Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy


Cómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy



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Documento 1.3. Jesús, poeta de la compasión

C ómo ser discípulos salesianos misioneros en el mundo de hoy

Curso de Formación para laicos / SSCC Patagonia Norte (ABB)


  • Documentos para profundizar lo abordado en cada encuentro






1.3. Jesús, poeta de la Compasión


Jesús no explicó directamente su experiencia del reino de Dios. Al pare­cer no le resultaba fácil comunicar por medio de conceptos lo que vivía en su interior. No utilizó el lenguaje de los escribas para dialogar con los campesinos de Galilea. Tampoco sabía hablar con el estilo solemne de los sacerdotes de Jerusalén. Acudió al lenguaje de los poetas. Con creati­vidad inagotable, inventaba imágenes, concebía bellas metáforas, sugería comparaciones y, sobre todo, narraba con maestría parábolas que cauti­vaban a las gentes. Adentrarnos en el fascinante mundo de estos relatos es el mejor camino para “entrar” en su experiencia del reino de Dios.

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1.1 La seducción de las parábolas

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El lenguaje de Jesús es inconfundible. No hay en sus palabras nada artifi­cial o forzado; todo es claro y sencillo. No necesita recurrir a ideas abs­tractas o frases complicadas; comunica lo que vive. Su palabra se transfi­gura al hablar de Dios a aquellas gentes del campo. Necesita enseñarles a mirar la vida de otra manera: “Dios es bueno; su bondad lo llena todo; su misericordia está ya irrumpiendo en la vida”. Es toda Galilea la que se refleja en su lenguaje, con sus trabajos y sus fiestas, su cielo y sus estacio­nes, con sus rebaños y sus viñas, con sus siembras y sus siegas, con su hermoso lago y con la población de sus pescadores y campesinos. A ve­ces les hace mirar de manera nueva el mundo que tienen ante sus ojos; otras les enseña a ahondar en su propia experiencia. En el fondo de la vida pueden encontrar a Dios.


Jesús capta la ter­nura de Dios hasta en lo más frágil

¡Dios es bueno! A Jesús no le hacen falta muchos argumentos para in­tuirlo. ¿Cómo no va a ser mejor que nosotros?

Este lenguaje poético que Jesús emplea para hablar de Dios no les era del todo desconocido a aquellos campesinos. Lo que les resulta más original y sor­prendente son las parábolas que Jesús cuenta mientras les muestra los campos sembrados de Galilea o les pide fijarse en las redes llenas de pe­ces que los pescadores de Cafarnaún van sacando del lago. No era tan fá­cil encontrar en las Escrituras sagradas relatos que hicieran pensar en algo parecido.

En la Biblia hebrea no aparece todavía la “parábola” como un género literario bien de­finido.


Solo Jesús pronuncia parábolas sobre el “reino de Dios”

Jesús no compuso alegorías: era un lenguaje demasiado complicado para los campesinos de Galilea. Cuenta parábolas que sorprenden a todos por su frescura y su carácter sencillo, vivo y penetrante. Para captar el sentido original de las parábolas de Jesús, no he­mos de atender a las interpretaciones alegóricas elaboradas en la comunidad cristiana.

No es muy difí­cil ver dónde está la diferencia entre una parábola y una alegoría. En una parábola, cada detalle del relato se ha de entender en su sentido propio y habitual: un sembrador es un sembrador; la semilla es semilla; un campo es un campo. En la alegoría, por el contrario, cada elemento del relato en­cierra un sentido figurado: el sembrador es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña, los hijos del maligno... Por eso la alegoría tiene siempre algo de sutil y artificioso: si uno no conoce de antemano la clave para descifrar su significado, resulta un lenguaje enigmático. Al parecer, a Jesús no le iba esta manera de hablar.

Sin embargo, Jesús introduce con toda naturalidad en sus parábolas personajes y reali­dades que, para sus oyentes, habituados a las Escrituras judías, tenían un sentido alegórico claro. Cuando habla de un “padre” o un “rey”, la gente piensa fácilmente en Dios. Si habla de la “viña” saben que se refiere a Israel. Es un error eliminar de las parábolas todo rasgo ale­górico.

¿Para qué cuenta Jesús sus parábolas? Ciertamente, aunque es un maestro en componer bellos relatos, no lo hace para recrear los oídos y el corazón de aquellos campesinos. Tampoco pretende ilustrar su doc­trina para que estas gentes sencillas puedan captar elevadas enseñanzas que, de lo contrario, nunca lograrían comprender. En realidad, sus pará­bolas no tienen una finalidad propiamente didáctica. Lo que Jesús busca no es transmitir nuevas ideas, sino poner a las gentes en sintonía con ex­periencias que estos campesinos o pescadores conocen en su propia vida y que les pueden ayudar a abrirse al reino de Dios. Jesús mismo explica lo que quiere: “¿Con qué compararemos el reino de Dios o a qué parábola recurriremos?” (Marcos 4,30). Las parábolas comienzan a veces con una introduc­ción muy significativa: “Con el reino de Dios sucede como con un grano de mostaza, que...” (Mateo 13,33).

Con sus parábolas, Jesús, a diferencia del Bautista, que nunca contó parábolas en el desierto, trata de acercar el reino de Dios a cada aldea, cada familia, cada persona. Por medio de estos relatos cautivadores va removiendo obstáculos y eliminando resistencias para que estas gentes se abran a la experiencia de un Dios que está llegando a sus vidas. Cada parábola es una invitación apremiante a pasar de un mundo viejo, con­vencional y sin apenas horizonte a un “país nuevo”, lleno de vida, que Je­sús está ya experimentando y que él llama “reino de Dios”. Estos afortu­nados campesinos y pescadores escuchan sus relatos como una llamada a entender y experimentar la vida de una manera completamente dife­rente. La de Jesús.


Qué aportan de nuevo las parábolas

Con las parábolas de Jesús “sucede” algo que no se produce en las mi­nuciosas explicaciones de los maestros de la ley. Jesús “hace presente” a Dios irrumpiendo en la vida de sus oyentes. Sus parábolas conmueven y hacen pensar; tocan su corazón y les invitan a abrirse a Dios; sacuden su vida convencional y crean un nuevo horizonte para acogerlo y vivirlo de manera diferente.

Al parecer, Jesús no explica el significado de sus parábolas ni antes ni después de su relato; no recapitula su contenido ni lo aclara recurriendo a otro lenguaje. Es la misma parábola la que ha de penetrar con fuerza en quien la escucha. Su mensaje está ahí, abierto a todo el que lo quiera escuchar. No es algo misterioso, esotérico o enigmático. Es una “buena noticia” que pide ser escuchada. Quien la oye como espectador no capta nada; quien se resiste, se queda fuera. Por el contrario, el que entra en la parábola y se deja transformar por su fuerza está ya “entrando” en el reino de Dios.

1.2 La vida es más que lo que se ve

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Jesús encontró una buena recepción en aquellas gentes de Galilea, pero se­guramente a nadie le resultaba fácil creer que el reino de Dios estaba llegando. No veían nada especialmente grande en lo que hacía Jesús. Se esperaba algo más espectacular. ¿Dónde están aquellas “señales extraor­dinarias” de las que hablaban los escritores apocalípticos? ¿Dónde se puede ver la fuerza terrible de Dios? ¿Cómo puede asegurarles Jesús que el reino de Dios está ya entre ellos?

