1. Un “icono” evangelico, como punto de partida


1. Un “icono” evangelico, como punto de partida






Inspectoría Salesiana de “Santiago el Mayor" León , 24 de abril de 2003 nº 26








La abadía de las mil campanas

¡Feliz Pascua!


Cerca de la Abadía Benedictina de Santa Otilia, en el Sur de Baviera (Alemania), hay un lago donde se dice que descansan las ruinas de la vieja abadía que fue inundada por las aguas, la Abadía de las mil campanas. Sonaban -dicen los campesinos- a gloria. Ahora que la vieja abadía yacía bajo las aguas del lago, cuentan que se continúa escuchando el bello tañido de las mil campanas que suenan a fiesta y que invita a alegrar el corazón. Atraído por la leyenda y la belleza de los parajes, Bernard, joven periodista, vino a comprobarlo. Armado de su mochila y de su casete, acampó junto a las aguas en una Semana Santa de hace ya algunos años. Sólo así y sólo allí podría ser testigo de primera mano de aquel espectáculo y, si a mano viniera, grabarlo en su casete de última generación. Después de cuatro días de paciente espera llegó a la conclusión que allí no se escuchaba nada y decidió marcharse, no sin antes despedirse de la gente del pueblo y convivir con ellos una tarde. Fue tan grande la acogida, tan entrañable el trato y tan persuasivos los testimonios de que, efectivamente, un día de aquella semana las campanas se oirían, que Bernard decidió prolongar su estancia. Al día siguiente, cuando Bernard menos lo esperaba y contemplaba la placidez del lago, las campanas de Santa Otilia tañeron para él. (Cuento adaptado).



























ÍNDICE



  1. Retiro ……………..3-9

  2. Formación………..10-14

  3. Comunicación.…..15-18

  4. El anaquel………..19-29

  • La ansiedad 4……………...19-29




Revista fundada en el 2000


Edita y dirige:

Inspectoría Salesiana "Santiago el Mayor"

Avda. de Antibióticos, 126

Apdo. 425

24080 LEÓN

Tfno.: 987 203712 Fax: 987 259254


Maqueta y coordina: José Luis Guzón.

Redacción: Segundo Cousido.

Depósito Legal: LE 1436-2002

ISSN 1695-3681


RETIRO





LA VIDA COMO FORMACIÓN



José Luis Plascencia, sdb







En el evangelio de san Juan, encontramos un hermoso texto que nos describe el encuentro de Jesús resucitado con Pedro, a la orilla del lago de Genesaret. Este diálogo –del que nunca agotaremos su insondable riqueza y profundidad- termina con una sencilla palabra del Señor: “Sígueme” (Jn 21,19).


Dietrich Bonhoeffer subraya que esta palabra es la primera y la última que Pedro escucha de Jesús: no sólo marca el inicio de su seguimiento, sino toda su vida, desde una doble perspectiva:


  • en cuanto a su carácter dinámico: un continuo caminar;

  • en cuanto al contenido mismo: seguir a Cristo.


La contemplación de esta escena es el mejor inicio de nuestro retiro: como Pedro, estamos llamados a seguir día a día al Señor Jesús: de manera que este seguimiento se concretice en una progresiva configuración con El.





2.La formación permanente




No hace falta insistir en que se trata de uno de los conceptos actuales más significativos en la renovación de la vida religiosa. Sin embargo, hay que señalar que ni es exclusivo de ella (en realidad, ha surgido de la reflexión filosófica, y desde ahí ha entrado en todas las disciplinas antropológicas: psicología, pedagogía, sociología, teología...), ni es algo nuevo en cuanto a su realidad: el carácter procesual de la vida es un rasgo esencial del ser humano, en cuanto tal.


En nuestra Congregación, comenzó a abrirse camino en la etapa postconciliar, y encontró su primera formulación en las Constituciones ad experimentum del CG especial (1971-1972), quedando plasmado definitivamente en las Constituciones actuales y en la Ratio.


Sin embargo, no bastan los documentos: se requiere de nosotros un cambio profundo en la manera de entender nuestra vida y nuestra formación. Podemos sintetizarlo en tres pasos principales:


  • De la formación entendida como una etapa, en los primeros años de la vida salesiana, a una dimensión esencial a lo largo de toda ella. Este primer paso, en general, se ha dado ya en toda la Congregación, llamando formación inicial a esa primera etapa, y formación permanente a lo que viene después de ella.


  • De la formación permanente entendida como “cursos de actualización”, en lugares y momentos especiales, a la capacidad de “aprender de la vida” (cfr. C. 119), de ordinario en el seno de una comunidad local. Este cambio no siempre se ha dado en nuestras comunidades, y por ello tanto la Ratio 2000 como sobre todo el CG 25 nos insisten en ello.


  • Pero, sobre todo: de la formación entendida como una dimensión que dura toda la vida, a la vida entendida como un proceso continuo de formación. La formación no es sólo una dimensión entre otras, a lo largo de la vida: sino que ésta misma, con todas sus dimensiones, es objeto de dicho proceso de formación



Esto implica que no sólo veamos la vida como un continuo proceso (en sentido objetivo, lo cual no depende de nosotros), sino que asumamos la vida con actitud de formación, de manera que se vuelva espacio de maduración en Cristo, oportunidad siempre abierta para la identificación personal con el Señor.


Para una mayor organicidad de nuestra reflexión, seguiremos simplemente los 4 momentos que nos presenta uno de los artículos más densos y logrados de nuestro proyecto salesiano de vida: el artículo 98 de las Constituciones.




1º.Meta de la formacion permanente:

El seguimiento de Jesucristo y la configuración con Él



Iluminado por la persona de Cristo y por su Evangelio, vivido según el espíritu de Don Bosco”: así reza el inicio de este artículo.


