Cristo sigue llamando


Cristo sigue llamando






Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de marzo de 2006 nº 52










PRIMAVERA EN EL CORAZÓN







Dios hizo todas las cosas...Vio que eran buenas y se aplaudió. Para hacer más feliz al hombre, -a cada uno de los sentidos-, vistió a la naturaleza de gala, de primavera. Quiso hacernos totalmente felices e inventó la primavera del corazón. Cada día basta que cada uno demos cuerda, renovemos las pilas o enchufemos a la corriente para disfrutar de la primavera, para hacernos primavera y sembrar nuestro mundo de primaveras. Todas las criaturas cantamos aleluyas en clave de sol.. Feliz primavera en el corazón.




















ÍNDICE



  1. Retiro …………………………3-19

  2. Formación…………………..20-28

  3. Comunicación.……...........29-33

  4. El anaquel……………........34-59




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Redacción: Segundo Cousido y Mateo González

Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN 1695-3681


RETIRO







La Eucaristía en nuestra vida.

Hacia una existencia en forma eucarística



Francisco Santos






Al ofrecer una reflexión sobre el sacramento de la eucaristía como misterio de nuestra fe y don de Cristo a su Iglesia, no debemos prescindir del contexto histórico y antropológico en que nos encontramos. Es más que seguro que una reflexión de este tipo hace cincuenta o incluso treinta años no tendría el mismo tratamiento ni respondería a los mismos interrogantes que hoy tantos creyentes, laicos y eclesiásticos se plantean. El objeto de esas páginas es reflexionar sobre estos retos y desafíos de hoy y ofrecer elementos que ayuden a concretar qué orientación es posible dar a nuestra vida de fe desde la vivencia de la eucaristía.



I. Algunos elementos relevantes que conducen a un diagnóstico


Los datos de la realidad de la vivencia eucarística constatan, en general, una pérdida de praxis eucarística y un descenso de las manifestaciones de aprecio por ella. Desde el punto de vista doctrinal, en cambio, se sigue insistiendo en el principio de la vinculación directa de la vida de la Iglesia con la celebración de la eucaristía como sacramento por excelencia. Nuestra reflexión no pretende sólo ofrecer unos datos o una situación, sino interrogarnos sobre el origen de esta situación real. Procedemos de modo inductivo. De los datos objetivos intentaremos extraer consecuencias para la reflexión teológica y pastoral.



Pérdida de “afición” eucarística


No son pocos los pastores que se sienten profundamente preocupados por los bajos índices de participación en la eucaristía. Se barajan algunos posibles motivos: la disposición y el estilo de las celebraciones, el “espíritu” que predomina en ellas, el tipo de “propuestas” que las celebraciones eucarísticas ofrecen, etc. Afinando un poco más en el análisis, se puede considerar que efectivamente los laicos siguen estando a expensas de los reflejos clericales que perviven en las celebraciones y en el modo de pensar y obrar de los pastores; también se puede argüir el formalismo y la extrañeza con que se presentan las oraciones, el proceso penitencial, las indicaciones demasiado alejadas de las preocupaciones que realmente llevan los fieles. Dentro de la celebración eucarística, sobresale la impresión negativa que generalmente deja la homilía, que puede limitarse frecuentemente a una síntesis de las aportaciones de los “fragmentos” de la Sagrada Escritura escogidos, dando la impresión de ser un rápido y superficial examen acumulativo con poco espacio para la repercusión espiritual de la Palabra en la vida de los fieles, con escasa incidencia en la vida concreta de los fieles.


Desde otro punto de vista, el participativo, el secularismo y la indiferencia religiosa ambiental llevan a una incultura creciente en materia de fe. De modo paradójico, las celebraciones más concurridas de fieles no son precisamente las que más ayudan a crecer en la fe. Gran cantidad de cristianos ya no asisten a la eucaristía más que en ocasiones como primeras comuniones, matrimonios, entierros o grandes fiestas litúrgicas como Navidad, Pascua y Todos los Santos; en estas ocasiones no pueden tener experiencia profunda de su fe, porque ésta ha sido relegada a un plano irrelevante de su vida, y las celebraciones en las que participan no cumplen la función de iniciación a la fe; además, a los ya iniciados en la fe, las celebraciones a que nos referimos les resultan insuficientes para mantener un vínculo de relación entre fe y vida.



Sin Eucaristía, no hay Iglesia


Este panorama poco alentador, contrasta con la firme convicción de que los modos de acción y de autorrealización eclesiales deben remitir a la eucaristía. La mesa de la palabra y la mesa de la eucaristía son los referentes para la acción evangelizadora de la Iglesia, su meta, pero también su fuente, el origen del que surge la evangelización.


La preocupación principal de la Iglesia, y esto nos afecta a todos, no es tanto el temor a un abandono de la praxis sacramental o de su presencia en la cotidianidad de la vida de los creyentes, aunque sea un problema que se debe afrontar. La principal preocupación no es el temor a la desaparición de la Iglesia como institución llamada a orientar las conciencias, o su pérdida de influjo social, o de relevancia en la historia.


La principal preocupación se funda en la pérdida de la relación profunda con el misterio de Cristo que se realiza en la eucaristía. Por esto es por lo que la Iglesia está atenta a corregir, rectificar, mejorar todo lo que constata puede contribuir al debilitamiento de esta relación vital con Cristo. Esta es la razón por la que se debe cuidar extremadamente lo que sirve de sustento a la Iglesia.


En primer lugar, se debe cuidar la calidad de las celebraciones, tanto en el ámbito litúrgico como en el de la experiencia humana que se produce en toda celebración: el carácter festivo, celebrativo, acogedor de la celebración del misterio en su dimensión trascendente y sagrada, y la convivencia humana, vivida en apertura a la acción de Dios. Además, ha de ser tenida en cuenta la contextualización, la inculturación de la celebración dando espacio a la expresión oral, gestual, artística según las distintas sensibilidades actuales; una adaptación no sólo del estilo y de los contenidos de la predicación, sino también del “ser” de la celebración a la mentalidad contemporánea.


En segundo lugar, y a pesar de cuanto venimos diciendo, no se debe caer en el extremo de realizar una “eucaristización” de la vida de la Iglesia. Quienes viven el día a día de la pastoral en colegios, centros juveniles o realidades parroquiales de atención sacramental, comprueban que para llegar a una celebración digna de la eucaristía se debe hacer un largo proceso de acompañamiento en el descubrimiento de los valores que se celebran. Por esto, es necesario, sin negar cuanto venimos diciendo de la importancia de la eucaristía en la vida de la Iglesia, y precisamente por eso, hacer una diversificación adecuada de las celebraciones.


La eucaristía no es el manto que cubre cualquier situación pastoral. El mejor modo de dar culto a Dios no siempre es la eucaristía celebrada. Se debe tener en cuenta la gradualidad de la acción pastoral. Con frecuencia se concluyen encuentros religiosos de diverso tipo con una celebración eucarística que está desconectada de cuanto se ha vivido en el encuentro. A veces, sin llegar a completar el proceso catequético conveniente, la profundización en la fe debida, irrumpe el salto en el vacío llevando a una celebración eucarística que resulta intempestiva para la dinámica de quienes van avanzando en el descubrimiento de su fe. Puede haber sido una cierta inflación eucarística, su celebración de modo inconveniente y abusivo, lo que haya podido llevar a cierto hábito que prescinde de la adecuada valoración de la celebración.



Cierta rutina y banalización que alcanza a todos


Pese a que estos elementos enunciados afectan principalmente a la vida normal de los fieles y a la impresión que causa en los pastores, obligados muchas veces a salir al paso de las dificultades, no podemos pensar que la vida de fe eucarística de los clérigos y religiosos esté libre de quedar marcada por esta realidad descrita.


También en las comunidades religiosas o en la vida de los sacerdotes se pueden estar dando síntomas de “desgaste eucarístico” y de descentramiento de la vida espiritual hacia otras posiciones en las que la eucaristía ocupa un lugar relativo: la misión, la propia comunidad, la experiencia de Dios vivida a partir de celebraciones que relegan la eucaristía o prescinden de modalidades de culto eucarístico hasta ahora considerados centrales en la vida espiritual eucarística.


Constatamos que las dificultades que hace unos quince o veinte años surgían para sostener el culto eucarístico, se han consolidado y extendido con respecto a la misma celebración eucarística. De algún modo, se acentúan los aspectos de falta de afecto hacia la eucaristía y no resultan suficientes los intentos de recuperación o reformulación de motivaciones para devolver una adecuada centralidad a la eucaristía en la vida del creyente.

Con frecuencia somos testigos del poco entusiasmo que se percibe en algunas celebraciones, el tono bajo de la participación, la escasa presencia y respuesta, la dificultad por mantener una actitud activa. También constatamos que la dinamización de las celebraciones no consigue un efecto perdurable. Los recursos pastorales, catequéticos, la originalidad y el impacto estético de algunas manifestaciones celebrativas no resuelven del todo la dificultad fundamental que es la pérdida de conexión con la vida. Se trata de una situación que afecta profundamente a los fieles. Los elementos que estamos reseñando son su manifestación.


Concentrando la atención en las manifestaciones, intentaremos recabar argumentos para una reflexión eclesial y pastoral.



Reducción de las manifestaciones de “estima” eucarística


Desde el punto de vista del comportamiento humano, en cierto modo, las circunstancias socioculturales, el ritmo de vida que mantenemos, las prioridades pastorales que nos llevan a anteponer lo urgente a lo importante, nos está obligando a conservar lo “esencial” de la eucaristía, pero de un modo inadecuado e insuficiente. Calificamos con un “no está de moda” aquello que nos impide resaltar y vivir los valores prácticos de nuestro tiempo. Es un hecho que calificamos de distinto modo y valoramos diversamente lo que en un tiempo ha sido considerado central en la vida de fe.


Con respecto a la eucaristía, hemos mantenido el valor, pero la hemos privado de su correspondiente espacio en nuestra vida, porque las formas en que se expresaba el aprecio por la eucaristía hoy “no están de moda” y aún no hemos reemplazado esas expresiones por otras de igual profundidad de fe que las desestimadas.


Hoy, pese a una valoración positiva de la participación más consciente y activa, fruto de la reforma litúrgica, parece haber un cierto cansancio psicológico frente a las manifestaciones del culto eucarístico, movidos también por el rechazo de formas triunfalistas de piedad, la ostentación de riqueza o el boato dentro de las celebraciones. Inclinados más a realizar celebraciones sencillas, se ha podido seguir cierta “ley del péndulo” pasando a una funcionalidad más pragmática en las celebraciones.


Fruto de una tendencia a secularizar, dicho en sentido positivo de adaptación, nuestras celebraciones eucarísticas han reducido a lo imprescindible los aspectos simbólicos y litúrgicos. Pero, huyendo del ritualismo, se ha podido caer en una desencarnada funcionalidad. Entramos en un círculo vicioso en el que se evita la manifestación extemporánea con respecto a la eucaristía y se prescinde de lo que ya no va, pero a su vez se reduce la manifestación de expresión de fe a acciones que no consiguen sostener ni expresar el sentido profundo de la celebración, quedando ésta privada de contenido.


En muchos casos, el responsable de estas celebraciones asume una función de dispensador de los valores del sacramento, pero es reducido a ser un funcionario, que a determinadas horas convenidas ejerce un servicio del que se benefician en distinto grado quienes de esas prestaciones hacen demanda.


Evidentemente no todos los planteamientos actuales con respecto a la eucaristía, como celebración habitual en nuestras comunidades cristianas, se pueden reducir a una simplificación funcional, pero no es infrecuente que el elemento funcional sea causa de la escasez de manifestaciones de estima por la eucaristía.


Con mayor preocupación aún es afrontada la posibilidad de que la falta de estima eucarística sea consecuencia de la repercusión de doctrinas poco seguras sobre la eucaristía, incluso dentro del ámbito de la fe. Algunos ejemplos los encontramos en una mala comprensión del valor sacrificial eucarístico, una reducción al encuentro de convite fraterno, un oscurecimiento de la necesidad del sacerdocio ministerial, la reducción de la sacramentalidad de la eucaristía a la eficacia del anuncio, algunas iniciativas ecuménicas que transigen con prácticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe, etc.


En definitiva, aparece en el horizonte una dificultad para comprender en su justa medida el carácter profundo de la eucaristía dentro de un contexto en el que ya se ha realizado una fuerte labor positiva de reducción de interpretaciones mágicas y falsas del rito eucarístico.


Los elementos que venimos destacando nos configuran un panorama con respecto a la eucaristía con grandes y profundos retos para el presente y para el futuro. Precisamente porque se reconoce su importancia para la vida de la Iglesia, son de lamentar los signos de pérdida de significado y centralidad para la vida de los creyentes.


Con este panorama de fondo, descrito sin adornos ni ambages, ofrecemos algunos elementos para la reflexión eclesial y pastoral a partir de las dificultades que hemos presentado para la vivencia de la eucaristía. No se trata de denunciar doctrinas o prácticas no aceptables, sino de profundizar en los ejes fundamentales que a lo largo de la historia han rescatado la eucaristía de otras situaciones, diferentes en cuanto a su causa, pero similares en cuanto a la dificultad ocasionada para la correcta vida eclesial que podemos estar experimentando en la actualidad.


II. Elementos para una reflexión Eclesial y Pastoral


Las dificultades para la comprensión y vivencia de la eucaristía en nuestra sociedad y cultura actuales pueden llegar a reducir su presencia en la fe de los creyentes. Ofrecemos algunas referencias para devolver a la eucaristía su reconocimiento, pese a las dificultades, como luz y vida para el hombre creyente de nuestro tiempo. Ofrecemos cuatro aspectos que conforman un intento de rehabilitación de la eucaristía para la vida creyente. El primer aspecto surge del lugar que ocupa la eucaristía en la vida de fe de los creyentes: es su corazón. Las enseñanzas del magisterio de la Iglesia, segundo aspecto, ofrece una doctrina suficiente para afianzar la centralidad de la eucaristía. Dos aspectos más completan nuestra reflexión: el modo en que analizamos las afirmaciones doctrinales sobre la eucaristía, en concreto la presencia real de Cristo y la comunión con Él. No basta con un asentimiento intelectual, una formulación categorial o un reconocimiento formal. Cuanto se afirma de la eucaristía tiene que ser confrontado con la vida. Este es el modo de instaurar en el corazón de la fe el don de la eucaristía.



La eucaristía, en el corazón de la fe


Durante el siglo XX se han ido produciendo importantes avances en la renovación de la vivencia de la eucaristía en la vida cristiana. De aquí sacamos enseñanzas válidas para nuestro quehacer hoy. Debe ser puesto de relieve que la Iglesia se ha preocupado permanentemente por alimentar su fe de la eucaristía. El aspecto más relevante, que sirve de hilo conductor a toda renovación, ha sido situar la eucaristía en el corazón cristológico y eclesial de la fe.


El primer elemento de reflexión gira en torno al lugar que ocupa la eucaristía en la fe de los creyentes, en la fe de la Iglesia de nuestro tiempo. Si hace ahora cuarenta años el concilio Vaticano II produjo avances tan decisivos como para considerar ese siglo como un “siglo eucarístico”, hay que reconocer que sus frutos han sido valiosos. El concilio promovió una renovación que marcó el devenir de la Iglesia. La eucaristía recibió savia nueva: el uso de las lenguas vernáculas, la participación activa de los fieles en la celebración, la ampliación del ciclo de lecturas, la insistencia renovada en la homilía, la reaparición de la oración universal, la simplificación de las oraciones del ofertorio, la concelebración, la recitación en voz alta del canon, las diversas propuestas de nuevas plegarias eucarísticas,... todo esto ha permitido a la Iglesia recuperar una “vitalidad eucarística” que se quiere mantener en el nuevo milenio que hemos iniciado. Tan solo nos cabe preguntarnos si hoy son suficientes estos elementos o ya son necesarios otros que produzcan el mismo efecto revitalizador.


Henri de Lubac puso de relieve en el siglo XX que “La Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia”. La primera parte del axioma se puede constatar también hoy. La celebración de la eucaristía en la Iglesia ocupa un lugar privilegiado en la preocupación eclesial y en la praxis de los fieles. Pero los datos aportados en nuestra primera parte, nos llevan a preguntarnos si en los momentos que vivimos la eucaristía sigue haciendo la Iglesia, particularmente en un contexto europeo donde hay disminución de sacerdotes, disminución de asistencia a misa, en particular por parte de los jóvenes, descenso, alarmante en algunos lugares, de práctica dominical, y en el fondo una desconexión entre las convicciones creyentes de muchos y la eucaristía semanal. En esta situación, ¿hace la eucaristía la Iglesia?





Una enseñanza al servicio de la actualización


La realidad eclesial que vivimos, de la que los interrogantes planteados son manifestación inobjetable, necesita profundizar en la comprensión del valor de la eucaristía, tal vez porque se están alargando demasiado las distancias entre los ritos y símbolos celebrados y la recepción del efecto de los mismos en la vida de los que los celebran.


Durante la celebración de la eucaristía del Corpus Christi, el 10 de junio de 2004, el recordado papa Juan Pablo II convocó a toda la Iglesia para celebrar un “Año de la Eucaristía”, a partir del Congreso eucarístico internacional de México en octubre de 2004, hasta la celebración del XI Sínodo de los Obispos en octubre de 2005, que trataría el tema de la eucaristía. La convocatoria fue precedida por la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), y acompañada por otros documentos importantes todos ellos referentes a la eucaristía: la instrucción Redemptionis Sacramentum (2004), los Lineamenta y el Instrumentum Laboris para el XI Sínodo de los Obispos, bajo el tema: “La Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia”, la Carta Apostólica Mane nobiscum Domine (2004), las Sugerencias y Propuestas para el Año de la Eucaristía de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (2004), sin olvidar la Carta del Papa a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005.


Esta profusión de documentos no hace sino indicar que la Iglesia es consciente de lo que significa la eucaristía para su propia existencia y que de algún modo es necesario plantear en toda su extensión la cuestión de nuestro modo de vivir la eucaristía hoy. ¿Estamos ante un Kairós eucarístico?


La reflexión doctrinal sobre la eucaristía conduce a una aún no resuelta relación satisfactoria entre las capacidades humanas existenciales y la presencia de Cristo en la eucaristía como elemento potenciador de dichas capacidades.


Por un lado, da la impresión de que el hombre actual, pese a ser creyente, se ha habituado a la presencia eucarística dejando de suponer para él un gran don, un enriquecimiento. Lo imprescindible para la vida de fe del creyente, la presencia de Cristo, ha llegado a convertirse en algo habitual de lo que, llegado el caso, se puede prescindir. Por otro lado, otro rasgo del hombre contemporáneo, la autosuficiencia, le impide reconocerse necesitado de algo, la eucaristía, que uno no puede darse a sí mismo y que sólo puede recibir.