Jesús tuvo que enseñarles a “captar” la presencia salvadora de Dios de otra manera, y comenzó sugiriendo que la vida es más que lo que se ve. Mientras nosotros vamos viviendo de manera distraída lo aparente de la vida, algo misterioso está sucediendo en el interior de la existencia. Jesús les muestra los campos de Galilea: mientras ellos marchan por aquellos caminos sin ver nada especial, algo está ocurriendo bajo esas tierras, que transformará la semilla sembrada en hermosa cosecha. Lo mismo sucede en el hogar: mientras discurre la vida cotidiana de la fami­lia, algo está ocurriendo secretamente en el interior de la masa de harina, preparada al amanecer por las mujeres; pronto todo el pan quedará fer­mentado. Así sucede con el reino de Dios. Su fuerza salvadora está ya ac­tuando en el interior de la vida transformándolo todo de manera miste­riosa. ¿Será la vida como la ve Jesús? ¿Estará Dios actuando calladamente en el interior de nuestro propio vivir? ¿Estará ahí el secreto último de la vida?


Tal vez la parábola que más desconcertó a todos fue la de la semilla de mostaza.

Jesús podía haber hablado de una higuera, una palmera o una viña, como lo hacía la tradición. Pero, de manera sorprendente, elige intencio­nadamente la semilla de mostaza, considerada proverbialmente como la más pequeña de todas: un grano del tamaño de una cabeza de alfiler, que se convierte con el tiempo en un arbusto de tres o cuatro metros, en el que, por abril, se cobijan pequeñas bandadas de jilgueros, muy aficiona­dos a comer sus granos. Los campesinos podían contemplar la escena cualquier atardecer.

El lenguaje de Jesús es desconcertante y sin precedentes. Todos espe­raban la llegada de Dios como algo grande y poderoso.

La parábola les tuvo que llegar muy adentro. ¿Cómo podía comparar Jesús el poder salvador de Dios con un arbusto salido de una semilla tan pequeña? ¿Había que abandonar la tradición que hablaba de un Dios grande y poderoso? ¿Había que olvidarse de sus grandes hazañas del pa­sado y estar atentos a un Dios que está ya actuando en lo pequeño e in­significante? ¿Tendría razón Jesús? Cada uno tenía que decidir: o seguir esperando la llegada de un Dios poderoso y terrible, o arriesgarse a creer en su acción salvadora presente en la actuación humilde de Jesús.

No era una decisión fácil ¿Qué se podía esperar de algo tan insignifi­cante como lo que estaba sucediendo en aquellas aldeas desconocidas de Galilea?, ¿no había que hacer algo más para forzar los acontecimientos? Jesús podía comprobar la impaciencia que reinaba en no pocos. Para con­tagiarles su confianza total en la acción de Dios, les propone como ejem­plo lo que sucede con la semilla que el labrador siembra en su tierra.

Jesús les hace fijarse en una escena que están acostumbrados a con­templar todos los años en los campos de Galilea: primero tierras sembra­das por los campesinos; a los pocos meses, campiñas cubiertas de mieses. Cada año, a la siembra le sigue con toda seguridad la cosecha. Nadie sabe muy bien cómo, pero algo se produce misteriosamente bajo la tierra. Lo mismo sucede con el reino de Dios. Está ya actuando de manera oculta y secreta. Solo hay que esperar a que llegue la cosecha.

Lo único que hace el labrador es depositar en tierra la semilla. Una vez hecho esto, su tarea ha concluido. El crecimiento de la planta ya no depende de él: puede acostarse tranquilo al final de cada jornada, sa­biendo que su semilla se está desarrollando; puede levantarse cada ma­ñana y comprobar que el crecimiento no se detiene. Algo está sucediendo en sus tierras sin que él se lo pueda explicar. No quedará defraudado. A su tiempo recogerá la cosecha.

Lo realmente importante no lo hace el sembrador. La semilla germina y crece impulsada por una fuerza misteriosa que a él se le escapa. Jesús describe con todo detalle este crecimiento para que sus oyentes lo pue­dan casi ver. Al comienzo solo asoma de la tierra una brizna insignifi­cante de hierba verde; luego aparecen las espigas; más tarde se pueden observar ya los granos abundantes de trigo. Todo sucede sin que el sem­brador haya tenido que intervenir; incluso sin que sepa muy bien cómo se produce esa maravilla.

Todo contribuye de alguna manera a que un día llegue la cosecha: el labrador, la tierra y la semilla. Pero Jesús invita a todos a captar en ese crecimiento la acción oculta y poderosa de Dios. El crecimiento de la vida que se puede observar año tras año en los sembrados es siempre una sor­presa, un regalo, una bendición de Dios. El hombre bíblico, a diferencia de la mente moderna, no considera la siembra y el crecimiento de la cosecha como un proceso orgánico o biológico, sino como un “milagro” maravilloso, signo de la bendición de Dios, que alimenta a sus criaturas. La cosecha va más allá del es­fuerzo que puedan hacer los campesinos. Algo así se puede decir del reino de Dios. No coincide con los esfuerzos que pueda hacer nadie. Es un regalo de Dios inmensamente superior a todos los afanes y trabajos de los seres humanos. No hay que impacientarse por la falta de resultados inmediatos; no hay que actuar bajo la presión del tiempo. Jesús está sem­brando; Dios está ya haciendo crecer la vida; la cosecha llegará con toda seguridad. ¿Será así? ¿Habrá que confiar más en Jesús y su mensaje? ¿Qué queremos cosechar al final? ¿El resultado de nuestros esfuerzos o el fruto de la acción de Dios? ¿Un reino construido por nosotros o la salva­ción de Dios acogida de manera confiada y responsable?

Esta salvación está ya llegando. El reino de Dios es como la prima­vera, cuando comienza a llenarlo todo de vida. No hay frutos todavía, no se puede salir a cosechar, pero las ramas de las higueras se empiezan a poner tiernas y las hojas comienzan a brotar. La vida, que parecía muerta, empieza a despertar. Así es el reino de Dios.

Los que escuchan a Jesús se ven obligados a reaccionar. ¿Será verdad que el reino de Dios es un tesoro oculto que escapa a sus ojos? ¿Será cierto que no es una imposición de Dios, sino pura y simplemente un “te­soro”? Todos estaban convencidos de su valor: lo esperaban y lo pedían a Dios como el bien supremo. Ahora Jesús les dice: ¡Lo pueden encontrar ya! ¿Habrá que estar abiertos a la sorpresa? ¿Será el reino de Dios algo inesperado que tal vez presentimos y anhelamos, pero cuya bondad y be­lleza somos incapaces de sospechar? De ser así, sería el colmo de la felici­dad, la alegría total que relativiza todo lo demás. Nunca el labrador ha visto un tesoro así; nunca el mercader ha tenido en sus manos una perla tan preciosa. ¿Será así el reino de Dios? ¿Encontrar lo esencial, tener la in­mensa fortuna de hallar todo lo que el ser humano puede pedir y desear?