Sorprende, ante todo, la endíade inicial: nos habla de una única iluminación y de un único iluminador; no se trata, pues, de dos ‘iluminaciones’ distintas, sino de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, que se nos manifiesta en el Evangelio. No se trata de “inventarnos” a Jesús, o de hacerlo a la medida de nuestros deseos o aspiraciones.

Este dejarnos iluminar por el Señor Jesús nos lleva a configurarnos con El en su misma mente (cfr. 1 Cor. 2, 16), en sus sentimientos (cfr. Flp. 2, 5), en sus actitudes, para poder actuar como El.


Aquí conviene hacer una precisación, que nos permitirá comprender el sentido más profundo de la vida como formación, y que de alguna manera está presente en el texto evangélico contemplado.


En el art. 96 de nuestras Constituciones, al presentarnos la llamada que Jesús dirige a sus apóstoles, llamada que constituye el origen de nuestra vocación, leemos: “respondemos a esta llamada con el esfuerzo de una formación adecuada y continua”.


Si la formación es la respuesta a la vocación, no hay formación permanente sin experiencia de vocación permanente: la fuente de nuestra perenne alegría y de la juventud de nuestro corazón está en la certeza, siempre nueva, de que el Señor Jesús nos sigue llamando, que sigue mirándonos con amor de predilección “como el primer día”, de manera que renovemos también, en cualquier momento de nuestra vida, el “amor primero” (cfr. Apoc. 2, 4).


Todo ello, “vivido según el espíritu de Don Bosco”: acentuando aquellos rasgos de la figura del Señor a los que somos más sensibles (cfr. C. 11), carismáticamente, como imitadores del Buen Pastor para con los jóvenes más pobres y abandonados. El art. 21 de las Constituciones nos dice el camino para lograrlo, al insistir, en particular, en la unión inseparable de los valores humanos y cristianos, como la vivió Don Bosco, profundamente humano y profundamente hombre de Dios.





2º.Identidad de la formación:

La vivencia de los valores de la vocación salesiana.




El salesiano se compromete en un proceso de formación que dura toda la vida (...) Vive la experiencia de los valores de la vocación salesiana en los diferentes momentos de su existencia”.


La carta a los Hebreos, al hablar de la pasión y muerte de Jesús, la caracteriza en clave de obediencia (como también Flp. 2, 8): “aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia” (Hebr. 5, 8).


Frente a una manera inadecuada de entender la formación (en cualquiera de sus fases o dimensiones) como un conocimiento o aprendizaje teórico, se nos invita a hacer experiencia de los valores de nuestra vocación: por ello, es evidente que abarca toda la vida, y que no pueden “quemarse etapas”: sin duda –evocando el texto de Hebreos- no es lo mismo “saber” lo que es la obediencia, que hacer experiencia de ella.


De igual manera, nadie puede sustituir a otro en esta vivencia: ¡cuántas veces los padres de familia se desesperan, inútilmente, porque sus hijos no logran “escarmentar en cabeza ajena”! En realidad, esta frase es contradictoria... Es ley de vida: nadie hace experiencia de cuanto no vivencia personalmente, por más oído e, incluso visto, que lo tenga; ningún experto ha llegado a serlo por el ejercicio, manual o intelectual, que hayan hecho otros.


A modo de ejemplo y confirmación: aunque las Constituciones actuales ubican la experiencia de la enfermedad, la vejez e incluso la muerte en el contexto de la vida comunitaria (C. 53-54), no pretenden quitar a estos momentos irrepetibles de la vida personal su carácter experiencial y “formativo”, como aparecían en las Constituciones de 1972: mientras vivimos, nunca sabremos “desde dentro” lo que es morir...


La nueva Ratio nos presenta los rasgos fundamentales de la identidad salesiana, que, en la perspectiva de la formación permanente, se vuelven objeto de itinerarios concretos, para poder hacer experiencia de estos valores, a partir de nuestro ser de consagrados apóstoles (cfr. Ratio 2000, p. 50ss). Al asumirlos en la vida diario, estos valores nos “conforman” como salesianos:


  • educadores pastores de los jóvenes;

  • miembros responsables de una comunidad;

  • testigos de la radicalidad evangélica;

  • animadores de comunión en la FS y en la CEP;

  • insertos en la Iglesia, en el mundo y su historia.




3º.Metodología de la formación




En el mismo artículo 98 leemos, al hablar de este proceso de formación, que el salesiano “respeta sus ritmos de maduración (...) y acepta la ascesis que supone tal camino”.


Como en todo camino, hay momentos de maduración lentos y ‘homogéneos’, y momentos cruciales y difíciles, y aun de crisis, en los que parece que se ha perdido el rumbo, y siendo, quizás, imposible volver atrás, no se sabe bien hacia dónde continuar ni cómo.


El ‘respeto’ del que habla el texto constitucional implica, ante todo, reconocer y aceptar estos momentos críticos: de nada serviría ignorarlos, o adoptar la actitud del avestruz; recubrirlos con el silencio o, peor aún, reaccionar como si no existieran esos momentos no es respeto fraterno, es indiferencia no cristiana.


En segundo lugar, diagnosticar el tipo de situación con un discernimiento profundo y certero: de una equivocada valoración de una crisis pueden derivar graves consecuencias para la persona o, al menos, el desperdiciar una ocasión privilegiada de crecimiento y maduración. Es indispensable, sobre todo en estos casos, el ‘acompañamiento espiritual’: sobre todo aquí vale el principio bíblico: “¡Ay del que está solo! porque cuando caiga, ¿quién lo levantará?”


Por ello, en tercer lugar, hay que utilizar positivamente estos momentos como oportunidad de crecimiento. Es indudable que de una crisis la persona puede salir mejor o peor, pero nunca saldrá igual. En la Sagrada Escritura encontramos ejemplos típicos al respecto: Abraham, a quien el Señor invita a dejar su tierra, e ir a una tierra que Él le mostrará; Moisés, a quien el mismo Yahvéh hace cambiar radicalmente de vida ¡a los 80 años!; David, Jeremías...