Autosuficientes y habituados a lo imprescindible, podemos llegar a perder la justa medida del valor, la estima por la eucaristía para nuestras vidas. Recomponer y evidenciar las etapas del distanciamiento y la devaluación del valor de la eucaristía, indicando posibles causas, puede ser el camino para devolverla al corazón de nuestra fe.






El paulatino habituarnos a lo asombroso


Uno de los elementos que a lo largo del tiempo ha resultado decisivo a la hora de valorar la estima eucarística es la capacidad de suscitar asombro. ¿En qué sentido deberíamos hablar hoy del asombro eucarístico? Este asombro, en la tradición de la Iglesia se ha manifestado, y continúa haciéndolo, en la presencia real y verdadera de Cristo en la comunión del pan consagrado en la eucaristía. Del hecho de la presencia, que suscita este asombro y requiere el acto de fe, en ocasiones pasamos al modo de explicar el cómo de esa presencia. Cuando esta distinción no se tiene en cuenta, nuestro modo de explicar la presencia de Cristo parece estar esclareciendo el hecho, que sin embargo siempre se mantiene fuera de nuestra apropiación conceptual. Cualquier intento de explicación debe dejar el espacio suficiente al asombro, a la admiración y a la adoración para que sea realmente un servicio para la fe.


A lo largo de la historia, las explicaciones del cómo de la presencia real de Cristo en la eucaristía han estado apoyadas en las categorías conceptuales de una época y en una mentalidad dominante de cada periodo histórico. Lentamente, se ha ido perfilando un intento de comprensión que llevase a los creyentes a poder incorporar lo admirable de la eucaristía a su realidad existencial concreta.


Las explicaciones simbólicas, ofrecidas por los padres de la Iglesia, desde los orígenes hasta aproximadamente el S. X, están basadas en un pensamiento platónico -que habla de símbolo, figura, imagen, semejanza, ... entendido en modo realista, por el que se nos hace presente y asequible una realidad que pertenece al orden sobrenatural de la salvación-. Los padres corrigieron la idea platónica para expresar una correspondencia entre la celebración de la Iglesia y el acontecimiento redentor de Cristo.


Fue el pensamiento aristotélico el que llevó a explicaciones escolásticas, introducidas entre los siglos XI y XII, distinguiendo entre la substancia y los accidentes, el fundamento de la realidad de la cosa y la apariencia perceptible por los sentidos. Explicar la eucaristía como un cambio de sustancia, pero no de accidentes fue el modo de habituarse al asombro de la presencia en substancia de cuerpo y sangre de Cristo, bajo los accidentes del pan y del vino. Estas ideas fueron recogidas oficialmente en los concilios IV de Letrán y posteriormente en Trento y han pasado con éxito a ser explicación “oficial” del cómo de la presencia real de Cristo en la eucaristía.


Desde hace unos treinta años, el esfuerzo por habituarnos a lo asombroso de la eucaristía se expresa en categorías fenomenológicas. Con mayor modestia que en épocas anteriores se expresa que no sabemos ni podemos saber nada sobre substancias y accidentes, al menos con las categorías que ahora nos desenvolvemos. Hoy es puesto de relieve, en primer plano la importancia que las cosas tienen no tanto en el en sí, cuanto en el para nosotros. Se habla así de una transfinalización o transignificación –fórmulas menos célebres que la de transubstanciación, pero igualmente ligadas a un modo históricamente contextualizado de hablar-, un cambio de finalidad o de significado del pan común destinado a alimentarnos y del pan eucarístico cuya finalidad y significado es representar y contener el cuerpo de Cristo.


Este breve, y quizás impreciso, recorrido por el desarrollo teológico de la explicación de la presencia de Cristo en la eucaristía sigue hoy siendo centro de atención a la hora de acercarnos con asombro a la eucaristía.


La insuficiencia de las explicaciones nos devuelve al punto de partida. Lo simbólico hoy no nos remite a una realidad objetiva, tampoco las explicaciones fenomenológicas que pueden hacer subjetivo el significado real; además, las explicaciones filosóficas adolecen de la debida actualización para un contexto diferente. Por tanto, deberíamos considerar que lo más adecuado, admitiendo lo laudable del esfuerzo explicativo, pasa por admitir la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristía, no sólo porque nosotros, mediante la fe lo afirmamos y lo creemos, sino además –y aquí está la admiración eucarística a que nos referimos- porque Dios hace posible que efectivamente Cristo esté realmente presente en la eucaristía.


Esta actitud intenta ser alternativa a una tendencia que ante modos insatisfactorios de explicación del misterio, en lugar de tomar partido por la contemplación del misterio, toma forma de rechazo de la validez del hecho de la presencia real de Cristo, por la única razón de la confirmación de la insuficiencia explicativa del modo en que se realiza esa presencia.



La insuficiencia de la comunión como elemento meramente formal


Admitir que la eucaristía hace la Iglesia como afirmación teológica tiene que ir acompañada de una praxis que lo corrobore. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de la eucaristía. Entre celebración de la eucaristía y vida eclesial descubrimos una relación estrecha: la Iglesia vive de la eucaristía. La Iglesia dirige su mirada continuamente al Señor, presente en el sacramento, descubriendo en él la plena manifestación de su amor. El misterio pascual de Cristo acompaña a la Iglesia en su caminar por la historia, aplicando a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas. De este sacrificio de Cristo y de la comunión con él, brota para la Iglesia la caridad pastoral que su Espíritu nos comunica.


La densidad teológica de estas afirmaciones no nos exime de llevarlas a la vida cotidiana, donde las grandes problemáticas de nuestro tiempo (la paz, la justicia y solidaridad, la defensa de la vida humana, las numerosas contradicciones de un mundo “globalizado”) llevan a la desesperanza de los más débiles, los más pequeños, los más pobres, porque no les alcanza la comunión con los demás hombres. La eucaristía es en la Iglesia la permanente promesa de Cristo de una humanidad renovada por su amor, basada en la comunión y en el servicio a los demás.


Participar de la eucaristía más que una adhesión de fe a un misterio, significa vivir en comunión de fe, tanto en su dimensión invisible –unión con Dios Padre, en Cristo, por el Espíritu y con los demás- como en la dimensión visible –comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en la Iglesia. Esto indica que la celebración de la eucaristía no puede ser punto de partida de la comunión, sino que la presupone. Cuando se celebra en la verdad, más allá de lo meramente formal, la eucaristía consolida, perfecciona y educa a la comunión.


¿Puede haber Iglesia constituida a partir de la eucaristía cuando no existe una comunión real dentro de ella? La unidad de la Iglesia se expresa mediante la comunión, entendida como adhesión personal y comunitaria de los creyentes que responden a la llamada de Dios, revelado en Cristo y manifiesto en su Espíritu y entendida también como afiliación de estos convocados para reunirse con objeto de hacer patente la adhesión. Estos elementos se expresan en la asamblea eucarística, en la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Del mismo modo, las estructuras de la Iglesia se justifican y verifican en la medida en que sirvan a esta comunión de sus miembros en el espíritu del evangelio de Jesucristo.


La comunión cristiana no pasa por alto la presencia del Señor donde dos o tres o más están reunidos en su nombre. La fraternidad vivida en la comunidad es condición para celebrar el memorial del Señor en la verdad. La eucaristía cuenta con la comunión fraterna para hacer de la Iglesia escuela de comunión. Especialmente a quienes comparten la vida común, y como acto central de esa vida común celebran la eucaristía, les debería interpelar el grado de comunión en el que se celebra la eucaristía y el reclamo a una mayor comunión con los hermanos como fruto de la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo.



III. Una actitud creyente unida a la Eucaristía


La situación real de la praxis eucarística nos ha incitado a una reflexión sobre el grado de profundidad con que vivimos y proclamamos el misterio de la presencia real de Cristo en nuestra historia y nuestra comunión con Él en la vida cotidiana. Procedemos ahora a perfilar una actitud que surja de la vivencia auténtica de la eucaristía y que al mismo tiempo la suscite.


Disposición mistagógica


Con frecuencia encontramos en nuestros ambientes síntomas de una mentalidad que no niega formalmente el misterio de Dios, pero que niega la posibilidad de reconocerlo con la razón y adherir a él libremente. Al mismo tiempo, surgen tendencias a refugiarse en mitos, ídolos y explicaciones irracionales de la realidad. Ambos extremos, amenazan una correcta integración de la eucaristía en nuestra vida. Desde la perspectiva cristiana, ante estos nuevos desafíos, es necesario recuperar la unidad del misterio cristiano expresado en la eucaristía.




Tal vez, por compensar razonamientos que no lo tuvieron debidamente en cuenta, se ha insistido últimamente de forma unilateral en unos aspectos más antropológicos y sociales de la eucaristía como la convivencia, el sacerdocio común, la solidaridad, la acogida, etc., mientras que los aspectos que requieren una actitud de respuesta desde la fe para la presentación y vivencia de la eucaristía, quedan pospuestos.


Una presentación unitaria de la eucaristía debe tener en cuenta todos los aspectos: la palabra de Dios proclamada, la comunidad reunida con el sacerdote que celebra in persona Christi, la acción de gracias a Dios Padre por sus dones, la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, su presencia sacramental causada por la palabra de Jesús que consagra, el ofrecimiento al Padre del sacrificio de la cruz, la comunión con el cuerpo y la sangre del Señor resucitado. La eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones. ¿Cómo expresarlo de modo adecuado?


La mistagogía confía en la fuerza del Espíritu, que se comunica mediante las palabras y los gestos sacramentales. El Espíritu es el mistagogo invisible. En el fondo de este planteamiento subsiste un concepto de mistagogía que comienza en Dios. Dios toma nuestra realidad humana para llevarla a la redención. Por esto, en la mistagogía se produce un encuentro de fe con el Señor a través de su gracia. No se puede realizar una mistagogía sin ser atraídos por Cristo.


¿Cómo crear esta disposición mistagógica en nuestras celebraciones eucarísticas? La liturgia es la ayuda que se ofrece a todos para acercarse a este misterio. En ella se favorece la contemplación de Cristo en su misterio a través de los ritos, por lo que la liturgia no puede convertirse en una especie de propiedad privada que se subordine exclusivamente a la creatividad de quien celebra. El celebrante, mistagogo en la liturgia, no habla en nombre propio, sino que se hace eco de la Iglesia, que es la que le ha confiado aquello que a su vez ella ha recibido. Resulta también expresión mistagógica la forma de la concelebración de varios sacerdotes, como manifestación elocuente de la unidad del sacerdocio, del sacrificio y del pueblo de Dios.


Desde la actitud mistagógica nos resulta quizás más fácil comprender la preocupación de la Iglesia y la invitación que realiza permanentemente a celebrar la eucaristía con solemnidad y dignidad. La observancia de las reglas litúrgicas no deben considerarse una anulación del principio de adaptación y contextualización, sino más bien una ayuda para que en el conjunto de la celebración se exprese más claramente el sentido del misterio que debe ser acogido. Un ejemplo sencillo lo tenemos en el hecho mismo de vestir un hábito especial para cumplir una acción sagrada. Este signo, más que una forma ritualista, estrecha de miras, indica en cierto modo el salir fuera de la común dimensión de la vida cotidiana para entrar en la presencia de Dios en la celebración del misterio.


También en esta actitud mistagógica tiene cabida cuanto la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos indica sobre la dignidad del canto, el arte, el decoro, las diversas orientaciones litúrgicas, su correcta observancia y las distintas iniciativas que se ofrecen.


Como miembros de la Iglesia, estamos siempre invitados a expresar en modo adecuado que estamos participando en una acción que no es nuestra, aún cuando se realice en modo humano, porque Cristo, que es la Palabra, después se hizo carne; la verdadera acción de la liturgia es una acción de Dios mismo. Dios mismo es el que obra y el que cumple lo esencial. Sin esta conciencia de ser hechos partícipes del misterio, las actitudes asumidas en la liturgia son solo exteriores.



Revivir el sacramento recibido


Uno de los aspectos más interesantes para afrontar la cuestión sacramental y la vida cristiana aparece planteado a lo largo de los siglos bajo el asunto del carácter sacramental y la reviviscencia de los sacramentos. Sin entrar en cuestiones históricas, la preocupación pastoral del modo en que la acción de Dios interpela al hombre en los sacramentos se ajusta en la medida que se presenta la gracia sacramental como un don de Dios que debe ser acogido en buena disposición para que afecte a la vida de la persona en orden a una respuesta personal y amorosa a Dios. Se trata de una referencia antropológica importante. El sacramento revive en el hombre por el comportamiento fiel ante Dios.


La eucaristía nos une a la vida de Cristo, transformando nuestra vida. Por medio de la eucaristía, en comunión con Cristo, se establece una pertenencia vital, que perfecciona y cumple el ser hechos hijos de Dios por el bautismo e incorporados a la Iglesia. Consecuencia de esta unión con Cristo será la caridad ejercida dentro y fuera de la Iglesia. San Ignacio de Antioquía llamaba a los cristianos aquellos que “viven según el domingo”, lo que en la tradición de la Iglesia ha sido siempre el socorrer a huérfanos y viudas, enfermos, encarcelados, extranjeros, etc. En pocas palabras, proveer a todos los que se encuentran en necesidad. De esta forma revive el sacramento recibido en la vida del cristiano.


Junto con esta dimensión de caridad, la reviviscencia del sacramento se manifiesta en la actividad misionera, en el testimonio de nuestra fe. No es posible mantener una vida sacramental eucarística e ignorar estos aspectos de manifestación y conciencia de pertenencia a Cristo. De algún modo, la vida cotidiana es el lugar donde se manifiesta esta dimensión actualizadora del don recibido. En la vida de cada día revive el sacramento recibido.



La vida, lugar eucarístico


No es posible desligar la eucaristía de la vida cotidiana. Existe una circularidad entre la eucaristía y la vida el creyente que se debe tener en cuenta. La existencia de cada día se ha de impregnar de eucaristía, es ésta la que debe ayudar a iluminar creativamente la vida de quienes se alimentan de la eucaristía. También la reflexión teológica acerca de la eucaristía y su modo de celebrarla ha de tener en cuenta la realidad con la que cada día se enfrentan los fieles. Este es el modo de evitar el peligro del ritualismo como única respuesta al riesgo de la rutina y la banalización de la eucaristía. La superación del ritualismo alienante en el que muchas veces podemos caer con el noble afán de evitar abusos que oscurezcan la recta fe y la doctrina, implica una comprensión más amplia del misterio eucarístico haciendo una síntesis entre la teología y la praxis, atendiendo a la dimensión sacramental y a las demandas éticas de la época que nos ha tocado vivir.


Desde las instancias que velan por el culto eucarístico se hace una llamada a no privar de su pleno sentido a la celebración de la eucaristía, a contemplar el misterio con devoción y admiración. También desde estas instancias se insiste en el compromiso existencial. En este sentido se comprende cabalmente que la eucaristía es fuente y cumbre de la vida cristiana, el punto de partida y de llegada de la comunidad cristiana, porque en ella se expresa por un lado la comunión profunda en el dolor humano, que muchas veces es provocado por la carencia de pan, y por otro lado se reconoce, en la alegría, al Resucitado que da la vida y levanta la esperanza de la comunidad convocada por sus gestos y sus palabras.


La vida cotidiana será el lugar donde la eucaristía se continúe. En el modo de realizar la despedida de la celebración se comprende lo que se acaba de realizar. No se trata de complacerse en la celebración y quedarse allí, minusvalorando las realidades humanas y materiales en las que nos movemos, como si nuestra atención tuviera que estar en otro lugar distinto a los problemas y las circunstancias de la vida. Cada eucaristía termina con el envío, para que los que han participado en ella vayan a introducir en las realidades cotidianas de sus vidas el espíritu recibido en la celebración.


Esta idea conclusiva del sentido de la celebración queda expresado claramente en las palabras de la liturgia, con la oración después de la comunión del domingo XVII del tiempo ordinario: “Concédenos, Señor todopoderoso, que de tal manera saciemos nuestra hambre y nuestra sed en estos sacramentos, que nos transformemos en lo que hemos recibido”.



Hacia una existencia eucarística


En la última carta que pudo dirigir el recordado papa Juan Pablo II a los sacerdotes con motivo del jueves santo de 2005, indicó a todos los ministros de la eucaristía que la existencia sacerdotal ha de tener forma eucarística. Las palabras de la institución de la eucaristía no son sólo una fórmula consagratoria, sino una forma de vida.


Encontramos, a modo de conclusión, en la “existencia eucarística” el paradigma para una integración de la eucaristía en la vida del creyente que alimenta su fe en ella y desde ella ilumina su realidad cotidiana.


Algunos de los elementos que conforman el concepto de existencia eucarística los enumeramos a continuación:

Celebrar cotidianamente la eucaristía hace de cada jornada una jornada eucarística y ayuda a sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, haciendo de la presencia de Cristo el verdadero centro de la vida y de la misión apostólica.


Llegar a hacer de la propia vida una existencia eucarística implica traducir existencialmente las expresiones y acciones vividas en la celebración, llevar a la propia vida las actitudes expresadas en la celebración.


La eucaristía es acción de gracias, y quien vive la eucaristía celebrada vive una existencia profundamente agradecida. Agradecimiento por la vida, por los dones recibidos, por la fe, por la misión encomendada, por los destinatarios y por la presencia de Cristo en nuestras vidas.


La vivencia eucarística lleva a hacer de la propia vida una existencia entregada. Quien participa del “tomad y comed” de Cristo, está llamado a hacer de su vida don para los demás. El profundo sentido del lavatorio de los pies que Juan ofrece en el cuarto evangelio, ilumina la entrega cotidiana de quien vive en actitud eucarística, en obediencia a la voluntad de Dios por amor y renunciando a un legítimo margen de libertad, manifestándose disponible a la entrega generosa a aquellos que lo necesiten.


La existencia eucarística es consciente de estar ya salvada; recuerda y actualiza en la muerte y resurrección de Cristo esa salvación que tiene que llegar a todos. La existencia eucarística se orienta a Cristo en un deseo de encuentro pleno y definitivo con Él en la certeza de que ya ha sido ganado por Cristo y que puede contemplar su rostro en aquellos a los que anuncie su mensaje y les haga llegar la experiencia de una existencia que pertenece a Cristo y que es eucarística.


La existencia eucarística nos hace testigos de esperanza para todos, porque en el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestra ayuda para el camino de la vida.


A lo largo de nuestra vida, podemos sentirnos como los discípulos de Jesús en distintos momentos: algunas veces nos sentiremos capaces de decir ante la proclamación de la presencia de Cristo en la eucaristía: “es duro este modo de hablar”; en cambio, otras veces sentiremos “arder nuestro corazón” en la mesa de la Palabra, o experimentaremos en la mesa de la eucaristía que “se nos abren los ojos” y reconoceremos a Cristo en la fracción del pan.


Si nuestra existencia en todo momento está acompañada de esta presencia eucarística y creemos en quien pusimos nuestra fe, el “pan que transforma” nos convertirá en aquello que comemos, y nuestra vida será amor activo al prójimo.

