienen ham­bre, porque serán saciados; dichosos los que ahora lloran, porque rei­rán”. Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa situación in­justa que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios de aquellas tierras, sino porque Dios está ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer aflorar la sonrisa en sus labios. Él se alegra ya desde ahora con ellos. No les invita a la resig­nación, sino a la esperanza. No quiere que se hagan falsas ilusiones, sino que recuperen su dignidad. Todos tienen que saber que Dios es el defen­sor de los pobres. Ellos son sus preferidos. Si su reinado es acogido, todo cambiará para bien de los últimos. Esta es la fe de Jesús, su pasión y su lucha.

Jesús no habla de la “pobreza” en abstracto, sino de aquellos pobres con los que él trata mientras recorre las aldeas. Familias que sobreviven malamente, gentes que luchan por no perder sus tierras y su honor, niños amenazados por el hambre y la enfermedad, prostitutas y mendigos des­preciados por todos, enfermos y endemoniados a los que se les niega el mínimo de dignidad, leprosos marginados por la sociedad y la religión. Aldeas enteras que viven bajo la opresión de las elites urbanas, sufriendo el desprecio y la humillación. Hombres y mujeres sin posibilidades de un futuro mejor. ¿Por qué el reino de Dios va a constituir una buena noticia para estos pobres? ¿Por qué van a ser ellos los privilegiados? ¿Es que Dios no es neutral? ¿Es que no ama a todos por igual? Si Jesús hubiera di­cho que el reino de Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera te­nido su lógica y todos le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de los pobres, sin tener en cuenta su comportamiento moral, resulta escan­daloso. ¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de Dios?

Jesús nunca alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades. Proba­blemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están su­friendo injustamente. Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo me­rezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende!


Un cambio necesario

El reino de Dios no era para Jesús algo vago o etéreo. La irrupción de Dios está pidiendo un cambio profundo. Si anuncia el reino de Dios es para despertar esperanza y lla­mar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar. Para hablar de la “conversión” que pide Jesús, los evangelios utilizan el verbo meta­noein, que significa cambiar de manera de “pensar” y de “actuar”. Hay que “en­trar” en el reino de Dios, dejarse transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como la quiere Dios.

Jesús quería ver a su pueblo restaurado y transformado según el ideal de la Alianza: un pueblo donde se pudiera decir que reinaba Dios. Para los ju­díos, volver a la Alianza era volver a ser enteramente de Dios: un pueblo libre de toda esclavitud extranjera y donde todos pudieran disfrutar de manera justa y pacífica de su tierra, sin ser explotados por nadie. Los pro­fetas soñaban con un “pueblo de Dios” donde los niños no morirían de hambre, los ancianos vivirían una vida digna, los campesinos no conoce­rían la explotación.

En tiempos de Jesús, algunos pensaban que el único camino para vivir como “pueblo de la Alianza” era expulsar a los romanos, ocupantes impuros e idólatras: no tener alianza alguna con el César; desobedecerle y negarse a pagar los tributos. Los esenios de Qumrán pensaban de otra manera: era imposible ser el “pueblo santo de Dios” en medio de aquella sociedad corrompida; la res­tauración de Israel debía empezar creando en el desierto una “comuni­dad separada”, compuesta por hombres santos y puros. La posición de los fariseos era diferente: levantarse contra Roma y negarse a pagar los impuestos era un suicidio; retirarse al desierto, un error. El único reme­dio era sobrevivir como pueblo de Dios insistiendo en la pureza ritual que los separaba de los paganos.

Por lo que podemos saber, Jesús nunca tuvo en su mente una estra­tegia concreta de carácter político o religioso para ir construyendo el reino de Dios. Aunque los cristianos de hoy hablan de “construir” o “edificar” el reino de Dios, Jesús no emplea nunca este lenguaje. Lo importante, según él, es que todos reconozcan a Dios y “entren” en la dinámica de su reinado. No es un asunto mera­mente religioso, sino un compromiso de profundas consecuencias de orden político y social. La misma expresión “reino de Dios”, elegida por Jesús como símbolo central de todo su mensaje y actuación, no deja de ser un término político que no puede suscitar sino expectación en todos, y también fuerte recelo en el entorno del gobernador romano y en los círculos herodianos.