Asimismo, es sumamente provechoso ahondar en lo que la Iglesia, la Vita Consecrata y la Congregación, la Ratio.


En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción en la actividad apostólica representan una fase por sí misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada y tutelada a una situación de plena responsabilidad operativa. Es importante que las personas consagradas jóvenes sean alentadas y acompañadas por un hermano o una hermana que les ayuden a vivir con plenitud la juventud de su amor y de su entusiasmo por Cristo.


La fase sucesiva puede presentar el riesgo de la rutina y la consiguiente tentación de la desilusión por la escasez de los resultados. Es necesario, pues, ayudar a las personas consagradas de media edad a revisar, a luz del Evangelio y de la inspiración carismática, su opción originaria, y a no confundir la totalidad de la entrega con la totalidad del resultado. Esto permitirá dar nuevo empuje y nuevas motivaciones a la decisión tomada en su día. Es la época de la búsqueda de lo esencial.


En la fase de la edad madura, junto con el crecimiento personal, puede presentarse el peligro de un cierto individualismo, acompañado a veces del temor de no estar adecuados a los tiempos, o de fenómenos de rigidez, de cerrazón, o de relajación. La formación permanente tiene en este caso la función de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto de vida espiritual y apostólica, sino también a descubrir la peculiaridad de esta fase existencial. En efecto, en ella, una vez purificados algunos aspectos de la personalidad, el ofrecimiento de sí se eleva a Dios con mayor pureza y generosidad, y revierte en los hermanos y hermanas de manera más sosegada y discreta, a la vez que más transparente y rica de gracia. Es el don y la experiencia de la paternidad y maternidad espiritual.


La edad avanzada presenta problemas nuevos, que se han de afrontar previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en algunos casos o la inactividad forzosa, son una experiencia que puede ser altamente formativa. Aunque sea un momento frecuentemente doloroso, ofrece sin embargo a la persona consagrada anciana la oportunidad de dejarse plasmar por la experiencia pascual(172), conformándose a Cristo crucificado que cumple en todo la voluntad del Padre y se abandona en sus manos hasta encomendarle el espíritu. Este es un nuevo modo de vivir la consagración, que no está vinculado a la eficiencia propia de una tarea de gobierno o de un trabajo apostólico.


Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema de la pasión del Señor, la persona consagrada sabe que el Padre está llevando a cumplimiento en ella el misterioso proceso de formación iniciado tiempo atrás. La muerte será entonces esperada y preparada como acto de amor supremo y de entrega total de sí mismo.


Es necesario añadir que, independientemente de las varias etapas de la vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos —cambio de lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc.—, bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos, la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la Cruz” (VC 70).


Por otra parte, el mismo texto constitucional nos invita a aceptar, en clave de formación, la ascesis que este camino implica.


No es fácil, en el tiempo actual, hablar de sacrificio, mortificación, renuncia; en gran parte, debido a la reacción pendular contra el ascetismo de otras épocas. Sin embargo, y aunque cueste aceptarlo, la ascesis es indispensable en cualquier género de vida: antes, ahora y siempre, el amor implicará la donación total, el “olvido de sí”. La dificultad que nuestra cultura afronta para vivir el amor –y, sobre todo, la fidelidad que implica- radica, muchas veces, en que no queremos “pagar” este precio. Cuando se ama ‘barato’, sin que cueste apenas, el amor puede resultar agradable, pero será siempre pasajero; si nada pide, si a cambio hay que entregar poco, será fácilmente renunciable.


Más aún: nadie, en su vida, puede dejar de renunciar a “algo”: lo cual no significa que la renuncia, en cuanto tal, sea positiva. En la vida cristiana, y más en concreto en nuestra vida consagrada, tiene sentido como consecuencia del seguimiento de Jesucristo, y la configuración con El.


Es saludable considerar que el mismo Jesús pudo parecer a sus contemporáneos, en relación a lo que llamamos “los consejos evangélicos”, un... fracasado: alguien que, a los 30 años, no tiene ni siquiera para comer, ni dónde reclinar la cabeza; que carece de esposa e hijos, y que incluso depende de tal manera de Dios, a quien llama Padre, que invita a no preocuparse del mañana: sin dinero, sin familia, sin proyección a futuro... ¡No nos asustemos, si muchas veces parecemos también nosotros unos fracasados, aun ante los ojos de familiares y amigos!


Es urgente una “formación a la renuncia” que propicie la maduración humana y cristiana, evitando el peligro de la frustración. Señalamos algunos aspectos que, no por ser evidentes, son siempre tomados en cuenta:


  • la auténtica renuncia no se da, ante todo, frente a lo negativo (lo cual es totalmente comprensible), sino frente a valores: las perlas preciosas que el comerciante del evangelio tiene que vender, no son falsas... Dice el Concilio Vaticano II: “La profesión de los consejos evangélicos implica la renuncia de bienes que indudablemente han de ser estimados en mucho...” (LG 46); y a su vez, Vita Consecrata habla de “valores buenos en sí mismos” (n. 87). Una pedagogía que piensa facilitar las cosas, desvalorizando aquello a lo que se renuncia, es falsa y contraproducente.


  • Sin embargo, esta renuncia a valores sólo se justifica en función de un valor más grande: si el comerciante vende sus perlas, es porque una, excepcional, lo ha fascinado... hasta el punto de que, por tenerla sólo para él, puede liberarse de cuanto tiene. El valor de cuanto desea obtener empeñece el valor de cuanto ha de enajenar.


  • Este “valor más grande”, en toda renuncia humana, es, sobre todo, el amor: y en el caso concreto de nuestra vida, la entrega a Cristo Jesús y a nuestros hermanos, en la vida comunitaria y en el compromiso apostólico. De otra manera, las renuncias son humanamente inaceptables, e incluso despersonalizantes.


