Mandados a anunciar a los pobres


Mandados a anunciar a los pobres



la Buena Nueva1


1. Nuestra pobreza: Libertad y desprendimiento – Invertir en la Comunidad – Signo de la misión salesiana – Trabajo y templanza – Administrar con sabiduría. 2. Los desafíos actuales: El mundo dividido – El dinero – Complejidad administrativa – gestión individual. 3. Los iconos de la pobreza salesiana: El discípulo: el que sigue a Jesús. – Una Buena Nueva para los pobres – Los primeros cristianos – La pobreza de Don Bosco. 4. Algunas indicaciones para el hoy – Atenta responsabilidad – Finalidad apostólica de los bienes – Solidaridad – Educar para el uso de los bienes – Amar a los pobres en Cristo. Conclusión.

Roma, 25 de marzo de 1999

1 Anunciación del Señor

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Queridos hermanos:

Llegue a cada uno de vosotros mi felicitación pascual: el Señor os colme de la alegría y de la energía de su Resurrección.

En el mes de febrero hemos comenzado las visitas de conjunto que caracterizarán este último año del milenio. En Nairobi se reunieron los Superiores y los Consejos de las circunscripciones anglófonas de África, para examinar el cumplimiento contextualizado del CG24 y también el camino de evangelización que nuestras comunidades están recorriendo.

Ésta y las trece sucesivas visitas de conjunto se hacen después de que el Rector Mayor con el Consejo General ha podido conocer suficientemente el esfuerzo sistemático que las Inspectorías han llevado a cabo en sus CI, para hacer realidad el modelo pastoral ya conocido y aceptado como el que mejor responde a la situación eclesial y al estado de nuestras fuerzas.

En cada una de estas revisiones reaparece la convicción expresada por el CG24: “La profesión de los consejos evangélicos, además de ser expresión del seguimiento de Cristo, lleva una carga pedagógica de crecimiento humano y es paradigma de nueva humanidad”2.

Me ha parecido oportuno continuar la reflexión sobre los consejos, proponiéndoos, después de la de la castidad, otra en relación con nuestra pobreza. Me mueve a hacerlo también la programación del sexenio, en la que nos hemos fijado: “promover el testimonio de consagración y de comunión de las comunidades” y “hacer resurgir y testimoniar en la vida diaria el valor educativo de la vida consagrada religiosa”3.

Mientras iba madurando los puntos que quería ofreceros, me preguntaba sobre qué objetivos principales debería recaer la reflexión y qué exigencias subrayar, en vista del momento que todos vivimos y de la diversidad de contextos en que trabajan las Inspectorías. He llegado a la conclusión de que las finalidades de esta carta podían ser: despertar la atención sobre este aspecto de nuestra vida consagrada, alrededor del cual se mueven hoy muchas sensibilidades eclesiales y seculares, y están en juego el testimonio y la fecundidad vocacional; recordar los rasgos principales de la pobreza en conformidad con nuestro carisma; invitar a un discernimiento frente a las novedades que se van dando en las costumbres y en nuestra praxis; y, por último, ofrecer algunas indicaciones para responder a los nuevos desafíos.

Me imagino que en las comunidades haréis una lectura creativa del texto, dejándoos estimular por él, para una profundización de la vida diaria y para asumir generosamente las exigencias evangélicas.



1.1 Nuestra pobreza

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La pobreza tiene relación con las cosas y con el dinero. Y en igual medida con el corazón y con el espíritu. En ella, nuestra relación con Dios y con los hermanos pasa a través del nexo que establecemos con los bienes, materiales y espirituales: el uso, las preferencias, la ordenación de lo que nos pertenece o consideramos nuestro.

Nada de extraño que en un proyecto de vida, vivido y largamente meditado, como el que nos ofrecen nuestras Constituciones, se encuentren, junto a inspiraciones evangélicas estimulantes, algunas indicaciones precisas sobre el modo de practicar la pobreza, según cuanto hemos aprendido de Don Bosco.

Cada una de tales indicaciones y su conjunto son indispensables para pensar en nuevas expresiones de nuestra pobreza en el contexto actual.

Efectivamente, no sólo relacionan la pobreza con una tradición espiritual que se ha desarrollado en el tiempo, sino que la colocan también armónicamente en la unidad vital del carisma.

Fundamento de nuestro compromiso de pobreza es el seguimiento y la conformación con Cristo, Buen Pastor. Horizontes para determinar sus expresiones diarias son la misión y la comunidad. A estos puntos referenciales conducen las inspiraciones evangélicas, se refieren las actitudes interiores sugeridas y apuntan las orientaciones prácticas.


Libertad y desprendimiento


Desprendimiento del corazón4 vivido en la vida de cada día5, liberación de la preocupación y del afán6, nos dicen las Constituciones: en el encuentro con Jesús y en su persona hemos descubierto bienes infinitamente superiores a los temporales, que también tienen su valor. Tal es el sentido primero de nuestra pobreza. Ésta resulta ser un negocio ventajoso para nosotros, como la venta de las propias cosas para adquirir un tesoro deseado7, en el sentido en que se expresa San Pablo: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”8.

No tengáis la impresión de que esté proponiéndoos una meditación espiritual, que sólo en un segundo momento comporte criterios prácticos de evaluación y de conducta. Al contrario, es la decisión primera, capaz de dar una dirección a toda la experiencia personal: la intuición, la iluminación, el deseo, la apetencia de los bienes a que se siente llamado el corazón humano y la convicción de poder encontrarlos en Cristo: “Por Él lo perdí todo con tal de ganar a Cristo... para conocerlo a Él, y la fuerza de su resurrección”9.

El desprendimiento, puesto que los bienes temporales están por debajo de nuestro deseo y hemos descubierto otros superiores, se aplica a los afectos, a la salud, a la libertad individual, al poder, a la propia preparación cultural, a la suficiencia de nuestra inteligencia, a los medios materiales, a nuestra voluntad y a nuestras decisiones. En ese sentido, la pobreza converge y viene a fundirse con la obediencia, como necesidad de mediaciones para conocer la voluntad de Dios; y con la castidad, como necesidad de un amor en la medida de nuestro vacío.

“Para practicar la pobreza hay que llevarla en el corazón”10, decía Don Bosco. Muchas actitudes externas discordantes con la profesión de pobreza son manifestaciones de falta de libertad interior, de ausencia de un código para evaluar la calidad de los bienes, de anclajes sin garantías, incluso desde el punto de vista humano. Comprendemos por qué el “pobre” en la Escritura representa no sólo a quien se limita en el uso de los bienes materiales, sino a quien ha entrado en el misterio de la existencia humana, necesitada de lo infinito de Dios. Ésta es una perspectiva que no se puede descuidar en el tiempo de formación. Hay que ponderar la calidad del corazón, por los “tesoros” a los que se aferra11.


Invertir en la comunidad.


“Ponemos en común los bienes materiales: los frutos de nuestro trabajo, los regalos recibidos y lo que percibimos por jubilación, subvención y seguro. Aportamos también nuestros talentos, energías y experiencias. En la comunidad, el bien de cada uno es bien de todos”12.

El desprendimiento es condición para una inversión fructífera. Más que renunciar a los bienes, los confiamos al dinamismo multiplicador de la comunión.

Es una comunión en sentido pleno, que mira en primer lugar a los bienes que hay que compartir. La enunciación que hace el artículo citado de las Constituciones es amplia; y, sin embargo, es sólo una serie de ejemplos de cuanto la persona puede poner a disposición de los demás.

El alcance sin límites de la comunión se refiere también a los sujetos: comprende a todos los hombres. La pobreza se hace visible en el amor personal a cada uno y a todos los hermanos de la comunidad religiosa, hasta el punto de que las dos realidades resultan inseparables e interdependientes. San Francisco de Sales lo dice de forma directa y simple: “Ser pobre significa vivir en comunidad”13. Dar y recibir, bajo el signo de la gratuidad y de la gratitud, compartir plenamente dones y recursos materiales, intelectuales y espirituales constituye su práctica cotidiana.