Según Jesús, el reino de Dios es una oportunidad que nadie ha de de­jar pasar. Hay que arriesgar lo que haga falta con tal de acogerlo. Todo lo demás es secundario, todo ha de quedar subordinado. ¿Tendrá razón Je­sús? La decisión ha de ser inmediata y radical, pero ¿de qué está ha­blando Jesús? ¿Dónde se oculta ese “tesoro” que él ha descubierto? ¿Dónde está germinando el “grano de mostaza”? ¿Dónde se puede apre­ciar la primavera? ¿En qué consiste esa fuerza salvadora de Dios que está ya transformando secretamente la vida?

1.3 Dios es compasivo

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Jesús trató de responder a estas preguntas con las parábolas más bellas y conmovedoras que salieron nunca de sus labios. Sin duda las trabajó lar­gamente en su corazón. Todas ellas invitan a intuir la increíble misericor­dia de Dios. La más cautivadora es la del padre bueno. Es un error llamarla parábola del “hijo pródigo” o derrochador. La figura central es el padre. Se la puede titular parábola del “amor del padre” o del “padre bondadoso”.

Jesús conocía bien los conflictos que se vivían en las familias de Gali­lea: las discusiones entre padres e hijos, los deseos de independencia de algunos o las rivalidades entre hermanos por derechos de herencia po­nían en peligro la cohesión y estabilidad de la familia. Se sufría lo indeci­ble pues la familia lo era todo: hogar, lugar de trabajo y supervivencia, fuente de identidad, garantía de seguridad y protección. Era muy difícil sobrevivir fuera de la familia. Tampoco una familia podía subsistir ais­lada de las demás. Las aldeas estaban formadas por familias unidas por estrechos lazos de parentesco, vecindad y solidaridad. Juntos preparaban los matrimonios de sus hijos, se ayudaban unos a otros para recoger las cosechas o reparar los caminos y se unían para proteger a las viudas y los huérfanos. Tan importante como la lealtad a la propia familia era la soli­daridad entre las familias de la aldea. Los problemas y conflictos de una familia repercutían en todos los vecinos.

Cuando Jesús comienza a hablar de los problemas de un padre para mantener unida a su familia, todo el mundo presta atención. Conocen conflictos parecidos, pero lo que pide ese hijo es imperdonable. Al exigir la parte de su herencia está dando por muerto a su padre, rompe la soli­daridad de la familia y echa por tierra su honor. ¿Cómo va a repartir su herencia un padre estando todavía en vida? ¿Cómo va a dividir su pro­piedad poniendo en peligro el futuro de la familia? Lo que exige es una locura y una vergüenza para todo el pueblo. El padre no dice nada. Respeta la sinrazón de su hijo y les reparte su herencia. El texto dice literalmente que el padre “repartió entre ellos su vida”, lo que cons­tituía su vida y sustento. Los oyentes de­bieron de quedar consternados. ¿Qué clase de padre es éste? ¿Por qué no impone su autoridad? ¿Cómo puede aceptar la locura del hijo perdiendo su propia dignidad y poniendo en peligro a toda la familia?

Repartida la herencia, el hijo se desentiende del padre, abandona a su hermano y se marcha a “un país lejano”. Pronto, una vida desquiciada lo lleva a la destrucción. Sin recursos para defenderse de un hambre severa, absolutamente solo en medio de un país extraño, sin familia ni protec­ción alguna, termina como esclavo de un pagano cuidando cerdos. Su de­gradación no puede ser mayor. Sin libertad ni dignidad alguna, haciendo una vida infrahumana en medio de animales “impuros”, llega a desear en vano las algarrobas que comen los puercos, pues nadie se las da. Al verse en una situación tan desesperada, el joven reacciona. Recuerda la casa de su padre, donde abunda el pan. Aquel era su hogar; no podía se­guir más tiempo lejos de su familia. Consecuente, toma una decisión: “Me levantaré e iré a mi padre”. Reconocerá su pecado. Ha perdido to­dos sus derechos de hijo, pero tal vez pueda ser contratado como un jor­nalero más.

La acogida del padre es increíble. Estando todavía lejos, fuera del pueblo, ve a su hijo desarmado por el hambre y la humillación y “se conmueve”. Literalmente, “se le conmovieron las entrañas”. Pierde el control: olvidando su propia dignidad, corre a su encuentro, lo abraza con ternura sin dejar que se eche a sus pies y lo besa efusivamente sin temor a su estado de impureza. Este hombre no actúa como el patrón y patriarca de una familia. Sus gestos son los de una madre. Esos besos y abrazos entrañables delante de todo el pueblo son signo de acogida y perdón, pero también de protección y defensa ante los vecinos. Interrumpe su confesión para ahorrarle más humilla­ciones y se apresura a restaurar su dignidad dentro de la familia: lo viste con “el mejor vestido” de la casa, le pone el anillo que le confiere el título de hijo y le hace calzarse sandalias de hombre libre. Pero hay que rehacer también su honor y el de toda la familia dentro de la aldea. El padre organiza un gran banquete para todo el pueblo. Se matará el novillo cebado y habrá música y baile en la plaza. Para una familia de labradores de Galilea, matar un ternero era muy costoso y poco frecuente. Solo se hacía en las grandes fiestas para compartirlo con los vecinos. Todo está más que justificado: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado”. Por fin podrán vivir en familia de manera digna y dichosa.

Desgraciadamente faltaba el hijo mayor. Llegó del campo al atardecer. Un día más había cumplido fielmente con su trabajo. Al oír “la música y las danzas”, queda desconcertado. No entiende nada. La vuelta del her­mano no le produce alegría como a su padre, sino rabia. Se queda fuera sin entrar a la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño ante la familia y los vecinos reunidos para acoger a su hermano. No se había perdido en un país lejano, pero se encuentra perdido en su propio resentimiento.

El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha salido al en­cuentro del hijo llegado de lejos. No le grita, no le da órdenes. No actúa como el patrón de la casa. Al contrario, como una madre, le suplica una y otra vez que venga a la fiesta. Es entonces cuando el hijo explota y deja al descubierto todo su rencor. Ha pasado su vida cumpliendo las órdenes del padre como un esclavo, pero no ha sabido disfrutar de su amor como un hijo. Su vida de trabajo sacrificado ha endurecido su corazón. No vive en la familia; si su pa­dre le hubiera dado un cabrito, hubiera organizado una fiesta, no con él, sino con sus amigos. Ahora no sabe sino humillar a su padre y denigrar a su her­mano denunciando su vida libertina con prostitutas. No entiende el amor de su padre hacia aquel miserable. Él no acoge ni perdona.

El padre le habla con ternura especial. Desde su corazón de padre, él lo ve todo de manera diferente. El hijo llegado de lejos no es un depra­vado, sino un “hijo muerto que ha vuelto a la vida”. Aquel hijo que no quiere entrar en la fiesta no es un esclavo, sino un hijo querido que puede disfrutar junto a su padre compartiendo todo con él. Su único deseo de padre es ver de nuevo a sus hijos sentados a la misma mesa, compar­tiendo fraternalmente un banquete festivo.