Entonces, nuestra existencia se habrá transformado en eucaristía.









Para el diálogo y la reflexión


  • Reflexionar sobre estos textos acerca de la celebración eucarística y las consecuencias para la vida del creyente:

«La funcionalidad debe tener su lugar, pero no puede ser criterio último en la celebración litúrgica. De lo contrario, se obtura la puerta de entrada al universo simbólico y nos quedamos inermes ante una liturgia sorda y muda, que intentamos inútilmente salvar con nuestras logomaquias infectadas de racionalismo cartesiano. Es preciso buscar, pues, un justo equilibrio en la ritualización; los gestos rituales deben tener una suficiente densidad material y antropológica para que lleguen a ser autoelocuentes en el plano simbólico y para evitar, de ese modo, la doble tentación de magia y verbalismo, falsas alternativas de la ritualización». (X. Basurko, Para comprender la eucaristía, 91).

«La Eucaristía, celebrada y participada como banquete, nos invita a unir la fracción del pan con la comunicación de bienes (cfr. Hch 2,42.44; 4,34), con las colectas a favor de los necesitados (cfr. Hch 11,29; 12,25), con el servicio de las mesas (cfr. Hch 6,2), con la superación de toda división y discriminación (cfr. 1Cor 10,16; 11,18-22; St 2,1-13). De todo esto se desprenden evidentes consecuencias para la evangelización en el mundo y, concretamente, en los países en vías de desarrollo». (48º Congreso Eucarístico Internacional, Méjico, Octubre 2004, Texto Base, n. 55).



El Papa Benedicto XVI, en la primera eucaristía celebrada después de ser elegido Papa, en la Capilla Sixtina, con los miembros del colegio cardenalicio, el 20 de abril de 2005, dijo: “Pido a todos que intensifiquen en los próximos meses el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad la fe en la esperanza real del Señor, sobre todo mediante la solemnidad y la dignidad de las celebraciones”.


  • Algunas cuestiones para el diálogo comunitario sobre la eucaristía:



  • Cuáles son las actitudes fundamentales para intensificar el amor y la devoción a la Eucaristía.

  • De qué modo, en la eucaristía, manifestamos la fe de la Iglesia.

  • La tradicional visita al Santísimo, qué lugar ocupa en nuestro trato de amistad con Cristo en la Eucaristía

  • La celebración comunitaria de la eucaristía, cómo la preparamos, la celebramos, participamos.

  • La vida espiritual centrada en la eucaristía. De qué manera nos vamos transformando en “personas eucarísticas”

  • La eucaristía dominical. Dónde, cómo, con quién participamos.

  • La comunión redunda en beneficio de todos. Cómo podemos asumir el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella.

  • Qué ventajas e inconvenientes podemos encontrar en “dar solemnidad y dignidad a las celebraciones”



Algunas monografías sobre la eucaristía


Con motivo del Año de la Eucaristía, han surgido, y están surgiendo, numerosas publicaciones. En su mayoría, se hacen eco de los documentos magisteriales recientes sobre la eucaristía. Todo comentario ayuda a una mejor personalización de dicha enseñanza. Sin embargo, consideramos que el tratamiento sistemático de la problemática eucarística es más conveniente que la escueta referencia a las recientes indicaciones. Redescubrir y centrar el valor de la eucaristía para la vida del creyente pasa por el paciente proceso de purificación de la memoria de la pascua del Señor y la contextualización de su valor salvífico. Nos inclinamos por ofrecer alguna referencia monográfica sobre la eucaristía con carácter completo, animando al lector a dedicarse de forma sistemática a revisar las convicciones profundas y su expresión concreta en la celebración de la eucaristía. Esta tarea de consolidación de la fe eucarística valdrá la pena.


M. Brouard (ed.), Enciclopedia de la Eucaristía, Bilbao 2004, 1106 p.

Distribuidos en tres partes (La eucaristía y la conciencia religiosa de la humanidad, la eucaristía en la historia y la eucaristía hoy), consta de 80 artículos de diversos autores ofreciendo un buen panorama sobre la eucaristía y en muy diversos contextos y perspectivas. Incluye un comentario a los documentos recientes sobre la eucaristía (Desde Ecclesia de Eucharistia hasta Mane nobiscum Domine), un glosario y distintas noticias eucaristicas (autores, voces, documentos) distribuidos por épocas.

Se trata de un buen subsidio para la predicación y para el estudio sobre los múltiples aspectos de la eucaristía presentes hoy en el quehacer pastoral.


J. Castellano Cervera, Tratado sobre el misterio de la Eucaristía, Valencia 2004, 254 p.

Un estudio fundamentalmente centrado en la presencia de Cristo en la Eucaristía. Es de agradecer el esfuerzo por presentar las distintas teorías, corrientes y opiniones autorizadas sobre cada aspecto tratado. Presenta un panorama culto de la problemática actual en torno a la comprensión teológica de la eucaristía. En la última parte realiza un intento de acercamiento desde la teología a la praxis pastoral, a la comunidad que celebra y a la vida, sin prescindir del rigor en los planteamientos teológicos, que prevalecen como guías de una ortodoxia eucarística que lleve a una ortopraxis que vive lo que celebra.


D. Borobio, Eucaristía, Madrid 2000, 415 p.

Un manual actualizado y completo sobre la Eucaristía. Un estudio sistemático y global sobre la misma. No se olvida de manifestar la estrecha relación existente entre el rito objetivo y la fe subjetiva, la mediación eclesial y la comunidad responsable, los elementos culturales y estéticos, la actitud interna de la fe y la expresión externa, el cuerpo y el espíritu, la razón y el sentimiento, el deber y la libertad, el silencio y el canto, la meditación y la fiesta...


Una lectura pausada de este manual puede ayudar definitivamente a quien busque una integración de los elementos que pueden estar disgregados tanto en la celebración como el anuncio de la eucaristía.


J. Aldazábal, La Eucaristía, Barcelona 1999, 474 p.

Con base litúrgica, este estudio presenta la teología eucarística, su historia, controversias, opciones del Magisterio y las actualizaciones contemporáneas. La búsqueda de respuesta a los viejos y nuevos interrogantes sobre la eucaristía puede ser un adecuado enfoque para ofrecer la celebración y su dinamismo como clave de acercamiento al misterio. Mediante el análisis de la celebración litúrgica, su estructura, el lenguaje y los gestos, se produce la cercanía espiritual y la reflexión que lleven a un mayor aprecio por la eucaristía.


X. Basurko, Para comprender la Eucaristía, Estella 1997, 218 p.

Con marcado acento antropológico, se presenta la eucaristía desde una perspectiva interdisciplinar. Partiendo del riesgo de caer en la rutina al ser la eucaristía un rito tantas veces repetido, se emprende la tarea de la revisión y renovación no sólo de la praxis celebrativa sino también de la teología eucarística. Junto a las fuentes tradicionales del quehacer teológico (sagrada escritura, tradición, desarrollo del dogma y los concilios) están presentes la historia de la praxis litúrgica, la fenomenología comparada y la antropología ritual.






FORMACIÓN





“El juicio de Lutero sobre los votos monásticos” (1521)1


Comencemos por el más extenso y mejor artículo que Martín Lutero (entonces eremita agustiniano desde hacía aproximadamente dieciséis años) escribió sobre el tema. En dicho artículo, cuestiona el núcleo más esencial del ideal monástico como nadie había osado hacerlo en el ámbito cristiano. Esa es también hoy, en mi opinión, la crítica que esgrime las mayores objeciones contra la vida consagrada; objeciones que se hacen incluso en el seno mismo de la iglesia.


Como sabemos, este texto es continuación del comentario al
Magnificat (1521) y anterior a un breve opúsculo sobre La vida conyugal (1522): todo un claro símbolo del desgarro personal del autor. Escrito en diez días, rápidamente difundido, fechado “en el desierto”, es decir, en el castillo de Wartburg, donde se refugiaba, el tratado lleva la siguiente dedicatoria: “Jesús. Martín Lutero saluda filialmente, en Cristo, a Juan Lutero, su padre”.


Conocida ya de alguna forma la historia del gran reformador, se comprende la fuerza de esta dedicatoria en un hijo a quien ingresa en la vida monástica “contra la voluntad y sin saberlo” su padre, que le había advertido —lo recuerda— la obligación de cumplir el mandamiento de Dios sobre la obediencia a los padres; el hijo había decidido su entrada —que ahora se malogra— para cumplir un voto emitido “a la fuerza y obligado” por el miedo y el peligro de una muerte repentina: dos motivos de nulidad, dice ahora Lutero, ya que solamente la orden de Cristo de ponerse al servicio de la palabra —el ministerio— puede prevalecer sobre las decisiones paternas (“quien ama a su padre y a su madre más que a mí...”, Mt 10, 37).


Al “juicio” (capítulo 1) le sigue su demostración en cuatro capítulos —que van a ser objeto de nuestra reflexión—, seguidos de otro “Para concluir” (capítulo VI) que representa una cuarta parte de la obra, con una nota final (capítulo VII) sobre I Timoteo 5 —a propósito de cierta categoría de fieles, como las viudas— cuyas últimas palabras son una llamada a la libertad evangélica (1 Pe 2, 16; Gal 5, 13). Si los votos se oponen, pues, a la fe, a la libertad evangélica, a los mandamientos de Dios y a la razón (capítulos I1-V), ello significa que oponen la certeza de las obras a la gratuidad de la salvación significada en la palabra de Dios (retorno al capítulo 1).


En efecto, los votos religiosos encubren el hecho de que toda la vida cristiana es votiva desde el bautismo, en el que no es el hombre, sino Dios, quien se compromete en Cristo estableciendo a la Iglesia misma en estado de perfección. No se pregunta, pues, bajo este aspecto, dice Lutero, si debe cumplirse el voto —porque debe, sí, cumplirse— sino qué votos son verdaderamente tales.


Y he aquí la primera respuesta, de la que irán haciéndose eco las demás respuestas a lo largo de los capítulos: los votos no se fundan en la Palabra de Dios; más bien la contradicen, ya que los defensores de los votos se apoyan, por una parte, en que el evangelio distingue entre consejos y preceptos —siendo así que todo es precepto— y, por otra parte, distinguen entre la vida cristiana en estado de imperfección (la multitud) y estado de perfección (ellos mismos). Los monjes vienen, pues, a fiarse de sus obras; es decir, de su opción por los tres consejos.
Además, su obediencia y su pobreza se distancian claramente de la letra del evangelio —obedecen a uno solo, no a todos, y guardan para sí o para el ecónomo lo que reciben—; y, sobre todo, su castidad, aunque corrupta hasta el extremo por las pasiones, parece llevarles más allá del evangelio y, por tanto, según Lutero, contra Cristo. ¿Por qué, pues, no ha de sernos suficiente el bautismo, con el que nos confiamos a la salvación que solamente Cristo realiza?


Tal es, sumariamente enunciada, la argumentación de Lutero. Es de aplaudir el respeto que muestra Lutero a la letra evangélica; pero es muy criticable su visión de la libertad humana ciertamente comprometida, mas no promovida en su autonomía, por el acto de Cristo. Más fundamentalmente, es su concepción de la Iglesia8 la que parece cuestionada: Pero echemos una mirada a los capítulos del tratado, para pasar después a discutirlo.



El juicio


“Los votos no se fundan en la Palabra de Dios; la contradicen”


El voto monástico no puede basarse en un texto o ejemplo bíblicos, ni en la Iglesia primitiva ni en el Nuevo Testamento (el voto temporal de Pablo, en Hechos 15, no es más que un residuo de la antigua ley, y san Antonio vivió libremente en el desierto); ahora bien, todo cuanto subsiste más acá, fuera de o más allá de Cristo es contrario a Cristo. El admirable san Francisco se equivocó al tomar el evangelio, común a todos, como objeto del voto de algunos.


El primer fundamento del voto es que el evangelio se dividiría en preceptos y consejos. Ahora bien, todo cuanto Jesús enseña tiene valor de mandamientos, que todos deben observar. Si la virginidad es solamente un consejo, hacer de ella un precepto es ir más allá —y por tanto en contra— del Evangelio. Tan sólo para quienes proceden de buena fe es inocuo un error como éste.


El segundo fundamento consiste en distinguir entre la vida cristiana en estado de perfección y vida cristiana en estado imperfecto. Ahora bien, no deja de ser una prueba supina de ignorancia situar la medida de un estado de perfección en los consejos y no en los preceptos; si la castidad está voluntariamente al servicio del reino de los cielos, no es sino para comunicar la Palabra de Dios, no para rehuir el voto bautismal común a todos los cristianos.



Los votos se oponen a la fe


Los votos entran asimismo en conflicto con la fe cristiana. Ahora bien, “todo lo que no procede de la fe es pecado” (Rom 14, 23). No pueden dimanar, pues, de la fe cuando son perpetuos o necesarios, cuando ya no es posible cumplirlos o no es posible abandonarlos con entera libertad. Ante la fe, como la única necesaria y útil, tal proyecto de vida es superfluo tanto para la justificación como para la salvación: solamente la fe, sin las obras, opera el perdón de los pecados, la justificación y la buena conciencia (cf. Gal 3, 12; 5, 4).


Quienes emiten unos votos para obtener la gracia de Dios deben desligarse de ellos, puesto que se apartan de la fe al pensar que su obediencia, pobreza y castidad son vías seguras de salvación, incluso más perfectas que las de los demás fieles. Asimismo es una abominación hacer a los demás partícipes de las buenas obras, méritos y “fraternidades”, o prometer la entrada en el cielo a quienes visten el hábito monástico
in articulo mortis. Es la fe la que nos une a Cristo, lo cual significa que hace de nosotros una sola carne con él y huesos de sus huesos, sin concurso ninguno de nuestras propias obras ni de los demás: “el justo vive de la fe” (Rom 1, 17).


Pretender donar a otros todo el bien que ha hecho uno en su vida es querer sustituir a Cristo, es apostatar de la fe: ¿qué es, en efecto, el voto, sino un pacto cerrado con los demonios? Todo lo que dice Pablo a los gálatas contra la ley y las obras de la ley se aplica igualmente al voto y a sus obras. Si san Bernardo y otros —milagrosamente— se han salvado, es por reconocer lo nulo de los votos a fin de salvarse solamente por la fe. Por otra parte, el hecho mismo de que muchos no puedan cumplir sus votos es prueba suficiente de que, en su misericordia, “Dios los resiste” en ese miedo a no poder llegar a su “estado de perfección”, que equivaldría en este caso a caer en la más radical impiedad.



Los votos se oponen a la libertad evangélica”


El monacato se opone igualmente al fruto de la palabra y de la fe, es decir, a la libertad cristiana evangélica (cf. una vez más la carta a los gálatas). Solamente se salva la fe en su integridad cuando se considera el voto como libre e innecesario y no con miras a la justificación ni a la salvación.


La libertad cristiana o evangélica es la libertad por la que la conciencia —facultad que es más de juicio que de acción— se libera de las obras, “no en el sentido de que no haya lugar para ellas, sino de no basar la conciencia en obra ninguna”. Si los votos vienen algo así como a reemplazar los preceptos, es que somos nosotros quienes los pronunciamos, y son nuestros votos, razón por la que hay que evitarlos para condenarlos.


Sólo cuando los votos y sus obras se cumplen por Cristo en nosotros es cuando se profesan y se observan gratuitamente. Si sucede, pues, la emisión de un voto religioso sin esperar de él en la conciencia provecho alguno, sin creerse por eso mejor que otro, casado o agricultor de oficio, entonces ni estos votos ni esta vida son malos; y si la caridad exige abandonarlos, pecado sería obstinarse en mantenerlos. ¿Cómo podría jamás subsistir un voto cristiano de no guardarlo, milagrosamente, como tal? La simplicidad cristiana consiste en guardar todos la virginidad de su común fe únicamente .en Cristo, en quien no hay ya ni célibe, ni casado, ni viuda, puesto que son todos uno (cf. Gal 3, 28).


Además, el voto ni es ni puede llegar a ser preceptivo; lo prohíbe la libertad evangélica, que es un derecho divino (Gal 1). La libertad evangélica deja de lado los mandamientos humanos y los ritos exteriores. Pablo dejó dispuesto que fuera libre el celibato. Por eso, como fruto de caridad, el voto de castidad necesariamente debe implicar libertad para abandonarlo. Se dirá no ser entonces sino una comedia. Y lo es, ciertamente, cuando se queda más acá o va más allá de la Palabra de Dios. Pero de lo que se trata es de llevarlo nuevamente a su forma originaria. Y no se objete que de idéntica manera habría que proceder en el caso del matrimonio: “la libertad evangélica limita su campo a lo que ha lugar entre Dios y tú mismo, no a lo que ha lugar entre ti y el prójimo”.


Finalmente, pobreza, obediencia y castidad pueden observarse a perpetuidad, pero sin ser objeto de un voto. Así es como san Bernardo y otros pudieron vivir “bajo voto”, pero en realidad “sin votos”, siguiendo el ejemplo de los antiguos padres y según el evangelio: en libertad.



Los votos se oponen a los mandamientos de Dios”


En el tratado sobre la fe queda ya demostrado cómo la institución monástica se opone a la primera tabla de la ley, es decir, a los tres primeros mandamientos: el primero es el de la fe; el segundo, el del respeto al nombre de Dios (aquí, el de Cristo); y el tercero, el de las obras de Dios en nosotros (aquí es Cristo el negado, tanto en su nombre como en sus obras). La finalidad del servicio divino —opus Dei— sería, por sí sola, suficiente para justificar la ruptura de los votos, ya que dicho divino servicio viene a quedar desarraigado de toda doctrina y a contentarse con un sonar como los tubos de un órgano (aun cuando Bernardo y sus semejantes hayan sido milagrosamente preservados de tales escollos).


Las prescripciones de la segunda tabla pueden resumirse en las dos siguientes: obediencia a los padres y caridad para con el prójimo. Y aquí Lutero “estalla indignado”: durante su vida monástica fue para él lo más doloroso esa crueldad (con sus padres) y esa sacrílega negación de la caridad. (para los más inmediatamente necesitados de la misma).


La verdad es que los padres tienen derecho —divino— a hacer salir del monasterio a su hijo o hija tras haber pronunciado éstos seiscientos votos con carácter indeleble. Y no menos verdad es el no poder rçducirse la caridad al círculo de los hermanos de comunidad. Aun habiendo podido escapar algunos a la condenación de una desobediencia votiva y de una ficticia y estrecha caridad, no deja de ser condenable la misma votiva institución, por oponerse en sí misma a los mandamientos divinos; tal proyecto de vida está, por su misma naturaleza, en contradicción con los mandamientos de la obediencia a los padres y de la caridad para con el prójimo; en los monasterios sólo se emiten votos esencialmente impíos o erróneos: no son, pues, válidos ante Dios.