La comunión se extiende más allá de la comunidad religiosa inmediata y llega a las “necesidades de toda la Congregación, de la Iglesia y del mundo”14.

Semejante actitud se convierte en criterio para la destinación de los bienes que la Providencia pone a nuestra disposición. No consideramos que hemos satisfecho el compromiso de pobreza cuando, disponiendo de recursos, hemos atendido a nuestras necesidades internas. La pobreza nos mueve “a ser solidarios con los pobres y a amarlos en Cristo”15. En ellos vemos la imagen de Cristo, que se insertó, con la Encarnación, en el tejido de la condición humana marcada por el sufrimiento, por la privación y por la miseria. En ellos, pues, esperamos la gracia de la presencia y del encuentro con el Señor.

La solidaridad con los pobres engendra la actitud del compartir: presencia física ante todo, donde pobreza significa degradación, insuficiencia de condiciones esenciales, carencias educativas, ausencia de perspectivas. Y, con la presencia, compartir también las condiciones de vida; participación en el esfuerzo por salir de semejantes situaciones.

Una mirada global a la Congregación nos conforta, al comprobar que, en todos los continentes, los Salesianos se mueven con valor y determinación hacia los contextos marcados por la miseria y tratan de entrar en comunión con los pobres.


Signo de la misión salesiana


La presencia entre los pobres y el compartir los bienes con ellos son ya un testimonio de pobreza evangélica. Pero nuestra pobreza tiende a expresarse en un servicio concreto. Ponemos en acto estrategias e iniciativas para evangelizar y ayudar a las personas, especialmente a los jóvenes, a superar las condiciones de indigencia, sean éstas económicas, afectivas o espirituales.

En la figura carismática de Don Bosco descubrimos que la profesión de pobreza, además de ser condición para vivir auténticamente en comunidades evangélicas, es un criterio y una modalidad privilegiada para realizar plenamente nuestra misión.

El “desprendimiento del corazón”16 está ordenado al “servicio generoso a los hermanos”17; la renuncia a todo bien terreno18 asegura que “participamos con espíritu emprendedor en la misión de la Iglesia y en su esfuerzo por la justicia y la paz, sobre todo educando a los necesitados”19.

Se trata, como se ve, de dos elementos estrechamente unidos: todos los recursos de que disponemos, materiales y espirituales, personales y comunitarios, están destinados generosamente a realizar el mandato de llegar al mayor número posible de jóvenes y hacerlos conscientes de su condición de hijos de Dios en Cristo.

Nos comprometemos, pues, en múltiples frentes, siempre con intención educativa, a dar vida a proyectos de promoción humana, para los que utilizamos estructuras adecuadas, y aceptamos y buscamos intencionadamente medios, apoyo y dinero. El espíritu emprendedor de Don Bosco en ese sentido ha pasado a sus hijos. También hoy pedimos ayudas orientando hacia la caridad a los que tienen posibilidad de darlas; agrupamos a multitud de bienhechores para socorrer a quien está en necesidad; extendemos la mano para los pobres. Esto suscita consensos, muchas veces colaboraciones inesperadas y, a veces, alguna crítica o estereotipo no siempre benévolo.

La caridad pastoral de Don Bosco nos apremia para pedir y para agradecer con reconocimiento, conscientes de “que no es nuestro lo que tenemos, sino de los pobres”20. Su testimonio transparente de pobreza personal va siempre unido a su determinación, llevada hasta la temeridad, de servir a la juventud, principalmente la juventud pobre, con los instrumentos más actualizados y eficaces.

Nuestra pobreza, asumida por el Reino, condición para la misión, tiene, lo esperamos, una incidencia social inherente a la función educativa. Formando a los jóvenes y actuando en el contexto, intentamos trabajar por una sociedad que tenga más en cuenta el bien común, respete el valor de toda persona, se construya sobre criterios de justicia y de equidad y se preocupe de los que son débiles o necesitados.

Este propósito determina la elección de los lugares, de los contenidos y de las formas de la educación y orienta el empleo de los capitales y de los medios según los diversos contextos socioculturales.


Trabajo y templanza


Cuanto hemos intentado esclarecer, nos lleva a vivir la pobreza cotidiana a través del trabajo inteligente y asiduo, sostenido y hecho posible por la templanza. “En la laboriosidad de cada día, nos asociamos a los pobres que viven de su propio esfuerzo y testimoniamos el valor humano y cristiano del trabajo”21.

La correlación entre pobreza y trabajo hay que buscarla en la espiritualidad de la acción apostólica, entendida como un “trabajar” incansablemente por el Reino. Don Bosco la vivió generosamente en la fe. Todo salesiano está, pues, invitado a desarrollar y hacer fructificar los propios talentos, a emplear rigurosamente el tiempo y a vivir del propio trabajo.

Así, “ganándonos el pan”, compartimos la suerte de quien sólo puede contar con su propio trabajo para vivir y mantener a sus seres queridos y expresamos el valor social de nuestra pobreza. Además, la estima del trabajo como expresión de la capacidad del hombre y como instrumento privilegiado de realización humana, no exclusivamente finalizado a la ganancia, se hace testimonio y mensaje educativo.

La relevancia que el trabajo tiene en nuestra fisonomía espiritual se deduce fácilmente de un conjunto de hechos, reales y simbólicos: las raíces campesinas y las primeras experiencias de Don Bosco, los protagonistas y el tono de la vida en los orígenes, el ceto obrero a la que dedicamos nuestras atenciones preferenciales.

El trabajo es el contenido principal de la formación de los jóvenes en las escuelas profesionales y técnicas; es la característica, no exclusiva, pero sí emergente del hermano coadjutor; es nuestra forma de inserirnos en la sociedad y en la cultura. Marca el rasgo fundamental del salesiano: el salesiano es un trabajador. Don Cagliero decía con una expresión fuerte: “El que no trabaja no es salesiano”22.

Dos datos pueden servir de síntesis: la colocación del trabajo en el lema de la Congregación, y las recomendaciones de Don Bosco recordadas por Mons. Cagliero el cual subrayó que, en el mes de diciembre de 1887, Don Bosco “por dos veces recomendó para los Salesianos el trabajo, repitiendo: ¡trabajo, trabajo!”23.

Algunas aclaraciones no son superfluas. Para Don Bosco, el trabajo no es cualquier actividad, aunque sea fatigosa, sino que es la entrega a la misión con todas las capacidades y a tiempo pleno. No comprende sólo el trabajo manual, sino también el intelectual y apostólico. Trabaja quien escribe, quien confiesa, quien estudia, quien pone en orden la casa: se trata de trabajar por las almas.

Nuestro trabajo se caracteriza por la obediencia, por la caridad pastoral, por la recta intención y por el sentido comunitario. No es, pues, mero movimiento, sino finalidad, elección, prudente ordenación de las acciones. Es preciso añadir que en la palabra “trabajo” hay una referencia a la manualidad y a la práctica. El Salesiano aprende a trabajar con las manos y se encuentra a gusto también haciendo trabajos “humildes”, domésticos, materiales.

La caridad pastoral, que orienta el trabajo, puede manifestarse en impulsos espontáneos y generosos. Pero más común es que se deba comprometer por mucho tiempo en una obra paciente y cotidiana, para hacer crecer a las personas y animar la comunidad. Más que una simple actitud de bondad, o algún gesto de simpatía, es una praxis: una forma constante de obrar con competencia en un ámbito, semejante a la praxis política, social o médica. Todas éstas comportan una acción coherente, constante, pensada, cuidadosamente programada y mejorada. Y éste es el trabajo que acaba por modelar la fisonomía espiritual de la persona.

Así, pues, trabajo quiere decir adquirir y desarrollar la preparación profesional específica, que la caridad pastoral exige, por la cual aprendemos y nos perfeccionamos en el motivar, instruir, animar y santificar. Nos hacemos capaces de comprender una situación, y de elaborar y realizar un proyecto que responda a las urgencias, teniendo en cuenta los imponderables que se dan siempre en el trabajo pastoral.