La gente percibió que Jesús ponía en cuestión la soberanía absoluta y exclusiva del emperador.

El reino de Dios exige terminar con esa inicua explotación: “No pueden servir a Dios y al dinero”. No es posible entrar en el reino aco­giendo como señor a Dios, defensor de los pobres, y seguir al mismo tiempo acumulado riqueza precisamente a costa de ellos. Hay que cam­biar. “Entrar” en el reino de Dios quiere decir construir la vida como quiere Dios. Por eso, “entrar” en su reino es “salir” del im­perio que tratan de imponer los “jefes de las naciones” y los poderosos del dinero.

Jesús no solo denuncia lo que se opone al reino de Dios. Sugiere ade­más un estilo de vida más de acuerdo con el reino del Padre. No busca solo la conversión individual de cada persona. Habla en los pueblos y al­deas tratando de introducir un nuevo modelo de comportamiento social. Los ve angustiados por las necesidades más básicas: pan para llevarse a la boca y vestido con que cubrir su cuerpo. Jesús entiende que, entrando en la dinámica del reino de Dios, esa situación puede cambiar: “No an­den preocupados por su vida, qué comerán, ni por su cuerpo, con qué se vestirán... Busquen más bien el reino de Dios y esas cosas se les darán por añadidura” (Fuente Q (Lucas 12,22.31 / / Mateo 6,25.33). El núcleo de esta enseñanza proviene de Jesús.). No apela con ello a una intervención milagrosa de Dios, sino a un cambio de comportamiento que pueda llevar a todos a una vida más digna y segura. Lo que se vive en aquellas aldeas no puede ser del agrado de Dios: riñas entre familias, insultos y agresiones, abusos de los más fuertes, olvido de los más indefensos. Aquello no es vivir bajo el reinado de Dios. Jesús invita a un estilo de vida diferente y lo ilustra con ejemplos que todos pueden entender: hay que terminar con los odios entre vecinos y adoptar una postura más amistosa con los adversarios y con aquellos que hieren nuestro honor. Hay que superar la vieja “ley del talión”: Dios no puede reinar en una aldea donde los vecinos viven de­volviendo mal por mal, “ojo por ojo y diente por diente”. Hay que conte­ner la agresividad ante el que te humilla golpeándote el rostro: “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra”. Hay que dar con gene­rosidad a los necesitados que viven mendigando ayuda por las aldeas: “Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames”. Hay que comprender incluso al que, urgido por la necesidad, se lleva tu manto; tal vez necesita también tu túnica: “Al que te quite el manto, no le niegues la túnica”. Hay que tener un corazón grande con los más pobres.

Hay que parecerse a Dios: “Sed compasivos como el Padre de ustedes es com­pasivo”. Si los campesinos de estas aldeas viven así, a nadie le faltará pan ni vestido.

Una fuente de conflictos y disputas dolorosas era el fantasma de las deudas. Todos trataban de evitar a toda costa caer en la espiral del en­deudamiento, que los podía llevar a perder las tierras y quedar en el fu­turo a merced de los grandes terratenientes. Todo el mundo exigía a su vecino el pago riguroso de las deudas contraídas por pequeños présta­mos y ayudas para poder responder a las exigencias de los recaudadores. Jesús intenta crear un clima diferente invitando incluso al mutuo perdón y a la cancelación de deudas. Dios llega ofreciendo a todos su perdón. ¿Cómo acogerlo en un clima de mutua coacción y de exigencia implaca­ble del pago de las deudas? El perdón de Dios tiene que crear un com­portamiento social más fraterno y solidario.