Los votos se oponen a la razón”


Puede, igualmente, confrontarse esta institución con la razón natural, es decir, con esa pobre lucidez de la naturaleza, incapaz por sí sola de vislumbrar la luz y las obras de Dios, pero cuyo juicio es seguro en materia de negación. Lo claramente contradictorio con esta razón se opone, pues, también a Dios. La institución monástica no solamente se opone a la ley, al evangelio y al conjunto de las Escrituras, a las palabras y a las obras de Dios, sino también al sentido común de todo ser humano.


Todo voto, en efecto, tiene lugar bajo una condición, es decir, supuesta siempre la excepción de su imposibilidad: en materia de celibato, la debilidad de la carne es un impedimento, como lo son, para un peregrino, la indigencia y la enfermedad. Tal y como lo demuestra la experiencia, es el ámbito de la castidad donde más peligros hay y donde es mayor la debilidad. ¿Por qué solamente la castidad ha de tener la dureza del diamante, mientras que tan fácilmente se dispensan los otros votos, al menos por un tiempo?. ¿Cómo entender entonces la palabra de Dios: “Haced los votos y cumplidlos” (Sal 76, 12) a la que se acude siempre? La conclusión lógica es que los votos están prohibidos (para quienes no los han hecho) y son libres (para quienes los han emitido).

Aun cuando milagrosamente se haya alguno liberado del fuego, no hay razón para imponerse con voto un proyecto de vida en sí contradictorio y en vergonzoso desacuerdo consigo mismo: todos los votos son libres; la conducta y el ejemplo de los santos han de evaluarse a la luz de las palabras de Dios, a las que —como suficientemente queda demostrado— se oponen los votos monásticos.



“Para terminar”

En el último asalto, que ocupa una cuarta parte del tratado, Lutero intenta, de forma sistemática, la deconstrucción de cada uno de los votos. Propone partir de la hipótesis de que Dios aprueba los tres votos; pero si se llegase a probar que dos de dichos votos son libres, ¿por qué no había de serlo igualmente el tercero, a saber, el de la castidad?


Comencemos por la pobreza. La calificada de espiritual no puede ser objeto de voto, ya que desde el bautismo es común a todos los cristianos. Tampoco puede serlo la pobreza material: no es ninguna institución apostólica; y, además, en la práctica, aspira a una abundancia común de bienes. Por otra parte, quienes llegan a ser obispos, cardenales o papas ya no la practican, como si se tratase de un voto secundario. “He ahí, pues, cuán evanescente a nuestros ojos —ironiza Lutero— la pobre substancia substancial a duras penas subsistente de tal voto”.


“Veamos ahora si es más consistente la substancia de la obediencia”. Existe también una doble obediencia: la evangélica, libre y espontánea, por la que nos sometemos los unos a los otros y con la que nos hemos comprometido en el bautismo; y la obediencia física, por la que el monje solamente se obliga a obedecer a su superior cuando impone éste su autoridad.


El voto de obediencia es, pues, impío o antirreligioso, a no ser que se cumpla por tiempo limitado, ya que pudiera entonces servir a los jóvenes de temporal aprendizaje de la obediencia legítima —a los padres y maestros— y de la misma obediencia evangélica. Y también aquí el monje que llega a obispo es la prueba de la fragilidad del voto durante el desempeño de su cargo, puesto que manda a todos y él no obedece a nadie. La obediencia monástica es, pues, un simple ensayo de obediencia, una obediencia infantil que es necesario abandonar al hacerse adulto.


Sólo resta hablar de la castidad, que debiera ser el más temporal de los votos. Porque es difícil mantenerse casto: cada monje presume ante los demás de ser casto, pero es consciente de que no lo es. Por otra parte, nadie abraza la vida monástica por la castidad, sino para lograr, mediante el culto divino y sobre todo mediante la celebración eucarística, la salvación.


Desde el momento en que la castidad es inobservable, quien hizo voto de la misma no lo hizo de nada (aun cuando, una vez más, milagrosamente hayan podido llegar aquí los santos hasta donde efectivamente llegaron). Pues bien, o no existe la castidad, o a nadie le es imposible, lo cual no está comprobado. Si no existe, Dios desliga de tales vínculos imposibles, como perdona a los esposos el pecado que necesariamente acompaña el débito conyugal.


Cristo no instituyó ni impuso los votos monásticos, ni fue el autor de los mismos (aun cuando haya actuado admirablemente en la persona de los santos, esclavos de tal votiva institución). Se sigue, pues, de todo lo dicho, lo insensato que es el voto, sobre todo el de la castidad.


Pero ¿no impedirá una opinión como ésta hacer voto a Dios en el bautismo? No, puesto que en el bautismo es Dios quien hace voto por nosotros; por nuestra parte, hacemos voto de recibir y cumplir deliberada y gozosamente su voto y su promesa. Pero, al hacer tú voto de virginidad, ¿está acaso Dios ahí y hace voto por ti? “Mientras no puedas probar como base del voto de continencia el haber hecho tú tal promesa de un don de Dios, tampoco podrás excusar la insensatez y la vanidad de tal voto”.


Y una locura más es exigir, antes del voto, un año de prueba, cuando el único posible año de prueba lo es solamente toda una vida, que lo es, por otra parte, cuando el deseo cuenta con el entusiasmo con que debiera contar dicho tiempo de prueba, lo cual no está a disposición de nadie. Y más insensato todavía es haber señalado edad para la profesión. ¿Por qué catorce o dieciocho años, y no sesenta, como en Pablo, para las viudas y setenta u ochenta para los varones, que se casan más tarde que las mujeres? Luego
(ergo) los únicos votos válidos y seguros son los de Dios a favor nuestro; todos los demás deben ser libres y temporales.


Como último “florón”, quiere Lutero que el voto de castidad —como ley puramente corpórea, afecta al cuerpo por encima de todo— se dispense cuando está el cuerpo en peligro, pues “más vale casarse que quemarse”, o ante la obligación de sacar a los padres de su indigencia. Nada puede prevalecer aquí contra la caridad, ya que “el voto de castidad se ha hecho para el hombre y no el hombre para el voto de castidad”. Solamente aquellos a quienes se ha otorgado el poder practicarla por el Reino de los cielos practican la continencia.



Pablo y las viudas (1 Tim 5)


Se examina un último texto, donde reprocha Pablo a las viudas el haber violado su fe anterior por aspirar a un nuevo matrimonio. Ahora bien, no se trata en este caso de previo voto —inexistente— de castidad, sino de la fe en Cristo. Una vez más aporta el apóstol apoyo a la opinión de Lutero.


“En resumidas cuentas”, los votos son nulos, ilícitos, impíos y opuestos al Evangelio. Hay que recuperar la libertad de la fe cristiana. Pero las conciencias monásticas deben ser puestas a prueba: ¿se busca la novedad en sí misma, al abandonar el monasterio, o se quiere apoyar uno en las solas y puras palabras de Dios? “Habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad como pretexto para servir a la carne”, advierte el apóstol (Gal 5, 13).


Después del “juicio”

Se puede fácilmente comprender que el tratado hiciera época en el protestantismo y cómo debe contar con él ese resurgir de la vida comunitaria y diaconal que fermenta en el seno protestante, al menos desde el siglo XIX. Digamos igualmente, en una palabra, que, en lo tocante a la vida religiosa, el concilio de Trento no pudo o no quiso tratar la cuestión en sí misma.


Por nuestra parte, tratemos a la luz del Vaticano II y de
Vita consecrata de redimensionar este at.aque a los consejos evangélicos, apelando desde más lejos a una lectura espiritual de la Escritura y a una tradición eclesial. Fijemos de momento la atención en el núcleo del debate, que recae no tanto sobre el seguimiento de Cristo o voto del bautismo cuanto sobre la “manifestación eclesiológica” que representa, en la tradición cristiana, el estado religioso.

En efecto, según Esnault, el juicio de Lutero no es simplemente atribuir a los votos religiosos la “justificación por la fe”. Su tratado no cuestiona precisamente la existencia de un monacato, sino el haberse convertido en un “estado de vida” y, sobre todo, el haberse presentado al pueblo fiel tal estado de “perfección” como un elemento estructural de la Iglesia.


Distingue Lutero entre monacato, con su típica vocación, y
estado religioso, como forma de agregación a la Iglesia, y su definición eclesiológica. El rechazo de Lutero lo es contra el hecho y contra la formulación doctrinal de dicho estado; dicho de otra manera, contra la modificación estructural particular que, en la Iglesia, resulta de tal formulación. Una incorporación del monacato dentro del orden de las estructuras de servicio o de ministerio hubiera merecido una apreciación muy distinta...


Ahora bien, para Lutero, “únicamente por el evangelio —evangelio proclamado— se concibe, se nutre, nace, se guía, se alimenta, se viste, se adorna, se fortalece, se promueve y se conserva la Iglesia”. El evangelio ha hecho definitivamente impensable la idea de una participación de Cristo controlada y medida por la Iglesia, como es el caso de la definición válida para todos y para siempre de un estado
particular de privilegiada participación.


Que nadie se lleve a engaño: no son las relaciones particulares que pudiera un cristiano establecer con Cristo lo que se cuestiona, sino la Palabra de Dios y el común estado cristiano. La Palabra o el evangelio aparecen como un advenimiento de Dios entre los hombres. Solamente un voto liga al cristiano: el voto que pronunciara Dios en Cristo con el bautismo; voto que establece en el estado bautismal, único estado eclesial, único estado de perfección. Instituir un estado de religión no sería sino prolongar la espera más allá y en el encuentro de lo que permite el feliz conocimiento de la fe.


El juicio de Lutero no es, pues, meramente psicológico: no se refiere a su piedad, ni a sus intenciones personales; es teológico, ya que, según Lutero, los votos monásticos son, a la luz de la Palabra soberana, una apostasía. Más aún: el estado religioso, según Lutero, no se integra en una visión de la Iglesia que pudiera apelar al evangelio desde el momento en que no se conforma ni con el cristianismo apostólico, ni con la eclesiología de
sola fides, por la que se entra en inmediato contacto con Cristo merced a la fuerza creadora de su gracia multiforme.


No olvidemos que la dogmática protestante entiende por “Iglesia”:


Toda comunidad reunida por el Espíritu Santo mediante la Palabra y el sacramento. Donde se proclama la Palabra y se administra el sacramento, se hace realidad una comunidad específica (...). La Iglesia es, pues, mucho más acontecimiento que institución (...).


Tomando una terminología heredada de la teología escolástica, los reformadores han propalado con frecuencia la idea de que esta comunidad debe institucionalizarse distinguiendo entre Iglesia invisible e Iglesia visible. La Iglesia invisible es, según Lutero, la asamblea de todos cuantos, en el mundo entero, creen en Jesucristo (...). La Iglesia visible es la mediación utilizada para la proclamación de la Palabra y para la administración de los sacramentos.


Como en un estudio incontrovertible ha demostrado el P. B. Sesboüé, hay aquí tres polos en intercomunicación constante: la eclesiología, la soteriología y la antropología.


“Para terminar”, alguien se preguntará, con algunos teólogos de Lovaina que se interrogaban en Chevetogne sobre la gracia y el ecumenismo, si “la gloriosa humanidad de Jesucristo no queda (en Lutero) de hecho, aunque inconscientemente, desleída en una especie de misteriosa e invencible eficiencia de solamente Dios”. “El protestantismo no niega el papel actual de la humanidad de Cristo, sino que lo ve sobre todo
con referencia a la pneumatología: no parece sino que dicha humanidad se ha convertido en Espíritu, es decir, en un poder invencible de Dios”.


La cristología oscilaría aquí entre dos formas de kénosis la del abajamiento de Dios en Jesucristo, hombre maldito, aplastado por el pecado (y es el nestorianismo el que se roza en esta kénosis de su divinidad), y la que de tal manera subraya la transfiguración de Cristo, después de su ascensión, que solamente su divinidad, sin intermediarios, parece actuar en el pecador justificado (y esto huele a monofisismo). Tal oscilación hace difícil el camino hacia una escatología y una doctrina sacramental realista, “estando como están, merced al Espíritu Santo, tan estrechamente ligadas estas dos disciplinas a la humanidad gloriosa del Hijo de Dios que se comunica a su Iglesia-Cuerpo”.



Conclusión: la humanidad de Dios


Hemos llegado al final. Hemos querido responder punto por punto a Lutero sobre los votos monásticos. Hemos, primeramente, tratado de entender toda la fuerza de su argumentación. Y hemos considerado el punto de vista eclesiológico como verdadero objetivo de la discusión. Bajo este aspecto, son las relaciones de la cristología con la pneumatología las que habrán de tenerse en cuenta. Pero ésta es otra historia. A menos que nuestra reflexión sobre los fundamentos evangélicos y espirituales de la vida consagrada nos aporte alguna luz en un campo tan capital como éste para la vida de la Iglesia hoy y mañana.







COMUNICACIÓN



LA BIBLIA EN EL PENSAMIENTO DEL BEATO ALBERIONE

La Biblia y el apostolado publicístico2

Rosario F. Esposito


Algunas veces se afirma que el P. Alberione no fue un teórico, sino un hombre de
acción, empeñado siempre en llevar a cabo obras y fundaciones. Si lo de teórico se entiende en sentido técnico y sistemático, vale la afirmación; pero sería una gran simpleza, si se entendiese en sentido absoluto y sin las debidas matizaciones. En realidad, puede decirse que durante toda su vida se dedicó a demostrar el fundamento de las intuiciones a partir de las cuales dio vida a la nueva institución eclesial, preocupado por encontrar las pruebas de la legitimidad de las opciones pastorales introducidas en la Iglesia, incluso cuando estas aparentemente parecían innovadoras y, bajo ciertos aspectos, revolucionarias. El P. Alberione quiso dar a la Iglesia nuevos instrumentos para expresarse y nuevos canales para anunciar el evangelio, proponiendo a Jesús Maestro, camino, verdad y vida, proclamado con el espíritu del apóstol Pablo, con todos los medios más modernos, como modelo y centro de la atracción de la humanidad de los nuevos tiempos. En el libro Leed las Sagradas Escrituras (Alba, 1933) al que nos referimos al tratar el tema bíblico, presenta el apostolado de la buena prensa —que después se enriquecerá asumiendo todos los demás medios de comunicación social— modelándolo en la tríada cristológica. La esencia de todo su discurso es ésta: la Biblia es el camino, la verdad, la vida de este apostolado, que se identifica con la palabra de Dios escrita. En la reflexión n. 9, titulada «La Biblia es la Verdad» del apostolado de la prensa (hoy diríamos: de la comunicación social), dice: «En el apostolado de la prensa —la Biblia— es tan esencial, que con ella sola ya existe en sus elementos esenciales. Sin ella, el apostolado de la prensa no puede subsistir de ningún modo, aunque alguna vez se haga alguna cosa que se le parezca. Efectivamente, Dios escribe a los hombres, después siguen los Apóstoles y los Papas, como representantes de Dios; el sacerdote, como pluma, boca, mano del Papa. La prolongación de la obra de Dios es el apostolado de la prensa: y ¿puede existir una planta sin raíz...?»


Y continúa su demostración argumentando que la Biblia y el apostolado de la prensa expresan las mismas verdades, tienen el mismo objeto principal, el mismo fin, el mismo medio, las mismas verdades salvíficas, la glorificación de Dios y la salvación de los hombres y, finalmente, lo escrito y no sólo la palabra hablada.


La segunda reflexión, la 19, demuestra que la Biblia es el
Camino. En esta ocasión expresa una pauta que recordará más tarde con insistencia: «El verdadero apostolado de la prensa debe modelarse en Dios-Escritor, o sea, en la Biblia». «El apostolado de la prensa ha de considerarse como el pan: por tanto debe llegar a todos y que todos se nutran de él. Hay que llevar a cabo una especial difusión de la Biblia, que debería estar en manos de todos los hombres, al menos el Nuevo Testamento. Modelarse según Dios en todo el Apostolado». Para haberse dado en los años treinta, esta idea es sumamente valiente; si además se piensa que desde los años veinte el P. Alberione venía lanzando la cruzada del Evangelio en cada familia y había puesto en marcha la impresión de la Biblia en las principales lenguas modernas para difundirla masivamente, emerge con más fuerza su espíritu profético.



La Biblia continúa en los medios de comunicación


Una exposición más cuidada y valiente es la 29, titulada «La Biblia es la vida para el apostolado de la prensa». La tesis de fondo es esta: entre la Biblia y el apostolado de la prensa bientendido como hemos venido exponiendo no sólo no existe contraste alguno, sino que se da un proceso sin solución de continuidad; lo que los hagiógrafos hicieron en las distintas épocas históricas en las que fueron redactados los diversos libros bíblicos, lo hacen hoy los agentes de la comunicación social cuando se modelan en Dios-Escritor y Dios- Editor. A este propósito es oportuno recordar un pensamiento de la constitución conciliar Dei Verbum de 1965, ya que nos parece que, de algún modo, el P. Alberione dijo en el lejano 1933 algo muy semejante. En el artículo 8 se lee entre otras cosas: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado y el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por medio de ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos la palabra de Cristo en toda su riqueza».
En este caso la exposición se basa en dos puntos: 1) la eficacia del apostolado de la prensa; 2) la difusión del Evangelio. La premisa es esta: el amor mueve a Dios a revelarse al hombre a través de la Palabra escrita; el amor debe empujar al apóstol a continuar mediante la prensa el ministerio de la palabra. En el primer caso alude al a palabra bíblica (Sab 11,26): «Señor, que amas cuanto existe»; en el segundo a la palabra de Dante: «El amor que me mueve, me hace hablar».



La eficacia del apostolado de la prensa


Creemos que, en este punto, la solución más oportuna sea la de reproducir íntegramente la página alberioniana. De este modo cada lector tendrá la comodidad de confrontarla con cuanto se ha venido diciendo. En este, como en los fragmentos ya referidos, si hay que apreciar el calor y la inmediatez de la «predicación», también tenemos que poner de relieve los límites de este género literario que, por lo demás, se harían estudios especializados por aquellos mismos años. Dice el P. Alberione: «La eficacia del apostolado de la prensa es semejante a la de la Biblia: contiene una fuerza interior que es verdaderamente divina».


Al leer las divinas Escrituras los Padres y los Doctores de la Iglesia, conseguían luces y estímulos para santificarse y trabajar por la salvación de las almas; leyendo las divinas Escrituras san Agustín, san Ignacio, san Antonio abad, san Benito, san Francisco de Asís propusieron un nuevo estilo de vida, que no sólo llegó a la perfecta observancia de los mandamientos, sino que se elevó a los consejos evangélicos y a la más alta perfección. Todos los santos, todos los hombres, han sacado de la lectura de la Biblia la virtud de la fortaleza, la justicia, la prudencia y el amor al prójimo. Actúa en todos porque contiene virtudes divinas: es un sacramental. Y esta virtud se halla también innata en el apostolado de la prensa: 1) porque contiene la Verdad que es Dios, o Dios-Verdad; 2) por su fin de sanar la mente y elevar la voluntad y el corazón a los bienes eternos; 3) por su origen e institución.