El trabajo comprende el esfuerzo de creatividad educativa: la actitud mental y práctica, que lleva a encontrar soluciones originales a problemas y situaciones nuevos. Don Bosco concibió un proyecto para los muchachos de la calle, mientras las parroquias continuaban con el catecismo “regular”. Enseguida, cuando se dio cuenta de que los muchachos no estaban preparados para el trabajo ni protegidos en él, pensó en una solución “pequeña” y “casera” que luego creció: los contratos, los laboratorios, las escuelas profesionales. Y así para otras necesidades, como la casa, la instrucción. Ésta es la imagen de Don Bosco “en el trabajo”.

El trabajo va unido a la templanza. De hecho, el trabajo no es agitación sino profesionalidad, dedicación, ordenación sin pérdida de tiempo ni de energía hacia los objetivos de la misión. Tal exigencia ha de ir conjugada con un estilo de vida, que se caracteriza por su sobriedad y entrega, me atrevería a decir por la austeridad. Los dos aspectos son complementarios y nos sugieren estar atentos para fusionarlos conforme a la gracia de unidad.

La templanza va unida a la dimensión penitencial, que es esencial para la madurez cristiana. Sin ella, es imposible, tanto el principio como el progresivo camino de conversión: ésta consiste en asumir una cosa y dejar muchas otras, optar y cortar, destruir cosas o hábitos viejos o inútiles y dejarse reconstruir.

Cada Instituto tiene una tradición ascética coherente con el propio estilo espiritual. En el nuestro, la fórmula que la resume es coetera tolle: deja lo demás, ordena lo demás al objetivo primario, es decir, al da mihi animas, a la posibilidad de vivir interiormente y expresar el amor a los jóvenes, sacándolos de las situaciones que les impiden vivir. Y es precisamente el coetera tolle lo que tiene su expresión cotidiana en la templanza salesiana.

Digo salesiana, porque en nuestra historia y en nuestros textos se ha cargado de algunas referencias muy características.

La templanza es la virtud cardinal que modera los impulsos, las palabras y los actos, según la razón y las exigencias de la vida cristiana. Alrededor de ella se mueven la continencia, la humildad, la sobriedad, la sencillez, la austeridad. En el sistema preventivo las mismas realidades se encuentran incluidas en la “razón”. Sus manifestaciones en la vida cotidiana son: el equilibrio, es decir, la mesura en todo, una conveniente disciplina, la capacidad de colaborar, la calma interior y exterior, una relación con todos, pero especialmente con los jóvenes, serena y digna.

Templanza es el “estado atlético” desde el punto de vista espiritual y apostólico, dispuesto a cualquier solicitación en favor de los jóvenes; es hacerse y mantenerse libres de ataduras demasiado condicionantes, del peso de los gustos y de las exigencias personales que crean dependencias: “Un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita”24.

La templanza se aplica al trabajo: es el orden por el cual las acciones tienen una motivación en las finalidades y una priorización; se dominan y se equilibran tanto las ambiciones personales como las ambiciones “apostólicas”; se exige de los demás lo justo y no lo que es excesivo, o que sólo serviría para nuestra comodidad; se hace de modo que el trabajo no elimine la oración, ni las relaciones fraternas. Se debe ser temperantes en el movimiento, en las salidas, en la búsqueda del dinero, en el querer acabar una cosa para comenzar otra; en el dominio sobre el propio hacer, para que no acabe por someternos como en un engranaje.

La templanza se aplica también a la vida fraterna: sin ella no es posible mantener una buena relación comunitaria25. El amor fraterno supone el dominio de sí, esfuerzo de atención, control de sentimientos espontáneos, superación de conflictos, comprensión de los sufrimientos de los demás: es todo un ejercicio para salir de sí mismos y cambiar la propia orientación. En nosotros, se requiere también el empeño de demostrarlo de forma comprensible: un afecto que sabe provocar correspondencia por el bien del otro.

La templanza, en fin, se aplica al estilo de vida personal: relaciones proporcionadas a la misión; posesión y uso de los bienes de consumo (vehículos, ajuar, aparatos); tiempo de distensión y vacaciones; interioridad vigilada y purificada.

Todo esto puede parecer demasiado ordinario, como dimensión ascética y como práctica de la pobreza evangélica, casi alegre frente a la seriedad de la llamada a la radicalidad. Don Bosco ha expresado esta aparente contradicción con el sueño de la pérgola de rosas, que el CG24 ha querido recordarnos26, precisamente como conclusión de la propuesta de nuestro actual compromiso de animación y espiritualidad. Los/as Salesianos/as caminan sobre pétalos. Todos los suponen “felices”. Y, en efecto, lo son. Punzados por las espinas, no pierden su alegría. También esto es templanza: la sencillez, la buena cara, el no hacer escenas. Responde al consejo evangélico: cuando ayunéis, no mostréis un aire melancólico, sino perfumaos la cabeza y lavaos la cara27.

Este estilo de vida, hecho de trabajo y templanza, afecta a la comunidad misma, como lo indica el art. 77 de las Constituciones: “Cada comunidad, atenta a las condiciones del ambiente donde vive, da testimonio de su pobreza viviendo sencilla y frugalmente en una residencia modesta... Las estructuras materiales inspírense en criterios de sencillez y funcionalidad”28.

El punto delicado de las estructuras sigue dos criterios correlativos: el del servicio generoso a los jóvenes más necesitados y el de la sencillez. La atención constante para conjugar estos dos criterios, con un equilibrado discernimiento en las sedes oportunas, consiente a las comunidades ser libres de estrecheces mentales por lo que respecta a los proyectos, y al mismo tiempo creíbles al testimoniar los valores evangélicos que están en la base de la vida consagrada y de la evangelización misma.

Pero recordemos que la credibilidad de la comunidad va unida al testimonio de cada hermano. La asunción personal de la pobreza, prometida solemnemente con voto, no puede por menos de explicitarse con un tenor de vida, que se refiere a ámbitos y actitudes concretos; como, por ejemplo, la comida, los instrumentos de trabajo, los muebles, las vacaciones, los medios de transporte. El someterse al discernimiento de la comunidad, aún a través de la dependencia de un superior, forma parte de la opción evangélica, impide una práctica de la pobreza trazada con criterios individuales, y protege del refugiarse en seguridades y garantías ofrecidas por la institución.

El programa para cada hermano está indicado con estas palabras: “Todo salesiano practica su pobreza con la sobriedad en las comidas y bebidas, con la sencillez en el vestir y con el uso moderado de las vacaciones y los esparcimientos. Acondiciona con sencillez su habitación, y evita convertirla en refugio que lo tenga alejado de la comunidad y de los jóvenes. Está atento para no contraer ningún hábito contrario al espíritu de pobreza...”29.


Administrar con sabiduría


Por las características arriba indicadas, nuestra pobreza incluye la buena administración de los bienes: precisa, previsora, prudente en el disponer, transparente y comunitariamente corresponsable. La praxis salesiana tiende a garantizar una gestión cuidadosa que, al mismo tiempo, sea un testimonio comprensible para nuestros contemporáneos.

La unidad de gobierno, la finalidad apostólica y la solidaridad entre los hermanos, las casas, las Inspectorías y la Congregación, son los principios que presiden nuestra economía y la consiguiente administración de los bienes.

La función de la economía es instrumental, subordinada a las finalidades de nuestra consagración. Pero está regulada por leyes e instrumentos específicos, que no pueden descuidarse sin daño para las mismas finalidades apostólicas. Por eso, han entrado en la normativa de la Iglesia y de los Institutos de vida consagrada.

Sin entrar en detalles técnicos, que requieren un tratado propio, subrayo que la transparencia administrativa a través de una cuidadosa rendición de cuentas de los gastos, una fraterna y confiada referencia a quien tiene la responsabilidad de la administración, y la petición de las autorizaciones previstas por las Constituciones y los Reglamentos forman parte del espíritu de pobreza.


1.2 2. Los retos actuales

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Si confrontamos el cuadro ahora presentado, con las tendencias de las costumbres en que estamos hoy sumergidos, advertimos una especie de ruptura y, en consecuencia, sentimos la urgencia de examinar nuestra vida cotidiana y nuestro testimonio de pobreza.