  • Sin embargo, a diferencia de la experiencia puramente humana, aquí hay que acentuar la centralidad de la fe: sólo desde ella tiene sentido nuestra ascesis, y las renuncias que implica. El riesgo de que la perla preciosa, por la que nos deshicimos de todas las demás, sea falsa, sigue existiendo durante toda la vida. Dentro de la ‘pedagogía de la ascesis’, no conviene nunca soslayar este aspecto, sino más bien acentuarlo.




4º.“...con la ayuda de maria, madre y maestra”.



El artículo se cierra con la mención de la Santísima Virgen María. Una mención muy significativa, por dos motivos: primero, porque es la única ocasión en que se le menciona en el contexto de la formación; y segundo, porque la manera en que viene presentada evoca directamente el sentido de la formación: tanto su dinamismo (“el salesiano se esfuerza por llegar a ser...”) como también su fisonomía propia, en cuanto configuración con Cristo: y nadie mejor que Aquella que acogió en su corazón y en su seno virginal la Palabra de Dios hecha carne, puede también ser Madre y Maestra de quienes estamos llamados a ser, como Don Bosco, “testigos del amor inagotable de su Hijo” (C. 8).


No está de más indicar que el final del artículo nos recuerda que la manera diversa de vivir la vocación salesiana – como coadjutores o como sacerdotes – presupone un perfil fundamental único: “educadores pastores de los jóvenes”. De ahí que la formación – inicial y permanente – es “paritaria” (C. 106), un término que (aunque quizá no sea el más adecuado) quiere expresar esta identidad básica y, al mismo tiempo, las diferencias que implica.



Señor Jesucristo, que diste a san Juan Bosco

la Virgen María como Madre y Maestra,

concédenos vivir en plenitud, bajo su guía materna,

los valores de nuestra vocación salesiana,

asumiendo generosamente la ascesis que implican.

Ayúdanos a vivir cada momento de nuestra existencia

a la luz de tu persona y de tu Evangelio,

para que seamos, entre los jóvenes a quienes nos envías,

de forma fiel y creativa,

educadores pastores según el estilo de Don Bosco,

en la forma sacerdotal o laical en la que nos invitas

a vivir la única vocación salesiana.

Tú que vives y reinas

por los siglos de los siglos. Amén.

















FORMACIÓN



CÓMO ANIMAR UNA VIDA RELIGIOSA

QUE SEA HOY MEMORIA DE JESÚS1



Josune Arregui, CCV2


INTRODUCCIÓN


En la reflexión del tema «La Vida religiosa Memoria Jesu» se me ha pedido que me sitúe en la perspectiva del gobierno. He hecho pues esta reflexión desde mi experiencia personal y congregacional en este sentido, teniendo en cuenta que los destinatarios de ella son superiores y superioras mayores y considerando el gobierno de la VR como un «servicio de animación». De ahí el título de «Cómo animar una VR que sea hoy memoria de Jesús», que según creo será la pregunta planteada y el deseo suscitado en todos por la iluminación de Cristo Rey García Paredes.


La visión de la mujer desde la que se me ha invitado a hablar, no es que la rechace ni mucho menos, ya que no podría hacerlo de otro modo, pero quiero advertir que no voy a entrar explícitamente en el tema «mujer», sino que será el hecho de ser yo mujer y miembro de una congregación femenina el que aporte ese colorido a la reflexión humana y creyente que voy a ofrecer.


En el desarrollo del tema voy a proceder en tres pasos:


· El primero quiere ser como la respuesta global a la pregunta formulada en el título: cómo animar una VR que sea hoy memoria de Jesús. He resumido mi punto de vista en ese vigorizar la identidad personal pues considero que la conciencia de la propia identidad es como la fuente de la que emana un determinado estilo de vida. Hablaremos de una identidad marcada por el don de la consagración y activada por un amor total que dinamiza nuestra existencia.


· En un segundo momento trataré de ofrecer dos grandes pistas de acceso a ese fortalecimiento de la identidad: una lleva a redescubrir gozosamente el tesoro y la otra, a experimentar la llamada del Señor a compartir ese tesoro en el mundo de hoy.


· Por último enfocaré la figura misma del superior o superiora mayor como la persona llamada a acompañar la vida y a ser ella misma memoria viva de Jesús.



1. VIGORIZAR LA IDENTIDAD PERSONAL


La mayoría recordarán aquella fábula de un huevo de águila que alguien encontró y colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con la nidada de pollos. Durante toda su vida, pensando que era un pollo, hizo lo mismo que hacían los pollos: escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire igual que los pollos.


Pasaron los años y el águila se hizo vieja, Un día divisó muy por encima de ella, en el límpido cielo, una magnífica ave que flotaba elegante y majestuosamente por entre las corrientes de aire, moviendo apenas sus poderosas alas doradas. La vieja águila miraba asombrada hacia arriba. «¿Qué es eso?», preguntó a una gallina que estaba junto a ella. «Es el águila, el rey de las aves», respondió la gallina, «pero, no pienses en ello, tú y yo somos diferentes». De este modo el águila no volvió a pensar en ello y murió creyendo que era una gallina de corral.


La fábula es sumamente triste, por ello se han ensayado otros finales diferentes. De hecho, también nosotros trataremos de buscar en la realidad de lo simbolizado algunos caminos para llegar a un final diferente. Pero de momento vamos a tomarla tal cual para expresar el dramatismo de la situación que queremos decribir.


No quisiera que esta situación se entendiera como aplicada a la VR en general, en la cual creo que hay mucha vida pero, al plantearnos el gran reto de ser memoria de Jesús, nos vamos a fijar en aquellos aspectos que, en mayor o menor medida, nos impiden dar nuestra respuesta que es básico específica y éste de la falta de identidad


Al acercarnos a nuestras comunidades desde la responsabilidad del gobierno, son muchas y variadas las preocupaciones que nos asaltan, pero lo que nos estremece profundamente es percibir cierto tono de instalación y pequeño horizonte, de desencanto y ansias apagadas de instalación y pequeño horizonte, de desencanto y que apuntan al centro y origen de la problemática: la falta (o la pérdida, o el debilitamiento, según los casos) de la propia identidad como personas consagradas.