Jesús interrumpe aquí su relato sin explicación alguna. ¿Qué sintieron los padres que habían cerrado para siempre las puertas a sus hijos esca­pados de casa para vivir su propia aventura? ¿Qué sintieron aquellos ve­cinos que tanto despreciaban a quienes habían abandonado el pueblo? ¿Qué experimentaron los que lle­vaban años lejos de Dios, al margen de la Alianza, sin preocuparse de cumplir la ley ni de peregrinar al templo? ¿En qué pensaron los que vi­vían dentro de la Alianza y despreciaban a pecadores, recaudadores y prostitutas? Todos han empezado por juzgar rápidamente la insensatez de aquel padre por su falta de autoridad para imponerse a sus hijos, pero, al conocer su compasión increíble, al verlo perdonar y proteger maternal­mente a su hijo perdido, y salir humilde al encuentro del hijo mayor, bus­cando apasionadamente la reconciliación de todos en una fiesta, quedan probablemente desconcertados y conmovidos.


¿Es posible que Dios sea así?

¿Como un padre que no se guarda para sí su herencia, que respeta totalmente el comportamiento de sus hijos, que no anda obsesionado por su moralidad y que, rompiendo las reglas convencionales de lo justo y correcto, busca para ellos una vida digna y dichosa? ¿Será esta la mejor metáfora de Dios: un padre acogiendo con los brazos abiertos a los que andan “perdidos” fuera de casa, y supli­cando a cuantos lo contemplan y le escuchan que acojan con compasión a todos? La parábola significa una verdadera “revolución” ¿Será esto el reino de Dios? ¿Un Padre que mira a sus criaturas con amor increíble y busca conducir la historia humana hacia una fiesta final donde se celebre la vida, el perdón y la liberación definitiva de todo lo que esclaviza y de­grada al ser humano? Jesús habla de un banquete espléndido para todos, habla de música y de danzas, de hombres perdidos que desatan la ter­nura de su padre, de hermanos llamados a perdonarse ¿Será esta la buena noticia de Dios?

Jesús volvió a insistir una y otra vez en el amor compasivo de Dios. En cierta ocasión contó una parábola sorprendente y provocativa sobre el dueño de una viña que quería trabajo y pan para todos (Mt. 20, 1-15). Se la llama tradicionalmente parábola de “los obreros de la viña”, pero el verdadero protagonista es el propietario de la viña. La podríamos titular: “El amo generoso”, “El contratador bueno” o “El patrono que quería trabajo para todos”.

Los grandes propietarios, como este “señor de la viña”, pertenecían a la clase poderosa y dominante. Por lo general no vivían en las aldeas, sino en alguna ciudad, y regentaban sus tierras por medio de algún ad­ministrador. Sólo durante la vendimia o en la recogida de la cosecha se acercaban a su propiedad para seguir de cerca los trabajos. Los jornale­ros, por su parte, pertenecían a las capas más bajas de la sociedad. Labra­dores despojados de sus tierras, vivían al día y sin seguridad alguna: a veces mendigando, otras robando y siempre buscando algún amo que les contratara, aunque solo fuera por un día.

La jornada de trabajo comienza al amanecer y termina al caer el sol. El rico propietario de una viña viene él mismo a la plaza del pueblo a pri­meras horas de la mañana. Se acerca a un grupo de jornaleros, acuerda con ellos el salario de un denario y los pone a trabajar en su viña. No es gran cosa, pero sí lo suficiente para responder, al menos durante un día, a las necesidades de una familia campesina. El propietario vuelve a la plaza hacia las nueve de la mañana, a las doce del mediodía y a las tres de la tarde; a los que encuentra no les habla ya de un denario; a estos les promete “lo que sea justo”. ¿Cómo le van a exigir nada? Se marchan a trabajar sin seguridad alguna, pendientes de lo que el señor les quiera pagar: probablemente una fracción de denario. Vuelve todavía a las cinco de la tarde. Solo falta una hora para terminar la jornada. A pesar de todo, contrata a un grupo que nadie ha contratado y lo envía a echar una mano. A éstos ni les habla de salario.

Los oyentes no pueden entender este ir y venir del señor para contra­tar obreros. Los grandes propietarios no trataban directamente con los jornaleros. Por otra parte, no era normal ir tantas veces a la plaza. La con­tratación se hacía a primera hora de la mañana, después de calcular bien el número de obreros que se necesitarían. ¿Qué clase de patrono es éste? ¿Por qué actúa así? Nadie sale a contratar obreros a última hora. ¿Está tan urgido por la vendimia? El relato nada dice acerca de la cosecha. Sugiere más bien que no quiere ver a nadie sin trabajo. Así les dice a los del úl­timo grupo: “¿Por qué están aquí parados todo el día?”.

Llegó la hora de retribuir a los obreros. Había que hacerlo en el mismo día, antes de caer el sol, pues de lo contrario no tendrían nada que llevarse a la boca. El dueño ordena que el pago se haga empezando por los que acaban de llegar. Entre los jornaleros se des­pierta una gran expectación, pues, aunque apenas han trabajado una hora, perciben un denario cada uno. ¿Cuánto se les dará a los demás? La decep­ción es enorme al ver que todos reciben un denario, incluso los que han es­tado trabajando durante toda la jornada. ¿No es injusto? ¿Por qué a todos un denario si el trabajo ha sido tan desigual? Sin duda, los oyentes de Jesús simpatizan secretamente con las protestas de los jornaleros que más han trabajado. Estos no se oponen a que los últimos reciban un denario, pero ¿no se está devaluando su trabajo? No piden que a los demás se les dé la fracción mezquina de un denario, pero ¿no tienen derecho a que el señor sea también generoso con ellos? Está bien la generosidad con los que solo han trabajado una hora, pero, en tal caso, ¿no exige la justicia esa misma generosidad para con los que han trabajado todo el día?

La respuesta del señor al que hace de portavoz es firme: “Amigo, no te hago ninguna injusticia... ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo mío? ¿O tienes que ver con malos ojos que yo sea bueno?”. Los que se quejan siguen pensando en un sistema de estricta justicia, pero el señor de la viña se mueve en otra esfera. Es su bondad la que rompe esa justicia, y la bondad no hace daño a nadie. Su gesto no es arbi­trario. Es solo bondad y amor generoso hacia todos. A todos les da lo que necesitan para vivir: trabajo y pan. No se preocupa de medir los méritos de unos y otros, sino de que todos puedan cenar esa noche con sus fami­lias. En su comportamiento, la justicia y la misericordia se entrelazan.

La sorpresa de los oyentes es grande y general. ¿Qué está sugiriendo Jesús? ¿Es que para Dios no cuentan los méritos de cada persona? ¿Es que en su reino no se funciona con los cálculos y criterios que nosotros manejamos para imponer la justicia y la igualdad a todos? Esta manera de entender la misericordia de Dios, ¿no rompe todos los esquemas reli­giosos de Israel? ¿No está Jesús ignorando deliberadamente las diferen­cias que establece la ley entre justos y pecadores?

La parábola de Jesús parece contradecir todo. ¿Será verdad que Dios no está tan pendiente de los méritos de las personas, sino que está mi­rando más bien cómo responder a sus necesidades? Qué suerte si Dios fuera así: todos podrían confiar en él, aunque sus méritos fueran muy po­bres. Pero ¿no es peligroso abrirse a ese mundo increíble de la misericordia de Dios, que parece escapar a todo cálculo? ¿No es más seguro y tranquili­zador, sobre todo para los que son fieles a la ley, no salirse de la religión del templo donde deberes, méritos y pecados están bien definidos?