El mundo está marcado y dividido por la posesión de los bienes. La opulencia de una restringida porción del globo se contrapone a una mayoría de pueblos y de personas, que viven en la indigencia y en la miseria. Se procede a diversas velocidades en el camino del desarrollo. La distancia se va ampliando y no se vislumbra una mejoría basada en principios que regulan la economía. Más aún, algunas naciones, después de un efímero período de relativo bienestar, parece que han decaído en situaciones de invencible y desesperada indigencia, sobrecargadas por deudas enormes en su relación con los países ricos.

Las sociedades en situación de bienestar tienden a crear nuevas necesidades y pueden engendrar también en nosotros una mentalidad consumista, desequilibrada en el campo de las comodidades, y de un nivel de vida burguesa y bien acomodada. Tal mentalidad puede llegar a ser un peligroso conformismo, que gradualmente vacía el voto de pobreza de su valor espiritual, de su visibilidad social y de su impacto profético.

Aún en los contextos más pobres, a nosotros, Salesianos, no nos falta una casa, los medios de subsistencia y los instrumentos para realizar debidamente nuestra misión. Además de dar gracias a la Providencia, se impone un valiente discernimiento, para encontrar formas adecuadas de testimonio, de participación y de servicio. Efectivamente, una excesiva disponibilidad de medios y de estructuras, aparte de estar en contraste con los valores evangélicos, puede situarnos en un nivel de vida bastante más cómodo respecto de la situación socioeconómica del contexto en el que estamos insertos y del tenor de vida de nuestros destinatarios.


Otro elemento que va influyendo en nuestra vida es la importancia del valor económico en la mentalidad colectiva e individual y, simultáneamente, la importancia del dinero en el sistema económico y social. El trabajo pierde valor como rasgo de identidad, como fuente de sustento y como signo de dignidad personal. Lo ha hecho notar con frecuencia Juan Pablo II en sus cartas sociales. El dinero se vuelve cada vez más determinante para emprender, realizar y conservar. A su vez, se convierte en la fuente principal de ganancia y de riqueza. Se habla de una “financiación” no sólo de la economía, sino del pensamiento y del lenguaje.

La mayor abundancia y circulación de dinero en los países ricos ha consentido una ágil y creciente solidaridad por parte de individuos, grupos, instituciones políticas y organizaciones humanitarias. Se manifiesta muchas veces y de forma generalizada en favor de situaciones dramáticas, como el hambre, las epidemias, los prófugos. A través de la universal simpatía hacia la figura de Don Bosco y la vivacidad de muchas presencias salesianas en medio de los jóvenes y de la gente, la Providencia hace llegar los medios necesarios para nuestra misión en los diversos continentes. Es conmovedor comprobar cuántos bienhechores siguen con amor y con ofertas tangibles las obras salesianas en el mundo, las nuevas fronteras juveniles y el gran impulso misionero de los últimos decenios. Muchas de las ofertas provienen de gente sencilla, no siempre acomodada, que regularmente, y a veces también con sacrificio, da generosamente su propia aportación para animarnos y sostenernos.


Debe resaltarse la complejidad que acompaña la gestión y el sostenimiento económico de nuestras obras. Las estructuras en que trabajamos y que muchas veces hemos construido con nuestro trabajo, con ayudas de personas generosas y de instituciones humanitarias, tienen elevados costos de administración y de mantenimiento, y gravámenes no pequeños en relación con las administraciones regionales o estatales. Muchas de nuestras actividades educativas tienen a veces una apariencia comercial y, como tales, están obligadas a los impuestos fiscales de las diversas legislaciones. La presencia cada vez más consistente de seglares, en los diversos niveles, requiere por nuestra parte en relación con ellos una justa retribución, ordinariamente regulada por contratos, según normativas muy precisas y vinculantes.

Todos estos aspectos, además de complicar notablemente el papel de los directos responsables y de obligar frecuentemente a consultas estables y cualificadas, requieren por nuestra parte poder disponer de grandes cantidades de dinero, sin las cuales nos encontraríamos impedidos para realizar nuestra misma misión.

Añadamos a todo esto la tendencia actual hacia una gestión autónoma de la propia vida, que lleva a formas individualistas en la organización de la propia vida.

En un contexto de abundancia y de individualismo se apela, cada vez más, al respeto debido a la persona, al espacio de responsabilidad que se debe reconocer a cada uno. Tal apelación no es sin razón o necesariamente negativa. Si desembocase en poder disponer indiscriminadamente de confort personal, de instrumentos de trabajo y de dinero, sin un discernimiento atento, se deterioraría la carga carismática de nuestra consagración y se debilitaría la incidencia de nuestra misión entre los jóvenes.

Es justo preguntarse: ¿cómo conciliar todo esto con las exigencias del voto de pobreza, como el no disponer de fondos propios, el depender del juicio de otros para nuestras múltiples necesidades personales y para las necesidades del trabajo y de la misión? ¿Cómo, por otra parte, evitar el riesgo de profesar públicamente la pobreza evangélica según el carisma salesiano, y luego en práctica, con opciones conscientes y actitudes tomadas, interpretar de forma individual el contenido de un voto de objetivo significado comunitario?



3. Los iconos de la pobreza salesiana


Muchos son los caminos a través de los cuales la Biblia, desde el Antiguo Testamento, hace depender la experiencia de Dios y la felicidad humana, de una actitud realista, respetuosa de la verdad hacia uno mismo y hacia los bienes. Tal actitud está personificada en los “pobres” de Yahvéh.

Nuestras Constituciones han seleccionado tres imágenes para iluminar el significado inagotable de la pobreza evangélica y orientarnos hacia nuevas expresiones.


El discípulo: el que sigue a Jesús


Al joven que le pregunta sobre la vida eterna, Jesús responde: “Va, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; y luego vente conmigo”30.

El relato, colocado como cabecera inspiradora del texto constitucional, desarrolla temáticas que interesan particularmente hoy: el carácter paradójico de la pobreza religiosa, la necesidad de un don del Espíritu para asumirla, la felicidad de quien se embarca en ella, la posibilidad de vivirla, probada por la experiencia de los que se han entregado a Jesús.

La sucesión apremiante de los verbos da idea de la urgencia con que hay que tomar la decisión y de lo que está en juego: la plenitud de la vida (“si quieres ser perfecto”); la relación liberadora o esclavizante con los bienes materiales (“vende lo que tienes”); el espacio que el amor ocupará en la existencia (“da el dinero a los pobres”); los bienes auténticos que se deben buscar (“tendrás un tesoro”); la posibilidad de compartir la vida con Jesús (“vente conmigo”).

“Va...” y “vente”, al comienzo y al final del consejo, expresan el camino desde el estar centrado en las propias cosas, desde el encerrarse a sí mismo como enjaulado y lejano, hasta la intimidad con Cristo que comporta el seguirlo.

A la escena del joven que no acoge la invitación, el art. 72 de las Constituciones contrapone la imagen de los Apóstoles que declaran: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”31, y se ponen al servicio del Evangelio. Nosotros nos identificamos con ellos, y en su gesto encontramos ejemplo e inspiración.

El seguimiento, al que somos invitados, no es sólo adhesión moral a las enseñanzas de Jesús y participación activa en sus empresas, sino inserción en su misterio, en su total entrega al Padre y a los hermanos, en su muerte y resurrección.

La pobreza radical de Jesús consiste en hacerse hombre limitado y real, como cada uno de nosotros, pero abierto a la divinidad y repleto de ella. Él no se apega a su prerrogativa divina, sino que asume la condición humana de debilidad y de muerte, para encontrar su sentido al ponerse confiadamente en las manos del Padre. En cuanto hombre, no impone su identidad superior; para muchos, Él es simplemente el hijo de María, del carpintero, vive como un “rabí” itinerante, sin morada estable, con frecuencia en situaciones de precariedad y privado de las seguridades humanas que se derivan de la riqueza, del “status” y del poder.