Sin pretender entrar en el análisis de las causas, recordarnos que en el proceso de renovación de la VR apostólica hubo un movimiento positivo hacia una inserción evangelizadora pero que, en algunos casos, estuvo lleno de ingenuidad y falto de discernimiento. El deseo de estar cercanos, de ser normales, o de dejar de ser extraños a nuestro mundo nos llevó en ocasiones a un cierto mimetismo y superficialidad en los estilos de vida que poco a poco han ido desdibujando la identidad de personas consagradas. Otras veces, por el contrario, ha sido la falta de inserción y la lejanía de nuestro mundo la que ha ido amortiguando la incesante llamada de Dios desde la historia y anestesiando el sentido de nuestra vida religioso‑apostólica.


Sean éstas u otras las causas originantes, la situación creo que es constatable. Y en este momento me parece un problema, no tanto de infidelidad o resistencia a la llamada, como de olvido, de huella que se ha ido borrando y poco a poco ha quedado sepultada por sedimentos posteriores. Creo que para ser «memoria Jesu» hay que afrontar directamente esta situación de olvido y aplicar una terapia de evocación y recuerdo. Se trataría de provocar una renovada toma de conciencia, un regresar del sueño a la memoria, como cantamos en un himno de laudes. Esto se puede intentar de algún modo mediante una sacudida procedente del exterior de la persona, pero ha de suscitar una resonancia profunda en esas ansias aparentemente apagadas que, a la vista del vuelo majestuoso de un águila, hicieron estremecer las entrañas de aquella vieja águila con extraña gallina.



1.1. La impronta de la consagración religiosa


Parto del principio de que la identidad de la vida religiosa viene a por a consagración que, enraizada en la del Bautismo, tiene su peculiaridad específica Precisamente en transparentar con particular elocuencia aquella forma de vida que e venir al mundo (LG 44).


He percibido que el concepto de consagración dice poco a muchas de nuestras hermanas. Formadas en la teología preconciliar, en la que la consagración como tal quedaba diluida en la triple expresión de unos votos en cuya comprensión pesaba mucho lo jurídico, quedaron carentes de una visión teológica globalizadora de nuestra vocación al seguimiento. Me parece que tampoco ha sido la consagración uno de los temas que más hayamos tratado en nuestros aggiornamentos postconciliares.


De cualquier modo no vamos a ahondar aquí en la consagración religiosa, que ha sido muy bien estudiada por los teólogos, pero quisiera apuntar tres rasgos de ella que considero importantes a la hora de pretender avivar nuestra identidad personal a partir de ella.


· El primero es su carácter integrador El concepto de consagración religiosa que transmitimos, en la teoría de nuestros documentos o en la práctica de nuestras estructuras y modos de actuar, si no tiene en cuenta la dimensión antropológica o comunitaria o social, por mucho barniz de espiritualidad que se le pretenda dar, es incapaz de agarrar a la persona desde el fondo vital al que nos estamos refiriendo.


En cambio cuando la consagración y cada uno de los votos se presentan enraizados en lo humano y relacionados entre sí como expresiones de un único deseo, cuando se entienden como un camino de plenitud, como uno de los modos posibles de orientar las profundas tendencias del ser humano y se les da la orientación apostólica que tuvieron en la existencia de Jesús, entonces hacen vibrar de agradecimiento a los vocacionados y una energía radiante se apodera de la totalidad de la persona.


· El segundo rasgo a subrayar en la consagración es su dinamismo. Parece que seguimos habituados al concepto jurídico de consagración como dedicación a Dios de personas y cosas que quedan automáticamente sacralizadas. Pero la consagración de personas, debido a su carácter relacional, es un acto que origina un proceso que dura toda la vida. Por parte de Dios consiste en tomar posesión, en invadir con su santidad; por parte de la persona consiste en entregarse, dejarse poseer y acoger progresivamente su acción. La consagración abre a una relación nueva con Dios que es la que hace a la persona susceptible de crecer en esa sacralidad que supone la invasión de lo divino.


Por la consagración religiosa la persona, ya bautizada, es invitada a una nueva relación con Dios y a una nueva acción divina, cuyo contenido es la configuración con Cristo el Consagrado el cual, como expresión de su donación al Padre y a los hermanos, vivió en actitud de pobreza, virginidad y obediencia. Para nosotros religiosos la consagración es la forma de ser hijos e hijas a la que hemos sido llamados. Y esto es como un sello indeleble grabado en el fondo del ser que define la propia identidad y, en las situaciones de des‑identificación que nos ocupan, espera «con gemidos inefables» ser liberado de tanta materia extraña que lo encubre y desorienta.


· El tercer rasgo de la consagración religiosa es su visibilidad, tan puesta de relieve en la exhortación Vita Consecrata. Y no se trata de signos convencionales externos que dependen del entorno cultural, sino de una visibilidad significativa, de testimoniar las maravillas de Dios «con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo» (VC 20). Esta capacidad de sorprender a nuestro mundo (que no es lo mismo que ser aplaudidos por él) es la que hemos de recuperar. No podemos seguir en el anonimato y la clandestinidad en la que muchas veces parecemos habernos situado y que considero está muy relacionado con el olvido de nuestra identidad. Incluso la capacidad de sorprender a la misma Iglesia y a nuestras propias comunidades debe ser recuperada. No hay que descuidar el testimonio interno, el mutuo estimulamos a la utopía que es uno de los componentes de la comunión fraterna.


Una vida entregada a Dios en totalidad, en perpetuidad, en radicalidad y vivida en comunidad fraterna, al servicio de cuantos nos rodean, no puede menos de ser visible y sorprendente y tenemos que cuestionamos cuando así no ocurre.


Estas son las connotaciones de la consagración religiosa que creo deben ser subrayadas a la hora de abordar el problema de la identidad.