Ya sí, pero todavía no

El reino de Dios ha llegado y su fuerza está ya actuando, pero lo que se puede comprobar en Galilea es insignificante. Lo que espera el pueblo de Israel y el mismo Jesús para el final de los tiempos es mucho más. El reino de Dios está ya abriéndose camino, pero su fuerza salvadora solo se experimenta de manera parcial y fragmentaria, no en su totalidad y ple­nitud final. Por eso Jesús invita a “entrar” ahora mismo en el reino de Dios, pero al mismo tiempo enseña a sus discípulos a vivir gritando: “Venga a nosotros tu reino”.

Jesús habla con toda naturalidad del reino de Dios como algo que está presente y al mismo tiempo como algo que está por llegar. No siente con­tradicción alguna. El reino de Dios no es una intervención puntual, sino una acción continuada del Padre que pide una acogida responsable, pero que no se detendrá, a pesar de todas las resistencias, hasta alcanzar su plena realización. Está “germinando” ya un mundo nuevo, pero solo en el futuro alcanzará su plena realización.

Jesús ve que el “nombre de Dios” no es reconocido ni santificado. No se le deja ser Padre de todos. Aquellas gentes de Galilea que lloran y pasan hambre son la prueba más clara de que su nombre de Padre es ignorado y despreciado.

De ahí el grito de Jesús: “Padre, santificado sea tu nombre”, hazte respe­tar, manifiesta cuanto antes tu poder salvador. Jesús le pide además di­rectamente: “Venga tu reino”. La expresión es nueva y descubre su deseo más íntimo: Padre, ven a reinar. La injusticia y el sufrimiento siguen pre­sentes en todas partes. Nadie logrará extirparlos definitivamente de la tierra. Revela tu fuerza salvadora de manera plena. Solo tú puedes cam­biar las cosas de una vez por todas, manifestándote como Padre de todos y transformando la vida para siempre.

El reino de Dios está ya aquí, pero solo como una “semilla” que se está sembrando en el mundo; un día se podrá recoger la “cosecha” final. El reino de Dios está irrumpiendo en la vida como una porción de “leva­dura”; Dios hará que un día esa levadura lo transforme todo. La fuerza salvadora de Dios está ya actuando secretamente en el mundo, pero es todavía como un “tesoro escondido” que muchos no logran descubrir; un día todos lo podrán disfrutar. Jesús no duda de este final bueno y libera­dor. A pesar de todas las resistencias y fracasos que se puedan producir, Dios hará realidad esa utopía tan vieja como el corazón humano: la des­aparición del mal, de la injusticia y de la muerte.

Probablemente, como la mayoría de sus contemporáneos, también Jesús lo intuía como algo próximo e inminente. Hay que vivir en alerta porque el reino puede venir en cualquier momento. Sin embargo, Jesús ignora cuándo puede lle­gar.

Jesús mantiene su confianza en el reino definitivo de Dios y la reafirma con fuerza en la cena en que se despide de sus discípulos horas antes de ser crucificado. Es la última de aquellas comidas festivas que, con tanto gozo, ha celebrado por los pueblos simbolizando el banquete definitivo en el reino de Dios. ¡Cuánto había disfrutado “anticipando” la fiesta final en la que Dios compartirá su mesa con los pobres y los hambrientos, los pecadores y los impuros, incluso con paganos extraños a Israel! Esta era su última comida festiva en este mundo. Jesús se sienta a la mesa sa­biendo que Israel no ha escuchado su mensaje. Su muerte está próxima, pero en su corazón apenado sigue ardiendo la esperanza. El reino de Dios vendrá. Dios acabará triunfando, y con él triunfará también él mismo, a pesar de su fracaso y de su muerte. Dios llevará a plenitud su reino y hará que Jesús se siente en el banquete final a beber un “vino nuevo”. Esta es su indestructible esperanza: “En verdad les digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta ese día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Marcos 14,25).


Síntesis del Capítulo 4 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 83-114)