El apostolado tiene siempre esta virtud, pero especialmente cuando reproduce, comenta y aplica la Biblia. Todas las virtudes de los sacramentos, los sacramentales y las oraciones tienen su origen en el sacrificio de la Misa, o sea del Calvario; y cuanto más extraen de esta divina fuente, tanto más eficaces son. Del mismo modo, todo el apostolado de la prensa, revistas y libros, son eficaces en virtud de la Biblia, de la predicación de Jesús, del Evangelio: y su eficacia es tanto mayor cuanto más extrae del Evangelio mismo, y a él se refiere y lo aplica.


La condición determinante para que resulte la equivalencia entre las dos formas de predicación instrumental —la bíblica y la periodística—, es el empeño en modelar esta última sobre la que se nos transmite en la sagrada Escritura: Los escritores sagrados no se apoyan en sí mismos, sino en Dios; de ahí su espíritu de oración. Además buscan al Señor, es decir, la gloria de Dios y la paz de los hombres; de ahí su rectitud de intención. Estos son dos elementos esenciales para la eficacia, para que el apóstol se santifique y para que salve a los hombres.


El espíritu de oración y la recta intención son las condiciones de la gracia divina; se pueden traducir así: Yo cuento con Dios, yo busco a Dios. En esto consiste la justicia, la verdad y el orden, porque implica el reconocimiento de lo que es Dios y de lo que es el hombre. Filosofía y teología, ascética y experiencia, la Iglesia y los Concilios concuerdan en proclamar estos principios. Pero además de la dimensión teórica, es necesario que se quiera y se sienta en conformidad con la fe. La oración ha de preceder, acompañar y seguir al apostolado; la recta intención debe ser el motivo que empuja a escribir, a imprimir y a difundir.



La difusión simultánea del Evangelio


Para que la cátedra de Cristo Maestro se asiente en todas las circunstancias de la vida y en todos los ambientes de la sociedad, es indispensable que el anuncio salvífico, hecho a través de los medios de comunicación social, se difunda rápidamente. El P. Alberione vuelve repetidas veces sobre este compromiso, que a través de los más diversas: a través de las Jornadas del Evangelio, con la fundación de la Sociedad Bíblica Católica Internacional, erigida jurídicamente por Juan XXIII el año 1960, a través de la publicación de ediciones bíblicas de todo tipo y para toda clase de personas, a través de la Biblia escolar, o la Biblia de mil liras, que en los años 60 logró llegar a casi todas las familias italianas. Una de las fuentes de este movimiento bíblico de masas está precisamente en las alocuciones que hemos venido presentando. En el libro aludido, el P. Alberione plantea así su discurso: «La difusión del Evangelio en particular y de la Biblia en general, debe constituir la tarea esencial del apostolado de la prensa. El apostolado de la prensa que realice bien este cometido, estará cumpliendo ya la parte esencial de este ministerio; en cambio, todo lo demás por sí solo, sin la Biblia, no será suficiente; y es que la obra bíblica es necesaria e insustituible.


La tarea consiste en procurar que en cada familia el Evangelio ocupe un lugar honorífico; que el cabeza de la casa lo lea a la familia reunida; que se explique de modo correcto y con la guía de un buen comentario aprobado. Lograr que el Evangelio se lea en la escuela: Dios es el mejor educador, Jesucristo es el auténtico Maestro por naturaleza, oficio y vocación. El alma del niño, en su inocencia y sencillez, es la más apta para recibir estas divinas enseñanzas: “Se lo has revelado a los pequeños”. Que se lea en todas las escuelas, años se concretará en las formas desde la primaria hasta la universidad. Es inconcebible que la escuela excluya a quien es el único Maestro. Lograr que se lea en la iglesia: los domingos por lo menos el Evangelio, y donde sea posible también su explicación; que se lea en cuaresma, en las horas de adoración, en la oración de la noche, en las reuniones de Acción Católica. Lograr que lo lean y mediten todas las personas en privado, porque es precisamente entonces cuando el recogimiento ayuda a ahondar bien el pensamiento divino y el corazón para tomar decisiones. Que lo lean de modo especial los profesionales, los artistas, los gobernantes o quienes desempeñan cargos públicos».



La Biblia, plataforma de la comunicación social


En la reflexión conclusiva del mes bíblico, el P. Alberione presenta el identikit del comunicador: escritor o periodista, y, por deducción, el cineasta, agente de televisión y otros semejantes. Cualquiera que sea la técnica usada, no debe tener otra referencia ni otro punto de comparación que no sea la revelación bíblica. Si este circuito es operativo, la comprensión de todas las cuestiones, aún las más difíciles, llegará a ser más fácil.


«Quien se encaminase por el apostolado de la prensa, sin la Biblia, no entendería nada de su apostolado, sería como un sacerdote sin mandato. ¿Qué es un sacerdote sin mandato? ¿Cómo podrá transmitir la luz y la fuerza si no las posee? El llamado al apostolado de la prensa que no lee, no asimila las divinas verdades de la Biblia, se sitúa él mismo fuera de su vocación. Podrá, sí, hacer alguna obra de apostolado, pero no será vida de las almas. Será un simple alarde, algo exterior y nada más. ¡Qué fácil es para quien ama y lee la Biblia, comprender y llegar inmediatamente al núcleo de las cosas!


Por el contrario, quien no ama la Biblia, en el apostolado de la prensa busca libros accesorios, títulos llamativos, pero no llega al fondo. A este se le podría comparar con esas personas ligeras que tienen mil devociones; veneran a tal santo o santa, y cuando entran en la iglesia se acercan inmediatamente a la imagen de ese santo o de esa santa y hacen reverencias, inclinaciones y hasta genuflexiones, pero del Santísimo Sacramento, el Santo de los Santos, que debería ser el primero en ser saludado y obsequiado, ni se acuerdan. Que estas almas encuentren su camino, que es la Iglesia; que encuentren la Verdad, que se halla en la Biblia; que encuentren su Vida, que está en el Evangelio».


En la misma reflexión, el P. Alberione hace una alusión psicológica que en nuestro mundo lacerado por temores, angustias e incertidumbres, resulta especialmente elocuente: «Cuántas veces en medio de las penas, dudas y dificultades de la vida, tomando la Biblia y leyéndola al azar, nos sentimos consolados, iluminados y orientados. La suerte ha caído allí por casualidad, pero el Señor la dirige y hace que nuestra mirada se fije en el versículo apropiado a nuestro caso».


Parece que nuestros ídolos, especialmente los que trabajan en los medios de masa, incluidos los católicos, se avergüenzan de hablar de consuelo y de esperanza. Precisamente esto es lo que hay que anunciar a nuestro mundo angustiado. El apostolado de la comunicación social nos lo recuerda desde la altura de su autoridad indiscutible.









El ANAQUEL






PARABOLA NOVENA




Luis Lozano



ABIGAIL, LA MUJER


En el cielo era sábado. Así que se celebraban memorias de bodas. Muchos bienaventurados querían rememorar su eventos más prósperos y seguir en el cielo las celebraciones divinas que tenían lugar en la tierra.


Porque en el cielo estaban en bodas perpetuas: las que hizo el Hijo de Dios con su Iglesia, que eran eternas y tenían proyección en las tierras nuevas y los mundos viejos.


Como el tema a tratar en esta reunión sería el de la mujer , Abigail empezó la sesión con el cántico epitalámico que el pueblo recitaba desde los tiempos de Salomón.


Fue David quien , arpa en mano, empezó a recitar. Me bulle en el corazón un poema bello.


Y Elihu, el amigo de Job, se unió al salmista para decir: Mi interior está como vino encerrado, como odre nuevo pronto a estallar.


En el cielo se celebran eternamente las bodas de la Iglesia y el Cordero, cuya figura encarnaron desposadas ilustres en la tierra.


Todos los asistentes se unieron al coro que cantaba con David al Hijo de Dios, esposo de la Iglesia, sentado en su trono a la derecha del Dios Padre: Eres el más bello de los hijos de los hombres; ceñido de verdad, y justicia. Tu trono subsistirá por siempre.


Y por los dinteles del cielo entraba una comitiva de doncellas que salían al encuentro del Hijo del Rey. Como en el cielo no se casan los santos, allí estaban Rebeca, Raquel, Judit, Débora, Betsabé, Abigail....y miles de mujeres servidoras de Jesús en la tierra...Encabezaba el cortejo, María , la Virgen Madre.


Eran hijas de reyes: hijas ricas de Tiro, doncellas pobres de las islas de Tarsis. Todas se olvidaron de su origen, de su pueblo y de la casa de sus padres; porque ahora eran parte de otro pueblo con quien El Hijo se había desposado.



Todas rozagantes entraban las vírgenes, todas hijas de reyes. El Hijo estaba prendado de su belleza. Sus vestidos estaban tejidos en oro; las llevaban entre brocados. Con alegría y algazara eran llevadas por los ángeles al palacio real.


Y entre el grupo, sobresaliente y gloriosa, María de Nazaret, para quien cantaban: Tu nombre será recordado de generación en generación. Los pueblos te alabarán por siempre jamás.



LA MUJER ABIGAIL


Esta sesión la presidía María porque era la referencia profética de muchas de las vidas de las mujeres que estaban reunidas. Y entre las principales destacaba Abigail, la mujer de Nabal.


Yo estaba casada por entonces con Nabal, poderoso pero necio y soberbio. Así empezó Abigail. Vivíamos en el Carmelo, y Dios había bendecido nuestra casa con rebaños de ovejas y vacas; tenían nuestros huertos uvas, higos y granados.


David había cuidado de nosotros en aquella guerra suicida con Saúl , sabedor de que Dios había pasado a David el cetro de Judá.


Y cuando David le pidió ayuda, Nabal, insolente y malo, hizo la pregunta de los poderosos sin corazón: ¿ Quién es ese para que yo tenga que ayudarle?


Viendo yo la ruina que se avecinaba sobre mi casa, cogí doscientos panes, dos odres de vino, cinco carneros adobados, cinco medidas de trigo tostado, cien atados de uvas pasas y doscientas masas de higos secos. Lo cargué todo en un asno y salí al encuentro de David.


Yo quería evitar que David se manchara con la sangre de Nabal el malvado.



INTERCESIóN REDENTORA


Algunos santos Padres que escuchaban, comentaban que la actitud de Abigail, mujer de mucho entendimiento y belleza, era un símbolo hermoso del papel de la Madre. Porque, decía Tomás de Villanueva, aparte la circunstancia de vivir en el Carmelo, se postra ante David para interceder por la casa de Nabal. Perdona, Señor, la falta de tu sierva. Ahí tienes el presente que tu sierva trae a su señor. Tu vida estará atada al haz de los vivos para siempre . Y cuando Yavé favorezca a mi señor, acuérdate de tu esclava.


Entonces David, prosiguió Abigail, bendijo a Dios por el encuentro y mi sabiduría, y por haber impedido que se manchara de sangre, porque David que, estaba en guerra con Saúl, pedía a Elohim cada día que le librara de la sangre.


Mi marido murió de hartazgo y David me requirió de esposa. Yo me consideraba una esclava indigna de lavar los pies a los siervos de mi señor. Así que , acompañada de cinco de mis mozas y cargada de avituallamiento para las tropas de David, marché a su encuentro y fui su esposa. Fui compañera de tálamo de Ajinoam, ya que Micol había sido repudiada por no estar conforme con que David fuera arpista, cantor y danzante ante el Arca de la Alianza.



DÉBORA LA PROFETISA


Estaba también Débora escuchando con atención, y empezó su discurso con agrado de Yael que la acompañaba. Eran tiempos difíciles, dijo, los que me tocó vivir. No había hombres fuertes, no había altares de Yavé, Dios había dejado entre las tribus de Israel a muchos pueblos paganos. Quería probarlos en la guerra y mantener alta su moral de creyentes. Sidonios, filisteos y jeteos asolaban el país de Canaán Y el pueblo se apartó de la ley de Yavé y adoraba a los baales y aseras. De vez en cuando mandaba algunos valientes que castigaban a los pueblos paganos . Así Otoniel pacificó la tierra y Aog mató a miles de moabitas ; Sangar con una aijada derrotó a seiscientos filisteos.


Y el rey de Canán volvió a acosar a Israel porque se había apartado de la ley de Yavé. Clamaron a Dios Padre en auxilio los israelitas.


Por aquel tiempo me sentaba yo debajo de una palmera de mi casa; venían los hijos de Israel en busca de justicia. Llamé entonces a Barac y juntos fuimos contra Sísara que llegaba con más de novecientos carros de hierro y acampaba en el torrente de Cisón.


Derrotamos a Sísara que huyó a la tienda de Jael. Esta con un clavo de fijar la tienda y un martillo le atravesó la sien.


Cantamos un cántico similar al del paso del Mar Rojo. Bendito sea el Señor Rey de Israel porque agrandó el torrente de Cisón y arrastro carros y caballos. Detrás de Débora venían los hijos de Efraín, Benjamín y Zabulón..... Desde los cielos combatieron las estrellas... Mira por la ventana la madre de Sísara : - ¿Por qué tarda en venir mi hijo.?. - -Seguramente está separando los despojos de su victoria: Una joven , dos jóvenes para cada uno; un vestido, dos vestidos bordados...¡

¡.Sean los que te aman, Señor, como el sol cuando nace con toda su fuerza.!..



MAGNIFICAT ANIMA MEA DOMINUM


Lucas, el secretario de la Asamblea, apuntó que los cánticos victoriosos de María de Nazaret, se habían ensayado en las profetisas Débora, Judit, Ana la mujer de Elcana.


Y María que estaba deseosa de engrandecer otra vez el nombre de Yavé, tomó la palabra.

La mujer siempre se compromete en solucionar litigios; toma partido por los perseguidos y humillados; por eso yo hice mío el cántico de las profetisas que me anunciaban.


Mi corazón exultó jubiloso en Yavé como el de Ana, porque El rompió el arco a los valientes y a los débiles los ciñó de fortaleza. A mí, Virgen, me hizo madre de muchedumbres, y a Ana, la estéril, de dio un hijo profeta. Porque Dios saca del polvo al desvalido y de la basura, al indigente .


Judit quiso recordar también su himno de victoria sobre Holofernes. Era el enemigo del pueblo y de la ley; asediaba Betulia, quería dar a la espada la juventud, estrellaría en el suelo a los niños de pecho, daría en botín a los jóvenes, se repartiría las doncellas.


Por eso, me atreví a engañar a los hijos de Ammón. Y acabé con el asirio. Y canté: ¡ Entonad a mi Dios con tímpanos, cantad al Señor con címbalos, entonad un salmo nuevo.!


El Señor es Dios que acaba con las guerras y me libró de mis enemigos. Con la hermosura del rostro paralicé al enemigo; me puse mitra en mis cabellos, mis sandalias arrebataron los ojos del asirio...


Canté al Señor un cántico nuevo porque eres grande y glorioso, admirable en poder. Dieron gritos de júbilo mis humildes, exultaron mis débiles..


Hasta David, el salmista de Yavé, envidiaba la sabiduría y fe de estas mujeres profetisas, que habían cantado cánticos tan hermosos como él.


Y María, resumiendo aquellas alabanzas, invitó a la Asamblea de Santos a unirse en el cántico nuevo que ella encabezaba.


Como profetizó ya Judit, Dios Padre desplegó el poder de su brazo. No se ha cruzado de brazos nunca el buen Dios; no se ha callado nunca cuando ha surgido el peligro contra su pueblo. El poder de su brazo se lo entregó a los hombres para que defiendan al pobre, para que paralicen las guerras, para que cuiden a los enfermos, para que salven a los perseguidos.


Yo canto con Débora proclamando que El Poderoso dispersó a los soberbios que confiaban en sus armas; a los poderosos que adoraban sus riquezas; a los ricos que engordaban sus arcas: y alzó en pedestal a los humildes y a los pobres.


A los hambrientos colmó de bienes como a Rut nuera de Noemí, porque siempre habrá hartos que mueran de hartura y ricos como Boz, que dejarán espigas en sus cosechas para alimento de huérfanos y viudas; como Abigail ama de bienes - mujer bien ponderada y de hermosa apariencia - que colmó el hambre de los compañeros de David, perseguidos y hambrientos, contra la voluntad de los saciados como Nabal., de corazón duro y malo.


Allí estaba también la sunamita Abisag, doncella la más hermosa de toda la tierra de Israel, joven y hermosa que asistió a David en su ancianidad; fue apetecida por Adonías, aunque Salomón la había heredado de su padre. David, que había tenido muchas esposas, guardó virgen a esta doncella que entregó en herencia a su hijo rey.


Pero Salomón tomó por esposa a la hija del Faraón, y , como no había edificado templo a Yavé , ofrecía sacrificios y perfumes en los altos. Y , cuando hubo edificado el templo de Dios, Salomón se unió a mujeres extranjeras que le llevaron a adorar a dioses que no eran de su pueblo, Y hasta de Saba vino la reina movida por la fama de las riquezas, sabiduría y esplendor de Salomón.


Y el oro, piedras preciosas, boato y riqueza de su reino, pervirtió el corazón del rey y erigió en el monte templos, por amor de sus esposas, a Camos, abominación de Moab y a Milcom, abominación de los hijos de Ammón.


Salomón, que había edificado el templo más hermoso que jamás haya erigido humano al Dios Creador amó a las mujeres extranjeras que no eran profetisas.



LA IGUALDAD DE LAS MUJERES


Débora estaba muy interesada en conocer cómo iban las conversaciones sobre la discriminación de la mujer en el mundo.


Llamaron a Pablo de Tarso para que explicara el papel que quería para la mujer en el pueblo de Dios.


Aunque dio importancia a la mujer, pero en su tiempo, no quería que hablara en la Iglesia y la quería sometida al marido, dando por razón que fue Eva y no Adán quien cometió el primer pecado.


Pablo replicó que eran las costumbres de entonces; pero que las mujeres desde el día de la resurrección tuvieron un papel importante en el Reino. El se sirvió de ilustres mujeres para la propagación de la palabra, y advirtió a Débora que hoy en día aunque leían esas cartas en la asamblea de Dios los domingos, sabían los ministros muy bien que los tiempos habían cambiado.


Y se hizo defensor de la igualdad de la mujer en la sociedad y en la Iglesia.



LA ICONOGRAFíA DE LA “MUJER”


Pablo siguió hablando de cómo el Unigénito nació de una “ mujer”, bajo la ley. El Hijo de Dios se humilló y se hizo hombre; para ello necesitaba una mujer; esa mujer era del pueblo de Israel que se regía bajo la ley.

Más humillación no podía Dios alcanzar.