Por la pobreza, los consagrados hacen esta primera y principal experiencia: contemplan con una luz especial la “pobreza” de Cristo, se sienten atraídos por ella, la comparten y se van formando según ella: según la pobreza del Siervo de Yahvéh, que se confía al Padre en todo y encuentra en Él su felicidad y su realización.

Viven, pues, en Jesús el vaciamiento de sí para llenarse de Dios; para sentirse felices en el recibir y en el dar. De este modo, son introducidos en el misterio trinitario, como subraya Vita Consecrata: “La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que ‘siendo rico se hizo pobre’ (2 Cor 8, 9), es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora”32.

El vaciarse de todo lo que engañosamente crea la convicción de poderse realizar por sí mismo, de ser autosuficiente para alcanzar la propia plenitud; el sentirse satisfecho en el depender de Dios y de los hermanos para la propia felicidad y realización, lleva consigo el “ser humilde” en el sentido cantado por María: es decir, aceptar la verdad de nuestro ser, de nuestra condición de criaturas: hechos por Otro, hechos para Otro, conscientes de nuestras carencias, de nuestra pobreza moral, de nuestros límites y debilidades.

De esta forma se comprende que la oración, la mirada y el ansia de Dios, son la característica del pobre: en ella se encuentran los vacíos del hombre que invocan las riquezas de Dios; se funden los designios de Dios intuidos, con nuestros proyectos de felicidad; somos directamente invitados a reconocer que hemos sido amados y a encontrar nuestro descanso en amar a los demás.

Se comprende también por qué el “pobre”, que se confunde con el sabio, está dispuesto a dar todos sus haberes a cambio de la sabiduría, que es consciencia del propio ser y descubrimiento del camino que lo lleva a la plenitud.


Un alegre mensaje a los pobres


El primer icono identifica la pobreza evangélica con el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que es la consagración de Jesús de Nazaret.

Una segunda imagen descubre en la pobreza el misterioso secreto de la misión de Jesús y, por tanto, la clave de la fecundidad de la Iglesia33. De ambas, la “pobreza” es el signo revelador. Los hombres no se dan cuenta y no logran aceptarlo. Él lo afirma, en cambio, públicamente, cuando a Juan el Bautista, que busca una confirmación de su identidad mesiánica, manda decir: “A los pobres se les anuncia la Buena Noticia”34. Hoy sucede lo mismo: donde se despierta la esperanza de los pobres, donde éstos reconquistan su dignidad, se revela que el Reino de Dios está presente.

Por eso, los pobres son escogidos explícitamente como primeros destinatarios, principales, significativos y fecundos de la misión, bajo la inspiración del Espíritu: “Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres”35. No son los únicos. También a los que poseen bienes se les ofrece el mensaje: pero, como propuesta de pobreza, a partir de la experiencia de la necesidad, del compartir, del amor y de la liberación.

La pobreza es contenido del mensaje: “Bienaventurados los pobres”36. “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban”37. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”38. Con este discurso, el evangelio lleva al hombre a los interrogantes fundamentales de la existencia y, al mismo tiempo, en el tipo de vida y en las enseñanzas de Cristo, le ofrece el camino para resolverlos.

La conclusión de Jesús, muy explícita, está sintetizada en una expresión lapidaria: “No podéis servir a Dios y al dinero”39. Él denuncia como alienante para el hombre la excesiva preocupación por la riqueza, que le condiciona y lo esclaviza.

No privilegia, en forma maniquea e indiscriminada, la condición económica de la indigencia, en contraste con la vida desahogada. Relativiza el valor de ésta y desvela sus insidias, respecto de la conversión del corazón, de la construcción del Reino, de la realización del destino del hombre y de la calidad de las relaciones humanas. Su recomendación es: “Ganaos amigos con el dinero, para que os reciban en las moradas eternas”40. Por eso, no desprecia el dinero. Alaba su buen uso en la viuda que ofrece su óbolo41, en Zaqueo que promete dar la mitad de sus bienes a los pobres y restituir el cuádruplo a los que hubiere dañado42, en el administrador astuto que lo invierte para asegurarse amistad y acogida43.

La pobreza de la vida consagrada prolonga y actualiza la enseñanza de Jesús en relación con los bienes. Se expresa, pues, en la propuesta de una diversa relación con ellos, en una contestación de la riqueza fin a sí misma, de la codicia y de la incesante ansia de poseer y, por tanto, de una diversa relación entre las personas y los pueblos. De hecho, la prepotente avidez de dinero y la embriaguez de poseer están en la raíz de muchos males graves que afligen a las sociedades de hoy: el disponer orgullosamente de los demás, la injusticia protegida y la miseria.

El desprendimiento, tanto interior como exterior, la esencialidad, la renuncia a poseer, no representan, por tanto, un empobrecimiento y mucho menos una negación de los valores auténticamente humanos, sino más bien su transfiguración; proponen una “terapia espiritual” para la humanidad, puesto que rechazan la idolatría y lo que se sigue de ella, y hacen de algún modo visible al Dios vivo44.

La pobreza, además de ser espacio humano y contenido del mensaje, es característica irrenunciable del misionero evangelizador. Él se entrega a la palabra, a la fuerza convincente de la caridad, a la promesa de la vida. No tiene necesidad para el viaje “de bastón, alforja, pan ni dinero, ni túnica de repuesto”45. Tiene de su parte el poder de Jesús de expulsar los demonios, la alegría de anunciar la salvación y de curar las heridas del hombre. Está dispuesto a vivir de lo que le ofrecen.

La pobreza referida directamente a la consagración y al anuncio tiene para el misionero consagrado un valor ascético: le consiente purificar el corazón, la relación y la palabra, liberándolo del instinto de dominio y de la autoafirmación, de la posesión y búsqueda de prestigio tan fuertemente arraigados en los individuos y en las comunidades. “Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios... liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo, podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo”46.


Los primeros cristianos


“A ejemplo de los primeros cristianos, ponemos en común los bienes materiales”, dice el art. 76 de las Constituciones.

La pobreza de Cristo se ha manifestado en el don de sí hasta el gesto extremo de la muerte. La comunidad que nace de su resurrección, reforzada por el don del Espíritu Santo, se siente llamada a realizar la unidad fraterna entre todos los hombres, a través del compartir los bienes espirituales y materiales.

“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común”47. La “koinonía”, pues, incluye muchos aspectos de la existencia; es más, no deja fuera ninguno: la unión de los corazones, el uso de los bienes materiales, la participación en la Eucaristía y en la oración, la manifestación de la vida cotidiana, el converger en un único proyecto de presencia en la sociedad.

La voluntad y la realización de la comunión, elemento indispensable de la pobreza evangélica, se ha manifestado en formas diversas a lo largo de los tiempos y continúa encontrando hoy nuevas y elocuentes expresiones: “Para las personas consagradas, que se han hecho ‘un corazón solo y una sola alma’ (Hch 4, 32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rm 5,5), resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad”48.

De ello proviene el multiplicarse de los recursos: un capital también de bienes temporales que crece desde dentro hasta poderse distribuir “según la necesidad de cada uno”49, de modo que “nadie sufre necesidad”50, porque a cada uno se le da según su propia urgencia51. Es un fenómeno constante en los siglos: la pobreza orientada a la comunión produce abundancia. La riqueza poseída en forma individual reproduce y extiende la miseria.

Esta pobreza, que pone su esperanza en la comunión, tiene un primer espacio de siembra y de cosecha en la comunidad religiosa, donde se da sin cálculo, para rechazar el principio de “cada uno para sí” y para hacer la prueba de construir una fraternidad gozosa y testimonial. No se reduce al uso de las cosas, ni es su intención principal custodiar un patrimonio económico comunitario, sino que ofrece la posibilidad de una experiencia espiritual que tiene también valor temporal.