1.2. Un amor que toca las raíces del ser


«En la mirada de Cristo... se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser» (VC 18). Ese amor que toca las raíces del ser es al que me quiero referir como al motor de una vida en plenitud a partir de la conciencia de nuestra identidad.


Teóricamente no tenemos duda de que el amor de Dios está en el origen de nuestra vocación. «No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). Y la consagración se entiende como un amor‑respuesta total y definitivo. Pero al contemplar nuestra realidad en lo que tiene de distorsionada, la pregunta existencial que, a mi modo de ver, engloba todas las restantes es ésta: ¿Dónde descansa de verdad nuestro corazón? ¿Por dónde se nos va el agua de nuestro torrente afectivo? ¿Cómo se explica el evidente desenfoque de la relación familiar o la variedad de sucedáneos consoladores o ese «pasotismo» ante tanta problemática social?


Sabemos que, hasta que las ciencias humanas se fueron introduciendo en la formación para la VR, la castidad era deficientemente tratada en los noviciados, pero ¿cómo explicar que treinta años después del Concilio la energía afectivo‑sexual de tantas hermanas y hermanos nuestros siga estando desajustada o bloqueada y por lo mismo originando problemas, no sólo en las relaciones personales sino en el fluir mismo de la propia existencia? Creo que hay demasiadas personas que, incluso sin salirse de las formas establecidas, andan carentes de ese brillo, de esa gozosa integración que sólo una vida en el amor puede dar.


Tal vez la insistencia en la oración personal ha pretendido ser una forma de favorecer la integración afectiva —y sin duda que tiene estrecha relación con ella— pero un ejercicio como la oración, cuando se encarece desde fuera como algo importante, cuando se considera como un deber que hay que cumplir, tiene el peligro de ser practicada de un modo rutinario y desconectado con la vida, o bien de ser abandonada por incompatibilidad con otros intereses. La persona necesita que se le ayude a afrontar la totalidad de su mundo afectivo y a descubrir la vida religiosa como una forma de vivir el amor, que el Padre ha dejado entender a algunos. Entonces la oración será un momento privilegiado de descanso afectivo y se buscarán esos espacios en los que se explicita y alimenta la relación con el Señor.


La castidad por el Reino de los cielos es el compromiso original de la VC y creo que ha sido poco «renovada» en el proceso posconciliar. La gente joven dice que la castidad sigue siendo tabú, que del descanso afectivo no se habla en las comunidades. ¿Somos personas centradas afectivamente en el Señor que integra toda nuestra energía afectiva? ¿Asumimos con gozo la pertenencia a la Familia de Dios que implica rupturas con la familia de origen (padres y hermanos) y la familia posible (la pareja y los hijos)? ¿Es la comunidad el lugar en el que la centralidad del Señor rehace la fraternidad, que a su vez sostiene y encauza la misma opción? ¿Derrochamos cordialidad entre los sin-amor de este mundo, «los eunucos que así nacieron y aquellos a los que los hombres hicieron»? Todo esto no es fácil que pueda darse si en la formación inicial y permanente y en el acompañamiento personal no prestamos atención al entramado antropológico que nos sostiene y al entorno social que nos reclama.


Creo pues que no se puede afrontar el tema de la identidad religiosa sin situar en el centro este amor del Señor que toca las raíces del ser y sin afrontar explícitamente las dificultades que una integración afectiva plantea. A partir de aquí, y sólo a partir de aquí, pode­mos entender los otros dos votos que caracterizan la consagración religiosa.


· La forma externa típica del voto de pobreza en la VR sabemos que es la comunidad de bienes para compartirlos con los sin‑bienes. Pero lo que está bajo la necesidad y apetencia de bienes, de cuya fascinación pretende este voto liberarnos, es la inseguridad y limitación propias de nuestro ser de criaturas. Por eso sólo cuando se descubre al Señor como tesoro somos capaces de dar ese salto confiado y abandonarnos como Jesús a la providencia de un Dios que es Madre y Padre, teniendo por basura todas las demás cosas. Sin esa experiencia de amor de una forma integradora que atraviese todos nuestros niveles personales, no será fácil elegir la vida pobre, compartir todo en comunidad, tener preferencia por los excluidos y caminar como Jesús por la vía del despojo y la humildad.


· Y lo mismo podemos decir del voto de obediencia. Sólo la pasión por el Reino, alimentada en la asidua contemplación de Jesús‑Hijo, nos puede llevar a asumir como mediación en la búsqueda de la voluntad de Dios a nuestra comunidad carismática y a las personas y estructuras con las que ésta funciona, renunciando libremente a la búsqueda del querer divino por cuenta propia. El discernimiento comunitario se nos hace a menudo imposible por esta falta de pasión por la voluntad de Dios en cada uno de los que emprendemos la búsqueda.


Resumiendo, creo que el servicio fundamental del gobierno carismático de la VR debe consistir en propiciar vías para que se reavive en las personas la identidad personal a partir de una renovada toma de conciencia de la consagración recibida y de¡ cultivo de la dimensión mística, bien integrada en nuestro ser de criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios‑Amor.


















COMUNICACIÓN




LA RELACIÓN CON LOS

MEDIOS DE COMUNICACIÓN3


La Iglesia desea dialogar


Rafael DEL OLMO


En tiempos del Vaticano II se habló mucho del diálogo. Luego Pablo VI dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam, a este tema. La constitución conciliar Gaudium et spes fue uno de los grandes intentos que ha hecho la Iglesia en este siglo para dialogar con el mundo. Del Concilio nació todo el posterior diálogo ecuménico y con las demás religiones no cristianas. Después vino el diálogo con los marxistas; más tarde se ha hecho famoso el diálogo del Card. Martini con el agnóstico Umberto Eco en la revista Liberal, al que se sumaron filósofos, periodistas y políticos.