Esa es la maravilla, intervino Bernardo, que Dios necesitó de la mujer. Se hizo en todo semejante al hombre; también en el pecado que le tocaba por ser solidario con sus hermanos, aunque El no pudiera cometer pecado personal.


El Unigénito necesitó de la “ mujer” a la que se dieron dos alas de águila para volar al desierto; se le dieron privilegios especiales: virginidad y maternidad- Inmaculada y Virgen- necesitaba una ayuda semejante a El, como Adán en su soledad; una mujer, que aplastaría la cabeza del dragón, y que pertenecería a la estirpe de Adán.


Entonces, las figuras de mujeres gloriosas que salvaron al pueblo de Dios Padre anunciaban a la Madre. Allí los títulos que en la tierra representan el auxilio , ayuda, socorro, protección, mediación de la Madre.


María fue Débora que destruye al enemigo de Israel; fue Ester, que se presenta delante del Rey para interceder por el pueblo: fue también Judit que salvó a los hijos fieles con su Auxilio; fueron Rut, que es fiel al Dios de Noemí, Noemí asentada con su pueblo en Belén; Abigail que ofrece a David sus bienes.... Todas esas profetisas anunciaban a María Auxiliadora de los Cristianos, a la Virgen del Socorro , de los Remedios; a María, abogada, Mediadora ante su Hijo.


Allí , en ellas estaban las imágenes de María del Pilar, de Fátima o de Lourdes dando consuelo , haciendo promesas; allí, en esas mujeres profetisas estaban la Virgen del Camino, de la Salud, de la Alegría; allí , la Dolorosa, la del Tránsito, la de la Soledad....


Prefiguraban en cada ermita , un milagro , en cada santuario una salvación. Anunciaban a María, Reina y Madre; en esos títulos clamaban los desterrados hijos de Eva por el auxilio en los tiempos difíciles; ella ya era nuestra abogada, madre de misericordia, toda vida y dulzura, esperanza nuestra .




LA MUJER IGUAL A Sí MISMA


Las Profetisas que discurseaban con María de Nazaret, siguieron hablando de los problemas que en su tiempo, y aún ahora en la tierra, centraban la desigualdad de la mujer respecto del hombre.


Intervino el Padre Dios que se acercó al grupo con interés.


Yo hice al hombre y a la mujer distintos, complementarios. Igualar todo es destruir la obra de la creación. La diferencia es bella. ¿ Por qué igualar la rosa con el ciprés? Dios no es hombre ni mujer, Dios es la existencia, el ser, el amor. Es intangible, incontable. No hay en Dios problema de varón o hembra, Dios es solo amor.


Mi Unigénito fue varón pero necesitó de una mujer porque ese era el proceso de la creación: la simiente necesita humus para germinar; el grano de trigo se pudre en tierra para ser espiga; no tiene por qué envidiar el grano a la tierra; el árbol no se queja de no ser fuente; vive en su corriente y Dios creador está en el agua, en el árbol y en las flores.


Yo escogí un vaso elegido para que fuera recipiente de Jesús; ningún nacido superó a María , la mujer, en excelsitud y belleza. Ella rompió la humillación de la mujer para siempre. Miré su humillación y le di excelencia sobre toda criatura. En ella proclamé la victoria del pobre sobre el opulento; del humilde sobre el soberbio; de la virgen sobre la fecunda; de los últimos sobre los primeros; del ignorante sencillo sobre los sabios de este mundo...


En el cielo entraban a esa hora, vírgenes castas, viudas fecundas, adolescentes mártires, madres, hijas y nueras ...; ostentaban nombres de las profetisas; se llamaban Débora, Rut, Judit..; Lucía, Laura, Teresa; pero sobre todos, descollaban los nombres de la Virgen María bajo títulos de Pilar, Fátima, Auxiliadora. Porque Ella fue virgen, fue madre, fue viuda; fue doncella núbil, fue mujer fecunda


Ahora ejerce de Débora contra los Sísara de los muchos carros guerreros; de Judit contra los Holofernes del infierno; de Abigail a favor de los David perseguidos ; de Rut al lado de las Noemí viudas desterradas; de ama de casa milagrera a favor de los amigos sin vino...


Y en el cielo resonaba solemne y angélico un cántico nuevo: ¡Ave, Débora; Ave, Judit; Ave , Rut; Ave, Abigail; Ave, Salve, Jaire María...!

SER CREYENTE EN UN «MUNDO QUEBRANTADO»


Laurentino Novoa Pascual


«La vida entera del cristianismo es un largo día de fiesta». Esta gozosa afirmación de Clemente de Alejandría (·CLEMENTE-A-SAN) en su obra «Stromata», un autor que a finales del siglo II y principios del siglo III supo abrir el contenido del mensaje cristiano al pensamiento de su tiempo en uno de los centros más relevantes de la intelectualidad del mundo antiguo, está muy lejos del amargo reproche que en el siglo XIX, tiempo en que la Iglesia se encontraba abiertamente enfrentada al pensamiento del mundo moderno, hacía F. Nietzsche a los cristianos, cuando escribía: «Aquel a quienes ellos llaman redentor los arrojó en cadenas... Mejores canciones tendrían que cantarse para que yo aprendiera a creer en su redentor; ¡más redimidos tendrían que parecerme los discípulos de éste!» (Así habló Zaratustra, Madrid 1975, 41).


Clemente de Alejandría no hace sino constatar lo que los discípulos de Cristo vivieron y celebraron en los albores de la historia cristiana, como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Acudían al templo, partían el pan por las casas, tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo» (/Hch/02/46-47; 4,33). Nietzsche, muchos siglos más tarde, describe con trágica amargura la imagen lamentable que daban los cristianos y la Iglesia en el siglo XIX.


FE/DON-CARGA: No sé si los que nos llamamos hoy cristianos reflejamos en nuestros rostros la alegría de sabernos redimidos y la dicha de ser portadores de la Buena Noticia de la Paz, o más bien nos sentimos acomplejados y avergonzados de aparecer como creyentes cristianos; no sé si muchas o pocas comunidades cristianas en nuestras ciudades, barrios y pueblos son capaces de suscitar sentimientos de simpatía y admiración, o tal vez dan más pena que gloria a quienes nos contemplan... Lo que si sé es que hay muchos que viven su fe cristiana más como una carga, que como un don; que hay muchas personas que ven en la Iglesia más una institución que prohíbe y coarta, que como una comunidad que debe «encarnar la esperanza del mundo» (H. de Lubac); lo que es cierto es que el cristianismo que vivimos muchos bautizados no suscita muchas pasiones, ni genera grandes ilusiones en nuestra sociedad actual.


¿Qué significa realmente para nosotros ser cristianos hoy? ¿Es una gratificante experiencia de fiesta o una penosa carga de obligaciones morales? ¿Qué razón damos de nuestra esperanza? ¿Nos sentimos gozosamente identificados con lo que rezamos y celebramos cada domingo en la Eucaristía, o nos sentimos inseguros, desmotivados, frustrados y faltos de alegría? ¿Somos generadores de esperanza, o pasamos desapercibidos en nuestro mundo convulso y quebrantado?


El mundo en que vivimos

En cierto modo nuestro mundo es bastante diferente del de nuestros mayores; nuestra sociedad es hoy muy distinta a como lo era la sociedad del siglo III en Alejandría o a mediados del XIX en la Alemania ilustrada de Nietzsche... La sociedad, el mundo, la historia son realidades dinámicas y cambiantes, como todo lo que tiene vida; también nosotros cambiamos mucho a lo largo de nuestra vida; sólo donde no hay vida no hay cambio, ni evolución, ni crecimiento posible, sino fósiles y momias o, a lo más, vida petrificada para ser contemplada.


Es cierto que ese dinamismo histórico ha adquirido en la actualidad un ritmo frenético de cambio y transformación, como ya intuía el Vaticano II hace ya treinta años: «La humanidad se halla hoy en un periodo nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador' (GS, 4).


El proceso de todos esos cambios profundos tiene una cierta semejanza con la experiencia bíblica de la «Pascua», pues podemos encontrar signos de muerte y de nueva vida, de luz y tinieblas, de esclavitud y libertad, de desencantos y utopías, de gritos de dolor y cantos de liberación... En todo cambio hay algo que muere y algo que surge para una vida nueva.


Nuestra sociedad es hoy más secularizada, más desarrollada técnicamente, más plural, con mayor bienestar material en el hemisferio norte y mayor miseria en el hemisferio sur, más informada sobre los secretos de la vida y los acontecimientos del mundo... Pero también es una sociedad con muchas injusticias, con carencia de experiencia religiosa, con menos perspectivas éticas; con los grandes problemas de la destrucción medioambiental, de la amenaza permanente de la paz y la convivencia, de las migraciones masivas, la intolerancia, la xenofobia, la falta de respeto a los derechos humanos; una sociedad que «se caracteriza por la perfección de medios y la confusión de fines» como veía ya en su tiempo A. Einstein.


Nuestro mundo no es ciertamente el mejor de los mundos posibles, aunque tampoco es en él todo tan lóbrego y deprimente que no haya lugar a la esperanza. Ciertamente la vida no es fácil, como solemos oír y decir muchas veces: «Complicada cosa es la vida de los mortales... ¿qué otra cosa es nacer sino ingresar en una vida de fatigas?»; así lo constataba S. Agustín de Hipona en la madurez de sus días, cuando escribía las Confesiones; constatación que coincidía con el diagnóstico conciso y acertado del libro de Job, cuando describe la vida del hombre sobre la tierra como «hombre nacido de mujer, corto de días, harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parar» (Job 14,4)... La vida no es fácil y debemos reconocer que vivimos en un «mundo quebrantado» (A. Fermet) por el sufrimiento, las luchas, la frustración y el desencanto. Pero, a pesar de todo, el cristiano sabe que siempre es posible la esperanza, que siempre hay un mañana mejor y que hay motivos para pronunciar la plegaria de alabanza y de Acción de Gracias; una esperanza, apoyada y garantizada en las promesas de Dios e inspirada en las semillas de salvación («Semina Verbi») y nueva vida, que Dios sembró en nuestro mundo y nuestra historia en los misterios gozosos de la creación y de la Encarnación. ¿Cuáles son los horizontes de pensamiento en los que podemos enmarcar e interpretar la realidad de nuestro mundo? ¿Cómo se articulan los proyectos y esperanzas de nuestro presente histórico?


A nivel de pensamiento, el mundo en que vivimos sigue influenciado por los enunciados esenciales de la ilustración con su invitación a atreverse a pensar autónomamente («sapere aude!»), a salir de la minoría de edad y a emanciparse de las «autoridades» (la metafísica, el absolutismo regio y la iglesia). Sigue influenciada también por las ideas de los llamados «maestros de la sospecha» (P. Ricoeur): el cientifismo positivista de A. Comte, el humanismo ateo de L. Feuerbach, el nihilismo trágico de F. Nietzsche y el reducionismo psicológico de S. Freud. Las ideas de estos pensadores decimonónicos han evolucionado hacia planteamientos «neopositivistas», «neomarxistas», «postmodernistas»' y otras nuevas corrientes; pero en ningún caso han sido capaces de abrir al hombre actual caminos firmes de esperanza e ilusión, sino más bien le han llevado a una situación de difusa desorientación, en la que el hombre puede encontrarse con «abundante oferta de informaciones científicas, pero con un clamoroso déficit de informaciones sapienciales», (J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe, Santander 1995, 62), que serían las únicas que pueden ayudar al hombre a vivir en la esperanza y encontrar caminos de felicidad. El resultado de todos estos planteamientos ideológicos no ha llevado al hombre y a la sociedad a la ilusión o a la consolidación de la utopía sino más bien a la frustración. El desencanto de esta sociedad, que ha crecido en bienestar material pero que no encuentra su norte, puede sobrevenir en buena medida, como señaló ya en su tiempo G. Marcel por el hecho de que «el deseo primordial de millones de personas no es ya la dicha sino la seguridad»; y lo es porque la seguridad fosiliza los ideales, corta las alas a la ilusión, que puede llevar al hombre hacia la dicha y la felicidad


Nuestra sociedad española, inserta hoy en estos esquemas de pensamiento, es una sociedad en la que se ha dado una profunda transformación económico-social, política y religiosa. Vivimos hoy en una sociedad que ha pasado en poco espacio de tiempo de la escasez y miseria de la posguerra a la prosperidad propiciada por el desarrollo de los años 60 y 70, y de ésta a la crisis económica y el desempleo de los años 80 y 90; hemos pasado también de un sistema político totalitario a un sistema democrático, de un aislamiento político y cultural a la apertura exterior y la integración en Europa, de una sociedad mayoritariamente católica a una sociedad secularizada y religiosamente plural; de un Estado confesional a un Estado laico, enfrentado frecuentemente a la Iglesia; de una conciencia muy acentuada de la unidad nacional al sistema de las autonomías y el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural; de una sociedad tradicional y mayoritariamente rural a una sociedad moderna y mayoritariamente urbana; de una sociedad con una concepción estable del matrimonio y la familia a una sociedad en la que son comunes las rupturas y conflictos familiares; de familias numerosas y patriarcales a una sociedad con el índice de natalidad más bajo de Europa...


Es una sociedad que ha crecido en bienestar, progreso material, información, comunicación; pero, por otra parte, en nuestra sociedad nos encontramos también con muchos problemas, que ensombrecen el horizonte, como la falta de perspectivas éticas, el descenso del sentido y la práctica religiosa, el problema de la droga, la corrupción polÍtica y económica, los brotes de la intolerancia, el racismo, la crispación social, el enriquecimiento fácil, Ia falta de motivaciones e ilusión en la juventud.


Si aplicamos el zoom de nuestra visión analítica global a nuestra tierra de Aragón, podemos encontrar toda esta realidad de nuestro mundo occidental positiva y negativa, esperanzada y angustiada, reflejada en nuestra realidad regional. Pero a los elementos generales se suman además los rasgos propios de la evolución histórica de esta tierra: el redescubrimiento de sus raíces y valores culturales, la afirmación de la identidad aragonesa, la inquietud por descubrir, conservar y actualizar el patrimonio humano y espiritual. Pero también nos encontraremos con el abandono en que se encuentra buena parte de este patrimonio, con la despoblación del campo aragonés, la soledad de los ancianos, los problemas no resueltos de la agricultura y el agua, la crisis de la industria, la falta de perspectivas para la juventud.


Estas son a grandes rasgos las coordenadas que definen y describen la realidad de nuestro mundo, en el que estamos llamados a realizarnos como personas, a vivir la fe cristiana y a aspirar a ser felices, que es la más honda de las aspiraciones humanas. En este mundo concreto estamos convocados a vivir la experiencia del Dios de la Vida, a celebrar la fiesta de la salvación, a expresar la alegría de la fe y entonar cantos de liberación. ¿Tienen solución nuestros problemas? ¿Hay motivos razonables para seguir esperando?... Hoy, como siempre, existen los agoreros de desdichas, los promotores de fantasmas y actitudes plañideras, que se lamentan siempre de «los malos tiempos que corremos», de lo «mala que está la vida» y de «cómo anda la juventud». Bueno será recordar lo que respondía S. Agustín a quienes también en su tiempo sólo sabían ver los males del mundo: «Malos tiempos, tiempos fatigosos, así dicen algunos... Vivamos bien y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; cuales somos nosotros, así son los tiempos» (Sermones 78,8). Desde que Dios se encarnó y entró en nuestro mundo y nuestra historia, el tiempo y la historia son tiempo de gracia e historia de salvación; sólo el hombre con su libertad mal entendida puede hacer que el tiempo y la historia sigan envueltos en la sombra de la muerte o sigan siendo historia de perdición y opresión... ¿Qué aporta la fe cristiana a un mundo que se debate entre la angustia y la esperanza?.



La fe que hemos heredado


Hemos heredado una fe que debemos redescubrir de nuevo cada día y hacer vida para que pueda ser expresión de nuestra esencia más auténtica y no se convierta en lastre que nos quita la libertad. «Lo que por herencia tienes de tus padres, adquiérelo para poseerlo, pues aquello que no se apropia es una grave carga» dice Goethe en Fausto, su obra más universal.


La fe que hemos heredado es sin duda un gran don, que nos hace sentirnos en esa corriente de vida y salvación que va desde el centro de la historia de la salvación hasta nosotros; un testimonio de amor y fidelidad entregado de generación en generación, que ha llegado hasta nosotros para que lo acojamos, lo enriquezcamos con nuestra propia experiencia y lo entreguemos a las generaciones futuras; es una fe ciertamente llena de valores y cargada de razón, pero incapaz muchas veces de hacer personas felices, de crear comunidades de esperanza, de transmitir la alegría de la salvación, de responder a los problemas y retos de nuestro tiempo.


«Nos enseñaron las normas para poder soportarnos y nunca nos enseñaron a amar»; esto que dice en una de sus canciones R. Cantalapiedra es, cuanto menos, un síntoma de una fe demasiado moralista, bien delimitada por las leyes, definida por los dogmas y concretizada por las determinaciones jurídicas, pero en el fondo carente de vida; una fe que nos ha dado muchas cosas y nos ha enseñado muchas lecciones, quizá menos la más importante de las lecciones de Jesús en su vida y su Evangelio, que es la de aprender a amar y a ser felices. En el balance de nuestra vida y nuestra trayectoria de fe, hay que concluir, como S. Pablo: «si no tengo amor, nada soy» (1Co/13/02). El amor es lo que da contenido y densidad a nuestra existencia: «Mi amor es mi peso y él me lleva donde quiera que vaya» (·Agustín-SAN, Conf. LX111, 8, 2); por eso, la vocación del cristiano es amar siempre y por encima de todo y este amor debe convertirse para él en fuente de dicha: «Dichoso el que ama siempre a Dios, y a sus amigos en Dios, y a sus enemigos por Dios» (Ibd. L, 4, 9). Al fin y al cabo, lo único que queda y por lo que merece la pena luchar es el amor que crea vida y comunión: «A la tarde de la vida te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición» (S. Juan de la Cruz, Avisos Espirituales, Obras, Burgos 1982, 60). Al final de tu peregrinar ««lo único que has amado será tu herencia» (Luis Rosales).