El deseo de compartir entre los primeros cristianos supera los confines de la propia comunidad reducida y se dirige a las Iglesias hermanas y a los que están en la indigencia y en la necesidad. Pablo organiza una colecta en favor de la comunidad de Jerusalén necesitada y los Apóstoles instituyen a los diáconos, como respuesta a la exigencia de atender a los pobres y a las viudas. Mirando a nuestra situación, se expresa así Vita Consecrata: “La opción por los pobres es inherente a la dinámica del amor vivido según Cristo. A ella están, pues, obligados todos los discípulos de Cristo; no obstante, aquellos que quieren seguir al Señor más de cerca, imitando sus actitudes, deben sentirse implicados en ella de una manera del todo singular. La sinceridad de su respuesta al amor de Cristo les conduce a vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres”52.


La experiencia de la vida religiosa a lo largo de los siglos demuestra que uno de los aspectos que determinaron el decaer de la vida común fue la interpretación de la relación entre la pobreza colectiva y la individual. Se llegó hasta la paradoja de haber religiosos ricos en Institutos pobres y viceversa, religiosos que no poseían nada, en Institutos dueños de vastas posesiones, en contextos de pobreza general. Es necesario ir más allá de una interpretación legalista y renovar, tanto individual como comunitariamente, la opción de seguir a Jesús, entendida como audacia en el amor, capacidad de compartir generosamente, ausencia de preocupación por lo cotidiano, abandono en las misteriosas vías de Dios.

Esta toma de posiciones lleva hacia gestos valientes, incluso contra corriente, que consienten a los religiosos ser defensores creíbles del valor humano de la pobreza, denunciar con la vida las injusticias cometidas con tantos hijos de Dios y “comprometerse en la promoción de la justicia en el ambiente social en el que actúan”53.


La pobreza de Don Bosco


La pobreza evangélica es, entre los tres consejos, la que presenta mayores variedades, en cuanto a la práctica, en los diversos proyectos de vida consagrada, hasta caracterizarlos profundamente: hay la pobreza de los anacoretas, la de las grandes instituciones monásticas, de los mendicantes, de los contemplativos, de los institutos de vida activa, de los consagrados seculares.

La relectura atenta de Vita Consecrata debe orientar nuestra reflexión y nuestra praxis hacia una conversión que implique a las comunidades y a cada uno de los hermanos. A tal propósito, creo indispensable, para completar el cuadro de referencia, invitaros a dirigir la mirada durante algún momento a Don Bosco. De él afirma plásticamente el comentario a nuestras Constituciones que “vivió la pobreza con un ojo en Cristo y otro en los jóvenes pobres”54.

Don Rinaldi nos da una importante clave de lectura para comprender qué pensaba Don Bosco de la pobreza. Hablando a los Salesianos de Valdocco, en diciembre de 1930, con ocasión del ejercicio de la buena muerte, refirió un episodio del que él mismo había sido testigo. Nuestro Padre se había manifestado particularmente severo ante algunas peticiones que se habían expresado en la comunidad de San Benigno (abrigos nuevos para todos los clérigos y visillos para las ventanas de las habitaciones). Respondiendo a un hermano que, después de la conferencia, hacía notar que no debían separarse el decoro de la pobreza, él afirmó que el “decoro de un religioso es la pobreza”. “Había hablado de esta manera de la pobreza – subrayaba Don Rinaldi – precisamente cuando destinaba para sus escuelas de Tipografía los locales más grandiosos que existían en Turín para establecimientos del ramo, y construía el magnífico colegio junto a la iglesia de San Juan Evangelista”55. Esta aparente contradicción sugirió a Don Rinaldi una distinción entre la pobreza de cada salesiano y de las comunidades, y las exigencias de la obra educativa, con la que Don Bosco querría estar en la vanguardia del progreso, según la expresión empleada por él con el futuro Pío XI56.

Efectivamente, él empleó buena parte de su tiempo en buscar medios para sostener sus obras, haciéndose limosnero para la juventud pobre. Gente de todas las clases sociales en Italia, Francia y España, ponía a su disposición ingentes cantidades de dinero, impresionada por la santidad y la sencillez de nuestro Padre. Por sus manos pasaron millones sin que le quedase un céntimo. Su estilo de vida, en el vestido, en la comida, en los viajes, en el mobiliario de su estudio, en concederse sueño y descanso, era riguroso, gracias a las precoces experiencias de pobreza feliz vividas en su familia, a los ejemplos de su madre y a la férrea voluntad de gastar todos los momentos de su tiempo y hasta el último céntimo de sus haberes para los jóvenes.

Es evidente su orientación hacia el ideal de Jesús pobre, en el que él se inspiraba y que con frecuencia señalaba a la atención de los Salesianos. “Jesucristo nació, vivió, habitó, se alimentó y murió pobre. Y esta santa pobreza era tema continuo de la doctrina que predicaba. Anunciaba a las multitudes la necesidad de despegar el corazón de las cosas de la tierra y se la imponía a los que invitaba a ser sus apóstoles; y a los que le pedían que les aceptara como sus discípulos para ir en su compañía, les exigía que renunciaran a cuanto poseían, hasta a sus familias”57.

Conocemos su inquebrantable confianza en la Providencia, a través de innumerables anécdotas que de él nos ha transmitido la primera generación de Salesianos y sus frecuentes recomendaciones. “La Divina Providencia nos ha ayudado hasta ahora y, digámoslo también, de modo extraordinario en todas nuestras necesidades. Estamos seguros de que querrá continuar ayudándonos en el porvenir, por intercesión de María Santísima Auxiliadora, que siempre nos ha hecho de Madre. Pero esto no quita que nosotros, por nuestra parte, debamos emplear toda nuestra diligencia, disminuyendo los gastos, siempre que se pueda, y ahorrando en el abastecimiento, en los viajes, en las construcciones y, en general, en todo lo que no es necesario. Creo que nosotros tenemos un deber especial de ello ante la Divina Providencia y ante nuestros mismos bienhechores”58.

Don Bosco junta, pues, la generosidad de la Providencia con el espíritu de pobreza, como si para atraernos la abundancia de los dones de Dios fueran necesarios nuestro celo apostólico, nuestro diario olvidarnos, nuestro darnos por el bien de la juventud.

Por otro lado, conocedor, por estudio y connaturalidad, de la historia de la Iglesia y de las órdenes religiosas, pone en relación el florecer y la capacidad vocacional de éstas con el florecimiento o decadencia de la pobreza en la vida y en la misión. “Me apremia deciros, además, otra cosa y es la observancia perseverante del voto de pobreza. Recordémonos, carísimos hijos, que, de esta observancia, depende en gran parte el bienestar de nuestra Sociedad y el provecho de nuestra alma”59.

Hoy, el mensaje y la preocupación de Don Bosco nos instan a volver a las fuentes regeneradoras de nuestra historia y de nuestra consagración. En los contextos del bienestar y en los de la indigencia, la recuperación de la fuerza carismática dada a la Iglesia por el Espíritu Santo para la salvación de los jóvenes por medio de Don Bosco, sólo puede pasar a través del testimonio humilde y límpido de nuestro seguimiento de Jesús. Don Bosco nos estimula a mostrar con claridad, a reformar, si fuera necesario, nuestro modo de vivir como pobres, tanto individual como comunitariamente. Los jóvenes, mirando la generosa pobreza de nuestra donación, no podrán por menos de dejarse atraer por la bienaventuranza que Dios nos dispensa.


4. Algunas indicaciones para el hoy


Los motivos inspiradores de nuestra praxis comunitaria y de nuestra vida personal expuestos anteriormente hay que aplicarlos a la situación concreta en que estamos viviendo.

Es indispensable saber discernir según el criterio de la significatividad carismática, concentrarse en lo esencial y abandonarnos a la memoria del Espíritu Santo, para encontrar expresiones elocuentes de nuestra pobreza. Esto comporta fatiga, incertidumbre, y a veces también tensiones apasionadas y fecundas.

La miseria se impone hoy a la opinión pública de todo el mundo con una evidencia trágica. La indigencia es condición existencial, sufrida muchas veces como consecuencia de injusticias, de millones y millones de hombres y mujeres en todos los rincones del globo. La pobreza abrazada por el Reino de los cielos no goza de la misma evidencia; es escogida por pocos, parece casi sumergida, muchas veces es objeto de malentendidos y de interpretaciones tendenciosas. Hay quien no cree en nuestra profesión de pobreza, nos atribuye interés y provecho y, en una palabra, una existencia garantizada en todo sentido.