Con motivo de la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, este año el Papa, en su mensaje, ha desafiado a los medios de comunicación social a entablar una amistad, una cooperación y un diálogo con la Iglesia. Algunos periódicos italianos, como Il Corriere della Sera, Il Giornale, y La Stampa han aceptado el reto, que consiste en que, a pesar de tener culturas distintas la Iglesia y los medios de comunicación, pueden aprender y ayudarse mutuamente, lo que mejoraría sin duda la calidad de ambas culturas en servicio de la verdad y de la comunicación entre los hombres. Así lo ha visto, por otra parte, la Rivista del cinematografo, italiana, que, con motivo del Gran Jubileo del 2000, ha abierto una serie de entrevistas dedicadas a la relación de algunos grandes del cine italiano con las cuestiones de fe, comenzando por Sofia Loren. También en Bolivia se ha iniciado este diálogo entre la Iglesia y la prensa, pues el obispo de Cochabamba, Mons. René Fernández, ha entablado diálogo con el director del periódico Gente con el fin de que replantee su política informativa y deje de publicar mujeres desnudas en la portada. El director del periódico espera llegar a un acuerdo.


No hay nada como dialogar, ser amigos, tratar de comprenderse para que las relaciones se mantengan firmes, a pesar de los fuertes contrastes existentes entre los puntos de vista de la Iglesia y de los medios de comunicación social.


La hora del diálogo


Hablando se entiende la gente, dice el refrán. Y sí el diálogo se practica en su dimensión dialógica —escuchar al otro intentando comprender sus razones y sus puntos de vista, aceptando lo que sea aceptable y exponiendo el propio punto de vista para que en lo posible sea también aceptado— puede llegarse muy lejos en el entendimiento y en la comprensión. Y es que dialogar es saber escuchar. Sólo se escucha si se tiene deseos de comprender y si se ama al que habla. Y dentro del diálogo, de la mano del mensaje de la Jornada, prefiero quedarme con el diálogo entre la cultura de la Iglesia y la cultura de los medios. Precisamente porque las características de cada cultura ‑la de la Iglesia y la de los medios son a veces diametralmente opuestas. Lo que no significa que sea imposible superar las dificultades y llegar a un entendimiento.


El recuerdo y la fugacidad


La Iglesia tiene una cultura del memorial, es decir, del recuerdo, de la tradición. No puede olvidar lo que le ha enseñado y dicho Jesucristo; por eso lo recuerda constantemente: «Haced esto en memoria mía». Este recuerdo la lleva a practicar el hábito de la reflexión, de la asimilación, de la valoración de las prioridades, a estar a la escucha del Espíritu, que le va dando a conocer toda la verdad.


En cambio, los medios de comunicación tienen una cultura de la fugacidad de la noticia. El periódico de ayer sólo sirve —ahora ni eso— para envolver el pescado o el bocadillo de hoy. Hay noticias que no duran ni una hora en la parrilla de la radio. Noticias que parecían importantes y que ocuparon todos los titulares de los medios, a los dos días dejaron de oírse sus ecos. Es una cultura de usar y tirar. Antes se intentaba que las películas —otro medio de comunicación social— durasen largamente en cartel; ahora sólo se busca que copen la audiencia en el primer fin de semana siguiente al estreno.


¿Cómo dialogar en estas circunstancias? La Iglesia, con su cultura de memorial y recuerdo, con su parsimonia reflexiva y su valoración de prioridades, puede ayudar a salvar la noticia del olvido que corroe la esperanza, mientras que los medios de comunicación, desde su fugacidad, pueden ayudar a la Iglesia a proclamar el Evangelio en su perenne actualidad, en la realidad de cada día, ajustándolo a la vida de las personas concretas de hoy.


La sabiduría y la información


La Iglesia tiene la cultura de la sabiduría, del peso que le dan los años, del paladeo de lo que verdaderamente satisface a la inteligencia, a la comprensión, al disfrute sereno y tranquilo de la belleza, mientras que los medios tienen la información a torrentes, la acumulación de los hechos, sin tiempo ni sosiego para valorarlos, para descubrir su sentido. ¿Cómo puede llevarse a cabo el diálogo en este aspecto? Aceptando los medios la sabiduría de la Iglesia para ordenar y valorar el torrente de información con criterios de verdad, de honradez, de bien común, y que le ayuden también a situar los hechos en su contexto, a ofrecer elementos para la comprensión de los demás.


Y la Iglesia, aceptando, por su parte, de los medios que la alerten sobre los nuevos conocimientos emergentes, para que no se duerma en sus dulces recuerdos, no se estanque en sus seguridades y esté siempre vigilante para descubrir la presencia del Señor en los signos de los tiempos.


Esto me parece que acaba de hacerlo el Papa al haber quitado a Dios, en este año del Padre, las respetables barbas con las que siempre le han representado los artistas y, sobre todo, al haberle atribuido, junto a sus dones paternales, algunas características que tradicionalmente se asocian al amor materno, como la ternura y la condescendencia. Al reclamar para Dios Padre una imagen de Dios consolador que reconforta a su pueblo y le acoge en su seno, ha dado una excelente lección de modernidad, fundiendo en el rostro de Dios los rasgos del padre y de la madre. Ha respondido, en definitiva, a un clamor que se venía oyendo en los medios de comunicación, sobre todo, desde ambientes feministas.


La alegría y la diversión


La cultura de la Iglesia es una cultura de la alegría. Esto parecerá chocante, pero es cierto. Jesús no fue un aguafiestas, sino, por el contrario, un vinofiestas. Ya su nacimiento se anunció como una gran alegría para todo el pueblo. El mismo convirtió el agua en vino para que la alegría siguiera en la fiesta de una boda; y en su Reino la fiesta, el banquete, los vinos generosos siempre están presentes. La alegría brota en la casa y en el corazón del Padre porque el hijo perdido ha sido hallado, y se valora la alegría de la mujer que da a luz un hombre al mundo. Es más: Jesús promete a sus amigos, a los que participan de su amor como él participa del amor del Padre, que su alegría será completa, llegará a la plenitud. Aunque no lo parezca, la Iglesia ha heredado de su Fundador una cultura de la alegría, pues desde el primer momento de verle resucitado, sus discípulos se llenaron de inmensa alegría. Por eso los cristianos, que somos personas de la resurrección, podemos ayudar a la gente a ver la vida, incluso la tragedia y el dolor, bajo la nueva luz que la resurrección de Cristo proyecta al mundo entero.