Lo que realmente justifica

Jesús desconcertó todavía más a sus oyentes cuando contó una pe­queña parábola sobre un fariseo y un recaudador que subieron al templo a orar, según la costumbre que tenían los judíos que vivían en Jerusalén (Lc. 18,10-14a).

Para captar el mensaje genuino de Jesús, hemos de pres­cindir de la introducción (18,9) y de la conclusión (18,14b). La parábola no habla tanto de cómo ha de ser nuestra oración, sino desde dónde la escucha Dios.

En el relato aparecen en escena tres personajes: un fariseo, un recau­dador y el templo donde habita Dios. La parábola no habla solo de dos hombres que oran en el templo, sino de cómo actúa Dios, presente en ese templo. Los oyentes “sintonizan” enseguida con el relato. En más de una ocasión han subido en peregrinación hasta el templo. Para ellos es el cen­tro de su pueblo y de su religión. Solo allí se podía dar culto a Yahvé. Lo llamaban “la casa de Dios”, pues allí habitaba el Dios santo de Israel. Desde allí protegía y bendecía a su pueblo. Nadie podía acercarse sin an­tes haberse purificado debidamente. El templo representaba la presencia de Dios, que reinaba sobre su pueblo por medio de esa ley. Con qué alegría se presen­taban ante él todos los que la observaban fielmente.

El relato de Jesús despierta enseguida el interés y la curiosidad de los oyentes. ¿Qué va a suceder en el templo? ¿Cómo se van a sentir allí, ante la presencia de Dios, dos hombres tan diferentes y opuestos como un fariseo y un recaudador? Todos saben cómo es, de ordinario, un fariseo: un hombre piadoso que cumple fielmente los mandamientos, observa es­trictamente las normas de pureza ritual y paga escrupulosamente los diezmos. Es de los que sostienen el templo. Sube al santuario sin pecado: Dios no puede sino bendecirlo. También saben qué es un recaudador: un judío que vive de una actividad despreciable. No trabaja para recoger diezmos y sostener el templo, sino para recaudar impuestos y medrar. Es un funcionario de rango inferior que trabaja junto a las puertas de algunas ciudades y en los puestos fronterizos de las grandes vías comerciales para cobrar las tasas de peaje, tránsito de mercancías, importación o exportación.

Su conversión es imposible. Nunca podrá reparar sus abusos ni retribuir a sus víctimas lo que les ha robado. No se puede sentir bien en el templo. No es su sitio. Probablemente los dos suben al templo a la hora en que se ofrecen sacrificios de expia­ción por los pecados. Mientras los sacerdotes realizan el rito sagrado, ellos se retiran a exami­nar su conciencia.

El fariseo ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de ningún pecado por el que tenga que expiar. De su corazón brota espontáneamente el agradecimiento: “¡Oh, Dios, te doy gracias!”. No es un acto de hipocresía. Todo lo que dice es real. Cumple fielmente todos los mandatos: no pertenece al grupo de pecadores, en el que, natural­mente, está el recaudador. Ayuna todos los lunes y jueves por los pecados del pueblo, aunque solo es obligatorio una vez al año. No solo paga los diezmos obligatorios de los productos del campo (grano, aceite, vino), sino incluso de todo lo que gana. Su vida es ejem­plar. Cumple fielmente sus obligaciones y hasta las sobrepasa. No se atri­buye a sí mismo mérito alguno, es Dios quien sostiene su vida santa. Si este hombre no es justo, ¿quién lo va a ser? Es un modelo de fidelidad y obediencia a Dios. ¡Quién pudiera ser como él! Puede contar con la ben­dición de Yahvé. Así piensan los que escuchan a Jesús.

El recaudador se mantiene a distancia. No se siente cómodo; no es digno de estar en aquella asamblea santa. Sabe lo que están pensando de él los demás fieles: es un funcionario deshonesto y corrupto que no trabaja para el templo, sino para el sistema establecido por Roma. Ni si­quiera se atreve a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho para re­conocer su pecado y su vergüenza. No promete nada. No puede resti­tuir lo que ha robado a tantas personas cuya identidad desconoce. No puede dejar su trabajo de recaudador. Ya no puede cambiar de vida. No tiene otra salida que abandonarse a la misericordia de Dios: “¡Oh, Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”. El pobre hombre no hace sino reconocer lo que todos saben. Na­die quisiera estar en su lugar. Dios no puede aprobar su vida de pecado.

De pronto, Jesús concluye su parábola con una afirmación sorpren­dente: “Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no”. El hombre piadoso, que ha hecho incluso más de lo que pide la ley, no ha encontrado favor ante Dios. Por el contrario, el recaudador que se abandona a su misericordia, sin comprometerse siquiera a cam­biar de vida, recibe su perdón. Jesús los ha pillado por sorpresa. De pronto les abre a un mundo nuevo que rompe todos sus esquemas. Aquí no se está hablando solo de la piedad de dos personas. Con su parábola aparentemente tan sencilla e ingenua, ¿no está Jesús amenazando todo el sistema religioso del templo? ¿Qué pecado ha cometido el fariseo para no encontrar gracia ante Dios? ¿Dónde está su falta? ¿Y qué méritos ha he­cho el recaudador para salir del templo justificado? El Dios del templo habría confirmado al fariseo y reprobado al recaudador. Lo que dice Je­sús es increíble. En el templo, Dios acogía en su presencia a los justos, y excluía del recinto santo a pecadores e impuros. ¿Cómo puede Jesús ha­blar de un Dios que no reconoce al piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador?

Si es cierto lo que dice Jesús, ya no hay seguridad alguna para nadie. Todos tienen que apelar a la misericordia de Dios. ¿Para qué sirve enton­ces el templo y la espiritualidad que en él se alimenta? ¿Qué hay que pen­sar de quienes confían totalmente en la observancia de la ley y en el culto del templo? ¿Será verdad que en el reino de Dios se funciona no desde la justicia elaborada por la religión, sino desde la misericordia insondable de Dios? ¿No está Jesús jugando con fuego? ¿En qué se puede basar para invitar a vivir de la misericordia y no desde la religión y la ley?

En la parábola de Jesús hay un dato incuestionable: un despreciado recaudador ha apelado a la misericordia de Dios y ha encontrado gracia. ¿No estará Jesús queriendo atraer a todos hacia una experiencia real que toda persona percibe en el fondo de su ser? Cuando uno se siente bien consigo mismo y ante los demás, se apoya en su propia vida, no parece necesitar de más. Pero cuando la conciencia lo declara culpable y desapa­rece su seguridad, ¿no siente entonces el ser humano la necesidad de aco­gerse a la misericordia de Dios y solo a su misericordia? Cuando uno ac­túa como el fariseo, se sitúa ante Dios desde una religión en la que no hay lugar para el recaudador. Cuando uno se confía a la misericordia de Dios, como el recaudador, se sitúa en una religión donde caben todos. ¿Será verdad que la última palabra no la tiene la ley, que juzga nuestra con­ducta, sino la misericordia de Dios, que acoge nuestra invocación?