Hemos heredado una fe en el «Dios de los filósofos» y hemos olvidado en parte la fe en el Dios de la Biblia, como reclamaba con pasión Pascal: un Dios con cualidades metafísicas y perfección absoluta, omnipotente, omnisciente, inmutable, indivisible, impasible... Un Dios hecho a imagen y semejanza de nuestra razón y nuestra lógica humana, fruto de nuestras categorías abstractas, desencarnado de la realidad, al margen de las luchas humanas; un Dios sin corazón ni sentimientos, que no se parece en nada al Dios de las personas, que se nos ha revelado en Jesús, el Dios compasivo y misericordioso, al que llegan los gritos de los pobres y los humildes, al Dios encarnado que puso su tienda entre nosotros, que se solidariza con la humanidad hasta identificarse con la suerte de los últimos. Ese Dios metafísico de muchos de nuestros catecismos era un Dios sin entrañas, juez y fiscal de nuestras acciones, dador de leyes y normas inflexibles. La fe en ese Dios ha hecho muchas veces de nuestro cristianismo una religión triste y pesimista, movida mucho más por el temor al castigo que por el amor y la misericordia, que ha insistido más en la ascesis y la negación que en la mística y la afirmación gozosa de la existencia, que ha preferido la seguridad de las normas al riesgo de la libertad. Así hemos llegado a convertir la fe en una carga que nos pesa y a veces nos agobia, en lugar de experimentarla como un don gozoso que alivia y aligera nuestra existencia. De la Eucaristía y la Reconciliación hemos hecho una obligación, que constriñe nuestras conciencias y angustia nuestro espíritu, en lugar de vivirlo como la mesa de la fraternidad y la fiesta del perdón. Hemos hecho de nuestras predicaciones y catequesis una elegía amarga de los males que nos rodean, o un mensaje de resignación y conformismo, más que un anuncio profético, que nos abra a la esperanza, que nos ayude a creer en la utopía y nos invite a la transformación de la realidad con el fermento del Evangelio.


La fe que hemos heredado es sin duda un don hermoso y lleno de posibilidades, pero que muchas veces hemos enterrado bajo tierra por miedo al riesgo como el siervo de la parábola evangélica (Cf. Mt 25,25 par.); una semilla de vida y esperanza que no hemos dejado florecer, ni dar frutos, porque le ha faltado el calor de la alegría y del amor; un banquete preparado al que no hemos acudido, excusándonos en la seriedad de las cosas y el apremio de los asuntos terrenos (Lc 14, 16-24 par.), preocupándonos así por muchas cosas y olvidando que una sola es necesaria (Lc 10, 41-42). ¿Puede una fe así colmar las aspiraciones del corazón humano, ser fermento de esperanza y solidaridad en nuestro mundo de hoy? ¿No hay algo en la fe que hemos heredado, que ahoga la vida y anula su dinamismo original?



Fe en el Dios que salva y da vida


Es posible que los posos del tiempo, las influencias extracristianas, oscuros sentimientos de culpabilidad o diversos complejos psicológicos, hayan propiciado una interpretación negativa de la fe cristiana; una fe injustificadamente triste o angustiada más orientada a enseñar a sufrir que a ser felices; una fe que ha hecho prevalecer la pasión sobre la resurrección, el sufrimiento sobre el gozo de vivir, el pesimismo sobre la esperanza... pero, en realidad, así es en muchos cristianos.


Una incomprensible interpretación del pensamiento y de la praxis ha llevado a la Iglesia y a la teología a crear una mentalidad apologética, a enfrentarse o a sospechar del pensamiento, la cultura, la ciencia moderna, hasta llegar a la anatematización general en el siglo XIX con la recopilación en el famoso Syllabus (1854) de todos los errores del mundo moderno y al «Juramento antimodernista», (1910), en el que se hacia una confesión de fe frente a los errores del Modernismo y sus consecuencias. Con ello se contribuyó a crear la idea de un cristianismo enemigo del progreso, de la ciencia y de todos los logros humanos, encerrado en su pequeño mundo; la idea de una Iglesia dogmática, clerical y autoritaria, que ha dejado de ser antorcha de la sociedad para convertirse en paje que le sostiene la cola (Cf. J. Moltmann, ¿Esperanza sin fe?, en: Concillum 16 -1966-, 223), una Iglesia que ha olvidado que está llamada a ser «iglesia para los demás» (D. Bohnhofer).


El resultado ha sido una fe anodina, rutinaria, acrítica, sumisa; un proyecto de vida que no apasiona, ni entusiasma, ni cuestiona, ni crea inquietudes, ni remueve los estratos más hondos del ser humano, ni ofrece caminos de felicidad; una fe convertida en un elemento estructural más dentro de la gran estructura social, en factor de estabilidad socio-política, o en «gracia barata» (Bohnhofer), que hacía clamar al converso ·Péguy-Ch: «No me gustan los beatos; los que porque no tienen la fuerza de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia; los que creen que están en lo eterno, porque no tienen el coraje de lo temporal; los que porque no están con el hombre, creen que están con Dios; los que creen que aman a Dios simplemente porque no aman a nadie» (Palabras cristianas).


¿Cómo puede ser fermento de vida y esperanza una fe que no entusiasma, ni mueve los corazones, que no apasiona intelectual y afectivamente? ¿Cómo puede ser signo de esperanza, lugar de acogida y hogar de paz una Iglesia que haya perdido los perfiles evangélicos?


Una fe que no ayude al hombre a ser feliz, no es digna del hombre, y es ajena al proyecto de Dios, que es ante todo un Dios que salva y da vida porque es un Dios-Amor: un Dios que ve la aflicción de su pueblo y baja a liberarle (Ex 3, 7-8), que no olvida jamás al pobre (Sal 9), que es lámpara que alumbra nuestras tinieblas (Sal 17), que es bueno con todos y cariñoso con todas sus criaturas (Sal 144); su bondad es más grande que los cielos (Sal 56) y dura de por vida (Sal 29); su ternura y misericordia son eternas (Sal 24 y 99). Dios es un Dios de vivos, para quien todos viven (Lc 20,38); no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11); quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4); El envió a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que todos tengan vida y el mundo se salve (Jn 3, 16-17)


Ser creyente es confiar en este Dios-Amor que salva y da vida, que sale al encuentro del hombre para sellar con él un pacto de amistad, que ha dignificado la condición humana, haciendo al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,26), constituyéndole rey y centro de la creación (Gn 2, 19-20), haciéndole poco inferior a los ángeles y dándole poder sobre las obras de sus manos (Sal 8); creer en un Dios que impulsa todo lo creado hacia su plenitud. Ser cristiano es seguir los pasos de Cristo, Palabra eterna que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), que puso su tienda entre nosotros y se identificó con la suerte de la humanidad; que nos dejó como herencia el mandamiento del amor, el ejemplo de una vida de entrega y solidaridad, la posibilidad de abrirnos a un mundo nuevo. Ser cristiano es abrir nuestra existencia al Espíritu, «señor y dador de vida», que ilumina nuestras tinieblas con la luz nueva de la Pascua, que es Abogado y Defensor de nuestra causa, que guía y conduce nuestros pasos por caminos de paz y de justicia, que crea unidad y comunión entre los hombres. Ser cristiano es formar parte de una Iglesia, que encarna «el proyecto de amor de Dios a la humanidad» (Pablo VI), que es sacramento de la unidad de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (LG, 1,9, 48 y 59), que es «la humanidad supletoria de Cristo»> (Sor Isabel de la Trinidad) en la historia y en el tiempo; una Iglesia que es comunidad de amor y solidaridad, signo de fraternidad, lugar de acogida y encuentro para todos los necesitados y marginados.



Creer para ser felices


«Para vivir en libertad nos redimió Cristo» (Gal 5,1); es decir, Cristo murió y resucitó para rescatarnos de la desdicha radical, para que podamos realizar los más hondos anhelos de nuestro ser. Por lo tanto, la vida cristiana es un proyecto que corresponde plenamente a las aspiraciones humanas de realización plena y al mismo tiempo es capaz de proporcionarnos «los dos legados que podemos aspirar a dejar a los demás, raíces y alas» (Hodding Carter): «raíces» que pueden ayudarnos a encontrar nuestra propia identidad y «alas» que nos permiten soñar, caminar y abrirnos a un futuro de esperanza.


Hoy, como siempre, el cristiano sabe que Dios «resucitó a su siervo Jesús, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos» (Hch 10, 38), pero sabe también que lo que Dios realizó en Jesús, lo sigue realizando en la vida de cada creyente por medio del bautismo, «por el que nacemos a una esperanza viva» (1 Pe 1,3). Por eso mismo, el cristiano tiene que vivir y reflejar en su rostro siempre y por encima de todo la alegría de la salvación, la «agaliasis» que vivían los primeros cristianos: «Alegraos, pues, aunque de momento tengáis que sufrir» (/1P/01/06); «estad siempre alegres en el Señor y celebrad la Acción de Gracias'' (/1Ts/05/16); «estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres; el Señor está cerca» (/Flp/04/04-05); creemos en un «Dios de la esperanza que nos colma de alegría y paz en la vivencia de nuestra fe hasta rebosar por la fuerza del Espíritu» (/Rm/15/13).


A partir de este planteamiento, comprenderemos que no es aceptable una fe carente de alegría y esperanza, un cristianismo triste y apesadumbrado, o una Iglesia carente de calor y optimismo. Ser capaces de vivir la alegría y la esperanza de la fe en un mundo quebrantado, es el mejor signo de madurez cristiana.


El cristiano está llamado a vivir gozosamente el don de la salvación, a celebrar la fiesta de la fraternidad y de la nueva vida, a hacer de su vida peregrina un interminable día de fiesta, a ser testigo de la esperanza en nuestra sociedad materializada que necesita profetas que enseñen a soñar y modelos de felicidad que estimulen a vivir. El cristianismo no es sólo un sistema de pensamiento, o una visión de la realidad, sino ante todo es un arte de vivir; como decía el apóstol Pablo «vivir en el Señor» y vivir los valores del reino por los que Jesús de Nazareth murió: la paz en la justicia, la verdad que libera, el amor que transmite vida, la libertad que dignifica, la esperanza activa, la reconciliación que sana los corazones. Ser cristiano es aprender a vivir y a ser feliz desde la profunda experiencia de la salvación, descubriendo siempre la semilla de vida v esperanza que hay también en el sufrimiento y la cruz de cada día.



«Dad razón de vuestra esperanza» (1P/03/15)


No hemos recibido el don de la fe y el Evangelio para guardarlo y hacer de él un tesoro escondido, ni para que lo disfrutemos sólo nosotros, ni para que lo defendamos como una parcela particular señalada con el cartel de «propiedad privada». Hemos recibido la fe para compartirla y para que produzca frutos de nueva vida; hemos recibido el Evangelio para anunciarlo y proclamarlo a todos los hombres y todos los pueblos: «Id y anunciad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15 par.); «lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10, 8). ¡Qué bien aprendieron esta lección los primeros discípulos, «que no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús cada día en el templo y por las casas» (Hch 5, 42)! ¡Qué asimilado lo tenia Pablo de Tarso cuando exclamaba: «Ay de mí si no anunciase el Evangelio» (1 Cor 9, 16)!. La experiencia y la alegría de la fe sólo llega a su plenitud cuando la anunciamos y compartimos con los demás: «Os escribo esto para que nuestra alegría sea completa» (1 Jn 1, 4).


Sin embargo, hay que reconocer que hemos hecho de la fe y el Evangelio una especie de bastión, que debe ser defendido de los enemigos de fuera y de dentro, un tesoro que debe ser preservado de toda contaminación. Nos hemos preocupado más de levantar barreras y establecer límites que de abrir fronteras, presentar ofertas y ayudar a crear posibilidades de fe; hemos estado más atentos para descubrir y señalar a los adversarios que parar ver en todos los hombres los destinatarios genuinos de la fe y el Evangelio; ha habido más interés en marginar a los disidentes que en solidarizarnos con los marginados y en tender una mano a todo hombre de buena voluntad.


Una forma de proclamar el Evangelio y compartir la alegría de la salvación es la disponibilidad para dar razón de nuestra esperanza: «Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida; pero hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3, 15-16). Es decir, sed conscientes dónde se fundamenta vuestra fe y presentad un testimonio positivo, optimista, de lo que vivís y celebráis.


«Dar razón de la esperanza» presupone pues una vivencia consciente, razonable y gozosa del don que hemos recibido; una experiencia positiva de la fe, que hace posible creer en el futuro y de transmitir ganas de vivir; sólo podremos dar y transmitir lo que tenemos. Para hacerlo «con dulzura y respeto», debemos haber participado de la dulzura y la amabilidad de la salvación; debemos haber aprendido a valorar al hombre más por lo que es que por lo que tiene o piensa (GS, 35), a ver a los demás con ojos de compasión y misericordia.


Si como creyentes y como comunidades cristianas, no hacemos de la esperanza proyecto de vida, experiencia cotidiana y razón de nuestro existir en el mundo, difícilmente podremos dar razón de ella ante los demás y dar un testimonio atrayente ante todos los que sufren y buscan sentido a su vida. La posibilidad de dar razón de la esperanza hoy lleva consigo unas actitudes, que tienen que ver por una parte con la esencia de nuestra fe y por otra con la situación propia que vivimos. Entre ellas podemos destacar las siguientes:


1) Sinceridad intelectual, que nos lleve a ser cristianos conscientes y razonables, porque «proponer la fe sin razones es tan injusto para la razón como peligroso para la fe» (M. Blondel) y porque «una fe que no se reflexiona, deja de ser fe cristiana»


Dios no nos pide que, al aceptar el don de la fe y abrirnos al encuentro con El, renunciemos a la capacidad de pensar, reflexionar, razonar, pues quiere que le amemos «con toda la mente y el corazón» (Dt 6, 4-5; Mc 12, 33 par.). La tendencia a reducir a opciones fideistas o a puros sentimientos, no dignifica sino que degrada nuestra condición de creyentes y puede degenerar fácilmente en planteamientos fundamentalistas. El cristiano tiene el derecho e incluso el deber de «comprobar la solidez de las enseñanzas recibidas» (Lc/01/03-04), para ser verdadero testigo del Evangelio y poder entrar en diálogo con todos los hombres y con todas las culturas.


2) Superación del enfoque puramente ideológico de la fe, puesto que la fe, aunque sea una decisión razonable, conlleve ideas, pensamientos y actitudes, no es una ideología que se imponga a la libertad del hombre, sino una respuesta de amor y de vida a una propuesta de salvación de Dios, que es Amor y Vida. Hay que saber ser creyentes desde el respeto al Misterio inefable y personal, que llamamos Dios, pero también desde la aceptación de la vulnerabilidad de nuestra fe, que es como un tesoro que llevamos en vasijas de barro (Cf. 2Cor 4, 7). Además no debemos olvidar que «el corazón tiene razones que la razón no comprende» (Pascal) y que incluso a veces «sólo se ve bien con el corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos» (Saint-Exupery-A).


3) Solidaridad crítica con todo lo humano, pues nada más lejos de la verdad que entender la fe cristiana como un legado anti-humano o in-humano. Precisamente ser cristiano es creer en un «Dios encarnado», humanizado, solidarizado con la condición humana. Si el adagio clásico decía que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona», habría que decir también que lo cristiano se construye incondicionalmente sobre lo humano. Donde hay bondad y verdad, allí está Dios: «No hay nadie bueno sino Dios, y, por lo tanto, todo lo bueno es divino y todo lo divino es bueno» (S. Ambrosio); «encontré a Dios, donde encontré la verdad» (S. Agustín). «Gloria Dei vivens homo est» (S. Ireneo): la gloria de Dios consiste en que el hombre viva y sea plenamente feliz. La fe cristiana no es una respuesta meramente humanitaria, pero ante la permanente amenaza anti-humana, debe defender una salvación universal, que incluya a todos los hombres y todo lo humano, desde una solidaridad fraterna con los últimos y los más pequeños.


4) Adecuación al pensamiento y la cultura: Para dar razón de nuestra esperanza como cristianos, debemos aprender a compartir los problemas y las preguntas del mundo que nos rodea, no como algo ajeno a nosotros, sino como parte de nuestra realidad de creyentes; la historia humana es nuestra historia, el mundo es nuestro mundo; los problemas y esperanzas de la sociedad son también nuestros. «Somos oyentes de la Palabra, si al mismo tiempo que escuchamos el mensaje, escuchamos también las objeciones y problemas implicados» (K. Rahner). Vivimos y testimoniamos nuestra fe en un mundo real, en una sociedad y una cultura concreta; no es posible un testimonio de fe y de esperanza, si no sintonizamos con la cultura, con el pensamiento y con las preocupaciones del mundo. Precisamente el problema que muchas veces tiene la teología, la predicación y la catequesis es que intenta dar respuesta a preguntas que nadie hace y ofrecer soluciones a problemas que no existen. En el Misterio de la Encarnación Dios entra en nuestra historia concreta, Ia Palabra se hace carne, historia, cultura... y por lo mismo, la razón de nuestra esperanza sólo puede darse desde una fe encarnada e inserta en la historia, la cultura y la realidad concreta.


5) Capacidad de diálogo: La fe cristiana es la respuesta a un Dios que a través de la revelación ha entrado en un diálogo de amor con el hombre y, por lo mismo, sólo puede vivirse y acreditarse desde actitudes de diálogo. La plegaria, el anuncio, la catequesis, la reflexión, la teología, deben tener para el cristiano la forma de diálogo, pues parte y se fundamenta en un Dios que es amor, comunión, encuentro, relación de amistad con el hombre. Dar razón de nuestra esperanza hoy es hacer presente este diálogo de amor de Dios con el hombre, saber escuchar y ponerse en actitud sincera de búsqueda de la verdad, salir al encuentro de los demás, compartir tareas y proyectos comunes en una sociedad pluralista, tender la mano a todos.


Como cristianos estamos convocados a creer y testimoniar al Dios de la Vida que se ha manifestado en Jesús de Nazareth, a entrar en la corriente de vida nueva que brota del Misterio Pascual, a celebrar la fiesta interminable de la salvación... Y todo ello, siendo mensajeros de paz y solidaridad en un mundo de injusticia y violencia, testimoniando el amor y la esperanza, viviendo la admiración y la Acción de gracias en un «mundo quebrantado», caminando cada día tras las huellas de Cristo, que hacen soñar y creer en un futuro de liberación.


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1.1 AMOR Y AFECTIVIDAD EN LA VIDA RELIGIOSA

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Felipe de Pablo


Hace ya tiempo que nos venimos cuestionando, a decir verdad, con un cierto desparpajo, no desprovisto de hondura, con bastante humor y sentido común; -¿qué otra cosa podemos hacer?- asidos a la fe y firmes en nuestra esperanza, el serio problema del devenir religioso de nuestro tiempo, y de la propia vida religiosa.


Comienza a calar la idea de que, más que una época de cambios, lo que de verdad se percibe es un cambio de época. Esto es algo más que un juego de palabras; es una afirmación que define claramente, la profundidad de la transformación vertiginosa -giro copernicano- que está afectando hasta las raíces más profundas de los esquemas religiosos tradicionales y a los criterios, valores y creencias a ellos asociados, que están sembrando de sal los campos en donde en otros tiempos florecieron.


En el aspecto religioso, estamos viviendo en un terreno cada vez más inhóspito, que está poniendo a prueba la resistencia de nuestras creencias y convicciones, la alegría de nuestra entrega y hasta la seguridad de nuestra fe y de nuestra esperanza.