Por su parte, los medios de comunicación tienen una cultura del entretenimiento, de la distracción, de la diversión. Los medios —sus fines clásicos son: informar, formar y entretener— ponen su punto de evasión cada vez con más amplitud, en el deporte, los concursos, las teleseries y cuantos programas llevan el sello de la ficción y el marchamo de la evasión... Los medios, con su afán de entretener, pueden propiciar en las audiencias una fuga desalmada de la verdad y de la responsabilidad, de hacer que confundan lo virtual con lo real, de que crean que todo el monte es orégano.


¿Se puede dialogar desde estos campos? Sin duda, aunque parezca difícil. La Iglesia, por tener una cultura de la alegría, no deja de saber la verdad sobre el hombre, sobre Dios, sobre el mundo, que le ha revelado su Señor. Porque la sabe, se alegra y disfruta del amor que Dios tiene a todos los hombres. Un amor universal, que va más allá de las fronteras políticas, de las diversidades raciales, culturales y religiosas, de las opciones políticas o ideológicas, de la situación social. El amor auténtico está en el centro del comportamiento del creyente. Porque la sabe, el creyente asume la responsabilidad diaria de defenderla a todo trance, aunque suponga ir contracorriente. Esta seriedad —que no severidad— pueden aprenderla los medios en la defensa de la vida, de la dignidad humana, del bien común de todos los hombres y de todas las sociedades.


Por su parte, la Iglesia debe aprender de los medios a comunicar su mensaje de forma no aburrida y tediosa, sino atractiva y que deleite, con el lenguaje ágil y la frescura juvenil de los medios. Que aprenda el estilo del relato —¡oh, las maravillosas parábolas de Jesús!— contando cuentos, historias y narraciones, bien contadas y con buena calidad profesional, tratando de resolver, por ejemplo, con amor, sagacidad, misericordia, creatividad y perdón, los inevitables conflictos que acompañan la vida de los espectadores de hoy. Son necesarias la audacia y la creatividad para reflejar la realidad sobrenatural, no acudiendo a intervenciones milagrosas, sino presentando personas y familias de fe; el papel de esta en las decisiones del hombre y en la actividad humana; la oración como apertura cotidiana a la providencia de Dios y mil aspectos más de la vida del hombre y de la sociedad de hoy.


Los comunicadores católicos


La nueva cultura que surge en la era de la comunicación tiene que ser una cultura capaz de competir con las grandes culturas del pasado, una cultura que sea actual sin superficialidad, que sea rica en información significativa y no desintegrada, y que tenga un entretenimiento creativo y una decantada sabiduría. Cultura a la que han de hacer sus aportaciones tanto la Iglesia como los medios de comunicación, además de otras instituciones políticas, religiosas, económicas y sociales.


Los comunicadores católicos deberían ser la síntesis de este triple diálogo entre la Iglesia y los medios de comunicación. Por ser católicos, son Iglesia; por ser profesionales, están inmersos en la cultura de los medios.


Son ellos, pues, quienes deben presentar las noticias unidas al recuerdo, la información sazonada con la sabiduría, el entretenimiento revestido de la alegría. Porque en ellos —en los comunicadores católicos— se deben unir la cultura memorial, sabia y alegre de la Iglesia con la cultura de la fugacidad, de la información y del entretenimiento de los medios, haciendo, eso sí, que su labor redunde siempre en beneficio de la humanidad, y no en su propio interés. Claro que para ello los periodistas y comunicadores han de tener no sólo una buena formación profesional, sino también mora ética, filosófica y teológica. Los comunicadores católicos deben ser protagonistas de la esperanza, defensores de la dignidad del hombre y constructores de un mundo nuevo y de una nueva humanidad, pero deben buscar menos protagonismo y más espíritu de servicio a la verdad y al hombre, sin caer en la tentación del éxito inmediato ni dejarse llevar del sensacionalismo fácil.


Cada periodista católico puede y deber ser un creador y un comunicador de sabiduría, así como debe serlo cada director de cine, presentador, todos cuantos actúan en el vasto mundo de los medios de comunicación. Pero no se hace auténtica sabiduría y, por tanto, cultura, considerando a los periódicos, a la radio y a la televisión como meros instrumentos de masificación —mass media—, sino viéndolos como medios para poner en comunicación a las personas entre sí. Tampoco se hace cultura, difundiendo una información a menudo voluntariamente falseada o invitando a un entretenimiento destructor de los valores de la persona. Los males de la comunicación social empiezan en la mala información, a veces voluntariamente falseada y manipulada. No se produce sabiduría a partir de una información voluntariamente errónea. Cuando la información es verdadera, sincera y contrastada, se convierte en creadora de sabiduría.


Los comunicadores católicos deberían formar como una red de pioneros cuya encomienda podría ser la de hacer presente a Cristo y su evangelio en el campo de los medios de comunicación socia en el primer areópago moderno, es decir, evangelizar la cultura de los medios, y esto, por su doble condición de cristianos y de profesionales de los medios. Y han de hacerlo con el coraje necesario para recordar a la sociedad y a sus dirigentes la ética como norma de conducta, los valores de la cultura de la vida, las exigencias de la solidaridad, sobre todo, la reconciliación, que puede considerarse como la globalización cristiana, ya que es la universalización de la solidaridad Todo ello son exigencias que nacen de la civilización del amor cuya construcción debería ser el empeño primordial de todo comunicador, sobre todo, del comunicador católico.







El anaquel





1 Unidad didáctica 4: Tratamiento del estrés

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