¿Será esta la verdadera religión, la religión del reino de Dios?

Habituados a la religión del templo, a nadie le resultaba fácil apo­yarse en la misericordia imprevisible de Dios. Jesús trataba de romper sus resistencias. Un día les propuso una parábola desconcertante sobre un hombre que cayó víctima de unos salteadores mientras viajaba de Je­rusalén a Jericó. Es la parábola del “buen samaritano”. Sin duda es el protagonista del relato, aunque, para captar el mensaje de Jesús, lo hemos de leer desde la perspectiva del herido caído en la cuneta del camino (Lc. 10,30-36).

Para captar la intención original de Jesús hemos de prescindir del contexto imaginado por Lucas (10,25-29 y 10,36-37). El relato no es una “histo­ria ejemplar” para responder a la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”, sino una “parábola so­bre el reino de Dios” que podría empezar así: “Con el reino de Dios sucede como con un hombre que cayó en manos de salteadores”.

El relato de Jesús capta enseguida la atención de todos. Han peregri­nado más de una vez a Jerusalén y conocen bien esa zona desértica y pe­ligrosa por donde baja el camino que lleva desde la capital a Jericó. Todos saben lo difícil que es no toparse con salteadores que se refugian en aque­llos barrancos y quebradas. Sin embargo es también una ruta bastante frecuentada. Por allí pasan todas las semanas los sacerdotes y levitas que, después de haber ejercido su servicio en el templo, se vuelven a Jericó, importante ciudad sacerdotal. Por allí transitan también grupos de pere­grinos y comerciantes que suben con sus mercancías a Jerusalén. ¿Qué va a ocurrir esta vez en este peligroso camino?

Al oír hablar de un hombre asaltado y dejado medio muerto en la cuneta del camino, en el corazón de los oyentes se despierta la simpatía y la piedad. Es una víctima inocente, abandonada en un camino solitario, que necesita ayuda urgente. Podría ser uno de ellos. ¿Cómo no sentir compasión por él? Aunque el herido permanece anónimo a lo largo de todo el relato y no puede ser iden­tificado ni siquiera por sus vestiduras, de las que ha sido “despojado”, hay que pensar que es un judío mientras el narrador no diga otra cosa.

Por el camino aparecen afortunadamente dos viajeros: primero un sa­cerdote y luego un levita. Ambos vienen del templo. Han realizado su ser­vicio a lo largo de la semana y, cumplidas ya sus obligaciones en el tem­plo, se vuelven a su casa de Jericó. El herido los ve llegar esperanzado: son de su propio pueblo; representan al templo; sin duda se apiadarán de él. No es así. Al llegar a su altura, los dos tienen la misma reacción: lo ven y “dan un rodeo”. No se acercan, pasan de largo. ¿Por qué? ¿Tienen miedo a los salteadores? ¿No quieren incurrir en estado de impureza tocando a un desconocido ensangrentado y medio muerto? Los oyentes no pue­den menos de sentirse escandalizados de su falta de compasión. ¿Cómo no ayudan a un hombre abandonado a una muerte casi segura?

En el horizonte aparece un tercer viajero. No es sacerdote ni levita; no viene del templo; ni siquiera pertenece al pueblo elegido de Israel. Es un odiado samaritano; probablemente un comerciante dedicado a sus ne­gocios. El herido lo ve llegar con temor.

También los oyentes se alarman. Era cosa bien sabida la enemistad entre samaritanos y judíos. Se puede es­perar de él lo peor. ¿Lo llegará a rematar? Sin embargo, el samaritano ve al herido, “siente compasión” y se le acerca. A continuación hace por él todo lo que puede: desinfecta sus heridas con vino, las suaviza con aceite, lo venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a la posada más cer­cana, cuida de él y corre con todos los gastos que hagan falta. Aquel hom­bre no parece un comerciante preocupado de sus mercancías. Su actua­ción se asemeja más a una madre cuidando con ternura a su hijo herido.

La sorpresa de los oyentes no puede ser mayor ¿Cómo puede Jesús ver el reino de Dios en la compasión de un odiado samaritano? La pará­bola rompe todos sus esquemas y clasificaciones entre amigos y enemi­gos, entre miembros del pueblo elegido y gentes extrañas e impuras. ¿Será verdad que la misericordia de Dios nos puede llegar no del templo ni de los canales religiosos oficiales, sino de un enemigo proverbial? Je­sús los desconcierta. Él mira la vida desde la cuneta, con los ojos de las víctimas necesitadas de ayuda. No hay duda. Para Jesús, la mejor metá­fora de Dios es la compasión hacia un herido.

Su parábola lo invierte todo. Los representantes del templo pasan de largo ignorando al herido. El odiado enemigo resulta ser el salvador. El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia. Hasta un enemigo tradicional, renegado por todos, puede ser instrumento y encamación del amor compasivo de Dios. El mensaje de Jesús constituye una verdadera “revolución” y un desafío para todos: ¿hay que extender la misericordia de Dios hasta los enemigos de Israel, olvidando prejuicios y enemistades seculares? ¿Cómo entender y vivir en adelante una religión como la del templo, que de hecho lleva alodio y al sectarismo? ¿Habrá que reordenarlo todo dando primacía absoluta a la misericordia?

Es el sufrimiento de cualquier ser hu­mano caído en el camino el que nos ha de enseñar cómo actuar con amor compasivo.


1.4 Ser compasivos como nuestro Padre

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No era fácil aceptar el mensaje de Jesús, pero la gente empezaba a intuir las exigencias del reino de Dios. Si Dios es como ese padre tan acogedor y comprensivo con su hijo perdido, tiene que cambiar mucho la actitud de las familias y de las aldeas hacia los jóvenes rebeldes que no solo se echan a perder a sí mismos, sino que ponen en peligro la solidaridad y el honor de todos los vecinos. Si Dios se parece a ese dueño de la viña que quiere pan para todos, incluso para los que han quedado sin trabajo, ha­brá que acabar con la explotación de los grandes propietarios y las rivali­dades entre los jornaleros, para buscar una vida más solidaria y digna para todos. Si Dios, en el mismo templo, acoge y declara justo a un re­caudador deshonesto que se confía a su misericordia, habrá que revisar y replantear de manera nueva esa religión que bendice a los observantes y maldice a los pecadores, abriendo entre ellos un abismo casi infranquea­ble. Si la misericordia de Dios puede llegar hasta un herido caído en el ca­mino no a través de los representantes religiosos de Israel, sino por la actuación compasiva de un hereje samaritano, habrá que suprimir secta­rismos y odios seculares para empezar a mirarse recíprocamente con ojos compasivos y corazón atento al sufrimiento de los abandonados en las cunetas. Sin estos cambios nunca reinará Dios en Israel.