El momento presente que estamos viviendo, no deja de inquietarnos; no sólo porque percibimos la gravedad de la situación, sino porque nos sentimos incapaces de intuir una salida. Resignarse a vivir en la incertidumbre y en la inseguridad, -pudiera ser también, en la nostalgia- produce malestar en los espíritus. El ser hombres de fe, no nos vacuna del todo contra la inquietud y el desasosiego, que tiende a instalarse en el espíritu, cerrando el camino a la ilusión y la esperanza.


La vida en comunidad se presenta como paradigma de la fraternidad y de la caridad porque, la vida de relación, nos insta continuamente a salir de nosotros mismos; a compartir, a verificar nuestra fraternidad, a mostrar las mejores cualidades de nuestro amor, que es el núcleo duro de nuestra fe.


Pero, ¡ay!, la relación comunitaria, es también nuestro talón de Aquiles, porque es, igualmente, el lugar de encuentro de todas nuestras incongruencias, debilidades, intemperancias y contradicciones. A pesar de todo, sigue siendo valida la teoría de que la vida comunitaria, vivida en el amor, es uno de los mejores caminos para vivir esperanzados.


La caridad en la comunidad, expresada en “román paladino”, no es otra cosa que el respeto y el cariño que de verdad nos tenemos y nos demostramos; la satisfacción y la alegría que sentimos y comunicamos al compartir, unidos, la vida y los afanes; una misma fe y una misma esperanza, una misma misión y un mismo evangelio; que es amor, y que se realiza primero entre nosotros; que es veraz, porque apoya y legitima nuestro discurso; que es creíble, porque es la verdad de nuestra verdad, y por la que podemos decir, con todo derecho: ¡Señor, te amo!, que sólo se puede pronunciar cuando me avala un verdadero amor a los hermanos, para no provocar la sonrisa maliciosa de los que me escuchan y la secreta reprobación de mis sentimientos más íntimos.


Seguramente, esta actitud hay que apoyarla en otros fundamentos que dan consistencia y solidez a nuestra vocación al amor. Y contrastarla con la realidad de nuestra debilidad cotidiana. Pero eso no importa demasiado. Si llegamos a experimentar en nosotros la sensación de que amamos y nos sentimos amados, podremos bendecir la vida, vivir y transmitir alegría, y con ella, todas nuestras creencias y valores, junto con el núcleo fuerte de nuestra fe, que es el mismo Jesús, revelador de Dios, que justifica nuestra vocación. ¿Y no es acaso esto, lo que estamos necesitando?


Esto hará también florecer la fe y la confianza en nuestra misión, a pesar de la aparente inutilidad de nuestros esfuerzos, en nuestro hacer con los destinatarios o de la persistente sequía vocacional. Cuando se vive en paz y en alegría, que nace del sentimiento del amar y del ser amado, todo es posible. Y hasta los acontecimientos y circunstancias más dolorosas o desconcertantes, acaban cobrando sentido.


Pero, en la vida religiosa, no siempre hemos entendido bien esta necesidad de dar y de recibir amor; esta relación de amistad y de cariño en nuestro trato con los hermanos de comunidad. Nuestros afectos más “santos”, los hemos guardado para el Señor. Sin embargo, esos afectos “espirituales”, pueden llegar a ser demasiado fáciles, incluso, mentirosos, porque a Dios le podemos “manipular”.


No puede existir otro amor más grande ni más verdadero, que aquel que se realiza con y entre las personas, sobre todo con los más prójimos, es decir, con aquellos con los que nos relacionamos cotidianamente; en familia o en comunidad; aun sabedores y conscientes, de que el amor a los hermanos, puede llegar en ocasiones, a ser duro y desagradable, a causa de nuestra propia debilidad o la de ellos.


El verdadero amor a Dios, se hace transparente y veraz, a través del amor a los hermanos, lo dice San Juan; “El que dice que ama a Dios, pero no ama a su hermano, es un mentiroso”; 1ª Jn. (4,20). Y aquí deberíamos todos tentarnos la ropa antes de tirar la primera piedra y hacer un humilde examen de conciencia, seguros de encontrar más de una razón para sonrojarnos.


Dios nunca se queja, ni nos echa en cara nuestros exabruptos, ni nuestras faltas de educación, o de delicadeza; nuestros prójimos si. Nuestros hermanos, con frecuencia, sufren nuestras carencias en el trato con ellos.


San Francisco de Asís, “el gran amante”, el loco de Dios, místico y poeta, amaba a Dios con locura, pero nadie como él, ha sabido amar a todas las cosas. Amó al “Criador”, su Dios y Padre, a sus hermanos de la “fraternidad” y a todas las criaturas; a los hombres, a los animales y a la naturaleza, de los que se profesó y fue, verdadero hermano. El amor que sintió toda su vida por Clara, su fiel amiga y cofundadora, es un modelo de amor humano, transido de espiritualidad.


En nuestras relaciones comunitarias, notamos la ausencia de un verdadero cariño. Lo sentimos en algunas manifestaciones de frialdad o de indiferencia, que podría hacernos pensar en una cierta negligencia en nuestra vida fraterna. A veces lo hacemos por “cultura”, por forma de ser, por temperamento y también, por culpa de una formación religiosa, que yo creo defectuosa. O, más llanamente dicho, por falta de virtud, o de carencia de una correcta educación afectiva.


Si queremos saber si somos comunidades verdaderamente significativas y testimoniales, sólo lo conseguiremos cuando aquellos que nos ven y nos conocen, con los que convivimos y nos relacionamos cada día, puedan decir de nosotros lo que se decía de los primeros cristianos; “¡mirad cómo se aman!”, y cuando nosotros mismos podamos autentificar esa experiencia, a sabiendas de que ése testimonio, no es un factor menor en el primitivo desarrollo del cristianismo.


Somos perfectamente conscientes de lo frágiles que podemos llegar a ser los humanos, también los religiosos; porque, ni los votos, ni la profesión religiosa, ni la vida comunitaria, ni siquiera nuestra buena voluntad, eliminan nuestras malas tendencias, ni la tiranía de nuestras peores inclinaciones.


Nuestra vida de oración, nuestra “amistad” con el Señor del amor, del perdón y de la misericordia, debería ser un eficaz apoyo en nuestro deseo de amar a la vida, a las personas y a las cosas, con pasión, con verdaderas entrañas de misericordia, empezando por nosotros mismos. Si no llegamos ahí, que al menos nos vaya quedando la convicción de nuestras deudas para con Dios, para con nosotros mismos y para con nuestros hermanos.


Este debería ser nuestro reto y nuestra constante preocupación, porque vale más la caridad y la verdad en el amor, que todos los principios morales; la bondad, que toda la sabiduría; la caridad, que todas las liturgias. Y esta es quizás nuestra asignatura pendiente en la convivencia comunitaria.


San Pablo no tiene ningún reparo en afirmar, que es el amor lo más grande; más que la fe y la esperanza: 1ª Cor. (13,13), y el que da valor y sentido a todas las cosas: “Aunque diera todos mis bienes a los pobres, hiciera milagros o arrojara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, no soy nada” 1ª Cor. (1,1-3)


El “saber”, puede hacer a las personas orgullosas y prepotentes; la sencillez y el amor, las hace cercanas y asequibles, algunas veces vulnerables, cierto, pero en general, fuertes y merecedoras de confianza y de respeto. Nuestro testimonio tiene que ser nuestra sencillez, nuestra disponibilidad para el servicio, la acogida y el perdón.


Nosotros, los religiosos, no hemos renunciado al saber, ni al poder, ni al tener; cualidades que nuestra sociedad ha convertido en dioses. Para nosotros, el saber, es servir; el poder, es disponibilidad; y el tener es compartir. Porque así, demostramos haber asimilado la pedagogía del evangelio de Jesús, que es amor. Esa fue también la pedagogía amorosa de Don Bosco.


Este amor-donación, nada tiene que ver con la sensiblería afectiva, estamos hablando de un amor maduro y responsable. En cambio, sí tiene mucho que ver con un corazón abierto al respeto, a las necesidades ajenas, al encuentro, a la acogida. Estas fueron, también, nuestras ilusiones jóvenes al principio de nuestra andadura religiosa, y deben seguir siéndolo, en nuestra edad madura.


La donación de este amor, proviene de una vida satisfecha, de un amor a nosotros mismos ausente de todo narcisismo. Amar nuestras cualidades, pero también nuestro cuerpo, porque es “templo” y “sagrario” de nuestro Dios y porque todos los gestos de amor en favor de los hermanos, los realizamos con el cuerpo y con el espíritu que lo anima. A ese espíritu le agradecemos: la inteligencia que mueve los sentimientos, el corazón y la voluntad. Pero también: los labios que besan, sonríen, bendicen y agradecen; las manos que acarician, abrazan y distribuyen los dones; la mirada cariñosa y agradecida que descubre la belleza de todas las cosas creadas; el corazón que contiene, da y recibe, los mejores sentimientos...


Con el cuerpo acompañamos al enfermo en su dolor, al anciano en su soledad, al niño en su fragilidad, al amigo en su necesidad, al hermano en nuestro caminar comunitario. Con el cuerpo damos y recibimos el calor de la acogida, las muestras de amistad. Con él, reímos y lloramos, amamos y odiamos; rezamos, cantamos, pecamos, sufrimos...


Por eso digo, que es tan importante el saber amarnos a nosotros mismos. Amamos nuestro cuerpo como es, porque nada ni nadie puede alargar un centímetro a nuestra estatura o mejorar el brillo de nuestra mirada. Amamos nuestro cuerpo lleno de juventud y también lo seguiremos amando en la vejez.


Amamos también, por qué no, nuestra bendita sexualidad, que es una gran riqueza de nuestro componente humano, factor muy importante en la calidad de nuestras relaciones, y eso, a pesar de nuestros deseos desordenados, que en algún momento nos asaltan y que debemos controlar y corregir. El amor que nos tenemos, nos ayuda también en el ejercicio de perdonarnos a nosotros mismos, que es una buena pedagogía para aprender a querer y saber perdonar a los demás.


Con frecuencia caemos en el error de dar más importancia a lo moral que a lo social; a la castidad, más que a la obediencia o la pobreza; a la letra, más que al espíritu que la anima; a la ley, más que a la caridad; a las palabras, más que al testimonio; a la obediencia, más que a la libertad...


En su escala de valores, el corazón “amoroso” de un cristiano, pero mucho más, el de un religioso, tiene muy claro que debe amar a Dios por encima de todo, pero no puede olvidar que ese amor, se realiza en el mundo y entre los hermanos, aunque con plena conciencia de nuestros límites y debilidades, y para saber distinguir la diferencia que existe entre la utopía y la realidad. El día que dejemos de creer en las utopías, que las utopías desaparezcan, ése día, habrá muerto en nosotros la esperanza.


Eso tenemos también que tenerlo en cuenta para controlar nuestras relaciones humanas, a la hora de interpretar y distinguir la calidad de nuestro amor y los límites del cariño que entregamos a los demás. También, para saber administrar, sin soberbia, el amor que nos llega de los otros. No amamos con la intención de ser recompensados, porque sabemos que el amor que damos, por sí mismo, tiene como premio el hacernos más humanos, más personas. Pero sabemos ser agradecidos con ese amor que nos llega, cuando nos llega.


Por eso debemos estar atentos para controlar la pureza de nuestros afectos, en el dar y el recibir, y la gestión que hacemos de ellos, para aprender a situarlos en el centro de nuestra afectividad adulta, que no es castración de nuestra sexualidad, sino ofrenda de lo mejor de nosotros mismos.


Ese amor, estará llamando siempre a nuestra puerta, reclamando sus derechos, porque ninguna voluntad impuesta, aunque sea pronunciada desde la libertad, elimina las justas exigencias de la naturaleza, ni los impulsos de nuestra bendita sexualidad o el deseo inconsciente de perpetuarnos en una paternidad, que perdura, resistente, en el núcleo duro de nuestro ser persona, aunque se haga más consciente y exigente, en los años de nuestra juventud física.


Esta es una renuncia gozosa y consciente que tenemos que renovar cada día, como prueba de nuestra generosidad y de nuestra libertad; libres para amar sin límites, según el corazón de Dios, aunque, en más de una ocasión, nos duela el alma y nuestro corazón llore y se resienta.


En esos momentos, es cuando más necesitamos una verdadera comunidad, que vive y realiza la fraternidad. O, al menos, un hermano con el que poder compartir esa bonita experiencia, que se ha colado en nuestra vida, sin nuestro permiso. Es el momento de encontrarnos con el Dios del amor, de intensificar no solo el tiempo, sino la calidad de nuestra oración y de nuestra fidelidad en el amor.


Muchas veces, estas experiencias aparecen, porque en la comunidad estamos necesitados de cariño e, inconscientemente, tendemos a buscarlo fuera. Eso es un error, pero sucede. Esa es otra razón que justifica lo que decía antes sobre la necesidad de un verdadero cariño dentro de la comunidad, que debe ser una verdadera fraternidad, en donde nuestras necesidades afectivas estén resueltas, y la calidad de nuestras relaciones maduren nuestra personalidad humana y religiosa.


A pesar de todo, nunca deberíamos tener miedo al amor, al verdadero amor, porque, ese amor es la sonrisa del corazón humano. Miedo tendríamos que tener al egoísmo, sobre todo a ese egoísmo que se cuela, sibilinamente, en las mil formas y expresiones equivocadas de nuestro amor; porque muchas veces, no amamos, ponemos el amor a nuestro servicio. Y el verdadero amor tiene que ser, ¡SIEMPRE!, ternura, donación y generosidad sin condiciones.





2 Reflexiones finales

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Desearía para mí y para todos vosotros, un amor, parecido a como queda reflejado en este escrito; una sensibilidad llena de entrega y de generosidad, con nosotros mismos y con los demás, un corazón dispuesto a la amistad inteligente, que ama con los ojos abiertos y sin complejos, pero con prudencia, que es la virtud que controla todos nuestros actos. Un espíritu alegre y generoso, que se alimenta cada mañana en la escuela de la oración y en la escucha del Señor.


Aprender a perdonarnos, eso nos ayudará para saber comprender y perdonar a los demás; también a recibir el perdón; para sentirnos reconciliados y reconciliadores. ¡Cuánta paciencia tenemos que tener con nosotros mismos! Este ejercicio nos ayudará a saber excusar las debilidades de nuestros hermanos, sus incomprensiones, intemperancias, envidias; sus celos... que no son mayores que los nuestros.


Que nos libre Dios de la fatuidad de creernos mejores que nadie, porque eso, además de una grosería, es una gran equivocación; mucho menos, presumir de nuestras cualidades, menospreciando a los demás, ni siquiera para nuestro fuero interno. Eso sería orgullo. Pero tampoco avergonzarnos de nada de lo que nuestra conciencia no nos reproche.


No dejemos de hacer o de decir, -eso sí, con respeto- aquello que, en conciencia, nos parece correcto, pero escuchar a los demás, porque la verdad no es patrimonio en exclusiva de nadie. “Ni tu verdad ni la mía, ¡la verdad!, y ven conmigo a buscarla”, decía Machado.


Que Dios nos conceda la gracia de tener un amor tan grande que sea creíble, y una fe, como la que Jesús pedía a sus discípulos para trasladar montañas; una humildad y una confianza a la medida de nuestras necesidades, para saber esperar a que el milagro se realice. Amén.

GUIMERÁ, Agustín – Ramos, Alberto – Butrón, Gonzalo (Coords.)

TRAFALGAR Y y el Mundo Atlántico

Madrid, Marcial Pons, Ediciones de Historia, S.A., 2004


Tras haber leído Trafalgar de Pérez Galdós y Cabo Trafalgar de Pérez-Reverte me pareció conveniente leer una obra que, dejando a un lado la ficción, encarase el mismo tema desde una perspectiva rigurosa y estrictamente histórica con el fin de poder llegar a un conocimiento fidedigno de este combate naval. Creo que Trafalgar y el mundo Atlántico responde a este propósito siendo, como es, resultado del coloquio internacional La bahía de Cádiz y la Europa atlántica en tiempos de trafalgar, organizado por la Universidad Cádiz en noviembre de 2002. En él participaron expertos españoles, británicos y franceses, es decir, historiadores de los tres países implicados en el conflicto. Ello nos permite percibir, desde una óptica múltiple y, como es lógico, no siempre coincidente, las causas, desarrollo y consecuencias de este acontecimiento de primera importancia para la España del momento; una óptica que, sin negarla, se aparta lo justo de la visión tradicional que ha puesto el acento en el heroísmo patrio y en fatal estrategia del almirante francés y de las trágicas consecuencias que esta combate tuvo para la marina de guerra española.

El presente libro no trata en exclusiva de lo que fue y significó esta batalla que, por otra parte, tiene resonancias míticas y sigue fascinando a los lectores de historia, sino que abarca un amplio espectro de temas que ayudan a entenderla mejor por ofrecernos diversidad de puntos de vista.


Así pues, nos presenta el juego de intereses entre Francia e Inglaterra para quienes España es una especie de comodín con el que ambos países quieren contar en beneficio propio; desde el punto de vista bélico, la naturaleza de los combates navales, la estrategia seguida por Nelson en claro contraste con la de los marinos franceses y españoles; la situación concreta de la marina española en los inicios del siglo XIX con las dificultades, no pequeñas ni leves, por las que pasaba; siendo Cádiz la ciudad que más directamente soportó el antes y el después de la batalla y dada su condición de puerto principal -y casi único- de las relaciones comerciales con nuestro imperio colonial, no podía faltar un estudio que relacionase ambos extremos atlánticos; se cierra el libro con un repaso de la huella que la batalla de Trafalgar ha dejado en la literatura de la época.


Resumiendo: Trafalgar y el mundo atlántico comprende un amplio arco temático -la guerra naval, la diplomacia, la política, la cultura, el comercio e, incluso, la literatura- y va más allá de la batalla misma de Trafalgar, dándonos una visión muy rica y ajustada de la época.


Expondré, sólo a modo de ejemplo, algunos puntos que a mí me han parecido novedosos. Frente a la historiografía tradicional, se apunta el hecho de que Villenueve presentó mejor batalla de lo que el propio Nelson esperaba; se relativiza la eficacia de las tácticas de la armada británica y su superioridad técnica; contra lo que se ha dicho, no parece que esta victoria inglesa fuese definitiva, pues al menos en teoría, las flotas derrotadas conservaron su capacidad operativa, aunque otra cosa fuera la historia inmediata posterior con la guerra de la Independencia y el nefasto reinado de Fernando VII que siguieron.


El lector encontrará en este libro una ocasión de conocer mejor un acontecimiento que durante generaciones apasionado a muchos españoles junto a una información abundante y contrastada sobre las relaciones de los países contendientes, de su situación económica y de los intereses entonces en juego. Un libro, pues, interesante, un libro ilustrativo, un libro que el lector agradecerá haber leído.


Ildefonso García Nebreda




1 N. HAUSMAN, Inútil y preciosa, Publicaciones Claretianas, Madrid 2005, 91-108.

2 Cooperador Paulino 123 (2004).

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