¿Cómo dar hoy visibilidad comprensible y sobre todo consistencia evangélica a nuestra opción pública de pobreza?


Atenta responsabilidad


Recuerdo, ante todo, la actitud de la vigilancia, del nexo que hay entre el ideal profesado y las manifestaciones cotidianas de la pobreza. Es fácil deslizarse hacia componendas que, aunque no sean singularmente graves, en su conjunto debilitan la expresividad de la consagración.

En estos años hemos propuesto muchas veces el scrutinium paupertatis, recogido en los Reglamentos: “La comunidad local e inspectorial revise, con la frecuencia que juzgue más oportuna, su estado de pobreza en lo concerniente al testimonio comunitario y a los servicios que presta. Estudie los medios para una renovación constante”60.

Podemos preguntarnos: a nivel comunitario, ¿nos hemos comprometido verdaderamente a evaluar nuestro tenor de vida, nuestras costumbres, nuestras opciones? ¿Nos ayudamos a descubrir con sinceridad nuestras infidelidades, nuestras comodidades? Animo a cada uno de los hermanos, a las comunidades y a los que ejercen el servicio de la autoridad a vivir el scrutinium más que como un examen de conciencia, como una experiencia del Espíritu, como abandono a su fuego purificador y a su fuerza regeneradora.

El escrutinio no puede eludir el analizar algunas tendencias, acaso muy circunscritas, pero que, descuidadas, pueden resultar destructoras, como la gestión individual del dinero y de los recursos, que desemboca en una economía paralela, tiende a evitar todo control y da origen a evidentes desigualdades con daño del espíritu fraterno y de la calidad misma de la vida religiosa.

Hay de hecho un dinamismo, inserto en la osamenta de nuestra consagración, que debemos tener el valor de dejar liberarse, para que el Espíritu, contando con nuestra colaboración, pueda llevar a cabo hoy la salvación de los jóvenes. Es la opción de una “austeridad profética”, que contesta la posesión como fin de sí misma y denuncia la tentación de sentirnos importantes y seguros por lo que se tiene y se ha adquirido. Mostrar debilidad o condescendencia respecto de los abusos más evidentes (cuentas personales, viajes costosos no convenidos, tenor de vida burguesa, disponer de las comodidades más modernas, medios de transporte exclusivamente personales...) significa vaciar gradualmente de sentido y de testimonio tanto nuestra consagración como nuestra misión.

En algunas Inspectorías las comunidades locales reciben ayudas, a través de materiales programados, para que no pierdan de vista el conjunto de las exigencias actuales que la pobreza comporta, de acuerdo con las Constituciones y las indicaciones de la Iglesia: la austeridad en el estilo de vida, la comunión de bienes, el trabajo, el compromiso por la justicia, la atención preferencial por los pobres.

El scrutinium, además de servir para comunicar responsable y fraternamente entre nosotros, lo será también para crecer en la comprensión y en la práctica de la pobreza. También respecto de ésta hace falta una “formación permanente” que lleve a profundizar su sentido evangélico, supere la observancia correcta pero rutinaria y nos abra a nuevas experiencias.


Finalidad apostólica de los bienes


Ya hemos subrayado que la Providencia, de mil formas, pone a nuestra disposición recursos financieros. De esto se deben deducir algunas advertencias.

La primera se refiere a su escrupulosa finalidad para la educación y la evangelización de los jóvenes y del pueblo, para la promoción de los más pobres, para la formación de los educadores, líderes, catequistas. En mis viajes he quedado sorprendido al comprobar que, en muchos lugares, los Salesianos han pensado, realmente, sobre todo, en los jóvenes, al construir nuevas estructuras. La residencia de los Salesianos es, muchas veces, modesta y “esencial”, mientras que la obra apostólica ha sido equipada con locales acogedores y mobiliario adecuado.

Tal vez hoy, hay que especificar que hace falta invertir sobre todo en el crecimiento de las personas y de los grupos. Las estructuras deben ser sencillas, dignas, suficientes para su finalidad actual y la del futuro inmediato, no costosas por lo que se refiere a la gestión y mantenimiento, definidas después de un discernimiento atento acerca de su necesidad. Destinemos, en cambio, dinero a cualificar a las personas, a promover movimientos, a la educación de los jóvenes de las clases más pobres, a iniciativas de evangelización y de promoción humana. Lo mismo se debe decir de nuestro tiempo que también es equiparable al dinero.

A la destinación “apostólica” hay que añadir hoy la “caritativa”, que tiende a aliviar las necesidades improrrogables y primarias como el hambre, la salud, los servicios elementales, la acogida de quien es prófugo o no tiene un techo. “Dalo a los pobres”61 se nos dice también a nosotros, sobre todo respecto de los bienes no necesarios, tanto si se trata de estructuras como de dinero. Gran parte de la beneficencia que nos llega ha sido motivada y viene ofrecida para aliviar tales necesidades. No sería justo dedicarla a gastos de gestión o en construcciones superfluas.

Una segunda advertencia se refiere al criterio de conservación de los bienes de que disponemos. Actualmente, en casi todas partes, las obligaciones civiles y sociales a que estamos sometidos por ley son muchas, las cargas financieras de las estructuras y de su mantenimiento bastante gravosas, las posibilidades de investir y capitalizar son diversas. Por otra parte, está en marcha entre nosotros el reajuste de las presencias y la organización de los recursos. No me detengo sobre problemas más puntuales, que serán objeto de orientaciones específicas por parte del Dicasterio competente.

Me apremia, en cambio, evidenciar, en el espíritu de nuestra pobreza, el principio de la pronta disponibilidad de los recursos para el apostolado y, por tanto, de la no capitalización como fin en sí misma en edificios, en posesiones o en dinero. Pueden insinuarse también entre nosotros una mentalidad y una praxis orientadas a acumular, para asegurar un provecho tenuemente o lejanamente relacionado con la misión.

Conjugar confianza en la Providencia y prudente previsión es una tarea ardua y no siempre descifrable a primera vista. La tensión, sin embargo, debe ser mantenida sabiamente, para no correr el riesgo de gestionar los bienes sin previsión y, por otra parte, para evitar planteamientos exclusivamente especulativos, donde se puede perder lo que con tanta creatividad y corazón podía ser empleado inmediatamente en favor de la gente. Es el caso de recordar la afirmación de Don Bosco: “Lo que tenemos no es nuestro, sino de los pobres”62.


Solidaridad


Ya hemos aludido a la solidaridad, como elemento determinante en el cuadro normativo de la pobreza salesiana. No se trata de algo “opcional”, sino de un deber constitucional, que afecta a nuestra identidad comunitaria de consagrados e hijos de Don Bosco.

No os oculto que, precisamente en este ámbito, junto a situaciones ejemplares de comunicación de bienes en la Congregación, hay otras de evidentes desigualdades: en la misma Inspectoría hay obras que disponen de notables medios financieros y de abundantes reservas, mientras otras padecen escasez de recursos y se ven limitadas en las posibilidades de la misión.

Estas situaciones deben ser afrontadas con serenidad, pero con determinación, y resueltas en fechas inmediatas por los organismos comunitarios competentes: Consejo de la casa, Consejo inspectorial, Capítulo inspectorial. En particular, el gobierno inspectorial debe llegar a indicaciones precisas para la conducción económica de las comunidades locales y de la Inspectoría, según el dictado del art. 197 de los Reglamentos: “El Inspector, con el consentimiento de su Consejo, determinará las cuotas que exijan las necesidades de la Inspectoría, las notificará a las casas, y hará retirar el dinero que resulte sobrante. Preparará un plan periódico de solidaridad económica entre todas las casas de la Inspectoría, con objeto de ayudar a las más necesitadas...”63.

La solidaridad entre las comunidades es norma para la Inspectoría y debe estar organizada desde el nivel inspectorial, donde se tiene una visión más amplia y objetiva de la misión de las diversas comunidades locales.