Jesús les dice expresamente: “Sean compasivos como el Padre de ustedes es compasivo” (Lucas 6,36; Mateo 5,48). En Mateo leemos: “Sean buenos del todo, como también su Padre del cielo es bueno del todo”. Los dos evangelistas transmiten con ma­tices diferentes el pensamiento de Jesús. Para acoger el reino de Dios no es preciso marchar al de­sierto a crear una “comunidad santa”, no hay que encerrarse en la observancia escrupulosa de la ley al estilo de los grupos fariseos, no hay que soñar en levantamientos violentos contra Roma, como algunos sectores impacientes, no hay que potenciar la religión del templo, como quieren los sacerdotes de Jerusalén. Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; hay que mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del tra­bajo y del pan, a los delincuentes incapaces de rehacer su vida, a las vícti­mas caídas en las cunetas. Hay que implantar la misericordia en las fami­lias y en las aldeas, en las grandes propiedades de los terratenientes, en el sistema religioso del templo, en las relaciones entre Israel y sus enemigos.


Jesús contó diversas parábolas para ayudar a la gente a ver en la mi­sericordia el mejor camino para entrar en el reino de Dios. Tal vez lo pri­mero era entender y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es salvada y recupera su dignidad. Jesús quería meter en el cora­zón de todos algo que él llevaba muy dentro: los perdidos le pertenecen a Dios; él los busca apasionadamente y, cuando los encuentra, su alegría es incontenible. Todos nos deberíamos alegrar con él.

Jesús contó dos parábolas muy parecidas: la primera sobre “un pas­tor” que busca a su oveja perdida hasta encontrarla (Lc 15,4-6; Mt 18, 12-13); la segunda sobre “una mujer” que rastrea toda la casa hasta dar con la moneda que se le ha perdido (Lc 15,8-9). Estas dos parábolas se llaman tradicionalmente parábola de “la oveja perdida” y de “la dracma perdida”. En realidad, los protagonistas son el “pastor” y la “mujer” que buscan la oveja o la moneda. Para muchos de sus oyentes no eran parábolas muy acertadas. ¿Cómo puede Jesús comparar a Dios con un pastor, perteneciente a un colectivo despreciado socialmente, o con una pobre mujer de aldea? ¿Es que Dios siempre es una sorpresa? Jesús les dice así:

¿Quién de ustedes que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hom­bros; y llegando a casa convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”.

Esta vez comienza su parábola con una pregunta: imagínense que son un pastor, tienen cien ovejas y se les pierde una, ¿no dejarían las noventa y nueve para ir a buscarla hasta dar con ella? Los oyentes dudarían bas­tante antes de responderle. El planteamiento era bastante disparatado. Jesús, sin embargo, comienza a hablarles de un pastor que actúa así. El hombre siente que la oveja, aunque esté perdida, le pertenece. Es suya. Por eso no duda en salir a buscarla abandonando al resto de las ovejas “en el desierto” ¿No es una locura arriesgar así la suerte de todo el re­baño? ¿Es que la oveja perdida vale más que las noventa y nueve? El pas­tor no se entretiene en razonamientos de este tipo. Su corazón le lleva a proseguir su búsqueda hasta que encuentra a la oveja. Su alegría es in­descriptible. En un gesto de ternura y cuidado cariñoso, pone a la oveja cansada y tal vez herida sobre sus hombros, alrededor de su cuello, y se vuelve hacía la majada. Al llegar convoca a sus amigos y les invita a com­partir su dicha. Todos le entenderán: “He encontrado la oveja que se me había perdido”.

La gente no se lo puede creer. ¿De verdad puede este pastor insensato ser metáfora de Dios? Desde luego hay algo que todos tienen que admi­tir: los hombres y mujeres son criaturas de Dios, le pertenecen. Y ya se sabe lo que uno hace por no perder lo que es suyo. Pero, ¿puede Dios sentir a los “perdidos” como algo tan suyo? Por otra parte, ¿no es algo demasiado arriesgado abandonar el rebaño para buscar a las “ovejas per­didas”? ¿No es más importante asegurar la restauración de todo Israel que perder el tiempo con prostitutas y recaudadores, gente al fin y al cabo indeseable y pecadora?

¿Es que Dios busca y recupera a los pecadores solo porque los quiere, incluso antes de que den signos de arrepentimiento? Todos reco­nocen que Dios acoge siempre a los pecadores arrepentidos. Por eso ni si­quiera los fariseos negaban su amistad a un pecador que daba muestras serias de arrepentimiento. Pero lo de Jesús, ¿no es demasiado? ¿Está su­giriendo que el retomo del pecador no se debe a su conversión, sino a la irrupción de la misericordia de Dios sobre él?


Jesús volvió a insistir en la misma idea: para entrar en el reino de Dios es importante que todos sientan como suya la preocupación de Dios por los perdidos y su alegría al recuperarlos.

¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuen­tra? Y, cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: “Alégrense conmigo, porque he hallado la dracma que había per­dido”.

Seguramente, el relato de Jesús capta enseguida el interés de todos por su realismo. Una mujer pobre que tenía diez dracmas pierde una. No era gran cosa. Todos conocían aquella monedita de plata que solo valía un denario, es decir, el salario de un jornalero por un día de trabajo. Sin embargo, para ella es de gran valor. Solo posee diez dracmas. Tal vez constituyen su tocado de mujer de aldea, un adorno extremadamente po­bre comparado con el de las mujeres de los grandes terratenientes. Si el adorno pertenece a la dote de la boda, sería su propiedad más preciosa. Algunas mujeres no se lo quitaban ni durante el descanso de la noche. La mujer no se resigna a perder su pequeña moneda. “Enciende una can­dela”, porque su modesta casa no tiene ventanas y tampoco es mucha la luz que entra a través de la única puerta, casi siempre baja. “Barre la casa” con una hoja de palma para poder oír el sonido de la moneda al ro­dar en la oscuridad por el suelo de piedra. Cuando por fin la encuentra, no puede contener su alegría, llama a sus vecinas y les invita a compartir su dicha: “Alégrense conmigo”.

¡Así es Dios! Como esta pobre mujer que busca su moneda y se llena de una inmensa alegría al encontrarla. Lo que a otros les puede parecer de valor insignificante, para ella es un tesoro. Una vez más, los oyentes quedan sorprendidos. Más de una mujer llora conmovida. ¿Será así Dios? ¿Será verdad que los publicanos y las prostitutas, los desviados y los pecadores, que tan poco valor tienen para ciertos líderes religiosos, son tan queridos por Dios?


Jesús no sabía ya cómo invitar a las gentes a alegrarse y gozar de la misericordia de Dios. Algunos, lejos de alegrarse por su acogida a prosti­tutas y pecadores, lo descalificaban por sus comidas con gente indesea­ble.

Jesús insistirá: hay que aprender a mirar de otra manera a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian. Una pequeña parábola pronun­ciada por Jesús en casa de un fariseo expresa bien su manera de pensar.

Jesús ha sido invitado a un banquete de carácter festivo (Lc 7, 36-50). Los comensales toman parte en la comida, recostados cómodamente sobre una mesa baja. Solo en las grandes ocasiones se acostumbraba a comer de esta manera, al estilo griego o romano. Son bastantes, todos varones, y, al parecer, no caben en el interior de la vivienda. El banquete tiene lugar delante de la casa, de manera que los curiosos pueden acercarse, como era habitual, a observar a los co­mensales y escuchar su conversación.

De pronto se hace presente una prostituta de la localidad. Simón la reconoce inmediatamente y se siente molesto: esa mujer puede contami­nar la pureza de los comensales y estropear el banquete. La prostituta se dirige directamente a Jesús, se echa a sus pies y rompe a llorar. No dice nada. Está conmovida. No sabe cómo expresar su alegría y agradeci­miento. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Prescindiendo de todos los presentes, se suelta su cabellera y se los seca. Es un deshonor para una mujer soltarse el cabello delante de varones, pero ella no repara en nada: está acostumbrada a ser despreciada. Besa una y otra vez los pies de Je­sús y, abriendo el pequeño frasco que lleva colgando de su cuello, se los unge con un perfume precioso. Al parecer, las prostitutas colgaban estos frascos entre sus pechos para realzar su atrac­tivo.

Al intuir el recelo de Simón ante los gestos de la prostituta y su ma­lestar por su acogida serena, Jesús le interpela con una pequeña parábola:

Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? (Lc 7,41-42).

El ejemplo de Jesús es sencillo y claro. No sabemos por qué un acree­dor perdona la deuda a sus dos deudores. Sin duda es un hombre gene­roso que comprende los apuros de quienes no pueden pagar lo que de­ben. La deuda de uno es grande: quinientos denarios, el sueldo de casi dos años de trabajo en el campo, una cantidad casi imposible de pagar para un campesino. La del segundo solo asciende a cincuenta denarios, una suma más fácil de conseguir, el sueldo de siete semanas. ¿Cuál de los dos le estará más agradecido? La respuesta de Simón es lógica: “Su­pongo que aquel a quien perdonó más”. Los oyentes piensan igual.

Así está sucediendo con la llegada de Dios. Su perdón despierta la alegría y el agradecimiento en los pecadores, pues se sienten aceptados por Dios no por sus méritos, sino por la gran bondad del Padre del cielo. Los “perfectos” reaccionan de manera diferente: no se sienten pecadores ni tampoco perdonados. No necesitan de la misericordia de Dios. El men­saje de Jesús los deja indiferentes. Esta prostituta, por el contrario, con­movida por el perdón de Dios y las nuevas posibilidades que se abren a su vida, no sabe cómo expresar su alegría y agradecimiento. El fariseo Si­món ve en ella los gestos ambiguos de una mujer de su oficio, que solo sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y seducir con sus perfumes. Jesús, por el contrario, ve en el comportamiento de aquella mujer impura y pe­cadora el signo palpable del perdón inmenso de Dios: “Mucho se le debe de haber perdonado, porque es mucho el amor y la gratitud que está mostrando” (Lc 7, 47).


Dios llega ofreciendo a todos su perdón y su misericordia. Su reinado está llamado a inaugurar una dinámica de perdón y compasión recí­proca. Jesús ya no sabe vivir de otra manera. Para sacudir la conciencia de todos pronuncia una nueva parábola sobre un siervo que, a pesar de ser perdonado por su rey, no aprende a vivir perdonando. Esta parábola del “siervo sin entrañas” se encuentra en Mt 18, 23-34.

Al oír el relato, los oyentes captan enseguida que la acción se desarrolla lejos de su pequeño mundo de cada día. Aquel rey tan poderoso, las su­mas fabulosas de sus finanzas, su crueldad y arbitrariedad para disponer de sus siervos, venderlos como esclavos o entregarlos a la tortura de los verdugos, les hacía pensar en los grandes Imperios de los paganos. Pero también entre ellos se había conocido algo de esto con Herodes el Grande y sus hijos. ¿De qué les quiere hablar Jesús?

Al controlar sus finanzas, un rey descubre que uno de sus funciona­rios le debe diez mil talentos, el equivalente a cien millones de denarios. Una cantidad inimaginable, y más para aquellas pobres gentes que nunca tenían en casa más de diez o veinte denarios.

Nadie puede reu­nir jamás tal suma de dinero. La decisión del rey es cruel: ordena que el funcionario y toda su familia sean vendidos como esclavos. No recuperará el dinero, pero servirá de escarmiento para todos. El funcionario se echa a sus pies desesperado: “Ten paciencia conmigo, que todo te lo pa­garé”. Él mismo sabe que es imposible. De forma inesperada, al ver al funcionario humillado a sus pies, el rey “se conmueve” y le perdona toda la deuda. En lugar de ser vendido como esclavo, sale del palacio restable­cido en sus funciones.

Al encontrarse con un compañero de rango inferior que le debe cien denarios, le agarra por el cuello exigiéndole el pago inmediato de la deuda. Desde el suelo, aquel compañero le grita las mismas palabras que él ha dirigido al rey: “Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré”. No es tan difícil tratándose de esa modesta cantidad. Los oyentes de la pará­bola esperan que tendrá piedad: acaba de ser perdonado de una deuda de cien millones de denarios, ¿cómo no va a perdonar cien a su compa­ñero? Sin embargo no es así y, sin piedad alguna, lo mete en la cárcel. Es fácil imaginar la reacción de quienes están escuchando a Jesús: “Eso no se hace. Es injusto actuar así sabiendo que él vive gracias al perdón del rey”.

Eso mismo fue lo que sintieron el resto de sus compañeros. Conster­nados por lo ocurrido, apelaron al rey para que hiciera algo. La reacción de éste es terrible: “Servidor malvado... ¿no debías tú también compade­certe de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?”. Encolerizado, retiró su perdón, le exigió de nuevo la deuda y lo puso en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Su destino no sería ya ser vendido como esclavo, sino ser torturado sin fin.

La parábola, que había comenzado de manera tan prometedora con el perdón generoso del rey, acaba de un modo tan brutal que no puede ge­nerar sino turbación. Todo termina mal. El gesto bondadoso del rey no ha logrado borrar siglos de opresión: sus subordinados siguen actuando con la crueldad de siempre. El mismo rey sigue prisionero de su sistema. Por un momento parecía que podía comenzar una nueva era de perdón, un nuevo orden de cosas inspirado en la compasión. Al final, la misericordia queda una vez más anulada. Ni el rey, ni el siervo, ni sus compañeros es­cuchan la llamada del perdón.

Los compañeros han pedido al rey justicia frente al siervo que no ha sa­bido perdonar. Pero, si el rey retira su misericordia, ¿no estarán de nuevo todos en peligro? Al final también estos compañeros han actuado como el siervo sin entrañas: no le han perdonado, han pedido al rey su castigo. Pero, si se deja de lado la misericordia y se pide de nuevo justicia estricta, ¿no se entra en un mundo tenebroso? ¿No tendrá razón Jesús? ¿No será el Dios de la misericordia la mejor noticia que podemos escuchar todos? Ser miseri­cordiosos como el Padre del cielo, ¿no será esto lo único que nos puede li­berar de la impiedad y la crueldad? La parábola se ha convertido en una “trampa” para los oyentes. Probablemente todos estaban de acuerdo en que el siervo perdonado por el rey “debía” perdonar a su compañero; era lo “normal”, lo menos que se le podía exigir. Pero, si todos los hombres y mu­jeres viven del perdón y la misericordia de Dios, ¿no habrá que introducir un nuevo orden de cosas donde la compasión no sea ya una excepción o un gesto admirable sino una exigencia normal? ¿No será esta la forma práctica de acoger y extender su reinado en medio de sus hijos e hijas?


Resumen del Capítulo 5 de: PAGOLA, José A. "Jesús, aproximación histórica", PPC, Madrid 2008 (p. 115-154)