En algunos casos, lo reconozco, hará falta una auténtica conversión, un completo cambio tanto de mentalidad como de praxis. Pero es necesario hacerlo, con espíritu de disponibilidad y desprendimiento, seguros de que una gestión más solidaria construye fraternidad, ofrece posibilidades inesperadas a la misión, garantiza una mayor fidelidad y transparencia en el testimonio personal de los hermanos y permite destinar recursos también para las necesidades urgentes de la Iglesia y de la gente.


Educar para el uso de los bienes


Educar con el testimonio, las enseñanzas y adecuadas experiencias. Hay que deshacer una fascinación, una especie de idolatría de la que no están libres los jóvenes. También ellos quieren poseer para imponerse, gozar y aparentar: dinero, vestidos, moto, ordenador, vacaciones. Muchas veces con absoluta ignorancia de las necesidades de quien vive cerca de ellos. Esto puede suceder en nuestros mismos ambientes, si bien últimamente se ha hecho visible el esfuerzo de sensibilizar a los jóvenes hacia la solidaridad, con una buena respuesta por su parte.

Hay una forma de vida que hemos de sugerir, atenta a todas las necesidades de la persona, no compaginable con el consumismo ni con el derroche. Puede servir de ejemplo la organización de familias que se proponen vivir con lo necesario y contener los gastos superfluos.

Hay un respeto y un cuidado de los bienes comunes, que se debe subrayar: el ambiente, la naturaleza, la vegetación, el espacio vital.

Hay que ofrecer, sobre todo, una visión cristiana de la jerarquía y de la finalidad de los bienes y de su gestión privada y social. La tendencia dominante hoy en la sociedad no transmite tal visión. Se requiere, pues, un suplemento de experiencias específicas y de iluminación para hacerla comprender y asimilar. En esta línea se encuentran las diversas formas de voluntariado, las colaboraciones en causas humanitarias, las informaciones sobre problemas gravísimos como el hambre, la explotación de los débiles, la desocupación endémica, de los cuales sólo ocasionalmente se ocupan los medios de comunicación. A las llamadas a la caridad y a la organización de prestaciones voluntarias, hay que añadir una correcta visión social de las situaciones, que haga surgir las causas generadoras y sugiera las eventuales líneas de soluciones también estructurales.

El CG23 subrayaba la urgencia de formar a los jóvenes en la dimensión social de la caridad en el contexto de la educación para la fe64. En efecto, ésta no puede dejar de sentirse comprometida, según lo que decía Juan Pablo II en el mensaje para la Cuaresma: “Existen situaciones de miseria permanente que han de sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria”65.


Amar a los pobres en Cristo


Amar la pobreza quiere decir sentirse pobre entre los pobres. Nuestra preparación cultural y nuestra reflexión de sacerdotes y educadores nos coloca casi naturalmente en condición de seguridad, de prestigio, de suficiencia, de relaciones con un cierto ceto social. Para algunos, esto puede convertirse en búsqueda y deleite. Desde esta posición extendemos nuestra mano y nuestra mirada hacia aquellos que están en la miseria, con la beneficencia y las iniciativas.

Pero, a menudo, permanecemos psicológicamente distantes, sin participar en los sufrimientos de los pobres, ni recibir sus riquezas de humanidad. Una exposición clara sobre la pobreza no puede sino ser saludable para la comunidad. Para una renovada meditación de la importancia de nuestra opción preferencial por los pobres, os indico la carta circular Sintió compasión de ellos66.

No en todas las obras la acogida, la ayuda y la participación pueden asumir las mismas modalidades. De todos modos, es interesante que en ninguna falte el conocimiento de las pobrezas que hay a su alrededor o lejos, el conocimiento de sus raíces en las personas que las sufren y en nuestros comportamientos: es importante que se pueda asegurar que tales pobrezas encuentran espacio en el corazón y en las iniciativas de la comunidad. Una Iglesia capaz de compasión es una de las demandas urgentes en este tiempo en el que los problemas de que hablamos conmueven a la opinión pública.

A esto nos invitan las Constituciones: “El espíritu de pobreza nos lleva a ser solidarios con los pobres y a amarlos en Cristo. Por tanto, nos esforzamos en estar a su lado y aliviar su indigencia, haciendo nuestras sus legítimas aspiraciones a una sociedad más humana”67.


1.3 Conclusión

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“A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos68. El de María es el primer canto de una persona humana que Lucas pone en el Evangelio. Introduce e interpreta la historia de Jesús con la clave de la historia de la salvación, como paradigma y momento definitivo de ésta.

María cuenta no sólo su experiencia personal de elección y regocijo, sino que da una visión de la historia humana y confiesa las energías que la mueven: Dios es el protagonista con su amor manifestado en el poder, puesto al servicio de la misericordia. Los pobres de la tradición bíblica son los primeros destinatarios, escogidos como “lugar” de la revelación de tal poder y misericordia y como motor de la historia. La riqueza y la potencia identificadas con la soberbia humana caminan indefectiblemente hacia la extinción y, dejadas a sí mismas, también hacia la degradación y la corrupción.

La historia vuelve a comenzar siempre por los pobres y se abre al futuro según la medida de su esperanza.

En la vigilia del Tercer Milenio, los temas de la pobreza y de la riqueza, del poder y de la dignidad humana se han vuelto prioritarios. La conversión del secularismo autosuficiente al Dios vivo, en este momento histórico, está colocada en estrecha relación con la posesión, el destino, la jerarquía y el uso de los bienes materiales y culturales. El Magnificat parece resonar como un programa para nuestros tiempos.

¡Que María nos ayude a creer, a esperar y a amar según la visión de su Cántico!


D. Juan Vecchi*

1 Cf. Lc 4,18

2 CG24, 152

3 ACG 358 suplemento, pág. 16, nn. 32 y 34; Edic. españ. Pág. 20, nn. 32 y 34

4 Const. 73

5 Const. 75

6 Const. 72

7 cf. Mt 13,44-45

8 Flp 3,8

9 Flp 3,8-10

10 MB V, 670; Mbe V, 476

11 cf. Mt 6,21

12 Const. 76

13 Oeuvres de St. François de Sales, Ed. Annecy, vol. IX, p. 229

14 Const. 76

15 Const. 79

16 Const. 73

17 ib.

18 cf. ib.

19 cf. ib.

20 Const. 79; cf. MB V, 682; MBe V, 485

21 Const. 78

22 MB XIX, 157; MBe XIX, 136. Palabras citadas por el Papa Pío XI el 3 de junio de 1929. En 1933 el Papa repetía: “No queda bien en las filas de los salesianos el que no es trabajador: el trabajo es el distintivo, la cédula personal de este ejército providencial” (MB XIX, 235; MBe XIX, 199).

23 MB XVIII, 477; MBe XVIII, 414

24 1 Cor 9, 25

25 Const. 90

26 cf. CG24 187-188

27 Mt 6, 16-17

28 Const. 77

29 Reg. 55

30 Mt 19, 16-22

31 Mt 19, 27

32 VC 21 c

33 cf. VC 25 a

34 Lc 7, 22

35 Lc 4, 18

36 Mt 5, 3

37 Mt 6, 19

38 Mc 8, 36

39 Lc 16, 13

40 Lc 16, 9

41 cf. Mc 12, 42-44

42 cf. Lc 19, 8

43 cf. Lc 16, 1-13

44 cf. VC 87

45 Lc 9, 1-6

46 VC 25 b

47 Hch 4,32

48 VC 42 b

49 Hch 2, 44

50 Hch 4, 32

51 cf. Hch 4, 35

52 VC 82 b

53 VC 82 b

54 El proyecto de vida de los salesianos de Don Bosco, pág. 643

55 MB XIV, pág. 549-550; MBe XIV, pág. 470

56 cf. ib.

57 MB IX, pág. 699; MBe IX, pág. 623

58 MB XVIII, pág. 191; MBe XVIII, pág. 172

59 ib.

60 Reg. 65

61 Mt 19, 21

62 MB V, 682; MBe V, 485

63 Reg. 197

64 cf. CG23 209-214

65 Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma de 1999

66 ACG 359

67 Const. 79

68 Lc 1,53

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